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Dany Robert Dufour El Arte de Reducir Cabezas
Dany Robert Dufour El Arte de Reducir Cabezas
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De la modernidad a la postmodernidad: puntos de referencia
Se habrá entendido ya la hipótesis que planteo: está teniendo lugar una mutación histórica en la
condición humana ante nuestros ojos en nuestras sociedades. Esta mutación no es una simple
hipótesis teórica; al contrario, se la puede ubicar en mi opinión a partir de todo un séquito de
hechos no siempre bien delimitados que afectan las poblaciones de los países desarrollados.
De esos hechos ha oído hablar todo el mundo: imperio la mercancía, dificultades de
subjetivación y de socialización, toxicomanía, multiplicación de los pasos al acto, aparición de lo
que, con o sin razón, se llama “los nuevos síntomas 92”, explosión de la delincuencia en no
pocos segmentos de la población joven, nueva violencia y nuevas formas sacrificiales…
Ante esos hechos, muchos especialistas de los asuntos psicosociales (educadores, psicólogos,
sociólogos, hasta psicoanalistas…) se contentan con recordar que ahí no hay ningún problema
nuevo. Si se los señala hoy, sería esencialmente en función del aumento de información del que
disponemos, y si ahora nos interesan sería únicamente por causa del funcionamiento de los
medios de comunicación de masa que necesitan de su ración cotidiana de contenidos.
¡Circulen, circulen! -nos dicen en cierta forma esos especialistas, ¡no hay nada que ver en esos
pseudo-acontecimientos! En el mejor de los casos se emprende la deconstrucción de los
discursos que esos hechos escenifican. De tal manera que se deconstruye a cual más, pero
olvidando muy a menudo que al final de la deconstrucción, lo esencial está por hacer: producir a
su vez una construcción y una inteligibilidad nuevas de los hechos mismos, pues son
testarudos, como decía Gaston Bachelard en L´Air et les Songes93.
En suma, creo que lejos de que esos elementos y hechos constituyan accidentes, artefactos o
epifenómenos más o menos construidos por los medios de comunicación, han de tomarse
como signos de una gravísima crisis que afecta la población de los países desarrollados y, en
primer lugar, a su parte más expuesta: a la juventud.
Plantearé la hipótesis de que todas esas dificultades están vinculadas fundamentalmente con la
transformación de la condición subjetiva que está teniendo lugar en nuestras democracias. En
otras palabras, no podemos suponer como una banalidad de la crisis actual de las sociedades
el hecho de que ser sujeto se plantee hoy bajo una modalidad sensiblemente diferente a la de
las generaciones precedentes. En resumen, no dudaría en conjeturar que el sujeto que hoy se
presenta ya no es globalmente el mismo que el que se presentaba hace apenas una
generación. También la condición subjetiva está sometida a la historicidad; justamente, es
probable que hayamos acabado de sobrepasar un pico importante, al que son particularmente
sensibles la grandes instituciones (políticas, educativas, de salud física y mental, de justicia…).
Pero ¿qué es precisamente un sujeto autónomo? ¿Tiene esta noción un sentido en la medida
en que el “sujeto”, como a menudo se tiende a desconocerlo, es en latín el subjectus que
designa el estado de quien está sometido? Entonces el sujeto es ante todo el sujetado, el
sometido. ¿Pero sometido a qué?
Entiendo aquí por “Compendio” una exposición sucinta que apunta a lo esencial. Empecemos
diciendo que el asunto de la sumisión siempre interesó enormemente a la filosofía: el hombre
es una sustancia que no logra su existencia de sí misma, sino de otro ser. Las ontologías,
múltiples que se han constituido respecto a este asunto, han propuesto varios nombres posibles
para ese ser: la Naturaleza, las Ideas, Dios, la Razón o… el Ser. Hasta podría decirse que toda
la filosofía no es más que una serie de proposiciones sobre ese principio primero: el Ser.
Empezando por la de los sofistas desde su comienzo paradójico, afirman, deshaciendo la
filosofía en el huevo, que nada es, que el ser no es y que todo deviene 95. Por supuesto los
sofistas cayeron rápidamente en la trampa que ellos mismos le habían tendido a la naciente
filosofía. Fue así como se encontraron muy pronto con su proposición ontologizada bajo la
forma de una tesis sobre el devenir: el devenir es96. Se conoce también la proposición de los
presocráticos que plantean, como ser primero y último, a la Naturaleza en su multiplicidad
misma. Luego la de Platón, que plantea una ontología de las entidades inteligibles (seres
matemáticos y seres éticos). La de Aristóteles que afirma una ontología de lo concreto (cosa,
ser vivo, persona) que inspiró siempre enormemente a los empiristas. La de las ontoteologías
que plantean la existencia de un dios creador único. La de la ciencia que plantea una ontología
de la proposición verdadera (lo verdadero, es decir lo demostrado, existe). La de Kant que
En efecto, con la ontología uno podría creerse lejos del campo de lo político, y más aún de la
política, que siempre debe encarar preocupaciones muy prácticas de organización de la vida
cotidiana y que supone el sentido de la acción sobre lo real y el mantenimiento del contacto vital
con el medio. Sin embargo, no hay tal; estamos bastante cerca: cuando se debate sobre la
forma y la organización de la comunidad, de la ciudad, del Estado, se trata nada menos que de
hacer acceder a los hombres a la verdad del ser y de sustraerlos de esta manera al simple
dominio de sus inmediatas pasiones. La República de Platón o La Política de Aristóteles son
modelos de ese tipo que muestran que la mira última de la filosofía es lo político. Pero esto es
cierto para todas las ontologías: ninguna prescinde de una política que celebra, organiza o
prepara el reino del ser en los hombres. En esta medida toda ontología es política. Agamben
llega hasta a decir que “la política se presenta como la estructura propiamente fundamental de
la metafísica occidental, en la medida en que ocupa el umbral en donde se realiza la
articulación entre lo vivo y el logos97”.
Entonces el ser nunca es puro, posee siempre una traducción, podría decirse un doblez político.
Doblez al que podría dársele el nombre de “tercero” o de “Uno”.
Kòjeve, en el Esquisse d´une philosophie du droit, decía que “el derecho aparece cuando
interviene un punto de vista tercero en los asuntos humanos98”, pero es necesario remontar la
existencia del tercero río arriba del derecho, hasta el momento mismo de la constitución del
espacio político, cuando un tercero, entre otros posibles, es construido y puesto en escena por
un grupo de sujetos hablantes. A este respecto es probable que la disposición política de los
hombres venga de lejos, del proceso de hominización misma 99. En esta medida las sociedades
siempre fueron políticas en el sentido en que siempre se otorgaron un tercero a quien sacrificar.
No obstante no siempre fueron conscientes de ese proceso. Para que este proceso llegase a la
El término “político” remite de hecho a ese sentido: la polis, la cité griega, es el tercero que la
sociedad griega se procuró durante los siglos V y IV antes de la era cristiana; y lo politikos es la
ciencia que tiene por objeto esta ciudad. El término perduró independientemente del tercero en
cuestión que las sociedades se procuraron, pero es válido evidentemente en todos los casos.
Por filosofía política entiendo entonces el pensamiento que se vincula por una parte con
identificar a los diferentes terceros que la humanidad se procuró y por otra parte analizar las
modalidades de construcción y de reconstrucción de esos terceros elaborados por los
individuos durante la historia. En suma, los sujetos hablantes, simbolizables como yo y tú,
nunca dejaron de construir terceros, nunca dejaron de construir él eminentes, dioses ante los
cuales podían autorizarse a ser. De esta manera Aristóteles había señalado con toda razón, al
comienzo de La Política que nuestro estado de “animal político” estaba ligado con nuestro
estado de “animal hablante”.
Entonces podría decirse que en la medida en que hablan, los sujetos no dejan de construir
entidades que eligen como principio unificante, como Uno, como gran Sujeto, es decir, sujeto
aparte en torno al cual se ordena el resto de los sujetos. Esta noción de construcción discursiva
es importante. Probablemente sea el anhelo mismo de lo político el de presentar grandes
Sujetos que parezcan entidades absolutamente naturales, y el sentido mismo del poder político
es el de obrar sobre esta naturalización. Pero en todos los casos resulta especiosa puesto que
esas instancias se producen enteramente por pequeños sujetos necesitados de construir un
gran Sujeto, el cual, a su vez, los hace existir. El tercero, centro de los sistemas simbólico-
políticos, tiene, en todos los casos, estructura de ficción, de ficción sostenida por el conjunto de
los hablantes. Por eso nunca puede separarse lo político de un cierto número de mitos, de
relatos y de creaciones artísticas destinadas a sostener esta ficción. Los diferentes relatos
prescriben en efecto la andadura que conviene darle al gran Sujeto para que dos interlocutores
puedan destinarse más o menos pacíficamente a su inagotable vocación que modela todas las
demás actividades: hablar.
En el campo de la ontología política, este doblez político del Ser lleva el nombre de Uno. De esa
manera el politólogo Gérard Mairet, en Le Principe de souveraineté, describe en la parte
“Fundamentos” (del poder político moderno) que “la política concierne a lo que es común a los
humanos que viven juntos en un tiempo y en un lugar determinados 101”. La política remite
entonces al ser común de los hombres. Los conjuntos humanos no existen sin un principio de
unidad: la comunidad, la polis, el Estado… Por eso Mairet indica que no hay política sin una
“ontología de lo uno”. La polis griega ciertamente está atravesada por múltiples fuerzas, pero se
presenta como unidad. En la ciudad cristiana, el Estado es un microcosmos que se puede
pensar según un macrocosmos organizado y causado por un dios único. En el Estado moderno,
Dios ya no funda el orden político. “El orden del Estado y el Estado como orden” proceden ya
no de una causa divina sino humana (evidenciado por Maquiavelo en 1513 en El Príncipe y
Por supuesto, lo Uno no existe y jamás existió, es una pura construcción ficticia. En el lugar de
lo Uno, lo que se encuentra en los hechos es la discordia, ya sea que se lo llame éstasis
(querella, diferendo), como lo indica Nicole Loraux respecto a la Ciudad griega, en donde lo
Uno, lo común, sólo aparece como contrapartida de la división y de la sedición permanentes, o
ya sea que lleve el nombre de “desavenencia” como en Jacques Ranciére 102, donde la política
remite siempre a una “falsa cuenta, una doble cuenta o una cuenta errada” en las partes del
todo. Pero el rol de la ficción es unificar lo heterogéneo.
El Otro
En resumen, el ser, cualquiera que sea, nunca dejó de encarnarse en la historia humana y este
aspecto, esta “ontología en tanto política”, es el que me interesa en verdad aquí. El lector
advertido probablemente habrá sentido que el asunto del Otro tal como fue formulado por Lacan
no está lejos de remitirse a lo que evoco aquí del ser o del Uno; de hecho, se sabe que Lacan
se apoyó, en los años 50, en la ontología heideggeriana, muy radical, para elaborar su teoría de
lo simbólico en donde el Otro figura como lugar tercero de la palabra. Lugar tercero tanto como
lugar del tercero, es decir, de lo que Lacan, cuando invocó abiertamente la religión, llamó el
“Nombre del Padre”. El Nombre del Padre es, salvo accidente, lo que viene al lugar del Otro,
siendo, como lo dice Lacan, “el significante del Otro en tanto lugar de la ley 103”. Entonces yo
podría retener también el término lacaniano de Otro, correlacionado con el otro término
lacaniano de Nombre del Padre. De esta manera apunto a relacionar tres registros por lo común
separados: el registro puramente especulativo vinculado con el Ser, el registro puramente
político vinculado con lo Uno y el registro simbólico vinculado con el Otro, para hacer aparecer
una verdadera continuidad, a menudo mal percibida entre los aspectos ontológicos, políticos,
simbólicos y clínicos de la problemática del sujeto.
Lo que planteo aquí no me parece contradictorio, muy al contrario, con la teoría lacaniana del
gran Otro. Pero como soy de aquellos que piensan que los libros sirven también para dialogar
con los muertos, lo diría de la siguiente manera: tengo varios comentarios serios que dirigirle a
Jacques Lacan sobre su teoría del gran Otro. En efecto, pienso que la teoría del gran Otro
lacaniano debe desarrollarse en algunos puntos muy precisos para poder abordar el asunto que
aquí me interesa: el de la mutación postmoderna de las modalidades de subjetivación.
Si en último término el sujeto es lo que resiste, entonces resulta en seguida que hay un error
que no debe cometerse cuando se piensa en las esperanzas de autonomía de dicho sujeto:
nadie puede salir de la sumisión al Otro sin haber entrado allí antes. ¿Cómo resistirse en efecto
al Otro sin haber estado previamente alienado allí? Si se infringe esa ley, si en suma se sale
antes de haber entrado allí, tal vez sea uno libre, pero en ninguna parte, en un espacio caótico
sin coordenadas, un fuera del tiempo y un fuera de lugar. Más tarde veremos que
probablemente sea un error de ese tipo el que se comete hoy.
Del Otro, de ese Otro comprendido en los límites de la simple razón, puede decirse en resumen
que permite la función simbólica en la medida en que da el punto de apoyo al sujeto para que
sus discursos reposen sobre un fundamento, así este sea ficticio.
El segundo comentario tiene que ver con el estructuralismo presente en la teoría lacaniana del
Otro. Por razones contingentes que examinaré, pero que tienen grandes consecuencias
teóricas, Lacan se vio llevado a estructuralizar al gran Otro y a hacer de éste por lo tanto un
gran Otro tal como la eternidad lo transfiguró en sí mismo: idéntico a sí mismo, siempre y por
todas partes.
En 1963, Lacan debía dictar un seminario sobre “Los nombres del padre”. El plural “los
nombres” es importante porque indica cierta aproximación fenomenológica al Otro, lo cual no
sorprende cuando se sabe qué vínculos tenía Lacan con Merleau-Ponty. Esta búsqueda del
principio a través de lo múltiple estaba enteramente en el espíritu de la época. Puede hallarse,
por ejemplo, en los trabajos de fenomenología social y política de otro allegado de Merleau-
Ponty, Claude Lefort. En sus primeros trabajos, Lefort buscaba el cambio histórico a partir de lo
que especificaba a cada sociedad, mientras que en la misma época Lacan apuntaba, a través
de la exploración de la pluralidad de los nombres del padre, a las formas posibles de la
significación social inconsciente. Y, de hecho, en la primera y única sesión de ese seminario, la
del 20 de noviembre de 1963, Lacan habla del Otro bajo (cito) sus “diversas encarnaciones”, y
evoca rápidamente el mito del padre jefe de la horda en Freud, el Tótem en Lévi-Strauss en
donde “míticamente, el padre sólo puede ser un animal”, el asunto del padre en San Agustín, el
nombre de Elhoim en la zarza ardiente entre los judíos, el Saddai, las vasijas fenicias del Alto
Egipto en donde se “sitúa el nombre”…
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Ahora bien ese seminario sobre “los nombres del padre” quedó interrumpido desde la primera
sesión104. Jamás tuvimos “Los nombres del padre” tal como habrían podido eventualmente
declinarse aquí o allá, pero tuvimos, más tarde, retomado aquí y allá, un concepto, “Nombre-
del-Padre”, vaciado en el bronce estructuralista. Es decir, un concepto unificado,
estructuralizado de una vez por todas y fijado con guiones para que el enganche se sostuviese
mejor; la pluralidad de ese enganche ya sólo podía descontarse bajo la forma del tres en uno
(imaginario, real, simbólico105) pero ya no podía declinarse históricamente, geográficamente o
de cualquier otra manera. “Nombres del padre” sólo será en adelante un apelativo fantasma que
regresará bajo la denominación de “non-dupes errent”106 (título del seminario de 1973-74), lo
cual producía efectos heurísticos novedosos pero desplazaba hacia otro lugar el problema
original sin resolverlo107.
