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367090678-Bourdieu-La-Representacion-Politica-Elementos-Para TEXTO 1
367090678-Bourdieu-La-Representacion-Politica-Elementos-Para TEXTO 1
Elementos para
una teoría del campo político*
Pierre Bourdieu
El silencio sobre las condiciones que colocan a los ciudadanos, y mucho más
brutalmente a aquellos que están más desprovistos económica y culturalmente, ante la
alternativa de la dimisión en la abstención o de la desposesión por la delegación, es a la
“ciencia política” lo que a la ciencia económica es el silencio sobre las condiciones
económicas y culturales de la conducta económica “racional”. So pena de naturalizar
los mecanismos sociales que producen y reproducen el corte entre los “agentes
políticamente activos” y los “agentes políticamente pasivos”1 y de constituir en leyes
eternas las regularidades históricas válidas dentro de los limites de un estado
determinado de la estructura de distribución del capital, y en particular del capital
cultural, todo análisis de la lucha política debe colocar en sus fundamentos los
determinantes económicos y sociales de la división del trabajo político 2.
El campo político, entendido a la vez como un campo de fuerza y como un campo de
luchas que aspiran a transformar la relación de fuerzas que confiere a ese campo su
estructura en un momento determinado, no es un imperio dentro de un imperio: los
efectos de las necesidades externas se hacen sentir en el campo por intermedio sobre
todo de la relación que los mandantes, por el hecho de su distancia diferencial respecto a
los instrumentos de producción política, mantienen con sus mandatarios, y de la
relación que estos últimos, a causa de sus disposiciones, sostienen con su organización.
La distribución desigual de los instrumentos de producción de una representación del
mundo social explícitamente formulada es lo que hace que la vida política pueda ser
descripta en la lógica de la oferta y la demanda: el campo político es el lugar donde se
engendran, por la competencia entre los agentes que se encuentran comprometidos, los
productos políticos, problemas, programas, análisis, comentarios, conceptos, eventos,
entre los cuales los ciudadanos ordinarios, reducidos al estatuto de “consumidores”,
deben elegir con posibilidades de malentendidos tanto más grandes cuanto más alejados
estén del lugar de producción.
1
directo, son de algún modo redoblados por los efectos de la desposesión económica y
cultural: la concentración del capital político en manos de un pequeño número es tanto
menos cuestionada, y tanto más probable, cuando los simples adherentes están más
completamente desposeídos de los instrumentos materiales y culturales necesarios para
la participación activa en política, especialmente el tiempo libre y el capital cultural.4
Debido a que los productos ofertados por el campo político son instrumentos de
percepción y expresión del mundo social (o si se quiere, principios de di-visión), la
distribución de opiniones dentro de una población determinada depende del estado de
los instrumentos de percepción y expresión disponibles y del acceso que los diferentes
grupos tienen a esos instrumentos. Es decir que el campo político ejerce de hecho un
efecto de censura limitando el universo del discurso político, y por lo tanto de aquello
que es pensable políticamente, al espacio finito de discursos susceptibles de ser
producidos y reproducidos dentro de los limites de la problemática política como
espacio de tomas de posición efectivamente realizables en del campo, es decir socio-
lógicamente posibles dadas las leyes que rigen la entrada al campo. La frontera entre lo
que es políticamente decible o indecible, pensable o impensable, por una clase de
profanos se determina en la relación entre los intereses expresivos de esta clase y la
capacidad de expresión de esos intereses que les asegura su posición dentro de las
relaciones de producción cultural y, por ende, política. “Una intención, observa
Wittgenstein, se encarna en una situación, en costumbres e instituciones humanas. Si la
técnica del ajedrez no existiera, yo no podría formar la intención de jugar al ajedrez. Si
puedo avanzar en la construcción de una frase, es porque puedo hablar la lengua
considerada”5. La intención política sólo se constituye en la relación con un estado
determinado del juego político y, más precisamente, con el universo de técnicas de
acción y expresión que ofrece en un momento dado del tiempo. En este caso como en
otros, el pasaje de lo implícito a lo explicito, de la impresión subjetiva a la expresión
objetiva, a la manifestación pública de un discurso o un acto público constituye de por
sí un acto de institución y representa de hecho una forma de oficialización, de
legitimación: no es por azar que, como remarca Benveniste, todas la palabras que tienen
relación con el derecho tengan una raíz que significa “nombrar”. Y la institución
entendida como eso que está ya instituido, ya explicitado, ejerce a la vez un efecto de
asistencia y de licitación, y un efecto de cierre y desposesión. Dado que, por lo menos
fuera de los periodos de crisis, la producción de formas de percepción y de expresión
políticamente eficaces y legitimas están en monopolio de profesionales, y se encuentran
pues sometidas a las coacciones y limitaciones inherentes al funcionamiento del campo
político, vemos que los efectos de la lógica censuradora que rige de hecho el acceso a la
elección de los productos políticos ofertados son redoblados por los efectos de la lógica
oligopólica que rige la oferta de productos. Monopolio de la producción confiado a un
cuerpo de profesionales, es decir a un pequeño número de unidades de producción, ellas
mismas controladas por profesionales; coacciones que pesan sobre las elecciones de los
consumidores, tanto más completamente condenados a la fidelidad indiscutida a las
marcas conocidas y a la delegación incondicional en sus representantes cuando están
más desprovistos de la competencia social para la política y de los instrumentos de
producción propios de discursos o actos políticos: el mercado de la política es sin duda
uno de los menos libres que existen.
4
Esto implica que la división del trabajo político varía en función del volumen global del capital
económico y cultural acumulado en una formación social determinada (su “nivel de desarrollo”) y
también de la estructura, más o menos asimétrica, de la distribución de ese capital, particularmente el
cultural. Es así que la generalización del acceso a la enseñanza secundaria ha sido principio de un
conjunto de transformaciones de la relación entre los partidos y sus militantes o sus electores.
5
L. Wittgenstein, Philosophical Investigations, New York, Macmillan, 1953, p. 108.
2
Las coacciones del mercado pesan en primer lugar sobre los miembros de las clases
dominadas que no tienen otra elección que la dimisión o la entrega de su voluntad al
partido, organización permanente que debe producir la representación de la continuidad
de la clase, siempre amenazada de recaer en la discontinuidad de la existencia
atomizada (con el repliegue en la vida privada y la búsqueda del camino de la salvación
individual) o en la particularidad de las luchas estrictamente reivindicativas6. Es por esto
que, más que los miembros de la clase dominante, que pueden contentarse con
asociaciones, grupos de presión, o partidos-asociación7; los dominados necesitan
partidos entendidos como organizaciones permanentes orientadas hacia la conquista del
poder, partidos que proponen a sus militantes y electores no solamente una doctrina sino
un programa de pensamiento y de acción, y que demandan por ese hecho una adhesión
global y anticipada. Como lo nota Marx en La miseria de la filosofía, podemos fechar el
nacimiento de un grupo social en el momento en que los miembros de sus
organizaciones representativas no luchan solamente por la defensa de los intereses
económicos de sus representados sino por la defensa y el desarrollo de la organización
misma. Pero cómo no ver, que si la existencia de una organización permanente,
relativamente independiente de los intereses corporativos y coyunturales, es la
condición de la representación permanente y propiamente política de la clase, ello
encierra también la amenaza de la desposesión de los miembros “cualquiera” de esa
clase? La antinomia del “poder revolucionario establecido”, como dice Bakunin, es
parecido a aquel de la Iglesia reformada descrito por Troeltsch. La fides implicita,
delegación global y total por la cual los más disminuidos acuerdan en bloque al partido
de su elección una suerte de crédito ilimitado, deja libre curso a los mecanismos que
tienden a desposeerlos de todo control sobre el aparato: es lo que hace que, por una
extraña ironía, la concentración del capital político no es jamás tan grande, salvo
intervención deliberada (e improbable) en sentido opuesto, como en los partidos que se
dan como objetivo la lucha contra la concentración del capital económico.
3
se destituirían para actuar realizando la voluntad de las masas: “El único rol de los pretendidos
‘dirigentes’ de la social-democracia consiste en iluminar a la masa sobre su misión histórica. La
autoridad y la influencia de los ‘jefes’ en la democracia se acrecientan sólo proporcionalmente
al trabajo de educación que realizan en ese sentido. Dicho de otro modo, su prestigio y su
influencia sólo aumentan en la medida en que los jefes destruyen eso que hasta ahora era la
función de los dirigentes, la ceguera de las masas, en la medida que ellos mismos renuncian a su
cualidad de jefes, en la medida en que hacen de la masa la dirigencia, y de sí mismo los órganos
ejecutivos de la acción consiente de la masa. (Rosa Luxemburg, Masse et chefs 1974, p. 137).
Sería interesante determinar aquello que en las tomas de posición de los diferentes “teóricos”
sobre este problema (que, como Gramsci, pueden oscilar del espontaneísmo de l’Ordine Nuovo
al centralismo del artículo sobre el partido comunista en Écrits Politiques), y relación con
factores objetivos (como el nivel de formación general y política de las masas), y en particular
con la experiencia directa de las disposiciones de las masas en una coyuntura determinada, y lo
que se relaciona con los efectos del campo y a la lógica de las oposiciones internas.
4
políticos que son ofertados en un momento dado y que en conjunto definen el universo
de eso que puede ser dicho y pensado políticamente, por oposición a aquello que es
rechazado como indecible e impensable, haría falta analizar todos los procesos de
producción de los profesionales de la producción ideológica, desde la marca, operada en
función de una definición muchas veces implícita de la competencia deseada, que los
designa por sus funciones, y la formación general o especifica que los prepara para
asumirlas, hasta la acción de normalización continua que les imponen, con su
complicidad, los miembros más antiguos del grupo, en particular cuando los nuevos
elegidos acceden a una instancia política en donde podrían importar un discurso franco
y una libertad de maneras que atentarían contra las reglas de juego.
