(OR., 51-52, 19-26 de diciembre de 2014, pp. 13, y 15)
La canción de cuna de Dios (11 de diciembre de 2014)
Dios es para nosotros como la mamá que nos canta con ternura la canción de cuna y no tiene miedo de hacer incluso el «ridículo» por cuanto nos ama. Por ello el Papa Francisco puso en guardia de la «tentación de cosificar la gracia», con una certeza: «Si nosotros tuviésemos la valentía de abrir nuestro corazón a esta ternura de Dios, ¡cuánta libertad espiritual tendríamos!». Y para vivir esta experiencia, durante la misa del jueves 11 de diciembre, el Papa sugirió leer el pasaje del profeta Isaías propuesto por la liturgia del día. «El profeta Isaías –destacó inmediatamente el Pontífice– habla de la salvación, de cómo Dio salva a su pueblo, y vuelve a esa imagen, a esa realidad que es precisamente la cercanía de Dios a su pueblo». «Es precisamente la cercanía de Dios a su pueblo lo que hace la salvación». Una «cercanía que avanza, avanza, hasta tomar nuestra humanidad». Y «en este pasaje –explicó el Papa Francisco– hay una cosa que tal vez nos haga reír un poco, pero es hermoso». En efecto, es «tan grande la cercanía, que Dios se presenta aquí como una mamá, como una mamá que dialoga con su niño: una mamá cuando canta la canción de cuna al niño y toma la voz del niño y se hace pequeña como el niño y habla con el tono del niño hasta el punto de hacer el ridículo si uno no comprende la grandeza que hay en ello». «Cuántas veces –continuó el Pontífice– una mamá dice estas cosas al niño mientras lo acaricia». Y también «Dios hace lo mismo: es la ternura de Dios» que «están tan cerca de nosotros, que se expresa con esta ternura, la ternura de una mamá». Esto «es la gracia de Dios», afirmó el Papa Francisco. En efecto, «cuando hablamos de gracia, hablamos de esta cercanía». Así, «cuando uno dice: estoy en estado de gracia, estoy cerca del Señor o dejo que el Señor se me acerque: ¡eso es la gracia!». En cambio, «nosotros, muchas veces, para estar seguros, queremos controlar la gracia, como si el niño dijese a la mamá: ‘Está bien, ahora te callas, déjame vivir, está bien, yo sé que tú me amas’». Y, por su parte, «la mamá sigue diciendo estas cosas, que causan risa, pero es el amor, el amor que se expresa así». Pues bien, «¿detiene el niño a la mamá? ¡No! Se deja amar, porque es un niño. Así como lo dice Jesús: el reino de los cielos es como el niño que se deja amar por Dios». Y «esto es la gracia». El Papa Francisco, de este modo, puso en guardia sobre la «tentación de cosificar la gracia» que «tenemos muchas veces en nuestra historia y también en nuestra vida». Se trata de transformar «esta gracia que es una cercanía, una cercanía de las entrañas de Dios», en «una mercadería o en una cosa posible de controlar». Porque «nosotros queremos controlar la gracia». Y «así, cuando se habla de gracia, tenemos la tentación de decir: ‘Yo estoy en gracia’. Pero, ¿qué quiere decir?, ¿qué estás cerca del Señor? ‘No, tengo también el alma limpia, estoy en gracia’». Así, pues, «esta verdad tan bonita de la cercanía de Dios se desliza en una contabilidad espiritual: ‘No, hago esto porque esto me dará 300 días de gracia... Hago esto otro porque me dará esto, y así acumulo gracia...’». Razonando así la gracia se reduce a «una mercadería». «En la historia –explicó el Papa– esta cercanía de Dios a su pueblo fue traicionada por esta actitud egoísta nuestra de querer controlar la gracia, de cosificarla». Como «ejemplo» el Pontífice indicó «los partidos en la época de Jesús». Comenzando por los «fariseos: para ellos la gracia estaba precisamente en hacer la ley, seguir la ley y cuando había una duda se hacía otra para que fuese más clara esa ley». Estaban también los «saduceos»: según ellos la gracia de Dios consistía en hacer «convivir políticamente el pueblo con los ocupantes y hacer pactos políticos». Otros eran «los esenios» que «eran buenos, buenísimos, pero tenían tanto miedo que no arriesgaban y se marcharon al monasterio a rezar». De