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Manuel Alberca

¿Qué es una autoficción? ¿Existe la autoficción en España? ¿Qué parentesco o parecido le une
con la novela autobiográfica? ¿Y con la autobiografía?

El texto que sigue es un capítulo del libro El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la
autoficción, un ensayo literario en el que intento contestar estas preguntas, y algunas más, con
ayuda de la teoría y sin perder nunca de vista los textos narrativos autoficticios más relevantes de
la literatura española contemporánea. Pero no daré ni un paso más sin antes definir, aunque sea
de manera apriorística, que una autoficción es una novela que, igual que todas las novelas, deja al
autor y al lector libres para imaginar como verosímil lo que allí se cuenta y, al respetar la identidad
onomástica de autor, narrador y protagonista, propia del pacto autobiográfico, pareciera que el
primero se compromete a decir la verdad. El resultado es una propuesta lo suficientemente
ambigua e indeterminada como para que el lector dude al interpretarla: ¿novela o autobiografía?

Desde las autoficciones avant la lettre de Unamuno y de Azorín hasta las actuales de Juan
Goytisolo, Francisco Umbral, Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Javier Marías, entre los
españoles, y de Roberto Bolaño, César Aira o Fernando Vallejo, entre los hispanoamericanos, este
registro narrativo no ha dejado de crecer en la literatura española, de manera parecida a otras
literaturas, sobre todo en las últimas décadas. Ni en España ni en Hispanoamérica se podría
entender el desarrollo de la autoficción sin el crecimiento editorial de autobiografías y memorias de
los últimos 30 años y sin el desigual aprecio literario que el género autobiográfico ha despertado
tradicionalmente entre los escritores (incluso entre los que han publicado su autobiografía) y entre
los críticos periodísticos y académicos. Muchos coinciden en considerar la literatura autobiográfica
una escritura de segunda división, por debajo de las obras de ficción, consideradas como la
literatura con mayúsculas. Además de este desprestigio artístico, la autobiografía española soporta
una discriminación o desprecio social, que tiene su origen en razones históricas y religiosas, que
no parecen terminar de extinguirse. El desarrollo de la autoficción, que también tiene mucho de
moda posmodernista y de exacerbación neonarcisista, no es ajeno a esta paradójica situación de
la autobiografía, a la que, por un lado, se valora tácitamente y, por otro, se discrimina literaria y
moralmente. Los escritores que se acogen a la fórmula autoficticia se aprovechan del atractivo que
despierta lo autobiográfico y al tiempo evitan las discriminaciones literarias y esquivan sus
compromisos y riesgos sociales.

***

La novela autobiográfica es una ficción que disimula o disfraza su verdadero contenido


autobiográfico, pero sin dejar de aparentarlo ni de sugerirlo de manera más o menos clara, ya que,
sin algún guiño o indicio, la pista biográfica resultaría para el lector mucho más difícil de seguir. Un
relato novelesco de este tipo va y viene entre el registro imaginario y el autobiográfico, que, aun
siendo incompatibles por principio, quedan engastados y homogenizados hasta hacerse uno, como
se acaba de ver, por el procedimiento de la ficción.
Por el contrario, la autoficción, que guarda un notable parentesco con la novela autobiográfica (no
sabría decir si es la hija o la hermana pequeña de esta), pues forma parte también de la tradición
novelesca que se sirve de la autobiografía, e invade y conquista las competencias de esta para la
invención novelesca, la autoficción, digo, supone una “vuelta de tuerca” más en el mecanismo de la
ficción, que se sirve de la autobiografía, y en ese giro brusco o mutación de la función
representativa del relato reside su especificidad. En las novelas autobiográficas de origen
decimonónico, el autor podía jugar a esconder su identidad y utilizaba su biografía con disimulo,
porque en buena medida la figura del autor y su vida eran todavía ajenas al circuito literario. En
cambio, en el final del siglo xx, cuando se desarrolla la autoficción, el poder de los medios de
comunicación y de la cultura del espectáculo es de tal calibre que el escondite resulta quizás
anacrónico y se impone la transparencia y la visibilidad como regla. La anfibología que se deriva de
la representación autoficticia es de un orden diferente, aparentemente más directo, pero en el
fondo más sibilino y contradictorio, pues lo ficticio parece verdadero. Y, viceversa, lo verdadero
parecería ficticio y, en consecuencia, se podría tomar erróneamente por falso.

