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EL NIÑO EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI *

José Fernando Velásquez**

Es fundamental, para comprender los síntomas de los niños y adolescentes y la problemática que
ellos sufren, pensar la posición que en la actualidad ocupan la infancia y la niñez en el discurso
del Otro (social, comercial, parental). Se hace necesario estudiar y profundizar en ese Otro actual,
contemporáneo, que tiende a ser unificado por la globalización, aunque posea sus particularidades
en cada familia, grupo social, etc. ¿Cómo producir, entonces, un enganche entre el saber sobre el
inconsciente del niño y el discurso del Otro de la época? En esta dirección, este texto se orienta a
partir de las siguientes preguntas:

• ¿Cómo se instala el niño en la época actual?


• ¿Qué le demanda el mundo adulto al niño de hoy?
• ¿De qué modo responden los niños, con qué síntomas?
• ¿Qué tipo de sufrimiento y afecciones tiene el niño de hoy?

1. 1. El niño es el sujeto contemporáneo por excelencia

A diferencia de los adultos, el niño no trae en su propia experiencia la carga de otros discursos; él
no tiene que hacer cambio de mentalidad, no tiene que adaptarse. El niño simplemente responde
de forma directa a la contemporaneidad, y en esa medida se estructura. En la clínica que se elabora
con ellos se pueden leer y descifrar los efectos del discurso de la postmodernidad sobre el sujeto y
una perspectiva de nuestra época.

La postmodernidad ha desmitificado la familia nuclear como la organización normal y universal,


y ha pasado a reconocer otras formas de vida que también son llamadas familias: las hay de todo
tipo, extensas, nucleares, reconfiguradas, mixtas, monoparentales, homosexuales, etc. Sí con Freud
y Lacan afirmábamos que la Metáfora Paterna, aquel dispositivo psíquico que arma la estructura
del deseo y que permite tramitar buena parte de la satisfacción de un ser humano, no alcanza a
metabolizar todo el goce, hoy más que nunca encontramos el ensanchamiento de esa hendidura
estructural por donde se filtra lo vertiginoso del mundo global, virtual, de los objetos técnicos, del
vacío, del sin sentido de la vida.1 La caída del referente familiar genera escenarios donde se está
más cerca de lo Real (lo inasible, lo imposible) en cualquiera de sus formas: la agresión, la
violencia, la adicción, la intolerancia, la promiscuidad, la prostitución y los nuevos modos de
relación con otros, como por ejemplo las tribus, las bandas, las conductas extremas, etc. La familia
como tal, ha dejado de ser el vehículo privilegiado de la transmisión generacional, la fuente de
identificaciones; este lugar es ocupado generalmente por los medios de comunicación social, cuyas
figuras muchas veces se transforman en modelos y parámetros identificatorios. Los personajes de
moda -reales o virtuales-, suelen configurarse en imágenes que funcionan como ideales de
sexualidad, poder, fuerza o belleza, y por ello devienen familiares a los niños y jóvenes
contemporáneos.

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Siempre han existido los niños, pero hoy hay nuevas coordenadas que han trazado un nuevo lugar
para el niño dentro de lo social. Ha quedado atrás la condición de inexistencia que prevalecía siglos
anteriores al XVII en cuanto a la figura del niño. En la actualidad, los niños constituyen el núcleo
central de la institución familiar, son el principal grupo poblacional que determina el consumo,
además de ser el elemento que potencialmente debe ser más capacitado y entrenado para sostener
y enfrentar el mundo del futuro. Muchas veces en la clínica nos encontramos con situaciones en
las que un niño es el sostén (imaginario y simbólico) de uno de los padres o de la pareja, o también
que sostienen el goce de uno de sus padres. Este tipo de situaciones provoca un reordenamiento
familiar, en el cual los menores han ido ganando un gran poder, encarnan el ideal, son la promesa
de los padres, no para el futuro sino para el presente.

