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NATURALEZA DE LA TEOLOGÍA Y ACCESO RACIONAL A DIOS

1. Definición y Objeto de la Teología.


a) La teología trata de comprender y ahondar en las verdades reveladas a la luz de la
razón iluminada por la fe. La podríamos definir como: la ciencia en la que la razón del
creyente, guiada por la fe teologal, se esfuerza en comprender mejor los misterios
revelados, en sí mismos considerados y en sus consecuencias para la existencia
humana.

b) El objeto (qué es lo que estudia): el interés de la teología se centra en Dios y su


actividad salvadora en Jesucristo. Es por definición una ciencia teocéntrica pero no
busca sólo una formulación de la verdad divina en sí misma, sino su exposición y
desarrollo para los hombres.
Por tanto, su objeto es Dios y todas las realidades por Él creadas y gobernadas por su
designio salvador. El punto de vista desde el que se estudia el objeto es la razón
iluminada o guiada por la fe o por la Revelación sobrenatural.

2. Teología: diálogo razón y fe.

A las verdades de la Revelación podemos acercarnos a través de la fe, en cuanto que los
contenidos de la Revelación son creíbles; y por medio de la teología en cuanto esas
verdades reveladas son inteligibles, como susceptibles de una comprensión cada vez
mayor.
La fe es asentir a una verdad en cuanto digna de ser creída. Lo propio de la teología es
analizarla. El motivo formal de la fe (por qué creer) es la autoridad de Dios que revela;
el de la Teología, es la percepción por la razón de la inteligibilidad de lo creído.
Por eso afirma S. Agustín: "intelligere ut credas, credere ut intelligas" (has de entender
para creer y has de creer para entender).

Por tanto, la teología es desarrollo de la dimensión intelectual del acto de fe. Es una fe
reflexiva, fe que piensa, comprende, pregunta y busca. Trata de elevar, dentro de lo
posible el credere al nivel del intelligere. El teólogo se apoya en el conocimiento de
Dios por la fe, en la razón humana y en sus adquisiciones ciertas.

EL HOMBRE ES “CAPAZ DE DIOS”. CONOCIMIENTO NATURAL.

La condición religiosa del hombre.


Entendida en toda su amplitud de factores, la cuestión sobre Dios es la cuestión más
vital y más radical de toda la teología. En el quehacer teológico, cualquier otra pregunta
encuentra su razón de ser precisamente es su relación con Dios, que es el centro de toda
pregunta teológica.
La cuestión de Dios es también la cuestión más radical de la existencia humana. En
efecto, en el Dios vivo se encuentra la razón de nuestra existencia; en Él se encuentra la
razón de nuestro caminar y en Él se encuentra nuestro término.

En consecuencia, tratar a Dios es tratar de un tema que afecta decisiva y profundamente


al hombre. Al mismo tiempo bucear en la estructura del ser humano conlleva plantearse
la pregunta sobre Dios. Las cuestiones sobre Dios y las cuestiones sobre el hombre
nunca son separables del todo.

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La pregunta sobre Dios está inscrita en el mismo corazón del hombre como una
capacidad, más aún, como un deseo de infinito y, por eso, el hombre ha sido hecho
capax Dei (capaz de Dios) Por esta razón, la cuestión del hombre está tan implicada en
la cuestión de Dios, que omitir o negar la cuestión sobre Dios equivale a negar la
dimensión transcendente del hombre, dejándolo reducido a pura biología, a mero
producto del azar y desconociendo las ansias de infinito de su corazón.

La filosofía más valiosa afirma que la religiosidad es una dimensión natural del ser
humano que tiene su fundamento en la racionalidad; es decir, en la capacidad de
conocer la verdad y de descubrir la dignidad y el sentido de la vida humana.
También la historia da testimonio de que la religiosidad ha sido cultivada por el hombre,
a lo largo de toda la historia y en todos los pueblos, como el hecho más importante de
la existencia humana.

Sin embargo, pertenece al espíritu peculiar de nuestra época, la necesidad de demostrar


racionalmente que el hombre, cuando se comporta religiosamente, no está engañándose
con su imaginación, sino entrando en una relación real con un Ser también real. Esto
sucede porque la existencia de Dios, y su papel en la vida humana, han dejado de ser
algo evidente, pacíficamente sabido, tenido en cuenta por todos y aprendido en una
tradición común. Nos hemos hecho extraños a nuestras tradiciones: el hombre moderno,
aislado en su propia subjetividad, se ha quedado solo en su mundo de representaciones.

En cambio, pertenece intrínsecamente al espíritu del hombre la apertura al Absoluto.


Por la fe se sabe que se trata de una realidad incondicionada y personal, más allá de los
sentidos, pero que nos es accesible de diversas maneras y cuya existencia podemos
también justificar racionalmente al examinarnos a nosotros mismos.

¿Por qué es la religiosidad un fenómeno humano universal? ¿Cuál es el papel social de


la religión? En concreto, ¿cómo ha influido el cristianismo en nuestra visión del
mundo?

La respuesta dada desde la experiencia religiosa y desde la filosofía.

La universalidad de lo religioso se da en el espacio y en el tiempo. Desde que el


hombre, o mejor, desde que los documentos conservados permiten deducir conclusiones
con algún fundamento, comprobamos la existencia de la creencia humana en la
divinidad así como en la supervivencia de algo humano después de la muerte.

El caminar filosófico del hombre hacia Dios encuentra su luz y su fundamento en la


huella que Dios ha dejado de Sí en la creación y, en especial en el mismo hombre,
creado a su imagen y semejanza. Este caminar tiene como punto de partida la
contemplación del ser creado, es decir, la contemplación de la huella de Dios -Causa
Primera- que existe en toda la creación, y se realiza guiado por la luz de la razón
natural. En consecuencia, tiene como meta Dios en cuanto Primera Causa. Al final de
esta búsqueda intelectual, Dios no es alcanzado por la razón humana en sí mismo -en la
intimidad de su ser- , sino que es alcanzado exclusivamente en cuanto término de la
relación de total dependencia del Universo -que es contingente- hacia el Ser Supremo,
que es su creador y el único ser necesario. Se trata de un conocimiento que, aunque no
alcanza a conocer lo que Dios es, es suficiente para saber que existe.

