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NIÑOS DE HOY – ENTRE EL CONSUMO Y LA EXCLUSIÓN

“La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados
entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta
visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o
en el colegio, le lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se apretan los dientes y se
aguanta.” J.M.Coetzee. Infancia

La desmitificación de la infancia ha continuado desde la época de la niñez de Coetzee por varios caminos. Su
estatuto ha variado notablemente en los últimos treinta años como efecto de la crisis de sus soportes
modernos: familia, escuela, estado e iglesia. Y en nuestro país, pero no sólo aquí, los últimos años de
neoliberalismo han ejercido, además, una brutal redistribución de bienes y de accesibilidad a servicios y
consumos. Un trabajo de demolición del limitado estado de bienestar previo que ha generado una
precarización y desprotección nunca vistas que pesa como hipoteca sobre las nuevas políticas que intentan
revertir este estado de cosas.

Desde la década del noventa ha habido un incremento de sentimientos nihilistas, de desánimo y de


“transmutación de valores”. La transferencia que se depositaba sobre las instituciones que organizaban la vida
social bajo la hegemonía de los estados nacionales se ha ido debilitando. Ya no hay confianza en el saber que
detentan quienes allí actúan. Esto se percibe nítidamente en relación a la caída de la credibilidad de las formas
de representación social y política. La situación ha ido involucrando a todas las transferencias y a todas las
representaciones aunque de manera desigual. Por ejemplo se mantiene en mucho mayor grado en relación a
representantes de la cultura, el arte y el deporte que a los de la política. En un plano intermedio están los
profesionales de la salud y la salud mental.

Es que la organización social misma ha ido mutando insensiblemente los pilares en que se apuntalaba. El
“mercado” y el predominio de las relaciones de consumo que éste impulsa han desplazado, casi arrinconado, a
las anteriores fundadas en la transferencia sobre símbolos e instituciones que hacían a nuestra “identidad”.
Freud le escribía en 1933 a Binswanger que descansaba en Austria: “Espero que disfrute de sus vacaciones, y
que se alegre de tener una patria”.

La subjetividad moderna tenía como meta era la formación de futuros ciudadanos puesta en manos de la
familia y la escuela reguladas éticamente por el estado y tuteladas moralmente por la iglesia. Todos sabemos
ya que eso ha cambiado.

Esa forma de ser ha sido arrinconada por lo que llamamos subjetividad mediática, ligada a la figura del
consumidor, sus prácticas y símbolos. Hace muchos años Robert Young protagonizaba una serie de gran
audiencia televisiva: “Papá lo sabe todo”. ¿Habrá acaso algún guionista capaz de titular hoy así a una serie? Por
esa época el cabo Rusty, casi un niño adiestraba y domeñaba a su fiel amigo animal Rin tin tin. Un saber
supuesto y el dominio sobre lo irracional a partir de la integración a una estructura jerárquica eran el modo de
estructurar relaciones. En la actualidad la figura paterna más popular es Homero Simpson que sabe menos de
casi todo que su opinador hijo Bart. Y éste lejos de integrarse a una estructura jerárquica que lo ayude a
controlar sus desbordes cuestiona y desnuda las hipocresías y el manojo de intereses que determinan aspectos
de su crianza y educación. La palabra paterna pasó de hipertrofiada y solemnizada a devaluada. ¿Por qué
prestarle atención?

El linaje, hijo de oficios y de lo que se produce empieza a estar cada vez más ligado a las marcas y a lo que se
consume. La desintegración familiar manifiesta por la precariedad habitacional, ocupacional, o las exigencias
de la supervivencia velan que hay otras formas de des-integración más sutiles. Algo se ha “roto” en la
“química” moderna entre chicos y padres. Algo que no se arregla con la química de los psicofármacos. Las
“valencias” que ligaban y enlazaban el hogar nido han mutado. Y aquél se ha convertido en un multi-espacio
(cuando hay lugar) donde se intersectan -no necesariamente se comparten- trayectorias privadas.. Los rituales
familiares se ven jaqueados por las solicitudes mediáticas. ¿O cuántas veces que se suele tener que llamar al
ritual de la cena a quienes están “ocupados” por el chateo, la televisión o la música?

