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08:00 | lunes, 21 de mayo de 2012

Educación

Advierten que la escuela demanda un nuevo escenario


emocional
Saber comunicar la semántica y la sintaxis de las emociones es una capacidad y una sensibilidad
ineludible para aquel que desee ser un co-protagonista, atento, crítico y responsable en el escenario
del mundo del siglo XXI

El humor es un buen recurso para aceptar el “juego” de las emociones en


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proceso de aprendizaje

En la misma medida en que las distancias sociales (entre generaciones, entre género, entre profesionales y
cliente…) y geográficas van disminuyendo (entre culturas y subculturas diversas…), las distancias
psicológicas van aumentando. Este es el motivo principal por el que es necesaria una reforma radical de
nuestro sistema educativo; debemos pasar de una escuela que nos acostumbraba a reconocer y respetar las
distancias sociales como datos estables y aproblemáticos, a una escuela que instruye para gestionar, como
recursos positivos, el obstáculo de las diferencias y los puntos de vistas distintos, a transformar en riqueza
colectiva los imprevistos y los malentendidos que necesariamente proceden del encuentro entre los más
extravagantes bagajes culturales y lingüísticos.

Este intercambio es, ante todo, un intercambio en la política de las emociones y concierne tanto a las
personas que trabajan en la escuela como a sus estructuras organizativas.

Desde un punto de vista antropológico, el paso de un sistema de escuela centralizado y burocrático a uno
basado en la autonomía de los proyectos y de la administración de las escuelas individuales y/o distritos
educativos a nivel territorial corresponde al paso de un cierto clima moral e intelectual a otro; es un cambio
de los estilos de convivencia, de las formas de ponerse en contacto; implica el paso de un tipo de escenario
emocional que se respira y que, diariamente, se produce y reproduce en la escuela, a otro tipo de escenario
emocional.

La danza de las relaciones sociales está cambiando y nosotros -también especialmente en la escuela (como
han subrayado con fuerza en particular Muraru y Piussi)- tenemos que convertirnos en músicos y bailarines
más sensibles a la música sincopada y a armónicos con polifonía. Me parece que un buen número de
enseñantes y administradores están conscientes de que la cuestión de cómo instaurar en la escuela un
clima moral e intelectual distinto, una política de emociones distintas, es la cuestión principal, la más
delicada y decisiva. De ella deriva la posibilidad de afrontar todas las demás felizmente: la individualización,
la flexibilidad, los nuevos criterios de evaluación, las relaciones con el territorio.

Pero, concretamente, ¿cómo se hace para afrontar desde el punto de vista de la política de las emociones el
paso de una escuela burocrática a una escuela autónoma y descentralizada? Considero que el agotador
debate, el evidente hablarse entre sordos y las tomas de posición defensivas que acompañan este proceso
se deben principalmente a la persistencia de una epistemología de las emociones perversa y ultra
simplificadora.

Debemos tener el coraje de afirmar que la guía del saber de las emociones no es la racionalidad, sino la
sabiduría. Con las emociones se es genuinamente científico –como mostraron, entre otros, Gregory Bateson
y Mary Catherine Bateson - solo en la medida en que se es (o al menos se intenta ser) genuinamente
sabios. Y la sabiduría comienza reconociendo que se trata de un tema muy delicado y también muy
peligroso (pero es más peligroso ahora no afrontarlo); que necesita avanzar decididamente, pero con mucha
cautela y mucha humildad.

Debemos ser conscientes de que, habiendo sido educados nosotros mismos en el sistema todavía
dominante, a menos nos faltan incluso las palabras para nombrar algunas emociones cruciales que
sentimos. Estamos poco entrenados en los estilos narrativos adaptados a la complejidad y delicadeza del
problema. Nos falta una epistemología dinámica, una epistemología de los sistemas abiertos que nos
permitirían afrontar estas cuestiones de forma ligera, con humor gentil, necesario por su complejidad.

