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Pontífices de excelsas

jurisdicciones
…………………………………………………...............………………………………………………..

Reflexiones acerca del episcopado


y de la autoridad en la Iglesia

J.A
Fortea

i
Ediciones Fortearius
Alcalá de Henares, España
Título: Pontífices y pastores

© Copyright José Antonio Fortea Cucurull


Publicación en formato digital, abril 2022
Todos los derechos reservados

correodelpadrefortea@gmail.com
www.fortea.ws

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PONTÍFICES DE EXCELSAS
JURISDICCIONES
............................................................................................................................. .............................................................

Artículos acerca del episcopado


y la autoridad eclesiástica

José Antonio
FORTEA

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Índice
Prólogo 1
Dos Papas, dos formas de ministerio
Consideraciones eclesiológicas acerca de la simultaneidad de un Papa reinante con un Papa
emérito 2

El obispo como maestro auténtico: realidad y límites de esta afirmación


Consideraciones acerca de esta afirmación y ramificaciones hacia otros aspectos del ejercicio de la
función episcopal 15

Sobre los obispos y la capacidad para conocer la verdad


Algunas consideraciones acerca de la desconfianza que hay que tener acerca de la propia
capacidad para no equivocarse al juzgar a personas o grupos de personas 52

División entre fuero externo e interno


Algunos pensamientos acerca del modo de preguntar e investigar a un sacerdote acusado de actos
inmorales 58

Pensamientos sueltos
Colección de anotaciones que quedaron tras escribir esta obra 66

¿Deben renunciar los papas si se ven muy debilitados por la vejez?


Reflexionando acerca de las ventajas e inconvenientes de una renuncia papal y de una resistencia a
esa renuncia 68

v
Prólogo
.......................................................................................

Esta obra se enmarca en una colección cuya temática es la


jerarquía de la Iglesia. Serie de obras compuesta por los siguientes
títulos:
La mitra y las ínfulas: libro con consejos espirituales acerca de cómo ejercer el
episcopado.

La vestición del obispo: obra en la que se ofrece la historia de las vestiduras


litúrgicas episcopales y su simbolismo espiritual, así como oraciones para el
momento de colocárselas

Colegio de pontífices: La primera parte de este libro es un ensayo acerca del del
Sacro Colegio y su evolución a lo largo de la Historia, y de cómo podrían
realizarse ciertos cambios ahora en el siglo XXI. La segunda parte explica de qué
manera se podría dotar de mayor entidad eclesial a la figura de los arzobispos.

Las Llaves del León: Obra con consideraciones espirituales acerca de la Curia

Romana, del Estado Vaticano y de la Urbe.

Pontífices de excelsas jurisdicciones: Este libro es una colección de escritos que


se añaden acerca de los temas tocados en los volúmenes anteriores. Puede verse
como un gran desván de temas variados acerca del episcopado y la autoridad
sagrada.

Sacras ceremonias mitradas: Libro donde reúno varias sugerencias para


engrandecer los rituales que tienen como sujetos a la jerarquía eclesiástica: la toma
de posesión de una diócesis, de imposición del palio, de consagración de los
cardenales.

1
Dos Papas, dos formas de ministerio
Consideraciones eclesiológicas acerca de la simultaneidad de un Papa reinante con un
Papa emérito

MONSEÑOR GEORG GÄNSWEIN, Prefecto de la Casa Pontificia, el


20 de mayo, tuvo una intervención en la presentación de un libro
acerca del pontificado de Benedicto XVI1. En esa intervención, dijo
unas pocas frases que dieron la vuelta al mundo eclesiástico,
afirmando que el Papa Benedicto no ha abandonado el ministerio
de Pedro, y hablando de un papado en el que hay un miembro
activo y un miembro contemplativo.

No oculto que, en un primer momento, tuve una impresión de


desagrado hacia sus palabras. ¿Cómo era posible que el Prefecto de
la Casa Pontificia difuminara la nitidez de una renuncia pontificia,
una cuestión canónica de gravísima trascendencia para la vida de
la Iglesia?

Pero en los días siguientes seguí reflexionando sobre el tema.


Y me di cuenta de que monseñor Gänswein había abierto un
apasionante tema eclesiológico totalmente nuevo, nunca tratado
antes con la hondura que merecía. Un tema que, además, podía

1
Presentación del libro de Roberto Regoli Oltre la crisi della Chiesa, que tuvo lugar en la Universidad
Gregoriana el 20 de mayo.

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ofrecer una utilísima luz a otro campo, el de la teología del
episcopado. Después de darle muchas vueltas a este asunto, me
encontré con que del desagrado pasé a suscribir enteramente las
palabras de Prefecto de la Casa Pontificia. Este artículo quiere ser
una profundización en sus brevísimas frases y del por qué de mi
cambio de opinión.

Hay que dejar claro, desde el principio, que el único que tiene
potestad de jurisdicción es el Papa Francisco. Rotunda e
indudablemente, el Papa Francisco es el único Vicario de Cristo. A
él le compete el gobierno de la Iglesia. El asunto de quién gobierna
la Iglesia es algo canónicamente tan incontestable que no merece
que se le dedique más espacio que la mera afirmación: la plenitud
de la jurisdicción papal le compete solo a nuestro santo padre
Francisco, le compete a él de forma plena e indivisa.

Ahora bien, ¿cuál es el estatuto eclesial de un Papa emérito?


¿Un estatuto de honor exclusivamente? ¿El ser otro obispo más
como cualquier otro? Las cuestiones eclesiológicas, sobre todo
cuando son muy complejas, siempre se dilucidan mejor mirando a
la institución humana de la familia, porque la Iglesia es una familia.

Un abuelo que deja el gobierno de la casa y de sus campos


con sus viñadores en manos de su primogénito ¿ya no es nada?
Pensemos con la mentalidad del Antiguo Testamento, una figura
patriarcal que, por la edad, ni gobierna ni puede gobernar su casa
¿ya no es nada?

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Sin responder todavía a esta cuestión tras la comparación
propuesta, enfoquemos el asunto de otra manera: Un obispo
emérito de una diócesis, una vez que se jubila, ¿ya no es más que
una figura honorífica? ¿Ya solo le queda el sacramento del orden y
nada más? ¿O eclesiológicamente queda un “algo” más?

Evidentemente, queda algo más que el sacramento. Pero ese


“algo difuso” no es fácil concretarlo al modo canónico. Lo que está
claro es que en una familia no puede haber dos padres. Pero
también está claro que uno que es padre no puede dejar de ser
padre. La paternidad no es un traje que ahora me pongo y después
me quito. Eclesialmente hablando, o se es padre o no se es padre.

Monseñor Gänswein ha lanzado a rodar una cuestión eclesial


que, de ningún modo, carece de importancia, pues profundizar
teológicamente en este asunto será de grandísima utilidad para
entender la figura, función y sentido de los obispos eméritos.

No pretendo, en este artículo, yo solo dilucidar este asunto,


sino ser un autor más en esta reflexión que, sin duda, continuará
con otros autores. En mi modesta opinión, la figura que da luz a
esta situación es la figura del abuelo en una familia. La situación
que ahora vivimos es totalmente paralela a la de un abuelo, ya
debilitado por el peso de la edad, en una familia en la que existe un
primogénito que, en la madurez de su edad, ejerce de paterfamilias.

4
La comparación me parece adecuada, porque ocurre a veces
que el patriarca fundador de una empresa llega un momento en que,
de manera formal y con todas las prescripciones legales, cede el
gobierno de la empresa a su hijo. ¿Eso significa que el abuelo-
patriarca pasa a no ser nada? Desde luego eso no es así en la
institución familiar humana y no debe ser así en la Iglesia que es
una gran familia.

Veamos otro ejemplo que puede dar luz. Imaginemos en el


siglo I que un San Pedro muy anciano ya no puede ni salir de su
hogar en Roma, porque las piernas no le sostienen y la ceguera ya
no le permite reconocer los rostros. Y que, de común acuerdo entre
el clero y el apóstol, se decide que otro clérigo ocupe el lugar de
Pedro en el gobierno de la iglesia romana. Imaginemos que, por
parte de Pedro, esa decisión de tener un sucesor ya en vida va
acompañada de una renuncia formal a ejercer el gobierno sobre la
iglesia romana. No sería lo normal en esa época. Lo normal sería
una lenta y gradual sustitución de facto. Pero imaginemos que se
produce una meditada y anunciada renuncia pública, en presencia
del clero y el pueblo, al ejercicio del gobierno en favor de su
sucesor. ¿Eso significaría que Pedro pasa a no ser nada?
Evidentemente, no.

Pedro seguiría siendo Pedro aunque no gobernase. Del mismo


modo que, actualmente, un obispo emérito sigue siendo sucesor de
los apóstoles, aunque sea emérito. Es decir, un obispo emérito no

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solo seguirá teniendo la potestas ordinis que le ha conferido el
sacramento del episcopado, sino que también seguirá manteniendo
su lugar en la Iglesia universal como sucesor de los Doce. Puede
renunciar totalmente al gobierno sobre una diócesis, pero, en ese
acto de renuncia, no abandona todo lo que conlleva ser sucesor de
los apóstoles.

¿Un sucesor de Pedro deja de ser sucesor de Pedro por


renunciar al gobierno? Evidentemente, no. Sigue siendo sucesor de
Pedro, tanto como al principio de su pontificado, solo que ya no
ejerce el gobierno que asumió tras su elección. Cierto que siempre
unimos el hecho de la sucesión apostólica al reconocimiento de la
posesión de la autoridad para ejercer el gobierno eclesiástico. Y esa
unión es correcta, pero, en sí mismos, son dos conceptos
separables. Un presbítero que es ordenado obispo ya es sucesor de
los apóstoles, aunque el Papa no le otorgara diócesis alguna donde
ejercer potestas regiminis alguna.

El que ha sido Papa, seguirá siendo sucesor de Pedro no solo


hasta el final de su vida, sino también en el más allá. No porque
imprima carácter, sino porque es un hecho. Por eso, un Papa
emérito debe tener un protocolo de funerales (los novendiales)
exactamente igual que cualquier otro Papa.

Hemos dicho antes que la figura del obispo es equivalente a


la figura de un padre en una familia. Pero el gobierno de una familia
es solo una faceta de la paternidad. La paternidad la sigue

6
manteniendo un padre, por muy anciano que sea, porque a eso no
se puede renunciar. Ningún padre puede renunciar a ser padre.

De ahí que las palabras del Prefecto de la Casa Pontificia las


veo totalmente verdaderas. El ministerio de Benedicto sigue siendo
petrino. Ciertamente es un ministerio alargado, como el Prefecto
afirmó. Un Papa emérito, en virtud de ese ministerio verdadero,
puede dedicarse no solo a la contemplación, sino también a hablar
a sus hijos (no ha renunciado a la paternidad) y a aconsejar a su
primogénito que ahora le sucede, como sería lo normal en cualquier
familia.

Pero sobre todo su mera presencia es algo muy valioso, pues


es signo de continuidad, de lo que significa la paternidad espiritual
en la Iglesia. Es prueba de que la Iglesia es una familia. No una
empresa en la que se puede prescindir de un director general, tras
lo cual lo mejor es que éste desaparezca, yéndose a un lugar bien
lejos del lugar donde se toman las decisiones.

En una empresa, la presencia de un antiguo presidente general


(salvo que sea familia del nuevo presidente) se entiende como una
intromisión, como una fuente de problemas, como un modo de
dejar clara la decisión de no querer abandonar el gobierno. En la
Iglesia las cosas no son así. La presencia de un Papa emérito en
todos los actos a los que quiera asistir no solo no eclipsa al
“primogénito”, sino que lo orna.

7
No solo eso, sino que si, en algún siglo, se produjera la
situación de un Papa reinante sentado en su sede flanqueado de dos
Papas eméritos esa imagen sería bellísima. En una situación así, la
continuidad sería no solo un concepto que se aprende en los libros
con palabras, sino una verdad materialmente visible en las
fotografías.

Por supuesto que cabe la posibilidad de un Papa emérito que


crease problemas a su sucesor, por lo que dijera en sus
predicaciones, por sus escritos que suscitasen confrontación con un
Papa reinante, o por los comentarios a otros eclesiásticos si estos
comentarios son mera crítica. En un caso así, el Papa emérito
tendría que obedecer al Papa reinante, sin poder alegar ningún
derecho proveniente de su figura de Papa emérito. En una familia,
un patriarca que ha entregado el gobierno de la viña a su sucesor
no puede retomar ese gobierno alegando que su sucesor hace mal
las cosas. Lo mismo en la Iglesia, ninguna situación de excepción
autorizaría a un Papa emérito a eximirse de la obediencia a su
sucesor.

Incluso podemos indagar distintos escenarios límite que nos


ayudan a comprender este status especial. Por ejemplo, si falleciese
el Papa reinante y se diese posteriormente una situación de
desorden excepcional durante la sede vacante, en una situación así
de caos ¿podría un Papa emérito invocar su figura como sucesor de
Pedro para imponer autoritativamente sobre otros eclesiásticos

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algún tipo de gobierno transitorio suyo hasta la elección de un
nuevo sumo pontífice? La respuesta es no. La ley canónica es clara.
El gobierno de la Iglesia en esos casos de sede vacante o impedida
queda en manos del Colegio Cardenalicio.

Por muy excepcional que fuese una situación así, aunque se


diese cada cuatrocientos años, un Papa emérito no podría esgrimir
la autoridad de su figura para imponer su gobierno transitorio. Y
eso por dos razones:

La primera razón es para que quede meridianamente claro que


su puesto eclesial carece de toda potestad de jurisdicción. De lo
contrario, la lista de posibilidades para ejercitar algún tipo de
potestad de régimen sería interminable y siempre generadora de
conflictos con otras autoridades como el Colegio Episcopal o el
Colegio Cardenalicio. Aceptar la permanencia de algún tipo de
autoridad de gobierno en un Papa emérito sí que sería internarse en
un laberinto. Porque si se admitiera tal cosa, implicaría admitir que
queda en su persona algo de esa potestad de jurisdicción. Y si es
así, podría darse el caso de un Sumo Pontífice que renunciase
parcialmente a su potestad de jurisdicción, reservándose algunos
aspectos de esa autoridad, no cediendo algunos campos donde
ejercerla.

