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La escritura de lo posible : el sistema

poético de José Lezama Lima


© Remedios Mataix

Índice

La escritura de lo posible

El sistema poético de José Lezama Lima

o 1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método


o 2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los orígenes
 2.1. Orígenes : una vanguardia sin vanguardismo
 2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación
del 27
 2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez,
José Ortega y Gasset, José Martí
o 3. Lezama en su circunstancia
 3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano
 3.2. Los orígenes de Orígenes : Verbum, Espuela de
plata, Nadie parecía, Clavileño, Poeta
 3.3. Orígenes : La República de la Poesía
 3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del
Ciclón
o 4. Soledades habitadas por Lezama
 4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética
 4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la
curiosidad barroca
o 5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución
 5.1. Sombras del paraíso
o 6. Bibliografía

La escritura de lo posible

El sistema poético de José Lezama Lima

Remedios Mataix

[9]

1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método


«¿Por dónde saco la cabeza para respirar, frenético de ahogo, después de esta
profunda natación de seiscientas diecisiete páginas?», se preguntaba Julio
Cortázar, uno de los primeros y más entusiastas críticos de Paradiso. «Leer a
Lezama -continúa- es una de las tareas más arduas y con frecuencia más
irritantes que puedan darse. La perseverancia que exige el maestro cubano es
infrecuente, incluso entre "especialistas"»(1).

Es cierto: Lezama no es un autor cómodo. Hace ya más de sesenta años que


nació para la literatura y desde entonces ha sido considerado, con razón, uno
de los más difíciles y exigentes para con el lector. Las reacciones ante su
escritura parecen ir siempre de la fascinación o la perplejidad al franco fastidio,
mucho más cuando se pretende una lectura analítica que pueda ofrecer
después una explicación: ya aseguraba él querer evitar que su obra se
convirtiera en «ente de tesis» o «pasto profesoral»(2). Quiso que fuera una
fiesta intelectual para los que la amaran y la comprendieran, eso sí, «más allá
de la razón»(3).

Desdibujado entre las volutas de aquellos Habanos que lo acompañaron


siempre, legendario por su asma, por su apetito voraz (en lo cultural como en lo
gastronómico) y por su habilidad como conversador, entre lo socrático y lo
criollo, lo tomista y lo revolucionario, Lezama se ha convertido para las letras
hispanoamericanas en una figura [10] a la vez sagrada y polémica. Su vida
transcurrió encadenada a una peculiar mística de la literatura (de la poiesis en
su sentido más amplio, prefería él) que fue ideológicamente progresista y
profundamente católica: una combinación que no entendieron ni unos ni otros.
La incomprensión llegó al extremo tras 1959, cuando las consecuencias menos
recomendables de la Revolución Cubana convirtieron a Lezama en víctima de
su propia paradoja y, primero, se vio rechazado simultáneamente por los dos
bandos, y luego, abanderado como símbolo también por los dos, desde dentro
y desde fuera de Cuba. Superados ya -o casi- esos extremismos iniciales,
Lezama ha recuperado por consenso el lugar de honor que le corresponde en
las letras cubanas, pero quizá la dificultad de su obra ha hecho que el
monumento erigido siga siendo igualmente paradójico: es un autor venerado y
muy citado, aunque poco o sólo parcialmente leído y no siempre bien
interpretado.
Porque Lezama es, sí, el poeta deslumbrante y complejo que escribió Muerte
de Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, La Fijeza y Dador, a la vez
que reflexionaba sobre la poesía y sus temas afines en una prosa no menos
compleja; él es el insólito novelista de Paradiso y Oppiano Licario, y el raro
cuentista de Fugados, Juego de las decapitaciones o Invocación para
desorejarse. Pero Lezama es también el cronista atento al entorno de Sucesiva
o coordenadas habaneras, el autor de textos tan diáfanos para ser suyos como
los poemas de Fragmentos a su imán o los ensayos de La expresión
americana, y el tenaz promotor de la revista Orígenes; un escritor que intentó
dar expresión a lo que llamó «lo cubano» y profundizar en lo que pudiera
contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. En la obra de Lezama
confluyen esas dos vertientes, y ambas vertebran una amplia labor de poiesis
que se resiste a ser estudiada de manera excluyente desde una u otra de sus
múltiples facetas. En esa labor palpitó desde siempre una secreta unidad que
da coherencia a su obra, que enriquece cada género que practica con
ingredientes procedentes de los demás, y que otorga a la poesía, al ensayo, a
la narrativa y hasta al artículo periodístico un inconfundible «estilo Lezama»,
porque sus diversos itinerarios parten de un mismo lugar: la suya fue una de
las propuestas de creación y de interpretación de la cultura (cubana, americana
y universal) más sólidas y originales de nuestro siglo.

Como ocurre con otros autores que en diversas épocas han reflejado en su
obra el conjunto de problemas de su tiempo a través de un sistema
estrictamente personal, más o menos hermético (Nicolás de [11] Cusa,
Giambattista Vico, Goethe, José Martí, Baudelaire, Ortega y Gasset, María
Zambrano, para citar sólo algunas referencias de la afiliación de Lezama), la
interpretación de esa obra nos obliga al ejercicio de la lectura con método, pues
en ella están implicadas una particular forma de ver el contexto, unas
intenciones al respecto y una tupida red de referencias literarias, religiosas,
políticas, culturales, que construyen una peculiar visión (y misión) del hecho
literario.

Y con esto tocamos ya una de las cuestiones más debatidas de la obra de


Lezama: su carácter sistemático. Por muchos críticos ha sido incluida entre las
manifestaciones de ese hermetismo que ha dado resultados tan significativos
como la poderosa corriente de poesía pura, calculada y «racional» que
atraviesa buena parte del siglo XX. Algunos han visto en ella una delirante
sucesión verbal que brota del irracionalismo poético que la Vanguardia
inauguró, mientras otros han hablado de su simbolismo epigonal o, en el
extremo opuesto, de su posmodernidad avant la lettre. Para intentar explicar a
Lezama se ha recurrido al barroco de Góngora, a la teoría de Valéry, al
carnaval de Bajún, por supuesto a Freud, al estructuralismo, a la estructura
ausente, al pensamiento salvaje y al Tao Te Kin. Incluso se ha apelado a la
arbitrariedad y las deficiencias filosóficas de una presunta «cultura del
subdesarrollo» para resolver la cuestión, situando al autor muy lejos de ser un
pensador respetable. Tal vez por eso escribió en su diario:

¡Cuidado con la filología! Después de leer a algunos críticos se nos puede ocurrir definir la poesía como
la pervivencia del tipo fonético por la vitalidad interna del gesto vocálico que la integra. Pudiera
pensarse que el objeto último de la filología es el intento diabólico y perezoso de definir la poesía. Hay
en esa ciencia la obstinación diabólica de querer hundir un alma... Pero la poesía, que no está definida,
(4)
sigue mostrándose.

No hay pensamiento que no sea sistemático de algún modo, aunque es verdad


que en el de Lezama parece caber todo y también lo contrario de todo. Pero
ese afán de totalidad es algo que reaparece incluso en escritores tan poco
sospechosos de frivolidad filosófica como Jorge Luis Borges. Él hasta llegó a
imaginar un objeto mágico, el Aleph, en el que también se reflejaba todo,
aunque respondía quizá a otros influjos menos latinos que los que movieron a
Lezama. Su deseo [12] de apertura, de totalidad, es algo que aparece desde
muy temprano, por ejemplo, cuando reclamaba una «cultura mediterránea de
innumerables aportes e impulsión decisiva» para el hombre americano, en la
que se fundieran -como ya lo estaban en la realidad- cuatro continentes:

Los decididos por una América muy segura de definiciones y perfiles olvidan que lo que van
alcanzando es un perfil prematuro que puede confundirse con la cariátide. Una síntesis anticipada e
inoportuna puede darnos la egiptización actual americana (...) egiptización como homogeneidad de las
formas, como preludio de la muerte y como trabajar con materiales endurecidos que refractan
incesantemente la imaginación. Lo indio contemplativo, lo negro trasplantado y lo europeo emigrante
forman una síntesis que hasta ahora, por su ingenuidad y su impotencia histórica, no ha podido sino
ofrecer un producto frío, voluptuoso o desterrado (...) Para no caer en la egiptización, el hombre
americano tendrá que unir el aporte de la cuenca mediterránea con el concepto de libertad como
(5)
riesgosa libertad de elegir.
Lezama presenta su Sistema Poético del Mundo como ese lugar de confluencia
de lenguajes, tiempos y culturas; en él una poderosa fuerza de asimilación
acaba por borrar los ecos, absorbiéndolos y modificándolos según los
postulados de un pensamiento que parece delirante a primera vista, pero
resulta inobjetablemente lógico dentro de sus propias leyes; tal vez por eso el
autor calificó su intento como una locura: «Al llegar a mi posible madurez, se
me ocurrió hacer una temeridad, hacer una locura que fue mi sistema poético
del mundo, que lo considero un intento de intentar lo imposible. Pero si en
nuestra época no intentamos eso ¿qué es lo que merece la pena intentar? Lo
que tenemos que intentar es eso: lo imposible»(6).

Lezama pudo haber aprendido de José Martí que «Lo imposible es posible. Los
locos somos cuerdos»(7), y, como otra de esas paradojas que parecen ser su
mejor definición, al hablar así de su Sistema, nos estaba indicando,
precisamente, la perspectiva desde la que acceder a él: lo que lo construye es
la libertad absoluta de investigar. Él mismo [13] lo aclara: «Algunos,
aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio
filosófico ad usum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He
partido siempre de los elementos propios de la poesía»(8). Su pensamiento
quiso ir más allá de la originalidad literaria y aun más allá de la originalidad
filosófica, para practicar esa digestión de la totalidad en lo que Lezama llamaba
con humor su Estómago del Conocimiento, y que no confundió nunca la
«síntesis horizontal del eclecticismo»(9) con la martiana (y cubanísima) tradición
electiva, puesta al servicio de un eje vertical de valores, de una unidad. Lo que
aporta esa asimilación lezamiana es «un nuevo saber», según sus palabras; un
logos intransmisible o transmisible sólo en forma de símbolos, de enigmas que
resolver, cuyo descubrimiento a través de la lectura comenzaría con la
dificultad misma, si aceptamos el credo desafiante que propuso el autor:

Sólo lo difícil es estimulante. Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener
(10)
nuestra potencia de conocimiento.

Entender a Lezama, y mucho más intentar explicarlo, exige practicar esa fe


como la experiencia que precede a todo método; una fe que presupone la
certeza de que nada es del todo hermético y en todo muro hay al menos una
rendija, como insinuaba él mismo cuando proponía una «potencia de
razonamiento reminiscente» como la crítica que más conviene a un poeta:

Digo potencia porque supone un material hostil, una resistencia. Resistencia que puede describir un arco
de infinitas variaciones, desde la frustración hasta el acierto momentáneo que, agrandado, puede situar
la definitiva gracia (...) y digo razonamiento reminiscente porque las nueve musas son hijas de
Nemósine. Esa crítica, cuyo instrumento es el razonamiento reminiscente, favorece una mutua
adquisición, apega lo causal a lo originario y vuelve el guante para mostrar no tan sólo las artificiosas
(11)
costuras, comunicándole a la razón una proyección giratoria de la que sale espejeada y gananciosa.
[14]

Esa práctica que es la suya y que exige repetir en la exégesis crítica la quiebra
de la causalidad que permite operar libremente sobre el imaginario cultural,
podría insertarse quizá, como se ha propuesto, en la corriente anagógica de
Northrop Frye(12), o en la «subjetividad cultivada» de Roland Barthes(13). « Pero
ese método crítico que propone Lezama se inserta, por encima de todo, en su
propio pensamiento: su Sistema Poético, su escritura y desde luego, buena
parte de la oscuridad lezamiana, son resultado ejemplar de ese razonamiento
reminiscente; incluso los prodigios metafóricos del autor derivan de la relectura
del mundo propiciada por «la hipérbole de la memoria que lo es también de la
curiosidad»(14); operación que a su vez otorga el dominio de la
sobreabundancia, todo un sacramento lezamiano:

La abundancia es el lleno comunicante, pero la sobreabundancia es un sacramento, ya no se sabe de


dónde llegó...
El sobreabundante es el poseso que posee, muestra el sacramento encarnado y dual, dos a dos, prescinde
de la vasija de seguir y se risota...
(15)
El sobreabundante tiene la justicia metafórica.

Para acercamos al Sistema Poético conviene no olvidar que lo es, y que esa
cualidad esencialmente poética de los intereses del autor sitúan su
pensamiento en las antípodas de la Razón entendida al modo racionalista y
sistematizada en forma arquitectónica cerrada. De ahí, también, sus constantes
advertencias contra ese conocimiento discursivo que él llama «dialéctico». Sin
embargo, es indudable que su proyecto parte de un conjunto «racional» de
ideas, aunque éstas se expresen a través de su particular metodología, y que
esa metodología, como todas, supone la existencia de una «lógica», aunque
sólo fuera válida para su propia obra. Hay que precisar también que Lezama
nunca negó, sino todo lo contrario, la existencia de una «lógica poética»: en
realidad, su pensamiento comporta (entre otras) esa contradicción; pero él no
sólo fue consciente de eso, sino que incluso lo [15] fomentó, quizá para que su
sistema -es decir, su obra- pudiera perdurar en su independencia estética y
filosófica, como una obra de arte original, como una creación. Recordemos sus
versos:

De la contradicción de las contradicciones,


la contradicción de la poesía,
obtener con un poco de humo
(16)
la respuesta resistente de la piedra...

Esa perspectiva debe tenerse muy en cuenta al valorar el alcance del


pensamiento poético de Lezama, para no exigirle un nivel de sistematización
que no puede, por su propia naturaleza, asumir. El suyo es un pensamiento
que pocas veces se presenta a sí mismo ya hecho, y su práctica en la literatura
se anticipa a su explicitación. El propio Sistema Poético del Mundo se practicó
antes de ser formulado teóricamente como tal, y se fue formulando y
reformulando constantemente al mismo tiempo que se ejercía a través de
poemas, notas críticas, conferencias, novelas y ensayos. Lo importante, creo,
es valorar que el propio Lezama concibe su sistema poético como una
creación. Dice: «El Sistema Poético no pretende tener ni aplicación ni
inmediatez. No aclara, no oscurece. Es, está, respira»(17).

De todo esto parte su dificultad: entender algo sólo nos es posible con orden y
conexión, y el Sistema de Lezama no es sino un orden en perpetuo hacerse; un
laberinto intelectual en el que el único hilo de Ariadna es Lezama mismo, y
cuya finalidad se revela sólo cuando vamos enlazando piezas en apariencia
inconexas. Su Sistema Poético es exactamente toda su obra.

Este trabajo tiene, pues, el propósito de «ordenar» y comentar algunas claves


de esa poética dispersa. Naturalmente, mi atención se ha centrado más en
aquellos textos de tema literario que abordan directamente el asunto y
conforman lo que se puede llamar la «poética explícita» de Lezama, es decir,
sus postulados teóricos formulados como tales. Pero ya he dicho antes que
tales textos no abundan en la bibliografía del autor. Estudiar la poética de
Lezama no consiste sólo en analizar un ideario estético teórico, sino en rastrear
esos postulados y su realización práctica en textos de ficción compuestos con
esa [16] intención, en poemas de frecuente contenido metapoético, en ensayos
que aparentemente tratan otros temas, y en cartas, apuntes, borradores y una
abundantísima «papelería» lezamiana que descansaba en su archivo de la
Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí y que ha sido rescatada y
organizada recientemente.(18) La suya fue una poética sugerida más que
dictada, y una buena parte de sus claves se nos revela a través de esa otra
poética implícita o sumergida que nos obliga a profundizar, lo que tanto
interesó al autor.

No creo superfluo precisar también cuál es la noción de «poética» en la que


baso mi análisis. Me parece muy acertada para aplicarse a Lezama y, sobre
todo, muy próxima a mis convicciones, la acepción del término que expone en
sus escritos críticos otro origenista -y lezamista- de excepción: Cintio Vitier.
Dice el autor:

Por poética entendemos, no la organización sistemática y analítica de los recursos expresivos de un


determinado autor, sino la idea que de la poesía él se hace y declara, o se trasluce en su obra (...). Pero la
concepción que un poeta tiene de la poesía resulta inseparable de la que tiene de la realidad en su más
(19)
vasto sentido, por donde su poética viene a confundirse, en último extremo, con su idea del mundo.

En realidad, no hay obra literaria que no responda a la particular visión del


mundo de su autor, en sintonía (o no) con la cosmovisión colectiva de su
época. Pero las características de la obra de Lezama que hemos repasado
hasta aquí creo que nos ofrecen ya muestras suficientes para justificar un
acercamiento que privilegie esa noción de poética entendida como un «estilo»
que trasciende lo estrictamente literario. Y él mismo nos autoriza a hacerlo: «El
estudio de la literatura -reflexionaba en 1964- debe rebasar las fuentes
estrictamente literarias (...) Así puede apreciarse con más precisión la
extensión de las motivaciones de toda índole que expresa un poema»(20). [17]

De acuerdo con eso, intento estudiar la poética lezamiana según se refleja en


su obra, pero con un método que, en su búsqueda de eso peculiar, de lo
diferencial en Lezama, quizá se acerque a esa idea de la Estilística que
entiende el estilo como algo más que el aspecto formal de la obra literaria.(21)
Quiero decir: mis intereses incluyen detenerme en los rasgos más
característicos de la escritura de Lezama, desde luego, pero no en el análisis
formal de sus textos. No intento un análisis pormenorizado de su tejido verbal,
ni la sistematización de los recursos expresivos concretos que cristalizan en su
poesía. Creo que esa tarea -que ya ha sido acometida, además-(22)
corresponde a otras líneas de investigación más cercanas a la Retórica
General que a esa idea de estilística que acabo de mencionar y que me parece
la más rentable para acceder al autor.

He renunciado también a la aplicación en exclusiva de los recursos explicativos


que ofrecen otras aportaciones teórico-literarias recientes, y no tanto por mi
entusiasta adhesión a esa corriente de opinión que ha denunciado la impostura
intelectual extensible a algunas de ellas, que complican más que explican.(23)
No: es por algo tan consustancial al universo lezamiano como aquello de la
experiencia que determina el método.

Cuando empecé a estudiar a Lezama, empecé también a recorrer diferentes


propuestas de la crítica contemporánea, a las que, desde luego, debo
agradecer más de una orientación, especialmente a la llamada Poética del
imaginario, fraguada por Gaston Bachelard y sistematizada después por Gilbert
Durand y los críticos afines a su método.(24) Pero esos «universales
antropológicos de lo imaginario» adquieren en cada autor un significado
diferente y no siempre previsible, [18] que no podemos alcanzar sino acudiendo
al discurso en el que aparecen, de modo que, para que el texto crítico aporte
algo, se impone empezar por el principio: saber qué dijo y qué quiso decir
Lezama para poder averiguar por qué dijo lo que dijo y para qué, lo que podría
parecer una obviedad si no fuera porque a cada paso la dificultad de su obra
nos obliga a regresar a ese principio. Ya lo advertía él, a propósito de uno de
sus alter ego: «No se le puede conocer con intentos de penetrar con un farol en
sus profundidades; es más fácil dejarse invadir por él, aclara más cosas que
intentar acorralarlo en su presunto laberinto»(25).

Otro punto de interés para lograr ese fin es la atención a las múltiples
influencias que Lezama, más que recibir pasivamente, asimila o digiere para la
formación de su poética. De él ha llegado a decirse que es «el alminar cubano
del siglo XX, donde se resumen las disímiles escuelas literarias de nuestro
siglo de oro con sus infinitas raíces sembradas en la historia lírica del
mundo»(26). Pero no he pretendido una exhaustiva búsqueda de «fuentes».
Aunque en su obra se vislumbran huellas de una amplísima variedad de
lecturas, y, más aún, aunque Lezama cita (o atribuye citas inventadas) a una
infinidad pasmosa de autores, me ha parecido más interesante detenerme sólo
en los que creo contribuyen de manera inequívoca a la formación del
pensamiento lezamiano, y en algunas afinidades indiscutibles que se advierten
en su obra con autores que no siempre han sido incluidos en esa «síntesis
mediterránea» que constituyó la base de su poética.

No hay obra que no sugiera, al menos, cuál es el modo adecuado de leerla y


de juzgarla. Alguna vez le preguntaron a Lezama si la crítica servía para algo, y
respondió: «La crítica sirve para dar testimonio de las nuevas zonas ganadas
por la expresión, pero qué mejor testimonio que el dado por la propia obra de
creación. Toda obra verdadera es concluyente, tiene su propia creación y su
propia crítica»(27). Así fue la suya: Lezama no sólo elabora una obra difícil con
advertencias preliminares, sino un cuerpo de ideas desarrollado sobre [19] y
para esa obra, como una creación que contiene su propia crítica; incluso se
permite ofrecernos pistas sobre el método adecuado para acceder al mensaje
que propone:

Exégetas andaluces, tened ángel, pedía Darío. Tener ángel. Yo propondría tener novela. Prolongarse de
(28)
lo visible hacia lo invisible, gravitar de lo invisible a lo visible, es decir, tener novela.

Tal vez por eso aquella «profunda natación» de Cortázar sumergido en las
aguas de Paradiso nos dé la clave no sólo de una experiencia de lectura
individual, sino de un método de validez más general, previsto ya por el autor.
María Zambrano, a propósito de Ortega -ambos referencias ineludibles, como
veremos, para acercarse a Lezama-, señalaba un proceso similar como la
situación intelectual privilegiada para que surja el pensar: es la situación que
Ortega llamó «de naufragio». En ella no hacemos pie en la realidad, no
sabemos a qué atenernos, y esa extrema indigencia fuerza a la búsqueda de
un método, de una forma mentis sostenida por la necesidad de orientación.
Entonces «pensar es nadar»(29).

Quizá sea ese Método del Naufragio el que exige Lezama para acercarse a su
obra y aprehender el logos sumergido que propone: bastaría pensar en los
múltiples rituales de inmersión por los que debe atravesar el protagonista de
Paradiso para alcanzar la sabiduría poética(30), pero unos apuntes inéditos del
autor parecen coincidir también con esto que digo:

Llevado el hombre a la última encina, brusco paredón o multiplicada jauría, ¿cómo organiza los
ligamentos de su resistencia, qué nuevas facultades surgen entonces, más allá de su aliento y de su piel?
Esa situación in extremis lo lleva casi a tornarse en un animal de cerdillas defensivas. Pero es entonces
cuando la luz busca ese punto que se mueve debajo de un caparazón. ¿Qué ha sucedido? Lo imposible
(31)
ha obrado sobre lo posible organizando el reino de la posibilidad en la infinitud. [20]

La última frase es además toda una declaración de principios: esa «infinita


posibilidad» fue otra de las fervientes creencias del autor. El descubrimiento de
que la poesía podía ser ese instrumento mágico o profético que «evita una
antítesis entre lo predicho y su cumplimiento»(32) fue determinante, e intuyo que
el motivo central de toda su obra. El título de este trabajo responde a esa
intuición: las implicaciones (no sólo literarias) de un descubrimiento semejante
condicionan tanto el pensamiento de Lezama que perseguirlas exige el
recorrido detallado y por entero de su obra. Él practicó en su literatura la
escritura de esa posibilidad, la escritura de lo posible, con la plena convicción
de que su tarea podía constituir una vía fecunda de revelación de los secretos
del mundo, la historia y el hombre; una «dignidad de la poesía» que opuso esa
visión esperanzada de la cultura a la intemperie espiritual de nuestro siglo que
el autor llegó a diagnosticar.(33) Pero ése es un saber accesible sólo para
quienes antes han naufragado en su búsqueda, o, mejor dicho, han estado a
punto de hacerlo pero se han resistido a ello: la dificultad suscita nuestra
potencia de conocimiento, nos decía el autor, convertido en guía iniciático de
su propio mundo.

De María Zambrano pudo aprender también Lezama que es propio del guía no
declarar su saber, sino ejercerlo, sin más. Porque él enuncia, ordena, advierte,
a veces tan sólo insinúa sin tener demasiado en cuenta si se entenderá su
insinuación, pero sus herméticas orientaciones ofrecen siempre, como habría
querido su maestra y amiga, las notas, en sentido musical, de un Método:
«Todo poeta construye su Discurso del Método -escribía Lezama en 1939- Si
consideramos la cultura de un poeta como arsenal cuantitativo, el único método
posible es el de un impresionismo sinfónico: si el impresionismo es la reacción
variable y temporal ante el mundo externo, el impresionismo sinfónico viene a
unir todas esas variantes provocadas por momentos diferentes de reacciones
ante la circunstancia»(34).

En ese progresivo hacerse del Sistema de Lezama resulta muy difícil


establecer épocas o trazar divisiones entre las diferentes formas en que se
manifestó, pero podemos señalar tres etapas, o, mejor, tres «movimientos» de
esa sinfonía global, que se iluminan mutuamente y conforman el Sistema de
pensamiento que este trabajo trata de analizar: [21] el primero, la irrupción de
su obra, concebida como acción revulsiva en el ambiente cultural cubano que
el autor percibió «necrosado» y creyó poder revitalizar; el segundo, la
profundización en esas circunstancias y el intento de interpretarlas y actuar
sobre ellas, modificándolas; y el tercero, la consolidación y explicitación de su
sistema. Al primero corresponde, obviamente, el poema inaugural de Lezama,
Muerte de Narciso, y varios textos publicados a la vez, poco después o incluso
con anterioridad, que ayudan mucho a entender los fundamentos de una
poética cuyos propósitos acabaron siendo muy dilatados: «Queríamos hacer
tradición, donde no existía -resumió-; queríamos hacer también profecía para
diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas ciudades»(35). En Muerte de
Narciso (1937) se tradujo ese programa a la renovación poética, con un
lenguaje personalísimo y sin concesiones al facilismo, que continuaría tejiendo
sus redes en Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza
(1949) y Dador (1960), mientras trazaba en prosa reflexiones paralelas, a
través de abundantes ensayos recogidos luego en volúmenes como Analecta
del reloj (1953), Tratados en La Habana (1958), La cantidad hechizada (1970)
o Imagen y posibilidad (1981). Es un ensayismo también difícil pero
perfectamente estructurado, que problematiza los fundamentos de la poesía y
de la labor del intelectual, dando razón de ser a toda su obra literaria.
Al segundo movimiento correspondería especialmente la aventura editorial de
la revista Orígenes y sus propuestas, que sustentan una estética que tuvo
también una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso -
aunque difuminada en su formulación- una actitud políticamente comprometida.
El pensamiento de Lezama empieza a explicitarse ya en esos momentos, pero
la madurez de su obra coincide con la publicación de los ensayos de La
expresión americana (1957) y de sus dos novelas (o «poéticas noveladas»,
como las llamó él): la célebre Paradiso (1966), que le valió el reconocimiento
internacional, y su continuación Oppiano Licario (1977), que no llegó a
terminar, donde se insinúa incluso una línea autocrítica que anunciaba quizá el
cambio de rumbo que los poemas del volumen Póstumo Fragmentos a su imán
(1977) parecen demostrar.

En esa misma línea autocrítica o tal vez de orientación para el crítico lector,
Lezama se permitió incluso cuestionar, no sé si angustiado o cercano al
choteo, el sentido de su vida y de su obra. Fue en 1953, [22] en las páginas de
Orígenes, cuando publicó, todavía como cuento, el momento en que la madre
de Oppiano Licario confiesa su inquietud acerca del hijo y sus «mágicas
elucubraciones», temiendo que se convirtiera en la burla de los letrados, que
podrían tomarlo por «un Aladino de la filología» o «una víctima de la alta
cultura», sin verle «ese misterio» que ella había sabido respetar:

Ha llegado a tener tal perfección -dijo la madre- en esa manera, no digo método, porque desconozco
totalmente su finalidad, que me atemoriza si todas esas adecuaciones no logra aclararlas en un sentido
final (...) Él está ahora en un momento muy difícil, si no se nos aclara en una combinatoria o en una
piedra filosofal, no nos parecerá un estoico persiguiendo lo que él ha creído que es el soberano bien de
su vida, sino un energúmeno que aúlla inconexas sentencias zoroástricas, o un cándido
(36)
embaucador...

Para Lezama lo más negativo que podía decirse de un poeta es que no tuviera
misterio, que no tuviera inconnu. Su obra misteriosa pone en juego todos los
registros de la sugerencia, y al hacerlo exige orientar el análisis hacia esa otra
vertiente, poética, del saber, que fue la que le interesó al autor. Me refiero al
saber como aletheia, como revelación. Decía Ortega: «Quien quiera
enseñamos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con
un breve gesto que inicie en el aire una trayectoria (...), que nos sitúe de modo
que la descubramos nosotros»(37). Y a esa mayéutica Lezama pudo añadir: «El
secreto de la poesía está dicho a voces, sólo que no se puede oír con los dos
oídos»(38). A ese ejercicio socrático nos invita su obra, y es en ese gusto por la
sugerencia opuesta a la evidencia donde se fundamenta el ya tópico
hermetismo lezamiano.

A pesar de su tan mencionado gongorismo, Lezama no ha tenido, como


Góngora, un Dámaso Alonso que haya «traducido» pacientemente a un
lenguaje comprensible las enrevesadas series metafóricas de sus versos. Y
probablemente no lo ha tenido porque no puede tenerlo: no lo necesita. Su
gongorismo es otro, y también es otra su «oscuridad». Lezama acertó a ver en
Góngora una poesía «hecha de [23] laberintos difíciles, pero no oscuros»(39),
mientras su orfismo irredimible apostaba por ese «saber nuevo» que «ha
brotado siempre de la fértil oscuridad»(40). El hermetismo de Lezama no es
verbal.

Pero esa imagen del Lezama hermético ha ido desechando poco a poco lo
accesible en el poeta para convertirlo en un semidiós impenetrable, cargado de
enigmas; y él alimentó esa leyenda con comentarios sobre su obra que
multiplicaban la oscuridad. Es ya célebre su críptica respuesta a la inevitable
pregunta de crítico «¿qué es para usted la poesía?»: «La poesía es un caracol
nocturno en un rectángulo de agua», contestó más de una vez, subrayando la
raíz irónica de esa no definición.(41) De la acusación de hermetismo difícilmente
podía escapar una obra que propone una aprehensión de esencias por vía de
lo mítico y lo esotérico en todas sus formas, pero pulimentar boquiabiertos el
mito no nos da al verdadero Lezama; al contrario: nos aleja de él. Su obra
sigue conservando una imagen demasiado elitista y casi impermeable a su
contexto, que no le corresponde, al menos en tan alto grado.

Es cierto que en un momento idóneo en Cuba para el compromiso militante del


intelectual, Lezama desdeñó esa actividad. También es cierto que se entregó a
la elaboración de una obra difícil, sin concesiones al lector y cada vez más
densa (seguramente como compensación frente a esa «oquedad ambiental»
de la que hablaba constantemente), pero nunca dejó de exigirle esa dimensión
histórica concebida como posibilidad que llevó a la práctica, no como evasión
del presente, sino como un modo de compensar sus carencias y ejecutar una
labor subterránea de oposición y resistencia, para usar el término que tantas
implicaciones alcanzó en su poética. Y en esa línea fue una las propuestas
más serías de su momento.

Aunque al autor no le preocuparon mucho las acusaciones relacionadas con el


hermetismo y la torre de marfil, su autodefensa mejor debemos verla en
Orígenes, la revista que fundó en La Habana en 1944 tras ocho años de
trayectoria editorial en otras publicaciones, y en el amplio grupo de escritores,
críticos, pintores, escultores y músicos (entre ellos algunas de las más
importantes figuras contemporáneas) [24] que se reunió a su alrededor, dando
lugar a un sólido movimiento cultural que proyecta su influencia más allá de los
límites cronológicos de su generación. Lezama fue el artífice de ese proyecto,
su impulsor más tenaz y el más insistente narrador de la trayectoria origenista,
sin duda consciente de que constituía una contribución a la cultura cubana por
lo menos tan importante como su poiesis individual, y consciente también de
que sería una de las vertientes de su obra (inseparable del resto) que mejor
permitiría ajustar desenfoques que todavía desorientan, sobre todo en lo que
concierne a las relaciones de esa obra con el medio en que se produjo.

Su pensamiento intentó una síntesis «mediterránea», pero también


«responsable» que resolviera la disyuntiva que se planteaba en el contexto
entre una evasión purista o una participación directa en las circunstancias.
Intentar reducir a una definición esa síntesis lezamiana, nutrida en las fuentes
más diversas e imprevisibles -desde las grandes figuras de la Modernidad
hasta la China del siglo VI a. C., pasando por el Popol-Vuh-, es poco menos
que imposible, pero arriesgo una fórmula que en las páginas que siguen
intentaré justificar: la poética de Lezama, su sensibilidad y su ideología, serían
el resultado de la fusión de sus dos grandes modelos literarios, Góngora y San
Juan de la Cruz, más sus dos grandes maestros espirituales, Juan Ramón
Jiménez y María Zambrano, vertebrado todo ello por su principal referencia
filosófica, José Ortega y Gasset, y por su fervor casi religioso hacia la figura y
la obra de José Martí.
Tampoco los mecanismos de esa fusión van a ser fáciles de explicar, pero
quizá una de sus claves fue la convicción de que lo realmente nuevo no es
nunca una continuación sin más, pero tampoco una brusca ruptura, sino algo
que realiza posibilidades ocultas en lo anterior. Así, su obra propone una
revisión, una relectura de la tradición, a la búsqueda de una originalidad que se
siente deudora de una antigüedad milenaria y apuesta por situar la identidad de
lo cubano tan lejos de la mentalidad culturalmente colonizada como del
rechazo hacia lo europeo. Martí era el gran ejemplo del pasado para una
síntesis semejante, y la recuperación de su legado parecían exigirla también
las circunstancias inmediatas: una cultura debilitada por «falta de sustancia
ósea» en palabras de Lezama, y víctima de los modelos introducidos en la Isla
por los Estados Unidos.

Siguiendo esos presupuestos, el autor intentó la puesta en práctica de un


programa de salvación nacional por la cultura, a la vez que inauguró un nuevo
espacio estético que intentaba romper con las formas [25] expresivas que lo
rodearon, sin renunciar a la mejor herencia cubana, americana, hispánica y
universal. Todo ello empapado de un esoterismo que se traduce en el sentido
litúrgico y misional de su labor, en una relación reveladora de la poesía con las
circunstancias, y en la asunción de las propuestas de un idealismo cristiano-
martiano que integró en su estilo de vida y en su labor artística como búsqueda
de un principio esperanza(42) en un contexto que le parecía carente de ella.

Tener todo esto en cuenta me parece fundamental para acercarse a la obra de


Lezama sin riesgo de caer en ese estado de desconcierto que uno de sus
primeros críticos resumió con un desamparado «no entiendo»(43). En ella lo
más importante no es el texto en sí (por detonante que parezca su poder
verbal) sino lo que hay antes del texto, lo atraviesa y se proyecta más allá de
él: una actitud cultural, unas convicciones y unas ambiciones no sólo literarias,
que son seguramente lo más valioso del autor, aunque también lo menos
subrayado por la crítica, desconcertada o acostumbrada ya a celebrar otros
destellos del poeta. Y esas convicciones, el tema medular de toda su obra, se
defendieron con fervor misional, crearon buen número de conversos -también
de hostiles antagonistas- e iniciaron un diálogo con diferentes generaciones
literarias que aun continúa.(44)

El quehacer de Lezama adquiere a través de su obra escrita, su labor editorial


y su conversación los perfiles de un proyecto sagrado, o quizá los de una
locura de estirpe quijotesca. «Todo lo que el hombre hace es un enigma -
concluyó-, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un sentido»(45).
Tratar de desvelar ese sentido me ha parecido el mejor acercamiento a su
obra. Porque intentar definirla sería detenerla: «Toda definición es un conjuro
negativo. Definir es cenizar»(46). [26] [27]

2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los


orígenes
Queríamos hacer tradición, donde no existía; queríamos hacer también profecía, para diseñar la gracia
y el destino de nuestras próximas ciudades.

José Lezama Lima

No es necesario insistir en que la labor de José Lezama Lima rebasa su obra


literaria individual, y que ésta encontró su mejor explicación en esa actividad
que la rodeaba, configurándola a cada paso. Entender la aventura cultural que
desembocó en la formación del Grupo Orígenes es otro modo -pienso que el
más acertado- de intentar la comprensión de su figura central.

Orígenes es la revista que fundó el autor en La Habana en 1944 y el amplio


grupo de escritores, críticos, pintores, escultores y músicos que se reunió a su
alrededor y que acabó adoptando el nombre de esa publicación, pese a que su
formación se remonta hasta sus primeras confluencias de intereses en la
Universidad, hacia 1935. El sentido general del grupo puede definirse como el
afán por conjugar y resolver la oposición radical entre lo que podemos llamar el
regreso al canon y la proyección utópica, esas dos fuerzas elementales que
parecen promover alternativamente la progresión pendular de la historia de la
literatura, de la cultura en general: Orígenes quiso hacer confluir en su proyecto
esas dos fuerzas, resolviendo la oposición que a primera vista parece
suscitarse entre las dos. El regreso al canon, a la tradición, a la herencia del
pasado, a los orígenes (el título que Lezama dio a la más importante de sus
revistas no es casual) no fue en ellos un sinónimo de clasicismo, de evasión,
de conservadurismo ni de regresión; todo lo contrario: ese gesto clásico de
regreso al canon, a los orígenes de «lo cubano» -algo que formularon con la
rotundidad [28] de una categoría cultural-, era en realidad un proyecto
encaminado a su reconstrucción, y ese mismo ímpetu fundacional conllevaba el
aliento romántico (o utópico) de estar haciendo algo de cuya vigencia y
proyección de futuro estaban convencidos. A esa ambiciosa filosofía responde
la cita de Lezama que encabeza este capítulo. Recordémosla completa:
«Queríamos hacer tradición, reemplazándola, donde no existía; queríamos
hacer también profecía para diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas
ciudades. Queríamos que la poesía que se elaboraba fuese una seguridad para
los venideros. Si no había tradición entre nosotros, lo mejor era que la poesía
ocupara ese sitio y así había la posibilidad de que en lo sucesivo mostráramos
un estilo de vida. No era pues la poesía un alejamiento, sino que clamaba
proféticamente para ser convertida en un recinto tan seguro como la
tradición»(47).

Por supuesto, Lezama, y así lo transmitió a su grupo, partía del reconocimiento


de la existencia de una tradición cubana, válida pero incompleta, hecha de
vacíos y de «pérdidas esenciales» que había que recuperar para que la cultura,
lo cubano, adquiriera un sentido que a su vez pudiera generar una expresión.
En uno de sus ensayos fundamentales sobre el tema, Paralelos: la poesía y la
pintura en Cuba (1966), explicaba claramente la situación:

Paradójicamente, con mucha abundancia de luz, tendemos a la pérdida de lo esencial. En nuestra


expresión lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo
inmediato. Lo mismo perdemos un anillo hecho por Darío Romano, nuestro primer platero en el siglo
XVI, que se inutiliza por la humedad un baúl lleno de la letra de José Martí en el anteayer que viene
sobre nosotros como una avalancha (...) Casi todo lo hemos perdido, los crucifijos tallados y el cuadro
de la Santísima Trinidad de Manuel del Socorro Rodríguez; las recetas médicas de Surí puestas en
verso; las frutas pintadas por Rubalcava; las aporéticas joyas de Zequeira, pérdida en este caso más
lamentable todavía puesto que nunca existieron, las pláticas sabatinas de Luz y Caballero; las cenizas de
Heredia; las pulseras y las peinetas de carey de Plácido; no conocemos ni siquiera un sermón de Tristán
de Jesús Medina, brillante y sombrío como un faisán de Indias; sabemos que Julián del Casal hizo
aprendizaje y algunos intentos de pintar: nadie ha visto una de sus telas de aficionado; y en el Museo no
hay un solo cuadro de Juana Borrero: sus «Negritos» son para mí la única pintura genial del siglo [29]
XIX. Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien
posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía
(48)
no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas.

De ahí sus constantes exploraciones del pasado histórico, literario y cultural, a


la búsqueda de esa unidad, de ese sentido esencial o de sus vestigios,
practicada, eso sí, con una metodología propia e intuitiva, mezcla de erudición
y prodigiosas sorpresas poéticas, que interpreta la cultura sin ajustarse siquiera
a los principios más elementales de la lógica formal: ir de lo general a lo
particular. Y ello porque a esa lógica poética no le importa tanto la ubicación en
el tiempo (o en la realidad) de los objetos de estudio, como la resonancia
cultural de los posibles hallazgos, sustituciones o correspondencias -paralelos-
a los que se podía llegar.(49) Tras una de esas exploraciones por la tradición,
Lezama revelaba el porqué de ese método:

Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro
pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado,
ni siquiera señalado en su regirar ectoplasmático. Si no aparecen las larvas, cómo vamos a abrillantar el
caparazón. Lo larval sólo podemos captarlo en sus mutaciones, en su devenir para llegar a ser forma,
(50)
cuerpo, materia artizada.

La conclusión no podía ser otra:

La historia está hecha, pero hay que hacerla de nuevo. La historia se ha hecho sobre el dromenón de los
griegos, el hecho cumplido que está en la raíz del concepto generacional de Tucídides: la historia [30]
comienza en nosotros (...) Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que empezar a valorarse a partir
de lo que ha sido destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron
configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma (...) Y
(51)
únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó.

Lezama llamaba a esa tradición cubana incompleta «la tradición de las


ausencias posibles»(52). Acercarse a ella sólo puede hacerse buscando el
vislumbre de lo larval, de las esencias, expresadas en la literatura y el arte, esa
materia artizada donde «cada objeto hierve y entrega sucesión». Ese ejercicio
abría la posibilidad de recuperar las ausencias y llenar los vacíos para dar una
expresión completa a lo cubano, lo que significaría también la superación
definitiva de ese «complejo inesencial» que detectaba Lezama en su pueblo y
que, según él, determinaba la «desintegración» como un destino fatal para su
Isla. Todo eso suponía la asunción de nuevos deberes generacionales, por los
que Lezama y su grupo se concebían participando en «el caudal mayor de la
historia». Él lo explicaba así:

Aquella generación buscaba en la hondura, en los verídicos planteamientos estilísticos, sentir el caudal
mayor de lo histórico, confluir hacia metas donde se clarificase nuestro destino histórico (...) Nos
proponíamos metas, sutilizábamos nuestras vueltas para penetrar en lo histórico, buscábamos el relieve
de una confluencia donde el arte, al alcanzar su saturación, lograse la posibilidad de un nuevo estilo en
(53)
lo histórico nuestro.

Lezama fue el artífice de ese proyecto y su impulsor más tenaz. En el hallazgo


de esa metodología por la que el arte opera sobre la historia por sustitución
(como la metáfora), y nos devuelve una imagen más completa de ella, está, por
ejemplo, el origen de su larga exploración por las Eras Imaginarias, que ocupa
buena parte de su ensayística desde 1958 hasta 1965(54), y, desde luego, la
interpretación-reconstrucción [31] de la historia de América, siempre «A partir
de la poesía», que acometerá el autor en La expresión americana (1957).(55)
Pero, en el fondo, su obra toda aspiraba, más que a ser una «novedad», a
insertarse en esa tradición de ausencias posibles, no sólo explicándola o
trazando correspondencias con que poder enlazar los eslabones de su cadena
incompleta, sino también sustituyendo él los que se habían perdido,
completando esos vacíos de la tradición con su propia «materia artizada», sus
textos de creación. Deslizó algunas claves reveladoras.

Estableciendo las bases de su obra en la «Introducción a un Sistema Poético»


(1954)(56), comentaba Lezama que «la imago sólo ha participado entre nosotros
en dos ocasiones: a través del título de un libro de contenido escaso y
pobrísimo, y en la sentencia y la muerte de José Martí». Se refería, claro, al
primer poema escrito en Cuba, Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de
Balboa, y añadía: «Comenzar una literatura con título de tan milenario
refinamiento como Espejo de paciencia, título que menos que un esqueleto
regala una nadería, nos sobresalta y acampa, nos maravilla y aguarda».
Enseguida establece el paralelo entre ese gran título sin obra y la gran obra sin
título de José Martí, para señalar otra de esas «ausencias posibles» de la
tradición:

Estaba dispuesto José Martí, y ésa es su imago más fascinante junto con su muerte, a llenar el contenido
vacío de ese espejo de paciencia (...) Poco antes de su retiramiento había soñado con escribir un libro,
que para nosotros cobra su existencia por la testarudez aragonesa de su inexistencia, del que se le escapa
una frase dicha ante el lanzazo final: el Sentido de la Vida (...) Hubiéramos comenzado con un
Enchiridión custodiado por José Martí, con una secular paciencia de escritura, con un hieratismo en el
lento tejido de las danaides devuelto por el espejo...

Pero Martí no pudo hacerlo. Y tal vez la escritura de Lezama tenga mucho que
ver con las sugestiones derivadas de esos dos vacíos. Ya Cintio Vitier
apuntaba en la misma dirección cuando interpretaba el [32] verso inicial de
Muerte de Narciso («Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo») como «un
tiempo original» con el que Lezama brindaba «un verdadero principio»(57). Pero
creo que puede darse un paso más, y afirmar que ese «libro talismán» de los
cubanos quiso elaborarlo él, llenando aquel espejo vacío con su propia obra.
Así podemos entenderlo a partir de sus declaraciones en aquel ensayo:

Supongamos que una obra alcanzase una calidad tan refinada y misteriosa, tan secular y tan
contemporánea, como la que [ese] enigmático título nos sugiere (...) Si aquel Espejo de paciencia
lograse articular de nuevo el prodigioso alcance de su título con la extraordinaria imago desplazada por
la sentencia y las ejecuciones de José Martí, tendríamos entonces nuestro Enchiridión, el libro talismán,
custodiado por aquellos que lograron con sus transfiguraciones, con sus transustanciaciones, participar
como metáfora en el Uno procesional penetrando en la suprema esencia.

Tal vez por eso hablaba Lezama de una «secular paciencia de escritura» y de
un «tejido de danaides devuelto por el espejo». Y tal vez por eso también, en
1949, el mismo año en que apareció el primer capítulo de Paradiso en la revista
Orígenes y precisamente en el número anterior de la revista, publicó un texto
en el que, como si se tratara de un prólogo, decía:

Si una novela nuestra tocase en lo visible y más lejano, nuestro contrapunto y toque de realidades,
muchas de esas pesadeces o lascivias se desvanecerían al presentarse como cuerpo visto y tocado, como
enemigo que va a ser reemplazado. Si una poesía de alguno de los nuestros alcanzase tal tejido que
mostrase en su esbeltez una realidad aún intocada, aunque deseosa de su encarnación, por tal motivo
cobraría su tiempo histórico, recogeríamos claridades y agudezas que despertarían advertencias
(58)
fieles...

Para ya tramar su segunda novela, Oppiano Licario, sobre el motivo de «esos


libros secretos entregados como una custodia, que se pierden, reaparecen, se
les hace interpolaciones». Son, dice allí, «El Libro, El Espejo y la Llave, la
transmisión de los fundadores»(59), abundando en la «proeza cultural» que en
otro de sus ensayos -casi [33] me atrevo a asegurar que aplicándola a sí
mismo- había atribuido a Confucio, su doctor Kung-Tsé:

Al nacer recibe de golpe toda la herencia de la cultura china, comprende muy bien su destino, dominar
toda esa gran tradición, tratar de apoderarse de lo impalpable y terrible: meter al dragón en una
biblioteca. Pero este hombre sentencioso no está frente a la materia inmensa que recoge, sino que es su
centro, su aumento y extinción, no se sabe, no se sabrá nunca, cuándo añade y cuándo tacha, y al final
(60)
de su vida ostenta un título único, el de ser dueño de una tradición, su guardián y su creador.

También fue Lezama el más insistente narrador de esa aventura conjugada en


plural: la origenista. Mucho de lo que sabemos sobre la trayectoria del grupo lo
contó él, convertido en portavoz apasionado de su «ceremonial de las artes», y
convencido, sin duda, de que aquel «sueño de muchos» que él quiso que fuera
Orígenes constituía una contribución a la cultura cubana por lo menos tan
importante como su sueño individual (su poesía, la compleja ensayística que la
acompaña o su monumental narrativa). Y puede que consciente también -por si
su obra finalmente sí había de ser «ente de tesis»- de que la aventura
origenista sería una de las fases de ese sueño que mejor permitiría entender
las relaciones de su obra con el medio en que se produjo.

Más que reincidir en una historia de la revista ya muy bien trazada y al alcance
de cualquier lector interesado(61), me ha parecido más útil detenerme en
algunos momentos clave y tratar algunos aspectos que aún provocan
desacuerdo entre la crítica, precisamente porque son también los más
determinantes y los que mejor ayudan a dilucidar los fundamentos del
pensamiento lezamiano, que fue lo que en realidad dio unidad de fines a un
grupo muy heterogéneo y muy difícil de reducir a otro tipo de definición. [34]

Ciñéndonos a lo literario(62), la aventura de Orígenes desemboca en la


formación de lo que se ha llamado también «la galaxia Lezama»(63), que
cuando nace la gran revista llevaba ya muchos años gravitando en torno a
otras cinco publicaciones, y que reúne alrededor de Lezama a las «estrellas»
Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, Gastón Baquero,
Lorenzo García Vega, Octavio Smith, y -para seguir con esa imagen planetaria-
también a un desorbitado genial: Virgilio Piñera, una especie de antiorígenes,
pese a ser parte irrenunciable del grupo. Todos ellos participaron del ambicioso
proyecto cultural de Lezama, y fueron protagonistas de un fenómeno polifónico
que quizá sólo se pueda explicar, como ha hecho Fina García Marruz, «a partir
de ese versus uni martiano: unidad de fines, diversidad de modos»(64).
Pero la aventura de Orígenes se entiende mejor si se tiene en cuenta el afán
de apertura y totalidad que sirve de base a la obra de Lezama, lo que implica
tener especial cuidado en no considerarla, por su novedad, un fenómeno de
época único y sin diálogo con otros grupos y publicaciones de su momento. En
rigor, ni la Orígenes de los años cuarenta y cincuenta, ni su disidente -y
replicante- Ciclón (1956-1959) como tampoco, obviamente, las cinco revistas
anteriores del grupo (Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño y
Poeta) fueron órganos de una generación en sentido estricto, como a veces
parece haberse entendido. El mismo Lezama contribuyó a esa confusión
terminológica, llevado por el entusiasmo con que se lanzaba a definir y redefinir
los objetivos del grupo, sus logros y sus publicaciones. Por ejemplo: «Sabemos
que lo que ya se puede llamar con evidencia la Generación de Espuela de plata
-escribía en 1945- fue esencialmente poética, es decir, que su destino
dependerá de una realidad posterior»(65). Orgulloso de la novedad que
representaba esa actitud en el panorama cubano, propuso también la
denominación Generación [35] de la Poesía, con la que pretendía enfatizar, no
sólo la principal actividad a la que el grupo se dedicaba, la poiesis, el acto de
crear, sino especialmente la actitud de insatisfacción y de rechazo frente al
pragmatismo del entorno que esa labor traducía:

A aquella generación, que por mi parte lo mismo puede llamarse de Espuela de plata o de Orígenes, yo
la llamaría, por contraste irritante con el medio cubano que se endurece, logra su punto gelée y le
molesta [sic] por saturniana y errante la expresión espíritu (...), yo la llamaría, por hostilidad a ese
(66)
milieu carcinomoso, sencillamente, la Generación de la Poesía.

Sin embargo, otro de esos mismos origenistas, Gastón Baquero, llegó a opinar
todo lo contrario: «No hay tal generación de Orígenes -aseguraba-: no se
puede hallar nada más heterogéneo, más dispar, menos unificado, que el
desfile de la obra de cada uno de los presuntos miembros de esa
generación»(67). Sin necesidad de llegar a tales extremos categóricos (hay que
tener en cuenta que algunas disputas internas de los años cuarenta
enemistaron a Baquero desde entonces y para siempre con el grupo de
Lezama)(68), sí es preciso recordar que la llamada tercera generación de la
República incluye a otros muchos escritores cubanos que no se identificaron ni
colaboraron con sus coetáneos de Orígenes y que, por tanto, usar el término
«generación» para referirse a lo que, en rigor, fue un grupo (por las razones
que ha estudiado detalladamente Jesús Barquet)(69), confunde más de lo que
ayuda.