Cuando se intenta comprender por qué Lacan tuvo que renunciar a su bello plural original, sólo
se ve una explicación. Habiendo sido excomulgado de la IPA y obligado a interrumpir su
seminario, probablemente se vio “obligado” a otorgar prendas a las pocas instituciones
universitarias abiertas a pensamientos nuevos, la Escuela práctica de altos estudios y la
Escuela normal superior de la calle de Ulm, que le permitieron continuar con su enseñanza en
un marco y con un auditorio a su altura. Se sabe que el artesano de esa transferencia fue
Althusser quien también quebrantaba el destierro con su institución, el Partido Comunista
Francés. Élizabeth Roudinesco explica que ambos ladrones erraban por las calles de París en
una fría noche de diciembre de 1963. Imagino que Lacan, peticionario, tuvo que firmar una
especie de pacto con Althusser: conquistar la juventud intelectual francesa, único medio de
suspender las exclusiones y excomuniones en curso por entonces en sus Iglesias
respectivas108. Y ese proyecto sólo podía realizarse pasando masivamente a la corriente más
radical del pensamiento vivo de entonces: el estructuralismo. Esto no quiere decir que yo esté
interrogando el compromiso estructuralista de Lacan. Simplemente quiero subrayar la ventaja
extremadamente astuta que Lacan supo siempre tomar de las circunstancias y de las ocasiones
a fin de avanzar sus teorías. Todo lo que encontró en su camino le sirvió para avanzar. Es cierto
que el estructuralismo le sirvió perfectamente durante un tiempo y Lacan extrajo de éste una
buena tajada. Pero no dudó en cambiar de montura teórica cuando ésta empezaba a agotarse,
lo cual no dejó de hacer con el estructuralismo. Bastó de un lustro para que denunciase la
“cubeta llamada estructuralista” en la que todo el mundo vino a engancharse, después de haber
hablado de la “cloaca de la cultura” de la que nadie puede escapar, “ni siquiera inscribiendo(se)
en el Partido109”; resulta bastante clara la alusión a Althusser y a su pertenencia nunca
desmentida al Partido (comunista).
Entonces no puedo evitar ver en ese seminario interrumpido una especie de capítulo ahogado,
censurado, que permaneció en la garganta de Lacan. Pues lo extraño es que Lacan, excluido
de la IPA y obligado a detener su seminario, haya elegido no retomarlo menos de dos meses
más tarde en enero de 1964, cuando, una vez reinstalado en la ENS, tenía toda la libertad para
hacerlo.
Lo que se escucha en el “Nombre del Padre” estructuralizado, es que el Padre ya cayó y que
eso implica efectos del lado del sujeto, pero no se escucha su permanente relevo en la historia,
ni sus formas nuevas e inéditas de tropezar. Ahora bien, justamente es eso lo que necesitamos
hoy para pensar el agotamiento actual de las figuras del Otro específica de la postmodernidad,
y sus consecuencias sobre las estructuras psíquicas.
El tercer comentario tiene que ver con la naturaleza del Otro: el Otro, el mismo que reside en el
centro de los sistemas simbólicos, es imaginario. Quiero decir que la función simbólica sólo está
asegurada por figuras que tienen estructura de ficción. Para plantear un Otro que tome a cargo
por nosotros el asunto del origen (faltante como tal) basta con una ficción compartida.
Brevemente: más vale creer en el Otro y construirlo; si no, este asunto se vuelve
verdaderamente tormentoso. Tal es el sentido de lo que Freud llamó el Kulturarbeit110: cada
cultura trabaja a su manera en la formación de los sujetos marcándolos con una huella
específica que les permite enfrentar el asunto jamás resuelto del origen. Por eso, al Otro, se lo
pinta, se lo canta, se le otorga una figura, una voz, se lo pone en escena, se le da una
representación y hasta una suprarepresentación, inclusive bajo la forma de un irrepresentable.
Se muere por el Otro. Se convierte uno en el administrador del Otro. En su intérprete. En su
profeta. En su servidor. En su lugarteniente. En su escriba. En su objeto. Él quiere. Él edicta.
Pero tras todas las mascaradas sociales, lo único que importa del Otro es que, transfigurado de
esa manera, soporte para nosotros lo que nosotros no podemos soportar. Por eso ocupa tanto
lugar y exige tanto de sus sujetos. Hace las veces de tercero que nos funda.
En el centro de los discursos del sujeto se halla entonces ubicada una figura, es decir, uno o
varios seres discursivos en los que ese sujeto cree como si fueran reales: dioses, diablos,
demonios, seres que ante el caos, le aseguran al sujeto una permanencia, un origen, un fin, un
orden. Sin ese Otro, sin ese garante metasocial, el “ser sí” pena, ya no sabe en cierta forma a
qué santo encomendarse, y el “ser en conjunto” está igualmente en peligro, puesto que lo único
que le permite a los diferentes individuos pertenecer a la misma comunidad es una referencia
común a un mismo Otro. El Otro es la instancia por la que se establece para el sujeto una
anterioridad fundadora a partir de la cual se haga posible un orden temporal; es asimismo un
“allá”, una exterioridad gracias a la cual puede fundarse un “aquí”, una interioridad. Para que yo
esté aquí, es necesario en últimas que el Otro esté allá. Sin ese rodeo por el Otro, yo no me
encuentro, no accedo a la función simbólica, no logro construir una espacialidad y una
temporalidad posibles. El psicoanálisis lacaniano ha aportado mucho sobre este asunto clave
del acceso a la simbolización. En cambio, se ha quedado bastante callado sobre el asunto de la
varianza del Otro, como si, en su deseo de captar al sujeto, aguijoneado por el estructuralismo
dominante de entonces, lo hubiese hipostasiado en una forma válida de una vez por todas.
Ahora bien, el Otro no deja cambiar la historia. Es más: la historia es la historia del Otro o más
precisamente de las figuras del Otro, de tal manera que habrá que construir una psicología
histórica sin la cual tendremos dificultades para comprender de dónde viene lo que ahora nos
sucede. En ese punto hay una gran cantera de pensamiento por retomar, que fue abierta en
Francia por Ignace Meyerson, proseguida luego por Jean-Pierre Vernant para el período
antiguo, y que Marcel Gauchet busca reinstruir sobre nuevas bases para el período moderno.
Una vez llegados a ese punto, se impone una pregunta: ¿qué Otros o qué figuras del Otro ha
construido el hombre a fin de someterse allí para presentarse como sujeto de esos Otros?
Si el “sujeto” es el subjectus, el que está sometido, entonces podría decirse que la historia
resulta ser una serie de sujetamientos a grandes figuras ubicadas en el centro de
configuraciones simbólicas cuya lista podemos establecer fácilmente: el sujeto estuvo sometido
a las fuerzas de la Physis en el mundo griego, al Cosmos o a los Espíritus en otros mundos, al
Dios en los monoteísmos, al Rey en la monarquía, al Pueblo en la República, a la Raza en el
nazismo y algunas otras ideologías raciales, a la Nación en los nacionalismos, al proletariado
en el comunismo… valga decir, ficciones diferentes que en cada ocasión fue necesario edificar
con gran cantidad de construcciones, de realizaciones y hasta de puestas en escena bastante
exigentes.
De ninguna manera estoy diciendo que todos esos conjuntos son equivalentes, muy al
contrario: según la figura del Otro escogida en el centro de los sistemas político-simbólicos,
toda la vida económica, política, intelectual, artística, técnica, cambia. Todas las obligaciones,
las relaciones sociales y el ser en conjunto cambian, pero lo que permanece constante es la
relación común con la sumisión.
Lo importante a este respecto es que por todas partes tuvieron que precisarse textos, dogmas,
gramáticas y todo un campo de saberes para someter al sujeto, es decir, para producirlo como
tal, para regir sus maneras (eminentemente diferentes aquí y allá) de trabajar, de hablar, de
creer, de pensar, de habitar, de comer, de cantar, de contar, de amar, de morir, etc.111. Resulta
así que lo que llamamos “educación” nunca es más que lo que fue institucionalmente instaurado
con relación al tipo de sumisión que había que inducir para producir sujetos.
El sujeto, en tanto hablante, es en suma el sujeto del Otro. El sujeto sólo es sujeto por estar
sujeto a un gran Sujeto; basta con declinar en el lugar de gran Sujeto, o de Otro, todas las
figuras que se han sucedido unas a otras en este punto: Physis, Dios, Rey, Pueblo…
Si, hipotéticamente, suponemos correcta esta manera de declinar la identidad del Otro, de
plantear las premisas de una historia del Otro, resulta en seguida que la distancia con lo que me
funda como sujeto no deja de reducirse entre cada una de esas ocurrencias. Entre la Physis y
el Pueblo, podemos escandir en suma ciertas etapas claves de entrada del Otro en el universo
humano. Allí en el politeísmo, se trata de la distancia infranqueable de los múltiples dioses de la
Physis (los humanos no pueden alcanzar el mundo de los inmortales mientras que, por su
parte, los dioses, identificados como “dioses del instante” por el gran helenista alemán Walter
Freiedrich Otto112, pueden siempre manifestarse inmediatamente en el mundo, hasta “poseer” a
quien quieran, según el lenguaje del trance). Además, está la distancia infinita de la
trascendencia en el monoteísmo. Está también la distancia media del trono entre Cielo y Tierra
en la monarquía (de derecho divino). Por último, la distancia intramundana entre el individuo y
la colectividad en la República… En todos estos casos, la distancia del sujeto al Otro, al gran
Sujeto, se reduce, no a la manera de un progreso continuo, sino con ires y venires y retornos y
111 Aquí hay que evocar los trabajos de Claude Lefort que
conciernen también a lo que particulariza a las sociedades y a lo
que permite la transformación de una significación social en otra.
Cfr. C. Lefort, Les Formes de l´histoire, essai d´anthropologie
politique, Gallimard, París, 1978.
112 W. F. Otto, Les Dieux de la Gréce [1934], Payot, París, 1980.
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hasta distancias aberrantes (como la Raza), pero persiste. Como lo veremos pronto,
precisamente esta distancia es la que se reducirá a nada en el paso a la postmodernidad. Pero
antes de llegar allá es necesario que aborde un asunto decisivo: el de las formas que reviste el
inconsciente en función de esta distancia respecto al Otro.
Tomado de DUFOUR D-R., L´Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libéré à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [27 a 47 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y Cultura.
En efecto, surge aquí una gran pregunta, de aquellas que se abordan tan poco pero que no
dejan de constituir un elemento en juego decisivo para el pensamiento contemporáneo. Acabo
de preguntarme sobre la posible varianza del Otro en la historia. Ahora bien, una vez que se
plantea esta hipótesis, resulta legítimo preguntarse si esta varianza no acarrea ipso facto la de
las manifestaciones de lo inconsciente, por la sencilla razón de que lo inconsciente es la
relación con el Otro. Si el Otro se presenta efectivamente bajo figuras diferentes, entonces
habría formas diferentes de lo inconsciente. Suponiendo que yo sepa qué es el inconsciente
hoy, tendré en suma los fundamentos para preguntarme qué era antes de la modernidad, en las
que se acostumbra llamar las sociedades tradicionales.
Marcel Gauchet enunció a este respecto una fuerte propuesta: “El mundo de la personalidad
tradicional es un mundo sin inconsciente en la medida en que se trata de un mundo en donde lo
simbólico reina de manera explícitamente organizadora 113.” De hecho, esas sociedades están
constituidas por la hegemonía exclusiva de un gran Sujeto, que determina por sí mismo todas
las maneras de vivir (hablar, contar, trabajar, comer, amar, morir...), en vigor en esta sociedad.
La gran característica de esos mundos tradicionales, consiste en efecto, en que la sumisión al
Otro es allí masiva. ¿Pero es una razón para que se trate de sociedades sin inconsciente?
Para responder esta pregunta me parece que deben distinguirse dos tipos de sociedades
tradicionales muy diferentes: aquella en la que existe un Otro monolítico, como en las
sociedades monoteístas, y aquella en la que existe un Otro múltiple, como en las sociedades
politeístas. No hablaré del primer caso salvo para decir que se trata de sociedades en las que
todos los actos de los individuos, aun los más simples, son controlados incesantemente para
verificar su conformidad con el dogma. El segundo caso introduce un matiz importante: el
individuo de las sociedades arcaicas se encuentra igualmente dominado por un juego de
fuerzas superiores que lo sobrepasan totalmente, pero la dependencia respecto a esta potencia
resulta transformada por el hecho de su multiplicidad. El individuo de las sociedades politeístas
presenta de esta manera la particularidad de revelarse, a través de sus relatos, como estando
atrapado constantemente por un Otro múltiple, difícilmente cernible. En últimas, como lo
demuestran los grandes relatos griegos de La Iliada y de La Odisea, el sujeto necesita nada
menos que del recurso incesante a adivinos y a pitonisas para interpretar con oráculos los
signos divinos, a fin de orientarse en un mundo regido por fuerzas múltiples y eventualmente
contradictorias.
Tales fuerzas, que pueden ser, como lo dice Vernant, “agrupadas, asociadas, opuestas,
distinguidas”114, intervienen directamente en los asuntos humanos, ya sea a través de
manifestaciones exteriores (desencadenamiento de elementos naturales, tempestades, vientos,
Es así que, tal como lo decía ya Nietzsche, los griegos dejan ver todo. No hay diferencia en
ellos entre superficie y profundidad: “¡Ah, esos griegos! Saben vivir: esto exige una manera
valiente de detenerse en la superficie, en el pliegue, en la epidermis; la adoración de la
apariencia, la creencia en las formas, en los sonidos, en las palabras, ¡en el Olimpo entero de la
apariencia! Esos griegos eran superficiales ¡por profundidad116!”.
Esos pocos elementos sobre las sociedades arcaicas permiten en todo caso plantear una
hipótesis capital: así como hay una historia del Otro, habría una historia de lo inconsciente y
ésta nos falta. Lo inconsciente, en efecto, está vinculado con las figuras del Otro que se han
sucedido en la historia. Y es por eso, como lo decía Lacan de manera bastante provocativa, que
“lo inconsciente es la política118”. Lo inconsciente, como relación con el Otro, es en efecto
necesariamente político en la medida en que el Otro ordena el área social en que se produce el
sujeto. Ahora bien, este Otro no cesa de cambiar en la historia. De hecho, es lo que deja
escuchar claramente Lacan cuando, en la frase que sigue a este aforismo, define “al Otro
[como] el lugar donde se despliega para el caso, una palabra que es una palabra de contrato”.
117 Ver J. –P. Vernant, “Œdipe sans complexe” [Edipo sin complejo]
[1967], retomado en J. –P. Vernant y P. Vidal-Naquet, Mythe et
société en Grèce ancienne [Mito y sociedad en la Grecia antigua], 1 y
2, Le Seuil, París, 1972. En este artículo, Vernant plantea el asunto
de saber “¿de qué manera una obra literaria que pertenece a la
cultura de la Atenas del siglo V a. de J. y que transpone en sí misma
de manera muy libre una leyenda tebana mucho más antigua,
anterior al régimen de la cité, puede confirmar las observaciones de
un médico de comienzos del siglo XX realizadas sobre la clientela de
las enfermas que frecuentan su consultorio?”, Cfr. p. 77.
118 Jacques Lacan, seminario inédito, La logique du fantasme [La
lógica del fantasma], sesión del 10 de mayo de 1967. Si este
aforismo, que Lacan evita comentar, pudo complacer a los
normalistas de entonces, muy politizados, apuesto que tuvo que
dejar muy perplejos a sus auditores analistas. Se podrá hallar un
comentario sobre esta proposición en M. Plon, “L´un-conscient de la
politique” [Lo un-consciente de la política] en P. –L. Assoun y M.
