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Ediciones Fortearius

Alcalá de Henares, España


Título: Obispo reinante

© Copyright José Antonio Fortea Cucurull


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Publicación en formato digital, noviembre 2019


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Versión 1.2

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Obispo reinante
..............................................................................................................................................................................

La vida cotidiana de un obispo mundano del


siglo XVII en la Francia del Antiguo Régimen

J.A.
FORTEA

iii
índice
…………………………………………………………

Prólogo 1

Un día en la vida de un obispo 5

La situación del episcopado francés en el Antiguo Régimen 75

La relación entre inmoralidad y ortodoxia 82

Una anécdota mínima 83

Un último pensamiento 84

iv
Prólogo
........................................................................................................

En el año 2016, la Revista Agustiniana publicó mi largo


artículo titulado La catedral de san Agustín de Hipona. Al acabar
esa obra, en la que describo cómo era una catedral del norte de
África en el siglo V, se me ocurrió lo interesante que sería escribir
otro artículo acerca de la vida clerical que habitaba una gran
catedral monástica en la Inglaterra del siglo XII o XIII. Y no solo
describir, sino realizar una obra que fuera un diálogo entre una
catedral del final del Imperio Romano y un gran templo monástico
como Canterbury.
No solo eso, sino que me vino a la mente lo apasionante (para
mí, al menos) que sería completar esas dos obras con una tercera
que describiera cómo era la vida de los canónigos de una catedral
en el siglo XVIII en un lugar exótico. Pensé en una iglesia de tipo
colonial en México, o la formidable de Cuzco en el Perú o en algún
lugar tropical y selvático, como en Vietnam.
Y no digo “Vietnam” por casualidad. Resulta que, en el siglo
XIX, hubo un misionero que consiguió del rey del reino de Annan,
el título de barón. El sucesor de ese obispo-príncipe gobernó
eclesiástica y civilmente su diócesis hasta 1954. El último caso de
la Historia de un obispo ostentando pleno poder civil.
Además, concebí esa trilogía como un diálogo entre
catedrales. Es decir, una obra en la que comparáramos la vida de
un templo frente a otro templo. No me interesaba tanto la mera
arquitectura, como la vida litúrgica y clerical, el mundo de los

1
canónigos que custodiaba, reparaba y llenaba ese ámbito. Desde
entonces, me puse manos a la obra, acumulando materiales para esa
trilogía.
Pero fue la lectura, cuatro años
después, del libro de Joseph Bergin, The
making of the French episcopate, 1589-
1661, el que me abrió un mundo del que
yo solo conocía las líneas generales. La
idea de delinear la vida de una catedral
exótica en Indochina o en una planicie
del Perú cedió ante la perspectiva de
describir una pequeña catedral francesa,
provinciana, rural, en la época del
Ancient Regime. Pesó, en esa decisión,
también la dificultad que yo tenía para conseguir documentación
sobre esas otras opciones más lejanas. En el caso de una catedral
francesa prerrevolucionaria, la abundancia de material a mi
disposición facilitaba mi trabajo. Además, el retrato que podía
ofrecer a los lectores era mucho más exacto y preciso que el de
mundos eclesiásticos lejanos que apenas conocía.
Pero, conforme avanzaba en mis
lecturas, me daba cuenta que este libro
no debía estar centrado en la catedral,
sino en su obispo. Lamenté ese cambio,
porque suponía no continuar con el
enfoque proyectado para mi trilogía de
catedrales. Otro cambio en el proyecto
inicial es que escribiría este tercer libro
antes que el segundo que iba a tratar
sobre una catedral medieval
El hecho de que esta breve obra
esté centrada en la figura del obispo no la excluye de la trilogía
porque una parte sustancial del libro trata de la vida del cabildo de
la catedral.

