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A las verdades de la Revelación podemos acercarnos a través de la fe, en cuanto que los
contenidos de la Revelación son creíbles; y por medio de la teología en cuanto esas
verdades reveladas son inteligibles, como susceptibles de una comprensión cada vez
mayor.
La fe es asentir a una verdad en cuanto digna de ser creída. Lo propio de la teología es
analizarla. El motivo formal de la fe (por qué creer) es la autoridad de Dios que revela;
el de la Teología, es la percepción por la razón de la inteligibilidad de lo creído.
Por eso afirma S. Agustín: "intelligere ut credas, credere ut intelligas" (has de entender
para creer y has de creer para entender).
Por tanto, la teología es desarrollo de la dimensión intelectual del acto de fe. Es una fe
reflexiva, fe que piensa, comprende, pregunta y busca. Trata de elevar, dentro de lo
posible el credere al nivel del intelligere. El teólogo se apoya en el conocimiento de
Dios por la fe, en la razón humana y en sus adquisiciones ciertas.
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La pregunta sobre Dios está inscrita en el mismo corazón del hombre como una
capacidad, más aún, como un deseo de infinito y, por eso, el hombre ha sido hecho
capax Dei (capaz de Dios) Por esta razón, la cuestión del hombre está tan implicada en
la cuestión de Dios, que omitir o negar la cuestión sobre Dios equivale a negar la
dimensión transcendente del hombre, dejándolo reducido a pura biología, a mero
producto del azar y desconociendo las ansias de infinito de su corazón.
La filosofía más valiosa afirma que la religiosidad es una dimensión natural del ser
humano que tiene su fundamento en la racionalidad; es decir, en la capacidad de
conocer la verdad y de descubrir la dignidad y el sentido de la vida humana.
También la historia da testimonio de que la religiosidad ha sido cultivada por el hombre,
a lo largo de toda la historia y en todos los pueblos, como el hecho más importante de
la existencia humana.
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El hombre de todas las épocas y de cualquier cultura experimenta la existencia de Dios
como una realidad ineludible y cercana, de la cual no puede prescindir. Por eso, la
historia de la humanidad es la historia de la creencia en Dios. Prueba de ello es que,
cuando se encuentran restos primitivos y se duda si se trata o no de restos humanos, la
paleontología y otras ciencias auxiliares determinan que pertenecen al hombre cuando,
junto a ellos, se encuentran señales de inteligencia, tales como instrumentos de trabajo,
expresiones de arte o vestigios de culto. Así es como la historia de la humanidad
testifica que los rastros de la creencia en Dios siguen las señales de la aparición del
hombre sobre la tierra.
Por eso, la historia testifica que el ateísmo es un fenómeno raro y, hasta época reciente,
no fue un hecho social, sino exclusivo de alguna persona singular. La Biblia sentencia:
“Dijo el insensato: ‘no hay Dios’” (Sal 10,4). Pero se trata de la afirmación de un “in-
sensato”, es decir, de alguien que carece de sentido (...) Incluso, cuando entre los
griegos, los epicúreos, por ejemplo, negaban a Dios, no se trataba de un ateísmo, tal
como hoy se entiende, sino que negaban la existencia de los dioses que se aceptaban en
aquella sociedad pagana y politeísta.
La profesión del ateísmo es, pues, un fenómeno moderno, no es un dato original, sino
originado puesto que no se encuentra en el comienzo de la historia del hombre, sino que
es un hecho que se constata en una época tardía de la crónica de la humanidad.
EL FENÓMENO DE LA INCREENCIA.
«Si Dios no existe, dice Dostoievski, todo está permitido», «Si Dios existe, piensa
Sartre, yo no puedo ser libre», «Sólo Dios, escribe Kierkegaard, puede crear un ser
libre». Estas afirmaciones muestran que la respuesta que demos a la cuestión de Dios es
esencial para el planteamiento y la resolución de las preguntas más vitales.
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técnicamente y que, en cierto sentido, es ajeno a mí, su resolución no me compromete.