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La potestad de régimen o se posee o no se posee. Trocearla
sería ir en contra de la voluntad de Cristo, cuyo diseño organizativo
de la Iglesia es claro en cuanto al ejercicio de la autoridad. A nivel
de potestad de gobierno, o se es obispo de una diócesis o no se es.
O se es Papa o no se es. Trocear la autoridad para ejercer el
gobierno eclesiástico, sin duda, implicaría ir en contra de la
voluntad fundacional de Cristo.

La segunda razón es que precisamente porque lo normal es


que un sumo pontífice renuncie, porque el peso del gobierno ya
resultaba demasiado oneroso para sus fuerzas. Si no podía llevar
ese peso en una situación normal, menos podrá hacerlo en una
situación excepcional. Por eso no sería adecuado que en una
situación de mucha mayor dificultad sea el que ya no podía llevar
ese peso, el que lo retomara de nuevo. Un pontífice así lo normal
es que fuese totalmente manipulable por el grupo de los más
cercanos a él.

Como se ve, la cuestión de un Papa emérito es


eclesiológicamente apasionante. Después de todo lo dicho, se
comprende la conveniencia de que la figura del Papa emérito vaya
vestida exactamente igual que un Papa, puesto que, en verdad, es
un sucesor de Pedro. Y si viste así también, lógicamente, conviene
que siga manteniendo su nombre pontificio, el tratamiento de Su

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Santidad y que se le siga llamando Papa, aunque se le añada el
adjetivo emérito.

Con toda sinceridad, sin ningún ánimo de elogiar


protocolariamente, quiero felicitar a monseñor Gänswein por haber
abierto a la discusión teológica esta nueva dimensión eclesiológica
de la figura de los Papas eméritos. Sin duda, el Prefecto de la Casa
Pontificia sabía que sus palabras iban a provocar un gran desagrado
en la mayor parte de los eclesiásticos, salvo en los más radicales
enemigos del Papa Francisco. Y, sin embargo, monseñor Gänswein
optó por abrir la cuestión teológica desde la más completa fidelidad
a los dos Papas.

Desde una perspectiva civil y mundana, desde una


perspectiva de mero poder, un Papa emérito debería desaparecer.
Porque aparecer se interpretaría como sinónimo de creación de
problemas. Desde una perspectiva eclesiástica y, por lo tanto,
espiritual, un Papa emérito sigue siendo sucesor de Pedro y sigue
manteniendo su paternidad, y, por tanto, todo lo que haga de un
modo constructivo será positivo.

Desde esta perspectiva, un Papa emérito no es una figura para


ser escondida, no es una figura que deba sentirse culpable por
aparecer. ¿Se siente culpable un abuelo por pasar mucho tiempo
con sus nietos, por visitarles a menudo? Imaginemos un Papa
emérito, no muy anciano, pero que no se siente con fuerzas,
renuncia al gobierno de la Iglesia y decide regresar a un hospital de

11
un lugar de misiones para seguir atendiendo a los enfermos con sus
manos, cosa que hacía como presbítero. Pues, dado que es sucesor
de Pedro, tal acción sería un modo de ejercer el ministerio petrino:
Pedro cuidando a los enfermos.

Desde esta perspectiva, el estatuto del Papa emérito no


plantea ningún conflicto, en cuanto a su futuro, incluso en el caso
de que el que renunciase no fuera muy anciano. La única cosa que
debe tener en cuenta, por simple prudencia, es que su labor debe
ser constructiva, y que, en cualquier caso, está sometido al pastor
que gobierna.

Teniendo en cuenta esto, un Papa emérito puede tener una


frecuente presencia cultual en la Basílica de San Pedro; él solo, sin
necesidad de que siempre esté presente el Papa reinante. Su
presencia puede ser incluso semanal o más frecuente: en grandes
pontificales, en el rezo de las horas canónicas con el capítulo de
San Pedro, en la adoración al Santísimo Sacramento. Un Papa
emérito puede ser el mejor ornato de la Basílica de San Pedro si sus
fuerzas le permiten tomar parte en esos actos. También puede, por
poner otro ejemplo, ejercer como consejero de cardenales y
obispos. Ahora mismo recibir a muchos prelados sería visto con
recelo por muchos, porque, sin darnos cuenta, aplicamos a la
Iglesia criterios de poder mundanos.

El espacio eclesiológico que puede ocupar un Papa emérito


puede ser muy rico, solo limitado por sus posibilidades físicas.

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Aunque, en la mayoría de los casos futuros de Papas eméritos, su
presencia será infrecuente precisamente por esa razón.

Con todo lo expuesto hasta ahora, no debería sacarse la


impresión de que la jubilación de los Papas debería ser, a partir de
ahora, algo frecuente y normal. No, porque, precisamente desde
esta perspectiva de la Iglesia como una familia, un padre debe
permanecer en su puesto hasta el final, a no ser que él en conciencia
considere que ya no puede o no debe seguir en su puesto. No
importa si está enfermo o muy anciano, dado que la Iglesia no es
una empresa y no se rige por criterios de efectividad, lo ideal es que
un Papa muera siendo Papa, aunque su volumen de trabajo
disminuya con el tiempo.

Pero aunque lo más recomendable es que los Papas no se


jubilen, si lo hacen, la presencia simultánea de un Papa-abuelo
junto a un Papa-padre no plantea problema eclesiológico alguno. A
pesar de todo lo dicho, lo normal será que un Papa emérito anciano
no desee otra cosa que retirarse de cualquier aparición pública,
estas reflexiones muestran cómo esta figura eclesial peculiar sigue
manteniendo su ministerio petrino. Lejos de ser una figura
problemática en la claridad del organigrama, es un elemento
enriquecedor de la familia que es la Iglesia.

13
14
El obispo como maestro auténtico: realidad y
límites de esta afirmación
Consideraciones acerca de esta afirmación y ramificaciones hacia otros aspectos del
ejercicio de la función episcopal

Voy a contar una anécdota que me sucedió poco antes de mi


ordenación diaconal. Un requisito, unos días antes de la
ordenación, consistía en leer en voz alta una hoja y jurar que uno
creía lo que había leído. En esa hoja se hablaba del “magisterio
auténtico” de los obispos. Le pregunté al canciller qué significaba
esa expresión, pues tenía la impresión de que se trataba de una
expresión técnica. Se limitó a contestarme un poco contrariado
(como siempre que se le preguntaba algo de lo que no estaba muy
seguro) que “auténtico” significaba “verdadero”. Por más que le
pregunté no saqué nada más.

Si hubiera estado en el año 2000, habría podido leer el


magnífico artículo de Villar explica qué significa “auténtico” al
referirnos al magisterio de los obispos:
El término «auténtico» designa el carácter «autorizado» de los pastores a la hora
de testimoniar la fe de la Iglesia: los Obispos son «maestros auténticos, por estar
revestidos de la autoridad de Cristo», y son testigos de la verdad divina y católica cuando
enseñan en comunión con el Romano Pontífice (cfr. Lumen gentium 25); la enseñan

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auténticamente «en el nombre de Jesucristo» (Dei Verbum 10), y la ilustran sub lumine
Sancti Spiritus (Lumen gentium 25)2.

En este artículo mío no voy a repetir lo que él describe muy


bien, sino que me voy a centrar en los límites de esa realidad
eclesiológica, lo cual nos llevará a profundizar más en la esencia
del tema.

El obispo en los primeros siglos


En los primeros siglos de la Iglesia, cuando alrededor de una
sede episcopal podían orbitar unos treinta presbíteros, era lógico
que los clérigos escogieran al más santo y sabio de entre ellos.
Hasta el siglo IV, había presbíteros casados que se ocupaban de sus
negocios y familias. La formación de este tipo de presbíteros era
adecuada, pero somera.

Mientras que cuando se elegía como obispo a un monje de


otra región, un monje dedicado al estudio de los libros sagrados,
que los había leído y meditado bajo la tutela de un maestro, este
monje al tomar posesión de la sede episcopal se convertía de forma
natural en el maestro de los clérigos a su cargo.

Hay que darse cuenta de que, en ese siglo IV y en los


anteriores, cuando moría el presbítero de una población pequeña
que no era la sede episcopal, no pocas veces se escogía en esa

2
José R. Villar, El magisterio episcopal, enseñanza auténtica del Evangelio, en IUS CANONICUM, XL, N.
79, 2000, pg. 35.

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localidad al que se consideraba que estaba más preparado
intelectualmente y era digno moralmente para que aceptara ese
ministerio en bien de la comunidad. Se aceptaba con disposición
de servicio, pues tenía su trabajo secular y su familia. Habiendo
aceptado ejercer el sacerdocio en una comunidad, no pocas veces
esos individuos carecían de una formación propiamente clerical, y
después tampoco disfrutarían de una gran calma para dedicarse a
la ciencia sagrada. Hay que hacer notar que otros presbíteros sí que
estaban enteramente dedicados a las cosas divinas y al servicio de
la comunidad.

De ahí que tanto si se designaba como sucesor del obispo a


un clérigo propio, eligiendo al más sabio y santo de entre ellos,
como si se escogía a un reconocido monje foráneo, espiritual e
instruido, en ambos casos el obispo pasaba a convertirse en la
fuente de instrucción natural del clero y en el más reconocido
predicador del pueblo fiel.

El fenómeno fue similar en todas partes, excepto en aquellas


grandes sedes que contaban con escuelas teológicas: Antioquía,
Alejandría, Jerusalén, Constantinopla. En las grandes sedes
patriarcales, junto al obispo sí que podía haber tres o cuatro
presbíteros de la misma talla teológica que él. Pero en el resto de
sedes episcopales de todo el imperio, el obispo era el maestro por
antonomasia sencillamente porque lo más usual era que fuese el
que más sabía con gran diferencia. Si a eso se añadía que en esa
época, ante todo, se buscaba la espiritualidad, se comprende que la
17
figura episcopal fuese habitualmente el más excelente pozo de
ciencia y santidad presente en esa sede. Precisamente por eso había
sido escogido obispo: por santo y sabio.

Si a eso añadimos que el sacramento del orden confiere una


participación en la misión de los apóstoles, y que los apóstoles
fueron maestros, se comprende que entre las características
esenciales del episcopado haya estado siempre presente la función
de ser maestro. Si durante el Imperio romano la función de enseñar
se vio como consustancial con el episcopado, durante la Edad
Media se hará cada vez más frecuente la existencia de obispos
encargados casi en exclusiva de la administración y que raramente
predicaban.

Pero incluso en la época feudal se tenía claro que un obispo


era un sucesor de los apóstoles, un sucesor en su misión, y que los
apóstoles eran maestros. Aunque no ejerciera de forma habitual la
predicación, se tenía muy claro que el obispo era sucesor de los
grandes doce maestros primigenios.

Fácilmente podría yo seguir insistiendo en el pacífico tema


de lo esencial que resulta esta característica del magisterio en la
misión episcopal. Pero considero más provechoso que la reflexión
se centre en qué sentido el obispo es el maestro auténtico de su
diócesis y qué es lo que no significa esa expresión.

Términos unívocos y otros que no lo son


18
¿El obispo es el maestro por antonomasia de sus fieles? ¿Es
el maestro por excelencia de su rebaño? Esos dos calificativos
significan lo mismo que maestro auténtico. En algunos sentidos no.

Ya hemos visto que durante los primeros siglos de la Iglesia


esto fue así de hecho: fue el maestro por excelencia personal, fue
el maestro por antonomasia porque descollaba su ciencia entre la
de sus presbíteros, a él le iban a consultar cuando tenían una duda
teológica. Durante el periodo del Imperio romano, no solo por el
cargo, sino también por su misma excelencia personal, el obispo
era el custodio de la ortodoxia de la fe en su diócesis; y más en una
época en que la comunicación con lugares distantes resultaba
mucho más difícil.

Eso continuó así incluso en la Alta Edad Media, pero


menguando. En el siglo VII u VIII se podía estar seguro de que el
obispo de una ciudad episcopal de tres mil habitantes o cinco mil
era, prácticamente siempre, el más instruido de entre los clérigos
de esa población. Por supuesto que el párroco rural, en el
conocimiento de los cánones de los concilios y los decretos de los
sínodos, se encontraba en una situación cualitativamente inferior.

Pero ya en esa época van apareciendo, cada vez más, obispos-


administradores y solo administradores, y el obispo dejó de ser el
clérigo más instruido en teología en su diócesis. Si a esto añadimos
19
que no existe una identificación infalible entre la figura personal
del obispo y la ortodoxia –la lista de obispos condenados por
concilios es larga–, la pregunta acerca de cómo entender esa
afirmación acerca de la excelencia de esta faceta episcopal del
magisterio debe abordarse con seriedad más allá de los entusiasmos
de algunos predicadores cuando hablan de los obispos.

Por mucho que veneremos la figura del pastor que tiene sobre
sí el tercer grado del orden, no podemos obviar esta cuestión: el
obispo ¿es el garante de la fe o debería ser el garante? No es lo
mismo. En otras funciones episcopales no hay duda alguna, el
obispo ES el que gobierna. El obispo ES el que ejerce el sumo
sacerdocio en los grandes actos cultuales de su diócesis. El obispo
ES el que ejerce su potestas como administrador del sacramento
del orden. Como se ve, en la función de gobierno, en la cultual y
en la sacramental no hay duda alguna, no hay matices que añadir a
la afirmación de lo que es, lo haga bien o lo haga mal. Pero en la
función de enseñar, las cosas no son tan simples.

Un sacerdote actualmente es elegido como obispo electo de


una diócesis. Hasta que ha sido ordenado, ¿era el más sabio entre
los sacerdotes? Normalmente, no. Se suele designar para el
episcopado a candidatos con gran bagaje teológico. ¿Pero esa
elección garantiza que los obispos-electos serán la cima del saber
teológico en sus respectivas diócesis? Evidentemente, no. No solo
no son la cima en esa faceta, sino que tampoco hay necesidad de
que eso sea así.
20
Imaginemos una diócesis con una prestigiosa facultad de
teología. Indudablemente, lo normal será que en esa universidad
haya teólogos más profundos y brillantes que un obispo que
proviene del campo pastoral o del ambiente de la curia. Si el obispo
fue profesor, como mucho será por su saber uno más en ese cuerpo
de maestros de la ciencia sagrada. Incluso aunque se escogiese
siempre como obispo al mejor y más brillante teólogo del claustro
de profesores, él solo sería el más experto en su especialidad, no en
todas las ramas teológicas. Aunque se podría ordenar como obispos
a las cimas de la teología –y no siempre un buen teólogo será un
buen obispo--, existe una cierta imposibilidad de que actualmente
el obispo sea la cima de la teología en su diócesis, dado que la labor
en la cúspide de los maestros siempre se ejerce de un modo
colegial. Ya hemos visto que en los primeros siglos eso sí que era
posible, pero actualmente el saber en una facultad de teología es
colegial.

