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Crisis global, crisis del trabajo, ¿crisis del sindicalismo?

Buenos días a todas y todos. La Fundación de Estudios Laborales y

Sindicales (FELS) me pidió que interviniera en este seminario para

invitarles, motivarles, para hacerles una provocación a pensar la situación

global y local que atraviesa el sindicalismo, más en la perspectiva de

repensar los desafíos históricos, los del presente y los que se nos vienen

por delante. Me siento muy orgulloso de estar aquí y espero que mis

palabras sean, en alguna modesta medida, un aporte para estos propósitos

urgentes.

Debo advertirles que no pertenezco a ninguna ciencia social

especializada en el trabajo: soy profesor de filosofía, y desde las

herramientas de este venerable saber me gano la vida como trabajador de

la educación, y, desde ese quehacer, intento pensar un par de cuestiones

que me inquietan mucho y que considero fundamentales: la ética y la

política. Ambas tienen que ver con la vida humana, que nunca es solitaria

y donde la realidad es que llegamos a ser personas gracias a una trama de

relaciones con otros humanos y humanas, una red de vínculos de la que

dependemos y a la cual nos sumamos y contribuimos. La ética y la

política, a mi juicio, contribuyen, a darle forma a esa red; a ver ese tejido

no como una necesidad ciega o una realidad inamovible sino como una

creación que nace de lo que somos, que es también lo que queremos, lo


que podemos, y lo que decidimos como sociedad. Significa, también, ser

capaces de reconocer y hacernos cargo de aquello que no queremos más

en nuestra convivencia: ni la miseria, ni la injusticia, ni la violencia, ni la

humillación, etc.

La política, en el mejor y más amplio sentido de la palabra, consiste

en el esfuerzo colectivo por dar forma a instituciones y poderes comunes

que sean justos, consentidos y legítimos para quienes han de convivir en

ellas. A mi juicio, el trabajo es una de esas instituciones y poderes

comunes. La ética, en el mejor y mas amplio sentido de la palabra, es la

capacidad humana individual y colectiva de reflexionar sobre el sentido de

lo que entendemos por bueno, justo y deseable para nuestras vidas, así

como también para establecer los límites que separan el trato

mínimamente humano, de las formas de trato indignas e inhumanas. A mi

juicio, no puede pensarse el trabajo sin pensarlo éticamente, es decir, sin

pensar el sentido que le damos al trabajo y qué relación vemos en el con la

dignidad humana, la libertad y la felicidad.

Lamento haberles detenido con estas definiciones que a lo mejor son

muy abstractas y por ello puede que digan y ayuden poco. El punto del

que quiero arrancar de verdad es el siguiente: estamos atravesando una

época de enormes transformaciones que se manifiestan como crisis,

rupturas, y conflictos y abren, por supuesto, desafíos y amenazas para

nuestras sociedades que impactan en las esferas claves de nuestra


sociedad: en la política, la economía, la educación y, como no, en el mundo

del trabajo. Nombraré los “rostros” de esas crisis globales: catástrofe

ecológica, declive de las democracias liberales, automatización del trabajo

y el colapso de la salud mental. Aunque me concentraré en la cuestión del

trabajo, me niego a ver esto sólo como lo relativo al miedo a la

automatización: hace rato se viene diagnosticando una crisis del trabajo,

que, por su puesto, tiene su correlato en una crisis del sindicalismo.

No partiré por el supuesto – y temido – “futuro del trabajo”, la

automatización y robotización, sino por lo que parece un contrasentido: la

persistencia de viejas formas de explotación, que se creía, se decía,

estaban extintas. El escritor y filósofo español Santiago Alba Rico describe

así: “Barcos – Factoría, asalariados reclusos, maquiladoras, trabajo infantil

creciente, esclavitud (e incluso una nueva jornada laboral potencial de 65

horas en Europa), junto a un ejercito de reserva desgastado (…) por la

droga, la bebida, la violencia recíproca, la desestructuración familiar, y el

sicariato” (Alba Rico, 2018, p. 48). Al contrario de quienes creen que el

trabajo industrial “pesado” va en desaparición, China e India, dos

economía monstruosas, tienen a mas del 60% de su población trabajando

en el sector primario y secundario, en condiciones bien lejanas a los

mínimos modernos de los derechos laborales. Mas bien lo que hay es una

intensificación de la explotación a la vieja usanza, con abaratamiento del

salario y creando desempleo. En Europa, el escenario es un crecimiento

del trabajo precario y marcos de leyes laborales cada vez más flexibles que
afecta a trabajadores del retail, call centers, y franquicias. En esos trabajos