Padres y madres se sienten cada vez más proveedores de medios de crianza, aún cuando mantengan sus
funciones clásicas. Proveedores de servicios para pequeños usuarios, futuros consumidores. Pero el saber que
se les suponía (solemnizado y acartonado tantas veces) está siendo destituido. Lo que genera una inédita
apertura y cuestionamiento de “modos de ser” y a la vez adelgaza lo que las generaciones precedentes pueden
transmitir como bagaje a los nuevos. Incluso, como veremos, se produce una suerte de homogeneización en
relación al uso de objetos nuevos y a la “educación” en el consumo. En un país cada vez más dividido que
excluye a amplias franjas de niños y jóvenes del acceso y disfrute de bienes imprescindibles, esta lógica se
presenta aún en quienes quedan excluidos. Los padres de niños y jóvenes que se encuentran marginados
sufren el dolor, la impotencia y especialmente la ansiedad de no poder cumplir con sus funciones proveedoras
y nutricias. Y todos se encuentran con enormes dificultades para poner límites a los nuevos hábitos ligados al
consumo de sus hijos.

“¿Post-mocositos?”

Como señalamos, la modernidad está agotando su potencialidad de instituir infancia. La infancia moderna
desvalida, frágil, pre-freudianamente ingenua, irresponsable, inimputable y básicamente determinada ya no es
lo que era: esa infancia pensada a futuro, educada como soberana y cuidada por una alianza entre el Estado-
Nación, la familia, la escuela y la iglesia. Hoy con estados que luchan por seguir siendo naciones, las familias se
van pareciendo a lugares de encuentro, o desencuentro, entre vidas privadas. Por su parte, la escuela
pretende enseñar a chicos que ya “saben” y que, en muchos casos, deben básicamente desaprender. Y a veces
no pueden.

Mientras nosotros y la escuela seguimos pensando que los niños deben escuchar y memorizar, concentrarse y
quedarse quietecitos, una avalancha de niños cuya atención y la lógica de sus apetencias e impulsos está
ordenada de otros modos. Infancia debió escribirse siempre en plural. Pero si antes la infancia se dividía
básicamente en dos compartimientos: el de la infancia cuidada y el de la vigilada; hoy la pluralidad de infancias
hace dudar de si seguimos hablando de la misma cosa, o si la noción misma ha estallado. Y nos encontramos
con niños que son hijos de marcas, prácticas y discursos cuyo pretendido monopolio parental-estatal-escolar
ha sido globalizadamente destronado por una saturación mediática que altera de modo profundo la raigambre
de filiaciones y linajes. Pues sobre las marcas también se produce una formidable transferencia y un deseo de
pertenenecia. Al decir post-mocositos pretendo aludir a una época, la post-modernidad, de niños instituídos
desde otros lugares, los medios por lo pronto. Una época de familias, estados y escuelas desbordados como
productores predominantes de subjetividad en la que los niños que se presentan no encajan, no se adecuan a
las representaciones de una infancia que ya no es.

Juego y consumo

“Sin mis personajes no sería la persona que soy. Sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un
esbozo impreciso, una promesa…”. José Saramago

Lo que se ve desplazado desde la inducción y performatividad de las imágenes y los significantes de los
mensajes mediáticos es la noción de narratividad. Y un narrador, como Saramago es quien alude a personajes.
El jugar es, en la infancia, lo que posibilita esa creación de personajes que darán consistencia al esbozo. Pero
justamente ese jugar creativo se ve afectado desde este presente. Recuperar, potenciar y valorizar los espacios
de juego creativo es un dique al arrasamiento de una narratividad lúdica jaqueada desde varios frentes. El de
la temporalidad es uno de ellos.

