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Siete prácticas esenciales

En su libro «Espiritualidad esencial», con prólogo del Dalai Lama, Walsh


da cuenta de siete prácticas centrales a todas las tradiciones de sabiduría
que promueven el despertar y la apertura del corazón, y procuran, lisa y
llanamente, una buena vida. Recomiendo la lectura del libro, que es un
tesoro de sabiduría en sí mismo. Aquí, lo esencial de estas siete prácticas
esenciales.

1. Transformar la propia motivación. Reducir las ansias y hallar el


verdadero deseo del alma. 
«Para vivir un mito mayor, uno debe abandonar la historia más pequeña»,
dice Walsh. ¿Qué significa esto? Que, al principio del camino, el
crecimiento espiritual se presenta como un sacrificio. Sólo después, con el
tiempo y el progreso en las prácticas, se hace evidente que el verdadero
sacrificio era continuar con la vida anterior, pequeña y constreñida.

La meta, a la larga, es entender que ninguna sensación ni posesión


externa puede proveernos satisfacción duradera. De hecho, todo elemento
externo que nos tranquiliza y calma nuestros deseos pasajeros nos distrae
de aquello que importa. Ante esto, hay dos actitudes posibles: 1. satisfacer
esas ansias (comiendo, consumiendo, comprando), pasarnos la vida
buscando nuevas formas de anestesiarnos, generándonos nuevas
ansiedades y codicias, o, 2. cambiar nuestra mente. Esto significa: soltar
las ansias cuando aparecen y apuntar le mente hacia una satisfacción
genuina y perdurable. La infelicidad, dice Walsh, rescatando un precepto
clave del budismo, es la diferencia entre lo que ansiamos y lo que
tenemos. Si soltamos el ansia, ese abismo desaparece. Así lo decía Gandhi:
«Renuncia y alégrate».

Pero no se trata del sacrificio por el sacrificio mismo, y aquí viene lo


interesante: cuando la mente ya no se siente tironeada por las ansias en
perpetua fluctuación, siente nacer de sus profundidades un deseo más
maduro: por ejemplo, la añoranza por la belleza y el altruismo, por la
verdad y la justicia. Las tradiciones se han referido a esta clase de deseo
como «el anhelo de lo bueno, lo bello y lo verdadero».

Estas cualidades nos revelan nuestra verdadera naturaleza y nos llaman a


la trascendencia. Frente a ellas, deseos mundanos como la fama y el
reconocimiento se muestran pequeños e ilusorios. Lo que buscamos, en
última instancia, no es la satisfacción de un deseo puntual sino acceder a
la fuente que los colma a todos: la iluminación.

Sin embargo, cada uno deberá llegar a su manera. Y ahí los senderos se bifurcan:
algunos se acercarán de la mano del arte, la música, la poesía; para otros, el canal
será la naturaleza. Lo cierto es que, a medida que avancemos en el camino, el
esfuerzo se irá haciendo más liviano, hasta casi desaparecer. Y entonces, en lugar
de perseguir nuestra dicha, nos dedicaremos, cada vez más, a expresarla. El
buscador se habrá convertido en iniciado. En otras palabras, en sabio.
2. Cultivar la sabiduría emocional. Sanar el corazón y aprender a amar.
Lo que sea que sintamos es lo que vemos a nuestro alrededor. Cuando lo
que sentimos es amor, vemos un mundo que añora dar y recibir amor.

Las emociones van y vienen, pero un único sentimiento ha sido elogiado y


valorado por los siglos de los siglos, por todas las religiones por igual: el
amor. De hecho, la idea del amor ha dejado una impronta más indeleble
en nuestra cultura que ningún otro concepto o noción. Es la fuerza más
potente del universo, aquella que mantiene, dirige e informa a cada ser
viviente.

Pero, ¿cómo y dónde se encuentra el amor? No se encuentra fuera de uno,


ni tampoco en personas especiales, dice Walsh. No se encuentra cuando se
lo busca motivado por el temor y una sensación de inadecuación, como
buscando algo que a uno lo complete. Buscarlo con estos motivos trae una
serie de problemas y distorsiones. El amor maduro, por el contrario, se
basa en la auto-suficiencia y la integridad.