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El hombre de todas las épocas y de cualquier cultura experimenta la existencia de Dios
como una realidad ineludible y cercana, de la cual no puede prescindir. Por eso, la
historia de la humanidad es la historia de la creencia en Dios. Prueba de ello es que,
cuando se encuentran restos primitivos y se duda si se trata o no de restos humanos, la
paleontología y otras ciencias auxiliares determinan que pertenecen al hombre cuando,
junto a ellos, se encuentran señales de inteligencia, tales como instrumentos de trabajo,
expresiones de arte o vestigios de culto. Así es como la historia de la humanidad
testifica que los rastros de la creencia en Dios siguen las señales de la aparición del
hombre sobre la tierra.

Y esta sintonía entre Dios y el hombre no se rompe en ningún momento de la historia.


De aquí que el desarrollo de los diversos ámbitos del saber humano: las ideas, la
literatura, el arte, etc., siempre vaya acompañado de la creencia religiosa en todos los
tiempos y en todas las culturas. En efecto, no cabe interpretar la vida humana sin meter
en esa trama a Dios. Del mismo modo, las expresiones literarias y artísticas de cualquier
época están llenas de alusiones religiosas: es imposible entender la historia del hombre
sin la presencia de Dios. Pero no es que Dios sea como la “sombra” del hombre, sino
que el existente humano, en sus diversas manifestaciones, hace siempre referencia a un
ser superior, “poderoso por excelencia”, al que vincula su vida y al que denomina
“Dios”.

Por eso, la historia testifica que el ateísmo es un fenómeno raro y, hasta época reciente,
no fue un hecho social, sino exclusivo de alguna persona singular. La Biblia sentencia:
“Dijo el insensato: ‘no hay Dios’” (Sal 10,4). Pero se trata de la afirmación de un “in-
sensato”, es decir, de alguien que carece de sentido (...) Incluso, cuando entre los
griegos, los epicúreos, por ejemplo, negaban a Dios, no se trataba de un ateísmo, tal
como hoy se entiende, sino que negaban la existencia de los dioses que se aceptaban en
aquella sociedad pagana y politeísta.

La profesión del ateísmo es, pues, un fenómeno moderno, no es un dato original, sino
originado puesto que no se encuentra en el comienzo de la historia del hombre, sino que
es un hecho que se constata en una época tardía de la crónica de la humanidad.

Dado que el ateísmo no es un “fenómeno espontáneo”, sino “derivado”, cabe preguntar:


¿Cuándo se originó este fenómeno social de negar la existencia de Dios? ¿Quiénes los
iniciaron y propagaron? El ateísmo moderno cuenta con una lista de personajes muy
concretos que han asumido la tarea no sólo de vivir como ateos, sino de proclamarlo. En
concreto, lo argumenta un filósofo, Nietzsche; lo defiende un psicólogo, Freud, y lo
propaga un teórico de la economía y de la política, Marx.

EL FENÓMENO DE LA INCREENCIA.

«Si Dios no existe, dice Dostoievski, todo está permitido», «Si Dios existe, piensa
Sartre, yo no puedo ser libre», «Sólo Dios, escribe Kierkegaard, puede crear un ser
libre». Estas afirmaciones muestran que la respuesta que demos a la cuestión de Dios es
esencial para el planteamiento y la resolución de las preguntas más vitales.

Utilizando la terminología de Gabriel Marcel, podríamos decir que la cuestión de Dios


no es un problema, sino un «misterio». Un problema es algo que puedo controlar

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técnicamente y que, en cierto sentido, es ajeno a mí, su resolución no me compromete.
Si se estropea la computadora, estoy ante un problema que tiene una solución técnica:
sólo tengo que llevarla a que la vea un técnico. El problema en sí me preocupa porque
no puedo navegar por Internet, pero nada más: yo no me juego la vida porque se haya
estropeado la computadora, no comprometo mi vida en su solución. En cambio, si me
he peleado con un amigo, ya no estoy ante un problema (aunque puedo decir que he
tenido un problema con él), sino ante lo que Marcel llama un «misterio». En este caso,
no me vale con llamar a un técnico para que lo solucione, lo tengo que hacer yo y en esa
solución « me juego la vida» (mi vida con mi amigo), yo me comprometo con el
problema y con su solución, por eso es un «misterio».

En este sentido, Dios es un «misterio», porque no se trata de un problema técnico, sino


de una cuestión en la que implico toda mi existencia. De la respuesta que demos a este
interrogante depende en buena medida nuestra forma de vivir, de pensar, de actuar. Por
ser un misterio, no podemos vivir sin darle una respuesta personal: se puede vivir sin
saber cómo funciona un satélite de comunicaciones, pero no sin responder a la cuestión
de Dios, sea la respuesta afirmativa o negativa.

La primera cuestión que se ha de aclarar para poder responder al «misterio» de Dios es


la posibilidad de demostrar su existencia. A este problema se han dado varias
respuestas:

El ateísmo. Aparte de los que piensan que no se puede demostrar racionalmente la


existencia de Dios, hay quienes la niegan de manera explícita o implícita. Estos últimos
son los ateos. El ateísmo presenta dos formas fundamentales: teórico, pues niega la
existencia de Dios como conclusión de un proceso intelectual, en cierto modo, se dan
razones o se demuestra su no existencia; y práctico, es decir, sin elaboraciones teóricas,
se vive como si Dios no existiera, organizando la propia vida prescindiendo de su
existencia. El ateísmo práctico es muy parecido al indiferentismo, aunque en este último
hay una cierta elaboración intelectual que lleva a considerar que el hombre no tiene
necesidad de Dios.

El ateísmo práctico consiste en vivir como si Dios no existiera; el ateísmo teórico


implica un juicio negativo sobre la existencia de Dios. Esta negación desemboca
siempre en una sustitución: se sustituye a Dios por el vacío o por un ideal meramente
humano.