A la par de las modificaciones en la familia, en la postmodernidad la escuela ha dejado de ocupar


el lugar por excelencia para la recepción de conocimientos. Gracias al lugar social que adquieren
los medios masivos de comunicación y las tecnologías de la información, la escuela deja de ser la
forma privilegiada de la educación en el siglo XXI. Quizás estemos ante la asunción de una nueva
forma de realizar la función educativa, forma que por primera vez desde el siglo XVI no se apoya,
en lo fundamental, en la escuela y el maestro.2

La informática y las nuevas ciencias de la vida (genética, neurociencias, biología molecular), con
sus recientes avances y desarrollos, han afectando en la última década la forma en que pensamos
la vida, la naturaleza y el cuerpo. Ello afecta también nuestra concepción de ser humano, y mucho
más, la de los niños y adolescentes contemporáneos. Ejemplo de lo anterior son los bebes probeta,
que están entre nosotros desde 1990: el niño como objeto de consumo para los padres, diseñado
por tecnología en el laboratorio y convertido en producto. Cualquier mujer, cualquier
hombre, cualquier pareja se atribuye el derecho de tener un hijo, saltando cualquier impedimento,
incluso que uno de los padres haya muerto: puede buscarlo por medios técnicos o por adopción, y
encontrarlo en ese mercado especializado que moviliza millones de dólares. Ya son muchos los
niños que son el producto de los avances científicos. Para muchos adolescentes de hoy, son
naturales los nuevos dispositivos (celulares, palms, acceso y conexión a la Internet); estos procesos
forman parte de su vida, nacieron compatibles con esas máquinas, hasta incorporan a su lenguaje
habitual, palabras como “conectarse” y “bajar de la red”. La infancia, la niñez y la adolescencia,
hoy se reafirman alienadas en mayor o menor medida a la tecnología y al consumo, de acuerdo al
nivel de acceso al capital y al mercado; están capturadas y desorientadas en el mundo de la imagen
que se expone en los medios y que ocupa un lugar central en cualquier actividad; están
condicionadas por ese eslogan repetido incesantemente “mira, te ofrezco lo que te falta”, para
generar, más que el deseo, el acto de consumirlo; niños y adolescentes están presionados por la
velocidad y la rapidez, todo les es urgente y vertiginoso; sus referencias han cambiado, cada vez
se sostienen más en la realidad virtual, computarizada, informatizada y digitalizada.

Anteriormente los niños eran una herencia en vida que enviaban nuestros padres a otro tiempo que
ellos no conocían o en el cual seguramente no vivirían, todo era interpretado desde un axioma que
le decía el padre al hijo: “Mi tiempo es el de ahora, el tuyo será el del mañana”. Hoy en día les
exigimos a los niños que se realicen aquí y ahora, les ordenamos actuar como debería hacerlo un
adulto. El tiempo para los niños ha cambiado, y la proclama de padres a hijos es: “Tu tiempo es el
presente”, no hay aplazamientos. Los niños están, entonces, bajo numerosos imperativos. Sumado
a esto, sus cuerpos son más ávidos y ansiosos que disciplinados, son cuerpos superexcitados,

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incitados a consumir constantemente, cuerpos que quieren siempre algo nuevo: experiencias
extremas, una constante necesidad de mejorar su condición, cualificarse, potencializarse, superar
los límites.

De igual manera, encontramos al niño y al joven como objetos de comercio sexual en páginas de
Internet, vinculados con academias que los promocionan en el mundo de la publicidad y el
modelaje, trabajando en la prostitución y demás. El uso de niños en los comerciales garantiza la
penetración que tiene cualquier mensaje en el oyente, y esto condiciona una manera de vender y
jalonar el mercado de cualquier tipo de bienes. Del mismo modo, niños y adolescentes participan
de manera activa en los conflictos armados. Los juguetes que hoy se les ofrecen, con los cuales
consumen su tiempo, son fugaces, tienen una vida media cada vez más efímera, estrategia de los
grandes productores que encuentran siempre sustitutos en los personajes de películas que salen al
mercado cada 6 meses. Los niños en la actualidad poseen otro modo de jugar, imaginar, sufrir,
pensar y construir su realidad.
¡Todo es tan diferente a lo que nosotros vivimos! Y nos preguntamos en medio del desconcierto,
¿qué es lo que pasa?

2. 2. La desaparición de la infancia

Las expectativas y las exigencias en torno a los niños se han multiplicado, y esto incide en el
desvanecimiento de la infancia. Postman, autor brasilero, dice en su libro La desaparición de la
infancia que el acceso ilimitado a los medios de comunicación destruye o al menos torna incierta
y difusa la línea divisoria entre la infancia y la adultez de hoy. El autor opina que el tipo de
mensajes ya no discrimina entre adultos y chicos, ya no hay secretos para la infancia; sólo hay que
ver la omnipresencia de los Reality Shows, que muestran sin ningún control la intimidad del otro,
violando la privacidad voluntariamente y haciéndola pública. Más bien, lo que hay son secretos
hechos para los adultos que se quedaron rezagados y no accedieron a la velocidad ni al despliegue
tecnológico actual.