2
Por supuesto, en este título, no tengo la menor pretensión de
añadir o completar lo escrito por los especialistas en Historia, sería
ridículo. Mi interés, desde el principio, es mucho más modesto:
pretendo tomar sus obras y hacer un análisis moral, extraer
consecuencias espirituales. Aunque confieso que este librito,
realmente, no nació de ningún propósito o pretensión, eso vino
después. El origen de este escrito es que había leído varios títulos
sobre el tema de los obispos franceses del siglo XVI y XVII y
quedé tan fascinado por los hechos históricos, que pensé que sería
interesante volcar esa fría abundancia de datos en una obrita que
penetrara en el alma de un obispo de ese tipo, un obispo no
fervoroso, superficial.
Pido al lector disculpas por no haber tomado un prelado
concreto, un obispo real, de esa época; pues he creado uno que sirva
como vehículo para describir lo que era un obispo de tipo medio en
ese tiempo. Tomar la opción de ceñirme a un obispo concreto que
hubiese existido habría implicado un volumen de trabajo
sustancialmente mayor, un tiempo
del que ahora no dispongo. A
pesar de este enfoque en la
escritura, confío en que los
expertos valorarán mi afán por la
precisión y la fidelidad.
En este prólogo he colocado
varios retratos de obispos para que
se vea cómo iban vestidos los
prelados franceses de esa época.
Pero si hay que poner un rostro al obispo de esta obra, me lo he
imaginado siempre como el que aparece en este cuadro, que es el
de la portada.
Una última cosa, dado que se trata de un relato novelado y no
de un artículo, pensé en no colocar ninguna cita bibliográfica. Pero,

3
al final, he dejado unas pocas; he dejado constancia de la
bibliografía en aquellos pasajes donde el lector podía preguntarse
de dónde he sacado la información.
Sumerjámonos ahora en la vida de un obispo del siglo XVII.

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Un día en la vida
de un obispo
........................................................................................................

Un anciano de sesenta años se despertó en medio de


suavísimas sábanas de holanda, agradablemente caliente bajo una
gruesa manta de lana roja con dibujos de flores azules, sobre la que
había un cobertor rosado tapizado con todo tipo de azucenas y
lirios. Era 25 de diciembre de 1600, hacía mucho frío en esa zona
del sureste de Francia. El anciano, que llevaba en la cabeza un gorro
de tela adamascada, se dio media vuelta. Eran las seis y media de
la mañana. Dentro de la cama se estaba caliente. Trataría de dormir
un rato más.
Ese viejecito era su excelencia Hippolyte Maurice de Morlot-
Morangle de Beaumont, trigésimo segundo obispo de la diócesis
de Fortveuillot; una diócesis provinciana, rural, modesta, lejos de
Lyon, Ginebra o Turín. Casi tan lejos de París como de Roma.
Lejos de todas partes.
El mullido lecho en el que ahora dormitaba era más propio
del siglo XIV que de la Era de la Ilustración. Una cama donde
podrían haber dormido simultáneamente tres obispos con holgura,
con cuatro gruesos pilares tallados en nogal y un dosel de la misma
madera del que caían, hasta el suelo, pesados cortinajes de varios
tipos. Esa cama llenaba una tercera parte de aquella pequeña
estancia. Un mueble desproporcionado para ese espacio.

5
El vetusto lecho hacía juego con el humilde palacio episcopal
del medievo: planta baja (con cuadras), primera planta, un extenso
desván bajo el techo. Un edificio de piedra, sombrío, poco
iluminado. Dotado de una minúscula biblioteca, una capilla donde
solo cabían cinco personas sentadas, y ocho habitaciones nada
envidiables. Allí vivían su ama de llaves, el criado y el cocinero,
gente de toda la vida. todos seguían durmiendo. Bien sabedores de
que al obispo no le gustaba madrugar. Ni le gustaba madrugar ni
quería ruidos por la casa.
El obispo dormitó con placidez media hora más. En su blando
colchón, estaba muy lejos de imaginar que el tataranieto de su
criado vería el hundimiento de todo ese mundo, la Revolución.
Pero, mientras tanto, todo seguía igual que desde hacía siglos.
Parecía un orden social tan inamovible, tan estable. Un mundo que
parecía que se prolongaría sin fin, generación tras generación. Pero,
tras tantos siglos, ya solo le quedaban unas pocas generaciones.
Pero nada de eso sabía monseñor Hippolyte y su sueño era
agradable y tranquilo. Remolonearía dentro de la cama, ya
despierto, durante un cuarto de hora más.