mal remunerados, fragmentados en los horarios y estandarizados

globalmente hay escasas perspectivas de un trabajo que signifique

creatividad, aprendizaje o construcción de vínculos laborales y sindicales

solidarios. En este escenario, dice Santiago Alba Rico, es que se activan

feroces luchas entre los nativos o nacionales e inmigrantes. Y, agregaría

yo, emerge una profunda actitud de desconfianza entre los mismos

miembros de la clase trabajadora, que, bajo la amenaza del desempleo, el

endeudamiento excesivo, y la desprotección social, prefiere no organizarse

ni luchar por sus derechos.

Diré una cosa, siguiendo a Alba Rico, que quizás puede discutir pero

que me parece sugerente: los trabajadores están enfrentando la

desaparición de la fábrica, está perdiendo importancia el lugar donde se

podía constituir una subjetividad laboral y vinculo sindical. El lugar donde

muchos trabajadores se sienten parte de la sociedad son los lugares de

consumo, no los de trabajo. Así lo que define a los asalariados no es su

pertenencia y vinculo con el trabajo sino con el consumo. Como se sabe,

en las primeras etapas del capitalismo los trabajadores formalmente

vendían su trabajo, pero mantenían un conocimiento respecto de sus

tareas y una capacidad no menor de organizar las condiciones – e incluso

el sentido – de las tareas del trabajo. Luego la introducción de las

máquinas fue convirtiendo el trabajo humano en movimientos de fuerza y

ritmos mecánicos, por lo tanto, el saber proletario sobre el trabajo se fue


desvalorando. Hoy, como cualquiera se puede dar cuenta, el sistema se

organiza desde el consumo: lo importante es crear deseos y prometer

experiencias a través de la publicidad, el marketing, y los medios de

comunicación, que produzcan el efecto de que trabajadores y trabajadoras

recién pagados quieran sentirse bien con ellos mismos, reconocidos e

integrados social mediante actos de consumo. Ojo, no se trata de que el

consumo sea malo en si y por sí, sino del lugar que ocupa en la vida e

identidad de las personas, y la posición cada vez mas relegada del trabajo,

que queda reducido a mero medio para poder comprar. Ni que decir del

papel que juega en esto el sector financiero y bancario del capitalismo, y

como la deuda constituye para muchas y muchos una verdadera forma de

vida (o de no vida, dependiendo desde que perspectiva de lo mire). Este

consumo hoy ha pasado de objetos o cosas - algunas necesarias, otras

más bien lujosas - al consumo de imágenes, a la atención atrapada por

pantallas de celulares y redes sociales, y al trabajador convertido en

“socio” de plataformas digitales.

No es sólo que se desdibuje el lugar del trabajo en la vida social: hay

un malestar en el trabajo. Los índices de salud mental relacionados con la

experiencia en el trabajo son preocupantes (stress, depresión, suicidios,

episodios de violencia, burnout, etc.) De modo generalizado el miedo a

perder la pega, a fracasar, a no ser suficiente, a no quedar seleccionado, a

no ser bien evaluado, a no cumplir las metas, a no poder llegar con lo

necesario a fin de mes carcome la seguridad existencial de muchas y


muchos. La desprotección no es solo jurídica, sino también sindical; el

abandono no sólo es rascarse cada cual con sus propias uñas sino el

perder comunidad, compañerismo, y, en gran medida, también existencia

política: o sea, posibilidad de articular conciencia, lucha y resistencia.