Cuando el grupo de Lezama nació para la literatura, las letras cubanas


atravesaban una de sus épocas más fecundas, algo así como una «edad de
oro» en la que seguían creando o empezaban a hacerlo la mayor parte de las
principales figuras de su literatura del siglo XX. Y esa década presentaba
también un panorama riquísimo en publicaciones culturales: la revista de
Lezama no fue, desde luego, un brote único en su contexto, como se pudo
recordar en el Congreso Internacional [36] «Cincuentenario de Orígenes»
celebrado en La Habana en 1994(70), quizá proponiendo que no se distorsione
su significado ni su influencia creyendo que fue una experiencia insólita. De
hecho, el afán de fundación y sostén de revistas fue especialmente firme entre
los escritores nacidos entre 1910 y 1920 (la generación de Lezama), de modo
que la nómina de revistas insulares entre los años 30 y 50 llegó a ser
amplísima, según documenta el detallado Diccionario de la Literatura Cubana
del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana.

En cualquier caso, lo que sí conviene aclarar es que ese término,


«generación», aunque Lezama mismo lo utilizó, no debe hacernos caer en un
error que contradiga esa convicción profundamente antigeneracional que fue
una de las claves del grupo y fundamental para él, que insistió toda su vida en
lo inútil de semejante confrontación:

Destruir las generaciones que pasaron puede ser un macabro entretenimiento, pero es mejor la
penetración en lo oscuro y en la poesía, en el entredeux pascaliano. Todas las generaciones cantan en la
gloria. En el valle del esplendor no existen jóvenes ni viejos... La tierra prometida, la Orplid, la Fata
(71)
Morgana, interesan más que el grupito que se tiene enfrente por orden de Cronos o de Saturno.

Aunque estas declaraciones respondían aún al tono de los acalorados debates


sobre el asunto de los primeros años de gobierno revolucionario, para Lezama
-y así lo hizo constar en sus revistas-(72) el afán de ruptura que parece obligar
siempre a las nuevas promociones a ese faire autre chose, faire le contraire, no
es más que «la primera piel», mera «marca superficial de lo generacional», y
sólo conduce a malgastar [37] la energía necesaria para lo que él consideraba
fundamental en toda labor artística o intelectual: la ocupatio de la totalidad. Los
grandes creadores confluyen en una intemporalidad que operará siempre con
idéntica capacidad de inspiración para los demás: «Los dieciocho años de
Rimbaud, los cuarenta y dos de José Martí, los ochenta y dos de Goethe, no
forman parte de una generación. ¿Qué es lo que nos sigue atrayendo? Su
ocupatio de la totalidad, la fuerza de impulsión enorme de su poiesis»(73),
concluyó.

Ya en 1962, en ese mismo ambiente de polémicas generacionales -y de


autolegitimación política, en última instancia-, Roberto Fernández Retamar
había aclarado que en aquella generación, además de los origenistas como
Lezama, Gaztelu, Diego, Vitier, García Marruz y sus colaboradores más
jóvenes (Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Edmundo Desnoes o el
propio Fernández Retamar), se incluyen escritores como José Antonio
Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Onelio Jorge Cardoso, Carlos Felipe,
Alcides Iznaga, Aldo Menéndez o Samuel Feijoo, que casi nada o nada en
absoluto tuvieron que ver con la estética origenista, a los que no eran
aplicables las características de aquel grupo ni, decía Fernández Retamar, «la
acusación de desapego político» Y explicaba:

En grado mayor o menor, vivieron con la mirada puesta en las realidades de su país. Algunos llegaron a
la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más por la
libre, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años
por reivindicaciones campesinas (Feijoo); y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como
(74)
Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de esa preocupación, de esa actitud.

En realidad, como veremos más adelante, ni esa acusación al grupo Orígenes


era del todo fundada, ni fue tan radical tampoco la separación entre los
origenistas y sus compañeros de generación: Feijoo, Iznaga y Menéndez, por
ejemplo, colaboraron también en la revista del grupo. En descargo de aquellas
orgullosas proclamaciones generacionales de Lezama, hay que recordar que
los, digamos, no origenistas nunca mostraron en lo literario ni una cohesión ni
un proyecto colectivo equiparables a los del grupo de Lezama -apenas lograron
[38] mantener a flote la Gaceta del Caribe (1944), que no vivió más de un año,
y Viernes (1950), aún más breve que la anterior-, de modo que difícilmente
podrían haber desestimado el prestigio y la solidez que ofrecían los proyectos
editoriales del grupo de Lezama. La diferencia fundamental entre esas dos
facciones estuvo, no tanto en el grado de compromiso con la realidad
sociopolítica del país, sino en cómo se expresó ese compromiso, vital y
literariamente, por parte de una y otra tendencia, y, sobre todo, en cómo se
entendió esa expresión por parte de la generación inmediatamente posterior.

La interrelación dialéctica entre esos dos grupos, Orígenes y autores no


origenistas, pertenecientes a la misma generación y sólo aparentemente
antagónicos, pero significativamente recibidos por sus sucesores con una muy
distinta consideración, constituye sin duda un estudio aún por hacer, que yo
sólo pretendo esbozar aquí. Resumiendo mucho una cuestión que
retomaremos después, puede decirse que, mientras lo que se consideró el
legado fundamental de Orígenes se redujo a esa insistencia del grupo en la
seriedad y la constancia con que debía enfrentarse la labor cultural, al margen
(o a pesar de) la indiferencia oficial y los vaivenes nocivos de la actualidad -una
actitud que entonces se consideró, en el mejor de los casos, escapista y
amante de la torre de marfil-, los autores no origenistas ofrecían una mucho
más nítida militancia política, heredera directa del modelo ideológico
revolucionario de los primeros años de la República, que generó la llamada
Protesta de los Trece (1923), el Grupo Minorista, la revista de avance (1927-
1930) y, en suma, la llamada Generación del 23, abanderada en Cuba del arte
«nuevo» y los movimientos de Vanguardia. Pero por encima de todo eso,
aquellos autores significaban para los más jóvenes «el aliento de la extraviada
Revolución del 33», en palabras de Fernández Retamar.(75)

Sin duda la obra de Lezama (y Orígenes fue en ella la portavoz privilegiada de


esta cuestión) padeció también la frustración histórica de esa extraviada
revolución, pero él prefirió trasladar sus coordenadas a un espacio más afín
con su sensibilidad: la creación cultural. Continuar o romper con el legado de
esa Generación del 23 eran a fines de los años 30 las dos opciones disponibles
para los autores que, como Lezama y su grupo, empezaban entonces su
trayectoria intelectual. Para ellos ese legado se recibió como una «parálisis»
que interrumpía las enormes posibilidades que ellos atribuían a la creación, [39]
pues las virtudes iniciales de la Generación del 23 acabaron siendo
deformadas por una «secreta vinculación con los vicios de la época». Cintio
Vitier, en sus famosas conferencias de 1957 sobre Lo cubano en la poesía -
como «la Biblia del Origenismo» se las llegó a conocer después-(76) explicaba
los pormenores de esa recepción:

...Intentaron superar la ausencia de finalidad en que se hundían el país y las letras, atacando enemigos de
cartón como eran la cursilería, el academicismo y la oratoria engolada, y proponiéndose la meta
abstracta del avance por el avance, de lo nuevo por lo nuevo. Pero ¿a dónde se iba? Después del primer
impacto, su movimiento era más ilusorio que real. Ninguno de los grandes esfuerzos creadores de la
época, poco o nada conocidos entonces en Cuba (la obra de Proust, de Joyce, de Eliot, de Claudel) halló
eco decisivo en sus páginas, que se mantuvieron siempre sobre la más visible y fugaz espuma de «lo
(77)
nuevo», cifrado en la hueca palabra «vanguardismo».

Para ellos, pues, la «fuerza de impulsión» inspiradora de aquel grupo se había


extinguido: «tiene ya sabor y aroma de época», añade Vitier, y en su obra
«todo tiene poco fondo, una intrascendencia y una lisura peculiar»(78). También
Lezama, algunos años antes, en una carta abierta de 1949 a Jorge Mañach
(representante de aquel vanguardismo ya extinguido), había afirmado
sentenciosamente que aquella generación «cumplió y se cumplió». Según él,
esos autores habían traicionado la entrega a su poiesis al relegarla a un
segundo plano, atraídos por la «inmediatez» de lo que él llama «la ganga
mundana de la política positiva» (por oposición a la política «esencial»):

...No era, como en México, con el caso ejemplar de Alfonso Reyes, o en la Argentina, con Martínez
Estrada o Borges, donde se encontraba, cualquiera que sea la valoración final de sus obras, con
decisiones y ejemplos rendidos al fervor de una obra (...) Habían adquirido la sede a trueque de la fede y
(79)
estaban dañados para perseguirse a través del espejo del intelecto o de lo sensible.

A la parálisis que suponía aquella generación se unía, pues, el descrédito [40]


de la conducta individual de algunos de sus miembros, Jorge Mañach entre
ellos.(80)

Pero esa apreciación generalizada a toda la promoción del 23 constituía, más


que una verdad constatable, una cuestión de valoración personal: para los no
origenistas, no sólo no existió esa parálisis en la creación, sino que vincularon
su obra a una continuidad ideológica con la de algunas de las figuras más
politizadas de la generación anterior (como Nicolás Guillén y Juan Marinello,
muy en activo ambos entonces) y practicaron una explícita orientación
antiorigenista desde la Gaceta del Caribe, en nombre de la creación militante
que, según ellos, «bebía sus jugos vitales en el humus popular»(81).

Como sugiere el análisis de Jesús Barquet, la influencia de César Vallejo


puede ser un elemento revelador de las verdaderas diferencias que produjeron
esa polarización de la generación de Lezama en torno a la percepción de la
generación literaria inmediatamente anterior: «La admiración por Vallejo,
compartida por ambos sectores, revela las peculiaridades de cada uno. La obra
del peruano los llevó [a los origenistas] a comprender la unidad indisoluble
entre ética y creación», mientras que para los neoorigenistas, según el crítico,
la influencia fundamental de Vallejo se tradujo en la adopción de «sus
prosaísmos vigorosos, su inquietud, su esquemática sequedad (...) y el ansia
por donde César Vallejo -el César Vallejo de España, aparta de mí este cáliz-
edificaba hombres»(82).

Sin pretender agotar esta cuestión, creo que entre los inéditos de Lezama que
publicó la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, hay un texto muy
interesante para entenderla mejor. Me refiero a [41] «Los Zurdos» (1948), una
de las escasas referencias satíricas de Lezama contra otros escritores de su
generación no pertenecientes a su grupo.(83) En ella realiza una durísima crítica
contra las actividades culturales conformadas al amparo de la política militante.
Vale la pena reproducir algunos fragmentos:

Como el río hace tiempo trae sucio revuelto, están ahí ya los cazadores de última hora. Dicen que traen
cuchillo y con tatuaje viriloide. Son fieros, incisivos (incisagueados). Como es característica de estos
zurdos llegar tarde a todas partes, tienen que detonar, insultar y -costumbrosos en el tiempo perdido-
hacer perder tiempo y alegría. Se empeñan en dar una batalla, que sólo a ellos interesa, por buscar
posiciones y nombradía. Son los que nacieron tarde, los que toman el agua estancada, los que tienen un
aguado veneno que no saben dónde depositar (...) Calados de habitantismo congénito, le han entregado
su alma al tertulión inocuo y al café con leche profético e incesante. Productos de la actual
desintegración política, pasan a la cosa intelectual en su terrorismo pornográfico y su viveza de tropical
perezoso. Habrá que sufrirlos unos cuantos meses más... y después irán a la provincia, en comisiones
agrícolas, a vender velitas de novias o requerirán la gualdrapa de agentes de pompas fúnebres.

Pero el título del texto no debe hacemos caer en un error: con esa
denominación, los Zurdos, Lezama no se burlaba de nada que tuviera que ver
con la filiación ideológica de izquierdas -que era también la suya- de varios de
esos no origenistas, sino de la manera burda, poco diestra, de practicar una
labor intelectual. El propio texto aclara ese malentendido poco después:
Son los zurdos, combaten a aquellos que por natural jerarquía les pueden enseñar de todo y a los que
envidian con celo cainita. Les llegaron los treinta años sin haber hecho intelectualmente ni una nuez
foradada, y mientras buscan becas quieren darse viajecitos a Nueva York «para aumentar su paisaje
cultural» y traicionan la poca juventud que ya les queda.

Lezama no cita nombres, pero parece que se estaba despachando a gusto


contra los contemporáneos que habían atacado «con coces, injurias y mala
prosa» la recién publicada antología de los poetas origenistas Diez poetas
cubanos (1948) preparada por Cintio Vitier, y su propia obra, que se
presentaba ante el público destacando en ella [42] purezas altivas y ascetismos
cómodos. Uno de esos contemporáneos, el poeta Alberto Riera Gómez, había
escrito en 1942 a propósito de Enemigo rumor: «¿Qué está más lejos de
Lezama? La estrella del proletariado. ¿Qué está más cerca? Un alma fuera del
tiempo y del espacio que pena por salvarse»(84).

Y con el texto del que hablamos, entre otras divertidas críticas, Lezama parece
devolver a esos zurdos uno de los dardos que con más frecuencia lanzaron
contra el grupo Orígenes: el de su presunto elitismo (o capillismo) intelectual.
Concluye el autor:

...Hablan de capillitas, porque no se han podido colar en ninguna, ya que esas gentes sólo se unen por el
bostezo, la comisión de amedrentar o el brazalete coprófago. Estaba escrito en las profecías de
Nostradamus: en el año 1948 un grupo de mediocres hará un homenaje a los escritores cubanos, con
coces e injurias, con coces y mala prosa.

Y me permito terminar, muy lezamianamente, con un da capo: volvemos a la


«prehistoria» lezamiana, al año 1935, y la continuidad para estas reflexiones la
podemos encontrar en una carta de Lezama (sin fecha pero datada
aproximadamente en ese año) dirigida a una profesora de la Facultad de Letras
de la Universidad de La Habana y miembro del consejo de redacción de la
revista Lyceum. Escribe Lezama:

La vida americana viene demostrando que cuando el periodo subsecuente a una revolución es recogido
y potenciado por las clases bien orientadas, toca un momento de granazón para la cultura. Quizás
nosotros empecemos a atravesar ese momento que, aprovechando la impulsión revolucionaria en lo que
ésta tiene de rico y matizado, sea necesario conducirla hasta la nueva forma, donde el proyecto del
artista y del artesano es recogido por la nueva clase capaz de receptarlo y realizarlo. En nuestro país
existen fuerzas inestimadas, existen núcleos que pueden ya mostrar su apetencia de penetrar en lo
histórico, de hacer, de mostrar, de cumplir (...) Quien tenga la suficiente sutileza para captar lo que aún
en nuestro país no está deshecho, corrupto y finiquitado, y pueda acercarse a esa verdad de lo que de
veras es creador, no solamente habrá vencido el pesimismo y el complejo de autoinferioridad [sic] que
suele apoderarse de lo cubano, sino que será claro indicio de verdadera integración de la nacionalidad,
que únicamente puede logarse por la suma de las creaciones, [43] de lo que lo hondamente creador
pueda expeler (...) ¿Quizá le corresponde a usted la grata misión de facilitar a esa clase, que es al mismo
(85)
tiempo una generación, los recursos para que su trabajo alcance una forma?

Parece indudable que Lezama y su grupo quisieron combatir el mismo


desencanto presente que la otra vertiente de su generación, aunque ellos lo
hicieron en y por la poesía; una poesía que recibió también el aliento utópico de
aquella frustrada Revolución del 33, aunque no adquirió sus formas.

2.1. Orígenes: una vanguardia sin vanguardismo

Precisamente uno de los aspectos todavía controvertidos entre la crítica


lezamiana es el que se refiere a las relaciones de Lezama y el grupo Orígenes
con la Vanguardia cubana, representada por esa Generación del 23 de la que
hablaba Fernández Retamar. Adelanto que, en mi opinión -comparto la de
otros-(86), no es posible entender Orígenes ni el movimiento de expresión que
canalizó, sin el vanguardismo precedente de la revista de avance. Siendo
aparentemente contrapuestas, definen posiciones que confluyen en muchos
puntos (el pensamiento de José Martí como soporte ideológico, sin ir más lejos)
y, desde luego, son dos fenómenos culturales que se determinan mutuamente.

Sé que con esto contradigo al propio Lezama: él se negó siempre a sentirse


heredero del movimiento avancista, y la única vez que traicionó su espíritu
antipolémico fue para entrar en una batalla dialéctica con uno de sus
representantes -Jorge Mañach-, que le reprochaba, entre otras cosas, no
reconocer su deuda con la generación anterior.(87) Ese cruce público de
acusaciones y reproches fue inaugurado por una carta abierta de Jorge
Mañach agradeciendo a Lezama el regalo de su libro La fijeza, publicado, como
él dice, en «esas bellas ediciones de [44] la revista Orígenes, que usted viene
dirigiendo desde hace algunos años con heroísmo y prestigio sumos». Sin
embargo, el agradecimiento inicial se convierte rápidamente en una sucesión
de reproches que acaba centrando el asunto en esa cuestión generacional de
la que hablábamos: «Poeta: esa deferente dedicatoria suya dice Para el Dr.
Jorge Mañach, a quien Orígenes quisiera ver más cerca de su trabajo poético.
Con la admiración de José Lezama Lima», empieza diciendo Mañach. Pero
confiesa que ante la «generosidad de esa inscripción», se siente obligado a
«descargar mi conciencia ante usted y los demás escritores de Orígenes que
me han hecho patente la misma actitud a la vez de estimación y reserva». Y la
descarga, diciendo:

Hacia 1925 empezamos a liquidar en Cuba, como usted sabe, una rutina literaria en que los residuos del
modernismo, ya en su mayor parte muy raídos, llenaban un lamentable vacío de poesía y de prosa
significativas, pero se avenían bastante con la efusión provinciana y oratoria que por las letras cundía
(...) Entonces se produjo, bajo las consignas críticas primero del «minorismo» y después, más
explícitamente, de la Revista de avance que Ichaso, Lizaso, Marinello y yo dirigimos, la campaña que se
llamó del «vanguardismo». De lo que se trataba era de barrer con toda aquella literatura trasudada y de
estimular una producción fresca, viva, audazmente creadora, capaz de ponerse al paso con las mejores
letras jóvenes de entonces. Exaltamos lo que por entonces el sagacísimo Mariátegui se atrevió a llamar
«el disparate lírico», adoramos la «asepsia» y el pudor antisentimental (...) le abrimos la puerta del
sótano a toda la microbiología freudiana, pusimos por las nubes la metáfora loca, los adjetivos
encabritados, las alusiones a toda la frenética de nuestro tiempo, los versos sin ritmo y rima (...)
Hicimos la estética de lo feo y de lo ininteligible, la apología del arte como expresión pura y del sentido
poético como mera irradiación mágica de imágenes y vocablos. Mucha gente sensata nos insultó, y
nosotros los insultamos de lo lindo a nuestra vez...
Pues bien: ustedes los jóvenes de Orígenes son, amigo Lezama, nuestros descendientes. Si usted me
reprocha a mí mi desvío respecto de ustedes, yo a mi vez podría reprocharle a ustedes su falta de
reconocimiento filial respecto de nosotros. Nos envuelven ustedes hoy en el mismo menosprecio que
entonces nosotros dedicábamos a la academia, sin querer percatarse de la deuda que tienen contraída
con sus progenitores de la Revista de avance, que fuimos los primeros en traer esas gallinas de la nueva
(88)
sensibilidad. [45]

La réplica de Lezama no se hizo esperar, y su «Respuesta y nuevas


interrogaciones» se publica en las mismas páginas desde las que se
cuestionaba su originalidad. Pero ni en esa ocasión consintió Lezama
acercarse a los planteamientos vanguardistas, ni siquiera para plantear su
autodefensa o la de Orígenes en términos que pudieran recordar las polémicas
que habían caracterizado a la Vanguardia. Contesta, pero con altivo desdén:

No le es necesario a la continuidad de Orígenes nutrirse de hipertrofias polémicas o negativas. Creemos


que aquella Revista de avance cumplió y se cumplió. Si le ponemos reparos es para propiciar claridades
y luces nuevas. En muchos años que llevo haciendo gemir las ruedas impresoras con palabras y
aleluyas, no he hablado nunca, ni en leves confidencias ni en poderosas arrogancias, de esos trabajos.

Y añade:

Gran parte de su epístola está recorrida por el pro domo sua (...) ¿Filiación y secuencia de la Revista de
avance? Había radicales discrepancias. A Orígenes sólo parecía interesarle las raíces protozoarias de la
creación. Sus pronunciamientos no se reducían a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que
señala tan sólo un camino y un camino. Dispénseme pero su fervor por la Revista de avance es de
añoranza y retrospección...
No podíamos mostrar filiación, mi querido Mañach, con hombres y paisajes que ya no tenían para las
siguientes generaciones la fascinación de la entrega decisiva a una obra y sobrenadaban en las vastas
demostraciones del periodismo o la ganga mundana de la política (...) Con socarronería de ágil criollo
nos afirma usted que fue la Revista de avance la que trajo la gallina de los huevos de oro del arte nuevo.
Quizá en eso reconozcamos su verdad, porque ese arte fue para nosotros alción y albatros. Cínife
(89)
sombrío o soledad brumosa del que se sabe sobre una labor sin compañía...

Sin embargo, como luego intentaré explicar, el verdadero trasfondo de esa


polémica acabó siendo otro, y se fue definiendo cada vez más en esa dirección
a medida que se ampliaba el número de participantes (autoexcluido ya
Lezama) en el cruce de opiniones. Además, entender ciertos vínculos
culturales siempre es más fácil después, con la perspectiva suficiente, de modo
que me atrevo a contradecir a Lezama [46] y sigo pensando que Orígenes
constituye una «vanguardia», en la medida en que su proyecto fue también de
ruptura y fundación, de afirmación estilística y de voluntad de revisión profunda
de los valores de lo cubano.

Pero, claro, se trata de una vanguardia atípica, que escapa a los límites de la
definición académica del término. Fue una vanguardia sin vanguardismo, como
dijera Cintio Vitier, cuyo proyecto renovador se niega a la recepción militante de
cualquier ismo y rechaza la parafernalia provocadora vanguardista, pero, a la
vez, asume sus mejores conquistas decantadas por el tiempo (la amplitud
metafórica, la liberación del lenguaje poético, la transgresión de reglas y límites
de géneros) de una manera ya metabolizada, para emprender la puesta en
práctica de algunos de los valores profundos que el breve vanguardismo
cubano había esbozado sin llegar a desarrollarlos.

Esa vanguardia cubana, digamos, «ortodoxa», la que se definía a sí misma


como tal, tuvo tardía repercusión en el panorama cultural de la Isla y se
identifica con la publicación que fue su portavoz desde 1927 hasta 1930: la
revista de avance, aunque su verdadero nombre era el número cambiante del
año, con lo que se subrayaba así, hasta en el título, su afán de renovación
constante; su deseo de avanzar. La metáfora de un barco zarpando que daba
pie al manifiesto «Al levar el ancla», firmado por Juan Marinello, Francisco
Ichaso, Alejo Carpentier, Martín Casanovas y Jorge Mañach, condensaba los
objetivos radicalmente aventureros del grupo:

Lo que no lleva en su bagaje [este nuevo bajel] es la bandera blanca de las capitulaciones. Lo inmediato
en nuestra conciencia es un apetito de novedad, de movimiento. Por ahora sólo nos tienta la diáfana
pureza que se goza mar afuera, lejos de la playa sucia, mil veces hollada, donde se secan, ante la mirada
del mar, los barcos inservibles o que ya hicieron su jornada (...) Salimos, pues, rigurosamente a la
aventura, a contemplar estrellas, a ver si por azar nos topamos con algún islote que no tenga aire
(90)
provinciano, donde uno se pueda erguir en toda su estatura.

En sus cuatro años de viaje, avance cumplió el papel histórico que le


correspondía: intentar renovar ese «ambiente provinciano», difundir los
movimientos de vanguardia e introducir el mayor número de [47] tendencias,
corrientes y figuras del «arte nuevo» (y con él, las primeras manifestaciones de
poesía «pura» y «social»). Pero, sobre todo, la revista fue esencial para
canalizar la revitalización política en Cuba que se acentuaba desde principios
de los años veinte: recordemos, sólo como ejemplo, que en 1926 se publica el
famoso poema «La zafra» de Agustín Acosta, donde el poeta se hace eco de
esas preocupaciones de signo social y nacionalista, lamentando el desastre
republicano con versos destinados a alcanzar resonancia emblemática: «Musa
patria, esto no fue / lo que predicó Martí».

Idénticas inquietudes constituían la razón de ser del movimiento "de ideas» que
se concretó alrededor del llamado Grupo Minorista, núcleo de la joven izquierda
habanera que se había ido constituyendo desde 1923. Ese año tuvo lugar lo
que se conoce como la Protesta de los Trece (trece «minoristas»), que,
encabezados por el poeta Rubén Martínez Villena, concentraron el movimiento
de oposición contra la corrupción y los turbios gobernantes de la llamada
seudorrepública. Y cinco de esos trece -los firmantes del manifiesto «Al levar el
ancla»- decidieron fundar en 1927 la revista de avance, quizá no con el
propósito de dar voz pública al minorismo, pero así fue.

Tal vez la trayectoria individual de Martínez Villena, su enérgica reacción frente


al estancamiento republicano a través de su entrega al activismo político más
contundente, señalara la verdadera vocación del grupo renovador: la
«generación del optimismo ciego», en palabras de Carlos Ripoll(91), se abría
paso histórico armada con las ansias renovadoras del vanguardismo. Eso
explicaría la rápida orientación del grupo vanguardista hacia la militancia
política (no obstante alguna desorientación individual, como la de Jorge
Mañach), cuando en 1930 se intensificó la lucha contra la dictadura de Gerardo
Machado y sus conciencias creyeron encontrar una oportunidad de expresión
en la organización de aquella Revolución que quiso estallar en 1933, pero fue
duramente reprimida.

Ambas cosas, política y literatura, habían avanzado íntimamente unidas hasta


entonces, y las consecuencias se habían revelado ya notablemente profundas
para la segunda, que desembocaba en un panorama dual, como resumía José
Antonio Portuondo:

La lucha contra la dictadura impuso como quehacer la satisfacción de las necesidades populares como
un aspecto de la lucha política. [48] Los escritores «descubren» entonces al pueblo, a las masas, en sus
porciones más explotadas: el negro, el campesino, el proletario. Por otra parte, la creciente preocupación
social de la literatura, que acentúa su carácter ancilar, determina la evasión de un grupo de escritores
que aspiran a eludir las urgencias políticas y salvarse a sí mismos en el seno de sus propios universos
(92)
poéticos, de acuerdo con las fórmulas contemporáneas de la poesía pura.

La vanguardia, pues, cuando no se politizó, se criollizó o se depuró: esta última


orientación, para la que fue determinante la influencia de Paul Valéry, ofrece en
Poemas en menguante (1928) de Mariano Brull sus manifestaciones más
nítidas, que continuarían con Júbilo y fuga (1931) de Emilio Ballagas, o Trópico
(1930) de Eugenio Florit. Y la segunda tuvo también en 1930 una fecha clave:
la publicación de Motivos de son de Nicolás Guillén se considera el momento
de la definitiva consolidación del negrismo, cuyos representantes más
significativos acabarían siendo el Ballagas de Cuaderno de poesía negra
(1934) y el propio Guillén, que con aquel breve libro y Sóngoro cosongo.
Poemas mulatos (1931) se consagra como figura principal del movimiento.

Así, la revista de avance, después de haber cumplido con su cometido estético,


se extinguió quizá justo cuando debía hacerlo: en 1930 la intensificación de la
lucha contra la dictadura de Machado tuvo como consecuencia el
recrudecimiento de la represión. El gobierno amenazaba con instaurar la
censura previa a la prensa y avance decidió autosilenciarse como modo de
protesta y para no tener que someterse a esa otra «depuración», ya nada
poética.

Del complejo de intenciones del breve vanguardismo cubano surge el contexto


en el que ha de inscribirse la obra de Lezama, que desafió con idéntica
determinación (aunque con algo de estar de vuelta de batallas inútiles) las
mismas frustraciones, las mismas inconsistencias y, en suma, la misma
atmósfera disolvente de la república que la vanguardia quiso combatir. Su
proyecto, por tanto, constituye otro ejemplo paradigmático de ruptura y
fundación: Orígenes quiso también «nacer de nuevo». Pero, con la dosis
correspondiente de parricidio generacional, el grupo se negaba a sentirse
heredero de las dogmáticas exclusiones vanguardistas -aún más a serlo de
aquellos representantes de una vanguardia «oficializada»- y emprende su
propia [49] aventura con clara conciencia de estar haciendo algo original. Lo
explicaba Vitier a propósito de otro de los poetas de Orígenes:

La última generación de poetas y artistas cubanos está empeñada en el replanteamiento radical de


nuestros materiales y medios expresivos (...) Lo que aquí y ahora cada cual está intentando, según sus
medios y registros, es la imprescindible y fértil tabla rasa, sin que esto tenga que ver con ninguna
(93)
especie de irreverencia o iconoclasticismo.

Éste era un gesto tan vanguardista como el de avance, aunque sin manifiestos
explícitos -de ahí la dificultad para perfilar nítidamente sus contornos- y en
sentido contrario: pensaban que lo realmente nuevo no es una brusca ruptura,
sino algo que realiza las posibilidades ocultas en lo anterior. Así, los nuevos
poetas siguen a Lezama en su oposición a las novedades a ultranza y las
rupturas rebeldes, y emprenden la revisión y reconstrucción de una tradición
milenaria que enriquecen con los aportes de las grandes figuras de la
Modernidad. Frente a un arte desmitificador e irreverente, apuestan por uno
empapado de afirmaciones utópicas, por una devoción litúrgica en la labor
artística y por una fe absoluta en sus posibilidades de redención. Oponen
también, frente al cuestionamiento polémico de modelos culturales, esa sed
integradora que animaba la «síntesis mediterránea de innumerables aportes»
defendida por Lezama y que se acercaba a la vocación ecuménica que para
ellos tuvo el Modernismo (especialmente Martí, pero también Darío y Casal),
convertido, con otra lectura -la lezamiana- en antecedente perfecto para un
proyecto que buscaba la identidad de lo cubano desde unos presupuestos tan
alejados de la colonización mental como del rechazo hacia lo hispánico.
A esas afinidades estéticas del grupo se sumaba una formación común, en
gran parte autodidacta, nutrida en las fuentes más diversas, interesada en los
clásicos y muy atenta a la literatura contemporánea europea e
hispanoamericana, pero marcada por la Generación española del 27 como
referencia inicial y tutelada por la Revista de Occidente (1923-1936), su
compatriota Cruz y Raya (1933-1936) y sus compañeras mexicana y argentina
de generación: las prestigiosas Contemporáneos (1928-1931) y Sur (1931-
1970).(94) Ambas podrían [50] añadir a su extendida influencia por tierras
americanas la que ejercieron sobre Lezama y el resto de los entonces jóvenes
universitarios que conformarían la tercera generación republicana. Pero las dos
tutoras fundamentales en el proceso de gestación del pensamiento lezamiano
fueron, por razones opuestas, la mencionada revista de avance y la Revista de
Occidente de Ortega y Gasset, que no fue sólo el puente entre sus ideas y las
de los poetas del 27 español: cruzó el Atlántico e influyó también
poderosamente en sus lectores del otro lado del océano.

A partir de esas bases comunes y con la amistad como elemento de cohesión,


el grupo se fue animando a emprender una nueva aventura cultural, «ya no tan
interesada en avanzar como en sumergirse en busca de los orígenes», como
apuntara Cintio Vitier.(95) Esa búsqueda se tradujo pronto en un acercamiento
con ánimo renovado a la tradición occidental y, en definitiva, a la herencia
española (uno de los «pecados» del vanguardismo precedente) como parte
innegable de su identidad cultural. Y en ese modo de replantearse las cosas
tuvieron también mucho que ver las grandes figuras de la cultura española que
habían pasado por La Habana o que lo harían después, exiliados tras la guerra
civil.

2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación del 27

La influencia de la Generación del 27 se ha dado por supuesta, por razones de


época, en la vuelta a Góngora que también realiza Lezama. Pero reducir la
vertiente hispanista de su pensamiento a esa influencia directa es deformar una
realidad mucho más compleja. La importancia que para sus reflexiones sobre la
poesía adquiere el autor de las Soledades responde sin duda a ese ambiente
de época que él respira a través del grupo que debía su nombre y sus señas de
identidad [51] más reconocidas a la conmemoración del tricentenario de ese
autor. Pero la fascinación por Góngora no fue en Lezama ni tan incondicional ni
tan honda como se suele presentar, y, sobre todo, no se debió a esa
identificación de su poesía con el ideal de virtuosismo metafórico y pureza
cerebral extrema que, al menos al principio, fue característica en los poetas del
27 español.

En realidad, la relación de Lezama con las grandes figuras del 27, que llegó a
ser intensa, no tendría lugar hasta los años de Orígenes, es decir, cuando su
obra estaba ya plenamente formada y resuelta a ser ella misma: Jorge Guillén,
Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas y Manuel Altolaguirre
colaboraron en la revista desde su fundación, en 1944. Por supuesto, Lezama
los había sabido admirar desde mucho antes, pero el magisterio fundamental
que esos poetas ejercieron fue en realidad el servir de puente hacia el
descubrimiento de las «influencias» que ellos habían recibido y que coincidían
con ese desencanto de la vanguardia que Lezama empezó muy pronto a
manifestar con un repliegue hacia la tradición.

Entre esas lecciones estaban las advertencias de Juan Ramón Jiménez sobre
la poca viabilidad de una poesía que renegara de su pasado literario, así como
sus frecuentes recomendaciones a los poetas del 27 sobre la necesidad de una
vuelta a «eso humano que les faltaba cuando la crítica los señaló como
deshumanizados»(96); unas recomendaciones que expuso también
insistentemente en las conferencias que dictó durante sus cuatro años de
estancia en La Habana (1936-1939), defendiendo «el espíritu contra el injenio»
y la expresión por la poesía de «lo intuitivo de la existencia material y espiritual
de un país»(97).

La influencia de los autores del 27 en la obra de Lezama, pues, habría que


cifrarla, sobre todo, en ese magisterio indirecto, y en el recibido a través de las
publicaciones que fueron portavoces del grupo. O concentrarla sobre todo en la
obra de uno de ellos, que desde muy temprano inspiró a Lezama reflexiones
sobre la poesía que resultaron decisivas para su orientación estética posterior.
Me refiero a Luis Cernuda. [52]

La presencia real de Cernuda en el universo lezamiano se reduce a sus


colaboraciones en Orígenes entre los años 1950 y 1953, y apenas suele
mencionarse como algo anecdótico. Pero creo que no se ha dado suficiente
importancia al hecho de que el primer ensayo sobre literatura que publicó
Lezama (en 1936, a sus veintiséis años)(98) estuvo dedicado a ese autor o, al
menos, inspirado por la lectura de su obra. La crítica lezamiana no parece
haber reparado en ese texto, e incluso es ya un lugar común hablar de «El
secreto de Garcilaso», publicado un año después, como de la primera aparición
pública del autor.(99) Pero aquel ensayo, titulado «Soledades habitadas por
Cernuda» y publicado en agosto de 1936 en la revista Grafos(100), contenía in
nuce importantes elementos que Lezama plasmaría en su poética y en la
práctica de la misma inmediatamente posterior. Vale la pena detenemos en él.

Teniendo en cuenta el acusado gongorismo del que sería su poema inicial,


Muerte de Narciso, escrito por esas mismas fechas, no es de extrañar que
Lezama dedicara a Góngora también sus primeras reflexiones teóricas. Ahora
bien: quien había de defender muy poco después la originalidad literaria como
«la dignidad de la palabra» vinculada a «la exigencia de recalcar un propio
perfil, un estilo y una técnica de civilidad»(101), no se iba a conformar con
deslizar su poesía por un terreno entonces ya muy trillado. Sobre el
gongorismo de Lezama habrá mucho que decir, pero baste por ahora con
señalar que él no fue un dócil seguidor de modas literarias, aunque tuvo la
inteligencia suficiente como para no rechazar aquéllas que pudieran ofrecer
aportaciones valiosas a su estética. [53]

Naturalmente, en el ensayo del que hablamos comienza por unir su voz a «las
que vibran frente al silencio de tres siglos con que la desconfianza castellana
se ha mantenido al margen de las ganancias gongorinas», pero "Soledades
habitadas por Cernuda» pronto deriva hacia planteamientos que muy poco
tienen que ver con posturas reivindicativas o deslumbradas ante el barroco
cordobés, y mucho con las convicciones que vertebrarán la obra de nuestro
autor de aquí en adelante. «Empezábamos a preguntamos cuál sería la
resolución poética que sobrevendría después de tantas ausencias exclusivas y
de tanto paraíso hermético -reflexiona allí Lezama- ¿Cómo es que después del
milagro de las Soledades no se llegó a la resolución de las preguntas poéticas
en un espejo exacto de poesía y de verbo?» Y responde, rotundo:

Se abrían dos soluciones, poblar la argentería de Góngora por la novela de una nueva sensibilidad (...), o
llevar la palabra, ascendiendo a mero son, hasta su desaparición representativa absoluta (...) Góngora no
puede repetir con Cézanne: he descubierto un camino con respecto a cuyas posibilidades últimas puedo
considerarme un primitivo. Las etapas posteriores fueron de una ingenua mezquindad.

Creo que podemos ver ahí un resumen exacto de la disyuntiva con la que
Lezama veía enfrentarse la trayectoria poética que él mismo estaba
empezando a transitar: o el espíritu o el ingenio verbal, según dijo Juan Ramón.
El texto parece alertar incluso contra los peligros de un gongorismo
incondicional fenómeno de época del que también a su poesía le fue difícil
escapar- que, según Lezama, «acaba inutilizándonos para la creación».
Góngora interesa al autor porque «descubrió un camino» cuyas posibilidades
últimas él trataba ahora de explorar, y lo hace señalando ya en la poesía de
Góngora esa «carencia» que estudiará en sus ensayos de madurez con más
precisión y que, como puede verse, su propia obra desde el principio intentaba
cubrir: el «cosmos poético» gongorino es para él

... vida deshabitada, cuerpo vacío, palabras sin encarnación, vertiginosos duendes, colección de cristales
(...) Su esencial falla, reparo generalizable a casi todo el arte contemporáneo, es que el desfile
vertiginoso de sus impresiones sensibles no nos entrega el mito de una verdad poética paralela, cuyo
dichoso acoplamiento pudiéramos llamar momentáneamente metafísica sensible, o tal vez carnal
geometría. [54]

Lo que Lezama echa en falta en la poesía de Góngora es un componente


idealista, espiritual, metafísico; es decir: no gongorino. Dámaso Alonso ya
había denunciado algunos años antes la «lamentable limitación» de la poesía
de Góngora: «Nos deja admirados, pero insatisfechos. No es nuestro poeta, ni
menos el poeta»(102). Pero el texto de Lezama encuentra en la obra de uno de
sus compañeros de generación la presencia de Góngora que se estaba
buscando: en la obra de Luis Cernuda. Sobre él escribe:
Ya se había observado sobre Góngora que en el momento de la aprehensión poética del objeto se le
interponía un reflejo. Sin embargo, en esta poesía de Cernuda, a fuerza de fijeza inefable, el objeto
poético acaba por ser más que suavemente anegado, tocado en su centro inconfundible. No hay rudeza
de proyección sino húmeda y leve envoltura (...) Perseguir las etapas de esta poesía de Cernuda en La
realidad y el deseo es revisar el proceso poético contemporáneo.

Cernuda había reunido en La realidad y el deseo (1936) todo lo publicado hasta


entonces: Perfil del aire (1927), Donde habite el olvido (1934), El joven marino
(1936) y algunos inéditos más. En esa recopilación encontró Lezama claves
poéticas que sus intenciones compartían al cien por cien: el recorrido por los
laberintos de las poéticas contemporáneas; la entrega a un destino, total, sin
reservas y confiando también en lo posible; la sabiduría de un poeta que unió
esa rebeldía individual a la defensa de valores colectivos traicionados por la
sociedad y, desde luego, ese conflicto central en Cernuda entre la realidad y el
deseo (o entre apariencia y verdad) que él no tardaría en incorporar,
traduciéndolo a su propio código. Por eso encuentra en Cernuda, sobre todo,
un esbozo de su anhelada metafísica:

Cernuda crea los valores de ese misticismo corporal cuya legitimidad viene entregada por sus valores de
proyección sobre el cuerpo (...) Una mística que no busca sumergirse para reaparecer diluida, sino que
se hunde para salvarse en la gracia de ese encuentro. Misticismo que necesita la recepción sensible,
opuesto a los anegarse teresianos (...) Una angustia sensual que engendra esa mística proyección
chirriante como la única aventura posible después que la palabra se ha abandonado en el desfile
vertiginoso del tiempo. [55]

«Poblar» la argentería de Góngora, proyectarse más allá de sus cristales


verbales; dotar de mística proyección y «habitar» sus Soledades,
rehumanizarlas: he ahí el proceso que según Lezama debía cumplir la poesía
contemporánea para que el milagro gongorino rindiera sus frutos más
perdurables. La poesía debía dar trascendencia al ingenio verbal, hacerse
«mística» y profundizar. No hace falta subrayar que ésas fueron las bases de la
búsqueda tenaz de Lezama, porque él mismo concluía su primer ensayo
literario anunciando cuál iba a ser su camino:

Vamos a saltar de la torre gongorina al agua nebulosa que la rodea y que acabará por negarla, dejando la
seguridad de una penetración en el delirio.

Es en función de ese «salto» como Lezama se volcará sobre el Barroco, como


poeta y como estudioso del mismo: tratando de descubrir una metafísica, un
espíritu, en (y contra) el frío ingenio verbal que había hecho del autor de las
Soledades un símbolo del arte puro y la deshumanización; algo que en su
posterior apología de un Góngora «envuelto por la noche oscura de San
Juan»(103) adquiere la rotundidad de un manifiesto.

Entre estas huellas del 27 en Lezama tampoco hay que descartar un posible
influjo temprano de Federico García Lorca, aunque las relaciones del poeta
durante su visita a La Habana en 1930 se concentraron alrededor de la familia
Loynaz y de los autores de la Generación del 23.(104) Lezama, que definió a
Lorca muchos años después (y ya muy lezamianamente) como «una impulsión
y una detención, sangre y espíritu», nos dice también que asistió fascinado a
sus recitales en aquella ocasión:

Recuerdo aún desde mi adolescencia la seguridad de su voz en el recitado (...) La visibilidad de los
mitos de la cuenca mediterránea, unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España
[56] sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable, hicieron de los
aportes lorquianos una fascinante imantación para la curiosidad que siempre ha despertado la española
(105)
piel de toro.

Pero al principio su acercamiento a Lorca parece que fue sólo superficial: en él


precisamente encontró algunas de esas «cosas a las que en poesía había que
poner fin», entre ellas, «el popularismo y los pastiches fáciles del folclorismo a
la española y a tanto verde que te quiero verde, y tanto verde verderol endulza
la puesta de Sol»(106). En sus apuntes de la época Lezama reflexiona repetidas
veces sobre esas cuestiones del folclorismo, el arte popular y el popularismo, y
casi siempre en contra de esas tendencias coetáneas que, dice, «parecen
empujarnos hacia lo popular, no ya como en las grandes épocas clásicas
donde observamos un constante nutrirse de esa dolorosa sustancia sin la cual
el arte se seca en el preciosismo, sino de una manera furibunda»(107).

Sin embargo, el mismo Lezama partía de la asunción de una «voluntad del


artesano» como condición imprescindible para la realización de una verdadera
obra de arte literaria. Para referirse a la labor de Orígenes, donde vio
cristalizado «el tercer estado poético cubano» (los otros dos habían sido
individuales: Julián del Casal y José Martí)(108), alabó en ella su «marca de
artesanía de buen signo», e incluyó, orgulloso, la opinión coincidente de Alejo
Carpentier:
Es indudable que la generación nacida de Orígenes ha dado con una forma de ver y de sentir lo cubano
que nos redime del abominable realismo folclórico y costumbrista visto hasta ahora como única
(109)
solución para fijar lo nuestro.

Y es que en esa distinción terminológica (y por lo tanto semántica) es donde


Lezama se define, cifrando la diferencia entre el arte popular como creación y
el popularismo como copia de modelos populares: [57] la grandeza del
«artesano», dice Lezama, es que «trabaja con materiales duros, resistentes, y
ganancias estilísticas sólo posibles con un perfeccionamiento yuxtapuesto, a
través de generaciones», frente al «artista», cuyo «deseo aventurero no se
encuentra con esas dos limitaciones»(110). Y aún añade: «Este divorcio entre el
artista y el artesano ha originado la riqueza meramente cuantitativa del arte
contemporáneo (...) Es similar a eso que se llama tragedia del lenguaje:
diferenciación entre la finalidad y los métodos de realización»(111). De esa
matización fundamental partía Lezama también cuando calificaba a Orígenes
como un «taller renacentista». Escribía ya en 1935:

En este sentido apetecemos la palabra «Taller», que tenga un sentido simbólico que no esté lejos de las
corporaciones de artesanos donde el artista, saltando las limitaciones de su orgulloso individualismo,
procura abandonarse a la alegría de una búsqueda coral, trascendental humanismo, engendrada por
(112)
honradas intuiciones del tiempo histórico.

Si existió algún vínculo entre su poética artesana y la popularista que pudo ver
al principio en Lorca, Lezama sólo lo descubre mucho después, quizá cuando
profundizó en ello para escribir el prólogo de una edición de las Conferencias y
charlas de Federico García Lorca que publicó en 1964(113), o tal vez,
sencillamente, cuando tuvo la perspectiva que le daba haber orientado su
propia obra como un intento más para esa confluencia entre lo culto y lo
popular que tanto caracterizó la de Lorca, pero que Lezama no parece haber
recibido de él, sino de lo que llamó, matizándola, «La integración poética de
Juan Ramón»(114).

En una de esas intervenciones habaneras de Juan Ramón Jiménez que


Lezama se apresuraba a comentar, dijo el poeta:

La gran poesía, ¿no es y será siempre la que funde lo popular con lo «aristocrático» en una suma de
naturaleza y conciencia? La mejor [58] poesía contemporánea viene intentando unir más
concientemente que nunca lo popular y lo aristocrático, no en una clase media lírica, sino en una
(115)
sobreclase única final, permanente, de espíritu natural por popular y supremo por idealista.
Y Lezama matiza, volviendo sobre ese tema:

Ese misterio no fue hecho por el pueblo, ni hecho o deshecho por el letrado. J.R.J. [sic] establece una
diferencia entre lo popular y lo literario. Yo no diría poesía popular, nido de enredos, sino poesía
ancestral. Ese velante, inapresable acierto, aparece siempre como lo ancestral acarreado y
(116)
misterioso.

Aquel popularismo que detectaba en el «Romance sonámbulo», pues, era algo


muy distinto de la grandeza ancestral que él pretendía alcanzar. No obstante,
Fina García Marruz ha insistido recientemente en que «Lorca fue muy querido
por los origenistas. Lezama lo escuchó en su visita a La Habana en el 30 y hay
huellas de él en su poesía inédita anterior al Narciso»(117). Esos poemas
iniciales de Lezama fueron incluidos por Emilio de Armas en su edición de la
Poesía Completa del autor.(118) Como explica el crítico, se encontraron
manuscritos en un cuaderno, en cuya página principal aparece un título, Inicio y
escape, que agrupa veintiún poemas fechados entre 1927 y 1932. La lectura de
esos textos nos ofrece un Lezama en pleno proceso de búsqueda de esa voz
propia y casi definitiva que alcanzaría ya en Muerte de Narciso. Y es verdad
que en algunos momentos se vislumbran -además de otros tanteos y hasta
jitanjáforas al estilo Mariano Brull-, esos ecos de Lorca de los que hablaba
García Marruz: en Inicio y escape hay tragedias pasionales en «la noche
intensa por mil voces herida», ríos con «agua de cara de luna», lunas tan
«luneras» y cantos tan «sonámbulos» como los que Lorca inmortalizó. Pero
también es verdad que los poemas escapan al final, y uno de ellos parece
cerrar la serie incluyendo esos mismos motivos (los lorquianos y los puristas)
entre las «Razones del tedio»: [59]

Largas hojas de tedio concentrado,


aguja y arcoluna danza el trompo de agua y seda.
Y otro y otro cigarro,
inapagablemente.
El agua saltaba, saltaba.
Blanco y verde, verdinegro.
Todo era, menos agua.
Pegado fuerte a los flancos,
viraba fuerte entusiasmo,
pura unidad de álgebra.
(119)
Volvía gris sin entusiasmo.
En unos apuntes del mismo cuaderno, Lezama anotó: «Clásico es el escritor
que lleva un crítico consigo y que lo asocia íntimamente a sus trabajos»(120).
Quizá él, en este sentido, fuera un clásico y el crítico que llevaba consigo
decidió olvidar ese Inicio y escape que nunca se publicó.

Al parecer, aquel Federico García Lorca triunfante en La Habana de 1930 sólo


adquirió verdadera y profunda significación tras el estallido de la guerra civil
española, seis años después. La conmoción por su brutal asesinato y por el
exilio obligatorio que muchos de los autores españoles más conocidos tuvieron
que emprender hizo fijar más la atención en sus obras. Esa tragedia propició
también una actitud general de solidaridad hacia los republicanos españoles
que, en el caso de Lezama, tiene su origen documental en su suscripción de
una apasionada carta pública contra el actor español José González Marín que
fue difundida en La Habana el 14 de febrero de 1937, en la que se podía leer:

Después de explotar con largueza el verso maestro de Federico García Lorca, al que debe sus mejores
éxitos, José González Marín ha llegado al extremo de ofrecer en Puerto Rico un recital de poesía a
beneficio de los generales traidores y de las tropas moras que están desangrando a España y que en
Granada segaron la vida fecunda del autor de Romancero gitano. Por un deber de fidelidad y devoción a
la memoria del gran poeta del pueblo español, cuya sangre gloriosa -maltratada, destruida por los
enemigos de la cultura- nos duele para siempre, los poetas cubanos que suscriben expresan su más
sentida repulsa a los recitales de González Marín, quien, al poner su arte al [60] servicio de los verdugos
de su patria, profana la obra del gitano ejemplar.

A continuación aparecía la firma de José Lezama Lima junto a la de Emilio


Ballagas, Nicolás Guillén, Ángel Augier, Regino Pedroso, Manuel Navarro
Luna, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, José Ángel Buesa, Eugenio Florit,
Ramón Guirao, José Zacarías Tallet y trece firmantes más.(121) Ésa es, de
hecho, la primera presencia constatable de Lorca en el universo lezamiano
durante los comienzos de su carrera literaria.

Pero de los recuerdos escritos por Lezama se puede inferir que asistió también
a la famosa conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora» que
Lorca pronunció durante su estancia en Cuba en 1930.(122) Las posibles huellas
que dejó en él aquel discurso sólo son detectables en un ensayo muy posterior,
aunque fundamental, sobre el que volveremos después: en «Sierpe de don
Luis de Góngora» (1956), donde esa influencia, si la hubo, ha sido ya
plenamente asimilada a su poética.
Quizá Lezama reservara para Federico García Lorca un homenaje mejor que
dejarse influir por él: en La expresión americana, cuando celebra la fuerza
moral y «el romanticismo del hecho americano», Lezama sitúa a Lorca en un
lugar de honor -junto a Fray Servando Teresa de Mier, Simón Rodríguez y José
Martí-, para recordar esa «gran tradición hispánica» de vivir y morir
poéticamente, que ilustra evocando a «un García Lorca que asciende como un
delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba
sin nombre»(123).

