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#./ Ob r as d e l m is m o au to r

Ensayo sobre la Historia de la Constitución .


Argentina. . . . . . . . . . • • • i vol.
Ley de las instituciones. . . . ■'. . ' . . . Folleto
Paréntesis al v.Antón Peruleros de don Juan M.
V i l l e r g a s ................................. ..... F olleto
Deca-pitación de Buenos Aires. . . . . . .. F olleto
Instrucciones para las estancias., por el general
Juan M anuel de Rozas con una noticia pre­
lim in a r .............................................................................F olleto
■>y:
Los Minotauros. . . . . . . . . . . . i vol.
Los Números de linea del Ejército Argentino,
2.“ edición. ............................................................. ... i vol.
La Eneida en la República Argentina (publi­
ca d a con introducción y estudio en colabora­
ción con el general D om ingo F . Sarm iento), i vol.
Civilia .............................................................................. I vol,
La condition des etrangers résidents. . . . i vol.
Cervantes y el Quijote............................................ i vol.
Bianchetto.—La palma del trabajo...................... i vol.
La Evolución Republicana durante la Revo­
lución Argentina ...................................................i vol.
Jurisdicción de ferrocarriles . . . . . . . Folleto
Reforma de la constitución de la provincia de
Buenos Aires. .■ .................................... . . . Folleto
Estudio sobre Alberdi........................... Folleto
Papeles de Rozas con introducción histórica. . 2 vo’ls.
Estudio sobre Echeverría.—E l Dogma socialista i vol.
Vida y escritos del Padre Castañeda. . .■ . i vol.
Un siglo de Instituciones.—Buenos Aires en el
Centenario de la Revolución de Mayo. . 2 vols.

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Biblioteca de la Universidad de Extremadura


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1' S ío O ^ O

ADOLFO SALDIAS

pUginiis literarias
(III)

B U E N O S AIRES

Librería “LA FACULTAD”, de J uan R oldán


418 - F lorida - 418
1912

Biblioteca de la Universidad de Extremadura


V

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i , Biblioteca de la Universidad de Extremadura


I NDI C E

Págs.
Las beldades de mi tiempo (inédito), por Santiago Calza-
dilla............................................................... 7
Sobre rastaquouere..................... 21
Lord Howden...................................: .............................. 29
Vida literaria. El Ateneo.................................................... 43
Ayouma^ por el señor Rafael Obligado.............................. 49
La muerte de Ramírez........................................... Gl
Alcaraz. . : ..................................................................... 67
Cartas cambiadas................................................................. 81
La locura en la historia....................................................... 85
A Lesbia. • .................. 93
Cátulo................................................................ 94
Los historiadores de R o za s................................................ 97
María Inés Furriol de Lasala................................................... 115
Paisajes parisienses^ por Manuel Ugarte................................. 123
Teatro: La Huérfana de Bruselas...........................................129
La muerte del coronel Pedro García (delirio patriótico). . 135
Sobre el libro de Pérez Petit..................................................... 143
La muerte de Alem.................................................................. 153
Orígenes de la música argentina............................................ 163
Los restos de don Juan Cruz Varela........................................171
Sarmiento..................................................................................177

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L A S B E L D A D E S DE MI T IE M P O
( in é d it o )

por S A N T IA G O C A L Z A D IL L A

Mi distinguido am igo: No me ha sor­


prendido en modo alguno el manuscrito
que usted se ha dignado remitirme. Lo que
me ha sorprendido es que, al referirse á
usted mismo, hable siempre en tiempo pa­
sado, respecto de ciertos motivos que, en
mi sentir, le son coetáneos.
Parece que usted quisiera despojarse de
lo más caro para un hombre de su temple.
Y tengo para mí que pocas veces habla en
usted esa timidez á la que las pasiones no
tocan sin que el rubor se levante, como le
sucedía á Virgilio y á aquel apuesto amigo
de Lucilo, de quien'Séneca decía: adeo illi
ex alto suffusus est rubor.
Me permito creer que hay en ello algo de
romanticismo convencional. ¿Recuerda us­
ted cómo traducía yo sus impresiones res­
pecto de aquella bellísima limeña cuyos

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ADOLFO SALDÍa S

ojos debían iluminar las noches que pasá­


semos en la cordillera?
Entonces le llamé á usted Don Silva.
¿E ra elogio? No; era lo menos que se
podía tributar á un corazón de 50 años,
(oro, como nos dijo aquel diplomático en
la mesa de nuestro amigo T .) al que las
pasiones estremecen con las palpitaciones
de las primeras auroras de la vida.
Vamos al terreno... ¿Quién es Fausto?
Un corazón joven que siente la necesidad
de perpetuar esta juventud por el amor...
¿ Cree usted en la lozanía juvenil del viejo
Newton ? Y o también. El joven que no
crea, que prepare su inteligencia y su co­
razón para hacer lo que hizo el viejo aquél.
Renán ha puesto en relieve en su doctor
Próspero un hecho humano, que se niega
por habitud inconsciente, es á saber: el
amor no mide el tiempo de los corazones
grandes en que se anida; que el céfiro tam­
poco escoge las ñores para dejar sus besos
al pasar, aun en el cáliz de las ya marchi­
tas. El amor no ha menester de fe de bau­
tismo, porque no tiene edad, como no tiene
color el pampero que embalsama nuestros
campos.
¿ No ve usted al sublime viejo Whitman
cómo describe en bellísimas estrofas el in­
cesante canto de amor que resuena en la
creación ; y cómo su corazón lozano se enar­
dece ante los estímulos magnéticos de ese
beso colosal de la naturaleza, hasta el pun­

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PÁGINAS LITERARIAS

to de estremecerse cuando las hierbas plie­


gan los nervios á su paso, y de pedir á las
aguas que lo penetren de sus humedades
amorosas ?...
¡ Don S ilv a ! Ciertos detalles absurdos de
la trama de Hernani desaparecen para mí
en presencia de la figura majestuosa de ese
viejo, que tiene los impulsos y sentimientos
de un joven.
El melancólico caer de la tarde de la vida
encuentra digna compensación en el cora­
zón grande y lozano de Don Silva... ¡E s
cuando entre un deliquio supremo, piensa
en que una virgen hará fiorecer sus ilusio­
nes adormecidas en vida apacible y pura,
con un amor que le permite concebir el in­
finito... Dios... la eterna felicidad!...
Es la juventud que habla por el eco de
un idealismo sublime, cuya misteriosa con­
sagración ávido espera, con la conciencia
de que el tiempo no ha transcurrido para
él, porque siente henchido su corazón del
fuego sagrado que lo abrió á las nobles pa­
siones de los veinte años.
Esta perpetuidad de la juventud por el
amor puro; esta especie de transfiguración
á impulsos de ese soplo divino que hace
vibrar todas las ilusiones del pasado, co­
mo arpegios que por primera vez levantan
al alma, es tan remota como la generosidad
de la primera mujer que cedió al amor de
uno de esos corazones sanos.
Pertenece á la mitología de los griegos.

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10 ADOLFO SALDÍAS

quienes parece la hubiesen escrito en la


puerta de su Olimpo para realzar la gracia
de sus dioses. Ellos hacían decir á sus pri­
meros poetas que «el amor tiene las riendas
del imperio del mundo», Y por los roma­
nos puso Virgilio en boca de Anquises, á
los pies de Venus, estas dulces palabras:
«O quam raemorem, v irg o ; namque haud tibi vul-
Mortalis, nec vox hominem sonat...» [tus
Y después... ¡después el recuerdo, que
acompaña en las horas leves, en las noches
'últimas, como armonías gratísimas que ilu­
minan el más allá de la vida donde vibra­
rán eternamente!...
Es entonces cuando se siente la fruición
de la antigua llama. El dulce San Agustín
llora en sus confesiones ante el Agnosco
veteris vestigia flammce de la infortunada
reina de Cártago. Y yo he visto llorar á
Sarmiento cuando le leía la desesperación
amorosa de Dido ante la partida de su in­
exorable Eneas.
Estoy seguro que su corazón sensible se
estremece amablemente ante esta endecha
amorosa de esa reina de corazón grande,
que así traduce nuestro don Juan Cruz Vá­
rela :
«Me miró, me incendió, y el labio suyo
Trémulo hablando del infausto fuego,
Que devoró' su patria, más volcanes
Prendió con sus palabras aquí dentro,
Que en el silencio de traidora noche.
Allá en su Troya los rencores griegos.»

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PÁGINAS LITERARIAS II

No trasponga usted, pues, los sentimien­


tos, ni varíe el orden de las cosas, ni use
inmoderadamente de pretéritos que, por
mucho que valgan, no valen lo que un
presente. Recuerde que en mi presencia le
dijo usted á una dam a: ¡(Señora ¿ le cons­
ta á usted que yo he experimentado mi úl­
timo amor?...»

II

Antes de presentar á los actores, descri­


be usted el teatro en que actúan dándoles
fisonomía peculiar.
¡ Aquí de la gran capital del su d !
Un hombre de notorios antecedentes co­
mo los suyos, un cultor del arte, empalide­
cería si no hiciese gasto de fina observa­
ción, de sutileza de espíritu y aun de cier­
tos chispazos de ingenio para dar colorido
al escenario por el método experimental.
Así habrían procedido Coelio, Catulo, Cu-
rión, Dolabella y Pisón si hubiesen escrito
sobre la sociedad romana de la época de
César y Cicerón, de Augusto y de Ovidio...
¿O vid io?... Tenga la complacencia de re­
leer á Ovidio y de decirme si no encuentra
analogías entre ciertas páginas suyas y
las de ese poeta, sobre quien los años ca­
yeron sin hacer ruido, tacitis senescimus
annis, y que nunca se mostró más chispean­

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12 ADOLFO SALDÍAS

te que cuando en sus Fastos se prometió


ser más serio.
¡A h í de la gran capital del sud! Usted
mete el escalpelo con mano pirovánica; cor­
ta, aparta, quiebra y lo hunde hasta el fon­
do ; asienta los dedos, estimula los nervios,
tritura la carne; y cuando ha obtenido el
éxito buscado, suelta usted una risa que
llega al oído de los operados como los gri­
tos de las arpías que picotearon la comida
de los compañeros de Eneas.
Citaré únicamente cierto orden de con­
tornos. En la época á que usted se refiere,
Buenos Aires era,^ en su sentir, una aldea
de tejas, cortada por multitud de zanjones,
por donde las aguas pluviales arrastraban
hasta el sentido común del vecindario que,
en general, comía muy mal. Celeste se pin­
taba el frente de las casas; y en los pasa­
dizos, paisajes con pastoras que parecían
furias, en medio de albahacas y bergamo­
tas. Tras la indispensable puerta de reja
había uno ó dos mastines. Eran los que
avisaban la llegada de visitas. Se observa­
ba en los postes, á lo largo de las calzadas,
el mismo rigorismo con que los ciudadanos
estrenaban ropa negra el jueves santo. Por
la calle Florida érales dado á don Francis­
co Chas y á don Martín de Alzaga pasear­
se en las únicas calesas presentables que
había. Tan inseparable como el sombre­
ro era el farolillo, para orientarse por los
pasos de bocacalle hasta la tertulia don­

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PÁGINAS LITERARIAS 13

de daban vueltas el agrio y el mate. Sólo


era comparable á la influencia política de
don Valentín Alsina ó de Héctor Varela,
la influencia social del señor Infiestas,
quien había descubierto los guantes de
cabritilla. Las bandolas se habían refundido
en las tiendas de Bonorino, de Volar y de
don Pepe el Cabezón, verdaderos tiranos
de la elegancia femenina. Nadie se acorda­
ba ya de las tertulias de doña Joaquina Iz­
quierdo, donde don Juan Cruz Varela, Lú­
ea, Rojas y fray Cayetano, leían sus trage­
dias y sus poesías, en presencia de doña
Flora Azcuénaga, Isabel Casamayor, R e­
medios Escalada, Carmen Quintanilla, An­
tonia Palacios, etc.— En cambio abunda­
ban las comilonas político-pantagruélicas,
aderezadas con la lava del Chimborazo que
ardía en el meollo de Lacasa, con los rayos
de las tempestades de Mármol, y con la le­
jía de Aniceto el Gallo.— Verdad es que
Oscar y Amanda, los Amantes de Teruel,
Matilde y la trilogía de Los Mosqueteros
hacían estragos más ó menos ruidosos en
el romanticismo militante; que las gentes
cambiaban su nombre de pila por el de un
héroe ó heroína de novela, lo cual era más
trascendental que decir «los dos fósforos»
por «i due Foscari», ó llamar al doctor
Vélez Sarsfield «el señor Federis Arca».
A la Pretti, la Biscacianti y Vacani habían
reemplazado la Nina, la Medea y L em i; co­
mo la Alvara García, Culebras y Rosque-

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14 ADOLFO SALDÍAS

líos reemplazaron laDuclós, Fragoso y Ena­


morado.— L,a reina de Chipre era la delicia
de la grave aristocracia en el teatro de la
Victoria.— Lo más selecto acudía al teatro
Argentino á llorar convenientemente en Es­
pinas de una Flor, arrojando pañuelos hú­
medos y conciencias blandas á los pies de
Matilde Larrosa.— En las noches de baño,
en la playa junto al muelle, las ondas so­
noras llevaban las endechas de Lola y de
don Diego, que acompasadamente los afi­
cionados repetían entre bocados de un asa­
do de cordero y de una empanada saborea­
da con los dedos con que se toma la na­
rigada...

III

A l introducir al lector en esa escena, tie­


ne usted la originalidad de dividir las bel­
dades que la llenan en tres grandes grupos
ó familias que escaparon á Linneo.— «Para
evitarme á mí mismo confusiones y desen­
gaños á las veces irremediables— dice us­
ted,-— he partido siempre de la base de que
en el trato social debía ajustarme á las exi­
gencias que derivan del género de belleza
respectivo que luce la mujer. En mi sentir
ésta puede dividirse en belleza imponente,
familiar 6 presentida, y primitiva. Puede
haber más categorías, pero con las mencio­
nadas ya hay á qué atenerse».

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PÁGINAS LITERARIAS 15

Estos capítulos valen un libro. Sólo que,


por un anacronismo romántico, presenta
usted tipos modernísimos que, á fuer de
conocidos, nos permiten ver la exactitud de
algunas de sus conclusiones.
Por ejem plo: describe usted la sala del
teatro de la Victoria en la noche aquella
de la batahola entre los partidarios de la
Nina y los de la Medea; en el palco donde
usted departe hay una dama cecuya fisono­
mía marmórea, cuya mirada fría como lá­
mina acerada que penetra hasta el hueso»,
se le impone á usted á punto que, desde
hace tiempo, nota usted que hasta las pa­
labras se le dan vuelta en la garganta.
Con un ademán desdeñoso, con un mono­
sílabo seco, casi estridente, ella le hace
balbucear vulgaridades, y usted se pregun­
ta si efectivamente lo sugestiona para man­
tenerlo en su presencia en un estado de
cuasi imbecilidad.
No es difícil reconocerla por el retrato
que de ella hace usted acentuando un tan­
to el pincel. Es la misma cuya madre de­
bió usted haber presentado como modelo de
amable buen tono. Si yo fuese susceptible
de ciertas impresiones, diría que me ha pro­
ducido impresión análoga. Sólo que al oir­
ía hablar sin que se le mueva un músculo,
y ante sus miradas fijas é impregnadas de
cierta dureza que da frío, en vez de una
lámina acerada, yo veo dos. ¡Pero es bella!
¡ Lástima que no tengamos por mano de

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i6 ADOLFO SALDIAS

Gustavo Doré el retrato de Goneril, de


Regana y demás mujeres de Shakespeare!
El mismo anacronismo noto en su tipo
de belleza familiar ó presentida. De este
no tengo duda, porque recuerdo que, sin
que atinase con el motivo, me la indicó
usted la otra noche en el salón del Tigre-
Hotel. Es la misma que usted llamó ange­
lical como su nombre, cuando le dijo que
tenía por usted tanto interés como por
quien usted le suponía.
Llama usted bellezas familiares á aque­
llas damas que dispensan á uno desde lue­
go cierta cordialidad y bien entendida con­
fianza, y á quienes se antoja que uno co­
noce desde hace ya mucho tiempo, como si
en efecto las hubiese presentido. El tipo
que usted presenta es bellísimo. Con razón
dice usted que ese rostro tiene su parecido
en las miniaturas pintadas en los abanicos
antiguos.
«Yo no sé si es ilusión, agrega usted con
verdadero entusiasmo, pero me ha sucedi­
do más de una vez encontrar en ciertas flo­
res un singular parecido con el rostro de
ciertas mujeres. A l contemplar la más es­
pléndida colección de orquídeas que se pue­
de presentar en Buenos Aires, me detuve
ante una en cuyo fondo sonrosado creí ver
un rostro iluminado con el fuego del infier­
no. El rostro de la que sirve de tipo á mis
bellezas familiares ó presentidas, se retra­
ta en una margarita blanca.»

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PÁGINAS LITERARIAS 17

La categoría de las bellezas primitivas


es la más escabrosa. Aquí la emprende con
ciertos usos y modas que en su sentir tras­
tornan completamente las ideas respecto de
la gracia de la mujer.
«Es preferible, dice usted, la mujer de
Cervantes á la mujer de Bentham; la mujer
que cose y reza, que se ruboriza, llora y
vence con la dulzura, á la mujer que tira al
blanco y se desenvuelve á impulsos de la
vanidad de saber hacer lo que los hombres
hacen; que habla de negocios y de fisiolo­
gía ó anatomía y tritura la mano al apre­
tarla entre las callosidades del remo ó del
trapecio.— Hay gentes que creen de buena
fe que sus hijas no se desarrollarán conve­
nientemente sino mediante los ejercicios
propios del hombre. ¡ Siguiendo la escala,
hay que deducir que el ideal paternal se lo­
grará cuando sus señoritas alcancen el des­
envolvimiento muscular del señor Rafeto
(a) 40 onzas! Atroz, atroz, atroz.»

IV

Dedica usted algunos capítulos á la serie


de contrastes que ofrece nuestra sociedad en
vías de transformación, por la acción de
las diferentes razas que en ella se van fun­
diendo.

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i8 ADOLFO SALDÍAS

Y en el parangón que hace usted de oga­


ño y antaño, su imaginación abarca todo
un estudio social cuyos motivos salientes
se prestarían á reflexiones un tanto pesi­
mistas, si ellos no proviniesen indistinta­
mente de todas las sociedades. No son ma­
les nuestros; son males del siglo que, por
fortuna, terminará en breve.
Usted es cartilla abierta, y se hace leer
con avidez cuando, para resumir, se de­
tiene en el bien que determina para el hom­
bre la influencia que sobre él ejercita la
mujer. A la luz de la sana ñlosofía hace
usted resaltar el contraste que, en general,
ofrecen los hombres en sociedad, proster­
nándose ante otro hombre, sobrellevando
sin sonrojos el predominio completo ó la
tiranía vergonzante, pero resistiendo entre­
tanto la influencia benéfica de una mujer.
((No es sino después de una lucha entre
la dulzura y la obcecación, que ceden á
esa influencia, dice usted, dando con ello
quizás la mejor prueba de sentido común.
Asimismo pretenden todavía engañarse y
engañar, como no lo pretenden nunca
cuando se trata de un tirano, por ejemplo.
Y sin embargo nunca cometen mayor can­
tidad de tonterías que á partir del momen­
to en que esa influencia llega á faltarles.»
Deseos no faltan de seguir, pero es for­
zoso detenerse aquí. Su libro será muy leí­
do. Está escrito con savia juvenil. Y con

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PÁGINAS LITERARIAS 19

tal arte se desenvuelven ciertos tópicos que


bien podría aplicarse al autor aquello de
viagister de lapidibus vivís, como lla­
maba Paul de Saint Victor al autor de la
Leyenda de los Siglos.
***

La Nación, 25 de enero de 1891.

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SOBRE «RASTAQUOUERE»

Las Conchas i i de enero de 1891.

Señor don Alberto del'Solar.

Distinguido am igo:
He leído su obra en el elegante ejemplar
que usted ha tenido la bondad de dedicar­
me y que recibí ayer sábado.
Su libro es como aquellos ejemplos so­
bre los cuales insisten los preceptores para
que se graben en la memoria de los alum­
nos y les sirva de norma provechosa en
tal ó cual ramo de la enseñanza. En peque­
ños cuadros al pastel, tomados del natu­
ral, pone usted en relieve todo el ridículo
que cae sobre la cabeza de quien, cediendo
á los impulsos de una vanidad sin contra­
lor se abandona á los vaivenes del rasta-
quouerismo.
Si yo pretendiese argumentar como Víc­
tor Hugo con el argot, para demostrar como
hasta los apóstoles hablaban argot, con-

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22 ADOLFO SALDÍAS

cluiría probablemente sin violencia en que


el rastaquouerismo es una enfermedad; una
neurosis más ó menos determinada entre
los inferiores enriquecidos de las socieda­
des modernas.
Para mí es cuestión del triunfo de una
moral sobre otra. Lord Bacon y Bentham
han inferido al mundo mal mayor que cuan­
to tirano ha aherrojado al pensamiento des-
'de la revolución inglesa hasta nuestros
días. El talento formidable del primero
cimentó la moral del interés sobre la debi­
lidad del corazón humano, el cual se tem­
plaba antaño al calor de los ecos domina­
dores de la moral del sentimiento que lle­
gaban á lo heroico. El genio positivista
del segundo supo explotar esa debilidad,
encerrando la vida y la dicha en la armo­
nía sirenaica de una libra esterlina. Tal ar­
monía estremeció las entrañas del mundo.
¡ Cuánta distancia! La dulce poética de
los griegos llegaba con sus votos hasta el
Olimpo cuando por boca de Orfeo deponía
que ((el amor disipa las tinieblas del caos
y su voz resuena en toda la inmensidad».
¡ Cuánta distancia! Bentham es un Mefis-
tófeles alado cuyos vuelos dominan esa in­
mensidad. La lira de Orfeo desempeña á
menudo el oficio de la carabina de Am­
brosio.
Mirada la cuestión desde este prisma;
acariñada la vanidad sobre las fruiciones de
una imaginación ligera á la que no contie­

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PÁGINAS LITERARIAS 23

nen los dictados severos del carácter, ni


aun los del sentido común, del que con ra­
zón dudó Voltaire— se ve que el rastaquoue-
rismo es una resultante del desequilibrio
humano; tanto más deforme cuanto más se
aparta uno de los deberes convencionales
y de las exigencias de la sociedad en que
se vive.
Con el crudo egoísmo que los distingue,
los parisienses han encuadrado al rasta-
quouere en el extranjero rico, á quien hacen
pagar con grandes creces las satisfacciones
burdas ó excéntricas que le brindan con
servil complacencia. En mi sentir esto no
equivale á afirmar que ellos están exentos
de la tal enfermedad. No recuerdo haber
visto ni en Londres— que es la capital del
mundo,— tanta cantidad de rastaqvoueres
como en París. Los artísticos chinos ridi­
culizan á los franceses escribiendo sátiras
en sus porcelanas que aquéllos no pueden
imitar á la perfección.
Claro está que á los parisienses no les ha
faltado razones para encuadrar el rasta-
quouerismo en los sudamericanos que los
han visitado en estos últimos años, cuando
está lejana la época en que sus estadistas
exaltaban á Belgrano y á R ivadavia: el du­
que de Choiseul le creaba renombre diplo-.
mático á Sarratea; Cuvier le daba patente
de sabio al paleontólogo argentino Muñiz.
que descubría el gliptodonte; Dupin, Rou-
her, Thiers, Soul't y de Mackau distinguían

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24 ADOLFO SALDÍAS

á Rozas, Arana, Moreno, Sarmiento, Vá­


rela, y cuando los ecos de la Cautiva de
Echeverría vertida al francés, mostraban
que la revolución literaria de Víctor Hugo
se había radicado en Buenos Aires en me­
nos tiempo del que necesitaría hoy el te­
légrafo para hacer entrar en razón á cuan­
to petulante encierra ese París donde todo
se pierde... sí; los sudamericanos hemos
presentado arquetipos de la familia de los
rastaquouere. ¿P or qué? Porque la moral
se ha pervertido tanto en nuestra pobre
América que los hombres acaudalados
creen que no pueden brillar sino tirando
con estrépito el dinero, para halagar la
loca vanidad con satisfacciones que los sor­
prenden. Es que, por lo general, los hom­
bres más acaudalados son los más igno­
rantes. Hace ya tiempo que un ministro
inglés se lo hacía así notar al general R o­
zas, agregando que en Inglaterra los más
ricos eran los más ilustrados.
Terreno propicio para el rastaquoueris-
uvo dan países nuevos y en vías de forma­
ción, como el nuestro, donde razas varias
traen sendas peculiaridades que pugnan
por prevalecer en el crisol donde se va fun­
diendo un compuesto cuyos perfiles defi­
nitivos es difícil descubrir todavía. ¡Cuán­
ta inconsecuencia, cuánta deformidad, qué
derroche de mal gusto, entretanto!... La
mayor confusión en los usos; una deplora­
ble anarquía en lo moral; una variedad in­

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PÁGINAS LITERARIAS 25

definida en los tipos, y hasta una medida


la más desigual en las manos y en los
pies... Es dable imaginar las notas que
habría dado Rabelais si tan abigarrado
conjunto hubiese contemplado.
Usted ha tenido tela para sus cuadros y
á fe que ha sabido aprovecharla hasta para
llegar á alguna de mis conclusiones. ¿ Quie­
re usted un rasgo más acabado de guaranga-
ge que el del príncipe de Kantaskí, un dan-
dy parisiense que cruza la pierna derecha
sobre la rodilla izquierda y se acaricia con
la mano la punta de su zapato, en tete á tete
con la niña á quien enamora? Esto es atroz,
amigo mío, pero es tan genuino del pseudo
buen gusto parisiense, que en esa posición
guaranga es como van los más encopeta­
dos al lado de la madre ó de la esposa, casi
acostados en el vehículo, soñando que el
humo de su cigarro es el incienso que el
mundo semibárbaro prodiga á tamaña ele­
gancia. Este personaje— con ser secunda­
rio— se destaca en su libro de usted. Quizás
porque don Cándido no es muy familiar,
al lector no le sorprenden (bien que los
lee con avidez) los cuadros llenos de ver­
dad en que usted describe las emociones
innobles y las esperanzas estrechas á que
circunscriben su vida ciertos hombres, sa­
nos en el fondo, pero á quienes el ambien­
te de París convierte en pisaverdes tan im­
pudentes como aquellos á quienes Ovidio

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26 ADOLFO SALDÍAS

ofrece capítulo aparte en su Arte de amar,


y llamaba en todos los tonos cuando se
aproximaban los grandes juegos de Roma,
donde orbis in urbe fecit.
Y o habría hecho á Kantaskí parisiense
puro. Es la encarnación de uno de tantos
que corren allí tras los americanos acau­
dalados. Reacios al trabajo ennoblecedor,
degradan en aventuras míseras hasta la no­
bleza que pretenden haber heredado, como
si llevar semejante vida valiera la pena bla­
sonar de lo que otros dignificaron. Y al
degradarse degradan á la mujer que se les
entrega. Verdad es que la literatura ha
contribuido allí poderosamente á esos ex­
tremos. Se diría que los novelistas se han
completado para degradar á la mujer ex­
hibiéndola al través de las desnudeces que
hablan exclusivamente á los sentidos más
ó menos estragados. Y ... los demás se han
habituado á mirar á la mujer como un ins­
trumento de placer carnal.
¡ Cuánta miseria y cuánta melancolía al
mismo tiempo en esos cuadros en que usted
describe el triste despertar de la hija de
don Cándido vinculada al hombre que le
disipa su caudal en vida vergonzante!
Su libro me daría tema para llenar algu­
nas cuartillas al correr de la pluma, como
las que van escritas, sin mayor pretensión
que la de mostrar á usted que me he inte­
resado por su libro. Pero se corre riesgo

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PAGINAS LITERARIAS 27

de asemejarse al hablador amigo de don


Cándido, y me detengo aquí.
Felicito á usted por el merecido éxito
que ha alcanzado su Rastaquouere y me
es grato repetirme su afectísimo amigo.

Adolfo Saldias.