A veces el ateísmo nace como un rechazo a un “dios” que nada tiene que ver con el
Dios del Evangelio; o como una violenta protesta contra la existencia del mal en el
mundo; o por adjudicar un valor absoluto a los bienes terrenos (secularismo); o por un
afán de autonomía absoluta, que lleva a negar toda dependencia del hombre respecto a
Dios.

Se ha discutido mucho sobre la posibilidad de un ateísmo teórico, es decir, de una


demostración de la inexistencia de Dios. Blondel, por ejemplo, niega esta posibilidad y
Lagneau considera que la negación de Dios es más que otra cosa un juicio sobre la
insatisfacción que produce la idea habitual de Dios. Para ambos autores, sólo existiría el
ateísmo práctico. Sin embargo, hay que decir que en todas las épocas ha habido ateos.
El ateo hace la opción de la autosuficiencia de la vida, es decir, piensa que la vida es lo
que es y que se basta a sí misma.

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Hay que advertir, sin embargo, que el ateísmo no es una actitud inicial o, en cierto
sentido, natural, ya que supone la negación o la reacción contra la existencia de un
Absoluto. El ateísmo no es una actitud originaria ya que supone también un cierto
conocimiento de lo que se niega, como dice Xavier Zubiri: «el ateísmo no es posible sin
un Dios».

Una característica que presenta el ateísmo contemporáneo es su carácter postulatorio. El


ateísmo se presupone para la plena realización del hombre. La destrucción de Dios no es
un fin, sino un medio para que la grandeza de Dios pase al hombre. Así, para Feuerbach,
Dios es la reunión de todas las perfecciones de la naturaleza humana, lo que los
hombres llaman Dios es el hombre mismo. Para Marx, Dios es una creación de la clase
dominante para someter a la clase dominada, «la religión es el opio del pueblo» y hay
que eliminarla para liberar al hombre. Para Nietzsche, Dios es una creación de los
débiles para frenar la aparición del Superhombre: si hubiera Dios, dice, yo sería Dios;
luego, no hay Dios.

Hoy el ateísmo ha sido sustituido, en buena parte, por el agnosticismo.


El agnosticismo es una postura filosófica según la cual Dios y las cuestiones religiosas
están más allá de la capacidad humana de conocer, pues entiende que la razón humana
no puede alcanzar nada que trascienda los límites de la experiencia sensible; es decir,
estima que la razón humana no puede saber si Dios existe o no. No cabe hablar de
verdad religiosa ni de religión verdadera, porque el hombre no las podría conocer. Esta
actitud no adopta un planteamiento estrictamente racional, sino que parte de una
decisión de la voluntad, y decide -sin tener ningún fundamento racional seguro- que el
hombre no puede conocer la existencia de Dios.
El agnosticismo representa la negación de la posibilidad de demostrar la existencia de
Dios. El agnosticismo se diferencia del escepticismo en que éste niega taxativamente
el conocimiento de realidades transcendentes (Dios), mientras que el agnosticismo se
abstiene de conocerlas o simplemente renuncia a ellas. El agnóstico no niega, por tanto,
la existencia de Dios, como hace el ateo, sino que afirma que es imposible saber si
existe o no. El agnosticismo ha adoptado a lo largo de la historia diversas formas.

De una u otra forma, todos los géneros de agnosticismo coinciden en la negación de la


metafísica, es decir, de nuestra capacidad para trascender racionalmente lo fenoménico
y captar realidades metasensibles. Si no admitimos la posibilidad de poder remontarnos
a Dios desde los efectos conocidos por la experiencia, estamos truncando de raíz el
camino metafísico. Debemos recordar que el conjunto de las ciencias experimentales no
agota la vía científica, por encima de ellas está la metafísica, única capaz de permitirnos
un acceso racional a la existencia de Dios.

Para el agnosticismo, la cultura debería construirse sobre bases exclusivamente


racionalistas; y lo religioso debería reducirse al ámbito de la conciencia individual.
Considera la fe como algo irracional que debería ser eliminado de la vida del hombre
civilizado, y reduce la vida cristiana a meros sentimientos.

El agnosticismo conduce al relativismo -incapacidad de la mente humana para conocer


la verdad-, al indiferentismo religioso -consideración igual de todas las religiones- y a
menudo también a posturas de increencia -que el hombre se desentienda de la
existencia de Dios, y de sus posibles manifestaciones a los hombres.

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Los agnósticos no niegan la existencia de Dios; sencillamente o afirman que la
inteligencia humana no puede demostrar su existencia (tampoco lo puede negar con
certeza) o, simplemente, prescinden de Dios en su vida.
El agnóstico adopta una postura fácil. Primero, no tiene que esforzarse en buscar
argumentos que demuestren que Dios no existe, tal como hacía el ateo. Tampoco recibe
la triste herencia que tienen los ateos, pues la historia del ateísmo tiene una larga crónica
de persecución y de muerte.
Pero el agnosticismo tiene un vicio inicial: su escasa confianza en la razón. Ahora bien,
es preciso invitar al agnóstico a que haga un uso pleno de su inteligencia, puesto que no
hay derecho a que una generación que ha empleado tan a fondo la razón para el
conocimiento y avance de la técnica, luego, cuando se refiere al hombre o a los valores
espirituales, concluya que la razón del hombre es impotente para plantearse los graves
problemas en torno al origen y sentido de la vida humana.

Juan Pablo II pone un gran empeño en que el hombre moderno descubra la importancia
de la razón para conocer la verdad. Y denuncia ese escaso interés de un sector de la
cultura actual por conocer, de forma que más que ocuparse por el desarrollo de la razón,
se limita a destacar sus limitaciones: "En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene
el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamiento.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la
investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general"
(Fides et ratio 5).

En efecto, con el agnosticismo se originó el relativismo. El relativismo se inicia con el


conocer y destaca la relatividad de la verdad. Pero, seguidamente, surgió el relativismo
ético, según el cual, al bien y el mal pierden entidad, de forma que el bien y el mal se
juzgan en razón de la opinión de cada individuo o en dependencia de las circunstancias
en que se actúa, o que se vive, etc.