A las 7:15 el obispo, sin prisas, se decidió a levantarse. Se


puso una acolchada bata encima, se arrodilló y rezó sus breves
oraciones, sin mucha concentración por el frío. Después, con un
aguamanil de esmalte blanco echó agua en una jofaina de cerámica.
Con ella se restregó la cara, poco y sin entusiasmo. Acto seguido
se quitó el camisón y con una manopla y algo de jabón, se lavó
algunas otras partes del cuerpo: los sobacos y las ingles. Solo
algunas partes, el baño del cuerpo entero era para los domingos. Ya

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existían pomadas desodorantes. Lo cierto es que, con esta
operación diaria, ni él ni su servidumbre olían mal para nada.
Los pies no se los lavó, porque, todas las noches antes de
acostarse, los sumergía un rato en una palangana de agua caliente.
Se puso unas medias negras, hasta la rodilla; un pantalón corto
negro que le llegaba adonde acababan las medias. Una camisa
blanca de lino muy suave, sin solapas y cuyas mangas acababan en
puntillas.
Encima, para mantener el calor, se colocó una especie de
chaleco granate con botones, amplio, que le llegaba más allá de la
cintura. Encima se colocó una bata de seda verde con flores. Se
cubrió con un casquete azul de terciopelo para que no se le enfriara
la cabeza.
Comenzó a resonar la campana mediana de la catedral.
Anunciaba que, en breve, comenzaría el rezo de la hora prima en
el coro de los canónigos. En medio de la catedral desierta y oscura,
unos ocho beneficiados rezarían los salmos con los que comenzaba
el oficio divino de ese templo1.
En una esquina, había un tirador de tela, rectangular,
alargado, acabado en una pesada borla. Tiró de él cinco veces para
que la servidumbre supiera que ya estaba levantado. Cinco veces,
porque también a ellos les gustaba quedarse en la cama un rato más.
Había que dejar bien claro que se había levantado.
De allí se fue a la capilla, encendió una vela para leer mejor
el breviario. Con una manta sobre la cintura, también él rezó la hora
prima; los canónigos en la catedral, él en su capilla. Ellos
cantándola en un tono sencillo, él musitando en voz baja el himno,
los tres salmos y una breve lectura con responsorio. Después

1
Los horarios de las horas canónicas de un cabildo catedralicio han sido tomados de Alicia Martín
Terrón “Reglamento del campanero de la Catedral de Coria (1898)”, CAURIENSIA, vol. V (2010), pg.
307-325, ISSN: 1886-4945.

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invocaba a los santos del día con una letanía que acababa con un
padrenuestro y un responsorio.
Cerró el libro y a la luz de la vela se quedó mirando el óleo
que, sobre el altar, representaba a Jesús. Monseñor Hippolyte tenía
plenos poderes sobre 98 parroquias y quince pequeñísimas aldeas
que apenas podían ser consideradas algo más que ermitas con
sesenta u ochenta almas viviendo alrededor2. También ejercía su
paternidad espiritual sobre dos monasterios y once conventos. Su
diócesis, pobre, estaba bien lejos de la más grande del reino: Ruán,
con 1338 parroquias. Su diócesis, por el contrario, estaba entre las
más pequeñas.
Monseñor seguía mirando el rostro de Cristo. Había llegado
al episcopado a los veintisiete años. Segundo hijo de un conde, su
familia siempre le destinó a hacer carrera en la Iglesia. El
primogénito se quedaba con todas las tierras, el tercer hijo iba a ser
destinado al Ejército. Si venía un cuarto hijo –nunca llegó–, su
padre siempre dijo que le hubiera dedicado a la abogacía.
Su padre era un conde con poco abolengo (su título principió
con su abuelo) y no muchas rentas. Nunca había habido un obispo
en la familia. Así que puso todo el empeño en lograrlo para el
segundón. El padre le había dicho a su hermano mayor: ¿No te das
cuenta de que si logro que sea obispo, casaré mejor a tus dos
hermanas? ¡Hermanas de un conde y un obispo!
Así que el tema de su episcopado siempre se gestionó como
un proyecto familiar. Nadie le preguntó al pequeño Hippolyte
Maurice si quería dedicarse a eso. Daban por supuesto que si el
joven no deseaba entrar en el estado eclesiástico, ya lo diría. De
momento, le proveerían de una buena educación.