La desposesión correlativa de la concentración de los medios de producción de
instrumentos de producción de discursos o de actos socialmente reconocidos como
políticos no cesa de acrecentarse a medida que el campo de producción ideológica gana
en autonomía con la aparición de las grandes burocracias políticas de profesionales a
tiempo completo y con la aparición de instituciones (como en Francia el Instituto de
Ciencias Políticas y la Escuela Nacional de Administración) encargadas de seleccionar
y formar a los productores profesionales de esquemas de pensamiento y de expresión
del mundo social, hombres políticos, periodistas políticos, altos funcionarios, etc. Y al
mismo tiempo de codificar las reglas de funcionamiento del campo de producción
ideológica y el corpus de saberes y saber-hacer indispensables para su conformación. La
“ciencia política” que se enseña en instituciones especialmente planificadas para este
fin, es la racionalización de la competencia que exige el universo de la política y que
poseen en estado práctico los profesionales: apunta a acrecentar la eficacia de esa matriz
práctica poniendo a su servicio técnicas racionales, como el sondeo, las relaciones
publicas o el marketing político, al mismo tiempo que tiende a legitimarlas dándole la
apariencia de cientificidad e instituyendo las cuestiones políticas como asunto de
especialistas, que les corresponde zanjar a los especialistas en nombre del saber y no del
interés de grupo.8
La autonomización del campo de producción ideológica se acompaña sin duda con una
elevación del derecho de entrada al campo y, en particular, de un reforzamiento de las
exigencias en materia de competencia general o incluso especifica (lo que contribuye a
explicar el crecimiento del peso de los profesionales formados en escuelas e incluso en
las escuelas especificas –“Sciences Po”, ENA- en detrimento de los simples militantes)9.
Este proceso es acompañado sin duda también de un refuerzo del efecto de las leyes
internas del campo político -y en particular de la competencia entre los profesionales-
en relación a los efectos de las transacciones directas o indirectas entre los profesionales
y los profanos10. Esto significa que, para comprender una toma de posición política,
8
Así, por ejemplo, la teoría elitista de la opinión, que es la obra de elaboración o análisis de los sondeos
de opinión, o las deploraciones rituales de la abstención, se traicionan con toda inocencia en las
encuestas sobre opinion-makers que, inspirándose en toda una filosofía emanatista de la “difusión” como
goteo, apunta a captar las redes de circulación de la opinión hasta la fuente de donde se considera que
brotan, es decir hasta la “elite” de los “fabricantes de opinión”, cuyos integrantes no piensan jamás en
preguntar como se hace su opinión. (por ejemplo, C. Kadushin, Power, Influence and Social Circles: A
New Methodology for Studying Opinion Makers, American Sociological Review, XXXIII, 1968, pp. 685-
699).
9
Sin embargo, esta evolución podría encontrarse contrariada, en cierta medida, por la elevación general
del nivel de instrucción que, dado el peso determinante del capital escolar en el sistema de factores
explicativos de las variaciones en la relación con la política, es sin duda natural que entre en
contradicción con esta tendencia y refuerce, en grados diferentes según los aparatos, la presión de la base
menos inclinada a una delegación incondicional.
10
El debate televisivo que confronta a los profesionales elegidos por su competencia especifica, pero
también por su sentido del decoro y la respetabilidad políticas, en presencia de un público reducido al
5
programa, intervención, discurso electoral, etc, es por lo menos igual de importante
conocer el universo de tomas de posición conjuntamente propuestas en campo como las
demandas de los laicos, cuyos responsables de esas tomas de posición son los
mandatarios declarados: una toma de posición, la palabra lo dice maravillosamente, es
un acto que sólo cobra sentido relacionalmente, en y por la diferencia, es una
diferenciación distintiva. El político listo es aquel que logra dominar prácticamente el
sentido objetivo y el efecto social de sus tomas de posición gracias al dominio que
posee del espacio de tomas de posición efectivas, y sobre todo potenciales, o mejor
dicho, del principio de esas tomas de posición; a saber el espacio de las posiciones
objetivas dentro del campo y las disposiciones de sus ocupantes: este “sentido práctico”
de las tomas de posición posibles e imposibles, probables e improbables para los
diferentes ocupantes de las distintas posiciones, es lo que le permite “elegir” las tomas
de posición convenientes, y convenidas, y evitar las tomas de posición
“comprometedoras”, que le harían reencontrarse con los ocupantes de las posiciones
opuestas en el espacio del campo político. Ese sentido del juego político que les permite
a los políticos prever las tomas de posición de los otros políticos es también eso que los
hace a ellos mismos previsibles para los otros políticos. Previsibles, por lo tanto
responsables, en el sentido del inglés responsible, es decir, competentes, serios, fiables,
breves, dispuestos a jugar con constancia y sin sorpresas ni traiciones el rol que les es
asignado por la estructura del espacio de juego.
No hay nada que sea más absolutamente exigido por el juego político que esta adhesión
fundamental al juego mismo, illusio, involvement, commitment, inversión en el juego
que es el producto del juego al mismo tiempo que es su condición de funcionamiento:
so pena de excluir del juego y de los beneficios que en él se adquieren, así se trate del
simple pacer de jugar, o de todos los provechos materiales y simbólicos asociados a la
posesión de un capital simbólico; todos los que tienen el privilegio de invertir en el
juego (en lugar de ser reducidos a la indiferencia y a la apatía del apolitismo) aceptan el
contrato tácito que está implicado en el hecho de participar del juego, de reconocerlo
por eso mismo como algo que vale la pena ser jugado, y que los une a todos los otros
participantes por una suerte de colusión originaria, mucho más poderosa que todas las
alianzas declaradas o secretas. Esta solidaridad de todos los iniciados, ligados entre ellos
por la misma adhesión fundamental al juego y a las apuestas del juego, por el mismo
respeto (obsequium) al juego en sí y a las leyes no escritas que lo definen, por la misma
inversión fundamental en el juego de la cual ellos tienen el monopolio y que les hace
falta perpetuar para asegurar la rentabilidad de sus inversiones, no se manifiesta jamás
tan claramente como cuando el juego llega a estar amenazado en cuanto tal.
Los grupos unidos por una forma cualquiera de colusión (como el grupo de colegas) hacen un imperativo
fundamental de la discreción y del secreto sobre todo de aquello que concierne a las creencias íntimas del
grupo. Ellos condenan con violencia, cuando se exhiben al exterior, las manifestaciones de cinismo que,
entre iniciados, son totalmente admitidas porque no pueden por definición afectar la creencia fundamental
en el valor del grupo, la libertad respecto a los valores que es con frecuencia vivida como una muestra
suplementaria de valor (se sabe con que indignación los hombres políticos y los periodistas políticos,
comúnmente apresurados en pregonar rumores y anécdotas desencantados sobre los hombres políticos,
acogen a aquellos que en un determinado momento pueden minar y “destruir el juego” y, por lo tanto, la
existencia política del apolitismo popular y pequeño burgués que es a la vez la condición y el producto
del monopolio de los políticos). Pero los grupos no desconfían menos de aquellos que, tomándose
demasiado seriamente los valores proclamados, rechazan los compromisos y las alinazas que son la
condición de la existencia real del grupo.
estatus de espectador, realizando de este modo la lucha de clases bajo la forma de un enfrentamiento
teatralizado y ritualizado entre dos ganadores, simboliza perfectamente el resultado de un proceso de
autonomización del juego propiamente político, más que nunca encerrado en sus técnicas, sus jerarquías,
sus reglas internas.
6
Una equivocación interesada
La candidatura de Coluche a la presidencia de la república estuvo de entrada condenada
por casi la totalidad de los profesionales de la política bajo la denominación de
poujadismo. Sin embargo, buscaríamos en vano en la temática del cómico parisién los
tópicos más típicos del libro de Saint-Céré, tal como los muestra el estudio clásico de
Stanley Hoffmann (1): nacionalismo, anti-intelectualismo, anti-parisién, xenofobia
racista y fascista, exaltación de las clases medias, moralismo, etc. Y cuesta comprender
cómo los “observadores sagaces” pudieron confundir el “candidato de las minorías”, de
todos aquellos “que jamás son representados por los partidos políticos”, “homosexuales,
árabes, negros” etc., con el defensor de los pequeños comerciantes en lucha contra “los
advenedizos” y contra “la mafia de traficantes y pederastas”. (2)
Aunque se conocen mal las bases sociales del movimiento poujadista, es innegable que
encontró sus primeras tropas y sus más fieles seguidores en la pequeña burguesía de
artesanos y comerciantes de provincia, más bien de edad y amenazados por las
transformaciones económicas y sociales. Ahora bien, dos encuestas, completamente
convergentes, de la IFRES y de la IFOP, establecen que aquellos que acuerdan su
simpatía a la candidatura de Coluche presentan características opuestas en todos lo
puntos enunciados. La propensión a aprobar la candidatura de Coluche varía en relación
inversa a la edad: alcanza su intensidad máxima en los más jóvenes (y, entre ellos, sobre
todo en lo hombres) y es solamente a los ojos de una parte (aproximadamente un tercio)
de las personas mayores de 65 años que resulta un escándalo. Así mismo, tiende a
crecer con el tamaño del lugar de residencia: el apoyo es muy débil en las comunidades
rurales y las pequeñas ciudades, y predomina en las grandes ciudades y en el
aglomerado parisiense. Aun cuando las categorías empleadas por los dos institutos de
sondeos sean igualmente imprecisas y poco comparables, todo parece indicar que son
los obreros y los empleados, y también los intelectuales y los artistas, los que se
declaran más netamente a favor del candidato anómico, mientras que los rechazos más
fuertes se encuentran en los patrones de la industria y el comercio. Esto se comprende
si se observa que los votos a Coluche provienen principalmente de la izquierda
(netamente más del PS que del PC) y también entre los ecologistas y los abstencionistas.
La parte de personas interrogadas que, a falta de una candidatura de Coluche, votarían
por la derecha es reducida (particularmente entre los obreros) y es sobretodo hacia el
Partido Socialista donde se dirigirían los votos (la parte que elegiría la abstención es
también muy fuerte en todas las categorías). El hecho de que la parte de seguidores de
Coluche sea netamente más elevada en los hombres que en las mujeres permite suponer
que ese voto es la expresión de un abstencionismo activo, muy diferente a la simple
indiferencia ligada a la incompetencia estatuaria.
Así pues, los profesionales, hombres políticos y periodistas, intentan negar al que
“rompe el juego”, el derecho de entrada que los profanos le acuerdan masivamente
(ellos son favorables por dos tercios del principio de su candidatura). Sin duda porque,
entrando en el juego sin tomarlo en serio, y sin tomarse en serio, este jugador extra-
ordinario amenaza el fundamento mismo del juego, es decir, la creencia y la
credibilidad de los jugadores ordinarios.