Virtualmente todas las religiones ponen al amor en primer lugar: el Islam


y el cristianismo lo destacan como valor primigenio, el judaísmo exhorta:
«Ama a Dios con todo tu corazón, tu alma y tu luz, y ama a tu prójimo
como a ti mismo.» Jesús lo lleva aun más lejos y dice «Ama incluso a tus
enemigos». Y el hinduismo enfatiza: «Ama a todas las criaturas». (El
budismo habla del amor en forma indirecta, ya que hace foco en la
iluminación)

¿Cómo es ese amor magnánimo del que hablan los grandes profetas? Es
incondicional, es infinito, no busca recibir tanto como dar, y está siempre
con nosotros, oculto, incluso, detrás de emociones como el enojo, los celos
y el egoísmo.

Pero esas emociones existen y deben ser manejadas. Según Walsh, la


forma nunca es negarlas, reprimirlas ni entrar en conflicto con ellas. Más
bien, la sabiduría está en reconocerlas como una parte natural de la vida.
Ni alimentarlas ni incentivarlas, sino explorarlas con compasión,
equilibrándolas con ecuanimidad y aprendiendo de ellas.

Las prácticas espirituales ayudan significativamente a expandir y


profundizar el amor, ampliando su espectro. En sus niveles más altos, el
amor se revela, más que como una simple emoción, como la naturaleza
última de la realidad. De este amor extático y existencial casi no dan
cuenta las palabras. Pero, según los sabios de todos los tiempos, una vez
que ocurre, es inconfundible.
«Enloquece de amor», instruyó a sus discípulos el maestro hindú
Ramanakrishna. Y no  hablaba de un flechazo romántico.

3. Vivir éticamente. Sentirse bien al hacer el bien.


Mahatma Gandhi comenzó su carrera como un abogado tímido y
circunspecto, pero su carácter dio un vuelco al vivir y trabajar en
Sudáfrica y entrar en contacto con la realidad del racismo. Volvió a su país
decidido a trabajar por la justicia social. Podría haberse convertido en un
hombre iracundo y resentido; en cambio, se transformó en un apóstol de
la paz. Inició una revolución que unió valores espirituales con reclamos
sociales. En lugar de ver a sus oponentes como enemigos inhumanos, los
vio como potenciales amigos; en vez de insultarlos, su protesta fue ayunar
por la paz; en lugar de atacarlos físicamente, buscó inspirarlos
moralmente. Con la fuerza de su convicción atrajo a miles de sus
compatriotas a un movimiento sin precedentes que derrotó al Imperio
Británico, consiguió la independencia de la India e inspiró movimientos
similares en otras partes del mundo.

Para las grandes religiones la ética no consiste solo en no dañar, sino en


hacer todo lo posible por ayudar. ¿Ayudar a quién? A todos los seres
vivientes. Pero, dice Walsh, para poder aspirar a estas cumbres, hay que
comenzar por sanar las heridas causadas por las faltas éticas del pasado.

Notaremos que, cuando nos sentamos a meditar, los pensamientos más


perturbadores son siempre aquellos que se vinculan con acciones poco
éticas, tanto de nuestra parte hacia otros como de otros hacia nosotros.
Estos recuerdos mantienen a nuestra mente prisionera con sus residuos
psicológicos y espirituales. A veces, uno siente que es su propio carcelero
por no poder librarse de estas cargas del pasado. Todas las tradiciones
coinciden en que es necesario liberarnos de estas culpas. Pero, ¿cómo
hacerlo?