Zafiropoulos [bajo la dirección de], Les Solutions sociales de l
´inconscient, [Las soluciones sociales del inconsciente], Anthropos,
París, 2001.
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Resulta significativo que el término al que acude Lacan para definir al Otro después de haber
abierto de esta manera el inconsciente hacia lo político, sea el término lockiano y luego
rousseauista de contrato”. En efecto, una vez que el Otro resulta del contrato (social), se lo
indica como una instancia que se remodela permanentemente, sometida a la infinita
negociación social (que en Locke llega hasta el derecho del Pueblo a sublevarse). Y entonces
sólo puede determinar formas distintas de lo inconsciente que corresponden al tipo de contrato
en vigor.
Habría, pues, edades de lo inconsciente. Se lo sospecha de hecho desde hace medio siglo: no
por azar el mismo Lacan, en los años 50, habló de la neurosis, atributo de la modernidad, como
“mito individual119”. Esto parece indicar claramente que antes de manifestarse a nivel del
individuo, en las sociedades arcaicas el inconsciente se expresaba en los relatos colectivos de
las sociedades orales. El inconsciente del tiempo en que existía un Otro múltiple y contradictorio
se manifestaba abiertamente en mitos colectivos. Esta hipótesis de que existen edades de lo
inconsciente me conducirá a abordar el asunto de la forma que reviste en nuestra
contemporaneidad postmoderna. Pero antes debo llegar a la forma que revistió durante la
modernidad.
Esta puesta en contacto generalizada y este nuevo dato en la cultura no dejaron de tener
efectos considerables, puesto que en ese momento histórico Occidente empezó a lanzarse
hacia una loca búsqueda de su propio sobrepasamiento. La época moderna se abrió de esta
manera con ese momento de conmoción en la civilización. Conmoción por fuera de Europa
tanto como en su interior, puesto que desemboca en la búsqueda de un modo de vida que
articule el cambio permanente en todos los campos: técnico, científico, político, estético,
filosófico...
En adelante, nada se resistió a ese modo de vida conquistador abocado a destruir todos los
antiguos valores fijos, los antiguos ritos y habitus sociales de las sociedades unicentradas, así
fuese a costa de dar lugar a una sensación de inestabilidad, de crisis permanente, de tensiones
en la subjetividad, de recurrente “malestar en la civilización”. La condición subjetiva, el ser sí y
el ser en conjunto no se definen en efecto de manera idéntica según sí la relación con el gran
Sujeto es simple o compleja. Ahora bien, en la modernidad es compleja.
Se llega a ser moderno cuando el mundo deja de ser cerrado, vuelto a cerrar o encerrado en sí
mismo, por y para un gran Sujeto, y cuando se transforma para llegar a ser, como lo indicó
Koyré, un mundo abierto, múltiple y hasta “infinito” 121. Entonces me parece que la modernidad
Esta diversificación de las figuras del gran Sujeto es concomitante con el ocaso y luego con el
fracaso del control de la Iglesia sobre los descubrimientos científicos: el año 1633, fecha de la
condena de Galileo por el Santo Oficio en razón de su descubrimiento sobre el movimiento de
la Tierra, marca también el fin del control del dogma religioso sobre los descubrimientos
científicos.
Esta apertura aparece luego en el plano filosófico con el surgimiento de filosofías que
salvaguardan el principio de la sumisión al gran Sujeto, pero que buscan definir zonas
específicas de libertad y de acción: el sujeto cartesiano, definido en función de su propia
capacidad para pensar (el famoso “pienso luego soy”, que no obstante queda correlacionado
con Dios que garantiza este conocimiento), es evidentemente su ejemplo más importante (no
por azar Descartes, al dar esta definición del sujeto que deroga ampliamente la definición del
sujeto como puro y simple sujeto del Rey, eligió el exilio en las Provincias unidas, verdadero
laboratorio avanzado de la modernidad en los planos económico, político, estético y
filosófico122).
La apertura se prolonga hasta el siglo XVIII, con el Aufklärung y las Luces, que establecieron
definitivamente esta emancipación filosófica del sujeto. Se llegará entonces, proyecto más
radical, hasta hacer advenir un sujeto de “la naturaleza”, que Rousseau se empeña en definir
por sí mismo y que cree él hallar en los diferentes relatos de viajes por las Indias Occidentales.
La coronación de ese proceso será el nacimiento del sujeto crítico kantiano. Se trata muy
evidentemente de un sujeto que nunca está en paz, que se presenta como siempre
descentrado respecto a sí mismo, de manera que ese descentramiento mismo produce el
trabajo de la razón. Ya sólo bastará con promover ese descentramiento permanente como “ley
práctica universal” para plantear que esta “naturaleza razonable existe como fin en sí 123”; en
suma, ya sólo había que rendirle cuentas a ella.
La modernidad es pues un espacio en el que se hallan sujetos como tales sometidos a varios
grandes Sujetos: a los espíritus y a los dioses, al Dios único de los monoteísmos en todos sus
estados (el judaísmo, el catolicismo, los protestantismos, el Islam...), al Rey, a la República, al
Pueblo, al proletariado, a la Raza... todos esos elementos pueden hallarse en la modernidad
que nada ama tanto como mutar de una definición a otra; esto explica el aspecto movedizo,
“crísico” y eminentemente crítico de la modernidad. Entonces la Razón no es tanto un nuevo
gran Sujeto que sobreviene después de todos los demás, sino el lugar abierto en el
pensamiento donde se discuten hasta el infinito todos los desacuerdos posibles respecto a los
grandes Sujetos pasados, presentes y por venir125. La modernidad es un espacio donde todo el
espacio simbólico se vuelve complejo, por el hecho de que el referente fundamental no deja de
cambiar. Entonces hay gran Sujeto en la modernidad, hay Otro y hasta muchos Otros o por lo
menos muchas figuras del Otro.
Paralela a la generalización del diferendo por fuera de Europa, la modernidad vio la creación de
un nuevo espacio discursivo caracterizado por la crítica al interior. Tal es la paradoja de la
modernidad: la de haber engendrado formas discursivas tan radicalmente opuestas. Esta
antinomia ya había llamado la atención de J.M.G. Le Clézio en su hermoso libro sobre la
conquista del Nuevo Mundo: “en el momento en que Occidente […] inventaba las bases de una
nueva república, iniciaba la era de una nueva barbarie129”. Entonces, el despliegue sin
precedentes del espacio discursivo crítico en Occidente está correlacionado con un
ensordecedor silencio: “el silencio del mundo indígena es sin duda uno de los más grandes
dramas de la humanidad”.
La forma discursiva crítica proviene del hecho de que todas las definiciones del Otro pueden
hallarse en la modernidad, que, a partir de entonces, ya no puede funcionar más que como un
espacio abierto a referencias múltiples, hasta contradictorias, en donde las coordenadas están
en constante desplazamiento.
Esta multiplicidad de las formas del gran Sujeto y de las figuras del Otro en la modernidad
acarreó igualmente otra consecuencia mayor: la condición subjetiva no resulta definida
únicamente por la crítica (en cuanto a los procesos secundarios conscientes o inconscientes),
sino también por la neurosis, así como se la llama desde Freud, del lado de los procesos
primarios, es decir del inconsciente.
En efecto, el sujeto moderno es crítico en la medida en que ya sólo puede ser un sujeto que
funciona en varias referencias que incesantemente entran en competencia y hasta en conflicto.
Este último aspecto es evidentemente decisivo en cuanto al pensamiento que se acomoda a la
modernidad: sólo puede existir como espacio definido por la crítica, y ninguna referencia
dogmática puede, en principio, subsistir largo tiempo sin que aparezcan contrafuegos. La
modernidad es, de hecho, el lugar del enfrentamiento de ideologías distintas, hasta
contradictorias, sostenidas por grandes Sujetos diferentes. De hecho, es significativo que el
Pero ese sujeto crítico está ipso facto sujeto a la neurosis. El sujeto freudiano nace de la
imposibilidad para todo individuo normalmente constituido de poder seguir el conjunto de las
máximas morales de acción que se exigen del sujeto trascendental (las mismas que Kant
expone en su Crítica a la razón práctica). Por eso el sujeto freudiano (sujeto a la culpabilidad) y
el sujeto kantiano (sometido a la moral) forman una pareja. El primero nace en cierta manera de
la imposibilidad de satisfacer la libertad crítica exigida por el segundo. Entonces el individuo
siempre se encuentra unos escalones por debajo de la libertad crítica requerida, es decir, más
acá de lo que exigiría el deseo. Puesto que, como lo afirma Lacan cuando habla de lo que
buscaba exhumar en su texto “Kant con Sade 131”, “la ley moral […] no es más que el deseo en
estado puro […]. Por eso escribí Kant con Sade132”.
En efecto el sujeto sólo puede acceder al deseo o a lo trascendental a partir del momento en
que se identifica con una Ley que es una pura forma vacía, desprovista de todo contenido y de
todo sentimiento. Ahora bien, existe una inadecuación entre esta Ley confundida con el deseo
en la medida en que esa ley quiere y exige imperativamente133, y la satisfacción que se le ofrece
al individuo con objetos empíricos, por no decir, como los psicoanalistas, parciales.
Se impone una precisión aquí respecto a este bello descubrimiento de Lacan que consiste en
plantear la equivalencia del deseo en estado puro y de la Ley moral: de hecho se sabe que
sacudió mucho las mentes puesto que hasta entonces se pensaba, con Sartre, que el deseo
sólo podía oponerse a la Ley. De hecho Lacan, sólo ubicó esta identidad por etapas: en “Kant
con Sade”, se contentó con plantear que “la ley y el deseo reprimido [eran] una sola y misma
cosa”, antes de afirmar por fin, un año más tarde (como ya lo recordé) la perfecta identidad de
la ley moral y el deseo en estado puro (el resaltado es nuestro).
Estoy de acuerdo con Lacan en esta equivalencia, pero no lo sigo cuando afirma que fue Sade,
contemporáneo de Kant, quien reveló lo que quedaba reprimido en la ley moral kantiana: “Sade
es el paso inaugural de una subversión en la que […] Kant es el punto de giro […]. Diremos que
[La Filosofía en el tocador] ofrece la verdad de la Crítica134”. Según Lacan, Sade habría en
efecto mostrado que la ley incluía el deseo de transgresión de la ley 135. En suma, Lacan creyó
que el sadismo, así como toda moción esencialmente perversa, había logrado ponerle una
trampa a la Ley moral puesto que había logrado llevar esta Ley hasta su transgresión 136. Sin
embargo, me pregunto si Lacan no se extravió sobre ese punto: el sadismo, en efecto,
interrumpe el movimiento de la razón kantiana mucho más de lo que la transgrede. En efecto,
se fija sobre Otro al que supone más fuerte que todos los demás Otros adosándole la referencia
última. Este Otro es la Naturaleza. La filosofía en el tocador es una filosofía de la Naturaleza.
En efecto, es la Naturaleza la que goza a través de los actos de la libertina y del libertino
sadianos. Ahora bien, contrariamente a las apariencias, el prudente Kant me parece llegar más
lejos que Sade puesto que, en él, todos los Otros se valen y sólo valen por sostener el
movimiento infinito y sin reposo de la razón en acción. La Naturaleza en Kant no dispone de
preeminencia alguna especial. Por eso, no pienso que el sadismo revele lo que queda reprimido
en la moral kantiana, o si lo hace, es para interrumpir enseguida su curso, de tal manera que
entonces podría decirse que quien interrumpe la razón (y el deseo) en tanto transgresión
permanente, es paradójicamente Sade y no Kant. Y por eso es que no pienso tampoco (como
Adorno) que la dialéctica de las Luces, particularmente a través del desarrollo de la Razón
instrumental y los progresos de la técnica, haya conducido a la “autodestrucción de la Razón137”
y, de ahí, a la catástrofe nazi. Los nazis, en efecto, detuvieron también el movimiento de la
Razón en la Naturaleza; por supuesto no es la misma de Sade puesto que se trataba de una
Naturaleza encarnada en una supuesta raza superior. Sus imprecaciones contra el
cosmopolitismo, que sólo puede relanzar incesantemente la Razón en todas sus formas,
demuestran de hecho de qué manera fueron todo menos kantianos. Antes bien, es entonces la
detención del movimiento de la Razón la que llevó a la catástrofe nazi, y no su continuación.
En resumen, lo único que se puede sostener en verdad, es que el deseo y la Ley moral son
equivalentes. Y que el individuo, obligado a buscar una satisfacción en objetos siempre
parciales, no puede acceder al deseo. Queda impedido de acceder allí sin que sepa en verdad
por qué, y esta traba es por supuesto culpabilizante. Lacan no deja de subrayarlo cuando
establece en la Ética del psicoanálisis que “la única cosa de la que se puede ser culpable es de
En efecto, se sabe hasta qué punto la culpabilidad está en el centro de la elaboración freudiana.
Y, de hecho, la neurosis no es sino aquello a través de lo cual cada cual, cada sujeto, paga su
deuda simbólica con el Otro (el Padre para Freud), aquel que tomó a cargo, por él el asunto del
origen. La neurosis es simplemente exuberante en el tiempo de la modernidad porque la deuda
con el Otro presente bajo diferentes figuras, es multiforme.
El genio de Freud consistirá en construir una escena específica, un teatro discursivo donde
pueda jugarse o volverse a jugar esa relación con el Otro. Es una escena específicamente
moderna la que construye Freud, que corresponde al tiempo en que, como ya lo indique, el
Esos dos determinantes del sujeto moderno pueden parecer contradictorios: ¿Cómo ser
plenamente crítico cuando se es neurótico? La neurosis, con su propensión a la repetición,
parece en efecto incompatible con el libre despliegue de la crítica. De hecho, el neurótico
justamente en la medida en que está enquistado en la repetición, constituye el mejor incitador a
cualquier crítica. En efecto, se sabe cómo la histérica puede “hacer correr” al amo significándole
que “no es exactamente eso”: “la histérica, decía de esta manera Lacan, es el inconsciente en
ejercicio, que pone al amo ante el muro a producir un saber 142.” De manera general, plantear
una incompatibilidad entre la crítica y la neurosis equivale a olvidar la capacidad del neurótico
(independientemente de la forma neurótica que le corresponda), para querer que el mundo sea
interpretado en función de su síntoma, es decir, de lo que no deja de insistir a sus espaldas en
su discurso. El sujeto freudiano y el sujeto kantiano forman entonces pareja, son hermanos
enemigos que, al final, se la llevan bastante bien: en efecto, el neurótico puede, en ciertas
condiciones, llegar a ser el mejor aguijón de la crítica. En todo caso, la modernidad le debe todo
a esos dos sujetos íntimamente ligados por la relación con las múltiples figuras del Otro que la
caracteriza. En lo que concierne al sujeto moderno, podría decirse que es un “Kant con Freud”
lo que lo caracteriza.
¿Por qué esta definición doble del sujeto moderno como neurótico y crítico se ha roto?
Simplemente porque ya no hay ninguna figura del Otro, ya no hay ningún gran Sujeto que valga
verdaderamente en nuestra postmodernidad. ¿Qué gran Sujeto se impondría hoy en día para
las jóvenes generaciones? ¿Qué Otros? ¿Qué figuras del Otro, hoy, en la postmodernidad? Al
parecer todos los antiguos grandes Sujetos, todos los de la modernidad, están aún disponibles,
es cierto, pero ya ninguno dispone del prestigio necesario para imponerse. En efecto, todos
parecen afectados por el mismo síntoma de decadencia. No se ha dejado de subrayar el ocaso
de la figura del Padre en la modernidad occidental; el mismo Lacan, desde su primer trabajo
publicado sobre los complejos familiares, hablaba ya del ocaso de la imago paterna, es decir,
del Padre en su dimensión simbólica por supuesto, aunque también de todas las figuras del
Padre tal como se presentan con el Padre celestial, con la Patria y con todas las demás formas
de celebración del Padre.