Los apoderados son encontrados en una posición de flagrante delito de abuso de poder:
mientras que, como de costumbre, se presentan como los portavoces de la “opinión
pública” y reserva de todas las palabras autorizadas; ellos proponen no la verdad del
7
mundo social, sino la verdad de su relación con ese mundo, y obligan a preguntarse si
no fue así otras veces.
1-S. Hoffman, Le mouvement Poujade, Cahiers de la fondation nationale des sciences politiques, Paris, A.
Colin, 1956, pp. 209-260,
2-S Hoffman, op. cit. p. 246.
El doble juego
La lucha que opone a los profesionales es sin duda la forma por excelencia de la lucha
simbólica por la conservación o la transformación del mundo social, por la conservación
o transformación de la visión del mundo social y de los principios de di-visión de ese
mundo: o, más precisamente, por la conservación o la transformación de las divisiones
establecidas entre las clases, por la transformación o conservación de los sistemas de
clasificación que son su forma incorporada y de las instituciones que contribuyen a
perpetuar la clasificación en vigor legitimándolas11. Ella encuentra sus condiciones
sociales de posibilidad en la lógica específica según la cual se organiza, en cada
formación social, el juego propiamente político donde se juegan de una parte el
monopolio de la elaboración y de la difusión del principio de di-visión legitimo del
mundo social y, de ese modo, la movilización de los grupos, y por otra parte el
monopolio de utilización de los instrumentos de poder objetivados (capital político
objetivo). Ella toma pues la forma de una lucha por el poder propiamente simbólico de
hacer ver y de hacer creer, de predecir y prescribir, de hacer conocer y hacer reconocer,
que es inseparablemente una lucha por el poder sobre los “poderes públicos” (las
administraciones del Estado). En las democracias parlamentarias, la lucha por
conquistar la adhesión de los ciudadanos (su voto, sus cuotas, etc.) es también una lucha
por mantener o subvertir la distribución del poder sobre los poderes públicos (o si se
prefiere, por el monopolio del uso legítimo de los recursos políticos objetivados,
derecho, armamento, policía, finanzas públicas, etc.). Los agentes por excelencia de esta
lucha son los partidos, organizaciones de combate especialmente preparadas para llevar
adelante esta forma sublimizada de guerra civil, movilizando duraderamente por medio
de previsiones prescriptivas el número más grande posible de agentes dotados de la
misma visión del mundo social y de su porvenir. A fin de asegurar esta movilización
duradera, los partidos deben por un lado elaborar e imponer una representación del
mundo social capaz de obtener la adhesión del mayor número posible de ciudadanos, y
por otra parte conquistar puestos (de poder o no) capaces de asegurar un poder sobre sus
tributarios.
Así, la producción de ideas sobre el mundo social se encuentra siempre subordinada de
hecho a la lógica de la conquista del poder, que es aquella de la movilización del mayor
número. De allí sin duda el privilegio acordado, en la elaboración de la representación
legítima, al modo de producción eclesial, en el cual las propuestas (mociones,
plataformas, programas, etc.) son inmediatamente sometidas a la aprobación de un
grupo y no pueden pues ser impuestas más que por profesionales capaces de manipular
a la vez ideas y grupos, de producir las ideas capaces de producir a los grupos, al
manipular esas ideas de manera que les aseguren la adhesión de un grupo (por ejemplo
con la retórica del mitin electoral o con dominio del conjunto de las técnicas de la
palabra, de redacción, de manipulación de la asamblea, que permiten “hacer pasar” una
“moción”. Sin hablar del manejo de los procedimientos y de los procesos que, como el
juego contar los mandatos, permiten controlar directamente la producción misma del
grupo).
11
Sobre la lógica de la lucha por la imposición del principio de di-visión, véase P. Bourdieu: “L’identité
et la représentation”, Actes de la recherche en sciences sociales, 35, nov, 1980, pp. 63-72.
8
Cometeríamos un error si subestimáramos la autonomía y la eficacia específica de todo
eso que ocurre en el campo político, y si redujéramos la historia propiamente política a
una suerte de manifestación epifenomenal de fuerzas económicas y sociales de las que
los actores políticos serian de alguna manera marionetas. Además, eso sería ignorar la
eficacia propiamente simbólica de la representación, y de la creencia movilizadora que
ella suscita por la virtud de la objetivación; esto llevaría a olvidar el poder propiamente
político del gobierno que, si depende en algunos aspectos de fuerzas económicas y
sociales, puede ejercer una eficacia real sobre esas fuerza a través de la acción sobre los
instrumentos de administración de las cosas y las personas.
Se puede fundamentar la comparación de la vida política con un teatro sólo a condición
de pensar realmente la relación entre el partido y la clase, entre la lucha de las
organizaciones políticas y la lucha de clases, como una relación propiamente simbólica
entre un significante y un significado, o mejor, entre representantes que dan una
representación y agentes, acciones y situaciones representadas. La concordancia entre el
significante y el significado, entre el representante y el representado, resulta sin duda
menos de la búsqueda consiente del ajuste a la demanda de la clientela o de los
constreñimientos mecánicos ejercidos por presiones externas, que de la homología entre
la estructura del teatro político y la estructura del mundo representado, entre la lucha de
clases y la forma sublimada de esta lucha que se juega en el campo político 12. Es esta
homología la que hace que, persiguiendo la satisfacción de los intereses específicos que
les impone la competencia al interior del campo, los profesionales dan satisfacción por
añadidura a los intereses de sus mandantes, y que las luchas entre los representantes
pueda ser descripta como una mímesis política de la lucha de los grupos o de las clases
de las que resultaron ganadores; o inversamente que, en sus tomas de posición más
conformes al interés de sus mandantes, persiguen aún -sin necesidad de confesárselo- la
satisfacción de sus intereses propios, tal como se los asigna la estructura de posiciones y
oposiciones constitutivas del espacio interno del campo político.
La atención obligada a los intereses de los mandantes hace olvidar los intereses propios
de los mandatarios. Dicho de otro modo, la relación aparente entre los representantes y
los representados, concebida como causa determinante (“grupos de presión”, etc.) o
causa final (“causas” a defender, intereses a “servir”, etc.), oculta la relación de
competencia entre los representantes y, en el mismo movimiento, la relación de
orquestación (o de armonía preestablecida) entre los representantes y los representados.
Sin duda Max Weber tiene razón al recordar, con una sana brutalidad materialista, que
“se puede vivir ‘para’ la política y ‘de’ la política”13. Para ser del todo riguroso, habría
que decir más bien que se puede vivir de la política a condición de vivir para la política:
en efecto, es en la relación entre los profesionales que se define la especie particular de
interés por la política que determina a cada categoría de mandatario a consagrarse a la
política y, por lo tanto, a sus mandantes. Más precisamente, la relación que los
vendedores profesionales de servicios políticos (hombres políticos, periodistas políticos,
etc.) mantienen con sus clientes está siempre mediatizada, y más o menos
completamente determinada, por la relación que mantienen con sus competidores14.
12
Lo prueban las diferencias que las necesidades asociadas a la historia y a la lógica intrínseca a cada
campo político nacional hacen surgir entre las representaciones que las organizaciones “representativas”
de clases sociales ubicadas en posiciones equivalentes -como las clases obreras de los distintos países
europeos- ofrecen de los intereses de esas clases (y esto a pesar de todos los efectos homogenizantes
-como la “bolchevización” de los partidos comunistas-).
13
M. Weber, op. cit. II, p. 1052.
14
“Los oportunistas de todos los campos, que defienden los intereses bien establecidos de diversas
camarillas, intereses materiales en efecto, pero más todavía, intereses vinculados a la dominación política
de las masas, crean obstáculos a la unidad del proletariado” (A. Gramsci, Écrits politiques, T I, Paris,
9
Ellos sirven a los intereses de sus clientes en la media (y solamente en la medida) en
que se sirven también sirviéndolos, es decir tanto más exactamente en cuanto su
posición en la estructura del campo político coincida más exactamente con la posición
de sus mandantes en la estructura del campo social. (El rigor de la correspondencia
entre los dos espacios depende sin duda en gran parte de la intensidad de la
competencia, es decir, ante todo del número de partidos o tendencias, que comanda la
diversidad y de la renovación de los productos ofertados, forzando por ejemplo a
diferentes partidos a modificar sus programas para conquistar nuevas clientelas). En
consecuencia, los discursos políticos producidos por los profesionales están siempre
doblemente determinados, y afectados por una duplicidad para nada intencional puesto
que ella resulta de la dualidad de los campos de referencia y de la necesidad de servir a
la vez los fines esotéricos de las luchas internas y los fines exotéricos de las luchas
externas15.
Un sistema de diferencias
Así, es la estructura del campo político que, subjetivamente indisociable de la relación
directa -y siempre proclamada- con los mandantes, determina las tomas de posición por
intermedio de los constreñimientos y de los intereses asociados a una posición
determinada en ese campo. Concretamente, la producción de tomas de posición depende
del sistema de tomas de posición conjuntamente propuestas por el conjunto de partidos
antagónicos, es decir, de la problemática política como campo de posibilidades
estratégicas objetivamente ofertadas a la elección de los agentes bajo la forma de
posiciones efectivamente ocupadas y de tomas de posición efectivamente propuestas
dentro del campo. Los partidos, como las tendencias en el seno de los partidos, tienen
una existencia relacional y sería vano intentar definir aquello que son y que profesan
independiente de lo que son y que profesan sus competidores en el seno del mismo
campo16.
No existe manifestación más evidente de ese efecto de campo que esa suerte de cultura
esotérica, hecha de problemas completamente extraños o inaccesibles a la mayoría, de
conceptos y de discursos sin referente en la experiencia del ciudadano ordinario y sobre
todo quizás de pequeñas distinciones, de matices, de sutilezas, de finuras que pasan
inadvertidos a los ojos de los no iniciados y que no tienen otra razón de ser que las
relaciones de conflicto y competencia entre las diferentes organizaciones o entre las
“tendencias” o las “corrientes” de una misma organización. Podemos nuevamente citar
un testimonio de Gramsci: “Nosotros nos alejamos de la masa: entre nosotros y la masa
se forma una pantalla de equívocos, de malentendidos, de juego verbal complicado.