La infancia sigue a merced del maltrato, del desplazamiento, de la pobreza extrema en el mundo
subdesarrollado. A partir de estas condiciones, el niño debe hacerse adulto lo más temprano
posible, y esto se ve reflejado en su actividad, su lenguaje, sus formas de juego, sus costumbres,
además de la forzada responsabilidad por la supervivencia. Cada vez son más adolescentes quienes
pertenecen a grupos de milicias y quienes tienen a su cargo la responsabilidad de crear un orden
imperante, en el cual el Estado no hace presencia. Pero no sólo en el mundo subdesarrollado la
infancia es objeto de ultraje. El matutino The Daily Telegraph, de Inglaterra, divulgó una carta
firmada por 110 personalidades en la que se advierte que los niños británicos “están siendo
empujados a la adultez antes de tiempo”. Señala el texto que “un cóctel siniestro de comida
chatarra, marketing de la sexualidad, juegos electrónicos y éxitos fáciles les están envenenando la
vida. El efecto que sobre los chicos ejerce esta presión despiadada para que dejen de ser lo que son
se traduce en graves desórdenes mentales y en irregularidades de conducta”.3

Otro aspecto importante se refiere al ingreso satisfactorio del niño al mundo de hoy, para lo cual
sería necesario darle la mayor competitividad en el menor tiempo posible. Cualquier retraso en
ello puede ser calificado como fracaso, y el adulto no debería permitir que el niño quede “por fuera
del sistema”; las expectativas y las exigencias en torno a los niños se han multiplicado, lo cual se

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evidencia en aspectos como la adquisición de una segunda lengua, el afán por manejar aparatos
electrónicos y computadores, la competitividad deportiva, la capacitación en múltiples
competencias, etc. El exceso de expectativas sobre el hijo, el afán de que obtengan éxito y logren
las mejores oportunidades, presiona y acosa el psiquismo infantil del niño en función de que
responda a carencias que son de los padres. Así mismo, en el ideal que tienen padres e instituciones
no se tolera que el niño sea diferente a lo soñado o que no vaya a la par con las expectativas
propuestas; cualquier desviación voluntaria o involuntaria del niño, es sentida como un corte de
aquel hacia el deseo del adulto.

Teniendo en cuenta lo anterior, la escolaridad constituye un ejemplo claro en cuanto a las formas
como son percibidos el niño y sus fallas, además de ser la plataforma en la que el adulto inicia una
mirada que determina, nombra y fija al niño dentro de una serie de significantes tales como:
desatento, hiperactivo, oposicionista, fóbico, etc. Es tal el poder de esa mirada evaluadora que
otras capacidades, necesidades y deseos de los niños quedan sin tener ningún espacio para
desarrollarse.

Así, a medida que el niño y el adolescente avanzan en edad, quedan expuestos a mayores riesgos,
aunque hay que reconocer que también existen hoy más opciones para que el joven encuentre
beneficios y estabilizaciones. Durante mucho tiempo ha prevalecido una tendencia a juzgar las
conductas del adolescente con un criterio recriminatorio basado en una dialéctica negativa, de
crisis y problemas. Ahora esta opinión tradicional se cruza con otra consideración más respetuosa,
basada en lo que son los atributos de los adolescentes: ellos valoran la vida sentimental de manera
más inmediata, tienen una inimaginable cantidad de habilidades del pensamiento (abstracción),
asumen nuevas formas de inserción en lo social, son más frescos, singulares y espontáneos en sus
formas de identificación; su proximidad a la informática y la tecnología de todo tipo les permite
con una rapidez envidiable -deseada por los adultos-, asumir formas de trabajo completamente
nuevas. Jóvenes y adolescentes son los grandes innovadores en el mercado y en la creación de
marcas y empresas, tanto que cada vez es menos posible distinguir la adolescencia de la edad
adulta en función de la preparación para la vida.

3. 3. Las manifestaciones del malestar en el niño

La infancia feliz es un mito. La imagen del niño feliz, ingenuo, angelical, sin problemas, sin
pérdidas, sin conflictos ni defectos, en un mundo encantador de ensueños, es inexistente. Ese mito
es lo que está infiltrado en nuestra lectura tradicional de la infancia. Un niño recién llegado a este
mundo puede sufrir desde su más tierna infancia, y ese sufrimiento acompaña su desarrollo y
estructuración. Los síntomas y los malestares del niño desmienten ese ideal de plenitud imposible
de cumplir a pesar de ser el preámbulo de la constitución de los ideales parentales, sociales y
escolares. Mientras más creamos en ese mito, más se desestima la función de la respuesta del niño
frente al encuentro con la adversidad, incluida la respuesta sintomática.