Y ahora sí cabe abordar el tema de nuestro tiempo: la

automatización del trabajo. Una primera cosa que salta a la vista es que se

la pinta ya sea como una utopía tecnológica de mayor calidad de vida y

tiempo libre o, una distopia de desempleo masivo, manipulación digital, y

monitoreo tecnológico permanente. Si las primeras maquinas de la

revolución industrial reemplazaron el musculo por los engranajes, las

máquinas de la revolución informática están reemplazando el cerebro y

nuestras capacidades cognitivas. Las máquinas están sustituyendo trabajo

cualificado y no cualificado. La capacidad de acumular y manejar

gigantescas cantidades de datos, sumada al poder de organizar, aprender

y predecir de los nuevos programas computacionales, y la tendencia

conectiva expansiva de las redes de internet, configuran, las tres juntas,

un desafío a la excepcionalidad de la inteligencia humana. Peter Frase

(2020) sin embargo nos llama a recordar que la tecnología eliminando

puestos de trabajo es una constante del capitalismo. El viejo Marx decía:

reemplazo de capital variable por capital constante. La profundidad del

proceso si es inquietante: hoy es factible tener robots respondiendo en call

centers, revisando documentación legal e incluso cuidando niños. Y ya hay


avances en la robótica aplicada a trabajos finos que se creían vedados a

las máquinas.

La historia de la automatización es también la historia de la lucha

contra los sindicatos: a medida que ganan poder e influencia, más crece la

presión de los patrones por introducir automatizaciones. Frase pone sobre

la mesa una tesis que me parece relevante: la dirección de la

tecnologización del trabajo tiene un componente político que es la lucha de

clase. Eso significa hablar de la naturaleza económico política del sistema

que habitamos, es decir, de qué forma se organiza un poder económico

sobre el trabajo acompañado de un poder político sobre la ciudadanía. No

hay que olvidar que el capitalismo aun cuando tiene pinta de sistema

impersonal o se lo glorifica como una racionalidad económica “pura” es un

régimen de acumulación manejado por una élite que controla no sólo el

poder de invertir y generar empleo, sino el acceso al crédito, gestiona el

trabajo, ocupa los más altos cargos del estado, y copa los medios de

comunicación para producir la legitimidad y obediencia que necesita.

Frase señala que frente a la catástrofe ecológica (que puede traducirse en

disminución del hielo marino, acidificación de los océanos, procesos de

desertificación, mega incendios y tormentas extremas, etc.) la cuestión

política es a quién beneficiará – o a quien salvará – este mundo de robots y

superalgoritmos. Al menos podemos decir que no es algo definido de

antemano.
Esto nos lleva a otra conversación. Se trata del tan cacareado “fin de

las clases sociales”. No es, por supuesto, el cumplimiento del sueño

comunista de una sociedad sin clases sino mas bien la evidencia que la

identidad de clase de las y los trabajadores se ha ido debilitando. El

escenario social del capitalismo global puede ser retratado como el de una

minoría transnacional que acumula cada vez más capital monetario,

cultural y social y unas mayorías que no ven mejorar sustantivamente sus

condiciones de vida a pesar de los avances científicos y tecnológicos. El

sindicalismo en su dimensión política clásica oponía trabajo a capital y

proletariado a la patronal. Hoy mas bien se reivindica un heterogéneo

pueblo indignado y en revuelta frente a una élite que ha capturado las

instituciones democráticas y ha traicionado el mandato de obedecer a la

voluntad de las mayorías.