Terminaremos por aparecer como gente que quiere a todo precio conservar su lugar” 17.
En realidad, lo que hace que esta cultura propiamente política resulte inaccesible a la
Gallimard, 1974, p. 327).
15
La forma paradigmática de esta duplicidad estructural está sin duda representada por lo que la tradición
revolucionaria de la URSS denomina la “lengua de Esopo”, es decir, el leguaje secreto, codificado,
indirecto, al que los revolucionarios habían recurrido para escapar a la censura zarista y que reaparecería
en el partido bolchevique en ocasión del conflicto entre los partidarios de Stalin y los de Bujarin. Es decir,
cuando se trata de evitar, por “patriotismo de partido”, que los conflictos interiores al Politburó o al
Comité central se filtren hacia fuera del partido. Ese lenguaje enmascara, bajo una apariencia anodina,
una verdad oculta que “todo militante suficientemente cultivado” sabe descifrar y que puede ser objeto,
según sus destinatarios, de dos lecturas diferentes (cf. S. Cohen, Nicolas Boukharine, La vie d’un
bolchevick, Paris, Maspero, 1979, pp. 330 y 345).
16
De ahí el fracaso de todos aquellos que, como tantos historiadores de Alemania siguiendo a Rosemberg,
trataron de definir el “conservadurismo” de forma absoluta, sin ver que éste debía cambiar sin cesar de
contenido sustancial para mantener su valor racional.
17
A. Gramsci, op. cit. II, p. 225.
10
mayoría, es sin duda menos la complejidad del lenguaje por medio del cual se expresa
que la complejidad de las relaciones sociales constitutivas del campo político que allí se
expresan: esa creación artificial de luchas de Curia aparece menos como inteligible que
como desprovista de razón de ser a aquellos que, no formando parte del juego, “no le
encuentran el interés” y no pueden comprender que tal o cual distinción entre dos
palabras o dos formulaciones de un discurso en juego, programa, plataforma, moción o
resolución, hallan dado lugar a tales debates porque no adhieren al principio de
oposiciones que han sucitado los debates generadores de esas distinciones18.
El hecho de que todo campo político tienda a organizarse alrededor de la oposición
entre dos polos (que, como los partidos en el sistema americano, pueden ser ellos
mismos entendidos como verdaderos campos, organizados según divisiones análogas)
no debe hacer olvidar que las propiedades recurrentes de las doctrinas o de los grupos
situados en las posiciones polares, “partido del cambio” y “partido del orden”;
“progresistas” y “conservadores”; “izquierda” y “derecha”, son invariantes que no se
realizan más que en y por la relación a un campo determinado. Es así que las
propiedades de los partidos que constatan las topologías realistas, se comprenden
inmediatamente si se las relaciona con la fuerza relativa de los dos polos, la distancia
que los separa y que define las propiedades de sus ocupantes, partidos u hombres
políticos (y en particular su propensión a la divergencia hacia los extremos, o a la
convergencia hacia el centro) e, inseparablemente, la probabilidad de que sea ocupada la
posición central, intermedia, o un lugar neutro. El campo en su conjunto se define
como un sistema de diferencias de distintos niveles, y nada tiene sentido – ni en las
instituciones o los agentes, ni en los actos o los discursos que ellos producen- más que
relacionalmente, por el juego de oposiciones y distinciones. Es así, por ejemplo, que la
oposición entre la “derecha” y la “izquierda” puede mantenerse en una estructura
transformada al precio de un intercambio parcial de los roles entre aquellos que ocupan
esas posiciones en dos momentos diferentes (o en dos lugares diferentes): el
racionalismo, la fe en el progreso y la ciencia que, en el período de entreguerras, tanto
en Francia como en Alemania, eran de hecho de la izquierda mientras que la derecha
nacionalista y conservadora los sacrificaba al irracionalismo y al culto de la naturaleza;
se convirtieron hoy, en ambos países, en el corazón del nuevo credo conservador
fundado sobre la confianza en el progreso, la técnica y la tecnocracia, mientras que la
izquierda se vuelve sobre temas ideológicos o prácticas que pertenecían al polo opuesto,
como el culto (ecológico) de la naturaleza, el regionalismo y cierto nacionalismo, la
denuncia del mito del progreso absoluto, la defensa de la “persona”, y todo el barniz
irracionalista.
La misma estructura diádica o triádica que organiza el campo en su conjunto puede
reproducirse en cada uno de sus puntos, es decir en el seno del partido o del grupúsculo,
según la misma lógica doble, a la vez interna y externa, que pone en relación los
intereses específicos de los profesionales y los intereses reales o supuestos de sus
mandantes, reales o supuestos. Es sin duda en el seno de los partidos en los cuales sus
mandantes están más despojados y más dirigidos, y por esto más entregados al partido,
que la lógica de las oposiciones internas puede manifestarse más claramente. De manera
que, nada da cuenta mejor de las tomas de posición que una topología de las posiciones
a partir de las cuales ellas se enuncian: “En lo que concierne a Rusia, siempre supe que
en la topografía de las fracciones y las tendencias, Radek, Trotski y Boujarin tenían una
posición de izquierda; Zinoviev, Kamenev y Stalin una posición de derecha, mientras
18
Entre los factores de este efecto de cierre y de la forma muy particular de esoterismo que engendra, hay
que contar la tendencia, a menudo observada, de los permanentes de los aparatos políticos a no
frecuentara más que otros permanentes.
11
que Lenin se encontraba en el centro y hacía la función de árbitro del conjunto de la
situación, dicho en el lenguaje político común. El núcleo que se denomina leninista
sostiene, lo sabemos bien, que esas posiciones “topográficas” son absolutamente
ilusorias y falaces”19. Todo pasa en efecto como si la distribución de posiciones en el
campo implicara una distribución de roles; como si cada uno de los protagonistas fuera
llevado o enviado a sus tomas de posición tanto por la competencia con los ocupantes
de las posiciones más alejadas y también más próximas, que amenazan de maneras muy
diferentes su existencia, como por la contradicción lógica entre las tomas de posición20.
Así, ciertas oposiciones recurrentes, como aquella que se establece entre la tradición
libertaria y la tradición autoritaria, no son más que la trascripción en el plano de las
luchas ideológicas de la contradicción fundamental del movimiento revolucionario,
obligado a recurrir a la disciplina y a la autoridad, incluso a la violencia, para combatir
la autoridad y la violencia. Contestación herética de la iglesia herética, revolución
contra el “poder revolucionario establecido”, la crítica “izquierdista” en su forma
“espontaneísta” se esfuerza por explotar contra aquellos que dominan el partido la
contradicción entre las estrategias “autoritarias” al interior del partido y las estrategias
“anti-autoritarias” del partido en el seno del campo político en su conjunto. Podemos
encontrar incluso en el movimiento anarquista que reprocha el autoritarismo del
marxismo21 una oposición de la misma forma, entre el pensamiento “plataformista” que,
preocupado por sentar los fundamentos de una organización anarquista poderosa, relega
a un segundo plano la reivindicación de la libertad ilimitada de los individuos y los
pequeños grupos, y el pensamiento “sintético” que intenta dejar plena independencia a
los individuos22.
Pero, aún allí, los conflictos internos se superponen con los conflictos externos. Así, es
en la medida (y sólo en la medida) en que cada tendencia está predispuesta a dirigirse a
la fracción correspondiente de su clientela, en favor de la homología entre las posiciones
ocupadas por los líderes en el campo político y las posiciones ocupadas en el campo de
las clases populares por sus mandantes reales o supuestos, que las divisiones y las
contradicciones reales de la clase obrera pueden encontrar su correspondencia en las
contradicciones y las divisiones de los partidos obreros: los intereses del sub-
proletariado desorganizado no tienen chance alguna de acceder a la representación
política (sobretodo aquellos constituidos por extranjeros, desprovistos del derecho a
voto, o etnias estigmatizadas) a menos que devengan un arma y una apuesta en la lucha
que, en ciertos estados del campo político opone el esponteneismo o, en el límite, el
voluntarismo ultra revolucionario, siempre llevados a privilegiar las fracciones menos
organizadas del proletariado cuya acción espontánea precede o desborda la
organización, y el centralismo (calificado por sus adversarios como “burocrático-
19
A. Gramsci, op. cit. II, p. 258. El subrayado es mío.
20
Ignorando lo que los conceptos deben a la historia se suspende la única posibilidad real de liberar la
historia. Armas de análisis y también de anatema, instrumentos de conocimiento pero también
instrumentos de poder, todos estos conceptos en “ismo” que la tradición marxista eterniza al tratarlos
como puras construcciones conceptuales, libres de todo contexto y desvinculados de toda función
estratégica- están “frecuentemente ligados a las circunstancias, forzados en generalizaciones prematuras,
marcados por ásperas polémicas” y engendrados “en la divergencia, en las confrontaciones violentas entre
los representantes de diversas corrientes” (G. Haupt, “Les marxistes face à la question nationale: l’histoire
du problème”, En, G. Haupt, M. Lowy y C. Weill: Les marxistes et la question nationale, 1848-1914,
Paris, Maspero, 1974, p. 11).
21
Se sabe que Bakunin, que impuso la sumisión absoluta a los órganos dirigentes en los movimientos que
él constituyó (por ejemplo la Fraternidad Nacional) y que fue profundamente partidario de la idea
“blanquista” de las “minorias activas”, fue llevado en su polémica contra Marx a denunciar el
autoritarismo, a exaltar el espontaneidad de las masas y la autonomía de las federaciones.
22
J. Maitron, Le mouvement anarchiste en France, Paris, Maspero, 1975, T II, pp. 82-83.
12
mecanicista”) para quienes la organización, es decir el partido, precede y condiciona la
clase y la lucha23.