La Edad Moderna ha traído también cambios muy profundos en el modo de concebir la


vida social: el individualismo recluye en el ámbito privado y en lo emotivo y
sentimental a la moral y la religión, con lo que se ha tenido conscientemente a la
reducción de la presencia de los valores religiosos, y morales, en el ámbito público, en
la cultura y en las instituciones. Esa desaparición se ha convertido en objetivo principal
del laicismo, que excluye de lo público los valores religiosos, por considerar que sólo
afectan a la conciencia individual. O, lo que es lo mismo, que divide al ser humano en
capas incomunicables (privado-público; sentimental-racional) y, encima, le deja sin
respuestas para las preguntas por el sentido.

El secularismo. El secularismo se manifiesta en ese amplio sector de la vida social,


económica, política y cultural que trata de organizar el mundo y las estructuras sociales
al margen de Dios. Pretende que Dios esté ausente de la vida de los pueblos: que no
tenga influencia en el ámbito público; que se reduzca a un asunto privado.
El laicismo. Es una secuela del agnosticismo y consiste en la actitud radical y
beligerante que busca eliminar la religión y la moral en la vida social y pública. El
laicismo promueve, por ejemplo, una legislación que ampara el divorcio, el aborto, la
eutanasia, el consumo de drogas y, en general, la degradación de la vida moral;
desvirtúa el papel de los medios de comunicación, sofoca la libertad de enseñanza,
margina a las instituciones cristianas.

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Pero la desaparición de los valores religiosos de la escena pública tiende a debilitar los
valores morales de una sociedad, puesto que éstos no se pueden separar de aquéllos. La
pretensión de suficiencia de una moral laica ha resultado ser un espejismo, puesto que
corta las raíces a partir de las cuales brota el árbol del sentido moral, de la decencia
pública y de las virtudes cívicas y profesionales.

Han fracasado los intentos de fundar toda la moralidad en el consenso, ya que acaba
fundando el bien y el mal en un voluntarismo que queda a merced de la dictadura de la
fuerza o del capricho de unos pocos o una mayoría. Es necesario anclar las raíces de la
moralidad en un más allá ante el que uno se siente responsable.

El Estado ha resultado ser un mal tutor de la moralidad, puesto que su misión no es


tutelar valores que afectan a lo más íntimo de la persona.
Los dos tipos de instituciones más adecuadas para enseñar en los valores son la familia
y las instituciones religiosas, las únicas cuya tarea común abarca la vida entera de la
persona, pues se ocupan de las cuestiones del origen y del fin de la vida.

En una sociedad sin raíces (familia, hogar) ni fines (religión, esperanza) las preguntas
profundas acaban desapareciendo (aparentemente) en el activismo de quien no quiere
ser consecuente con su vacío.
La crisis moral por la que atraviesa nuestra sociedad sólo puede ser superada mediante
una recuperación del lugar propio de la religión en la vida humana: cuando la religión
aparece como factor determinante de esa tarea educativa cuya misión es transmitir
ideales y tareas vitales.

A fuerza de separar a Dios del mundo, para reivindicar la autonomía de éste según un
conjunto de leyes propias, el mundo se aleja de Dios hasta perderlo de vista. Estamos en
la antítesis del paganismo: los dioses no existen en ninguna parte, el más allá es ilusorio,
el hombre está solo, es una tarea para sí mismo, sin camino ni destino. Eso es el
ateísmo: negación explícita de Dios, en la que el hombre queda abandonado ante el
vacío de una existencia sin proyecto, atenazado por la muerte y por la ausencia de un
para qué.

También pueden explicarse los fenómenos de increencia práctica y de indiferencia


religiosa que se presentan en el hombre contemporáneo, del modo siguiente:
– algunos pueblos están prisioneros de los sistemas ideológicos de ateísmo
instalados en el poder: sistemas que impiden a los ciudadanos profesar con libertad su
religión;
– algunos hombres no creyentes confían en que el desarrollo científico resolverá
todos los problemas humanos y traerá la felicidad, lo que haría innecesaria la religión;
pero esto se afirma desde postulados materialistas. La trágica experiencia de nuestro
tiempo -genocidios, bombas atómicas, procreación artificial, etc.- prueba
suficientemente que “la ciencia sin conciencia no es otra cosa que la ruina del alma”, y
que no todo lo que es científicamente posible, es moralmente aceptable;
– no pocos hombres se encuentran como atrapados en un consumismo
materialista, sin perspectiva trascendente, faltos de toda interrogante existencial.
Ignoran el misterio de la vida y de la muerte;
– hay quienes parecen recelosos de toda religión instituida, y se muestran
escépticos. ¿Qué es la verdad?; no pueden dar un sentido cabal a su existencia.

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A pesar de todo, y por contraste, este fenómeno ha resaltado también que las
aspiraciones profundas del hombre y las inquietudes religiosas no pueden permanecer
por mucho tiempo conculcadas e insatisfechas. Los brotes de religiosidad son
numerosos: búsqueda de lo sagrado, necesidad de dar un sentido a la vida, afán de
certidumbre moral, deseo de creer en algo. El hombre no puede vivir en el vacío
espiritual ni en la ignorancia religiosa.

Por eso, hay muchos pensadores que creen posible la demostración de la existencia de
Dios. Aunque existe un conocimiento natural espontáneo de la existencia de Dios, que
tiene su fundamento en el paso del conocimiento del mundo como efecto al
conocimiento de Dios como Causa, su existencia no es inmediatamente evidente, sino
que necesita una demostración. Es decir, contra el agnosticismo, se debe reivindicar la
capacidad de nuestra razón (en su uso metafísico) de demostrar la existencia de Dios.

PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS.

Los preámbulos de la fe. Se llama preámbulos de la fe a ciertas verdades de sentido


común, aceptadas universalmente -por ejemplo que el hombre está dotado de libertad-,
que preparan al hombre para el conocimiento de la fe sobrenatural. Se trata de unas
verdades que son anteriores al conocimiento de fe, y que han sido expresadas y
fundamentadas racionalmente por el saber filosófico. En el ámbito cristiano son
llamadas preámbulos de la fe porque muestran que las verdades de la fe cristiana son
razonables y tienen sentido. Entre estos preámbulos destacan:
- la capacidad del hombre para alcanzar la verdad;
- la aptitud para adquirir una cierta noción de Dios y para conocer con certeza
que existe;
- la naturaleza espiritual e inmortal del alma humana;
- la existencia del más allá;
- la libertad humana;
- la condición religiosa del hombre en cuanto tal.