A eso se añade el que, sin ninguna duda, el sacramento del


orden no le confiere al obispo ninguna ciencia especial. La gracia
de estado no le otorga el carisma de la infalibilidad en materia
teológica. El obispo puede estar seguro de que, si ora y lo pide con
humildad, Dios le ayudará con gracias invisibles para ejercer su
misión. Pero una cosa es estar seguro de la existencia de esas
ayudas, y otra dar por supuesto que eso implica una cierta ciencia
infusa teológica. Hay un gran trecho entre lo uno y lo otro.

21
Así que nos encontramos con que un nuevo obispo concreto
que llega a su diócesis no es el más sabio ni el que está dotado de
mayor conocimiento de la teología, y tampoco está dotado de
infalibilidad, a eso se añade que necesariamente no es el más santo
de los clérigos de su diócesis. (Aclaro esto último porque algún
alma cándida tal vez crea que lo que el obispo no sabe ex scientia
le es inspirado ex sanctitate). Si no es el que más sabe ni el que
mejor predica, si puede equivocarse, ¿en qué sentido habría que
afirmar que el obispo es el maestro por excelencia de su diócesis?

Si es por las cualidades personales, la respuesta es que puede


no ser excelente. Si se le aplica ese calificativo por ocupar un cargo
que conlleva una función excelente, en ese sentido sí que lo es.
Como se observa el significado de “excelente” es menos preciso
que el de la palabra “auténtico”. Dígase lo mismo del término “por
antonomasia”. Esos términos son verdaderos si los entendemos en
el sentido técnico que ha tomado la palabra “auténtico”, pero no
son verdaderos en toda la amplitud que pueden tener esas palabras.

Esta delimitación que hemos hecho no resulta ociosa, nos


ayuda a comprender mejor de qué estamos hablando. Su función
eclesial sí que sobresale (excellere) sobre todas las demás
funciones de los maestros de la diócesis. Otorga a sus clérigos el
permiso para predicar la fe de la Iglesia, y ninguno de ellos le puede
quitar a él un oficio que es nativo. Es sucesor de los apóstoles y el
oficio de enseñar resulta indivisible del carácter de apóstol. Es el
que debe supervisar la ortodoxia de lo que se enseña.
22
Pero después de todo lo explicado no considero que estas
expresiones de predicador por excelencia o predicador por
antonomasia sean muy felices. Pues se prestan más a inducir al
equívoco que a dar luz, lo mismo que la expresión de que los niños
nacen con pecado original. Por muy acuñada que esté esa expresión
para los niños, no deja de ser una expresión que induce al error de
pensar que un inocente pueda tener algo tan personal e
intransferible como el pecado. Nacen sin la gracia de Dios y con
una inclinación al pecado, pero ellos no han pecado. La expresión
induce a error.

La expresión de la “antonomasia” y de la “excelencia”


inducen a confundir el valor indudable de la función con el valor
relativo de la persona. Que el obispo deba ser el garante de la
ortodoxia no implica necesariamente que él en concreto sea una
fuente de saber para su clero. Salvo que se les dé una larga
explicación, al escuchar la expresión muchos no tendrán claro si se
refiere a las cualidades personales del obispo. El término
“auténtico” resulta más preciso y evita equívocos.

Todos estos matices, tan convenientes de delimitar, proceden


de la diferencia entre lo que un obispo es y lo que debería ser.
Distinción de ambos verbos que resulta totalmente justa cuando
consideramos que tanto al referirnos al gobierno episcopal como al
ejercicio del sumo sacerdocio aplicamos el verbo ser de forma
absoluta: el obispo ES el que gobierna, el obispo ES el que ejerce

23
las funciones pontificales en el ámbito ritual de su diócesis, el
obispo ES el que otorga el sacramento del orden, y así tantas cosas.

Otra luz la podemos encontrar si analizamos esta otra


cuestión: ¿es el obispo el pastor por antonomasia de su diócesis?
En cuanto que los demás pastores son sustituibles y trasladables a
otras diócesis con facilidad, mientras que él encarna la
permanencia del oficio apostólico, en ese sentido, él sí que es el
pastor por excelencia entre todos los demás. Pero es una expresión
que, aunque tenga una interpretación correcta, también se presta a
comprensiones no del todo adecuadas. Resulta preferible afirmar
que el obispo es pastor de pastores. ¿Por qué es mejor esta
expresión? Porque los presbíteros son verdaderos pastores de sus
rebaños. No son meros delegados del único pastor de la diócesis.

¿Podría pretender un joven obispo recién llegado a la diócesis


ser el verdadero y auténtico pastor de un pequeño pueblo por
encima del anciano y querido párroco que lleva allí ya veinte años,
atendiendo a sus ovejas, aconsejándoles, confortándolas, hablando
con ellas y conociéndolas? Evidentemente, el párroco es un
verdadero pastor de su grey, aunque el obispo tenga autoridad sobre
ese pastor. Del mismo modo que es panadero el que hace panes, así
también pastor es el que pastorea.

El que un obispo, por razones eclesiológicas, posea tal


prerrogativa de forma nativa no implica que el párroco no tenga esa

24
función. Ciertamente la ejerce por concesión, pero puede que la
ejerza más, e incluso mejor, que el que se la concedió.

Relación entre auténtico pastor y auténtico maestro


El obispo puede afirmar que es verdadero y auténtico pastor
de los fieles de su diócesis en razón de su encargo apostólico: él
puede quitar de su encargo a los pastores, ellos no le pueden quitar
a él de su cargo. En el sentido de la legitimidad, el obispo siempre
será un pastor verdadero y un pastor auténtico. Pero la función
realizada, día a día, sobre un pequeño rebaño, por parte del párroco,
se afirma con rotundidad como la de un verdadero pastor.

Sería fuente de confusión, nadie lo entendería, si un joven


obispo que llega por primera vez a un pequeño pueblo se sentara
en el centro del presbiterio y les tratase de explicar que él mismo
es el verdadero pastor y que su anciano y venerable párroco ha sido
una figura necesaria, pero menos verdadera que un sucesor de los
apóstoles.

Pues lo que se dice del obispo como pastor, se puede decir de


él como predicador. El obispo es predicador auténtico en cuanto a
la cuestión de su legitimidad para ejercer su función como
predicador. Pero un humilde párroco de una pequeña iglesia será el
que ejercerá de forma real ese oficio de predicar a su grey cada
semana: no es un predicador menos verdadero por el hecho de estar
sometido a la jurisdicción episcopal. El párroco no predica cada
25
domingo como el sustituto del obispo, sino que predica como
verdadero pastor. El párroco no es un delegado del obispo. Es más
sencillo y más comprensible afirmar del obispo que es el pastor de
pastores. Esa afirmación la entiende todo el mundo y no requiere
de largas exposiciones de matices y explicaciones.

Cierto que el pastor de pastores también ejerce su función


sobre las ovejas del rebaño y no solo sobre los pastores. Pero aquí
vemos cómo la expresión “pastor de pastores” es clara y cristalina,
y la otra induce a pensar en el párroco como en un delegado, como
en un ayudante.

Un delegado para la educación solo posee la autoridad que se


le ha delegado para esa función. Un delegado puede ser presbítero,
diácono o laico, porque lo único que tiene en sus manos es una
autoridad conferida para encargarse de algo. Mientras que un
párroco es pastor. O se le nombra pastor o no se le nombra, pero el
pastoreo no es una realidad maleable y divisible en sus funciones a
voluntad del obispo. Sería incomprensible que un obispo nombrara
a alguien pastor de un rebaño, pero que el nombramiento incluyera
la orden:
Eres el párroco, pero no puedes llevar la dirección espiritual ni de las
mujeres ni de los ancianos mayores de sesenta años, tampoco tendrás ninguna
autoridad sobre la catequesis (de eso he encargado a un laico) y tampoco te
encargarás de visitar las casas, eso lo he delegado en tu coadjutor”.

Como se ve, el obispo puede encargar a quien quiera la


función de ser pastor. Pero el pastoreo no es una realidad maleable

26
a voluntad. Fijémonos en una familia natural, por ejemplo, una de
dos esposos y tres hijos. Uno puede ser o no ser padre en una
familia, pero una vez que uno es padre, debe serlo de forma
integral. No es una realidad maleable, divisible, a voluntad; o no
debería serlo. Por su propia naturaleza, desde luego, no debería
serlo.

Aquí vemos la distinción tan clara que existe entre un párroco


y un delegado. El obispo puede dar tantas consignas, órdenes,
restricciones e indicaciones como quiera a su delegado. Puede
descender a los detalles que desee, porque es su delegado. Mientras
que el obispo pone, sí, a quien desee para pastorear una grey. Pero
una vez puesto allí, es el pastor y ejercerá el pastoreo por su
participación en el sacerdocio de Cristo, no como delegado del que
le puso allí.

El nivel al que el obispo puede descender al dar indicaciones


a un párroco es distinto, porque está hablando a un pastor, no a un
mero ejecutor de la voluntad episcopal. El párroco no es un siervo
del obispo. Es un siervo de Dios, bajo la obediencia al obispo. Eso
explica la relación entre un presbítero y su episcopos (supervisor).
Dios podía haber escogido otra palabra griega para referirse a esa
función, pero entre otras muchas palabras más “potentes”
(entendidas de un modo humano) escogió esa con intención de que
nos fijáramos en los matices.

27
Sería erróneo entender que como el obispo no puede llegar a
todos los pueblos, tiene que encomendar su tarea propia, su
pastoreo, a otros, los presbíteros. Como si el clero fuera una mera
extensión del obispo. Esta concepción resulta eclesiológicamente
errónea. Los pastores-presbíteros son verdaderos pastores y, por
tanto, son colaboradores del obispo, no meros instrumentos
ejecutores de las directrices y consignas del que les preside. Esto
para nada es una apología de la desobediencia. El presbítero debe
obedecer siempre. Incluso en los casos en los que una orden no es
prudente o inadecuada o nace de una mala información. Lo dicho
anteriormente nunca es excusa para la desobediencia.

Pero, como se ve, la cuestión de si el obispo es el predicador


por antonomasia de la diócesis nos lleva a otras muchas cuestiones
eclesiales muy interesantes. Afirmar que el obispo es el gran
predicador de la diócesis es falso, puede haber otro presbítero que
predique más y mejor. El obispo ex officio no es el gran predicador
de la diócesis, ni en calidad ni en cantidad. ¿Es acaso el obispo el
que administra por antonomasia el sacramento del bautismo?
Evidentemente, no. Los presbíteros no realizan bautismos
simplemente porque el obispo no puede bautizar a todos. ¿Es acaso
el obispo el que administra por antonomasia la confesión o la
unción de los enfermos? No. Podríamos seguir. Hay una cuestión
de legitimidad nativa en ciertas funciones episcopales. Pero eso no
significa ni que realice mejor esas funciones, ni que los otros las
realicen por delegación. Hay permisos (como los sacramentales)

28
que no son una delegación, sino un permiso para ejercer la potestad
que está ínsita en el sacerdote por su ordenación. Al administrar los
sacramentos, el sacerdote actúa in nomine Christi; actúa su propio
ser sacerdotal recibido en la ordenación. ¿Actúa también in nomine
episcopi? Sí, si entendemos eso como mero permiso. Pero en el
acto sagrado del sacramento no actúa in persona episcopi, ni como
extensión del obispo, ni con un poder delegado. El obispo al
ordenar a alguien actúa in persona Christi. Eso nada tiene que ver
con un documento en el que el obispo delega alguna función de la
curia o pastoral en un laico o un diácono.

Como se observa, la profundización en lo significa “ser


verdadero pastor” en la relación entre el obispo y el párroco nos
ilumina en lo que significa ser “maestro auténtico” en la relación
entre esos dos grados del sacramento del orden. Hay un modo
correcto de entender ambas facetas; y, por otro lado, hay un modo
maximalista que no se ajusta a la verdad. Es lógico que una faceta
(la de pastor) ilumine la otra faceta (la de maestro) del obispo,
porque la esencia de las funciones eclesiales del obispo son una
armonía que se inscribe en una armonía grupal que es su rebaño.
Dios habiendo podido otorgar lo que hubiera querido a la figura del
obispo, ha obrado según un criterio de armonía, lógica y
conveniencia. En la organización de la diócesis no hubiera sido
lógico otorgar un pastoreo más compartido (en su relación con el
presbiterio), y una capacidad magisterial casi “absolutista” que
hubiera convertido a todos los demás predicadores en peones del

29
tablero de ajedrez diocesano. Como se observa la misma
proporción y armonía que existe en el pastoreo existe en el
magisterio.

Las conclusiones de todo esto me parecen claras. Las


afirmaciones de que el obispo es el verdadero pastor o el verdadero
predicador, o que lo es por antonomasia o por excelencia en su
diócesis son expresiones válidas únicamente con muchos matices
y, además se prestan a confusión. Hay otras formas de decir lo
mismo, pero de un modo más preciso y más claro. El obispo, en
definitiva, tres facetas: pastor de pastores, sumo sacerdote en su
diócesis y es garante de la ortodoxia. Sin ningún temor a
excedernos, podemos afirmar que es garante, vigilante y custodio
de la ortodoxia de la doctrina. Para nada son estas expresiones
tímidas o reductoras de su función, simplemente son precisas.