Pienso que puede situarse el irreversible ocaso de toda figura posible del gran Sujeto en
Auschwitz. En efecto, nada indica, después de Auschwitz, después de esta catástrofe que
sobrevino en el centro de la región más culta del mundo, la vieja Europa, que pueda invocarse
aún un gran Sujeto que venga a garantizar la existencia posible de los sujetos hablantes. El
diferendo, lo que rompe el principio de encadenamiento discursivo, en otro tiempo característico
de las situaciones de colonización, se instaló, con Auschwitz, en el corazón de la cultura
europea. Ya ninguna forma de grandes Sujetos es posible. La civilización que produjo esos
grandes Sujetos sucesivos que supuestamente debía salvarnos, se autodevoró. Auschwitz
deshizo toda ley posible; extravío ontológico cuya fórmula más punzante y más concisa posible
la ofrece el poeta Ghérassim Luca: “¿Cómo condenar en nombre de la ley/ el crimen cometido
en nombre de la ley144?” Mientras el crimen cometido en nombre de la ley (el genocidio de los
Indígenas, por ejemplo, o la trata de Negros) permaneció por fuera del territorio europeo, no le
hacía mella en absoluto a la autoridad de los grandes Sujetos de Occidente, muy al contrario;
pero cuando el crimen se cometió en el interior y condujo a la autodestrucción de la civilización
europea, esos grandes Sujetos resultaron deslegitimados en bloque. De repente todas
resultaron no ser más que terribles ilusiones sabiamente construidas que finalmente no nos
conducían más que a la más extraviante de las antinomias, aquella que transforma (que
invierte, podría decirse) la ley en crimen y el crimen en ley. Desde entonces, estamos
irremediablemente entregados a nosotros mismos, sin poder asumirlo en verdad.
No lo creo. Temo mucho que quienes quieren persuadirse de ello confunden el hecho de
sobrepasar por lo alto el sujetamiento simbólico con la salida por lo bajo. Es cierto que en
ambos casos, se sale, pero al final el cuadro no es el mismo. En un caso, nos esforzamos en la
autonomía como en una ascesis extremadamente exigente: no olvidemos que los estoicos
practicaban asiduamente el frecuentar al maestro, y por lo tanto la dirección y el examen de
conciencia. En el otro caso, caemos en una autonomía muy ilusoria, libres únicamente al querer
lo que no cesa de ofrecernos la mercancía. Saliendo de la ficción por lo bajo, es decir, antes de
haber entrado en ella, rechazando de entrada todo maestro, estando de acuerdo con la
autonomía sin haberse dado los medios para construirla, nos hallamos de hecho en un proceso
inverso al movimiento estoico. Nos hallamos en un espacio ni “autonómico” ni crítico, ni siquiera
neurótico, sino en un espacio anómico sin coordenadas y sin límite en donde todo se invierte 146,
es decir, un espacio donde todos los individuos no necesariamente llegan a ser psicóticos, pero
donde los pedidos por llegar a serlo abundan.
Tomado de DUFOUR, D-R., L´Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libérè à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [48 a 71 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y
Cultura.
A pesar de algunos esfuerzos para seguir siendo compatible con los mundos moderno y
postmoderno, el discurso religioso siempre apunta a tener una influencia mayor sobre los
cuerpos y los espíritus. Pretende siempre el control total. Podría creerse que esta voluntad de
El relato del Estado-nación149 se encuentra hoy atascado en sus dos grandes y claros
referentes.
El primero es el de la tierra (jus soli)150. Se dirá entonces que todos los que nacen en suelo
francés son franceses, puesto que ésta es la referencia que funciona en Francia. Esta tierra
francesa debe ser transformada en relato de manera que puedan remontarse los orígenes lo
más lejos posible en el tiempo (por ejemplo, en el –42, Vercingetorix pone en jaque al Cesar
ante Gergovia). En esta búsqueda de fuentes que certifiquen la antigüedad de la tierra, poco
importan las aproximaciones. Por ejemplo: Carlomagno obtendrá la reputación de Rey de los
francos, aunque haya poseído Austrasia, Frisia occidental, Hesse, Franconia, Turingia (regiones
germánicas) y aunque haya establecido su residencia principal en Aix-la-Chapelle (en la actual
Renania-Westfalia); de hecho, a mediados del siglo XIX, en el momento mismo en que Víctor
El segundo referente es el de la sangre (jus sanguinis). Ejemplo: todos los que pueden probar
que poseen ascendientes alemanes son alemanes. A partir de entonces, sí sólo la sangre
garantiza la pertenencia, entonces la tierra misma puede variar de forma y de volumen. Si la
sangre domina sobre la tierra para certificar la ciudadanía, es posible deducir un corolario: los
que son de sangre alemana sólo pueden habitar en una tierra alemana. De esta manera, se ve
surgir de vez en cuando, con más o menos fuerza, la reivindicación de ajustar uno y otro y de
hacer corresponder las tierras alemanas a la sangre alemana: se buscará la “Gran Alemania”.
El problema es que no se sabe cómo reconocer con toda seguridad la “sangre alemana”, lo cual
es bastante normal puesto que esta historia de sangre alemana escapa, a fin de cuentas, como
todo relato, a toda posibilidad de verificación (ningún análisis de sangre podrá probar jamás la
germanidad de un individuo). Entonces deben sustituirse los criterios reales por criterios
simbólicos. Tal como se hace hoy, se conectará la sangre con la lengua: es alemán cualquiera
que posea sangre alemana, es decir, cualquiera que hable alemán (o, podría decirse, que “haya
hablado” esta lengua en anteriores generaciones). En suma, si Herr Schmidt que habita
actualmente en Polonia, tuvo padres o padres de padres que hablan alemán, él es alemán, aun
cuando haya olvidado el alemán. Bastará con volverle a dar el alemán perdido para que vuelva
a ser alemán. Nótese que el advenimiento del nazismo no es del todo incoherente con la
referencia central a la sangre en Alemania: allí la sangre ya no estaba conectada únicamente
con la lengua, sino también con otro criterio: la raza. En este caso, con la supuesta “raza aria”
que se volvía entonces el centro, la referencia, de un nuevo gran relato incrustado en el relato
de la sangre, exaltándolo. La referencia y la transformación de la sangre en relato son entonces
sangrientas, tal vez más, en la medida en que son más abstractas que la del suelo.
Resulta bien claro que los Estados-nación siempre tuvieron la necesidad de una instancia
propiamente política encargada de encarnar ante todos la referencia a la tierra o a la sangre.
Así hay un Rey (más bien del lado de la sangre) o un Emperador (más bien del lado de la
tierra)151, encargados de hacer presente la permanencia de esos grandes referentes. Para
mayor seguridad, generalmente se ha conectado esta instancia con otro relato: el relato
religioso. En efecto, se era rey o emperador por derecho divino (por lo menos hasta que
Napoleón resolvió, en un bello acto de autofundación, consagrarse a sí mismo). Garantizadas
de esta manera por dos grandes relatos, las dinastías pueden tener larga vida y atravesar
numerosas generaciones. Pero cuando el rey o el emperador resultan desnudos, quien toma el
relevo es el Pueblo, con la necesidad de organizarse en una nueva instancia de gobierno de los
sujetos: la República.
Durante largo tiempo, el relato de Estado-nación aspiró al rol de relato dominante entre los
demás relatos. De hecho, esta dominancia estaba señalada por una metáfora que indicaba muy
precisamente el eminente lugar que debía ocupar ese relato para todo sujeto: el Estado-nación
se presentaba como padre y madre del individuo (cfr. la “madre patria”). Entonces lo que se
moviliza es un imaginario íntimo muy fuerte y que merecería un análisis en términos de
psicología colectiva y de clínica social, es decir, en términos de movilización de las pulsiones.
En una palabra, puede circunscribirse de la siguiente manera: en nombre de la deuda que ha
contraído todo individuo con sus padres (a quienes les “debe” la vida), a él pueden exigírsele
todos los sacrificios. En otras palabras, todo individuo debe su existencia al Estado-nación, así
como debe su vida a sus padres. Fue así como pudo definir Foucault la soberanía tradicional
que ejerce el estado frente a sus sujetos como un poder “hacer morir y dejar vivir” 152.
Evidentemente los Estado-nación no se han privado de ejercer ese poder “hacer morir”,
particularmente cuando se levantan constantemente unos contra otros.
Como sea, en el gran relato del Estado-nación, los pueblos han sido llamados incesantemente,
a través del relato, a recordar lo que jamás existió (Bouvines, por ejemplo, como inmensa
batalla153, o Carlomagno como emperador de los franceses, o Francia unida en la resistencia, o
la sangre alemana...), de tal manera que el relato ha funcionado constriñendo a cada uno de los
sujetos a saldar indefinidamente una deuda inagotable.
Pero lo que ayer separaba a los Estado-nación, hoy los une. De esta manera, todos, más allá
de sus oposiciones constitutivas, han llegado más o menos rápido a la misma forma política: la
democracia. Esta es la forma que se constituye hoy en día como referencia de toda Europa y
que relega a un segundo plano los antagonismos de los Estado-nación. A partir de ahora, en
lugar de oponerse, esos estados se presentan como homogéneos. Esta homogeneidad se
sostiene en pocos principios fundadores: separación de los poderes, elecciones libres, igualdad
Entonces la frontera se ha desplazado: antes separaba a los Estado-nación entre sí, ahora
están unidos tras la frontera de la democracia que acoge a los Estados democráticos y
mantiene afuera a los Estados no democráticos. Prueba es que la democracia constituye el
criterio número uno para entrar en el club europeo. Aunque encerrada en Europa, y más
generalmente en Occidente o en lo que se llama el Norte, la forma democrática apunta a un
nuevo universalismo que esgrime su bandera: la de los derechos del hombre. Ya se sabe qué
debates se han hecho oír para instaurar un derecho de ingerencia que le permita a los Estados
democráticos ir más allá de sus fronteras para intervenir en un Estado que se burle demasiado
de los principios democráticos.
Para dar más de la cuenta y para acompañar ese deterioro de los relatos de los Estados-nación
cuyas fronteras nacionales se disgregan a toda prisa en Europa, se asiste al retorno del relato
regional. Se celebra la existencia de Córcega, Bretaña, El País Vasco, Cataluña, Lombardía...
Ese relato aparece a menudo como una reproducción en pequeño del relato del Estado-nación
(es decir, que funciona con el combustible de uno de los referentes tierra, sangre, lengua o
raza, y a menudo varios a la vez). Existen versiones de derecha de ese relato (que prometen el
regreso a la pureza local originaria: no por nada el Partido nacional Bretón de Yann Goulet fue
aliado de los nazis) y versiones de izquierda (que prometen una democracia local por fin
directa).
Con la promesa de volverse a hallar en un mundo homogéneo, sin clases, este gran relato
(liberador) debería abolir todos los demás relatos (alienantes), así como las fronteras
engendradas por los Estados-nación (“Proletarios de todos los países…”) Los nuevos
amaneceres desilusionaron pronto, ya se sabe, en la medida en que las sociedades de
construcción de felicidad capitalista se transformaron muy pronto en vastas sociedades
carcelarias. En sus dos versiones, rusa y china, ese relato se encuentra muy menguado hoy en
día tras la caída del Muro y el paso de China hacia una economía de mercado muy desbocada.
Ese colapso tan brutal sobrevino tras un período de un siglo de gran efervescencia (la Comuna
de París, la Revolución Rusa, la Revolución China, los movimientos juveniles de los años 60 en
todos los países, guerrillas, luchas en el tercer mundo). No obstante en ciertos países quedan
pequeños núcleos, a veces bastante folclóricos, que continúan sosteniendo este relato.
Pero con lo que chocan esos grupos no es con la muerte política del proletariado. Siempre
podría regresar: la historia nunca ha sido avara en súbitas apariciones y reapariciones (no
olvidemos que una cuarta parte de la humanidad, la China, ¡fue gobernada en nombre de un
proletariado que prácticamente jamás existió!). El verdadero problema del proletariado es su
posible muerte teórica. En la llamada economía neoliberal, en efecto, la producción del valor ya
no reposa esencialmente sobre el trabajo. El Capital ya no se constituye por la plusvalía
(Mehrwert, en Marx), producto de la sobreproducción apropiada en el proceso de explotación
del Proletariado. El Capital le apuesta cada vez más a actividades de alto valor agregado (la
investigación, el genio genético, Internet, la información, los medios de comunicación…) donde
el porcentaje de trabajo asalariado, poco o medianamente calificado, es a veces
extremadamente reducido. Pero sobre todo, el Capital pone ahora en juego plenamente la
gestión de las finanzas en movimientos especulativos de gran amplitud. De esta manera, la
parte de la economía “real” decrece a medida que se “financiariza” la economía que se ha
desarrollado considerablemente en los últimos 25 años a partir del desarrollo de nuevos
mecanismos financieros y herramientas de gestión del capitalismo: los “junk bonds”, que
33
literalmente significa “obligaciones podridas”, que permitieron, particularmente a los “raiders” de
los años 80, financiar la compra de sociedades, las operaciones fundadas en técnicas del “LBO”
(Leveraged Buy-Out, o adquisición de una empresa mediante deuda), las creaciones de “punto
com” (que es el apelativo que se le ha dado a las empresas 100% Internet) con montajes
financieros acrobáticos, las “stock options” en lugar del cash para remunerar el management.
Aparece así un epifenómeno conquistador que viene a transplantarse en la economía real, una
economía virtual que consiste esencialmente en crear mucho dinero con casi nada, vendiendo
muy caro lo que aún no existe, lo que ya no existe o lo que no existe en absoluto, a riesgo de
crear empresas de papel prontas a desgarrarse brutalmente (cfr. el escándalo Enron,
Worldcom, Tyco…)154. De cierta forma, las bolsas de valores se han vuelto inmensos casinos
donde los managers, personalmente interesados, asistidos por potentes computadores,
calculan incesantemente el momento oportuno para apostar. Las ganancias pueden llegar a ser
tan considerables (por ejemplo, Bill Gates, el director de Microsoft, detenta en su cuenta
personal unos 80 mil millones de dólares en acciones; posee aún una floreciente empresa a
diferencia de Georges Soros, puro especulador más o menos arrepentido 155), que el productor
marxista de la plusvalía ya no tiene lugar allí, evidentemente. El Proletario ya no es, en esas
condiciones de “financiarización”, quien provee la mayor parte del Capital.
En esas condiciones no es fácil sostener el gran relato del proletariado en la medida en que el
análisis sobre el que se fundaba ya no se verifica, y en la medida en que ¡la explotación que se
padece puede ser preferible a una situación peor!
El ocaso de los grandes Sujetos ha dejado campo libre para candidatos a grandes Sujetos.
Entre los más serios, la Naturaleza es hoy taquillera: la ausencia de límite a las prácticas
protéticas particularmente, acabó induciendo lo que Denise Duclos llama “cortocircuitos
catastróficos156”. ¿Hay acaso algo mejor, a manera de re-territorialización por fin segura, que la
gran madre tierra? Ya el mito no celebraría un referente cultural, sino el verdadero referente por
fin vuelto a hallar: el origen, la Naturaleza. Una vez que medianamente se han desplomado los
grandes tótemes históricos, lo que regresa en cierta forma es la geografía misma. Y, de hecho,
lo que se celebra con el relato de la Naturaleza ya no es al Padre, sino a la Madre. No hay que
hacer sufrir a esta madre de la que hemos salido. Dejemos de escarificarla con inútiles signos
humanos, dejemos de coserla con caminos y rieles, dejemos de adornarla con ciudades, de
mancharla con desechos, de explotarla sin vergüenza… Entonces este candidato a gran relato
puede perfectamente adecuarse a todas las formas del ocaso del Padre en nuestras
sociedades, y hasta acompañarlas. La enorme fuerza del relato ecologista es la predicción
apocalíptica que conlleva. Se ha vuelto mucho más creíble que las viejas profecías
apocalípticas religiosas, remachadas desde hace milenios. Este relato resulta ser entonces
capaz de cooptar a las masas dispuestas a tener miedo de verdad; y se los entiende.
