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“Estamos en guerra” o gobernar por el caos

Estamos viviendo un momento de inflexión política crítico. La vía que ha tomado el actual
gobierno para contener la protesta social no parece responder al justo fin de asegurar la paz y
tranquilidad del pueblo ni tampoco el comportamiento de las fuerzas armas parece cuidadoso de
la seguridad y vida de una ciudadanía abrumadoramente pacífica y democrática. Lo que si parece
haber, y se acumula la evidencia, es que el gobierno actual y sus partidos aliados parecen haber
optado por un giro decididamente autoritario como forma de recomponer la popularidad y
adhesión hacia un presidente que por una y otra vía ha fracasado en su intento por pasar a la
historia como gran estadista.

Resulta inverosímil que un malestar social que viene siendo diagnosticado, analizado y discutido
hace años (al menos desde los noventas) e irrumpió con cierta periodicidad (2006, 2011, 2018,
2019) no pudiera preverse. Parece que sí se previó, y, en algún momento, se dejó desatar. A río
revuelto ganancia de pescadores. La sociedad chilena venía notificando a su sistema político hace
largo rato su disconformidad con la desigualdad económica, con la exclusión social, con el
empobrecimiento de los servicios públicos, con los abusos y corruptelas en la política, con la
lamentable banalidad de sus líderes y de los discursos promovidos por la televisión y sus
comunicadores. Fuera por la vía de la educación, de las demandas feministas, de la preocupación
por la crisis ecológica, o por solidaridad con la nación mapuche, de una u otra forma, con mas o
menos claridad, se hizo patente que el modo de vivir instalado desde la Dictadura Militar y
reproducido por los gobiernos de la ex Nueva Mayoría, estaba muy lejos de ofrecer la imagen de
una vida social reconciliada, que goza de sus libertades democráticas y los beneficios del progreso
social y económico para las mayorías.

Ese modo de vivir neoliberal fue impregnando la convivencia social de conductas y estados de
ánimos profundamente antidemocráticos. Sometió a todos y todas, a los mas capacitados y a los
menos, a una competencia feroz por los valores individualistas del éxito económico, la popularidad
y el materialismo más burdo. El reconocimiento social cortado a la medida del acceso a una vida
de consumo, fue larvando una sensación de agravio de quienes fracasaban en la carrera. La
malnutrición educativa y cultural fue debilitando las capacidades reflexivas y críticas de la
población que no solo comenzó a mostrar una desafección por la política sino a rechazar el sentido
general de las leyes y las autoridades. La precariedad de los vínculos sociales, la pérdida de la
comunidad, sumaron elementos a una sensación de perdida de sentido en la experiencia social
cuyos síntomas han sido la violencia urbana, los excesos del carrete, la ansiedad e incertidumbre
respecto al futuro laboral precarizado, los maltratos y abusos intrafamiliares, la desconfianza hacia
los demás, soledad y desamparo entre los más débiles, etc. Este entorno fue internalizando en
muchos y muchas una sensación de desánimo, frustración y desesperanza, sumada a una
opulencia de las clases privilegiadas no solo televisada sino convertida en una especie de norte
social. El cansancio devino depresión: el mismo metro de las evasiones era el que nos tenía
acostumbrado a suicidios semanales.

La acumulación de estos efectos y su politización por periodos, fue acrecentado la idea de una alta
probabilidad de un estallido social catastrófico para el sistema social y político. La legitimidad de la
política erosionada hasta la médula, por incompetencias, cegueras e irresponsabilidades no fue
capaz de generar un nuevo sentido para una ciudadanía hastiada. Las demandas sociales respecto
a educación gratuita y de calidad, mejora de pensiones, servicios de salud y medicamentos,
detener la precarización del empleo y el alto costo de la vida chocaron nos sólo con la
incompetencia de la política partidista y electoral sino con los umbrales sistémicos de un
neoliberalismo pensado para una acumulación grosera y desigual a favor de contados grupos
económicos.