En realidad el mejor magisterio que Lezama recibe del 27 español consistió,


sobre todo, en una invitación para recuperar a quienes habían sido sus
principales maestros: Juan Ramón Jiménez y José Ortega y Gasset. Esos dos
nombres, junto al de José Martí, conforman la tríada en la que se sustenta la
vertiente ético-poética del pensamiento de Lezama. [61]

2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, José
Martí

Juan Ramón Jiménez llegó a La Habana en 1936. Su estancia se prolongó allí


hasta 1939 y su presencia significó mucho más que la considerable suma de
las actividades promovidas y los textos publicados durante esos años. En torno
a su figura se reunió un círculo de jóvenes intelectuales, entre ellos Lezama,
para quien el contacto con el poeta significó el comienzo de una larga
amistad»(124), pero además, una verdadera iniciación:

Juan Ramón ha sido para mí un secreto impulso. Hacerme digno de esa amistad que él me regaló en la
adolescencia ha sido siempre para mí como una voz que oía en la soledad de la conciencia.
Contemplábamos fríamente cómo la poesía recorría las más opuestas etapas, de la tragedia del lenguaje
a la expresión de la angustia, rabiosamente temporal, fuera del toque de la gracia (...) Habíamos huido
de esas seguridades elementales; nos fijamos en el acto naciente y en la redención por la gracia. Y aquí
podemos encajar la claridad y la dulce luz y la gracia en vagos ángeles de Juan Ramón Jiménez.
(125)
Colocada frente a la más decisiva prueba, la gracia se hacía eficaz y palpable.

Eso, que podría entenderse como un «retraso formativo», un volver atrás (Juan
Ramón Jiménez, ya se sabe, había sido un modelo para la generación anterior,
en Cuba y en España), no lo era: la figura del poeta significó para él y para los
poetas que lo acompañaron un poderoso estímulo hacia adelante. Cintio Vitier,
uno de los origenistas más marcados por la influencia de Juan Ramón, al
menos en sus comienzos, ha explicado por qué:

Las obras poéticas de Brull, Florit y Ballagas carecían de virtud fecundante para las generaciones
posteriores. Ningún poeta pudo hallar impulso en aquellas órbitas cerradas (...) Lo mismo habría de
ocurrir en España con la generación correspondiente -la de Lorca, Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda,
Aleixandre-, que no ha podido [62] engendrar sucesión válida. La explicación en ambos casos es
idéntica, aunque tal vez se agrava en el nuestro: son herederos y diversificadores de las intuiciones
poéticas sucesivas y el impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez. Por eso algunos de los más
jóvenes por esos años, animados de un oscuro instinto, nos dirigimos directamente a ese venero
juanramoniano, que entonces algunos podían juzgar como algo que se situaba en el antes. Pero ese antes
era una verdadera raíz, un verdadero comienzo, contenía un eros poético original que podía provocar
(126)
nuevas fuerzas liberadas del causalismo inmediato y a la postre cerrado de los epígonos.

En 1936, al amparo de la Institución Hispanocubana de Cultura dirigida por


Fernando Ortiz, Juan Ramón propuso, seleccionó y prologó la antología titulada
La poesía cubana en 1936, publicada al año siguiente, en la que se incluyó a
Lezama. Como casi toda antología, ésta fue muy discutida y generó
encendidas polémicas, lo que obligó a Juan Ramón Jiménez a explicar en más
de una ocasión los criterios, los fines y el «sentido secreto» de la selección que
había llevado a cabo: él quiso que fuese «no un álbum de escritores que
poetizan amenamente sino el granero de la cosecha mejor de los poetas
cubanos de 1936»(127). Y en esa cosecha creyó ver el latido auténtico de una
identidad cultural, «libre ya del popularismo de pandereta, aquí de maracas, y
de tópico y floreo nacionales»:

Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca y lo siente por los
caminos ciertos y con plenitud, desde sí misma; porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina
(128)
y celeste, su internacionalidad verdadera.

A la luz de la obra posterior de Lezama, no cabe duda de que esas palabras


debieron ser para él, no sólo una formulación válida de esa anhelada
metafísica poética en la que ya había empezado a creer, sino la definitiva
legitimación de su propio proyecto cultural. Así permite interpretarlas la
evocación de aquellos momentos en una de las últimas entrevistas que
concedió el autor: [63]

1936 fue una fecha excepcional para nuestra poesía: Juan Ramón sospechó que tras las capas muertas de
la cultura convencional y de propaganda se agitaban las posibilidades de una poesía que mostraba la
dedicación total de una vida. De ahí salió mi afán de mostrar el mundo hipertélico de la poesía, cómo la
(129)
poesía es un en sí que va al mismo tiempo mucho más allá de su finalidad.

En realidad, la influencia más profunda de Juan Ramón Jiménez sobre Lezama


no fue (o no fue sólo) literaria, sino personal, de actitud; el contacto con el
poeta español funcionó como catalizador de sus propias ideas. Lo recordaba
así: «Nuestra generación, que no pudo oír la encarnación del idioma en Martí,
ni ver caminar por La Habana Vieja a Julián del Casal, vio en Juan Ramón una
dignidad irreprochable y una palabra que rezumaba una gran tradición
penetrando en el porvenir». Pero añadía:

En él la influencia que perdura es la de la poesía. Por encima y por debajo de su poesía fluían los
secretos que van de Góngora a Bécquer, sus intuiciones de Darío, la gravedad de la sentencia española
resistiendo la tensión inglesa o el ensalmo con Mallarmé (...) Lo que movilizaba su presencia era la
(130)
poesía, no su poesía.

De hecho, en 1937 se celebra el Coloquio con Juan Ramón Jiménez(131), donde


Lezama discute con él, como de igual a igual, sobre pureza e impureza
artística, versos brotados o calculados, y sobre poesía y sensibilidad insular.
«En contraste con otros acercamientos que se resolvieron naturalmente a favor
de su maestrazgo -recuerda Cintio Vitier-, Lezama entró en lo juanramoniano
haciéndolo, a su vez, entrar en lo lezamiano, convirtiendo el memorable
Coloquio en tensión de fuerzas, juego de resistencias, desafío de
esencias»(132). Por ejemplo, frente a la tan explotada estética de la rosa,
Lezama propuso en el Coloquio (no sin cierta dosis de ironía, pero ironizaba
siempre sobre las cosas que realmente le importaban) una personal Filosofía
del [64] Clavel, que escribió luego en verso y recogió en Enemigo rumor (1941),
así como un Doctrinal de la Anémona o Anemología, valiosísima para
reflexionar sobre esa cubanidad a la vez terrestre, marina y celeste, pues
supone «la comprensión de los silencios botánicos y atrapa también los
meteoros maravillosos»(133). Y, a pesar de su veneración por el poeta español,
no tuvo nunca reparos en declararse lejos de esa sensibilidad suya que «a
fuerza de buscar la unidad de la blancura, lograba unos esbeltos cristales
helados»(134). Incluso profetiza una evolución de la obra de Juan Ramón
Jiménez acorde con el «momento barroco» que él mismo estaba buscando:

La perfección de la rosa, jaula de aire perfecto, derecho y descreído, que se va a clavar en su tortura del
tiempo ínfimo en las escalerillas de agua, donde la rosa lucha con el clavel y con la anémona, flor más
sucia y bajada (...) El romance, la rosa, la forma desnuda, empiezan a sentir un extraño contorno. Es el
momento barroco llegado para cierta etapa de la obra de Jiménez, en que la forma desnuda oscilará -
temblará- entre la gracia de la rosa y el torcedor de la muerte...

para concluir: «Este aguijón en Jiménez empieza a punzar en una descarga


contra la armadura formal»(135).

Pero lo realmente importante de aquel coloquio fue que, estimulado por las
preguntas y respuestas de Juan Ramón Jiménez, el discurso de Lezama -
complejísimo- planteaba por primera vez la necesidad de entender lo cubano
como «insularidad cósmica», y de buscar su expresión a través de una poética
que «bucea en los orígenes pero no rehuye soluciones universalistas». Lezama
(y sintetizo una dialéctica de más de catorce páginas) propone allí superar lo
que llama las «tesis disociativas», que habían generado, bien el «insularismo
fanático» de «hombres-isla» entregados a la observación «hacia adentro» de
su peripecia individual, o bien la «síntesis apresurada» del negrismo o la
poesía mulata -en referencia obvia a la obra de Nicolás Guillén-, un
«eclecticismo artístico» a su juicio superficial e insuficiente:

Una realidad étnica mestiza no tiene nada que ver con una expresión mestiza. Entre nosotros ha habido
mestizos que se han expresado dentro de los cánones del parnasianismo, y gran parte de la poesía [65]
afrocubana es, en cambio, obra de poetas de raza blanca. Una cosa es el mestizaje y otra abogar por una
expresión mestiza (...), cuyo principal hallazgo ha sido la incorporación de la sensibilidad negra y más
frecuentemente la incorporación del vocablo onomatopéyico. Entre nosotros la poesía se resiente de
haber estado de espaldas a la prueba del nueve, a la que debe responder toda poesía, según Cocteau, y se
ha contentado con la primera simpatía de la prueba orejera (...) Abogar por una expresión mestiza es
intentar un eclecticismo sanguinoso. La poesía será siempre amor absoluto o definitivo rencor.

Lezama respondía así a las palabras de Juan Ramón acerca de la cubanidad


de la poesía, que debe estar «del lado del espíritu», y no «de la sangre, que
enemista y separa», exponiendo a continuación su propuesta basada en la
confluencia de dos principios salvadores: por una parte, la absorción universal,
la apertura, lo que llama «los trabajos de incorporación» propios de toda
«cultura de litoral», y, por otra, «la resaca» como contrapunto, es decir, el
aporte de la Isla a las «corrientes marinas» universales. Era la versión
lezamiana de las ideas de Martí sobre la dialéctica entre lo cubano, lo
americano y lo universal, que apareció muy poco tiempo después formulada
como lema para su revista Espuela de plata: «La ínsula distinta en el cosmos, o
lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos»(136).
Y esa insularidad cósmica era también el objetivo de la Teleología que por las
mismas fechas Lezama proponía a un todavía desconocido Cintio Vitier en su
primera carta: «... Venga a verme, pregunte por mí (...) Se siguen haciendo
invisibles cosas que algún día serán la mismísima voz central que a todos nutre
y que de todos es apetecida. Ya va siendo hora de que todos nos empeñemos
en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor»(137).

Esta propuesta me parece esencial para entender a Lezama, y desde luego al


Grupo Orígenes. Porque Lezama deslumbró a quienes le seguirían, sin duda,
con una obra sólida, totalizadora, pero en el establecimiento de las bases para
su fundación, actuó como fuerza aglutinante el proyecto utópico que brotaba de
esa teleología: su fe en el poder regenerador de la reconstrucción cultural
culminaba en la utopía (nunca llamada así) que aseguraba la reforma de la
historia por la [66] poesía. Ese proyecto se convertiría en una de las directrices
principales del grupo Orígenes, sobre todo después de que a ese sentido inicial
de la Teleología como propósito, se unieron las ideas sobre «La Cuba secreta»
que plasmó en su revista María Zambrano, ratificando las orientaciones
origenistas y haciéndolas coincidir con la secreta filosofía en la que hundía sus
raíces el proyecto de Lezama: la de Ortega y Gasset.

José Ortega y Gasset había inaugurado y difundido un estilo de pensamiento


que intentaba desentrañar el sentido profundo, vital, de la cultura heredada; un
«leer lo de dentro» que sin duda sirvió a Lezama como modelo para su propio
modo de lectura y recuperación cultural. Tanto en los propósitos de la Revista
de Occidente como en las Meditaciones del Quijote (1914) pudo encontrar
Lezama inspiración para orientar su propia labor de reconstrucción por la
poesía de una tradición mutilada. Decía Ortega:

Toda labor de cultura es una interpretación -esclarecimiento, explicación o exégesis- de la vida. La vida
es el texto eterno. La cultura (arte o ciencia o política) es el comentario, es aquel modo de la vida en
(138)
que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación.

La presencia de Ortega y Gasset en el «estómago del conocimiento»


lezamiano se manifiesta pronto. En el Coloquio con Juan Ramón Jiménez,
Lezama encuentra en Ortega una feliz confirmación de su teoría cultural que
abomina del «insularismo disociativo» porque puede hacer olvidar ese
fundamental «sentimiento de lontananza»; una opinión que, dice Lezama,
«coincide con la del maestro Ortega y Gasset cuando afirma que los isleños
sólo entornan los ojos a la vista de los barcos cargados con enfermedades
infecciosas»(139). Pero en general el pensamiento de Ortega, que tuvo tanto de
Tema de nuestro tiempo (1923) como de buceo en la tradición, que progresaba
adentrándose y que proclamó como «su circunstancia» aquella España
invertebrada (1921) que la Conciencia Histórica debía salvar, hubo de suponer
para Lezama un modelo deslumbrante y, como enseguida veremos,
plenamente acorde con sus convicciones regeneracionistas de [67] raíz
martiana, dispuestas a evitar la «desintegración» que adivinaba en Cuba y a
dar proyección de futuro a su país.

De acuerdo con esas convicciones, en el perspectivismo de las Meditaciones


de Ortega pudo encontrar Lezama la declaración de un modo de pensar la
«circunstancia» que, sin duda, le tuvo que apasionar:

La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. Mi salida natural hacia el universo
se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante
(140)
forma la otra mitad de mi persona: sólo a través de él puedo integrarme y ser yo mismo.

Como se sabe, con aquel «Yo soy yo y mi circunstancia», Ortega estaba dando
carta de naturaleza filosófica a un entrañamiento en la propia realidad (la
Conciencia Histórica) destinado en última instancia a desahuciar la vieja
política a favor de la nueva, esa política sui generis que practicó intuitivamente
la mayoría de los autores del 98 y que exigía evitar una disparidad (la
desvertebración) entre la España oficial y la España «vital». Por eso la Razón
Vital de Ortega se llamó después Razón Histórica: aquel reabsorber la
circunstancia consistía, no sólo en comprenderla, sino en actuar sobre ella, en
transformarla. En su momento esa Razón Histórica debió constituir para
Lezama algo así como la explicitación de su fe (histórica también) en el arraigo
profundo en aquella «circunstancia cósmico-insular» que reveló su Coloquio
con Juan Ramón Jiménez, y que no es imposible procediera de la dialéctica
incorporación/disgregación sobre la que Ortega había construido su principal
discurso regeneracionista sobre España.(141) Además, su pensamiento político
parece que prosiguió guiado por una vocación muy similar: a la Cuba
invertebrada había que salvarla adentrándose en su ser, comprendiendo su
circunstancia e intentando transformarla, sin necesidad de militar en partido
alguno; es más: a condición de no militar.

En ese peculiar regeneracionismo de Lezama confluían también sus lecturas


de José Martí y un fervor casi religioso hacia su figura que supo transmitir al
grupo y que comprendía, además del estudio riguroso y la difusión de su obra
(basta pensar en la vertiente crítica [68] de la obra de Fina García Marruz y
Cintio Vitier), la interiorización de su mensaje y una actuación acorde con los
principios de su pensamiento. Martí fue para el grupo Orígenes, no una
influencia, sino una presencia esencial y constante -una de esas «ausencias
hirvientes» de la tradición- cuya significación impregna, en mayor o menor
grado, casi todas las facetas del pensamiento de sus autores. Ya el primer
ensayo de García Marruz sobre Martí, publicado en 1952, contiene palabras
mucho más elocuentes que cualquier explicación que yo intente dar a la
presencia de ese autor en el grupo.(142) Decía allí la autora:

Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o
en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever en
su oscura y fragmentaria ráfaga el misterioso cuerpo de la patria o de nuestra propia alma. Él solo es
(143)
nuestra entera sustancia nacional y universal.

Y destacaba la función salvadora que el pensamiento de Martí debía adquirir


en aquellos momentos: «Si estuviera entre nosotros todo sería distinto»; él es
«el conjurador de todos nuestros males, el último reducto de nuestra
confianza». Desde este punto de vista, el ensayo anunciaba la construcción
mítica que elevó Lezama alrededor de José Martí, y que culminó en las tesis de
un famoso texto profético publicado apenas unos meses antes del asalto
revolucionario al Cuartel Moneada el 26 de julio de 1953, que declaró a Martí
su autor intelectual.(144)

Todavía en los umbrales de ese destino, Lezama había convertido a José Martí
en el ejemplo máximo de la promesa que la poesía hace a la historia. Con Martí
tiene lugar la «culminación de la expresión criolla», pero también con él es con
quien alcanza plenitud el sueño [69] de propia pertenencia, la rebelión
romántica que Lezama atribuye a lo americano y la gran tradición de las
«ausencias genitoras», aquella que «crea un hecho por el espejo de la
imagen»(145). Su figura y su obra nutren secretamente el pensamiento
lezamiano desde siempre, y en ellas encuentra Lezama, para empezar, la
respuesta para una de las más apremiantes preguntas de su Sistema Poético:

¿Cómo aumentar la corriente mayor, el pez y la flecha caudal, sumando la poiesis y el ethos? Buscar la
(146)
manera en que creación y conducta puedan formar parte de la corriente mayor del lenguaje.

Mientras la crítica martiana contemporánea reflexionaba sobre el estilo o sobre


la ideología del que fuera gestor de la «guerra necesaria» del 98 que diera a
Cuba su primera independencia, Lezama convertía a Martí en el símbolo por
excelencia de la posibilidad de la segunda, que ya iba siendo imprescindible
acometer: «Su muerte tenemos que situarla dentro del Pachacámac incaico,
del dios invisible -escribía en 1957-. No ha querido hacernos vivir dentro del
ideal micénico del culto a los muertos: cuando agotemos, por el conocimiento
poético, su sepultura, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica,
a la poesía como preludio de la entrada en la ciudad»(147). Y, cuando de un
poeta estudioso de Góngora como él se podía esperar un interés por Martí
dirigido, por ejemplo, a las sonoridades difíciles de sus «endecasílabos
hirsutos», lo único que señaló Lezama para conmemorar su centenario fue la
«capacidad de impulsión histórica» de su legado.

Lo que más admiraba en él es lo que el propio Martí llamaba el «decir-hacer»


cuando hablaba de sí mismo como «poeta en actos», así como esa cualidad de
su expresión poética que ya había elogiado Unamuno llamándola «su lengua
protoplasmática», anterior a la escisión entre prosa y verso.(148) En ese Martí
poeta en actos se apoyaba la expansión que el Sistema lezamiano atribuye a la
imagen poética como instrumento de la infinita posibilidad. Lezama lo explica:
[70]

Lo que pretendo es un henchimiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. Este
henchimiento se acerca con veneración a don Luis de Góngora, respirante carbunclo, lince de diamante,
grave como la mariposa cuando ya no está. Y a José Martí, fabulosa suma del idioma, incesante genitor
por la imagen que vuelve a jugar al ajedrez con el hechizado Hernando de Soto y vuelve a oírle a
Atahualpa las leyendas sobre el agua de vida. Se me podrá argüir que todo henchimiento o dilatación
(149)
termina por engendrar tangencias. Es cierto: en Martí el lenguaje termina por reformar la realidad.
Pero, en contra de lo que sería lógico esperar, no encontramos en la obra de
Lezama un gran estudio sobre José Martí. Él, que recorrió tan atentamente la
tradición literaria cubana (incluidas sus «ausencias»), en proporción al enorme
fervor que demostró siempre hacia su figura y su obra, dedica muy pocas
páginas a Martí. Fina García Marruz recuerda haberle planteado a Lezama esa
misma pregunta:

Acercándose el año del Centenario [1953], le pregunté cuándo nos iba a dar ese ensayo suyo que todos
esperábamos sobre Martí. Me respondió: «Todavía debo esperar». ¿Qué tenía que esperar él, que se
atrevió con todos los temas? Era evidente que no se trataba de un impedimento literario: necesitaba
descifrarlo a la luz de nuestro destino, insertarlo en una historia mayor de la que no parecía tener aún
todas las claves (...) Sentía que nosotros no podíamos venir después de Martí, de ahí lo de sus
«Influencias en busca de José Martí» o lo de su «tradición por futuridad» (...) Creo que incluso necesitó
crear todo un Sistema Poético para poder insertar en él -no con sentido de pasado, sino de futuridad- a
(150)
José Martí.

Lezama dedicó relativamente pocas páginas a Martí, aunque lo cita a lo largo


de toda su obra con extraordinaria frecuencia. Sus «estudios» más relevantes
quizá se encuentran, además de en el breve y fulgurante editorial que le dedicó
en Orígenes con motivo del Centenario, en dos ensayos de Tratados en La
Habana, «La sentencia de Martí» (1957) e «Influencias en busca de José
Martí» (1955), y en el capítulo que le dedicó en el prólogo a la Antología de la
poesía cubana que elaboró en 1965. Pero en conjunto todas las referencias a
Martí se revelan fundamentales para la obra de Lezama. Martí es para él héroe
indiscutible y excelente poeta, pero su verdadera grandeza, [71] dice, está en
«operar sobre la tierra prometida que le es negada»(151). Ése fue el Martí del
fervor de Lezama y de Orígenes: el «dios fecundo, preñador de la imagen de lo
cubano»(152); el creador que conjuga historia y poesía porque «iguala sus
inauguraciones en el lenguaje con sus configuraciones como constructor de
pueblos» y convierte su muerte en el rito necesario para encarnar la tradición
fundadora de un pueblo: «Creó una revolución en la más novedosa
fundamentación: la imagen termina por encamar en la historia, la poesía se
hace cántico coral»(153).

José Martí era el núcleo perfecto para esa tradición «con rasguños proféticos»
que se propuso levantar Lezama, y era también el mejor símbolo de esa
posibilidad infinita de la palabra poética que, ya lo decía el autor, acaba por
reformar la realidad. Por eso su ínsula tuvo a Martí como habitante central.
Haciendo inventario de sus Eras Imaginarias, escribió: «La última era
imaginaria es la posibilidad infinita que entre nosotros la acompaña José
Martí»(154). Y según él, el acto fundacional de esa última era se celebró el 30 de
septiembre de 1930: ese día tuvo lugar en La Habana una masiva protesta
universitaria, violentamente reprimida, contra la tiranía de Gerardo Machado y
el imperialismo, como preámbulo de la frustrada Revolución del 33 que quiso
llegar después. Lezama participó en ella y años más tarde interpretaba el
sentido profundo de aquellos hechos como el nacimiento de la era presidida
por «la ausencia operante» de José Martí: «Bastaba aquel sumergimiento para
que comenzase entre nosotros la historia de los prodigios y los ecos»(155).

Antes, Martí había sido en la obra de Lezama «el indescifrado» omnipresente.


En el enrarecido clima de los años cincuenta el autor se había referido a él,
exhortando a la «celebración de su aliento, invisible resistencia, soplo sobre el
mundo»(156) para lograr su «resurrección» como fuerza histórica «capaz de
saltar las insuficiencias toscas [72] de lo inmediato, y avizorarnos las cúpulas
de los nuevos actos nacientes»(157). La verdadera voluntad que latía bajo la
construcción mítica que rodea a Martí en la obra de Lezama era la que el
propio autor había desvelado desde las páginas del Diario de la Marina: «Poder
justificar que su nacimiento tenía que ser entre nosotros, [lo] que podría
justificar de una vez la avivadora posibilidad de una historia»(158). Por eso
advertía también que Martí iba «obligando a todos al heroísmo, a la decisión
extrema»(159), e insistía en que alguien debía descifrar lo extraordinario de su
herencia:

Todos los signos que corren a su totalidad son los que tenemos que tocar y reverenciar, descifrar y
habitar. Ahora es un fragmento; de nuestras imágenes creadoras en lo histórico depende que vuelva a ser
una totalidad. Su sentencia de la que dependemos deberá ser el encantado instrumento de Anfión que
romperá los impedimentos sombríos, las murallas que no son transparentes y el aliento que
(160)
metamorfoseado en piedra decapita la prolongación de las raíces.

Ya había dicho Lezama que «la poesía evita una antítesis entre lo predicho y
su cumplimiento», pero aún así sorprende encontrar en su obra esa especie
«premonición» pronunciada desde muchos años antes de que se produjera el
triunfo de una Revolución que se declaró inspirada en Martí. Y es que ese autor
protagoniza uno de los más logrados paralelos de Lezama, el que acaba por
extraer su reflexión sobre la historia del terreno especulativo para encarnarla,
como diría él, en el futuro de su Isla. Ese deseo tenaz pareció convertirse en
enero de 1959 en algo realizable y localizado. La utopía lezamiana, pues,
dejaba de serlo y se convertía en el cumplimiento de un destino americano
escrito desde siempre y, además, plenamente conciliable con los principios del
Sistema Poético. De ahí su entusiasta invocación en 1959 a un cubano Ángel
de la Jiribilla quizá heredero del Ángel de las maracas de Carpentier(161), pero
protector de la historia posible: [73]

Ángel de la Jiribilla, hociquillo simpático, simpatía de raíz estoica, arca de nuestra resistencia en el
tiempo, ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee: realízate,
cúmplete. Sé el guardián del etrusco potens, de la infinita posibilidad. Repite: lo imposible, al actuar
sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad. Ya la imagen ha creado una causalidad, es el alba
de la era poética entre nosotros (...) Ahora ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos
rebasa y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar, donde tú
(162)
tienes que estar ahora, Ángel de la Jiribilla.

El triunfo revolucionario no sólo significó para Lezama que la sentencia de


Martí era por fin descifrada, sino también que su Sistema Poético aplicado a la
historia parecía funcionar a la perfección. La Revolución Cubana, tal como él la
sintió en esos momentos, lo confirmaba: la fuerza de la poesía actuando en la
historia había construido una teleología que despertaba a la Isla de su largo
sueño utópico y la hacía retomar las riendas de su destino. «Mostramos la
mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo en la
tierra»(163), aseguró entonces el autor.

Como Martí, como su Martí, Lezama acarició la confluencia de la poesía y la


historia en un solo acto. Sin embargo, aquella «era de la infinita posibilidad»
quedó sólo en un esperanzado esbozo; no fue continuación orgánica de las
eras imaginarias, sino un testimonio de adhesión poética y emocional ala
Revolución, profundamente incomprendido en aquellos momentos. En la que
fue su última entrevista, se defendía el autor:

Yo creo que siempre he sido un escritor revolucionario, porque mis valores son revolucionarios (...) No
he sido un hombre de acción. He asumido la realidad cubana de otra forma; pero nunca he sido una foca
que espera tranquilamente que le tiren la sardina por la ventana. Jamás he puesto la cultura por encima
de la vida, ni la vida por encima de la cultura (...) Y quien lea atentamente mi obra verá cosas que, si
bien no están en la superficie, están, y constituyen un grito de nuestra generación en defensa de nuestra
identidad cultural, en contra de la desintegración y de la frustración política del país. Hicimos las
revistas Verbum, Espuela de plata y Orígenes porque [74] consideramos que ese era nuestro deber
histórico, y creo que esas publicaciones -vanidad aparte, que la tengo, como todo escritor- contribuyeron
a salvar la situación cubana. Porque no era sólo señalar los males; nosotros señalamos remedios para
ellos y pudimos ver en Martí el mayor impedimento frente a frustración, la intrascendencia y la
(164)
banalidad.

Quizá pensaba en todo eso Lezama cuando anotó en su diario: «Ortega y


Gasset me ha revelado una preciosa etimología: el adjetivo religiosus
significaba escrupuloso. La primera consecuencia de Ortega frente a esa
etimología es ver al hombre religioso como el enemigo de toda
negligencia»(165). La «preciosa etimología» de Ortega apareció en su obra más
de una vez.

Y con esto tocamos otra de las cuestiones que han desatado controversia: la
religiosidad de Lezama y la de Orígenes, por extensión. Aunque también sobre
el catolicismo «respondón» del autor(166) habrá más que decir después, quiero
subrayar ante todo que tampoco en eso el grupo se sometió a un dogma, y que
en su obra se entreteje una religiosidad más o menos heterodoxa en cada caso
con otros intereses comunes, presididos «aquí sí sin duda» por el fervor hacia
la figura de Martí. Muchos de los componentes del grupo fueron (o son)
creyentes: Lezama, Eliseo Diego, Octavio Smith, Gastón Baquero, Cintio Vitier,
Fina García Marruz y obviamente el Padre Gaztelu, sacerdote católico. Pero
Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega constituyen la otra vertiente,
radicalmente agnóstica e incluso rotundamente atea en el caso del segundo, y
la cohesión del grupo se dio también por encima de estas diferencias privadas:
las dos vertientes son Orígenes y ambas convergen en un punto que quizá sólo
podamos entender si hablamos de la catolicidad -y no catolicismo- del
pensamiento lezamiano, no sólo por su rechazo de cualquier ismo excluyente
(también éste, identificado demasiado a menudo con opciones conservadoras
en lo político y retrógradas en lo social), sino especialmente por su voluntad de
inserción en la catolicidad entendida como una rama de su árbol genealógico,
como parte ineludible de la [75] cultura occidental. Como avanzaba antes, esa
religiosidad del grupo -que aceptó todas las formas del saber esotérico- se
tradujo sobre todo en el sentido ceremonial y misional de su labor, en esa
relación reveladora de la poesía con las circunstancias y en la asunción de las
propuestas esperanzadoras de un peculiar idealismo cristianomartiano, que
integraron en su estilo de vida y en su labor artística como alimento para el
espíritu en un contexto que les parecía carente de él. De ahí su caracterización
como «poetas trascendentalistas», según la ya clásica denominación de
Roberto Fernández Retamar(167), aceptable si tenemos en cuenta que el
término «trascendencia» no hay por qué adscribirlo necesariamente a una
confesión religiosa en particular. El propio Fernández Retamar prevenía contra
esa posible confusión, cuando advertía: «Nos ceñimos al término en su prístino
sentido (...) Poesía trascendente en cuanto no se detiene morosamente en el
deleite verbal, y en la que es evidente una voluntad de trascender la
arquitectura de palabras»(168), en este caso, a través del lenguaje poético
entendido como un vehículo para descifrar mejor la realidad asomándose a la
trascendencia.

Siguiendo con esas orientaciones del pensamiento trascendentalista de


Lezama, es interesante señalar que lo que más impacto causó al autor del
magisterio de Juan Ramón Jiménez, según su propia confesión(169), fueron sus
teorías sobre «la República de la poesía» expuestas en la conferencia «El
trabajo gustoso (política poética)» que pronunció en la Institución
Hispanocubana de Cultura en diciembre de 1936. Dijo allí Juan Ramón:

La poesía no puede convertirse, sería empequeñecerla y empequeñecernos, en un medio para esto o para
lo otro, sino que, en calidad de fin, debe acompañamos constantemente, con apariencia quizá de medio
(...) Para todo ello, viviendo todos en un estado natural de poesía y siendo todo lo poético de verdad, no
haría falta otro estímulo que ese mismo fin (...) Ese comunismo ideal, el comunismo poético, es muy
sencillo de pensamiento y de práctica: cada país debe constituirse y administrarse «poéticamente» con
arreglo a su propio, profundo y bello carácter popular. Lo demás (amor, relijión, familia, [76] etcétera)
(170)
se resolverá ello solo sobre el firme fundamento anterior.

El máximo solitario de la poesía española contemporánea dictaba lecciones de


«comunismo poético» inolvidables para un Lezama ya orgullosamente censado
en la República Moral de Martí y ávido de nuevas utopías. Cuatro meses
después, escribió en la revista Verbum, la primera que tuvo bajo su dirección:

Quizá uno de los giros más claros de este poeta sea lo que él ha llamado la república de la poesía.
Abierto un debate sobre la poesía, no ha de faltar nunca el tonto peligroso que nos afirma jubilosamente
que la vida está condicionada por factores socioeconómicos (...) Hoy que podemos recoger la regalía de
que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana,
meditemos en el secreto y la claridad de su palabra (...) únicamente un trabajo poético realizado sin
intermediarios, y esto no evita las naturales influencias que son el aire en el reino de la cultura, nos
permitirá disparamos en persecución de esa fugitiva liebre, rápida y sorprendente, para alcanzar «lo
(171)
secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.

Las diferencias que separaron a Lezama y a Orígenes de lo que hemos


llamado los no origenistas de su generación parecen entenderse mejor a la luz
de esas palabras afiliadas sólo al partido poético de Juan Ramón y de Martí.
Además, son ideas que guardan un curioso parentesco -creo que no casual-
con la asimilación del pensamiento orteguiano que exhibió Lezama con motivo
de la muerte del filósofo español. En una carta a María Zambrano, se refería a
él, dolido por el escaso reconocimiento que se le estaba demostrando en
España:

Con la muerte de Ortega y Gasset pensé escribirle, pero estaba yo todavía muy dentro de los relatos que
me llegaban de España... He preferido dejar pasar el tiempo, pues me molestaba terriblemente que aquél
que había representado en la historia de España la reaparición del espíritu de fineza y que había
dominado con regia agudeza una poderosa extensión de conocimiento, pudiera ser tratado con tan
descampada frialdad. ¡Qué rencor! Se imponía silencio y se obligaba a subrayar sus errores. Ese trato
brutal con el hombre que más había [77] enseñado en nuestro idioma en los últimos cincuenta años era
(172)
de una terrible indignidad...

Su otro homenaje a Ortega, el público, lo tributó desde las páginas del que
sería el último número de la revista Orígenes. Lezama le concede entonces los
más altos honores al investirlo como «Ortega el americano», en nombre de su
cultura. Pero quizá estaba entonando un réquiem que sabía doble, e insiste en
subrayar algunas de esas cosas «valientes, inteligentes y voluntariosas» que
dijo Ortega, con las que él tanto se identificó y que tanto había tratado de
difundir durante más de doce años desde las páginas de esa revista que ya no
se volvería a publicar. Bastaría leer «lo cubano» donde dice «lo hispánico»
para creer que Lezama estaba hablando de sí mismo y de su propio destino:

Ortega no apetecía la tradición como disfrute, sino el disfrute de una tradición matinal, reciente,
descubierta. La historia se había hecho tópica, repetición, cartoné, y comprendió que había que
despellejar aquel falso ordenamiento que dañaba lo hispánico, «la perdurable modorra de idiotez y
egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia». Se enfrentó hasta su muerte con esa idiotez;
combatió, hasta que una mezquina circunstancia histórica le cerró todas las puertas (...) De ese destino
derivó su concepción de la esencial frustración del hombre dentro de la órbita hispana. Ortega y Gasset
se empeñó toda su vida en superar esa frustración, ese no habitar su destino del hombre hispano. En el
señalamiento de esa frustración no hubo pesimismo en Ortega, sino virtudes aurorales, enérgicas flechas
elevadas a un más alto potencial hispánico. Los que se contentaban y aprovechaban esa frustración
mirarán siempre con recelo maligno ese esplendor, ese triunfo de la inteligencia, ese recio señorío de
Ortega para combatir las enfermedades de su circunstancia. Él era un místico del fervor del
conocimiento, del apetito de las esencias (...) A su espíritu de fineza, a la noble voracidad de su fervor
humanístico a la sobriedad de su muerte, rodeada de la maligna incomprensión que se complació en
escarnecerlo durante sus últimos años, el homenaje, un angustioso detenemos en la marcha, de los que
(173)
trabajamos en Orígenes.
3. Lezama en su circunstancia
No deja de ser conmovedor (también revelador) comprobar que el destino
poético de Lezama, quizá como un último gesto de regreso a sus orígenes,
reservaba para la Revista de Occidente el que sería el último texto que publicó
en vida el autor. Apareció en julio de 1976 -Lezama moría en La Habana el
nueve de agosto siguiente- y se titulaba «Un poeta que camina su propia
circunstancia». El artículo es, en principio, un comentario a Las palabras de la
tribu, de José Ángel Valente, pero, como en casi todo texto crítico de Lezama,
también éste nos dice más de él mismo que del poeta objeto de su reflexión.
Esa habitual deformación manierista se traduce en este caso en algo así como
un autorretrato difuminado con el que Lezama proyecta sobre Valente algunas
de las inquietudes que dieron sentido a su propia poética; entre ellas una de las
más claras definiciones de su «método»: «Encontrar por el intelecto y descifrar
por la penetración inefable, por la vía iluminativa», y un resumen muy breve
pero muy sugerente de la vertiente regeneracionista de su Sistema, aquél que
«buscaba otra verdad, otro bien, otra belleza» guiado por «la eticidad
fundamental» de españoles como «Giner de los Ríos, Sanz del Río, Antonio
Machado y Juan Ramón Jiménez»:

Esa eticidad se fundamenta no en el yo, rescate del individuo, sino en un yo universal, en la creencia de
raíz religiosa en una conciencia universal para lo visible y lo invisible.

Además, el texto parece querer completar esa recapitulación final con nuevas
reflexiones a propósito de aquel «entrañamiento cósmico» en la propia
circunstancia, heredero directo del perspectivismo de Ortega. Leemos allí:

Partiendo de los Alpes suizos o de la llanura castellana se puede mostrar la alegría de adentrarse por
todos los caminos (...) Un grupo [80] de españoles está más allá sin dejar de estar más acá de sus
fronteras. María Zambrano, como J. A. Valente [sic] y otros españoles hace años que han buscado en los
ventisqueros suizos, tal vez la Alta Engadina, como Nietzsche, para su vivir más profundo. Eso les ha
dado un extrañamiento y una perspectiva, y también un entrañamiento, una facultad para poder tomar
(174)
de un pasado el germen viviente y actualizarlo o sembrarlo de nuevo.
«Caminar la propia circunstancia» es, pues, un ejercicio centrífugo y centrípeto
a la vez, plenamente lezamiano.

Ya había determinado Ortega que la identificación íntima, espiritual, mental,


entre un hombre y un lugar es un síntoma de cultura superior: había que
reconciliar el yo con la circunstancia y el espíritu con la razón, tras las diversas
disyunciones padecidas a lo largo de la Modernidad. Ése fue el sentido
profundo de su Raciovitalismo, y su eminente (y diferente) discípula María
Zambrano entendió bien lo poético que latía secretamente en aquel método: la
circunstancia vital -«realidad radical» de Ortega- debía comenzar por encontrar
esa raíz, su origen perdido o desdibujado, y su meta trascendente; algo que
ella consideró consustancial al fenómeno poético. «Todos los iniciados tienen
la necesidad de un lugar. A veces, les es más necesario ese lugar que la
palabra», precisó(175), y eso explica por qué la pensadora española supo captar
tan pronto y tan bien el profundo significado de las búsquedas de Lezama y su
grupo:

Cuando alguien está iniciado por nacimiento y por tradición, cuando alguien habita verdaderamente un
lugar, como José Lezama Lima La Habana; cuando el laberinto que forman las propias entrañas reclama
ser recorrido y resulta ser coincidente con el laberinto de su ciudad, podría decirse que se produce una
conjugación que no desmiente, sino que cualifica la trascendentalidad (...) Y la obra toda de Lezama -
(176)
asistí a ello durante largos y hondos años- tuvo ese poder conjugante. [81]

3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano

Cuando, como ella misma ha narrado, en octubre de 1936 María Zambrano


llega a La Habana y conoce a las pocas horas y en el emblemático restaurante
La Bodeguita del Medio al joven poeta José Lezama Lima, se estaba
produciendo un encuentro cuya significación marcaría los dos destinos: «Aquel
joven pertenecía a mi vida esencial -escribió-. Fue un encuentro sin principio ni
fin»(177). Comenzaba también entonces ese entrañable vínculo con Cuba,
donde encontró, como ella dijo, su «patria prenatal»(178), que la llevó a residir en
la Isla durante casi quince años de los cuarenta y cinco a que se prolongó su
largo exilio. Y desde sus primeros contactos, intuyó esa misma vinculación
especial entre Lezama y su circunstancia insular:
Los poetas del grupo de Lezama me pidieron ayuda para que su labor tuviera el reconocimiento que
merecía. Les prometí que así lo haría en mis colaboraciones en revistas de prestigio de América y
Europa. Uno de ellos me respondió: «No, María; nosotros somos de aquí, queremos ser reconocidos
aquí». Les di entonces mi primer artículo para su revista. Ese «ser de aquí» resonó en mí
avasalladoramente: ese «aquí» era el lugar universal que yo había presentido y sentido en la presencia
de José Lezama Lima. Él era de La Habana como Santo Tomás era de Aquino y Sócrates de Atenas. Él
(179)
creyó en su ciudad.

Afinidades similares hicieron que María Zambrano ofreciera a Lezama algunas


de las más hondas lecciones espirituales que recibió y que encontrarían eco
inmediato y perdurable en su poética. A través de los cursos y conferencias
que impartió durante su estancia en La Habana (desde 1939 hasta 1953,
ininterrumpidamente)(180), pero, sobretodo, a través del trato personal, «nuestra
María», como la llamara [82] Eliseo Diego(181), ejerció sobre Lezama y los
poetas que lo acompañaron un profundo magisterio, derivado, precisamente,
de una de esas grandes diferencias que la separaron de su maestro Ortega: el
arraigo de su obra, no ya en el terreno de la especulación o la ciencia filosófica,
sino en el del desciframiento y la revelación; eso que ella denominó «Razón
Poética» y que sitúa su pensamiento (paradójico, incomprendido y transgresor)
siempre un poco más allá o más acá de cualquier sistema filosófico o doctrinal.
Cintio Vitier definía ese peculiar magisterio en su novela autobiográfica De
Peña Pobre:

Aquella voz lejanísima, de la que no perdía una insinuante sílaba, la voz más hecha de silencio que de
sonido de la profesora andaluza, peregrina de la guerra civil española, sacabala filosofía del marco
didáctico para mostrarla viva, desnuda, sutil y trágica, en figura de Ifigenia o de Antígona. No sólo en
ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir, remando intensa, aguda,
delicadamente, en la misma dirección de las aguas deslumbrantes que arrastraban al muchacho y a su
(182)
novia.

Todo el quehacer filosófico de María Zambrano estuvo regido por la aplicación


de esa síntesis donde poesía y filosofía, sentir y pensar, pensar y creer forman
una unidad última que apunta siempre hacia cuestiones trascendentes, desde
lo visible hacia lo oscuro de las cosas, y que -por eso- estableció la literatura
como un modo privilegiado de expresión de los interrogantes esenciales y las
grandes cuestiones filosóficas. No creo casual que esa filosofía madurara
durante los años de su estancia en Cuba como exiliada, ni que lo hiciera
vinculada a Lezama y a los poetas de su grupo: su visión trascendente y
poética de la cultura, por la que todo enlaza con otra cosa y conlleva un sentido
esencial, tenía que acercarla al ámbito de Orígenes, y muy especialmente a
Lezama, para quien inquietudes semejantes constituían ya la base de su obra.
No en vano evocaba, en una de las últimas cartas que escribió a su «querida y
grande amiga», aquella profunda comunión intelectual: [83]

...En realidad siempre la sitúo en aquellos años en que nos veíamos con tanta frecuencia que nuestra
conversación parecía no interrumpirse. (...) Desde aquellos años usted está en estrecha relación con la
vida de nosotros. Eran años de secreta meditación y desenvuelta expresión y nos daba la compañía que
necesitábamos. Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la
desesperación. Porque sin duda, donde usted hizo más labor de amistad secreta e inteligente fue entre
nosotros. Yo recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida (...) Usted estaba y penetraba en la
Cuba Secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá en formas impalpables tal vez, pero
(183)
duras y resistentes como la arena mojada...

La fe común en lo trascendente valía en ellos tanto para la vida y la cultura


como para la historia. Por eso también fue Zambrano quien percibió antes y
mejor que nadie esa Cuba Secreta, esencial, sumergida pero auténtica, que
palpitaba en la obra origenista: también para ella una España esencial y
verdadera latía aún bajo la sepultura de la guerra civil»(184). En esas
concurrencias de historia y poesía se basan muchas de las más marcadas
afinidades entre el Sistema Poético de Lezama y la filosofía también poética y
asistemática de María Zambrano: sus historias y vidas esenciales eran tanto la
España verdadera de ella como la Cuba secreta de Orígenes; la República
Moral de Martí y la República española, ambas interrumpidas por estafa oficial,
y ambas revestidas tanto por Lezama como por Zambrano de un sentido
mucho más trascendente que el histórico inmediato: eran un símbolo de la
Historia verdadera.

Es a la luz de esa fe común como creo que hay que interpretar las palabras de
la autora en el célebre ensayo «La Cuba secreta» que publicó en Orígenes en
1948, a propósito de la aparición de la antología origenista Diez poetas
cubanos.(185) Aquel texto fue clave para impulsar el desarrollo del proyecto
cultural de Lezama y resultó casi más decisivo que la propia antología para la
cohesión del grupo, pues, aunque el libro fijaba el canon y la nómina origenista,
el ensayo de María Zambrano establecía sus principales valores e intereses, y
los interpretaba otorgándoles un alcance -y un prestigio- filosófico que coincidía
[84] plenamente con la orientación que ellos querían dar a lo que se llamó
después su trascendentalismo. Recordemos algunos fragmentos:

Como el secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia (...) Yo sentí a Cuba
poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: sustancia poética visible ya. Cuba:
mi secreto. Ahora, un libro de poesía cubana me dice que mi secreto, Cuba, lo es en sí misma y no sólo
para mí. Y no puede eludirse la pregunta acerca de esta maravillosa coincidencia: ¿Será que Cuba no
haya nacido todavía y viva a solas tendida en su pura realidad solitaria? Los Diez poetas cubanos nos
dicen diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar, como han despertado un
día todas las tierras que han sido después historia.
Es de esperar que no se interprete este pensamiento como negación de lo que Cuba ha conquistado ya de
Historia, ni como desvaloración de lo que ha producido de pensamiento. Despertar poético, decimos, de
su íntima substancia, de lo que ha de ser el soporte, una vez revelado, de la Historia y que ha de
acompañar al pensamiento como su interna música. En medio de la vida de Cuba tan despierta, Cuba
secreta aún yace en su silencio...

Y su análisis concluía incidiendo en las profundas conexiones entre esa historia


«secreta» de Cuba y la labor silenciosa y tenaz de Orígenes:

...Nada es de extrañar que este grupo de poetas cubanos haya llevado y prosiga una vida secreta y
silenciosa (...) Sentimos la coincidencia de ese destino secreto con lo secreto de Cuba que se despierta;
es la unidad del instante en que situación vital y obra literaria se funden (...) Cabe esperar, y aun exigir
(186)
de ellos la cristalización de ese futuro que les está abierto.

No hace falta insistir mucho en la resonancia que un planteamiento como ése


hubo de tener para Lezama: a partir de esas palabras podemos entender mejor
su fervor misional por el cumplimiento de un destino generacional o sus tesis
sobre la «infinita posibilidad» de la poesía; incluso para entender sus crípticas
reflexiones sobre la imagen como causa secreta de la historia, basta enlazar
con la «traducción» que ofreció en aquel texto María Zambrano: «Cuando una
tierra dormida despierta a la vida de la conciencia y del espíritu por la poesía -y
siempre será por la poesía- es el instante en que van a producirse [85] las
imágenes que fijan el contorno y el destino de un país, lo que se ha llamado en
la época griega los Dioses»(187). Esos dioses eran quizá los mismos a los que
se había referido Lezama en el poema «Noche insular», incluido en la antología
objeto de aquel ensayo:

La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,


ya que nacer aquí es una fiesta innombrable,
un redoble de cortejos y tritones reinando
(...)
Dance la luz reconciliando
(188)
al hombre con sus dioses desdeñosos.
Y de ningún modo podía quedar indiferente ante una filosofía que animaba a
practicar la «profecía moderna (...) incorporando el pasado al hoy, mejor: al
mañana, como una visión profunda de la realidad social»(189), quien había
escrito esos versos y quien sólo cuatro años después de aquellas palabras
había de formular, ya desde las páginas de Orígenes, sus famosas tesis sobre
la tradición «con rasguños proféticos»:

Quizá la profecía aparezca entre nosotros como un candoroso empeño por romper la mecánica de la
historia, el curso de su fatalidad. Suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que
habitar como estilo de vida (...) No era una profecía de acentos directos, que solicitara de inmediato la
calcinación de las piedras, por el contrario, consistía en esperar con estoica dignidad que el soplo, lo
(190)
numinoso, fuera algún día, por la arribada de la poesía a la tradición, un castillo fuerte.

Lo posible lezamiano se convertía así en categoría origenista fundamental,


determinando la noción conexa de futuridad entendida como renacimiento
continuado y reorientación de la historia; en suma, una utopía entendida, no
como ensoñación evasiva que sustituyera lo real por lo irreal, sino como una
suerte de profecía social basada en el rescate, de entre las profundidades de lo
cubano, de ciertas fuerzas impulsoras -lo germinativo- del progreso histórico.
Lo posible así [86] concebido como meta otorgaba un sentido a la tradición e
inspiraba la trayectoria origenista, orientando sus búsquedas hacia la
revelación por la poesía de nuevas y mejores realidades.

La otra gran antología origenista, Cincuenta años de poesía cubana (1902-


1952)(191), veía ya el proceso poético de esos años desde una lectura crítica
que coincidía en todo con los planteamientos de Lezama y de Zambrano. Y
conviene recordar que de esos mismos presupuestos partieron casi todas las
obras fundamentales del origenismo, desde luego Lo cubano en la poesía
(1957), pero también otros ensayos de Cintio Vitier como Mnemosyne (1947),
La luz del imposible (1956) e incluso Ese sol del mundo moral: para una
historia de la eticidad cubana (1975); que Gastón Baquero reflexionaba sobre
las mismas cuestiones en artículos como «La historia respira por la poesía»
(1944)(192), mientras Fina García Marruz abordaba desde sus primeros textos
las mismas confluencias(193), y Eliseo Diego las plasmaba en sus poemas de
En la calzada de Jesús del Monte (1944), todos ellos sobre bases filosóficas
tan poéticas, míticas y utópicas a la vez como las que había expresado con
insistencia la pensadora española desde sus primeros libros. Veamos hasta
qué punto. Decía la autora:

Se había llegado en la vida española a un extremo de desintegración, de aislamiento; precisamente al


sentirse el individuo sin horizonte se sentía, no ligado, sino aislado. Es lo que sucede siempre que la
relación entre lo íntimo, lo individual y lo social ha sido alterada. Resulta una mecanización de la vida
social que encubre un absoluto desamparo del individuo que queda inerme (...) La nueva historia tendrá
que ser un saber de reconciliación. Trataremos de encontrarla en su origen, en sus instantes
fundamentales, tendremos que haber visto antes cuál es su íntima y verdadera constitución; cuáles son
los sucesos fundamentales que la conforman. Esos sucesos, creemos, son aquellos que se trasparentan
en sus formas más verídicas de expresión: pensamiento y poesía, tomando como género de la poesía,
igualmente, la novela.
En ese sentido, la interpretación de nuestra literatura es indispensable. Los sucesos de nuestra historia,
lo que real y verdaderamente [87] ha pasado entre nosotros en comunidad de destino aparece como en
ninguna parte en la voz de la poesía. Poesía es revelación siempre, descubrimiento. Sucede que como
(194)
nuestra más honda verdad se revela no es por la pura razón, sino por la razón poética.

No cabe duda de que fue a la luz de esos mismos planteamientos (casi uno por
uno) como enfocó Cintio Vitier sus decisivas «Consideraciones finales» que
definían lo cubano origenista «bajo especie de fundación» y las búsquedas del
grupo como antídoto contra esa otra desintegración que se producía también
en la Cuba republicana:

Lo que en [otros] poetas era ingenuo, preconcebido o agresivo intento de «cubanizar» la poesía (...), es
en nosotros necesidad profunda de conocer nuestra alma, cuando parece que sus mejores esencias se
prostituyen o evaporan (...) Quizás, junto a la hermosa tradición de nuestro pensamiento eticista, la
poesía signifique la única continuidad profunda que hemos tenido. A los pocos años de inaugurada la
República, de la inspiración política de los fundadores coronada en la obra y la acción de Martí, apenas
quedaba un grotesco fantasma. Hoy ya ni eso. Tenemos la sensación del estupor ontológico, de la
situación vital en el vacío. Por eso volvemos los ojos al testimonio poético, donde ese mismo vacío
puede adquirir sentido como síntoma del ser y del destino (...) Es preciso situar lo cubano bajo especie
(195)
de fundación.