2
Acerca del tamaño de las diócesis más pequeñas de Francia en esa época, puede leerse a Michael
J. Hayden y otros autores, Six Hundred Years of Reform: Bishops and the French Church, 1190-1789,
Mcgill-Queen´s University Press, Canada 2005, pg. 138.

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Varias veces su madre había observado que el chico, tal vez,
no sintiese inclinación por la carrera eclesiástica.
–¡Respetaré su decisión! –repuso con energía el padre tanto
en la cama como en el comedor como en el carruaje–. Tú y yo solo
únicamente le animaremos.
Lograr que llegase al episcopado implicaba muchas
negociaciones y también pagar a un representante en la corte del
rey y a otro en la curia romana. El hijo era callado y dócil, el padre
comenzó a mover sus influencias.
Por un privilegio, el rey francés nombraba a los obispos de su
reino y Roma, simplemente, los confirmaba. Como Roma también
cobraba tasas elevadas para realizar los informes previos y las
bulas, el asunto no iba a ser nada barato. El padre convenció al
primogénito ya de treinta años:
–Haremos un pacto. Echamos la casa por la ventana. A
cambio, él se compromete a que, en el testamento, dejará todos sus
bienes a la familia.
El primogénito no lo veía claro, pero el conde seguía
insistiendo:
–Con las rentas, la familia saldrá ganando. Ya lo verás.
Pero el primogénito hizo notar la posibilidad de que su
hermano tuviera descendencia. Su padre que lo tenía todo pensado,
explicó:
–Bajo juramento, ha de comprometerse, a que su prole, si la
hubiere, no recibirá más de una tercera parte. Pudiéndola dividir,
entre sus vástagos, a su voluntad.
Con el entusiasmo de su padre y de su madre, con la reticencia
del primogénito, y con el apoyo del tercer hijo (cuyo prestigio
también se beneficiaba de tener un obispo en la familia) se realizó

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el acuerdo familiar que se ramificó hacia todos los conocidos en la
corte. Se ramificó hacia ellos en una serie de “si consigues esto, yo
te ofrezco esto otro”.
Aunque el proyecto venía de antes, la familia se había puesto
en marcha cuando el angelical rubito Hippolyte Maurice contaba
con doce años. Ya, entonces, el conde de la familia le dejó claro
que, a los diecisiete años, debería trasladarse a París a estudiar
ambos derechos: el civil y el canónico. Nadie nunca le preguntó
nada a aquel adolescente.
Los negocios vinícolas de su padre experimentaron, durante
diez años, un ascenso sorprendente. Eso significaba más relaciones
en la corte y más dinero para poder ser empleado en el proyecto.
Su hermana mayor quedó comprometida con un aristócrata. Ella
tenía un tío arzobispo en Tours, muy anciano. Ese arzobispo ya
había favorecido todo lo que pudo a un sobrino suyo y había
logrado para él una diócesis mediana. Cuando le presentaron al
joven Hippolyte, le pareció bien convertirse en su mentor. Se sentía
orgulloso de lograr ser mentor de dos obispos:
–Pero recuerda que todos los obispos tienen sobrinos –le dijo
una vez.
Ciertamente, ni con contactos ni con dinero ni con un mentor,
sería fácil.
El joven habló con su “tío” varias veces esos años. El anciano
disipó sus escrúpulos:
–Mira, tú puedes gobernar bien esa diócesis de la que te he
hablado [en esa época era otra]. Los santos son ejemplos, son
ideales. ¿Quién lo duda? Por eso los veneramos. Pero esa diócesis
necesita a alguien con una visión realista como la tuya.
El joven le miró dubitativo. Su tío insistió:

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–Tú gobierna, los santos ya se encargarán de predicar y de
hacer bien a las almas. Tú organiza y administra. Y si sigues con
esa señorita que tanto te gusta –el joven se ruborizó–, no te
preocupes: las faltas de la carne son las más excusables.
–He leído los escritos de san Juan Crisóstomo sobre el
sacerdocio...
–¡Esas lecturas te hacen daño!
–Pero san Juan Crisóstomo...
–Un santo patriarca en una santa época! –le interrumpió–. Los
nobles estamos llamados a regir la sociedad. Los nobles
eclesiásticos estamos llamados a regir la Iglesia de este reino tan
próspero y bello. En la época de ese santo, con unos higos y una
hogaza de pan estaban contentos.
–¿Pero no sería mejor poner un modelo de virtud al frente del
clero?
–Te repito que un santo haría un desastre. Si administras bien
la diócesis, tu clero te perdonará las comprensibles caídas de la
carne. Ellos mismos te absolverán gustosos. Porque prefieren que
se siente en la cátedra alguien que sepa gobernar, a que les caiga
encima un asceta insensato que ponga todo patas arriba”.

El bueno del hijo del conde siguió dedicado a sus estudios de


ambos derechos, sin destacar. Al menos, al final, como todos sus
compañeros acabó leyendo bien el latín. Nadie le ofreció estudios
teológicos. El joven no era seminarista, era un estudiante de París
por cuenta de su familia. Nunca puso el pie en seminario alguno.
Vestía como alguien de su posición, iba al teatro y jamás, por
supuesto, se había puesto una sotana.

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Una pobre muchacha del palacio de su padre, campesina,
llamó la atención del joven. Con ella desfogaba el ardor de la edad.
El hijo del conde, rubio, de ojos azules y una piel nívea, tampoco
era feo. Para ella no fue ningún tormento acceder a sus peticiones.
La familia de la joven se enteró y le animaron a seguir con una
relación que beneficiaba a toda la familia. Y, efectivamente,
aquella relación se materializó en muy buenas ventajas para su
padre que nunca aspiró a nada más que a seguir sobreviviendo. El
padre, para empezar, fue nombrado capataz de arrendados.
Fruto de esos juegos del “pequeño Hippolyte”, como le
seguía llamando su madre nació un encantador angelito de ricitos
pelirrojos. Recibió buena educación y toda la familia prosperó. Un
segundo hijo todavía hizo más felices a los abuelos campesinos.

Hippolyte, al acabar sus estudios, fue durante dos años a vivir


con su tío el arzobispo. Allí conoció cómo se administraba una
diócesis. Entró con el oficio de notario de la curia archidiocesana,
encargado para los asuntos civiles. Se dejó bien claro que el joven
sobrino había llegado para aprender, pero que no se quedaría. La
sucesión en Tours estaba ya zanjada desde diez años antes. Su
presencia no molestó a nadie, no venía a hacer sombra a nadie.
Estando allí, llegó la gran noticia. Había sido designado por
el rey como obispo de la diócesis de Fortveuillot. Tuvo que
extender un inmenso mapa sobre la mesa de la biblioteca para
encontrar dónde se encontraba aquella insignificante diócesis. No
le gustaba, pero su tío le dejó claro que era la única vacante que no
había recibido candidatos mejores que él.
–¿Pero y si espero? ¿Podría aspirar a otra diócesis mejor?

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–Puedes, sí. Claro. Pero después no te quejes si el episcopado
no llega nunca. Incluso esta sede episcopal nos ha costado mucho
esfuerzo.
–¿Pero toda la vida voy a tener que vivir en una población tan
pequeña? –el joven sabía que era un nombramiento donde tendría
que residir hasta el final de sus días. Los nombramientos de otros
candidatos eran un primer peldaño en una carrera eclesiástica. Pero
su familia ya no podría proveerle ni de una libra más, ya habían
hecho demasiados esfuerzos.
El arzobispo miró compasivamente a su familiar:
–Querido, sinceramente, esto es a lo que puedes aspirar. Te
lo dice alguien que te quiere y que sabe de estas cosas.
El joven volvió a mirar el nombre sobre el mapa. La carta de
su padre le mencionaba que la ciudad contaba con 8000 habitantes.
Miró suplicantemente a su tío. Este le puso la mano en el hombro
y sentenció:
–Hay muchos nobles en este reino. Todos quieren tener un
hijo obispo. Hemos conseguido Fortveuillot y con mucho esfuerzo.
O esto o una canonjía cerca de donde están tus padres.
Y así, el joven quedó nombrado a los veintisiete años como
obispo. Las seis bulas de confirmación que tenían que emitirse de
Roma tardaron seis meses. Ese plazo de tiempo era habitual.
La ordenación episcopal la realizó su tío en Tours, un mes
antes de morir repentinamente. Sus progenitores ya estaban muy
mayores para emprender un viaje de doce días y no se desplazaron.
Dado que las rentas, desde la confirmación de Roma, ya se le
acumulaban, el joven no tuvo especial prisa por tomar posesión de
la diócesis. Primero se fue al norte a visitar a sus padres. A ellos les
debía todo.