este modo, «esa gracia que lleva hacia adelante, esa cercanía de Dios se convirtió en una clausura monacal en el monasterio, pero no la gracia de Dios». Por otro lado, en cambio, «los zelotes pensaban que la gracia de Dios fuese precisamente la guerra de liberación, las guerrillas de liberación de Israel». Y esta era «también otra forma de cosificar la gracia». Pero, reafirmó el Papa, «la gracia de Dios es otra cosa: es cercanía, es ternura». Y sugirió una «regla» que «sirve siempre: si en tu relación con el Señor no sientes que Él te ama con ternura» significa que «aún te falta algo, aún no has comprendido lo que es la gracia, aún no has recibido la gracia, que es esta cercanía». El Papa Francisco quiso compartir una experiencia suya, recordando cuando, hace muchos años, se le acercó una señora diciéndole: «Padre, tengo que hacerle una pregunta porque no sé si debo confesarme o no». «El sábado pasado –continuó repitiendo las palabras de la señora– fuimos a la boda de unos amigos y se celebró la misa, y con mi marido decíamos: ¿está bien esta misa de sábado por la tarde? ¿Sirve? ¿Es válida para el domingo?». Al plantear la cuestión, recordó el Papa Francisco, «esa mujer sufría». Entonces «dije a esa señora: ‘El Señor la quiere mucho: ella se marcho de allí, recibió la comunión, estuvo con Jesús... Sí, esté serena, el Señor no es un comerciante, el Señor ama, es cercano’». Y concluyó con un consejo práctico: «Hoy, si tenéis un poco de tiempo, en vuestra casa, buscad la Biblia: Isaías, capítulo 41, del versículo 13 al 20, siete versículos. Y leedlos». Para entrar de este modo más a fondo en la experiencia de «esta ternura de Dios», de «este Dios que nos canta a cada uno de nosotros la canción de cuna, como una mamá».
Corazones tenebrosos (15 de diciembre de 2014)
«Pido al Señor la gracia de que nuestro corazón sea sencillo, luminoso con la verdad que Él nos da, y podamos así ser amables, capaces de perdonar, comprensivos con los demás, de corazón grande con la gente, misericordiosos». Con esta oración el Papa Francisco concluyó la homilía de la misa del lunes 15 de diciembre. «Jamás – añadió– condenar. Si tú tienes ganas de condenar, condénate a ti mismo». Al contrario, hay que pedir «al Señor la gracia de que nos dé esta luz interior, que nos convenza que la roca es sólo Él y no tantas historias que hacemos como cosas importantes; y que Él nos acompañe por el camino, que Él nos ensanche el corazón, para que puedan entrar los problemas de tanta gente, y que Él nos dé la gracia de sentirnos pecadores». El punto de partida surgió una vez más de las lecturas del día, en especial del pasaje del Evangelio de san Mateo (21, 23-27), donde Jesús se dirige a quienes buscan confundir la fe sencilla de las personas con formalismos y normas a menudo inútiles. Al respecto el Pontífice inició su reflexión recordando que ya el domingo de Ramos, cuando «Jesús entró en Jerusalén» y «los niños cantaban: ‘Hosanna al Hijo de David’», algunos «doctores de la ley querían hacerlos callar». Pero Jesús dijo: «No pueden callar; si ellos no gritan, gritarán las piedras». Luego el Señor «curó a mucha gente enferma» y cuando tuvo hambre, acercándose a la higuera que no tenía fruto, maldijo a la planta. Así, «el árbol se secó», y los discípulos comentaron: «¡Has hecho un milagro!». Y Él respondió: «Si tuvierais fe, haríais lo mismo o más». En concreto, destacó el Papa, Jesús «predica sobre la fe. Luego, en el templo, curó a mucha gente, a los enfermos, y expulsó a los que vendían y compraban». Y fue entonces que «los jefes de los sacerdotes, los doctores de la ley se le acercaron para preguntarle»: «¿Con qué autoridad haces esto? Somos nosotros los que mandamos en el templo». Y la respuesta de Jesús es una respuesta «con vivacidad interior, con mucha agudeza», porque –destacó el Papa– Jesús «va al corazón de esta gente, a lo que tenían en el corazón. Era gente que tenía un corazón inseguro, un corazón que se acomodaba un poco a las situaciones, un