Por eso Lezama, confluyendo en todo con María Zambrano, defendió con su
vehemencia habitual la criticada selección de Vitier en Cincuenta años de
poesía cubana, subrayando una vez más la voluntad del grupo por fundar el
«proceso creador de la nación», patente en la incorporación a la antología de
poetas muy jóvenes entonces (Roberto Fernández Retamar o Fayad Jamís)
pero que formaban parte ya, a su entender, de ese «invisible metagrama
histórico»:

Esperaban los contumaces letargíricos la inscripción oficiosa y proliferante del nombre de todos los que
forman el séquito del dios de la cacería. La antología que encaraba cincuenta años de poesía cubana
venía a sobresaltarlos porque iban a ser rechazados por aquella justicia poética de que habla Goethe (...)
El concéntrico, la ovillada fuerza histórica de Diez poetas cubanos, iba a cobrar su relevancia [88] al
verificar esos cincuenta años, no como centón o fría súmula inoperante, sino procurando participar en el
proceso creador de la nación. Es así que nos ha parecido admirable que hombres de veinte años (...)
aparezcan ya en esa antología, pues se vislumbra de inmediato que forman parte de la mejor corriente de
poesía que estructura la imaginación como historia, la imaginación encamando en otra clase de actos y
(196)
de hechos.

Es evidente que la dimensión trascendente en la que asentó sus reflexiones


humanistas María Zambrano había dejado huellas indelebles en Lezama, en
ese espiritualismo que impregnará para siempre su poética, sus lecturas de la
tradición, su interpretación de la historia y hasta sus proyectos para dinamizar
la sociedad. Con ellos la figura de Lezama se convierte en el núcleo rector de
un espacio imantado de afinidades -y de tensiones- que durante veinte años,
de Verbum a Orígenes, fue reuniendo en su ínsula a escritores, críticos,
pintores, escultores y músicos.

3.2. Los orígenes de Orígenes: Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño,
Poeta

«Imaginad La Habana de 1935 -escribía Lezama en unos «Recuerdos»


escritos en 1957-, henchida de politiquería, con un inútil subconsciente
alborotado de pesadilla colectiva, los tomos de la erudición apilando boñigas, el
anual fabliaux [sic] profesoral y el horrible rechinar de los tarjeteros del Bajo
Imperio»:

...La inteligencia no aspira en aquellos momentos a dominar por la saturación ejercida por sus obras,
sino que grita por las esquinas de la polis, carece de energía para enfrentar o espumar el demos y
saborea el perfume de la guanábana, los lentos envíos del eco del subconsciente siboney o los juegos de
pelota (...) En medio de toda esa turbamulta, las sonrisillas provincianas frente a la universalidad
manejadas con malévola astucia por los agentes macabros del resentimiento vernáculo, los infames
ignorantes de muy alto rango y la autoridad universitaria, enfrentada a la comisión estudiantil que le
pide el honorable recinto para escuchar la poesía dicha por Juan Ramón Jiménez, y se oye: «Miren
muchachos, hay que tener cuidado con quien viene a hablar aquí ¿es conocido ese señor Jiménez?»Y la
[89] prensa, tronada de incultura, que en la insignificancia de a una columna nos previene: «Han llegado
los dos ilustres viajeros Menéndez y Pidal». Habían propiciado una zona pesimista, necrosada, indecisa,
(197)
donde la frustración era la norma de acatamiento.

Sin embargo, no es que la vida cultural cubana de aquellos años no ofreciera


ninguna posibilidad. No abundaban, pero sí las había. Por ejemplo, una
publicación habanera como Grafos (1933-1946), aunque de información
general, en su momento desempeñó un notable papel cultural, incluyendo entre
sus «actualidades» las artísticas y literarias. La revista publicó ilustraciones de
los que luego serían los pintores de Orígenes, y brindó sus páginas a futuros
origenistas como Cintio Vitier y Gastón Baquero (responsables de las
secciones «Miniaturas literarias» y «Antología poética del siglo XIX»); el propio
Lezama publicó en Grafos, como sabemos, sus primeros textos. Incluso parece
ser que en cierto momento llegó a ofrecérsele la jefatura de redacción de la
revista(198), pero seguramente pudo más que la tentadora oferta la inclinación
del autor hacia la creación de un espacio editorial dedicado sólo a la poiesis y,
sobre todo, no supeditado a voluntades ajenas a la suya, tan rotunda desde
siempre.

Verbum será el debut de Lezama en esa empresa. La revista nace en 1937 en


la Universidad de La Habana, con René Villarnovo como director y él como
secretario, y logra publicar tres números. A pesar de que tampoco era una
publicación exclusiva o principalmente literaria (constituía el «órgano Oficial de
la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho»), esa «condición de
centro» de Lezama que, como recuerda Fina García Marruz, «tornaba séquito
todo lo que estaba en torno»(199), acabó haciendo de Verbum una revista que
muy poco tenía que ver con el Derecho pero mucho con la literatura y el arte, y
mucho también con un ensayo de lo que luego sería Orígenes, desde la
nómina de colaboradores habituales o el estilo de los editoriales, hasta la
presencia tutelar de Juan Ramón Jiménez, que inaugura y clausura la revista, y
evitó, según Lezama, «el peligro con el que toda generación se enfrenta: ir a la
novedad vocinglera, pura abstracción [90] de tétano enfático, prescindiendo del
círculo coral donde entonan todas las generaciones en la gloria»(200). La nota
de presentación tiene ya esa vocación coral inconfundible:

Quisiera Verbum ir desplegando la alegría de las posibilidades de expresión, ir con silencio y


continuidad necesarias reuniendo los sumandos afirmativos para esa articulación que ya nos va siendo
imprescindible (...) Estamos urgidos de una síntesis, responsable y alegre, en la que podamos penetrar
asidos a la dignidad de la palabra y a las exigencias de recalcar un propio perfil, un estilo y una técnica
(201)
de civilidad.

El texto funciona como un poderoso imán, y en un momento en el que el


panorama artístico parecía dividirse en dos grandes líneas mutuamente
excluyentes -una «realista», de temática afrocubana o social, y otra «pura»
más distanciada-, los primeros «sumandos» que siguieron a Lezama (Ángel
Gaztelu, Gastón Baquero -muy próximo a los poetas más jóvenes, y enlace
entre ellos y Lezama-, Guy Pérez Cisneros y René Portocarrero) emprendieron
esa «síntesis responsable» que resolviera la disyuntiva entre una evasión
purista o una participación inmediata en las circunstancias. Defendían para ello
el ejercicio de una «dignidad» cuya primera consecuencia debía ser, según
Lezama, «brindarle al cubano una levadura más alta, procurar elevarlo
artísticamente para engendrar un eco de noble resistencia en la conducta»(202).
Martí, ya lo sabemos, era el ejemplo, con su labor fundacional alimentada en la
confluencia de ética y estética, y siguiendo esa estela, el grupo criticaba la
incompetencia del profesorado o denunciaba «la piratería y el amiguismo» en
el proceso de adjudicación de las cátedras(203) con la misma pasión con que
promovía conferencias, celebraba recitales poéticos u organizaba conciertos y
exposiciones de la joven pintura cubana. Precisamente a propósito de una de
esas exposiciones, Guy Pérez Cisneros resumía en la revista los puntos
principales de un programa común de «salvación nacional» por la cultura:

Primero: Derrocar todo intento artístico de tendencia política, pues en este momento toda tendencia
política que no sea estrictamente [91] nacional está forzosamente equivocada y sólo nos puede conducir
a una desaparición total.
Segundo: Derrocar todo arte racista, hispanoamericano o afrocubano, que puede ser un gran obstáculo
para la integración de nuestra nacionalidad.
Tercero: Derrocar todo arte servil que se ponga a disposición de esos seres rubios que nos vienen a
observar detrás de espejuelos ahumados y a pasear sus autos repletos de camisitas de colores (...)
Tenemos que convencernos de que un país de arte exclusivamente turístico será siempre clonesco [sic] y
nunca podrá aspirar a un verdadero rol histórico.
Cuarto: Alentar con celo todo lo que sea capaz de crear la sensibilidad nacional y desarrollar una
cultura. El deber ahora no está en la política; está en el estudio desinteresado y rudo, en la búsqueda del
centro de gravedad de nuestra civilización, en el desarrollo de un orgullo patriótico sano, potente,
(204)
sincero, y de una sensibilidad nacional.

El programa, aunque todavía demasiado iconoclasta para lo que sería el ideal


conciliador origenista, resume algunas actitudes características del momento
en que se está gestando el grupo: en lo estético, ante el poderoso desarrollo
del negrismo(mal entendido al principio como mero folclorismo), se busca
profundizar en una «sensibilidad nacional» más abarcadora, más plural; y en lo
ético, con el descrédito en que cayó la acción política tras la frustración de la
Revolución del 33 contra Machado, en ellos se imponía otra militancia
apasionada, la cultural, y la urgente «búsqueda del centro de gravedad de
nuestra civilización» por otras vías más resistentes a los agentes
desintegradores con que amenazaba la república mutilada ya casi endémica y
sus atributos más visibles: apatía cultural, crisis de legalidad en general, un
avance imparable de la influencia norteamericana, y el reverso de esto último:
los peligros de un nuevo provincialismo atrincherado en lo costumbrista o lo
folclórico.

El grupo rechazaría siempre esas estrecheces en que, según ellos, había


desembocado la «ambigua embestida creadora» de la Vanguardia(205), y trazó
sus coordenadas, como hemos visto, alrededor de ese impulso fecundante
central de Juan Ramón Jiménez del que hablaba Cintio Vitier. Sin embargo,
Lezama quiso siempre situar su labor más [92] allá del «rencor hacia atrás»
que plantea la mecánica generacional, y en su concepto coral de las
generaciones se hizo acompañar, ya desde esta primera revista, por las más
sólidas figuras poéticas de la generación anterior: Emilio Ballagas, Mariano
Brull y Eugenio Florit, que publicarán también en la definitiva Orígenes o bajo
su sello editorial.

Quizá por ese espíritu antipolémico, y a pesar de la pasión de futuro de las


exhortaciones de Guy Pérez Cisneros, Verbum publica también otros textos de
Lezama que pueden considerarse los verdaderos manifiestos sin serlo de la
nueva sensibilidad. Me refiero a su segunda incursión ensayística en las
profundidades literarias, El secreto de Garcilaso (publicado en el mismo
número l), y a su poema inaugural Muerte de Narciso (publicado en el número
2). Volveré a esos textos en el capítulo siguiente, pero ahora me interesa
destacar que en El secreto de Garcilaso, a propósito de la figura del poeta
español entendida como «equilibrada síntesis renacentista» entre obra y
conducta, Lezama planteaba explícitamente por primera vez una «solución
unitiva» frente a todo dualismo y proponía una poética nueva pero integradora,
«eficaz» precisamente por «lo decisivo de sus confluencias»:

El dualismo poético que va a traspasar todo el siglo XVI, aparece en Garcilaso centrado y resuelto, sin
intentar excluir, sin cruz de problematismo. Caso raro. (...) Garcilaso no necesita de la originalidad en el
peor sentido, es decir, sentir la poesía como contrastante virtud, como lucha de generaciones, tal como
la quieren imponer los retóricos de la antirretórica. Obra y conducta van a engrosar una suprema unidad,
el prodigio en la fusión de amigos contrarios, sin mezquina superposición (...) Su originalidad no
consistió en el hallazgo, sino en el desarrollo de las formas. Poesía tradicional, caramillos, Virgilio,
(206)
Petrarca, y sale de él un feroz marfil culto.

Garcilaso fundamenta su secreto en la resolución de las antinomias de su


época (Edad Media-Renacimiento, España-Italia, lo culto-lo tradicional) en una
suprema unidad, y el ensayo de Lezama -éste era su otro «secreto»- en
realidad proyectaba sobre esas dualidades renacentistas el panorama poético
coetáneo, haciendo de Garcilaso de la Vega un ilustre antecedente para el
proyecto del autor, también articulador de arte y vida y de «lo telúrico y lo
estelar», según su terminología, que pronto dejó de ser individual. Y Muerte de
Narciso era la imagen de esa misma actitud, un resumen poético [93] de la
toma de postura de Lezama en el contexto literario de su época. Cintio Vitier
destacaba años después el papel fundador que tuvieron aquellos textos:

Ante la frustración de lo inmediato, Lezama se sumergía en lo remoto, pero no para evadirse como en el
puro juego intelectivo, sensual o angustiado de Brull o de Ballagas, sino para afincar el pie en roca de
cultura y replantear la batalla en otra dimensión. Su tema, tan remotamente formulado, tenía en el fondo
una absoluta actualidad: se trataba de refutar el dualismo de lo culto y lo popular que ya empezaba a
escindir a nuestra poesía en polémicas estériles. El unitivo Garcilaso lo remitía, además, a la
incorporación del Renacimiento que no tuvimos y que, a su vez, proyectado hacia los orígenes de la
fábula, esplende en Muerte de Narciso. Se trataba, en suma, frente a la traición y la chapucería, de,
(207)
realmente, comenzar.

Así se explica que tuvieran mayor poder de convocatoria que cualquier


manifiesto programático. Tras ellos, dijo Vitier, «cada poeta inicia, estremecido
por la señal de José Lezama Lima, la búsqueda de su propio canon, de su
propia y distinta perfección»(208). Y con ellos se inauguraba no sólo una nueva
poética, sino una nueva lectura de la tradición que abría una nueva vía para
encontrar lo cubano: al escribir sobre su Garcilaso, al hacer suyo un Góngora
muy distinto del de la Generación del 27, al discutir con Juan Ramón Jiménez
sobre insularidad, o al emprender una reescritura personal del mito de Ovidio,
Lezama estaba definiéndose y definiendo una identidad, una forma nueva de
entender lo cubano y sus referencias; estaba haciendo algo «nuevo» y,
además, creador (o recreador) de tradición: exactamente lo que se estaba
buscando.

Por eso apenas dos años después de la desaparición de Verbum, en


septiembre de 1939, sale a la venta Espuela de plata, la primera gran
confluencia del grupo. A los que habían dado vida a la anterior revista se
añaden ahora el exiliado español Manuel Altolaguirre, el músico José Ardévol,
el escultor Alfredo Lozano, los pintores Mariano Rodríguez, Jorge Arche y
Amelia Peláez, y los poetas Virgilio Piñera (el colaborador más activo de
Espuela de plata, por cierto) y Cintio Vitier, a través de quien más tarde se
incorporará a Orígenes el «Grupo de la calle Neptuno»: Eliseo Diego, Fina
García Marruz, Octavio Smith y Agustín Pi. [94]

La Teleología Insular, ya lo sabemos, exigía la apertura a la cultura universal.


Eso quedó lezamianamente expuesto en aquel aforismo incluido en las
«Razones» del primer número, que proclamaba a Cuba la ínsula distinta e
indistinta en el Cosmos.(209) Los seis números de Espuela de plata
(identificados con letras, de la A a la H) son ya una muestra clara de esa
insularidad cósmica, que unió a la publicación de la obra de Lezama, Piñera,
Gaztelu, Vitier y Baquero, traducciones de autores clásicos y modernos (de
Lactancio a Joyce, de Whitman a Eliot), la colaboración de poetas españoles
(Jorge Guillén, Pedro Salinas y Luis Cernuda), la presencia de Juan Ramón
Jiménez -ahora desde la distancia, como otra «ausencia operante» de la
tradición- y la primera colaboración de María Zambrano, que seguirá con ellos
hasta el final de Orígenes.

Otra de las «Razones» que Lezama esgrimió al frente del primer número
señalaba para siempre la actitud de aquel grupo decidido a luchar sólo «contra
el desgano inconcluso»:

Mientras el hormiguero se agita -realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre-, pregunta,
responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor solución: Prepara la sopa,
(210)
mientras tanto, voy a pintar un ángel más.

La polémica directa quedaba descartada, a favor de esa actitud ajena a los


debates sobre pureza e impureza, evasión y compromiso, que ya habían
escindido la poesía española(211) y empezaban a establecer dicotomías
obligadas en la cubana: sólo había tiempo para la «artesanal alegría» de la
creación y la necesidad de lograr con ella esa resistencia silenciosa que, por
otra parte, avanzaba la norma fundamental del grupo que se expondría luego
en Orígenes: «La justicia que nos interesa consiste en dividir a los hombres en
creadores y trabajadores, o, por el contrario, en arribistas y perezosos»(212). El
empeño dio hermosos resultados y Espuela de plata, como queda subrayado
en el último número, representó un «rotundo sí» que demostraba «cuánto es
posible hacer al margen de nuestras inútiles esferas oficiales [95] de cultura,
por encima de su ignorancia y de su homogéneo dormir»(213).

Quizá esa marginalidad y esa independencia costaron el cierre de la revista, tal


como explicaba Lezama a Juan Ramón Jiménez en una carta: «Espuela de
plata se hacía con esfuerzos increíbles, pero sin eco, y el cansancio y la
imposibilidad nos apretaban terriblemente»(214). Pero parece que no fueron las
únicas causas. Otro origenista, Lorenzo García Vega, aportaba una reflexión
interesante al hablar de la cultura provinciana («folletinesca», la llama él) y «la
sensación de estar frente a un espejismo» que dominaban la vida de los años
treinta:

Lezama, como nadie en Cuba, comprendió lo sin salida y frustrante de esa pesadilla de irrealidades
mezcladas y de interminables confusiones que la realidad cubana imponía a quienes se acercaban
demasiado a ella. Frente a esa actitud ante los espejismos, Espuela de plata pareció dar un paso hacia
adelante. Quiso metamorfosear esa realidad; quiso, ante los frutos híbridos que siempre confundían sus
identidades, robar otros frutos, e inventar el hambre para cuando se robaran esos frutos...

García Vega alude ahí a una de las más famosas sentencias culturales de
Lezama: «Europa hizo la cultura. Y aquel verso: tenemos que fingir hambre
cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿es eso lo que nos queda a los
americanos?»(215) Y concluye atinadamente: «Pero ese paso hacia adelante no
dejó de ser demasiado complicado»(216). Sí: tal vez Martí habría escrito también
sobre Lezama aquello de «pecó de finura en tiempos crudos»(217). Pero
además, como director parece que era extremadamente exigente, y de ahí
vinieron algunos problemas(218), a los que se sumaron otras disputas internas,
al parecer relacionadas [96] con la incorporación de Ángel Gaztelu a la
dirección de la revista(219), que desataron la «rebelión» de Virgilio Piñera (era
sólo la primera) y encendidas discusiones que acaban dividiendo al grupo.

Las verdaderas causas del conflicto siguen siendo un enigma, parece que
hasta para los propios origenistas, pero los durísimos términos en que Virgilio
Piñera se dirige a Lezama en una carta de esas fechas dan muestras
inequívocas de que ese «turbio affaire», como lo llama él, llegó a alcanzar una
trascendencia casi tan cósmica como la integración estética que sus
protagonistas pretendían alcanzar. Escribió Piñera entonces:

Ciñéndonos a la gran síntesis podremos afirmar que tú, ante un problema de mano derecha y mano
izquierda, optaste por el procedimiento de la mano izquierda. Hasta ese momento, antes de tal
determinación, yo creía en ti. Creía y lo sostenía a brazo partido que tú (aunque no te lo hubieras nunca
propuesto) eras aquél que instalado en «su túmulo» se frotaba los labios con el espíritu de una justicia
genial; aquél que plantado en la raya invitaba a un dios y no a un tonto o a un oportunista. Eso creía yo
y por ello acudía a tus convivios por considerarte entre los poquísimos con derecho al elegante diálogo
(...) Un coup d'eventail y todo trastocose: quien debía ser negado era confirmado; quien por propio
reconocimiento tuyo significaba una integridad entre defecciones era arrojado, ignorado, desoído (...)
Una asimilación de la sociedad como fiscal y como adecuado ferrocarril de ancha vía para completar un
periplo brillante te impidió ponerte de mi lado (que era el tuyo), obligándote a aceptar la amañada
fórmula del personaje condenado la víspera (...) Ahora sólo creo en Espuela de plata y no en su
(220)
admirable director José Lezama Lima.

Así empezaba una tensa relación entre Lezama y Piñera, llena de peleas
antológicas (verbales y no verbales) y espectaculares reconciliaciones(221) que
acabaron en una mutua y respetuosa admiración, que, no obstante, no anuló
nunca las diferencias fundamentales, de esencia, entre dos estéticas -dos
visiones del mundo, en realidad- opuestas e irreconciliables, que en buena
parte determinan algunas tendencias de la literatura cubana hasta nuestros
días. [97]

La dispersión del grupo dio lugar a la aparición entre 1942 y 1943 de tres
revistas distintas: en Clavileño, editada por Gastón Baquero, se integran Cintio
Vitier y su grupo de amigos; Lezama y Gaztelu publican diez números de Nadie
parecía, y Virgilio Piñera funda Poeta, que, a pesar de su corta vida (sólo dos
números de apenas cinco páginas), dio muestras suficientes de la propensión
del autor hacia esa fecunda «tradición de la ruptura» de que hablara Octavio
Paz.(222) Pero en su caso el objetivo favorito fue siempre Lezama, el reverso de
sí mismo, y Poeta ha pasado a la historia sobre todo por la publicación del
artículo «Terribilia meditans...», donde Piñera arremete contra él en abierta
hostilidad, aunque no lejos de ofrecer una valoración acertada sobre la
tenacidad de su poética:

Después de Enemigo rumor -testimonio rotundo de la liberación- era preciso, ineludible, haber dejado
atrás ciertas cosas que él no ha dejado. Era absolutamente preciso no proseguir en la utilización de su
técnica usual. Hacer un verso más con lo ya sabido y descubierto por él mismo significaba repetirse
(223)
genialmente, pero repetirse al fin y al cabo.

La vocación conciliadora de la mayoría logró por fin superar las diferencias y en


la primavera de 1944 la experiencia acumulada por cada uno se reúne en la
revista definitiva común: Orígenes, Revista de Arte y Literatura, dirigida por
Lezama y el por el recién incorporado al grupo José Rodríguez Feo, cuya
presencia significó -además de su contribución literaria, que fue importantísima-
que el proyecto pudiera realizarse libre de vínculos oficiales (lo que era ya un
imperativo del grupo), gracias a su casi completa financiación.

En el editorial que presenta la revista se incluye una extensa declaración de


principios acorde con ese ideal de confluencia que situaba la labor del grupo
«dentro de la tradición humanista, incorporando el mundo a su propia
sustancia»; de nuevo un gesto cósmico con epicentro cubano, al que responde
el significado de un título que proponía también fundir tradición y modernidad,
orígenes y originalidad:

No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como
no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón.
[98] No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser.
Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a
buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del
tipo humanista de cultura, o es una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus
momentos más vigilados y valiosos, o es por el contrario una manifestación banal de decorativa
simpleza. Nos interesan fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se
(224)
convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído.

De acuerdo con sus presupuestos iniciales, Orígenes evitó siempre pronunciar


cualquier filiación o rechazo programáticos: «Hemos procurado que la
diversidad sea nuestro balance y nuestra euforia -se decía orgullosamente en
el cuarto aniversario-. Todo podrá tener acogida en nuestras páginas, menos lo
chusma, lo frío informe, lo apresurado y el rezagado que quiere ahora pasarse
de listo cuando todos sabemos que llegó tarde a la fiesta»(225). No podemos
hablar tampoco de una «poética origenista» explícita que todos compartieran:
en aquella constelación de poéticas cada una ofrecía una marcada
singularidad. De hecho, el grupo se definió a sí mismo como «un estado de
concurrencia, pero nunca un modo grupal de operaciones y coincidencia de
criterios»(226) y es suficiente recordar a autores tan diferentes entre sí y
respecto a Lezama como Eliseo Diego, poeta intimista de lenguaje sobrio, y
Virgilio Piñera, cuya obra existencialista, insolente e irónica pareció siempre
obsesionada por lo insustancial y lo absurdo de la existencia, precisamente eso
que Orígenes quiso afanosamente trascender.

Sin embargo, el grupo ha pasado a la historia como grupo, compartió sus


aventuras estéticas y editoriales con clara conciencia de grupo y es reconocible
como tal, de modo que algo los unió; según ellos, era una «secreta
imantación». Una explicación más aclaradora sería decir que en esa atracción
magnética que ejerció Lezama sobre los demás no se transmite (al menos de
forma permanente) una influencia literaria, formal, visible, tal vez porque su
torrente verbal, tan avasallador y tan suyo, sólo habría permitido una imitación
sin escapatoria. [99] Pero lo que sí tuvo un enorme poder de seducción fue su
actitud: la completa entrega al ejercicio creativo y al ambicioso proyecto que
brotaba de él fortaleciendo la fe en la cultura, en su poder contra el
pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social. La de Lezama, por
tanto, fue una influencia poderosa, pero tan «misteriosa» como la que él
atribuyó a Juan Ramón: lo que movilizaba su presencia era la poesía, no su
poesía.

«Yo sigo fiel a la manera clásica, es decir, un hallazgo, una creación, y


después convertirlo en una religión, un alimento que pueda ser de todos»,
advirtió.(227) Esa «religión» resultó decisiva para la cohesión del grupo, pues
daba forma a unas inquietudes comunes pero desdibujadas acerca de la
utilidad de la literatura y la responsabilidad social del escritor.

3.3. Orígenes: La República de la Poesía

Como explicó José Antonio Portuondo en su Bosquejo histórico de las letras


cubanas, el vanguardismo de avance, al enmudecer voluntariamente en 1930,
quiso acabar con un período de la literatura cubana durante el cual «los
escritores creyeron hallar la solución de los problemas fundamentales del país
mediante el esfuerzo minoritario de las porciones cultas, con ignorancia de las
grandes mayorías nacionales»: la lucha contra los procedimientos cada vez
más cruentos de la dictadura de Machado habría empujado a esos escritores
«hacia el convencimiento de la impotencia de los intelectuales, y al
descubrimiento de las masas, cuya «revelación» intelectual les hiciera, entre
otros sofismas, don José Ortega y Gasset»(228).

Los dirigentes más radicales de aquella generación pronto publicarían un


llamamiento a las armas titulado «Tiene la palabra el camarada máuser»,
donde Raúl Roa condensaba en ese verso de Vladimir Maiakovski los nuevos
principios revolucionarios:

Estamos viviendo no sólo el resquebrajamiento objetivo del régimen colonial. Estamos en presencia,
también de una revuelta de masas contra el imperialismo yanqui y su verdugo Machado (...) Por [100]
eso ya sobran la palabra y la pluma. La conciencia popular está madura para el vuelo redentor. Ahora se
hace urgente predicar a balazos. La consigna es única y definitiva: ¡tiene la palabra el camarada
(229)
máuser!

Lezama es un ejemplo perfecto de asimilación en sentido contrario (el


verdaderamente orteguiano, a mi entender(230)), de aquel sofisma de Ortega del
que hablaba Portuondo: no sólo nunca padeció esa «impotencia de los
intelectuales», sino que su convencimiento en el poder regenerador de las
minorías cultas y su valoración de la cultura como resistencia -según su
término emblemático- adquieren, como sabemos, proporciones míticas. Lo
explicaba con palabras apasionadas en su polémica con Jorge Mañach, quien
había sido de los primeros en propugnar una superación de lo que él mismo
llamó La crisis de la alta cultura en Cuba (1925). Por eso le respondió Lezama:

De la lucha contra la espantosa realidad de las circunstancias surgió en la sangre de todos nosotros la
idea obsesionante de que podíamos, al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas, trazar,
dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que
(231)
se hace transparente.

Aquella «revuelta de masas» contra Machado prosiguió hasta 1933, cuando


Rubén Martínez Villena organiza la huelga general que provoca la caída y la
fuga del dictador el doce de agosto. Pero el país no quedó en manos
revolucionarias: las maniobras norteamericanas para prolongar los días de
gobierno afín siguieron tejiendo sus redes en torno al presidente provisional
Carlos Manuel de Céspedes, y lo harían con cada uno de sus sucesores
(Mendieta, Barnet, Gómez y Laredo) gracias a Fulgencio Batista. Hombre de
confianza de Washington, Batista gobernó en la sombra desde 1934 como jefe
del ejército, y después lo hizo como presidente constitucional (1940-1944),
aunque distó mucho de llevar a la práctica las apreciables conquistas políticas
[101] y sociales de la Constitución de 1940. «La farsa republicana adquiría la
invisibilidad de un simulacro perfecto -apunta Vitier-. La ficción se apoderaba,
no sólo del ideal republicano como sucedió hasta Machado, sino también del
ideal revolucionario»(232), pues los gobiernos del Partido Revolucionario Cubano
(«Auténtico») de Grau San Martín (1944-1948) y Prío Socarrás (1948-1952)
tampoco fueron mucho mejores.

Eduardo Chibás, líder de la alternativa más honesta, el «Ortodoxo» Partido del


Pueblo Cubano -cuyo emblema electoral era una escoba, para barrer a los
corruptos-, se suicidó públicamente en 1951 después de un mitin radiofónico.
El desprestigio de los «Auténticos» y la debilidad de los «Ortodoxos» sin
Chibás, convencieron a Batista de la viabilidad de un golpe militar, que llevó a
cabo el diez de marzo de 1952.(233) Eran tiempos de desilusión y fatalismo:

Después de haber llevado a las ciudades la lucha que nuestras guerras de independencia desarrollaron en
los campos, la revolución del 30 se quedó clamando muda en la conciencia del pueblo como un gesto
(234)
ensangrentado y trunco.

Cuba vivía y padecía la frustración ya casi endémica de esa República Moral


que animó el proyecto liberal nacionalista del siglo XIX, con la aguda nostalgia
que sugería Eliseo Diego en un poema de los años cuarenta:

Tendrá que ver


cómo mi padre lo decía:
la República...
Como si fuese una materia,
el alma, la camisa,
las dos manos,
una parte cualquiera de su vida.
Yo, que no sé
(235)
decirlo: la República. [102]
Pero la tarea cultural de Orígenes, animada por su oscura fe, compensaba el
pesimismo histórico posmachadista con su optimismo trascendente, eje central
de una especie de revolución pacífica donde la palabra y la pluma volvían a
desempeñar un papel fundamental:

Creíamos que cada forma alcanzada artísticamente tenía que lograr, por una nobleza más evidente, una
claridad para el estado, entonces indeciso, fluctuante, mediocrísimo (...) Queríamos un arte, no a la
altura de la nación, indecisa, claudicante y amorfa, sino de un estado posible, constituido en meta, en
(236)
valores de finalidad.

Algo parecido a ese Estado ideal concebido como meta común debía ser para
ellos la España republicana que representaban las ilustres figuras que habían
pasado por La Habana y sufrían las consecuencias de la dictadura de Franco.
Sobre todo, María Zambrano, cuyo magisterio tuvo mucho de poético y
filosófico, pero también de compromiso por un futuro mejor y de apuesta
intelectual por algo que pudiera revocar de una vez «esa ley fatal de nuestra
historia» que formulaba el pensamiento origenista: «El callejón sin salida en
que siempre había desembocado el esfuerzo heroico: la ley del imposible»(237).
El proyecto de Lezama elaboraba una poética que superaba ese imposible
histórico a través de su concepto de la imagen, entendida, precisamente, como
«infinita posibilidad». La poesía era el «gran puente» que podría unir las dos
orillas, la de lo real y la de lo posible:

En medio de las aguas congeladas o hirvientes,


un puente, un gran puente que no se le ve,
pero que anda sobre su obra manuscrita...
(...)
Un puente, un gran puente,
El asunto de mi cabeza...
Un gran puente, pero he ahí que no se le ve,
sus aguas hirvientes, congeladas,
rebotan contra la última pared defensiva
y raptan la testa, y la única voz
vuelve a pasar el puente, como el rey ciego
que ignora que ha sido destronado
(238)
y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna. [103]

Pero quizá por oposición con la generación de avance, que no dudó en


entregarse a la militancia más activa, durante mucho tiempo se aceptó sin
cuestionarla una caracterización de Lezama y los poetas de Orígenes como
grupo apolítico, voluntariamente aislado en su «taller renacentista» y ajeno a
los acontecimientos que sacudían su país durante unas décadas convulsas y
decisivas para su historia. La verdad es que los origenistas, con Lezama a la
cabeza, siguen conservando aún buena parte de esa imagen que creo no les
corresponde, al menos en tan alto grado: el significado de Orígenes no puede
entenderse del todo si no vemos su aventura como algo mucho menos autista
de lo que suele pensarse. Si sus componentes más conocidos se entregaron a
la elaboración de una obra difícil y cada vez más densa, con ello pretendían
compensar la oquedad ambiental, ese «raimiento» del que se hablaba
constantemente en la revista. Y aunque renunciaron a cualquier activismo que
no fuera el poético, sustentaron con su obra una actitud cultural que tuvo una
gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso una actitud
políticamente comprometida, aunque desdibujada por la complejidad de su
formulación. Ahí quizá estuvo su error o por lo menos su insuficiencia. El propio
Cintio Vitier, en un nuevo prólogo de 1968 añadido a Lo cubano en la poesía
(1957), emprendía una interesante autocrítica de estas cuestiones, que
señalaba la «carencia» fundamental de aquella actitud origenista: «Eliminada la
acción (por desconfianza y desconocimiento de sus posibilidades), quedaban
desconectadas historia y poesía. La primera era el sin sentido y la segunda,
desde luego, el sentido, pero un sentido sólo platónica o proféticamente
verificable»(239).

Pero aquella sentencia de Lezama que acabó siendo divisa del grupo, «Un país
frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros
cotos de mayor realeza»(240), no condujo nunca a una fuga de la realidad; se
llevó a la práctica como un modo de compensar sus carencias y como una
labor sumergida de oposición que abanderaba en sus publicaciones la figura de
Martí como «cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad»(241), a la
espera de ese gran momento que según Lezama traería su «resurrección»
como operante fuerza histórica. En una de las «Señales» sobre la realidad
sociopolítica del país que publicaba la revista, se apuntaba en 1949: [104]

Medio siglo es unidad de tiempo apreciable para cualquier conclusión. Lo que fue para nosotros
integración y espiral ascensional en el siglo XIX, se trueca en desintegración en el XX. ¿Por qué? Las
conspiraciones bolivarianas, las guerras del 68 y del 95, Martí, la propaganda autonomista eran
proyecciones que no han tenido par en el medio siglo siguiente (...) Aun los jouisser más optimistas
tendrán que reconocer que las fuerzas de desintegración han sido muy superiores a las que en un estado
marchan formando su contrapunto y la adecuación de sus respuestas (...) Esa corriente, honda en lo
negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la
sensibilidad se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital
(242)
y secreto.

Pero si en la política republicana Lezama no encontraba estadistas dignos de


ese nombre y de su cargo, tampoco había encontrado a esos artistas capaces
de orientarlos en la dirección adecuada:

Que no hemos tenido estadistas agudos en la interpretación de los instantes o de los fenómenos de la
polis, bueno: tampoco hemos tenido artistas capaces de comunicarle al hombre de estado una misión, o
(243)
de enviarlos [sic] a una tierra descubierta por su extrañeza.

Por eso quiso asumir él ese papel: «explotar la decisión del arte para crear las
posibilidades de un estado mucho antes que la visión tosca de los
estadistas»(244), con la instauración, frente al estado real (república o ciudad),
de lo que llegó a llamar en su respuesta a Mañach «una pequeña república de
las letras»(245).

De acuerdo con la labor «silenciosa» de Orígenes, Lezama no expuso nunca


ese proyecto a través de un programa o una formulación acabada, y su
coherencia se va revelando sólo a medida que enlazamos piezas en apariencia
inconexas. Pero poco a poco la postura política del grupo fue cobrando nitidez
y sus «Señales» se hicieron más valientes, protestando por la fuga de talentos,
acusando a los representantes oficiales de la cultura de ser «contumaces
letargíricos», o denunciando la «falta de imaginación estatal» y la «marcha
hacia la desintegración» que los sucesivos gobiernos no hacían sino
acelerar.(246) [105] También resultó muy expresivo su altivo rechazo a la
subvención oficial que se le ofreció en 1954 desde el Ministerio de Cultura (y
que, claro, implicaba cierta complicidad con el régimen de Batista) cuando
Rodríguez Feo dejó de financiar la revista:

Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de
su admiración. Les damos las gracias, pero preferimos decisivamente vuestra indiferencia. La
indiferencia nos fue muy útil. Con la admiración no sabríamos qué hacer. A todos nos confundiría, pues
nada más nocivo que una admiración viciada de raíz. Estáis incapacitados vitalmente para admirar.
(247)
Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias...
Y en otra de esas «Señales», Lezama deslizaba algunas claves ya
inconfundibles, a propósito del célebre anatema -desintegración- que la revista
lanzaba contra la seudorrepública:

Ha existido siempre entre nosotros una médula muy por encima de esa desintegración. Existe entre
nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta. Han
sido nuestros artistas, que procuran definir, comunicar sangre, diseñar movimientos. Mientras, la otra
política, la fría, la desintegrada, ha rondado con su indiferencia y su dedo soez esa labor secreta que
asombra ver en pie dando pruebas incesantes de su vocación como quien se dirige a su destino con
misional misterio (...) Y ese grupo de nuestros artistas, si no ha vencido, está afanoso de mostrar quien
(248)
venza.

Había, por tanto, dos formas de hacer política: la inculta, falsa y desintegradora
de los gobernantes oficiales, y la otra, una política secreta, profunda, auténtica,
defensora de los valores de lo cubano y cultivada por los artistas, que ejercen
en la amable República Lezamiana un misterioso poder redentor.(249) Ese
atractivo planteamiento [106] hubo de ser decisivo para la cohesión del grupo,
pues daba cauce a una ideología que no había encontrado acomodo en
ninguna de las corrientes políticas cubanas de aquellos años, ni se reconocía
con la capacidad (ni el interés) para crear una nueva. La propuesta lezamiana
daba solvencia histórica a una aventura que buscaba oscuramente en lo
poético, en las esencias y en la vuelta a los orígenes, una conquista del futuro.
Recordemos que los poetas de Orígenes querían hacer tradición, pero también
querían hacer profecía, «suma de posibilidades para avizorar las tierras que
tendremos que habitar como estilo de vida».

Desde esa misma convicción escribió Lezama también para Orígenes uno de
sus textos más desconcertantes: «X y XX»(250), un hermético diálogo en el que
dos voces discuten de nuevo la insularidad «como interrogación para la
cultura» y aclaran algunos puntos que permiten entender mejor su propuesta y
descubrir en ella con relativa facilidad las grandes líneas de su proyecto
utópico: «Lo que en la esfera de pensamiento se llama paradoja, en lo terrestre
se llama isla», escribe allí. Y concluye:

Hay que evitar una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento (...) No es un lujo de la inteligencia
zarpar unas naves para contemplar unas arenas no holladas. Que nuestra demoníaca voluntad para lo
desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y la fruición para llegar
hasta ellas.
Y entendemos que esa isla-paradoja -más que una (u otra) objetivación de
Utopía en territorio americano-(251) fue una apuesta intelectual a favor de la
«navegación riesgosa» del pensamiento, si enlazamos ese texto con lo dicho
en «las imágenes posibles» (1948): «Ninguna aventura, ningún deseo por el
que hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una
imagen»(252), y con su editorial del último número de Nadie parecía, que llevó el
significativo título de «Resistencia»: [107]

Cuando la resistencia ha vencido lo cuantitativo, entonces empieza a hervir el hombre. Entonces... En


esta noche al principio della vieron caer del cielo un maravilloso ramo de fuego en la mar (Diario de
Navegación, 15 de septiembre 1492). No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de una
resistencia, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia
pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de muchos en una sola
(253)
visión. Son las épocas de salvación, y su signo es una fogosa resistencia.

Hay que subrayar que esa vertiente salvadora del pensamiento de Lezama no
fue una derivación tardía o un añadido inconexo a su poética, sino algo que
brotaba espontáneamente de una obra que rehuyó siempre cualquier intento
desprovisto de esa proyección. Recordemos, por ejemplo, que en su
«Rapsodia para el mulo» escrita por las mismas fechas -poema que María
Zambrano vio como himno de raíz teleológica y canto a «la tenacidad de un
Sísifo vencedor»(254)- Lezama situaba, frente a la «estéril cabeza negadora», la
callada labor del mulo impulsada por «el agua de los orígenes»(255). La
terquedad del mulo en el cumplimiento de su «destino frente a la piedra», una
misión que lo sitúa contra lo inerte, es capaz de transformar la piedra en árbol y
«sembrar árboles en todo abismo». Desde este punto de vista, el poema
sintetiza, no sólo su afán de resistencia ante lo difícil, sino también su destino
misional, fértil a través de la creación(256): [108]

Su don ya no es estéril: su creación,


La segura marcha en el abismo.

La obsesión por esa salvación cultural de Cuba se remonta, como es sabido,


por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando los principales letrados del
movimiento nacionalista (Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Domingo del
Monte) inventan la tradición de «la cubanidad» y propagan la idea de una
literatura nacional que «brota» naturalmente de ella. Desde entonces ese
concepto cultural ha estado determinado por fines políticos, explícitos u
ocultos(257), y creo que esa misma determinación es innegable en el proyecto
de Lezama. Su defensa de lo cubano ha podido entenderse como la de una
noción de identidad absoluta, inmutable e impermeable al contexto -a ello
contribuye el uso constante de términos como 'esencia', 'raíz', 'resistencia',
incluso 'orígenes'-, pero en realidad está determinada por unas circunstancias
históricas muy concretas.

Al evaluar la importancia de aquella «Biblia del Origenismo» que fue Lo cubano


en la poesía de Cintio Vitier en el proceso de afirmación nacionalista cubano,
Arcadio Díaz Quiñones concluyó que cumplía una función crucial, pues no sólo
era el recuento de las diversas formulaciones del problema llevadas a cabo por
sucesivas promociones de escritores (lo que «impone una trama a la historia
literaria y a la historia de la cubanidad»), sino, además, convertía la literatura
en «un instrumento de exaltación nacionalista»:

Esos textos críticos e históricos de Vitier pueden interpretarse como un ambicioso intento de
fundamentar, preservar y sistematizar la continuidad cultural nacional, a la vez que se funda un discurso
acerca de la literatura en el que la conciencia de la herencia marca su pensamiento, creando las
(258)
condiciones que autorizan su propio discurso.

El propio Vitier había insistido en el carácter histórico de los propósitos [109] de


su libro, explicando en el prólogo que entendía esa noción de lo cubano como
el resultado de un complejo proceso de toma de conciencia de «lo que más
genuinamente nos expresa en cada instante»:

No hay una esencia inmóvil y preestablecida, nombrada lo cubano que podamos definir con
independencia de sus manifestaciones sucesivas y generalmente problemáticas, para después decir: aquí
está, aquí no está. Nuestra aventura consiste en ir al descubrimiento de algo que sospechamos, pero cuya
identidad desconocemos. Algo, además, que no tiene una entidad fija, sino que ha sufrido un desarrollo
(259)
y que es inseparable de sus diversas manifestaciones históricas.

En otras palabras: la identidad no puede verse como expresión de una realidad


previamente constituida, al margen de los discursos que la articulan, de ahí que
podamos concluir que también en la visión origenista de lo cubano bajo especie
de fundación, esa fundación estuviera puesta al servicio de un proyecto cultural
(y político) específico. Creo que con esa reformulación, en la que la definición
de la nación se entiende de acuerdo con la imagen que ofrece de ella la
escritura, el proyecto origenista se orientaba hacia la legitimación del papel
fundamental de los representantes de la cultura en la construcción de un nuevo
Estado. Con él Lezama obedecía al perfil del «buen letrado» que exigió para
Nuestra América Martí: «estrategia es política»; «la solución está en crear»(260).

El enorme poder regenerador que el proyecto de Lezama y su grupo atribuye a


los representantes «selectos» de la cultura (ellos mismos) como idóneos
dirigentes del país, puede ser interpretado como el equivalente en lo simbólico
del compromiso político que otros autores expresaron explícitamente, o
ejercieron entonces a través de la militancia real. «La nación consistía en una
dilución de sus jugos, en un escaparse sus aromas mejores», explicó Gastón
Baquero: «Se imponía concentrarla en espíritu, en forma, en expresión»(261).
Así, si entendemos su poética, entendemos su política, y viceversa: definir y
defender la identidad de lo cubano fue para ellos la única forma fecunda [110]
de hacer política en un momento en que «el país estaba hueco. Sólo su alma,
oculta, vivía»(262).

La dilución amenazaba tanto desde la creciente influencia norteamericana(263),


como desde la complicidad de sucesivos gobiernos que parecían empeñados
en imponerla. Había que combatir al tigre de adentro y al tigre de afuera, como
ya había advertido Martí(264). España, aportaba, en cambio, un linaje idóneo
para preservar la identidad de lo cubano: «la terca resistencia de lo español» y
«el eticismo hispánico eterno»(265).

Las circunstancias no podían ser más acordes con la oportunidad de ese


renovado arielismo(266). Para ellos el contexto replanteaba, agravándola, la
problemática del 98: el período semicolonial, oficialmente, había llegado a su
fin con la derogación de la famosa Enmienda Platt en 1934 -por la que la
Constitución cubana establecía el derecho de Estados Unidos a «intervenir
para garantizar la independencia y ayudar a cualquier gobierno a proteger las
vidas, la propiedad y la libertad individual»-, pero en la práctica la «república
mediatizada» suponía una menos explícita pero igualmente poderosa situación
neocolonial con pretensiones anexionistas, lo que se agudizó más aún con la
llegada al poder de Batista como dictador (1952-1958). El sentimiento
independentista también se reavivó, y el proyecto origenista, en el fondo,
recordaba las claves martianas para emprender la resistencia. Por eso
afirmaba Vitier, parafraseando el curioso «Principio de la ley de gravitación de
Cuba» de John Quincy Adams, que, si en lo económico y hasta en lo político
ese «fruto maduro de una rama [111] lejana del árbol hispánico» había caído
en manos del imperialismo norteamericano, «desde el ángulo espiritual nos
escaparemos siempre», explica, «si somos capaces de entrar en contacto con
las fuerzas positivas que laten detrás de nuestros vicios y flaquezas»(267).
Idénticos propósitos habían inspirado el gran poema anticolonialista de
Lezama, «Pensamientos en La Habana», publicado en Orígenes en 1944(268):

...Si un estilo anterior sacude el árbol,


decide el sollozo de dos cabellos y exclama:
my soul is not in an ashtray.
Como quieren humillarnos les decimos
the chief of the tribe descended the staircase.
Ellos tienen unas vitrinas y usan unos zapatos.
En esas vitrinas alternan el maniquí con el quebrantahuesos disecado,
y todo lo que ha pasado por la frente del hastío del búfalo solitario.
Ellos no quieren saber que trepamos por las raíces húmedas del helecho
y que, aunque mastiquemos su estilo,
we don't choose our shoes in a show-window.
Los abalorios que nos han regalado
han fortalecido nuestra propia miseria.
Pero nos sabemos desnudos
y el ser se posará en nuestros pasos cruzados.
Y mientras nos pintarrajeaban
sabíamos que como siempre el viento rizaba las aguas
y unos pasos seguían con fruición nuestra propia miseria.
(...)
Pobre río bobo que no encuentra salida,
ni las puertas y hojas hinchando su música.
Escogió, doble contra sencillo, los terrones malditos,
pero yo no escojo mis zapatos en una vitrina.
(...)
Yo continúo trabajando la madera,
como una uña despierta,
como una serafina que ata y despierta la reminiscencia.
Mi alma no está en un cenicero. [112]

Y ése fue el propósito también de sus conferencias sobre La expresión


americana, que coincidieron en 1957 con las de Vitier sobre Lo cubano en la
poesía; dos grandes «actos» origenistas que, cada uno a su modo, intentaron
contribuir «al rescate de nuestra dignidad»(269) confiando una vez más en el
poder salvador -compensador, al menos- de la cultura.

Algunos críticos han interpretado el poderoso sustrato hispanista del proyecto


cultural del grupo Orígenes, y la consecuente relegación de lo indígena y lo
negro-africano, como una limitación en su aprehensión de la identidad cultural
cubana. Pero lo que defendieron como lo hispánico esencial constituía para
ellos el elemento catalizador de la diversidad cultural de su pueblo, el punto de
confluencia. Ahí vieron la clave para consolidar un sentimiento de identidad
más resistente que las diferentes «tesis disociativas» debilitadoras. Lezama lo
explicó claramente en alguna ocasión:

Al querer subrayar valores populares en el arte, nos subordinábamos a lo hispánico: ¿no hemos visto
acaso, en colecciones de versos populares negros, el A Pedro, mi hermano -el santo que tengo en la
mano- roto y descosío -que no sabe ni el santo que ha sío, que era en realidad una coplilla burlesca del
XVI hispano? Surgían así los temas negros tratados en octosílabos romanceados y los cuentos
malcriados, donde nuestros guajiros hablan como andaluces (...) Si temíamos a los integrantes
nacionales, al arte que en definitiva venía a rendirnos a lo hispánico, precisábamos ya que sólo la
eticidad resistente de lo hispánico podría lograr la unidad. Sabíamos ya que lo hispánico no podía ser la
norma para lograr la universalidad de nuestra expresión artística, pero si ésta se lograba, la eticidad
(270)
hispánica ayudaría a la rotundidad de su pleno.

El «enfrentamiento» de Orígenes nunca podía ser contra lo que «nutre» a lo


cubano -fuera de origen hispánico, indígena, africano u oriental-, sino contra lo
que lo «desintegra»: la norteamericanización resultante de esa otra teleología
fatalista de la inevitable subordinación al más fuerte.

Esa orgullosa defensa de la herencia cultural española es probable que se


suscitara, en parte, por oposición a las búsquedas hispanoamericanas
decimonónicas, vanguardistas y posvanguardistas de modelos [113]
alternativos al hispánico, cuya adopción implicaba para ellos forzarse a ser
distintos a como se era. Pero además ese problema apuntaba hacia al peligro
principal de la historia cubana: el de la absorción por el otro, errónea solución al
atraso histórico contra la que ya se había opuesto su adorado Martí. Así, el
rescate de lo hispánico -que no era sólo lo español- lo exigían los siglos de
historia común, y parecían exigirlo también las circunstancias inmediatas: una
cultura aquejada de «males de osteína, de falta sustancia ósea» y víctima de
los modelos introducidos en la isla por los Estados Unidos. Lo explicó Cintio
Vitier cuando presentó su antología Diez poetas cubanos:

Lo que debemos a Europa no podría ser olvidado sin caer en la triste ingenuidad americana de negar el
papel todavía rector de la cuenca del Mediterráneo en los rumbos del espíritu. Y decimos «todavía»
porque un nuevo espíritu, si así puede llamarse, amenaza con helar nuestras mejores esencias (aquellas
que, por el contrario, Europa nos ayuda a partear y definir), desde la nación más poderosa de este mismo
hemisferio.

Lejos de cualquier tesis hispanizante o eurocentrista, para ellos un nuevo


acercamiento reflexivo a lo hispánico suponía en realidad un conocimiento más
profundo y una mejor definición de lo cubano. Por eso, se insiste:

Estamos muy lejos de constituir esa exquisita especie de evadidos que algunos imaginan (...) Resulta
para nosotros evidente que el poeta hispanoamericano ha de realizarse dentro del ámbito de la poesía
occidental (...) Pero no es sólo que no hayamos olvidado el conmovedor hogar histórico en que vivimos,
la traicionada isla que nos mira, sino que el centro mismo de nuestro fervor ha sido el hallazgo de una
(271)
realidad cubana universal, la provocación de nuestra sustancia más dura y resistente.

Desde este punto de vista, el proyecto de Orígenes puede entenderse sin


dificultades como continuador de los que el pensamiento anticolonialista
cubano del XIX intentó llevar a cabo, apuntalando las bases, demarcando los
contornos y estableciendo los principios éticos y estéticos que debían regir ese
«estado alternativo» que también se llamó la República de las Letras: [114]

Durante las primeras décadas del siglo XIX, los letrados prominentes se proponen reestructurar el
campo intelectual cubano creando un campo literario alternativo que ellos definen como un espacio
autónomo que ha de permitirles alcanzar una mayor independencia intelectual y profesional. Desde ese
espacio, designado metafóricamente como la «República de las Letras Cubanas», esos letrados aspiran a
(272)
tener una influencia cultural y política decisiva en la sociedad.