Respecto a la cuestión del concepto y realidad de la clase social, las

posiciones más tradicionales a este respecto (como el marxismo) han

tenido que ir aceptando que la lucha social y política va centrándose en

otras categorías y sujetos como las mujeres (feminismo) los grupos

racializados (antirracismo) las especies no humanas o la naturaleza

(ecologismo). Como señala la filósofa Nancy Fraser, hoy las luchas en torno

a nuestras crisis son luchas de frontera: en qué medida somos capaces de

reapropiarnos de nuestras instituciones públicas, cómo somos capaces de

contener la depredación de la naturaleza y asegurar un futuro habitable

para las próximas generaciones, cómo somos capaces de reorganizar la


sociedad para que la igualdad no sólo valga para los del mismo género y

que los trabajos de cuidado y reproducción doméstica de la vida no sean

impuestos a las mujeres. Por supuesto que nada de esto significa que la

cuestión de la economía ya no importe. Hoy más que nunca es necesaria la

crítica del capitalismo por el “triple descenso” (de la productividad, de la

igualdad social y de la estabilidad financiera) y el “triple fracaso”: el fracaso

ecológico que significa mantener un sistema que tiende al crecimiento

infinito a expensas de un planeta con recursos agotables; el fracaso social:

un mundo que genera grandes riquezas y fortunas ve como se acelera, en

la misma proporción, el aumento de la desigualdad; fracaso individual: un

sistema que cifra el sentido último de la vida en el consumo pero que

genera masivamente insatisfechos crónicos, personalidades débiles y

existencias carentes de belleza y trascendencia.

Para ir cerrando este punto hay que decir que la identidad de la

clase trabajadora no se agota sólo en los cambios en los modos de

producción y las relaciones laborales: ella también es algo que se

construye y esa construcción, como movimiento general y como definición,

es ya, en sí misma, una lucha política que como tal responde a los desafíos

de una experiencia social que tiene sus particularidades nacionales,

heterogeneidades sociales y diversas gramáticas morales. Lo que se quiere

decir con esto es algo tan simple como: no hay que esperar que el

sindicalismo resucite de los propios movimientos de la economía ni

tampoco que se disponga una formula universal para recuperar la


conciencia de clase. Tenemos que aprender a pensar en diversos registros:

lo local y lo global, lo particular y lo universal, lo territorializado y lo

planetario, etc. Recordar esto es importante para nuestro último tema, que

sólo tocaré tangencialmente: la crisis del sindicalismo.

Desde los años setenta la clase obrera experimentó un proceso de

desestructuración consecuencia mas o menos directa de las reformas

neoliberales. A muchos, especialmente liberales promercado, les molesta el

termino “neoliberalismo”. Sin adentrarme (y bostezar en ello) en las

interesadas discusiones sobre este término, sólo quiero señalar que con él

se señala un movimiento a favor de reimpulsar las tasas de ganancias

empresariales, restaurar el poder de las élites económicas y frenar las

demandas por mayor democracia y justicia social en el trabajo. Esto va de

la mano con una financiarización, mundialización y desregulación de los

mercados, incluidos los mercados de trabajo. Se rompió, al menos en los

países europeos con estado benefactor, la idea del compromiso de

regulación democrática del trabajo a través de la negociación tripartita.

Como dice Wolfgang Streeck, se nos olvidó que el capital es también un

actor político que lucha por generar condiciones sociales, políticas y

culturales que aumenten su rentabilidad. Desmantelar la fortaleza sindical

implicó debilitar al estado, aprovechar el desempleo estructural,

desproteger a la población, recortar servicios públicos, etc. El

debilitamiento del sindicalismo ha significado que las materias laborales

pasen a ser materia de decisión de expertos en ingeniería económica,


consejos de accionistas, tecnócratas de organismos económicos

internacionales y las tendencias del mercado. Desde esa perspectiva el

neoliberalismo es, a la larga, una forma de gobernar la sociedad por el

mercado, y de entender a los seres humanos como un homo economicus:

un yo propietario, egoísta, competitivo, calculador y hedonista.

Los estudios del trabajo muestran que hay tendencias de largo

aliento, que se remontan a los ochentas, que han ido socavando los

mecanismos de negociación y dialogo sindical, las identidades del trabajo,

los recursos organizativos y las estrategias de intervención de los

sindicatos con lo que han bajado tanto la afiliación, la representación y la

cobertura de la negociación sindical. Desde la crisis económica del 2008 se

puede observar, a grandes rasgos, una desregularización laboral,

devaluación salarial y el aumento del desempleo.

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