Los pastores son auténticos en su diócesis si el obispo los


autentifica, son legítimos si él los legitima. De ahí que incluso el
término “auténtico” que es más preciso que los otros mencionados
no deja de estar exento de cierta problematicidad. ¿El párroco no
es tan auténtico, no es tan verdadero? En mi opinión hay términos
(y algunos muy grandiosos) que están exentos de tal
problematicidad. No es que yo esté intentando disminuir la
excelencia de la función episcopal, pero en teología son preferibles
términos más unívocos. Repito, de nuevo, que el obispo
incuestionablemente es pastor de pastores, sumo sacerdote en su
diócesis y es garante de la ortodoxia.
30
Obsérvese que no veo ningún inconveniente en afirmar que
“ES garante de la ortodoxia”. Pero esta es la única función que no
es absoluta por más que él se esfuerce en ejercerla, pues cabe el
error de buena fe; y, por tanto, de forma más precisa hay que
matizar que “debería ser”.

El obispo ejerce como maestro de los maestros, en cuanto que


(con méritos personales o sin ellos) ejerce la función de enseñar a
los maestros de la diócesis. Pero eso no significa que sea el mejor
maestro entre todos: simplemente está facultado de forma nativa
para ejercer de maestro de los maestros. Es pastor de pastores entre
verdaderos pastores. Es sumo sacerdote entre los verdaderos
sacerdotes de su presbiterio. Todos predican legitimados por él,
pero no es el gran predicador de su diócesis, ni su predicación es
verdadera en el sentido de que la de sus presbíteros sea dudosa o
menos verdadera o menos legítima.

Repito que afirmar que el obispo es el predicador y el maestro


“por excelencia” en su diócesis, fácilmente se entiende como que
es “el mejor”. Dígase lo mismo de la expresión “por antonomasia”,
expresión que no es de fácil comprensión por más que se explique.
Alguien dirá que en el obispo algo lo es por antonomasia cuando
se trata de una característica inherente a su misma función
episcopal. ¿Pero no es inherente a la función de párroco el
predicar? ¿No es inherente a la función de capellán de un convento
el predicar? Sí, se me ocurren excepciones en casos muy
particulares, que serían claramente casos fuera de la norma.
31
¿Es el obispo el que perdona los pecados por antonomasia en
su diócesis? No. Con su autoridad podrá atar o desatar la
autorización para absolver en un presbítero. Pero ata o desata por
su autoridad. El presbítero perdona por la potestas inherente al
sacramento; y esa potestas de perdonar es igual en el obispo que en
el presbítero, aunque el primero pueda “atar” al segundo. Este
hecho sacramental nos ofrece luces respecto al presbítero que
predica y al obispo que puede “atar” esa capacidad de predicar: atar
(prohibir) o corregir o advertir o amonestar.

El garante y su falibilidad
Otra cuestión que se puede plantear es ¿de qué sirve que sea
garante de la ortodoxia si puede errar en esa función? O planteado
de otra manera: ¿de qué sirve la seguridad que nos ofrezca si él no
puede ofrecer una seguridad absoluta ya que el error en él es una
posibilidad? Planteemos la misma cuestión de otra manera: ¿de qué
sirve la seguridad de un informe de un inspector alimentario en una
empresa si cabe la posibilidad de que el inspector se equivoque?

Este problema tiene fácil solución y no problematiza la


función que ejerce. Imaginemos que nos preguntan si un notario
puede equivocarse al dar fe de un acto jurídico o si, incluso, puede
ser corrupto. La respuesta es sí cabe el error (involuntario) y cabe
la corrupción (voluntaria). Sin embargo, el que haya más o menos
notarios que realicen mal su función no implica que su función sea
32
la de dar fe. Del mismo modo no es el número de éxitos o fracasos
en la función de ser garante de la fe la que le otorga o le quita esa
función al episcopado. Es una función inherente a ese grado del
orden. La posible falibilidad no provoca que el notario no sirva para
dar fe. La posible falibilidad del obispo no reduce en nada la
función de ser garante. La experiencia nos muestra que del notario
podemos esperar que dé fe de los actos, y que el obispo ejerza como
custodio de la fe.

Aun así, sería posible la corrupción de todos los notarios del


mundo, pues se trata de una institución natural. Pero sería
imposible la corrupción de todos los obispos del mundo en unión
con el papa, pues del mismo modo que el obispo vigila la diócesis,
Dios vigila su Iglesia.

Recordemos, además, citando al profesor Villar, que el


término «auténtico» designa el carácter «autorizado» de los
pastores a la hora de testimoniar la fe de la Iglesia. La falibilidad
no reduce en nada el carácter de “estar autorizado” que tiene cada
pastor de pastores. De ahí el respeto y la atención con que deban
atenderse sus recomendaciones y la obediencia con que deben
recibirse sus órdenes. Obediencia en cuanto a las disposiciones de
fuero externo.

Pero si es falible, ¿debo someter mi voluntad a creer que es


de fe lo que él me enseña que es de fe? Lo normal, lo que ocurrirá
casi siempre, es que la palabra del obispo sea expresión del sentido

33
ortodoxo de la fe. Ahora bien, como cabe la posibilidad del error,
si en conciencia uno estuviera convencido de que no debe
someterse en el fuero interno, entonces podría recurrir a la instancia
superior, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

Hago notar que un concilio provincial, el Dicasterio para la


Doctrina de la Fe, no están dotados del carácter absoluto de la
infalibilidad que siempre se ha predicado de los concilios
universales o del papa cuando enseña ex cathedra. Ahora bien,
sería irrazonable no someter la voluntad en el fuero interno más
que cuando hay una determinación de la instancia última. Y así
podemos tener tres escenarios posibles:
A. La inmensa mayoría de los concilios provinciales siempre fueron expresión de
la fe ortodoxa tras las disputas teológicas que urgió a convocarlos. Y eso a pesar
de no ser infalibles.

B. Dígase lo mismo de todas las determinaciones del Dicasterio para la Doctrina


de Fe, aunque podamos encontrar algunas excepciones a lo largo de los siglos en
ella o en las instituciones previas que ejercieron la misma función.

C. De hecho, lo razonable es que lo mismo sea aplicable a la enseñanza del papa


cuando no ha enseñado ex cathedra.

Como se aprecia, aferrarse a la falibilidad para no someter la


mente ante la expresión de la fe verdadera expresada a través de
estas instancias sería un modo de no tener que someterse nunca.
Sería impensable tener que convocar un concilio universal o emitir
un dogma para cada controversia teológica que se pueda suscitar
en el mundo. Lo normal es que el obispo sea el garante de la fe y
eso sea más suficiente: es lo normal y lo razonable.
34
Aun así, en los pocos casos que este justificado cabría el
recurso a Roma. Pero para que fuera lícito ese recurso, tendría que
estar justificado. La imprudencia en apelar a Roma puede ser un
pecado de terquedad. Pero si se recurre y el dicasterio determina
algo, siempre se ha dicho Roma locuta est causa finita est. No en
vano la sentencia dice “Roma”, no el “santo padre”. Ir más allá
sería un nuevo pecado de terquedad, y todavía más injustificado.

Cuando observamos este proceso, estos pasos, la licitud para


emprender el recurso a una instancia romana, nos damos cuenta de
que el orden dispuesto por Dios es que, de forma ordinaria, sea el
obispo el garante de la ortodoxia. Aunque no veo mal que alguien
que tuviera grandísimos problemas en comprender algo, pidiera
consejo a una comisión de la conferencia episcopal o a una facultad
de teología de reconocida ortodoxia. Lo que sucederá
prácticamente siempre es que esas instancias no romanas le
ayudarán a esa alma atribulada a comprender, a entender, a aceptar
que lo determinado por el obispo es lo correcto. Pero le darán la
razón no por ser obispo, sino porque la boca del obispo casi siempre
ejerce bien la función de ser custodio de la fe.

La existencia de una cierta inspiración


Hechas las reflexiones precedentes que delimitan la
comprensión del término garante de la ortodoxia, término que
prefiero frente a otros, ahora voy a enfocar el tema desde una
35
perspectiva completamente distinta. Si hasta ahora he delimitado,
estableciendo un paralelismo con gobierno del pastor de pastores,
ahora voy a hacer justo lo contrario, comparándolo con el carisma
de la infalibilidad del papa. Antes he delimitado, ahora voy a
elevar. Antes podía parecer que sostenía una posición minimalista
y ahora va a parecer que sostengo una posición maximalista. Sin
embargo, en mi opinión, ambos aspectos son verdad, ambos
aspectos se articulan armónicamente sin colisión alguna.

Es cierto que el obispo no es infalible en materia teológica;


pero si el obispo es un hombre santo de gran oración, que
humildemente pide consejo a los sabios de la diócesis cuando hay
materias dudosas en la moral y la teología, si escucha a los
maestros, sopesa las cosas con calma y pide luces al Señor,
entonces no dudo en afirmar que el obispo fácilmente será
iluminado por el Espíritu Santo incluso sin darse cuenta él mismo.

Si es un obispo santo, que mantiene la presencia de Dios, que


pasa tiempo delante del sagrario, que emplea tiempo generoso en
escuchar a Dios en las Escrituras y si es humilde, será un garante
de la ortodoxia verdaderamente celestial, como un ángel puesto
sobre la sede en mitad de su clero, en mitad de su pueblo.

Es cierto que el carisma de la infalibilidad del sucesor de


Pedro solo lo posee el Papa y nadie más. Ese carisma o se posee o
no se posee. Ahora bien, no me parece que, por usar un símil
evangélico, no puedan caer las migajas de la mesa a los perros que

36
hay debajo. El carisma de Pedro es, en definitiva, asistencia de lo
alto: directamente de Dios, a través de la inspiración de los ángeles,
por la intercesión de los santos. Esa asistencia –la misma, pero en
un grado distinto-- puede descender sobre el obispo. Una asistencia
que no está asegurada haga lo que haga el obispo, o sea como sea
él como persona, solo si es digno y se esfuerza por buscar la verdad.
Por esforzarse me refiero a poner los medios humanos: estudio,
consultas, diálogo, verdadera escucha, reflexión.

Entendido de un modo recto, el carisma de Pedro (aun siendo


algo único) no carecería de una cierta participación en los grados
inferiores. O en vez de observar la cuestión de arriba abajo, sino al
revés: el carisma de Pedro sería este carisma episcopal (usual en
todos los obispos) elevado al más alto grado. En el fondo, estamos
hablando de la gracia de estado, aplicada a la ortodoxia. Hablamos
de gracias que recaen sobre todos los obispos dignos; y cuanto más
dignos, más ayudas invisibles recaen sobre ellos.

Algunos entienden la gracia de estado como algo automático


y no es así: soy obispo, soy inspirado; soy obispo, tengo pocas
posibilidades de equivocarme. Si el obispo se esfuerza, busca, ora,
pide consejo, lee las Escrituras, los santos padres, a los grandes
doctores, y sopesa todo con mucha calma, la gracia de estado
vendrá a él más que a un laico normal y corriente. Gracia de estado
que le iluminará en la defensa de la ortodoxia, en el gobierno de la
diócesis, en lo que ha de decir a su presbiterio. Hay un modo
equivocado de entender la gracia de estado, como algo automático:
37
“Solo si soy muy malo, no seré iluminado”. Y un modo correcto:
el Espíritu Santo actúa sobre el que es digno de recibir esa
iluminación, y en la medida de sus disposiciones.

Nunca hay que apelar a la gracia de estado para pedir el


asentimiento de los demás. Pues el más santo de los obispos se
puede equivocar por más que haya dedicado mucho tiempo y
humilde esfuerzo para buscar la verdad. La gracia de estado existe,
pero nunca se puede apelar a ella para que los demás dobleguen sus
entendimientos y voluntades. Porque, en definitiva, sería como
decir: “Asentid a lo que enseño u ordeno porque soy un iluminado
de lo alto”. La iluminación celestial existe, pero solo un soberbio
apelaría a ella como criterio para el sometimiento. La teología se
basa en la Revelación, la tradición y la razón. Exigir el asentimiento
de la voluntad basándose en un “creedme porque yo soy yo” sería
incorrecto. Se pueden alegar muchos argumentos para buscar el
asentimiento, pero no el “porque yo soy yo”.

La gracia de estado no es una realidad constante, no es una


res existens, sino una illuminatio superveniens, una inspiración, a
veces viene y a veces no. Tan grandiosa es esta ayuda que no dudo
en afirmar que se trata de una pequeña, modesta y humilde cierta
participación en el carisma de la infalibilidad petrina. Pero se trata
de una realidad a la que uno jamás de los jamases puede apelar para
exigir asentimiento, salvo que uno sea un insensato.

38
Pero entendida de forma correcta, hasta el párroco participa
de esa gracia en un grado mucho menor al del obispo. En él existe
una participación de esa illuminatio que he dicho que puede existir
en el obispo. Si los clérigos fueran santos, si a más altura de rango
en la jerarquía hubiera mayor santidad, esa illuminatio se
participaría en diversos grados, iluminando desde el Santo Padre a
los cardenales, arzobispos, obispos y párrocos, atravesando con su
verdad todos los rangos eclesiásticos. Esta iluminación del Espíritu
Santo no deja de existir en los laicos en la medida de su
santificación, en la medida de la inhabitación del Espíritu Santo.
Ahora bien, está claro que, en general, se puede afirmar que pueden
gozar de mayores gracias aquellos que las necesitan para ejercer su
cargo. Pero la medida de la gracia será según la Voluntad de Dios
y las disposiciones del que la recibe. De manera que la iluminación
en un laico puede ser superior a la de un cardenal. Aunque podemos
estar seguros de que Dios, por supuesto, desea iluminar
poderosamente al cardenal en razón de su función, y al teólogo en
razón de su labor de enseñanza, y al padre de familia para saber
cómo debe educar a sus hijos o solventar los problemas que se le
presentan en su tarea de ser padre y esposo.

Creo que es más adecuado entender el dogma de la


infalibilidad petrina como la cúspide peculiar y excelente de una
iluminación que recorre todos los rangos eclesiásticos que se han
hecho dignos de esa acción del Espíritu. Iluminación que existe en
los laicos, pero que puede ser peculiar en los clérigos. Peculiar

39
hablando in genere, porque de facto puede ser superior en un laico
que en un cardenal.

El modo que propongo de entender este carisma petrino es un


modo más natural que entender la infalibilidad del obispo de Roma
como una realidad en la que no caben participaciones menores de
esa misma iluminación; como si solo cupiera tenerlo o no tenerlo.
Entenderlo como un sí o un no, supone entenderlo como una
irrupción, como un “meteorito” si se me permite la expresión.