Lo que sugiero es que, en el pensamiento de Lezama -que por algo


despreciaba los intentos disolventes de la Vanguardia- no hay solución de
continuidad entre esas aventuras intelectuales independentistas de la Cuba
colonial, las regeneracionistas de fines del XIX (con Martí o Rodó como
modelos principales), las vertebradoras de Ortega en la España del XX, y la
suya propia(273), emprendida en un momento en que la historia de Cuba hacía
particularmente oportuna la aplicación de ese legado para el establecimiento de
aquella República de la Poesía aprendida de Juan Ramón. Y ahí se
fundamenta buena parte de la famosa marginalidad lezamiana: al margen de
modas y coyunturas estéticas, su pensamiento se identificó con el de aquéllos
que antes que él habían asumido la causa de la cultura como una misión
heroica, convencidos de que la labor del intelectual podía triunfar donde la
política había fracasado. En ellos encontró una tradición donde enraizar su
proyecto teleológico, que insistió siempre en fundamentar poéticamente tanto la
vida como la política, en entender el compromiso desde la poesía, y en
perseguir la creación de una Cuba posible -es decir: irrealizada pero no
irrealizable-, que pudiera materializar la confluencia (también poética y también
martiana) entre la justicia, la belleza y la verdad.

La tan mencionada resistencia origenista se basaba en el fondo en la creación


de algo similar a esa República de las Letras anticolonial: un espacio
alternativo y autónomo que aspiraba a hacer de la cultura [115] una nueva
religión en un mundo sin valores, que se opuso al poder vigente y sus excesos
anticulturales, y que intentó combatir la desintegración y la docilidad ante la
influencia norteamericana. Orígenes fue también una realización de esa ciudad
letrada que estudió Ángel Rama y que «articula las relaciones de la cultura con
el poder, consolidando el orden por su capacidad para expresarlo
rigurosamente en el nivel cultural»(274); pero en este caso por oposición,
mediante una ideologización destinada a derribar el orden vigente -la «farsa
republicana» primero, la dictadura después- y a consolidar otro que ellos
entendieron más auténtico. Eso hacía del grupo «más que una generación, un
Estado de lo necesario posible en nuestra sensibilidad, una resistencia erguida
frente al tiempo»(275).

Pero el tiempo no pasaba en vano, y ya en los años cincuenta, precisamente


cuando sus más famosos integrantes daban el paso a la madurez creativa, el
grupo empezaba a no poder ser tenido como tal: la década final de Orígenes,
tan agitada en lo político con el golpe de estado de Batista y el inicio de la lucha
guerrillera en las montañas, fue agitada también por nuevos enfrentamientos
internos que aceleraron el final quizá biológico de la revista. Esta vez la causa
fue la publicación, en el número 34 de 1953, del texto «Crítica paralela» de
Juan Ramón Jiménez, donde el poeta, ya desde su retiro, lanzaba los últimos
dardos contra los que alguna vez reconoció como discípulos(276). Juan Ramón
arremete allí contra Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Gerardo
Diego y, sobre todo, Jorge Guillén, a quien dedica juicios implacables como
respuesta a unos «Epigramas» suyos aparecidos en el número 31 de
Orígenes, con los que se sintió paródicamente aludido. Al parecer, Lezama
publicó el texto de Juan Ramón sin consultar con Rodríguez Feo (quizá a
sabiendas de que no lo aprobaría, pues era amigo personal de los
atacados)(277) y, [116] aunque ni el texto ni las turbulencias que produjo eran
para tanto, su publicación provocó la ruptura entre los directores y fue el motivo
público del «cisma» que hizo que del número 35 de Orígenes salieran a la
venta dos versiones distintas, una dirigida por Lezama y la otra por Rodríguez
Feo.

Muy similares, pero no idénticas(278), la revista de Lezama conservó casi al


completo -hubo casos de vacilación- la nómina de colaboradores durante ése y
cinco números más, hasta el cierre de la publicación en 1956 por dificultades
económicas. La de Rodríguez Feo tampoco se alejaba mucho del espíritu de la
revista común, pero pronto se convertiría en la enérgica Ciclón (1955-1957 y
1959) dirigida por él y con Virgilio Piñera como secretario, que, de acuerdo con
su nombre, se proponía arrasar con todo, empezando por Lezama y su grupo.
«Borrón y cuenta nueva» se titulaba el texto de presentación, enteramente
dedicado al asunto, donde se proclamaba:

Lector, he aquí a Ciclón, la nueva revista. Con él borramos a Orígenes de un golpe. A Orígenes, que
como todo el mundo sabe tras diez años de eficaces servicios a la cultura en Cuba, es actualmente sólo
peso muerto. Quede pues sentado de entrada que Ciclón borra a Orígenes de un golpe. En cuanto al
grupo Orígenes, no hay que repetirlo, hace tiempo que, al igual de [sic] los hijos de Saturno, fue
(279)
devorado por su propio padre.

Afortunadamente, Orígenes no era sólo la revista, y a las virtudes del grupo


que han perdurado hay que añadir la proyección que alcanzaron las Ediciones
Orígenes, que consiguieron publicar veintitrés títulos, entre ellos los de quienes
han constituido puntos de referencia fundamentales para la poesía cubana más
reciente (Eliseo Diego y el mismo Lezama, por ejemplo) o estudios y antologías
que aún hoy son de obligada consulta, como las dos de Vitier o La poesía
contemporánea en Cuba de Fernández Retamar (1954). Por todo eso,
Orígenes ha pasado a la historia como un hecho cultural que permitió la
apertura a la cultura universal y el desarrollo y la maduración de las obras [117]
de sus ilustres colaboradores, así como la promoción de una nueva expresión
poética que orientó a la poesía cubana por caminos opuestos a los que el
grupo de Lezama había transitado: aquella República de la Poesía sentó
también las bases para su propia disidencia.

3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del Ciclón

En 1942, en su revista Poeta, Virgilio Piñera había escrito: «El desarrollo es


como sigue: del síntoma (Verbum) se origina el sentimiento (Espuela de plata);
de éste surge el disentimiento (Clavileño, Nadie parecía y Poeta)»(280).
Siguiendo ese juego de palabras, Cintio Vitier añadía años después:

Luego vino el consentimiento (Orígenes) y finalmente el resentimiento (Ciclón). Éste ya estaba


pronosticado en aquel editorial «Terribilia meditans», donde se lee: «en este consejo poético de familia
poética la salvación vendrá por la enemistad, por las contradicciones, por la patada de elefante». Y
Ciclón fue exactamente eso, la patada de elefante cuyos destrozos fueron a aumentar la confusión y el
(281)
arribismo seudorrevolucionarios de Lunes de Revolución (1959-1961).

Pero esa «patada de elefante» simbolizaba, más allá de las rupturas


personales y la hostilidad consecuente, la oposición radical que existió desde
siempre -recordemos el cisma de Espuela de plata- entre dos poéticas, dos
cosmovisiones y, por tanto, dos proyectos culturales, irreconciliables. José
Prats Sariol ya aplicaba un enfoque similar cuando analizaba las duras críticas
contra la poesía de Lezama que pronunció Virgilio Piñera desde Poeta:

Obsérvese cómo [esa crítica] se fundamenta en un principio de la estética romántico-vanguardista: la


teoría de la búsqueda y el cambio permanentes, opuesta de raíz a la concepción clásica que en este
aspecto caracterizaba a Lezama. Tal oposición es fundamental para distinguir la poética de Orígenes de
(282)
la que sostuvo la revista Ciclón. [118]

Estoy de acuerdo: Piñera reaccionaba entonces contra una obra que quizá aún
admiraba, pero que no era ya la que él quería hacer. Y en su caso era una
negación «dialéctica», no generacional.

No parece verosímil que aquel conflicto entre los directores de Orígenes, por
grave y hasta justificado que fuera, provocara por sí solo la rencorosa ruptura
que se proclamaba ya en el primer editorial de Ciclón y que convirtió a Virgilio
Piñera por largos años en «Némesis de los origenistas»(283). Tal disidencia, y
los ataques correspondientes contra la obra de Lezama, adquieren, con la
perspectiva que da el tiempo, los valores de esa constante cultural de
«agotamiento de las formas». Y Virgilio Piñera, cuya obra pareció vivir siempre
adelantada a su tiempo, pudo ser portavoz también de ese pronóstico. Desde
Las furias (1941), El conflicto (1942), La isla en peso (1943) y Verso y prosa
(1944) demostró que su obra obedecía a otro rumor, muy distinto del que
inspiraba a Orígenes, y su ensayo «El país del arte» (1947) puede interpretarse
sin dificultades como su primera diatriba anti-Lezama, lanzada con la furia del
ciclón, pero todavía desde dentro de la revista anterior. Leemos allí:

Uno se levanta todas las mañanas diciéndose que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas,
con esas exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio, de Rigor, de
Seriedad, de Resistencia; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal destino...; que somos
francmasones del Arte ¡qué horror!: yo te muestro y tú me muestras, y todos se muestran; que la meta
está próxima, que ya llegaremos, ¡cómo no! ¡No faltaba más! Finalmente me digo que se nos ha hecho
una sucia jugada, que mentira, que no hay tal Arte, que estamos condenados per saecula saeculorum a
seguir una sombra cuyo cuerpo real y propio nada tiene que ver con el triste uso que hacemos de la
misma. Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo en sumo grado energético y ¿qué pasa
(284)
entonces? Que el resto del día me lo paso en artista...

Con la aparición de Ciclón en 1955 se abría, pues, una tribuna para un autor
que nunca cupo en Orígenes y que rompe entonces definitivamente con ella,
con su estética, con su ética y con su figura central. Pero esa fue una ruptura
anunciada y razonada desde mucho antes. Las reflexiones de Piñera al
respecto permiten comprobar que ya en [119] 1944 el autor estaba anunciando,
al mismo tiempo, la necesidad de un nuevo lenguaje y el agotamiento del
anterior. Como acuse de recibo del primer ejemplar de Orígenes, escribió a los
editores:

Señores,
hoy me llega Orígenes, que ustedes editan. Su recibo me obliga a un comentario (...) Llega en un
momento crítico de nuestras letras: Imposible a la altura a que estamos continuar con las soluciones de
hace un lustro y medio; entonces ellas funcionaban; hoy no serían sino peso muerto. Orígenes tiene que
superar ese delicuescente marbete de morceaux choisis con que se adornan las culturas cuando,
habiendo cumplido su fase dinámica, entran a esa elegante pero estéril postura de la momia. Yo quiero
decir concretamente que Orígenes tiene que llenarse de realidad, y lo que es aún más importante y
(285)
dramático: hacer real nuestra realidad.

La de Ciclón fue, sin duda, una postura más acorde con la inquieta
personalidad de Piñera y más acorde también con las nuevas corrientes de
pensamiento y expresión que ya empezaban a imponerse y exigían romper con
una visión de las cosas que, a la luz de los cambios que se avecinaban, podían
ser tachadas de anacrónicas en el nuevo contexto. La vocación de la revista,
igual que la de Orígenes, siguió siendo más literaria que política, pero es
interesante señalar que su silencio de dos años se explicó a los lectores
aduciendo esa segunda motivación: según señala su director cuando
reaparece en 1959, la revista había suspendido su publicación en junio de 1957
«...porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de
Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra
juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros
lectores simple 'literatura'»(286).

Los acontecimientos que se habían sucedido vertiginosamente durante


aquellos años sin duda ayudaron a Rodríguez Feo a intuir astutamente por
dónde irían las cosas. El golpe de estado de 1952 ya había violentado la
legitimidad y legitimado la violencia, pero 1956 significó para el gobierno de
Batista el inicio del terrible ciclo de toda dictadura amenazada: la represión
oficial que incita al terrorismo, y [120] los actos terroristas que justifican la
represión. Ese año trajo también fuertes sacudidas que debilitaron la apariencia
de estabilidad que trataba de mantener el gobierno: se consolidaba el
Directorio Estudiantil Revolucionario orientando hacia la acción violenta la
oposición al régimen; en abril fue descubierta y desarticulada una conspiración
contra Batista organizada por militares leales a la Constitución, que provocó
largas secuelas de arrestos; y en diciembre, Fidel Castro desembarcó del
Gramma en la provincia de Oriente y se internó en las montañas con sus
seguidores, perseguido por las Fuerzas Armadas. El gobierno expidió partes
oficiales dándolo por muerto, pero sólo dos meses después, en febrero de
1957, el New York Times publicaba su célebre entrevista a Fidel Castro desde
Sierra Maestra, cuyas consecuencias inmediatas fueron la popularización de su
imagen, que adquirió el monopolio del liderazgo revolucionario, la noticia de
que sus guerrillas seguían activas desde los montes de Oriente y la
certidumbre de que el panorama político amenazaba turbulencias. Quizá nadie
sabía a ciencia cierta lo que esos acontecimientos podían significar, pero debió
ser muy difícil sustraerse a la inquietud del ambiente: eran signos inequívocos
de que algo estaba pasando y de que ese algo podría convertirse en otro
«borrón y cuenta nueva» que esta vez escribiría las páginas de una historia
inédita.

No es extraño que, en ese contexto, las respuestas que dio Lezama a una
encuesta de 1956 sobre literatura y política(287) parecieran pronunciadas desde
otra Cuba, ajena a la que se conmocionaba por la fuerza de los
acontecimientos. Pero la fecha en que Lezama escribe su respuesta también
es significativa por otras razones: 1956 fue el año en que Orígenes llegó a su
fin, recordémoslo, tras haber rechazado públicamente una subvención estatal
que habría garantizado el sostén económico de la revista. Hacía poco que
Lezama había tenido que publicar su doloroso epitafio (ese «angustioso
detenernos en la marcha de los que trabajamos en Orígenes» que cerró el
último número(288)), y, fiel a su estilo y tal vez también a su luto, no entra en ese
[121] asunto que podría haber resultado rentable para una entrevista similar, e
insiste, en cambio, en sus convicciones de siempre: sus respuestas son un
rechazo a cualquier relación mecánica entre literatura y política, entendida
como sinónimo de Estado.

La «brusquedad en el arte de la argumentación», dice allí, ha generado en


nuestra época un «confusionismo up to date» que ha llevado a creer que toda
obra de arte ha de ser política, olvidando que «puede carecer de virtud
operante». Recuerda entonces su «premisa mayor»: a diferencia del concepto
de 'nación' (que es ético o espiritual), y del de 'estado' (que es político), la
'sociedad' es para él «un estilo en el vivir» que exige una expresión propia y un
contenido poético en lo cotidiano -lo que él llama «ceremoniales»-, que le
permiten «organizar su resistencia frente al aluvión temporal». Y propone
practicar otro «método relacional» entre literatura y sociedad, el suyo:

Para nosotros las tangencias entre literatura y sociedad son tan sólo permisibles por evaporación o
imagen, por saturación o metamorfosis, o por reducción o metáfora (...) Son las formas aportadas por los
artistas de muchos milenios para esclarecer, descubrir o penetrar en la ciudad. Provocarán siempre el
perplejo de la sociedad, pero he ahí el sacudimiento de la literatura para empujarles la puerta y
amigarlos con esa sociedad hasta donde sea posible.
Ciclón hablaba ya otro idioma. Quería penetrar en los nuevos horizontes que se
empezaba a avizorar y proponía practicar sus «tangencias» con la sociedad
con otras formas de sacudimiento cultural, más cercanas a valores
«vanguardistas», favorables a la ruptura sin nostalgias, al contacto con las
masas y a la renovación del lenguaje poético; algo que, al menos en
apariencia, chocaba con esos «perplejos» de Lezama y con sus aspiraciones
acerca de hallar una sustancia esencial y resistente frente al tiempo. De hecho
Ciclón rompió tanto y tan explícitamente con su antecedente que más bien se
subordinó a él por negación: publicar en la revista de Piñera era ya en buena
medida estar en contra del proyecto de Lezama. Claro que la opinión (privada)
de este último no quedó a la zaga de aquella contundencia. Escribía en 1957:

En la actualidad háblase en poesía de la vuelta a la sencillez, contra una generación que se considera
complicadísima, barroca y extremadamente cargada. Pero una parada en tercia, como dicen los
esgrimistas: una sencillez lograda a voluntad, escalada a soga gimnástica, conseguida en marcha opuesta
a la anterior estructura, ¿es [122] acaso una sencillez? (...) Una generación voluntariosa de la sencillez,
porque la anterior fue lujosa y barroca, estrena una complicación más peligrosa y secreta que la anterior,
y mucho me temo que esa decantada sencillez caiga en lo simple del recuento o en la disfrazada
(289)
complicación intermedia.

Y la pública había quedado lezamianamente expuesta a través de la oscuridad


militante de su obra, que ya desde La fijeza (1949) había definido la
«Aclaración total» como «trabajar en hueco / llenando / un cántaro al revés,
vaciando, vaciando», o insistía en que sólo «la sobreabundancia» otorga «el
lleno comunicante»(290), mientras protestaba desde sus Tratados en La
Habana:

Esos reparos que se señalan con frecuencia, claro que entre los vulgares, de preciosismo, de oscuridad,
de esterilidad, de falta de comunicación, ¿cuál es la correcta actitud frente a ellos? Lo contrario de lo
precioso no es lo grande y humano sino lo vil y deleznable (...) Lo contrario de lo oscuro no es lo cenital
(291)
o estelar, sino lo nacido sin placenta envolvente.

Precisamente es en este contexto donde podemos insertar las derivaciones de


la ya mencionada polémica entre Lezama y Jorge Mañach en 1949. La lectura
de los textos que generó permite intuir que, en el fondo, las críticas de Mañach
no pretendían tanto atacar a Orígenes -«la generación poética mejor dotada
que Cuba ha dado», los llama(292)- como defender otro lenguaje entonces
incipiente. Lezama, desde su primera y única respuesta, había respondido a su
«no entiendo» con su característica defensa de «lo difícil, lo que no se rinde a
los primeros rondadores»(293), pero en los últimos textos de aquel diálogo que
continuó con nuevos interlocutores(294) se habla ya con insistencia [123] de
claridad, de «eficacia» y de «poesía comunicativa»(295), algo que quizá el olfato
de Mañach -vanguardista arrepentido pero experto en reconocer lo nuevo-
identificó en aquel momento, finales de 1949, como los primeros síntomas de
cambio hacia esa sensibilidad comunicante, según la conocida denominación
de Mario Benedetti(296), que se extenderá poderosamente en la poesía
hispanoamericana desde los años cincuenta.

Si los nuevos poetas vacilaban al emprender una orientación común antes de


1959 -trascendencia origenista o inquietudes existenciales; intimismo
neorromántico o surrealismo «comprometido»; sobreabundancia barroca o
sencillez testimonial(297)-, Ciclón les pudo ayudar a encontrarla: al oponerse al
trascendentalismo de Orígenes, la revista estaba defendiendo un interés por lo
inmanente, por la realidad, por el día a día, que la Revolución confirmaría como
prioritario. Basta recordar que en Ciclón publicó buena parte de la nueva
generación de escritores que emprendería muy poco tiempo después la
defensa del coloquialismo desde las páginas literarias del periódico Revolución.

Desde este punto de vista, el antiorigenismo de Virgilio Piñera tal vez estaba
anunciando desde siempre, no sólo la confrontación que estallaría
inmediatamente después entre el grupo Orígenes y algunos portavoces
«oficiales» de las primeras urgencias revolucionarias, sino también el nuevo
realismo que se impondría de ahí en adelante: él fue, de todo el grupo
Orígenes, «el único que se aproxima, más que por la tangente, por la secante,
al orbe coloquial»(298). Y ya desde las páginas de Ciclón, los poemas que
siguieron escribiendo Lezama, Vitier, García Marruz, incluso Diego, se
identificaron con esa sensibilidad remota y ese «trasnochado hermetismo»,
contra cuyo auge se volvería a pronunciar la revista El Caimán Barbudo en
1966, decretando el triunfo definitivo del coloquialismo.(299) [124]

Quizá la breve trayectoria de Ciclón constituya otro de los momentos cruciales


de la cultura cubana, cuyo estudio -aún pendiente cuando escribo- ayudaría a
entender mejor las actitudes, y el grado de las mismas, que adoptaron los
intelectuales, entonces y después, a favor o en contra del proceso
revolucionario y a favor o en contra de sus dictados estéticos. [125]

4. Soledades habitadas por Lezama


En 1615 Góngora defendía la «oscuridad» de sus Soledades apelando al
ingenio barroco: «Hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso
nació de la oscuridad del poeta»(300). Más de tres siglos después, José Lezama
Lima tramaba su obra bajo el lema «Sólo lo difícil es estimulante» y otorgaba a
otro ingenio, el ingenio azucarero, el valor de «símbolo de lo nuestro», cifrando
en «su genésico espacio oscuro» el proceso de cristalización de lo cubano, que
es también «síntesis súbita de acarreos y materiales superpuestos»(301).

Las de Lezama fueron desde el principio una prosa, una poesía y una poética
difíciles, oscuras, insólitas, de «un barroquismo que no era el previsible»(302).
No había en ellas continuidad con lo inmediatamente anterior, pero su
originalidad no buscaba la ruptura polémica: su novedad estaba en lo ecléctico,
laberíntico y «trasmutativo» de sus referencias, y su imprevisible barroquismo
proclamaba como tal «el verdadero espíritu clásico [que] no rehúsa la mordida
de la sierpe»(303). Una estética asombrosa y desconcertante, cuya esencia
paradójica es la «solución unitiva» por la que, dice Lezama, «todo viene a parar
en lo de Gracián: nos concertamos de desconciertos»(304).

Uno de los mayores desconciertos lezamianos ha sido siempre ese


barroquismo. La crítica, en general, proclama a Lezama barroco con [126]
Góngora como modelo indiscutible de su poesía(305), aunque no faltan trabajos
que incluso consideran al autor un «antigóngora», tanto en verso como en
prosa(306), tal vez por la imposibilidad de «traducir» a términos lógicos su
personal terminología, más aficionada a los conceptos que al «culto marfil».

«Los estudiosos, tan abrumados por mi obra, tienen suerte de que abordo el
ensayo; allí busco clarificar mi concepción poética», aseguraba Lezama(307),
pero en ellos nos habla del súbito, la vivencia oblicua o el azar concurrente
como si fueran temas de dominio público y con una capacidad de asociación
que llega a extraviar al lector, pero le permite enlazar a Pascal con el
Andrógino, a la catedral de La Habana con la pirámide de Keops o a Simón
Rodríguez con el vacío taoísta. A pesar de que Góngora es referencia
constante y una clave indiscutible de la poética de Lezama, el suyo es un
gongorismo tal vez demasiado visible para ser generador de tanta «oscuridad».
El propio Lezama dijo muchas veces que entre Góngora y él había diferencias
notables:

Mi amiga Fina García Marruz dice que Góngora las cosas claras las volvía oscuras y que yo las cosas
oscuras las vuelvo claras. (...) Góngora partía de un color, de un metal, de un sonido, a los que aplicaba
una hipérbole desproporcionada resuelta en un verbo poético con suficiente abertura para que el nuevo
monstruo se rindiese como la seda. Yo parto de un oscuro y por una contemplación obsesionante logro
establecer un centro irradiante en el centro de esa oscuridad que se fragmenta por la penetración de la
(308)
mirada.

Góngora fue, ya lo sabemos, la apertura de un «camino» cuyas posibilidades


últimas Lezama trataba de explorar desde aquel primer [127] ensayo en que
anunció su «salto» de la torre gongorina, a la búsqueda de «una mística
corporal o tal vez metafísica sensible»(309), aunque los pormenores del método
sólo los desveló mucho después. En «Sumas críticas del americano»
(1957)(310), explicaba que la originalidad ya no podía seguir siendo ese
concepto que «estallaba» en los años veinte y juzgaba en función de la divisa
faire le contraire, «convirtiendo a Cézanne y Picasso en dos reyes que hacían
sus juramentos caminando de espaldas el uno al otro». La verdadera
originalidad, dice allí, es «una secreta continuidad», la apertura de nuevos
espacios de confluencia por una relectura («memoria creadora») de la tradición
cultural:

Detrás de los valores que se aprecian como originales, se admira ahora a título de súmulas históricas, de
sentido crítico concentrado, la astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían
aposentado viveros de innovaciones que se habían quedado inexpresivas en su totalidad y que ahora se
presentan como un fragmento aditivo.

Y, lo que es más importante, Lezama entiende que es de ahí de donde brota lo


que considera un nuevo tipo de «creador», nutrido por los aportes de una vasta
cultura que, lejos de amedrentarlo, «exacerba sus facultades, haciéndolas
terriblemente sorpresivas». Es el artista (Lezama mismo) que se deja guiar por
un saber intuitivo «hipostasiado en lo histórico» para desmontar los repertorios
culturales y tramarlos de otra forma, en otro discurso, descubriendo así formas
de expresión que permanecían inéditas. Y ésa es la «utilidad» del escritor:

Formar parte de un estilo acreciéndolo, llevándolo a su plenitud. Si al final de su vida un escritor cree
que ha esclarecido o aumentado el flujo creador de su época, se sentirá como si su obra hubiese
(311)
producido un henchimiento, un desarrollo, y ésa es su principal utilidad.

A esas motivaciones responden todas las «reminiscencias» que confluyeron en


su proyecto teleológico. Pero las razones para el acusado hispanismo de las
fuentes que lo nutren creo que hay que buscarlas, no sólo en la constatación
de objetivos culturales afines entre Lezama y los autores que inspiraron su
pensamiento, sino también, por negación, en el acusado antivanguardismo
lezamiano. El caso de Ortega y Gasset puede ser un buen ejemplo para
explicar lo que digo. [128]

Como se sabe, entre los non serviam que la Vanguardia hispanoamericana


animó a practicar se encontraban los que derivaron del rotundo rechazo a la
dependencia de España insinuada por el establecimiento en 1927 de cierto
«meridiano intelectual» trazado desde la antigua metrópoli.(312) La encendida
polémica suscitada por aquel editorial de Guillermo de Torre en La Gaceta
Literaria de Madrid y «su anacrónica pretensión de reconquistarnos»(313) no era
en realidad sino la radicalización de un conflicto que existía (manifiesto o
latente) desde los primeros movimientos hacia la emancipación política y
mental de Hispanoamérica. Pero no creo descabellado pensar que en ese
ambiente tan caldeado por la polémica del meridiano y en el marco de aquella
«feroz respuesta colectiva que une a griegos y troyanos en una especie de
cruzada antiespañola»(314), pudo consolidarse también el rechazo hacia el
pensamiento de Ortega y Gasset, director de aquella Revista de Occidente
cuya occidentalidad confesa, a sólo tres años de su aparición, ya había sido
duramente criticada y contrapuesta a las pretensiones de la «Poesía nueva»
por César Vallejo en ensayos con enorme difusión en tres de los grandes
centros intelectuales de la vanguardia hispanoamericana: París, Lima y La
Habana.(315)
Ese rechazo, desde luego, habría que relacionarlo con las frecuentes
declaraciones de independencia que el vanguardismo hispanoamericano
abanderó, «previo tijeretazo a todo cordón umbilical», como recomendaba en
1924 la revista argentina Martín Fierro(316), y no es [129] imposible que existiera
desde que en 1918 el «pionero» Rafael Cansinos Assens -cuya antipatía por
Ortega era manifiesta- ejerciera como promotor del movimiento Ultra y como
maestro reconocido de Jorge Luis Borges y otros poetas fundamentales para el
desarrollo hispanoamericano de la Vanguardia.

Por supuesto, rebasa el propósito de estas líneas trazar siquiera un esbozo de


las complejas relaciones entre Ortega y los intelectuales coetáneos de uno y
otro lado del Atlántico, pero pienso que aquella polémica de 1927 que
radicalizó las posturas hispanoamericanas frente a España -en cuyo fondo latía
el eterno debate sobre la identidad cultural, ahora centrado en la paternidad de
algunos ismos-, pudo orientar su «cruzada antiespañola» hacia la figura de
Ortega y Gasset, por cualquiera de esas dos razones apuntadas, o por ambas
a la vez: era Ortega quien, a caballo entre Modernismo y Vanguardia, 98 y 27,
tenía el privilegio histórico de proyectar idéntica influencia intelectual sobre las
dos tendencias (regeneracionistas y rupturistas) de la cultura española
coetánea. El mismo Antonio Machado, mayor que él y con toda la autoridad
que le daba ser el máximo poeta de la Generación del 98, se había dirigido a
Ortega ya en 1912 en términos tan elocuentes como éstos:

Usted pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte, tiene la misión de
enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude usted de su influencia sobre los
que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás. Sea usted, como es,
(317)
maestro, en el más noble sentido de esta palabra.

Por supuesto, no todos los «mayores» estuvieron dispuestos a considerarlo un


maestro -me refiero, obviamente, a Unamuno-, pero Ortega mantuvo durante
largos años un liderazgo cultural incuestionable, quizá compartido sólo con
Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna, otros dos «polos
opuestos» de la poesía española del momento.

Así pues, bien por la excesiva españolidad de su obra, bien por el papel de
ideólogo principal de la Vanguardia peninsular(318) que la interpretación [130] en
positivo de su obra más difundida, La deshumanización del arte (1925), le
adjudicó(319), el vanguardismo hispanoamericano pudo ver personificada en la
prestigiosa figura de Ortega esa España cuya hegemonía cultural se
cuestionaba. No hay que perder de vista que entre las múltiples e inmediatas
respuestas hispanoamericanas a aquel texto de La Gaceta Literaria, hubo una
divertida sátira escrita en lunfardo y atribuida, no a un «Giménez Cavallieri» o a
un «Guillermo Torrelli», por ejemplo (los responsables de la revista y del
polémico editorial), sino precisamente a un burlón -y burlado- Ortelli y
Gasset(320).

Y eso para empezar, porque poco más tarde, con la politización de la


Vanguardia, las voces que exigían una poesía responsable y comprometida
volvieron a acusar a Ortega de apologeta del hermetismo, el distanciamiento y
la depuración, incluyendo entre las marxistas «teorías de la decadencia» las
ideas orteguianas sobre el arte deshumanizado, una vez más entendidas como
lo que no quisieron ser.(321)

Insisto en que es sólo una hipótesis, pero creo interesante contemplarla, entre
otras razones, porque de ella derivaría una explicación más para entender el
pensamiento de Lezama: su apasionada asimilación de la filosofía de Ortega y
Gasset fue, desde luego, el reconocimiento de un magisterio innegable, pero
significaba también una toma de postura más en el contexto intelectual de su
época, a favor de la continuidad de ese cordón umbilical que la Vanguardia
hispanoamericana había querido anular.

Las palabras de Ortega en La deshumanización del arte, como casi todas las
suyas, dejan espacio para más de una interpretación, pero [131] creo que,
aunque su agudo diagnóstico de las letras del momento se interpretó como un
«manifiesto filovanguardista» por las principales figuras del vanguardismo
español(322), aquel ensayo de Ortega señalaba el peligro fundamental de esa
deshumanización que describía: glorificar la técnica, la «razón», y anular la
«vida», algo del todo incompatible con el equilibrio de su Raciovitalismo.(323)
Porque «Si se analiza el nuevo estilo -escribía allí-, se hallan en él ciertas
tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende 1) a la deshumanización del
arte; 2) a evitar las formas vivas; 3) a hacer que la obra de arte no sea sino
obra de arte; 4) a considerar el arte como juego y nada más; 5) a una esencial
ironía; 6) a una escrupulosa realización. En fin, 7), el arte, según los artistas
jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna»(324). En sus Ideas sobre la
novela, texto publicado también en 1925 y que se ha considerado
complementario del anterior, las palabras de Ortega parecían despejar dudas
cuando subrayaban que en el arte «lo importante no es lo que se ve, sino que
se vea bien algo humano, sea lo que quiera»(325).

Sin entrar más a fondo en la cuestión, creo que a la ruptura programática de las
vanguardias, beneficiosa en parte («eran demasiados siglos de decir lo mismo
en la misma forma», escribe Ortega(326)), se asignaba, además, un carácter
destructivo, o, al menos, empobrecedor: convertirse en antítesis, y no en
síntesis, de la tradición cultural anterior. Romper con la tradición desvinculaba
al arte de su «realidad radical», todo lo contrario de lo que aconsejó su
pensamiento, empeñado en vertebrar el signo de los tiempos con la fidelidad al
historicismo por el que todo encuentra su raíz.

Ése es el Ortega que Lezama veneró. En 1947, dueño ya de sus juicios y


prejuicios, escribía sobre esa «herejía mayor» de los vanguardistas
hispanoamericanos: [132]

Generación que abría los ojos al ajeno deslumbramiento, creía fabricar cuando reconstruía, adivinar
cuando recogía el dictado del espejo. Generación necesaria desde el punto de vista de lo ornamental
sucesivo pero de sustanciales hallazgos dudosos, abría un paréntesis desmesurado, que tenía que
atolondrar o desesperar a los que venían después, que, imposibilitados de toda tregua, tenían que
trazarse de nuevo una continuidad invisible, aunar la ruptura y la continuidad, el respeto y el rapto, la
herejía y el acatar un lugar irremplazable que había sido negado (...) Esa generación había sido
necesaria, pero la continuidad de su parábola, que se había iniciado con cumplimiento y recta
interpretación del tiempo, terminaba ya en el puro hastío de un interregno humoso o en prolongaciones
indecisas. Unos, nutriéndose de migas, insistentes, insuficientes; otros, repitiendo las tres o cuatro
(327)
verdades que creían haber adquirido.

En ese texto resumía Lezama su opinión general sobre los movimientos de


Vanguardia: oportunos en su audacia frente a «lo ornamental sucesivo», pero
deficitarios en lo esencial. «Lo que es tan sólo novedad se extingue en formas
elementales -concluiría después en Paradiso-: lo verídico nuevo es una
fatalidad, un irrecusable cumplimiento»(328).
Desde sus primeras páginas y siempre con su determinación característica,
Lezama se propuso reconstruir esa «continuidad invisible» que la Vanguardia
había suspendido, armado de un Sistema Poético del Mundo que opuso a las
exclusiones vanguardistas una labor de inclusión, de «suma crítica», en
nombre de «la voracidad trasmutativa americana de raíces ancestrales», algo
así como una personal y «energética» versión del concepto de transculturación
acuñado por Fernando Ortiz(329), que «legitima la potencia recipiendaria de lo
nuestro» y configura el de América como un «espacio gnóstico» (espacio
de/para el conocimiento) que aporta «la temperatura adecuada para la
recepción de todos los corpúsculos generatrices»(330). Es otra de las grandes
convicciones culturales de Lezama y, en lo que nos ocupa, origina tanto el
rechazo del autor al «paréntesis desmesurado» [133] de la Vanguardia como la
práctica de una recuperación casi sistemática de cada uno de los ingredientes
de la tradición que el vanguardismo había negado o cuestionado por
insuficientes. Si la entusiasta recuperación del legado histórico del siglo XIX
cubano podía incluirse en la vertiente contravanguardista del proyecto político
origenista, la orgullosa defensa que hace Lezama de la herencia española,
encarnada en uno de sus máximos representantes en aquel momento, José
Ortega y Gasset, puede responder (¿inconscientemente?) a la misma
motivación. Lo confirmaría la posibilidad de interpretar como un gesto
antilezamiano más el sorprendente número especial que la revista Ciclón (cuya
disidencia respondía en el fondo a la pervivencia en sus directores de «ese
espíritu negador de la vanguardia», según García Marruz(331)) dedicó a la figura
de Ortega, y que incluía como broche final algo impensable en un supuesto
homenaje rendido con ocasión de la muerte del filósofo: el artículo de Borges
«Nota de un mal lector», donde el autor argentino manifiesta sin rodeos ese
rechazo de la obra orteguiana que había heredado de Cansinos Assens.(332)

En cualquier caso, la recuperación que Lezama hace de Ortega no fue


caprichosa: su propio pensamiento tenía mucho de orteguiano por la
multiplicidad de sus intereses, su afán de síntesis y su modo de ser sistemático
de otra forma. Además, el Ortega que pudo asimilar Lezama a través de la
Revista de Occidente o Cruz y Raya, es el de la relectura que en los primeros
años treinta ya empezaba a resolver malentendidos -por esa vía
rehumanizadora que a Lezama le interesó(333)- en torno a las reflexiones
orteguianas sobre literatura. A ese proceso de reivindicación de un «nuevo»
Ortega contribuyó también notablemente María Zambrano, con su propia obra
filosófica y con la defensa y difusión de la de su maestro. En sus conclusiones
a propósito de las Obras de José Ortega y Gasset (1914-1932), escribía en
1933: [134]

De su obra, de su vida, llega una corriente que nos enciende el infinito deseo de ser, en irrefrenable afán
de saltar sobre nuestra propia vida y vivirla profunda, inalienablemente nuestra. La medida de su poder
creador está, aparte de los descubrimientos de carácter teórico, en ese contagio de autenticidad que
(334)
produce.

Con esa lectura, el Raciovitalismo de Ortega quedaba muy lejos aún (como
estaría siempre) de la «impureza»(335) en que desembocó aquel proceso de
«vuelta a lo humano» que constataba a la vez la crisis del vanguardismo
purista y la relación cada vez más estrecha entre literatura y circunstancia
política; pero sí se mostraba vinculado ya a aquellas recomendaciones de Juan
Ramón Jiménez sobre el «espíritu» contra el «injenio» sólo verbal, que fueron
asimiladas por el joven Lezama con entusiasmo y que reaparecen en su obra
con frecuencia. Por ejemplo, en sus Tratados en La Habana, retomando la
cuestión e insistiendo precisamente en la confusión formalista -las «Torpezas
contra la letra»- que la Vanguardia y sus derivaciones habían contribuido a
generar:

La antítesis entre letra y espíritu sólo puede existir cuando alguno de los términos está descentrado y
errante, vacío e inapropiado. La letra mata solamente cuando el espíritu nutricio ya se extinguió o pasa a
ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente (...) El indolente joven
escriba sueña con ideogramas grafológicos y con reemplazar el hiriente rasgueo de la estilográfica por el
caricioso pincel. Escribir a pinceladas, sin despertar ni ahuyentar el monstruo, musita con esa
ingenuidad radical de los pasados de listo. Si el escriba ha debilitado su memoria ancestral, olvidando
que la letra va surgiendo de la inscripción en un coloso, no podrá ser el escriba jubiloso en la eternidad
(336)
de su oficio. Su misión estaba ya entorpecida cuando el signo en sus manos dejó de ser operante.

Un panorama que Cintio Vitier explicaba por las mismas fechas diciendo que
del «confuso vanguardismo» cubano se desprende el [135] grupo de poetas de
la entonces llamada «poesía nueva» -Emilio Ballagas, Mariano Brull, Eugenio
Florit y Nicolás Guillén-, en quienes detecta el ejemplo «decisivo» de la
generación española de 1927: «Los ideales estéticos de ese grupo serán
centralmente los de nuestros poetas: juego, lucidez, belleza intelectual»(337).

Y todo eso no sin un ilustre precedente, ya que Ortega (de nuevo) había
elaborado en su breve ensayo Góngora 1627-1927 -que forma parte de la obra
titulada, precisamente, El espíritu de la letra (1927)(338)-, una especie de
poética-guía de la Generación del 27 que establecía la relación de la nueva
estética neogongorina con la labor iniciada por el vanguardismo, por su mirada
a la realidad desde perspectivas opuestas, pero igualmente extremas: desde la
inspiración popular o desde el cultismo del «logaritmo de la metáfora» (cuyo
propósito es «tapar lo real con su fantasmagoría»). O, lo que es lo mismo, ese
popularismo que la poética artesana de Lezama quiso superar, y esa
«argentería de Góngora» -«vida deshabitada, palabras sin encarnación,
colección de cristales»- que Lezama decidió «poblar» desde aquel ensayo de
1936, «Soledades habitadas por Cernuda».

Puede ser aclarador interpretar esa toma de postura a la luz de aquel debate
que llegó a enfrentar a dos grandes de la poesía del momento -Juan Ramón
Jiménez y Pablo Neruda-, y que en 1930 ofrecía ya el primer intento teórico de
superar la tendencia purista. Me refiero al ensayo El nuevo romanticismo de
José Díaz Fernández, ampliamente comentado en las revistas de la época(339),
cuya alternativa ideológica al vanguardismo -una «literatura de avanzada»-
proponía una «tarea constructiva» que consistía en «construir una obra con
todos los elementos modernos (síntesis, metáfora, antirretoricismo), pero que
organice en producción artística el drama contemporáneo de la conciencia
universal»(340). Esa construcción obedecía ya a los dictámenes [136] de
Mariátegui que habían subrayado «la fe» (revolucionaria, por supuesto) como
elemento esencial para que el arte fuera arte:

La literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así sólo se puede dar unos cuantos
pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es patiner sur place. El artista
que más exasperadamente escéptico se confiesa, es, generalmente, el que tiene más desesperada
(341)
necesidad de un mito.

Toda una versión laica del trascendentalismo lezamiano. Porque, «¿Qué cosa
es un poema sino creencia por anticipado? Los que trabajamos con la imagen
sabemos que la fe es su comienzo. Una cantidad habitable entre la metáfora y
la imagen: la cantidad por recorrer es la fe; la cantidad recorrida con fe es la
caridad, omnia credit, que todo lo cree»(342). Una fe similar defendía Alejo
Carpentier por las mismas fechas en su formulación de lo real maravilloso: «La
sensación de lo maravilloso presupone una fe (...) Lo maravilloso invocado en
el descreimiento -como hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue
sino una artimaña literaria»(343).

La obra de Lezama dirigió siempre críticas implacables a cualquier aventura


artística desprovista de proyección espiritual. Cuando en sus Tratados en La
Habana enfrentaba al poeta «Complejo» y el poeta «Complicado», en realidad
estaba atacando un arte «absorto en la excepción de la aventura, entregado a
las insinuaciones de la adjetivación» -lo complicado- y defendiendo lo propio,
una creación compleja e impulsada por el optimismo trascendente que otorga
la infinita posibilidad, en la que el artista está siempre «en sobreaviso para las
órdenes del ángel», dispuesto a «recibir la anunciación que lo pondrá en
marcha para atrapar la respuesta a la voz que lo despertó para siempre»(344). Y
tampoco le satisfacen otros planteamientos del arte contemporáneo alejados
de esa convicción: acaban «en la nada o en el absurdo sin salida, como en los
existencialistas»(345). [137]

Para Lezama (como para Ortega(346)) el «exceso de arte» era algo antiartístico -
reproche curioso de alguien a quien se acusó de esteticista-, y la falta de fe,
sencillamente «vida deshabitada». De esas mismas convicciones procede uno
de los pronunciamientos centrales en su labor y que aparecía en su
«Presentación de Orígenes» marcando la trayectoria del grupo con ese
rechazo tan suyo a la separación entre lo artístico y lo vital:

Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a poner la vida por encima de la cultura, o los valores de
la cultura privados de oxígeno vital, es ridículamente nocivo y sólo es posible en etapas de decadencia.
En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista, actúa con todos sus sentidos,
incorporando el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida tiene primacía sobre la cultura, es que se
tiene de ésta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces, es pobre cosa
torcida y maloliente (...) En estas cosas no hay primero, no hay después, que siendo ambas, vida y
cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías (...) En las
fundamentales cosas que nos interesan, todo dualismo es superficial; todo apartarse de lo primigenio -
(347)
que no tolera dualismos o primacías-, obra de falacia o de apresurados inconscientes.
El texto intentaba neutralizar el viejo debate ideológico sobre las relaciones
entre arte y vida que se venía replanteando con toda seriedad por lo menos
desde los años veinte, con una sorprendente lucidez, y yo diría que con
argumentos de plena vigencia aún en nuestros días. Lezama critica los
esfuerzos que se han derrochado en discutir sobre un conflicto que cree
inexistente, o existente sólo con un planteamiento superficial y apresurado: se
ha pensado erróneamente que con la disputa entre lo «puro» y lo «impuro» se
trataba de dilucidar una cuestión estética fundamental, sin tener en cuenta
hasta qué punto esa presunta antítesis es una contraposición falsa, por
artificial: la pureza o impureza del arte está «en la calidad de sus jugos
nutricios» -que pueden derivar, bien en «la desnudez», bien en «la plenitud que
logren diseñar»-, pero nunca «en las manifestaciones externas o ruidosas
movidas por manos que pueden ser estériles, aunque se agiten en el orbe de
una extremada locuacidad». Lo «primigenio», lo que es [138] auténtico, no
tolera ese dualismo: «Las esenciales cosas que nos mueven», concluye
Lezama, no sólo «parten del hombre» sino «regresan a él, dejando su
nutrición»(348). Aquellos binomios indisolubles espíritu-ingenio y yo-
circunstancia habían abierto para él una parábola que iba del yo a las cosas, y
de ellas de nuevo al yo.

Y es muy significativa esa conclusión, porque demuestra que la propuesta


lezamiana no fue exactamente un punto medio entre esas dos filosofías del
arte (la «pura» y la «empírica») que para entonces ya habían dividido también
el panorama cultural cubano entre «elementos de la decadencia» y «elementos
de revolución» según la fórmula de Mariátegui, sino una original concepción del
hecho cultural que recuperaba las ideas de Ortega al respecto y convertía la
poesía en una forma de pensar la vida que desborda los límites de lo literario:
también para Lezama se trataba de conjugar la «vida espiritual» con la «vida
espontánea», para obtener resultados «con consistencia transvital»(349).

Por eso irrumpió con una expresión nueva en su contexto que, frente al uso en
exclusiva de un lenguaje de raíz popular (como la poesía negra), de vocación
abstracta (como en la poesía pura), de registro realista (como en la poesía
social), o de inspiración neorromántica (como el lirismo intimista de, por
ejemplo, Dulce María Loynaz), buscaba fundir en uno los dos modos de la
poesía: el canto a lo interior y a lo exterior del hombre; la confluencia entre lo
inmediato y lo trascendente. De ahí la «metafísica sensible o tal vez carnal
geometría» de la que hablaba en su ensayo de 1936 sobre las Soledades,
incubado exactamente en ese contexto en que se produce uno de los más
importantes cambios de orientación de la literatura en español de nuestro siglo,
el que habría de llevar a los intelectuales desde el purismo vanguardista hacia
posiciones comprometidas. En esa encrucijada es donde hay que insertar el
peculiar barroco rehumanizador de Lezama, es decir, su «vanguardia sin
vanguardismo», y todas las paradojas consecuentes.

Por eso su gongorismo, que no practica, por supuesto, un parricidio, tampoco


es una continuación, sin más, de Góngora, sino otra «incorporación
transmutativa» del Sistema Poético que proyecta sobre la obra del autor más
emblemático de su tiempo todas las inquietudes [139] que impulsaron su
proyecto teleológico. La insistente lectura practicada por Lezama sobre la obra
de Góngora sigue a grandes líneas las propuestas de los más conocidos
exégetas del Barroco que fueron dados a conocer activamente por Ortega a
través de la Revista de Occidente, Wölfflin y Worringer sobre todo. Sus
estudios proporcionan a Lezama las claves para construir una teoría personal,
que es la base sobre la que construye su gran ensayo sobre Góngora. Por
ejemplo: los dos elementos que Worringer aísla como términos de una
dialéctica barroca nunca resuelta -anhelo de trascendencia y presencia de lo
sensual(350)-, son fundidos por Lezama en una personal concepción de lo
barroco como expresión exacta de su metafísica sensible. Y a partir de esa
noción acaba señalando graves carencias en Góngora, que intentará completar
inspirado aún por aquel «secreto» de Garcilaso, esto es, «el prodigio en la
fusión de amigos contrarios que van a engrosar una suprema unidad»(351). El
ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora» (1951)(352) nos da las pistas, a pesar
de que es un texto difícil que parece trabajar en dirección opuesta a los intentos
clarificadores de Dámaso Alonso, con un resultado a menudo hermético. Pero
repasemos algunas claves.
Según Lezama, «Góngora, sin proponérselo, prepara la anunciación de lo que
ya hay que sacrificar». Él ha creado en la poesía lo que llama Lezama «el
tiempo de los objetos o los seres en la luz», un rayo metafórico fulminante cuyo
destello «nos obliga a torcer el rostro» y somos nosotros los que,
deslumbrados, creemos en «el añadido o ciempiés de la interpretación» que,
por el contrario, «se apega al único sentido». Según Lezama, es esa potente
luz lo que define la poesía de Góngora, y no la oscuridad que erróneamente se
le atribuye. El «destello» de sus metáforas, con el «escudo de su
chisporroteo», endurece la poesía del cordobés, como las escamas que cubren
el cuerpo de la sierpe que da título al ensayo. Pero el secreto de Góngora no
apunta a lo difícil: ofrece sólo «superposiciones sensoriales resueltas en la
homogeneidad óptica del campo poético». Se le escapa lo esencial: su
«escudo de luz», paradójicamente, lo oculta, y el poeta deja escapar las piezas
en su cacería. Es lo que Lezama llama la consagración de los metales:
«Desaparece más que detiene, entonando más la consagración de los metales
que el ejercicio sobre la presa». [140]

Jorge Guillén llegaría a conclusiones similares años después, cuando veía en


Góngora una poesía hecha de «laberintos difíciles, pero no oscuros», «luz
condensada, luz convertida en algo más palpable, luminosidad corpórea» y una
«energía objetivadora» que tiende relaciones entre objetos concretos con
«imágenes y metáforas que proceden sobre todo del mundo sensible» y han
sido descubiertas «por los ojos y la razón o, más bien, por los ojos de la
razón»(353).

Pero quizá en Lezama encontramos ecos de otra luz gongorina que sí le fue
dada a conocer antes de escribir su ensayo. Me refiero a esa «fría luz de plata»
de la que habló Federico García Lorca en aquella conferencia sobre «La
imagen poética de don Luis de Góngora» que pronunció en La Habana en
1930, a la que Lezama recordaba haber asistido emocionado. Ese texto puede
ofrecernos también algunas claves sobre el peculiar gongorismo lezamiano,
porque si Lorca ve en Góngora a un maestro y lo evoca «con la rama novísima
en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia
objetiva y su sentido de la metáfora»(354), Lezama censura en Góngora
exactamente lo que Lorca entonces celebraba.(355)

El texto de Lorca respondía a la fascinación característica del momento (se


escribió en 1927) ante el poeta que «elevó la palabra hasta [141] un grado casi
sobrehumano de exigencia artística», y consagró la metáfora en formas
«escultóricamente definidas» y «exentas de congojas comunicables». Y ésa es
precisamente la «carencia» que Lezama detecta en Góngora: lo intrascendente
de su arte.

Como explica en el ensayo, el endurecimiento del rayo metafórico gongorino,


«orgulloso de sus escamas», endurece también la poesía, la paraliza en vez de
permitirle realizar su trascendencia, y la palabra se petrifica en el «sentido
único». El «ángel de la luz» alabado por Lorca se muestra aquí encadenado a
su «dolorosa incompletez»; su luz es su limitación. Es decir: el punto a partir
del cual Lezama intenta forjar su propia poética. Y ahí es donde introduce a
San Juan de la Cruz:

Destella la luz por la corteza del cordobés, pero, después de la ofrenda, sólo quedan los que San Juan de
la Cruz llama «ejercicios de pequeñuelos».

El barroco incandescente de Góngora es una poesía que trabaja del lado de la


luz, y, según el orfismo irredimible de Lezama, «todo saber nuevo ha brotado
siempre de la fértil oscuridad»(356). El saber luminoso de Góngora es
incompleto; al ángel de la luz le faltaba «la noche oscura de San Juan», porque
«aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía
mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escayolada». Nunca ha
habido un «planteamiento de la poesía» tan «concentrado», dice Lezama,
como en ese momento en que «el rayo metafórico de Góngora necesita y
clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura, envolvente y
amistosa». La insuficiencia de Góngora radica, pues, en que no accede a los
misterios de la metafísica, en que su poesía, como también diría luego Jorge
Guillén, «vive muy alejada de la poesía espiritual»(357).
El «complicado» Góngora, en fin, no es poeta órfico; el barroco «complejo» de
Lezama sí lo es, y hasta el extremo. La conclusión está clara:

Cuando ese dualismo sea vencido, volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante, volverá a
presentarse la necesidad poética como [142] un alimento que rebasa la voracidad cognoscente y de
gratuidad en el cuerpo (...) Serán la pervivencia del barroco estético español las posibilidades siempre
contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan.