Esas verdades fundamentales del pensamiento humano se encuentran, en diversa


medida, en los diferentes sistemas filosóficos y culturales. Sería imposible siquiera
nombrar todas las pruebas que a lo largo de la historia se han utilizado para demostrar la
existencia de Dios, por ello, vamos a presentar las más significativas.
La contemplación del misterio de la vida y del orden cósmico invita a anunciar al Ser
que ha sido capaz de crearlo. Por aquí discurren las demostraciones clásicas de la
existencia de Dios.

1. Fundamentación metafísica de la existencia de Dios. Las vías tomistas.

Tomás de Aquino propone un ascenso metafísico (causalidad metafísica) hasta Dios


mediante cinco caminos o vías. Las cinco vías que él propone tienen esta estructura
argumental:
1. Punto de partida: un hecho de experiencia, pero considerado en su rango metafísico,
es decir, no considerando, por ejemplo, a un ser concreto que se mueve, sino en cuanto
es ser móvil.
2. Aplicación de la causalidad al punto de partida: todo lo que se mueve debe ser
movido por otro.

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3. Imposibilidad de proceder al infinito en la serie de causas: una infinidad de causas no
explicaría nada porque supondría no admitir una causa primera y, por tanto, ningún
efecto.
4. Término final: necesidad de la existencia de Dios.

Las vías tomistas son:


Primera vía: parte del movimiento para llegar a Dios como Motor inmóvil.
Segunda vía: parte de la causalidad para llegar a Dios como Causa Primera Incausada.
Tercera vía: parte del ser contingente para llegar a Dios como Ser Necesario.
Cuarta vía: parte de las perfecciones de las cosas para llegar a Dios como Ser
Perfectísimo por esencia.
Quinta vía: parte del orden del universo para llegar a Dios como Causa Inteligente
Ordenadora.

2. Fundamentación antropológica de la creencia en Dios.

El hombre puede descubrir a Dios mirándose a sí mismo. ¿Cómo pensar en Dios sino
con todo lo que destaca del hombre, pero llevado a su máximo brillo? Dios tiene que ser
Persona, tiene que ser Amor, Felicidad, Libertad. Tiene que dialogar y dar y compartir.
Tiene que ser la alegría, el bien, lo mejor, lo sereno, lo cumplido, lo bello. Estas
experiencias humanas, pueden llevar a concluir que existe Alguien que es capaz de
satisfacerlas en grado sumo y definitivo.

Las cosas de este mundo son caducas, pasan, se agostan, mueren, nos cansan y no
sacian e incluso ocurre que lo mejor acaba aburriendo. Pero eso no es necesariamente
negativo: puede también verse como un anuncio de lo que vendrá, de la verdad, de lo
que tiene que ser, de lo que el corazón nos dice que será. De otro modo, el mundo sería
una broma cruel, estúpida, decepcionante.

El hombre no es poca cosa: es imagen de Dios. La persona es un absoluto relativo en


tanto depende de un Absoluto radical. Él es quien nos hace dignos y respetables en
cualquier caso, puesto que somos su imagen y su obra. Precisamente por eso el origen
de la persona es la creación divina de su espíritu, asociado a la generación por parte de
los padres. No somos meramente un “resultado” genético. Si lo fuéramos, no habría
ninguna razón decisiva para no “modificar”, “programar” o “interrumpir” ese proceso
estrictamente material. El origen de la persona no es un proceso genético, sino un acto
creador de Dios, que da lugar a un ser único e irrepetible, que tiene nombre propio.

El ser humano busca el sentido último de las cosas, busca la Verdad grande. La infinitud
potencial de esa inteligencia sólo puede colmarse con una respuesta radical, que lo
incluya todo. Dios es precisamente el misterio en el cual se guardan todas las verdades,
grandes y pequeñas. Él es el Saber Absoluto, la Verdad misma, que posibilita las demás
verdades.

Además, si se admite que el alma sobrevive a la muerte del hombre, y que mientras
existe la posibilidad del mal, y del dolor, la tendencia espiritual de la voluntad a amar
no puede colmarse. Parece entonces razonable pensar que, después de la muerte, el alma
y la persona se verán ¡por fin!, liberados del mal, del dolor y del sufrimiento. Para eso,
debemos encontrarnos en la posesión (o poseídos por Él) del Sumo Bien. Será el
momento en que habrá quedado atrás toda fatiga. El tema del mal, del dolor y de la

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muerte no se ilumina más que avistando tras él un Dios trascendente y justo, que los
suprima por completo, y así ponga fin a todas nuestras zozobras, una vez que también
nosotros “ajustemos cuentas” con Él acerca de nuestra conducta.

La experiencia del amor y de la libertad. La libertad se mide por aquello respecto de


lo cual la empleamos: si son cosas de escasa entidad, la libertad se deprime. Cuanto más
alta sea esa realidad, más podemos ejercerla. Para ejercer toda la libertad, hay que
dirigirse a un ser capaz de colmarla. Y lo más alto respecto de lo cual cabe ejercer la
libertad no son las cosas, sino las personas: ser feliz es destinarse a la persona amada.

Si el hombre tiene una apertura irrestricta, lo que se corresponde con su libertad


fundamental no es esta o aquella persona humana, sino el Ser Absoluto. Una persona
humana no es suficiente para colmar las capacidades potencialmente infinitas del
hombre.
No podemos conformarnos con el amor a otras personas humanas, eso es poco. ¿Implica
esto que se ama a los hombres como medio, que el amor humano no es un fin? No. Sólo
se quiere de verdad a una persona (como ella se merece y no de un modo menor) si se
descubre en ella su carácter de imagen de Dios, de promesa de una unión que es para
siempre.
El encuentro horizontal con el tú adquiere su pleno sentido en el ámbito de un encuentro
vertical con otro Tú, del que yo me siento deudor y supremamente dependiente, puesto
que es quien me ha creado y por eso tiene acceso directo a mi intimidad y se hace oír en
ella.