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«»la:S¿'í&:í*í. J . l Z^.'cf. .í¿¿C C ..lJs& JL?
LORD HOW DEN

{Ministro de S. M. B. cerca del gobierno de Rozas- 1847)

Lord Howclen es una de las figuras más


notables entre los diplomáticos que las cor­
tes europeas han acreditado en Buenos
Aires.
Era el tipo del antiguo noble inglés, cu-
severa catadura y fiera arrogancia se
habían suavizado y aun hermoseado entre
los vaivenes más ó menos tempestuosos de
una vida de aventuras caballerescas y de
romances perseguidos con el fervor de una
imaginación meridional.
Joven todavía, rico, cultísimo y apuesto,
Juan Hobart Caradoc Howden era un per­
sonaje disputado en la alta aristocracia
europea, en las treguas galanas que se to­
maba á su afición de batirse como soldado
de las causas que impulsaban sus senti­
mientos verdaderamente juveniles.
Descendía de Caradoc y de los antiguos
príncipes de Gales, y nació en Dublín el i6
de octubre de 1799. Su abuelo Juan Cara-

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30 ADOLFO SALDÍAS

doc fué arzobispo de esa ciudad; y su pa­


dre, el primer lord Howden, fué creado ba­
rón de Irlanda en 1819 y par del reino
en 1831.
Muy joven todavía, Hobart Caradoc
adoptó la carrera de las armas, distinguién­
dose por su valor y espíritu caballeresco.
En 1830 se casó con Catalina Skavronsky,
belleza clásica y codiciada en la alta so­
ciedad á que ambos pertenecían.
Las dotes de su inteligencia, sus raras
prendas y sus relaciones con los principa­
les hombres de Estado, le valieron la con­
fianza de su soberano, quien, entre otras
Gomis'iones diplomáticas de importancia,
le encomendó la comisión de Oriente, la
de Grecia, en donde asistió á la batalla
de Navarino, y la que desempeñó durante
el primer período de la insurrección car­
lista en España.
Entonces era más conocido en Europa
con el nombre de coronel Caradoc. Muerto
su padre, tomó el título de lord Howden y
demás que aquél disfrutaba. Ocupaba su
asiento en el parlamento cuando fué nom­
brado ministro de S. M. Británica en el
Brasil y plenipotenciario cerca del gobier­
no argentino para el ajuste de las negocia­
ciones pendientes en el Río de la Plata.
En mi Historia de la Confederación Ar­
gentina he estudiado en su fondo y en to­
dos sus detalles esa laboriosa negociación
conducida por lord Howden con altura y

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PAGINAS LITERARIAS

corrección tales como para haberla termi­


nado satisfactoriamente para todos, si tan
enconadas no hubiesen sido las pasiones
de la época.
No menos gratas que las esperanzas que
hizo concebir la llegada de lord Howden á
Buenos Aires, fueron las impresiones que
recibió este hombre distinguido en una so­
ciedad completamente nueva para él y cu­
yas simpatías se captó desde luego.
Su renombre de gentil y apuesto noble-
man quedó asegurado para siempre en los
estrados y tertulias que en 1847 frecuenta­
ban damas de alta sociedad de Buenos A i­
res como las de Escalada, García Zúñiga,
Anchorena, Saavedra, Alsina, Aguirre,
Peña, Arana, Obligado, Beláustegui, La-
hitte, Irigoyen, Villanueva, Riglos, Piñey-
ro, Azcuénaga, Alvear, Cárcova, Cazón,
Ezcurra, Carreras, Villegas, Senillosa, Lú­
ea, Torres, Pinedo, Cárdenas, Oromí,
Quirno, Vela, Arrotea, etc., etc.
Su índole romántica, ó quizás su predis­
posición á adoptar las novedades que pu­
diesen serle útiles en su vida de vaivenes y
aventuras, le llevó á familiarizarse con cier­
tos usos y costumbres nacionales.
Uno de sus placeres favoritos consistía
en montar briosos redomones aperados á
la criolla. Juez en la materia, como que,
sobre ser soldado, había tenido en Hun­
gría, Rusia y Argelia la misma afición que
en la Argentina, declaraba que nunca ha­

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32 ADOLFO SALDIAS

bía montado á caballo más cómodamente


que como lo hacía diariamente en Buenos
Aires.
Muy de mañana y á pesar del frío de la
estación, con un poncho pampa de lo fino,
sombrero blando de alas cortas, rebenque
criollo y espolín acerado, montaba lord
Howden uno de los soberbios pingos que
el general Rozas guardaba en su quinta de
Palermo y se dirigía hacia las chacras que
limitaban entonces la ciudad.
Motejábale estas inclinaciones su colega
el conde Walewski, plenipotenciario de
Francia. Walewski llegaba á decirle que
su esposa no encontraba con quien tratarse
en Buenos Aires.
Un día Walewski le mostró, sumamente
satisfecho, los versos que á la condesa aca­
baba de dedicarle Mármol, á quien calificó
uno de los ingenios del Plata. Howden,
que debía estar picado, pero que, ante to­
do era galante caballero, le respondió á la
bella condesa, como si se creyese capaz de
hacer cosas más grandes por e lla : ((poeta
y desocupado, ¿ qué menos ha podido ha­
cer por la condesa?»...
Su correspondencia epistolar con Rozas
y con la hija de este general, cuyo original
poseo, muestra que en muy poco tiempo
se había familiarizado también con el
idioma.
Véa.se cómo le remitía á Rozas un anteo-

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PÁGINAS LITERARIAS 33

jo y una brújula que él había usado en sus


campañas:
((Este anteojo, que ha acompañado á lord
Howden en toda la guerra civil de España,
no tiene otro mérito que su bondad intrín­
seca. Lord Howden lo cree sin igual por
lo portátil de su tamaño reunido á sus cua­
lidades ópticas. Por lo tanto, y sólo por lo
tanto, se atreve á ofrecerlo á su Excelencia
el señor Gobernador.
»También esta pequeña brújula conviene
á un guerrero, y ya ha servido á su dueño
no pocas veces con singular provecho. El
círculo de oro que la circunda es movedi­
zo, y se pone al Este ó al Oeste del Norte,
conforme la variación que experimenta la
aguja en diferentes sitios. Hecho esto, la
aguja de acero debe coincidir con la de oro,
es decir, la primera debe encontrarse bajo
de la segunda, señalando así el Norte mag­
nético. Está dispuesto en la actualidad se­
gún la variación de Buenos Aires que es
de 12 grados al Este.
»Si su Excelencia el señor Gobernador
quisiera admitir con indulgencia estas dos
frioleras como simples y muy modestas ma­
nifestaciones de respeto y de amistad, lord
Howden estará feliz á la par que agradeci­
do de su bondad.— Howden.
»Buenos Aires, 19 del mes de América
de 1847.»
Y véase con qué rendimiento responde
3

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34 ADOLFO BALDÍAS

á una carta deferente de la señorita Manue­


la de Rozas:
((No me falta la elocuencia del corazón,
sino la de las palabras. Usted tendrá pre­
sente con su acostumbrada bondad, mi im­
pericia en el magnífico idioma que con tanta
dignidad mana de los labios de usted. La
convicción de mi insuficiencia entorpece mi
pluma y tengo que acudir á la lengua uni­
versal (de la verdad que hablo con felicidad
y que siempre logra hacerse entender.»
Claro es que la diplomacia actuaba en
las amistosas relaciones de lord Howden
con la hija del jefe supremo de la Confe­
deración Argentina.
Dos años hacía que las escuadras combi­
nadas de la Gran Bretaña y de Francia blo­
queaban el litoral argentino. Después de
haber bombardeado los puntos estratégicos
(^ue ocupaban con sus armas, y de haber
librado con las fuerzas argentinas los com­
bates de Acevedo, Obligado, San Lorenzo
y Quebracho, los aliados no podían conse­
guir que el gobierno de Rozas subscribiese
imposiciones que reñían con el derecho de
los Estados sudamericanos á regirse por
sus propias leyes.
La Gran Bretaña, más práctica en pre­
sencia de su comercio arruinado en el Pla­
ta, se decidió á arreglar la cuestión por la
vía de una conveniencia recíproca, cuando
la palabra autorizada de lord Palmerston,
lord Russell y lord Northumberland clamó

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PÁGINAS LITERARIAS 35

en favor de la vieja tradición que acredi­


taba que la Gran Bretaña no tenía necesi­
dad de herir el pundonor nacional de las
repúblicas del Plata para mantener sus in­
fluencias dondequiera dirigiese sus corrien­
tes civilizadoras.
A esto respondió la misión de lord How-
den. La Francia, por el contrario, persis­
tía en la intervención armada, y su pleni­
potenciario el conde Walewski se empeñó
desde luego, más que en un litigio en fa- ,
vor de derechos que la Francia invocara,
en una serie de obstrucciones dirigidas
francamente á obtener por la fuerza privile­
gios exclusivos y á derrocar el gobierno de
Rozas que se resistía á suscribirlos.
Esto dió margen á que á poco se quebra­
se la acción conjunta de la intervención ar­
mada en el Plata y que lord Howden le de­
clarase al conde Walewski que si el gobier­
no de Montevideo no aceptaba las bases de
arreglo ya aceptadas por la Gran Bretaña,
por el gobierno argentino y por el que ejer­
cía Oribe en la República Oriental, él ha­
ría cesar la intervención por parte de S . M.
Británica, levantando el bloqueo y retiran­
do las fuerzas británicas que guarnecían
Montevideo y la Colonia.
Rozas había seguido con ojo atisbador
estas peripecias de la intervención, las cua­
les no le tomaban de sorpresa porque eran
consecuencia de los trabajos que cerca de
lord Palmerston venían haciendo sus mi­

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36 ADOLFO SALDÍAS

nistros en Londres y en París don Manuel


Moreno y don Manuel de Sarratea.
Era natural, pues, que todas sus simpa­
tías estuviesen del lado de lord Howden,
y que éste, á su vez, interpretando los de­
seos de su soberano, aprovechase de las fa­
cilidades que le brindaba Rozas para favo­
recer en lo futuro y en la medida más am­
plia del derecho los intereses bien entendi­
dos de la Gran Bretaña.
En este sentido los hilos de la diploma­
cia de lord Howden iban y venían desde el
ministerio del circunspecto, hábil é impe­
netrable doctor Felipe Arana, al salón de
la señorita Manuela de Rozas, siempre cor­
tés y obsequiosa con el galante diplomático
de S. M. B.
Así, cuando tarda la respuesta del ple­
nipotenciario británico á la nota en que el
gobierno argentino le pide la rectificación,
ya convenida, de las bases Hood, que le
adjunta, la señorita de Rozas la encarece
á lord Howden en un billete lleno de gra­
cia señorial. El noble lord, que desea á su
vez la rectificación de Oribe á las mismas
bases, la responde a s í:
«Sin la más mínima duda verá usted á
la señora doña Pascuala (Beláustegui de
Arana, esposa del doctor don Felipe). Há­
game usted el favor de decirla que mañana
le mandaré á su señor marido mi contesta­
ción á su pliego del 29; y además, le ruego
de agregar que si necesita comunicar con

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PÁGINAS Lit e r a r ia s 37

el Excmo. General Oribe daré con mucho


gusto un pase al buque que sea portadora
de su correspondencia.»
Por su parte el general Rozas no descui­
da un momento el medio de hacerle á lord
Howden grata su estadía en Buenos Aires.
Los paseos y los saraos se suceden en medio
de las consideraciones de que se ve rodea­
do el noble diplomático.
Estudiando los gustos é inclinaciones
de lord Howden, Rozas le hizo presente de
una espléndida colección de armas, algu­
nas de las cuales databan de la época de la
conquista, y para lo cual puso á contribu­
ción la buena voluntad de sus amigos más
entendidos.
He aquí en que términos lord Howden
agradeció este obsequio:
A l Excmo. Señor General Don Juan Ma­
nuel de Rosas, Gobernador de esta Pro­
vincia, encargado de los negocios extran­
jeros de la Confederación Argentina, et­
cétera.
«Buenos Aires el 24 de Junio 1847. (D ía de
mi santo).
«Excelentísimo señor;
«Aquel instinto que abrigan los corazo­
nes simpáticos ha inspirado á V . E. la idea
de mandarme, por motivo de mi cumple­
años, las interesantísimas armas con que
se ha dignado V . E. agraciarme. Es muy

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38 ADOLFO SALDÍAS

cierto que V . E. de ningún modo podía ati­


nar una cosa que me hubiera hecho más,
ó bien, igual placer. Acostumbrado desde
niño á agregar armas de toda clase, he lo­
grado reunir un acopio muy raro de ellas
en la casa que tiene V , E . en mi país, y
me complazco sumamente en pensar que
un día podré enseñar á los aficionados unas
piezas que no solamente poseen en sí un
gran valor histórico, sino, que han adquirido
á mis ojos un precio del todo inestimable ya
que me han comprobado de un modo tan
fino la grata benevolencia de V . E. Escri­
biendo en un idioma que no es mío, V . E.
disimulará la dificultad de exprimir debida­
mente mi gratitud.
»Soy feliz sobremanera de la suerte que
me ha deparado el honor, y la gran venta­
ja personal, de haber hecho el conocimien­
to de Vv E. Prescindiendo enteramente de
los acontecimientos políticos que me han
traído á esta tierra, cuyo éxito es entera­
mente ajeno á los sentimientos de respeto
y de apego que he dedicado para siempre
á V . E., me atrevo á rogar á V . E . de olvi­
dar un momento su elevada posición, y de
permitirme de decirle, de hombre á hom­
bre: que soy á la par su apasionado ami­
go, como su seguro y rendido servidor, q.
b. s. m.— Howden, par de Inglaterra.
La cesación de la intervención armada
por parte de la Gran Bretaña produjo irri­
tado despecho entre los partidarios de la

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PÁGINAS LITERARIAS 39

política de Francia, que tenían sus afini­


dades con el gobierno de la plaza de Mon­
tevideo, y entre los agiotistas y prestamis­
tas que venían medrando y lucrando con
motivo de tal intervención.
La posición de lord Howden se hizo di­
fícil en Montevideo cuando E l Constitu­
cional abrió contra él una campaña para
demostrar cómo el ministro británico ha­
bía cedido á las influencias de Rozas, y
cuando el doctor Varela publicó bajo su
firma unas Cartas en las que, refiriéndose
á la cesación de la intervención de parte
de S . M. B., deprimía la conducta de lord
Howden, afirmando que éste había roto
los pactos que tenía su gobierno con el de
Montevideo.
En esos días un súbdito inglés, movido
por los interesados en que la intervención
no cesase, dirigióle un cartel al lord How­
den en el que, afeándole su conducta, le
adjuntaba su certificado de nacionalidad,
(cque le era inútil porque nunca se rebaja­
ría á pedir la protección de hombres como
Whitelock, Mandeville y Howden».
Lord Howden comprendió que era un
lance personal que le preparaban para com­
prometerlo, inconveniente en su carácter.
Herido en su decoro, y fuerte, por otra par­
te, en la conciencia de sus rectos procede­
res, Howden contestó así al insolente: «He
recibido una carta atrevida... Sirva ésta
para hacerle saber que, si en cualquiera

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40 ADOLFO SALDÍAS

ocasión se atreve á dirigirme el menor in­


sulto personal, inmediatamente le cruzaré
con mi látigo».
Y con su látigo bajaba de á bordo de la
Raleigh, á apurar el embarque de todo el
armamento inglés que había servido en la
plaza de Montevideo.
A l día siguiente de contestar ese cartel,
le recibieron con pasquines. El general
O ’Brien, irlandés, que había estado preso
anteriormente en Buenos Aires complicado
en las conspiraciones de la época, y en
cuya causa sobreseyó Rozas poniéndole en
libertad, apareció en la calle con un tarro
de tinta y un pincel, y parándose en el co­
rreo escribió en el muro de este edificio y
en el de la A duana: «Que la sangre de los
bravos orientales asesinados, que sus hi­
jos y viudas maldigan de corazón para
siempre á los lores y á los sires».
Era refiriéndose á estos sucesos que le
escribía á la señorita de Rozas de á bordo
de la fragata Raleigh el i8 de julio de 1847 :
«En este momento acabo de recibir su
estimada carta, y no pierdo un momento
en mandar un vapor á Buenos Aires para
levantar, en primer lugar, el bloqueo, en
cuanto toca á los buques ingleses; en se­
gundo lugar para darla á usted, tanto como
á nuestro buen tatita mil y mil gracias de
todas las bondades que ambos me han dis­
pensado sin cesar desde mi arribo al Plata.
»Le suplico ofrezca mis finos obsequios

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PÁGINAS LITERARIAS 41

á su Excelencia, y admita usted con indul­


gencia las reiteradas y vivas y sinceras ex­
presiones del respeto, del cariño y del re­
cuerdo perenne de este su afectísimo amigo
y admirador.— Caradoc.»
«No puedo bajar á tierra en estos para­
jes, pues el gobierno me ha rogado no ha­
cerlo en atención á que dice que los extran­
jeros de la guarnición quieren asesinarme.
Suplicóle á usted me escriba al Janeiro pa­
ra darme noticias de su salud, como asi­
mismo de la de S. E .— Caradoc.»
Pocos días después quedó levantado el
bloqueo de Buenos Aires y del Litoral, cesó
completamente la intervención de la Gran
Bretaña en el Plata, y lord Howden se di­
rigió á R ío de Janeiro dejando en Buenos
Aires los mejores recuerdos de sus caballe­
rescas prendas.
De regreso á Inglaterra durante la gue­
rra de Crimea, el gallardo coronel Caradoc
Howden tuvo todavía el mando de un re­
gimiento. Pero le sobrevino una cruel en­
fermedad y se hizo trasladar al castillo de
sus antepasados.
Allí murió, en una espaciosa alcoba de
cuya gran ventana pendían arcos con flo­
res del aire blancas que llevó de la casa de
Palermo.
El también tuvo recuerdos postreros pa­
ra Buenos Aires...

E l Sud-Americano del 18 de julio de 1891,

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Buenos Aires, Septiembre 6 de 1892.

Señor Presidente de la Junta Directiva del


Ateneo.

Distinguido señor;
He tenido la satisfacción de recibir la
circular en que usted se digna invitarme á
que ratifique mi conformidad al estableci­
miento del Ateneo, para en caso afirmati­
vo ser considerado como miembro activo
de dicha asociación.
Aunque creo no haber adelantado opi­
nión alguna sobre el particular, debo ma­
nifestar, desde luego, que nada habría más
halagüeño para mí que ser considerado
digno por mis producciones de ingresar en
una asociación compuesta de los hombres
letrados de mi país.
Pero en presencia del estatuto del Ate­
neo, el cual establece que esta asociación
tiene por objeto «favorecer el desarrollo de
la vida intelectual en la República Argén-

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44 ADOLFO SALDÍAS

tina», me ocurre la duda sobre si me será


dado contribuir con mis débiles fuerzas á
la realización de un programa, que á fuer
de vasto y elevado, no fi^ja ciertos rumbos
que están al alcance de los que pululamos
en el campo democrático de las letras, y
que por su tendencia aprovechan principal­
mente no á los que por su talento y su ilus­
tración se han levantado sobre los demás,
sino al común de nuestros conciudadanos,
ávidos de conocimientos que dignifiquen
sus sentimientos patrióticos, que eduquen
sus gustos artísticos, que estimulen sus
ideales hacia el mejoramiento.
Me permito creer que asociaciones de la
índole del Ateneo llenan los objetos de su
creación en países que han llegado, des­
pués de una serie de transformaciones,' á
cimentar progresos trascendentales por la
obra de sus sabios, y á impulso de fuerzas
que los siglos venían incubando; á fijar
más ó menos su tipo histórico, por la po­
tencia con que se asimilaron otras razas
confundiéndolas en la propia y aproximán­
dose á la evolución definitiva por la acción
eficiente de sus grandes hombres; á con­
tar, en fin, como entidades en el concierto
de las naciones civilizadas por las conquis­
tas humanitarias que realizaron, y que co­
mo colosales espejos reflectores conducen á
todas las latitudes la luz y el calor que
alientan al derecho, á la libertad y á la vir­
tud, sin lo cual no mejoran los hombres,

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PÁGINAS LITERARIAS 45

ni hay campo propicio para sembrar ideas


dignas.
Los Estados Unidos, que en más de un
concepto marchan á la cabeza de la civili­
zación moderna, como que las ciencias, las
industrias y las artes han realizado el pro­
digio único de que la maquinaria reempla­
ce la fuerza de mil millones de hombres,
y que este beneficio inmenso recaiga prin­
cipalmente sobre ochenta y dos millones
de republicanos que viven de la libertad;
los Estados Unidos que cuentan no menos
que dos mil asociaciones de índole litera­
ria ó científica para propagar conocimien­
tos útiles, no ostentan una asociación como
el Instituto de Francia, ó la Academia Es­
pañola, cuyo tipo quiere imitar el Ateneo.
Esas asociacionen llenan, sin embargo,
grandes necesidades y producen inestima­
bles beneficios; porque no sólo estimulan
las nobles dotes de la inteligencia, sino
que propagan en grande escala conoci­
mientos útiles, que fijan las expresiones
del pensamiento humano y preparan á las
gentes para levantarse por el esfuerzo pro­
pio, y crearse un nombre distinguido en
las letras y en las ciencias.
Es muy conocido el medio que emplean
esas asociaciones: el libro económico, á
grande tiraje, para ponerlo al alcance del
último individuo, y en la forma metódica
de bibliotecas.
Baste recordar que entre tales bibliote­

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46 ADOLFO SALDÍAS

cas hay una especial hasta para los niños


de las escuelas comunes, y que tanto se
han subdividido las materias para satisfa­
cer todas las exigencias, que existe una in­
fantil, compuesta de una serie de volúme­
nes en los cuales sólo se registran impre­
siones de excelente corte literario, relativas
á aquellos animales domésticos por los que
los niños tienen singular predilección.
Sarmiento, Sarmiento á quien menester
es recurrir cuando de estas cosas se trata,
como que dejó impresos los destellos de
su grande espíritu en todos nuestros pro­
gresos, ideó la formación de una sociedad
para publicar la Biblioteca cientifica inter­
nacional en lengua castellana; pues lamen­
taba que las Repúblicas hispanoamericanas
fuesen ias únicas que no se familiarizaran
con la interesante cantidad de libros de
dicha biblioteca, los cuales circulan por el
mundo civilizado en francés, inglés, italia­
no, alemán y ruso.
No ha mucho me atreví á consultar al­
gunas personas amantes del progreso in­
telectual de nuestro país, sobre la forma­
ción de una asociación semejante á la de
Gens des lettres de París. Ella tenía por
objeto estimular la buena producción lite­
raria, vinculando á la misma á los que cul­
tivan las letras y á los impresores y edito­
res, entre quienes circularían con ventajas
recíprocas los libros que cualquier asocia­
do produjese; y, además, facilitar la circu­

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PÁGINAS LITERARIAS 47

lación de libros de reconocido mérito, tra­


ducidos del inglés, del francés, del alemán
y del italiano, con lo cual se servía la idea
que Sarmiento adelantó, y que hubo de po­
nerse en vías de ejecución con la gran casa
editora de Brockhaus, de Leipzig.
Me permito creer que si los ilustrados ca­
balleros iniciadores del Ateneo se hubieran
propuesto las ideas apuntadas, ó otras aná­
logas en los fines prácticos y en los benefi­
cios de orden moral, habrían obligado á
colaborar en ellas aun á los que menos tí­
tulos tenemos en nuestro pequeño é igno­
rado mundo literario.
Creo también que las asociaciones que
persigan propósitos semejantes á los más
arriba mencionados, son las que cuadran
á un país nuevo y en plena evolución co­
mo el nuestro, donde los sabios, los litera­
tos y los artistas de autoridad universal
figuran como una excepción del patriotis­
mo ; y donde se lee poco y no siempre bue­
no, porque no se lee mucho y bueno que
podríamos traducir.
Con el libro se ha de resolver el proble­
ma intelectual.
Dado el punto elevado en que el Ate­
neo se coloca, por lo mismo que en su car­
ta orgánica no fija los objetos más ó me­
nos limitados que tienen las asociaciones
á que me he referido, no puedo sin engañar­
me, á vista de mis escasos títulos literarios,
y sin engañar por consiguiente á los de­

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48 ADOLFO SALDÍAS

más, contraer el compromiso de ((favorecer


el desarrollo de la vida intelectual en la
República Argentina», cuando por el con­
trario, me hago un honor en seguir á los
que con mejores títulos son capaces de fa­
vorecerlo.
Agradeciendo á los señores del Ateneo la
buena voluntad que me han dispensado,
tengo el placer de saludarles por interme­
dio del señor presidente con toda mi con­
sideración.

La Prensa, i i de septiembre de 1892.

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AYOH UM A
por el señor R A F A E L OBLIG AD O

La composición poética que con el título


de Ayohiima ha producido el señor Obli­
gado, me ha dejado una impresión ingrata.
El patriotismo, tan celoso en estos países
nuevos y de sangre ardorosa, se siente esti­
mulado siempre que los poetas entonan el
canto de victoria de nuestras banderas, ó
rememoran los hechos que la posteridad
guarda, como ejemplo y experiencia del
sacrificio abnegado.
Y hoy, cuando el patriotismo ya no es
una abstracción más ó menos instintiva que
circunscribe el esfuerzo al sentimiento ha­
cia el suelo en que se nació, sino la aspira­
ción consciente hacia el progreso colectivo
y la libertad en cabeza de cada uno, hoy á la
distancia de 70 años de nuestra revolución,
se agrandan á nuestra vista las figuras de
aquellos poetas propagandistas de las ideas
que, partiendo de Buenos Aires, recorrie­
ron toda la América en alas del verdadero

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50 ADOLFO SALDIAS

genio revolucionario, tan rápidas como las


vibraciones del telégrafo, cuando sobre no
haber telégrafos, era, según la expresión
de San Martín, más difícil en América ha­
cer una botella que operar la Independen­
cia.
Ellos eran bardos, cruzados de la patria,
Vivían impregnados de la aspiración pro­
gresista y civilizadora. Armonizaban el arte
con la idea, cantando las victorias de nues­
tras armas y las conquistas políticas y so­
ciales. Así encuadraban en su propaganda
la fisonomía de la ciudad guerrera y legis­
ladora en que actuaban.
Nunca el arte poético proyectó como en­
tonces en nuestro país luz más intensa, ni
rasgos más atrevidos.
Ésa luz fué una especie de irradiación en
el corazón del pueblo, y el sentimiento ci­
vilizador, liberal y patriótico de la poesía
argentina, fué el ariete que contribuyó á
transformar para el porvenir la antigua so­
ciedad de la colonia.
Unidos por el hilo del sentimiento pa­
triótico, que no han podido romper las es­
cuelas poéticas incoloras ó divorciadas de
nuestra sociabilidad, la cual no les debe
otra manifestación que la de sus querellas
particulares ó la de sus diferencias sobre
motivos exóticos; conducidos por la gene­
rosa aspiración de vincular su poética á la
patria que es el primer amor que lo recla­
ma, ayer como hoy, esos poetas han ense­

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PÁGINAS LITERARIAS 51

ñado á las generaciones nuevas cómo se


armoniza lo verdadero con lo bello por me­
dio de las formas poéticas con que se re­
viste las ideas y los sentimientos que im­
portan un beneficio, un progreso para la
sociedad.
Juan Cruz Varela, ya en 1822, anuncia­
ba como al amparo d^e la libertad se ex­
tendería el progreso en nuestros ignotos y
dilatados desiertos:

uY Ceres y Pomona y las Deidades


tutelares de las artes y la industria
se gozan presidiendo los trabajos
cual si formaran las edades de oro.»

Carlos Encina, pulsando últimamente


los estragos que el positivismo y la pereza
y el escepticismo comenzaban á hacer en
esta sociedad, en plena evolución de los
elementos que concurren á la transforma­
ción, se inspiró en las necesidades de su
patria, y levantando en lo alto la hermosa
moral del sentimiento sobre la mísera mo­
ral del interés, lanzó estos votos que re­
suenan y resonarán en el corazón de todos
los buenos:

«El frío escepticismo


alza su estéril mano,
y borrar lo imborrable intenta en vano.
¡ Antes la luz que los espacios llena
su propia luz velara
y el caos el universo sepultara!

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52 ADOLFO SALDÍAS

j Artistas, sacerdotes de lo bello,


vuestra misión sobre la tierra es santa!

¡ Suprema luz increada,


artista de los mundos, yo te invoco!
¡hacia la humanidad tu mano extiende
y un rayo de tu llama
en los altares de mi patria enciende!»

E l mismo señor Rafael Obligado ha par­


ticipado de los ideales cantando nuestras
tradiciones patricias y presentando en re­
lieve, como Teócrito en las campiñas de
Sicilia, toda la poesía de esos cuadros que
exorna la Pampa y su romántico y abnega­
do morador.
Pero de ahí que, con un espíritu pre­
concebido que á primera vista se descubre,
el señor Obligado toma como motivo de
inspiración una página que, por sentimien­
to piadoso, ningún argentino recuerda— la
de Ayohuma— la única página ridicula que
tienen los fastos militares argentinos; tan
ridicula que alguien le llamó uAyohuma,
ó fíate en la Virgen y no corras».
Y es precisamente la única página del
virtuoso general Belgrano que no acredita
lo que afirma el señor Obligado.
»¿ Quién dice Manuel Belgrano
Sin que se sienta mejor ?»

Se sabe (aunque no se repite) lo que fué


Ayohuma; y se sabe también que el epí­
logo que Belgrano, con una imprudencia

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PÁGINAS LITERARIAS 53

infantil, se empeñó en dar á la victoria de


Salta, fué lo que produjo aquel ridículo
descalabro.
Por la capitulación de Salta, Belgrano le
concedió al general Tristón, que una vez
rendidas las armas del ejército realista, se
retirasen los restos de éste con los honores
de la guerra, empeñando el juramento de
no volver á tomar las armas contra las Pro­
vincias Unidas.
Desde Tristón y el Obispo de la Paz,
hasta el liltimo soldado realista, todos em­
peñaron tal juramento... Ese prelado y el
Arzobispo de Charcas, fieles ó las encícli­
cas del Papa, condenatorias de la Indepen­
dencia de América, y que declaraban que
los nuevos gobiernos americanos eran obra
del infierno, en unión del general Goyene-
che, proclamaron ó los restos del ejército
realista y los absolvieron de su juramento.
Al favor de esta influencia poderosa y de
la «quijotesca generosidad de Belgrano con­
cediendo ó Goyeneche un armisticio de 40
días», como lo dice el general Mitre ratifi­
cando lo ya dicho por el general Paz, se
rehizo el ejército realista y se preparó ó to­
mar la revancha en Vilcapujio.
((La inocente credulidad de Belgrano
(según la expresión del general Mitre) ape­
nas pudo resarcirse con los dos prisioneros
que le trajo Lamadrid, y ó quienes mandó
fusilar por la espalda, y, cortadas las ca­

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54 ADOLFO SALDÍAS

bezas, se les puso un rótulo en la frente


con estas palabras: por perjuro. d
Persiguiendo la victoria con un candor
que superaba á sus previsiones militares,
Belgrano se empeñó en presentar nueva ba­
talla á los realistas, á pesar de que sus me­
jores oficiales fueron de opinión de retirar­
se hacia Potosí.
Con tal propósito se situó en la pampa
de Ayiohuma. Y véase lo que de esa batalla
dice el general Paz, testigo presencial y de
quien el general Mitre ha tomado los me­
jores datos del capítulo X X III de su His­
toria de Belgrano:
«Tres días estuvo Pezuela en las alturas
de Taquiri hasta que en la mañana del 14
de noviembre empezó á descender con su
ejército. Para verificarlo, tenia que hacerlo
por una cuesta áspera, larga y estrecha, cu­
yo pie quedaba á menos de una legua de
nuestro ejército: no podía practicarse sino
en una rigurosa desfilada, de consiguiente,
llegada que fuese al llano la columna, te­
nía mucho que esperar para que llegase el
centro y retaguardia. Veíamos con la ma­
yor claridad descender los cuerpos enemi­
gos. Consumaron su descenso tranquila­
mente...))
a¿ Qué hizo entretanto el general Belgra­
no? Nada. No hizo movimiento, no desta­
có un solo hombre. Se levantó un altar, y
se dijo misa, que fué oida por todo el ejér­
cito...))

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PÁGINAS LITERARIAS 55

Cuando el desastre consiguiente se pro­


duce y el ejército patriota acuchillado se
retira, todavía Belgrano hace cuadro á los
restos y se reza el rosario.
Es lo que exalta al señor Obligado can­
tando a s í:
«Firmes en cuadro formaron
Y á un breve toque marcial (?)
Se arrodilló el general
Y todos se arrodillaron...
Como en Tucumán alzaron
La oración que el alma exhala...»

El señor Obligado ha querido, pues exal­


tar la idea religiosa, que en él es la nota
predominante.— Su esfuerzo poético para
doctrinar á la juventud, puede resumirse
a s í: A vosotros los jóvenes, á vosotros los
oficiales, que seréis coroneles y generales,
en verdad os digo, que si mañana os en­
contráis en el caso del general Belgrano,
y oráis y hacéis orar á vuestro ejército de­
lante del enemigo que lo fusila, mereceréis
bien de Dios y de la Patria y de vosotros
dirá la posteridad como digo yo ahora:
<(¿Quién dice Manuel Belgrano
Que no se sienta mejor ?»

