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"Falsa familia", novela de Carlos Ríos.

Por Facundo Gerez

Además de ser miembro del consejo editor de la revista digital Bazar Americano y


dirigir el proyecto editorial Oficina Perambulante, Carlos Ríos (Santa Teresita,
1967) coordina talleres de lectura, escritura y producción editorial en cárceles
bonaerenses. Un dato ─este último─ no menor, considerando que el protagonista
de Falsa familia (EME, 2021), su última novela, es un hombre que coordina
talleres de lectura y escritura en cárceles bonaerenses. Eso, ante todo: el punto de
contacto entre el autor (Ríos) y el protagonista de la novela (el profe). Desde ahí, un
juego entre realidad y ficción a partir del cual se proyecta una historia que gira en
torno al dinero, el trabajo y la literatura.

La novela, que es generosa en el despliegue de recursos (además de prosa narrativa


hay guiones teatrales, dibujos y fotos), se divide en cuatro partes: la primera y la
última están escritas en tercera persona, desde un narrador que sigue al profe; la
segunda está conformada por una serie de textos que los presos escriben en taller; y
la tercera, en primera persona, comprende las notas que el profe toma en su
teléfono celular, el Moto C.

Entre trabajo y trabajo, de un penal a otro, el profe para en una estación de servicio
(“uso a la Shell de oficina entre Olmos y Romero”) y desde ahí observa, toma notas,
pasa en limpio las experiencias del día, piensa (se piensa) y da cuerpo a gran parte
de esta novela. Una novela en la cual se destaca la cárcel. Sin sentimentalismo, la
cárcel (las cárceles bonaerenses) aparecen como lugares ásperos, donde a los
habituales enfrentamientos en pabellones (donde hay “pibes tirados como perros”)
se le suman abusos y represalias (“al abusador intentaron cortarle las bolas y
terminó en el hospital”) y al rebelde se lo amansa a fuerza de medicaciones y
tratamientos psiquiátricos.

“La 44 es una unidad para 400 y hay 700, están todos los penales sobrepasados”, se
dice en un momento. “Todos los derechos se perdieron”. Esas son las condiciones
de vida de los presos, de hacinamiento. Y esas son, también, en otro grado, las
condiciones de trabajo del profe (“salimos un poquito antes por la falta de agua. El
olor a meo se metió en todos los salones”), un personaje que, ante todo, huele. Que
tienen un sentido del olfato desarrollado. El profe puede percibir “encierro, olor a
ropa sucia, a leña, a pelo sin lavar” o “mezcla de mierda humana, naranjas, humo,
cigarrillo, hojas de eucalipto”, aromas y olores que, combinados, dan cuenta del
paisaje y lo persiguen hasta el interior de su casa (“traigo en mi nariz los olores de
la cárcel, se confunden con los del colectivo”).
Para el profe (y para la novela) el conflicto central está dado por la tensión ─la
distancia y los límites difusos─ que hay entre el adentro y el afuera de la cárcel. El
profe está en una zona intermedia. Es alguien que parece tener un pie acá y otro
allá. Cuando está adentro es el de afuera (el que trae noticias y cosas ─galletitas,
cigarrillos, ibuprofenos, bufandas─ de afuera) pero cuando está afuera no puede
dejar de sentirse el de adentro (afuera, la cárcel no solo se le cruza, se le aparece,
súbitamente ─en lecturas, sobre todo─, sino que cuando habla es monotemático:
recurrente, obsesivo, su principal tema de conversación es la cárcel).

“La reja te come”, es un leitmotiv en la novela. Es un consejo que, de buena fe, le


dan colegas y compañeros de trabajo. “Andate mientras puedas... la reja te come”,
le dicen. “No dejes pasar el tiempo porque cada día que pasa te juega en contra. Te
vas quedando y después no salís más”. Y es, también, algo que el profe experimenta
en carne propia (“a veces tengo la sensación de que la cárcel me busca en todas
partes, con el propósito de recordarme que en cuestión de horas voy a estar de
nuevo ahí, en el espacio cerrado que va de una reja a la otra, de un candado al
otro”).

Como bien apunta Francisco Bitar en la contratapa, Falsa familia es una novela


sobre el dinero y el trabajo. Sobre el dinero en su versión más inmediata, más
urgente (“ella cobró y en el chino compraron dos vinos y cositas para hacer una
tarta”) y sobre la otra cara de la misma moneda: el trabajo, en el sentido de la
necesidad de trabajar para conseguir dinero para vivir y la importancia de
conservar el puesto de trabajo en un contexto desfavorable (“un trabajo es un
trabajo y en este país un trabajo es una pepita de oro en el bolsillo”). Pero además
de eso, del dinero y el trabajo, Falsa familia es una novela sobre el lenguaje, sobre
las palabras (“hablamos de las palabras y de cómo somos a través de ellas”) y sobre
el ejercicio de la literatura.

Literatura y presos, en esta novela, se retroalimentan. A partir de la lectura y la


escritura, la literatura abre una serie de posibilidades a los presos (desde
expresarse y canalizar sus emociones hasta el desarrollo de cierta habilidad en la
lectura del discurso para “sacarle la ficha al juez”) a la vez que los presos, por
momentos, logran sacar a la literatura de su zona de confort. Cuestionando, por
ejemplo, ciertos clichés, como cuando ─en una escena memorable─, con relación al
“terror a la página en blanco”, un concepto que pretende instalar el profe, un preso,
espontáneo, (re)ubica a la literatura en los órdenes de las cosas de la vida, con una
frase contundente: “con todo respeto profe en la calle se la puse a tres cobanis
cómo le voy a tener miedo a escribir en un papel”.

Buena parte del efecto de Falsa familia estriba en su protagonista. Si el profe, como


personaje, funciona (si llega; si provoca, alternativamente, empatía, compasión,
identificación), es porque no termina de cuadrar en ningún grupo. No es maestro
(“trabaja con maestras y maestros, pero no es”); no es un preso, aunque por
momentos parece; y tampoco es, del todo, cuando está afuera, un ciudadano
enteramente libre (es tal el influjo de la cárcel que, estando en su casa, en el patio,
tomando mate, el profe llega a verse como si estuviera en medio de “una
domiciliaria”).

En esa zona de indefinición, en su condición de inclasificable, el profe oscila entre


el desamparo y la opresión. Se trata de un hombre que tiene un trabajo que, sin
lugar a dudas, va mucho más allá del hecho de coordinar un taller literario (un
trabajo que puede incluir, por ejemplo, tareas como ayudar a una reclusa a sacarle
cucarachas del pelo a una muñeca), que está en un momento de su vida que exige
un movimiento. Una definición. Un giro. Un cambio de rumbo. Desde ahí, como
posibilidad, surge lo expresivo. La idea, en una línea, es: si no se puede dejar de
hablar de la cárcel (si no puede haber un corte, si la cárcel está en la cabeza todo el
día y no hay manera de hacerla a un lado), hay que redoblar la apuesta. Hay que
hablar más. “Hay que hablar hasta que duela”. Un hablar que, en esta novela, toma
la forma de la escritura. Hablar, en esta novela, es escribir. Es lo que hace el profe
cada día en la Shell, en su Moto C. Eso que, a nivel catársis, lo ubica al nivel de los
presos (“soy mi propio alumno de taller”) y deja la sensación de que, entre otras
cosas, la escritura es ─puede ser, también─ un modo de terapia y un camino
posible a algún tipo de autoconocimiento, reflexión y sanación.

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