Eso sí, para un católico está claro que solo la gracia en la


cúspide de la pirámide otorga infalibilidad segura, objetiva e
indudable. Por debajo del Papa esa iluminación no es segura ni
indudable. Es decir, no adquiere un rango de objetividad tal que
merezca nuestro asentimiento en conciencia.

No han sido pocos los teólogos progresistas que se han


llevado las manos a la cabeza al oír hablar de la infalibilidad papal.
Mi postura es justamente la contraria: ese carisma, en grado
sustancialmente menor, recorre o debería recorrer los rangos
jerárquicos de la Iglesia. Si no lo hace, es porque no somos dignos
de esa acción del Espíritu Santo. No somos dignos del escalafón
que ostentamos en la Iglesia de Dios.

Si se entiende este carisma del modo que he explicado, un


obispo puede estar más iluminado que el papa. Un obispo
cualquiera no tiene ex iure el rasgo de la infalibilidad. Pero de facto
su boca puede expresar siempre la verdad. Hay faros de santidad

40
que tienen siempre sobre sus cabezas, como una nube, la acción de
la Santísima Trinidad.

Como se ve, si la santidad fuera el gran ornato de los rangos


eclesiásticos; si se escogiera para estar más arriba, al que ha sido
más transformado por la gracia; si se colocara en lo más alto del
candelabro a la vela que más ilumina, entonces el obispo sería la
gran fuente de la sabiduría colocada en medio de sus presbíteros,
de sus diáconos y de su pueblo. De forma natural sería el garante
de la ortodoxia. Sería no solo el pastor de pastores, sino una
verdadera fuente de sabiduría. Sería el pastor por excelencia,
porque sería el pastor más excelente.

Desgraciadamente algunas veces se escoge al sordo espiritual


para hablar a los pastores, al cojo en su alma para regir el paso de
los que precede en el peregrinar. Esto ocurre algunas veces, pero lo
que sí que ocurre muchas veces es que se escoge no al mejor, sino
a alguien meramente digno.

Con este modelo participativo del carisma petrino se entiende


de un modo más sencillo por qué el papa no es infalible en todo
momento, pero por qué también siempre hay que atender con suma
atención y respeto cualquier cosa que diga. El papa no es infalible
todo el día, pero la acción del Espíritu Santo puede estar presente
en su actuar mucho más de lo que pensamos si nos fijamos en él
desde un punto de vista meramente lo humano. Algo lógico pensar

41
que pueda estar muy presente esa acción porque por él interceden
obispos, monjes, eremitas, ascetas y millones de católicos, además
de la intercesión e inspiración de los santos del cielo. Aun así,
puede equivocarse cuando no habla ex cathedra: sí.

Como se ve, manteniendo formalmente la letra del dogma,


hay un modo de entender la infalibilidad del sucesor de Pedro como
algo parecido a un “meteorito”, como un privilegio único que
sobreviene como una iluminación repentina y que es algo
completamente privativo de su persona. El modo que propongo es
una realidad única participada por todo el episcopado, y que hay
que entender de un modo más natural. Este segundo modo de
entender el dogma no niega la infalibilidad papal al hablar ex
cathedra, ni tampoco afirma la infalibilidad del resto de los
individuos episcopales. Colegialmente (y en unión con la cabeza)
sí que esa presencia del Espíritu Santo aseguraría también la
infalibilidad de las proposiciones de fe. Precisamente afirmar la
infalibilidad colegial es un argumento a favor de entender este
carisma como una realidad participada.

Recapitulando
Todo lo dicho desde el principio, tanto lo delimitador (no es,
en cierto sentido, maestro por excelencia) como lo exaltador
(participa, limitadamente, del carisma petrino) nos lleva a entender
que, aunque el obispo que presida una diócesis sea un individuo
42
muy limitado en sus capacidades, él es el garante de la ortodoxia.
Antes ya he dicho que una cosa es serlo y otra que ejerza bien su
función.

Pero prácticamente siempre cumple de forma adecuada con


esa tarea. Los casos en que no es así, son excepcionales. Cierto que
existen policías corruptos, pero la mayor parte de los policías son
honrados. En ese sentido las excepciones no anulan la afirmación
de que la policía es garante del orden. Lo mismo se aplica al obispo,
con independencia de sus cualidades. Aunque no está de más que
él mismo recuerde que se le aplica lo mismo que a la policía: no se
trata solo de ejercer o no su función, sino de que puede ejercerla
mejor o peor.

En el ejercicio de esta función al obispo no hay que verlo


tanto como a una especie de policía, sino como sello de la
autenticidad de la fe del rebaño. No hay que ver a su persona
reducida a ejercer una labor punitiva tras una investigación, sino
como un don eclesial que nos ayuda a estar anclados en la fe
apostólica. Por supuesto que el mismo custodio de la fe debe
esforzarse en que su labor sea vista como ayuda, como servicio,
como don; pues su misión se puede ejercer de un modo
innecesariamente desagradable y exigente sin necesidad.

En algunos periodos de la historia, los menos edificantes, ha


habido prelados (alejados de cualquier carácter paternal) que se han
mostrado más bien con la cara del inquisidor que mantiene la

43
ortodoxia a través del temor. Ha habido prelados individuales, en
otras épocas, que se han mostrado bajo el aspecto de un vigilante
de la fe que examina todo de un modo exigentemente maniático,
haciendo problema de cualquier cosa. A nivel general esa forma
nada evangélica de vigilar la fe ya es historia; pero, de tanto en
tanto, sin duda que se dará el caso de algún presbítero que será
tratado de forma muy hostil por el obispo, alegando que su afán se
limita a defender la ortodoxia.

Alguien puede reprochar a este escrito el haberme centrado


en la faceta de custodio de la fe y que podía haber abordado alguna
otra faceta suya como maestro. Es cierto, podía haberme fijado en
aspectos positivos, pero este artículo se centraba en la delimitación
de lo negativo. ¿Por qué? Porque consideré que era verdaderamente
útil, una ayuda para prelados y súbditos.

Pero por muy positivos que deseemos ser en el enfoque del


obispo como maestro, está claro que la ordenación episcopal no lo
convierte ni en el mejor teólogo de la diócesis ni en su mejor
predicador.

¿La episcopalidad convierte la predicación del prelado en una


predicación peculiar? La respuesta es no. En principio sus
predicaciones tienen las mismas virtudes y defectos que cuando era
presbítero. Digo “en principio” porque no albergo la menor duda
de que Dios le puede regalar uno o varios dones en la ordenación
como obispo. Por tanto, puede recibir un don que mejore algo sus

44
predicaciones. Y no digo yo que no lo haga en no pocas ocasiones
y así el modo de predicar mejore, pero la gracia se inserta en la
naturaleza. De manera que en la mayoría de los casos en que se
reciba ese don, la gracia le mejora, pero no le da la excelencia.

No, su predicación no tiene el rasgo de lo peculiar, tampoco


sus escritos teológicos. Retornamos aquí a la cita de Villar con la
que se abría este escrito: El término «auténtico» designa el
carácter «autorizado» de los pastores a la hora de testimoniar la
fe de la Iglesia. Únicamente por ese rasgo de estar especialmente
autorizado podríamos afirmar algún tipo de peculiaridad.

Puede parecer que insisto demasiado en esta normalidad de la


predicación episcopal, pero es que durante los años 70 y 80 del
siglo XX se extendió una visión muy presbiteriana de la Iglesia, esa
forma de ver las cosas la viví en primera persona. Pero después,
como reacción, he sido testigo de una forma de entender la figura
episcopal de un modo que lo separa completamente del resto de los
clérigos de los que procede. Como si en la relación gracia y
naturaleza, esta última fuera irrelevante. Como si la ordenación
episcopal transformara de la tal manera las virtudes naturales
previas que el resultado final quedara tan sustancial y radicalmente
tan por encima de los bautizados y del clero que la diócesis se
convirtiera en una monarquía episcopal. No, ser ordenado obispo
no implica recibir el carisma de profeta. No afirmo que esta visión
sea lo usual, pero ciertamente esta tendencia existe.

45
Esta visión descentrada es lo que lleva a ciertos fieles y
clérigos tradicionales a considerar que si el obispo no sigue su
línea, si afirma enseñanzas que no concuerdan con sus esquemas,
entonces es un traidor. De manera que estos sujetos que consideran
la figura del obispo de un modo descentrado dividen al episcopado
en dos bandos: traidores y fieles.

Todas las precedentes reflexiones nos deberían convencer de


que la verdad, la ortodoxia, el sentido recto en el que hay que
entender las expresiones de la fe, se logra de forma eclesial, es
decir, de un modo colegial, comunitario. Hay una forma de
entender el magisterio episcopal como un héroe que, como otro
Atanasio, lucha con su espada y salva a la diócesis como otro
Sansón. Sin ninguna duda ha habido y hay casos así. Pero lo normal
es que el magisterio del obispo se ejerza de un modo modesto,
como humilde servicio; no como un Moisés que baja de la
montaña. Lo usual es que el obispo ponga voz a una labor colegial
de búsqueda de la verdad en situaciones complejas de duda. La
mayor parte de las situaciones son simples y no requieren ni de
búsqueda ni de esfuerzo, solo de la repetición del magisterio.

En los casos dudosos acerca de la ortodoxia, la pureza de la


respuesta episcopal raramente se obtendrá encerrándose a solas en
la capilla y dedicándose a la oración. No digo que no pueda suceder
de esa manera a veces, pero lo normal es que el acto de gobierno
individual del obispo para dirimir una duda acerca de la ortodoxia
sea el resultado de una búsqueda eclesial a través del estudio, la
46
oración, el consejo y el diálogo. La iluminación existe, pero el
modo ordinario para obtener la verdad es coral y no personal.

Si no fuera así, no habría ninguna necesidad de realizar


estudios teológicos y reuniones en una diócesis, bastaría un acto
autoritativo del obispo y podríamos ahorrarnos todo ese otro
trabajo de búsqueda de la verdad. ¿Para qué discutir, estudiar y
evaluar, cuando solo tendríamos que preguntar al obispo y
escuchar? Y lo mismo valdría para la Iglesia universal, ¿para qué
convocar concilios para discutir las cuestiones dudosas, cuando el
santo padre podría resolver todo a base de continuas intervenciones
ex auctoritate? Con esto no estoy negando el dogma de la
infalibilidad papal. Solo afirmo que el uso de esa prerrogativa
solemne no es el medio habitual para zanjar las cuestiones
teológicas que van surgiendo con el devenir de la Historia. Y lo que
vale para la Iglesia universal, vale para la iglesia diocesana.

Después de tantas reflexiones, después de tantos matices,


llegamos a una cuestión que recapitula todo lo dicho: ¿cuál sería la
forma ideal para referirse al obispo en esta faceta predicadora,
teológica y relativa a la ortodoxia? En mi opinión, lo mejor es
afirmar que el obispo es maestro. Es una afirmación verdadera,
sencilla y que no suscita problemas. Además, normalmente esto es
lo que se suele afirmar del obispo. Obsérvese que del obispo se
suele decir con esa formulación y no se dice: “Es un maestro”. De

47
esta manera se está expresando su función peculiar. Si dijeramos
que es “el maestro”, estaríamos dando a entender que es el único
maestro o que lo es por excelencia.

También se puede decir de él que es garante de la fe –garante,


custodio, vigilante-- esta también se trata de una afirmación sin
problemas de interpretación. Pero la expresión “maestro de
maestros”, aun siendo verdadera en los aspectos ya expuestos,
podría dar una incorrecta impresión de excelencia. En la segunda
redacción de este artículo había dedicado un espacio generoso a
explicar por qué la palabra latina doctor empleada en el canon 753
para referirse a los obispos significa “maestro” y solo maestro. En
la revisión de este escrito consideré más misericordioso con los
lectores ahorrarles un alarde de erudición latina que les hubiera
aburrido y que al final llevaba a esa conclusión sin aportar nada la
cuestión que aquí se trata.

El obispo es pastor, pontífice y maestro. Pastor de los pastores


y de los fieles. Pontífice de los sacerdotes, es decir, sumo sacerdote
de su presbiterio. El papa es sumo pontífice, aunque usualmente se
abrevie denominándolo como “pontífice”. El obispo es
necesariamente maestro en cuanto sucesor de los apóstoles, dado
que esta faceta del enseñar no se puede dividir del regir. El obispo
es maestro y supervisor de los maestros.

Dentro de la diócesis el obispo es la última barrera frente al


error. El muro último, barrera, muralla frente al error:

48
--Si hay una duda, perplejidades y disputas entre los laicos acerca de la doctrina,
estos acuden a su párroco.

--Si hay dudas entre los sacerdotes, se acude a los maestros de la diócesis, es
decir, a los peritos en teología, a los profesores del seminario, etc. No hay
necesidad de molestar al obispo con consultas que pueden ser resueltas por los
más sabios de la diócesis.

--Si hay dudas entre los expertos, el obispo autoritativamente puede intervenir.

Como se ve, el obispo es el último rompeolas de la herejía, la


última instancia de la iglesia particular en orden a la defensa de la
recta doctrina. En el concepto “doctrina” incluyo a la moral, pues
la moral es una consecuencia de la doctrina. La moral no es algo
independiente de la teología, sino consecuencia de esta.

Conclusión
El obispo ejerce con toda autoridad como custodio; recuerda,
a los fieles, la recta doctrina, y normalmente predica la verdad, no
se limita a denunciar el error. Pero eso no significa que sea el que
produce la mejor teología positiva: no tiene por qué ser el que mejor
predica sobre la Virgen María o el que mejor predica sobre la gracia
o sobre la Santísima Trinidad. Una cosa es ser supervisor y otra que
sea el que produce la más profunda teología.

¿Queda su figura reducida a la de ser un maestro más? La


respuesta es no. El retrato completo de su figura debería reflejar
también los aspectos positivos provenientes de su apostolicidad. En
este escrito, hasta ahora, nos hemos fijado en el obispo como
49
maestro bajo una muy concreta perspectiva. Pero la sucesión en la
apostolicidad tiene otros aspectos positivos que no han sido objeto
de las precedentes reflexiones.