13
de institución sobre todos los fieles, justos o injustos, y someter a los pecadores sin
distinción a la disciplina del mando divino, el partido se da por fin ganar para su causa
el mayor número posible de refractarios (es el caso cuando el Partido Comunista se
dirige, en período electoral, a “todos los republicanos de progreso”); y no vacila, para
agrandar su base y atraer la clientela de los partidos competidores, en transgredir la
“pureza” de su línea, y en jugar más o menos conscientemente con las ambigüedades de
su programa. Se sigue que, entre las luchas que tienen lugar en los partidos, una de las
más constantes se establece entre los que denuncian los compromisos necesarios para
incrementar la fuerza del partido (y por tanto de aquellos que lo dominan) en detrimento
de su originalidad, al precio de abandonar las tomas de posición distintivas, originales
y originarias, y claman por un retorno a las fuentes, por una restauración de la pureza
original; y por otro lado, los que se inclinan a buscar el reforzamiento del partido, es
decir, la ampliación de la clientela, aunque sea al precio de transacciones y concesiones
o aún de una renuncia metódica de todo aquello que las tomas de posición originales
del partido puedan tener de demasiado “exclusivo”. Los primeros acercan el partido
hacia la lógica del campo intelectual que, empujando hasta el límite, puede desposeerlo
de toda fuerza temporal; los segundos van hacia una logia de la Realpolitik que es la
condición del acceso a la realidad política24.
El campo político es así el lugar de una competencia por el poder que se realiza por la
intermediación de una competencia por los profanos o, mejor, por el monopolio del
derecho a hablar y actuar en nombre de una parte o de la totalidad de los profanos. El
portavoz se apropia no solamente de la palabra del grupo de los profanos, es decir, la
mayor parte del tiempo de su silencio, sino también de la fuerza misma de este grupo,
que él mismo contribuye a producir al atribuirle una palabra reconocida como legítima
en el campo político. La fuerza de las ideas que propone no se miden, como en el
terreno de la ciencia, por su valor de verdad (aún si ellas deben una parte de su fuerza a
la capacidad de convencer que detenta la verdad), sino a la fuerza de movilización que
ellas encierran, es decir, a la fuerza del grupo que las reconoce, sea por el silencio o la
ausencia de desmentida, y que el portavoz puede manifestar recogiendo sus voces o
reuniéndolos en el espacio. Esto es lo que hace que el campo de la política –donde se
buscaría en vano una instancia capaz de legitimar las instancias de legitimación y otro
fundamento de la competencia que el interés de clase bien comprendido- oscile siempre
entre dos criterios de validación, la ciencia y el plebiscito25.
En política “decir es hacer”, es decir, hacer creer que se puede hacer eso que se dice, y
en particular hacer conocer y reconocer los principios de di-visión del mundo social, las
llamadas al orden producen su propia verificación al producir grupos, y por lo tanto, un
orden social. La palabra política –es esto lo que la define propiamente-compromete
totalmente a su autor porque ella constituye un compromiso a hacer que es
verdaderamente político sólo si hace a un agente o a un grupo de agentes responsables
políticamente, es decir, en la medida en que compromete a un grupo y a un grupo capaz
de actuar: es en esa condición solamente que la palabra equivale a un acto. La verdad de
la promesa o del pronóstico depende de la veracidad, pero también de la autoridad de
aquel que la pronuncia –es decir, de su capacidad de hacer creer en su veracidad y en su
autoridad. Cuando se admite que el futuro que está en discusión depende de la voluntad
24
Las estrategias de voto están así enfrenadas a la alternativa de la representación adecuada pero
desprovista de fuerza y la representación imperfecta pero, por eso mismo, poderosa: es decir que la lógica
misma que identifica aislamiento e impotencia, obliga a elecciones de compromiso y confiere una ventaja
decisiva a las tomas de posición ya confirmadas en relación a las opiniones originales.
25
No es por azar que el sondeo de opinió manifiesta la contradicción entre dos principios de legitimidad
antagónicos, la ciencia tecnocratita y la voluntad democrática, alternando las preguntas que invitan al
juicio del experto o la entrega del militante.
14
y de la acción colectiva, las ideas-fuerza del portavoz capaz de suscitar esa acción son
irremplazables puesto que ellas tienen el poder de hacer que el futuro que anuncia
devenga verdadero. (Es sin duda esto lo que hace que, para toda la tradición
revolucionaria, la cuestión de la verdad sea indisociable de la cuestión de la libertad o
de la necesidad histórica: si admitimos que el futuro, es decir la verdad política,
depende de la acción de los responsables políticos y de las masas –aunque todavía falta
precisar en que grado-, Rosa Luxemburgo tuvo razón contra Kautsky que contribuyó a
hacer ocurrir aquello que era probable y que él anunciaba, al no hacer lo que había que
hacer según Rosa Luxemburgo; en el caso contrario, Rosa Luxemburgo se equivocó en
no prever el futuro más probable).
Lo que sería un “discurso irresponsable” en boca de algunos es una previsión razonable
en boca de otros. Las declaraciones políticas, programas, promesas, previsiones o
pronósticos (“nosotros ganaremos las elecciones”) no son jamás verificables o falsables
lógicamente; son sólo verdaderas en la medida en que aquel que las enuncia (por su
propia cuenta o en nombre de un grupo) sea capaz de volverlas históricamente
verdaderas, haciendo que ocurran en la historia: eso depende inseparablemente de su
actitud para predecir de manera realista las posibilidades de éxito de la acción destinada
a hacerlas pasar al acto, y de su capacidad de movilizar las fuerzas necesarias para
alcanzarlas, consiguiendo inspirar la confianza en su propia verdad y, por lo tanto, en
sus posibilidades de éxito. Para decirlo de otro modo, la palabra del portavoz, debe una
parte de su "fuerza ilocucionaria" a la fuerza (y particularmente al número) del grupo
que contribuye a producir como tal por el acto de simbolización, de representación; ella
encuentra su fundamento en el golpe de fuerza por medio del cual el locutor inviste su
enunciado de toda la fuerza que su enunciado contribuye a producir al movilizar el
grupo al que se dirige. Esto se observa bien en la lógica tan típicamente política de la
promesa, o mejor, de la predicción: verdadera profecía auto-cumplida (self-fulfilling
prophecy), la palabra por la cual el portavoz se atribuye una voluntad, un proyecto, una
esperanza o, simplemente el porvenir de un grupo, hace eso que dice, por eso los
destinatarios se reconocen en ella, le confieren la fuerza simbólica y también material
(bajo al forma de votos, pero también de subvenciones, cotizaciones, de fuerza de
trabajo o de combate, etc.) que le permite realizarse. Porque es suficiente que las ideas
sean profesadas por los responsables políticos para devenir ideas-fuerza capaces de
imponerse a la creencia o, incluso, llamadas al orden capaces de movilizar o de
desmovilizar, que los errores son faltas o, en el lenguaje indígena, “traiciones”26.
Crédito y creencia
El capital político es una forma de capital simbólico, crédito fundado en la creencia y el
reconocimiento o, más precisamente, sobre innumerables operaciones de crédito por las
cuales los agentes confieren a una persona (o a un objeto) los poderes mismos que les
reconocen. Es la ambigüedad de la fides analizada por Benveniste27: potencia objetiva
que puede ser objetivada en las cosas (y en particular en todo lo que hace al simbolismo
26
La violencia de la polémica política, y el recurso constante a la puesta en cuestión ética, que se arma
muy frecuentemente de argumentos ad hominem, se explica también por el hecho de que las ideas-fuerza
deben una parte de su crédito al crédito de la persona que las profesa y que no se trata solamente de
refutarlas por una argumentación puramente lógica y científica, sino de desacreditarlas desacreditando a
su autor. Por la licencia que otorga de combatir a los adversarios en sus ideas pero también en su persona,
la lógica del campo político proporciona un terreno altamente favorable al resentimiento: esta lógica
ofrece a los primeros en llegar un medio de alcanzar, a menudo bajo una forma rudimentaria de
sociología del conocimiento, teorías o ideas que no se pueden someter a la crítica científica.
27
E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indoeuropéennes, TI, Paris, Ed. de Minuit, 1969, pp.
115-121.
15
del poder: tronos, cetros y coronas), ella es el producto de actos subjetivos de
reconocimiento y, en tanto que crédito y credibilidad, existe solamente en y por la
representación, en y por la confianza, la creencia, la obediencia. El poder simbólico es
un poder que quien obedece otorga a quien lo ejerce, un crédito, una fides, una
auctoritas, que quien acredita otorga bajo confianza. Es un poder que existe porque
quien obedece cree que existe. Credere, dice Benveniste, “es literalmente colocar el
kred, es decir la potencia mágica, en un ser cuya protección se espera, y por lo tanto se
cree en él”28. El kred, el crédito, el carisma, eso que no sabe por qué lo tiene el que lo
tiene, es el producto del credo, de la creencia, de la obediencia que, sin embargo, parece
producir el credo, la creencia, la obediencia.
Como el héroe divino o humano que, según Benveniste “necesita que se crea en él, que
se le confíe el kred, a cambio de esparcir los beneficios por los que se lo ha apoyado” 29,
el hombre político obtiene su fuerza política de la confianza que un grupo deposita en
él. Obtiene su potencia propiamente mágica del grupo de la fe en la representación que
otorga al grupo, y que es una representación del grupo en sí mismo y de su relación con
los otros grupos. Mandatario unido a sus mandantes por una suerte de contrato racional
(el programa), es también héroe unido por una relación mágica de identificación a
aquellos que, como dijimos, “colocan en él todas sus esperanzas”. Y es porque su
capital especifico es un puro valor fiduciario que depende de la representación, de la
opinión, de la creencia, de la fides, que el hombre político, como el hombre de honor, es
especialmente vulnerable a las sospechas, a las calumnias, al escándalo, a todo lo que
amenaza la creencia, la confianza, a que aparezcan un gran día los actos y los propósitos
ocultos, secretos, del presente o del pasado, que pueden desmentir los actos y los
propósitos presentes y desacreditar a su autor (y eso tanto más completamente, lo
veremos, cuando su capital deba menos a la delegación) 30. Ese capital sumamente
inestable no puede ser conservado más que al precio de un trabajo constante, necesario
para acumular el crédito y para evitar el descrédito: por eso todas las prudencias, todos
los silencios y las disimulaciones que se imponen a los personajes públicos sin cesar
colocados ante el tribunal de la opinión, la preocupación constante de no decir o hacer
nada que pueda ser recordado por la memoria de los adversarios. Principio despiadado
de irreversibilidad, no revelar nada que pueda contradecir las profesiones de fe
presentes o pasadas, o desmentir la constancia a lo largo del tiempo. Y la atención
especial que los hombres políticos deben acordar a todo aquello que contribuye a
producir la representación de su sinceridad o su desinterés, se explica si pensamos que
esas disposiciones aparecen como la garantía última de la representación del mundo
social que ellos se esfuerzan por imponer, de los “ideales” y las “ideas” que ellos tienen
por misión de hacer aceptar31.
