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Es evidente que Jesús no revivió. Si así hubiera sido (como Lázaro, por ejemplo) le
hubieran reconocido perfectamente sus contemporáneos y su historia habría terminado
de nuevo en la muerte (de lo contrario, según esa argumentación, todavía lo podríamos
ver). Pero no revivió a su vida anterior a la muerte en la cruz, sino que resucitó.
Resucitar implica una vida nueva en otro orden de realidad, en el ámbito de la
divinidad. Es la vida en la eternidad, lo cual supone una transfiguración y algo nuevo.
Por eso los discípulos, de primeras, no le reconocen cuando se les aparece.
Ante esa dificultad para reconocerle Jesús resucitado les ofrece signos. En los
evangelios descubrimos dos signos fuertes: la tumba vacía (Jesús no está en el sepulcro,
está vivo; hay que buscarlo) y el anuncio de los discípulos que proclaman la buena
noticia de que el Señor está vivo y se les ha aparecido. Lógicamente, entre estos dos
signos se sitúan las apariciones de Jesús a los suyos, en las que se da a conocer, se
muestra en la novedad de la resurrección.
¿Qué signos de la resurrección de Jesús podemos descubrir hoy? Como son signos,
apelan a la experiencia personal y a la significatividad para cada uno. Creo que
podríamos buscarlos en tres ámbitos: en el propio corazón, en medio de nuestro mundo
y en la Iglesia. La esperanza que anida en nuestro corazón, ciertas dosis de alegría que
todos recibimos, el amor que alguien nos ofrece y nosotros compartimos pueden
hacernos pensar en Jesús vivo ante nosotros. La solidaridad entre las personas, pequeños
pasos en el camino de la justicia, gestos de reconciliación dirigen nuestra atención hacia
el que es fuente de vida, porque venció al pecado y a la muerte. La palabra de Dios en la
Biblia y la celebración de los sacramentos, la vida comunitaria y la fe que se vive en la
Iglesia son signo y presencia de Jesús que vive resucitado.