Si el señor Obligado ha querido doctri­


nar á la juventud, exaltando ante ella la
idea religiosa, lo que es muy loable, pudo
tomar, como tema, otros motivos históricos
que mortifiquen menos el alma del soldado

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56 ADOLFO SALDÍAS

y del patriota. Pudo tomar á fray Cayetano .


Rodríguez, el cantor de Mayo, el conven­
cido propagandista de la revolución civili­
zadora, á fray Justo de Oro, el insigne pa­
triota que proclamó la república en el con­
greso de Tucum án; ó la Virgen de las Mer­
cedes, á cuya imagen Belgrano regaló su
bastón y sus charreteras y la cual preside
una de las ceremonias más tocantes que se
celebra en Tucumán el 24 de septiembre.
Pero, valerse del motivo de Ayohuma
para exaltar la idea religiosa en la perso­
na de un general que compromete la honra
de su bandera y desbarata su ejército por
hacerle oir una misa mientras el enemigo
baja á su frente para fusilarlo, es como pa­
ra que los oficiales jóvenes y no jóvenes
eleven á la categoría de refrán aquello d e :
Ayohuma, ó fíate en la Virgen y no corras.
No es de esa manera como se debe adoc­
trinar á la juventud republicana de nuestro
país, ni es Ayohuma un motivo para exal­
tar la idea religiosa, pues al lado del fer­
vor místico que Belgrano impone á su ejér­
cito, está el hecho de un prelado que falta
á su juramento y otro prelado que lo ayuda
á desbaratar la causa de las Provincias Uni­
das porque todos los prelados,, incluso Su
Santidad, condenaban la independencia de
América.
No es así como los poetas ejercitan mi­
sión honrosa y envidiable en un país nuevo
como el nuestro, que va descubriendo su

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PÁGINAS LITERARIAS 57

porvenir venturoso bajo la égida de la Re­


pública y al favor de la dilatación de las
ideas más liberales y más humanitarias.
La composición del señor Obligado, si no
se inspirase en un motivo sencillamente ri­
dículo, del punto de vista militar, sería pa­
ra leída en una peregrinación cerca del Su­
mo Pontífice. Mejor habría estado en los
labios del esforzado cura Orzali que en los
labios complacientes del distinguido doc­
tor Oyuela.
Y o sentí (y perdóneseme que traiga este
recuerdo personal) en cierta ocasión, la
necesidad de decir la verdad acerca de las
manifestaciones que oí de parte de la con­
ciencia creyente y exalté la idea religiosa
escribiendo mis impresiones sobre el San­
tuario de Lourdes, allí donde miles y miles
de seres de todas las latitudes se recogen,
y piden, humildísimos, salud para sus cuer­
pos ó paz para sus almas, y donde yo mis­
mo caí de hinojos á los pies de una ima­
gen levantada por el sentimiento á una al­
tura donde no llega potentado alguno de la
tierra.
Apreciando, como aprecio al señor Obli­
gado, he sentido esta vez la necesidad de
dejar mi palabra de protesta contra una
tendencia que más afinidades tiene con la
monarquía y con el atraso, que con la R e­
pública y la civilización.
Hoy, cuando tras una larga serie de ex­
travíos, gobernantes (y hasta gobernados)

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58 ADOLFO BALDÍAS

preparan en nuestro país algo como los fu­


nerales de la libertad, más que aquella ten­
dencia, cuadra á los poetas la obra patrió­
tica y virtuosa de cantar á la libertad en to­
dos los tonos, de condenar los vicios y las
injusticias que laceran y enervan, de exal­
tar el sentimiento de los ciudadanos en fa­
vor de los ideales más democráticos y más
puros.
Si tuviese la felicidad de poseer las do­
tes poéticas del señor Obligado, no me
habría atrevido á doctrinar á la juventud
militar ó civil con un motivo como el de
Ayohuma.
No; habría llamado al sentimiento de los
jóvenes militares con algún motivo más ó
menos controvertido, como el de la revo­
lución del 8 de octubre de 1812, el pronun­
ciamiento de Arequito ó la revolución de
julio del 90; y habría convenido, por el
propio decoro de las armas, en que los ejér­
citos de una república no sirven á ésta
cuando se prestan á ser instrumentos de
fuerza de un poder ejecutivo que, ó traicio­
na el sentimiento nacional ó conc^ilca la li­
bertad;— en que las banderas que llevan en
sus filas, son el símbolo vivo de ese sen­
timiento y de esa libertad que á todios per­
tenece y sólo en prosecución de un fin si­
niestro puede un gobierno exigir á un ejér­
cito que los viole, en nombre de una disci­
plina tan m.al entendida que más se parece
al servilismo.

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PÁGINAS LITERARIAS 59

Para terminar estas líneas, escritas al co­


rrer, y en medio de tareas que me absor­
ben, haré un cuento que se relaciona con
el rosario que hacía rezar el general Belgra-
no, aun á los más empedernidos como Ze-
laya, Perdriel y Forest.
Paseando un día por la plaza de Tucu-
mán con el coronel García, veterano de
Tucumán, Salta, Vilcapujio y Ayohuma,
señalándome una casa que hace cruz con el
cabildo y conocida por de Padilla, díjom e:
<(A aquella casa nos citó cierta noche el ge­
neral Belgrano á Besares y á mí. Al entrar
nos vendaron los ojos, nos sometieron á un
ceremonial largo y fastidioso y... ¡cuál no
sería nuestro asombro cuando al caer nues­
tra venda, vimos al general Belgrano en
medio de un semicírculo de oficiales y ci­
viles con espadas ñamígeras en dirección
á nuestros pechos, para que ratificáramos
el juramento que poco antes habíamos pres­
tado !...
La casa de Padilla era el asiento de una
logia de Caballeros de América, sometida
al ritual masónico y de la cual, el general
Belgrano, era presidente honorario. El di­
ploma del entonces capitán García se con­
serva todavía...

E l Diario del 27 de abril de 1893.

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L A M U E R T E DE R A M IR E Z

El genei'al Francisco Ramírez, así por


las ruidosas aventuras de su vida política,
como por su trágica y prematura muerte,
ha pasado á la historia con perfiles acen­
tuados de un personaje de romance.
Nacido en el aislamiento selvático en que
se mantuvo á Entre Ríos durante el período
colonial, y aun después de la declaratoria
de la independencia argentina: educado en
las correrías guerreras y pintorescas de A r­
tigas : patriota, y de los más abnegados,
que en unión de su hermano materno don
Ricardo López Jordán, y Sola, Ereñú, Me­
dina, etc., dió en el año de i8 ii el grito de
libertad en las costas del Paraná, amenaza­
das por las fuerzas realistas del mando de
Michelena: temerario en sus empresas, á
las cuales conducía con cierta grandiosidad
primitiva: arrogante en sus procederes,
porque jamás quiso ver humillado su va­
lor, pero generoso con el vencido y dócil
á la súplica, porque amó mucho á una mu­
jer que lo adoraba, Ramírez ambicionaba

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6a Ad o l f o s a l d í a s

un nombre histórico, que esperaba crearse


sacudiendo el predominio del Protector Ar­
tigas, y haciendo triunfar en toda la Repú­
blica la idea de la Federación.
Este renombre se cimentaba en sus
prestigios sobre los hombres ingenuos, va­
lientes y abnegados de las campañas argen­
tinas, quienes por la primera vez, después
de tanta inclemencia y de tanto olvido, sen­
tían la satisfacción de ir á labrar con sus
esfuerzos la suerte de la República, guia­
dos por ese héroe que apenas tenía treinta
años y que hacía triunfar en el litoral la
federación, que los empujaba á sus desti­
nos futuros.
Así fué como levantándose contra la or­
ganización unitaria que acababa de san­
cionar el congreso de Tucumán, guió sus
huestes á Buenos Aires, declarando en una
proclama que iba «á libertar al gran pue­
blo del sistema exclusivo en que dormía»,
é intimó al gobierno general que si no per­
mitía que esta provincia se diese al gobier­
no federal que anhelaban todos los pue­
blos de la República, no pararía sus mar­
chas hasta la plaza de la Victoria.
En pos de su triunfo en Buenos Aires,
erigida de hecho en provincia federal, R a­
mírez obtuvo más ruidoso triunfo sobre
Artigas, á quien persiguió hasta el Para­
guay.
Entonces tomó el título de Supremo Jefe
de Entre Ríos y llegó al apogeo de su fama.

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PÁGINAS LITERARIAS H

A esta fama vivía asociada una joven de


rara hermosura, la cual había concebido
por el arrogante caudillo una pasión violen­
ta, consagrada por los ecos de la selva que
recorrían, y cuya armonía llevaba á sus
corazones la esperanza en una felicidad que
creían nunca acabaría.
Se llamaba Delfina... y apenas contaba
diez y nueve años.
El la amaba también. La amaba con to­
da la efusión de su alma ingenua; y consa­
grábala todo el anhelo de su pecho, tan
sólo hasta entonces dilatado por los alientos
de la hermosa libertad en el ambiente pri­
mitivo en que se había desenvuelto.
En este amor cifraba lo más caro de su
orgullo; y si hubiese imaginado que él no
era el único y perpetuo dueño de esa mu­
jer que le brindaba los estímulos más gene­
rosos... ¡oh! entonces su corazón destroza­
do por él mismo, no habría presentado he­
rida más profunda que la que en suprema
angustia su alma habría recibido.
Ella doblegaba los arranques enérgicos
del caudillo; seguía los anhelos de su alma
en las inquietudes y en las satisfacciones,
en las sombras y en las claridades que los
sucesos proyectaban sobre la cabeza de ese
hombre arrogante y hermoso á quien la
multitud aclamaba.
Y un ruego, de sus labios y un beso con
su alma, ejercían sobre él esa autoridad que
viene de lo alto; como quiera que el amor

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64 ADOLFO SALDÍAS

puro sea una irradiación con que Dios ilu­


mina los corazones generosos.
Era como la estrella que lo guiaba donde
se dirigiese. Acompañábale siempre á ca­
ballo, con un caprichoso traje de amazona,
una pollera azul corta, una chaquetilla ce­
ñida al talle, un gorrito con visera y botas
de campaña; y en más de una ocasión había
empeñado en las selvas argentinas las li­
des ideales de la Clorinda del Tasso, ó de
aquella reina que de las orillas del Ther-
modon en auxilio de Troya fué; y de las
que nos hablan Homero, Quinto y Vir-
gilio.
Y la presencia de esta mujer seductora
había sido hasta principios del año 1821,
algo como el talismán de las victorias de
Ramírez.
Pero el tiempo renueva todas las cosas
con los despojos que viene amontonando.
A mediados de 1821 se coligaron los go­
biernos de las provincias limítrofes. Mien­
tras el general López marchaba de San­
ta Fe en dirección al Tío en busca de R a­
mírez, el gobernador Bedoya salía de Cór­
doba y alcanzaba al jefe entrerriano en
las inmediaciones del rio Seco el día 10 de
julio de 1821.
Ramírez lo arremetió valientemente. A
su lado iba doña Delfina, agigantando sus
alientos de mujer amante.
La suerte de las armas le fué adversa á
Ramírez. Después de un entrevero san­

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PÁGINAS LITERARIAS 65

griento, pudo escapar con unos pocos y


perseguido de cerca por sus tenaces enemi­
gos.
En esta persecución el caballo de la ama­
zona flaqueó. Una partida de santafecinos
la dió alcance y quiso despojarla de sus
prendas.
Entonces estalló el huracán en el corazón
de Ramírez. La nube de sangre tras la
cual vió á su amada desencadenó sus furo­
res; y ofreciéndose á ella en holocausto, le­
vantó en su lanza al que tuvo más cerca.
La pobre niña cayó. Menos feliz que
aquella amazona de Homero, de cuya be­
lleza en la muerte se enamoró Aquiles, nin­
gún sentimiento tierno inspiró á sus sacri-
ficadores.
Ni aun le fué dado, como á Clorinda, ele­
var la postrera súplica á su amante; esa sú­
plica tan conmovedora que le hace decir a!
T a sso :
«In queste voci languide risueña
Un non so che di flevile e soave
Ch’al cor gli serpe, ed ogni sdegno ammorza,
E gli occhi á lagrimar gl’invoglia e sforza.»

N o ; al obtener la última victoria en


ofrenda de su amor, Ramírez recibió un
pistoletazo en el pecho.
Pero su pecho fué todavía la muralla de
su amada. Con el frenético delirio de los

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66 ADOLFO SALDÍAS

g-eneroso y caballero, como le había dado


su alma.
Cuando ya no quedaba de él más que los
estremecimientos de su pujanza indoma­
ble en los combates, cayó su cabeza sobre
el seno de la que tanto amó. La esencia de
su alma se confundió con la de su amada
en el goce supremo de un instante y ex­
haló el postrer suspiro entre una sonrisa
que traslucía algo como la visión del infi­
nito, que consuela en la muerte á los que
en el amor encontraron las mejores inspi­
raciones del bien.
Así acabó don Francisco Ramírez, el va­
leroso guerrero, que tuvo la intuición de
los destinos futuros de su país; el primero
que proclamó la federación en la República
Argentina, y el que la hizo triunfar de he­
cho en el litoral de los ríos de la Plata, del
Paraná y del Uruguay.
Aunque la ingratitud nacional ó la pa­
sión todavía enconada^ le nieguen á Ramí­
rez la estatua que la justicia le discierne,
el nombre de este tipo original de la revo­
lución argentina vivirá en nuestro futuro
romance heroico, por el motivo poéticamen­
te grandioso de su muerte, que en nada
cede al idealismo conmovedor con que Sha­
kespeare y Víctor Hugo poetizan la muer­
te de Romeo, de Cuasimodo y de Gilliart.

El Argentino, lo de julio de 1893.

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ALCARAZ

Crónica bonaerense del año de 1820

Buenos Aires, á pesar de cierta fisonomía


plebeya de que hacía alardes, tenía en 1820
contornos de la ciudad griega, cuyo tipo
prevaleció hasta después de la edad media
en España, principalmente, donde el prin­
cipio democrático había echado raíces pro­
fundas, gracias al celo con que los muni­
cipios defendían sus derechos como en Cas­
tilla, ú obligaban á los reyes á confirmarles
sus antiguos fueros como en Aragón.
A los estallidos de la grande revolución
que sustentó el pueblo á quien sus bardos
lanzaban
i(A la lid tremenda contra los tiranosn
se sucedieron las explosiones de patriotis­
mo cuando los poetas soldados de la idea
cantaban las victorias de la república
uAUá en la cumbre de los altos Andes.11
Y el pueblo que había depuesto sus vi-

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68 ADOLFO SALDÍAS

rreyes, creado su Junta y sus Triunviratos


y derrocádolos sin más trámites que los ne­
cesarios para crear lo que por más conve­
niente tenía, asistía compacto á las funcio­
nes políticas de este gobierno de plaza pú­
blica— verdadero trasunto del Agora grie­
go,— el cual se desenvolvía respectivamente
en los dos monumentos que hoy limitan
nuestra plaza de M ayo: la Fortaleza, ó sea
la actual Casa Rosada, y el Cabildo que
sin su torre histórica se conserva todavía.
La política revolucionaria lo absorbía
todo.
Las letras, la sociabilidad, hasta el tea­
tro, todo estaba subordinado á las inmedia­
tas exigencias de la comuna guerrera y le­
gisladora que había dirigido sus legiones
con sus ideales á todos los vientos de la
América del Sud.
Es el poder incontrastable que adquie­
ren ciertas ideas cuando son sustentadas
por una fuerza social de primer orden.
El pueblo de Buenos Aires era en 1819
una fuerza social incontrastable, y la so­
ciabilidad de la edad media presenta ejem­
plos de cómo hasta las bellas artes, á con­
dición de desenvolverse y prosperar, que­
daron subordinadas al espíritu y á la ten­
dencia que movía á los papas y á los reyes.
A este respecto no hay más excepción
que la que revelan algunos lienzos donde
manos maestras estamparon artísticas pro­
testas, humanizando, por decirlo así, las

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PÁGINAS LITERARIAS 69

personificaciones más elevadas del dogma­


tismo religioso : Dante, astro de cuya luz
refleja aprovecharon los deformadores ascé­
ticos ó espépticos, cuya vida más se agran­
dó por su muerte en el suplicio, que por
las conquistas positivas que para los prin­
cipios humanitarios obtuvieron: y Francis­
co Rabelais, este insigne demoledor del fal­
so mérito que se hace consistir en la grave­
dad que encubre la impotencia; y que inte­
rrumpía el silencio claustral de la sociedad
en que vivía para decir:

Aultre argument ne -peut mon cueur elire


Voyant le dueil qui vous mine et consonme:
Mieuxl est de ris que de l’armes escri-pre
Pour ce que rire est le propre de Vhomme.
También era una excepción en Buenos
Aires, el reverendo fray Francisco Casta­
ñeda, cuyos teruleques, anchopitecos, neo­
logismos y títulos de más que dudosa mo­
ralidad, presentan íntimas analogías con
las dedicatorias de Rabelais á los verolés
goiiteux de frau aleu, ó sus disertaciones
sobre biscoteries, etc.
Pero el empuje era irresistible. Don Es­
teban Lúea, Lafinur, López, don Juan R a­
món Rojas y hasta el suave fray Cayetano
Rodríguez, alimentaban el espíritu revolu­
cionario en poesías que salían ya prestigia­
das del salón de doña Joaquina Izquierdo,
una trasunto de Mad. Sevigné, por cuyas

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70 ADOLFO SALDIAS

í?racias en vano también suspiraron los ele­


gantes de la época, que se daban tiempo
para trocar el uniforme azul y blanco de los
cívicos, por el calzón corto y el frac con la
chorrera del tiempo del Directorio. E l Ame­
ricano, que redactaba don Juan Cruz Vá­
rela, daba las notas altas de esa tendencia,
y andaba de mano en mano en las reunio­
nes, en los cuarteles, en los salones y en
los cafés. El deán Funes se recogía un tan­
to su manteo de tafetán, y bajo significati­
vos anónimos, publicaba en la Gaceta de
Buenos Aires reminiscencias amables del
tiempo de la República romana, aplicables
á las cosas del pueblo cuyas aspiraciones
pulsaba. En el teatro Argentino se repetía
el Siripo de Lavarden, estrenado en el pri­
mitivo teatro de la Ranchería de Misiones,
sobre cuyo techo de paja había caído, in­
cendiándolo, un cohete volador arrojado
desde la iglesia de San Juan, con motivo
de las fiestas del 24 de Junio. Y damas, y
jóvenes, y pueblo viril y entusiasta se ^da­
ban cita allí mismo para escuchar, con la
canción nacional. La jornáda de Maratón,
que retemplaba la fibra patriótica.
Los cafés eran como la antecámara de la
revolución. De ellos salían las chispas que
hacían cundir el fuego en la plaza públi­
ca. El café de Mallcos ó de Marcos, frente
al Colegio, era una fragua. Los Varela,
Lemoine, los del Campo, Rubio, Peralta,
Arzac, Pérez, Olmos, etc., eran los infati­

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PÁGINAS LITERARIAS 71

gables obreros. Las treguas que permitían


los sucesos, se empleaban en jugar al tre­
sillo. Allí fué donde don Juan Cruz Vare-
la, al entrar con un poco de retardo, uno
de los de la partida improvisó este retrato
digno de Quevedo:
«Entró una nariz primero
luego unas cejas pasaron,
luego el ala de un sombrero,
y de todos los que entraron
don Juan Olmos fué el postrero.»

El café de Catalanes era otra fragua. Allí


concurría la gente más seria. ¡ Y era de ver
las explosiones de la gente seria! ¡ Se diría
que Lezica, Escalada, Pinto, Gómez, Lo­
zano, Ramos Mexía, Alagón, Rufino, Pe­
ña, pedían á su entusiasmo alas para in­
ventar algo más radical y llamativo que el
gorro frigio, y para encasquetárselo de día
y de noche aunque lloviese chuzas!
La tienda de don Miguel Ochagavia, si­
tuada en la vereda ancha de la plaza de la
Victoria, era uno de los talleres particulares
más importantes. A la venta de cintas, mi­
tones, sargas y tafetanes, Ochagavia reunía
las funciones de depositario de los comu­
nicados para los diarios: y por ende cierta
infiuencia periodística y cierto conocimien­
to de las últimas novedades. La atmósfera
de la tienda se enrarecía cuando en medio
de los relámpagos que anunciaban la gran­
de borrasca del año X X , caían allí las alu­

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72 ADOLFO SALDÍAS

siones picantes del padre Castañeda á


«aquellos que discurrían con la barriga)), y
á los «enlucados», ó bien las amenazas tre­
mendas de Artigas.
Y la borrasca estalló sacando de su qui­
cio cuanto había y lanzando á los hombres
los unos contra los otros, como si de la
propia descomposición y de la propia rui­
na hubiera de surgir el elemento salvador
de una sociedad que parecía desatentada.
La plaza pública se convirtió en campa­
mento y toda la ciudad en campo de bata­
lla, donde se representaban verdaderos cua­
dros de magia política, como el de tres go­
bernadores en un día, ínterin subían y ba­
jaban en seguida Ramos Mexía, el Cabil­
do, Sarratea, Soler, Alvear, Balcarce ó Do-
rrego.
Como en las ciudades españolas, italia­
nas y francesas de la edad media, Buenos
Aires tenía de hecho sus ciudades dentro
de sí misma, las cuales ventilaban sus que­
rellas sustrayéndose hasta cierto punto á
toda obediencia en esos días de trastorno y
de transformación latente. Había esta di­
ferencia : los bourgs de aquellas ciudades
dependían de algún gran señor feudal, co­
mo el bailío de París, ó de varios que entre
sí se hacían la guerra, como en Zaragoza,
Florencia, Pisa y Toledo; y en Buenos A i­
res era el pueblo quien dominaba, siguien­
do al elegido de sus simpatías.
El barrio de la plaza de la Victoria, por

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PÁGINAS LITERARIAS 73

ejemplo, pertenecía al ayuntamiento, el


cual como brigadier de los batallados cí­
vicos, no tenía más que tocar llamada con
la campana del cabildo para que acudiese
con sus armas el primer tercio cuando me­
nos.
El barrio del Retiro era propiamente el
centro militar, pues allí estaban los cuar­
teles de la artillería, de los Aguerridos y
de las compañías llamadas del Fijo. Aquí se
campeaba por sus respetos, y la obediencia
al gobierno quedaba en más de un concep­
to subordinada á antiguas afinidades con
militares de renombre como Alvear, Bal-
carce ó Dorrego, que en esos días actua­
ban.
Más al Norte se extendía el suburbio de
los Corrales, donde pululaba la gente de
avería, que con sus propias armas y per­
fectamente bien montada se corría hacia
el Sud y se estrechaba con los acarreadores
de ganado. Más que los propósitos de las
facciones urbanas, esta gente perseguía el
de destruir á los portugueses y á cuantos
príncipes eran candidatos para coronarse
en Buenos Aires; y si alguna infiuencia
primaba sobre ella, era la del opulento ha­
cendado don Juan Manuel de Rozas.
Y a pasando el barrio del alto, que era el
asiento de una burguesía vanidosa é irrita­
ble, pero que se encerraba bajo cerrojos á
los primeros tiros, comenzaba el populoso
suburbio de la Concepción.

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74 ADOLFO SALDÍAS

Constituía la fuerza principal de tal su­


burbio esa clase media entre el hombre de
la tirbe y el de las campañas; ó sea el com­
padre criollo, aventurero y romántico, ca­
ballero andante de los arrabales, tan fácil
para los amores, entre las voluptuosas ca­
denas de un pericón, ó los acordes de un
triste de circunstancias, como para las ba­
tallas, desfaciendo entuertos ó socorriendo
débiles á filo de buen facón en cualquier
bocacalle, ó batiéndose como soldados de
la patria con la sonrisa de los niños y los
alientos del héroe.
Este suburbio y el de Monserrat cerra­
ban la filas imponentes del 3.° y 4.° bata­
llones cívicos, entre los cuales primaba la
influencia del brigadier Soler, que á sus
prestigios como mayor general del ejército
de los Andes, reunía el de hombrearse con
los que llevaban la palabra en esos barrios
y ayudarlos en sus cuitas y aun en sus des­
gracias.
Cuando el Cabildo, después de reasumir
la autoridad pública por renuncia y cadu­
cidad del Directorio y Congreso de las Pro­
vincias Unidas, vino á ser el blanco obli­
gado de la desenfrenada anarquía que man­
tenían las varias facciones militantes de la
ciudad, era imposible pensar en la seguri­
dad individual é impedir que á la sombra
de esa vorágine los malhechores y ladrones
hicieran de las suyas.
Un hombre había permanecido ajeno á

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PÁGINAS LITERARIAS 75

esta lucha de las facciones. Quizá por esto


y para el recuerdo de los servicios que ha­
bía prestado durante las invasiones ingle­
sas, presentándose al general Liniers con
una gruesa partida armada y equipada á
su costa, y en seguida ejercitando por sí
la policía rural en los departamentos veci­
nos á la ciudad, gozaba del acariñado res­
peto del pueblo, y era uno de los muy po­
cos que, entrada ya la noche, se cruzaba
de Sur á Norte por entre las gentes de la
avería, en un pingo espléndido, seguido
siempre de su hijo y de dos ó tres amigos.
Este hombre se llamaba Alcaraz, y era
el tipo acabado de esas primeras genera­
ciones de españoles criollos, cuyo corazón
sencillo y fuerte rendía perenne culto al
deber y al honor indivisibles, y de cuyos
más enérgicos conatos se adueñaba el que­
rido suelo en que nacieron, donde trabaja­
ban por la felicidad de los hijos como com­
pensación piadosa de haberse rebelado con­
tra los padres...
En vista de las reyertas parciales de ba­
rrio á barrio y de los desórdenes de que era
teatro diario Buenos Aires, como el Ca­
bildo no pudiese garantizar ni su propia
seguridad, ni tampoco hubiese policía or­
ganizada para reprimirlas, Alcaraz solici­
tó de esa corporación permiso para hacer
por sí mismo esa policía, impidiendo los
desórdenes y aprehendiendo los delincuen­
tes. ■

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76 ADOLFO SALDÍAS

Otorgó el Cabildo este permiso condu­


cido por obra del cielo, y he ahí como i\l~
caraz cruzaba libremente por entre las fac­
ciones armadas haciendo en bien de todos
io que ninguno de ellos por sí podía hacer.
Llamábasele el Jefe de la hermandad,
que en la España de la edad media así se
la llamaba á la policía, desde el tiempo
que en Castilla los vecinos formaron her­
mandades para socorrerse y defenderse en­
tre sí.
Alcaraz diseminaba sus agentes á pie ó
á caballo, organizaba rondas y rondines en
los barrios más populosos ó temidos, y en
todas partes empezó á dejarse sentir bené­
fica su autoridad. Y a entrada la noche, en
traje de campaña, con gorra aplastada de
visera, un chaquetón de paño fuerte ó un
poncho, botas con espuelas, su antiguo sa­
ble y un par de buenas pistolas, montaba á
caballo y con algunos hombres recorría la
ciudad, mientras su hijo y sus tenientes
hacían el servicio de secciones.
Cierta noche fué Alcaraz protagonista
de una escena tristísima.
Este hombre austero, sencillo, incorrup­
tible y bravo, había concebido una violen­
ta pasión por una lindísima criolla, de estas
que cuando quieren levantan á sus ojos el
fuego de su corazón ingenuo y circunscri­
ben su mundo en el hombre en quien los
clavan.
Era un ejemplar primoroso de esas ra­

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PÁGINAS LITERARIAS 77

zas primitivas de América, que costeando


riberas y trepando y descendiendo monta­
ñas desde sus cuzcos vinieron á aclimatar­
se á las provincias Argentinas del Norte
y del Interior.
Trigueña con un leve sonrosado en las
mejillas y en las orejas, ojos y cabellos re­
negridos, busto escultural, talle de palme­
ra, manos y pies diminutos, esta mujer
conducida lejos, en medio de otra sociedad
y de otra raza, habría deslumbrado por su
singular belleza, como en París 6 Viena
deslumbran esas mujeres de Oriente que
durante cierto tiempo irradian la luz de los
cometas...
Alcaraz adoraba á esta mujer. Sus padres
lo habían casado muv joven, pero su espo­
sa había muerto al nacer el único hijo que
le quedaba. El había concentrado todos sus
amores en este niño; v por temperamento
é por sistema habíase sustraído completa­
mente á los fáciles halagos que se brindan
al corazón y á la sangre.
Treinta años había vivido envuelto en la
soledad de su espíritu, sin añadir una sola
ilusión, un solo canto á los recogidos en su
primera juventud. A los cincuenta años
una mujer se había cruzado en su camino.
Una fuerza misteriosa lo había empujado
á ella.— Y en pos de esta irradiación inau­
dita, él, para cuyo corazón no había trans­
currido el tiempo, se retrotrajo á su juven­

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78 ADOLFO SALDÍAS

tud, y extrayendo la esencia más pura y


más ardiente de cuanto encontró en el in­
tacto caudal de su sentimiento y de su fibra,
lo consagfró á esa mujer con una concien­
cia tan clara como la que mueve al Doctor
Próspero de Renán á decir que (d’amour
est la perle pour laquelle on donne tout
le reste».
Y jcosa singular! Cuando Alcaraz pene­
traba en la casita humilde en que su ama­
da con su anciana madre vivía, tan sobre­
cogido se sentía, que no había acertado has­
ta entonces á comunicarle con sus palabras
y con sus ruegos la inmensa pasión que lo
devoraba.
Era temor vergonzante de presentarse
rendido ante esa niña que comenzaba la vi­
da? Era duda punzante en la que prefería
permanecer, antes de ver tronchadas sus es­
peranzas ?
En esta lucha se agitaba el apasionado
Alcaraz hasta que el destino, que aproxima
los seres y bifurca las cosas, le proporcionó
la oDortunidad de resolver por sí solo el
problema.
En las primeras horas de una noche que
rondando andaba, como viese luz en casa
de su amada apeóse y entró.
Al penetrar en la habitación que á la calle
daba, medio alcanzó la voz de un hombre
y óyó distintamente de su amada que con
firmeza lo disuadía.