Un ejemplo puede ayudar. Una hermosa y joven mujer corre a los tropezones por la calle. Se nota que está a la
moda y que está apuradísima. Lleva un teléfono celular entre su oído y el hombro, Su brazo izquierdo rodea
una bebita cuya cola intenta espolvorear con talco con su mano libre. No se cae pero el riesgo de desparramo
es grande y la vereda queda blanca de fécula. Debajo de la foto, pues se trata de una publicidad, se lee el
nombre de una marca de jeans. Al lado un consejo: Live Fast (vive rápidamente).

Lo que tropieza no es solamente nuestra acelerada e incontinente heroína publicitaria postmoderna y su


bebita, futura saltimbanqui. El primer tropiezo a considerar es el de su antecesora, nuestra subjetividad
llamada “moderna”. Lo que tropieza es la temporalidad de esa época que aparece tan lejana, esa que es
objeto de nostalgia por padres y maestros que esperan que los chicos atiendan a los grandes, que se queden
quietos, canten el himno y hagan buena letra. Lo que le da la razón a Tenesse Williams que hace decir a uno de
los personajes de El Zoo de cristal: “La mayor distancia entre dos puntos es el tiempo.” Un diseñador de ropa
infantil lo contaba en sus términos. –“Antes diseñaba ropa para niños de doce años, ahora lo hago para
adolescentes de diez”.

En estas condiciones la producción simbólica, fantasmática y lúdica necesaria para una apropiación mutua
entre el futuro sujeto y su cultura que le permite ir mas allá del esbozo impreciso se realiza en cámara rápida.
Y la velocidad cibernética no siempre permite que la biología humana se acompase a sus ritmos. A los niños de
hoy, bombardeados de estímulos, se les presentan, por ello, dificultades adicionales para no verse
desbordados y producir -jugando- sus propias mediaciones y personajes. Y entonces los niños, como el país,
toman el atajo de comprar la película hecha.

Como efecto de época podemos constatar a esta altura que no hay “la” infancia. Hay infancias. Pero lo más
terrible es que una de esas infancias es la de los niños que transcurren su niñez sin experiencia de infancia.
Esto es sin contar para sí con la representación de una imagen de niño como hombre del mañana, sin
proyecto, sin nación que lo instituya como ciudadano necesario, y sin un porvenir que lo espere en alguna
esquina del futuro.

Esa infancia es producida por el polo excluyente del consumo mientras otras lo son por su faz inclusiva. Porque
pertenecer no sólo tiene privilegios, aunque así parezca. Las prácticas del consumo son desbordantes y
descontroladas. Para la subjetividad consumidora siempre hay algo pendiente que insiste y dispersa. Como red
de prácticas el consumo desbarata la protección y resguardo que caracterizaba a la infancia moderna. De una
manera persistente y subterránea su lógica produce un estallido de la lógica familiar. Y resulta que a los niños
se les pide que ejerzan un control sobre sí, sobre las apetencias despertadas por la publicidad sobre las que los
propios padres no pueden controlar, el consumo mismo.

El flujo de imágenes que el consumo instaura como nueva habla social se basa en la seducción y se dirige a una
dimensión estético pulsional que funda un nuevo narcisismo y no a una conciencia “ideológica”. Por ende se
torna casi un simulacro la pretensión de instaurar una distancia crítica.

En el predominio de la actualidad ansiógena del consumo se desvanece el futuro como proyecto. Y si el


porvenir es, entre otras cosas, el repertorio de sueños e ideales con que se incide en el presente para
construirlo como tal, el hoy queda sólo a merced de un presente despojado de futuro. Es lógico entonces
aferrarse a los productos que nos ofrece. Pues este acelere se acompaña de una inundación de gadgets que
nos llevan a otra cuestión: la homogeneización y borramiento de las diferencias entre niños y adultos en
relación a los consumos. “Los juguetes de los niños de hoy son también los “juguetes” de los adultos. Y los
juguetes de los adultos .-teléfonos móviles, laptops, autos, iPods, etc- tienen cada vez más un diseño infantil”.
Si los chicos juegan a ser grandes porque hay una distancia a recorrer y un deseo de hacerlo cuando ésta se
instaura, y si los grandes juegan como chicos (peor en realidad pues los chicos son mucho más rápidos para
absorber las novedades). ¿Por qué crecer?