Mientras una parte de las tropas que sostienen ese relato está dispuesta a participar en todas
las operaciones políticas que verán cómo sus opciones son tenidas en cuenta para obviar lo
peor (de hecho, probable157), otra parte, apoyada en la misma predicción apocalíptica, se ve
tentada en cambio por la deriva fundamentalista que consiste en retirarse hacia zonas
preparadas para resguardar ciertos islotes de la verdadera Naturaleza, ahora que todavía hay
tiempo.
En el relato ecológico, la Naturaleza es el referente ante el cual las demás ya no tienen sentido
puesto que los engloba. Si se le quita la Naturaleza al Estado-nación, a los proletarios, a las
El único problema de ese candidato a gran Sujeto, es que la verdadera naturaleza del
hombre158, es la de no tener naturaleza alguna. Además, es por esta razón que tuvo que crearse
una segunda naturaleza:la cultura. De tal manera que el neotene no puede dedicarse a la
preservación de los equilibrios naturales, amenazada en efecto por su actividad de segunda
naturaleza, sin intentar, al mismo tiempo, hacer viable la segunda naturaleza. En resumen, el
discurso sobre la Naturaleza no tiene consistencia en sí mismo: es por eso que no habrá
ecología de la primera naturaleza sin lo que yo llamaría una ecología de la segunda naturaleza,
pero es justamente eso lo que amenaza disolver el relato ecológico: perderse en otros relatos.
Tras haber declinado las figuras del gran Sujeto elogiadas por los grandes relatos, hay que
constatar hoy la declinación del Otro. Si otrora el Ser se declinaba, ahora se inclina. La
postmodernidad ya no tiene figuras presentables de gran Sujeto que proponer. Si los períodos
precedentes definían espacios marcados por la distancia del sujeto que habla con lo que lo
fundaba, entonces la postmodernidad es un espacio definido por la abolición de la distancia
entre el sujeto y el gran Sujeto. La postmodernidad, democrática, corresponde en efecto a la
época en que se ha comenzado a definir al sujeto ya no por su dependencia y su sumisión al
gran Sujeto, sino por su autonomía jurídica, por su total libertad económica, y en la que se ha
empezado a dar una definición autorreferencial del sujeto hablante: el nuevo sujeto ya no es
sujeto de Dios, del Rey o de la República; ahora es sujeto de sí mismo.
Ya lo dije: fijo con Lyotard el ocaso irreversible de los grandes relatos en Auschwitz, ese
momento catastrófico en que resultó que los grandes Sujetos sucesivos de Occidente sólo
condujeron al dominio absoluto del relato aterrador de la Raza. Tras ese punto paroxístico en
que la civilización se autodevoró en cierta forma, ya ningún gran relato fue posible, y es así
como nos hallamos sin gran relato, es decir, postmodernos.
Antes, el sujeto era sujeto en la medida en que se refería a tal Dios, a tal tierra, o a tal sangre.
Un Ser exterior le confería su ser al sujeto. Con la democracia, esta heterorreferencia se
158 Leer mis trabajos sobre la neotenia del hombre en D.-R. Dufour,
Lettres sur la nature humaine à l’usage des survivants [Cartas sobre
la naturaleza humana para uso de los sobrevivientes], op. cit.
159 Ver al respecto el último capítulo de mi libro Folie et démocratie
[Locura y democracia], op. cit.
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transformó en autorreferencia. En cierta forma, el sujeto llegó a ser, para sí mismo, su propio
origen. Esta referenciación plantea no obstante muchos problemas. ¡Posiblemente más de los
que resuelve! Tal vez haya sido doloroso para el hombre descubrir que sólo podía ser sujeto en
tanto sujeto a una ficción, pero tal vez mucho más penoso aún hallarse sin ficción: el riesgo
consiste en ya no ser sujeto. No obstante, esta mutación no sólo plantea problemas
ontológicos, plantea también y sobre todo terribles problemas políticos, en el amplio sentido de
gobierno en general y de gobierno de sí en particular.
La modernidad aparecía como un espacio complejo donde era necesario mutar incesantemente
de un régimen de valores a otro. La postmodernidad instituye otro tipo de espacio: el espacio
movedizo. Todo se vuelve flexible, incluyendo los valores. Como ya se señaló, si hay un
acontecimiento que señale la entrada en la postmodernidad, es el paso de la referencia
absoluta del patrón oro a un régimen de flexibilidad generalizada de las monedas 160. La fiducia
(del latín fiducia, “confianza”, de fidus, de fidere “confiar”) se funda de otra manera. La
confianza que vinculaba entre sí a los co-contratantes recaía en otro tiempo sobre un gran
referente que fundaba un régimen de intercambio de todos los valores (semióticos, simbólicos,
financieros…); ahora es “fluctuante”, como el valor relativo de las monedas desde 1972.
De la misma manera van tomando forma en todos los campos, breves relatos de uso local y
circunstancial (“pagano”,decía Lyotard),que permiten que pequeñas redes ternarias (con
narrador, narratario y lo narrado) se constituyan. Por ese hecho, a menudo se ven aparecer
tribus161: los informáticos, los budistas, los motociclistas, los internautas, los amantes de la
ópera, los iniciados en el piercing, los adeptos al tatuaje, los músicos rock o punk o rap o tecno,
los navegadores solitarios, los deportistas de lo extremo, los que “practican el Bungee
Jumping”... El lazo social se disemina así en una multitud de socialidades cada una de las
cuales posee sus propias fijaciones referenciales. Cada cofradía dispone de su código de
honor, sus saberes, sus obligaciones contractuales, sus ritos, sus liturgias locales, sus
contraseñas, sus ritos de iniciación, sus liturgias, sus tótemes, sus signos de pertenencia
(vestido, peinado, tatuaje, adornos...). Pero lo que constituye a cada una es una cierta
referencia sacrificial en torno a la cual se congrega el grupo.
No sé si el gran relato (por ejemplo, monoteísta) era más entusiasta, pero poseía por lo menos
una ventaja respecto a esos breves relatos actuales: había fijado el sacrificio en una figura
central, lo cual impedía su proliferación en el cuerpo social. El sacrificio de Isaac en el judaísmo
(con el que, tras haber desviado el golpe, se funda la múltiple descendencia), el sacrificio de
Jesús en el cristianismo (muerte por la redención de los hombres), eran sacrificios realizados
una vez por todas, inscritos en la Escritura. Acogían la abyección humana que consistía en
tener que vivir para morir, invirtiéndola: de esta manera el horror compartido se volvía sagrado.
Cuando ese gran sacrificio ya no funciona, sólo queda volver a formas locales de sacrificio. Si
algo ya no funciona en la relación social, se hace una reunión local, se lanza la prueba en la
cual alguno morirá, cargando así con la angustia, lo cual permitirá calmar los espíritus hasta la
próxima vez. Los motociclistas, por ejemplo, darán vueltas hasta que uno de ellos muera.
Tantas formas de sacrificio como relatos que fluctúan unos respecto a otros...
Esos breves relatos de valor local provocan evidentemente una extraña sensación de déjà vu:
son grandes relatos que prorrumpen en situaciones marginales. Según la advertida fórmula
empleada por Gianni Vattimo, ponen en juego en la postmodernidad un “inmensa cantera de
supervivencias” que muestran perfectamente la persistencia “de lo primitivo en nuestro
mundo”163.
Tomado de DUFOUR, D-R., L´Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libérè à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [71 a 88 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y
Cultura.
- El ascenso simultáneo del discurso democrático y del utilitarismo. Debe existir un producto
que permita satisfacer cada uno de los deseos de cada sujeto democrático. En otras palabras,
la mercancía debe poder funcionar en el marco de la economía pulsional. Esta conexión de las
dos economías (mercantil y pulsional) es, a fin de cuentas, lo que explica la fuerza y la
influencia actual del relato de la mercancía. En suma, se trata de poner ante cada deseo (“que
por definición “no tiene objeto166”), ante cada deseo independientemente de cuál sea (de orden
cultural, práctico, estético, de distinción social, real o falsamente médico, de prestancia, de
ornamento, sexual…), un objeto manufacturado que se pueda hallar en el mercado de los
bienes de consumo. En el relato de la mercancía, cada deseo debe hallar su objeto. En efecto,
todo debe hallar necesariamente una solución en la mercancía. El relato de la mercancía
presenta los objetos como garantes de nuestra felicidad y, además, de una felicidad realizada
aquí y ahora.
Se observa entonces una singularización cada vez más afinada de los objetos manufacturados:
su infinita diversidad está en aumento constante puesto que deben corresponder lo mejor
posible a cada necesidad del individuo “obligado” por el discurso democrático a presentarse
como único y a exhibir las insignias que permitan creer que lo es. La ilusión de singularidad que
procura esta producción cada vez más amplia de objetos apunta de hecho a una gestión eficaz
de las grandes masas.
Por su pulimento, el objeto conlleva pues a que el deseo se pliegue a la necesidad. Ahora bien,
ya se sabe qué produce en general esta funcionalización del deseo: sólo puede reavivar más
prontamente el deseo que ha buscado saciarse en el objeto. Una vez que el sujeto ha buscado
en el objeto la satisfacción de su deseo, sólo puede descubrir, dada la naturaleza de la pulsión,
que “no era exactamente eso”, que la falta que había suscitado el deseo persiste. Ahora bien,
esta decepción subsecuente a la recepción de cada objeto es la mejor aliada de la extensión
ampliada de la mercancía, en la medida en que sólo puede relanzar el ciclo de la demanda de
objeto. Si “no era eso”, entonces se ve uno conducido a volver a demandar. La decepción que
causa la recepción del objeto es el más seguro resorte del poderío del relato de la mercancía.
- El ascenso del relato de las tribus neopaganas. La diversificación del conjunto de los hombres
en una infinidad de tribus cuyas necesidades previsibles pueden ser identificadas y hasta
previstas, ofrece una salida segura para el ciclo de la mercancía. Cantidades de encuestadores
no dejan de tomar el pulso, de sondear los riñones y los corazones de los consumidores para
adelantarse a su necesidad y para darle un posible nombre y un destino creíble a su deseo.
Cada microgrupo identificado debe poder hallar en el mercado los productos que
supuestamente le corresponden. Ninguno debe desdeñarse. No hay pequeñas ganancias,
bebés que “quieren” su champú preferido, “seniors” que “quieren” ocupar su tiempo libre e
invertir sus ahorros, pasando por los adolescentes pobres que deben poder hallar grandes
marcas a buen precio o los adolescentes ricos que quieren tener su propio carro. Todos deben
salir ganando y el “yo” [je] ocupa ahora el centro de todas las publicidades: ninguna deja de
subrayar un “yo quiero…”, “yo hago…”, “yo decido…”.
- El ocaso del relato religioso. El relato de la mercancía se infiltra en los espacios de culto que
quedaron libres por el ocaso del relato religioso. Hoy en día, el Mercado, en su más práctica
expresión, la de los grandes locales de consumo (lo que se llama los malls en Estados Unidos,
es decir, los supermercados o los hipermercados rodeados de almacenes en los centros
comerciales), pretende reemplazar a la iglesia en el vínculo social: viene uno y comulga en
familia los días de descanso así como se iba a misa el domingo. La iglesia o el templo se han
vaciado en provecho del centro comercial, nuevo lugar de culto. Esta creencia en la
omnipotencia del Mercado es sostenida por un lote incesantemente renovado de edificantes
historietas (la publicidad), tan necias como la de un agobiante catecismo. Sostienen la ilusión
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de que el Mercado, al sobrefetichizar la mercancía y al hacer de ésta un espectáculo, puede, al
igual que un Dios omnipresente y omnipotente, responder a todo. Se trata de encasillar el
tiempo y el espacio del consumidor con este conjunto de historietas que no dejan de ser tejidas
y difundidas respecto a la mercancía (piénsese en los paneles publicitarios y sobre todo en los
spots televisados que saturan las pantallas). Hay sociólogos que hasta han pensado
(seriamente) en hacer de la publicidad el mito de nuestra época. Es cierto que Ajax, a quien
sólo Aquiles le ganaba en fuerza y valentía, es hoy un detergente, pero esta sospechosa
equivalencia entre mito y publicidad nos parece sin embargo depreciar mucho al primero y
valorizar bastante al segundo… No quita que el estilo pub tiene tanta influencia hoy que invade
hasta la gran cultura, hasta el punto de llegar a ser una referencia (clips musicales, películas de
autor que extraen su estética de los spots y de los clips, designación de productos líder entre
los libros y, en respuesta, tratamiento de las creaciones intelectuales como productos
mercantiles167…).
El relato de la mercancía dispone entonces, para su eficacia, de todo un sacerdocio, con sus
encuestadores a quienes se les confiesan los más locos deseos en materia de jabón de
tocador, con sus actores que montan representaciones donde se ven los milagros
cotidianamente realizados por la mercancía, sus predicadores que suministran incesantemente
sus promesas de redención por vía del objeto, con sus marketing men encargados de difundir la
buena nueva y de administrar la buen palabra sobre los buenos productos… El Mercado
sostiene una verdadera servidumbre voluntaria: es tanto más poderoso cuanto que es
reconocido en acto por todos los que en el mundo se cuentan como consumidores
acostumbrados, desde su más corta edad (por los nuevos medios de comunicación), al
consumo de las más diversas mercancías.
Además es celebrado por todos los agentes, analistas y comentadores de todo tipo que hacen
parte de los sectores de negocios económicos y financieros en el mundo entero. De hecho,
¿acaso no se lo presenta como remedio a todos los males, como panacea universal?
Preconizando un comercio libre de toda prohibición y promoviendo la inversión, el Mercado ha
inundado como una religión conquistadora el mundo entero hasta sus inexpugnables confines,
hasta el punto en que sus inconvenientes más graves y más evidentes (destrucción de la
naturaleza, aumento de las desigualdades, aparición de un cuarto mundo…) ya no se perciben
como efecto de la buena palabra incesantemente divulgada (milagrosa multiplicación de la
riqueza). El Mercado puede con todo, hasta el punto en que los grandes Sujetos piden perdón
por todas partes y han pensado que es preferible aliarse con él antes que atravesarse en su
camino; hasta los comunistas chinos. De esta manera, se han constituido breviarios en todas
Y de hecho, el Mercado es poderoso. Más poderoso que los demás grandes Sujetos, que
entonces deben a su vez inclinarse ante él. En efecto, la globalización implica la desaparición o
la relativización de los Estados-nación, de las Repúblicas, de los Reinos y de todos sus
pertrechos de leyes llamadas universales que de repente resultan siendo absolutamente
particulares.
Por último, de sobremesa, se percibe también (síntoma significativo) como nuevo demiurgo por
sus más enconados enemigos. Así, para sólo tomar un ejemplo, uno de los jefes más
respetados de la lucha contra la mundialización, José Bové, escribía un artículo argumentado
en un gran periódico vespertino, hablando en múltiples ocasiones del Mercado como de un
nuevo dios168. Es cierto que José Bové denunciaba ese nuevo dios, pero no por ello reconocía
su poder. En efecto, su artículo comenzaba de la siguiente manera: “La humanidad se
encuentra enfrentada a una creencia temible” (el subrayado es nuestro). Continuaba explicando
que esta nueva creencia tiene sus gurúes que “afirman que sólo hay dios en el Mercado” y
tratan a los opositores del Mercado como “heréticos”. José Bové denunciaba luego el “credo
liberal” que no es más que un “dogma”, etc. A lo largo del artículo, se hacía uso de un
vocabulario que con toda evidencia era el de un combatiente laico que enfrenta el poder
sofocante de una nueva religión que está conquistando el mundo. Ese tipo de comentarios llegó
hasta Davos a comienzos del año 2003, alta instancia del foro económico mundial, cuando el
antiguo obrero metalúrgico Lula que llegó a ser presidente del Brasil tres semanas antes,
empezó su discurso diciendo: “Aquí en Davos sólo hay un dios hoy, ¡y es el mercado libre169!”.