corazón que, según el momento, iba de una parte o de la otra». A ellos, en efecto, «no les interesaba la verdad; a ellos les interesaba el propio interés, según el viento que soplaba...». Y negociaban todo: la libertad interior, la fe, la patria. Todo, menos las apariencias. Les interesaba salir bien de las situaciones. La descripción de la escena evangélica, explicó el Papa Francisco, es precisamente una de estas situaciones en las que ellos tratan de sacar algún beneficio. «Vieron en este momento alguna cosa débil», tal vez lo «imaginaron», y se dijeron: «este es el momento». De aquí la pregunta: «¿Con qué autoridad haces esto?». Evidentemente «se sintieron un poco fuertes». Pero la reacción de Jesús una vez más los desplaza. Él «no discute con ellos» y los tranquiliza: «Sí, sí, os lo diré, pero antes decidme esto», pregunta haciendo referencia a Juan el Bautista. Así, pues, Jesús responde a una pregunta con una pregunta «y con esto los debilita», hasta el punto de que sus interlocutores «no saben dónde ir». De aquí la relación indicada por el Papa Francisco con la oración del inicio de la misa, en la que se pide al Señor «que disipe las tinieblas de nuestro corazón». En efecto, la gente de la que habla el Evangelio «tenía muchas tinieblas en el corazón». Cierto, «era observante de la ley: el sábado no caminaban más de cien metros y nunca se sentaban en la mesa sin lavarse las manos»; era «gente muy observante, muy segura en sus costumbres». Pero, añadió el Papa, «es verdad que sólo en las apariencias. Eran fuertes, pero hacia fuera. Estaban acartonados. El corazón era muy débil, no sabían en qué creían. Y por ello su vida estaba, la parte exterior, toda regulada; pero el corazón iba de una parte a la otra». Al contrario, Jesús «nos enseña que el cristiano debe tener el corazón fuerte, firme, que crece sobre la roca, que es Cristo, y luego ir por el mundo con prudencia». En efecto, continuó el Pontífice, «no se negocia el corazón, no se negocia la roca. La roca es Cristo, no se negocia. Este es el drama de la hipocresía de esta gente. Y Jesús no negociaba nunca su corazón de Hijo del Padre, sino que estaba abierto a la gente, buscando caminos para ayudar». Los demás, en cambio, afirmaban: «Esto no se puede hacer; nuestra disciplina, nuestra doctrina dice que no se puede hacer». En definitiva, «eran rígidos en sus disciplinas» y sostenían: «La disciplina no se toca, es sagrada». En este punto el Papa Francisco quiso añadir un recuerdo personal, vinculado a los tiempos de su juventud, «cuando el Papa Pío XII –explicó– nos liberó de esa cruz tan pesada que era el ayuno eucarístico. No se podía ni siquiera beber una gota de agua. Y para lavarse los dientes, se tenía que hacer de tal modo que no se tragase agua». El obispo de Roma confesó: «Yo mismo, siendo joven, he ido a confesarme de haber comulgado pensando que alguna gota me la había tragado». Por ello, cuando el Papa Pacelli «cambió la disciplina –’¡Ah, herejía! ¡Tocó la disciplina de la Iglesia!’– muchos fariseos se escandalizaron. Muchos. Porque Pío XII actuó como Jesús: vio la necesidad de la gente: ‘Esta pobre gente, con tanto calor’. Estos sacerdotes que celebraban tres misas, la última a la una, después de mediodía, en ayunas. Y estos fariseos eran así –’nuestra disciplina’– rígidos en la piel, pero, como dice Jesús, ‘corruptos en el corazón’, débiles hasta la corrupción. Tenebrosos en el corazón». En efecto, ellos «siempre trataban de sacar beneficio». Y «también nuestra vida puede llegar a ser así», advirtió el Papa Francisco. Así, pues, «muchas veces un pecado nos avergüenza» y nos hace «encontrar al Señor, que nos perdona». Al respecto el Pontífice citó el libro de la Sabiduría, que dice: «Qué misterioso es el corazón del hombre, ¿quién puede conocerlo?». Por ello, concluyó, «hoy hemos pedido al Señor» que disipe «las tinieblas de nuestro corazón; que nuestro corazón esté firme en la fe». Precisamente como el de la «gente sencilla» del pasaje del Evangelio.