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PAGINAS LITERARIAS 79

¡U n hombm allí! Alcaraz quedó como


petrificado. Nunca había pensado él en es­
to... ¡C óm o!... ¿H abía alguien que le dis­
putaba esa luz, ese supremo consuelo de
su alm a?... La borrasca estalló en su crá­
neo, y ante el tremendo dilema de vida ó
muerte que su pasión exacerbada le pre­
sentó, olvidándolo todo se abalanzó con
una pistola gritando desesperado:
— ¡ Salga quien está a h í!
La linda criolla dió un grito de sobresal­
to, y el hombre corrió hacia otra puerta
para ganar el patio. Alcaraz, ágil y vigo­
roso, le cortó el camino y avanzó sobre él
en la habitación alumbrada por la luz in­
cierta del quinqué contiguo.
Una nube velaba sus ojos. Con la mano
izquierda asió al hombre que no le oponía
resistencia, púsole la pistola al pecho y ...
del fondo de su alma salió un quejido ron­
co, cuando ese hombre humildemente d ijo :
— «Soy yo, padre...»

Pocos días después Alcaraz y su hijo se


apeaban en la casita donde escena tan dra­
mática se pasó.
Pálido, pero firme, Alcaraz hizo al joven
señal de que penetrase en la salita, siguió­
lo él lentamente y en presencia de la an­
ciana, tomó la mano de la mujer que ama­
ba, tomó la de su hijo, y uniólas am­
bas. Quiso hablar, pero la palabra quedó

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8o ADOLFO SALDÍAS

ahogada en su garganta; y salió precipi­


tadamente y apretó espuelas á su caballo
sin otra dirección que la que llevan los des­
esperados...

El Argentino, 19 de julio de 1893.

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C A R T A S C A M B IA D A S

Mi querido Saldías:
El otro día E l Heraldo publicó en sus co­
lumnas, honrándolas, el conocido artículo
de Sarmiento, titulado Literatura Negra.
— -La reproducción llega á Buenos Aires y
Belin Sarmiento, mi viejo amigo Belin Sar­
miento, sale desautorizándolo como si se
tratara de algo apócrifo, lo que vendría á
ser como si yo le hubiera puesto la famosa
firma de Sarmiento á una chatura literaria
cualquiera.
Y a que eres uno de los argentinos que
más han leído y estudiado á Sarmiento,
dime si La literatura negra le pertenece ó
no.
Hago caso omiso de los conceptos de Be­
lin Sarmiento, no porque ellos no valgan
la pena de ser tomados en cuenta, sino por­
que estoy seguro que él no sabe que fué
E l Heraldo, el diario que se honró con esa
reproducción.
A la espera de tu contestación, te salu­

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82 ADOLFO SALDÍAS

da con su amistad de siempre.— Eugenio


Garzón.

Montevideo, i8 de enero de 1894.

Mi querido Garzón :
¿ Será esta carta de madame Recamier ?
se preguntaba un aristócrata galante, le­
yendo la en que esa mujer tan pudorosa
como bella, bajo su firma decía que «sabía
imponerse aún á sus detractores con sólo
alargarles la mano para que se la besa­
sen».
Esta reminiscencia me viene al magín en
presencia de las líneas tuyas, que acabo
de recibir, y en las que me preguntas si el
artículo Literatura Negra es ó no de Sar­
miento, pues nuestro amigo Augusto Be-
lin Sarmiento, piensa que no lo es.
¿ Y tú estás seguro que Augusto es quien
ha negado tal paternidad?
En caso afirmativo, comprendo que A u­
gusto lo haya negado, pues yo mismo es­
tuve tentado de negarlo también.
¿ Sabes por qué ? Porque los cajistas de
aquí y de allá— nuestros excelentes com­
pañeros de fatigas nunca bien recompen­
sados,— han cometido horrores.
Hay párrafos enteros que Sarmiento ra­
yaría con la pluma volcada para romper

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PÁGINAS. LÍTÉRARIAS ^3

el papel, como acostumbraba hacerlo,


cuando no mojándose el dedo índice para
borrar mejor lo que le chocaba.
Hay varios conceptos y algunos adjeti­
vos que Sarmiento no usaba jamás, ó que
han sido fantásticamente reemplazados por
la mano siempre lista del cajista, que no
siempre es acometido por pudores como
aquel cajista de Chile que modificó lo «del
huevo de Colón».
No es extraño, pues, que en esta forma,
Augusto, que es un hombre de buen gusto,
haya hecho una mueca displicente que equi­
valga á decir :— Mercadería falsificada que
no es de la fábrica de Sarmiento.
No es extraño. ¿N o se llega hasta con­
fundir ó desconocer bajo el antifaz en un
baile de máscaras á la mujer que más se
quiere ?
Pero yo creo que el artículo Literatura
Negra es de la fábrica de Sarmiento, con
las salvedades apuntadas.
Verdad es que Sarmiento ha contribuido
por su parte, á suscitar esta clase de dudas.
Un día llega á mi mesa de redacción, y
alargándome un artículo comenzado por
él, me d ice:— Concluya usted este artículo.
Me quedé espantado de aquella obra im­
posible que — materialmente, — no podía
emprenderse como se fabrican los alfileres.
¡Continuar á Sarmiento! ¡Imitar lo inimi­
table !
Y agrego que el principio del artículo

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84 ADOLFO SALDIAS

era soberbio. Se titulaba: E l Viejito Sar­


miento, y decía más ó menos a s í:
«En los periódicos de trabajos científicos
y literarios, de iniciativas en favor de pro­
gresos morales y materiales, todos hablan
del vigor y la lozanía de Sarmiento, de la
energía indomable de Sarmiento, siempre
joven y dispuesto para la lucha del pensa­
miento.
))Pero se acercan los períodos electorales,
Sarmiento suena como candidato y ... ya
comienza á chochear Sarmiento, y las hojas
oficiales ya muestran como chochea, etc.-»
¡N o hubo más! El artículo se continuó
como se pudo, y los más ó menos expertos
lo atribuyeron á Sarmiento, porque, ¡ qué
diablos! el principio lo decía todo y valía
más que todo lo que pudiera decirse.
Agradeciendo tu deferencia, quedo tu
amigo.— Adolfo Saldías.

E l Heraldo (Montevideo), 19 de enero


de 1894.

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L A L O C U R A EN L A H IS T O R IA

Querido José María:


A propósito de libros.— He de felicitarte
sinceramente por tu trabajo sobre la locura
en la historia. Es un esfuerzo intelectual
que hace honor á nuestras letras. No ten­
go duda de que será aprovechado (pero
casi nunca citado) por los fisiólogos, exió-
logos, antropologistas psíquicos, etc., que
desde Quatrefages y Kupfer hasta Joly y
Lombroso se afanan en acentuar como per­
files de locura los atributos ó peculiarida­
des de la buena madre naturaleza, repeti­
dos en cabeza de millones y millones de
seres que han vivido y han muerto en olor
de cuerdos.
Y o no participo de tus opiniones, ya ade­
lantadas en tus Neurosis, principalmente
en lo que se refiere á ver perturbaciones
de la inteligencia en determinados actos de
gobernantes ó hombres públicos, ó en la
sucesión de ciertos actos.
Pienso que, en general, el medio am­

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86 ADOLFO SALDÍAS

biente, la época sobre todo, y las circuns­


tancias hacen á los gobernantes ó á los que
actúan sobre el común de las gentes.
Si ciertos actos decidieran de su estado
psicológico, quizá se llegaría al resultado
de que todos, desde Numa Pompiho con
su ninfa inspiradora, hasta Sarmiento con
su demonio útil, han sido más ó menos
insanos. Por medio análogo se llega tam­
bién á la consecuencia de que todas las
personas tienen fiebre después de haber
comido. No puedo negar el principio en
sí, pero dudo de su generalización. Y si
no fuera inmodestia de mi parte el decírte­
lo á ti, que eres erudito hombre de la cien­
cia, agregaría que reconozco la verdad, pe­
ro no la exageración de ésta, ó sea el error
mismo, según la expresión de los viejos
lógicos.
En materia de gobierno, el presente no
puede pedir al pasado sino lo que le atañe,
so pena de recibirlo á pura pérdida. Lo
que ayer era claridad, tolerable, moral, hoy
es ó puede ser tinieblas, ridículo, mons­
truoso.
Isabel abofeteando á Essex y cayendo en
accesos de furor delante de sus cortesanos,
presenta remedos de la locura epiléptica
de Macbeth cuando cree ver á Bancuo sen­
tado en la mesa del festín. Pero imagina á
Isabel en esta época, sentada en el trono
de Victoria, con el control de la ley y del
ministerio que gobierna, y dime en ciencia

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PÁGINAS LITERARIAS 87

y conciencia si acusaría tales síntomas de


locura epiléptica. Probablemente ni las
monomanías que pueden dañar á un ter­
cero, serían toleradas á los gobernantes y
estadistas de Inglaterra, ó d e , cualquiera
monarquía que quiera blasonar de las li­
bertades de que goza esa grande nación.
Otro tanto puede decirse de las monoma­
nías del duque de Alba y del de Orange,
de que nos habla Motley, y de la de los
Eduardos y Jacobos de que nos habla Ma-
caulay. Cualquiera de ellos ofrece mayor
caudal á los alienistas de hoy que el que
podría ofrecerles Luis de Baviera, y sin
embargo, no sé que este príncipe romántico
haya sido declarado insano por sus extra­
vagancias, como no sé que lo haya sido
Guillermo de Alemania por la extravagan­
cia de componer valses y marchas militares.
Sabes que Federico de Prusia tenía la-
monomanía dé escribir dramas, y que caía
en accesos de furor cuando Voltaire reía
de la ocurrencia; como Sarmiento tenía la
monomanía— siendo presidente— de escri­
bir artículos de diario, los cuales leía ínte­
gros antes del acuerdo, al ministro Geros-
tiaga, cuya prudencia los conducía al
fuego. Si al Guillermo de hoy le diese por
lo mismo, su Ministerio le llamaría al or­
den, y los alienistas no tendrían oportuni­
dad de comprobar lesión alguna en la in­
teligencia del arrogante emperador de Ale­
mania.

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88 ADOLFO SALDÍAS

Estos ejemplos podrían reproducirse al


infinito. Mata tú á Napoleón en Arcóle, co­
mo lo ha observado Cormenin, y tienes un
héroe republicano. Pero síguelo con Cha­
rras que no le quiere bien y con Víctor Hu­
go que lo admira, y verás como ambos
implícitamente le atribuyen cierta lesión
parcial en la inteligencia, cuando lo pre­
sentan sacudido por el vértigo de las lu­
chas estupendas y avanzando, avanzando
solo en la noche, por el campo de Waterlóo.
Pero ¿ y los tremendos celos que despier­
ta el genio que destruye lo ajeno para domi­
nar como Augusto y Carlomagno? ¿ Y las
coaliciones de la Europa contra Napoleón ?
¿ Y la propia conservación ? ¿ Qué otra cosa
es la vida de los más pequeños sino la
lucha, según las circunstancias, para que
no veamos en ciertos actos de los grandes
más que síntomas de insania? ¡Peregrina
reputación la que reservaría la ciencia á
los que descollaron en el mundo 1 Sería
esto ir más allá que Erasmo en su Elogio
de la locura. Quizá sería darle completa
razón á Rabelais, quien si bien dice en su
Pantagruel: «Tout le mondo est fol», en
seguida añade: «Tout est fou. Salomón
dit que infiny est des folz le hombre».
Mata tú á Rozas después que bajó del
mando en 1852 y su reputación sería hoy
brillante para todos, y no habría propor­
cionado á tu chispeante ingenio la oportu­
nidad de su caso patológico.

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PÁGINAS LITERARIAS 89

Quiroga en los Llanos era sacudido por


vértigo análogo al que se atribuye á Napo­
león, Recogido en su habitación, solía, sal­
tar de su cama y empuñar un arma para
ser el primero en acometer, acuchillar y
destruir á sus enemigos, que diariamente
debían buscarle, porque diariamente quería
él pelear y vencer.
Pero el medio ambiente y las circunstan­
cias disiparon el vértigo ó, mejor dicho,
comprobaron que nunca hubo en él caso
patológico.
Instalado en Buenos Aires, compartía su
vida tranquila los goces que se proporcio­
naba con su familia y con la mejor socie­
dad, de la que formaban parte sus amigos
don Simón Pereyra, Lavalle, Costa, Hae-
do, Riglos, Léxica, etc. Te advierto que no
sé si creerás esto, porque cierta vez me vi
obligado á enseñar á dos personas muy en­
tendidas en nuestras cosas y que me ase­
guraban que Quiroga usaba poncho en
Buenos Aires, una cuenta original de la
sastrería de Dudignac, fechada en 1834, Por
pantalones azules, chaleco piquet y frac
azul «para el señor general Juan Facundo
Quiroga».
Lamadrid era una especie de frenético
por las batallas, hasta atacar él solo el
ejército de Quiroga. Pero pelando un du­
razno se cortó un dedo y se desmayó. A l­
guien dijo que se desmayó al contemplar
su propia sangre. Pero él dijo después, que

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90 ADOLFO SALDÍAS

vió reproducida una ánima que se le ha­


bía aparecido en una habitación á obscuras,
en la cual él no entraba jamás. Estas apari­
ciones de Lamadrid ¿ hacían de él un caso
patológico ? Puede agregarse entonces esta
sintomatología— comía muchos caramelos
y cantaba vidalitas antes de entrar en pelea.
Entre la sintomatología que ha decidido del
tremebundo caso patológico de Nerón, está
el hecho de que no sabiendo ya de qué ma­
nera deslumbrar con las grandezas, se pre­
sentó un día en el circo con un monóculo
formado por una enorme esmeralda ahue­
cada. Pero lo cierto parece ser que el tal
loco no quería dar á conocer que era corto
de vista, y que para poder mirar sin fati­
garse las luchas de los gladiadores había
recurrido á ese arbitrio... imperial.
¿L o s casos típicos? Felipe II es la en­
carnación viva y palpitante de su época.
La creencia, tal como la ley religiosa y la
ley civil la imponían, ó la muerte. Los
Países Bajos arrasados, pero creyentes los
que sobrevivían, y Felipe henchido de go­
zo consciente, haciendo el elogio sincero de
su propia autoridad, ni más ni menos que
Marat aplaudiendo con frenesí los estra­
gos de la guillotina, ó Bossuet entonando
tedéums en pos de las Dragonadas. Es
un hombre monstruoso, pero no es un in­
sano, como no lo es Colón con ser un hom­
bre colosal. Su deseo para conservar el
inmenso patrimonio político que le dejó

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PÁGINAS LITERARIAS 91

SU padre, es una prueba abrumadora con­


tra los esfuerzos de Lombroso para hacer
de Felipe un caso.
Me detengo aquí. Quería únicamente co­
municarte la impresión que me ha causa­
do la lectura de una parte de tu libro, y es­
toy viendo que he escrito más de lo nece­
sario y que quizá he sido irreverente.
Con tu libro has realizado un esfuerzo
que honra á nuestras letras. Darás moti­
vos y argumentos á algunos profesores de
allende y harás prosélitos aquende.
Y o lo leeré una y dos veces, no á título
de prosélito sino de admirador, como he
leído lo que me ha llegado de la Farsalia
de Lucano, sin creer una palabra de lo que
dice, porque he leído también la que en
sentido opuesto escribió Petronio; y como
leo á nuestro eximio... Iba á incurrir en
otra irreverencia.
Los recuerdos del colegio dan para todas
estas bromas de tu siempre amigo

Adolfo Saldías.

La Prensa del 3 de mayo de 1895.

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Biblioteca de la Universidad de Extremadura
A L E S B IA

[Tra.duoo¡ón literal de CATULO)

¡Vivamos para amarnos, oh mi Lesbia,


y entre risas de amores apaguemos
el murmurante afán con que nos tildan
los pobres viejos!

¡ Después de terminar renace el d ía;


mas detenido de la vida el vuelo
entonces todos por igual dormimos
el sueño eterno!

¡ Dame mil beses y en seguida ciento...


mil besos otra vez... cien más, querida;
en seguida otros mil, y en pos de éstos
cien más todavía!...

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94 ADOLFO SALDÍAS

Y después de aspirar muchos millares,


de tal modo embrollemos esta cuenta
que ni la envidia de los más celosos
excitar pueda.
1893.

CATU LO

DE ADVENTU VEftIS
(Traducción literal)

Y a trae la primavera
Sus tibios resplandores;
Ya el eco de los céfiros
Acalla el soplo ardiente
Del viento equinoccial.

Dejemos, ¡oh Catulo!


Dejemos que ya es tiempo
Los campos de la Frigia
Y las llanuras fértiles.
De Nicea tropical.

Volemos hacia el Asia


Y sus ciudades célebres;
Y a ansia vagar libre
Mi mente soñadora:
Y a alegfre marcho allá.

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PÁGINAS LITERARIAS 95

¡ Adiós, tiernos am igos!


¡ Adiós I que la distancia
Hasta los lares plácidos,
Por caminos diversos
Cada uno salvará.
1893.

La Revista Literaria, núms. i i y 12, de di­


ciembre de 1895 y enero de 1896.

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L O S H IS T O R IA D O R E S DE R O Z A S

Réplica al doctor José M . Ramos M ejia

En SU Último trabajo, publicado en esta


revista, el doctor Ramos Mejía se hace eco
de cierta conciencia pública, y desde lo al­
to de una autoridad tomada probablemente
á la misma, repite lo que otros han dicho
respecto de mi Historia de la Confederación
Argentina, es á saber, que me he inspira­
do en el propósito de vindicar á Rozas, y
me moteja el que yo no haya estudiado en
este gobernante un caso patológico, como
él lo va á estudiar en un libro que prepara
con las cartas que Rozas dirigió á don Jo­
sé M. Rojas, y otros papeles que dice ha­
ber compulsado, á pesar de su confesado
horror á los papeles.
El cuadro que traza el doctor Ramos Me­
jía haría presumir que se trata de una de
esas lipemanías caracterizadas por las apa­
riciones subjetivas en las antiguas tragedias
griegas, y estudiadas en su variedad en la
Psicología de los dramas de Shakespeare,

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98 ADOLFO SALDÍAS

si hasta el mismo Mesmer no fuese citado


para demostrar que se trata de la más vul­
gar de las sugestiones modernas, de cual­
quiera de esas que realizaba Onofroff en sus
ferias, «Tomado, dice, entre los fuegos de
la elocuencia filial y las protestas apostólicas
de un hijo político hábilmente preparado,
el doctor Saldías, que ante todo es un es­
píritu sugestionable, como que es un sensi­
tivo, en las cosas de la vida, se dejó sedu­
cir fácilmente por todo ese bagaje de de­
mostraciones documentales, s,egún el cri­
terio poco seguro de sus más directos des­
cendientes y confabulados. Hubo allí, ve­
rosímilmente, más que una seducción, una
hipnotización casi mesmeriana...»
No he contestado antes de ahora á los
tradicionalistas que me han supuesto el
propósito de vindicar á Rozas, porque no
era el libro, sino yo, el blanco del ataque,
y yo no podía discutirme, y porque des­
pués de veinticinco años en que vengo sir­
viendo en todos los terrenos los principios
de la libertad, no he creído deber acreditar
en mi país el odio á la tiranía y mucho me­
nos por el medio empleado por los que me
acusaban.
Pero ahora repite la acusación un con -.
temporáneo que por su talento goza de jus­
ta reputación en nuestro pequeño mundo
literario, pretendiendo que en ese libro,
casi agotado ya, y á cuyo autor no han de­
jado lonja por sacarle, afirmo hechos qup

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PÁGINAS LITERARIAS 99

no compruebo; y quiero contestarle por el


respeto que debo á la nueva generación, á
quien lo dediqué, para que á la luz de la
filosofía histórica de la época que media
entre 1820 y 1860 pueda ver cómo la tiranía
existe latente en medio de la licencia de
la libertad y de la mistificación del sistema
representativo, porque el tirano es entonces
ó un poder ejecutivo absorbente, ó un par­
lamento cómplice de éste ó salido de qui­
cio, ó el primero que reasuma la entidad
de un pueblo que no existe como fuerza
cívica gobernante.
El doctor Ramos Mejía, con esa arbitra­
riedad genial que campea en sus fosfores-
cenciás literarias, nos coloca al doctor V i­
cente F. López y á mí el quinto y sexto
en la serie que elabora de los historiadores
de Rozas, á saber. Rivera Indarte, de An-
gelis, Mariño y el general Lamadrid. Des­
de este punto de vista, y diagnosticándome
la diátesis rozofüica, bien que anticipando
que, á mi vez, puedo decir que él padece
de la diátesis unitaria, prejuzga mi libro
anotando tal cual pasaje, donde, asevera,
yo afirmo hechos sin otra documentación
que la Gaceta Mercantil ó las cartas de
Rozas. En cambio él no presenta ninguna
para desvirtuarlos y afirma que el libro «es
inestimable fuente de datos y documentos»,
lo que si algo prueba es que no lo ha leído
como que hace saber que «consta de cinco
volúmenes bien nutridos».

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lOO ADOLFO SALDÍAS

No ha leído el libro.
— Es un panegírico de Rozas, decía del
mismo un tradicionalista narrador de cuen-
titos, que mandó encuadernar con el título
de Estudios históricos (como Macaulay).
— ¿ Pero usted lo ha leído ? le preguntó
un abogado que, como Carlos Encina, leía
hasta los libros espiritistas para darse cuen­
ta de sus afirmaciones ó negaciones.
— ¿ Y o ? yo no leo eso.
El doctor Ramos Mejía lo ha recorrido
para buscar aquello en que ha creído en­
contrar afirmaciones arbitrarias; pero no lo
ha leído, porque no ha menester leerlo.
El tiene ya sus ideas preconcebidas, su
sistema preconcebido también. Todo lo
que no se encierra en lo primero es pa­
negírico de Rozas, y todo lo que no obe­
dezca á lo segundo es hojarasca, no es
historia.
Y o he estudiado la sociabilidad argen­
tina bajo sus aspectos sucesivos de des­
composición, de reacción, de represión y
de reconstrucción : he marcado las etapas
de esa sociabilidad en escala descendente,
desde el año de 1820 hasta el momento en
que la gran masa semibárbara arrastra á la
clase culta á una evolución de carácter or­
gánico, que se impone por el consenso pú­
blico y por el ministerio de la ley; y he
historiado esa evolución año tras año hasta
el de 1853 en que recibe la sanción de 1a
República por el órgano del Congreso fe­

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PÁGINAS LITERARIAS lOI

deral argentino que sancionó nuestra Cons­


titución vigente.
Partiendo de los hechos, de los hechos fá­
ltales que están ahí para que cualquiera los
aprecie, he deducido, siguiendo el método
de Motley y de Ampére, que Rozas fué el
representante de una época que no se ha­
bía sucedido todavía y que debía marcarse
para las provincias argentinas como se mar­
ca para el hombre la época de su desarrollo
con todos los accesos y ligerezas de la ro­
bustez y de la juventud.
Y o había diseñado esta idea anterior­
mente, al desarrollar la teoría de la anar­
quía del año de 1820, en mi libro sobre la
historia de la Constitución argentina. La
existencia del píieblo argentino proclamada
por la revolución del año 10 contaba diez
y nueve años cuando Rozas subió al man­
do. La civilización argentina apenas si
se había radicado en el estrecho límite
de tales ó cuales ciudades del inmenso te­
rritorio. De éstas exclusivamente habfan
salido los hombres que marcaron las dos
épocas anteriores— la de las clases ilustra­
das que hicieron la revolución de Mayo
y la de las clases medianamente acomoda­
das que suplantaron airadas á estos hom­
bres. Quedaba la mayoría de las campa­
ñas de Buenos Aires, que había visto có­
mo los caudillos de las demás provincias
se imponían á los hombres de la ciudad,
y esta mayoría se creyó con el mejor dere­

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102 ADOLFO SALDÍAS

cho á llevar su representante al gobierno.


El que estuviese en mejores condiciones
era el indicado para marcar la nueva época.
Ese fué Rozas.
Este hecho producido, estimula á las
multitudes ineducadas y aproxima á los
hombres que presenciaban la anarquía en
Buenos Aires desde la dislocación unitaria
de 1826, cuando Rozas inicia en el gobierno
el mecanismo político que ideó el instinto
popular primeramente, que mantuvo el es­
fuerzo incontrastable en seguida y que
afianzó el pensamiento civilizador treinta
años después. De ello responde el pacto fe­
deral de 1831. El pacto comienza por ligar
las cuatro provincias del litoral. Por los
mismos auspicios de Rozas suscriben dicho
pacto las demás provincias. Y entonces se
ve por la primera vez el hecho consumado
de la confederación de los pueblos desde el
Plata hasta los Andes. La opinión así lo
proclama porque el hecho está de relieve:
el hecho se perpetúa, y, para sellarlo de
un modo incontrastable, el general Urqui-
za, en seguida de derrocar á Rozas, reúne
á los gobernadores de las provincias, que
delegaron en éste las atribuciones del su­
premo poder nacional, y con ellos echa las
bases del Congreso de 1853, el cual san­
ciona nuestra Constitución actual, decla­
rando que «el pacto de 1831 era lo que
determinaba la naturaleza del régimen de
gobierno que debía adoptar la nación».

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PÁGINAS LITERARIAS 103

Simultáneamente con el hecho de la fun­


dación de la Confederación Argentina, se­
gún la expresión del doctor Vicente F . Ló­
pez, aparece este otro hecho: el de la
reacción del partido unitario para recupe­
rar sus posiciones perdidas en 1826 y en
1828. Y de esté hecho es consecuencia este
otro: el partido federal, con fuertes rami­
ficaciones en las provincias convulsionadas,
ve ó cree ver peligros transcendentales y
proclama la necesidad de un gobierno fuer­
te para llevar adelante las aspiraciones que
sustenta con el exclusivismo de los parti­
dos intransigentes. Y de las entrañas de
esa sociedad dilacerada por la incertidum­
bre del resultado y por el absolutismo de
la tendencia, surge la monstruosidad polí­
tica de la suma del poder público; legisla­
dores, magistrados, corporaciones, nota­
bles, pueblo, discuten este hecho singular:
lo aceptan en nombre de la salud del Es­
tado y le imprimen con su voto el sello de
la legalidad inequívoca. Y cuando se le
ha revestido con todas las solemnidades de
la ley, y Rozas pide que los ciudadanos
expresen su voto ccpara que quede consig­
nado en todo tiempo el libre pronuncia­
miento de la opinión», el plebiscito rati­
fica la opinión de la sociedad, la cual re­
nuncia á todo menos á destruir á sus ene­
migos, que se preparan á hacer otro tanto.
Los dos partidos en lucha creen realizar
sus a.spiraciones á condición de triunfar

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104 ADOLFO SALDÍAS

uno sobre el exterminio del otro. El san­


griento exclusivismo político alienta las
pasiones semibárbaras y conduce á las ven­
ganzas crueles, á los excesos injustificables,
á los extravíos ominosos. A la larga triun­
fan los federales. Los unitarios, despecha­
dos en el fracaso que les cierra las puertas
que quisieron cerrar á sus enemigos, bus­
can en las coaliciones con el extranjero y
en las armas y recursos de éstos el medio
de imponerse á la opinión nacional tam­
bién fanatizada. Dos grandes potencias eu­
ropeas y el imperio del Brasil aplican su
diplomacia y sus armas contra el gobier­
no de la Confederación Argentina y el par­
tido unitario es el propagandista y el ayu­
dador de esta doble intervención.
Este hecho produce este o tro : el de cam­
biar completamente el aspecto de la lucha.
Rozas, con un empecinamiento que sor­
prende á los poderosos contendientes, rei­
vindica el derecho de los pequeños Estados
de América á dirimir sus cuestiones sin la
intervención peligrosa de las grandes po­
tencias europeas, y encara resueltamente
la guerra cuando, invadido el territorio y
agredida la soberanía argentina por la Gran
Bretaña y Francia, los pueblos aceptan el
reto y los guerreros de la Independencia
de América le ofrecen sus servicios, inclu­
sive el libertador San Martín, quien le de­
clara que esta causa es tan grande como la
de la emancipación de la América española.

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PÁGINAS LITERARIAS 105

La intervención cede después de haber­


se derramado sangre argentina en Obliga­
do, en San Lorenzo y Ramallo, y Rozas
deja triunfantes los principios en que debe
fundarse el ejercicio de la soberanía de los
nuevos Estados de América. Y como con­
secuencia de esto, la Confederación argen­
tina atrae por la primera vez las miradas
de las naciones europeas como un centro
adonde pueden concurrir sus relaciones so­
bre las bases que establece la civilización,
y la opinión nacional proclama á Rozas su
héroe porque cree realzar así ese hecho
singular de la historia.
E l hecho está ahí de relieve para con­
ducir el sentimiento de pueblos sin mejor
educación democrática que la recibida en
cuarenta años de anarquía y entre los vai­
venes de las reacciones y represiones de la
guerra civil. Así es cómo se ratifica en la
persona de Rozas la latitud de poderes que
se le otorgara. Es la sanción de la sociedad
que se queda sin defensa enfrente de una
monstruosidad. Lo que la mueve á prorro­
gar la suma del poder público es la concien­
cia de su propia complicidad en un extra­
vío que no puede reparar cuando las masas
ineducadas creen que nadie puede superar
á Rozas en el gobierno, porque nadie ha
llevado á cabo los hechos de que se enorgu­
llece. No es la imposición, no es el terror,
como se ha repetido, por no tomarse el tra­
bajo de estudiar estos fenómenos socioló­

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io6 ADOLFO SALDIAS

gicos, que obedecen á causas cuyas respon­


sabilidades á todos alcanzan.
Macaulay explica el mismo fenómeno
bajo el reinado de Isabel, semejante al go­
bierno de Rozas del punto de vista de este
consenso, que no de las causas producto­
ras; y Boissier señala el mismo fenómeno
bajo el gobierno de Augusto, estudiando
la famosa inscripción de Ancyrus. Y mu­
chos escritores argentinos, que combatie­
ron á Rozas, han reconocido que el con­
senso de la Confederación Argentina creó
y robusteció el poder de este hombre sin­
gular, en quien va á encontrar su caso
patológico el doctor Ramos Mejía á la luz
de las cartas que dirigió al señor Rojas, oc­
togenario, desde su farm de Swaltkling.
Sarmiento, el esforzado divulgador de
los principios del gobierno libre en esta
parte de América, escribió en la biografía
de Vélez Sarsfield:— «Rozas era un repu­
blicano que ponía en juego todos los arti­
ficios del sistema popular representativo.
Era la expresión de la voluntad del pue­
blo, y en verdad que las actas de elección
así lo demuestran. Esto será un misterio
que aclararán mejores y más imparciales
estudios que los que hasta hoy hemos he­
cho. No todo era terror, no todo era super­
chería. Grandes y poderosos ejércitos le
sirvieron años y años impagos. Grandes y
notables capitalistas lo apoyaron y sostu­

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PÁGINAS l i t e r a r ia s 107

vieron. Abogados de nota tuvo en los pro­


fesores patentados del derecho. Entusias­
mo, verdadero entusiasmo, era el de milla­
res de hombres que lo proclamaban el Gran­
de Americano. La stima del poder público,
todas palabras vacías, como es vacío el
abismo, le fué otorgada por aclamación,
Senatus consulto y plebiscito, sometiendo
al pueblo la cuestión».
El doctor Salvador M. del Carril, exmi­
nistro de Rivadavia, oponiéndose á la con­
fiscación de los bienes de Rozas, dijo a s í:
((Don Juan Manuel de Rozas, investido con
el mando supremo é irresponsable de la
Nación... y que para derrocarlo ha sido
necesaria la combinación de una alianza
poderosa, es uno de aquellos hombres pro­
minentes que sólo pueden tener por juez
á Dios y á la espada del vencedor».
El doctor Carlos Tejedor, oponiéndose
á la confiscación, decía: ((Han sido infini­
tos los cómplices de la tiranía. Una tiranía
no es un hombre, es una época, y por lo
mismo que en la tiranía de Rozas veo una
época no quiero el juicio político contra
Rozas. En esa época está comprendida la
vida de un pueblo entero. No se conoce ya
en los tiempos modernos tiranías basadas
en el brazo de un hombre; en los tiempos
actuales las tiranías son siempre épocas
en que van más ó menos envueltos los pue­
blos».