28
Ibíd.
29
E. Benveniste, op. cit., pp. 177.
30
La prudencia extrema que define al político y que se mide en particular en el alto grado de
eufemización de su discurso se explica sin duda por la vulnerabilidad extrema del capital político que
hace del oficio del hombre político una profesión de alto riesgo, sobretodo en los periodos de crisis
donde, como se vio para de Gaulle y Pétain, pequeñas diferencias en las disposiciones y los valores
comprometidos pueden ser un principio de elección totalmente exclusivo (de modo que lo propio de las
situaciones extraordinarias es destruir la posibilidad de compromisos, ambigüedades, dobles juegos,
apariencias múltiples, etc. que autorizan el recurso ordinario a criterios de clasificación múltiples y
parcialmente integrados, al imponerles un sistema de clasificación organizado alrededor de un único
criterio).
31
Eso es lo que hace que el hombre político esté unido en parte con el periodista, detentador de un poder
sobre los instrumentos de gran difusión que le otorga un poder sobre toda especie de capital simbólico (el
poder de “hacer o deshacer las reputaciones” del cual el caso Watergate ha dado cuenta). Capaz, al menos
en ciertas coyunturas políticas de controlar el acceso de un hombre político o de un movimiento al estatus
16
Las especies de capital político
“Banqueros de hombres en régimen de monopolio”32, como dijo Gramsci a propósito de
los funcionarios sindicales, el hombre político debe su autoridad específica en el campo
político -eso que en la lengua indígena se denomina “peso político”- a la fuerza de
movilización que posee, sea a titulo personal, sea por delegación, en tanto mandatario
de una organización (partido, sindicato), que detenta un capital político acumulado en el
curso de las luchas anteriores, y en primer lugar bajo la forma de puestos -en el aparato,
o fuera del aparato- y de militantes ligados a esos puestos33. El capital personal de
“notoriedad” y de “popularidad” fundado en el hecho de ser conocido y reconocido en
su persona (de tener un “nombre”, un “renombre”, etc.) y también sobre la posesión de
cierto número de calificaciones específicas que son la condición de adquisición y
conservación de una “buena reputación”, es con frecuencia el producto de la
reconversión de un capital de notoriedad acumulado en otros terrenos, y en particular en
profesiones que, como las liberales, aseguran tiempo libre, y suponen un cierto capital
cultural y, en el caso de los abogados, un manejo profesional de la elocuencia. Mientras
que éste capital personal de notable es el producto de una acumulación lenta y continua
que lleva en general toda una vida, el capital personal que podemos llamar heroico o
profético, y en el que piensa Max Weber cuando habla de “carisma”, es el producto de
una acción inaugural, realizada en situación de crisis, en el vacío y el silencio dejados
por las instituciones y los aparatos: acción profética de dotadora de sentido, que se
funda y se legitima ella misma, retrospectivamente, por la confirmación que su propio
éxito confiere al lenguaje de crisis y a la acumulación inicial de fuerza de movilización
que realizó34.
En oposición al capital personal que desaparece con la persona de su portador (aunque
bien puede traer luchas de herencia), el capital delegado de autoridad política es, como
el del sacerdote, del profesor, y más generalmente del funcionario, el producto de una
transferencia limitada y provisoria (aunque renovable, a veces para toda la vida) de un
de fuerza política que cuenta, el periodista está consagrado, como el crítico, al rol de hacer valer, sin
poder hacer para sí mismo eso que hace para los otros (y las tentativas que puede hacer para movilizar en
favor de su persona o de su obra a las autoridades intelectuales o políticas que deben algo a su acción de
hacer valer están condenadas de antemano). El también está unido a aquellos que contribuyó a hacer (en
proporción a su valor en tanto que capaz de hacer-valer) por una relación de profunda ambivalencia que
lo lleva a balancearse entre la sumisión admirativa o servil y el resentimiento pérfido, pronto a expresarse
en el primer paso en falso del ídolo que él contribuyó a producir.
32
“Esos jefes han devenido banqueros de hombres en régimen de monopolio y la menor alusión a una
competencia los vuelve locos de terror y desesperación” (A. Gramsci, op. cit. TII p.85). “Por muchos
aspectos, los jefes sindicales representan un tipo social semejante al banquero: un banquero experto, que
tiene buen ojo para los negocios, que sabe prever con una cierta exactitud el curso de las bolsas y de los
contratos, da crédito a su casa, atrae a los ahorristas; un jefe sindical que en pleno enfrentamiento de
fuerzas sociales en lucha sabe prever los resultados posibles, atrae las masas a su organización y deviene
un banquero de hombres” (op. cit. p. 181).
33
La oposición entre las dos especies de capital político está en el principio de una de las diferencias
fundamentales entre los elegidos del PC y los del PS: “Mientras que la gran mayoría de alcaldes
socialistas evoquen su ‘notoriedad’, sea ésta fundada en el prestigio familiar, la competencia profesional,
o los servicios rendidos a título de una actividad cualquiera; los dos tercios de los comunistas se estiman a
sí mismos primero y ante todo como delegados de su partido” (D. Lacorne, Les notables rouges, Paris,
Presses de la fondation nationale des sciences politiques, 1980, p. 67).
34
Pensaremos sin duda en la aventura gaullista. Pero también encontraríamos el equivalente en una región
completamente opuesta del espacio social y político. Es así que Denis Lacorne observa que los elegidos
comunistas que gozan de una notoriedad personal deben casi siempre su estatus de “personalidad local” a
un “acto de naturaleza heroica” realizado durante la segunda guerra mundial (D. Lacorne, op. cit. p. 69).
17
capital detentado y controlado por la institución y por ella únicamente35: es el partido el
que, a través de la acción de sus cuadros y sus militantes, ha acumulado a lo largo de la
historia un capital simbólico de reconocimiento y de fidelidad, y que se ha dotado para
y por la lucha política de una organización permanente de permanentes capaces de
movilizar a los militantes, los adherentes y los simpatizantes, y de organizar el trabajo
de propaganda necesario para obtener los votos y, de ese modo, los puestos que
permiten mantener y sujetar de forma duradera a los permanentes. Este aparato de
movilización, que distingue al partido y al sindicato tanto del grupo aristocrático como
del grupo intelectual, reposa a la vez sobre estructuras objetivas como la burocracia de
la organización propiamente dicha, los puestos que ofrece, con todos los beneficios
correlativos, en ella misma o en la administración pública, las tradiciones de
reclutamiento, de formación y de selección que la caracterizan, etc.; y sobre las
disposiciones que tienen que ver con la fidelidad al partido o los principios incorporados
de di-visión del mundo social que los dirigentes, los permanentes o los militantes ponen
en obra en su práctica cotidiana y en su acción propiamente política.
La adquisición de un capital delegado obedece a una lógica muy particular: la
investidura, acto propiamente mágico de institución por el cual el partido consagra
oficialmente el candidato oficial a una elección y que marca la trasmisión de un capital
político, como la investidura medieval solemnizaba la “tradición” de un feudo o de un
bien inmueble, y no puede ser más que la contrapartida de una larga inversión de
tiempo, de trabajo, de sacrificio y devoción a la institución. No es por casualidad que
las iglesias, al igual que los partidos, colocan tan a menudo sobre sus cabezas los
oblatos36. La ley que rige los intercambios entre los agentes y las instituciones puede ser
enunciada de esta forma: la institución entrega todo, comenzando por el poder sobre la
institución, a aquellos que han entregado todo a la institución, pero porque no son nada
fuera de la institución y sin la institución, y no pueden renegar de la institución sin
negarse pura y simplemente, privándose de todo lo que son por y para la institución a la
cual deben todo37. Cierto, la institución invierte en aquellos que invirtieron en la
institución: la inversión consiste no solamente en servicios prestados, por lo general más
aun aquellos raros y preciados que son los más costosos psicológicamente (como todas
las “pruebas” iniciáticas), o aún la obediencia a las consignas o en la conformidad con
las exigencias de la institución, sino también en inversiones psicológicas, que hacen que
la exclusión, como retirada del capital de autoridad de la institución, tome tan
frecuentemente la forma de una quiebra, de una bancarrota a la vez social y psicológica
(tanto más cuando, como en la excomunión y la exclusión del sacrificio divino, ésta se
acompaña de un “cruel boicot social” “bajo la forma del rechazo a tener relaciones con
35
Dicho esto, la misión política se distingue, aún en éste caso, de una simple función burocrática en
medida en que supone siempre, como lo hemos visto, una misión personal que compromete la totalidad
de la persona.
36
No es el único rasgo que sugiere que el movimiento obrero cumplió para la clase obrera una función
homóloga a aquella que cumplió la iglesia para los campesinos y para ciertas fracciones de la pequeña
burguesía.
37
Podemos citar aquí a Michels: “Los conservadores más tenaces de un partido son aquellos que más
dependen de él” (R. Michels, op. cit. p.101). Y más lejos: “Un partido que dispone de una caja bien llena
puede no sólo renunciar al apoyo material de sus miembros con más fortuna y eliminar así su
preponderancia en las cuestiones internas, sino también darse un cuerpo de funcionarios fieles y devotos,
ya que obtienen del partido sus únicos medios de existencia (R. Michels, op. cit. p. 105). O Gramsci:
“Hoy en día, los representantes de los intereses constituidos, es decir los representantes de cooperativas,
de oficinas de colocación, de viviendas obreras, de municipalidades, de cajas de previsión, aunque están
en minoría dentro del partido, tienen ventaja sobre los tribunos, lo periodistas, lo profesores y los
abogados que persiguen inaccesibles y vanos planes ideológicos” ( A. Gramsci, op. cit. II p. 193).