El obispo debe ser escuchado por su presbiterio y fieles. A


otro predicador le escucho si me interesa, si me produce beneficio
espiritual, y no le escucho si no me produce fruto. En el caso del
obispo, al ir unida su predicación a su carácter de sucesor de los
apóstoles, debo escucharle con el respeto y atención que merece su
figura sagrada.

Se puede dar el caso --y se da-- de que un laico pueda saber


más teología que su párroco. Pero el laico, al asistir a la liturgia,
tiene que escuchar la predicación de su párroco (que es su pastor)
y debe hacerlo con el respeto que le otorga su autoridad sagrada.
Lo mismo vale y con respeto todavía mayor en el caso del obispo,
aunque el laico sepa más teología, aunque el laico sea más santo
que el obispo.

Quizá este sea un ejemplo que nos ilustra acerca de cómo


compaginar los aspectos negativos (lo que no es) con los aspectos
positivos de la predicación episcopal. La palabra del obispo no es
opcional, no es prescindible. Si se escogiera como obispos a los
más sabios y santos de entre el clero, a la autoridad de su palabra
se uniría la unción, a la autoridad se uniría la sabiduría. Sí, lo ideal
sería coronar con la autoridad a aquel cuya boca es un pozo de

50
aguas celestiales. De esa manera a la labor negativa de la vigilancia
se uniría la labor positiva del que enseña como un Salomón.

Obsérvese que un obispo santo no necesariamente es el más


erudito en historia de la Iglesia, en los tratados de moral, en teología
trinitaria. Lo normal es que el obispo esté rodeado de presbíteros
más expertos que él, cada uno en su especialidad. Pero cuando el
obispo es santo de verdad, vemos a la sabiduría rodeada de la
erudición: su sabiduría personal rodeada del consejo de los eruditos
de su diócesis. No es lo mismo la sabiduría que viene de lo alto a
través de la lectio, de la oración, del ascetismo, de una vida de
grandes virtudes, que la erudición del experto.

Cuando hablamos del obispo como maestro, habría que


ordenar al que ya antes de la ordenación era una montaña, porque
la ordenación no lo convertirá en una montaña. El pobre hombre
que es ordenado obispo sigue siendo un pobre hombre.

51
Sobre los obispos y la capacidad para conocer
la verdad
Algunas consideraciones acerca de la desconfianza que hay que tener acerca de la propia
capacidad para no equivocarse al juzgar a personas o grupos de personas

CUANDO ME ENCONTRABA ENFRASCADO en la redacción de un


artículo sobre la catedral norteafricana que fue el marco de las
predicaciones de san Agustín de Hipona, leí unos fragmentos de
dos cartas del santo obispo al monasterio femenino gobernado por
una abadesa, de la que no se sabe el nombre. Resulta muy
interesante la situación que se describe en esas cartas (epístolas 210
y 211), porque una parte de las monjas quieren que la abadesa
renuncie a su cargo en favor de la superiora que le seguía en el
gobierno de la comunidad. Para ello apelan al capellán, que no les
ayuda en este propósito, pero que acaba proponiendo su propia
renuncia ante una situación de total división que debió ser muy
agria para provocar tal reacción.

Finalmente apelan al obispo Agustín. El cual les escribirá una


carta durísima: ¿Cómo es posible que se produzca un cisma en un
monasterio? ¡Y eso contra una madre que durante años os ha

52
asistido, cuidado, instruido y os ha dado el velo a la mayor parte
de vosotras!

El obispo les reprende con gran dureza y así acaba la segunda


carta. Durante algún tiempo seguí dándole vueltas al contenido de
esas dos epístolas. Meditaba acerca de la capacidad limitada que
tiene cualquier rango de la jerarquía eclesiástica para conocer la
verdad cuando se producen disensiones en una comunidad
parroquial o religiosa. Unas veces la cosa está clara tanto en sus
causas como en sus soluciones. En ocasiones no está nada claro el
asunto, aunque se dedique tiempo a investigarlo. A menudo, al
observar una red de relaciones humanas, al juzgar si una mujer es
una buena abadesa o un párroco ha sido un párroco prudente, la
autoridad cree estar segura de cuáles son los problemas y sus
soluciones, pero no resulta sencillo para la autoridad poder
comprobar si el juicio fue correcto.

Todos estamos convencidos de que, investigando una


situación, llegaremos a saber la verdad. Pero, en no pocas
ocasiones, eso no es así. Fijémonos en el caso de esa comunidad de
esas monjas de Hipona, la posibilidad de que unas pocas personas
indispongan a la mayoría contra la superiora nunca debe ser
subestimada. Indisposición que puede volverse crónica, haga lo
que haga la víctima. Cuando se llega a crear cierta situación, todas
sus decisiones pueden ser vistas negativamente. Cuando se llega
cierta situación de hostilidad injusta, sea cual sea la prudencia del

53
que gobierna no logrará “apaciguar” al que suscita la disensión. A
veces la persona prudente, buena e inocente está rodeada de
elementos circunstanciales que impelen al que lo juzga a sacar una
conclusión negativa respecto al modo en que ejerció su autoridad
sobre una comunidad.

El superior prudente de una comunidad puede enfrentarse a


una situación de desprestigio creada por una sola persona que
mueve hábilmente a un grupo mínimo de individuos y que logran
corromper la opinión de otros. En cuestiones eclesiales no es
infrecuente que el investigador no pueda estudiar el hecho en sí, el
hecho que es motivo de la discordia, sino los relatos de las personas
que forman un círculo concéntrico alrededor del hecho, pero cada
una con su visceral visión de los hechos.

Lo normal es que el que investiga desde fuera logre fácil


hacerse idea de qué sucedió y qué está pasando, de manera que se
acabe viendo que no todos los testimonios son igual de fiables. Pero
en otras ocasiones no es fácil hacerse una idea de las cosas ni
siquiera preguntando a todos: pues para unos, tal persona es una
santa, y para los otros, es un demonio.

Feliz el obispo que cuenta, entre las filas de su clero, con uno,
dos o tres presbíteros que puedan investigar las cosas sin prisa, sin
subjetividad, con perspicacia, sospechando de los propios
prejuicios, sospechando de la misma capacidad para conocer la
verdad. Pero cuando se investiga algo tan etéreo no es siempre se

54
puede llegar al juicio del hecho en sí (si gobernó prudentemente o
no; si fue un buen párroco, si fue un buen vicario episcopal) y hay
que conformarse con recoger un ramillete de opiniones.

Si este reconocimiento de la propia limitación para conocer


lo que es materia de por sí tan etérea es necesario, resulta llamativo
el afán de algunos prelados por pretender juzgarlo todo por sí
mismos a base de primeras impresiones, sin dedicar el tiempo que
el asunto requiera, confiados en su mucha experiencia, confiados
en que la gracia de estado les iluminará: “Como no dispongo de
tiempo y no quiero delegar, el cielo me iluminará”. La gracia de
estado es una ayuda de Dios, pero que no sustituye a la necesidad
de poner los medios naturales para obtener la verdad.

La verdad que atañe a grupos de personas, aun dedicando


mucho tiempo a dilucidar quién tiene razón, no siempre es posible:
la mayor parte de las veces, sí; en otras no es posible, se dedique el
esfuerzo que se dedique. La abadesa de la carta de san Agustín
pudo ser muy buena durante muchos años, ¿pero estaba seguro el
obispo de que no se había vuelto cruel y despótica? Cierto que
había una división en la comunidad. Pero esta división ¿era fruto
únicamente del pecado de algunas súbditas, o existían graves
deficiencias en el gobierno de la superiora?

La santidad del célebre obispo de Hipona no le confiere


infalibilidad en sus juicios. Las dos cartas de san Agustín, aunque
sean edificantes por su contenido genérico, para nada me hacen

55
pensar que fueron las monjas las que estaban equivocadas. A pesar
de que se trate de san Agustín, suspendo juicio sobre el conflicto.
También los sabios se dejan llevar de las primeras impresiones.

En toda estructura de autoridad, sea civil o religiosa, existe


una innata tendencia a resistirse a delegar funciones. Eso es
provocado por la falta de tiempo del que ejerce la autoridad. Y,
precisamente, la falta de tiempo se esgrime como excusa para tener
que zanjar los problemas de modo sumario: sea el enfrentamiento
de unos feligreses con el párroco, sea la tensión entre un párroco y
su coadjutor, sea la colisión de una hermandad con su capellán, o
cualquier otro conflicto similar. Esta sensación de urgencia por
zanjar los asuntos debido a la poca disponibilidad de tiempo lleva
a fiarlo todo a las primeras impresiones. El conocimiento parcial es
causa de no poder realizar un juicio adecuado de la situación y de
las personas. Pero es que incluso el conocimiento pleno de la
situación no asegura un juicio final que sea adecuado.

El obispo puede sentirse respaldado por el hecho de que


clérigos y fieles acudan a él en busca de su juicio. Pero no acuden
a él porque confíen en su capacidad para conocer la situación --
muchas veces son, realistamente, escépticos--, sino porque el
sistema tampoco ofrece otra alternativa de apelación.

La solución racional es confiar menos en las propias fuerzas


intelectuales para emitir juicios sumarios, y tratar de delegar más.
Sobre todo, cuando en esos juicios está en juego una especie de

56
veredicto tácito acerca de la labor de toda una vida de un clérigo.
El afectado no es tonto y sabe que un determinado traslado de
destino es un modo de declarar que tenían razón los que le acusaban
de arrogante, de perezoso, de imprudente o de tantas otras cosas.
Estos juicios rápidos, realizados en el despacho del obispo,
suponen, en algunos casos, la desmoralización del pastor, la
pérdida de ilusión.

Además, el juicio sumario es inadecuado tanto para castigar


como para premiar. La parcialidad del conocimiento cuántas veces
ha llevado a que un determinado clérigo sea elegido para un
importante puesto parroquial o curial. Las propias primeras
impresiones nos traicionan también en materia de promociones.

La solución a todo esto está en el reforzamiento de la figura


de los arciprestes, eligiendo, además, a los más santos para esos
puestos. Y mucho mejor si se puede contar en la diócesis con
algunas personas de buen juicio (pueden ser incluso laicos) que
estén en disposición de dedicar el tiempo necesario para conocer
cuál es la situación en tal o cual grupo humano.

57
División entre fuero externo e interno
Algunos pensamientos acerca del modo de preguntar e investigar a un sacerdote acusado
de actos inmorales

HACE AÑOS recibí una consulta acerca del fuero externo e interno.
Un sacerdote (fuera del ámbito de la confesión) me hizo una serie
de preguntas de conciencia: ¿cómo enfocar el tema si su obispo le
preguntaba acerca de un pecado que había cometido? Aclaro que
voy a usar los conceptos de fuero interno y fuero externo tal como
se suelen entender por el común de los sacerdotes, no en el sentido
técnico canónico.

El tema que me planteó este hermano sacerdote lo pensé muy


en serio porque le atormentaba. Hablamos del asunto bastantes
veces, siempre fuera de la confesión. Tras varios años creo que
tengo mucho más clara cuál debe ser la doctrina a seguir al respecto
y la expongo aquí porque no dudo de que estas consideraciones
pueden ayudar a algún sacerdote del mundo, pues no es fácil
encontrar bibliografía sobre la materia de la que voy a hablar.

Quiero aclarar antes que aquí no se pone en duda la


obligación moral de no mentir (es un mandato directo del Señor),
ni el derecho del obispo a preocuparse por el alma de un presbítero.
La cuestión que aquí expongo es la del derecho del presbítero a
58
preservar su intimidad en materia de pecados ocultos. Paso a entrar
en materia.

La intimidad es un bien a proteger

Hace años, me pidieron dar una conferencia en una diócesis


de Estados Unidos. Era una sola conferencia en una parroquia. Iba
a estar en esa diócesis un día, un solo día. Cuál fue mi sorpresa
cuando días después de fijar la fecha para la conferencia, me
enviaron cinco páginas con preguntas que debía responder bajo
juramento.

Después de leerlas todas, le respondí que a todas las preguntas


podía responder un “no” rotundo, pero que no iba a firmar esas
hojas porque me parecía esa batería de preguntas suponían una total
invasión de la intimidad. Precisamente porque yo puedo responder
“no” a todas las preguntas es por lo que les digo que esas preguntas
son un abuso. La diócesis no dio marcha atrás. La conferencia se
anuló, pero tuve la seguridad de que yo había hecho lo correcto.

¿Tenía derecho una diócesis en la que iba a dar una sola


conferencia a saber cosas tales como si alguna vez había padecido
depresión? Tajantemente, no. Nunca he padecido depresión, pero
ellos no tenían por qué a conocer todo mi historial médico o moral
por un día de conferencias. El respeto a la intimidad del sacerdote
debe ser estricto porque estamos hablando de un bien importante.

59
En los últimos años, y sobre todo en Estados Unidos, se ha
pensado que lo mejor para defender el buen nombre del sacerdocio
era romper el muro divisorio entre el fuero externo y el interno. Y
no solo eso, por sistema, desde ciertas curias se han pedido
informaciones que no deberían haberse pedido nunca, mucho
menos por escrito y firmadas por el interesado.

Es cierto que una diócesis puede defenderse alegando que


solo pregunta a los demás acerca de ese sacerdote, y que no se le
pregunta al mismo interesado. Pero el nivel de detalle de las
preguntas y su carácter sistemático pueden constituir un mayor o
menor nivel de injerencia en lo personal.

Aquí nos movemos en un campo distinto a los examinados


antes (las preguntas episcopales, un proceso canónico), pero el
daño al ámbito de la intimidad personal puede ser real y objetivo.
Cierto que una depresión de un presbítero puede llegar a un grado
tal que se convierta en un factor que hay que tener en cuenta a nivel
externo, a nivel de gobierno episcopal. Pero no sería lícito
preguntar a todos los presbíteros si alguna vez han padecido
depresión. Es solo un ejemplo de los muchos que se pueden poner:
a nivel moral, de salud o de fama.

Conozco el caso de un vicario general que tomó aversión a un


sacerdote. Cuando fue trasladado a su nueva parroquia,
regularmente llamaba por teléfono a la sacristana para preguntar
por el nuevo párroco. No obtuvo nada, pero lo persiguió durante

60
años con su afán de saber. El vicario general podía alegar que tenía
derecho a preguntar, pero es un ejemplo de cómo la vigilancia debe
conjugarse con el sentido común.