Habría que preguntarse entonces si, con el Mercado, no asistimos a una nueva manera de
producir gran Sujeto. En efecto, la libertad de entregarse en todo lugar a la actividad económica
y mercantil acordada sin condiciones permite crear una zona siempre mayor de producción y de
intercambio de valores (por ejemplo, actualmente se adquieren derechos jurídicos y
comerciales sobre la naturaleza, sobre el genoma humano y sobre todo lo vivo…). ¿No permite
ésta al mismo tiempo la emergencia de un gran Sujeto que sobrepasa en potencia, y por
mucho, a todos los actores del sistema? ¿No se ha convertido el Mercado, en su
incontrolabilidad misma, en la potencia misma? Cuando el resultado de un proceso es hasta
ese punto superior a la suma de sus partes, ¿no estamos ante un fenómeno irresistible170?
Con el Mercado en su forma actual, ampliado a todas las actividades humanas, habríamos
llegado a un proceso que ya Adam Smith había señalado con un nombre con connotación
religiosa: “mano invisible”. Esta teoría dice que cada cual es libre de perseguir sus intereses
egoístas a fin de que, de esta manera, el interés colectivo de la sociedad quede servido. El
En suma, para que todo vaya bien bastaría con que se acepte por fin someterse a esta fuerza
que, al ser incoercible, representa un grado superior de regulación, una forma última y por fin
verdadera de racionalidad. En resumen, el Mercado sería poderoso como Dios, pero tendría la
ventaja de ser verdadero; hasta sería la única realidad en el mundo de ficción del neotene.
Entonces habría que dar curso libre al Mercado y a sus leyes, entendiendo con ello que su ley
principal es la de no seguir ninguna.
En efecto, el Mercado sólo obedece a una exigencia interna que busca escapar a todo control
externo: se requiere que las mercancías se produzcan en cantidad creciente a precios siempre
menores. Por una parte hay que producir cada vez más, de tal manera que el Mercado debe
crear incesantemente nuevos usos de la mercancía al tiempo que amplía su extensión, hasta
hacer pasar por su control las esferas que antes estaban regidas por otras relaciones:
comunitarias, interpersonales, personales (como se verá, ahora existe un Mercado de las
identidades y de la sexuación). Por otra parte, se trata de producir a costos cada vez más
reducidos, particularmente por vía de la automatización de la producción y por vía de la
disminución, hasta de la marginalización, del valor del trabajo 172. En esta lógica, es necesario
que los capitales circulen sin trabas a fin de poder fijarse sin demora allí donde los costos son
Por último notemos que si el Mercado, en tanto verdadera y última racionalidad, aparece como
el nuevo gran Sujeto, tal vez sólo sea en razón del barrido de los grandes Sujetos precedentes,
que se inclinan ante el muevo amo. Lo que se había instituido como el guardián político de la
instancia colectiva (la República) busca renunciar a su rol de control y vigilancia. Nunca se
manifestará suficiente estupefacción ante una instancia política que explica santurronamente
que debe hundir su navío, cuando justamente es porque el Mercado aspira al poder absoluto,
que debe ser vigilado constantemente. Los hombres políticos que exigen el desmantelamiento
del Estado resultan entonces más o menos en la misma posición que el vigilante de una central
nuclear que explicaría por qué hay que dejar de vigilar los reactores. Es cierto que de esta
manera puede producirse más energía, pero también algunos Chernobil societales. Una vez
que se libera el control externo, no hay socialidad ni cultura ni nada que pueda oponerse al
imperio exclusivo del Mercado. Hasta el punto que una sociedad idealmente sometida al
Mercado sólo puede funcionar destruyendo gran parte de su tejido (industrial, social, cultural)
para poderlo reorganizar según las modalidades del flujo tirante y de la organización de
urgencia. Si es necesario recibir capitales que puedan siempre volver a irse tan rápido como
llegan y a menudo volver a irse tan rápido como no llegan, en últimas resulta necesario, en
tiempos de paz, reorganizar amplios sectores de la sociedad en modalidades análogas a las del
campo de refugiados. La constitución del Mercado como racionalidad última está tan avanzada
ya en las mentes, que estamos ahora en lo de consentir, como si fuera la gran necesidad ética
de nuestro tiempo, las permanentes intervenciones humanitarias de urgencias destinadas a
ayudar a las víctimas de lo que resulta siendo esta nueva “fatalidad” ciega, la de los
incontrolables flagelos socioeconómicos a cuya previsión han renunciado todas las
meteorologías especializadas. Testigo de esta aprehensión del Mercado como una nueva
calamidad “natural”, es la multiplicación de un nuevo tipo de mensajes caritativos sin enunciador
ni destinatario174. Como se trata de un flagelo que no proviene de ninguna parte, la única
posibilidad que deja es la de una intensa aunque vaga exhortación en la que todo el mundo le
Tal vez el proceso sea irresistible. Pero por muy poderoso que sea, el “Mercado” sólo puede
fracasar (por lo menos en un punto, aunque capital), en su intento de funcionar como nuevo
gran Sujeto. Lejos de tomar a cargo el asunto del origen, del fundamento, del elemento primero,
es decir, el asunto tan hegeliano del deseo de infinitud del hombre, sólo puede confrontar a
cada individuo con las ansias (que por supuesto no dejan de conllevar nuevos goces) de
autofundación. Sin duda es ahí donde puede ubicarse el límite fundamental de la economía de
Mercado en su pretensión de tomar a cargo el conjunto del lazo personal y del lazo social: no es
una economía general, no es una economía simbólica; es únicamente una “economía
económica”. Es cierto que se juega en el registro libidinal, en la medida en que siempre
pretende presentar a todo sujeto un objeto manufacturado que supuestamente viene a colmar
su deseo, pero fracasa funcionando como economía general en la medida en que deja al sujeto
ante sí mismo en cuanto a lo esencial: su propia fundación. Ahora bien, si este (imposible)
asunto del origen no se trata, sólo puede regresar como irreprimible tormento. En efecto, ese es
un asunto que no puede abrogarse, sino únicamente elaborarse en y por la cultura, en lo que
Freud llamaba un Kulturarbeit, que él planteaba como “un trabajo interminable, que hay que
retomar incesantemente y sin descanso” para que “yo” [je] advenga176. Ese trabajo específico de
la cultura, necesario para el advenimiento del “yo” [je], al no poder ser realizado por el Mercado,
hace que se presenten entonces las frecuentes reivindicaciones identitarias más extravagantes
(fundamentalismos, etnicismos, regionalismos…).
De esta manera, el Mercado en tanto red, así se haya extendido hasta los confines del mundo
como en la globalización actual, no otorga lugar alguno ni a la falta ni al más allá del sentido. El
actor es quien puede conectar todo en la red, salvo lo que eventualmente puede anhelar más:
un “¿por qué todo eso?”, y hasta un “¿por qué y cómo vivir?”
En todo caso, esta extraña proposición tiene el mérito de la claridad: ¡la red rizoma nos priva de
las preguntas sobre el origen y el final!
Ciertamente se trata de interrogantes absolutamente inútiles. Pero no parece que por evitar
plantearlas, las cosas vayan mucho mejor. ¿No es extraño, en últimas, que sean los filósofos
quienes aceptan privar al hombre de sus “vanas” preguntas? Siempre creí que eran ellos, en
cambio, quienes peleaban por sus derechos. Entonces me pregunto si consentir
incondicionalmente en la red-rizoma del Mercado no le presta un muy mal servicio al hombre
privándolo explícitamente de esas cosas inútiles que no obstante no dejan de interesarlo, y
hasta de atormentarlo. Por ejemplo, cuando él prefiere pensar en el más allá de sí contra la
afirmación del yo [moi] y sus elecciones. Cuando prefiere lo definitivamente imposible contra lo
indefinidamente posible. Cuando prefiere un puro absoluto contra el relativismo generalizado de
la red. Cuando prefiere el poema contra la información 180. Cuando prefiere lo que se ofrece en
una frase inaudita o en un gesto heroico contra toda forma de utilidades. ¿Desaferrar al hombre
de lo inútil no representa el mejor medio para producir, si no un esquizofrénico, por lo menos un
hebefrénico, es decir, un hombre que espera su conclusión [en souffrance]?
Es así como se ve de qué manera el fracaso del “Mercado” se constituye en nuevo gran Sujeto,
en las nuevas formas que toman las perturbaciones mentales en nuestras sociedades. Como el
Mercado ignora al Tercero y sólo puede proponer relaciones duales, es decir, interacciones, no
le permite al sujeto estar umbilicado con lo que lo sobrepasa. Ahora bien, un sujeto privado de
las preguntas imposibles sobre el origen y el fin, es un sujeto amputado de la apertura al ser, en
otras palabras, un sujeto impedido de ser plenamente sujeto. La red constituye, pues, una
especie de grado cero de la socialidad porque forcluye toda relación con el ser. Sin embargo,
ese es el tipo de relaciones que hoy en día se propone como modelo de toda sociedad posible.
En efecto, hoy en día, todo debe ponerse en red, so pena de no ser: las mercancías, las
informaciones, los artistas, los usuarios de tal o cual servicio, los enfermos (también los
esquizofrénicos y los autistas), las asociaciones emergentes, los grupos de presión, etc. Ahora
bien, la red sólo puede confrontar a cada cual con la pregunta de su propia fundación,
dejándolo absolutamente sólo ante una subjetivación que él se ve obligado a asumir por sí
mismo sin poder necesariamente hacerlo. Lo que resulta aquí en peligro al producir sus efectos
devastadores sobre el sujeto hablante es todo el funcionamiento trinitario de la condición
subjetiva. El modelo de red nos hace pasar de un régimen en que lo inconsciente se
manifestaba de manera prevalente a través de la neurosis (como deuda respecto al tercero) a
un modo en donde se manifiesta en formas psicotizantes (como efecto, para decirlo en términos
Tomado de DUFOUR, D-R., L´Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libérè à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [88 a 104 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y
Cultura.
Otro indicador de la emergencia de esta nueva definición del sujeto hablante: lo que Lacan
plantea en su famoso texto sobre el estadio del espejo. A este respecto, creo haber podido
mostrar que el espejo lacaniano implicaba, además de las fuentes que ya se conocen (el
narcisismo, el neodarwinismo, la psicología de la gestalt, el hegelianismo), un origen teológico
preciso, aunque desconocido, del que traté de dar cuenta en un breve libro publicado
recientemente
Hay una congruencia histórica entre esas definiciones por vía del espejo y esas definiciones
autorreferenciales del sujeto hablante. Intervienen en el momento en que las sucesivas
definiciones heterorreferenciales del sujeto practicadas por Occidente, sólo acabaron finalmente
desembocando en la catástrofe nazi de la definición por la Raza. Serge Leclaire, al comentar en
1994, en su último artículo, lo que yo sostuve sobre el tercero en 1990 en Los misterios de la
trinidad, subraya al respecto que el siglo XX “vio desfondarse todas las figuras en las que el
tercero sostenía su prestancia. Después de que se pudo afirmar que Dios había muerto, se
encadenó un rosario de desilusiones, que terminaron en torno al horror de la Shoah, para
demoler por último todo mausoleo posible de un tercero instituido, de un cuerpo simbólico
donde se conservaría el espíritu de la ley 184”. De hecho, ¿qué otra cosa podía hacerse tras ese
desastre sino acabar con las definiciones heterorreferenciales por un tercero para llegar a una
definición autorreferencial del sujeto? Por mi parte, me parece que los trabajos de Benveniste y
de Lacan instruyen los derechos semióticos y psíquicos de un nuevo sujeto
autorreferencialmente definido. Por “derechos semióticos” entiendo el derecho al uso del “yo”,
sin condiciones: en últimas, se puede decir “yo” sin tener que dar cuenta a nadie, sea éste Dios,
el Rey o la República.
Pero instruir los derechos semióticos del nuevo sujeto autorreferencialmente definido es una
cosa, y contemplar las consecuencias clínico-simbólicas de este uso es otra, que Benveniste
Lo que retengo es que entramos con esta fórmula en una definición del sujeto que hace un
llamado a la autorreferencia. Es decir, que ya no hace un llamado a la heterorreferencia, y por
lo tanto a la definición del sujeto por un gran Otro. Ahora bien, empiezan a surgir otros
problemas a partir del momento en que entramos en un tiempo en donde ya no hay Otros
presentables. ¿Por qué? Porque, por supuesto, es en el momento en que se conmina a todo
sujeto a ser sí que se encuentra la mayor dificultad, o hasta la imposibilidad, de ser sí.
De la histeria a la histerología
En efecto, es posible que la exigencia de sumisión a sí sea aún más pesada de cargar que la
sumisión al Otro. Por supuesto, ¿cómo contar con un sí que aún no existe?
Como ya lo indique, la sumisión al Otro se pagaba otrora con un problema mental llamado
“neurosis”. Entre las diferentes formas de neurosis planteadas hace un siglo por Freud, hay
una, central, la histeria, que se caracteriza por la deuda. Esta deuda está anudada por supuesto
al asunto del padre, es decir, como Lacan lo mostró, al asunto del padre como nombre, aquel
que nombra, aquel a través del cual adviene el acceso a lo simbólico, aquel a quien se le debe.
Ahora bien, al pasar de la modernidad a la postmodernidad hemos pasado de la histeria a la
histerología.
Hacer uso de una histerología es, en suma, postular algo que aún no existe para autorizarse
desde éste y emprender una acción. En esta situación se encuentra el sujeto democrático
obligado al “Sé tú mismo”. Postula algo que aún no es (él mismo) para encadenar la acción en
la cual ¡él debe producirse como sujeto! Ahora bien, como este apoyo es radicalmente cojo y
hasta inexistente, el acto o bien fracasa difiriéndose incesantemente, o bien se realiza pero
ubicando al sujeto en la situación de verse hacer un truco en el que no puede creer. Entonces
el sujeto se vive como un impostor. Tal sería el sujeto histerológico respecto al sujeto histérico.
Allí donde el sujeto histérico se alienaba en Otro, reprochándole, por supuesto, y
reprochándose incesantemente la dependencia en la que él mismo se había metido, el sujeto
histerológico, privado de todo apoyo en el Otro, ya sólo puede extraviarse en un enredo interior,
resultando tanto la mitad como el doble de sí mismo, perdido en una temporalidad distendida
entre un antes y un después, sin presencia aunque habitando un presente extremadamente
dilatado, separado entre un aquí y un allá. Y este era precisamente el universo explorado por
Beckett en El innombrable, el del sujeto que se encuentra en la situación de tener que fundarse
él mismo.
En La fatiga de ser sí188, Alain Ehrenberg estableció que la depresión era en adelante el
problema mental más difundido. Demostró que el surgimiento espectacular de la depresión
correspondió al momento en que los modelos disciplinares de gestión de las conductas, las
reglas de autoridad y de conformidad con las prohibiciones promulgadas por el gran Sujeto que
asignaban a los individuos un destino completamente trazado, cedieron ante las exhortaciones
que incitan a cada cual a la iniciativa individual, agregándole además el de llegar a ser sí
mismo. La depresión sería en cierta manera el precio a pagar por la libertad y por nuestra
emancipación de la influencia del gran Sujeto. Se expresa por la tristeza, la astenia (la fatiga, es
decir, la antigua “acedia”), la inhibición o una dificultad para la acción que los psiquiatras llaman
el “retardo psicomotor”. Traduce hasta la impotencia de vivir.