18
los excluidos”)38. Aquel que es investido de un capital de función equivalente a la
“gracia institucional” o el “carisma de la función” del sacerdote, puede no poseer
ninguna otra “calificación” que aquella que le concede la institución por el acto de
investidura. Y es todavía la institución la que controla el acceso a la notoriedad
personal al controlar por ejemplo el acceso a las posiciones más renombradas (aquellas
como la secretaria general o el lugar de portavoz) o a los lugares de publicidad (como
hoy en día la televisión o las conferencias de prensa); aunque el poseedor de un capital
delegado pueda siempre obtener capital personal por un estrategia sutil consistente en
tomar con relación a la institución un máximo de distancia compatible con el
mantenimiento de la pertenencia y la conservación de las ventajas correlativas. De eso
se sigue que el elegido del aparato depende por lo menos tanto del aparato como de sus
electores –que le debe al aparato y que pierde en caso de ruptura con el aparato-. Se
sigue también, que a medida que la política se “profesionaliza” y los partidos se
“burocratizan”, la lucha por el poder político de movilización tiende cada vez más a
devenir una competición en dos grados: la que resulta de la competencia por el poder
sobre el aparato que se lleva a cabo, en el seno del aparato, entre solamente los
profesionales, de la que depende la elección de aquellos que podrán entrar en la lucha
por la conquista de los simples laicos. Esto equivale a decir que la lucha por el
monopolio de la elaboración y la difusión de los principios de di-visión del mundo
social está cada vez más estrechamente reservada a los profesionales y a las grandes
unidades de producción y de difusión, excluyendo de hecho a los pequeños productores
independientes (comenzando por los “intelectuales libres”).
19
ruptura de la unión y la derrota de 1978, y hacer un silencio total sobre su
política actual.
Hablar de un acuerdo inmediato sin decir una palabra sobre el abandono del
Partido Socialista de la defensa y de las reivindicaciones de los trabajadores,
de sus justificaciones de la austeridad y de los cierres de empresas en nombre
de la crisis del petróleo y de Europa, de su aprobación del ensanchamiento del
Mercado Común, de sus llamados a reforzar la alianza atlántica bajo la tutela
americana, de su apoyo a una aceleración de la carrera armamentista nuclear,
es simplemente querer poner a los trabajadores al dominio de una política de
gestión de la crisis en beneficio del capital.
Hablar de “unión en las luchas” sin observar que François Mitterrand condena
las luchas, declarándolas obsoletas y dañinas, y que los responsables
socialitas -incluyendo a aquellos que dirigen ciertas centrales sindicales-
hicieron todo por frenarlas, es cubrir de bellas palabras el llamado a una
combinación electoralista sin contenido y sin principio (…).
20
Le monde, 20 déc. 1980, p.10.
21
proceso de institucionalización y que se incrementa el aparato de movilización, el peso
de los imperativos ligados a la reproducción del aparato y de puestos que ofrece, y que
ligan a sus ocupantes con todo tipo de intereses materiales o simbólicos, no dejan de
crecer tanto en la realidad como en los cerebros en relación a aquellos imperativos que
impondrían la realización de los fines proclamados por el aparato: y se comprende que
los partidos puedan ser así llevados a sacrificar su programa por mantenerse en el poder
o simplemente para seguir existiendo.
“Cuando me dicen: ‘no los comprendemos, entre ustedes los comunistas no hay tendencias: no hay
comunistas de derecha, no hay comunistas de izquierda, no hay comunistas de centro, ¡entonces no existe
la libertad!’ yo respondo: ‘¿A qué llama usted un comunistas de derecha, a qué llama usted un comunista
de izquierda, a qué llama usted un comunista de centro? Para mí se es comunista o no se es, y en la
organización cuando se discute, cada uno da su punto de vista sobre el orden del día, y cuando es
importante se vota. Es la mayoría la que decide.’ ¿Que es eso que usted llama democracia? ¡Para mí la
democracia es 50 votos más uno, es comprensible! Es la mayoría la que decide. Si usted viene al partido
comunista para combatir las directivas que fueron libremente discutidas y debatidas en una sesión de
congreso, para hacer predominar su punto de vista reformista sin reformas, porque eso corresponde
naturalmente a su estado de espíritu (si usted tiene el trasero sensible, usted necesitará una silla rellena
para no irritarse) entonces usted estará en su silla y dirá: ‘Ah! No estoy de acuerdo con la dirección del
partido, yo soy un comunista de derecha, yo soy... del centro’. Si usted es un electoralista, yo le digo
enseguida, vaya a otro lugar, aquí no lo necesitamos, porque usted tiene posiblemente un gran cerebro,
quizás usted es muy inteligente, pero usted tiene muy mala argumentación y usted tiene sobre todo una
muy mala documentación. Entonces a pesar de toda esa inteligencia y de toda su palabrería, puede que los
obreros que están en su sección jamás lo designen para llevar la bandera de la organización. Prefieren
naturalmente a un obrero que ha pasado sus pruebas, y prefieren a un comunista, mismo si es un
intelectual, porque los hay buenos y los hay malos...como en la clase obrera también hay buenos y malos,
¡esto es seguro!”.
(Ayudante de herrero, minero, luego obrero eslabonador, nacido en 1892 en Saint-Amand-les- Eaux, fue
secretario de la sección de Saint Nazaire del PCF en 1928, responsable de CGTU de la región de Saint
Nazaire)
Autobiografias de militantes CGTU-CGT, presentadas por Jean Peneff, Les cahiers du LERSCO, 1,
19179, pp. 28-29.
Campos y aparatos
Si no hay empresa política que, por monolítica que parezca, no sea el lugar de
enfrentamientos entre tendencias e intereses divergentes42, los partidos están tanto más
consagrados a funcionar según la lógica del aparto, capaz de responder
instantáneamente a las exigencias estratégicas inscritas en la lógica del campo político,
cuando sus mandantes están más disminuidos culturalmente y más ligados a los valores
de fidelidad, por ende más inclinados a la delegación incondicional y duradera. Cuando
las empresas políticas son más antiguas y más ricas en capital político objetivado, están
elecciones municipales. Se vuelve sobre lo concreto. Defiende su terreno sin habladurías teóricas, de
forma áspera, dura, hasta el fin buscado” (P. Guidoni, Histoire du nouveau Parti socialiste, Paris, Tema-
Action, 1973, p. 120)
42
Esto es lo que se observa en el caso en apariencia más desfavorable, aquel del partido bolchevique:
“Detrás de la fachada de una unidad política y organizacional proclamada, conocida bajo el nombre de
‘centralismo democrático’, no había en 1917, ni incluso en años posteriores, una filosofía ni una ideología
política bolchevique uniforme. A la inversa, el partido ofrecía una considerable variedad de puntos de
vista: las diferencia iban desde cuestiones de palabras hasta conflictos sobre las opciones fundamentales”
(S. Cohen, op. cit. 1979, p. 19).
22
más fuertemente determinadas en sus estrategias, por la preocupación de “defender lo
adquirido”. Cuando estas empresas están más expresamente acondicionadas con vistas a
la lucha, por lo tanto organizadas según el modelo militar del aparato de movilización,
sus cuadros y sus permanentes están generalmente más desprovistos de capital
económico y cultural, por lo tanto más totalmente dependientes de la consideración del
partido.
La combinación de la fidelidad ínter e intrageneracional que les asegura una clientela
relativamente estable, despojando a la sanción electoral de una gran parte de su eficacia,
y de la fides implicita, que pone a los dirigentes al abrigo del control de los profanos, es
lo que hace que, paradójicamente, no haya empresas políticas que sean más
independientes de los constreñimientos y los controles de la demanda, y más libres de
obedecer a la sola lógica de la competencia entre los profesionales (a veces al precio de
los giros más súbitos y paradojales)43. Esto tanto más, cuando tienden a aceptar el
dogma bolchevique según el cual el hecho de hacer intervenir a los profanos en las
luchas internas del partido, de convocarlos, o simplemente de dejar que se filtren hacia
fuera los desacuerdos internos, tiene algo de ilegítimo.
De la misma forma, los permanentes no dependen jamás tanto del partido como cuando
su profesión no les permite participar de la vida política más que al precio de un
sacrificio de tiempo y dinero: no pueden entonces esperar más que del partido el tiempo
libre que los notables deben a sus ingresos o a la manera en que los adquieren, es decir,
sin trabajar o por un trabajo intermitente44. Y su dependencia es tanto más total cuando
el capital económico y cultural que poseían antes de su entrada al partido era más
reducido. Se comprende que los permanentes descendientes de la clase obrera tengan el
sentimiento de deberle todo al partido, no solamente por su posición, que los liberó de
las servidumbres de su antigua condición, sino también su cultura, en fin, todo lo que
hace su ser presente: “Es que, el que vive la vida de un partido como el nuestro no hace
más que elevarse. Yo comencé con el bagaje de un primario y el partido me obligó a
educarme. Hay que trabajar, hay que estudiar, hay que leer, hay que bañarse… es una
43
Si se sabe el lugar que el sistema de valores populares acuerda a virtudes como la integridad (“ser
entero”, “todo de una pieza”, etc.), la fidelidad a la palabra empeñada, la lealtad para con los suyos, la
constancia de sí mismo (“yo soy así”, “no me cambiaran”, etc.), disposiciones que, en otros universos
aparecen como una forma de rigidez, incluso de estupidez, se comprende que el efecto de la fidelidad a
las opciones originarias, que tienden a hacer de la pertenencia política una propiedad casi hereditaria y
capaz de sobrevivir a los cambios de condición intra o intergeneracional, ejerza una fuerza particular en el
caso de las clases populares y beneficie particularmente a los partidos de izquierda.
44
Aunque presente rasgos variantes, la oposición entre los permanentes y los simples adherentes (o, con
más razón, con los votantes ocasionales), adquiere sentidos muy diferentes según los partidos. Esto, por
intermedio de la distribución del capital y sobre todo quizá del tiempo libre entre las clases. (Se sabe, en
efecto, que la democracia directa no resiste a la diferenciación económica y social, ya que, por medio de
la distribución desigual del tiempo libre que resulta de dicha diferenciación, se introduce la concentración
de cargos administrativos en provecho de aquellos que disponen del tiempo necesario para cumplir las
funciones gratuitamente o a cambio de una pequeña remuneración). Éste principio simple podría también
contribuir a explicar la participación diferencial de las distintas profesiones en (o includo de diferentes
estatus dentro de una misma profesión) en la vida política o sindical, y más generalmente, en todas las
responsabilidades semi-políticas: Max Weber remarca así que los directores de grandes institutos de
medicina y de ciencias de la naturaleza son poco tendientes y poco aptos para ocupar los puestos de rector
(M. Weber, op. cit. II, p. 698) y Robert Michels indica que los eruditos que han tomado un papel activo
en la vida política “vieron sus aptitudes científicas sufrir un descenso lento, pero progresivo” (R. Michels,
op. cit. p. 155). Si se añade que las condiciones sociales que favorecen o autorizan el rechazo a dar el
tiempo libre a la política o a la administración, alientan también frecuentemente el desdén aristocrático o
profético por los beneficios temporales que estas actividades pueden prometer o procurar, se comprende
mejor algunas de las invariantes estructurales entre los intelectuales de aparato (político, administrativo u
otro) y los intelectuales “libres”, entre teólogos y sacerdotes, o entre investigadores y decanos, rectores o
administradores científicos, etc.
