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La ecología política en y desde América

Latina
Publicado el Martes, 10 Marzo 2015

Horacio Machado Aráoz

Conicet, Argentina. Universidad Nacional de Catamarca.

Miembro del Colectivo Sumaj Kawsay (Catamarca, Argentina) y del Grupo de Trabajo de
CLACSO de Ecología Política.

Revisando algunas definiciones

También en América Latina, encontramos algunos autores que han propuesto algunas
definiciones de la ecología política. Entre ellos, cabe mencionar a Enrique Leff, uno de los
autores pioneros en abordar de manera sistemática las problemáticas socioambientales de
nuestra región. En una de sus primeras y más importantes obras [1], Enrique Leff propone
considerar a la ecología política, en cuanto ciencia, como una disciplina dedicada “al estudio
histórico de la relaciones entre las formaciones sociales y su ambiente” (Leff, 1986: 141).

Esta definición nos parece valiosa por su concisión, claridad y profundidad. Con la idea de
“formación social” (un concepto de raíz marxista) Leff introduce una idea de sociedad que
no es concebible fuera de la naturaleza ni fuera de la historia, sino que justamente, se
constituye como tal dentro de un proceso histórico de relación entre poblaciones humanas y
sus ambientes. Con ello, marca, por un lado, la especificidad de la ecología humana (el hecho
de estar mediada por la cultura, el poder y las relaciones sociales de producción), pero, por
el otro, al mismo tiempo, elude la fractura ontológica entre la Naturaleza y lo humano. En
efecto, como lo explicita el autor, “el hombre, desde que surge del proceso evolutivo de las
especies biológicas hasta el momento actual, se ha conformado durante un proceso de
interrelaciones con su medio, común a todos los seres vivos. Sin embargo, [aclara] (…) lo
que caracteriza y da especificidad a lo humano es la emergencia de la materialidad
simbólica e histórica que determina, en última instancia, la articulación de la cultura con su
medio.” (Leff, 1986: 140).

Además, en trabajos posteriores, Leff se ha ocupado de enfatizar la ecología política no sólo


como una “disciplina científica” en el sentido estricto convencional, sino más bien como “un
campo teórico-práctico”, un “nuevo territorio del pensamiento crítico y de la acción política”
(Leff, 2006: 21) que si bien se apoya en los aportes de diferentes disciplinas científicas (entre
las que menciona “la economía ecológica, el derecho ambiental, la sociología política, la
antropología de las relaciones cultura-naturaleza”), desborda lo disciplinar y desborda lo
científico, por tratarse de un campo cuyos conocimientos se construyen inseparablemente de
los procesos de lucha y de resistencias por la justa distribución de los bienes ecológicos. En
tal sentido, plantea que la ecología política es un campo que emerge de “los conflictos
derivados de la distribución desigual y las estrategias de apropiación de los recursos
ecológicos, los bienes naturales y los servicios ambientales” (Leff, 2006: 22).

Como teoría y práctica que nace de esos conflictos socioambientales, para Leff “la ecología
política es una lucha por la desnaturalización de la naturaleza: de las condiciones ‘naturales’
de existencia, de los desastres ‘naturales’, de la ecologización de las relaciones sociales. No
se trata tan sólo de adoptar una perspectiva constructivista de la naturaleza, sino política,
donde las relaciones entre los seres humanos, y entre éstos con la naturaleza, se construyen
a través de relaciones de poder (en el saber, en la producción, en la apropiación de la
naturaleza) y de los procesos de ‘normalización’ de las ideas, discursos, comportamientos y
políticas” (Leff, 2006: 26).

Por su parte, Héctor Alimonda –también un referente clave en la estructuración del campo
de la ecología política en la región-, propone considerarla no como una nueva disciplina
científica, sino más bien como “un espacio de confluencia, de interrogaciones y de
alimentación mutua entre diferentes campos del conocimiento científico” (Alimonda, 2005:
68), partiendo precisamente del planteo de que la Ecología Política empieza por una crítica a
“la parcelización del conocimiento científico y tecnológico” propio de la forma moderna de
aprehensión de la naturaleza. Para Héctor Alimonda, el objeto central de la ecología política
reside en “la reflexión sobre las relaciones sociedad / naturaleza mediadas por el poder”
(2007). Poniendo énfasis en el carácter conflictual de esas relaciones de poder que estructuran
las inter-relaciones entre naturaleza y sociedad, propone concebir la ecología política como
“el estudio de las articulaciones complejas y contradictorias entre múltiples prácticas y
representaciones a través de las cuales diversos actores políticos, actuantes en iguales o
distintas escalas (local, regional, nacional global), se hacen presentes, con efectos
pertinentes y con variables grados de legitimidad, colaboración y/o conflicto, en la
constitución de territorios y en la gestión de sus dotaciones de recursos naturales”
(Alimonda, 2005: 76).

En una dirección similar, Germán Palacio plantea que la ecología política “es un campo de
discusión inter y transdisciplinario que reflexiona y discute las relaciones de poder en torno
de la naturaleza, en términos de su fabricación social, apropiación y control por parte de
diferentes agentes socio-políticos”. Y resalta que “la ecología política discute aspectos de
fabricación, construcción o sistematización social de la naturaleza no sólo en cuanto a los
asuntos materiales, sino a su construcción imaginaria o simbólica” (Palacio, 2006: 11). La
conceptualización que ofrece Germán hace énfasis en el carácter social e históricamente
construido de la entidad “naturaleza”: la noción de fabricación, precisamente alude al hecho
de que la naturaleza “realmente existente” para el ser humano, es una entidad que se halla
intervenida y transformada por las insoslayables mediaciones culturales, socioeconómicas y
políticas propias de las sociedades humanas.