Si en medio de esta acumulación de exigencias con respecto al Otro postmoderno, el niño tiene
que manifestar su desacuerdo, su malestar o su angustia por asuntos personales, familiares, o
relacionales, ¿qué espacios tienen para hacerlo? ¿De qué medios dispone? ¿Cómo puede
desarrollar su síntoma? La realidad actual desconoce lo singular y globaliza la niñez, sus
necesidades, sus ideales, sus imágenes, sus síntomas; desconoce las formas de respuesta que ellos

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mismos desarrollan porque todo se interpreta desde un estándar, tanto las evaluaciones que se
hacen como las soluciones que se proponen.

El niño se sirve de lo que encuentra en el Otro para fijarse en algunas identificaciones y también
para tramitar su malestar.

• Los niños responden poniendo todo su interés en una pantalla del computador o en las consolas
del Play Station, el Wii, o el Xbox, creando una brecha entre su mundo virtual y la realidad de sus
hogares o vecindarios, no siempre disfuncionales. La realidad virtual es una producción
tecnológica de puras imágenes impalpables, incorpóreas e incapaces de realización humana que
sustituye la realidad por otra simulada y artificial. Muchos países abren centros de tratamiento a
menores adictos a la Internet. En China se calcula que uno de cada ocho usuarios jóvenes de la
Web son adictos y pasan conectados más de 35 horas semanales. Ya no ponen el cuerpo en el
parque, en la bicicleta, ya no interactúan, a no ser que sea algo extremo, y aún así, esa experiencia
se extingue.

• La identidad que logran está mediada por las imágenes de las pantallas y los juegos en línea.
Existe hoy un exceso de lo imaginario que hace desaparecer la realidad, según lo decía Jean
Baudrillard; “En reemplazo de la realidad hemos construido una simulación, una enorme máquina
de producción en serie y comercio obsceno de imágenes. El individuo ha quedado reducido a
desempeñar el papel de receptor pasivo”. Como comenta Rodrigo Restrepo,4 hemos entrado por
completo en la pantalla, como Alicia cuando atravesó el espejo. El drama al que se ven expuestos
niños y adolescentes contemporáneos es que han tomado como realidad lo que es una proyección.

4. 4. El malestar del niño y su síntoma.

Los síntomas en la infancia nos dan cuenta del malestar que aqueja a los niños, en tanto estos
realizan sus síntomas, los ponen en escena donde el Otro no pueda dejar de verlos, de tenerlos en
cuenta, de considerarlos y buscarle soluciones. De esta forma, el síntoma se presenta en dos
vertientes. La primera de ellas se refiere al Otro y respecto del Otro; la segunda se refiere al síntoma
como respuesta del ser, a su soledad. El síntoma es el modo de denunciar un límite y de demandar
otra forma de presencia, de encuentro, de lazo con el adulto, con el saber y con el Otro
contemporáneo. El síntoma en los sujetos más pequeños está marcado por la angustia y la
imposibilidad de inscribir simbólicamente lo que les sucede. Es a partir de la imposibilidad de
trascripción y de representación, que un síntoma puede ser lo que representa al sujeto
problematizado que hay en el niño.

En el ámbito escolar y en su cuerpo es donde se manifiestan más crudamente los síntomas del niño
y del adolescente: trastornos en la alimentación, el aprendizaje, la actividad escolar, el lenguaje,
así como la depresión, la agresión, las adicciones, las sobreexcitaciones y la apatía, son el motivo
constante de consultas y preocupaciones tanto en el ámbito clínico como educativo.