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lo S ADOLFO SALDÍAS

Don Félix Frías, el antiguo secretario de


Lavalle, decía con igual m otivo; «Rozas,
revestido de facultades extraordinarias, era
el E stado; él lo podía todo, que él respon­
da de todo. Y o no conozco los cómplices
de la tiranía. Si pretendiésemos ser muy
lógicos, encontraríamos personas que acu­
sar hasta en las bancas de los que dictan
la ley, ó de los magistrados que adminis­
tran justicia».
El general César Díaz, jefe de la izquier­
da de los aliados que derrocaron á Rozas
en Caseros, expresó después la misma opi­
nión a s í: ((Tengo la profunda convicción,
formada por los hechos que he presenciado,
de que el prestigio del poder de Rozas en
1852 era tan grande ó mayor de lo que
había sido diez años antes, y que la con­
fianza del pueblo en la superioridad de su
genio no le había jamás abandonado».
El doctor Juan Carlos Gómez, antiguo
propagandista contra Rozas, emitió la mis­
ma opinión cuando, al comparar ciertas
épocas, escribía últimamente en El Nacio­
nal así: ((Los Sylas, los Marios, los Césa­
res que nos amenazan, nada personifican á
no ser la desmoralización social de una
época de excentricismo y de pereza. Se
comprende que hayamos sido víctimas de
los bárbaros de gran talla. Artigas, Quiro-
ga. Rozas, que sobresalían por fuertes con­
diciones de carácter y representaban la in­

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PÁGINAS LITERARIAS log

domable energía de una democracia elemen­


tal».
Abora bien, la sucesión de hechos des­
carnados que he apuntado, que seguramen­
te no invento, y á los cuales el doctor R a­
mos Mejía quiere aplicar la lejía de sus
preocupaciones heredadas, como si ello
áprovechara á alguien, ó acreditase odio á
la tiranía, son palpitaciones del cuerpo so­
cial argentino en la época que he estudiado,
y como tales constituyen la fuente princi­
pal de criterio para la filosofía histórica.
Y o me he limitado á mencionarlos y á hil­
vanarlos, sin preocuparme de que pudieran
halagar las pasiones de los que fueron uni­
tarios ó federales, las cuales no me llegan,
porque en mi espíritu se derrumban las
tradiciones. ¿ Es falso mi criterio? Es po­
sible. Pero de aquí á merecer que un hom­
bre de talento, pero achicado intelectual-
rnente por el fanatismo de la tradición au­
toritaria, me acuse dé “vindicador de un ti­
rano, hay un abuso de lenguaje que la sa­
na crítica no puede aceptar. Si me acomo­
dase á tal acusación, podría resguardarme
con el testimonio celoso de Sarmiento, Te­
jedor, Frías, del Carril, Gómez, Díaz y con
los del libertador San Martín, Alvear, Mo­
reno, López, Guido, etc., etc., que corro­
boran esos hechos y que algo representan
en la sociabilidad y política argentina. Y
á la manera del doctor Vélez Sarsfield, con

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lio ADOLFO SALDÍAS

aquel otro espíritu sacudido por el vértigo


de la tradición autoritaria, pondría en una
probable tercera edición cíe ese mi libro y
en nota pertinente, ccen contra de estos pro­
hombres, actores en la época y combatien­
tes :— el doctor Ramos Mejía, que ha en­
contrado en Rozas su caso patológico por
medio de las cartas que éste escribió á don
José M. Rojas».
Dado el plan y carácter de mi libro se
ve, pues, que el doctor Ramos Mejía tam­
poco tiene razón para motejarme el que yo
no haya estudiado á Rozas para encontrar
en el hombre un caso patológico. Ni es
ello de mi facultad, ni aunque lo fuera me
daría tan fuerte como para encontrar locos
en casi todos los gobernantes mundiales,
como lo hizo el doctor Ramos Mejía en su
libro sobre la Locura en la historia.
Este esfuerzo intelectual, que hace honor
á nuestras letras, retrata de cuerpo entero
al doctor Ramos Mejía y deja esperar co­
sas peores que lo de vindicador de tiranos.
Girando alrededor de una idea preconce­
bida, ve perturbaciones de la inteligencia
en ciertos rasgos geniales de gobernantes
li hombres públicos y ¡ay de los locos!
Como se lo dije después de leer su hermoso
libro, su neurosismo implacable le ha con­
ducido á exagerar un principio en términos
tales que hasta los lectores tiemblan ante la
posibilidad de sentirse locos; y concluirían

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PÁGINAS LITERARIAS III

por creerlo si no reflexionasen que, si cier­


tos actos decidieran del estado patológico
de los gobernantes, quizá se llegaría al re­
sultado de que todos, desde Numa Pompi-
lio, con su ninfa inspiradora, hasta Sar­
miento, con su demonio útil, han sido más
ó menos insanos, y que por medio análogo
al empleado por el doctor Ramos Mejía se
llega á la consecuencia de que todas las per­
sonas tienen fiebre después de comer.
Pero ¡nada! el doctor Ramos Mejía se
prepara á encontrar nuevos locos para ilus­
trar la filosofía histórica argentina, porque
con el caudal de cartas y de cuentos á que
se refiere en su artículo de La Biblioteca,
puede, en su entender, tomar á lo serio es­
ta expresión del eximio R abelais: uTout
le monde est fol. Tout est fou. Salomón dit
que infini est des fozls le nombre. A infini­
té rien ne peut décheoir. Et fol enraigé se-
roy si, fol estanl, fol ne me reputoysn.
Aunque poco ó nada podrá influir sobre
la mente del doctor Ramos Mejía, voy á
hacerle un cuento que induce á reflexionar
más seriamente de lo que él lo ha hecho
acerca de ciertos fenómenos políticos que
no se pueden tratar con la ligereza con que
por hábito se masca cualquier caramelo.
Acababa yo de abrir uno de los cajones
de fusiles para entregar á los ciudadanos
que acudieron al Parque en la mañana del
26 de julio de 1890 para librar á la Repú-

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r i2 ADOLFO SALDÍAS

blícá de un g-obierno que amenazaba per­


petuarse... Cuántos fusiles se han repar­
tido? me preguntó el doctor X . A mi res­
puesta sonrió tristemente, porque apenas
alcanzaban á 2,500.
¿ Cuál no sería mi asombro al ver pocos
días después desfilar por la calle de Florida
cerca de cincuenta mil hombres gritando...
el sarcasmo victorioso que todos recuer­
dan ?
A cuenta de su entusiasmó para injuriar
á un hombre caído, todos, ó casi todos depo­
nían haber estado en el Parque. N o; en su
casi totalidad habían estado en sus casas.
Era la hipocresía vergonzante que creía que
injuriando al gobernante caído se lavaba
de la responsabilidad de haberlo incubado
y sostenido. Y o trasmití mi impresión in­
grata en un artículo, al que vino como de
molde esta sentencia de Gastón Boissier:
«Una sociedad necesita arrojar sobre al­
guien la responsabilidad de sus yerros.
Cuanto mayor es el remordimiento que ex­
perimenta, mejor dispuesta se encuentra
para buscar el culpable que por ella haga
penitencia, y cuando lo ha castigado bas­
tante, se acuerda el perdón á sí misma y
se congratula de su inocencia».
Es lástima que un hombre de talento,
como el doctor Ramos Mejía, se contente
con excomulgar á los que no piensan como
él en materia de filosofía histórica, mos­
trando implícitamente que esta sociedad no

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PÁGINAS LITERARIAS liá

da por compurgada todavía su propia fal­


ta de haber incubado y sostenido un go­
bierno tiránico, y todo por la preocupación
genial que le impulsa á pensar y á vivir en
razón de las tradiciones mantenidas como
telas de araña por los que van cayendo...

La Biblioteca, núm. 22, marzo de 1898.

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7. V

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M A R IA IN ÉS F U R R IO L D E L A S A D A

Hasta mediados del siglo pasado era li­


mitadísima la buena sociedad en todo el
litoral del Plata.
En el Perú y en nuestras provincias
del Norte los conquistadores encontraron
centros y aun cuscos importantes y ahí
se radicaron preferentemente, entremez­
clando su sangre, sus energías y sus ini­
ciativas singulares en la serie de las trans­
formaciones políticas.
En el litoral que bañan nuestros ríos
se extendía la pampa inmensa, ó se suce­
dían las cuchillas soberbias, recorridas por
el indio, señor de tanta hermosura, lla­
mando en vano al trabajo, para que extra­
jese la leche y la miel de sus senos rebo­
santes y rasgase el misterio de sus destinos.
Buenos Aires y Montevideo, ora fuese á
causa de las guerras que sostenía la Es­
paña, ó de la política seguida por los con­
sejeros del rey, vegetaban como factorías
militarisadas, sin otros contactos que los
de la metrópoli.
La guerra que sobrevino con el Portu­

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ii6 ADOLFO SALDÍAS

gal llevó al elemento criollo á las campa­


ñas, y la despoblación de las dos ciudades
del Plata llegó á tal punto que un teso­
rero de la corona en su informe al rey
aconsejó aumentarla con peninsulares, por­
que los criollos eran (cmuy inquietos, pen­
dencieros y amigos de novedades».
Las relaciones políticas creadas con mo­
tivo de la erección del Virreinato atra­
jeron cierto número de peninsulares des­
tinados á los cargos y empleos de la co­
rona, y de la unión de éstos con los hijos
de españoles americanos data propiamen­
te el origen de la sociedad urbana y culta
de las dos ciudades del Plata.
En Montevideo, donde la población era
escasa, la buena sociedad tuvo á la larga
su centro obligado en los besamanos de
la Fortaleza y en el salón de los princi­
pales dignatarios, cuyos saraos recorda­
ban nuestras abuelas juntamente con el
nombre de las Joanicó, las Larravide, las
Salvañach, las Olave, las Oribe y otras
damas cuya rara belleza por el favor de
las gracias se ha perpetuado en las nie­
tas y biznietas.
Este centro limitado al principio y su­
jeto á cierto preceptismo gubernativo, se
extendió al favor de las facilidades que
brindaban las costumbres sencillas de las
gentes, que las familias se frecuentaban
sin mayor etiqueta y los convites y saraos
no imponían los preparativos, las eroga-

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PÁGINAS LITERARIAS II 7
Clones y hasta las desazones que hoy im­
pone la moda para que se diviertan los
pocos que de buena fe así lo declaran...
Y por esto los abuelos, con ese apego
que todos tenemos á las cosas de la do­
rada juventud, como si quisiéramos vivir
en ella aunque sea por el recuerdo, ha­
blaban con entusiasmo de la distinción de
aquellas gentes, caracterizada por cierta in­
genuidad grandiosa, por cierta altivez que
fluía de la propia sangre y por eí atractivo
raro de una simplicidad invariablemente
hermanada á una cultura exquisita.
De esta escuela salieron y en ella con­
tinuaron, además de las ya nombradas,
las familias de Giró, Camusso, Platero,
Antuña, Furriol, Anaya, Susviela, Diago,
Viana, Acevedo, Magariños, Lerena, Ba-
rreiro, Sienra, Pereyra, Maturana, Mo-
ratorio, Ellauri, Santurio, Aguiar, García
de Zúñiga, Velazco, Areta, Vázquez, La-
rrobla, Blanco, etc., etc., las cuales han
mantenido y mantienen la característica
de la cultura social de Montevideo, á pe­
sar de las influencias propias que traen
consigo las razas que se entremezclan y
que tanto influyen en las transformaciones
de las ciudades modernas.
El sello está incrustado en esas casas,
modestas algunas si se quiere, pero se­
ñoriales, y el medio ambiente con sus irra-
diaciones poderosas realiza lo demás . í/;,'
— «Es lo cierto, decíame un día, depar-Jv’ ’

,:r'V
Biblioteca de la Universidad de Extremadura
ii8 ADOLFO SALDÍAS

tiendo sobre estos tópicos, uno de los hom­


bres más cultos que he conocido, el doc­
tor José Vázquez Sagastume— que el hom­
bre de cualquier continente (aun el inglés
que es el más apegado á lo suyo, porque
es muy civilizado en su casa), que se case
con una montevidearta ha de olvidar sus
costumbres adaptándose. á las que en su
hogar se le imponen con una fuerza irre­
sistible.
La guerra de la Independencia; la sub­
siguiente división de la sociedad de Mon­
tevideo entre partidarios del Barón de la
Laguna y de don Alvaro de Souza, casi tan
teatral como la posterior entre clásicos y
románticos cuando se cambiaban tiros
diarios entre esta plaza y el Cerrito, alejó
á las familias entre sí, pero quedaron en
pie, siempre abiertas, siempre amables,
ciertas casas donde tirios y troyanos, da­
mas de alcurnia y hombres especiales iban
á propiciarse treguas dulces en medio de
las agitaciones y de los vaivenes tumul­
tuosos á que condenaban los acontecimien­
tos.
Una de estas casas era la de la señora
María Inés Furriol de Lasala.
Antes de haber entrado en esa casa yo
la conocía por referencias que se ajustan
á lo que dejo dicho en estas líneas.
No recuerdo si fué Eugenio Garzón ó
Martín Lasala quien me llevó á conocer
á Mama Inés, después de un día de agi-

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PÁGINAS LITERARIAS II9

tación en que varios muchachos habíamos


pretendido subir á las azoteas...
¡ De entonces acá han transcurrido tantos
añosl... El tiempo, este demoledor eterno
que se alimenta con los despojos con que
todo lo va recomponiendo, ha hecho des­
aparecer á muchos de aquellos muchachos.,_
Antuña, Zaballa, F olly... qué sé yo cuán­
tos. Pero los que seguimos el camino,
viendo como los años caen en silencio, se­
gún la expresión de Ovidio, no podemos
evocar el nombre de la noble dama que
acaba de morir sin esa melancolía íntima
que producen los hondos vacíos en el al­
ma ante la ausencia de personas que se
sienten irreemplazables.
La casa de la calle Treinta y Tres donde
siempre habitó hasta poco antes de su falle­
cimiento la señora de Lasala, fué durante
los tres cuartos de este siglo el centro de
la sociedad más selecta de Montevideo.—
Como doña Joaquina Izquierdo que prohi­
jaba nuestra naciente literatura reuniendo
á las beldades de Buenos Aires para que
don Juan Cruz Varela, don Esteban Lúea,
Lafinur ó Rojas leyesen sus tragedias ó sus
cantos; ó como doña Isabel Casamayor en
cuyo salón se congregaban los patricios
ilustres que trabajaban la independencia
americana, deteniendo sus vuelos
ixAUá en la cumbre de loe altos Andesii,
Doña María Inés Furriol de Lasala era

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120 ADOLFO SALDÍAS

la luz perenne en su salón modesto y se­


vero. Todas las eminencias se encontra­
ban bien; todos los jóvenes aprovechaban
de las ventajas de la urbanidad sin las
inflexibilidades híbridas con que el con­
vencionalismo rebuscado se mortifica á sí
propio, quizá porque peca demasiado.
Grandes y pequeños rolaban allí holgada­
mente, porque sabían que al frecuentar ese
salón recogían impresiones amables que
traen aparejados los prestigios más dura­
deros.
Si se hubiese recogido las referencias de
los personajes que desde principios de es­
te siglo han frecuentado la casa de la se­
ñora de Lasala, podría hacerse la cróni­
ca animada de la sociedad de Montevi­
deo. La rendición de los realistas; la en­
trada triunfal de Alvear; la lucha deses­
perada de Artigas contra los que mante­
nían diplomacia antirrepublicana para mo-
narquizar estos países; los bandos en favor
del rey don Juan ó del emperador don Pe­
dro; ios trabajos de adhesión al Brasil;
la cruzada de Lavalle y O ribe; la Consti­
tución y la Independencia; la guerra c iv il;
el sitio de Montevideo; la intervención an-
glofrancesa; los estadistas, los soldados y
los poetas; la evolución del año 1851; las
luchas intermitentes que se siguieron, todo,
todo, repercutió fecunda y patrióticamente
en esta rasa modesta y señorial, por la voz
de los mismos que habían actuado y de

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PÁGINAS LITERARIAS I3 I

damas ventajosamente colocadas que con­


tribuían con su propaganda levantada á
calmar los ánimos, á propiciar soluciones
dignas, sirviendo en más de una ocasión
de fuerza moderadora, ante la cual se de­
ponían los rencores y se proseguía el ca­
mino en días turbulentos.
Esto último está abonado por hechos
cuya enunciación no encuadra ahora. Si
no se han generalizado es porque los prin­
cipios sociales de la mujer, obtenidos pau­
latinamente desde el hogar, no alcanzan la
publicidad con que los hombres realizan
los triunfos de los hombres, sin perjuicio
de deprimirlos en seguida, quizá porque
fueron triunfos de un día.
Si mañana algún investigador virtuoso
pone de relieve esos hechos, quedará acre­
ditado que la casa de la señora de Lasala
ha contribuido poderosamente á salvar en
Montevideo á través de vicisitudes de todo
género y cuando todo se creía perdido, la
cultura y la distinción que de antiguo ca­
racterizó la sociabilidad de nuestra raza,
sirviendo de esta manera á la civilización.
En esta modesta ofrenda de la amistad
he querido dejar constatado que á este prin­
cipio queda vinculado en Montevideo el
nombre de la venerable matrona María Inés
Furriol de Lasala.

La Razón (Montevideo) del 22 de abril


de 1898.

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P A IS A J E S P A R IS IE N S E S
p o r luXainviol 'CJg-a.r'ts

(PRÓLOGO DE MIGUEL UNAMUNO)


(París 1901)

La Plata, 9 de octubre de 1901.


Señor Manuel ligarte.
Mi joven é inteligente amigo;
¡Parece increíble!... aquí donde la ola
voraz de la política, retorciendo mis in­
clinaciones ha cuatro años me trajo, pa­
ra al cabo de ellos tocarme maltrecho
y aspirar el olor del olvido, con la misma
sutilidad con que se oyen ruidos fatuos en
la soledad; aquí me ha llegado su libro
Paisajes Parisienses, con una dedicatoria
que me honra.
A l recibirlo sentí una impresión análo­
ga á la que debió experimentar Sarmiento
cuando los niños de Tucumán le prodiga­
ron ñores frescas del trópico; rindiéndole
un homenaje que, á conocerlo, se lo ha-

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124 ADOLFO SALDÍAS

brían decretado para sí los emperadores


romanos, esos imbéciles que hicieron dor­
mir á los siglos sin abrirles jamás los ojos
para la libertad.
Lo leí y ¿ por qué no hablarle ahora como
le hablaba en E l Argentino, como le ha­
blé cuando publicó usted su libro de versos
hermosos, como hablo siempre?... En vez
de flores frescas que trasuntan su aroma
como la Diamela de Echeverría, vi flores
de papel primorosamente pintadas; en vez
del ambiente sano que ensancha los pul­
mones y hace vagar el alma entre la me­
lancolía de los recuerdos tiernos y la su­
puesta grandeza de los propósitos derrui­
dos, sentí las bocanadas del perfume em­
briagador que satura ese mercado de carne
humana que se llama París, carne, mucha
carne caliente siempre con las caricias de
los amantes de ayer; efectismo del arte
que llama á los sentidos, sudor de lujuria
con humos de borrachera; Príapo que se
ostenta desnudo porque de otra manera se­
ría ridículo.
El pobre Didón pretendió contener la
ola naturalista, demostrando en su libro
Les Alemans como la catástrofe de 1870
se debía en parte á la circunstancia de ha­
berse corrompido á la mujer y desnaturali­
zado el concepto de la belleza y del arte.
Anda por ahí un antiguo magistrado y,
ante todo un hombre de letras, Mr. Ques-
nay de Baurepaire, que se atrevió á refu-

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PÁGINAS LITERARIAS 125

tar L ’Immortel de Daudet, demostrándole


como no tenía más títulos para entrar en
la Academia que los que había puesto á
los libros que hizo con el único argumen­
to de cómo una mujer soltera, casada, ó
viuda falta á sus deberes y á la moral de
la familia. Y Daudet es un artista. Lapida
la frase como un diamante para que to­
das las facetas proyecten el rayo que hiere
los sentidos. Flauvert y ese sátiro de Bal-
zac, á quien únicamente le faltó estudiar
con Claudio Bernard para describir con
precisión cómo laten las fibras más recón­
ditas, á pesar de ser maestros están obs­
curecidos por sectarios brillantes del na­
turalismo, que traen ó pretenden traer sal­
sa más novedosa y más pica'nte para solaz
de los paladares estragados. Son citados
por la exigencia de la cronología, pero no
son leídos, porque ya lo fueron, y nada
justificaría eso de perder el tiempo nece­
sario para ir adelante... Toda la vida serán
leídos con placer y embeleso Shakespeare
y Cervantes, porque toda la vida el alma
humana querrá verse en el espejo de las
grandes pasiones que pueden agitarla, ó se
sentirá capaz de ejercitar su eficiencia hu­
manitaria.
Será ó no será así, que probablemente
yo exagero porque desearía ver á usted im­
buido en otro orden de ideas como las que
desenvuelve usted en Las aldeas, Los locos.
Los caídos, etc., etc.

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126 ADOLFO SALDÍAS

Pero por sobre todo (esto va como amis­


toso reproche) usted ha pecado en sus Pai­
sajes de lo que pecó Ventura de la Vega.
De lejos, no ha tenido usted un recuerdo
para su país, ni siquiera en sentido compa­
rativo con lo que describe. ¿ Será por qué
piensa que no hay ni término de compara­
ción entre lo que usted describe y lo que
usted desea para su país?... Deje que se
lo d ig a : usted es un joven ; yo ya no lo soy.
Tacitis senescimus annis. Usted corre recién
la vida con una flor del aire en el ojal de
la levita: la vida comienza á correrme á mí
en hora en que vendría bien un cardo me­
lancólico como emblema de esperanzas des­
hojadas. Pienso que para sentir en el alma
las armonías espléndidas de la naturaleza,
hay que contemplar las montañas de mi
país, altas como los ideales patrióticos, y
verdes y lozanos como las ilusiones de la
edad primera. Por las sendas que forma­
ron las generaciones se llega á la cuesta
empinada. Los nogales, los pacarás y los
cedros inclinan sus ramas colosales ante
las tímidas flores del aire, blancas y ama­
rillas. Parece que quisiesen rejuvenecer
sus nervios seculares con la esencia de esa
virgen de la flora americana, cuyos senos
transpiran el perfumé sin otro contacto
que el de los céfiros de la tarde; tan virgen
como la castísima Camila de Virgilio en­
cantada en la soledad de los bosques. La
vista no mide aquellas alturas donde los

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PAGINAS LITERARIAS 125

cóndores moran. Pero se asciende, se as­


ciende las cuestas agrias hasta que las
trepadoras de cien colores interceptan el
camino. Más allá está la cumbre, desde
la cual se distingue al mundo como un
conjunto de átomos nerviosamente estre­
mecidos, y se ve la borrasca desencadena­
da bajo los pies, mientras más arriba titi­
la el azul del zenit y los últimos arreboles
del sol tiñen el occidente... Es la hora
del descenso entre las melancólicas armo­
nías de la tarde, á las cuales sucede por
momentos ese silencio de las soledades cu­
yos vagos ruidos repercuten en las entra­
ñas. El descenso comienza con la vista fija
en el valle opuesto que se extiende á la dis­
tancia. Se desciende con la fatiga en el
rostro. El viaje ha sido penoso. Las espi­
nas hacen más daño que antes. Hay en los
latidos del corazón algo como la frialdad
del desencanto. Los guijarros desprendi­
dos hacen dar pasos vacilantes. El alma se
acongoja ante la noche que se viene, y se
desciende por último al valle que es el fin
de la jornada. Sí, mi amigo, la vida es la
eterna repercusión de lo que alienta y de
lo que se va— las flores que abren en la
primavera y las hojas marchitas que caen
al suelo en el otoño... ¿Cómo se abre el
corazón al amor ? De la misma manera que
un botón de rosa al calor de los rayos del
sol— la mística fecundación de Isis por Osi-
ris (cque tiene las riendas del imperio del

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128 ADOLFO SALDIAS

mundo». Usted va á subir recién esta cues­


ta hermosa de la montaña que lo llevará á
la cumbre... Y o desciendo oyendo arpe­
gios del pasado. No esterilice su talento.
Tiene tiempo para recogerse y pensar en
las grandes cosas. Deje que el mundo chi­
co entone coros báquicos al naturalismo,
que usted no lo levantará enseñándole sus
pestilencias.
Por lo demás, su libro, considerado del
punto de vista literario, exhibe á usted como
escritor galano, cincelador de frases que
quedan impresas como acordes de una par­
titura ligera. Si usted no abusa de la me­
táfora violentará menos el lenguaje. Su
pluma tiene potencia descriptiva: corre,
vuela, dejando espejismos intencionados,
desilusiones amargas, impresiones ardien­
tes, deseos tropicales, que saltan, se es­
tremecen, macabrean, como glóbulos de
azogue sobre una lámina de cristal. Niño
mimado de Apolo, arranca espontaneida­
des bulantes de su talento sin barreras.
El tiempo lo modelará en otra forma, y su
país puede deberle todavía generosos es­
fuerzos. Piense en su país y se sentirá ca­
paz de grandes acciones.
Reciba un abrazo y las felicitaciones de
su amigo.

E l Día (La Plata) del 12 de octubre de 1901

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T E 3 A .T K .O

L A H U É R F A N A DE B R U S E L A S

¿H a releído usted... después de tiem­


po, el Conde de Montecrislo?... pregun­
taba á un su amigo ese specimen de be­
lleza porteña, no superada todavía, que
deslumbró en vida con el nombre de A gus­
tina Ortiz de Rozas de Mansilla.
Agustina Rozas decía que la tal lectura
habíale propiciado fruiciones gratísimas,
que, transportándola á los días de su ju­
ventud, impregnaban su espíritu con el per­
fume adorable de una primavera en que
el sol no se ponía ante los ojos fijos en cla­
ridades perpetuas...
Este recuerdo y esta impresión de la
ilustre dama, me acompañaron anoche
cuando asistía á la exhumación de La huér­
fana de Bruselas.
¡La huérfana de Bruselas! ¡O h ! todo un
pasado que despunta con sus auroras bo­
reales y sus ensueños de oro y sus ale­
grías infinitas!... ¡E l Buenos Aires del pa-

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130 ADOLFO SALDIAS

sado, con sus entusiasmos y sus delirios


meridionales, que fluían de la sangre an­
daluza, vasca y aragonesa, tonificada por
las bocanadas ciclópeas del pampero, con
la espontaneidad grandiosa con que cua­
renta años antes se proclamaba la indepen­
dencia de medio mundo antes de vencer en
Maipú y antes de tomar á L im a!
La ciudad de Buenos Aires era por en­
tonces un centro romántico ante todo. La
moral del sentimiento imperaba por un
consenso público más indubitable que el
que Augusto pregonaba para sí en la fa­
mosa inscripción de Ancyrus. Gobernan­
tes y gobernados la rendían culto, vincu­
lando á ella los colores de la patria, y la
tradición de gloria y los héroes que la se­
ñalaron. Exaltando los heroísmos, la ciu­
dad de Buenos Aires creía llenar el mun­
do con los ecos de su sentimentalismo.
Y para que el mundo fiase en su cora­
zón grande, lo enviaba como ferviente vo­
to de confraternidad á Cuba, á Bosnia, á
Herzegovina, á Polonia, á cualquier pun­
to de la brújula donde la libertad luchase
generosamente contra el despotismo ó la
barbarie, que es lo mismo. La generación
de poetas sucesores de Varela y de Eche­
verría, cantaban á diario el despertar de
gloria que había anunciado San Martín pa­
ra la América; y los niños que venían y
los viejos que declinaban y las damas que
trasuntaban perpetua juventud en su cora-

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PAGINAS LITERARIAS I3 I

zón de esposas y de madres, confundían su


entusiasmo y su sentimentalismo, creyendo
que todo se subordinaría en el tiempo á sus
grandiosas aspiraciones.
Euterpe y Melpómene, envueltas en te­
nues gasas, se daban cita diariamente para
revelar sus gracias artísticas á las gentes
ávidas de sensaciones y exaltadas en fa­
vor de la virtud y de las nobles acciones.
Las reminiscencias virgilianas, los trasun­
tos de Eurípides y hasta las prístinas armo­
nías de los coros del teatro griego— cuan­
do se agotaba el repertorio del teatro mo­
derno,— daban motivos para llamar al sen­
timiento con los ejemplos levantados del
carácter y del patriotismo pregonado como
la virtud de las virtudes.— Nadie quedaba
excluido de tan nobles estímulos, porque*
la sangre era una, porque las diferencias
sociales ya niveladas en la plaza pública
donde todos se tentían iguales por su de­
recho cogobernante, se nivelaban con ma­
yor razón en el teatro, en presencia de da­
mas de toda clase social, y como quiera
que las lágrimas y las sonrisas de una al­
deana ó de una reina se enjuguen ó se con­
templen con la misma simpatía que ins­
pira la mujer que siente y ama.
Y bien. La huérfana de Bruselas, como
Siripa y Gtizmán el Bueno, eran en la épo­
ca á que me refiero, un poderoso recurso
de los empresarios para llenar sus teatros.
Las gentes corrían ávidas á presenciar

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132 ADOLFO SALDÍAS

cómo la virtud triunfa de todas las asechan­


zas de las bajas pasiones para hacerla des­
cender del pedestal que la verdad la ha le­
vantado.
¡ Cuántas páginas se han escrito para reir
de los candores patrióticos y del sentimen­
talismo romántico de Buenos Aires de en­
tonces 1
La moral del sentimiento que entonces
predominara, ha cedido á las exigencias
de una época de escepticismo y de pereza,
que propicia al cuerpo lo que quita al al­
ma para quedarse pronto sin el uno y ena­
jenar entre tanto la otra.
Bentham ha podido más que el Evan­
gelio, bajo cierto aspecto: y mucha, mu­
chísima gente no tiene tiempo para recor­
dar las lágrimas del dulce San Agustín
sobre la tumba de Virgilio, en holocausto
al pensamiento del Montuano de renovar
las austeras virtudes del pasado, porque
el tiempo le falta para saborear la carca­
jada epiléptica de los romanceros que es­
tragan el sentimiento de nuestros hijos con
páginas que— como los fuegos de artificio
— iDrillan un instante para dejar mal olor
en seguida.
¡ Quién nos diera volver á aquella épo­
ca, con sus incertidumbres y sus sombras,
á través de las cuales se abría camino la
moral del sentimiento en cabeza de gober­
nantes y gobernados!
Que por lo menos el teatro nos lo re-

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PÁGINAS LITERARIAS 133

cuerde ahora, cuando van cayendo los


hombres de aquella generación, con el
anhelo quizá de virtudes para la sociedad
y el gobierno.