Los que irán en primer lugar (16 de diciembre de 2014)
Un «corazón arrepentido» que sabe reconocer los propios pecados es la condición fundamental para encaminarse por la «senda de la salvación». Entonces el «juicio» del Señor no dará miedo, sino que dará «esperanza». Y las dos lecturas del día, en las que se centró la reflexión del Papa en la misa del martes 16 de diciembre, tienen la «estructura de un juicio». La primera, tomada del Libro del profeta Sofonías (3, 1-2. 9- 13) comienza «con una palabra de amenaza: ‘¡Ay de la ciudad rebelde, impura!». He aquí ya el juicio: «a la ciudad rebelde», la ciudad que «no ha escuchado la llamada, que no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios». Para ellos es la «condena» que se expresa en el término «¡ay!». Para los demás, en cambio, hay una promesa: «Purificaré los labios de los pueblos», escribe el profeta. Y continúa: «Desde las orillas de los ríos de Cus, mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda. Aquel día, ya no te avergonzarás de las acciones con que me ofendiste». ¿De quién habla Sofonías? De quien –explicó el Pontífice– se acerca «al Señor porque el Señor ha perdonado». Son estos «los salvados»; los demás, en cambio, son «los soberbios, que no habían escuchado la voz del Señor, que no aceptaron la corrección, no confiaron en el Señor». A los que se arrepienten, que son capaces de reconocer: «Sí, somos pecadores» –destacó el Papa– el Señor reservó el perdón y dirigió «esta palabra, que es una de las palabras llenas de esperanza del Antiguo Testamento: ‘Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor’». Aquí se distinguen «las tres características del pueblo fiel de Dios: humildad, pobreza y confianza en el Señor». Y es precisamente esta «la senda de la salvación». Los demás, en cambio, «no acogieron la voz del Señor, no aceptaron la corrección, no confiaron en el Señor», por ello «no pueden recibir la salvación»: se «cerraron, ellos, a la salvación». Lo mismo, precisó el Pontífice, sucede hoy: «Cuando vemos el santo pueblo de Dios que es humilde, que tiene sus riquezas en la fe en el Señor, en la confianza en el Señor; el pueblo humilde y pobre que confía en el Señor», entonces encontramos a «los salvados», porque «este es el camino» que debe recorrer la Iglesia. Una dinámica semejante se encuentra en el Evangelio del día (Mateo, 21, 28-32), donde Jesús propone «a los jefes de los sacerdotes, a los ancianos del pueblo», a todo ese «‘grupo’ de gente que le declaraba la guerra», un «juicio» sobre el cual reflexionar. Les presenta el caso de los dos hijos a quienes el padre les pide que vayan a trabajar a la viña. Uno responde: «No voy». Pero luego va. El otro, en cambio, dice: «Sí, papá», pero después reflexiona y «no va, no obedece». Jesús pregunta a sus interlocutores: «¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre? ¿El primero, el que había dicho que no», ese «joven rebelde» que luego «pensó en su padre» y decidió obedecer, o el segundo? Así llega el juicio: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios». Ellos «serán los primeros». Y se los explica: «Vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis». «¿Qué hizo esta gente» para merecer tal juicio? «No ha escuchado la voz del Señor –explicó el Papa–, no ha aceptado la corrección, no ha confiado en el Señor». Alguien podría decir: «Pero padre, qué escándalo que Jesús diga esto, que los publicanos, que son traidores de la patria porque recibían los impuestos para pagar a los romanos», precisamente ellos «irán los primeros al reino de los cielos». ¿Y lo mismo sucederá con las «prostitutas que son mujeres de descarte»? De aquí la conclusión: «¿Señor tú has enloquecido? Nosotros somos puros, somos católicos, comulgamos cada día, vamos a misa». Sin embargo, destacó el Papa Francisco, precisamente ellos «serán los primeros en ir si tu corazón no es un corazón que se arrepiente». Y «si tú no escuchas al Señor, si no aceptas la corrección y no confías en Él, no tienes un corazón arrepentido». El Señor, continuó el Pontífice, «no quiere» a estos «hipócritas que se escandalizaban» de lo que «decía Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, pero luego a escondidas iban a ellos, o para desfogar sus pasiones o para hacer negocios». Se consideraban «puros», pero en realidad «el Señor así no los quiere». Este juicio sobre el cual «la liturgia de hoy nos hace pensar» es, de todos modos, «un juicio que da esperanza al mirar nuestros pecados». Todos, en efecto, «somos pecadores». Cada uno de nosotros conoce bien la «lista» de los propios pecados, y –explicó el Papa Francisco– podemos decir: «Señor te entrego mis pecados, la única cosa que podemos ofrecerte». Para hacer comprender mejor esto, el Pontífice recordó la «vida de un santo que era muy generoso» y ofrecía todo al Señor: «Lo que el Señor le pedía él lo hacía». Lo escuchaba siempre y cumplía siempre su voluntad. Y el Señor en una ocasión le dijo: «Tú aún no me has dado una cosa». Y él, «que era tan bueno», respondió: «Pero Señor, ¿qué cosa no te he dado? Te he dado mi vida, trabajo por los pobres, trabajo en la catequesis, trabajo aquí, trabajo allí...». Así, el Señor le salió al encuentro: «Tú aún no me has dado una cosa». Pero, «¿qué cosa Señor?», repitió el santo. «Tus pecados», concluyó el Señor. He aquí la lección que quiso destacar el Papa: «Cuando nosotros seamos capaces de decir al Señor: ‘Señor, estos son mis pecados, no son los de este o los de aquel... son los míos. Tómalos tú. Así estaré salvado’», entonces «seremos ese hermoso pueblo, pueblo humilde y pobres que confía en el nombre del Señor».