188 Ver sobre estos asuntos Alain Ehrenberg, La Fatigue d´être soi
[La fatiga de ser sí], Odile Jacob, París, 1998.
detención de la acción y de la iniciativa 189. Es por esto que, en las sociedades postmodernas
encontramos, cada vez más a menudo, técnicas de acción sobre sí. Justamente de eso se trata
en los programas de televisión que ponen en escena la vida ordinaria de los relatos de
exhibición de sí ampliamente difundidos que llevan los rótulos literarios o evidentemente, en el
uso de psicotrópicos destinados a mejorar el humor y aumentar las capacidades individuales.
En efecto, numerosos individuos consumen hoy en día de manera regular, en nuestras
sociedades, antidepresivos, entre los cuales el Prozac es hoy en día emblema. El hecho de que
ese medicamento haya llegado a ser hoy un nombre tan común como “aspirina” ilustra
claramente la extensión del fenómeno. No obstante, no habría que creer que esta situación
agobia de alguna forma el curso democrático, muy al contrario. Hoy en día en efecto, tomar
Prozac o cualquier otro medicamento que pertenezca a este tipo de antidepresivos llamados
“confortables” hace también parte de esas nuevas posibilidades “democráticas” que le permiten
al pequeño sujeto deprimido la capacidad de “fabricar su interior mental” para “sentirse mejor” y
hasta “mejor que sí”. Una de las consecuencias es que la distinción entre cuidarse y drogarse
tiende a difuminarse en nuestras sociedades democráticas postmodernas. La otra
consecuencia es que se vuelve difícil, en esas condiciones de modificación artificial y
permanente del humor, decir qué resulta de sí mismo y qué de la limpieza artificial de sí. ¿Tiene
aún sentido el hecho de filosofar? ¿Qué pasa, por ejemplo, con la autenticidad heideggeriana
que se le acuerda a la escucha del Ser ante ese fenómeno? Hasta se vuelve difícil decir quién
es uno en últimas; también ahí, Beckett es premonitorio.
Me permitiría dos comentarios sobre los importantes trabajos de Ehrenberg sobre la depresión.
El primero es que el sujeto hablante, al tener que fundarse hoy solo, se encuentra exactamente
en la misma posición depresiva que el antiguo gran Sujeto. En efecto, recordemos al rey de
Pascal. Pascal, notable clínico antes de tiempo, ya había notado que cuando se dejaba al rey
ante él mismo, se volvía lo que era: un pequeño sujeto como otro. De hecho, es exactamente la
expresión que usa Pascal: “Que se haga la prueba; que se deje a un Rey sólo […] y se verá
que un Rey que se ve es un hombre lleno de miserias, y que las experimenta como otro190.” El
rey fundaba a todos los demás, pero él mismo, al no disponer de un lugar en el cual fundarse,
resultaba obligado a una melancolía persistente de la cual había que distraerlo incesantemente.
La depresión es pues el nombre moderno que se le da a una antigua perturbación ya
perfectamente ubicada por Pascal, melancolía que afectaba al neotene obligado a jugar al gran
Sujeto. Hoy en día, el sujeto hablante está obligado a jugar a sí mismo. Ahora bien, como lo
plantea Pascal, “el hombre que sólo se ama a sí, nada odia más que estar sólo consigo. Sólo
busca para sí, y nada huye tanto como a sí: porque, cuando se ve, no se ve tal como se desea,
y halla en sí mismo un amasijo de miserias inevitables y un vacío de bienes reales y sólidos que
es incapaz de llenar191”.
El segundo comentario tiene que ver con el fenómeno mismo de la depresión y con su
naturaleza. La depresión aparece como un dato clínico primero cuando en realidad no es más
que el resultado de la confrontación del sujeto con la figura de la histerología. En efecto, el
sujeto se vuelve depresivo o melancólico cuando encuentra en su camino subjetivo la figura de
Además, no habría que dejarse acorralar por la depresión. Sólo es el árbol que oculta una selva
de otros problemas. La obligación histerológica en la que nos hallamos ahora obligados a vivir
en la postmodernidad puede desembocar ciertamente en la depresión, hasta en ese malestar
exacerbado que se llama el “ataque de pánico”, pero también puede desembocar en otras
formas. Evoquemos algunas de éstas:
199 El esquema freudiano que se invoca en esos casos es el que Freud aprendió de Charcot
sobre el ataque histérico; dice Freud: “en un caso observado por mí, [la enferma] con una mano
aprieta el vestido contra el vientre (en papel de mujer), y con la otra intenta arrancarla (en papel
de varón).” Cfr. Sigmund Freud, “Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad
[1908]” en Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, T. IX, págs. 137-147 (p. 147), traducción
de José Etcheverry. Si ese caso de doble personalidad descrito por Freud es con toda evidencia
un caso de histeria, ¿quiere eso decir que todos los casos de “personalidades múltiples” lo son
necesariamente? ¿Qué pasa con los que no remiten a la bisexualidad y con los que no se
presentan como un conflicto de personalidades co-presentes pero sucesivas? De hecho, el
mismo Freud había contemplado desde 1923 la realidad de esos casos: “cuando las
identificaciones [objetales del yo] llegan a ser muy numerosas, intensas e incompatibles entre
sí, se produce fácilmente un resultado patológico. Puede surgir, en efecto, una disociación del
yo, excluyéndose las identificaciones unas a otras por medio de resistencias. El secreto de los
casos llamados de personalidad múltiple reside, quizá, en que cada una de tales
identificaciones atrae a sí alternativamente la conciencia. Pero aún sin llegar a este extremo
surgen entre las diversas identificaciones, en las que el yo queda disociado, conflictos que no
pueden ser siempre calificados de patológicos.” En Sigmund Freud, “El yo y el ello”, en Obras
Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, T. III, págs. 2701-2728 (p. 2711), traducción Luis López
Ballesteros.Para una aproximación crítica a este asunto de las personalidades múltiples, puede
consultarse la notable obra colectiva dirigida por F. Sauvagnat, Divisions subjectives et
personnalités multiples [Divisiones subjetivas y personalidades múltiples], Presses universitaires
de Rennes, clínica psicoanalítica, Rennes, 2001.
Por último, están las formas de sacrificio extremas que van mucho más allá de una ablación de
una parte de sí porque apuntan nada menos que a la ablación total de sí. Ocurren a menudo en
el momento mismo de un paso al acto violento: cada vez se ven más individuos que han
cometido acting out muy mortíferos pedir que se los mate ya. Así, la época postmoderna está
viendo expandirse una nueva forma de sacrificio: el sacrificio al cuadrado. Se trata de una
hazaña de sacrificio nueva que, cuando se perpetra, permite crear el punto de apoyo necesario
que faltaba para vivir por fin, así sea un instante, antes de desaparecer. Esta nueva forma de
sacrificio comienza con el sacrificio de víctimas precisamente escogidas, aunque sea al azar, y
culmina, tras el corto pero intenso momento de ebriedad identitaria, con el sacrificio del
sacrificador que decide y que se aplica a sí mismo la sentencia correspondiente a su imposible
hazaña205.
Cuando se piensa en un pasado reciente y en los aspectos que revestía entonces el sujeto
moderno, no dejan de sorprender las diferencias entre este último y el sujeto postmoderno. El
sujeto moderno llevaba consigo algo como la pasión de ser otro, es decir, el deseo de
producirse como sujeto del Otro. ¿Cuántas formas posibles de ese deseo de ser otro inventó la
modernidad? Pueden recordarse los sujetos resplandecientes de una modernidad reciente:
había que llegar a ser el sujeto llamativo del Poema, el sujeto del proletariado, el sujeto de la
pura intensidad de lo inconsciente, el sujeto de culturas diferentes, lejanas, perdidas,
olvidadas... A ese deseo de ser otro, producido por la Kulturarbeit de la época moderna, el
sujeto postmoderno responde que ya sólo quiere ser él, sólo él. Por eso, si las patologías
modernas giraban a menudo en torno a la pasión de ser otro, las patologías posmodernas giran
ahora en torno al asunto de tener que fundarse solo. De hecho, aparecen allí donde la
obligación histerológica es máxima. Ahora, hay que comprender bien que la histerología es sólo
una consecuencia de lo que Lacan llamó en su tiempo la Verwerfung, la forclusión (del nombre
del padre). En efecto, si no tengo padre, debo entonces engendrarme a mí mismo. Por eso,
esas patologías histerológicas, huellas de Verwerfung, descubren un más allá de la neurosis y
plantean el asunto de la psiconeurosis. Me parece que Lacan lo presintió perfectamente, luego
de 1968, a comienzos de los años setenta, cuando hablaba del "discurso del capitalista" que
promueve la Verwerfung: "Lo que distingue el discurso del capitalista, decía él en O peor...
[seminario del 3 de febrero de 1972, no publicado], es lo siguiente: la Verwerfung, el rechazo, el
rechazo por fuera de todos los campos de lo simbólico, con lo que ya indiqué como
Tomado de DUFOUR, D-R., L´Art de réduire les têtes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libérè à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [104 a 124 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y
Cultura.
Entonces, tenemos que vérnoslas con una desimbolización que hay que estudiar
detenidamente (como intentaré hacerlo) sin lo cual caemos en el angelismo de la creencia en
una liberación. Desafortunadamente sin embargo, esto no es todo, porque de la caída del
superyó en su faceta simbólica se saca partido fácilmente con el reforzamiento del superyó en
su faceta “obscena y feroz211” (señalada por Lacan), que anhela decididamente el orden, así
esté desconectado de toda ley. Esta división interna del superyó atraviesa asimismo tanto a
209 Es, por ejemplo, la posición de Gérard Pommier en Los cuerpos angélicos de la postmodernidad,
Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2002.
210 Sigmund Freud, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis [1933], cfr. 31ª. conferencia, en
Obras completas, T. XXII, Amorrortu, Buenos Aires, p. 58, traducción José Luis Etcheverry. “[...]
plenamente esclarecido” en la traducción al francés: Nouvelles conférences d`introduction al psychanalyse
[1933], Gallimard, París, 1984, p. 84.
211 Cfr. Lacan, Écrits, op cit., “La dirección de la cura”, p. 619. Sobre esta otra cara “obscena y feroz” del
superyó, cfr. también el seminario VII de Lacan, La Ética del psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires, 1988.
cada sujeto como a los sujetos entre sí. Entonces, en la postmodernidad pueden hallarse tanto
sujetos privados de superyó de faceta simbólica como sujetos dotados de superyó de faceta
feroz y obscena. A decir verdad, entre menos se encuentre de los unos, más se encontrará de
los otros, lo cual augura muy oscuros días políticos que tal vez permiten anticipar los resultados
de la primera vuelta de la elección presidencial francesa del 21 de abril de 2002.
Pero esto no es todo. Esta actual caída del superyó no permite prever otra cosa que un
irresistible debilitamiento del espíritu crítico. En efecto, para Freud, lector de Kant, la aptitud
para la moralidad y la razón práctica en el hombre, planteada por Kant, encuentra su origen en
el superyó. En las Nuevas conferencias de psicoanálisis, aparece claramente que para Freud
no hay “nacimiento de la conciencia” posible sin “formación del superyó” 212. Freud llegó más
lejos en la elaboración de lo que yo llamaría gustosamente una versión (meta) psicológica de la
moral kantiana al indicar que “el imperativo categórico kantiano era el heredero directo del
complejo de Edipo213”. Lo que en cierta forma vino a reposicionar y justificar la moral kantiana,
dándole un contenido (meta) psicológico, es el “complejo paterno”. Entonces, una vez más
puede verse ahí, en esta connivencia teórica del superyó y del espíritu crítico, hasta que punto
el sujeto kantiano y el sujeto freudiano se encuentran ligados y cómo la caída de uno sólo
puede al final acarrear la labilidad del otro.
En todo caso, el Mercado se hunde en el espacio vacante que deja esta caída actual de los
ideales del yo y del superyó en su aspecto simbólico. Ya los publicistas han entendido que
provecho podrían extraer de esta debacle del superyó para intentar instalar las marcas como
nuevas coordenadas. El Mercado (particularmente el mercado de la imagen) llegó de esta
manera a ser un gran proveedor de esos nuevos ideales del yo volátiles, en constante
transformación. La identificación con ciertos rasgos de esos ideales (el famoso einziger Zug o
“rasgo unario”) funciona tanto mejor cuanto que el sujeto flota sin superyó simbólico. ¿Cuántos
soldaditos de las marcas desfilan hoy en día por la calle? ¿Cuántas Loana han aparecido en los
colegios tras el primer Loft Story?
El universo simbólico del sujeto postmoderno ya no es el del sujeto moderno: sin gran Sujeto,
es decir, sin coordenadas donde puedan fundarse una anterioridad y una exterioridad
simbólicas, el sujeto no logra desplegarse en una espacialidad y una temporalidad
suficientemente amplias. Queda pegoteado en un presente dilatado donde todo se juega. La
relación con los demás se vuelve problemática en la medida en que su supervivencia personal
resulta de esta manera siempre cuestionada. Si todo se juega en el instante, entonces el
212 Freud, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, op cit., cfr. 30ª conferencia. Ver el
comentario de P.-L. Assoun en, Freud la philosophie et les philosophes [Freud, la filosofía y los filósofos], op
cit., págs. 345 y ss: “Ética e inconsciente: imperativo categórico y superyó moral”.
213 S. Freud, “El problema económico del masoquismo” [1924], en Obras completas, T. XIX, op.cit., p.
173.
proyecto, la anticipación, el retorno sobre sí se vuelven operaciones muy problemáticas 214. De
manera que lo que se encuentra afectado es todo el universo crítico y todo lo que Kant llamaba
el poder “crítico” del espíritu.
¿Qué hacer si ya no hay Otro? ¿Construirse solo, utilizando las numerosas y efectivas fuentes
de nuestras sociedades que lo permiten? Cierto, pero no es seguro que la autonomía constituya
una exigencia que puedan cumplir de entrada todos los sujetos. La autonomía es una conquista
que exige una verdadera ascesis. Quienes logran cumplirla son a menudo quienes han estado
“alienados” antes y que han tenido que luchar para liberarse. En este sentido, el estado
aparente de libertad promovido por el liberalismo extravía en todo sentido. A este respecto,
podría decirse que la libertad como tal no existe, pero que existen únicamente liberaciones. Por
eso es que quienes jamás han estado alienados, no por eso son libres. Los nuevos sujetos del
mundo postmoderno aparecen más bien abandonados que libres; “soy libre, abandonado”,
decía tan precisamente el narrador de El innombrable 215. Esos nuevos sujetos son tan libres
que en realidad están abandonados, es decir, “marginalizados”. Extraña soberanía de esos
nuevos sujetos, que evoca Giorgio Agamben en sus comentarios sobre el homo Sacer: “quien
es marginalizado no simplemente es ubicado por fuera de la ley ni indiferente a ella; es
abandonado por ella, expuesto en ese umbral en que la vida y el derecho, el interior y el exterior
se confunden. De éste, es literalmente imposible decir si está por fuera o por dentro del
orden216. De hecho, por eso es que esos jóvenes “a ban donados”, es decir, entregados al ban
[al margen] y a menudo relegados a las ban-lieue [literalmente: lugares marginales; barrios de
arrabal], llegan a ser presa fácil de todo lo que parece poder colmar sus necesidades
inmediatas. Es así como los nuevos sujetos de la postmodernidad constituyen hoy en día
objetivos cómodos para un aparataje tan poderoso como el Mercado, que puede entonces
invadir su vida y empezar a regirlo todo gracias a su capacidad de enrejillamiento del tiempo y
del espacio cotidianos; pienso particularmente en el control de las imágenes (televisión, cine,
juego, publicidad…). La docilidad con la que esos nuevos sujetos se dejan tentar por las marcas
comerciales y exhiben en su cuerpo los logos (que de hecho llevan bien su nombre de “garras”
y, evidentemente, de “marcas”217) muestra bastante una nueva servidumbre, tan voluntaria e
inconsciente como las precedentes, tan confusa para la generación precedente, crítica. De
hecho, muchos de esos nuevos sujetos de la postmodernidad, a falta de ser nómadas como
Deleuze lo creía, se encuentran en la posición de ser simplemente huérfanos del Otro. De
suerte que buscan, como pueden, obviar este defecto del Otro. Esas poblaciones abandonadas
por el gran Sujeto, dispuestas a abalanzarse sobre todos los señuelos de masa, desde el
214 Es lo que subrayan las investigaciones de B. Charlot, E. Bautier y J.-Y. Rochex sobre los niños de lo
que ellos llaman las “nuevas escuelas”: buena parte de ellos se queda en un “yo imbricado en la
experiencia personal” sin llegar a descentrarse y a instituir una instancia independiente de sus acciones.