Si se estropea la computadora, estoy ante un problema que tiene una solución técnica:
sólo tengo que llevarla a que la vea un técnico. El problema en sí me preocupa porque
no puedo navegar por Internet, pero nada más: yo no me juego la vida porque se haya
estropeado la computadora, no comprometo mi vida en su solución. En cambio, si me
he peleado con un amigo, ya no estoy ante un problema (aunque puedo decir que he
tenido un problema con él), sino ante lo que Marcel llama un «misterio». En este caso,
no me vale con llamar a un técnico para que lo solucione, lo tengo que hacer yo y en esa
solución « me juego la vida» (mi vida con mi amigo), yo me comprometo con el
problema y con su solución, por eso es un «misterio».
A veces el ateísmo nace como un rechazo a un “dios” que nada tiene que ver con el
Dios del Evangelio; o como una violenta protesta contra la existencia del mal en el
mundo; o por adjudicar un valor absoluto a los bienes terrenos (secularismo); o por un
afán de autonomía absoluta, que lleva a negar toda dependencia del hombre respecto a
Dios.
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Hay que advertir, sin embargo, que el ateísmo no es una actitud inicial o, en cierto
sentido, natural, ya que supone la negación o la reacción contra la existencia de un
Absoluto. El ateísmo no es una actitud originaria ya que supone también un cierto
conocimiento de lo que se niega, como dice Xavier Zubiri: «el ateísmo no es posible sin
un Dios».
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Los agnósticos no niegan la existencia de Dios; sencillamente o afirman que la
inteligencia humana no puede demostrar su existencia (tampoco lo puede negar con
certeza) o, simplemente, prescinden de Dios en su vida.
El agnóstico adopta una postura fácil. Primero, no tiene que esforzarse en buscar
argumentos que demuestren que Dios no existe, tal como hacía el ateo. Tampoco recibe
la triste herencia que tienen los ateos, pues la historia del ateísmo tiene una larga crónica
de persecución y de muerte.
Pero el agnosticismo tiene un vicio inicial: su escasa confianza en la razón. Ahora bien,
es preciso invitar al agnóstico a que haga un uso pleno de su inteligencia, puesto que no
hay derecho a que una generación que ha empleado tan a fondo la razón para el
conocimiento y avance de la técnica, luego, cuando se refiere al hombre o a los valores
espirituales, concluya que la razón del hombre es impotente para plantearse los graves
problemas en torno al origen y sentido de la vida humana.
Juan Pablo II pone un gran empeño en que el hombre moderno descubra la importancia
de la razón para conocer la verdad. Y denuncia ese escaso interés de un sector de la
cultura actual por conocer, de forma que más que ocuparse por el desarrollo de la razón,
se limita a destacar sus limitaciones: "En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene
el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamiento.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la
investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general"
(Fides et ratio 5).
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Pero la desaparición de los valores religiosos de la escena pública tiende a debilitar los
valores morales de una sociedad, puesto que éstos no se pueden separar de aquéllos. La
pretensión de suficiencia de una moral laica ha resultado ser un espejismo, puesto que
corta las raíces a partir de las cuales brota el árbol del sentido moral, de la decencia
pública y de las virtudes cívicas y profesionales.
Han fracasado los intentos de fundar toda la moralidad en el consenso, ya que acaba
fundando el bien y el mal en un voluntarismo que queda a merced de la dictadura de la
fuerza o del capricho de unos pocos o una mayoría. Es necesario anclar las raíces de la
moralidad en un más allá ante el que uno se siente responsable.
En una sociedad sin raíces (familia, hogar) ni fines (religión, esperanza) las preguntas
profundas acaban desapareciendo (aparentemente) en el activismo de quien no quiere
ser consecuente con su vacío.
La crisis moral por la que atraviesa nuestra sociedad sólo puede ser superada mediante
una recuperación del lugar propio de la religión en la vida humana: cuando la religión
aparece como factor determinante de esa tarea educativa cuya misión es transmitir
ideales y tareas vitales.
A fuerza de separar a Dios del mundo, para reivindicar la autonomía de éste según un
conjunto de leyes propias, el mundo se aleja de Dios hasta perderlo de vista. Estamos en
la antítesis del paganismo: los dioses no existen en ninguna parte, el más allá es ilusorio,
el hombre está solo, es una tarea para sí mismo, sin camino ni destino. Eso es el
ateísmo: negación explícita de Dios, en la que el hombre queda abandonado ante el
vacío de una existencia sin proyecto, atenazado por la muerte y por la ausencia de un
para qué.
