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‘La otra señorita’ de Óscar Guaramato

La maestra rural fue trasladada a otro pueblo. Nos comunicó la noticia momentos después de haber
cantado un nuevo himno, cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás.
Habló brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra, que ella pasaría a regentar otra
escuela, perdida en la maraña de un remoto caserío, y recomendó a todos que fuésemos amables con la
nueva preceptora, por cuanto nosotros constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de
recién graduada.

Era viernes y atardecía sobre las casas.

Pero esto no sucedió ayer, ni anteayer.

Ella era nuestra maestra de primeras letras, hace veinticinco años. Sin embargo, el tiempo transcurrido
no impide que recuerde claramente las cosas ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí
donde noté que había olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al no
encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos enmohecidos de llanto. Sin decirme nada, me abrazó
sollozante. Recuerdo que yo también lloré, que era viernes y que el sol muriente lamía en el patio las
hojas de un rosal.

El domingo la acompañé a la estación.

Yo cargaba su maleta. Fue un domingo a las once de la mañana. La locomotora tenía un nombre –
Gavilán– y resoplaba como un animal cansado. Al fin, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros
que subieran al tren. Fue entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente.
Recuerdo claramente su pañuelo blanco, aleteando a lo lejos, y aquella dulce paz que me quedó en la
cara.

La otra señorita tenía pecas y fumaba.

El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día encontré mi perdida pizarra.


Yo no la oía. Pensaba en mi otra maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de
frambuesa.

Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra: Señorita, yo la quiero mucho. Lo hice con una
letra grande, redonda, y firmé al pie.

Repentinamente una pregunta flotó en la sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de
un compañero de pupitre que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi
respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos. Recuerdo que era lunes y que
hacía mucho calor y que el sol danzaba en el patio, como un conejo rubio.

Yo mismo llevé la nota a mi casa. En ella se decía la causa de mi expulsión de la escuela rural.

Pasé muchos días apenado, vagando solitario por las riberas del río vecino, y recuerdo también, que me
agarré a trompicones con más de un discípulo que me llamó “picaflor de alero”.

Un día cualquiera me enviaron a una escuela de la ciudad.

Pero nunca llegué a referir que lo escrito había sido para mi otra maestra, la del pañuelo blanco, la del
cabello de oro viejo, y labios de frambuesa. La del primer beso.

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