El Día (La Plata) del 2 de diciembre


de 1902.

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L A M UERTE DEL CORONEL PEDRO GARCÍA

( d e lir io pa tr ió tic o )

El coronel don Pedro García (de Buenos


Aires), fué hijo primogénito de doña An­
tonia Palacios, la que con doña Isabel Ca-
samayor y otras patriotas habían tomado
parte, desde la azotea de sus casas, en la
defensa contra los ingleses en las jornadas
de la Reconquista y de la Defensa.
A los trece años sentó plaza en el regi­
miento núm. 2 de infantería, que después
fué á engrosar el ejército auxiliar del Perú.
Alférez en la batalla de Tucumán, tenien­
te en la de Salta, asistió á los desastres de
Ayohuma, Vilcapugio y Sipesipe, contri­
buyendo á salvar el honor de su regimien­
to, ejemplarizando como todos sus cama-
radas, con las energías virtuosas del ge­
neral Belgrano.
Belgrano le dió pruebas de distinción y
de cariño, pues le llamó más de una vez á
su servicio inmediato; le confió comisio­

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136 ADOLFO SALDIAS

nes delicadas; le llevó juntamente con


Bezares y Argerich á los principales salo­
nes de Tucumán, en donde casó, forman­
do numerosa familia, y hasta le inició en
la logia de Caballeros de América, la cual
se congregaba por entonces en la antigua
casa de Padilla, la que hoy hace cruz con
el cabildo de aquella ciudad.
El regimiento á que García pertenecía
fué destinado al ejército en la Banda Orien­
tal, y por este motivo cúpole el honor de
concurrir al asedio y toma de Montevideo,
á las órdenes del general Alvear.
Bajo el directorio de Pueyrredón, formó
parte de la expedición que á las órdenes del
general Balcarce se dirigía á engrosar el
ejército del Perú. Apresados algunos con­
voyes por el gobernador de Santa Fe y obli­
gada á retirarse á Buenos Aires una parte
de la expedición. García siguió prestando
servicio activo hasta que, producida la dis­
locación nacional, se retiró á Tucumán con
algunos compañeros de armas.
Bajo la presidencia de Rivadavia fué
unitario entusiasta, como todos los tucu-
manos. Y cuando se inició la tremenda
lucha civil en pos del fusilamiento de B o ­
rrego, ordenado por Lavalle, el ya coronel
García formó entre los unitarios.
El general Lamadrid habló á García y á
otros je.fes para que robustecieran el movi­
miento de Salta de 1840. Al efecto reunie­

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PÁGINAS LITERARIAS 137

ron elementos importantes que concurrie­


ron á la llamada coalición del Norte.
Emigrado á Solivia después de los desas­
tres de’ Lamadrid, regresó á Tucumán en
el año 1852, proponiéndose no tomar parte
en los movimientos políticos locales.
Así vivió su larga y gloriosa vida ese
veterano de la independencia. Nonagena­
rio, pero con la fortaleza de alma y de cuer­
po propia de esos hombres de la revolución
de Mayo, que quedarán como tipo de una
generación argentina que no perdió jamás
ni la energía para el esfuerzo personal,
ni la fe en la grandeza de su patria, Gar­
cía vivía en Tucumán de la dulzura de sus
recuerdos, abstraído de la vida real, que
agita en vano á tantos que no tienen tras
sí esos consuelos del alma.
Cierto es que solía caer en melancolías
silenciosas, que terminaban en algún rapto
de mal humor, el cual alcanzaba á cuantos
perturbaban su soledad. Y o sé que esa me­
lancolía, y esos raptos, que en algunos lle­
gaban á accesos, han alcanzado á muchos
de esos viejos de la independencia...
¿ A qué atribuirlo ? ¿ Es que se sentían
con mucha vida y mucho aliento, cuan­
do por la ley fatal del tiempo su vida debía
terminar ? ¿ O es que se sentían muy supe­
riores á los que habían venido en pos de
ellos, quienes los miraban como objeto de
museo, cuando de nada servían ya, después
de haber independizado medio continente

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138 ADOLFO SALDÍAS

para que cualquiera creyese que la gran­


deza ciel porvenir no podía dilatarse den­
tro de la tradición del pasado?...
Lo más probable es que esos viejos ilus­
tres, en su soledad debían de sentir á su
pesar ese cuasi letargo del espíritu, que
todo lo empequeñece al través de las gran­
des ilusiones que recoge en su ascenso ha­
cia el punto dado que los absorbía. El pa­
sado era para ellos su presente, pues de ese
recuerdo vivían. ¿ L a vejez? ¿ Y por ven­
tura pensaban en la vejez ? Vivían del tiem­
po feliz en que su patria era la amada
disputada, cuando las auroras despuntaban
entre las armonías de un beso colosal que
sentían sus armados caballeros, inflamado
el corazón y prontos al sacrificio para que
ella les sonriese mañana...
Uno de esos días en que las brisas ti­
bias embalsaman el ambiente con el per­
fume de la excelsa flora tucumana, el co­
ronel García, correctamente vestido con su
acostumbrada levita azul obscuro aboto­
nada hasta el cuello, salió á dar su corto
paseo diario. Hacía dos días que no cam­
biaba palabra con su hija que con piadoso
afán le cuidaba. A l cruzar el patio la dijo
de repente: Toda la mañana he pensado
en él. ¡ Pobre Martín Güemes, á quien co­
nocí joven! ¡ El no pensaba morir porque
entonces la vida era el más hermoso pa­
satiempo !
Inútil era que le propusiesen compañía.

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PÁGINAS LITERARIAS 139

El quería andar solo. Cierta vez que su hija


le hizo acompañar á la distancia por un
mocetón de su servicio, el coronel se volvió
y le amagó un bastonazo, ordenándole que
fuese á hacer cosas más útiles que acom­
pañarle.
El coronel tomó camino del antiguo
((Campo de las Carreras». Las gentes que le
saludaban respetuosamente al pasar, le no­
taron completamente abstraído.
¿ Era la melancolía que se había apodera­
do de él ? ¿ Era algún pensamiento domi­
nador, de esos que hacen soñar á los an­
cianos en los días que ya pasaron, cuyo
sol sienten que aviva la sangre, agita el
cerebro y pone en relieve delante de los
ojos, aquello que apasionó en la juven­
tud ?...
¿ Soñaba el anciano al dirigirse con paso
lento pero firme, al antiguo campo de ba­
talla de Tucum án?... Y al sentir en inter­
valos la ironía cruel del despertar, ¿qué
le quedaba sino el arrullo tibio del mun­
do de sus recuerdos?...
Era la gloria... la ventura de ayer. Una
vida cuya primavera jamás volvería á
alumbrar otras victorias... un viejo que
llora la juventud que pasó con el último
cañonazo de Ayacucho... ¡Recuerdo y lá­
grima propios para tejer una corona que
mañana cubrirá el musgo humilde I
S í ; es la patria, es la juventud, es el amor
que revive con los mismos colores, con

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140 ADOLFO SALDÍAS

la misma luz que antes, en virtud de esa


misteriosa transmigración al paraíso per­
dido de los primeros ensueños. ¡Cuánta
ternura en este canto del poema de una
vida cuya ilusión yace junto al sudario de
una tumba!
¡L a vida ha sido tan corta! ¡Tan peque­
ña aparece ante aquel hermoso conjunto
destinado á desafiar á los siglos y arran­
cado al sacrificio de aquellos cuyo aliento
se extingue ya!
¡O h realidad, tú eres noche eterna!...
¡ Apagar la luz de los ojos al pie de la obra
del patriotismo donde está la savia, la san­
gre... un pedazo del corazón, como el que
queda entre el beso del primer amor en el
día de la primera esperanza!...
¡ Un momento más! El sable no conquis­
ta una poca de luz antes que la tiniebla
condene al alma á vivir tal vez de vida
que no se consagre á recuerdo tan tier­
no como el que se llora.
Un momento m.ás... ¡E s tan bella la
vida íntima con el recuerdo y sin la espe­
ranza al borde de la tumba! ¡U n momen­
to...! y otra lágrima furtiva asoma y un
suspiro tristísimo se exhala. Es la lágri­
ma y el suspiro con que se puede tejer
una corona que mañana cubrirá el musgo
humilde.

Difícil es saber hasta dónde llegó el co­

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PAGINAS LITERARIAS 141

ronel García en su paseo silencioso y me­


lancólico.
Entró en su casa sudoroso y agitadísimo.
Se dejó caer en el primer asiento que en­
contró y pidió á su hija que le desabrocha­
se el cinturón y le colgara su espada y su
morrión.
Su hija, alarmada, pues el coronel ves­
tía de paisano, le tomói el bastón y el som­
brero, y pretendió llevarle á la cama.
Pero el anciano, cobrando alientos sobre­
humanos, exclamó : Hemos ganado la bata­
lla. Dicen que Tristón va camino de Salta.
Que el diablo le confunda. Lástima que
Holmberg no hubiese tenido todos los ca­
ñones que dejamos aquí. Dicen que han si­
do brillantes las cargas de caballería de
Balcarce sobre la izquierda realista: mucha
de ella la componían muchachos de grane­
ros y de monteros, incorporados á la fila
días antes. Lo que es el centro, donde yo
estaba con Superi, llevó dos cargas á la ba­
yoneta, y en la segunda nos pusimos á re­
taguardia del enemigo. De aquí vi á Do-
rrego avanzando con la reserva y consu­
mando la derrota completa de Tristán. Bal­
carce fué el primero que le anunció la vic­
toria al general. Belgrano acaba de entrar
triunfante en la ciudad y yo...
El esfuerzo había sido grandioso. El
anciano delirando sobre la batalla de Tu-
cumán, habíala descripto en sus principa­
les movimientos y episodios, como si en

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142 ADOLFO SALDÍAS

efecto viniese en ese momento del campo


de la acción...
Este esfuerzo era digno de tal vida. El
coronel García se llevó la mano á los ojos.
Quiso ver... la clarísima visión de la pa­
tria, envuelta en las galas de la gloria; in­
clinó su plateada cabeza sobre el pecho
otrora fuerte en la batalla y en la adversidad
y murió...

La Nación del 25 de mayo de 1904.

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S O B R E E L L IB R O DE P E R E Z P E T IT

E l celebrado historiador y literato argentino, que


actualmente desempeña en la vecina República el
cargo de vicegobernador de la provincia de Buenos
Aires, acaba de remitir á nuestro compatriota el
doctor Pérez Petit, con ocasión del libro Gil por
éste publicado, el juicio que insertamos más abajo.
Destinada la crítica á aparecer en un periódico
bonaerense, que la ha solicitado del doctor Baldías,
éste ha querido darla en primer término al autor
de Gil, quien nos la facilita á nosotros á su vez, á
fin de que vea la luz al mismo tiempo en Buenos
Aires y Montevideo.’
Como verán los lectores, es una opinión sincera,
que vale tanto más en favor del doctor Pérez Petit
cuanto es escrita por un artista de distinta escuela
literaria á la seguida por el autor de Los moier-
nisias. Así, también, la imparcialidad de que da
muestra el doctor Baldías al formular ciertos car­
gos contra el naturalismo de Gil, contribuye á
valorar los elogios que prodiga al escritor uru­
guayo.
He aquí ese notable trabajo:

((Señor doctor Víctor Pérez Petit.— Mi


distinguido am igo: Me pide usted que le
trasmita las impresiones que me ha produ­
cido su libro último, y lo haré con la fran­

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t4 4 ADOLFO SALDÍAS

queza que un escritor de sus brillantes pren­


das merece.
»Lo que desde las primeras páginas lla­
mó mi atención es el proceso patológico
que usted, con certero conocimiento, va
desenvolviendo en la cabeza de su prota­
gonista. Sí, su Gil es un caso patológico
descripto en brillante estilo. Ese degene­
rado surgido de la podredumbre, que alte­
ró su organismo; ese rombocéfalo presa del
histerismo, de la alucinación y del delirio,
que en la soledad de su alma, reacia á las
afecciones puras, y de su cuerpo sacudido
por crisis satiríacas ve frecuentemente á la
esposa de su bienhechor desnuda y que lo
convida al placer animal del adulterio y de
la ingratitud salvaje, es á mi juicio un caso
de paranoia erótica de los que Krafft-Ebing
clasifica con la exactitud que lo distingue
en el mundo de los sabios.
¡¡Partiendo de los síntomas que he apun­
tado y que usted estudia maestramente,
Krafft-Ebing dice respecto de la paranoia:
«Las ideas delirantes no constituyen los
primeros síntomas de la enfermedad: son
precedidas durante meses y años de un es­
tado inicial de intuiciones, de suposiciones,
de ilusiones. El hecho de la enfermedad
está representado por ideas delirantes y
desviaciones de los sentidos que son á me­
nudo la causa de actos criminales».
¡¡Del punto de vista de este proceso, su
libro de usted es irreprochable; y no creo

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PÁGINAS LITERARIAS 145

aventurar un falso elogio al asegurar que la


descripción que usted hace de las noches de
fiebre, de anhelos desesperados, de fuegos
infernales qUe abrasan los huesos del en­
fermo, puede competir con las mejores pá­
ginas de la literatura naturalista contempo­
ránea. Y el cuadro final, patológicamente
previsto, con que usted cierra ese proceso,
es soberbio por su concepción dramática y
por el vigoroso colorido literario con que
usted lo exorna. Un delirante que cree
haber poseído á la esposa de su bienhechor
y que presa de la satiriasis, la mata con
unas tenazas al lado del esposo paralítico,
es un desenlace que deja en el corazón la
misma congoja con que presenciamos el
final del rey Edipo ó la tremenda escena de
lady Macbeth.
»Pero... ¿es esto todo lo que se requiere
para que, en nuestros países y en nuestros
días, un libro deje grata impresión en el
espíritu, instruya y pueda llamarse bello ?
Si el arte es la manifestación de la belleza
(y usted demuestra ser artista), ¿por qué
rebuscarlo en el lecho de la Lola ó en la
manera como Gil afrenta los muebles de
su habitación ? ¿ Es que usted ha querido
hacer prevalecer su tendencia literaria?
»Pero si se ha de partir de que la huma-,
nidad no es tan generalmente depravada,
usted, que tiene sobrado talento, ha podido
sacrificar un poco á su tendencia, y así ha­
lo

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14& ADOLFO SALDIAS

bría trabajado un libro casi perfecto al


sentir de sus lectores.
»Le diré lo que no es improvisación del
momento, como que forma parte de mi an­
tiguo credo literario. La reacción sobre el
romanticismo ocupó las vías de una filoso­
fía positiva, la cual descendió á los bajos
fondos sociales para poner á los sentidos
en comunión diaria con los vicios y exor­
nar la depravación con los tintes de un na­
turalismo al que atribuía un mérito tanto
mayor cuanto más nauseabunda fuese la
pestilencia que exhalaba.
«Felizmente siempre hubo quienes con­
denasen semejantes desnudeces. Y como
término prudente para no enajenarse la
voluntad y los instintos más ó menos per­
vertidos de las gentes que preferían tocar
las desnudeces bajo la faz de lo agradable,
surgió entonces una falange literaria que
modificó aquel conjunto de impudicia; con
las galas del arte doró lo feo; perfumó lo
desagradable y llamó á los sentidos con
la mujer al desnudo, haciendo de ésta el
tema obligado de sus lucubraciones lla­
mativas.
»E1 argumento estaba indicado desde lue­
go. No era para levantar á la mujer. Era
para seducir con las bellezas del desnudo.
No hay más que fijarse en que el argumento
explotado por esa literatura es casi siempre
el mismo, á saber: de cómo una soltera,
casada ó viuda cae en el antro donde se re­

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PAGINAS LITERARIAS 147

vuelve la imaginación de los que sienten


fruiciones íntimas ante colores cada vez
más vivos y sombras cada vez más pronun­
ciadas que alimentan sus sentidos cada vez
más gastados...
))No soy el único que así lo ha observado
en los libros, en el teatro y en la escultura
y la pintura. Entre otros, xVIr. Quesnay de
Baurepary, el presunto autor de la respues­
ta á L ’ivimortel de Daudet, hacíales á éste
y á los de su laya los mismos cargos, ex­
plicándoles de paso el por qué les faltaba
títulos para ingresar en la Academia Fran­
cesa. Y sintiendo con su alma de patriota
las desgracias de la Francia, el padre Di-
dón dijo que las virtudes de Alemania se
debían, más que á la superioridad de su
táctica y de sus armas, á los estragos que
había hecho la literatura á que me refiero,
corrompiendo la educación y la mujer, la
base y el porvenir de la sociedad.
»Debe creerse, por decoro humano si­
quiera sea, que hay un porvenir asegurado
para las letras que dignifican las ideas á
la sombra de las cuales se mantiene el qui­
cio de las sociedades; levantan los senti­
mientos que engendran las acciones gene­
rosas de los hombres, y rodean á la mujer
de la aureola de pureza y de gracia con que
debe brillar en el hogar para que el ósculo
de los padres y de los abuelos selle la ley
de amor en la frente de los hijos bende­
cidos.

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148 ADOLFO SALDÍAS

»Lo dicho puede referirlo á sus Acuare­


las, presentadas con el estilo fácil, galano
é intencionado que lo distingue á usted co­
mo escritor de envidiables dotes para la
descripción. Como el argumento es, mutatis
mutandis, el mismo en todas ellas, usted
se repite sin pensarlo. Y cuando no se re­
pite, deprime usted sin quererlo al perso­
naje exhibido en su oficio y que más que
vilipendio compasión merece.
»E1 viejo Dumas, ese coloso que con
cierta fruición literaria recordamos los que
gastamos muchas canas, pone en boca de
una reina de Francia, que mucho amó, es­
tas palabras que valen un poema: «En va­
no dicen, pobre reina, en vano dicen: siem­
pre se tiene veinte años en un rincón del
corazón». Es la esencia de un sentimiento
tierno que reverdece ante el recuerdo y se
retrotrae como por el encantamiento á los
días felices del ensueño. Usted describe una
loreta sieñipre riente que un buen día rom­
pe en llanto inconsolable, ¿ por qué ? Por­
que su amante al verla vestida de blanco
le dijo que «parecía una niña inocente, una
virgen».
¡ Ah ! no, mi amigo. También para las
que caen lucieron días de ensueño como
para la reina de Dumas. Desde Lesbia y
Lycia hasta Ninón y hasta Cleo, todas
vivieron del ensueño en los días diáfanos de
sus purezas prístinas. Después... aquello
fué un altar velado por gasas negras, á

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PÁGINAS LITERARIAS 149

cuyo pie se deponen flores regadas con lá­


grimas en la hora melancólica del recuerdo.
¡ Cuántas veces esas lágrimas humedecen
las prendas compradas á precio de sí mis­
mas, y el alma de la mujer caída se remon­
ta un instante, un instante aunque sea, al
cielo que para siempre se perdió! Una mu­
jer caída podrá escarnecerse á sí misma,
pero complacerse en que la escarnezca un
nombre, eso jamás. El ladrón le dice caba­
llero á otro ladrón ; el rufián al estipular con
otro rufián tratos infames le dice á éste
caballero; ¿por qué la mujer caída sería
la única que se complacería en que los de­
más la afrenten ?
»En sus Aguas fuertes palpita el sensua­
lismo fácil y corriente que á la manera de
do de pecho brillantemente sostenido cons­
tituye la nota saliente de sus Acuarelas.
Hay algunas hermosas excepciones. En
((Lo último», usted condensa con elegan­
cia las tremendas conclusiones de Herácli-
to, de Hegel y de Büchner, relativas á la
indestructibilidad é infinitud de la materia
y de la fuerza. Si ((Lo último» no formase
parte de una colección de artículos, se po­
dría decir que aparece como la novela del
Curioso impertinente en el Quijote, para
proporcionarle á usted la oportunidad de
hacer su profesión de fe materialista.
»Esto debiera ser superfino para un hom­
bre de sus condiciones, dado el estado ac­
tual de la ciencia, cuando no se admiten

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150 ADOLFO SALDÍAS

más verdades que las que resultan de la


lógica del raciocinio ó del procedimiento
experimental. Hay otra excepción. E l Prin­
cipe Azul, preciosa joya literaria que se
antoja balada antigua ó leyenda árabe,
concebida quizás en un momento de can­
sancio sensualista, como Zola. concibió Le
Reve, perfume delicioso para disipar el tu­
fo aguardentoso-cloacal de Germinal y La
Tierra.
))A través de las páginas de su libro se
suceden los estremecimientos de la carne,
los ímpetus del deseo, los chasquidos de
los besos, los espasmos del amor. Usted
regaló á los sentidos hasta con la conjun­
ción de dos insectos que sobre el trébol
rinden su culto á madre naturaleza.
»E1 viejo poeta Whitiman bogando en
las aguas adormecidas por bajo techumbre
de pámpanos enervantes, contemplaba arro­
bado la naturaleza exuberante y mórbida á
través de un beso colosal, sentía estremeci­
mientos convulsivos ante las hierbas y las
plantas que doblaban sus hojas y juntaban
sus nervios voluptuosos, y entre espasmos
pedía al sol que lo iluminase con sus ra­
yos y á las aguas que lo penetrasen con
sus humedades amorosas...
«Usted es joven y tiene para su talento
hermoso campo delante. Este su libro en­
contrará muchos apasionados; pero yo me
quedo con su estudio sobre Cervantes y

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PÁGINAS LITERARIAS 151

con sus Modernistas. De aquí á diez afíos


usted pensará la mismo que yo.
))Ya ve como he hablado con franqueza,
sintiendo no disponer de más tiempo para
intercalar otras observaciones que señalaré
cuando tenga el placer de verle en esas reu­
niones literarias que usted mantiene en­
cantadoras con su verba ilustrada y finí­
sima.
»Soy su affmo. S. S. y amigo.»

E l Día (Montevideo) del i i de diciembre


de 1905.

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L A M U E R T E DE A LE M
1 ° de julio de i8g6

( fragmento d e un libro in é d it o )

¿ Alem devoraba silenciosamente contra­


riedades de aquellas que quiebran á los ca­
racteres mejor templados?... ¿Su orga­
nismo estaba realmente debilitado?
Lo cierto es que, no obstante su abne­
gada complacencia para atender personal­
mente todo lo que afectase á los intereses
generales, á mediados de mayo me escribía
que él no podría actuar hasta después de
muchos días, y que llevásemos adelante
la evolución iniciada á principios de ese
año. «Todos conocen mis propósitos y mis
terminantes declaraciones— agregaba.— No
deben ustedes perder tiempo. Y o estaré
siempre al servicio de la causa popular.
Procedan. La demora sería perjudicial».
En la primera quincena de junio los ami­

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154 ADOLFO SALDIAS

gos que frecuentábamos la casa de Alem


notamos en él una reacción favorable. Si
sombras melancólicas habían anublado su
espíritu, ó dolencias físicas habían debili­
tado su cuerpo, ese hombre de energías
singulares y de virtudes probadas, se so­
breponía á todo en esos momentos en que
su actuación era reclamada por ciudadanos
dirigentes de todas las provincias.
Una noche nos habló al finado doctor Li-
liedal, al doctor Barroetaveña y á mí, de
ciertos proyectos á cuya realización con­
curría un personaje que, según nos dijo,
lo había visitado la noche anterior. En el
curso de su conversación se mostró elo­
cuente y entusiasta. Nos dejó una gratísi­
ma impresión, y contamos con seguridad
que proseguiría en su actuación tan eficaz
como irreemplazable.
Pero la vida es un tejido de inconsecuen­
cias... A las veces los hombres no vemos
lo que tenemos delante de nosotros... ó so­
mos impotentes para torcer la corriente fa­
tal de los sucesos...
No habían transcurrido cuatro días desde
nuestra conversación cuando me dijo Lilie-
dal que le había sido imposible ver á Alem,
lo que valía decir que éste se hallaba muy
enfermo. Liliedal, que estaba más próximo
á Alem que ningún otro, y que era un cora­
zón de oro, no quería persuadirse de que el
jefe estuviese enfermo y que él, él, no pu­
diese hablarle en esos momentos.

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PÁGINAS LITERARIAS 155

Pero la ingratísima impresión de Lilie-


dal disipóse á poco en presencia de una
carta de puño y letra de Alem en la que
éste le pedía que fuese á verle, pues debía
comunicarle asuntos urgentes. Y su noble
rostro se iluminó con una sonrisa de niño
cuando le enseñé la carta que Alem me
había dirigido, porque— me dijo,— la tarea
se reanuda.
Esta carta decía a s í:
«Querido am igo: Ruégole haga un es­
fuerzo y venga esta tarde un momento á
mi casa de 5.30 á 6. Tengo que hablarle de
algo muy urgente.
«Siempre affmo.— L. N. Alem.n
Más abajo Alem había escrito la fecha de
junio i.°, y substituido después la letra n
por 1. Lo del esfuerzo que me pedía lo
atribuyo á que ese mismo día había falle­
cido un cercano deudo mío.
Dentro de la hora indicada me encontré
en casa de Alem con los doctores Barroeta-
veña, Demaría (Domingo), Torino (Mar­
tín) é ingeniero Enrique de Madrid.
Alem nos recibió con su habitual bonho-
mía. Si había sufrido dolencias físicas ó
morales, encontrábase en ese momento
transfigurado, quizá por la autosugestión
de desenvolver la propia acción militante
en cumplimiento de deberes cívicos, como
jefe aclamado de un partido que aspiraba
á las más amplias y más justas reivindica­
ciones republicanas.

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156 ADOLFO SALDÍAS

Estaba sereno y sonriente como en los


mejores días en que departía con nosotros
sobre motivos de la lucha esforzada para
encarrilar la república en el quicio cons­
titucional. Habló poco, como si prefiriese
escuchar á sus amigos con particular in­
terés en las conversaciones que él mismo
suscitó. En ciertos momentos perm.anecía
contemplativo, como si su mirada límpida
y tranquila vagara en un más allá anhe­
lado... Atribuimos este estado de su áni­
mo á la situación de expectativa que al­
gunos sucesos habrían creado á nuestros
propósitos.
Varias veces consultó su reloj. Y a pasa­
das las 6 y viendo que Liliedal no es­
taba presente, nos pidió que por tal causa
volviésemos sin falta á las 9 de la noche,
pues era urgente nuestra presencia allí.
Y o me retiré con Barroetavefía y con
Torino. En el trayecto nos comunicamos
nuestras conjeturas sobre el caso de ur­
gencia. A l separarnos en la esquina de
Cangallo y Suipacha, nos preguntamos:
no nos llamará Alem para comunicarnos
que ha llegado la oportunidad de dar ci­
ma á nuestra tarea? ¿N o estaremos en vís­
peras de acontecimientos felices para la
república?... Nada más se nos ocurrió:
nada más se nos podía ocurrir.
Cuando á las 9 de la noche del i.° de
julio regresamos á la casa que ocupaba en
la calle Cuyo entre Rodríguez Peña y Ca-

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PÁGINAS l it e r a r ia s 157

Ilao, AIem estaba sentado en un sillón de


su escritorio situado en seguida de la ante­
sala y con salida al primer patio. Vestía
de negro. Sobre sus hombros tenía un chal
de vicuña. El aliño de su persona y su in­
dumentaria parecían denotar qiie se había
preparado para alguna entrevista de eti­
queta.
No pudo ó no quiso ocultar su satisfac­
ción cuando nos vió á todos allí reunidos...
Su palabra vibrante brindó estímulos dig­
nísimos á las altas inspiraciones del ciu­
dadano. La espontaneidad del concepto,
siempre levantado y sencillo fué la mejor
elocuencia de Alem. Y esa noche estuvo
realmente elocuente, ya descendiese á la
arena á demostrar la justicia de las rei­
vindicaciones para sustentar las institu­
ciones republicanas con la verdad del sufra­
gio y la moralidad incontrastable de los que
desempeñan las transitorias comisiones de
la autoridad; ya ^levándose á las regiones
de la poesía y del arte para tributar me­
recidos homenajes á los patricios argen­
tinos que con plectro de oro condujeron
sentimientos y multitudes hacia la conquis­
ta de la tierra que hoy llamamos nuestra
para las libertades que todavía persegui­
mos.
Habló serena y reposadamente, como si
quisiese hacernos sentir que dominaba las
exigencias y las dificultades, y que su áni­
mo no había desfallecido, según lo insinúa-

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158 ADOLFO SALDÍa S

ba algún diario al dar cuenta de la en­


fermedad que sin razón le atribuía. R e­
cuerdo que le suscité algunas de sus com­
posiciones poéticas de la época en que
nuestro don Juan María Gutiérrez lo pro­
clamó poeta, juntamente con el peruano
Clemente Althaus. Sonrió dulcemente y
nos recitó algunas estrofas últimamente
elaboradas de un canto de aliento. En se­
guida dictóme una vidalita que compuso en
la penitenciaría de Santa Fe y que tiene el
tinte melancólico de todos sus versos:
((En el monte gime
vidalita,
gime la torcaz,
porque vive errante
vidalitá
en la soledad.