Por otra parte, esa incidencia del consumo nunca ha alcanzado tanta intensidad. Se ha instaurado una especie
de insaciable “carrera armamentista” en la que juguetes cada vez más caros envejecen cada vez más rápido.
Como los autos y los celulares. Y nos hipnotizan, a los que consumimos y a los que quedan con la “ñata” contra
el vidrio.

La publicidad es quien se encarga de dar imagen y significación a las marcas que marcan ese territorio
profundo que llamamos ingenuamente “uno mismo” donde parecen haberse alojado no sólo las huellas de
experiencias vitales sino también las marcas de las marcas comerciales. Nuestra subjetividad ya no alberga
solamente los arrorroes y mimos, los olores y las voces, los nombres y apellidos. También ha sido colonizada
por las marcas. Horadada la roca moderna del hogar nido, nuestra intimidad se ha tornado cada vez más
extimidad. Lo más íntimo no puede ser pensado ya como un núcleo salvaje de naturaleza a civilizar sino como
un repliegue profundo que viniendo de los otros pulsa como cuerpo extraño.

James McNeal describe en su libro de marketing para niños el proceso de socialización en la sociedad de
consumo de un modo contundente: ”Cuando llega el momento en que el niño puede estar sentado derecho se
lo instala en su puesto de observación culturalmente definido: el changuito del supermercado.” Luego, dice,
caminará a un costado.

Claro que criar en el consumo no es fácil. Ir al “súper” hoy, para muchos, tampoco. Si no resiste la miseria,
resisten los padres. Paciente, McNeal alecciona: “A menudo sucede que los padres no hagan caso o rechacen
la demanda de sus hijos. Los niños pueden tener problemas con esas reacciones. Puede haber
enfrentamientos, discusiones, palizas y rabietas, todo lo cual puede resultar fastidioso para ambas partes. Hay
maneras de prevenir esos resultados y maneras de manejarlos, en particular si los padres confían en la ayuda
de los comerciantes interesados”.

Si en la modernidad los padres eran los agentes de socialización primaria de los niños ahora, en cambio, la
publicidad asume la tarea de “educarlos” a ambos simetrizando a padres e hijos para que hagan carrera como
consumidores. Casi un post-grado. Una maestra comentaba hace poco: “Los medios son otro maestro en el
aula”. Las marcas ofrecen una pertenencia que pretende parecerse a un linaje. En el Medioevo éste se fundaba
en el vínculo con la sangre y la tierra. Luego, durante el ascendiente capitalismo, en los oficios. Ahora que el
acento ha pasado de lo que se produce a lo que se consume, es lógico que sean los consumos los que
socializan, integran, identifican.

No creo que la perspectiva ante este cuadro sea enarbolar un retorno a una supuesta y bucólica simpleza de lo
“natural”. Somos seres históricos y, según Freud, animales protésicos. Sólo a través de nuestras creaciones (de
toda indole) -y de allí la importancia de lo trancisional- podemos conectarnos con el mundo que nos rodea.

Este hombre, “protésico” utiliza desde la prehistoria medios artificiales como el fuego, la rueda o la escritura.
“Lo más natural para el ser humano es crear lo artificial” . No sería hombre si no lo hiciera. Pero esto es algo
muy diferente a establecer un lazo social basado en el consumo o que pretender suplantar la condición social
del hombre por artificios técnicos.

Desde Frankenstein, la alteridad, lo no humano dejó de ser representado como atávico, como un indómito
resto de naturaleza, casi siempre diabólicamente impregnada. Si antes se trataba de ser, como Pinocho, de
“buena o mala madera”, hoy ese lugar de metáfora lo ocupa lo artificial, lo maquinal en la modernidad; o lo
tecnológico, cibernético o genético en la actualidad. Esa es la alteridad a conjurar hoy.