El colapso, previsto una y otra vez, fue notificado e incluido en una estrategia de largo plazo para
purgar los elementos críticos y subversivos de la población que pudieran impugnar el modelo. El
gobierno actual y sus asesores decidieron, al parecer, de forma más o menos definitiva, optar por
un giro autoritario que poco a poco adopta los tintes populistas neofascistas que podemos
reconocer en Trump, Bolsonaro y otros. La condición previa de la legitimación populista de
derechas es instalar el miedo y la fragmentación social, amedrentar la protesta social y replegar al
ciudadano hacia lo privado. A los cuentos de terror económicos habituales sobre la necesidad de
“cuidar la pega” ante el desempleo y de “hacer sacrificios” frente a las alzas; a la construcción de
una imagen de la ciudad como un espacio inseguro y amenazado por la delincuencia y
criminalidad; a los reclamos conservadores vociferantes de un orden “cultural” amenazado por el
feminismo, los derechos reproductivos y las reivindicaciones de las diferencias sexuales, hoy se
apuesta por una estrategia más extrema: instalar comunicacionalmente la imagen de un país
caótico y en ruinas. Invocar desde el discurso oficial y desde los medios los fantasmas del
desabastecimiento, las hordas que saquean las casas, saturar las conciencias con la idea de una
catástrofe social y económica que sólo se puede combatir mediante el estado de excepción –
militares custodiando la propiedad privada - y en última instancia, entregando el gobierno al
control militar. Se pretende con esto que la población se cuadre con las medidas represivas y
autoritarias y que se alinee con un presidente que muestra firmeza y mano dura en el momento
aciago.

La jugada maestra sin embargo no logra cuajar. A diferencia de otras situaciones de estallido
social, la contrainformación en redes sociales a la versión oficial logra sembrar dudas sobre la
situación real. La población se comunica y se organiza fuera de la censura y filtros del estado. Se
refuerzan las convicciones de la naturaleza justa de las demandas sociales y se llama a no cejar la
presencia en las calles, a actuar con mutualismo y autocuidado, y a desobedecer el toque de
queda. La fórmula del populismo autoritario de presentar una situación de caos insostenible, un
pueblo honesto y trabajador amenazado por un enemigo interno en guerra silenciosa, y la
evocación de un pasado de orden y seguridad armada simplemente no hace sentido a la
experiencia colectiva de las manifestaciones.

Las fuerzas armadas y de orden no han sido capaces de comportarse como fuerzas de tranquilidad
y contención. Contenidos en los medios de comunicación siembran pocas dudas sobre los excesos
de fuerza, abusos y acciones simplemente criminales de aquellos que les han confiado el orden.
Las fuerzas armadas no han logrado generar la formación valórica y moral para poder actuar con
eficiencia y justicia ante una ciudadanía en contexto democrático. Falta que se haga una revisión
de los principios éticos y procedimientos que inspiran y ejercen estas instituciones. Están
desarmados moralmente frente a una ciudadanía que no quiere aceptar su intervención represiva
en el conflicto.
El laberinto de la situación puede tomar el camino oscuro de aumentar el nivel de restricción de
las libertades y derechos cívicos. Se puede agregar más recursos a la escenografía apocalíptica –
ejemplo: cortes en los suministros y servicios básicos - con la esperanza de que la sensación de
miedo paralice a la sociedad y la vuelva a favor del gobierno y su estrategia de orden. Si esto le
resulta, o, por el contrario, nada de esto resultara, el futuro para no se ve nada bueno pues sólo
seguirá generándose una distancia cada vez mayor entre la sociedad civil y el estado. La sensatez
pasa por escuchar el clamor popular y convocar a los actores sociales que sean necesarios para
interpretar e implementar los cambios que requiere Chile. El sentido de la política tiene que ver
con la capacidad de generar un sentido convocante para una sociedad. Eso requiere dialogo, no
lenguaje de guerra. Esperemos que eso se entienda en La Moneda.

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