En el mismo sentido se puede mencionar también el enfoque de Arturo Escobar, que plantea
la necesidad de partir de un distanciamiento crítico tanto del esencialismo o realismo
positivista (que conciben la naturaleza como entidad dada, universal, unitaria y eterna; una
realidad pre-discursiva y a-histórica) como del constructivismo radical (para quienes la
naturaleza sólo existe como un discurso, como la construcción representacional y práctica de
un observador) (Escobar, 2010). En lugar de ello, propone asumir lo que llama una ontología
relacional, que presupone reconocer el “carácter entretejido de las dimensiones discursivas,
material, social y cultural de la relación social entre el ser humano y la naturaleza”. Y, desde
esa perspectiva, define la ecología política como “el estudio de las múltiples articulaciones
de la historia y la biología, y las inevitables mediaciones culturales a través de las cuales se
establecen tales articulaciones” (Escobar, 1999: 278).

Más recientemente el economista mexicano Gian Carlo Delgado Ramos ha propuesto otra
definición de ecología política en la que, además de los elementos políticos y culturales
marcados en las definiciones previas, introduce una cuestión que nos parece clave para este
campo de investigación: el de los flujos materiales y de energía resultantes de modos
socialmente específicos de concebir la naturaleza y de relacionarse con ella. Esta cuestión,
aludida bajo el concepto de sociometabolismo, proviene tanto de la tradición crítica de la
economía política como de los desarrollos de la economía ecológica (Machado Aráoz, 2013).
Teniendo en cuenta estos antecedentes, Delgado Ramos plantea pensar la ecología política
como una “herramienta normativa de análisis de las implicaciones, los conflictos y las
relaciones de poder asimétricas presentes al nivel de las dinámicas metabólicas o de los
flujos de energía y materiales de entrada y salida del proceso productivo y reproductivo de
la sociedad, así como de los impactos generados por las tecnologías empleadas en dicho
proceso” (Delgado Ramos, 2013: 57).

Una definición alternativa y algunas precisiones complementarias

En nuestra opinión, si bien coincidimos con los planteos teóricos de fondo implícitos en las
definiciones previas, y si bien –habiendo resaltado lo que entendemos sus aportes más
valiosos- consideramos que las mismas aportan una aproximación muy precisa a lo que es la
ecología política, nos parece también, por otro lado, que tales definiciones adolecen de una
cierta debilidad que nos gustaría salvar proponiendo una definición alternativa.

En particular, nos llama la atención que en todas las definiciones previas–y no sólo las de los
autores latinoamericanos sino también las de los autores más citados de otras regiones- no se
haga explícita mención a la palabra VIDA, cuando, en realidad, es el concepto fundamental
y estructurante del campo ecológico, tanto de la ecología en general, como de la ecología
política en particular.

Quizás como una huella o resabio todavía de una matriz de pensamiento antropocéntrica, es
notable cómo, en el tránsito de las definiciones de la “Ecología” a secas, al de la “Ecología
Política” propiamente dicha, la referencia a la vida en sí y a los seres vivos como tales,
prácticamente desaparezca y sea inadecuadamente sustituida por otros conceptos como
“ambiente”, “naturaleza”, “territorio/s” y hasta (peor que peor, diríamos) “recursos
naturales”, como si el estudio de la ecología de las sociedades humanas no tuviera que ver,
en definitiva, y en el fondo, con el complejo proceso de (co-)gestión de la Vida, en su vasta
diversidad y complejidad material y en sus profundas implicaciones éticas, políticas y
filosóficas.

Si la “Ecología” en general -tal como ha sido configurada desde Haeckel en adelante- puede
ser definida como el campo de estudio de los sistemas de vida, de los flujos, procesos y
estructuras de relaciones que hacen a la irrupción, despliegue, sostenimiento y
transformación de la Vida en su riqueza, complejidad y diversidad, tal como ésta se
manifiesta en el tiempo geológico del Planeta y del Universo, la “Ecología Política” en
particular, no podría ni debería desentenderse de la cuestión fundamental de la Vida. Los
procesos de la Vida son el eje estructurador del campo de la Ecología, incluida, la ecología
humana, que -por su naturaleza-, es necesaria y eminentemente política. Esto significa
plantear como un aspecto básico (ontológico y epistémico) que lo Humano (y por tanto, la
sociedad, la cultura, el lenguaje, el trabajo y el poder) es expresión de la Naturaleza; que no
hay ruptura ni ‘salto ontológico’ entre Naturaleza (la vida en general) y Sociedad (la vida
humana en particular), sino, en todo caso, continuidad, transformación, inter-retro-
relacionamiento dialéctico y complejizacion amplificada de la realidad así entendida como
MUNDO DE LA VIDA.

Valiéndonos de esto, podemos decir que la ecología política puede entenderse como un
campo sistemático y de sistematización de la experiencia humana que procura una
aproximación cognitiva y práctica (es decir, ética, política y filosófica) al complejo proceso
de gestación y desenvolvimiento de la vida humana, entendida ésta como una expresión
específica de la Vida en general, y, como tal, intrínseca, insoslayable y recíprocamente
vinculada al devenir mismo de la Naturaleza, como espacio primario y general de la Vida en
su totalidad.

Más sintéticamente, cabría definir la ecología política como el estudio de la vida, tal como
ésta se presenta en la especificidad y complejidad de lo humano y de la humanidad
considerada como comunidad biótica. Dicho esto, cabe consignar de inmediato que dicha
especificidad reside en el hecho de constituirse, en realidad, como una comunidad
ecobiopolítica, en el sentido que el ser humano es una especie donde las relaciones vitales-
existenciales que establece con su medio natural están insoslayablemente mediadas (y por
tanto, transformadas y complejizadas) por el lenguaje, el trabajo y el poder, en tanto
atributos y modalidades específicas de su obrar.

El lenguaje, el trabajo y el poder son, por tanto, atributos/capacidades que especifican y


cualifican el modo de ser y de existir propiamente humano. Tales atributos son los que, a su
vez, configuran la base de la vida propiamente social, cultural, económica y política de las
comunidades bióticas humanas, y que hacen a los extraordinarios niveles de complejidad,
riqueza y diversidad que lo ecológico (es decir, el proceso de producción y reproducción de
la vida) adquiere en el plano de lo humano. Pero, en ningún caso, se trata de fenómenos que
nacen, digamos así, “por afuera” o “por encima” de la Naturaleza, sino que históricamente
emergen del mismo proceso de irrupción y despliegue de la Vida en general (cosmogénesis).