Cfr. B. Charlot, E. Bautier y J.-Y. Rochex, École et savoir dans les balieues et ailleurs [Escuela y saber en
los barrios de arrabal y en otras partes] Armand Colin, París, 1992, págs. 172-174, y E. Bautier y J.-Y.
Rochex L’Expérience scolaire des nouveuax lycéens [La experiencia escolar de los nuevos escolares],
Armand Colin, París, 1988, cfr. p. 138 y ss. y p. 214 y ss.
215 S. Beckett, El innombrable, op cit., p. 38.
216 Giorgio Agamben, Homo sacer, le pouvoir souverain et la vie nue [Homo sacer, el poder soberano y la
vida nuda], op cit, p. 37. Agamben indica que “abandonado” proviene de “a ban donado” y que al origen, en
las lenguas romanas, mettre à bandon, à ban donner, significaba tanto “poner en el poder” como “dejar en
libertad”.
217 Sobre el “marcado” y la escarificación de los cuerpos postmodernos, véase el trabajo del
psicoanalista Jean-Louis Chassaing, Faire son trou, se re-marquer [Hacer su hueco “re-marcarse/notarse”]
en Cahiers de la Association Freudienne Internationale, “Las envolturas del cuerpo”, mayo de 2000, París,
2000.
fanatismo de los hinchas de fútbol hasta los logos comerciales 218, pasando por los modos de
consumo ostensibles, remiten, nos parece, a una de las características del espacio político
postmoderno, que ya había sido percibido por los estudios de los años 60 sobre la “sociedad de
masa” (los de Herbert Marcuse, entre otros).
Pueden ubicarse varias tendencias, muy “lógicas”, que buscan obviar la carencia del Otro. Esos
diferentes medios son experimentados ampliamente por los nuevos sujetos de las sociedades
postmodernas.
La primera tendencia se encarna en la banda. Cuando el Otro falta y no se puede encarar solo
la autonomía o la autofundación requeridas, siempre queda la posibilidad de intentar encararlas
entre varios. Basta con resultar de una persona que comprende varios cuerpos distintos, en
otras palabras, de una banda. No sería la primera vez que la humanidad inventa esta
disposición: el antropólogo Maurice Leenhardt demostró, hace mucho tiempo ya, que entre los
melanesios por ejemplo, varios cuerpos (el tío materno y el sobrino) podían ser agrupados en
una misma persona social. La banda está marcada por el transitivismo: como pertenecen a una
misma persona, si el uno cae, al otro puede dolerle. La banda posee un nombre colectivo
portado por cada cual en el exterior. Posee su firma, su sigla, su tag, que marca y delimita su
territorio; cualquier viaje en tren mostrará lo extendido del fenómeno, como dicen los iniciados,
de “quemaduras” producidas por los tags219. Si un individuo lograra desprenderse de la persona
global figurada por la banda, por ejemplo al interesarse por algo diferente a las preocupaciones
del grupo, la banda, que no puede admitir que se le arranque uno de sus miembros y que vela
por su integridad, sólo puede devolverlo a su seno por todos los medios posibles. Resulta así
en ocasiones muy difícil para un profesor de escuela dirigirse a un alumno que pertenece a una
banda porque llega o responde todo el grupo a la mínima solicitud desplegando sus
prerrogativas y sus objetos. La entrada en el discurso crítico simplemente no puede tener lugar.
Lo que se obtiene en la banda es entonces lo contrario a la autonomía del sujeto, es la fusión
de todos en una sola entidad, preferentemente la del jefe de banda.
218 Ver el excelente artículo de Jean-Marie Brohm y Marc Perelman, “Fútbol: del éxtasis a la pesadilla”,
que denuncia el mito “del fútbol integrador” y le imputa funcionar como “vector de desintegración social
generalizado: violencia verbal y física aceptada, sino atizada, adhesión a valores no democráticos (ethos
guerrero, espíritu de revancha, dinero fácil, adulación de los ídolos, enceguecimiento ante el doping, etc.)
chauvinismo exacerbado, inversión de todos los valores de solidaridad en provecho de la ganancia, odio al
adversario, en resumen, instalación de un orden deportivo nuevo impuesto a la totalidad de la población”,
en Le monde del 17 de junio de 2002.
219 Sobre el tag, cfr. el trabajo etnosociológico de Gilles Boudinet, Pratiques tag, L´Harmattan, París,
2001.
220 El semanario Télérama difundió un excelente informe al respecto en mayo de 1999.
mafiosos entendieron esto perfectamente y le sacan provecho para asegurarse el control de
algunos sectores del mercado.
La tercera tendencia resulta igualmente del sucedáneo que supuestamente suple la carencia
del Otro. Cuando el Otro falta, puede reinscribirse al Otro, no ya en el orden del deseo sino en
el de la necesidad. Es lo que se llama adicción. Con justa razón, a menudo se presenta la
adicción como una forma de reacción contra la depresión y de fuga hacia un comportamiento
compulsivo de consumo de productos que muy pronto parecerán indispensables. Cuando se
habla de adicción se piensa evidentemente en la droga pero no hay que olvidar que la droga
nunca es más que una mercancía un tanto especial. Diré entonces que, en el sujeto
postmoderno existe una adicción usual a la mercancía, adicción buscada y provocada por el
Mercado, que ve en ello un medio para ampliar el ciclo de la mercancía. Y puede existir
simplemente una adicción suplementaria a la más cara y adictiva de las mercancías: la droga.
Esto es lo que se ve operando en el fenómeno corriente de la toxicomanía. Allí, lo que está en
juego ya no consiste en hacer de la dificultad de existir una búsqueda simbólica en la que, lo
que viene a colmar la imperfección habitual del Otro ha de ser sabiamente construido y
expresado, particularmente a través de la expresión artística (poesía, danza, canto, música,
pintura...). En la toxicomanía, esta laboriosa búsqueda se transforma en una simple
dependencia de Otro surgido del campo del deseo y reinscrito en cierta forma en lo real de la
necesidad. Por lo menos de esta manera se podrá saber lo que concierne al Otro del que se
falta: no es más que un producto químico lo más adictivo posible que uno podrá procurarse a
condición de convertirse en su esclavo.
La cuarta tendencia implica, en cierta forma, ir aún más lejos, puesto que corresponde a un
intento de llegar a ser el Otro en el lugar del Otro. En este caso uno se engalana con los signos
de la omnipotencia que lo caracterizaban y se arroga derecho de vida y de muerte sobre sus
semejantes, dotándose de poderes supuestamente mágicos. Los actos de violencia más
crudos, como el de Littleton221 por ejemplo, pueden entonces desencadenarse sin contención
alguna.
Los actos extremos que pueden observarse hoy en día entre los adolescentes de todas las
sociedades postmodernas parecen combinar esas posibilidades de sustitución del Otro en
proporción variable: en últimas, se puede ser miembro de un gang, adicto a tal o cual producto,
adherente de una secta y sujeto a la violencia extrema. No cesan de observarse en los nuevos
sujetos del mundo postmoderno víctima de la falta del Otro, pasos intempestivos de la
delincuencia menor a la adicción, al fanatismo religioso o a la hiperviolencia.
Lejos de que sean explicables por la sed sensacionalista de los medios, o que sean erráticos y
por lo tanto inexplicables por remitir a misteriosas pulsiones que se apoderarían súbitamente
de ciertos jóvenes, me parece en cambio que esas tendencias son perfectamente coherentes
con el ocaso del Otro en nuestras sociedades. Son su consecuencia directa, que afecta a las
poblaciones más sensibles a ese ocaso.
No digo que esos comportamientos límites engendrados por la carencia del Otro afecten a
todos los jóvenes; sin embargo, constituyen una tendencia fuerte, muy difundida, que moviliza
ya secuencias identificatorias, fascinaciones difusas y fragmentos de historia y de narración. A
fin de cuentas, esto lo entendió muy bien y muy rápido el Mercado, desarrollando toda una
industria del juego, de la música y de la imagen violenta, conectado a la impulsividad de los
afectos provocados por esta carencia222. Repitamos: es cierto que sólo algunos de esos
jóvenes, probablemente los más frágiles, los menos cuidados por la familia o lo que de ésta
queda, pasan al acto pero el síndrome es compartido ampliamente; lo demuestra la
“delincuencia menor” (extorsión, robos, violencias, agresiones...), que se está convirtiendo en
norma.
Tal vez haber renunciado a la ficción del Otro nos haya liberado de los antiguos tiránicos, pero
nos confronta con preguntas “imposibles” que el “Mercado” deja hiantes o en las cuales se
hunde como para agravar la situación. Resultaba fatal que los adolescentes se encontrarán
entre las poblaciones más sensibles a esta tendencia al desvanecimiento del Otro; en este
sentido, son la figura ejemplar de la postmodernidad. Pero, que sean los primeros afectados por
este fenómeno, y esto cada vez más temprano, no querría decir que estos problemas sólo
afectan a los adolescentes y a los adultos jóvenes. Seamos claros: afectan al cuerpo social por
entero. Será necesario que comprendamos que las manifestaciones que se producen durante
ese fading del Otro no corresponden a un accidente histórico lamentable que pronto se
resolverá, sino que son los signos precursores de un estado de estructura que se está
221 El 20 de abril de 1999, en Littleton Estados Unidos, dos muchachos de 18 y 17 años, fascinados por
las máquinas informáticas, los juegos de video y ciertas sectas violentas, mataron a 13 compañeros de
clase antes de suicidarse. Hoy en día, se cree saber cuál era el proyecto de los dos jóvenes autores de la
matanza de Columbine High School: una vez realizada la masacre, ¡secuestrar un avión para estrellarlo
contra las torres de World Trade Center! Entonces el 11 de septiembre de 2001 habría podido ocurrir el 20
de abril de 1999, con dos jóvenes bien americanos al mando.Al respecto de este acontecimiento altamente
significativo, seguido de otros del mismo estilo en diferentes países, cfr. los estudios publicados en el
Journal for the Psychoanalysis of Culture and Society, otoño del 2000, Ohio University Press, donde se
encuentra mi artículo “Modernity, postmodernity and adolescence”.
222 Entre otras, pienso en la serie de tres largometrajes que realizó Wes Craven desde 1997 bajo el
título Scream. La película aparece en el paisaje mental de varios adolescentes autores de crímenes. Hay
algunos que dicen haber recibido mensajes provenientes de esa película y haber escuchado voces que los
intimaban a suprimir a su padre, a su madre o a su novia... (ver el informe de Le monde del 22 de junio de
2002).
instalando en nuestras sociedades y acarreando, entre otros, efectos deletéreos sobre palmos
enteros del lazo social.
Esas tendencias son ya tan poderosas que pueden tomar proporciones considerables. El 11 de
septiembre de 2001 nos ofreció el tamaño exacto del fenómeno que consiste en poder ser, por
carencia del Otro, miembro de una organización sectaria y estar sujeto a la violencia extrema.
En efecto, en esos tiempos de mundialización no había razón alguna para pensar que los
grupos fanáticos y violentos iban a continuar actuando localmente cuando podían
perfectamente operar a nivel planetario; esto fue lo que demostró el terrible atentado del World
Trade Center cometido por aquellos a quienes se llama “locos de Alá”.
Lo más extraño es que esta devastadora religiosidad haya podido suscitar a cambio, en el
corazón mismo de las instancias políticas del país víctima, es decir, los Estados Unidos, o sea
la mayor democracia y el país más poderoso del mundo, una retórica mesiánica que hace uso y
abuso de una simbólica religiosa extrema. Al organizar el universo como un mundo en que “el
Bien” se opone al “Eje del Mal”, el pequeño grupo de cristianos fundamentalistas y de
neorrepublicanos ultraconservadores que, a favor de una elección ambigua, se amparó de la
Casa Blanca, parece en efecto, igualmente dispuesta a todas los extremos in the name of
God223. De tal manera que puede uno preguntarse a veces sí, ante la “casi secta” de los locos
de Alá, no es una especie de secta cristiana violenta la que, en contra de las Iglesias mismas,
se ha amparado de los mandos del país más poderoso del mundo.
Pronto veremos hasta dónde logrará confirmarse esta funesta hipótesis, pero podemos decir
desde ahora que la actual desimbolización del mundo puede acomodarse perfectamente a (y
hasta suscitar), violentos retornos de religiosidad fanática. Esto tendería a probar que “la salida
de la religión” tesis de Marcel Gauchet que yo suscribo no impide de ninguna manera el retorno
de virulentas llamaradas de religiosidad; todo lo contrario224.
Tomado de DUFOUR, D-R., L´Art de réduire les tetes. Sur la nouvelle servitude de l´homme
libérè à l´ère du capitalisme total. París, Denoël, 2003, págs. 27 a 137 [124 a 137 para esta
sección]. Traducción: Pío Eduardo Sanmiguel A. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y Cultura.
223 En el editorial de Le monde del 29 de marzo de 2003, pudo leerse que «el presidente George W. Bush
es un born again christian; “nació de nuevo” a la fe tras una juventud plena de bajezas. No se contenta con
terminar sus discursos con el célebre “Dios bendiga a América” que invocan todos los presidente
americanos. Atiborra sus intervenciones con referencias a Dios y exige que todas las reuniones de
gabinete empiecen con una oración preparada cada vez por un ministro. Y el Congreso acaba de instituir
“un día de humildad, de oración y de ayuno para el pueblo de los Estados Unidos” a fin de que éste
“busque consejo ante Dios [...] cara a los desafíos que la nación debe enfrentar”. Los dignatarios religiosos
han reconocido el peligro, inclusive las Iglesias americanas, entre las cuales la confesión a la que
pertenece la familia Bush: los metodistas evangélicos. No se reconocen en el “fundamentalismo” del
presidente, que asimilan a una ideología extraña al Dios de la Biblia».En cuanto al otro componente del
equipo dirigente americano, los neoconservadores herederos del filósofo Leo Strauss y del estratega Albert
Wohlstetter, nada tienen que ver con el integrismo protestante proveniente de los Estados del Sur, pues a
menudo son originarios de la costa Este, intelectuales y judíos. Pero, a ejemplo de Leo Strauss piensan
igualmente que “la religión es útil para sostener las ilusiones de la mayoría, ilusiones sin las cuales no
podría mantenerse el orden”; cfr. al respecto el excelente informe publicado en Le Monde del 15 de abril de
2003, “El estratega y el filósofo”.
224 Esta tesis de Marcel Gauchet se expone en Le Désenchantement du monde [El desencanto del
mundo], Gallimard, París, 1985.