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A pesar de todo, y por contraste, este fenómeno ha resaltado también que las
aspiraciones profundas del hombre y las inquietudes religiosas no pueden permanecer
por mucho tiempo conculcadas e insatisfechas. Los brotes de religiosidad son
numerosos: búsqueda de lo sagrado, necesidad de dar un sentido a la vida, afán de
certidumbre moral, deseo de creer en algo. El hombre no puede vivir en el vacío
espiritual ni en la ignorancia religiosa.
Por eso, hay muchos pensadores que creen posible la demostración de la existencia de
Dios. Aunque existe un conocimiento natural espontáneo de la existencia de Dios, que
tiene su fundamento en el paso del conocimiento del mundo como efecto al
conocimiento de Dios como Causa, su existencia no es inmediatamente evidente, sino
que necesita una demostración. Es decir, contra el agnosticismo, se debe reivindicar la
capacidad de nuestra razón (en su uso metafísico) de demostrar la existencia de Dios.
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3. Imposibilidad de proceder al infinito en la serie de causas: una infinidad de causas no
explicaría nada porque supondría no admitir una causa primera y, por tanto, ningún
efecto.
4. Término final: necesidad de la existencia de Dios.
El hombre puede descubrir a Dios mirándose a sí mismo. ¿Cómo pensar en Dios sino
con todo lo que destaca del hombre, pero llevado a su máximo brillo? Dios tiene que ser
Persona, tiene que ser Amor, Felicidad, Libertad. Tiene que dialogar y dar y compartir.
Tiene que ser la alegría, el bien, lo mejor, lo sereno, lo cumplido, lo bello. Estas
experiencias humanas, pueden llevar a concluir que existe Alguien que es capaz de
satisfacerlas en grado sumo y definitivo.
Las cosas de este mundo son caducas, pasan, se agostan, mueren, nos cansan y no
sacian e incluso ocurre que lo mejor acaba aburriendo. Pero eso no es necesariamente
negativo: puede también verse como un anuncio de lo que vendrá, de la verdad, de lo
que tiene que ser, de lo que el corazón nos dice que será. De otro modo, el mundo sería
una broma cruel, estúpida, decepcionante.
El ser humano busca el sentido último de las cosas, busca la Verdad grande. La infinitud
potencial de esa inteligencia sólo puede colmarse con una respuesta radical, que lo
incluya todo. Dios es precisamente el misterio en el cual se guardan todas las verdades,
grandes y pequeñas. Él es el Saber Absoluto, la Verdad misma, que posibilita las demás
verdades.
Además, si se admite que el alma sobrevive a la muerte del hombre, y que mientras
existe la posibilidad del mal, y del dolor, la tendencia espiritual de la voluntad a amar
no puede colmarse. Parece entonces razonable pensar que, después de la muerte, el alma
y la persona se verán ¡por fin!, liberados del mal, del dolor y del sufrimiento. Para eso,
debemos encontrarnos en la posesión (o poseídos por Él) del Sumo Bien. Será el
momento en que habrá quedado atrás toda fatiga. El tema del mal, del dolor y de la
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muerte no se ilumina más que avistando tras él un Dios trascendente y justo, que los
suprima por completo, y así ponga fin a todas nuestras zozobras, una vez que también
nosotros “ajustemos cuentas” con Él acerca de nuestra conducta.
Prueba del deseo natural de felicidad. El anhelo natural de felicidad que hay en el
hombre supondría la existencia de lo anhelado, pero como el corazón del hombre no
puede ser llenado por nada finito, debe existir un ser Infinito que colme sus deseos, que
sería Dios.
Dios es la suprema felicidad del hombre, el amigo que nunca falla; toda persona
humana puede fallarnos, aun sin querer. Sólo con Dios queda asegurado el destino del
hombre al tú, porque cualquier otro tú es falible, inseguro y mortal. En Él cabe la
tranquilidad; si falta, queda lugar o para la seriedad sin esperanza o para aceptar el
sinsentido.