Al respecto, conviene remarcar el señalamiento que realiza el filósofo y teólogo brasileño


Leonardo Boff, que nos recuerda que “el hombre/mujer es el último vástago del árbol de la
vida, la expresión más compleja de la biósfera que, a su vez, es la expresión de la hidrósfera,
de la geósfera, en fin, de la historia de la Tierra y de la historia del universo. No vivimos
sobre la Tierra. Somos hijos e hijas de la Tierra, pero a la vez, miembros del inmenso
cosmos.” (Boff, 1996: 72). En el mismo sentido, el filósofo francés Edgar Morin señala que
“conocer lo humano no es separarlo del universo, sino situarlo en él” (Morin, 2003: 27).
Por consiguiente en ningún sentido, científica y filosóficamente hablando, podemos hablar
de la “sociedad”, la “cultura”, la “economía”, la “política” y lo “humano” en general, como
esferas escindidas o separadas de la Vida y de la Naturaleza en general. Histórico-
geológicamente todas esas “realidades” (manifestaciones y dimensiones de la realidad)
provienen de la Naturaleza, del vasto e inconmensurablemente complejo proceso de
gestación y evolución de la Vida como totalidad.

En consecuencia, entramos al campo epistémico de la Ecología Política cuando adquirimos


la capacidad filosófica y científicamente informada de comprender que, entre Naturaleza y
Sociedad no hay ruptura ni separación, sino un complejo y dinámico proceso de co-evolución
dialéctica. Más que una nueva disciplina científica o una perspectiva inter o trans-
disciplinaria, la ecología política emerge como un nuevo paradigma epistemológico en
formación que parte de la crítica a la ruptura ontológica que la ciencia moderna (en sus
versiones hegemónicas) instituyó históricamente entre Naturaleza y Ciencias Naturales por
un lado, y lo Humano, la Sociedad y las Ciencias Sociales, por otro. La ecología política, en
este sentido, implica una nueva forma de comprender la Vida y de concebir el conocimiento
de la vida.

Por consiguiente, tal como acá la concebimos, la Ecología Política parte del re-conocimiento
de la profunda imbricación recíprocamente condicionada y condicionante existente entre lo
humano y la naturaleza, en tanto dos dimensiones genéricamente diferenciadas pero
igualmente constitutivas del mismo proceso histórico-material de la Vida en devenir. Pone
énfasis en cómo las comunidades bióticas humanas nacen en tanto culturas -pueblos del
sistema específico de creencias y prácticas por medio de las cuales se relacionan con un
determinado espacio geográfico concreto; de la especificidad de su ambiente, sus ecosistemas
y la dotación de bienes vitales primariamente disponibles en ellos (cantidad, calidad y
morfología de nutrientes, materiales y energía).

Así entendida, la Ecología Política ayuda a comprender cómo la diversidad cultural nace
como resultado y expresión de la diversidad biológica de los espacios habitados. Y procura
dar cuenta de cómo las formaciones sociales en general (sus culturas, sus específicos
regímenes de reproducción y de dominación) surgen y se con-forman como tales a través de
un íntimo y complejo un proceso de inter-relacionamiento dialéctico, condicionamiento
mutuo y transformación recíproca entre el obrar humano y el medio natural que lo contiene.

Por un lado, la naturaleza provee las indispensables bases y condiciones de la existencia


material y espiritual de la vida humana. Es decir, no sólo provee los nutrientes y demás
elementos vitales indispensables para el sostenimiento biológico de los cuerpos humanos,
sino también las condiciones y el contexto de surgimiento, gestación y desarrollo de la vida
social y cultural en general. Las lenguas, los saberes, los conocimientos, las tecnologías, las
expresiones artísticas y estéticas; la propia producción geo-gráfica del espacio (sus procesos
de de-signación/apropiación y de ocupación/organización); la eco-nomía (es decir, la
organización de las energías sociales –trabajo- para la procuración y producción – en
principio- de los medios de subsistencia; y hasta la propia esfera de la política (las bases
materiales del poder social, el establecimiento de modos de organización, coordinación y
regulación general de la vida humana), absolutamente todas esas dimensiones de la vida
humana, nacen y se gestan del contexto natural que conforma el hábitat primario originario
de las específicas y concretas comunidades humanas [1].

Por su parte, las comunidades humanas, en la procuración originaria de su propia


supervivencia, producen el acto y el efecto inseparablemente material y simbólico, de
designación/apropiación/transformación del espacio geográfico concreto y del conjunto de
seres, elementos, procesos y fenómenos que conforman el o los ecosistemas intervenidos.
Acontece, en realidad, la creación de una segunda naturaleza: una naturaleza socializada y
antropomorfizada, es decir, moldeada y re-creada por los específicos sistemas de creencias y
prácticas mediante los cuales ciertas comunidades bióticas humanas modifican ese escenario
natural primario y lo convierten propiamente en un territorio, es decir, en un hábitat
específicamente humano-social, culturalmente significado, económicamente adaptado y
producido, y políticamente estructurado y organizado.

La Ecología Política, en definitiva, constituye un complejo campo teórico-práctico que nace


de y se centra en la indagación de los modos históricos de producción y sustentación de la
Vida y de organización de la reproducción social por parte de determinadas poblaciones
humanas, así concebidas como comunidades ecobiopolíticas, es decir, pueblos/culturas en
tanto entidades histórico-geopolíticas vivientes.

Dado que la (re)producción social de la vida, en el caso específico de las comunidades


bióticas humanas, implica un complejo sistema de mediaciones que estructuran, organizan y
regulan los intercambios de éstas con sus ambientes naturales, la ecología política se ocupa
de la indagación crítica de esos sistemas de mediaciones y de sus implicaciones, tanto para
las formaciones sociales en cuestión, como para los ecosistemas ocupados e intervenidos por
las mismas.