Me parece útil, para poner en marcha este tipo de reflexiones, tratar de especificar esquemáticamente dos
escenarios: aquel en el cual nos movemos actualmente y aquel que querríamos llevar a cabo. Me detendré
en particular sobre tres tipos de dinámicas emocionales que habría que aprender a conocer y gestionar en la
construcción de un régimen de autonomía: 1) el paso de un ambiente que favorece y legitima la irritación por
el protagonismo de iguales a otro que promueve el protagonismo; 2) el paso de un ambiente que justifica la
repulsión hacia el control directo de los méritos del propio trabajo a otro que sabe usar este tipo de control
como un recurso y una potenciación personal y colectiva; y 3) el paso de un ambiente que da por
descontada la envidia recíproca, y está todo en tensión para mantenerla bajo control para que no se
manifieste demasiado abiertamente, a un ambiente que promueve y favorece la expresión de la envidia
benigna.

En el sistema al que estamos acostumbrados, el protagonismo es visto como algo moralmente despreciable.
No solo los otros se sienten automáticamente no-protagonistas, sino que se infringe una regla moral: no se
compete, estás traspasando los límites definidos por las relaciones jerárquicas. De las relaciones jerárquicas
sabemos, grosso modo, qué podemos esperarnos, del protagonismo no. También, en este caso, falta una
palabra capaz de recoger esta configuración emotiva.
En la realidad a la que estamos acostumbrados a esperarnos, es verdad que las propuestas innovadoras de
administradores y colegas a menudo se ven como una forma de tocar las narices y difícilmente se traducen
en una potenciación colectiva real. La actitud: estoy orgulloso de trabajar en esta escuela porque hay
muchos colegas llenos de iniciativa que me potencian y de los que aprendo, es rara. De otro modo no
existiría esta carrera por la jubilación anticipada.

El primer punto que quiero subrayar es este: cuando se habla de llevar a cabo concretamente una revolución
del tipo que estamos hablando, que tiende a abandonar formas organizativas centralizadas y jerárquicas en
favor de otras con democracia más directa y participativa, no hay, desde un punto de vista de la política de
emociones, los “buenos” favorables y los “malos” contrarios. Todos somos contrarios. No solo
contraponemos, todos, una buena dosis de rechazo y de resistencia a estos tipos de cambios, sino que
tenemos razón para hacerlo.

Es crucial reconocer que no solo es natural sentir esas emociones en esta contingencia, sino que son
emociones legítimas, fundadas, lógicas. Las emociones de resistencia, de rechazo de la reforma, son datos
de conocimiento preciosos, que no debemos eliminar, sino acoger y escuchar. Nos dicen algo fundamental
sobre mundos posibles a los que estamos acostumbradas y a los cuales, a pesar de las diferencias, estamos
adaptadas. Nos dicen que cómo estamos acostumbradas a ponernos en contacto con los otros e,
indirectamente no estamos acostumbradas a ponernos en contacto.

Es necesario tener en cuenta a las personas que oponen este tipo de resistencia al cambio (incluidos
nosotros) como los mejores aliados de una reforma verdadera y radical, porque nos obligan a afrontar de
verdad, y no superficialmente, los problemas reales que nos esperan. Nos obligan a imaginar y ensayar, a
observar y narrar, también con una cierta (poética) minuciosidad, otros mundos posibles. Por tanto, cada vez
que una voz (o un arranque emocional) plantea persistentemente este tipo de objeciones, la actitud justa es:
“¿Cómo puedo escuchar/observar esta situación contingente para que la reacción expresada con esta
emoción específica sea justificada?”. En cierto sentido las emociones se entienden solo si se dan sus
razones.

En cambio, si descuidamos estas emociones, las consideramos marginales, el resultado será que funcionará
de forma subterránea y sus buenas razones triunfarán. Nos encontraremos con todos los problemas nuevos
de la escuela centralizada y personalizada más todos los antiguos defectos de la vieja burocracia. Y
añoraremos el burócrata impersonal y lejano, que, aunque completamente privado de sensibilidad
antropológica, al menos en “nuestra” aula y en las relaciones con “nuestros estudiantes”, nos dejaba en paz.
Este es el primer punto.

Fuente: Tendencias 21

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