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LA REVELACIÓN SOBRENATURAL
REVELACIÓN, SAGRADA ESCRITURA Y FE
La Revelación puede hacerse de diversos modos y por diversos medios, y por eso es
preciso distinguir diversas clases y formas de Revelación:
2. EL DEPÓSITO DE LA REVELACION
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El conjunto de verdades reveladas por Dios, que se entregaron a la Iglesia y que el
Magisterio eclesiástico custodia es el depósito de la Revelación.
LA SAGRADA ESCRITURA
La Sagrada Escritura es a un tiempo obra de Dios y del hombre; de Dios, como causa
principal; del hombre, como causa instrumental.
Cuando el músico se sirve de un instrumento para obtener sonidos, el artista es la causa
principal del sonido, y el instrumento la causa instrumental. Así Dios, dicen los santos
Padres, se valió del hombre como de un instrumento para escribir los libros sagrados.
LA TRADICIÓN
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b) Valor de la Tradición La Tradición, acompañada de las debidas condiciones, tiene el
mismo valor que la Sagrada Escritura, porque también es la palabra de Dios, fielmente
transmitida hasta nosotros.
Pruebas del valor de la Tradición
1° La Tradición, esto es, la predicación de los Apóstoles es anterior a la Sagrada
Escritura, y durante muchos años fue la única regla de fe. En efecto la predicación de
los Apóstoles comenzó el mismo año de la muerte de Cristo (año 33). En cambio los
libros de la Sagrada Escritura no fueron escritos sino desde el año 50 al 100; y sobre
todo no fueron conocidos por la Iglesia universal, sino en el curso de los primeros
siglos, porque al principio sólo fueron conocidos por las Iglesias particulares a que iban
destinados.
Luego, una de dos: o durante estos primeros años y siglos no había en la Iglesia fuente
ninguna de fe, lo que es inadmisible, pues equivale a decir que no hubo fe en ellos o hay
que admitir una fuente de fe distinta de la Escritura, a saber la Tradición o enseñanza de
los Apóstoles y sus sucesores.
2° No se puede saber con certeza qué libros contengan en realidad la doctrina de
Cristo, ni cuál sea su verdadero sentido, sino por la enseñanza de la Iglesia. Luego esta
enseñanza es norma o regla importantísima de nuestra fe.
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Tres poderes corresponden a la Iglesia respecto a los libros sagrados: fijar su canon,
determinar su sentido y velar por su integridad.
1º. Fijar el canon de las Escrituras significa determinar qué libros se deben tener por
revelados, y cuáles no. Canon significa aquí lista u orden de los libros revelados. Cristo,
al dejar a su Iglesia la facultad de velar por su doctrina, tuvo que darle el poder de
determinar en qué libros se hallaba esta doctrina.
De otra suerte los fieles no hubieran sabido a qué atenerse en materia de tanta
trascendencia. Es de advertir que en los primeros siglos muchos libros no revelados
trataron de pasar por revelados.
2º. Determinar el sentido significa interpretar cuál es la verdadera manera de entenderla,
especialmente en los pasajes obscuros y difíciles.
3º - Velar por su integridad quiere decir estar alerta, para que la Escritura no vaya a
sufrir alteración o menoscabo.
Sólo la Iglesia tiene este triple poder, porque sólo a ella confió Cristo el depósito de la
fe, y le dio la misión de enseñar.
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La Revelación es libre porque es acción soberana de Dios que se mueve únicamente por
amor a nosotros.
La fe es libre porque no existe un motivo que nos lleve necesariamente a creer que sea
verdad lo que escuchamos en la Revelación. No hay una evidencia del “objeto” para
nuestra inteligencia limitada. Así, cada hombre tiene que tomar una decisión personal
acerca de Dios. Se podría forzar a una persona a realizar actos externos que, en sí
mismos, son expresión de fe; sin embargo, nadie puede obligar a otro a creer.
La fe es, por parte de Dios, un don sobrenatural, una gracia de Dios; por parte del
hombre, es un acto consciente y libre: en la respuesta humana hay un acto del
entendimiento y un acto de la voluntad libre. Por eso se dice que la fe cristiana es una
tarea personal por la que el hombre responde al don de Dios.