Al hablar de “mediaciones”, nos referimos al sistema de creencias y prácticas en función de


los cuales se construyen y definen los patrones de relacionamiento que se establecen entre
una población humana determinada y su ambiente. Esos patrones de relacionamiento
implican modos específicos de concepción de la Naturaleza, y de designación, apropiación,
organización, uso y transformación del espacio geográfico y los ecosistemas, con el fin de
adecuarlos y adaptarlos a los modos de vida socialmente dominantes. Desde un punto de vista
analítico, dentro de esos patrones de relacionamiento podemos distinguir diferentes
dimensiones o aspectos constitutivos, como ser:

- Una dimensión filosófico-normativa, que hace referencia al conjunto de creencias, normas


y valores que definen y regulan las actitudes y comportamientos sociales hacia y sobre la
naturaleza;

- Una dimensión semiótico-cognitiva, que abarca el sistema de representaciones y saberes que


una determinada cultura o formación social construye sobre su ambiente, a los niveles y tipos
de conocimientos vigentes sobre la naturaleza en general y sobre la estructura y dinámica
funcional de los ecosistemas en particular;

- Una dimensión económica, que involucra a la tecnología y a los procesos de uso y de trabajo
que se aplican sobre la naturaleza; la organización del trabajo social y de las relaciones
sociales de producción en función de las cuales se re-estructuran productivamente los
ecosistemas;

- Una dimensión socio-política, que hace referencia a los sistemas de poder, a las formas de
organización social de la vida colectiva en general y a los modos específicos de regulación
de las relaciones que se establecen tanto entre individuos y grupos sociales al interior de la
sociedad, como entre la sociedad y sus distintos grupos de clase con el ambiente y los
ecosistemas en general.

Remarcamos el hecho de que se trata de dimensiones sólo analíticamente distinguibles, pues


en la vida real, todas estas dimensiones se presentan de forma integrada y funcionando como
una totalidad compleja y dialéctica, es decir, recíprocamente condicionada. La ecología
política estudia todos y cada uno de estos niveles como partes dinámicas e integralmente
constitutivas de la interacción entre las sociedades y sus ambientes, entendiéndolos a éstos,
por tanto, como sub-sistemas en continua co-evolución.

Ahora bien, a nuestro entender, la ecología política pone énfasis en dos aspectos
fundamentales de ese proceso de co-evolución: las implicaciones sociometabólicas y las
propiamente políticas. Por un lado, la ecología política estudia críticamente las específicas
dinámicas sociometabólicas de ciertas formaciones sociales. Con esto, se procura poner
énfasis en que un aspecto insoslayable de la ecología política es el análisis de los flujos de
materiales y de energía que resultan de los sistemas económico-productivos propios de cada
formación social: todo sistema económico implica determinadas tasas de
remoción/extracción de materiales, consumo de energía y producción de desechos que varían
en función de los ritmos y niveles de producción y de las tecnologías y procesos de trabajo
aplicados. Esa dinámica sociometabólica tiene inevitablemente consecuencias e
implicaciones tanto para la salubridad y los niveles de bienestar de una población, como para
la propia vitalidad y niveles de sustentabilidad de los ecosistemas intervenidos.

Por otro lado, al resaltar la dimensión política inherente a las relaciones entre Naturaleza y
Sociedad, la ecología política pone énfasis crítico en los sistemas y modos de apropiación de
la naturaleza como base estructural de los sistemas humanos de poder: estudia críticamente
las relaciones histórico-estructurales existentes entre modos de apropiación de la naturaleza
y los modos de dominación social. Para la ecología política, las desigualdades ecológicas (es
decir, las asimetrías socialmente instauradas en el acceso, control y usufructo de los bienes
naturales) constituyen las bases estructurales de las formas de jerarquización social y los
modos resultantes de organización y funcionamiento de los sistemas políticos concretos.

Todo sistema político de gobierno supone y se funda insoslayablemente en un sistema


específico de concepción, organización y re-estructuración de los flujos ecosistémicos del
ambiente en el que se asienta; implica (y consiste en) la producción y legitimación de
regulaciones y modalidades específicas de apropiación, acceso, control, usufructo y
distribución de los bienes naturales disponibles y de los impactos socioambientales
resultantes. La distribución del poder económico y político, no es en absoluto independiente
de la distribución diferencial del acceso y usufructo de los bienes naturales que proveen los
ecosistemas transformados en territorios específicos; en particular, la distribución y
regulación del acceso a determinados bienes vitales, como el agua y los alimentos. Como
cualquier otra especie, la condición humana se halla inexorablemente conminada a construir
y resolver de forma medianamente satisfactoria un cierto sistema de aprovisionamiento de
nutrientes básicos como condición para su sobrevivencia; de allí que no haya cuestión más
emblemática y fundamental para la ecología política que la cuestión de los sistemas agro-
alimentarios. Toda política es, en definitiva, una política de los cuerpos; y las tecnologías de
disposición y control de los cuerpos se juegan, básicamente, en los dispositivos de control y
regulación del agua y de la tierra.

Visto desde esta perspectiva, la ecología política nos provee una otra mirada para analizar y
evaluar críticamente las condiciones de posibilidad de una política democrática y,
concomitantemente, para concebir la cuestión de la justicia social. En términos de la ecología
política, sistemas de gobierno autocráticos implican y están basados en la producción social
y distribución asimétrica del hambre como tecnología de dominación sobre los cuerpos; en
tanto que los sistemas de gobierno democráticos serían aquellos enfocados a la creación de
condiciones estructurales de soberanía alimentaria, como fundamento de una política para
los cuerpos. La justicia social y la equidad distributiva se sitúan –para la ecología política-
en el nivel radical de los bienes vitales, en la justa distribución y acceso al agua y la tierra
(biodiversidad), como condición y base para la libertad y la creación de com-unidades
autónomas y sostenibles.