Prueba del deseo natural de felicidad. El anhelo natural de felicidad que hay en el
hombre supondría la existencia de lo anhelado, pero como el corazón del hombre no
puede ser llenado por nada finito, debe existir un ser Infinito que colme sus deseos, que
sería Dios.
Dios es la suprema felicidad del hombre, el amigo que nunca falla; toda persona
humana puede fallarnos, aun sin querer. Sólo con Dios queda asegurado el destino del
hombre al tú, porque cualquier otro tú es falible, inseguro y mortal. En Él cabe la
tranquilidad; si falta, queda lugar o para la seriedad sin esperanza o para aceptar el
sinsentido.

Prueba por la conciencia de la ley moral natural. En la naturaleza humana se


manifiesta la existencia de la ley natural. Esta ley no puede estar fundamentada en sí
misma, sino en una primera causa legisladora que sería Dios.

La experiencia estética. En la experiencia profunda de la belleza, el artista, el poeta,


descubre una carencia esencial en lo finito que clama completarse en un más allá
extraordinario. Baudelaire habla de un inmortal instinto de belleza que nos hace
considerar lo finito como un esbozo de lo infinito. El poeta francés escribe: «Es a la vez
por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, como el alma entrevé
los esplendores situados tras la tumba; y cuando un poema exquisito hace venir las
lágrimas al borde de los ojos, estas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo; son,
más bien, el testimonio de una melancolía irritada, de una postulación de los nervios, de
una naturaleza exiliada en lo imperfecto y que querría apoderarse inmediatamente, en
esta misma tierra, de un paraíso revelado».

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LA REVELACIÓN SOBRENATURAL
REVELACIÓN, SAGRADA ESCRITURA Y FE

La Revelación puede hacerse de diversos modos y por diversos medios, y por eso es
preciso distinguir diversas clases y formas de Revelación:

a) Revelación natural o cósmica. Es la manifestación de Dios que son las obras de la


creación. Cómo ya se ha visto más arriba, está inscrita en el orden mismo de la creación
y es perceptible a todo ser inteligente: a través de las cosas de este mundo y del hombre
se llega al conocimiento de Dios, no completo ni exhaustivo, pero real; no perfecto,
pero verdadero. Es un conocimiento natural posible a toda inteligencia, como es posible
a través de las obras de una persona (por ejemplo, de sus escritos o de otras
realizaciones) conocer su existencia y algunas de las cualidades o rasgos de su
personalidad.

b) Revelación sobrenatural. Es la manifestación y autodonación del Ser y Vida íntimos


de Dios, hechas a la criatura racional en orden a la vida eterna. Esta Revelación no
puede ser conocida por la sola razón humana, sino que ésta requiere el auxilio de la
gracia y de la fe.

1. LA RELIGION REVELADA O REVELACION SOBRENATURAL

a) Noción. La Revelación es la manifestación que Dios hace a los hombres en forma


extraordinaria, de algunas verdades religiosas. Se dice: "en forma extraordinaria", para
distinguirla del conocimiento natural y ordinario que alcanzamos por la razón.
Generalmente Dios revela así: manifiesta las verdades que desea se conozcan a algún
hombre elegido por El, le manda que las enseñe a los demás, y comprueba con milagros
que en verdad Él las reveló. "Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno
de Sí mismo, revelándose a Sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida
eterna estamos llamados por la gracia a participar aquí, en la tierra, en la oscuridad de la
fe, y, después de la muerte, en la luz sempiterna" (Pablo VI, El Credo del Pueblo de
Dios, n. 9).

b) Contenido de la Revelación. El contenido de la Revelación es el mismo Dios y sus


decretos eternos de salvación.
De estas verdades: unas no podía conocer nuestra razón; otras podía conocerlas, pero
con mucha dificultad e incertidumbre.
Así, de ninguna manera podíamos conocer el misterio de la Santísima Trinidad.
Podíamos conocer, pero con dificultad, incertidumbre y mezcla de error otras verdades;
por ejemplo, que no hay sino un solo Dios, y que es Espíritu Puro y Creador de cuanto
existe, que el alma humana es inmortal, etc.
1º. Dios ha querido revelarnos verdades que de, ninguna manera podíamos conocer por
la pura razón, con el objeto de darnos a conocer el orden sobrenatural.
2º. Dios quiso manifestarnos verdades que nuestra razón podía conocer pero con
dificultad, incertidumbre y mezcla de error, para que todos los hombres pudieran
conocerla con facilidad, con certeza y sin mezcla de error.

2. EL DEPÓSITO DE LA REVELACION

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El conjunto de verdades reveladas por Dios, que se entregaron a la Iglesia y que el
Magisterio eclesiástico custodia es el depósito de la Revelación.

La Revelación está contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición:


a) Una parte de las verdades reveladas fue escrita por aquéllos a quienes Dios las reveló,
y se llama Sagrada Escritura;
b) La otra parte no fue escrita sino transmitida verbalmente y se llama Tradición

La Sagrada Escritura y la Tradición contienen, pues, toda la doctrina revelada; el


Magisterio de la Iglesia custodia e interpreta esa doctrina.
Tanto la Escritura como la Tradición son la palabra de Dios, esto es, su enseñanza
comprobada por milagros y profecías; con la diferencia de que la Tradición no fue
escrita por aquéllos a quienes Dios la reveló; aunque después con el tiempo otras
personas sí pudieron escribirla, para conservarla y transmitirla con mayor fidelidad.

LA SAGRADA ESCRITURA

a) Su naturaleza. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, puesta por escrito bajo la


inspiración del Espíritu Santo, por aquéllos a quienes Dios la reveló. En consecuencia,
"tiene a Dios por autor", como dice el Concilio Vaticano I (Dz. 1 7 8 7).

b) concepto de inspiración de la Sagrada Escritura. La inspiración divina de la Escritura


es un don de Dios al escritor sagrado que consiste en tres cosas:
a) Dios indujo a los autores a que escribieran los libros santos; b) les sugirió lo
que debían decir; c) los preservó de error.
No consiste pues en que la Iglesia hubiera aprobado con su autoridad libros escritos por
industria humana; sino en las tres condiciones indicadas.