Como se ve, resulta más fácil dar normas acerca de cómo


preguntar y acerca de qué es lícito responder, pero no sería
provechoso caer en una interminable casuística acerca de qué se
puede preguntar o no por parte de la diócesis. El sentido común y
la bondad de la autoridad siempre darán una regla segura, mucho
mejor que una larga lista de normas en cuanto al modo de proceder.

Cómo preguntar

Un obispo puede preguntar acerca de rumores que corren,


acerca de las denuncias, acerca de las sospechas que él mismo
tenga. No hay nada malo en que un obispo pregunte: “Hijo mío, he
escuchado tal cosa...”. Ahora bien, un obispo no debe preguntar
in genere:

No debería nunca preguntar: “¿Eres casto? ¿Guardas el celibato?”.

Si el obispo pudiera preguntarlo, también podría preguntar: “¿Abusas del alcohol?


¿Rezas el breviario? ¿Me criticas?”.

Un obispo nunca debería preguntar: “¿Me criticas?”. Pero sí que podría preguntar:
“He escuchado esto. ¿Es verdad que lo has dicho?”.

61
Puede parecer que se trata de un matiz que no tiene demasiada
importancia, pero el sacerdote tiene pleno derecho a que lo
totalmente oculto siga oculto.

Imaginemos que un venerable anciano sacerdote es acusado


por una viuda loca. Si el obispo pregunta in genere “¿has pecado
alguna vez contra el Sexto Mandamiento desde que eres
sacerdote?”, el presbítero tendría que desvelar, tal vez, un hecho
puntual sucedido treinta años antes que absolutamente nadie
sospechaba. Está claro que tiene todo el derecho del mundo a que
un episodio totalmente oculto siga oculto.

Pero, al mismo tiempo que tiene ese derecho, el interrogado


no debe mentir. Nadie debe mentir. Si no quiere pecar, tendrá que
callar. Si calla, será casi lo mismo que confesar su culpabilidad.
Buscar una evasiva será otro modo de reconocer que algo hubo. El
obispo no es tonto y una evasiva será entendida como una evasiva.

La pregunta in genere le obliga a desvelar lo que el obispo no


tiene derecho a conocer. Por eso, a los clérigos habría que
acostumbrarles a que no deben responder a preguntas cuya
formulación supone una ilícita invasión de su intimidad. Si el
obispo ha recibido una denuncia concreta, si existe el rumor acerca
de un hecho concreto, puede preguntar. Esto vale para todos los
pecados. Tampoco puede preguntar: “¿Has robado alguna vez?”.

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Para qué preguntar

No olvidemos en todo este asunto la cuestión clave: “¿Para


qué pregunta el obispo? ¿Cuál es la razón de querer saber? ¿Cuál
es el fin de obtener ese conocimiento?”. La respuesta es solo una:
ayudar a ese presbítero. A eso se añade que se debe buscar el bien
del rebaño que él preside. La bondad o no de ese operario del
Evangelio es algo que está a la vista de todos, es algo que se basa
en el sentido común al observarlo: si es trabajador, si trata bien a
los fieles, si gobierna bien el rebaño. Si se trata de un hecho
completamente puntual, no tiene tanta importancia saber, dado que
es un buen hombre que ha trabajado bien y sigue trabajando bien.
Razonablemente se puede suponer que si algo sucedió, ya se
arrepintió.

Muy distinto es el caso del presbítero que, al observarlo,


resulta evidente que está corrompido, que trabaja mal y poco, que
es una carga para la Iglesia. Desde esta perspectiva saber o no saber
lo concreto tiene una importancia limitada. Limitada es la
necesidad de saber y limitada es la capacidad para conocer por
parte del obispo.

Tanto si está totalmente corrompido, como si está “enfermo”


moralmente hablando, como si fue algo puntual de lo que se
arrepintió, las preguntas deben ir encaminadas a la ayuda de ese ser
humano. Sería ridículo mantener algún esquema que entendiera
que el pecado debe conllevar punición.

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Por supuesto –y debería ser ocioso explicitarlo– me refiero a
pecado (lo que se mantiene solo en el campo de la transgresión
moral), no a delito (lo que tiene implicación en el código penal).
En el caso de los delitos civiles (por ejemplo, los actos de
pederastia), la actuación ya debe discurrir por los derroteros que ha
marcado el Dicasterio para la Doctrina de la Fe o el servicio
jurídico de la diócesis.

Dejando aparte esta distinción, tener en cuenta el fin de las


preguntas nos lleva a saber el modo. Al mismo tiempo que se busca
saber cuál es la situación de ese presbítero y ayudarle, hay que
entender su lógico deseo de que lo oculto siga oculto. El obispo no
debería forzar las cosas.

En un proceso canónico

En el sistema procesal español el acusado puede mentir para


no ser condenado. ¿Puede hacer lo mismo el sacerdote acusado en
un proceso canónico por algún pecado deshonesto? Sobre este
punto reconozco que cabe cierta discusión. Se podría alegar que no
se miente a los que escuchen dado que ellos saben que se puede
recurrir a la mentira por parte del imputado. Pero ese razonamiento
queda reducido a esta formulación: no miento porque saben que
tengo derecho a mentir. Al final, se mire como se mire, es una
mentira.

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En mi opinión prevalece el mandato del Señor que nos ordenó
no mentir. Todo acusado tiene derecho a callar, a no reconocer su
pecado; pero todo lo que diga debe ser verdad. Este juicio moral
vale para los juicios civiles y los canónicos.

65
Pensamientos sueltos
Colección de anotaciones que quedaron tras escribir esta obra

HACE AÑOS le pregunté a una señora de mucha oración y ayuno


que les diría a los obispos si pudiera hablarles. Tras meditarlo un
momento en silencio, me contestó: Lo que tienen que hacer los
obispos es querer mucho a sus sacerdotes.

Hay sacerdotes que son la tristeza de sus obispos, hay obispos


que son la tristeza de algunos sacerdotes. He conocido obispos tan
queridos por sus sacerdotes. He conocido a obispos rodeados de
tanta indiferencia.

La presencia del Espíritu Santo en un concilio es tan real


como la de los obispos. Pero esa presencia se puede atraer o se
puede alejar. Esas reuniones las podemos humanizar o las podemos
sacralizar.

Por sus frutos se verá esa presencia. La armonía, el acuerdo


son frutos del Espíritu de Jesús. Existe la discusión armoniosa, la
discusión edificante, un lícito disentir que no destruye para nada la
unidad ni el amor ni el respeto.

66
Puede haber uniformidad malsana, puede haber uniformidad
con falta de caridad.

La sinodalidad existía cuando los Jueces se reunían a los pies


de una encina y deliberaban acerca de las cuestiones. Deliberar sin
querer imponer, pues nadie puede actuar como un nuevo Moisés
porque nadie hoy día es Moisés: todos somos hermanos en la fe.

Nadie entra en la Tienda de la Reunión y habla con Dios y


escucha sus respuestas al dictado.

Dios no quiere que nadie sea un nuevo Moisés, después de él


somos cosiervos.

La palabra “consenso” es buena, nos da una guía acerca tanto


acerca del modo de gobernar como de expresar la fe. Debemos
recordar que hay un consenso que puede estar mal formado. Hay
un disenso que puede ser sano.

67
¿Deben renunciar los papas si se ven muy
debilitados por la vejez?
Reflexionando acerca de las ventajas e inconvenientes de una renuncia papal y de una
resistencia a esa renuncia

LOS PAPAS, como regla general, no deben renunciar, salvo por


razones graves. De lo contrario, si las renuncias se generalizasen,
cuando los papas envejeciesen, siempre se abriría un tiempo en el
que los medios de comunicación presionarían para lograr que los
papas dejasen el cargo. De esa manera la etapa final de muchos
papados se vería abocada a un tiempo convulso de debates.
Presiones que vendrían tanto de los eclesiásticos, como del mundo.

El papa, aún muy anciano y aun no pudiendo ni salir de sus


aposentos, debe ser visto como un patriarca. Al modo de las figuras
de Abraham, Isaac o Jacob, debe ser percibido como el padre de
una gran familia; no como el director de una gran organización. Un
padre no renuncia. Es padre por enfermo y debilitado que esté. Su
mera presencia débil, aunque apenas pudiera andar o hablar, es el
recuerdo de que la Iglesia no es una multinacional, no es una
empresa. Cuando hablamos del santo padre, estamos hablando de

68
una figura sagrada, venerable, aunque no pudiera ejercer el
gobierno efectivo de la Iglesia en la última etapa de su vida.

Pero, por supuesto, hablamos como norma general al


desaconsejar las renuncias papales. Porque hay casos en los que el
sumo pontífice puede sentir en su conciencia que la renuncia es la
mejor decisión, y estar en lo cierto. Nunca debemos juzgar a un
papa por renunciar. Dios habla en la conciencia de cada uno. Y a
veces la razón puede indicar que se trata esta de la decisión más
acertada. En el caso de Benedicto XVI hizo lo correcto. No mucho
después se vio con toda claridad cómo le fue totalmente imposible
ejercer sus funciones. Esa era razón suficiente para tomar aquella
decisión. Antes he dicho que un papa puede seguir siendo papa
durante un tiempo, aunque no pueda ejercer sus funciones. No es
una contradicción: todo vicario de Cristo, cuando observa que
avanza hacia una situación parecida, es el que debe preguntarse en
la presencia del Señor si no ha llegado el momento de renunciar.
Es él el que sabe lo que le pide el Señor en su corazón.

Las dos posibilidades me parecen lícitas, tanto la


permanencia en caso de grandísima debilidad, como la renuncia
cuando la prudencia lo aconseje. La opción de la renuncia es la del
papa que entiende que el papado ejerce una función y que esta debe
ser desempeñada por el que puede ejercer determinadas tareas de
un modo razonable. Pero tampoco criticaría yo la posibilidad de un
papa que creyera que debe continuar en el cargo, aunque durante
sus últimos años de vida estuviera siempre en la cama o incluso
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ciego. Me parece muy propia de una familia la imagen de un obispo
de Roma al que los cardenales se acercaran a su lecho como los
hijos de Isaac cuando se aproximaban a su venerable padre. Esta
sería una imagen familiar frente a los modos de obrar en una
empresa con directivos agresivos que solo busca la efectividad.
También esa situación de un papa ciego, en su lecho, me parecería
una verdadera predicación para los cardenales y para el mundo.
Que los purpurados se arremolinaran alrededor de su lecho para
visitarlo constituiría una escena entrañable. Si algún día, una
situación así se diera en la Iglesia, nadie debe intentar cambiar la
situación con criterios seculares. Es más, esa imagen del papa en
su lecho, rodeado de purpurados, lejos de esconderla, yo
aconsejaría que apareciera con frecuencia en los medios de
comunicación. Hay que hacer toda una reivindicación no solo de la
vejez, sino de la debilidad de la vejez. Hay que aceptarla como algo
normal, natural, no es ningún desdoro.
--¡Pero no gobierna!” --dirán algunos.

--Bueno, el ejercicio de la autoridad en la Iglesia no es como el gobierno


de los reinos de este mundo.

Pero insisto en que me parece bien la primera y la segunda


posibilidad. El debate siempre existirá porque hay razones para lo
uno y para lo otro: lo importante es discernir qué quiere Dios. Claro
que, en el caso de un papa demasiado debilitado, muy anciano,
sería necesario que previamente se hubiera nombrado un grupo de
tres cardenales o pocos más que determinara las cosas en su

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nombre, con autoridad vicaria. Si tal cosa sucediera, ese consejo de
cardenales debería obrar con total autoridad, delegada, pero con
verdadera determinación para que el gobierno de la Iglesia
continuase, sin dejar las cosas en espera. Tres cardenales sería un
número muy adecuado, mejor que cinco; el número de cuatro
podría dar lugar a empates. Por darle un nombre, se podría llamar
“consejo de regencia”. Y a los tres cardenales “cardenales-
regentes”.

He escrito estas líneas porque nos podemos encontrar con el


avance de la medicina con que cada vez más se den casos de papas
en ese estado con cada vez mayor frecuencia, y que los papas se
hallen en situaciones así durante periodos de tiempo más largos.
Sobre la renuncia poco hay que explicar, por eso aquí me centro
más en la posibilidad de la permanencia.

Pero en el segundo caso el gobierno de la Iglesia debe


continuar si perjuicio, de ahí que ese consejo de cardenales deba
gobernar plenamente. De esta manera en la Iglesia habría etapas en
que contaría con un gobierno más personal y otras etapas con un
gobierno más colegial. Esto no significa que sea bueno disminuir
las prerrogativas papales en favor de un gobierno colegial, no
significa que un gobierno colectivo sea mejor que el gobierno
personal del sucesor de Pedro.

Al contrario, esta segunda posibilidad de la regencia lo que


expresa es que la figura del vicario de Cristo es tan sagrada que no

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debe ser considerada con criterios de efectividad, meramente. No
debe ser ni entendida ni vista con criterios de este mundo. Claro
que es cada papa el que debe optar por una u otra posibilidad, y los
demás respetarlo. En unos casos Dios puede hacer entender al papa
que lo mejor es hacer una cosa, y en otros casos que lo mejor es
hacer la otra cosa. De todas maneras, parece razonable que esos
periodos en los que el papa no puede ejercer sus funciones no se
prolongaran más allá de un año o tres; tres en el caso máximo. Si
la imposibilidad para ejercer las funciones es total hay que
reconocer que tres años sin escuchar la voz del pastor de la Iglesia
Universal, tres años con un gobierno sin rostro, sería un periodo
demasiado largo. Sería distinto si la voz del papa, aunque débil,
pudiera seguir siendo escuchada: aunque sus breves alocuciones
tuvieran que ser grabadas en su lecho, apoyado sobre una pila de
almohadas.

La ley canónica debería aportar esta posibilidad de la regencia


en casos en los que el papa tuviera que ser intervenido
quirúrgicamente y el imprevisto resultado fuera un coma cuya
duración se presentase como totalmente indeterminada. También
en casos en los que el papa fuera secuestrado por una autoridad
civil, como cuando Napoleón trasladó a Francia y retuvo en su
poder a Pío VII.