Esta incertidumbre que la autoficción crea en la narrativa, pero también en la poesía y en las artes
visuales, y la consiguiente vacilación que produce en el lector o espectador, aparece ya inscrita en
el neologismo que la identifica. Aunque nadie puede discutir el acierto y la plasticidad del
neologismo, creado por Serge Doubrovsky1 a partir del molde de la palabra autobiografía, su forma
de contracción forzada, proveniente de dos étimos, uno griego (auto) y otro latino (ficción), no
determina, sino por una explicación perifrástica, qué es lo sustantivo y qué lo adjetivo. Si se
compara esta denominación con la de las “memorias ficticias” y la “novela autobiográfica”, se
comprueba que, en estas últimas, el sustantivo da idea precisa de la forma del relato y el adjetivo,
que trata de matizarlo, lo contradice al revelar su carácter simulado. En cambio, el neologismo
autoficción no permite en su forma sintética una sola explicación, al contrario, por su sincretismo
abre al menos dos posibilidades interpretativas: ¿se trata de una autobiografía sensu latu con la
forma y el estilo de una novela (que bien podría introducir incluso algunos elementos ficticios)? O,
por el contrario, ¿se trata de una ficción (novela del yo), en la que el autor se convierte en el
protagonista de una historia totalmente fabulada?

Evidentemente, como más adelante veremos, caben estas dos posibilidades y alguna más, pero
mientras en la primera pregunta no se cuestiona sino la forma de actualizar e intentar darle a la
autobiografía la categoría literaria que a veces se le ha negado, en la segunda se plantea con
bastante exactitud la búsqueda de un mecanismo propio de la posmodernidad, un artificio o una
ortopedia, diseñado para sostener la fragilidad identitaria del sujeto moderno, necesitado de un
suplemento de ficción sin el cual su existencia carecería de entidad suficiente… Pero quizá me
estoy poniendo estupendo. Quizás exagero y le doy al mecanismo autoficticio una relevancia y una
originalidad de la que no hay para tanto.

Cambiaré de tono. En varias ocasiones he escuchado explicar al novelista barcelonés Juan Marsé
que las aventis, que inspiran parte de su obra narrativa y en particular su novela Si te dicen que
caí, no son sino la transposición y reelaboración literaria de las historias o las “aventuras” que los
niños de su infancia inventaban y se contaban entre sí para divertirse y entretenerse. Las aventis
eran la diversión predilecta, intelectual y creativa de los niños pobres de la misérrima y dura
posguerra, que no tenían apenas juguetes (felices ellos tal vez que en su pobreza pudieron
escapar de los juguetes entontecedores y mecanizados, las play station de la época).

Para jugar a las aventis el grupo de amigos se sentaba en corro y, por riguroso orden, cada uno iba
tomando la palabra para contar la suya que improvisaba en ese momento. Las aventis eran por lo
general historias de aventuras, como la palabra abreviada indica, en que cada narrador, cada niño
en el uso de su turno de palabra, se convertía en protagonista con su nombre propio e incorporaba
al relato a otros niños del grupo, repartiéndoles papeles, entre los que siempre había unos más
agradecidos y otros menos (como la vida misma). La inclusión del resto era una elección del
narrador, que, en uso de su discrecionalidad, amistad o gusto, incorporaba o no a otros niños a su
aventi, aunque a veces podía atender las peticiones y avenirse a introducir como personaje de su
relato a algún compañero si lo solicitaba insistentemente. Las historias se podían enriquecer con
los argumentos de las películas vistas en el cine del barrio o con las historias y sucesos verdaderos
que los pequeños escuchaban contar a los mayores, pero siempre mantenían en su estructura
narrativa la constante de introducir al resto de niños con su nombre propio, junto al narrador del
relato.