Así nuestras almas


vidalitá
vuelan con afán
tras tiernos ideales
vidalitá:
que no ven llegar.»
Y a pasadas las lo de la noche se le­
vantó tranquilamente y poniéndose el
sombrero, nos dijo;— «Necesito recoger un
dato importante; espérenme un momento.
Salió por la puerta que daba al patio y
tomó hacia la antesala como para penetrar
en la sala, que, contra la costumbre, esta­
ba iluminada. En la antesala departían los
doctores Domingo Demaría y Martín To-

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PAGINAS LITERARIAS Í59

riño... ¿Quién está ahí? dijo en alta voz


Alem, y al reconocerlos, agregó algo y sa­
lió á la calle.
Nos quedamos sorprendidos y perplejos.
¿ A quién, qué iba á buscar Alem ? ¿ Qué
sucedía que él rodeaba de tanto misterio
para sus íntimos amigos?
Los minutos transcurrieron muy largos
. para nuestro anhelo. Amontonábamos con­
jeturas sobre lo que podría pasar, cuando
entró pálido y descompuesto un hombre
exclamando entre ahogos : ¡ Alem ! j muer­
to !...
Fuimos hacia ese hombre que se lanzó
á la calle gritando: ¡en el Club del Progre­
so! Hacia el club corrimos como desaten­
tados, presa el alma de crueles angustias.
Las gentes corrían también detrás de nos­
otros. Cuando llegamos al club había un
pueblo congregado en la cuadra de la ca­
lle Victoria. En la puerta estaba el ca­
rruaje número 1030, en el cual Alem se
había dado muerte. El bueno del coche­
ro no salía de su estupor. El ruido de los
cascos de los caballos sobre el adoqui­
nado de granito y de los vidrios levanta­
dos del cupé habían apagado el ruido de
la. detonación del revólver de Alem. El
nada había sentido. Cuando llegó al club
^ q u e tal era la dirección que le dió Alem,
— bajó del pescante y al abrir la portezue­
la se encontró con el cadáver caído de
bruces sobre la delantera del carruaje.

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i6o ADOLFO SALDÍAS

El médico de policía hizo colocar el


cadáver sobre la mesa de la sala de lec­
tura. La bala había perforado la sien de­
recha :— el rostro tenía todavía el colorido
de la vida. Apenas el ojo derecho comen­
zaba á rodearse de un tinte negruzco...
Aquello parecía una pesadilla horrible. La
desaparición de ese ciudadano era una ca­
lamidad pública al sentir de todos los hom­
bres de corazón. Y o nunca he contemplado
mayor consternación ni mejores lágrimas
ante la realidad de la muerte que las que
en aquella noche y en la madrugada y en
el siguiente día, sin interrupción, se de­
pusieron como ofrenda de patriotismo y
de cariño ante el cadáver de Alem.
El cadáver explicaba la urgencia del lla­
mado de Alem. Alem quería que los ami­
gos más íntimos lo recogiesen sin vida.
Así lo dejó escrito en un papel que el juez
de instrucción encontróle en el bolsillo. Y
, el por qué no se mató en la sala de la pro­
pia casa, iluminada al efecto, se explica
por el hecho casual de encontrarse depar­
tiendo en la antesala los doctores Torino
y Demaría.
Y su resolución se encierra en las car­
tas que dejó escritas para los amigos á
quienes dió la cita postrera. La que me
dirigió sin fecha, en letra clara, segura,
con tranquila conciencia é inquebrantable
energía dice de esta manera:
«Doctor Adolfo Saldías; He concluido.

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PÁGINAS LITERARIAS l6l

mi estimado Saldías, y me despido de us­


ted conociendo sus cariñosos sentimientos.
»En un pequeño pliego que dejo para
que se publique explico las causas fun­
damentales de mi resolución. ¿Cóm o la
juzgarán? No lo sé. Y o sé que tenía, que
debía tomarla y ... la tomé. Y o entrego
mi obra, y mi memoria al juicio del pue­
blo.
))Ahora el último pedido. Barroetaveña
le verá en mi nombre para requerirle su
concurso en una delicada misión que en­
cargo á algunos amigos. Adiós.— L . N.
Alem.»
j'Qué hombre!
Inmensa gente (le todas layas y edades
hizo suyo ese cadáver. Se diría que el al­
ma popular se sentía huérfana ante el ca­
dáver del que había sido el eco de sus
palpitaciones día á día.
Más que un tribuno, Alem era una ban­
dera. Más que un pensador, era un vir­
tuoso. Por eso sus manes ihan tenido el
privilegio de dilatar los corazones con el
sentimiento enérgico del deber cívico.
S í : la virtud tiene prestigios inconmovi­
bles en la muerte. Los pueblos la evocan en
cabeza de los que la personifican, para real­
zarse á sí mismos y aun para vivir de la
esperanza de que son capaces de repro­
ducir los hechos que á esos hombres le­
vantaron en la posteridad. Y los que co­
rrieron tras los azares vertiginosos de los
ill

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IÓ2 ADOLFO SALDÍAS

éxitos inmediatos, un día en el apacible


vaivén de la conciencia sienten como com­
purgadas sus ligerezas al deferir palmas
inmarcesibles á esos hombres que en vida
no tuvieron más satisfacción que la es­
peranza de ver realizados sus patrióticos
ideales.
Alem fué la lucha constante por idea­
les que henchían su corazón de adoles­
cente y que tomaron cuerpo en • su edad
povecta al favor de cierta grandiosidad de
miras que constituía el rasgo prominente
de su fisonomía democrática.
En esta lucha ya había vencido de sí
mismo merced á su virtud incontrastable,
cuando venció de su época levantando con
su palabra de fuego la masa de los ciuda­
danos de la república, formando grandes
falanges en apoyo de las libertades públi­
cas y nacionalizando su causa desde Jujuy
hasta el último confín de Buenos Aires.
Esta fué la más grande satisfacción de
su vida. Para él nada. La pobreza, los des­
engaños que engendran las injusticias, los
quebrantos que ocasionan las persecuciones
V las amarguras que propicia la propagan­
da de los pequeños contra el mérito que
vivirá después de ellos...
A d o l f o S at.d í a s .

La Nación del i." de julio de 1907.

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ORÍGENES DE L A MÚSICA ARGENTINA

(De E l Municipio del Rosario)

Señor doctor Juan Alvarez.— Muy se­


ñor m ío : He tenido el agrado de recibir
el ejemplar de su Orígenes de la Música
Argentina y la carta en que usted se sir­
ve pedirme su opinión sobre dicho tra­
bajo.
Me parece que su libro de usted re­
presenta un grande esfuerzo de investiga­
ción, llevado á cabo con talento fino y
á las veces sutil para exhibir paradojas
brillantes que dejan mal parado el es­
fuerzo de los abuelos que dieron indepen­
dencia á medio continente. A ese esfuerzo
se debe el que usted realice con ventaja
el voto de Tácito de «rara temporum feli­
cítate uhi sentiré quae velis et quae sentios
dicere licet», y que, á mi vez, declare hu­
mildemente que prefiero mucho de lo viejo
«limpio» y sano á mucho de lo nuevo «su-

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164 ADOLFO SALDÍAS

cío» y enfermizo que importa la Europa y


■ que nos tragamos como caramelos, Try-
malchiones insaciables para servir los in­
tereses del cosmopolitismo cartaginés que
después de muerto Sarmiento ya no teme
los latigazos de ningún Juvenal.
Y su esfuerzo de usted es doblemente
sorprendente porque al remontarse á los
orígenes de la música argentina y escri­
bir más de cien páginas de lectura ins­
tructiva, galana y amenísima, ha realiza­
do usted el prodigio de hacer un guiso de
liebre sin liebre. No ha habido música ar­
gentina; no hay música argentina; como
no ha habido ni hay pictórica argentina,
ni hay escultura argentina, y tentado es­
taría á decir, como no ha habido ni hay
manufactura argentina, si no me desauto­
rizasen los quesos de Tafí y del Cerro Ne­
gro y los tejidos pampas y de vicuña, que
no imitan las más adelantadas industrias
del mundo.
Y no ha habido ni hay música argen­
tina porque el arte no penetra en el antro
obscuro y cerrado durante trescientos años
á las altas concepciones que inspira la be­
lleza y á las no menos gratas espontanei­
dades del sentimiento educado; no se des­
envuelve con perfiles propios en poco más
de medio siglo de vida evolucionaría que
acaba de transcurrir para el país argentino
entre los estremecimientos de la lucha por
su organización definitiva,

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PÁGINAS LITERARIAS i6g

Y tampoco bastaría que el arte hubiese


penetrado para que la música argentina
existiese con perfiles propios y originales.
El arte ha penetrado hace siglos en Suiza,
en Holanda, en Dinamarca, en Rusia, y
no sé qué exista, respectivamente, con pe­
culiaridades propias, música suiza, holan­
desa, dinamarquesa ó rusa. También pene­
tró el arte en Roma, acumulando maravi­
llas que todavía hoy son motivo de admi­
ración I y ni Salustio, ni Tácito, ni Monm-
sen, ni Boissier, nos han demostrado las
peculiaridades geniales de la música ro­
mana.
Usted analiza los aires argentinos para
deducir que son trasunto de los aires es­
pañoles; con esto usted corrobora lo que
afirmo. ¿ De dónde habrán de ser cuando
es sabido que las colonias de Sud Améri­
ca estuvieron cerradas al intercambio mun­
dial hasta los comienzos del siglo x ix ;
cuando había que pedir permiso á la auto­
ridad real para leer libros de enseñanza
útiles, y cuando los altos dignatarios de la
corona española, en notas que estampa­
ban sin que los partiese un rayo, declara­
ban que el libre comercio era un arbi­
trio del mismo demonio para arruinar el
comercio de la metrópoli con sus colonias?
Y o sé que no probaría mucho repitien­
do que el maestro argentino don J u a n ^
dro Esnaola escribió su famoso «M‘
(se canta ó se cantaba hasta últi

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l66 ADOLÍO SALDÍAS

la noche del jueves Santo en la iglesia del


colegio), unos diez años antes que Meyer-
beer diese al público su ((Roberto el Dia­
blo», y que la imponente invocación de
Beltrán (creo que es en el tercer acto) se
parece al ((Miserere» como una gota cris­
talina de agua á otra cristalina gota. Y es­
te mismo maestro Esnaola, que en sus via­
jes por Europa comparó escuelas y educó
sus gustos geniales, al aceptar la invita­
ción del general Juan Manuel de Rozas
para hacer la introducción de nuestro him­
no nacional, trasuntó en ella ciertos moti­
vos de Haydn, tan artísticamente que éste
virtuoso no habría desdeñado en colocar la
introducción al lado de los motivos que, á
su vez, habría trasuntado por aquello de
que «nihil novum sub solé est»,
Pero así y todo no me explico por qué
trata usted tan cruelmente, tan injustamen­
te al abnegado habitante de nuestras anti­
guas campañas, al gaucho legendario á
cuyo esfuerzo debe en gran parte la na­
ción argentina el figurar hoy ventajosa­
mente entre las repúblicas llamadas á le­
vantar por el derecho á todos los hombres
del mundo que estén al alcance de sus vas­
tas proyecciones civilizadoras.
Y o he escrito mucho sobre esto y no
es del caso repetirlo aquí. Pido á usted se
sirva leer en la página 90 de un libraco
mío sobre el padre Castañeda unos versos
de Lamberti, que valen mucho más que

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PÁGINAS LITERARIAS 167

lo que yo digo ahí á propósito de los gau­


chos argentinos, abnegados paladines de
nuestra nacionalidad que vivieron para la
patria siempre con la lanza y á caballo.
Cierto es, que usted abjura del pasado
argentino. Está ((felizmente muerto ese gro­
sero período de la vida nacional»— dice
usted. Y o no he oído esto nunca, ni esta­
ba preparado para oirlo.— ((La música ex­
plica hasta qué punto fué grosero ese pa­
sado», dice usted.— Encontrando afinida­
des deductivas entre un ((Gato» del año
1813 y un artículo de Monteagudo, entre
un ((Malambo» del año 1827 y una arenga
de Dorrego. Me parece este otro prodigio
semejante al del guiso musical.
Este criterio excéntrico respecto del glo­
rioso pasado argentino no resiste al más
ligero examen. Sin pretender reivindicar
esa gloria porque sería obvio, me limitaré
á título de protesta, á enumerar algunos
de los grandes lineamientos de ese pasa­
do, invitando á usted á que exhiba— en los
trabajos que anuncia,— los que los han so­
brepasado en un presente que se caracte­
riza por el eclecticismo enfermizo y por la
ausencia de virtud y dé moral.
Vea usted:— Cuando las naciones euro­
peas traficaban con el hombre convertido
en objeto de encomienda, en las provincias
del R ío de la Plata se había abolido solem­
nemente la esclavitud.— L a santa alianza
hacía recobrar auge soberbio al feudalismo

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i68 ADOLFO SALDIAS

en casi toda la Europa, cuando en las dichas


provincias, solemnemente también, se ha­
bían abolido las castas, los privilegios, los
mayorazgos, las vinculaciones y los títulos
de nobleza.— Muchos años antes que las po­
tencias más civilizadas igualasen á sus co­
lonos con sus súbditos, el «Reglamento
provisorio» del año 1817 establecía que los
indios eran iguales en derechos y en de­
beres á los demás habitantes del estado.
El «Derecho al trabajo» que proclamó la
revolución francesa de 1848, estaba consa­
grado en la constitución argentina de 1819
en esta forma am plia: <(E1 estado debe asis­
tencia y trabajo á todo ciudadano que lo
demande». Antes que ningún otro parla­
mento, en el argentino de 1825, un sacer­
dote, el doctor Julián S. de Agüero, pro­
clamó la conveniencia de la separación de
la Iglesia del Estado. El general Juan Ma­
nuel de Rozas, aceptó en el año 1846 la
guerra contra la Gran Bretaña y Francia
en defensa de la soberanía de la confedera­
ción argentina que éstas agredieron; y con­
siguió reivindicar el derecho de los peque­
ños estados sudamericanos, de dirimir sus
cuestiones sin intromisión de las grandes
potencias europeas, llamando por la prime­
ra vez la atención del mundo civilizado
hacia la conveniencia de obtener por trata­
dos 'las ventajas comerciales que ya no se
podían obtener por la fuerza en el R ío de
la Plata, como lo observó Sarmiento en su

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PÁGINAS LITERARIAS i6g

((Facundo». Por fin la evolución socialista


del año 1837 Buenos Aires proclamó é
hizo suyas ideas que eran una novedad en
el mundo político, según la opinión de Al-
berdi. Y es evidente que los trabajos revo­
lucionarios de 1810, la serie de leyes libé­
rrimas de la asamblea de 1813 y de los
congresos subsiguientes han suministrado
el mejor caudal que asume la constitución
nacional del año 1853.
Con estas reservas uno mis felicitacio­
nes á las que habrá usted recibido, con
motivo de la aparición de su libro, como
investigador paciente y escritor galano é
ilustrado.
Muy agradecido por los conceptos con
que me favorece, me subscribo de usted su
atento S. S .— A(doÍfo Baldías.— Buenos A i­
res, 22 de agosto de 1908.

E l Tiempo del 28 de agosto de 1908.

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Biblioteca de la Universidad de Extremadura
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LOS RESTOS DE DON JUAN CRUZ V A R E LA

Del costado del vapor «Algérie» partió ayer por


la mañana el cortejo que acompañó al cementerio
del Norte los restos del señor Juan Cruz Varela,
fallecido en Suiza á principios de este año.
En la elocuente demostración á que dió lugar
este acto, se pusieron de manifiesto los afectos que
rodeaban al extinto, habiéndose constituido en co­
misión un núcleo de personas representativas en
el mundo social y en las letras, la que hizo cabeza
de cortejo en este acto.
A l depositarse el féretro en la tumba que guar­
dará los restos de Varela, el doctor Adolfo Saldías
pronunció una brillante oración fúnebre, haciendo
la apología de aquel espíritu superior que brillara
con claridades tan nítidas y originales en las letras
argentinas.

Discurso del doctor Adolfo Saldías

Los despojos que yacen en ese féretro


fueron animados por un espíritu selecto
que dió lustre de buena ley á las letras ar­
gentinas.
¿ Cuándo y cómo educó su espíritu Juan
Cruz Varela ? En la época incierta, tumul­
tuaria, de agitación política y de guerra

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172 Ad o l f o s a l d í a s

civil que subsistió á Caseros; combatiendo


en la brecha del diarismo, año tras año,
con el ardor y entusiasmo con que los de
su familia defendieron sus ideales desde las
alboradas de nuestra independencia, cuan­
do en cuerdas de oro modulaban arpegios
de libertad para honrar las virtudes cívi­
cas de Rivadavia y cánticos de gloria para
orlar las sienes de San Martín que entraba
vencedor en Lima y de Alvear que con­
quistaba el laurel de Ituzaingó.
Había heredado el estro poético de su
padre, el ilustrado traductor de Horacio
y de su tío don Juan de la Cruz Varela;
aquel valiente generalizador de las ideas
que constituyeron la reforma política y so­
cial de Rivadavia; el erudito expositor del
clasicismo griego y romano, que brillante­
mente trasuntaba en Argía y en Dido las
excelsas bellezas de la musa de Eurípides
y de Virgilio; el que traducía la «Eneida»
en hermoso verso castellano; conceptuado
el primer hombre de letras de nuestro país,
y de quien don Juan María Gutiérrez decía
que será el Virgilio de las generaciones
futuras argentinas.
Juan Cruz Varela, Carlos Encina, Ole­
gario Andrade, Ricardo Gutiérrez y Car­
los Guido, representaron dignamente el
Parnaso Argentino contemporáneo. El eco
patriótico vibra en sus inspiradas estrofas
y en esto se distingue de muchos versifica­
dores que cantan con martillo— como los

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PÁGINAS LITERARIAS 173

coristas del Trovador,— á estrellas que no


son las nuestras y á cosas que nada nos
importan. Como su tío, manejaba con en­
vidiable facilidad todos los géneros de la
poética, desde el lirismo grandioso hasta
el verso fácil, incisivo y travieso, pero
siempre inspirado en las cosas de su país
que él siguió desde muy joven en las co­
lumnas de La Tribuna. Así, al lado de la
«Pecadora arrepentida» y de su «Canto»
al general Lavalle, ha dejado gran cantidad
de composiciones que se habrían perdido
totalmente si hombres de buen gusto no
las hubiesen transmitido de lustro en lus­
tro, facilitando una publicación que figu­
rará dignamente al lado de las de Quevedo
y de Acuña de Figueroa.
El que no hace todavía un año, ya casi
anciano, á bordo del «Jehová», y en direc­
ción á «los misterios y las noches de Ná-
poles», escribía:

«I Y o te amo, tempestad I ¡ Amo tus iras


y gozo en tu fu ror!
IY aun creo sorprender en tus estruendos
algo como una música de D io s!
¡ Levántame en tus alas I ¡ Resucita
mi muerta inspiración
y á fin que pueda celebrar tu gloria
dale tu aliento á mi apagada voz I

era un adolescente en el año de 1861,


cuando con gran solemnidad fueron des­
embarcados en Bue^nos Aires los restos del

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174 ADOLFO SALDÍAS

general Lavalle. A l ser sepultados en este


cementerio, Juan Cruz Várela depuso su
ofrenda en estrofas como éstas:

((¡Aguila majestuosa (ie los Andes


que envuelta en roja túnica de gloria
te anidaste entre palmas de victoria
teniendo por dosel la libertad!
¡ Descansa en paz ! las sombras de otros héroes
de sus fúnebres tumbas se levantan
y misteriosas tus hazañas cantan
de Putaendo paladín audaz.»

Era un espíritu selecto. Y o he observa­


do en él delicadezas de mujer y candores
de niño, cuando cabellos plateados ador­
naban su hermoso cráneo y la vejez le había
sobrevenido en silencio abrumador, segün
la expresión de Ovidio. En plática amable
viendo correr desde la terraza del Tigre
Hotel, las aguas caudalosas y tranquilas del
Luján, le vi recitar con apasionado acento
y conmoción profunda las endechas en que
Dido explica su caída á impulsos de un
fuego mayor que el que encendieron

((En el silencio de traidora noche


allá en su Troya los rencores griegos.»

Este sentimentalismo de poeta le inspi­


ró una resolución que, á verificarse, habría
agregado una otra página brillante á su
bibliografía. Por entonces habíamos publi­
cado con el ilustre Sarmiento las traduc-

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PÁGINAS LITERARIAS 17 5

dones que de Virgilio emprendieron en


verso don Juan de la Cruz Varela y en pro­
sa el doctor Vélez Sarsfield. Como el pri­
mero no alcanzó á traducir los seis prime­
ros libros de ese poema, invité al poeta
amigo á que la continuase. El observó que
su salud no le permitiría verificar los estu
dios de investigación para alcanzar la más
acabada expresión del pensamiento virgi-
liano. Quedó acordado que continuaría la
traducción, tomando por base la que en
prosa trabajó el doctor Vélez Sarsfield y
que es una de las más literales y cuidadas.
Unos meses después me leía en octavas
magistrales, parte del libro tercero de la
«Eneida» y me anticipaba que de regreso
de un viaje me leería cuando menos hasta
el final del libro quinto.
No sé si lo realizó, pero si sé que traba­
jos de esta índole no se deben perder; y
que sus hijos ó los amigos amantes de las
bellas letras, harán obra meritoria publi­
cando la poética de Juan Cruz Varela, la
cual constituye un caudal digno de pasar
á la posteridad.
¡Los poetas se van l... Honremos en la
posteridad á los, poetas que cantaron las
glorias de nuestra epopeya emancipadora
y humanitaria; las conquistas de la liber­
tad; los prodigios de los progresos y que
á través de largas incertidumbres y de
cruentas desgracias han mantenido con
grande aliento el fuego sacro del sentimien­

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176 ADOLFO SALDÍAS

to patriótico que es el conductor de los es­


fuerzos más generosos del ciudadano.
¡ Que en la posteridad se tejan las verdes
palmas del recuerdo para el poeta que en
•vida se llamó Juan Cruz Varela!...

E l País del 24 de diciembre de 1908.

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S A R M IE N T O

EN LA POLÍTICA — EN LA SOCIEDAD

I. Ideal y criterio de Sarmiento.— II. Sus artículos '


para publicar cuando era presidente.— III. Su
telegrama en respuesta al artículo de don José
Po'sse.— IV. E l telegrama al gobernador Ecba-
güe.— V. Lo de la bandera en la Catedral.— VI.
La fiesta en Carapachay y la negativa del Con­
sejo de ministros: César y su fortuna.— V II. Con
el senador Pizarro y con el público de la barra.
— V III. El vigoroso Sarmiento y el viejito Sar­
miento.— IX. La casa de Sarmiento. — X. E l co­
medor: los pepinos— X I. La mesa de la señora
Lavalle de Cobo y la de don Manuel Ocampo.—
X II. Diferencia entre Sarmiento y Vélez-Sars-
field á la hora de comer; doña Tomasa Vélez
y los griegos y romanos. — X III. L a predilección
de Sarmiento por los animales.— X IV. Su pe­
queño jardín zoológico: la chuña y el doctor Bur-
meister.— XV. E l loro de don José Posse.— X VI.
Ecuanimidad y altruismo de Sarmiento. — X V II.
La separación de Sarmiento de la dirección de
escuelas.— X V III. La escuela sin religión y la
escuela sin la religión ele mi mujer.— X IX . A lo
que fué Sarmiento á la Casa Rosada: una indi­
cación oportuna. — XX. La inesperada reconci-
U.^ción con el doctor Pizarro.— X X L Sarmiento
en su trato con las gentes: el aprovechamiento
público y privado de sus consejos é indicaciones.
12

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178 ADOLFO SALDIAS

— X X II. Sarmiento y un protector de la educa­


ción : el maizal de don Pascual Pacheco. — X X III.
E l sentimentalismo de Sarmiento.— X X IV . Su
demonio útil: transmigración de este demonio.—
X X V . Sarmiento ante los deberes sociales: el
caso del señor Krause.— X X V I. E l salón de la
señora...: honni soi qui mal y -pense.— X X V II.
L a casita de hierro en la Asunción.

No puede entrar en el marco de este tra­


bajo la reseña de los actos de Sarmiento
como gobernante, en los cuales se reveló
el pensamiento trascendente del estadista
de gran vuelo y la consciente posesión del
yo inspirado— no en las menguadas volup­
tuosidades que enervan el espíritu de los
gobernantes sin claras visiones,— sino en
la necesidad de dilatar con ayuda de todos
los prestigios del poder los principios re­
publicanos del gobierno libre, que consti­
tuyen la tradición de nuestra revolución de
i8io y la ley incontrastable de nuestro por­
venir. Añádase á esto que Sarmiento, en
fuerza de la autoridad moral que le pro­
piciaban sus hechos, se había creado el pri­
vilegio de decir y hacer las cosas según lo
entendía su criterio original y excéntrico,
y que á este respecto había consenso pú­
blico.
Cuando subió á la presidencia de la re­
pública y parte de la prensa abrió contra
él una campaña cruda, que se excedía en
la calumnia y él dicterio. Sarmiento arras­
trado por su espíritu batallador leía á su

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PÁGINAS LÍTÉRARIAS 179

ministro el doctor Gorostiaga estupendos


artículos que pensaba publicar en su de­
fensa. Gorostiaga lo disuadía arguyéndole
que le conocerían su estilo y que era prefe­
rible que hiciese escribir á otra persona.
— ¿ Y cree usted que otro diría estas co­
sas ?— preguntaba Sarmiento rompiendo
las carillas, sin perjuicio de volver á leerle
dos días después otro artículo.
Entre tanto avínole un ataque que lo im­
presionó vivamente. Fué un artículo que
publicó en E l Orden, de Tucumán, su an­
tiguo amigo don José Posse, el único que
lo tuteaba en vida después de muerto don
Anselmo Rojo. Este artículo condenatorio
de la política interior de Sarmiento había
dado en el blanco y el presidente se rasca­
ba las ronchas inferidas por aquel bicho
moro tucumano. En uno de esos escozores
Sarmiento de una tirada escribió violenta
respuesta para publicarla. Su ministro lo
disuadió, pero él no pudiendo quedarse sin
desahogo dirigió un telegrama en estos tér­
minos: «Sarmiento á José Posse: Debajo
del poncho te he conocido». Don Pepe en­
señaba á todos el telegrama haciendo el
elogio del sentimiento democrático de su
amigo.
Durante la campaña contra Entre Ríos,
después del asesinato del general Urquiza,
Sarmiento menudeó más que nunca tele­
gramas con ribetes semejantes al que aca­
bo de mencionar. Había ordenado, como

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i8o ADOLFO SALDÍAS

director de la guerra, que dos batallones


de infantería se situasen en determinado
punto para impedir que el general López
Jordán pasase por ahí mientras las fuerzas
nacionales venían por la retaguardia de
este jefe. El gobernador Echagüe, creyendo
efectuar una operación conveniente, según
se lo aconsejaron, mandó que dichos bata­
llones se incorporasen al cuerpo del ejército
nacional que venía en marcha. Cuando Sar­
miento supo que al favor de tal movimien­
to López Jordán había pasado con sus fuer­
zas, le dirigió al gobernador Echagüe este
telegrama: «Su padre de usted era teólogo
y militar, pero usted es militar como su
madre».
En estas circunstancias, cuando la resis­
tencia del general López Jordán mantenía
exacerbado el espíritu autoritario de Sar­
miento, he ahí que el 9 de julio aparece
enarbolada la bandera pontificia en la ca­
tedral de Buenos Aires y en lugar donde
era costumbre colocar la bandera argenti­
na. Sarmiento esperaba con el cuerpo di­
plomático y las corporaciones civiles y mi­
litares la hora reglamentaria para dirigirse
al Tedéum. Cuando del balcón de la Casa
Rosada vió lo que ocurría le ordenó al ede­
cán Peña que notificase inmediatamente
al señor arzobispo Aneiros que si no se co­
locaba la bandera argentina en el sitio
que correspondía no iría al Tedéum. Diez
minutos después el buen sentido prevale­

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PÁGINAS LITERARIAS l8l

ció y Sarmiento salió acompañado del se­


ñor arzobispo á quien obsequió en la casa
de gobierno.
Después de restablecida la paz, el nuevo
ministro norteamericano, por indicación ex­
presa del jefe de su nación, ofreció una
fiesta al presidente de la república. Sar­
miento se propuso retribuir esa atención
en su pintoresca isla de Carapachay. Pero
Carapachay estaba lejos, muy lejos de pre­
sentar las comodidades y el lujo de la Villa
Tusculum ó del castillo de Ferney. Su pro­
pietario no había prosperado pecuniaria­
mente en el gobierno, como Cicerón pros­
peró en la Cilesia, según Bruto, quien agre­
gaba que fué prestamista de dinero con
intereses usurarios; ni pudo pensar jamás
en la munificencia que aceptó Voltaire de
la cortesana del rey de Francia á quien su
genio retozón y cáustico prototipó en La
Pucelle. N o ; Sarmiento era, y fué hasta la
muerte, pobre. Después del acuerdo de mi­
nistros, les manifestó á éstos su propósito
pidiéndoles le votasen cinco mil pesos para
tal objeto. Frías tomando su sombrero se.
levantó diciendo: esto es incumbencia del
ministro de relaciones exteriores. El doctor
Mariano Varela pretextó un quehacer ur­
gente. El de la hacienda se retiró también.
El de guerra salió á llamarle pero no vol­
vió. Y Sarmiento se quedó con el doctor
Nicolás Avellaneda, quien por sí solo no
podía autorizar la imputación de ese gas­

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i 82 ADOLFO SALDÍAS

to. A los dos días Tejedor y Mariano Vá­


rela le facilitaron particularmente á Sar­
miento, los muebles, vinos y servicio nece­
sario para amueblar y aprovisionar la her­
mosa quinta de Carapachay. El día antes
de la fiesta se dirigía Sarmiento á Carapa­
chay en yna ligera embarcación tripulada
por dos hijos de Pontevedra, cuando so­
brevino un fuerte viento.
— Tenga cuidado que lleva á César y su
fortuna— dijo Sarmiento por decir algo.
Üno de los de Pontevedra se quedó asom­
brado como si recordase haber oído aque­
llo alguna vez. El otro lo sacó de su estu­
por diciéndole discretamente:
— Que Zezar, hombre, ni que Zezar, ¡ si
es dun D um injo!
En el senado de la nación, con fecundas
enseñanzas dejó el recuerdo de sus origi­
nalidades que formaban parte de su natu­
raleza rebelde al método y al convenciona­
lismo, cómodo siempre á los apocados ó
á los mediocres. En las memorables sesio­
nes sobre la cuestión de Corrientes, cuan­
do el público de la barra comenzó por sil­
barlo y concluyó por hacerle una ovación,
sostuvo un animado diálogo con el senador
doctor Manuel Dídimo Pizarro, orador de
empuje y de talento. A l salir del recinto
Pizarro, felicitándole por sus discursos, le
dijo: «Concédame, señor Sarmiento, que
en derecho sepa un poco más que usted».
Sarmiento, tomando del brazo al sena­