Escuelas del presente

¿Cómo no va a estallar en la escuela el conflicto entre la temporalidad ávida del consumo y los pacientes
ritmos que requiere la construcción de un saber? ¿Para el ejercicio de qué ciudadanía se educará a quien ya no
será soberano ni siquiera de sí mismo?

En apariencia sigue habiendo escuelas, hay edificios y maestras, pero todo funciona de otra manera. La
escuela moderna educaba al soberano futuro, ciudadano que se hará representar. Era una escuela que
formaba (el término alemán Bildung marcó ese rasgo) casi “moldeaba” ciudadanos. De ahí instrucción cívica.
Ahora la escuela no moldea sino que modula. Reconoce lo necesario del interés activo del educando. Antes se
trataba del a-lumno cuyas oscuridades había que iluminar inscribiendo cual si fuera una página en blanco. En
su lugar los chicos, hoy, participan. De ahí que la atención y su problemática sea tan importante. Para el
moldeado o la inscripción no importa la atención que nos preste la arcilla o la página en blanco. Para una
escuela que estimula en la que el docente “negocia” con los saberes previos del niño, sí.

Pero además los chicos, en la sociedad de consumo, pasan a ser usuarios de servicios educativos que más que
formar, capacitan para ingresar a un mercado. ¿Para qué entonces el civismo, la historia o incluso la
gramática? ¿Para qué estudiar si, según Castoriadis , hasta los títulos se pueden comprar? Antes la escuela era
fuente única de formación. Ahora se ha convertido casi casi…en una empresa entre otras que provee de
habilidades y opiniones para su venta en el mercado laboral..

Si antes se trataba de esperar a ser grande, ahora el consumo no espera. Si se trataba de igualar (guardapolvos
mediante) ahora lo importante es “estar primero”. Si antes un maestro, aún desconocido, era esperado con
respeto por su investidura, en el aula, ahora puede serle necesario ingresar cuerpo a tierra para no ser
alcanzado por los proyectiles. Ya no se trata de autoritarismo de las autoridades escolares sino de una anomia
que muchas veces impide un clima de mínimo ordenamiento. El saber estructurado, la investidura del maestro
(junto con la del estado y del padre), han caído. La norma pasa a tener la categoría de una opinión más. Los
chicos señalan, muchas veces con gran lucidez, esa desnudez de las fuentes de autoridad y saber. ¿Cómo crear
respeto y, mejor aún, confianza desde ese incómodo lugar?

Si antes la consistencia de la autoridad aplastaba y lo problemático eran los efectos de alienación y represión,
ahora predominan los de destitución y fragmentación. Ante esa inconsistencia los chicos se dispersan y se
aburren. Y actúan. No por rebeldía, por vacío.

Si antes el medio fundamental de educación eran las palabras familiares y escolares hoy ese lugar es
compartido cada vez con mayor desventaja por los medios. ”A mí me crió la televisión”, decía Nicolás
parafraseando a Bart. El ciudadano en formación tropieza con multitud de objetos y tentaciones que el
mercado pone en su camino. Y la paciencia para recorrer aquel sendero parece astillada. La publicidad y los
medios entienden que la formación más que una construcción despaciosa es una adquisición que se realiza en
cámara rápida pues no es a futuro sino para un presente que se escurre como arena entre los dedos. La
escuela formaba ciudadanos, los medios generan consumidores. Claro que los medios deberían contribuir no
sólo a lanzar nuevos usuarios al mercado sino a construir una ciudadanía comunicacional “que permita la
participación creativa y protagónica de las personas como forma de eliminar la concentración de poder de
cualquier tipo para así, construir y consolidar nuevas democracias” . Pero pese a los esfuerzos y aun con la
nueva Ley de Medios de por medio, en tal sentido aún estamos lejos de eso.
Ha tropezado el tiempo moderno entendido como flujo lineal y constante, con intersticios hoy ausentes en los
relojes digitales, o con estratos, como la Roma freudiana, ese tiempo que era impulsado por las fuerzas
históricas hacia un futuro prodigiosamente abierto. Hoy todo es simultáneo, a la vez. No debería
sorprendernos tanto que los niños se dispersen, o peor aún, que lleguen a desorganizarse.