Una ecología política latinoamericana, más allá de definiciones

Resulta importante aclarar que los autores y estudios relevantes sobre ecología política en
América Latina, exceden largamente los aportes considerados en relación a propuestas de
definiciones concretas. La ecología política cuenta en América Latina con profundas raíces
y valiosos antecedentes, así como una muy prolífica y destacada producción contemporánea,
que no cabría pasar por alto.

Justamente, la propia emergencia y formación de la entidad histórico-geopolítica dada en


llamar “América Latina” ha hecho de ésta una tierra propicia para el desarrollo de ese
complejo y vasto campo del saber que hoy denominamos “ecología política”. La región se
constituye como tal, como producto y efecto de la gran catástrofe socioambiental que
significó el proceso originario de su conquista y posterior colonización. Pero más aún, lo que
hoy llamamos “América”, en particular, la inmensidad deslumbrante de su geografía y
biodiversidad, sus “riquezas naturales”, desempeñaron un papel fundamental en la
estructuración del mundo moderno, como totalidad.

El Nuevo Mundo como tal, es decir, no sólo América, sino la Modernidad hegemónica del
capitalismo (global, desde sus inicios), nace como consecuencia de una forma
completamente novedosa de concebir y relacionarse con la naturaleza, forjada a partir de las
prácticas de expolio de territorios y poblaciones aplicadas por el conquistador, desde 1492
en adelante. Puede decirse que el modo hoy hegemónico de relacionamiento entre Naturaleza
y Sociedad (fenómeno que, por lo demás, está en la raíz de la crisis ecológica global de
nuestros días), tuvo su origen en el complejo sistema de representaciones, creencias y
prácticas que terminaron de moldearse durante el proceso de conquista y colonización
europea de los territorios de Abya Yala.
Este proceso, como sabemos, provocó profundos y duraderos impactos sobre los ecosistemas
locales, pero también –lógicamente- sobre la calidad y los modos de vida de las poblaciones
originarias, sus formas y niveles de alimentación y de salubridad. Éstas se vieron
perjudicadas por el triple impacto del deterioro de las bases ecológicas de sus territorios, la
desestructuración y destrucción de sus economías y culturas, y de la imposición de regímenes
de trabajo forzado y de súper-explotación sobre los que se sustentaron las economías
coloniales.

Así, desde que fue “inventada”, América fue concebida como el lugar de la explotación de
la naturaleza, por excelencia; el espacio de lo primitivo y lo salvaje ofrecido como zona de
saqueo para el “desarrollo” de la “civilización”. Tal como señalan de los primeros y más
importantes historiadores ambientales de la región: “En el período de la conquista y colonia
la forma en que América fue ‘ocupada’ por los nuevos dueños se basó en dos falacias
fundamentales: la primera, la creencia de que tanto la cultura como la tecnología de los
pueblos sometidos eran inferiores y atrasadas con respecto a la europea y, la segunda, que
los recursos del nuevo continente eran prácticamente ilimitados. De esta forma se justificó
plenamente la destrucción y eliminación de las formas y sistemas preexistentes. Además, al
considerarse los recursos ilimitados, no hubo mayor preocupación por la tasa de extracción
de éstos”. (Gligo y Morello, 2001: 65).

La explotación colonial de la naturaleza americana constituye un hecho radical y fundacional


determinante de la historia política, económica y cultural de la región, que por cierto, no se
circunscribe exclusivamente al período colonial convencional. Tras las llamadas
revoluciones independentistas de inicios del siglo XIX, se mantuvo un régimen de
explotación de los territorios y poblaciones racializadas, concebidos como proveedores de
materias primas para el mercado mundial, bajo el control ahora de las élites criollas que se
arrogaron el control y la representación de los nacientes Estados latinoamericanos. Desde
fines del siglo XV a estos comienzos del siglo XXI, tal como señala Héctor Alimonda, “la
persistente colonialidad que afecta a la naturaleza latinoamericana” ha sido un derrotero
continuo que ha marcado a sangre y fuego los territorios y las poblaciones oprimidas del
continente. “La misma (…) aparece ante el pensamiento hegemónico global y ante las élites
dominantes de la región como un espacio subalterno, que puede ser explotado, arrasado,
reconfigurado, según las necesidades de los regímenes de acumulación vigentes. A lo largo
de cinco siglos, ecosistemas enteros fueron arrasados por la implantación de monocultivos
de exportación. Flora, fauna, humanos, fueron víctimas de invasiones biológicas de
competidores europeos o de enfermedades. Hoy es el turno de la híperminería a cielo abierto,
de los monocultivos de soja y agrocombustibles con insumos químicos que arrasan ambientes
enteros –inclusive a los humanos-, de los grandes proyectos hidroeléctricos o de las vías de
comunicación en la Amazonía, como infraestructura de nuevos ciclos exportadores”
(Alimonda, 2011: 22).

Ahora bien, como anticipamos, la relevancia histórica de la explotación de la naturaleza


americana no se circunscribe a sus solos impactos y consecuencias internas, sino que remite,
sobre todo, al papel clave que esto ha desempeñado en la propia organización colonial del
mundo. En estricto rigor histórico y científico, la estructuración política del sistema de poder
y dominación propiamente moderno nace de y se sustenta material-ecológicamente en la
ininterrumpida explotación estructural de la naturaleza americana y, por extensión, de la
vasta geografía del saqueo, constituida por las sociedades del llamado “Tercer Mundo”. El
rol y la posición hegemónica que a lo largo de la Era Moderna ha ejercido Occidente (las
sociedades del tan mentado “Primer Mundo”) no podrían explicarse ni sostenerse de no haber
mediado un sistemático proceso de apropiación desigual de los bienes comunes de la
naturaleza impuesto a cuenta del resto de las poblaciones del planeta y de las generaciones
futuras.