Recibimos la fe “ex auditu” (escuchando un mensaje), pero esto no significa que todo
estriba en mera audición. Recibir una palabra y creer automáticamente en ella, sin más
datos ni comprobaciones, no sería fe, sino credulidad, entrega ciega e impropia de una
persona madura.
Para poder creer de un modo coherente es preciso que, una vez escuchada la
Revelación, se cuente con suficientes razones para identificar este mensaje como
proveniente de Dios.
La fe no se reduce a la razón, pero tampoco la destruye. Ambas se complementan
armónicamente. La Revelación es digna de ser creída; en otras palabras, hay razones o
motivos que mueven a aceptarla.
Estos hechos y palabras no dan la fe, pero son signos de credibilidad. Los términos con
los que se describen los grandes hechos salvíficos indican obras divinas al estilo de la
creación.
Estas obras son signos en el sentido de que dan a conocer, en primer lugar, que es Dios
quien actúa. Así sucede con las diez plagas que vienen como castigos sobre los
Egipcios, y con la liberación de los israelitas de la esclavitud. Mediante estos
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acontecimientos se desvela que Yahvé interviene en el destino de su pueblo. Las obras
llevan su marca, su señal, y mueven al pueblo a confiar en Él.
Pero vivir según la fe en Yahvé resulta a veces arduo. Los hebreos debían ir
contracorriente; no podían imitar algunas costumbres de los pueblos circundantes, y
sobre todo no podían ceder a la idolatría. Para ayudarles a superar las dificultades, Dios
se sirvió especialmente de los profetas que les confirmaban en la verdad y bondad de su
fe revelada, y les empujaban a servir a Yahvé que sólo quería su bien. Los profetas
hablaban en lugar de Dios; anunciaban las promesas divinas que tendrían lugar más
tarde. Así orientaban la conducta de sus contemporáneos y conducían al pueblo a una fe
más profunda y completa.
En los signos o milagros de Jesús se cumple algo de la promesa de los profetas: “Los
ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio.” Jesús realiza los
milagros precisamente porque en Él obra Dios: la multiplicación de los panes, la
curación del ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro están muy unidos a lo que
dice sobre sí mismo. No dan la fe, pero tienen un papel importante en el camino que
conduce hacia ella. Significan, en definitiva, que Jesucristo es el Hijo que ha enviado el
Padre.
4. LA REVELACIÓN CRISTIANA
“Dios ha hablado a los hombres”. Este es el hecho fundamental que rige la economía de
los dos testamentos. Dios no se ha manifestado solamente a través de las obras de la
creación, sino que por un designio amoroso y libre de su voluntad ha querido abrirnos
los secretos de su ser personal, invitándonos a participar en el diálogo de su amor.
a) La Revelación como promesa. “Dios ha hablado por medio de los profetas”: esta
expresión resume toda la Revelación del Antiguo Testamento.
Después de la Revelación primitiva a los primeros padres, desde Adán y Eva a
Noé, etc., que pertenece a la prehistoria, y de la cual el principal testimonio son los
relatos bíblicos de los 11 primeros capítulos del Génesis, la vocación de Abraham
señala el comienzo de una especial y nueva intervención divina. En Abraham hay un
acontecimiento histórico que marca el destino y la historia del pueblo hebreo. Dios
confía a éste no sólo la conservación de la Revelación primitiva y de la esperanza de la
redención, sino un sucesivo despliegue y manifestación de verdades sobrenaturales y
comunicaciones divinas, que además de garantizar esa promesa van cumpliéndola y
preparando su realización en Jesucristo, en el Mesías redentor y salvador.
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La promesa de Dios y la fe de Abraham caracterizan toda la historia del pueblo
judío. Dios interviene directamente en la historia para establecer una alianza con su
pueblo elegido.
Moisés y los profetas manifestarán cada vez con mayor claridad el “nombre” de
Dios, sus planes, sus mandatos y las exigencias de su alianza. Dios se revela como
Yahwéh, como el Dios de Israel, pero es al mismo tiempo el Dios vivo, el Señor de la
historia. La Revelación se presenta aquí como promesa y como alianza.
La categoría fundamental en que viene expresada esta Revelación es la Palabra
de Dios. Dios habla en la historia, empleando palabras humanas y realizando hechos y
prodigios en Israel.
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