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Hubiera querido llevarse a su querida Alizée, pero, de vuelta
de Tours, se la encontró felizmente casada con un herrero que
amaba a sus dos hijos adoptivos. Tanto ella como su fornido
cónyuge le recibieron amabilísimos, sinceramente cariñosos.
Aquel tímido hijo del conde les había cambiado a mejor la vida de
ambos. Hippolyte le había tomado cariño a esa pelirroja. Aquel
matrimonio no se lo esperaba. Por un momento, sintió que ella le
había usado para ascender, pero que nunca había sentido afecto. En
el fondo, pensó, Alizée ha hecho conmigo como yo he hecho en la
vida: todos realizamos sacrificios para ascender.
Esta era la historia que había detrás del anciano obispo de
Fortveuillot. El sexagenario Hippolyte Maurice ahora miraba el
rostro de Jesucristo en un óleo de su capilla privada. Era una
mañana fría, del día de Navidad. No estuvo más allá de un minuto
mirando ese rostro en silencio. Monseñor nunca había sido muy
dado a la oración.

El obispo se dirigió al comedor. No iba a desayunar porque


hoy pensaba comulgar. Por lo tanto, ni siquiera podía beber agua.
Su desayuno siempre se lo preparaba el ama de llaves.
Normalmente, en la huevera de cerámica se erguía un huevo pasado
por agua; y, al lado, dos rebanadas de pan y mantequilla. Una jarra
de agua completaba lo que había sobre la mesa. Los platos eran de
fina porcelana magníficamente pintada, los cubiertos de plata.
El saludo al ama de llaves siempre era cordial, nada más. Ella,
Eleonor, había sido su concubina durante casi veinte años:
reservada, silenciosa y trabajadora. La relación siempre había sido
distante. Jamás se sentaba a la mesa a desayunar con él. Eleonor,
fría, siempre le trataba de usted. La relación con el joven obispo
había alegrado la vida de una mujer que siempre tuvo pretensiones

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y que nunca se hizo a la idea de tener que compartir lecho y techo
con un bruto labriego.
De esa relación sin corazón, nacieron dos hijas, otra vez dos
hijas. Monseñor Hippolyte les había pagado una buena educación
en un internado de Aix en Provence. Una ciudad pequeña, pero que
al lado de Fortveuillot parecía Londres. Esa mujer era la discreción
personificada. Para saber lo que pasaba entre ellos, habría que
haber entrado en el dormitorio episcopal.
Es de imaginar que el criado y el cocinero de palacio suponían
lo que pasaba, pero nadie más. Incluso ellos nunca vieron nada.
Aunque esos dos miembros del servicio dormían en la planta baja
y en un extremo de la residencia. La localización de sus
habitaciones parecía haber sido premeditadamente dispuesta así
por algún prelado de siglos pretéritos. En cualquier caso, ella
siempre amanecía en su propio dormitorio. El dormitorio del ama
de llaves, desde hacía siglos, tampoco por casualidad estaba situado
en la primera planta.
Al acercarse a los cincuenta años, las pasiones de la carne se
atenuaron gradualmente. Hasta llegar a esa edad, había habido
cuatro o cinco confesiones durante su episcopado, seguidas de
breves temporadas de castidad. Llegando a la conclusión de que no
podía engañarse con falsos propósitos de enmienda. Por eso había
aceptado su situación: no era buena, pero peor sería arrodillarse
pidiendo el perdón divino a sabiendas de que aquel arrepentimiento
solo duraría alrededor de tres semanas.
Al acercarse a los cincuenta años, como se ha dicho, vio no
solo lo lejos que quedaban los ardores juveniles, sino incluso que
ya estaba situado en mitad del otoño. Tras una fase intermedia de
confesiones más seguidas y victorias más persistentes, llegó a
“puerto seguro”, como le decía al padre que le daba la absolución.
Y así, a los cincuenta años, el obispo se confesó y vivió en gracia
de Dios. Sus “años de alejamiento”, como los denominaba, habían
llegado a su fin. Ella aceptó la nueva situación con la misma