Puede avizorarse entonces, la relevancia de la realidad histórico-geográfica de América


Latina para los estudios de la ecología política moderno-contemporánea. Desde muy
temprano, por cierto, mucho antes de que se formalizara la propia denominación del campo
científico de la ecología política, emergieron en la región estudios con enfoques y
perspectivas propios de dicho campo. Desde el surgimiento del pensamiento crítico
independentista en la región hasta nuestros días, la cuestión de la depredación de la naturaleza
y de los conflictos suscitados por la apropiación desigual de la tierra y de los cuerpos se ha
constituido en un eje central del análisis político, económico y cultural de nuestras
formaciones sociales. Nuestros países, sus configuraciones productivas y socioterritoriales,
su estructura de clases, la morfología de sus instituciones políticas y sus específicos
regímenes de poder están intrínsecamente ligados a las modalidades históricamente
cambiantes de apropiación y explotación sucesivamente impuestas sobre determinados
territorios y sus respectivas riquezas naturales [2]. De modo tal que no es de extrañar que los
más agudos análisis críticos sobre tales regímenes de dominación integraran enfoques y
perspectivas que hoy llamaríamos de ecología política.

Ante ese marco, aunque una revisión exhaustiva de los antecedentes y aportes que desde
América Latina se realizaron al desarrollo de la ecología política está fuera de nuestros
alcances y objetivos en este texto, sí nos parece conveniente, al menos, reseñar algunos de
los más relevantes. Y nos gustaría aquí empezar por el gran poeta nuestroamericano, José
Martí quien, casi desde los orígenes planteó con profunda lucidez que la tarea de la libertad,
de la justicia y del buen gobierno parten necesariamente del conocimiento de la propia
naturaleza y de la historia de la tierra habitada. Al hablar del hombre natural, del pueblo
natural y de la nación natural Martí expresa lo que llamaríamos una aguda intuición
ecológico-política que ve el arte de gobernar en el arte de re-conocer la originalidad de sus
propios territorios y culturas y de darse instituciones, creativamente, adecuándose a ellos y
no imponiendo formas extrañas. “Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de
pedestal… y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa porque no le dan sus selvas
nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso…”, advierte, y en
contraposición, señala: “el buen gobernante sabe con qué elementos está hecho su país, y
cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de
la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y
defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. (…) El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.” (Martí, 1891. Resaltado nuestro)

El soberbio busca imponerse sobre la tierra; sacar de ella los recursos a su antojo; el buen
gobernante parte de conocer su pueblo y su tierra; disfrutar todos de la abundancia de la
Naturaleza es el fin del buen gobierno, y la tarea del pueblo, no someter la tierra, sino
fecundarla y defenderla con sus vidas. Por eso hay en Martí una actitud epistémica de
conocimiento de la Naturaleza que es diametralmente distinta de la idea cartesiana, moderna
de dominio / control; el conocimiento es para saber adaptarse a lo dado y para poder guiar y
crear lo nuevo a partir de lo dado; la naturaleza se transforma desde dentro, no se le imponen
formas ni instituciones desde afuera. “Por eso el libro importado ha sido vencido en América
por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El
mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la
barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza” (Martí, 1891. Resaltado nuestro).

Martí expresa una intensa conciencia de la dialéctica entre naturaleza y sociedad; las formas
culturales no pueden implantarse contra la naturaleza, pues nacen de ella. Eso le hace
distanciarse críticamente de la mirada colonial y racista, desde la primera hora, de las élites
criollas que desdeñan y oprimen al pueblo natural. “Los redentores bibliógenos no
entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, con el alma de la tierra
había de gobernar, y no contra ella ni sin ella…”; contrapone “la razón universitaria” a la
razón campestre”; ve en el indio, en el negro y el campesino, los hijos de la tierra, el pueblo
natural; y entiende que “el genio hubiera estado en hermanar… en desestancar al indio; en
ir haciendo lado suficiente al negro; en ajustar la libertad al cuerpo…[pues] surgen los
estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza”. (Martí, 1891.

De Martí, pasamos a Mariátegui. Y en el pensador peruano vemos varios elementos de


continuidad y que son tópicos claves para pensar una ecología política latinoamericana: la
preocupación por la tierra y por el indio; la centralidad de la propiedad comunal de la tierra
y de la producción alimentaria; la crítica a “modelos de desarrollo” universales y/o externos,
no adaptados a las formas y condiciones y de la historia y la geografía locales.

Mariátegui muestra cómo la explotación del indio está indisociablemente ligada a la


explotación de la tierra y muestra cómo la estructura de clases se forja a partir de la
apropiación de los recursos naturales claves de cada territorio: “Contrariando su deber, la
República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria.
La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que
se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y almas agrarias,
como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución material y moral.
La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado a la tierra. Siente
que la vida viene de la tierra y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a
todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan
religiosamente.” (Mariátegui, [1928] 2005: 43).

Así, ya a inicios del siglo pasado, Mariátegui nos ofrece una nítida identificación de la raíz
fundamental de todos los conflictos que hoy llamaríamos “socioambientales” o ecológico-
distributivos Como señala Héctor Alimonda, un profundo estudioso de Mariátegui, “esto
permite trazar genealogías y continuidades entre las luchas de los pueblos indígenas a lo largo
de quinientos años de su historia y los conflictos y desafíos del presente. No se trata de
reescribir ahora toda la historia como conflicto ambiental, sino de reconocer la presencia de
estas dimensiones, aunque no fueran explícitas, en diferentes momentos y procesos de
nuestro pasado. Si el tema decisivo de la ecología política son los procesos de imposición de
la mercantilización de la naturaleza y las formas de resistencia intentadas por los sectores
populares, reencontramos un puente mariateguiano entre pasado y presente” (Alimonda,
2007).

Hay, además, en Mariátegui una temprana crítica a la división internacional del trabajo como
clave de la explotación colonial de la naturaleza americana: sus tierras y sus poblaciones
racializadas. La relación entre la concentración de la propiedad, el latifundio, y los regímenes
oligárquicos, así como el vínculo entre la exportación de materias primas y la integración
subordinada a la estructura imperialista del capitalismo mundial, serán claves de
interpretación de las formaciones sociales americanas. Con estos planteos, Mariátegui
anticipa el núcleo duro del pensamiento crítico latinoamericano de mediados del siglo pasado
(teoría de la dependencia, del colonialismo interno) y plantea una temprana crítica a las
consecuencias sociopolíticas y económicas de los regímenes primario-exportadores, una
cuestión de candente actualidad en pleno siglo XXI.