Ahí está la poética de Lezama: unidad de «ingenio» barroco y «espíritu»


místico, metafísica sensible que «depende de un internamiento en el caracol»,
y no del «chisporroteo de sus metáforas». O, como la definió María Zambrano:

La poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa, a pesar de sus complicadas formas, en
ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad, despertándola y
despertándose (...) No de otro modo nos conduce a las oscuras cavernas del sentido. La poesía se
(358)
alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la physis su metafísica.

El suyo era un barroco americano del siglo XX que no compartía el sentido


anticlásico que se le atribuyó al del XVII, ni el sentido sobrehumano o
deshumano que quiso verle la Vanguardia; un barroco que, en tiempos de
dualidades enfrentadas, defendió «la contradicción de las contradicciones» por
la contradicción de la poesía que iba de lo aparente a lo profundo. Un barroco
paradójico empeñado en «habitar» las Soledades y en construir con «el fervor,
la plenitud y el cosmos de lo gótico»(359) una poética, una ética, una política,
una metafísica y hasta una erótica. Un barroco, en fin, que alcanza el disfrute
de lo trascendente por el goce de lo sensual. Paradiso (1966) y Oppiano Licario
(1977) serán ya la novela de ese disfrute(360), que Lezama persiguió desde su
primer poema, «volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante» del que
habló a propósito de Góngora:

Última contradicción: entrar


(361)
en el espejo que camina hacia nosotros. [143]

4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética

El mito de Narciso, vorazmente trasmutado, fue el principio de esa poética


reintegradora, el pórtico espectacular de toda la poesía de José Lezama Lima.
Su largo poema Muerte de Narciso apareció en 1937, en el segundo número de
la revista Verbum, fue editado ese mismo año en un cuadernillo por
Impresiones Úcar, y sirvió para consolidar una amistad poética que se convirtió
en el impulso decisivo de una nueva sensibilidad:

Lezama no empezaba su discurso desde el mismo plano que los otros. No había en él la menor
continuidad con lo inmediatamente anterior, pero esa fuerza de irrupción no lo encerraba tampoco en un
contrapunto polémico. Su espacio y sus fuentes no estaban en relación esencial con la circundante
atmósfera poética. Su tiempo no parecía ser ni histórico ni ahistórico, sino literalmente, fabuloso (...)
Rompiendo todo causalismo, la poesía de Lezama irrumpió como una inexplicable explosión de
(362)
matinalidad. Las aguas del verbo se rizaban con soñadora alegría en Muerte de Narciso.

El poema es uno de esos «fragmentos imantados» de la obra de Lezama, una


paradójica culminación inicial que a la vez cierra y abre; resuelve los tanteos
anteriores del autor y apunta una cosmovisión poética y una teoría del arte que
preludian la evolución de su obra futura: «Es todo un tratado poético -se ha
dicho-, y para explicarlo haría falta otro tratado y una erudición a toda prueba
ligada a una imaginación y un poder de síntesis propio de un alter ego del
poeta. O tal vez un conciliábulo para tratar de descifrar en colectivo lo que un
hombre solo nos ha transmitido»(363). Sobre Muerte de Narciso operan ya los
ingredientes más significativos del pensamiento de Lezama: desde el primer
verso, mítica coordenada temporal en que «Dánae teje el tiempo dorado por el
Nilo», el poema despliega sus enlaces ocultos sobre el imaginario cultural y nos
sumerge en un mundo fabuloso donde el poeta (como Dánae) va tejiendo
asociaciones, imágenes, juicios, metáforas, lecturas, en una «cantidad
hechizada» de veinticinco estrofas que tienen ya ese carácter monumental
típico de la obra de Lezama que Cristina Peri Rossi definió «como [144] una
catedral barroca, recargada, churrigueresca, que ha de impresionar por su
grandeza»(364). Desde sus primeros versos:

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo


envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda a la fuga
(365)
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Toda una «lección de retórica», como también se ha dicho(366), aunque sólo en


un primer nivel: no es álgebra superior de las metáforas ese complejo
barroquismo. La sintaxis de Lezama, su modo de dejar las proposiciones en el
aire o resolverlas con un giro inesperado, sus concordancias imposibles y sus
versos abruptos e intraducibles son elementos propios del gongorismo
contemporáneo, sin duda, y quizá una confusión más reciente, en la línea del
barroco de Sarduy -uno de los más asiduos estudiosos de Lezama-, haya
contagiado el suyo con cierta tendencia al carnaval y la «carencia de espesor»,
haciendo olvidar las implicaciones simbólicas (barrocas, en el sentido
lezamiano del término) que él quiso darle. Pero recordemos su irrevocable
«Principio formal»:

El principio formal
¿tiene entrañas y escudo?
(...)
Sus desgañites palpebrales [145]
el agua lustral no encierran.
Escoge cáscaras labiales,
la boca muerta encierra.
Y exhibe su modorra
en las lecturas zodiacales
(367)
pavón de atrévetes formales.

En su poesía no hay intención de deslumbrar por el significante ni de hacer uso


del «verbo jeroglífico»(368). Sus laberintos barrocos invitan siempre a la
búsqueda de un sentido, sólo que a través de lo difícil, que debe despertar «un
loco apetito de desciframiento»(369). Así, lo que un verso o una estrofa quiere
decir, importa menos que lo que el poema en su conjunto sugiere. Con ello
Muerte de Narciso pone en práctica ya la reformulación de los conceptos de
imagen y metáfora que será característica del Sistema Poético; una
reformulación que apunta más allá del decoro de la poética aristotélica y más
allá de cualquier definición de la retórica tradicional, al servicio de un proyecto
que parte nada menos que

...de la metáfora como superadora de la metamorfosis y de la metanoia del mundo antiguo; de la imagen
como nueva causalidad entre el hombre y lo desconocido; de la resistencia del cuerpo de la poesía; de la
sentencia poética como unidad de la doble refracción; de la dimensión o extensión como fuerza creadora
(...); del posibiliter infinito y las nuevas leyes de la gravitación de la sustancia de lo inexistente; y de la
(370)
mayor exigencia conocida hecha a la imaginación del hombre, es decir, la resurrección.

Ese tipo de «sustancia» poética, «cantidad secreta no percibida por los


sentidos»(371), es en sus poemas el «Invisible rumor» que «Inalcanzable
vuelve», o «Un apetito» que tienta continuamente al poeta: «me persigues,
pasas y repasas / vienes o te ausentas»(372), cuya conquista es [146] una
afanosa búsqueda, un deseo insatisfecho que Lezama convierte en insaciable
Eros Cognoscente, por el que esas soluciones unitivas, teñidas de erotismo
«copulativo», desembocan en toda una Metafísica del Sexo que puede hacer
del «conocimiento carnal», como lo llama él, «secreto alquímico, revelación que
se comprende en la quintaesencia»(373), hasta proclamar «la universalidad del
roce, / del frotamiento, / del coito»(374). Es decir: «La imagen llega a expresarse
por el sexo»(375).

Los dos cuerpos


avanzan, después de romper el espejo
intermedio...
El anverso y el reverso
en el borde de la hoja.
Entrechocando,
frotándose los pies
con la llave maestra del patio secreto
que asciende en el elevador
(376)
precipitándose sobre una cascada...

La trayectoria que lleva a la fusión de dos elementos separados o contrarios


que se desean (lo masculino y lo femenino, lo gótico y lo barroco, lo telúrico y lo
estelar, el poeta y la poesía) y su transformación en otro cuerpo (el poema, por
ejemplo), es la trayectoria de la metáfora hasta la imagen, y ambas están
regidas por la misma ley de atracción -el Eros Cognoscente-, y por el mismo (y
poderosísimo) afán «reintegrador» por el que la poesía «mantiene el imposible
sintético: no una síntesis de antinomias, sino esa momentánea homogeneidad
lograda por la corriente que se dirige hacia el sentido»(377).

Según su concepción, el hombre conoce la realidad a través de la imagen, él


mismo es imagen y toda la aventura humana, que progresa «superando las
leyes del contorno», comienza en la imaginación como posibilidad que se
proyecta hacia el futuro. Esa función poética (es decir, no sólo receptora de la
realidad, sino creadora de nuevas [147] realidades), permite a la poesía ser el
vehículo perfecto para la exploración de lo desconocido, a través de la
metáfora (o «causa») que «penetra en lo incondicionado» (la nueva causalidad)
y avanza por ese espacio o «cantidad hechizada» hasta llegar a la captación
de la imagen, resultado final (y «consecuencia») de la metáfora.

Para esta concepción de la nueva causalidad poética, «el gran ordenamiento


aristotélico» constituía el obstáculo más contumaz. De ahí surge del peculiar
antiaristotelismo lezamiano, que analiza concienzudamente la Poética de
Aristóteles para concluir que es una metodología basada en «la causalidad» y
«el análogo aparencial» (la mimesis, entendida como 'imitación'), algo que
considera «limitaciones cognoscitivas»: «Para que la imitación aristotélica
llegara a ser imago, tenía que reactuar en el ser y lo real absoluto»(378),
concluye. Frente a las ideas de Aristóteles libremente interpretadas, él propone
el perplejo de la imagen como «posesión de secretos», «seguridad de tierra
revelada» y puente invisible hacia el otro lado de la realidad, que permite
«reducir lo sobrenatural a los sentidos transfigurados del hombre». La metáfora
es su reverso, un fragmento visible que con su fuerza conectiva va avanzando,
a través de infinitas analogías («continuo de conocimiento»), hasta alcanzar
esa imagen que «vuelve sobre la metáfora creando el territorio sustantivo de la
poesía»(379). El proceso aparece metaforizado en el título de su último
poemario, Fragmentos a su imán, pero lo explica insistentemente el autor hasta
en sus entrevistas. Por ejemplo:

Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada
entre una metáfora que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la
pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis (...) Las conexiones de la metáfora son progresivas e
infinitas; el cubrefuego que la imagen forma sobre la sustantividad poética es unitivo y fijo como una
(380)
estrella.
Y en uno de sus últimos poemas:

Así, los fragmentos oscuros


buscan su incandescencia, esperando
la llegada espiraloide de una fuerza [148]
que los remacha como un astro en el espacio.
La espera se hace tan creadora
como el vencimiento de la distancia.
(381)
El espacio se contrae para parir...

El Sistema Poético traza sus coordenadas en esa concurrencia «magnética»


donde la poesía «mantiene el imposible sintético» y la causalidad y lo
incondicionado confluyen. Ahora bien: «Se necesitaba una región donde esa
concurrencia fuera a la vez una impulsión, la impulsión una penetración y la
penetración una esencia». Y ahí entra Pascal, claro que «lezamizado»:

Pascal, al señalar su inquietante entredeux, señala, sin proponérselo acaso, la región de la poesía. En
realidad, la poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad donde no es posible la antítesis, es la
total ruptura del entredeux pascaliano (...) Es ahí donde hay que buscar las tierras incógnitas de la
poesía, colocándose en la tradición de Pitágoras, que creía que la escritura, tesis incomprensible para el
(382)
contemporáneo romanticismo antisignario, nace de un misterio, no de la horticultura de la pereza.

Surge así la Metafísica de la Imagen, por la que Lezama despliega la espiral


argumentativa que descontextualiza, reinterpreta fuentes y trenza su
interpretación de «lo imposible creíble» y «lo máximo se entiende
incomprensiblemente» que atribuye a Giambattista Vico y Nicolás de Cusa, con
lo incondicionado kantiano, el etrusco potens («sí, es posible», traduce él) y el
credo quia absurdum de San Pablo como «omnicomprensión poética y
totalidad de la creencia», para convertir la poesía en «la línea donde lo
imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad»(383) y, de
ahí, a la «resurrección»:

Como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía tenía que expresar su mayor abertura de
compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la
teoría heideggeriana del ser para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer la
causalidad prodigiosa del [149] ser para la resurrección. Cuando el potens actúa en lo visible, sus
derivaciones son el dominio de la physis; cuando se desarrolla en lo invisible, nos regala el prodigio de
la imagen de la resurrección. En esa dimensión, tal vez la más desmesurada y poderosa que se pueda
(384)
ofrecer, el poeta es el ser causal para la resurrección.

A propósito del intelectualismo de Valéry, pensaba el autor que el saber como


«llave o signo paradisíaco» sólo puede lograrse con «una solución poética-
católica»(385), que él consigue fundiendo, de nuevo, los dos polos de la
dualidad. Recordemos que la poesía resuelve cualquier antítesis, y que el
poeta es el posibiliter cuyo testimonio, el poema, es encarnación verbal de esa
«cantidad hechizada» por la metáfora y la imagen, y leamos:

Entre los símbolos, la fe acompaña a la poesía, la única visibilidad de su itinerario, y muele entre el
Padre, el Hijo y Espíritu Santo, incesantemente. El Padre, con las virtudes de la semilla y el
henchimiento. El Hijo, ya encarnado, ofreciendo con el Verbo, el Logos, las dos naturalezas del Padre y
el Hijo relacionadas. El Espíritu Santo que resuelve la unión de lo real con lo irreal, de lo visible con lo
(386)
invisible...

Entendido de ese modo y sustentado por esa nueva Trinidad, «un Sistema
Poético del Mundo puede reemplazar a la religión, se constituye en
religión»(387). Y a ello añadía: «Es innegable que la gran plenitud de la poesía
corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz
de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente
y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección»(388).

Teniendo en cuenta que este tipo de piruetas intelectuales son constantes en


Lezama, subordinar (como se ha hecho) la solvencia teórica de su Sistema
Poético a una estricta cuestión de credo, me parece una simplificación
excesiva. Cuando Lezama acude al catolicismo, está, una vez más, sumando
«incorporaciones» a un sistema que sugiere un dilatado horizonte de
conocimiento universal, caracterizado por «la condición de deudor sanguíneo
que necesita el católico: a [150] griegos y romanos, antiguos y modernos, nos
dice San Pablo, a todos soy deudor»(389).

Y, como estamos en esa región donde todo confluye, la Poética de Aristóteles,


a pesar de todo, facilita a Lezama un gran hallazgo: la «vivencia oblicua», un
instrumento poético fundamental. La vivencia oblicua es, en resumen, el
momento culminante de la nueva causalidad, cuando un hecho genera otro sin
que entre ellos exista ninguna relación lógica (sólo poética) de causa-efecto.
Lezama, como es habitual en su método de exposición, explica esa noción
acudiendo al imaginario cultural, a través de la gran escena central de Ifigenia
en Táuride de Eurípides:

Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia a Orestes que
hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los
secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y
aunque la metáfora ofrece su penetración, es la llegada primera de la imagen la que le presta su
penetración de conocimiento (...) Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y
misteriosa en sus decisiones asociativas, y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia
(390)
oblicua.

Lezama resume ahí la escena del reconocimiento o anagnórisis por la que


Orestes reconoce la identidad de su hermana Ifigenia (que está frente a él,
pero ellos no lo saben), después de que ella cuente el contenido de una carta
dirigida al propio Orestes, que en ese momento la identifica instantáneamente.
La experiencia de Orestes, por la que reconoce oblicuamente a Ifigenia, es la
experiencia de la vivencia oblicua, y el robo de la estatua de Ártemix,
desenlace de la tragedia, es alegoría, según Lezama, de ese proceso de
conocimiento poético: «Mientras se cumplen las progresiones del conocimiento
cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua
que se despliega como imagen»(391). Pero eso no es todo, porque la forma de
anagnórisis urdida por Eurípides permite a Lezama extraer otra de las nociones
claves del Sistema Poético: el «súbito» o «silogismo del sobresalto» que
veremos practicar a Oppiano Licario. La explicación que se nos da en la
novela, algo abreviada, es la siguiente: [151]

El ancestro había dotado a Oppiano Licario desde su nacimiento de una poderosa res extensa. En él muy
pronto la extensión y la cogitanda se habían mezclado en equivalencias de una planicie surcada
incesantemente por trineos (...) La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él la
causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo
ordenamiento del ente cognoscente. La analogía de dos términos desarrollaba una tercera progresión o
marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En la intersección de ese ordenamiento
espacial de los dos puntos con el tercer móvil errante, desconocido, situaba Licario lo que él llamaba
(392)
Silogística poética.

Lo que Aristóteles criticó en Ifigenia como «silogismo» que no obedece a la


fábula(393), es considerado por Lezama de un altísimo valor poético,
precisamente porque no se ajusta a los límites de la mímesis y su verosimilitud
está más allá de la causalidad aristotélica. Ese sobresalto cognoscitivo,
«contracifra de la vivencia oblicua», constituye el «súbito» lezamiano(394), que
«se apodera de la totalidad en una fulguración»(395).

Sería, por tanto, inútil (y quizá imposible) acercarnos a Muerte de Narciso


intentando «traducir» el poema verso a verso, o queriendo reducir a una lógica
argumental algo que Lezama, con su afán totalizador, quiso global. No quiero
decir con esto que haya que admitir sin más aquel «lo máximo se entiende
incomprensiblemente» como dogma crítico, o limitarse a señalar metáforas
deslumbrantes (que las hay) y versos rotundos pero incomprensibles (que
también los hay). Lo que quiero decir es que todo el poema es en realidad una
gran imagen, o un aluvión de imágenes que se ofrecen como el «significante»
(en bloque) de un «significado» a cuyo sentido último sólo tenemos acceso al
final, exactamente como el súbito: la «revelación» resultante de la trayectoria
(vivencia oblicua) de la metáfora. [152]

Para Lezama, la «palabra simbólica» -esto es: «el verbo que significa»-
funciona como en el mito: no importa tanto el fragmento aislado como la fábula
completa; los versos, las estrofas, los enlaces de estrofas, nos conducen hacia
una imagen, un sentido final: el «tercero desconocido» que «engendran»
imagen y metáfora unidas por el Eros Cognoscente. La sobreabundancia
lezamiana, por supuesto, concede a la palabra un valor en el conjunto, pero es
el conjunto lo que de verdad importa, de modo que para entenderlo debemos
centrar el análisis en la interrelación de versos en progresión hacia la imagen, y
en ésta como portadora de la revelación que el poeta concibe como conclusión
«natural». Ha logrado traducir lo que eso significa en la obra de Lezama Virgilio
López Lemus:

A Lezama se llega como a una ciudad desconocida: primero con mirada de turista, luego volviendo a
ella, visitando otras ciudades y comparando, residiendo en ella para desentrañar lo que es aún el secreto
de sus calles y plazas, escrutando éste o aquel edificio, hasta que todo se hace luz, y sin darnos cuenta
(396)
sabemos que ya la conocemos. A Lezama hay que leerlo, releerlo, permanecer en sus páginas.

En la escritura de Lezama el «perplejo» aspira siempre a la anagnórisis por la


que un dato, un verso, una resonancia, pueda -como la carta de Ifigenia-
ofrecer las claves para el reconocimiento de todo lo demás; de ahí la
explicación teatral que ofrecía el autor de la vivencia oblicua. Y en esta
concepción, hasta el ritmo ritual de un poema se hace significado. Por eso creo
que Muerte de Narciso no puede entenderse si no contamos con que el
pensamiento del autor estaba condesando allí poéticamente, en una sola
imagen y en los apretados versos de aquel gongorismo que no era el
previsible, toda esa nueva visión y misión de lo poético que hemos repasado en
los capítulos anteriores.

Se ha escrito mucho acerca de Muerte de Narciso entendido como uno de esos


poemas-poética donde el autor fija ciertos presupuestos y recursos estilísticos
característicos de su obra, lo cual no es, naturalmente, una innovación
lezamiana. Quizá la única diferencia que puede señalarse es que eso suele
hacerse una vez que el autor siente asentada su creación, y Lezama lo hace al
principio, a modo de prólogo orientador. Pero ninguna poética nace en el vacío
y el insólito barroquismo de Muerte de Narciso obedece ya a esa dificultad
emblemática [153] de un autor que siempre concibió el mensaje de la poesía
como algo «que no se rinde a los primeros rondadores», y su primer poema
quiso ser algo más que la primera muestra de una nueva lengua poética,
aunque también lo fuera.

Desde ese punto de vista es fácil detectar en el poema de Lezama ciertos ecos
del registro poético que fascinó al Modernismo: nieve, espejos, plumajes,
rubíes, personajes mitológicos, dorado hastío, un rubio doncel, hermosas aves,
alusiones a la vida y la muerte, a las estaciones de otro año lírico, y hasta
cisnes, vuelven a tomar cuerpo en este poema que, sin embargo, no es
modernista. Para entender este regreso aparente basta pensar de nuevo en el
antivanguardismo lezamiano. Cuando poetas como Nicolás Guillén, Emilio
Ballagas o Eugenio Florit, por citar los tres más diferenciables, se habían
apartado hacía tiempo de esa estética para iniciar nuevas líneas de la poesía
cubana, Lezama regresaba a los orígenes de su modo de entender las cosas.
Lo incorporativo de su poética coincidía para él con el ecumenismo modernista
integrador de referencias disímiles, con su afán fundacional y mítico, y con esa
concepción de lo bello como una estética, una ética y una moral que Lezama
detecta en los modernistas con los que se siente más identificado(397): por
supuesto José Martí, pero también Julián del Casal, «secreto donde vida y
poesía se resuelven»(398), y Rubén Darío, «el americano, el innovador, el dueño
de la palabra nueva, el que llegó primero, el que aprendió mejor»(399).
Una parte del lenguaje lezamiano viene del Modernismo, otra del Barroco
culterano y conceptista, otra más (a pesar de sus fobias) de los hallazgos
expresivos de la Vanguardia y, desde luego, también de los poetas que
tutelaron su formación, desde la estilizada belleza de Juan Ramón Jiménez
hasta la exuberancia lorquiana o lo «angélico» de Jorge Guillén, todo ello
encaminado en este poema inicial a esa inevitable «graduación» gongorina que
también hubo de obtener el joven Miguel Hernández, coetáneo de Lezama.
Pero el Sistema Poético elabora en Muerte de Narciso una «síntesis
gananciosa», nutrida [154] por una cultura de ensortijada erudición y de
increíble vastedad en la que todo se interrelaciona, y, a través de «lo
transmutativo» decanta los materiales más heterogéneos para ofrecer lo que
será la clave de toda su obra: la relectura/reconstrucción de la tradición cultural.
Lo recordaba Cintio Vitier:

Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba tan violentamente heterogéneos (Garcilaso,
Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke), que si aquello no se
resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Esto último fue lo que sucedió; y no sólo un mundo
(400)
para él, sino la posibilidad para todos de comenzar la crecida súbita de la ambición creadora.

«La tradición -advertía Lezama-, como en la célebre frase sobre la libertad, es


un don, pero es también una conquista»(401), y la estrategia consistía en
«apretar una cultura y destilarla»(402). Ese ejercicio se tradujo en un
acercamiento con ánimo renovado a la tradición occidental, a eso que a
propósito de los Diez poetas cubanos se llamaba en Orígenes «la cuenca del
Mediterráneo y su papel todavía rector en los rumbos del espíritu»(403) y que
Lezama concentra en «lo mitológico» porque, asegura, «lo mitológico es
siempre esclarecimiento, árbol genealógico»(404). Es en estas motivaciones
donde hay que buscar algunos elementos de comprensión para un poema tan
complejo como Muerte de Narciso, sin duda un poema-manifiesto
conscientemente elaborado como tal, que inauguraba también el recurso a la
materia mitológica como procedimiento autoexplicativo, algo que será
constante en la obra de Lezama. Por sus páginas desfila todo un Olimpo propio
en el que conviven amistosamente Eco y Narciso, Europa y Taurus, Orfeo,
Osiris, el Gran Semí, Confucio, José Martí, Hernando de Soto y los dioses del
Popol-Vuh, para rendir paralelos tan convincentes como el que le permite
sustentar su poética profética con otro ilustre antecedente de la tradición: el
mito de Casandra. Acosada por Apolo, explica Lezama, Casandra «se ve
obligada a ofrecerle sus primicias virginales, pero se burla del ofrecimiento
hecho a un dios, [155] y Apolo viene a vengarse esterilizándole el don de la
profecía y encerrándola en una torre. Aconsejada por su indescifrable voluntad,
Casandra se acerca de tarde en tarde a las ventanas de la torre y se le oye
como un grito»(405). La poesía desde entonces recoge su mensaje oracular.

En Muerte de Narciso el procedimiento explicativo es más complejo, pero es el


mismo. El mítico antecedente es aquí la maldición que hizo a Narciso víctima
de una pasión estéril que posee y no posee al mismo tiempo lo que ama: él
mismo, su reflejo. Nada pudo distraerlo del deseo y la contemplación de sí
mismo en el estanque, hasta que murió y se transformó en la flor que lleva su
nombre, símbolo medieval de la vanidad.

Tampoco ese ejercicio de relectura de Ovidio era una novedad. A partir del libro
tercero de las Metamorfosis en que se fija la narración, cada época -casi cada
autor- ha interpretado la historia de Narciso de acuerdo con sus gustos y
necesidades.(406) Tras las numerosas versiones de la Antigüedad, la
moralización medieval de Ovidio, la lectura neoplatónica del mito, los Narcisos
bucólicos renacentistas, los Narcisos «a lo divino» del Barroco y los Narcisos
románticos, el mito llega a nuestro siglo ya como un signo fuertemente
polisémico.

Dejando al margen el profundo significado psíquico de la formulación del mito


por Freud(407), el Narciso de la tradición que confluye en Lezama ha entrado ya
en contacto con la dimensión estética y de ahí ha pasado a convertirse en
símbolo de la introspección y la autoconciencia: la puesta en cuestión del
proceso de creación desemboca en el autocuestionamiento. Es la lectura que
inauguran André Gide con su Traité du Narcisse. Théorie du Symbole (1891) y
Paul Valéry con Narcisse parle y Fragments du Narcisse (1919-1922):

Narcisse: la confrontation du Moi et de la Personnalité; la différence pure des moi (...) Je n'ai pas su le
(408)
dire dans le Narcisse, dont c'était le vrai sujet, et non la beauté revenant sur elle-même. [156]
La misma que continúan, entre otros, Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez
o el propio Lezama. Pero Muerte de Narciso creaba algo nuevo dentro de esa
tradición de reinterpretaciones.

Para empezar, su lectura recoge sólo un fragmento del mito: estamos ante
Muerte de Narciso y no Metamorfosis o Historia de Narciso; el poema no es
una actualización de la fábula clásica que diluya lo anecdótico, sino un proceso
de resemantización del que sale totalmente transformada y convertida en algo
así como una alegoría lezamiana de significados propios que encaja la materia
mitológica en los moldes formales de las Soledades. La poesía de Lezama
nacía clásica, pero mordida por la sierpe gongorina: toda una «solución unitiva»
cultural. Por eso cuando en 1957 dictó su conferencia sobre Mitos y cansancio
clásico, parecía responder aún a los múltiples interrogantes que veinte años
antes había planteado su poema:

Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos al reaparecer de nuevo nos
ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos
(409)
mitos, con nuevos cansancios y terrores.

Los Narcisos «intelectuales» de la tradición inmediata sin duda están presentes


en ese mito que «reinvenciona» Lezama, cuyo significado incluye también
aquel drama de la conciencia que se busca a sí misma, como parece indicar el
cambio de voz narrativa en algunos de los versos («pez mirándome», «siempre
me preguntan»). Pero el poeta parece implicarse en la aventura cognoscitiva
de su personaje sólo para ilustrar -en negativo- esa Metafísica de la Imagen
que puede «zurcir el entredeux» y conectar lo aparentemente escindido
animada por el Eros Cognoscente. Creo que no es en el intelectualismo de
Valéry donde encontramos «el sustrato más activo de la simbolización poética
que del mito nos ofrece Lezama»(410), sino en algo opuesto a él: la
espiritualidad de la filosofía que alimentó el Sistema Poético desde sus
comienzos. Escribió María Zambrano:

Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que se pueden cometer, pues el arte es la
salvación del narcisismo; y la [157] objetivización artística, por el contrario, puro narcisismo. El artista
perpetuamente adolescente, enamorado de sí. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a
morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte. La poesía puede caer en él; es un riesgo mortal. No es
camino sino trágica y a la par grotesca galería de espejos; alucinatoria repetición, mezquina exhibición
(411)
de lo que no es.
Para Lezama el tema constituye una especie de gran era imaginaria que pone
en práctica la incorporación simultánea de todos los Narcisos posibles, donde
al significado clásico del mito y al motivo barroco del reflejo ilusorio, se unen las
lecciones de María Zambrano, otra Muerte de Narciso, la de Pierre de Ronsard,
y, por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz, que ocupa un lugar central.

El poema de Ronsard, alegoría de la imitatio renacentista(412) y ejercicio de


imitatio él mismo, reactualiza el mito como modelo erudito, pero se distancia de
la fábula ovidiana a través de una amplificación que sitúa el espacio del poema
en el locus amoenus propio de su época. Veremos que Lezama emprende un
proceso similar localizando el mito en un espacio tan inequívocamente suyo
como esas «islas no cuidadas» que le sirven de escenario. La presencia de Sor
Juana, por último, la revela Lezama mismo, y no procede, como sería
previsible, de su auto sacramental El Divino Narciso(413), aunque él lleva a cabo
la misma «temeridad» que atribuye a la monja mexicana: acudir al mundo
mitológico para adaptarlo a su propia «teología», su Sistema Poético que, ya
sabemos, «puede convertirse en religión». Sor Juana proporciona a Lezama un
modelo de lo barroco que él persigue, «un barroco donde se vuelve a las
antiguas súmulas del saber de una época con afán de conocimiento
universal»(414), y, sobre todo, un método para componer su primer poema.
Hablando del Primero sueño, comenta: [158]

Aunque Sor Juana declara que lo compuso imitando a Góngora, es una humildad encantadora más que
una verdad literaria. La dimensión del poema es muy otra que las fiestas sensuales que rodean los
himeneos meridionales. Es lo más opuesto a un poema de los sentidos (...) Su oscuridad desciende a
nuestras profundidades para fundirse con lo inexpresado evitando que la luz, al invitarlo, lo ahuyente.

Y «la manera» que detecta en Sor Juana es exactamente la misma que


practica él en su Muerte de Narciso:

Conocimiento superficial del tejido mitológico, simple presentación o presencia, ahondada por
referencias personales disimuladas, acrecidas por el propio devenir del poema, que así viene a darle
sombra de profundidad (...) La grandeza no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la
extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte, del que extrae no las maravillas y las
(415)
excepciones, sino cautelas distributivas, graduaciones del ser, para recibir el conocimiento.

Para entender cómo realiza Lezama su operación de reinvención del mito hay
que acercarse también a esas referencias disimuladas y esas «cautelas
distributivas», y entenderlas como un recurso más al servicio del mensaje que
encierra el poema.

Entre ellas está la dilución argumental de la que hablábamos antes, y que ya


en la que fue la primera aproximación crítica a Muerte de Narciso permitió a
Ángel Gaztelu definir el poema como «culta, impetuosa y rauda cetrería de
metáforas»(416). Como señaló en su momento Dámaso Alonso(417), también en
las Soledades de Góngora la historia es sólo un pretexto; el argumento es casi
inapresable y el poema se construye con una sucesión de «escenas»
(aldeanas, pastoriles, épicas, de pesca, de cetrería), unidas sólo por el leve hilo
conductor de la presencia del protagonista, el peregrino solitario. Tampoco de
él nos da Góngora mucha información: sabemos que es «el mísero extranjero»
(I, 46)(418) que llega a un lugar desconocido, para convertirse en espectador
casi siempre pasivo de lo que ocurrirá a su [159] alrededor. El peregrino es,
pues, un ser aislado, desterrado, doblemente desarraigado: «náufrago, y
desdeñado sobre ausente» (I, 9); un ser incompleto que proyecta una imagen
perfecta de soledad y alienación. Como los epítetos que nombran al Narciso de
Lezama: «pulso desdoblado», «fría mirada», «olvidado papel», «marmórea
cavidad», «aislado cabello», «ciego desterrado».

También como el peregrino de las Soledades, rodeado por «el húmido templo
de Neptuno» (I, 478), Narciso está en una isla extraña, y otro de los elementos
reveladores del poema es la elección de ese escenario. Como Ronsard y
siguiendo a Góngora, Lezama reubica el mito y hace de su Narciso -personaje
aislado ya por la circular contemplación de sí mismo-, un ser doblemente
insular y, además, marino, habitante de unas contradictorias «islas no
cuidadas, guarnecidas / islas» (vv. 37-38), que pueblan el poema de
«conchas», «olas», «sal», «playas», «espumas», «caracolas». Fácilmente
puede interpretarse esa insularidad como una de las primeras representaciones
que ofrece el autor del espacio original cubano, tanto por la exuberancia y la
fuerza primigenia en que envuelve desde el principio al decorado y sus
«invasores»:

En chillido sin fin se abría la floresta


al airado redoble en flecha y muerte...
como por la definición de ese espacio como depósito cultural: «islas donde
acampan / los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene». Es una
insularidad todavía «disociativa» -el Coloquio con Juan Ramón Jiménez se
celebraría después-, y obligada por Europa (que Lezama nombra sólo por su
epíteto mitológico) a recibir pasivamente los restos que dejan llegar a sus
orillas las corrientes marinas:

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,


abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.

En la versión lezamiana destaca también la presencia de uno de los elementos


del mito clásico que en las versiones «estéticas» del mismo no suele aparecer,
o tiene un valor sólo anecdótico: la ninfa Eco, enamorada fatalmente de
Narciso, es en el poema de Lezama una presencia anónima pero constante y
con un significado fundamental. Eco, a quien Hera castigó permitiéndole hablar
sólo para repetir lo que otros decían, ilustra por sí sola buena parte del
pensamiento cultural de Lezama: como «boca negada», «dócil rubí», «lengua
alfilereada» o «aislada paloma muda» persigue a Narciso a lo largo del [160]
poema y funciona como refuerzo de la idea central. Su «garganta muerta» es
un ejemplo más de comunicación imposible, de lo estéril de una voz condenada
a no poder hablar por sí misma y a ser también sólo un reflejo que repite lo que
otros han dicho ya.

Por último, el elemento principal, la figura de Narciso, sale del «ingenio


cubano» de Lezama profundamente trasformado. Narciso es «Rostro
absoluto»; «la perfección que muere de rodillas / y en su celo se esconde y se
divierte». Su actitud ensimismada lo empuja también a la incomunicación, «la
mudez primera ya sin cielo», y la muerte acecha: absorto en su contemplación
superficial, se encierra en «el círculo en nieve que se abría», una forma de
morir, un «sepulcro». Pero el poema parece plantear esa muerte de Narciso
como la extinción necesaria de lo que el personaje simboliza: una actitud
ensimismada, fanáticamente insular, y un Eros Cognoscente estéril, que
sustituye lo carnal por un reflejo y lo profundo por lo aparente.
Por supuesto, Muerte de Narciso es mucho más que un mensaje de sabiduría,
pero ése es otro de los elementos medulares del poema. El «nuevo saber»
lezamiano es un modo de conocimiento poético que sólo comienza
atravesando la superficie para sumergirse en lo esencial de la realidad, de la
historia o del hombre. Como dijo María Zambrano: «La poesía de Lezama
atraviesa la superficie de los sentidos para llegar a sumergirse en el oscuro
abismo que los sustenta»(419). Sólo así «el espejo su puerta entreabre», parece
confirmar el poema.

Narciso, por tanto, pudo haber penetrado en esa trascendencia, pero equivoca
la vía cognoscitiva y -«terco rostro»- queda anclado en la contemplación de su
imagen reflejada en la superficie el agua, sin rebasarla. Su flecha no emprende
el tránsito:

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.


Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

En todas las formas del pensamiento esotérico está presente esa idea de
transición entre ambas dimensiones de la realidad, la visible y la oculta. En la
misma línea, el Eros Cognoscente accede a la sustancia de las cosas
penetrando más allá de la barrera que interpone su engañoso reflejo. Es, claro,
otra formulación de la resistencia cuyo vencimiento sustenta la poética
lezamiana como motivación para la creación; y ahora es el espejo de agua lo
que en Muerte de Narciso éste debería atravesar para trascender y
trascenderse. El poema lo advierte: [161]

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.


Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.

Pero Narciso parece ignorarlo; cae en la trampa de la «firmeza mentida del


espejo», la cree única meta apetecible y ahí se detiene, atrapado en una
sabiduría inútil en la que «desde ayer las preguntas se divierten o se cierran».
Por eso «Las hilachas que surcan el invierno / tejen blanco cuerpo en
preguntas de estatua polvorienta» y la suya es ya una quietud mortal -
«marmórea cavidad que mira»-, incompatible con el fluir sobreabundante de la
poesía que todo absorbe. Lezama parece recriminárselo:
Narciso, Narciso, las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados...

Al Narciso de Ovidio le fue permitido reconocer su error: «Iste ego sum! Sensi;
nec me mea fallit imago» (v. 464)(420). Era el cumplimiento del destino que
predijo Tiresias, el reconocimiento fatal que inicia la agonía también en la
elegía de Ronsard: «Je cognois maitenant l'effet de mon erreur / Rien je ne voy
dans l'eau que l'ombre de moymesme [sic]»(421). Pero el Narciso lezamiano no
advierte su error:

...ya no advierte mano sin eco, pulso desdoblado:


los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.

Contradice a Tiresias y muere porque no se conoce, y no se conoce porque no


atraviesa en ningún momento la superficie del agua-espejo, lo que lo separa de
sí mismo, lo que se interpone, lo que ofrece resistencia, que se convierte desde
aquí en un correlato objetivo fundamental en el pensamiento de Lezama(422). El
espejo es en el poema «ausencia», «río mudo» o «laberinto y halago». Es el
lugar donde el silencio y el olvido se reúnen: «sombra es del recuerdo y minuto
del silencio»; es «sepulcro» que ofrece el reflejo fatal de «aquel que quería ser
al mismo tiempo el otro», como evocará Foción en Paradiso(423). [162]

El tipo de saber perseguido por Lezama reúne todas las claves del Sistema
Poético en un Narciso «a lo esotérico», una propuesta que, como ha sugerido
Lourdes Rensoli, podría identificarse «con la idea platónica de la fronesis» y
está dirigida a obtener «la función creadora de la poesía, que, como subraya
Lezama, aparece como consecuencia de la sabiduría, no de la soberanía de la
sensibilidad o de la precisión del intelecto»(424). Pero lograr esa sabiduría
requería, por lo menos, una metamorfosis de Narciso, un cambio en su actitud:
un sumergimiento. Y el Narciso del poema de Lezama no atraviesa en ningún
momento la superficie del agua ni experimenta metamorfosis alguna. La fábula
se suspende sin que se haya verificado la transformación que Ovidio atribuye a
su personaje y el poema de Lezama parece cerrarse con la muerte de Narciso
anunciada en el título, que aniquila también su actitud:

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada


que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.

Este misterioso final ha sugerido variadas interpretaciones por parte de la


crítica, pero todas, incluso las más recientes, coinciden en explicar la «fuga» de
Narciso recurriendo al catolicismo de Lezama para hablar de una
«resurrección» del personaje que se ha convertido ya en un lugar común. De
acuerdo con esa opinión, el poema comenzaría «aludiendo al misterio de la
encarnación (con la referencia al mito de Dánae)», y continuaría con «algo que
es tanto una alegoría teológica de la resurrección como el cuestionamiento de
tal posibilidad: el que Narciso se lance al agua puede interpretarse como un
suicidio o como un martirio de salvación»(425). El fervoroso catolicismo de
Lezama entendería la muerte como «la fantástica aventura humana cuando
constituye culminación de la vida en algún sentido»(426), y la [163] de su Narciso
sería «un grado en el proceso de redención», pues el poema ilustraría un
primer paso para la penetración en el misterio: «Como transfiguración, la
muerte de Narciso supondrá su fusión definitiva con la trascendencia»(427).

Pero en Muerte de Narciso no hay transfiguración, ni metamorfosis, ni el


personaje nombrado como «manos secas» se lanza al agua. Y ya hemos visto
antes la poca ortodoxia del catolicismo de Lezama, que no viene dada sólo por
su aceptación de todas las ramas del saber esotérico -el cristianismo primitivo
no fue ajeno a ellas-, sino por la reformulación de carácter poético que sobre la
religión (las religiones) practica el autor, No me lo propongo, ni me atrevería
nunca a discutir su fe, pero creo que en su obra los misterios católicos son
adoptados como potentes instrumentos poéticos, y la historia sagrada, algo así
como un temario de donde extrae mitos, sentencias e imágenes esperanzadas,
de modo que el concepto de resurrección debe ser asumido también con esas
«cautelas distributivas» de que hablaba el autor y de manera muy poco
ortodoxa. A esa objeción frente a la interpretación que «redime» al personaje
lezamiano se suman otras: el Narciso de Lezama no puede ser, en la línea del
de Valéry, un «símbolo de la autoconciencia irreversible del sujeto»(428), porque,
de acuerdo con lo que ilustra el poema, Narciso no se conoce, es incapaz de
hacerlo, se aferra un simulacro y no va más allá. Olvida que «el revés de la
sombra no es el cuerpo ante el agua», y no trasciende. Por eso muere. Su fuga
desalada es difícil que pueda ser un símbolo de «la elevación espiritual propia
de un personaje gótico»(429), o «acto supremo» por el que Narciso «crece y se
trasciende en pleamar hasta la última dimensión de su espíritu»(430). Todo lo
contrario: en la simbología de inconfundibles raíces martianas que practica
Lezama, «sin alas» equivale al desahucio espiritual. Narciso fugó sin alas y sin
posibilidad de ser. En ese verso final se cumple el hondo temor escatológico
que plasmó el autor en sus «Sonetos infieles», parte de cuya infidelidad viene
dada precisamente por la lectura poética de los símbolos católicos. Se
preguntaba allí: [164]

¿Y si al morir no nos acuden alas?(431)

Lo más creíble es que Muerte de Narciso expusiera como «mensaje»,


sencillamente, el que el título anunciaba, sobre todo porque la muerte de ese
Narciso puede interpretarse como el valor apodíctico que el mito adquiere en el
Sistema Poético: el arte ha de ser salvación del narcisismo, como pudo
aprender Lezama de María Zambrano. Y esa muerte de Narciso podía ser,
además, una especie de rito iniciático que abriera paso a todo lo que luego
desarrollaría la obra del autor, porque la idea obsesionante de sumergirse en
aguas profundas y luego emerger con un raro tesoro es parte de su concepto
poético (u órfico, o católico) del saber como «revelación». Y Narciso no se
sumerge.

No es extraño encontrar una reinterpretación del mito en esa línea situada en


los umbrales de su obra, si tenemos en cuenta que Muerte de Narciso admite
también sin dificultades una lectura social de ese mismo mensaje: el poema
expresaba esa voluntad origenista de Lezama, aquí proclamada en verso, de
acabar con ese otro narcisismo insular (colectivo, social, cultural) de una
cubanidad que él sentía incompleta por estar anclada, bien en una
autocontemplación superficial -léase: los peligros de lo costumbrista o lo
folclórico-, o bien en una falacia especular: la inercia de copiar modelos
recibidos; el destino fatal de seguir hechizada por la cultura del Otro.
Ese Narciso doblemente incompleto debía morir como gesto fundacional de
una poética dispuesta a sumergirse en las profundidades de lo cubano para
abolir su narcisismo. Y para ello el poema de Lezama tal vez se inspiraba en la
Coda que Góngora agregó a la Soledad segunda, planteando un vuelo mortal
como el que «a la Sicana diosa / dejó sin dulce hija, / y a la Estigia Deidad con
bella esposa» (vv. 977-979). Como ella, Muerte de Narciso encierra el
contrapunto de un mito ascendente y otro descendente, ofreciendo un final
«abierto» que podría relacionarse también con el cierre en suspenso de su
presunto modelo gongorino, que deja al peregrino a la deriva de su enigmático
destino.

En este sentido, John Beverley planteaba en su «lectura política» de las


Soledades una hipótesis que puede ser interesante:

El efecto del truncamiento que Góngora opera en la Soledad segunda consiste en que el lector se aliena
del poema y se ve obligado a acabarlo en otra parte. La obra restante es la creación de un sentido [165]
de lo hispánico no ligado a su ideología (...) Tal vez por esta razón la cultura hispanoamericana lleva la
fuerte influencia de Góngora, ya que comparte con las Soledades la función de buscar una cultura
(432)
posible partiendo de la mutilación que el imperialismo ha infligido en sus pueblos.

Naturalmente, el crítico no menciona a Lezama, pero creo que Muerte de


Narciso podría ser una confirmación de su intuición. Su sentido tampoco es
algo que nos venga dado dentro del poema; es «lo difícil» lezamiano y ha de
descifrarlo el lector después:

En realidad ¿qué es lo difícil? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una
interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva
lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco (...) Una primera dificultad
es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica, que es ese contrapunto o tejido
(433)
entregado por la imago.

Quizá Góngora dejara en Muerte de Narciso algo más que «un apetito, una
facultad gustativa de la lengua»(434).

Hablando del «Nacimiento de la expresión criolla», decía Lezama que entonces


es cuando lo barroco alcanza su auténtica dimensión, «sus intenciones de vida
y de poesía»:

El gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión
desafiante, de orgullo desatado por lograr dentro del canon gongorino un exceso aún más excesivo que
los de don Luis, de crepitación formal, de contenido plutónico que va contra las formas como contra un
paredón. (...) El gongorismo americano rebasó su contenido verbal para constituir el cotidiano
(435)
desenvolvimiento de ese señor barroco, instalado en el paisaje que ya le pertenece.

No descubro nada al afirmar que en la América moderna toda reflexión sobre la


cultura es una reflexión sobre la identidad, sobre la condición de su existencia y
la revelación de sí a sí misma. Y Lezama no fue el único que recurrió a la figura
de Narciso para hacer esa reflexión.(436) [166] Tal vez al emprender una
reescritura personal, gongorina, insular y marina pero sobre todo teleológica del
mito de Ovidio, el autor estaba haciendo algo en la línea de aquella
«conquista» de la tradición de la que habló siempre; es decir, un discurso de
identidad cultural, aunque de otro tipo, clasificable quizá entre lo que se ha
llamado «ficción ideológica»(437). La obra posterior de Lezama parece
confirmarlo continuamente, y en ella el ensayo «Las imágenes posibles» (1948)
marcaba una trayectoria inconfundible:

...No hay la novela de Afganistán ni la metafísica americana. Europa creó la cultura, una segregación
suya, con personajes que claman la dialéctica griega, la coral bachiana, la metafísica alemana,
Dostoyevski [sic], la novela francesa del siglo XIX. Los hemos convertido en dramatis personae. A
través de la imagen que los ha reconstruido, danzan, con sólo un nombre, no hay un río, se dice un río, o
(438)
el mar, y se descorre una cortina y aparece el mar.

Cuando en aquel Coloquio con Juan Ramón Jiménez Lezama esbozaba su


proyecto de una Teleología Insular, Juan Ramón concluyó: «Creo que lo que
usted me ofrece es un mito». Y él reconocía lo siguiente: «Yo desearía nada
más que la introducción al estudio de las Islas sirviese para integrar el mito que
nos falta»(439). Emprendió personalmente esa aventura construyendo un
Sistema Poético del Mundo e intentando reconquistar con sus ensayos una
tradición adecuada a su Teleología Insular. Pero si todo en el Sistema Poético
obedecía a los resortes de ese proyecto, también lo hicieron sus realizaciones,
porque esa Teleología Insular, insistentemente expuesta en prosa y verso,
había sido pensada, además, como sinécdoque también de raíz martiana: era
exportable de la isla al continente. De ahí la continuidad natural que se puede
establecer entre el primer poema de Lezama y las aventuras que emprende el
Sistema Poético veinte años después, a la búsqueda de La expresión
americana que pudiera revocar la pena de ecolalia, la condena a ser una
eterna repetición, con que pudo ser castigada alguna vez América-Eco por la
diosa Europa.

4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la curiosidad barroca

Por «concertados desconciertos» como los que hemos visto hasta ahora, José
Lezama Lima planteó en su momento y sigue planteando, creo que como
pocos escritores, el problema de la accesibilidad de su obra, en todos los
sentidos: ¿Cómo leerla? pero, sobre todo ¿cómo estudiarla? ¿cómo analizar
ese súbito donde leer, escribir, recordar e «invencionar» confluyen y desdibujan
sus múltiples referencias? Las respuestas de la crítica a esos interrogantes han
sido de lo más variado. No podía ser de otro modo en una obra como ésta, que
todo lo absorbe pero todo lo trastoca, donde la actitud parece parnasiana, la
reflexión purismo abstracto, la poesía culterana y la novela proustiana, cuando
en realidad está más cerca de Martí que de Casal, de San Juan de la Cruz que
de Góngora, atiende más a lo cubano que a la «retórica blanca» del purismo y
liquida las distancias entre arte y vida con su metafísica sensible; todo ello
envuelto en un curioso programa social de corte nacionalista-cósmico. Son
estratos innumerables: poéticos, filosóficos, éticos, especialmente mixtos, y
todos se comunican, como en el Puraná, donde confluyen los objetos más
disímiles. Tal vez por eso Lezama tituló «Confluencias» uno de sus últimos
ensayos, una especie de confesión final en la que resume sus puntos de vista
sobre la poesía. Decía allí:

Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río cuya afluencia no se puede precisar.
Al final su caudal se vuelve circular y se pone a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su
acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y coincidentes ternuras. Es el
Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin
(440)
embargo, es el río que lleva a las puertas del paraíso.

Abel Enrique Prieto reúne acertadamente una recopilación de ensayos del


autor con ese título, y plantea el suyo como un espacio estético que obedece a
esa definición.(441) Confieso mi incapacidad para encontrar otra fórmula que
pueda recoger, sin resultar insuficiente, semejante desmesura. Una de las
aspiraciones de Martí era crear una filosofía del mundo a partir de la palabra
universo, lo uno en lo diverso: [168] quizá Lezama aspiraba a algo similar con
su insularidad cósmica y su Sistema Poético del Mundo, una «oscura pradera»
que convida, donde «la memoria prepara su sorpresa»:

Allí se ven ilustres restos,


cien cabezas, cornetas, mil funciones
abren su cielo, su girasol callando,
donde sin querer vuelven pisadas
. y suenan las voces en su centro henchido.(442)

En cualquier caso, lo que sí creo imprescindible es entender el proyecto


barroco, complejo, difícil y «confluyente» de Lezama como parte de ese «salto
hacia dentro de nosotros mismos» que trajo consigo el fin de la Vanguardia
hispanoamericana.(443) Quizá esta puntualización parezca innecesaria, por
obvia, pero lo cierto es que la contemporaneidad del autor se ha cuestionado
muchas veces, hasta el punto de que ciertas valoraciones han negado eso que
parece una obviedad, y consideran la suya una estética epigonal cuya
«originalidad anacrónica» haría de Lezama, por ejemplo, «un simbolista
rezagado»:

Históricamente, Lezama Lima resulta un simbolista rezagado. Integrante de una promoción


postvanguardista, conoce las manifestaciones estéticas de su época, pero no afinca mentalmente en lo
contemporáneo (...) Su poética es regresiva, es ajena a la noción de crisis, de colapso, de corte
epistémico. Su escritura inocente, su visión beatífica, permanecen inmunes a la óptica desintegradora de
la vanguardia y a toda carencia óntica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de conciencia escindida o
(444)
conciencia faústica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de historicismo.

La tentación de valorar la obra de Lezama como «regresiva» es casi inevitable,


si nos guiamos por las principales fuentes del pensamiento del autor sin tener
en cuenta «lo trasmutativo» que opera sobre todas ellas. Y el simbolismo de
Lezama, por ejemplo, es, en todo caso, su simbolismo, esto es, «una gran
corriente poética que viene [169] desde el poderoso Dante hasta el delicioso
Mallarmé»(445) y que no vacila en oponer reparos al simbolismo «histórico»:

¿El simbolismo? Se había ido convirtiendo en el banquete sin comensales del que sólo se escapaban el
frío último de los manteles y el rebrillo inicial de los candelabros. El símbolo se entremezclaba con el
címbalo (...) La música no acompañaba, sino que en la embriaguez de no estar, intentaba nutrir los
residuos de cada poema, de cada abandonada experiencia, con las tubas del órgano en sus más difíciles
(446)
situaciones de medianoche.
Sin embargo, es innegable que, a pesar de esos reparos, la tradición simbolista
es también su tradición. Lo que ocurre es que, una vez es digerida por su
poética, se convierte en uno más de sus múltiples acarreos, y por tanto deja de
ser cualidad distintiva de modo absoluto. Proponer fórmulas unívocas olvidando
que lo que genera la obra del autor es precisamente «lo incorporativo»,
conduce, cuando menos, a un desenfoque.