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indiferencia con que había aceptado la etapa previa veinte años
antes. No hubo el más leve reproche. La etapa intermedia ya le hizo
entrever que había llegado el otoño de las pasiones y que el dueño
de la casa se pondría en paz con Dios. Eleonor aceptó el nuevo
status como algo, digamos, natural.

El obispo siempre desayunaba sin prisa. Pero hoy (que tenía


que guardar el ayuno eucarístico) colocó un librito de tapa granate
sobre el mantel de la mesa del comedor, allí había mejor luz que en
la capilla. Y leyó cuatro páginas de la obra del obispo de Meaux,
titulada Meditación sobre la brevedad de la vida. Ese libro de
monseñor Bossuet se lo había traído de la capital un párroco.
Recorrió las líneas con toda concentración.
Mientras leía ese piadoso libro, se celebraban una docena de
misas: unos en las distintas capillas de la catedral, cuatro
prebendados celebraban también en altares situados en las naves
laterales. Otras tres misas habían tenido lugar, antes de la hora
prima, por los racioneros.
La catedral, a causa de la oscuridad, parecía más grande de lo
que era. Sus naves parecían extenderse hasta el infinito. En la parte
superior de las arcadas, las vidrieras mostraban un cierto claror. La
única luz en el templo eran las dos velas de cada altar. Era un
espectáculo conmovedor, ver a cada sacerdote ante su altar
musitando las plegarias, acompañado por un acólito. Detrás de cada
celebrante, fue congregándose un grupito de fieles que deseaban
escuchar misa a esa hora tan propicia al recogimiento. Las puertas
de la catedral habían sido abiertas, desde el amanecer, desde las
primeras misas antes de la hora prima. Entonces ya habían venido
unas cuarenta personas atraídas por esa atmósfera de paz, de
recogimiento, que reinaba en la catedral mientras, dentro de ella,
amanecía.
Porque había un amanecer en el campo, más temprano; y un
distinto despuntar del día dentro de ese laberinto catedralicio, más

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tardío. No solo más tardío, sino diverso. Allí dentro era más
delicado, más fascinante. En el campo, la luz de la alborada
avanzaba diáfana, se podía hablar de un verdadero “romper” del
día. Mientras que, en el espacio del gran templo, se formaba una
combinación de claror y recovecos oscuros, de luz de vidriera y de
llamas de velas. En esa época de clero tan poco edificante, el
interior de la catedral predicaba. Ese espacio era un magistral
sermón diario acerca del Misterio de Dios.

Eran cerca de las ocho, el obispo cerró el libro lentamente. Se


acercó a la puerta y llamó al criado. Después se dirigió al salón
donde había una larga mesa para los banquetes. Cabían solo cuatro
personas sentadas a cada lado de esa mesa. El prelado siempre
presidía en la cabecera. Se sentó al lado de un ventanal grande,
moderno, rectangular, practicado en ese grueso muro medieval.
Allí había buena luz, pronto llegaría el criado con agua caliente a
afeitarle.
El obispo prefería que lo hiciera él porque tenía mejor vista y
lo hacía mejor. No quería cortarse, todos iban a verle en la catedral.
Hoy era una “fiesta episcopal”. Una de esas fiestas en las que la
presencia del obispo resultaba inexcusable. Había que tener la
mejor presencia posible. El criado también le perfiló con la navaja
la pequeña tonsura que tenía sobre la coronilla.
Una vez adecentado, el obispo se dirigió a la habitación al
lado de su dormitorio. En esos grandes armarios y arcones
guardaba sus ropajes. Examinó otra vez las medias. Sí, estaban en
perfecto estado. Se quitó la bata verde. En casa, si no tenía que
recibir a visitas importantes, siempre vestía ropas laicales. Las
zapatillas y aun los pantalones eran de todos los colores. Su
secretario le animaba a vestir de negro, pero estaba acostumbrado
a eso y era tarde para cambiar de hábitos.