Justamente, un elemento de la “ecología política implícita” de Mariátegui, clave para re-


pensar nuestro presente, reside en su reivindicación de la economía moral, agraria, comunal
de las culturas indígenas, concebida como un bastión contra la mercantilización de la
naturaleza y de las poblaciones. Contrariando la colonialidad de los progresismos de la época,
Mariátegui no ve en las economías agrarias-comunales un obstáculo al “desarrollo”; al
contrario, se muestra como crítico a los modelos de desarrollo imperantes en su época;
descree de las concepciones evolucionistas de la historia y se desmarca de la fe productivista,
que –también en la actualidad, como en su momento- constituía un culto hegemónico,
compartido por derechas e izquierdas. Al respecto, Héctor Alimonda resalta: “Hubo en él una
percepción crítica de lo que hoy denominamos ‘modelo de desarrollo’, incomparable en su
época, y que tiene total correspondencia con la crítica al crecimiento económico insustentable
como paradigma de modernidad, desarrollado por diferentes autores que se inscriben en la
ecología política” (Alimonda, 2007).

Saltando unas décadas, y yendo de un registro ensayístico-filosófico a uno poético, me


gustaría reseñar muy brevemente en este raconto, la “Oda a la erosión en la provincia de
Malleco”, de Pablo Neruda, escrita en 1956. Allí, el gran poeta chileno, antes que la
problemática ambiental empezara siquiera a asomar en la agenda pública de las sociedades y
los estados modernos, describe como sólo un poeta lo puede hacer, el proceso de expolio de
la tierra y su consecuencia para el ser humano:

“Volví a mi tierra verde

y ya no estaba,

ya no estaba la tierra,

se había ido.

Con el agua hacia el mar

se había marchado.
(…)

ahora,

ahora siente y toca mi corazón tus cicatrices,

robada la capa germinal del territorio,

como si lava o muerte hubieran roto tu sagrada substancia

o una guadaña en tu materno rostro

hubiera escrito las iniciales del infierno.

Tierra,

qué darás a tus hijos,

madre mía,

mañana,

así destruida,

así arrasada tu naturaleza,

así deshecha tu matriz materna,

qué pan repartirás entre los hombres?”

El poeta describe al agresor y su violenta codicia:

“Sordo y cerrado como pared de muertos

es el cerril oído del hacendado inerte.

Vino a quemar el bosque,

a incendiar las entrañas de la tierra,

vino a sembrar un saco de fréjoles

y a dejarnos una herencia helada:

la eternidad del hambre.”


Pero también el poeta, llama a la acción revolucionaria, una revolución, hoy diríamos,
ecologista:

“Vamos a contener la muerte!

Chilenos de hoy,

araucas de la lejanía,

ahora,

ahora mismo,

ahora,

a detener el hambre de mañana,

a renovar la selva prometida,

el pan futuro de la patria angosta!

Ahora a establecer raíces,

a plantar la esperanza,

a sujetar la rama al territorio!”

Como un sello de la ecología política latinoamericana, la agresión a la naturaleza se


vislumbra como agresión colonial; el reparto desigual, expropiatorio de los bienes naturales,
destinados a ser comunes, impacta sobre las bases vitales de las poblaciones subalternizadas.
La explotación de la tierra, corre a la par de la explotación de la/os trabajadora/es.
Colonización, imperialismos, colonialismos internos, oligarquías y exportación de
naturaleza. Modelos de desarrollo exógenos, modos de vida “importados” (colonialidad) y
pautas de consumo excluyentes e insustentables. Desertización y hambre. Tales los grandes
tópicos de una ecología política latinoamericana, que se cultivó implícita y subterránea, desde
los propios orígenes de la invasión, y que se desarrolló en la teoría y en las prácticas de las
resistencias. Que se hizo ciencia, pero también canto y llanto; se plasmó en poesías y en
acciones colectivas, muchas veces heroicas; que se hizo Memoria, Identidad y se regó con
sangre….

Justamente, el hambre y la sangre son el núcleo clave de dos obras/autores claves de la


ecología política latinoamericana. Por un lado, Josué de Castro, el gran médico nordestino,
precursor del ecologismo popular, que ya desde la primera mitad del siglo pasado se dedicó
a la crucial cuestión de la alimentación en las sociedades coloniales, desde su obra “El
problema fisiológico de la alimentación en Brasil” (1932), pasando por “Las condiciones de
vida de las clases obreras de Redife (1935) y “Alimentación y raza” (1935), hasta llegar a
“Geografía del hambre: El hambre en Brasil” (1946) y a “Geopolítica del hambre” (1951).
Allí, Josué de Castro señala que el hambre es el primer y fundamental problema de la ecología
humana (…) ya que “mucho más grave que la erosión de la riqueza del suelo, que se produce
lentamente, es la violenta erosión de la riqueza humana, es la inferiorización del hombre
provocada por el hambre y por la desnutrición” (Josué de Castro, 1951).

Como señalamos en otro trabajo, las reflexiones e investigaciones de Josué de Castro


remarcan que “el hambre es fundamentalmente un problema ecológico-político. Afecta de
modo directo e insoslayable el suelo biológico de la condición humana: el propio cuerpo; sin
cuerpo no hay agencialidad política; por ello, la desnutrición es, fundamentalmente, un acto
de expropiación (eco-bio)política” (Machado Aráoz, 2011). En palabras del autor, “Sea en
forma aislada, sean asociadas, las hambres específicas actúan poderosamente sobre los
grupos humanos, marcando el cuerpo y el alma de los individuos. La verdad es que ningún
factor del medio ambiente actúa sobre el hombre de manera tan despótica, tan marcada,
como es el factor alimentación” (Josué de Castro, 1951).