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PÁGINAS LITERARIAS 183

dor Del Valle y en tono de profundo asom­


bro :
— A mí me habían dicho que este Piza-
rro era medio loco... Pero, ¡si había sido
de atar! ¿N o oye lo que dice? ¡que sabe
más derecho que yo !...
Y como lloviese á cántaros y unos le
ofreciesen carruaje y otros acompañarle con
parap-uas y todos aplaudiesen, Sarmiento
que no g'astaba carruaje, abrió su paraguas
y apartando los que le obstruían el paso,
mal humorado les contestó a s í;
— Déjenme pasar, que ustedes han de ser
de los que me silbaron ayer.
Caro le costaban á Sarmiento sus triun­
fos políticos, porque sus adversarios avasa­
llados, si bien lo reconocían implícitamente
deparándoles el socorrido silencio del des­
pecho en sus hojas periodísticas, tomaban
la revancha siempre que él sonaba como
candidato á algón elevado cargo, deploran­
do que su achacosa ancianidad le impidiese
desem.peñarlo. Esto lo mortificaba tanto co­
mo la diatriba de otro diario que calificaba
de licenciosos sus artículos contra el go­
bierno, no obstante ser general de la na­
ción, y aconsejaba que lo mandasen á la
Isla de los Estados. Un día se me presentó
con un impreso que contenía una de esas
diatribas. Y o dirigía por entonces La L i­
bertad y alargándome el principio de un
artículo que había redactado con su letra
grande, redonda y clara, me pidió que lo

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184 ADOLFO BALDÍAS

terminase. Y o me excusé porque sobre ser


muy difícil imitarle, era imposible expre­
sar mejor lo que él quería decir, y que lo
dijo en el número de La Libertad de ese
día. Decía a s í: «Cuando no hay de por
medio elecciones, todos hablan de la loza­
nía de Sarmiento, del vigor de las ideas de
Sarmiento, y de otros atributos envidiables
de Sarmiento que ojalá poseyesen quienes
los elogian. Pero se aproximan las eleccio­
nes presidenciales y ... ya empieza á cho-
dhear el viejito Sarmiento...»
No era menos original é interesante Sar­
miento en sus relaciones puramente socia­
les ó privadas. Puedo dar fe de ello, pues
viví casi á diario con ese ilustre argentino
durante sus diez últimos años, como su es­
cribiente primero, después como secretario,
habiéndome hecho el honor de llamarme
su amigo y de colaborar en un libro que
juntos publicamos. La casa de Sarmiento
era, puede decirse, del pueblo, ó mejor di­
cho, del mundo, pues residentes y transeún­
tes entraban en ella con la anticipada con­
fianza de ser recibidos y atendidos en lo
que solicitaban. Cualquiera que penetra­
se en su gabinete le encontraba trabajando
desde la mañana hasta el anochecer, con
el único intervalo del almuerzo que era
frugal. A la manera de Tejedor, Sarmiento
era en su casa quien mantenía el humour
y las corrientes amables que hacen desear
á las personas de buen gusto el trato fre­

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PÁGINAS LITERARIAS 185

cuente con ciertos hombres superiores. En


su sala se reunían damas que descollaban
por sus prendas relevantes, por su elegan­
cia ó por su hermosura, notabilidades cien­
tíficas, literarias, artísticas y políticas, pro­
metiéndose siempre excelentes impresiones
cerca de ese anciano que como el Próspero
de Renán tenía la juventud en la cabeza y
en el corazón.
Aunque era y fué siempre pobre v no
tuvo noción del dinero, pues nunca pensó
en «juntar un peso sobre otro peso», según
su expresión,— gracias á la severa adminis­
tración de su hermana doña Rosario (una
santa señora que le sonreía bondadosamen­
te á las impertinencias y gruñerías de sus
últimos años) á quien él le pasaba su suel­
do, podía tales ó cuales noches reunir en
su mesa á sus íntimos para gustar de una
cabeza de cerdo de San Juan con aceitunas
de Mendoza y vino blanco de Catamarca,
ó un espinazo de baquillona fina, ú otras
piezas que le llegaban de todas partes, sa­
biéndolo gastrónomo á carta cabal. Era
gastrónomo, comía de todo sin privarse de
ningún manjar por pesado ó indigesto que
se antojase. Era un mens sana con estóma­
go sano, y por eso reía bondadosamente
y no estaba reñido con nadie, ni aun con
los que quisieron hacerle daño, ó se lo hi­
cieron con indiscutible cobardía.
En el último tiempo su médico el doctor
Gil le prohibió, hasta nueva orden, comer

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i86 ADOLFO SALDÍAS

carne de buey, y pepinos que comía con


exceso, ordenándole á la señora doña Rosa­
rio que no le presentase esos alimentos. Sar­
miento, que era loco por los pepinos, pidió
de éstos varias veces. Doña Rosario se en­
castillaba que no eran de la estación. Sien­
do infructuosas sus requisitorias que ob­
tenían la misma respuesta, Sarmiento re­
solvió cerciorarse de visu de semejante cri­
sis de pepinos. Un día que yo le acompa­
ñaba se detuvo en un puesto del Mercado
del Plata, compró das hermosos pepinos
y se los metió en los faldones de la levita.
A la hora de com er;
— Rosario... cuándo me darás pepi­
nos ?...
— Pero, Dominsfo, ¡ si no es la estación
de pepinos!
Levantándose pausadamente, sacando los .
pepinos del bolsillo y enseñándoselos con
mirada fulminatoria:
— ¿ Y éstos que son ?... ; Ca... nastos?
Solía comer en casa de la señora doña
Chepa Lavalle de Cobo, en lo del doctor
Vélez Sarsfield, en lo de don Manuel
Ocampo, en lo de don Francisco Uriburu,
y, en su último tiempo, en mi casa. Lásti­
ma que no haya quedado quien pueda tras­
mitir las impresiones amables recogidas en
esa mesa de la señora Lavalle de Cobo don­
de Sarmiento y Vélez Sarfield hacían de­
rroche de talento finísimo y á las veces in­
cisivo, y donde don Manuel Ocampo, que

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PÁGINAS LITERARIAS 187

bajo las apariencias de una bonhomía com­


placiente y opaca escondía un espíritu sa­
gaz y sutil, iniciaba hábilmente los moti­
vos para que aquellos dos amigos se sa­
casen chispas. Quién sabe si allí no tuvo
origen la justa entre Sarmiento y Vélez
Sarsfield que continuó en la mesa de Ocam­
po. Sarmiento debió haber recibido algún
buen alfilerazo de Vélez porque le dijo que
tan mayor que él era, que podía ser su
padre.
— Y su madre también, respondió Vélez
amostazado.
Entre Sarmiento y Vélez Sarsfield exis­
tía una diferencia en la hora de comer. V é­
lez, que era también gastrónomo, comía y
gustaba ver comer con finura y delicadeza.
SaTmiento por verle enfadado daba rien­
das á una glotonería desparpajada. Una
noche en casa del doctor Vélez se llevó á
la mesa un pato con una garniture que el
mismo doctor había arreglado según su
costumbre de dar un vistazo general á la
cocina antes de sentarse á comer. Sarmien­
to se echó en su plato un pedazo de pechu­
ga y buena parte de la garniture.
— Vea, Sarmiento, usted no ha aprendido
en Europa ni á comer: aprenda aquí: esa
yerba es para adornar la fuente: no la co­
men ni los perros; ahí tiene la ensalada— ■
dijo el doctor Vélez indignado, quitándole
el plato á Sarmiento que reía á carcajadas.
Lo peor de todo fué que misia Tomasa

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i88 ADOLFO SALDÍAS

Vélez Sarsfield para calmar la querella hi­


zo recaer la conversación sobre códigos re­
firiéndose á las diferencias entre los prin­
cipios de legislación del tiempo de Solón
y del tiempo de Papiniano. Pero fué con­
traproducente, porque el doctor más fas­
tidiado todavía, replicó:
— Cállate, Tomasa, que á causa de tu afi­
ción á los griegos y á los romanos no has
encontrado marido.
En su vida de combatiente fué duro y
hasta procaz con los hombres que lo ata­
caron ó pretendieron menoscabar su auto­
ridad. En cambio tenía acariñada predi­
lección por los animales. Tanto daño qui­
sieron hacerle los que no podían soportar
las manifestaciones de su genio revelador
en el gobierno, en el parlamento, en la
prensa y en cualquiera parte donde se en­
contrase, que bien pudo compartir á ese
respecto algo de la filosofía de aquella mar­
quesa que á la sombra de sus años decía :
Hplus je connais les hommes, plus j ’aime
les chiensn. Resultado de su predilección
fué la Sociedad Protectora de los Anima­
les que él fundó en la República Argenti­
na y que durante muchos años después ha
venido dirigiendo con raro acierto uno de
los primeros iniciadores, el doctor José I.
Albarracín.
En el segundo patio de su casa de la ca­
lle de Cuyo tenía una especie de jardín
zoológico. Perros ingleses, gatos de An­

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PÁGINAS l it e r a r ia s 189

gola, chuñas, macacos y una colección de


aves cuyos trinos, cuyos revoloteos y cu­
yas caricias llenaban de gozo el espíritu
sentimentalista de ese anciano que en la
pobreza de su retiro era más grande que
los poderosos de arriba, porque allí era don­
de se comenzaba á modelar su estatua. El
gato de Angola le hacía compañía á sus
pies durante las horas de trabajo y la chu­
ña se posaba encima de la mesa ó en el
respaldo de la silla frente á la que él ocu­
paba. Un día entró el sabio Burmeister á
anunciarle una visita que le haría con el
sabio Gould, y al ir á sentarse en la silla
donde se posaba la chuña ésta protestó con
una especie de graznido sordo; y protestó
otra vez á pesar de que Sarmiento la llamó
al orden. Burmeister que muy poca consi­
deración tenía por los hombres, excepción
hecha de Sarmiento y de media docena de
amigos, rindió homenaje á la fiel chuña
cortando la discusión y acercando otra si­
lla. Así continuó el singular terceto.
El mismo Sarmiento les daba el alimen­
to á sus pensionistas y en animado tropel
y ensordecedores coloquios á él venían lo-
ritos y cotorras de San Juan, de Córdoba,
de Tucumán y del Paraguay. Pero tiempo
hacía que deseaba tener un loro grande y
hablador de Tucumán. Remitióle un her­
moso ejemplar su amigo don José Posse.
Sarmiento lo enseñó con satisfacción á sus
amigos, y convencido de que el loro ya

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ig o AtoOLFO SALDÍAS

habría aceptado su confianza le acarició fa­


miliarmente á la hora del alimento. El loro
le encajó el pico en un dedo, y cebó su fe­
rocidad en los loritos que le huían. Sar­
miento trató de reducir esa fiera con bizco­
chos y con dulces, hablándole en todos los
tonos 5 pero todo fué inútil. El loro no ha­
blaba palabra. Entonces intervino la regla
haciendo una división en la jaula donde lo
recluyó y dirigió á su amigo el siguiente
telegrama: ((Querido P e p e : el loro que me
has mandado es un animal».
Arrastrado por su genio batallador, qui­
zá llegó á términos impropios de un hom­
bre de su valer, en la furibunda lid perio­
dística que entabló con los que durante
su presidencia y después de su presidencia
no se dieron tregua para lapidarlo, apelan­
do á recursos vedados para desautorizarlo.
En descargo suyo se puede alegar que es­
tuvo cohibido durante su gobierno para
bajar á la prensa, y que la única manera
de contestar cargos de aquellos que un po­
lítico y un diarista no pueden dejar en si­
lencio era ir á la arena donde dominaban
sus prestigiosos detractores. Muy largo
sería reseñar esta justa periodística que
atrajo la atención de Buenos Aires por la
calidad de los combatientes y el aspecto
llamativo de la lucha. De un lado un an­
ciano, defendiendo sus fieros prestigios
que se quería arrastrar por el suelo, asig­
nándole apenas á él la compasión debida

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PÁGINAS l it e r a r ia s 191

á un loco peligroso. Del otro varios jóve­


nes de talento ágil y probado en crudas
campañas, empeñados en anonadar políti­
ca y literariamente á ese loco que preten­
dió pesar todavía en los asuntos del país.
Llegó un momento en que excediéndose
en dureza y causticidad el público creyó
que Sarmiento cedería. Fué cuando los
célebres anagramas, confeccionados con
travesura incisiva y que golpeaban al an­
ciano. Pero el momento fué leve. Los ana­
gramas terminaron cuando Sarmiento es­
cribió que no daban con su anagram a: que
éste se componía con el apellido de un re­
nombrado argentino y con la palabra asno ;
y exhibió aquel otro de Guerri-est. A l fin
.Sarmiento los desmonetizó para siempre
asignándoles la modesta ocupación de ca­
gatintas y decidiendo que su vida de perio­
dista de. alta reputación se esfumase en si­
lencio. uVitaque cum gemitu fugit indigna-
ta sub umbrasn, para valerme de Virgilio.
Probablemente los mismos que lo fusti­
garon generalizaron la especie de que Sar­
miento era dañino y rencoroso. Pero lo
cierto es que el espíritu de Sarmiento se
cernió perpetuamente en las esferas del
pensamiento trascendental, guiado por la
visión del bien que alcanzaría con su pro­
paganda ecuánime, altruista y levantada,
y que empeñado en esta lucha sin tregua
contra hombres, prejuicios y resabios de
su época, nunca perdió el tiempo en pro­

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192 Ad o l f o s a l d í a s

piciarse las menguadas satisfacciones que


experimentan los pobres de alientos cuando
aseguran su propio bien á costa del bien
y del descrédito de los demás así en socia­
bilidad como en política. Una vez que des­
ahogaba en tremendas explosiones perio­
dísticas las querellas que le promovían los
que de arriba ó abajo se mostraban reacios
á su propaganda ejemplarizadora, conti­
nuaba impávido su obra, sin conservar re­
cuerdos de esos fuegos fatuos que no po­
dían empalidecer la aureola de su gloria.
Entre muchos episodios que ponen de re­
lieve esta hermosa cualidad de Sarmiento,
dignos son de mencionarse los siguientes:
Nada pudo conmover, despechar, irritar
más á Sarmiento que el decreto por el cual
fué separado de la superintendencia general
de escuelas durante la presidencia del ge­
neral Roca y ministerio del doctor Pizarro.
El, el exponente más conspicuo, más efi­
caz y más brillante de la educación común
y de la educación superior que ha existido
en la República Argentina; él, que desde
Jujuy hasta Buenos Aires fundó tantas es­
cuelas y bibliotecas y centros de instrucción
y de cultura, como para haber formado
uno de los mapas más hermosos con moti­
vo del centenario de i8 io; él, que como
educacionista en esos días recibía honores
singulares del gobierno uruguayo y del
gobierno de Chile, que mandaba reimpri­
mir á cincuenta mil ejemplares su famoso

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PÁGINAS LITERARIAS 193

Silabario; él, separado de la dirección de


las escuelas! 1 El hecho era monstruoso pa­
ra Sarmiento y para las gentes, si bien él
había sido duro con el gobierno rechazan­
do acomodamientos que repugnaban á su
enérgica independencia.
Cierto es que por ese tiempo se reaccio­
naba contra la escuela laica, y hasta se ha­
blaba de negociar concordatos á pesar de
que los menos prevenidos se preguntaban
cómo se conciliarían tales concordatos con
el Patronato que consagra la constitución.
La vigorosa contextura moral de Sarmien­
to se sobrepuso á las circunstancias, y sin
más trámites ni emplastos llam ója atención
pública con unos artículos en E l Nacional
en favor de la escuela laica. Contestóle na­
da menos que el doctor Nicolás Avellaneda
en otros artículos bajo el rubro de La escue­
la sin religión. La autoridad del escritor y
el título de los artículos impresionaron á
Sarmiento. Pero sobre todo el título, tan
hábilmente encontrado. El, un antiguo edu­
cador, un estadista cuadrado, un consular
en camino hacia su estatua ¿ por qué había
de dejar pasar que los creyentes de buena fe
le atribuyesen el propósito de condenar las
creencias y los principios morales? Pero la
impresión desapareció en breve. Escribía
yo lo que me dictaba cuando golpeando la
mesa, se interrumpió para decirme:
— ¡Y a lo encontré!
— ¿Qué, señor?— le pregunté.

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194 ADOLFO SALDIAS

— El título, pues hombre; escriba: La


escuela sin la religión de mi mujer. Y con
tal título encabezó sus últimos artículos en
respuesta al doctor Avellaneda.
Poco después preguntándole á un miem­
bro del poder ejecutivo por las novedades
del día, éste le manifestó que un ministro
extranjero había comunicado que tenía en­
cargo de gestionar con el gobierno argen­
tino ciertos puntos pendientes sobre dere­
cho internacional privado. Y como Sar­
miento preguntase qué destino se había
dado á tal comunicación y se le respondie­
se que el ministro de relaciones exteriores
la había llevado para estudiarla. Sarmien­
to formó una resolución que comprueba lo
que más arriba he afirmado. A l día siguien­
te se dirigió á la Casa Rosada. Cuando
fué anunciado, el presidente creyó haber
oído mal. ¡Sarmiento allí, después de lo
ocurrido! ¿ Qué podía llevarlo í* El presi­
dente se adelantó á recibirlo, y después de
un respetuoso saludo y de repetirle lo que
había sabido por uno de sus ministros,
ag reg ó :
— Ha de permitirme vuestra excelencia
que someta á su consideración la conve­
niencia de no contestar esa nota, sino re­
mitirla al procurador general de la nación,
quien indudablemente informará que la re­
pública no tiene puntos pendientes de de­
recho internacional privado con nación al­
guna. El presidente agradeció cortésmente

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PAGINAS LITERARIAS 195

la indicación del anciano consular: la nota


i’ué remitida al procurador general, y el
ilustrado doctor Eduardo Costa informó
que no había en su sentir puntos pendien­
tes de derecho internacional privado entre
la Argentina y la nación que gestionaba,
pues los relativos al estatuto personal esta­
ban regidos por los artículos que citaba de
la constitución y los relativos al estatuto
real por los artículos y títulos que también
citaba del Código Civil Argentino. Este in­
forme constituyó la respuesta, y demás está
decir que no insistió el ministro extranjero.
Elocuente comprobación ofrece también
el episodio siguiente:
invitóme un día á visitar la nueva casa
del doctor Lacroze, á tomar un baño y dar­
se él además unas inhalaciones en la gar­
ganta que le había prescripto su médico.
Cuando salimos de lo de Lacroze, calle en­
tonces Piedad entre Talcahuano y Uru­
guay, era cerca de mediodía y el calor so­
focante. A los pocos pasos que dimos por
la calzada. Sarmiento se detuvo en el za­
guán de una casa amplia para admirar una
magnolia florecida y otras plantas que da­
ban al patio un hermoso aspecto. Y elo­
giando el buen gusto del dueño de casa
se adelantaba sin pensar... Por el lado
opuesto del patio apareció un caballero,
quien al ver á Sarmiento se restregó los
ojos, se adelantó un poco más y dijo algo
cortado:

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ADOLFO SALDÍAS

— ¿ A qué debo el honor de... ?


— Caballero — repuso Sarmiento, — yo ...
La verdad es que Sarmiento no sabía
qué decir, ni tampoco podía retroceder de­
jando á ese señor sin respuesta, después
de haberse colado en su casa, sin pensarlo
y sin quererlo, atraído por las hermosas
plantas.
— Pues bien, señor Sarmiento— dijo el
dueño de casa, que no era otro que el doc­
tor Manuel Dídimo Pizarro, — ya que
la casualidad lo ha traído á usted aquí, no
se retirará sin descansar y sin darnos la
mano...
— Muy bien, gracias— respondió Sar­
miento alargando la mano y sentándose en
la silla que le ofrecía su interlocutor. Al
despedirse se dieron un abrazo, y ya en
la calle me dijo Sarmiento:
— ¡ Vea usted lo que pueden las magno­
lias lindas!
En su trato con las gentes, aun con los
desheredados de la suerte, era invariable­
mente sencillo y franco sin afectación. En
fuerza de su vocación característica de edu­
cador anheloso, transmitía conocimientos
siempre 'útiles para la persona con quien
hablaba. Y como era un sabio, á su mane­
ra, y su cerebro robusto penetraba más allá
de las copiosas lecturas que lo habían nu­
trido— los políticos é industriales, los hom­
bres de ciencia y de negocios, los literatos
y los soldados, los que se presumían gran­

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PÁGINAS LITERARIAS «97

des y los más sensatos, que se avenían con


su humildad,— todos los que á él iban que­
daban admirados de la lucidez prodigiosa
de ese anciano que alejado del gobierno,
pobre y retirado, era oráculo, providencia y
bien para tantas gentes... ¡Cuántos pros­
peraron á costa de sus lecciones, de sus
consejos y de sus indicaciones prácticas!
Baste recordar que las exquisitas uvas de
San Juan y de Mendoza para la mesa, se
pudrían hasta que Sarmiento hizo cargar
un vagón con ellas y las remitió á Buenos
Aires, introduciendo desde entonces este
importante comercio en el litoral; que él
fué el iniciador de la exportación á Francia
de peras en Adviento, y de duraznos de las
islas en el mes de enero, cuando en París
cuesta 5 francos cada uno, advirtiendo al
señor Rumbado y otros cultivadores de du­
raznos en las islas de nuestro delta, que
cortasen la fruta con un pedacito de rama
para no malograrlos, y los colocasen en
cajones bien cerrados sobre tablillas agu­
jereadas de manera que no se tocasen en­
tre s í ; que en sus últimos días inició en la
Asunción el comercio de los objetos de
mimbre que hoy ha asumido grandes pro­
porciones. Sabía de todo y tenía singular
talento para aplicar benéficamente todas las
fuerzas que encontraba á su paso.
Los domingos solía honrarme con su vi­
sita en una quinta mía en Belgrano. Lle­
vaba un buen libro ó me decía que lo espe­

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iq 8 ADOLFO SALDIAS

rase con algún libro nuevo, cuando caían


libros nuevos en Buenos Aires, y en pláti­
cas y lecturas amenísiinas para mí pasaban
breves las horas. Un domingo hizo el gas­
to el libro de Sir John Lubbok. Los comen­
tarios de Sarmiento sobre abejas y sobre
hormigas y sus observaciones prácticas
sobre el terreno, valían para mí tanto como
el libro. En la asociación de ideas le referí
que un paisano del común había abierto á
su costo un camino junto al cerco de cina-
cina y á lo largo de su maizal para que los
niños de esa parte del pueblo pudiesen lle­
gar á la escuela de Maldonado, interceptada
durante el invierno por los pantanos que
formaban las lluvias. Sarmiento quiso vi­
sitar á ese paisano llamado don Pascual
Pacheco. Este nos recibió bondadosamente
y cuando Sarmiento elogió su buena acción
significándole que merecía el agradecimien­
to del vecindario, el ingenuo paisano repu­
so que si él apenas sabía leer, porque des­
de su primera juventud cargó la lanza y
el sable, quería que sus nietos se instruye­
sen . como se habían instruido sus hijos,
y que al efecto todas las mañanas muy tem­
prano hacía centinela para que los remolo­
nes no se entretuviesen en su camino á la
escuela.
Sarmiento estaba encantado con este
ejemplar típico é invitó al paisano á reco­
rrer el sembradío. Aquí de las indicaciones
de Sarmiento sobre los trabajos más nece-

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PÁGINAS LITERARIAS 199

sanios para hacer prosjierar ese género de


sembradíos. A l principio don Pascual mi­
raba complaciente á ese viejo pueblero á
quien no conocía (á pedido de Sarmiento
yo no le había dado el nombre de éste), y
que pretendía enseñarle lo que él sabía. Pe­
ro cuando Sarmiento hablaba sobre la ma­
nera-de aprovechar el riego, no obstante
las penalidades que propiciaba la lluvia en
la región, y sobre otros cuidados preven­
tivos para asegurar en cuanto es posible la
cosecha, don Pascual lo contemplaba ató­
nito.
— Señor Pacheco— le dijo Sarmiento ten­
diéndole la mano,— usted es un protector
de la educación que ojalá encuentre imi­
tadores. Este amigo que me acompaña, y
que es presidente del consejo escolar del
distrito, debe solicitar que por ello se le pase
á usted una nota de agradecimiento.
Don Pascual que ya sospechaba quién
podía ser su interlocutor, aunque hacía más
de veinte años que no salía de su chacra y
no leía diarios, quedó estupefacto cuando
Sarmiento le dijo quién era y le ofreció sus
servicios.
Dadas estas peculiaridades no sorpren­
derá que en el corazón impresionable de
Sarmiento vibrasen tiernas delicadezas, á
impulsos de cierto sentimentalismo que se
trasuntaba diáfano y puro en bellísimos
arranques, en conceptos grandilocuentes
y hasta en conmociones profundas... ¿ Por

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200 ADOLFO SALDÍAS

qué no decirlo si ello es tan hermoso en


un anciano lleno de salud y de vigor?...
Y o he visto caer alguna lágrima en los me­
dios pliegos en que escribía la Vida de Do-
minguito y en ese capítulo en que se colo­
caba en el caso de (caquel griego que no
quiso gastar en contestar las diatribas de
sus enemigos los últimos cuartos que re­
servaba para pagar su sepultura». Corre­
gíamos con él las pruebas de las traduecio-
nes de la ¡(Eneida», por el doctor Vélez
Sarsfield y por don Juan de la Cruz Varela,
que juntos publicamos, y al llegar á la es­
cena en que la bella y amorosa reina de
Cartago en angustiosas endechas implora
á Eneas que no la abandone, y ante la ine­
xorable resolución de éste le pregunta ira­
cunda si las tigres de Hircania lo amaman­
taron, Sarmiento me pasó el libro porque
bajo sus lentes brotaron dos lágrimas...
Y — lo que llamará: la atención de las per­
sonas que tienen conciencia de su perfecto
equilibrio moral,— Sarmiento, como Sócra­
tes y como Lutero, creía en los demonios.
Con la diferencia de que Sarmiento creía
en un demonio útil. Este ente impalpable
en la vida íntima de .Sarmiento comenzó
por encarnarse en un muchacho sanjuani-
no muy despierto é inteligente que le ser­
vía de amanuense. El muchacho, por ejem­
plo, permanecía á espaldas de Sarmiento
mientras éste escribía. De repente Sarmien­
to exclamaba ¡dámelo!— como don Juan

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PÁGINAS LITERARIAS 201

Manuel de Rozas preguntaba á sus oficiales


don Pedro Rodríguez ó don Antonino Re­
yes, ¿ cuántos, señor ? y éstos le respondían
con la cantidad de soldados, ó caballos ó
de dineros que debía intercalar en lo que
estaba escribiendo.— El muchacho corría y
le traía á Sarmiento el libro que éste había
menester.
El muchacho se fue á San Juan y el de-
monia útil transmigró al mismo Sarmiento
quien aducía muchas pruebas comprobato­
rias de tal transmigración. Una de ellas es
realmente notable. Quería pagar una visi­
ta al general Teodoro García. Pero igno­
raba el domicilio de éste, y no tenía á quién
preguntarlo en la calle y lejos de su casa.
Caminó al azar, abstraído y sin saber
cómo, se entró en la sacristía de una iglesia
donde á la sazón extendían una partida de
bautismo de un niño apadrinado por el ge­
neral García,
— García, ¿ el general don Teodoro ?—
preguntó Sarmiento al teniente cura, quien
acababa de pronunciar ese nombre.
— Sí, señor Sarmiento, domiciliado en la
calle tal, número cual.
Dábase siempre tiempo para cumplir con
todos los deberes sociales y en esta habi­
tud no fué excedido por los políticos con­
temporáneos, como no fuese por el doctor
don Bernardo de Irigoyen que en las pro­
lijidades de su contextura amable y culti­
vadísima llevaba en orden alfabético una

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202 ADOLFO SALDIAS

lista de las personas de su relación en toda


la república, á quienes presentaba sus ex­
presiones en los onomásticos ó en otras cir­
cunstancias en que cuadra la manifestación
de los sentimientos amistosos. Claro está
que algunas veces se cruzaban motivos que
le impedían hacer ciertas visitas que le inr
teresaban más que otras. Una vez se diri­
gió á casa del señor Krause á quien de­
bía una atención y quería preguntarle algo
interesante. Llamó. Silencio completo. V ol­
vió á llamar...
— Señor Sarmiento— exclamó el señor
Krausé— ¡ cuánto le agradezco su presen­
cia! siento que en estas circunstancias...
— ¿ Qué le pasa á usted ?— preguntó Sar­
miento.
— Mi esposa continúa en estos momentos
dando á luz...
— ¿ Continúa... ? pues no debe usted ame­
drentarse por eso. Si son dos varones llá­
meles usted al uno 13omingo y al otro
Faustino. Y así se llamaron los que des­
pués fueron los ingenieros de este apellido.
En otra ocasión invitóme á acompañarle
á casa de la señora... cuyo salón era fre­
cuentado por diplomáticos, políticos, ar­
tistas, literatos, y en cuya mesa habíamos
comido un jueves último. Y o conocía la
sala donde durante la tarde recibía á sus
amigos la ilustrada y hermosa dueña de
casa. Guié á Sarmiento por la galería de!
segundo piso, y al invitarle á que penetra­

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PÁGINAS LITERARIAS 203

se en la salita que trasuntaba el buen gus­


to, y al mirar hacia adentro Sarmiento ex­
tendió los brazos hacia atrás y me dijo : V á­
monos, mi amigo, que aquí estamos de
más. Refería Sarmiento que al enfrentar en
la puerta de la salita, la dueña de casa—
levantando sus brazos esculturales— ^envol­
vía en sus manos los cabellos de... (aquí
un nombre que suena) sentado al lado de
ella en el sofá. Y nos retiramos. Dos horas
después la señora... me dirigió una carta
llena de fino sprit. uHonni soi qui mal y
pense» comenzaba, agregando que de tal
manera se habían crispado sus nervios al
contemplar la frente de aquel hombre des­
figurado por el fígaro que le había aplas­
tado los cabellos arrebatándoles la expre­
siva ondulación del bucle soñador, que no
pudo menos que reparar la torpeza del pe­
luquero. Y esa era la verdad como quedó
plenamente comprobado en la comida del
otro jueves á la cual nos invitó á Sarmiento
y á mí.
Fué recién en su último tiempo cuando á
consecuencia de su avanzada afección á la
laringe vióse precisado á quedarse en casa
por la noche y á marcharse al Paraguay
para cobrar fuerzas. Habíame dado las
ideas para la redacción de una Memoria
que pocos días después leyó al gabinete na­
cional, y debía ser nombrado comisionado
especial de la república cerca del gobierno
de los Estados Unidos. Mientras tanto me

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204 ADOLFO SALDIAS

despachó á Londres con algún encargo...


La muerte lo sorprendió en la casita de
hierro de la Asunción. La apoteosis lo es­
peraba en Buenos Aires donde no ha muer­
to felizmente el sentimiento de gratitud ha­
cia los grandes ciudadanos.

FIN DE PAGINAS LITERARIAS

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