Cada caso requerirá acciones diferentes, por supuesto. Pero las grandes
religiones ofrecen algunos lineamientos generales: primero, reparar el
daño en la medida de lo posible. Si uno causó dolor, pedir perdón. Si uno
robó, devolver o pagar aquello que tomó. Segundo, buscar soluciones en
las que todos aprendan de la experiencia. Tercero, si uno ha sido el
victimario, evitar ceder a la tentación del contra-ataque. A veces, dice
Walsh, es tentador devolver una afrenta, pero lo único que esto logra es
generar un espiral creciente de violencia. Cuarto, relatar lo ocurrido a
alguien. Esta simple práctica es tan útil que tiene encarnaciones antiguas
como la confesión, y modernas como la psicoterapia y los grupos de auto-
ayuda. Quinto, aprender todo lo que se pueda de la experiencia.

A veces puede resulta útil una «visualización correctiva». Primero se


recuerda el hecho tal como ocurrió, experimentando nuevamente las
sensaciones que la mala acción trajo a la conciencia en el momento. Luego
se revive la secuencia, pero eligiendo esta vez un desenlace más alineado
con nuestros valores. A veces, esta experiencia puede ayudar a soltar lo
hecho, a la vez que se cincela otro curso de acción para ocasiones futuras.
4. Concentrar y calmar la mente.

Como ya dijimos, nuestra mente es infinitamente inquieta. Los budistas la


asemejan a un mono que salta locamente de rama en rama. En todo
momento estamos fugándonos hacia el futuro, elucubrando planes o
fantasías, sumergiéndonos en el pasado con recuerdos gratos o ingratos,
reviviendo la pelea de anoche o el logro de la semana anterior. No es de
sorprender que lleguemos a la noche mentalmente exhaustos.

La psicología occidental reconoce este problema desde hace años. El gran


psicólogo William James sostuvo que “una educación que entrenara la
atención sería una educación de excelencia”. Freud se refirió a lo mismo
por oposición: “El hombre ni siquiera es dueño de su propia mente”. La
psicología occidental, de algún modo, se resignó a entender a la atención
como algo ingobernable. Pero las grandes religiones plantean desde hace
siglos algo muy diferente: la mente se puede y se debe entrenar, ya que en
ello se asienta toda posibilidad de paz.

Un discípulo preguntó al gran sabio hindú Ramana Maharshi: “¿Qué se


interpone en mi camino hacia Dios?”. “Tu mente fluctuante”, respondió el
maestro. El Dalai Lama lo llevó aún más lejos y proclamó: “En su mejor
aspecto, la religión es una herramienta para ayudar a entrenar la mente”.
En palabras de Buda: “Una mente no entrenada te hace mayor mal que
aquellos que te odian. Una mente entrenada te hace mayor bien que
aquellos que te aman.”

¿Por qué es tan crucial entrenar la mente? Por un lado, si podemos


controlar la atención, podemos concentrarnos en evocar cualidades
deseables como el amor y la alegría. Y por otro, lo que ponemos en
nuestras mentes es tan importante como lo que ponemos en nuestras
bocas. O sea, nuestra dieta mental afecta nuestra salud mental. Ya lo dijo
San Pablo: “Lo que es verdadero, lo que es honorable, lo que es justo, lo
que es elogiable; piensa sobre estas cosas.” Aquello en lo que nos
concentramos en aquello en lo que nos convertimos.

Muchas personas piensan que la meditación y la contemplación son


prácticas propias de las religiones orientales. E incluso algunos sectores
conservadores del cristianismo y el judaísmo han rechazado estas
prácticas con frases como “Una mente ociosa es el taller del diablo”. Pero
hay una enorme diferencia entre la vagancia y la paz. La realidad es que la
meditación ha sido una práctica crucial de las tradiciones cristiana y judía,
y de la mayoría de los linajes.
La meditación y otras prácticas de concentración comparten dos
elementos esenciales: 1. Se elige un objeto para ser el foco de la atención
(una imagen, una palabra, un rezo). 2. Cuando la atención se distrae de
este objeto, se la trae suavemente de vuelta, una y otra vez. Este es el
corazón del método. Con la práctica, la mente se aquieta y es capaz de
permanecer enfocada por más tiempo. Lo más importante es disponer de
un tiempo todos los días para meditar, y establecerlo como parte de la
rutina diaria.
Los estratos más altos de la concentración y la calma
A medida que esta capacidad se entrena, se llega progresivamente a lo que
los cristianos han llamado “la paz que supera el entendimiento”, que es un
umbral a lo sagrado; una mente en paz y no perturbada se abre
naturalmente hacia su fuente. Este es uno de los descubrimientos más
antiguos e importantes de la humanidad: una mente tranquila está en
estado perfecto para la iluminación. Dice el Rig Veda, un texto sagrado
hindú de más de 3.000 años de antigüedad: “Traigamos a la mente a
descansar en la gloria de la verdad divina”. Este es también el propósito
del yoga, disciplina que busca controlar el cuerpo, la mente y la
respiración con el fin de llevar a la mente hacia el silencio.