Lezama se aparta desde muy temprano y explícitamente de toda polémica


sobre «realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre», para declarar las
«cosas que no nos interesan: el sueño, el escándalo, el tablero de ajedrez, ¿las
cenizas?»(447). Debemos ver ahí, según sugiere Jorge Luis Arcos(448),
referencias a lo impresionista, lo vanguardista, lo neoclásico y lo discursivo
(pienso también en lo surrealista y lo negrista, como sugiere la referencia a los
sueños y al tablero de ajedrez) que se desarrollaba en el contexto literario del
momento. Naturalmente, eso no quiere decir que el contacto con esos
elementos no afectara a la obra de Lezama; su influencia, de hecho, podría
señalarse, sólo que como ingredientes que el Sistema Poético abraza desde su
perspectiva integradora, sin atribuirles individualmente la capacidad de acceder
a un conocimiento poético (es decir, verdadero) de la realidad. El mismo
Lezama advierte sobre el Sistema Poético que «es muy difícil señalar los
elementos de esa secreta reducción» que todo lo asimila y que se niega incluso
a formar parte de una «generación anti-Darío», a pesar de que la fantasía
modernista y su «vagaroso [170] misticismo», dice, «forman ya parte del tedium
vitae y no son la voz que oímos entre dos nubes»(449).

No se puede afirmar que el pensamiento poético de Lezama permanece al


margen de las manifestaciones estéticas de su tiempo; lo que sí hace es
atravesarlas, para crear una propia que bebe de todas ellas, pero no se ciñe a
los márgenes de ninguna y no se deja archivar en ningún ismo, ni siquiera en el
barroquismo, que no era lo barroco que tanto amó:

Creo que ya va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio, con el que se
trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales (...) La sorpresa con que nuestra
literatura llegó a Europa hizo echarle mano a ese término, pero la palabra barroco se emplea
(450)
inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento.
En cuanto al Surrealismo, existe ya suficiente perspectiva histórica para
aceptar su poderosa influencia sobre la creación poética desde fines de los
años veinte. Pero, tal como Lezama lo interpretó, significaba, no un paso más
hacia el abandono de esa deshumanización vanguardista que tanto le
inquietaba, ni siquiera algo que al bucear en lo inconsciente se acercara a esos
orígenes que también perseguía él, sino, sorprendentemente, un renacer del
racionalismo con el que tanto discrepó: «La magia de los surrealistas me ha
parecido siempre una forma encubierta, escondida entre la fronda de su
metaforismo, del mecanismo que cae en la trampa de lo que intenta combatir:
la causalidad dejada por el helenismo en la era de la madurez del Sileno»(451).

Ya sus primeras definiciones de lo que llama impresionismo del subconsciente


(la escritura presuntamente automática) no dejan lugar a dudas: «Larvas
oníricas dominadas por una arquitectura neoclásica: pura y absoluta mentira,
inutilidad, mezquindad. Lo primario en absoluta pureza, caos de caos,
maldición inexpresiva, autodestrucción». Y explica: «Sin criticismo dominador,
esos monstruos que se desperezan se extienden fríos y verdeantes. Palabras
que todavía no se ajustan a una imagen y desaparecen en el pentagrama
borroso de la subconciencia»(452). Ahora bien: tampoco el extremo opuesto se
ajusta [171] a su idea de la poesía, pues un exceso de ese criticismo
dominador llevaba directamente al intelectualismo de Valéry, «ese simbolista
metafísico que, como él mismo dice, a fuerza de buscar el matiz se ha
encontrado con el hastío»(453).

La imaginación totalizadora de Lezama rechazó cualquier corriente artística en


la que dominara una sola perspectiva y «los pronunciamientos queden
reducidos a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que señala tan sólo
un camino y un camino»(454). Su Sistema Poético desbordaba los cauces del
realismo, la poesía política o la que estallaba en denuncia social, pero eso no lo
afiliaba al bando de la literatura como reino autónomo: la poesía pura -
considerada por él una réplica de escuelas europeas- era otra de esas tesis
disociativas de la cubanidad, y los juicios contra ella pueden rastrearse desde
muy temprano. En su Coloquio con Juan Ramón Jiménez ya oponía reparos a
la poesía «artificial, voluntaria e ilusoria» que «persigue la unión de momentos
inefables con técnica sistemática y coherente»(455); y Espuela de plata se hacía
eco de las polémicas del momento sentenciando: «Los que hablan de poesía
pura tendrán que reconocer un estado inicial impuro, luego abrirán un
paréntesis de inefabilidad y el resto del poema quedará giboso»(456).

Así, frente a la abstracción especulativa y el desarraigo del purismo, se erige la


obsesión origenista por bucear en lo cubano, identificar sus esencias y darles
expresión. Pero esa noción de lo cubano también se opuso a la que parecía
expresar la poesía negra, duramente criticada al principio porque se temió que
el fenómeno, inicialmente imprevisible en sus derivaciones, desembocara en un
autoexotismo excesivamente simplificador, o en un «resentimiento vernáculo»
que acabara rechazando lo español. De que no ocurriría eso fue prueba
suficiente la obra de Nicolás Guillén, y Lezama se reconcilió muy pronto con
ella, igual que con la de las grandes figuras de la poesía pura, Mariano Brull y
Eugenio Florit, que publicaron en la revista Orígenes y bajo su sello editorial.

De hecho, la obra de Lezama comparte con la de Guillén -pese a las grandes


diferencias entre uno y otro, de sensibilidad, de formación y de actitud ante la
poesía- esa marcada vocación por profundizar en [172] lo que cada uno creyó
que podía contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. Y comparte
también con el purismo una constante reflexión sobre la propia creación, que
se plasma en un denso ensayismo o en poemas y textos narrativos de
frecuente contenido metapoético. Pero no compartió nunca la «matemática» de
Valéry: «Es tautológica -concluía-, el Monstruo que no puede llegar a ser»(457).
Aunque en Orígenes se tradujo su obra y el propio Lezama reflexiona en
numerosos ensayos sobre ella, en una Conversación sobre Paul Valéry, de
1943, ofrecía un resumen muy clarificador de cuál fue la verdadera influencia
del autor francés:

En nuestra adolescencia, cuando nos preguntábamos qué debe saber un poeta, qué debe ser la cultura del
poeta, en qué forma se manifiesta en el poeta la sabiduría, nos encontramos con El cementerio marino,
que ejerció sobre nosotros una influencia deslumbradora. El estudio de ese poema venía a poner fin a las
siguientes cosas: a) a la poesía como copia del diseño del sueño. Pesadilla de Proust; b) a los pastiches
fáciles del folclorismo a la española; c) a las acumulaciones superficiales del surrealismo; d) a la forma
de mandarín de algunos maestros del simbolismo que ofrecían como respaldo de su obra las
compulsiones de la música y no una cosmovisión, una penetración, un combate entre el devenir y la
duración. (...) Después el estudio esforzado de Valéry nos iba sumiendo en dudas. Llegaba así a ser para
nuestra generación un maestro doblemente venerable: en nuestra adolescencia nos había llenado de
inquietud; y nos llevaba al paso del tiempo a rendirle el mayor de los homenajes: el de nuestra
(458)
inconformidad con su obra.

No cabe duda de que también esa inconformidad era un fenómeno de época,


desde que en 1925 Paul Valéry y Henri Brémond enfrentaran sus diferentes
concepciones de «pureza» poética.(459) La repercusión de aquella polémica en
las letras hispanoamericanas, inmediata, se tradujo en un relevo en la
influencia de los dos mentores de la poesía pura: a la pureza «de fabricación»
de Valéry sucedió la pureza «de inspiración» del abate Brémond.(460) Y en el
caso de Lezama ese relevo [173] tenía mucho que ver también con el
magisterio de Juan Ramón Jiménez, manifiestamente partidario de la segunda
propuesta, que era, en el fondo, una poesía emparentada con la religión. El
referente inexcusable era la poesía mística y, en concreto, la de San Juan de la
Cruz(461), de ahí las conexiones, imposibles en apariencia, entre la
transparencia de Juan Ramón y la oscuridad lezamiana: ésta pretende también
extraer la quintaesencia, pero de la sobreabundancia, y expresarla de forma
que su conocimiento equivalga a una «revelación». Porque «si se elimina la vía
iluminativa, como han pretendido Valéry y Jorge Guillén -resumía Lezama-, la
poesía queda reducida a una especial combinatoria»(462).

Él mismo supo resumir mejor que yo cómo resolvió todo ese laberinto de
realismos, purismos, surrealismos e influencias dispares:

Nuestra generación había desdeñado lo popular turístico, las fáciles onomatopeyas del negrismo musical
o poético (que eran disfraces de lo hispánico menor y del cosmopolitismo desangrado), y huía del
hieratismo enfático mexicano, de su rotundidad muralista, para librarnos también de la poesía
diplomática, fina, entrecomillada y como en marco de doradilla. Y, lo que es más irremplazable y
periódicamente valioso, huyó de la imaginación haitiana, del terror visto a lo francés, a través de los
cristales de refracción del surrealismo. Si había buscado esa generación para lo cubano una levadura
más alta, era natural que actuase por saturación, por una lenta acumulación de lo occidental y el súbito
interviniendo en ese lleno, como pinchazo temporal de la circunstancia, de lo histórico a que se
(463)
obligaba.

La solución (si es que Lezama pensó en términos de «solución») no estaba en


afincarse en alguno de esos extremos, sino en el gesto barroco de «alcanzar
una forma unitiva» enemiga de los dualismos que obstaculizan la expresión -y
la comprensión- de un mundo donde se entrelazan todos los hilos. Es, nos dice
en La expresión americana, como si «el señor barroco, auténtico instalado en
lo nuestro, quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible
[174] victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su
orgullo y su despilfarro»(464).

La filosofía de esa posición totalizadora configura una doctrina ontológica cuyo


resultado más espectacular es la negación del «ser-para-la-muerte» de
Heidegger y las corrientes existencialistas, con ese «ser para la resurrección»
por la poesía que ya conocemos, pero tuvo otros. Como ha señalado Emilio
Bejel, el de Lezama es un pensamiento que se inserta en «la corriente que
minó la ideología basada en la lógica racionalista, el sujeto individualista y la
representación realista»(465), en su caso, de la mano de un Eros Cognoscente
que privilegia el discurso poético sobre el lógico (son «las imágenes posibles»,
no los razonamientos posibles) y apunta hacia lo desconocido armado de un
saber en el que la aletheia ha desbancado a la ueritas y el silogismo del
sobresalto al cogito cartesiano, de modo que «ha derivado no una disciplina,
sino una manera secreta, un plein air, algo que en algún momento se llegaba
dichosamente a descubrir»(466).

El Sistema Poético del Mundo es sistema sólo porque remodela


sistemáticamente el mundo, y es poético porque se opone a lo racional-
filosófico con ese logos de la poesía en continuo ejercicio. Más aún: Lezama
estudia detenidamente a Descartes, analiza el Discurso del Método y se
interesa mucho por su famosa duda hiperbólica, pero de su análisis concluye:
«Lo que prueba demasiado no prueba nada». Lo único irreductible a la duda es
«la poética verdad realizada [que] aprovecha un potencial verificable que se
libera de la verificación»(467). Al liberar a la poesía de las pruebas de la razón,
se asume una lógica poética que niega la concepción del hombre como «la
cartesiana sustancia que piensa»(468) y reivindica apasionadamente algunos de
los postulados de la Ciencia nueva con que Giambattista Vico combatió el
racionalismo:

El hallazgo genial de Vico consistió en ver con evidencia que hay en el hombre un sentido, llamémosle
el nacimiento de la razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio (...) Esa adivinación,
ese Deorum interpretes que nos recuerda Vico, hacía de la [175] poesía la línea donde lo imposible, lo
no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad (...) Tres frases colocaría yo al frente de esta
nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: «Lo imposible creíble», de Vico. Es decir, el que
cree acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas
las cosas. Segunda frase: «Lo máximo se entiende incomprensiblemente», la línea que va desde San
Anselmo hasta Nicolás de Cusa. (...) Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: «No es
bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante como para creer que posee.
Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza».

Y a ello se añade un gesto inconfundiblemente lezamiano:

Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, deslizamos también nuestro interrogante, pues el
original se invenciona sus citas: el imposible al actuar sobre lo posible crea un posible actuando en la
infinitud. Todo lo que hombre hace es un enigma, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un
(469)
sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón.

Así se inauguraba la incorporación al Sistema Poético del filósofo napolitano de


las «remembranzas universales», de donde arranca buena parte del discurso
cultural lezamiano. De ellas proceden, sin duda, las Eras Imaginarias, una
viquiana reconstrucción de la historia organizada en diez «fulgurantes
agrupamientos» que tienen en común ser «metáforas vivientes, milenios
extrañamente creadores o inmensos contrapuntos culturales» en los que «la
causalidad metafórica llega a hacerse viviente por personas donde [sic] la
fabulación unió lo real con lo invisible», o en los que «la imagen actúa sobre
determinadas circunstancias excepcionales»(470). Esas Eras Imaginarias
constituyen también algo así como una antología de motivos, temas y
mecanismos del Sistema Poético, cuyo verdadero desarrollo es el Sistema
mismo. La primera es la «Era filogeneratriz» y comprende el estudio de los
mitos cosmogónicos, de «lo fálico totémico» y de la sexología angélica. El
estudio de «lo tanático de la cultura egipcia» es la segunda era imaginaria y la
tercera corresponde a «Orfeo y su espíritu de reconciliación». El resto, un
estudio de «la poesía que va desde Parménides a Valéry», de «los reyes como
metáfora», de «las piedras incaicas», de los conceptos católicos de gracia,
caridad y resurrección, [176] la «era de la posibilidad infinita» que ya
conocemos y «que entre nosotros la acompaña José Martí»(471), y un estudio
sobre el Tao Te Kin y las ceremonias del budismo zen japonés, donde Lezama
encuentra en el tokonoma (un lugar privilegiado de la casa, «donde se coloca
una flor para avivar el vacío»(472)) la formulación perfecta de esa «ausencia
genitora» que recorre su obra y desemboca en su premonitorio poema último,
«Pabellón del vacío», fechado poco antes de su muerte: «Me duermo en el
tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando»(473).
Plenamente de acuerdo con esas bases filosóficas se muestran las reflexiones
de Lezama sobre «la crisis de lo contemporáneo», que él entiende derivada de
una «pérdida de sumergimiento y trascendencia» que, entre otras cosas, deja a
la poesía «ciega para las verdades reveladas»(474). Por eso en la Fábrica de
Metáforas y Hospital de Imágenes que visitamos en Oppiano Licario se aplica
como terapia «volver al enigma, a los emblemas, a la gran dificultad, a la orilla
del mito y a aquellos tiempos en que la poesía fundaba la casa de los dioses».
Vale la pena recordar el fragmento:

...Al fin de la pieza se veía una inscripción de fósforo que se hacía visible en la oscuridad del fondo:
Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes. Abajo, como un exergo, la frase que le había oído
muchas veces a Cemí: Sólo lo difícil es estimulante. Por las paredes, laberintos, emblemas y enigmas. El
loquillo lucía en su cabeza un sombrero cónico con los signos zodiacales. Comenzó a oírle:
-Tengo que vivir al lado de una posesa para despertar y ennoblecer de nuevo a la poesía. El más
poderoso instrumento que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda, de conocimiento, de
magia, de salud, para convertirse en una grosería de lo inmediato. (...) Así como para Descartes no hay
más que pensamiento y extensión, para mí no hay más que cuerpo e imagen. Y lo único que puede
captarlo es la poesía, por eso me desespero ante la inferioridad que la recorre en los tiempos que
sufrimos y lloramos. Hay que volver al enigma, en el sentido griego, es decir, partiendo de las
semejanzas [177] llegar a las cosas más encapotadas (...) Pero lo que sí es una obligación es devolver la
(475)
poesía al laberinto donde el hombre cuadra y vence a la bestia.

Ésa es la verdadera «regresión» lezamiana, con la que se vincula íntimamente


otro de los desconciertos que provoca su obra. Su peculiar pensamiento, que
recupera por afinidad natural las propuestas de la tradición anticartesiana
occidental y el pensamiento mítico y esotérico de todos los tiempos y culturas,
es parte de un debate que la crítica ha mantenido en torno a la erudición y la
validez filosófica del proyecto de Lezama, «un tremendo fracaso de enorme
belleza», según algunos estudiosos.(476)

Las «limitaciones del autodidacta caribeño»(477) se han explicado a veces


acudiendo a una «cultura del subdesarrollo» que otorgaría una visión de las
cosas infantil, carnavalesca, lúdica (cuando no ridícula), que sitúa al autor muy
lejos de ser un pensador serio. Por ejemplo:

La cultura de Lezama está absorbida a la carrera, según se va encontrando y con herramientas


inadecuadas, de ahí el constante transcurrir de lo verdaderamente inteligente y eficaz a lo absurdo,
pasando por lo simplemente ininteligible, de lo pedestre a lo ridículo (...) Lo imperfecto de esa
asimilación, con sus enormes lagunas, sus errores y confusiones, y las exageraciones deliberadamente
tremebundas que tratan de compensar aquéllos, constituyen al fin y al cabo una imagen ideal del
subdesarrollo, según era de esperarse en el escritor que ha servido de mentor e inspiración artística y
(478)
espiritual a los intelectuales cubanos de los cuarenta y los cincuenta.
Pero han tenido también defensores entusiastas:

Magnificar las tachas es un pretexto acaso inconsciente para quedarse de este lado de Lezama, para no
seguirlo en su implacable sumersión en aguas profundas. El hecho incontrovertible de que Lezama
parezca decidido a no escribir jamás correctamente un nombre [178] propio inglés, francés o ruso, y de
que sus citas estén consteladas de fantasías ortográficas y de fondo, induciría a un intelectual rioplatense
típico a ver en él un no menos típico autodidacto de país subdesarrollado, lo que es muy exacto, y a
encontrar en eso una justificación para no penetrar en su verdadera dimensión, lo que es muy
(479)
lamentable.

La leyenda del Lezama ingenuo nació a partir de ese excelente estudio de


Cortázar sobre Paradiso, «Para llegar a Lezama Lima», en el que hablaba de
«un barroquismo de complejas raíces» que él define con «la palabra más
aproximada: ingenuidad; una ingenua inocencia americana abriendo
eleáticamente, órficamente, los ojos, en el comienzo mismo de la creación.
Lezama Adán previo a la culpa... Un primitivo que todo lo sabe»(480). Pero esas
afirmaciones se distorsionaron, hasta hacer perder de vista que quizá estemos
ante un poeta que construye su propia Docta ignorancia: «El extremo
refinamiento del verbo poético se vuelve tan primigenio como los conjuros
tribales -asegura Lezama-. La cultura nos lleva a la inocencia tanto o más que
lo primigenio o lo salvaje»(481). El pensamiento del autor no es «primitivo» por
actitudes anacrónicas o deficiencias culturales; está firmemente afincado en «lo
contemporáneo», como diría él, pero defiende la inocencia, la fe poética y la
energía creadora del pensamiento mágico como solución a sus «crisis». El
adanismo lezamiano debe entenderse de otro modo, y creo que en esa
dirección apuntaban las ideas de Cortázar cuando lo describía como
prometeico:

Lezama en su isla amanece con una alegría de preadamita sin corbata de pájaro, y no se siente culpable
de ninguna tradición directa. Las asume todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom
sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico (...) Puede escribir lo que le dé la gana
sin decirse que ya Rabelais, a Marcial... ¿Cómo es posible ignorar o desafiar a tal punto los tabúes del
saber, los no escribirás así de nuestros mandamientos profesorales vergonzantes? Con Lezama lo genial
irrumpe sin los complejos de inferioridad que tanto nos agobian en Latinoamérica, con la fuerza del
(482)
robador del fuego.

El propio Lezama parecía responder por anticipado a esas lecturas [179]


parciales cuando, hablando de Góngora, se había referido oblicuamente a su
propio Sistema y sus necesidades poéticas:

Los que detienen, entresacándolos de sus necesidades y exigencias poéticas, los errores de los animales
a que gustaba aludir el cordobés creyendo que los tomaba de Plinio el Viejo, como «las escamas de las
focas», olvidan que esas escamas existían para los reflejos y deslizamientos metálicos que él
(483)
necesitaba.

Pero en su segunda novela ofrecía ya las claves de esa ingenuidad. En


Oppiano Licario, Lezama adopta a Henri Rousseau como nuevo alter ego, y por
más de una razón: la figura del Aduanero es tanto un nuevo instrumento
autoexplicativo como una oportunidad de autodefensa.(484) La poética que se
adjudica a Rousseau en la novela es la poética misma de Lezama, por «su
místico y alegre sentido de la totalidad», su originalidad «en el sentido de
poderosa raíz germinativa», porque brota de «un órfico encantamiento», y
porque su fusión de elementos dispares logra una muy lezamiana «zona de
hechizo en el tiempo paradisíaco», signo de todo artista poderoso, se añade.
Con esas lecciones alegres y esos laberintos resueltos, «el Aduanero podía
considerarse con justeza un excelente representante de la manera moderna,
candorosa, alucinada, fuerte frente a las potencias infernales»(485). La
disertación sobre la pintura de Rousseau ocupa más de doce páginas, pero
Lezama avanza algo que podría haber estado en el centro mismo de su
Introducción a un Sistema Poético: la tesis del «conocimiento de salvación».
Dice el texto:

¿Tenía como los primitivos un mundo plástico que al intentar reproducirlo se quedaba en sus
impedimentos? ¿Expresaba con lo que tenía, con sus recursos intuitivos, sin agazaparse el reto de las
formas? O, una ulterior posición ante sus obras, ¿había en él una malicia de los estilos detrás de sus
órficos encantamientos? (...) Ni la tristeza, ni el cansancio del conocer aparecen nunca en su pintura ni
en su persona, conoce a la sombra del Árbol de la Vida. Sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario
para su salvación, no con el soplo [180] de Marsyas o de Pan bicorne, sino con la flauta del dios de la
justicia alegre y de la suprema justicia poética (...) La pureza de La gitana dormida está en haber
acercado la gitana al león sin que quepa la menor posibilidad de que sea destruida. Sabemos que tiene
que existir una extraña relación entre dos incomprensibles cercanías, sabemos también que es inagotable
su indescifrable liaison. Ahí no encontramos problematismo a puñetazos, pero no comprendemos. Su
(486)
hechizo en esa situación es superior a la distancia, la causalidad y el hábito esperado.

La ingenuidad de Rousseau es, pues, una rigurosa disciplina artística que


«estudia, distribuye, reordena» y «obliga a estar muy vigilantes, muy
despiertos»; una cultivada inocencia que «cree que la conciencia de nuestro
arte tiene que desprender una universal inconsciencia que después cada cual
intenta descifrar e incorporar», porque sabe también que «frente al mundo
exterior el artista es como un deus absconditus que sale de su guarida, da sus
plumerazos y vuelve a esconderse»(487):
Cuando se burlan de él no hace esfuerzos por parecer grave y agresivo, por el contrario, cree ver en esos
guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo del panteón de la inmortalidad (...) Esos
escritores y pintores que desdeñan el fondo de profundidad de la letra y el emblema, ignoran que hay
también en la letra y el emblema un fuego robado a los dioses. En la letra hay un fondo de rebeldía
contra la maldición, un dios dispuesto a traicionar a los dioses en favor de los mortales. Cadmo, de
(488)
donde se deriva el alfabeto cadmeo, era para los griegos un dios del mismo linaje que Prometeo.

Lezama llamaba a ese impulso prometeico Horno trasmutativo de la


Asimilación, ingenio cubano por el que la historia, el arte, la literatura y el
pensamiento universal son espacios donde «la hipérbole de la memoria, que lo
es también de la curiosidad»(489) acumula erudición asimilada por una lectura
inteligente (y sobre todo entrecruzada) al servicio de un proyecto cultural por el
que levantar una nueva tradición que las asume todas, un fuego robado a los
dioses, donde lo americano, como dijo Cortázar, irrumpe sin complejos de
inferioridad. [181] Sin duda por eso «invencionó» Lezama su célebre «imagen
posible» de Taurus frente a Europa:

Taurus siempre ha sido débil con la blancura de Europa y consentía en dejarse poner flores de almendro
en el testuz. Pero el toro comenzó a caminar hacia el mar, luego hacia el mar con noche... Y Europa
comenzó a gritar. El toro, antiguo amante de su blancura y su abstracción, siguió hacia el mar con
noche, y Europa fue lanzada sobre los arenales, hinchada con un tatuaje en su lomo sin tacha: tened
cuidado, he hecho la cultura.
Europa, con su blancura y su abstracción, está sola en la playa. Europa hizo la cultura y aquel verso:
Tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿Es eso lo que nos queda a
los americanos? El toro ha entrado en el mar, se ha sacudido la blancura y la abstracción, y se puede oír
su acompasada risotada baritonal. Recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la
(490)
corteza de una nueva amistad.

Y por eso también desde muy temprano el Sistema Poético intentaba «levantar
la voluntad de un pueblo y una sensibilidad que siempre padecieron de
complejo de inferioridad»(491). Toda la obra de Lezama está vertebrada por un
destacado interés por encontrar solución intelectual a los complejos de cultura
subordinada, porque «una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una
comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador,
creado»(492). El Sistema Poético del Mundo fue también el instrumento ideado
por el autor para ese peculiar ejercicio de reconquista de una tradición. En él la
curiosidad barroca, la suma crítica, la hipérbole de la memoria y la de la
invención forman parte de una misma actividad de relectura cultural, Horno
trasmutativo de la Asimilación, que permite explorar los «misterios del eco» y
encontrar «la huella de la diferenciación». No es extraño que nos recordara
Lezama, de nuevo me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo, la
afirmación de Valéry sobre Mallarmé: «Para leerlo hay que aprender a leer de
nuevo»(493). [182] [183]

5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución


Decir que la literatura cubana (y no sólo cubana) de los últimos cuarenta años
habría sido distinta sin el impacto que tuvo sobre ella la Revolución de 1959,
significa abordar un lugar común que no hace falta repetir, salvo para recordar
el gesto crítico que eso conllevó: con el triunfo de la revolución empieza en
Cuba otra literatura, lo cual no sólo significa que aparecen nuevos autores o
que se crea un nuevo modo de escribir. Embriagados por las perspectivas que
la Revolución parecía abrir ante ellos, los jóvenes intelectuales cubanos,
apoyados por un poder impaciente por mostrar al mundo los cambios que era
capaz de generar, entrarán a formar parte decididamente de los organismos
culturales creados o reformados a partir de 1959. Y eso significa también que
se crea una nueva lectura, una forma nueva de leer el presente y de releer el
pasado, de reinventarlo, para darle a aquél una contextualización.

Desde este punto de vista, la Revolución Cubana reinventó también a José


Lezama Lima, y no sólo en la medida en que durante esos años y gracias a la
atención internacional depositada sobre la Isla su obra adquiere una difusión
que no había tenido antes. Me refiero a las sucesivas reinvenciones que
hicieron progresar la valoración de su obra desde el rechazo más absoluto
hasta la conversión de Lezama en toda una institución cultural.

Sus opiniones al respecto siempre estuvieron enfocadas desde una perspectiva


cenital, abarcadora (altiva también, quizá), que juzgaba la historia de la cultura
como una sucesión de momentos adversos y afines a su obra: «Así como
soporté la indiferencia con total dignidad -resumía en 1975-, ahora soporto la
fama con total indiferencia. He sido en la cultura cubana un valor muy
polémico, pero esa manera sigue como una ley de corsi y ricorsi: cuando se me
ha negado con [184] furia, yo he sabido esperar, trabajando y sonriéndome, y
poco después ha llegado el ricorsi, el reconocimiento, el acercamiento y el
estudio de mi obra»(494). Pero algunos discípulos suyos han puntualizado más y
han recordado los inicios de esa paradójica trayectoria, como Reynaldo
González, entonces recién incorporado al Departamento de Publicaciones del
Ministerio de Cultura, donde trabajaba Lezama:

Mi generación comenzó su vida pública y literaria a comienzos de los años sesenta, bajo la impronta de
la revolución. Entre nosotros Lezama seguía siendo respetado y querido por unos, al tiempo que lo
rodeaba cierta desconfianza y el extrañamiento de quienes se acogían a una concepción del arte que
extrapolaba recetarios ya vencidos. Desde ángulos muy diversos pero entrecruzados de la sensibilidad y
la inteligencia, ambas tendencias orquestaron alrededor del poeta una atmósfera paradojal, que todavía
(495)
alimenta interpretaciones paradojales.

Es cierto que el tránsito de la obra de Lezama desde la incomprensión más


tajante hasta la veneración generalizada no tiene fácil explicación si pensamos
en lo inflexible de su cosmovisión, incapaz de dogmatizarse y hasta de encajar
mínimamente en otros moldes que no fueran los suyos. En esa línea, algunos
críticos e historiadores de la literatura han condenado una presunta
manipulación oficial de la obra del autor: Enrico Mario Santí, por ejemplo, en un
interesantísimo artículo escrito a propósito de la según él «oportuna y
sospechosa» publicación en 1981 de la selección de ensayos lezamianos
Imagen y posibilidad, calificaba esa publicación como «un esfuerzo oficial por
contrarrestar el efecto de las Cartas (1979) en edición de Eloísa Lezama Lima,
que contienen múltiples confidencias de Lezama que son dañinas a la imagen
exterior de la política cultural cubana»(496). El crítico atribuye lo que llama «la
rehabilitación oficial de Lezama» desde los años setenta a un ejercicio
deliberado de lecturas forzadas que pudieran redimir no tanto su obra como los
múltiples errores cometidos por la Revolución contra un autor que ya había
alcanzado resonancia y prestigio internacionales. [185]

A partir de 1970, con motivo de la celebración pública de su sesenta


cumpleaños, Lezama vivió una especie de boom doméstico y ese año se
publican en Cuba libros suyos fundamentales como La cantidad hechizada y
sus Poesías completas, a la vez que se le rinde homenaje en revistas como La
Gaceta de Cuba y la prestigiosa colección Valoración Múltiple de Casa de las
Américas publica su Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. Pero el
autor interpretó aquellos gestos de reconocimiento de otro modo, como «una
confluencia generacional pasado el tiempo de los grandes antagonismos», y
sumó agradecido esas recopilaciones a su ejercicio personal de recuento:

Me he negado siempre a aceptar homenajes, pero éste realmente me ha dado alegría. En la vida de uno
hay dos cumpleaños que se sienten, lo demás es un desfile de años: cuando se cumple treinta y cuando
se cumple sesenta años, uno se da cuenta de que algo distinto ha sucedido. Algo termina y algo
comienza. Cuando uno llega a los treinta se ha despedido ya de la juventud y los años se escapan de
nosotros. Cuando uno llega a los sesenta, los años marchan hacia nosotros, a buscarnos. Es decir:
sesenta años es edad de recuento y nuevo comienzo (...) por eso me siento alegre, pues al cumplir esa
edad siento que puedo llamar también a éste «el Año de la Imprenta» para mí, por la cantidad de obras
que se han publicado y por los trabajos que se han hecho, pues ha sido un acercamiento a mi obra regido
por comprensiones de tipo amistoso (...) Creo felizmente que en los últimos tiempos, después de
momentos de violencia, ha habido cierta fusión de las generaciones en Cuba. Hoy la gente joven y la
gente más madura buscamos una compenetración. Todos marchamos hacia una finalidad... Y en mi caso
me siento muy a gusto con un grupo de jóvenes investigadores y escritores en los que percibo la misma
(497)
cualidad que en mi juventud: un afán de irradiar y de comprender.

Sea como sea, es obvio que esa institucionalización cultural de Lezama (fuera
dirigida o espontánea) no habría sido posible nunca si no hubiera existido
desde antes una adhesión del autor al proyecto revolucionario. Claro que esa
adhesión se expresó en términos que no eran los habituales en el discurso
político; pero la esencia sí estaba clara: Lezama nunca fue un disidente, como
la publicación de aquella [186] parte de su epistolario en 1979 pudo dar a
entender.(498) Por eso se incorporó a trabajar en los organismos culturales
creados por el gobierno revolucionario, con la misma pasión con la que había
rechazado en el pasado ofrecimientos similares del régimen anterior. Sin duda,
su visión romántica de la revolución se sintió siempre más cerca del Che
Guevara que de Fidel, pero nunca se manifestó en contra del nuevo Estado,
aunque sí censuró sin medias tintas los excesos políticos de una revolución
que cada vez más se desviaba de la ilusión humanista y se acercaba
peligrosamente a una nueva concentración personal del poder: «Todo
contribuye a crear este aire tenso, trágico, que rehúsa el tiempo dilatado -
escribió en 1963-. Es el acecho del silencio. Si no hay libertad, no hay nada, no
hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad no puede
haber verdad»(499).

Puede resultar interesante repasar unos breves apuntes de Lezama del año
1949 en los que emite juicios sobre Marx muy en la línea de los reparos
«metodológicos» que le había señalado Martí con motivo de la muerte del
filósofo en 1883.(500) Porque Lezama encuentra también «el error de Marx» en
su «olvido» de que «el hombre total se forma en el curso de una historia». Su
interés se dirige más a lo marxiano que a lo marxista, y se concentra en «la
juventud de Marx, cuando estaba más apegado a Hegel, que fue el creador de
la Alienación». Sus principales elogios van dirigidos a la rentabilidad filosófico-
humanista de esa noción, que Lezama entiende como la desposesión obligada
de lo que se es. A partir de ahí expone su peculiar interpretación del marxismo:

Causas y modalidades de esa alienación:


+) soledad y sentimiento de la soledad. [187]
+) alienación de las masas cuando los individuos permanecen sin individualidad.
+) alienación por falta de dinero, pues la falta de dinero arranca al hombre de sí mismo: el cubano
arrancado.
+) la propiedad privada nos vuelve tan limitados que un objeto no es nuestro sino cuando lo poseemos.
+) la esencia humana debe caer en la pobreza absoluta para que nazca de si misma [sic] toda su riqueza.
+) el trabajo y el trabajador están alienados cuando el trabajador se convierte en un instrumento del
trabajo mismo, y cuando su trabajo se convierte en un medio de ganancia para quien posee los medios
de producción.
+) el error del hombre nuevo: se escoge de acuerdo con la preferencia de cada uno.
(...)
Otra causa de la alienación: confundir la división del trabajo con la separación de los trabajos,
convirtiéndose unos hombres en extraños para otros.
Consecuencia: la división del trabajo ha implicado la diferencia del trabajo manual y el intelectual, la
separación de la teoría y la práctica, de la metafísica y la técnica, lo que trajo como consecuencia la
(501)
caída del mundo antiguo, griego.

De este modo Lezama «traducía» a Marx a su propia fenomenología del


espíritu, igual que haría después en La expresión americana, llevando sus
reflexiones sobre el tema hasta «el socialismo del harnero colectivo implantado
por Manco Cápac»(502).

Un pensamiento como ése y una obra como la suya no podían tener fácil
adaptación ni en las preceptivas literarias ni en las políticas, pero basta
recordar aquellos textos donde presentaba a la Revolución como la última de
sus eras imaginarias, en la que «todos los conjuros negativos han sido
decapitados», para comprobar que Lezama fue de los primeros en interpretar el
proceso revolucionario como esa definitiva posibilidad de cambio que tanto
había anhelado su generación. [188] A partir de esa comprensión entusiasta
aunque, eso sí, muy personal (nunca traicionó su concepción poética de las
cosas), celebró la coyuntura histórica recién llegada y expresó su adhesión a
un proyecto que permitía vislumbrar un futuro autónomo y mejor; una adhesión
que se hizo apoyo explícito en muchos de sus textos de los primeros años
revolucionarios. Ensayos como «Ernesto Guevara, comandante nuestro» o «El
26 de julio: imagen y posibilidad» no dejan lugar a dudas; son textos que ni
siquiera plantean graves dificultades de comprensión: Lezama se muestra allí
consciente del profundo significado de lo ocurrido y, a su manera, siempre
poética pero nada ambigua, dice, por ejemplo, que aquel 26 de julio de 1953, si
no fue un éxito inmediato, «despertó» la posibilidad de un cambio social
necesario:

Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado
pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el
cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García
obligado a quedarse contemplando las montañas sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de julio
rompió los hechizos infernales y trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz el
tiempo de la imagen que encendió sus fogatas en la medianoche impenetrable. No fue un fracaso, fue
una prueba decisiva de la posibilidad, la posibilidad creando el hoc age, el hazlo, el apodérate, la
(503)
posibilidad extendiéndose como una pólvora de platino fue interpretada y expresada.

Y en «A partir de la poesía» (1960) ese despertar se identifica nítidamente con


el significado que Lezama atribuyó al triunfo revolucionario del 59:

Comienza ahora la etapa poética cubana, cenital, creadora, intensamente afirmativa. Ahora sabemos que
hay un Martí que hizo en vida y que engendró después de muerto. Germinativo en la tierra que
transfiguró, ahora es una imagen fecundante. (...) El héroe entró en la ciudad. Comenzamos a vivir
nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre en un tiempo absoluto. Martí, como el
hechizado Hernando de Soto, ha sido enterrado y desenterrado hasta que ha ganado su paz. (...) La
Revolución Cubana no es otra cosa que la creación del verídico Estado Cubano. Albricias, aquí
revolución es creación. No revolución dentro de un estado anterior, que nunca [189] existió, sino
(504)
creación de un nuevo ordenamiento estatal, justo y sobreabundante.

Por supuesto, no pretendo presentar a Lezama como un guerrillero de la Sierra


Maestra; sólo quiero subrayar algo que muchas veces se ha perdido de vista
con sorprendente facilidad, bien por desenfoques críticos que agrandaron lo
hermético hasta convertirlo en ahistórico -un recurrente enemigo rumor-,o bien
como parte de cierta campaña destinada a imponer la imagen de un Lezama
perseguido por la Revolución, a causa del anacrónico contenido ideológico de
sus Aventuras Sigilosas: Lezama fue, y quiso serlo de manera plenamente
consciente y decidida, un hombre de su tiempo y muy atento a su orteguiana
circunstancia, nada más. Pero tampoco menos.
Esa atenta inserción literaria y vital era la condición imprescindible para su
«entrar en la ciudad» que hemos visto reaparecer en la entusiasta cita anterior.
Y recordemos que esa expresión, entrar en la ciudad, la usa Lezama siempre
como símbolo de la mayor contribución de la cultura al cumplimiento de un
destino histórico pendiente, como cuando proponía desde sus primeras
páginas en Verbum «la ciudad dignificada», o cuando en 1957 se refería al
mismo Martí con tristeza como «el héroe que no pudo entrar en la ciudad».
María Zambrano acertó a decir que Lezama era de La Habana como Sócrates
de Atenas, porque creía en su ciudad. Todas sus Coordenadas fueron
habaneras y sus Tratados se entretejen en La Habana, como sus
«Pensamientos». Él defendió siempre su inserción en la circunstancia insular, e
intentó hacer entender ese compromiso durante toda su vida; hasta su habitual
mansedumbre parece que se irritaba ante el más leve cuestionamiento de ese
profundo vínculo con un tiempo y un lugar. Quienes lo conocieron no dudan en
atribuir casi todas las salidas de tono de un ya voluminoso anecdotario
lezamiano a un recelo causado por esa incomprensión. Reynaldo González
recordaba otro episodio muy revelador de esto que digo:

Lezama era amable y gentil, pero distanciado. No resultaba fácil llegar a él. Era particularmente sensible
y estaba herido. Pronto supe la causa de aquel recelo: había afrontado serios problemas con algunos
miembros del semanario Lunes de Revolución, quienes lo hostigaron [190] e hirieron mucho y de
manera gratuita. Iban de la agresión escrita a la ofensa personal y le hacían bromas de pésimo gusto (...)
Contra eso su lengua podía volverse un estilete. Una vez un poeta joven a quien no profesaba particular
simpatía fue comisionado para invitarlo a un almuerzo en el cual pretendían reunir a poetas mayores.
Por temor o por torpeza, el poeta joven masculló al teléfono: «Lezama, se nos ha ocurrido que sería
bueno reunirnos y almorzar con poetas cubanos de otro tiempo». Rápido y como sin pensarlo, Lezama
(505)
le respondió: «Pues invite usted a Silvestre de Balboa», y colgó el teléfono.

Sorprende, por lo tanto, que a pesar de esos insistentes «ser de aquí», «de
ahora» y de todos sus pronunciamientos políticos (algunos yo diría que hasta
patrióticos y muy en la línea que exigía la nueva situación), esa vertiente
realista de la obra de Lezama no consiguiera desmantelar la imagen de poeta
aislado e indiferente que sus enemigos literarios habían reservado para él,
desde mucho antes de 1959, por cierto.

Lezama cultivó un sentido de la cubanidad que huyó siempre de lo explícito, y


sobre esas premisas poéticas, más una querencia hacia el inconnu tan tenaz
como su Sistema, no pudo hacer suyas las tesis europeas del «artista
comprometido» aunque la realidad lo reclamara con urgencia. Las formas de su
compromiso obedecían a otras tesis menos explícitas y desde luego no
dictadas por ninguna moda intelectual. Según explicaba a Carlos Fuentes en
una entrevista de 1956, «la cotidianidad, el contorno de su realidad, la fidelidad
a su circunstancia, es la sustancia que tiene que, no tan sólo nutrir, lo cual es
siempre transfigurativo y profundo, sino expresar el artista»(506). Su obra,
profundamente comprometida en esa fidelidad, intuyó, rastreó, trabajó y deseó
afanosamente en y para lo cubano, pero se alejó de definiciones apriorísticas.
Como dijo en aquella ocasión, para él el compromiso era «algo hecho en lo
invisible»(507), afirmación que pudo parecer elusiva para quien no conociera la
urdimbre del discurso lezamiano, pero él mismo se encargó de concretarla un
poco más en entrevistas posteriores:

Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir. Pocos pueblos en
América se han atrevido a entrar con [191] tanta decisión en lo porvenirista. Pudiéramos decir que el
cubano tiene sus catedrales, sus grandes mitos, en el futuro, y las catedrales se construyen poco a poco
(...) Todos marchamos hacia una finalidad que vemos todavía un poco lejana, pero esa imprecisión es
conveniente, nos enriquece. Esa falta de límites nos presta más entusiasmo en el acercamiento y nos da
una atmósfera mayor y más plena. La imantación de lo desconocido es, por el costado americano, más
inmediata y deseosa. Lo desconocido es casi nuestra única tradición. Yo prefiero ver lo cubano como
posibilidad, como ensoñación, como fiebre porvenirista. La atracción de vencer las columnas de la
(508)
limitación o las leyes del contorno está en nuestros orígenes.

Esas respuestas se pronunciaban ya en su madurez, y asombra la coherencia


de una vida y una obra tercamente sumergidas en su tiempo, leyéndolo e
interpretándolo ávidamente con una peculiar fijación por apresar sus
significados ocultos. Si más de una vez hubo de afrontar Lezama la resistencia
contextual, no renunció nunca a expresar su personal visión de las cosas, ni se
acogió a pragmatismos cómodos que quizá le habrían dado más paz, pero que
para su comprensión de la poiesis habrían resultado restrictivos en exceso.
Además, quizá esa marginación que sufrió como pocos era ya para él una
costumbre. La incomprensión -o el desprecio- rodearon durante décadas,
desde los años cuarenta hasta después de su muerte, el apego de Lezama a
esa interpretación de todo por la poesía, donde ese todo debía alcanzar «su
definición mejor», como dijo en un poema.(509)

Su obra no cupo nunca en una receta artística, ni mucho menos en un dogma


ideológico, es verdad, pero eso no lo enemistó con la realidad revolucionaria:
no hubo nunca un Caso Lezama similar al Caso Padilla, aunque éste afectara
indirectamente a nuestro autor. El verdadero «Caso Lezama» sería quizá la
curiosa paradoja de que fueran precisamente algunos de los que atacaron su
obra durante los primeros años del nuevo régimen y desde dentro de él, los
que después, desde fuera, acusaron al régimen de perseguir al autor. En 1960,
a propósito de una de esas avalanchas críticas que tuvo que sufrir, Lezama
escribía indignado, como si presintiera esa contradicción:

Me he enterado de que en la Bohemia de Miami ha salido o va a salir un manifiesto en el que se me


alude de forma agresiva. Siempre [192] veo mi nombre rodeado de incomprensión, tironeado por aquí,
vejado por allá, siempre tengo que estar soportando flechazos de la ira y el rencor. ¿Tienen acaso tanta
autoridad como para exigirles normas de conducta a los demás? Batistianos, priístas, todos en amalgama
arremeten en contra de los que nos quedamos. En el mundo contemporáneo se han acostumbrado a
considerar al escritor como un bulto, con una etiqueta, para colocarlo aquí o allá como un pisapapeles.
No aman su trabajo, el esfuerzo que ha costado la obra que ha realizado (...) Es el sanguinario rencor de
todo el que ha tenido que sufrir la incoherencia de dos bandos en discordia. Vivo siempre mortificado,
¿acaso tengo yo la culpa de tantos disparates y falta de sentido histórico? Esa gente de la Bohemia de
Miami siempre me ha tenido la misma antipatía, que ahora se vuelca en sentido revanchista. Nada de
delicadeza, nada de cuidado para enjuiciar actitudes y puntos de vista. Siempre buscando una víctima a
quien recriminar y culpar de cosas que están en sus antojos, sin una visión profunda de las cosas que
han ido sucediendo, de las cuales son ellos los más culpables, pues no tienen ojos para el porvenir, sino
(510)
para la oportunidad y la apetencia inmediata.

Esos «flechazos» de incomprensión habían empezado un año antes dentro de


Cuba. El dirigente de ese grupo opositor interior fue el joven periodista y crítico
de cine de la revista Carteles Guillermo Cabrera Infante, una figura muy
conflictiva desde los inicios mismos de la Revolución. A él le fue encargada la
dirección del ambicioso magazine Lunes, suplemento cultural del diario
Revolución, que, desde su fundación en marzo de 1959, se convierte en
portavoz de un amplio grupo de intelectuales y artistas reunidos en torno a una
«nueva cultura» comprometida por entero con el nuevo poder.

En esos momentos el objetivo era encontrar una expresión estética acorde con
la novedad, la creatividad y el dinamismo del primer entusiasmo revolucionario:
«Intentamos hacer de la revolución algo leíble y, por tanto vivible», escribió
Cabrera Infante(511). El teatro, el cine, la poesía, las artes plásticas recibían con
ese entusiasmo propio de lo que se ha llamado «el período romántico de la
Revolución (1959-1961)»(512), una enorme transfusión de energía: todos los
intelectuales [193] querían hacer algo, todos querían formar parte del proceso.
Ese algo se concretó, de entrada, en las páginas de aquel Lunes de Revolución
que daba a conocer obras, nombres y traducciones de autores poco difundidos,
imágenes nuevas del cine soviético o el neorrealismo italiano, y músicas
desconocidas hasta entonces, a la vez que materializaba sus exaltaciones
revolucionarias a través de poemas, novelas, películas, espectáculos,
canciones, reportajes, carteles y hasta nomenclatura.

En el editorial «Una posición» que abría el primer número del semanario, se


explicaba esa toma de postura:

La Revolución ha roto todas las barreras y le ha permitido al intelectual, al artista, al escritor, integrarse
a la vida nacional, de la que estaban alienados. Creemos -y queremos- que este papel sea el vehículo o
más bien el camino de esa deseada vuelta a nosotros (...) No formamos un grupo, ni literario ni artístico,
sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos. Creemos que la literatura,
y el arte, por supuesto, deben acercarse más a la vida y acercarse más a la vida es, para nosotros,
acercarse más a los fenómenos políticos, sociales y económicos de la sociedad en que vive. No tenemos
una decidida filosofía política, aunque no rechazamos ciertos sistemas de acercamiento a la realidad y
cuando hablamos de sistema nos referimos, por ejemplo, a la dialéctica materialista o al psicoanálisis o
(513)
al existencialismo.

Sin embargo, desde las páginas de Lunes se lanzaron manifiestos, anatemas y


bendiciones, pronunciadas por quienes se consideraron representantes de la
intelligentsia revolucionaria y responsables de traducir la nueva ideología a una
nueva poética. En ella se rechazaba tanto la copiosa impureza de Neruda(514)
como el supuesto hermetismo origenista, la influencia yanqui y el folclore
comercial, a la vez que se difundían las posiciones de los contestatarios
beatniks norteamericanos, y se dedicaban números especiales a la Clase
Obrera (núm. 7), a la Reforma Agraria (núm. 10), al 26 de Julio (núm. 19), a la
Exposición Soviética en La Habana (núm. 46), al 1.º de Mayo (núm. 57), a la
situación [194] del negro en Estados Unidos (núm. 66), a la «Victoria del pueblo
cubano sobre las tropas mercenarias en Playa Girón» (núms. 105-106 y 106-
107), a Viet Nam (núm. 116), a la República Popular de Corea (núm. 117), o al
Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (núm. 120). Se
asumió como propia una línea afín al surrealismo que fue luego reemplazada
por las influencias de Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, vinculadas al
conocimiento de los textos del existencialismo, del marxismo y de la izquierda
europea. Y, contra lo que creyeron tenido hasta entonces por poético -un
discurso totalizador y solemne que ellos consideraron pretencioso y ya caduco-
, la nueva estética de los Lunes propuso imponer un registro «antipoético»,
muy cercano al prosaísmo, cuyas señas de identidad han sido definidas por
quien fuera su director con las siguientes palabras:

Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto a estética, al trotskismo, mezclados, con malas
(515)
metáforas o como un cóctel embriagador.

Naturalmente, la opinión de Lezama coincidía con esa última apreciación: «Se


ha puesto de moda el virtuosismo, libritos, cositas, intentos de himnos babosos,
todo acompañado de trompetas propagandistas. La gentuza piensa en publicar,
no en hacer; cuando hacen, no crean. Si crean, es un homúnculo de
algodón»(516). Pero la poderosa influencia que ejerció Lunes de Revolución, con
una tirada cercana a los doscientos mil ejemplares, se ampliaría más aún a
partir de la creación de las prestigiosas Ediciones R, dependientes del
suplemento semanal, que fueron configurando poco a poco un gusto y un
panorama editorial también radicalmente nuevos, en los que Virgilio Piñera fue
el único «rescatado» de la generación anterior. El mejor homenaje lo recibió
con la publicación en R de su Teatro completo, y fue muy admirado por los
Lunes no sólo por su genialidad, sino especialmente por su irreverencia: su
personalidad inquieta y atormentada daba rienda suelta en su obra a lo
fantástico, lo angustioso y lo absurdo, desplegando una mirada ambigua sobre
el mundo, a la vez cómplice y hostil, feroz y tierna, que encajaba bien con el
predominio que alcanzó a fines de los cincuenta la corriente existencialista que
el propio Piñera había contribuido a iniciar en Cuba. Pero en Ediciones R
publicaron sobre todo los principales representantes de la nueva [195]
generación. En sus publicaciones, a la poesía todavía surrealista o ya
testimonial de Rolando Escardó, José A. Baragaño, Pablo Armando Fernández,
Roberto Fernández Retamar, Félix Pita o Manuel Díaz Martínez, se unieron
novelas de corte existencial que exploraban las frustraciones de la vida
republicana (Humberto Arenal, Edmundo Desnoes, Juan Arcocha), cuentos que
recuperaban la historia más reciente, como los de Cabrera Infante, Calvert
Casey o el propio Piñera, o novedades teatrales como Los próceres de
Rolando Ferrer, La Palangana de Raúl de Cárdenas, Joaquín, el obrero de
Ignacio Gutiérrez o El vivo al pollo de Antón Arrufat. Y no faltaron tampoco
libros-reportaje de testimonio social y político como Con las milicias de César
Leante o Cuba: Z.D.A. de Lisandro Otero. Lo tajante de estas preferencias
editoriales significaba en el fondo una necesidad de establecer límites precisos
a la noción de «compromiso», en un momento en que las actitudes se
clasificaban estrictamente con, contra o al margen. Lo ha explicado bien
Cabrera Infante:

La revista, al contar con el aplastante poder de la revolución (y el gobierno) detrás suyo [sic], más el
prestigio político del Movimiento 26 de Julio, fue como un huracán que literalmente arrasó con muchos
escritores (...) Desde esa posición de fuerza máxima nos dedicamos a la tarea de aniquilar a respetados
(517)
escritores del pasado.