La Sagrada Escritura es a un tiempo obra de Dios y del hombre; de Dios, como causa
principal; del hombre, como causa instrumental.
Cuando el músico se sirve de un instrumento para obtener sonidos, el artista es la causa
principal del sonido, y el instrumento la causa instrumental. Así Dios, dicen los santos
Padres, se valió del hombre como de un instrumento para escribir los libros sagrados.

Aunque el autor es un instrumento en las manos de Dios, no deja de ser un instrumento


inteligente y libre, que usa conscientemente sus facultades: sentidos, inteligencia,
memoria, voluntad.
En consecuencia, el escritor sagrado: a) Puede utilizar conocimientos adquiridos por él
de antemano; b) Conserva su personalidad, su estilo y expresión peculiares, hasta
incorrecciones de lenguaje; pues a estas cosas no se les extiende la inspiración.

LA TRADICIÓN

a) Su naturaleza. Se llama Tradición a la doctrina revelada por Dios que no está


contenida en la Escritura, sino que se ha conservado por diversos medios.
Por eso se dice que la Tradición es "complemento" de la Sagrada Escritura; así, por
ejemplo, no todo lo que Nuestro Señor Jesucristo hizo o dijo fue escrito, y sin embargo
ha sido transmitido infaliblemente, gracias a la asistencia del Espíritu Santo.
La Tradición ha llegado hasta nosotros por la predicación, la vida misma de la Iglesia,
los escritos de los Santos Padres, la liturgia y otras diferentes formas.

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b) Valor de la Tradición La Tradición, acompañada de las debidas condiciones, tiene el
mismo valor que la Sagrada Escritura, porque también es la palabra de Dios, fielmente
transmitida hasta nosotros.
Pruebas del valor de la Tradición
1° La Tradición, esto es, la predicación de los Apóstoles es anterior a la Sagrada
Escritura, y durante muchos años fue la única regla de fe. En efecto la predicación de
los Apóstoles comenzó el mismo año de la muerte de Cristo (año 33). En cambio los
libros de la Sagrada Escritura no fueron escritos sino desde el año 50 al 100; y sobre
todo no fueron conocidos por la Iglesia universal, sino en el curso de los primeros
siglos, porque al principio sólo fueron conocidos por las Iglesias particulares a que iban
destinados.
Luego, una de dos: o durante estos primeros años y siglos no había en la Iglesia fuente
ninguna de fe, lo que es inadmisible, pues equivale a decir que no hubo fe en ellos o hay
que admitir una fuente de fe distinta de la Escritura, a saber la Tradición o enseñanza de
los Apóstoles y sus sucesores.
2° No se puede saber con certeza qué libros contengan en realidad la doctrina de
Cristo, ni cuál sea su verdadero sentido, sino por la enseñanza de la Iglesia. Luego esta
enseñanza es norma o regla importantísima de nuestra fe.

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido


encomendado por Dios únicamente al Magisterio de la Iglesia. Ya hemos dicho cómo es
el Magisterio quien sanciona la infalibilidad de una verdad contenida en la Tradición;
ahora nos detendremos a hablar de su intervención respecto a la Biblia.

Tres poderes corresponden a la Iglesia respecto a los libros sagrados: fijar su canon,
determinar su sentido y velar por su integridad.
1º. Fijar el canon de las Escrituras significa determinar qué libros se deben tener por
revelados, y cuáles no. Canon significa aquí lista u orden de los libros revelados. Cristo,
al dejar a su Iglesia la facultad de velar por su doctrina, tuvo que darle el poder de
determinar en qué libros se hallaba esta doctrina.
De otra suerte los fieles no hubieran sabido a qué atenerse en materia de tanta
trascendencia. Es de advertir que en los primeros siglos muchos libros no revelados
trataron de pasar por revelados.
2º. Determinar el sentido significa interpretar cuál es la verdadera manera de entenderla,
especialmente en los pasajes obscuros y difíciles.
3º - Velar por su integridad quiere decir estar alerta, para que la Escritura no vaya a
sufrir alteración o menoscabo.
Sólo la Iglesia tiene este triple poder, porque sólo a ella confió Cristo el depósito de la
fe, y le dio la misión de enseñar.

3. LA FE. RAZONES PARA CREER

La automanifestación de Dios (revelación) va dirigida al hombre, que es llamado a


responder a esa invitación divina mediante la fe. Tanto la revelación como la fe son
libres.

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La Revelación es libre porque es acción soberana de Dios que se mueve únicamente por
amor a nosotros.
La fe es libre porque no existe un motivo que nos lleve necesariamente a creer que sea
verdad lo que escuchamos en la Revelación. No hay una evidencia del “objeto” para
nuestra inteligencia limitada. Así, cada hombre tiene que tomar una decisión personal
acerca de Dios. Se podría forzar a una persona a realizar actos externos que, en sí
mismos, son expresión de fe; sin embargo, nadie puede obligar a otro a creer.

La fe es, por parte de Dios, un don sobrenatural, una gracia de Dios; por parte del
hombre, es un acto consciente y libre: en la respuesta humana hay un acto del
entendimiento y un acto de la voluntad libre. Por eso se dice que la fe cristiana es una
tarea personal por la que el hombre responde al don de Dios.

Recibimos la fe “ex auditu” (escuchando un mensaje), pero esto no significa que todo
estriba en mera audición. Recibir una palabra y creer automáticamente en ella, sin más
datos ni comprobaciones, no sería fe, sino credulidad, entrega ciega e impropia de una
persona madura.
Para poder creer de un modo coherente es preciso que, una vez escuchada la
Revelación, se cuente con suficientes razones para identificar este mensaje como
proveniente de Dios.
La fe no se reduce a la razón, pero tampoco la destruye. Ambas se complementan
armónicamente. La Revelación es digna de ser creída; en otras palabras, hay razones o
motivos que mueven a aceptarla.