Y del hambre a la sangre de “Las venas abiertas de América Latina” (1971). El texto de
Eduardo Galeano irrumpió en su momento como un urgente compendio de la historia
latinoamericana narrada en clave de ecología política. Más allá de toda crítica, nos parece un
texto fundamental a la hora de trazar una ecología política de América Latina. Se trata de una
investigación política, hija comprometida de su contexto y con el espíritu de su época. Acá,
la depredación ecológica se hace una temática explícita de la dominación colonial; se expone
el papel clave del imperialismo ecológico en lo que hoy llamaríamos el metabolismo del
capital a escala mundial. Desde sus primeras páginas denunciaba: “Es América Latina, la
región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha
trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha
acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus
profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los
recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases
de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al
engranaje universal del capitalismo. (…) La historia del subdesarrollo de América Latina
integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota
estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra
pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la
alquimia colonial y neo-colonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se con
vierten en veneno. Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los
esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina
fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste
azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del
lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que
la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder
imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el
bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera-
es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga”. (Galeano,
1971: 14).
A pesar de los más de cuarenta años que nos separan de la publicación de estas páginas,
conservan una vívida vigencia. Muchas de sus advertencias parecieran estar escritas con la
mirada puesta en nuestros días, por caso, cuando Galeano indicaba “Cuanta más libertad se
otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los
negocios” (1971: 13). En estos tiempos en que expresiones como “eco-terroristas” se ha
hecho un denominador común a gobiernos de “neoliberales” y “progresistas”, en que la
avanzada extractivista desencadena una nueva ola de represión y criminalización, el texto de
Galeano sigue teniendo una dolorosa vigencia… Las venas siguen abiertas…

En definitiva, a la hora de trazar una genealogía de la formación del campo de la ecología


política en general, los antecedentes y estudios realizados en y desde nuestra región son
ineludibles. Como lugar primero y de gestación de la organización colonial del mundo, como
espacio subalternizado, concebido como zona de saqueo, América Latina ha sido también el
espacio por excelencia de las resistencias; resistencias a la colonización – mercantilización
de la naturaleza, a la súper-explotación de los territorios y los cuerpos. Por cierto, la
brevísima referencia realizada a través de unos pocos autores, no agotan en absoluto la
mención a todos los aportes fundamentales realizados desde la región al desarrollo del campo
de la ecología política; la conciencia geográfica de Milton Santos extendida y profundizada
en los trabajos fundamentales de Carlos Walter Porto-Goncalves, Ana Torres Ribeiro,
Bernardo Mancano Fernandes, entre tantos otros; la filosofía de la liberación de Leonardo
Boff y su profunda conciencia ecológica; los estudios críticos del desarrollo y la
deconstrucción de la mirada eurocéntrica (Dussel, Lander, Quijano, Boaventura de Souza
Santos, Esteva, Coronil, Escobar, Castro Gómez, Grosfoguel); los análisis contemporáneos
sobre las especificidades de los regímenes extractivistas y sus contornos neocoloniales
(Maristella Svampa, Mirta Antonelli, Alberto Acosta, Eduardo Gudynas, Delgado Ramos);
y podríamos seguir, o mejor dicho, deberíamos.

Pero más allá y en la base de todos los desarrollos y aportes teóricos y científicos, la ecología
política en América Latina es una práctica viva. Está latiendo y en permanente movimiento
en la multiplicidad de resistencias populares; no es sólo una teoría, es un campo de la praxis:
de la acción informada filosófica y científicamente que está alumbrando nuevos mundos,
nuevos sujetos, nuevos horizontes civilizatorios. De esas prácticas de re-existencia, como las
llama Porto Goncalves (2002), están surgiendo nuevos conceptos revolucionarios; nuevos
sentidos del cambio y del horizonte de futuro que nacen de la mano de nuevas concepciones
sobre la naturaleza y el sentido de la vida; expresiones como Derechos de la Madre, Buen
Vivir, Bienes Comunes, están sacudiendo los más profundos sedimentos geológicos del
colonialismo/colonialidad. Y esas son prácticas ecológico-políticas que brotan y se cultivan
en Nuestra América.

Desde los movimientos indígenas, feministas, de resistencia a la minería transnacional a gran


escala, a mega-obras de infraestructura, al fracking y a la cultura del petróleo; contra la
expansión de los monocultivos agrotóxicos, la privatización de las semillas y el
patentamiento de la vida; el robo del agua y de la fertilidad del suelo y la expropiación de las
energías en sus fuentes naturales y en sus formas sociales, allí, en la multiplicidad de las
luchas, hay una multiplicidad de sociobioculturas que están haciendo ecología política. Esa
es la principal fuente de riqueza que la región aporta en esta materia. Es también la principal
fuente de esperanza.
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[1]
[1] En tal sentido, el mismo proceso de habitación es inseparable del
complejo y dinámico proceso de onto-génesis de lo humano como tal; hay una estrecha
inter-relación entre los procesos de hominización – habitación/territorialización –
civilización: lo específicamente humano se fue constituyendo histórico-geográficamente
como producto emergente del propio proceso de trabajo social a través del cual los espacios
geográficos originarios son re-creados, transformados, constituidos como hábitats propios
(es decir, territorios) por la acción humana colectiva.
[2]
[2]Como señala Marcos Roitmann, “La oligarquía latinoamericana disfrutó
del despilfarro y el lujo, teniendo todo el control político y social que le garantizaba ser los
dueños de los recursos naturales, estaño, café, azúcar, caucho, como resultado del control
sobre el Estado y la práctica violenta ejercida sobre las clases dominadas y explotadas.
Ningún país se eximió de esta realidad. Sus oligarquías pasaron a ser adjetivadas por el
producto de exportación del cual dependían para mantener sus niveles de obscena y
lujuriosa forma de vida plutocrática. Oligarquía azucarera, bananera, cafetalera, del
huano, salitrera o ganadera. La emergencia de actividades productivas ligadas al sector
primario-exportador era el motor que impulsaba los cambios en la estructura social. Pero
el inmovilismo seguirá caracterizando y la exclusión social es la lógica que explica la
dinámica social del régimen oligárquico” (Roitman, 2008: 173).

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