Pero, a pesar de esa actitud combativa y explícitamente comprometida, la


publicación irritaba a los sectores más dogmáticos de la política cultural de la
Revolución: al parecer la exaltación de los Lunes era demasiado súbita y
ruidosa como para ser tenida por auténtica. Uno de ellos, Lisandro Otero, ha
resumido esa cuestión con una pregunta muy pertinente:

¿Era suficiente? Yo creo que no. Se trataba más bien de una descarga emocional, de una liberación de la
presión acumulada después de tanta frustración republicana. No había una actitud consciente, un análisis
de las razones y de los objetivos de la revolución. Casi nadie se planteaba esas cuestiones en aquellos
(518)
momentos románticos y exaltados.

Los intelectuales procedentes de una militancia «histórica» encontraban en esa


descarga muy poco fondo, un ejercicio de provocación [196] y escándalos
fáciles que juzgaron irresponsable para tener en sus manos la formación
cultural del país, porque faltaba el rigor de unos sólidos fundamentos
ideológicos. Desde las páginas de la revista Verde olivo (órgano oficial de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias) se cuestionaba la función del semanario y
la seriedad de sus redactores, que parecían más preocupados por las modas
extranjeras o por su propio éxito que por el futuro de la Revolución: se exigía
más compromiso, o más «ortodoxo», incluso a ellos.(519) Esos polémicos
desajustes se fueron envenenando poco a poco y la parafernalia de Lunes
acaba por convertirse en algo molesto; tanto, que provoca la primera crisis
grave entre los intelectuales y la Revolución, aquélla que culminó con las
reuniones de la Biblioteca Nacional en junio de 1961, y el célebre discurso de
Fidel Castro en la clausura conocido como Palabras a los intelectuales(520). En
el marco de esa crisis se produce el cierre del semanario, ese mismo mes de
junio, por decisión oficial, y se inicia una profunda reestructuración de la política
cultural y los organismos responsables.(521) Pero Lunes había cumplido ya su
cometido y había dado cauce al surgimiento de una nueva generación artística,
con las rupturas, las polémicas y las negaciones correspondientes.

Entre los anatemizados por el semanario había destacado, sobre todos los
demás, José Lezama Lima. El tajante rechazo de su obra, además de
responder a esa urgencia de autoafirmación política quizá inevitable, tiene aún
otra sencilla explicación: Lunes de Revolución contaba para eso con la
complicidad de los dos origenistas disidentes, Virgilio Piñera y José Rodríguez
Feo, que pasaron a formar parte del [197] nuevo grupo junto a otros
colaboradores de su ya desaparecida Ciclón (el mismo Cabrera Infante, sin ir
más lejos, había publicado allí), de modo que continuaron su particular
vendetta contra Lezama, ahora desde un soporte «oficial» que parecía otorgar
legitimidad a esa confrontación: «Mi primer error como director de Lunes -
reconoció después Cabrera Infante- fue intentar limpiar los establos del auge
literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las
letras». Y precisaba: «Pero lo que hicimos en realidad fue tratar de asesinar la
reputación de Lezama»(522).

Uno de los artífices más destacados de esa operación de limpieza, el poeta


Heberto Padilla, fue quien escribió el artículo clave de aquella agresión: «La
poesía en su lugar», publicado en el magazine(523). Padilla atacaba allí muy
duramente no sólo a Lezama, sino a todo el grupo Orígenes y hasta extendía
sus críticas a Virgilio Piñera, a pesar de que entonces hacía ya más de quince
años que se había desvinculado de aquel grupo y se había convertido en un
modelo para la nueva generación. El propio Cabrera Infante admitía en un texto
escrito a raíz de la muerte de Lezama que aquel texto de Padilla fue, en efecto,
un golpe bajo contra su reputación (literaria, ideológica, personal y hasta
sexual), que además no expresaba sólo la opinión de su autor: «Esa política
expresada por Padilla era la que sostuvo el magazine en tiempos de su
sarampión político (...). Fue un acto de justicia de veras poética, pero también
una gran injusticia que echaba sobre Lezama todo el peso (que para entonces
era considerable) del periódico Revolución, el diario oficial, como quien
dice»(524).

Sin embargo, todo esto no impidió que Lezama, al parecer sin ningún
rencor(525), colaborara pocos meses después en un número extraordinario [198]
del semanario titulado A Cuba, con amor, para el que se le encargó escribir un
ensayo destinado al inocente apartado «La comida cubana». Lezama, de
acuerdo con esa petición, escribió para Lunes un texto dedicado a la piña
titulado «Corona de las frutas», como única y sorprendente respuesta a todo el
discurso dirigido contra su obra en los meses anteriores desde esa misma
publicación.

Ésa fue siempre su reacción habitual: no contraatacar sino «ofrecer, como


decía Darío, una soberbia insinuación de brisa»(526). Así pues, tampoco en el
caso de «Corona de las frutas» el título del texto y su asunto aparentemente
central nos deben conducir a error: Lezama no iba a desaprovechar semejante
oportunidad de ofrecer su dariana respuesta desde las mismas páginas en que
se habían publicado los más duros ataques contra él: con «Corona de las
frutas» entraba en la confrontación -aunque de manera oblicua, muy
lezamianamente, eso sí-, y exponía una rotunda autodefensa que supo
elaborar, además, sin practicar ninguna renuncia, ni a su espíritu antipolémico,
ni a sus convicciones poéticas más profundas.(527)

La fruta protagonista del texto nos remite a un Zequeira casi obvio, aquél que,
según Lezama, fue «el primer poeta ganado por lo cubano», con quien
comienza «la sacralización de la cubanía»(528), que en [199] su «Oda a la piña»
entroniza a esa fruta en el Olimpo, convirtiéndola en emblema patriótico. Pero
las obviedades lezamianas siempre esconden algún «perplejo». El ensayo
comienza planteando la existencia de «dos grandes bandos frutales, tan
vehementes como las dos familias de gatunos y caninos» enfrentados, según
Lezama, desde las primeras descripciones de los cronistas de Indias: «los que
alzan la blandura del almibarado mamey sobre la dureza de la piña». Y
enseguida vemos que estamos ante otro de esos peculiares paralelos del autor
que buscaron «el significado profundo de los símbolos de lo cubano», esta vez
convirtiendo a la piña, la «fruta nacional», nada menos que en un trasunto
simbólico de su propia poética, protegida, como esa fruta, por una coraza
«resistente», a cuya pulpa -tan cubana como la de aquélla- resulta difícil (y
estimulante) acceder. El texto lo expone así:

No soy yo de los que me encuentre en ese bando del gusto, porque sigo manteniendo la postura del
triunfo de la piña. Su corteza no es de las que ceden al rasguño, antes bien sus escamas parecen
guardarla hasta de la caída al mar. Su pulpa hay que reencontrarla con el cuchillo, librándola de unas
tachuelas que están como ijares que acicatean la perfumada evaporación. Llevarla al gusto, en el punto
donde proclama su dulzor, su perfección sutilísima, es ya una muestra de saber trabajar los manjares.

A partir de esa identificación inicial, Lezama va desplegando en el texto


sucesivas y complejas imágenes de «las entrañas de la fruta» hasta construir
una espiral que desemboca en una nueva defensa de esa noción de
«compromiso invisible» -la suya- que entiende y defiende lo cubano como
«fruto único», a la vez terrestre, marino y celeste, que debe cultivarse lenta y
cuidadosamente, porque «conforma y organiza el espíritu de una naturaleza»:

De la posibilidad americana viene un agua ejercitada en adentrarse por las entrañas de la fruta (...) En
esta cosmogonía el fruto se forma en una naturaleza, pero participa de la sucesión del oleaje, de la
respiración de los astros, de la dilatación de las plantas, prolongados dictados donde la plenitud de las
formas logra inscribir la posibilidad de una aventura.

La críptica y frutal autodefensa de Lezama parecía esquivar con olímpica


indiferencia la debatida cuestión sobre el compromiso del escritor, parecía
ratificar esa oposición radical entre acción y evasión que establecieron
ruidosamente sus detractores, y parecía dar la razón a quienes en ese mismo
semanario habían retratado a un Lezama impasible [200] y absorto en su fijeza.
Pero no: algo de altivo cansancio había quizá, pero «Corona de las frutas» era
en realidad la reafirmación de una toma de postura que rechazaba de nuevo
toda polémica estéril entre lo puro y lo comprometido, reafirmaba las
posibilidades de la acción mental y repetía una vez más que la apertura al
cosmos de aquella ínsula origenista no anuló nunca su compromiso intelectual
con lo inmediato; al contrario: lo enriqueció.

Con la insistencia en la necesidad de proteger aquel «fruto único» de triple


naturaleza terrenal, marina y cósmica, Lezama estaba recuperando además -
para ofrecerlas a los jóvenes y dogmáticos Lunes- las lecciones sobre poesía y
cubanidad aprendidas en su juventud de Juan Ramón Jiménez. Recordemos
sus palabras:

Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque busca en su bella nacionalidad
(529)
terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.

Y si recordamos también las reflexiones lezamianas de entonces, entendemos


mejor por qué Lezama vio tan oportuno recordar aquella orientación que él
había recibido en momentos decisivos para su formación:

Estamos en presencia de una aventura excepcional: un poeta de cuidada madurez va a tropezar con una
lírica incipiente (...). Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos
contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la
claridad de su palabra. (...) Únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios nos permitirá
dispararnos en persecución para alcanzar «lo secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora
(530)
vigila y cuida nuestra poesía.

De acuerdo con esas premisas, como sabemos, Lezama había intentado desde
siempre captar el latido auténtico de lo insular, lejos de dogmas estéticos e
ideológicos, autóctonos o trasplantados, y lejos también de cualquier
delimitación artificial entre lo «poético» y lo «real» que pudiera entorpecer la
confluencia entre lo inmediato y lo trascendente que su obra quiso materializar.
A mi juicio, Lezama interpretó los ruidosos ataques de Lunes de Revolución, no
tanto como algo personal, quizá ni siquiera como un problema político grave,
sino como ese «pinchazo temporal de lo generacional» (y puede que [201]
hasta como una gamberrada juvenil) que afectaba ahora a esos poetas que
buscaban «su lugar» -como decía el título del texto de Padilla- por oposición
radical a sus padres literarios: de ahí la lección magistral que les ofreció en
«Corona de las frutas», como única respuesta a sus provocaciones.

Y quizá sí esos ataques fueran sobre todo eso, una forma de afirmación
generacional, porque así se entendería que Padilla hiciera extensivas sus
críticas a Virgilio Piñera, cuya asociación con Orígenes o con Lezama en esas
fechas era ya un disparate cultural. Creo que aquella avalancha de agresiones
procedente de Lunes de Revolución no puede entenderse del todo si no
insertamos su innegable contenido político en el marco más amplio de una
confrontación literaria intergeneracional (lo que no era algo excepcional ni
siquiera en la trayectoria del propio Lezama, a pesar de su sostenida vocación
de coralidad(531)), agravada en este caso por ese otro «empezar de nuevo» que
quiso ser también el recién estrenado contexto revolucionario. El triunfo de la
Revolución significaba el comienzo de otro tiempo; otra literatura buscaba su
lugar, y quizá esos textos no eran sino una especie de ritual parricida con el
que hacer pública y muy sonada la ruptura de los nuevos autores con la
generación anterior y su poética.

De hecho, aquel episodio no tuvo mayores consecuencias, y ni siquiera cortó


las relaciones de Lezama con el semanario ni con sus redactores: publicó en
Lunes de Revolución un total de diez textos, y ocho con posterioridad a los
ataques de Padilla, llevado siempre por su inamovible convicción de estar
haciendo lo que debía hacer. Apenas superadas aquellas tensiones, escribió:

Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada
que pueda traer odio o venganza. Si esos hechos se engendran, es por viejos resentimientos que nadie
puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los
dominios de la expresión y el intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismos, donde los
hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio. He creído siempre que Dios, lo
(532)
bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía.
[202]

El único hito grave en la relación entre los dos protagonistas de aquella


polémica del 59 lo marcaría un hecho posterior: el célebre mea culpa de
Padilla, pronunciado doce años después, aunque Lezama volvió a ser el único
que, a sabiendas, rehusó la invitación para asistir a aquella reunión en la
UNEAC.

El poeta Heberto Padilla, después de haber sido el centro de numerosas


polémicas que desde 1967 lo habían situado en la peligrosa postura de haber
defendido a escritores sospechosos al menos de desviación ideológica(533), fue
arrestado por la policía política el 20 de marzo de 1971, acusado de disidencia
intelectual. Desde la cárcel, Padilla firmó un extenso documento de autocrítica
(y de imaginativas delaciones que convirtieron las letras cubanas en un paisaje
plagado de agentes de la CIA) que le devolvió la libertad. Un mes después fue
conducido ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde hizo pública
una retractación de sus «errores imperdonables» que lo disculpó a él, pero que
habría de provocar el primer distanciamiento serio entre el régimen cubano y
los medios intelectuales internacionales, que hasta entonces habían
compartido la confianza en esa Revolución Humanista que vio Jean Paul Sartre
en su paradigmático viaje a Cuba a mediados de 1960.

En aquella confesión pública, y entre otras autodefensas que no dudó en


pronunciar, Padilla señaló un «contagio» del «resentimiento amargo», según él
característico de su antiguo amigo Guillermo Cabrera Infante, que lo había
llevado a adoptar una pose de «poeta y enfant terrible político» que había
podido interpretarse como contrarrevolucionaria.(534) Pero su lamentable
alegato incluía la acusación a otros escritores bajo la apostilla de que sus
juicios y sus obras tampoco podían quedar totalmente libres de aquella
acusación, entre ellos, Pablo Armando Fernández, César López, Norberto
Fuentes, Manuel Díaz Martínez y Lezama, que se llevó la peor parte en aquella
intervención. Dijo Padilla: [203]

Yo sé, por ejemplo... No sé si está aquí, pero me atrevo a mencionar su nombre con todo el respeto que
me merece su obra, su conducta en tantos planos y su persona; yo sé que puedo mencionar a José
Lezama Lima. Y lo puedo mencionar por una simple razón: la Revolución Cubana ha sido justa con
Lezama, la Revolución Cubana le ha editado a Lezama este año dos libros hermosísimamente
impresos... pero los juicios y las actividades de Lezama no han sido siempre justos con la Revolución
Cubana. Y todos esos juicios, compañeros, todas esas actitudes y actividades a las que yo me refiero son
muy conocidas, muy conocidas en todos los sitios y además muy conocidas en Seguridad del Estado.
Yo no estoy dando noticias aquí a nadie; esas actitudes las conoce Seguridad del Estado, esas opiniones
dichas entre cubanos y extranjeros, opiniones que van más allá de la opinión en sí, opiniones que
constituyen todo un punto de vista que instrumenta el análisis de libros que después difaman a la
Revolución sobre la base de apoyarse en juicios de escritores connotados. Y yo me decía: Lezama no es
justo y no ha sido justo, en conversaciones que ha tenido delante de mí con otros escritores extranjeros,
no ha sido justo con la Revolución. Ahora: yo estoy convencido de que Lezama sería capaz de venir
aquí a decirlo, a reconocerlo; estoy convencido porque Lezama es un hombre de una honestidad
extraordinaria, de una capacidad de rectificación sin medida. Y Lezama sería capaz de venir aquí y
(535)
decirlo, y decir: sí, chico, tú tienes razón...

Las opiniones sobre las consecuencias que esas acusaciones tuvieron para
Lezama varían mucho. Hay quienes consideran que aquello fue «lo que
propició su caída en desgracia, su ostracismo junto con el de muchos otros,
durante sus últimos cinco años de vida»(536) y quienes defienden que aquella
crisis marcó el comienzo de su más decidida rehabilitación. Así lo entendió
Cintio Vitier:

En un momento dado, la dirección más alta del país se da cuenta de que todo ha sido un disparate, de
que ese hombre [se refiere a Lezama] no se va, de que ese hombre no es un contrarrevolucionario, que
es una figura que está adquiriendo realce fuera y que todo estaba bien encaminado para que volviera a
publicar, para que volviera a ocupar el primer lugar que le correspondía..., cuando sobreviene la muerte
(537)
de Lezama, que nos coge a todos por sorpresa. Pero había un firme propósito de rectificar todo eso.
[204]

Tiempo después, Ambrosio Fornel resumía el ambiente de aquellos años como


«El triunfo de la mediocridad»: «No me refiero a personas -explicaba- sino a
una concepción puramente escolástica de la cultura, mejor dicho, de la llamada
'alta cultura' (...) En realidad, aquello parece haber sido un intento, no siempre
deliberado, de sustituir a la 'vieja intelectualidad' -nuestra generación- por una
intelectualidad 'nueva' no contaminada por el pecado original»(538). Parece que
en algunos momentos la edad se convirtió en uno de los principales «méritos»
que compartían los escritores seguros de ser intachables para determinados
representantes de la Revolución: haber dejado la adolescencia a las puertas de
1959 parecía suficiente garantía de pureza ideológica o de asunción de la
nueva circunstancia sin connotaciones sospechosas ni lastres vinculados a
responsabilidades del pasado, sobre todo a partir de que el Che Guevara diera
a conocer sus tesis sobre «el pecado original de los intelectuales cubanos»,
que no era otro sino haber permanecido indiferentes ante la lucha
insurreccional contra la dictadura de Batista(539).

El camino que prosiguió la cultura en la Revolución a partir de entonces parece


que estuvo marcado por esas directrices: «La autoridad moral de Guevara,
acentuada por su posterior muerte en Bolivia -comenta Pío Serrano-, dio paso
a una nueva clase de intelectuales que, abrumados por la culpa, se dieron a la
urgente tarea de lavar su pecado», o bien se entregaron a la práctica de cierta
autocensura ideológica, «en beneficio de su supervivencia como intelectuales
en activo de la revolución»(540). Y la tensión tras el caso Padilla dio nuevas
razones para la disidencia a quienes no habían escogido la crisis anterior,
sellada en 1961 con las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro, como
motivo para el exilio.

En algún momento aquel pecado original llegó a confundirse con un presunto


pecado origenista, pero creo que la verdadera «desgracia» de Lezama
consistió en seguir convencido de su visión humanista, [205] poética y hasta
litúrgica de la revolución en un contexto real que no la compartía y para el que
su insistencia en evocar la inicial vocación martiana del proceso debía resultar
un recordatorio por lo menos incómodo en ciertos momentos de acusado
dogmatismo: «Nuestra solución tiene que ser poética a lo Martí -había insistido
en 1966-, no antipoética, no preconcebida ni seudocientífica»(541).

El «pecado original» de Lezama fue seguir siendo tercamente él, «un hombre
que vivía en la libertad irreductible», como dijo de otros(542), y persistir con su
terquedad de siempre en lo que era: un poeta. Como tal, apoyó el significado
profundo de la Revolución, su imagen, el símbolo de impulsión histórica que
era para él, pero rechazó siempre cualquier relación de dependencia entre la
cultura y el poder. Ya había definido qué entendía por libertad en su primer
editorial de la revista Orígenes:

La libertad consiste para nosotros en el respeto absoluto que merece el trabajo por la creación, para
expresarse en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo
de su yo más oscuro, de su reacción o de su acción ante las solicitaciones del mundo exterior, siempre
que se manifieste dentro de la tradición humanista y de la libertad que se deriva de esa tradición, que ha
(543)
sido el orgullo y la apetencia del americano.

Y cuando tuvo que explicar públicamente las relaciones de su obra con la


revolución que había vivido su país, supo conjugar ambos elementos -poesía y
política-, sin traicionar sus convicciones en ninguno de los dos. Un buen
ejemplo son las respuestas que dio a una entrevista publicada en Casa de las
Américas en 1969(544), como parte de una campaña de política cultural
emprendida entonces para afianzar las simpatías internacionales hacia la
Revolución. Los responsables de aquella entrevista quedarían defraudados si
pretendían encontrar en las respuestas de Lezama propaganda explícita: no
subordinó sus [206] respuestas a ninguna defensa del régimen, ni siquiera a
una exaltación de sus innegables logros culturales, como sí hicieron algunos de
sus colegas en esa misma encuesta. Pero no lo condenó tampoco: no podría
haber rechazado nunca lo que de posibilidad había en esa realidad histórica.
La revolución que invoca allí Lezama es sólo y exactamente eso. Ante la
pregunta «¿Cuál diría usted que es la mejor forma en que la Revolución se ha
expresado en la cultura cubana?», contestó:

Una revolución no se expresa en una forma, sino en la acrecida de un devenir, imposibilidades que se
rinden ante posibilidades, hechos que terminan en imágenes que aclaran una perspectiva. Es el camino
(545)
de lo increado creador.
Semejantes sentencias no eran, aunque pudieran parecerlo, «retórica contra
censura», según la fórmula de José Sánchez Reboredo(546), ni cautas
indefiniciones para esquivar la cuestión, sino el resultado de una convicción
poética inamovible. Mejor dicho: el resultado de una convicción política fundada
en una poética que era también una cosmovisión. Él mismo lo explicó a su
modo, cuando contestó a la delicada pregunta «¿Ve usted relaciones entre su
producción literaria y la Revolución?»:

Como en la primera pregunta reaccionaba contra la concepción de las formas, ahora reacciono contra lo
que se ve. Es algo más profundo que lo que se ve, lo que encuentro en esa relación. Está no tan sólo en
lo que se ve, sino en la fundamentación, en la raíz, que se extiende más allá de su finalidad visible (...)
En vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen
en la historia. Y, de pronto, se verifica el hecho de la Revolución. Nuestra historia se vuelve un sí, una
inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud. Eso es para mí su lección
(547)
fundamental.

Pero no hay duda de que aquel caso Padilla y sus derivaciones provocaron en
Lezama, al menos, una profunda conmoción. Sus cartas sobre el asunto
permiten comprobarlo: «El cuadro no puede ser más sombrío, incierto y
aterrador -escribía a su hermana entonces-. [207] Vivo para el temor y la más
arrasante melancolía. Las últimas semanas han sido las más trágicas que he
pasado en mi vida. Vivo en la ruina y la desesperación»(548). El «cuadro» venía
a agravar la desolación en que lo había sumido el exilio voluntario de parte de
su familia, la muerte de su madre en 1964 y, finalmente, su delicado estado de
salud. Encerrado en su casa y en sí mismo, Lezama atraviesa desde entonces
su más honda crisis personal:

Si morirnos es separarnos de todo lo nuestro, la separación de todos los nuestros es también morirse. Es
la soledad metafísica, el silencio aterrador que nos rodea. Ahora comprendo, al final todo se aclara, por
qué hace tanto tiempo que decía que vivo en una dimensión egipcia: como viviente soy un muerto, pero
como muerto soy un fantasma que golpeo. Soy un fantasma que paso algodonoso golpeándome mis
entrañas deshechas. Soy un fantasma que ni paso, miro la puerta (...) Jamás pensé que los temas del
(549)
existencialismo, la nada, la náusea, pudieran tener una presencia tan amenazadora.

5.1. Sombras del paraíso

En ese ambiente de «soledad metafísica» y en el contexto de lo que se ha


llamado en Cuba el Quinquenio Gris (1971-1976) se gestan las dos últimas
obras de Lezama, la novela inconclusa Oppiano Licario y los poemas de
Fragmentos a su imán, ambos de publicación póstuma en 1977.

Oppiano Licario es continuación indiscutible de la primera novela de Lezama,


Paradiso (1966), que supuso el reconocimiento (o conocimiento) internacional
del autor, pero ahora Lezama se arriesga a una concepción de la novela como
reescritura de lo escrito y lo leído, personajes que hablan de sí mismos como
personajes y una peripecia como suma de fragmentos en los que el autor se
nutre de su propia obra. Esa autorreferencialidad encontraría explicación en la
soledad y el encierro a que lo condenó la enfermedad en sus últimos años:

Oppiano Licario se gesta en un momento de su vida en que escasean los nutrientes naturales. Necesita
fagocitarse (...) Ya se ha desvanecido la casa trepidante del entra y sale familiar. Es una casa llena [208]
de sombras donde sólo viven dos personas y el recuerdo de los ausentes. En una de sus cartas me dice:
(550)
«En mi vida no hay anécdotas. Perdona que sólo te hable de cosas intelectuales».

Fragmentos a su imán recoge la versión poética de esa misma situación, en un


libro que resulta ser el más circunstancial de Lezama, y rompe en cierto modo
esa continuidad metapoética que se ha señalado tantas veces en su poesía,
desde Muerte de Narciso (1937) -«una revelación», según Max Henríquez
Ureña- y Enemigo rumor (1941) -«una revolución»(551)-, hasta Dador (1960), su
«logro mayor», cuyo título nombraría ya a la poesía como esa divinidad
generosa pero huidiza que el poeta perseguía en sus Aventuras sigilosas
(1945) y asía por fin en La fijeza (1949)(552).

Tras Dador, Lezama no publica ningún nuevo libro de poemas hasta que en
1970 aparece su Poesía completa, en la que incluye desde Muerte de Narciso
hasta poemas aún inéditos. Entre ellos destaca la «Oda a Julián del Casal»(553):

Sea maldito el que se equivoque y te quiera


ofender riéndose de tus disfraces.
(...)
Todos sabemos ya que no era tuyo
el falso terciopelo de la magia verde,
los pasos contados sobre las alfombras,
la daga que divide las barajas
para unirlas de nuevo con tizne de cisnes.
No era tampoco tuya la separación
que la tribu de malvados te atribuye,
entre el espejo y el lago...
Ninguna estrofa de Baudelaire
puede igualar el sonido de tu tos alegre.
Podemos retocar,
pero en definitiva lo que queda
es la forma en que hemos sido retocados
¿por quién? [209]
Respondan la chispa errante de tus ojos verdes
y el sonido de tu tos alegre.
Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya,
llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina...
Habiendo vivido como un delfín muerto de sueños,
alcanzaste a morir muerto de risa.
Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire...

Víctima tan a menudo de la búsqueda de influencias y antecedentes, Casal es


elegido por Lezama precisamente para desplegar a partir de él su teoría de
«los misterios del eco», esa nueva posición crítica con que el pensamiento
cultural del autor propone al americano releerse a sí mismo e iniciar la
búsqueda de su originalidad fuera del «desteñido complejo de epígono» que
deriva del historicismo buscador de fuentes(554) y que empieza por rebatir la
imagen que convierte a Casal en mera réplica de descubrimientos ajenos. «Tu
muerte habría influenciado a Baudelaire», anima Lezama a Casal en la Oda,
convirtiéndolo a él en el antecedente y burlando así el causalismo de las
influencias y su «furibundo pesimismo».

Pero el poema se ha considerado además el mejor ejemplo de «transición»


hacia un nuevo registro, que será el que predomine en Fragmentos a su imán.
Abel Prieto, por ejemplo, ha visto en ese registro una nueva actitud «más
complaciente con el lector» y un lenguaje «más accesible, más elegante en la
elección del vocablo»(555). Serían éstas «cualidades nuevas» en las que Virgilio
López Lemus ha creído detectar «el modo de acercarse Lezama a la poesía de
los coloquialistas cubanos que escriben por los años en que surge ese
poema»(556). Puede ser, pero habría que subrayar rápidamente que una
siempre posible evolución en la poesía de Lezama se habría desarrollado, en
todo caso, desde su Sistema; sin variar en lo fundamental una concepción
previa de la poesía ya muy consolidada y que estuvo siempre muy lejos del
coloquialismo. Digo esto porque la apreciación de Virgilio López Lemus llega
más lejos al hablar de Fragmentos a su imán: [210]

Como gran Poeta, Lezama sintió el latido del pueblo en el alto momento de su historia, y tal vez sin
proponérselo haya sido influido en su poesía por el lenguaje directo, preciso, a veces más cercano a lo
narrativo que a lo lírico, de la mejor poesía coloquial que en la década del 60 se hacía (...) Como
legítimo creador, renovarse a sí mismo no debería ser para él una profanación de su sistema poético, a
pesar de que el poeta tiene otra formación, lo que naturalmente le podría afectar alguna
(557)
desgarradura.

Me parecen más convincentes las apreciaciones de Cintio Vitier cuando


subraya que «siempre hemos podido ver ese enigmático carácter narrativo,
novelesco e incluso a veces francamente épico, que tienen los poemas de
Lezama», y ve intensificados esos rasgos en los de su último libro(558). Eso es
quizá lo más «nuevo» de Fragmentos a su imán: la intensificación de un
procedimiento que ya existía antes en una poesía empeñada en transmitir lo
metafísico, incluso lo metapoético, sin rehuir lo histórico ni apartarse de la
realidad, porque aun «queriendo ver en ella lo mágico, lo sorprendente, no
abandona, para tal sorpresa, la cotidianidad», como ya había observado
Roberto Fernández Retamar(559). En eso consisten los «perplejos» de Lezama
y su «metafísica sensible», en trascender la realidad a través de la imagen,
pero una imagen que arranca siempre de esa realidad; la realidad natural
(«Variaciones del árbol», «Culebrinas»), el paisaje («Himno para la luz
nuestra», «Bahía de La Habana», «El arco invisible de Viñales»), la realidad
personal («La esposa en la balanza», «Llamado del deseoso») e incluso la
realidad material, los objetos cotidianos: «El retrato ovalado», «La rueda»,
«Cuento del tonel», «Los dados de medianoche». Por tanto, Fragmentos a su
imán no procedía a «profanación» alguna del Sistema Poético: la
«desgarradura» del poeta es de otro tipo.

Abel Prieto afina más al señalar en ese libro, junto a cierta «claridad» formal,
algo mucho más profundo: «Fragmentos a su imán es la gran entrada, a
torrente abierto, de la angustia en la poesía de Lezama». Pero establece las
coordenadas de esa angustia en una «frustración» de tipo literario: [211]

En Fragmentos a su imán Lezama vuelve con características nuevas sobre el tema -recurrente en toda su
obra- de la gestión infructuosa del poeta en busca de las esencias que huyen (...) No es posible
aprehender, definir ese cuerpo que siempre se escapa. El cambio de tono es muestra inequívoca del
proceso que nos presenta [el libro]. La suficiencia del poeta se ha quebrado en una muy humana
impaciencia por conseguir resultados tangibles (...) Aquí Lezama está percibiendo la tragedia de la
poesía «pura». El mito de la poesía que se alimenta a sí misma encuentra en Fragmentos a su imán un
(560)
mentís angustioso e indudable.

Creo que puede hacerse otra lectura de toda esa evolución que termina en
«tragedia». El propio Lezama, en el ensayo mencionado sobre Julián del Casal,
había definido como «frustración involuntaria» la característica principal del
poeta cubano, y había establecido que en ella la imaginación «ocupa su
posición más legítima», esto es: «encontrar en la frustración de una búsqueda
pasada una justificación de la posible plenitud que anhelamos». E insistía para
concluir:

No se trata de un universo poético, cosa poetizada, que sería después de todo candorosa reducción. Todo
parece dirigirse, imantarse o provocarse alrededor de una sustancia que suprime toda incoherencia. Pero
de esta última posición poética, ¿cómo podría yo hablar ahora? (...) ¿No veis en la frustración de Casal,
(561)
en su sacrificio, el cumplimiento del destino armonioso que anhelamos?

En mi opinión es una frustración de ese tipo la que genera la filosofía de la


peculiar fragmentariedad de Fragmentos a su imán, en un momento en que la
obra de Lezama sí podía abordar ya «esa última posición poética». El libro
despliega una dialéctica entre esos dos términos, la «frustración» y «el destino
que anhelamos», apoyado en una estructura dual de universos contrapuestos.
En ella una armoniosa visión cósmica que celebra jubilosamente los ciclos
naturales y recrea mundos lejanos por la fantasía o el recuerdo, contrasta
estrepitosamente con horribles pesadillas y poemas de interior en los que la
angustia es la de quien confiesa «Esperar la ausencia» mientras se pregunta
«¿Y mi cuerpo?», e intenta en vano ahuyentar una aplastante soledad que lo
mantiene «adherido a la madera del sillón» mientras «los cigarros van
reemplazando / los ojos de los que no van a llegar». [212]

Un mundo cerrado, desolado, gris, frente a otro abierto, luminoso y pleno


coexisten angustiosamente en los poemas del libro, como coexisten el anhelo
escapista y el martilleo sordo de que se trata de un intento inútil: hasta las
ensoñaciones luminosas apuntan al final también hacia esa «Doble noche» que
«no logra terminar, / malhumorada permanece». Incluso el famoso poema
último de Lezama, «Pabellón del vacío», además de ser una premonición de la
muerte que sentía ya cercana, o plasmar el interés que despertaba en él lo que
llamó wu wei, tokonoma o vacío creador, brota de esa misma necesidad de
escapar de la soledad:

Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, como la primavera.
Recorro con las manos la solapa
que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña,
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable
la conversación en una esquina de Alejandría...

Sin duda todo eso tiene algo que ver con la dolorosa circunstancia histórica y
personal que vivió el poeta en los años de composición del libro. Lezama ha
visto cómo se derrumbaba a su alrededor el sueño utópico que creyó acariciar
con el triunfo de la Revolución, y su mundo familiar se ha desintegrado. Su
paradiso está hecho añicos: «Todo allí está roto, con soplos arenosos, / con
fondos de botellas que se clavan» («Retroceder»). Por eso «abrir los ojos es
romperse por el centro» y la noche «reparte por mi rostro enormes cicatrices»
(«Los fragmentos de la noche»). Hasta de los objetos cotidianos brota angustia:
un colchón escoltado por la muerte («¿Y mi cuerpo?»), «un zapato que crece
hasta la silla / y nos ponemos a temblar» («Brillará»), una mesa que «camina y
lanza su reojo» («Enemigos»), un cenicero que muestra los dientes, o un sillón
que aprisiona misteriosamente («Esperar la ausencia»). Pero el exterior no es
mucho mejor: es «una muchedumbre de ciempiés destartalada» («Estoy»),
«una multitud / que escandaliza su nombre, / aunque él apenas lo oye» [213]
(«La caja»), «juramentos, perogrulladas, testigos» («Sorprendido»), o un
extraño acantilado («Retroceder»).

A la entusiasta invocación al Ángel de la Jiribilla y al optimismo que otorga la


infinita posibilidad suceden ahora los poemas más desgarrados que escribió
nunca Lezama, donde el alma devastada se proyecta en una especie de
Caprichos que recogen la herencia del Quevedo expresionista y esperpéntico y
del Goya visionario. Los sobrecogedores paisajes interiores de aquel «Esperar
la ausencia», «La caja» («Vive en una caja de acero / y por la noche se asoma
a la mirilla») o «¿Y mi cuerpo?», son buenos ejemplos de esa angustia: «Siento
que nado dormido / dentro de un tonel de vino. / Nado con las dos manos
amarradas».

Muchos otros poemas son la reiteración de esa misma impotencia y de una


misma frustración: «¿En dónde encontrar sentido?» («Consejos del ciclón»). El
poeta descubre un ciervo que lame su mesa de lectura, pero «cuando lo voy a
acariciar / queda un vacío barbado» («Retroceder»), o intenta dibujar un
espárrago y «brota un fantasma dificultoso» («Me hace propenso»). Es el
mismo deseo siempre insatisfecho que se plasma también en abundantes
poemas gastronómicos, donde «un apetito / del tamaño de todo el cuerpo» deja
«la boca infinitamente abierta», o se intenta «avanzar hacia la pulpa de una
fruta» pero «se verifica la horrible bifurcación» («Desembarco al mediodía»).
En otros se analiza la materia anhelada queriendo entrar en ella para
saborearla mejor o para descifrar sus significados ocultos, como en «Se
desprendió» con una patata, en «Estoy» con las espinas del pescado, o en «El
cuello» -es el de una botella de vino-, que acaba siendo expresión de «el
barroco carcelario» y hasta una nueva constatación (inalcanzable) de la
amorosa interrelación universal donde «la uva emparienta con el cristal / un
equilibrio indescifrable / como el aire en la balanza de Osiris».

No creo desacertado interpretar esa imaginación material que en algunos


poemas del libro indaga en los objetos y dibuja siniestros bodegones como
nuevo contrapunto al paraíso genésico que dibujan otros, habitados por la
inquieta fauna que recorre sus versos (pájaros, peces, hormigas, culebras,
abejas, caracoles); además de ser un modo peculiar de expresión metafísica,
en la que el significado (impotencia, alienación, angustia) a menudo se expresa
a través de un significante que denotativamente nada tiene que ver con lo que
sugiere en el cuerpo del poema. El caso extremo sería la incoherencia objetual
de «Sorprendido»: [214]
No puedo. Es así. Y el caballo dobla el naipe.
Voy. La toronja escampa, deletreo.
¿Qué pregunta cabe? ¿Qué codo se entremezcla?
Un índice torcido como una nariz.
No sirve. Ceniza, redondea.
Una estocada de cartón. Presunciones.
Araño, voy y me sumerjo, ya no hay navegantes.
Toco, vuelvo la cara, ya las persianas repiqueteando.
Cruce de peces por las piernas abiertas. Tijeras.
La salamandra sigue saltando
del chaquetón con mucha fiebre.
No puedo. Voy a acostarme. Despertaré sin el resguardo.

Al leer en Fragmentos a su imán visiones fabulosas del origen del mundo,


amables «Décimas de la querencia», fuerzas amorosas en perpetua realización
y luminosos cantos panenteístas, es cuando -por contraste- adquiere verdadera
autoridad ese existencialismo del que hablaba Lezama: la extrañeza, el vacío,
«la soledad metafísica, el silencio aterrador, mis entrañas deshechas»,
ensombrecen poderosamente aquella otra vertiente jubilosa que se convierte
así en el testimonio de un destino traicionado. Como dice Lezama en el poema
dedicado a Virgilio Piñera:

Sabemos, qué carcajada,


que lo lúdico es lo agónico
(...)
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia.
(«Virgilio Piñera cumple sesenta años»)

Ese «bien» armónico se expresa en Fragmentos a su imán a través de textos


que quieren ser algo así como cosmogonías, mundos fabulosos que vuelven al
«Nacimiento del día», a la cópula universal de los elementos o al agua del arco
iris «donde hierve el caldo de la vida». Hay varios ejemplos muy notables,
como «Oigo hablar», donde la mirada y el oído atentos acaban descubriendo el
«ombligo» del mundo y el gran concierto universal a partir del canto de un
pájaro y de una hormiga posada en la hoja de un árbol. O como «El abrazo»,
donde la desnudez paradisíaca da pie a un encuentro sexual con resonancias
cósmicas.
Pero ni siquiera esa vertiente mítica de Fragmentos a su imán puede explicarse
acudiendo sólo a una fantasía de cuño surrealista donde «la imaginación,
fecundación fabulosa, crea poemas contemporáneos [215] de las
teogonías»(562). El espíritu que se refugia en ese paraíso no es un alma
satisfecha, sino angustiada.

El poema «Los dioses», con toda la solemnidad que le da su asunto mitológico,


acaba con una gran apoteosis en la que esos dioses salen del mar, pero nos
ofrecen la respuesta. Al salir, «alzan sus caracolas retorcidas / y ladean sus
colas verdinegras». Moraleja:

Ésa es nuestra morada:


la pureza que se recibe
y la siniestra semilla que se hunde.

En esa misma línea desmitificadora se sitúan muchos otros poemas como


«Antonio y Cleopatra», por ejemplo, donde la descripción del mundo que rodea
a la fastuosa reina de Egipto, para la que Lezama no ahorra barroquismo,
queda al final bruscamente resuelta en la visión prosaica pero real de una
cochinilla caminando por una hoja de lechuga:

Decimos galeras de seda


y cerramos los ojos.
La reminiscencia milenaria
mueve de nuevo la sierpe.
Vean la cochinilla caminando la lechuga.

Lo que se describe jubilosamente es siempre un mundo fuera del tiempo. La


irrupción de la realidad (como esa cochinilla) rompe la magia evocadora y
construye una cosmovisión marcadamente dual que subraya la interrelación -
imantación- de los fragmentos contrapuestos. Fragmentos que podemos llamar
pasado y presente, fantasía y realidad, mito e historia o utopía y decepción:
una promesa rota, una dicha robada, un paraíso perdido. El mensaje central del
libro queda así resaltado: la desolación de un ahora gris u oprimente destruye
lo que podría haber sido un paraíso, a cuya evocación se dedica el poeta. Es
de ahí de donde brota la frustración y esa «angustia paradisíaca» que no
puede proceder exclusivamente de «una fantasía genésica al lezámico modo»,
como quiso ver Cintio Vitier:

Ese despertamiento fabuloso, que puede convertir a una hormiga en una doncella planetaria, situación
paradisíaca, no está exento, como todo paraíso, de peligros y de engaños, porque allí surgió la maldición
(563)
de la culpa y la relación trágica con el padre. [216]

Pero es verdad que esa interpretación permitía dar una explicación


«políticamente correcta» al delicado contenido ideológico del libro:

Dice Martí, en palabras preciosas para nosotros: «Preservad la imaginación, hermana del corazón,
fuente ampia y dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos. La
imaginación es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo.» Sentencia esta
última que nos reafirma en nuestra interpretación. Compañera de la inteligencia, hermana del corazón,
la imaginación en estado naciente, soplando en las hojas del libro como si fueran las hojas de los árboles
en el alba del mundo, campea en los pasos de danza de este discurso (...), balanza de aire cuyo platillo
de sombras a veces parece pesar más, alzando el otro platillo, el de la luz, para iniciar la gran aventura
(564)
cotidiana que tiene un final feliz.

Me inclino a pensar que ese desenfoque, sorprendente en quien más y mejor


conocía la obra de Lezama, pudo ser un modo de protegerla, una manera de
evitar, con el prestigio que le daba ser un opinante tan cualificado, otras
interpretaciones menos idealizadas.

Si la fascinante Paradiso ya fue considerada en su momento una novela


«peligrosa»(565), Fragmentos a su imán ofrecía con su ambigüedad un peligro
doble: la fascinación de dos abismos. En un extremo, el de esos «temas del
existencialismo» que decía Lezama, la nada, el vacío, la autodestrucción; en el
otro, el de la tentación paradisíaca. La dialéctica del libro, que arranca de una
circunstancia histórica precisa y contrapone a un hoy inhóspito o desencantado
el ayer de una utopía que no llegó a realizarse, llevaba implícita una condena
del entorno mucho más audaz que la que pudo verse en la novela. En ese
contraste de luces y sombras resuena a menudo una filosofía que Lezama
pudo aprender de Vicente Aleixandre y su Sombra del paraíso [217] (1943)(566):
la recreación de un mundo paradisíaco como expresión de una frustración que
a la vez formula un veredicto contra el entorno que la produce. O una que pudo
tomar de Julián del Casal: la expresión de una «frustración involuntaria» a
través de la imaginación que realiza su labor más legítima y «encuentra en la
frustración de una búsqueda pasada la plenitud que hoy anhelamos».
En cualquier caso, creo que Fragmentos a su imán ofrece como claro mensaje
final un no era esto dirigido a sus contemporáneos; el mensaje que resumen
los versos de «Aquí llegamos»:

Aquí llegamos, aquí no veníamos.

«¿Qué misión le confiere usted a la literatura?», le preguntaron a Lezama en


1970. Y respondió: «Nunca un sentido directo o inmediato de catequesis, pues
nadie ve porque se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos
caen las escamas de los párpados»(567). Con Fragmentos a su imán no hizo
más que seguir fiel a ese método y a su creencia en el poder salvador de «la
poesía que estructura la marcha de la imaginación como historia, la
imaginación encarnando en otra clase de actos y de hechos»(568). Su mensaje
no exhortaba a la acción tampoco aquí, pero la evocación de un mundo idílico
era otra «soberbia insinuación de brisa» que activaba ese poder subversivo de
la imago que sostuvo su obra desde siempre, porque «ninguna aventura,
ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado
de partir de una imagen»(569).

Una lectura global de la obra de Lezama permite ver que entre sus complejas
propuestas se perfilaba también un proyecto humanista «revolucionario»,
orientado por esa acción-transformación artística en la que nunca dejó de
insistir, o, al menos, una apuesta intelectual [218] a favor de la poesía que
puede orientar la marcha de la historia porque ofrece principios en los que
creer.

Con esa perspectiva, el proyecto de Lezama y Orígenes aparece más político e


incluso más a tono con el primer impulso revolucionario de lo que se pensó
entonces -y a veces se sigue pensando- desde fuera de aquella ínsula
origenista: a lo largo de más de cuarenta años, en un contexto cambiante, pero
casi siempre sordo y a veces hostil, su obra intentó atesorar y mantener vivos
ciertos valores de identidad, no sólo literaria, que el autor vio en peligro en la
Cuba de entonces por amenazas externas e internas.
A lo que hoy conocemos como Grupo Orígenes Lezama le dio con la elección
de ese título más de una señal que los definía: búsqueda de las raíces, de lo
esencial, de lo original, sí, pero también principio, fundamento, fase inicial de
algo que debía venir después. Recordemos que él sólo encontraba poético lo
germinativo, lo posible, lo que debía encontrar confirmación en una realidad
posterior. Creyó acariciar ese sueño con el triunfo en su país de una revolución
incruenta, con bases humanistas y sin una militancia definida que parecía
ofrecer inmunidad contra cualquier dogmatismo, pero, con el tiempo, un
contexto de creciente rigidez frustró sus esperanzas de una solución «poética»
a la crisis nacional.

Por supuesto, la hermosa República de la Poesía que él quiso instaurar


proponía fórmulas irrealizables de «salvación por la cultura». Pero a medida
que se profundiza en él, ese proyecto va revelando su coherencia como
propuesta regeneracionista de raíz martiana y demuestra que sus enemigos
fueron idénticos a los de quienes confiaron en una revolución para ofrecerle a
Cuba un futuro mejor. Aunque ese acercamiento va haciendo evidente también
que la labor intelectual del autor fue siempre como él quiso que fuera: supo
mantener el suficiente grado de inconnu -y la suficiente independencia- como
para desconcertar a quienes, desde uno u otro extremo, pretendieron
instrumentalizarla. [219]

6. Bibliografía
1. OBRAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA

1.1. Poesía

Muerte de Narciso, La Habana, Úcar, 1937.

Enemigo rumor, La Habana, Úcar, 1941.

Aventuras sigilosas, La Habana, Ediciones Orígenes, 1945.


La fijeza, La Habana, Ediciones Orígenes, 1949.

Dador, La Habana, Úcar, 1960.

Fragmentos a su imán, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1977; México,


Biblioteca Era, 1978; Barcelona, Lumen, 1978.

Poesía completa, La Habana, Instituto del Libro, 1970; ed. de Emilio de Armas,
La Habana, Letras Cubanas, 1985; Madrid, Aguilar, 1988.

Poesía, Antología crítica de Emilio de Armas, Madrid, Cátedra, 1992.

1.2. Novela

Paradiso, La Habana, Ediciones Unión, 1966; ed. de Julio Cortázar, en México,


Biblioteca Era, 1968; Madrid, Fundamentos, 1974; Madrid, Alianza, 1983; ed.
crítica de Cintio Vitier, en Madrid, Colección Archivos, 1988; ed. de Eloísa
Lezama Lima, en Madrid, Cátedra, 1989; ed. de Cintio Vitier, en La Habana,
Letras Cubanas, 1991. La novela ha sido traducida al inglés, francés, italiano,
ruso y alemán.

Oppiano Licario, La Habana, Arte y Literatura, 1977; México, Biblioteca Era,


1977; Roma, Editori Riuniti, 1981; Madrid, Alianza Tres, 1983; Madrid,
Bruguera, 1985; ed. crítica de César López, en Madrid, Cátedra, 1989.

1.3. Narrativa breve (recopilaciones)

Cangrejos, golondrinas, Buenos Aires, Calicanto, 1977.

Juego de las decapitaciones, ed. de José Ángel Valente, Barcelona,


Montesinos Editor, 1982.

Cuentos, La Habana, Letras Cubanas, 1987.


Relatos, ed. de Reynaldo González, en Madrid, Alianza, 1987. [220]

1.4. Ensayo

Coloquio con Juan Ramón Jiménez, La Habana, Publicaciones de la Secretaría


de Educación, 1938; Reeditado en Cintio Vitier (ed.), Juan Ramón Jiménez en
Cuba, La Habana, Arte y Literatura, 1981.

Arístides Fernández, La Habana, Publicaciones del Ministerio de Educación,


1950.

Analecta del reloj, La Habana, Ediciones Orígenes, 1953.

La expresión americana, La Habana, Instituto Nacional de Cultura, 1957;


Madrid, Alianza, 1969; La Habana, Letras Cubanas, 1993; ed. de Irlemar
Chiampi, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

Tratados en La Habana, Santa Clara (Cuba), Universidad Central de Las Villas,


1958.

La cantidad hechizada, La Habana, Ediciones Unión, 1970; Madrid, Júcar,


1974.

Esferaimagen. Sierpe de don Luis de Góngora. Las imágenes posibles, ed. de


José Agustín Goytisolo, Barcelona, Tusquets Editor, 1970.

Las eras imaginarias (selección de ensayos), Madrid, Fundamentos, 1971.

Introducción a los vasos órficos (selección de ensayos), Barcelona, Barral


Editores, 1971.

Algunos tratados en La Habana (selección de ensayos), Barcelona, Anagrama,


1971.
Imagen de América Latina, en César Fernández Moreno (ed.), América Latina
en su literatura, México, Siglo XXI-UNESCO, 1972; págs. 462-468.

Imagen y posibilidad (selección de ensayos), ed. de Ciro Bianchi Ross, La


Habana, Letras Cubanas, 1981.

El reino de la imagen (selección de ensayos), ed. de Julio Ortega, Caracas,


Ayacucho, 1981.

Confluencias. Selección de ensayos, ed. de Abel Enrique Prieto, La Habana,


Letras Cubanas, 1988.

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1.5. Ediciones críticas y antologías

La nómina de ediciones de clásicos españoles y cubanos cuya publicación


dirigió o recomendó Lezama, desde su cargo en el Consejo Nacional de
Cultura, y luego desde el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las
[221] Américas, es amplísima. Recojo sólo los títulos que aparecieron bajo su
responsabilidad como editor:

FEDERICO GARCÍA LORCA, Conferencias y charlas, edición y prólogo de


José Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1964.
Antología de la poesía cubana, selección, edición y estudio preliminar de José
Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, 3 vols.

VENTURA PASCUAL FERRER, El Regañón y El Nuevo Regañón, edición y


estudio preliminar de José Lezama Lima, La Habana, Comisión Nacional
Cubana de la UNESCO, 1965.

JUAN CLEMENTE ZENEA, Poesía completa, edición y prólogo de José


Lezama Lima, La Habana, Editora Nacional, 1966.

JUAN CLEMENTE ZENEA, Prosa completa, edición y prólogo de José Lezama


Lima, La Habana, Editora Nacional, 1967.

1.6. Textos inéditos (varios géneros)

Monográfico de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. 2 (1988).

Ligereza y sombra. Textos inéditos de José Lezama Lima, ed. de Ernesto


Hernández Busto, en Biblioteca de México, núms. 11-12 (1992); páginas I-XIX.

Fascinación de la memoria (textos inéditos de José Lezama Lima), ed. de Iván


González Cruz, La Habana, Letras Cubanas, 1993.

Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, ed. de Iván González Cruz, Madrid,
Centro de Estudios Ramón Areces, 1998.

1.7. Obras completas

Obras completas, ed. de Cintio Vitier, México, Aguilar, 2 vols., 1975 y 1977.

2. CORRESPONDENCIA
José Lezama Lima. Cartas (1939-1976), ed. de Eloísa Lezama Lima, Madrid,
Editorial Orígenes, 1979.

RODRÍGUEZ FEO, José (ed.), Mi correspondencia con Lezama Lima, La


Habana, Ediciones Unión, 1989.

José Lezama Lima. Cartas a Eloísa y otra correspondencia, ed. de José Triana,
Madrid, Verbum, 1998.

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