Resumiendo, podemos decir que el acto de fe:


 Implica un acto de asentimiento
 Es libre e incondicionado
 Es razonable
 Es un don sobrenatural
 Lleva consigo un modo de vivir

Podemos preguntarnos: ¿por qué la palabra de Yahvé, en el Antiguo Testamento, y la


palabra de Jesucristo en el Nuevo, son dignas de ser creídas?
Ambas van acompañadas de obras realizadas por Dios, que cumplen la función de
signos de su presencia: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las
hago, creed por las obras.” Las “obras” de que habla Jesús son hechos evidentes, que
“están ahí”, accesibles a cualquiera, independientemente de su disposición favorable o
contraria al mismo Jesús.
Estas “obras” atestiguan la credibilidad de la predicación de Jesús; ofrecen a los
hombres un punto de apoyo para creer; hacen que la fe no sea un puro salto en el vacío,
fruto de una mera decisión de la voluntad, sino algo que se hace contando con un
fundamento en la realidad y en el propio modo de conocerla.

Estos hechos y palabras no dan la fe, pero son signos de credibilidad. Los términos con
los que se describen los grandes hechos salvíficos indican obras divinas al estilo de la
creación.

Estas obras son signos en el sentido de que dan a conocer, en primer lugar, que es Dios
quien actúa. Así sucede con las diez plagas que vienen como castigos sobre los
Egipcios, y con la liberación de los israelitas de la esclavitud. Mediante estos

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acontecimientos se desvela que Yahvé interviene en el destino de su pueblo. Las obras
llevan su marca, su señal, y mueven al pueblo a confiar en Él.

Pero vivir según la fe en Yahvé resulta a veces arduo. Los hebreos debían ir
contracorriente; no podían imitar algunas costumbres de los pueblos circundantes, y
sobre todo no podían ceder a la idolatría. Para ayudarles a superar las dificultades, Dios
se sirvió especialmente de los profetas que les confirmaban en la verdad y bondad de su
fe revelada, y les empujaban a servir a Yahvé que sólo quería su bien. Los profetas
hablaban en lugar de Dios; anunciaban las promesas divinas que tendrían lugar más
tarde. Así orientaban la conducta de sus contemporáneos y conducían al pueblo a una fe
más profunda y completa.

En los signos o milagros de Jesús se cumple algo de la promesa de los profetas: “Los
ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio.” Jesús realiza los
milagros precisamente porque en Él obra Dios: la multiplicación de los panes, la
curación del ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro están muy unidos a lo que
dice sobre sí mismo. No dan la fe, pero tienen un papel importante en el camino que
conduce hacia ella. Significan, en definitiva, que Jesucristo es el Hijo que ha enviado el
Padre.

4. LA REVELACIÓN CRISTIANA

La religión cristiana está fundada en una revelación histórica. La Revelación constituye


un hecho esencial y fundamental, un misterio primordial del cristianismo.

“Dios ha hablado a los hombres”. Este es el hecho fundamental que rige la economía de
los dos testamentos. Dios no se ha manifestado solamente a través de las obras de la
creación, sino que por un designio amoroso y libre de su voluntad ha querido abrirnos
los secretos de su ser personal, invitándonos a participar en el diálogo de su amor.

La Revelación sobrenatural comprende la manifestación de Dios y de su designio de


redención y salvación de la humanidad en Cristo y por Cristo. Viene preparada por una
larga serie de actuaciones e intervenciones divinas a través de la historia del pueblo
elegido y culmina con la aparición histórica de Cristo.

Debemos por tanto distinguir dos fases: a) la Revelación como promesa; b) la


Revelación como cumplimiento y plenitud.

a) La Revelación como promesa. “Dios ha hablado por medio de los profetas”: esta
expresión resume toda la Revelación del Antiguo Testamento.
Después de la Revelación primitiva a los primeros padres, desde Adán y Eva a
Noé, etc., que pertenece a la prehistoria, y de la cual el principal testimonio son los
relatos bíblicos de los 11 primeros capítulos del Génesis, la vocación de Abraham
señala el comienzo de una especial y nueva intervención divina. En Abraham hay un
acontecimiento histórico que marca el destino y la historia del pueblo hebreo. Dios
confía a éste no sólo la conservación de la Revelación primitiva y de la esperanza de la
redención, sino un sucesivo despliegue y manifestación de verdades sobrenaturales y
comunicaciones divinas, que además de garantizar esa promesa van cumpliéndola y
preparando su realización en Jesucristo, en el Mesías redentor y salvador.

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La promesa de Dios y la fe de Abraham caracterizan toda la historia del pueblo
judío. Dios interviene directamente en la historia para establecer una alianza con su
pueblo elegido.
Moisés y los profetas manifestarán cada vez con mayor claridad el “nombre” de
Dios, sus planes, sus mandatos y las exigencias de su alianza. Dios se revela como
Yahwéh, como el Dios de Israel, pero es al mismo tiempo el Dios vivo, el Señor de la
historia. La Revelación se presenta aquí como promesa y como alianza.
La categoría fundamental en que viene expresada esta Revelación es la Palabra
de Dios. Dios habla en la historia, empleando palabras humanas y realizando hechos y
prodigios en Israel.

b) La Revelación como cumplimiento. El punto central de la historia de la salvación es


la encarnación del Verbo. En Cristo culmina toda la revelación. La línea ascendente del
tiempo del Antiguo testamento ha llegado a su meta. “El tiempo se ha cumplido”.
El futuro, que determinaba todo el dinamismo de la historia de Israel, se ha
convertido en un presente. Este presente está todavía lleno de tensión escatológica, de
dirección la cielo y a los últimos tiempos, pero la realidad suprema está ya dada. Las
promesas se han cumplido. Todas las revelaciones precedentes tienen un centro de
unidad, porque todas convergen hacia Cristo, todas apuntan hacia esa meta, hacia la
plenitud de los tiempos.

Cristo es la plenitud de los tiempos, porque llena de contenido la historia, y es la meta


de los tiempos, porque toda la historia está orientada hacia Él, hacia esa realidad
definitiva e irrevocable: la presencia de Dios en el mundo no sólo como creador sino
también como redentor y Padre amante de los hombres. Esa presencia no anula, sino
que da sentido y valor a lo que precedió.
El Cristianismo vive de una Revelación que en su origen posee como patrimonio común
con los israelitas «de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, las promesas,
y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por
encima de todas las cosas».

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