El dispositivo era, como se ve, elemental, pero muy eficaz como procedimiento de invención. Es
como si la autoficción actual hubiese retomado, evidentemente con otro sentido, aquel dispositivo
de invención de los niños de la posguerra en Barcelona y nos permitiera atisbar en este
procedimiento la matriz arquetípica de la fabulación literaria de sí mismo. La autoficción es quizá el
mecanismo más primario y el más espontáneo y sencillo para producir ficciones, como nos enseña
la elaborada forma de fabulación infantil de Marsé y sus amigos. El novelista autoficticio, como el
niño inventor de aventis, es un fabulador de su propia vida, un aspirante a disfrutar de una vida
más intensa que la cotidiana, menos triste y mísera que la realidad de la posguerra y de todas las
épocas de falsa paz, en los márgenes del juego o del papel. Al fin y al cabo, la autoficción supone
la capacidad de inventar una historia a partir de la vida y las fantasías de uno mismo y aprovechar
las de otros para construir una aventura propia.

Por tanto, la autoficción no es una novela autobiográfica más, sino una propuesta ficticia y/o
autobiográfica más transparente y más ambigua que su pariente mayor. La autoficción se presenta
como una novela, pero una novela que simula o aparenta ser una historia autobiográfica con tanta
transparencia y claridad que el lector puede sospechar que se trata de una seudonovela o una
seudoautobiografía, o lo que es lo mismo, que aquel relato tiene “gato encerrado”. Su
transparencia autobiográfica proviene de la identidad nominal, explícita o implícita, del narrador y/o
protagonista con el autor de la obra, cuya firma preside la portada. Este rasgo resulta inimaginable
en los novelistas autobiográficos, toda vez que estos aspiran a ocultarse, es verdad que de forma
contradictoria, en un personaje ficticio y distanciarse de él mediante una nominación distinta a la
suya.

La identidad nominal de personaje y autor en la autoficción constituye uno de sus pilares


fundamentales y ocasiona una alteración de la expectativa del lector, que contrariamente al “aura
de verdad”, que, a juicio de Lejeune2, produce siempre la presencia del nombre propio del autor,
en la novela no se cumple. Dicha coincidencia onomástica, lejos de afianzar la veracidad del relato,
resulta inquietante o al menos desconcertante en un primer momento. La mera aparición de un
nombre idéntico al del autor en una novela es una invitación a que el lector reconozca la figura de
este en el texto, aunque dicha identificación quede inmediatamente atenuada o desmentida al
producirse en el contexto de una ficción. De este modo, el autor autoficcionario se afirma y se
contradice al mismo tiempo. Es como si nos dijese: este soy y no soy yo, parezco yo pero no lo
soy. Pero, cuidado, porque podría serlo. O, como sintetiza Gérard Genette de manera acertada, la
autoficción debemos entenderla como un relato en el que el autor advierte: “Yo, autor, voy a
contaros una historia, cuyo protagonista soy yo, pero nunca me ha sucedido”.3

En resumen, la autoficción puede simular una historia autobiográfica con total transparencia y, sin
embargo, tratarse de una seudoautobiografía, o por el contrario ser lo que parece sin apenas
disimulo, es decir, una autobiografía en el molde de una novela. Dicho de manera esquemática y
resumida, la autoficción puede:

a) simular que una novela parezca una autobiografía sin serlo o

b) camuflar un relato autobiográfico bajo la denominación de novela. En ambos casos la vacilación


lectora es de muy distinto calado. Efímera en este segundo caso y más compleja y continuada en
el primero.