Es cierto que sin necesidad de cambiar nada en el


ordenamiento canónico actual (escribo en el año 2022), en caso de
un papa incapacitado sería el sacro colegio el que tomaría las
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decisiones urgentes relativas al gobierno de la Iglesia Universal.
Ante una situación que se presenta como no breve (un coma) o que
se presenta como confusa (un papa retenido por una autoridad
civil), siempre es mejor tener los nombres de ese consejo ya
designados, que no hacer venir de muchos lugares del mundo a más
de un centenar de cardenales.

Pero la existencia de antemano de la institución de un


Consejo de la Regencia permite afrontar los nombramientos de
esos regentes con tiempo, sin presiones, sin urgencia. Solo veo
ventajas a la opción de preparar de antemano las soluciones para
las emergencias, y ningún inconveniente veo de este exceso de
prudencia. Si entendemos el lugar eclesial que ocuparía esta
institución para casos de sede impedida, no habría ningún problema
en que su autoridad vicaria se prolongase en el tiempo. Eso sí, este
consejo tendría incapacidad para cambiar cualquier ley canónica,
por pequeña que fuese.

¿Qué hacer si un miembro de este consejo muere o queda


impedido? Si el papa es retenido a la fuerza durante un año, el
régimen dictatorial puede hacer lo mismo con algún regente o con
los tres. Para sortear este inconveniente a la hora de nombrar a los
regentes, habría que nombrar una línea de sucesión en el cargo.
Línea que debería ser custodiada por unas cuantas conferencias
episcopales –no es necesario que sean todas-- para que si se diera
el caso, ellos pudiesen certificar que esos nombres son los
legítimos. La guerra, las armas nucleares, hacen conveniente que
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los nombres de la lista pertenezcan a hombres que estén repartidos
por la geografía y no se concentren todos en Roma o en un solo
país.

Dado que una potestad vicaria papal es una autoridad muy


poderosa y hay que tener en cuenta la posibilidad de la pertinacia y
de la imprudencia humana de los que ejerzan tal poder vicario, el
mismo que otorga esa autoridad (el papa) debería establecer que el
colegio cardenalicio tendrá capacidad para anular el consejo de
regencia con mayoría simple. En ese caso, si así lo ve conveniente,
el colegio podrá establecer otro consejo que se encargue de forma
ágil de los asuntos generales de la Iglesia; con plena libertad
respecto al número de sus miembros y funciones de las que se
encargarán. El sacro colegio podrá ser convocado por cualquiera
tanto por el decano del colegio como por el camarlengo

De esta manera se logra tener una institución ágil que se


encargue de lo urgente en caso de grandísima confusión o
necesidad. Pero se trata de una institución que pasado un poco más
de tiempo, viendo la situación con algo más de calma y tiempo,
puede ser refrenada, supervisada e, incluso, anulada.

Démonos cuenta de que la Iglesia puede tener que afrontar


revoluciones nacionales, guerras, explosiones nucleares que hagan
muy difícil los viajes o las comunicaciones. Y en medio de esas
situaciones y solo fijándonos en cuestiones materiales puede ser
conveniente tomar decisiones rápidas respecto a fondos guardados

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en bancos, respecto a traslado de obras de arte o a la ocultación de
reliquias y objetos sagrados. Respecto al Estado Vaticano existe un
vicario que se puede encargar de todo eso pues su autoridad no cesa
en la sede vacante, pero puede haber necesidad de tomar decisiones
en ámbitos que van más allá de esa jurisdicción.

La Iglesia será protegida por Dios, pero entre los medios


humanos que conviene tener previstos no parece que sea
desacertado contar con un mecanismo más ágil, automático, que el
mover a más de cien cardenales dispersos por el mundo para que
tomen las decisiones. Una situación catastrófica cuanto peor es más
rápidamente requiere que se tomen decisiones. Y cuanto peor sea
una catástrofe mundial más difícil hará las comunicaciones entre
los purpurados. Puede parecer que en una situación así bastaría un
acuerdo entre los cardenales por vía telefónica para delegar en
alguien la capacidad de tomar decisiones. El problema es cómo
certificar ese acuerdo. ¿Cómo los demás cardenales pueden
comprobar que existe o no ese acuerdo de sus hermanos? Eso no se
arregla con llamadas de teléfono ni videollamadas. Si en una
situación de extrema convulsión fiamos el gobierno de la Iglesia a
las comunicaciones a distancia, de facto esa persona o pequeño
grupo que tuviera que hacer una síntesis de todas esas llamadas
estaría actuando con pleno poder. El nodo de unión de esas
comunicaciones (el que las certifica y las sintetiza) tendría
concentrado el poder en su mano. Además, el actual sistema (en
caso de sede impedida el sacro colegio gobernará para todas las

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cuestiones que afectan a la Iglesia Universal) es un sistema que fía
ese gobierno a la continuidad de los viajes en avión entre
continentes, así como a la continuación de las comunicaciones para
convocarlos a todos desde todas partes de la tierra.

Lo mejor es tener prevista una solución para el peor de los


escenarios. Ahora mismo, en el caso de una situación de catástrofe
mundial, ninguna persona de la curia romana (ni un grupo de ellos)
puede arrogarse ninguna autoridad para tomar decisiones por
necesarias que sean más allá de su propia limitada jurisdicción.
Imaginemos una explosión atómica en Roma que cayera cerca del
Vaticano reduciéndolo todo a escombros. Durante varios días el
papa podría estar desaparecido. Dígase lo mismo de una operación
quirúrgica en la que la recuperación de la consciencia puede ser
cuestión de días, que después se transforman en semanas. Existen
circunstancias en las que la indeterminación de la duración resulta
inevitable.

Tres años de sede impedida parece un tiempo razonable de


espera, aunque viva el papa. En caso de notabilísima debilidad,
pero no total incapacidad, el plazo de regencia podría alargarse si
la presencia papal mediática fuera mayor y sus capacidades no
estuvieran completamente mermadas. Pero la aceptación del
consejo de regencia debería incluir una determinada norma, así
aprobada por el papa cuando estaba en plena posesión de sus
facultades: la norma sería que el consejo (en caso de sede
impedida) podría declarar el estado la sede vacante. Técnicamente
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sería una “sede vacante por impedimento del papa para ejercer sus
funciones”. El acuerdo de los tres regentes sería suficiente para
declarar esa situación. Se dice, no sé qué fiabilidad tenga, que Juan
Pablo II le había dicho a su secretario que si su enfermedad de
Parkinson le sumía en una situación de incapacidad en la que
repentinamente ni siquiera pudiera hablar, le había dicho a su
secretario que en el cajón de su despacho estaba su carta autógrafa
en la que explicaba su renuncia si se daba un caso así.

Sí, se pueden dar casos en que un papa ya no tenga ni


capacidad para renunciar. Los tres votos de los regentes bastarían
para declarar la sede vacante. Eso sí, la situación de sede impedida
para ejercer sus funciones normales debe ser evidente. De lo
contrario tanto el decano de cardenales como el camarlengo
podrían convocar al sacro colegio para examinar la veracidad de
esa sede impedida.

Puede parecer que el consejo de regencia puede dar lugar a la


posibilidad de una declaración injusta de sede impedida y que eso
sería una puerta trasera abierta para implantar un cisma. No es así
por una sencilla razón: el sacro colegio por mayoría simple puede
anular la declaración de ese estado de sede vacante; y en cualquier
caso un cónclave reuniría a todos los cardenales con la posibilidad
de discutir esta cuestión si hubiera alguna duda. No es una puerta
trasera para un cisma porque con consejo de regencia o sin consejo
de regencia si los cardenales estuvieran de acuerdo siempre pueden
declarar que una sede está impedida. El consejo de regencia
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permite una declaración rápida, ágil, de esos estados, pero no quita
ninguna prerrogativa de las que posee el sacro colegio.

Imaginemos ahora una situación peculiar:


A. Un papa que está prisionero en una cárcel e incomunicado.

B. Se elige a su sucesor.

C. Pasan diez años y la dictadura cae. El papa es liberado.

D. Se encuentran el papa liberado con el papa elegido durante su cautiverio.

¿Cuál sería la relación entre los dos papas? Sin duda alguna,
sería la misma relación que entre un papa emérito y uno reinante.
De hecho, desde la declaración de sede impedida pasaría a ser
denominado “papa emérito” el sumo pontífice prisionero. Por
supuesto que el papa reinante podría dimitir para que, dándose un
caso de sede vacante, pudiera ser elegido de nuevo el papa que fue
prisionero. Otra posibilidad es que el papa emérito de hecho
gobierne porque el segundo papa acepte una situación en todo
similar a de un vicario general; aunque papa reinante sería el
segundo. Esta sería una situación muy adecuada en caso de que el
papa emérito ya tuviera cierta edad y se pudiese esperar un
pontificado con fuerzas físicas rápidamente menguantes. En
cualquier caso, el tratamiento de “papa emérito” y “papa reinante”
se mantendría porque la cuestión de la autoridad debe quedar
siempre clara y no admitir ambigüedad.

Imaginemos que Hitler hubiera tomado al papa como


prisionero, es algo que sin duda pensó. Y una vez encerrado en un

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castillo de Austria se le permitieran algunas visitas y se le
permitiera mantener una cierta correspondencia. Es cierto que,
aunque prisionero, cabe la posibilidad de que pueda seguir
ejerciendo el gobierno de la Iglesia, mejor o peor, pero que pueda.
Esa posibilidad cabe. Ahora bien, imaginemos que hay serias dudas
de que realmente pueda ejercer el gobierno y que parece que es una
situación que puede prolongarse por un plazo de tiempo muy largo,
más de diez años. ¿Qué hacer en un caso de este tipo? En una
situación así, con la institución que he descrito, pasado un plazo de
tiempo razonable, el sacro colegio podría reunirse en un lugar
donde gozaran de libertad para deliberar y decidir si se da una sede
impedida o no; incluso si el papa prisionero se opusiera o pareciera
que se opone.

En esta situación descrita del papa prisionero de Hitler,


aunque la decisión la tomara el sacro colegio, sería el desarrollo
jurídico creado para el consejo de la regencia el que permitiría
tomar una decisión con un consenso jurídico claro acerca de la
validez de ese acto de declaración de sede vacante por
impedimento para ejercer sus funciones. A día de hoy todo esto está
indeterminado si se dieran tales situaciones expuestas. Convendría
una clarificación precisamente mientras se goza de paz y calma, no
en mitad del problema que es cuando se puede afrontar todo más
confusamente por las pasiones o por exigencia de la celeridad.

Obsérvese que el sacro colegio o el consejo de regencia


podría declarar la sede vacante por incapacidad, sin que para su
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validez se requiera una incapacidad total. Una “incapacidad
suficiente” bastará para declarar esa situación. Ya se ha dicho que
en caso de discrepancia entre el consejo de la regencia y el sacro
colegio, prevalecerá el sacro colegio; el cual, incluso, tiene poder
para anular a ese consejo.

Una función no pequeña del consejo de regencia en caso de


un papa que fuera deslizándose hacia algún problema neurológico
es que controlarían quién puede tener acceso al sumo pontífice y
quién no. En su último año de vida cuando un monarca (en la época
en que tenían poder) o un dictador o el dueño de una gran fortuna
comienza a sufrir un carácter cada vez más errático e impredecible,
la corte siempre tenía miedo de que una persona de su entorno
cercano pudiera arrancarle cualquier tipo de decisión o
nombramiento. En todas esas situaciones de final de un reinado se
hacía imprescindible el control de las visitas y del entorno que tiene
acceso frecuente. Un obispo con posiciones extremistas podría salir
de una visita habiendo conseguido una importante y equivocada
decisión papal. Cuanto más debilitado mentalmente se halle un
papa, más trascendental se hace vigilar a los clérigos que le
atienden en el día a día. Los regentes cuidarán de que nadie que
pueda aprovecharse de esa situación tenga acceso a él.

Cuando se observa este escrito, con todos los problemas que


he expuesto, más que animar a la permanencia de un papa
progresivamente más débil para ejercer sus funciones, parece que
es un buen ramillete de razones para animarle a la renuncia. Lo he
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dicho al principio: cada papa debe mirar en su conciencia y ver qué
le pide el Señor. El escrito muestra los problemas que pueden darse
y algunos no son menores.

Ahora bien, con renuncia o sin renuncia parece claro que la


institución de la regencia debe estar claramente delimitada para los
casos en que deba usarse. Si el papa acepta esa institución desde el
comienzo de su pontificado, todo estará claro en caso de que se
necesite. Si no se necesita, porque renuncia con mucho tiempo,
pues mejor. Pero si uno se va deslizando hacia la debilidad de la
edad sin darse cuenta de que ya no ejerce (ya no puede) muchas de
sus funciones, entonces es preferible tener claras las medidas de
emergencia en caso de necesitarse.

Este escrito muestra la conveniencia de la seguridad jurídica


en casos tremendos; por ejemplo, guerra atómica. Por eso sería
mejor que cada papa no cambiara las funciones del consejo de
regencia ni las normas que lo rigen. El consejo de regencia debe ser
una institución jurídica estable, con normas consolidadas. Una
institución estable cuya precisión legal se afinase con el paso de las
generaciones para evitar incertidumbres de juicio respecto a las
situaciones o perplejidades en la interpretación. No me refiero a la
creación de una mayor extensión de normas, siempre será
preferible la brevedad. Cuanta más extensión, más posibilidad de
“maniobra”. Las normas que deben regir esta institución deben ser
cuanto más breves mejor, pero las que haya deberán ser afinadas.

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www.fortea.ws

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José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro,
España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado
en el campo relativo al demonio, el exorcismo, la
posesión y el infierno.

En 1991 finalizó sus estudios de Teología para el


sacerdocio en la Universidad de Navarra. En 1998 se
licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en
la Facultad de Teología de Comillas. Ese año
defendió la tesis de licenciatura El exorcismo en la
época actual. En 2015 se doctoró en el Ateneo
Regina Apostolorum de Roma con la tesis Problemas
teológicos de la práctica del exorcismo.

Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de


Henares (España). Ha escrito distintos títulos sobre el
tema del demonio, pero su obra abarca otros campos
de la Teología. Sus libros han sido publicados en diez
lenguas.

www.fortea.ws

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