Al perfeccionar esta habilidad, crece también la bondad y se abre el


corazón. El fin último es la práctica continua, en la que todas las
actividades son una oportunidad para el despertar. La mente se
transforma en un perfecto espejo para el mundo, y nace así la visión de lo
sagrado.

5. Despertar la visión espiritual. Ver claramente y reconocer lo


sagrado en todo.

“No vemos las cosas como son, sino como somos”, dice el Talmud.
“Vivimos en semi-inconsciencia, nuestra visión espiritual está dormida”,
dice Buda. En otras palabras, vamos por la vida en un un estado de semi-
sonambulismo.

Sabemos que lo que nos da cada momento depende de la atención que le


brindemos. Si la concentración nos permite dirigir la atención al
momento, la presencia –o “mindfulness”- nos permite explorar ese
momento en profundidad. Estar presentes a nuestras vivencias tiene un
sinfín de beneficios: mejora nuestras relaciones, el mundo en el que
vivimos, nuestras propias mentes. ¿Cómo mejora nuestras relaciones? Al
estar más presentes a los demás advertimos su tono de voz, sus gestos, sus
señales, logramos desarrollar con ellos una genuina empatía.

La presencia también nos permite registrar al mundo sensorialmente. A


diferencia de lo que suele pensarse, la espiritualidad no se opone al
disfrute de lo sensorial, sino apenas al apego a los placeres sensoriales, ya
que toda forma apego causa sufrimiento. En cambio, las tradiciones
llaman por igual a vivir cada momento con la percepción y los sentidos
vivos y despiertos. Así, el cristianismo elogia “el sacramento del momento
presente” y lo sufíes sostienen que “el mejor acto de reverencia es observar
el momento”.

Ese habitar el momento nos permite responder con conciencia a las cosas
que ocurren, en lugar de reaccionar impulsivamente. El mindfulness
también favorece nuestra salud: reduce la presión arterial, el asma, el
dolor crónico y las afecciones psicosomáticas. Y numerosos estudios
confirman también que mejora el funcionamiento psicológico.
En sus estratos más altos, la facultad de la presencia nos permite apreciar
lo sagrado en nosotros mismos y en todo lo que nos rodea. Cuando esto
ocurre, aprendemos a ver “con el ojo del alma”. Al principio esto se
produce sólo por instantes, como vislumbres de gran belleza que no
permanecen. Pero con el tiempo esa capacidad se refina y nuestra mirada
se asienta en ese lugar más alto, transformando todo lo mundano en una
oportunidad para el disfrute espiritual.

6. Cultivar la inteligencia espiritual. Desarrollar la sabiduría y


comprender la vida.

En la vida moderna estamos saturados de información, pero la sabiduría


escasea. Todas las religiones han postulado a la sabiduría como uno de los
más altos valores. ¿Qué es, exactamente, la sabiduría?

Al hablar de sabiduría nos referimos a una comprensión profunda de los


temas centrales de la vida, especialmente los existenciales (el sentido de
vivir, el desafío de armar relaciones, de aceptar por momentos la soledad,
de reconocer nuestra pequeñez ante la vastedad del universo, de convivir
con la incertidumbre y a la vez con la certeza de la muerte, la enfermedad
y el sufrimiento). Una persona que logra un profundo conocimiento sobre
estos temas, y además demuestra una facilidad para vincularse con ellos
en forma práctica, es verdaderamente sabio.