El problema surge cuando el niño realiza el síntoma frente a un Otro que no es capaz de interpretar
la dimensión subjetiva que implica, alguien “analfabeta” respecto a lo que sucede en el niño. Es
como si a un bebé se le cambia el pañal porque llora, cuando lo que tiene es hambre. La confusión
y el cuestionamiento en que se encuentra la pareja parental hacen que cuando los chicos presentan

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problemas o dificultades, se considere que son mejor atendidos y orientados por especialistas, que
en las propias familias. El Otro social, contemporáneo, que es evaluador y científico por
excelencia, trata el sufrimiento del sujeto menor a partir de nominaciones: “es hiperactivo”,
“oposicionista”, etc. A renglón seguido, muchas veces se lo medica o se lo mira a través de distintas
terapias; otras veces se le fuerza a nuevos regímenes didácticos o pedagógicos, sometiéndolo a la
institución o al profesional especializado. De esta manera, en la mayoría de las disciplinas Psi, hay
una tendencia biologista muy fuerte: el científico tiene una respuesta explicativa y en el extremo
de estas respuestas, encontramos que lo que está escrito en el código genético es responsable de
todo el malestar, no sólo el del niño, sino el de cualquiera de nosotros.

5. 5. Cómo el psicoanálisis asume a un niño.

El psicoanálisis asume que en un niño hay un ser que tiene un decir, un nombre, y que además, es
un ser vulnerable a como es nombrado, mirado y gozado por la lengua, los afectos y las condiciones
del Otro. El niño está inscrito en relación al semejante por medio de un lazo en el que debe
representarse él mismo y representar al otro en un juego especular. Es un ser que hereda lo que se
le transmite, no sólo porque tiene un código genético, sino debido a su condición de ser un parlêtre,
un ser de la palabra. El niño depende del Otro, más allá de la necesidad, como modelo y como
espejo, y es en la interacción con ese Otro, que el niño puede alcanzar la consistencia de cada uno
de los elementos que conforman su estructura psíquica.

El psicoanálisis reconoce también que en el niño hay un goce, una forma de satisfacción desligada
por completo de todo sentido y de toda consideración lógica, es decir, que el niño tiene una
satisfacción que es autista, desprendida de todo Otro. Ya no es el niño como partenaire de la pareja
parental, ni de la madre, sino él solo, jugando la partida con un goce que le es esquivo de manera
permanente. Ese encuentro con la falta de goce que irrumpe y se constata a través del Otro, incluso
más allá de la familia, por ejemplo en la institución educativa, hace estallar la unidad narcisista o
la estabilidad previa que el niño había alcanzado, y lo confronta, en primer lugar con un no saber
qué hacer, y segundo lugar, con la necesidad de inventar una salida.

A diferencia de lo que se hace desde otras disciplinas, el psicoanalista reconoce que la angustia
del niño implica un llamado, una manera de dar cuenta de un combate que se le plantea en ese
momento de la existencia, y no de cualquier manera, sino con aquello más singular, que hace
objeción y se resiste a la asimilación por lo tradicional.

El psicoanalista oferta un encuentro con el niño, donde el mismo niño pueda exponer su síntoma
articulado a su decir, (puede ser también a través del juego y del dibujo); se le da una connotación
significante, para encontrar con él lo singular de cada acontecimiento. La angustia se escenifica en
el escenario transferencial, se introducirse como incertidumbre y enigma en ese artificio, y el
analista se presta para que lo que allí acontezca sea una construcción, una creación que engendre
una transformación. La apertura de oportunidades bajo transferencia amplía los campos de la
experiencia, les permite relativizar pseudos-soluciones inmediatas y riesgosas, como son -en el
mundo de hoy-, la cultura del riesgo y la transgresión, el consumismo, lo efímero y la evasión.

Tal vez lo más particular del psicoanálisis, desde el ángulo de los resultados, no es su vertiente
terapéutica, sino asuntos como la reubicación que se le da al sujeto (niño o adolescente) frente a

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su propia existencia, además de un saber arreglárselas con su ser, en cuanto a las dimensiones de
ser un ser hablante y un ser de goce.

* Clase de Apertura del Curso de Introducción al Psicoanálisis “El niño en los inicios del siglo
XXI”, organizado por la NEL-Medellín. Julio 18 de 2007
** Psiquiatra, Psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de la
Nueva Escuela Lacaniana, NEL-Medellín. Director de la NEL-Medellín

Bibliografía

1 López, Oliden Rubén. La familia y el practicante hoy. En: Actualidad de la desvergüenza. Santa
Fe: Universidad Nacional del Litoral. 2005.
2 Noguera R., Carlos Ernesto. Globalización, educación y escuela.

3 Kovadloff, Santiago. Empujados a abandonar la infancia. Diario la Nación, Buenos Aires.


Argentina. Edición del 7 de enero, 2007.

4 Baudrillard, Jean, Reality, El gran hermano. Comentado por Rodrigo Restrepo Ángel, en:
Revista Arcadia. Abril 2007.

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