En ese dilema se ha de mover el lector de una autoficción: ¿se trata de un relato de apariencia
autobiográfica o se trata de una autobiografía sin más ficción que la etiqueta de novela? Ambas
soluciones son posibles, pero sin olvidar que la solución autobiográfica y la solución novelesca son
los dos extremos de un arco en el que caben infinidad de puntos intermedios. Cuanto más sutil sea
la mezcla de ambos pactos, más prolongado será el efecto de insolubilidad del relato y mayor el
esfuerzo para resolverlo. Entre la novela y la autobiografía hay una gran variedad de formas y
estrategias y una infinidad de posibilidades. Según se mire, la autoficción propone un pacto de
ficción por la indicación genérica que preside el relato, o un pacto autobiográfico por la utilización
del mismo nombre propio que el personaje toma del autor. Pero su simulación, como acabo de
decir, puede ser doble y engañosa. En ambos casos, pero sobre todo en el primero, la identidad
nominal acrecienta la confusión y rompe las expectativas de los lectores.

El relato autoficticio guarda una equidistancia simétrica con respecto a la novela y a la


autobiografía, pues si bien al introducir, como he dicho, en una novela el nombre del autor donde
no cabía o no se esperaba encontrar, se acerca al pacto autobiográfico, algunos datos biográficos
ficticios lo vuelven misterioso e indefinido, dotando a la evidencia autobiográfica de un aura de
incertidumbre. Además, en muchas circunstancias, la mejor manera de esconderse es mostrarse
abiertamente, igual que la mejor manera de ocultar un secreto es dejarlo a la vista de los demás
como la “carta robada” del cuento de E. A. Poe.

Sea la que sea la importancia o la frivolidad del invento y sus limitaciones o rémoras, lo cierto es
que la autoficción resulta ser, a pesar de su apariencia de artefacto o de fruto transgénico, la
estrategia autobiográfica más desconcertante y transgresora que nos encontramos en el panorama
de las novelas del yo. No es desde luego una autobiografía, pues no anuncia que va a decir la
verdad, y tampoco cabe confundirla con la novela autobiográfica, porque no comparte con esta el
mismo sentido de disimulo o escondite. Al contrario, se mueve en una mayor indeterminación si
cabe, pues la aparente transparencia autobiográfica nos deja a veces inermes ante su posible
interpretación.

La autoficción establece un estatuto narrativo nuevo, cuya hibridez puede que no dé resultados
siempre interesantes o significativos, pero se caracteriza por proponer algo diferente a la novela
autobiográfica. En la medida en que no disfraza la relación con el autor, como lo hace la novela
autobiográfica, la autoficción se separa de esta, y en la medida en que reclama o integra la ficción
en su relato se aparta radicalmente de la propuesta del pacto autobiográfico. No basta con
reconocer o atestiguar elementos biográficos en el relato para considerarlo una autoficción y para
identificar los personajes novelescos con su autor, sino una calculada estrategia para
autorrepresentarse de manera ambigua.

Además, el registro narrativo autoficticio se caracteriza por la absorción de elementos


contradictorios de los relatos limítrofes. Su relación con la novela le da una libertad casi absoluta,
toda vez que esta se caracteriza por su falta de límites y por su polimorfismo, pues se adapta a
todas las formas y propuestas posibles, incluso aquellas que niegan o rechazan su pertenencia al
género novelístico. Sin embargo, algunas autoficciones, como las de Javier Marías y de Enrique
Vila-Matas, que más abajo comentaré, juegan con estos principios descritos o los subvierten, sin
dejar de apuntar una clara intención de representación autoficticia por parte del autor.

Por otra parte, comparte rasgos genéticos comunes con la novela autobiográfica (también por
supuesto, con la autobiografía), pero realiza una mutación con respecto a aquella y establece una
propuesta narrativa diferente, que como tal permite posibilidades y resultados distintos. Entre la
novela autobiográfica y la autoficción, en la teoría al menos y también en los ejemplos más
logrados, se produce un salto cualitativo, pues se instala en un diferente dispositivo autobiográfico
y ficticio, que nada tiene que ver con la cantidad de referencias biográficas. Dicha mutación
consiste en pasar del disimulo y del ocultamiento de la novela autobiográfica a la simulación y a la
transparencia o, mejor, a la apariencia de transparencia.