Desde los antiguos griegos, se ha considerado que la sabiduría contiene


estos dos aspectos: el visionario o de comprensión, y el aspecto práctico.

Pero, ¿a dónde acude uno en busca de sabiduría? No a la universidad,


donde prima la información, ni, ciertamente, a los líderes políticos. Se
acude, más bien, a las grandes tradiciones, las que han acumulado el
conocimiento de los sabios por los siglos de los siglos. A la larga, sin
embargo, hallamos sabiduría en cada persona o situación que somos
capaces de experimentar con una mente abierta e inquisitiva.

Aun pudiendo aprender sabiduría de todas las cosas, no obstante, las


tradiciones recomiendan cinco fuentes privilegiadas: la naturaleza, el
silencio y la soledad, las personas sabias, nosotros mismos, y el reflexionar
sobre la naturaleza de la vida y la muerte.

¿Y quiénes vendrían a ser los sabios? Obviamente los fundadores de las


grandes religiones como Buda, Lao Tsé, Confucio, Jesús, Mahoma.
También los profetas y discípulos que se dedicaron a transmitir sus
enseñanzas. Pero no debemos quedarnos anclados en el pasado; la
sabiduría no se ha extinguido con el paso de los siglos. De hecho, el siglo
XX produjo muchas personas compasivas y sabias; la mayoría de ellas
desconocidas, y otras, como Gandhi, la Madre Teresa y el Dalai Lama,
figuras mundialmente reconocidas.
Pero no sólo se aprende de los iluminados: una persona que está apenas
unos pasos más adelante en nuestra búsqueda puede, también, servirnos
de inspiración. Estas amistades, nacidas de un amor común por lo
sagrado, pueden ser únicas en su profundidad, y servirnos para avanzar
en el camino. Dijo Buda: “Halla amigos que amen la verdad”.

Algunos ejercicios que ayudan a procurarnos sabiduría:

1. Pasar tiempo en silencio y soledad. Si hay una pregunta que te inquieta


o preocupa, puedes enfocar la mente en ella en esos momentos. También
puedes leer o rezar. Pero lo mejor es pasar ese tiempo en contemplación
serena y sosegada.
2. Lectura de textos sagrados. El padre Thomas Keating recomendaba
leerlos «deteniéndote a saborear cada palabra, buscando inspiración más
que información». Luego, detente a ver qué ideas y pensamientos estos
textos evocan en ti.
3. Reconoce a tus maestros. Haz una lista de todas las personas que te han
enseñado. Escribe sus nombres, las cualidades que los hacen especiales y
qué te han enseñado; menciona también qué cualidades en ti te hicieron
receptivo a sus enseñanzas. La lista puede incluir a niños, amigos,
familiares, incluso a tus adversarios. Siente la gratitud de haber recibido
sus dones de sabiduría.
4. Disfruta de la compañía de los sabios. ¿Qué personas que conoces
personalmente consideras sabias, o se muestran siempre deseosas de
aprender? Piensa de qué manera podrías ofrecerles tus servicios o pasar
más tiempo con ellos, quizás en un grupo de estudio.

5. Descubre tu filosofía de vida. Gandhi describió su filosofía de vida en


tres palabras (“Renuncia, y alégrate”). ¿Con qué tres palabras podrías
describir la tuya? Medita y espera a que las palabras vengan.

6. Pide ayuda a tu sabio interior. Con los ojos cerrados y en estado


meditativo, invoca un ser que emane compasión y sabiduría. Puede ser
una figura histórica, actual o imaginaria. Imagina que se sienta a tu lado,
con amor infinito, dispuesto a escucharte. Hazle las preguntas que
necesites hacer, y espera su respuesta, sin apurar el proceso. Esta podrá
venir en el momento, o más tarde. Agradece su ayuda antes de concluir la
meditación.