23
obligación! Sino… yo hubiera seguido siendo el burro de hace 50 años! Por eso yo
digo ‘un militante debe todo a su partido’”45. Se comprende así que, como lo ha
establecido Denis Lacorne, “el espíritu de partido” y el “orgullo partidario” sean
claramente más marcados entre los permanentes del partido comunista que entre los
permanentes del partido socialista que, proviniendo más usualmente de las clases
medias y superiores, y especialmente de cuerpos de enseñanza, son menos tributarios
del partido.
Vemos que la disciplina y el adiestramiento, tan frecuentemente sobrestimados por los
analistas, serían completamente ineficaces sin la complicidad que encuentran en las
disposiciones de sumisión forzada o electiva que los agentes importan al aparato y que
son continuamente reforzadas por la confrontación con las disposiciones afines y por
los intereses inscriptos en los puestos del aparato. Se puede decir indistintamente que
ciertos habitus encuentran las condiciones de su realización, incluso de su plenitud, en
la lógica del aparato; o, a la inversa, que la lógica del aparato “explota” en su provecho
las tendencias inscriptas en los habitus. Podemos invocar, por un lado, todos los
procedimientos, comunes a todas las instituciones totales, por los que el aparato, o
aquellos que los dominan, imponen la disciplina y echan a los heréticos y a los
disidentes, o los mecanismos que, con la complicidad de aquellos cuyos intereses
sirven, tienden a asegurar la reproducción de las instituciones y de sus jerarquías. Por
otro lado, nunca terminaríamos de enumerar y analizar las disposiciones que ofrecen a
la mecanización militarista sus resortes y engranajes: ya se trate de la relación dominada
con la cultura, que inclina a los permanentes descendientes de la clase obrera hacia una
forma de anti-intelectualismo propio que sirve de justificación o coartada a una suerte
de jdanovismo espontáneo y de corporativismo obrerista; o del resentimiento que
encuentra su fundamento en la visión estalinista (en sentido histórico), es decir
policíaco, de “fracciones” y que tiene la propensión a pensar la historia en la lógica del
complot; o aún en la culpabilidad que, inscripta en la posición del intelectual
desencajado (porte-á-faux), alcanza su intensidad máxima en el intelectual descendiente
de clases dominadas, el tránsfuga hijo de tránsfuga que Sartre evocó magníficamente en
el prefacio de Aden Arabie. Y no se comprenderían ciertos “éxitos” extremos de la
manipulación del aparto si no se ve hasta qué punto estas disposiciones están
objetivamente orquestadas, y las diferentes formas de miserabilidad, que predisponen a
los intelectuales al obrerismo, y llevan por ejemplo a ajustarse al jdanovismo
espontáneo para favorecer la instauración de relaciones sociales en las cuales el
perseguido se hace cómplice del perseguidor.
Se sigue que, el modelo organizacional de tipo bolchevique que se impuso en la
mayoría de los partidos comunistas permite cumplir hasta sus últimas consecuencias las
tendencias inscriptas en la relación de las clases populares y los partidos. Aparato (o
institución total) acondicionado con vistas a la lucha, real o representada, y fundado
sobre la disciplina que permite hacer actuar a un conjunto de agentes (en este caso de
militantes) “como un sólo hombre” en vista de una causa común, el partido comunista
encuentra las condiciones de su funcionamiento en la lucha permanente que tiene lugar
en el campo político y que puede ser reactivada o intensificada a voluntad. En efecto, el
hecho que la disciplina, como observa Weber, “asegura la uniformidad racional de la
obediencia de una pluralidad de hombres”46 encuentra su justificación, sino su
fundamento, en la lucha. Es suficiente invocar la lucha real o potencial, incluso revivirla
más o menos artificialmente, para restaurar la legitimidad de la disciplina47. Resulta que,
como dice aproximadamente Weber, la situación de lucha refuerza la posición de los
45
D. Lacome, op. cit. p. 114.
46
M. Weber, op. cit. II, p. 867.
24
dominantes en el seno del aparato de lucha y devuelve a los militantes el papel de
tribunos encargados de expresar la voluntad de la base que pueden reivindicar a veces
en nombre de la definición oficial de su función, en la función de simples “cuadros”
encargados de hacer ejecutar las ordenes y las llamadas al orden de la dirección central,
consagradas por los “camaradas competentes” en la “democracia de la ratificación” 48. Y
nada expresa mejor la lógica de ésta organización de combate que el procedimiento de
“¿quién está en contra?” tal como lo describía Boujarin: se convoca a los miembros de
la organización, se les explica, y se les pregunta: “¿quién está en contra?”; y como todos
tienen más o menos miedo de estar en contra, el individuo propuesto es nombrado
secretario, la resolución propuesta es adoptada, y siempre por unanimidad49. El proceso
que se denomina “militarización” consiste en el hecho de autorizar la situación de
“guerra” a la cual se encuentra enfrentada la organización, y que puede ser producida
por un trabajo sobre la representación de la situación, a fin de producir y reproducir
continuamente el miedo de estar en contra, fundamento último de todas las disciplinas
militantes o militares. Si el anticomunismo no existiera, el “comunismo de guerra” no
dejaría de inventarlo. Toda oposición interna está consagrada a aparecer como colusión
con el enemigo, ello refuerza la militarización que la organización combate reforzando
la unanimidad del “nosotros” que predispone a la obediencia militar: la dinámica
histórica del campo de luchas entre ortodoxos y heréticos, con los partidarios a favor y
en contra, cede lugar a la mecánica del aparato que anula toda posibilidad práctica de
estar en contra, por una explotación semi-racional de los efectos psicosomáticos de la
exaltación de la unanimidad de las adhesiones y las aversiones, o a la inversa, de la
angustia de la exclusión y de la excomunión, haciendo del “espíritu de partido” un
verdadero espíritu de cuerpo.
De esta manera, la ambigüedad misma de la lucha política, ese combate por las “ideas”
y los “ideales” que es inseparablemente un combate por los poderes y, se quiera o no,
47
Robert Michels, que nota la estrecha correspondencia entre la organización del “partido democrático de
combate” y la organización militar y los numerosos parecidos (particularmente en Engels y en Bebel) de
la terminología socialista con la jerga militar, observa que los dirigentes que están comprometidos o
ligados con la disciplina y la centralización (R. Michels, op. cit. pp. 163-144), no dejan de recurrir a la
magia del interés común y a los “argumentos de orden militar” todas la veces que su posición está
amenazada. “Sostenemos especialmente que, no siendo más que por razones de orden táctico y a fin de
mantener la cohesión necesaria de cara al enemigo, los adherentes del partido no deberían en ningún caso
negar su confianza a los jefes que ellos libremente se dieron” (R. Michles, op. cit. p. 163). Pero es sin
duda con Stalin que la estrategia de la militarización, que como lo remarca Stephen Cohenes la única
contribución original de Stalin al pensamiento bolchevique –y es pues la característica principal del
estalinismo- encuentra su realización: cuando los sectores de intervención devienen “frentes” (frente de
granos, frente de la filosofía, frente de la literatura, etc.); cuando los objetivos o los problemas están en
las “fortalezas” que las “brigadas teóricas” deben “tomar por asalto”, etc. Este pensamiento militar es
evidentemente maniqueo, celebratorio de un grupo, una escuela de pensamiento o una concepción
constituida en ortodoxia para mejor destrucción de todas las otras (S. Cohen, op. cit. pp. 367-368 y p.
388).
48
Se observa que las luchas llevadas a cabo en el interior del partido comunista contra el autoritarismo de
los dirigentes y contra la prioridad que ellos dan a los intereses del aparato con relación a los intereses de
los mandantes, no pueden más que reforzar las tendencias mismas que combaten: basta que los dirigentes
invoquen, incluso comiencen, la lucha política en particular contra los competidores más inmediatos para
autorizar el llamado a la disciplina, es decir a la sumisión a los dirigentes que se impone en tiempos de
lucha. (En éste sentido, la denunciación del anticomunismo es un arma absoluta en manos de aquellos que
dominan el aparato, puesto que descalifica a la crítica, incluso la objetivación, e impone la unidad contra
el exterior).
49
S. Cohen, op. cit. p. 185. Una etnografía de las prácticas de asamblea proporcionaría miles de
ilustraciones sobre los procedimientos de imposición autoritaria que se apoyan en la imposibilidad
práctica de romper, sin inconveniente, la unanimidad unánimemente cultivada (absteniéndose en una
votación a mano alzada, tachando un nombre en una lista preestablecida, etc.)
25
por lo privilegios, está en el principio de la contradicción que asedia a todas las
empresas políticas orientadas hacia la subversión del orden establecido: todas las
necesidades que pesan sobre el mundo social contribuyen a hacer que la función de
movilización, que reclama la lógica mecánica del aparato, tienda a prevalecer frente a la
función de expresión y de representación, que reivindican todas las ideologías
profesionales de los hombres de aparato (aquella del “intelectual orgánico” como
aquella del partido “ partero” de la clase) y que no puede ser asegurada más que por la
lógica dialéctica del campo. La “revolución desde arriba”, proyecto del aparato que
supone y produce al aparato, tiene por efecto interrumpir esta dialéctica, que es la
historia misma, por empezar en el campo político, ese campo de luchas a propósito de
un campo de luchas y de la representación legítima de esas luchas, y luego en el seno
mismo de la empresa política, partido, sindicato, asociación, que no puede funcionar
como un sólo hombre más que sacrificando el interés de una parte, sino de la totalidad,
de sus mandantes.
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