Nosotros y los niños de hoy más que hacernos la película queremos comprarla hecha y queremos además
parecernos a los de la película. Los chicos en particular a los personajes que invaden pantallas y habitaciones.
Personajes que no saben, por naturaleza, estar solos. Saber estar solos, habitar no solo en las pupilas de
quienes miran, es un logro que diferencia a los niños de los personajes. Que sólo parecen, pero no son. Y hoy
cuando la corriente dominante lleva más cerca del parecer y del tener que del ser, el malestar tiende a
estructurarse en el campo de la performance física o mental. Del rendimiento, que falla. Y entonces crea
ansiedad, o angustia y desencaja. Sobre todo cuando el ideal para crecientes sectores es que los niños sean
una especie de normópatas clonados. Hoy más que una interioridad enigmática que nos interroga lo que acosa
es la necesidad de encajar. Y encajar es visibilizarse y visibilizarse es aparentar y consumir. Consumir tiene
rango constitucional desde 1994. Ya lo pueden notar en la tapa de vuestros respectivos DNI. Arriba de todo
dice Mercosur. Debajo Republica Argentina. Primero consumidores. En uno de los últimos enfrentamientos
por la Copa Davis una publicidad decía: “Ellos suecos, nosotros Topper”. Ciudadanos, lo que se dice ciudadanos
son los suecos.

Ante la falla funcional que la jerga tecnocrática denomina “trastorno” hay cada vez menos lugar para
búsquedas o interrogaciones y cada vez hay más técnicas para encajar, para adaptar al molde preestablecido
más que para integrar lo diverso. Cada vez más se ofrecen recursos conductuales, biológicos o genéticos, los
neurotransmisores pasan a ser causa general y el fantasma queda olvidado haciendo ruido en el desván. La
pastilla pretende suplantar, investida mágicamente, al trabajo de explorar oscuridades y extraneidades para
intentar transformarlas sublimatoriamente en belleza.

Pero también hay recursos y políticas que pueden generar un cambio que nunca será veloz pero sí puede
indicar una tendencia. La Asignación por Hijo ha generado, en breve tiempo, una disminución de la tasa de
delitos en el conurbano. No sólo por el soporte material que provee sino por el efecto de pertenencia que
produce. Algunos de los antes incontables son ahora tenidos en cuenta para conjugar un nosotros a futuro con
su concurso. La entrega de laptops a los estudiantes de escuelas públicas obra en el mismo sentido. No es sólo
el beneficio cibernético. Es el don.

Hace poco me invitaron a un encuentro en el Club Virreyes. En sus canchas entrenan chicos y jóvenes que
residen en barrios desfavorecidos. Rodeados de sus familiares en un ámbito que parece más una “kermesse”
de barrio que un club de un deporte de tradición aristocrática se entrenan cientos de chicos con decenas de
pelotas ovaladas. Uno de ellos ocho años, piel morena, pelo hirsuto agarrando orgullosos la bella camiseta
verde dijo: “yo nací para este deporte”. Otro, más grande, fue interpelado por un técnico sobre contra quien
jugaban el domingo. Su respuesta fue:-“No es contra quien. Es con quién”. Años de marginación y de epítetos
infamantes respecto al color de la piel transformados sublimatoriamente No es que anule la lucha de clases. . .
Pero para el largo combate contra la exclusión es bueno que no sea contra, sino con. El consumo no hace lazo
con los otros sino con los objetos y el primer nosotros entre pares su funda en la posibilidad de compartir una
fantasía reglada común. Que tambien arma equipo. Si algo así ocurre entre chicos y jóvenes, algo empieza a
tener otro rumbo. Enhorabuena. Se trata, nada más ni nada menos, que de poner reglas de juego que incluyan
a todos. Y de ser capaces de un don. De darles algo más que una computadora, se trata de darles pelota.

Dr.Juan Vasen en “Observatorio”.

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