6. Pasa revista a tu vida. Cada tanto, o cada día si es posible, detente un momento
y piensa en la forma en que estás llevando tu vida. El momento ideal para esta
práctica es por la noche, antes de irse a dormir. Revisa las acciones día sin juicio
ni culpa, apreciando qué acciones procuraron el bien y cuáles podrían no haber
sido las más conducentes. Aprecia los aciertos a la vez que revisas los errores.

7. Expresar al espíritu en acción. Abrazar la generosidad y la alegría del


servicio.
Ya lo dijeron Jesús y Mahoma: es más sagrado dar que recibir. Pero no
siempre damos con alegría. ¿Por qué es así esto? ¿Por qué a veces vivimos
el dar como un sacrificio? Ocurre que, así como llevar una vida ética es un
aprendizaje, también se cultiva la virtud de dar con el corazón abierto. Se
cultiva, principalmente, ejerciendo estas siete prácticas, que fortalecen la
gratitud, el amor y la generosidad.

Las grandes religiones sugieren que la capacidad de dar se desarrolla en


tres etapas 1. el dar tentativo, con ambivalencia y temor de extrañar más
tarde lo que se entrega. 2. El dar fraterno, en el que uno comparte
alegremente sus pertenencias con otros, motivados por la gracia de
hacerlos felices. 3. Dar como un rey. En este estadío nos nace dar lo mejor
que tenemos, porque la felicidad de los otros nos da tanto o más placer
que la propia. En este nivel del dar el servicio se ha convertido en un
privilegio y un placer, una práctica espiritual en sí misma.

La psicología ha comprobado que las personas generosas son más felices y


saludables que las más avaras. Los primeros experimentan la así llamada
«elevación del que ayuda», el placer provocado por dar placer a otros.
Este fenómeno, que también han bautizado  «la paradoja del placer», se
explica porque, al dar de nosotros, aflojamos nuestro apego a emociones
negativas como la avaricia, el egoísmo y los celos, fortaleciendo otras más
positivas.

Hay un «secreto» bien guardado en el servicio, y es este: está bien disfrutarlo.


Cuando uno disfruta del acto de dar, entrega más que lo que entrega; entrega,
también, su propia felicidad. Nadie quiere ser asistido por alguien enojado o
resentido. Para lograr esta alegría y esa apertura, lo primero es descubrir cuál es
la forma en que a uno le gustaría servir. A menudo, esto coincide con los talentos
que uno tiene para contribuir. Hay que darse tiempo para experimentar con
distintas formas de servicio, hasta encontrar la propia. Dice la sabiduría judía:
«Es importante empezar con uno, pero no terminar con uno.»
Los estratos más altos de la generosidad
Años atrás, cuenta Walsh, un joven se hallaba tan deprimido, que hasta
pensó en tomarse la vida. ¿Qué podría hacer que la vida valiera la pena?
En su peor momento, le vino la respuesta como un relámpago: viviría para
descubrir cuánto bien era capaz de hacer un hombre en su vida. Este
hombre se llamó Buckminster Fuller y vivió sesenta años más, durante los
cuales patentó 2.000 inventos, escribió 25.000 libros y pasó a ser
conocido como uno de los pensadores más grandes de su época. La
respuesta a la pregunta que se hizo esa noche oscura resultó ser: mucho.

Los sabios han jugado a este juego por años: contribuir al mundo, y
despertar. Despertar, y contribuir al mundo. Es el juego más grande que
puede jugar el ser humano, el que más sentido y valor aporta a nuestras
vidas. Los místicos modernos avalan esta verdad milenaria y aconsejan:
juega ese juego con intensidad, como si tu vida y tu cordura dependieran
de ello, porque, de hecho, lo hacen.

Lleva adelante estas siete prácticas no para tu propio beneficio solamente,


sino para el beneficio de todos. Ama y sirve a la vida en sus infinitas
formas, cuida de nuestro mundo atribulado. Nuestro mundo necesita
desesperadamente que lo sanen, pero está en buenas manos: las tuyas.
Las de todos nosotros.

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