El paso de la novela autobiográfica a la autoficción señala el tránsito del disfraz ficticio al nombre
propio verdadero, sin que disminuya por ello la ambigüedad a la que nos tenía acostumbrados la
primera, al contrario, se torna más sutil e inquietante en la segunda. En otras palabras, lo que en la
novela autobiográfica es una relación encubierta entre el autor y su personaje, que, no obstante,
permite detectar el parecido entre los hechos novelescos y los sucesos biográficos comprobados,
se convierte en la autoficción en una relación expresa (sin que ello quiera decir que bajo esta no
puedan producirse equívocos o imposturas). Este dispositivo de transparencia autobiográfica hace
posible que elementos biográficos del autor, conocidos y desconocidos, irrumpan en la historia
como material narrativo en bruto, coexistiendo abierta o sutilmente junto a otros que son o parecen
ficticios.

Si el carácter contradictorio de la novela autobiográfica (ocultamiento + desvelamiento) revela que


esta se inscribe en un contexto que estimula y también critica y culpabiliza la expresión libre del yo
—no en vano el autor se exhibe/oculta por miedo a ser reprobado moralmente o tildado de
autocomplaciente y narcisista—, el de la autoficción, que aparece en un marco no menos
contradictorio, propaga la idea de la debilidad y fragmentación del sujeto y, al tiempo, hace
proliferar una exagerada reproducción y profusión exhibicionista del mismo. Como el narrador y
protagonista de Doctor Pasavento, la novela de Enrique Vila-Matas, el yo autoficticio se ocupa de
reiterar su exasperante programa de desapariciones y reapariciones sucesivas, en las cuales
pareciera que cuanto más se repite la idea de la desaparición del sujeto o de la muerte del hombre,
mayor y más aguda fuera la necesidad de afirmar y difundir el yo supuestamente moribundo. En la
medida en que la novela autobiográfica es deudora de una atmósfera que fomenta el secreto y su
ocultación, y pugna o juega a revelarlo de manera camuflada, la transparencia y visibilidad del
sujeto en la sociedad actual se acuerda mejor, en cambio, con el gusto por el juego y la simulación
engañosa de la autoficción.

La novela autobiográfica —siguiendo con la comparación— puede sugerir o hacer sospechar al


lector que el parecido entre el protagonista, el narrador y el autor permite una incierta identificación,
pero nunca la confirma con una identidad de estos. Entre estas tres figuras de la narración puede
haber muchas coincidencias o pistas que permitan la relación de parecido, pero nunca se confirma
que sean idénticas. Los equívocos de la novela autobiográfica se producen sobre todo a nivel de
enunciado narrativo, porque, con respecto a la enunciación, al lector no le puede caber ninguna
duda en principio de que se encuentra ante una novela, aunque pueda descubrir algunos datos
biográficos del autor y sospechar que se esconden algunos más. Por el contrario, en la autoficción,
la relación entre personaje, narrador y autor se comprueba inequívocamente por la misma
nominación y, en principio, la posición enunciadora es la del pacto autobiográfico. Sin embargo,
esta relación resulta contradictoria con el estatuto narrativo otorgado al relato que es el de novela o
ficción. En la novela autobiográfica la indefinición del relato procede de las contradicciones del
enunciado en el que el autor, haciéndose pasar por otro, se enmascara en sus personajes; la de la
autoficción proviene, sobre todo, de su contradicción estatutaria (novela y/o autobiografía), por la
simulación de una y otra que abre el relato al vértigo interpretativo, al que más adelante me referiré
de manera más detenida, en el cual la identidad nominal de personaje y autor podría tratarse de
una ficción o, simplemente, de una engañosa apariencia autobiográfica.

Aunque existen sin duda relatos que plantean problemas de difícil solución, las diferencias entre el
estatuto narrativo de la novela autobiográfica y de la autoficción son inequívocas en teoría, por lo
que identificarlas sin más y por tanto renunciar a sus diferencias, además de resultar confuso,
supondría una claudicación al uso descuidado e impreciso del término autoficción, con que algunos
críticos lo utilizan por la pura y simple razón de parecerles más moderno que el de novela
autobiográfica.

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