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Se puso un broche en la parte de atrás del cuello de su camisa.
El broche era para sujetar el “rabat”, vulgarmente llamado
“babero”. De esa manera, la camisa acababa en dos tiras
rectangulares blancas que caían sobre el pecho. Los curas romanos
llevaban un cuello de camisa cuyas solapas se habían hecho más
altas y habían acabado cerrándose alrededor de la garganta. Pero,
en Francia, las solapas blancas habían evolucionado de esa otra
manera, hacia abajo, cayendo sobre el pecho.
Los sacerdotes llevaban un rabat blanco o negro, según las
diócesis. Pero el obispo se puso unas solapas del color de la sotana,
es decir, de color azul grisáceo. Una vez colocadas las dos tiras de
tela, se puso encima la sotana y abrochó sus botones rojos. Encima
se puso un roquete con laboriosas puntillas.
Abrió un arcón. Encima de todas las prendas, la muceta de
seda de color azul. Pero hoy, dentro de la catedral, haría mucho
frío. Tomó la muceta de piel que estaba debajo. Los cardenales la
portaban de armiño. La suya era blanquísima, pero de piel de
conejo. A pesar de la humildad del animal, mullida y caliente. Se
sacó las solapas azules de la camisa. Debían caer sobre la muceta.
También sobre esta se puso la cruz pectoral, que colgaba no de una
cadena, sino de una banda de tela del mismo color que la sotana.
De ese cofrecito, sacó también el mejor anillo que tenía: grueso,
con una amatista y una inscripción en latín.
En otro armario, guardaba tres pelucas. Extrajo la mejor. Le
abrigaría, además la cabeza. Por último, de otro armario, sacó una
gran capa de seda. No era cardenal, pero los obispos franceses
portaban magníficas capas de un rojo esplendoroso. No se la puso
allí. No quería engancharla con alguna parte astillada del marco de
una puerta. La dobló y la llevó en la mano hasta la estancia del
portón de salida. En su dormitorio, tiró del llamador dos veces
espaciadas, señal de que ya estaba listo.
Bajó sin prisas las escaleras. Con el antebrazo izquierdo
sosteniendo la capa, y con la derecha recogiendo un poco el borde

18
de la sotana para no tropezar. Al llegar abajo, salieron el cocinero
y el criado. Iban vestidos para la ocasión: camisa azul de rayas, con
pantalones cortos y medias, con casaca gris y tricornio del mismo
color. Como el obispo, llevaban zapatos con hebilla. Iban vestidos
como laicos, pero iba a ser la comitiva que le iba a acompañar desde
el palacio hasta la catedral. En ese momento, llegaron el canciller
de la curia y el arcipreste, los dos vestidos con sotana. Se saludaron
en el recibidor. El obispo se puso la capa y se envolvió en ella, era
larga y la hizo caer sobre su hombro izquierdo.
El obispo flanqueado por dos sacerdotes y seguido por dos
criados se dirigió tranquilamente hacia la catedral.

Desde el palacio episcopal –más bien habría que decir “viejo


caserón de los obispos–, solo había una placita hasta el pórtico de
entrada a la catedral. Pero, en ese recorrido de medio minuto, le
vieron una treintena de viandantes. Unos se paraban con curiosidad
a ver a su obispo, unos pocos se sacaban el sombrero como muestra
de respeto.
Los 8.000 habitantes de la ciudad contemplaban al obispo
como una figura esencial. Contar allí con un barón y con un obispo
elevaba a ese núcleo urbano muy por encima de todo lo que había
alrededor. Incluso el menos religioso de los hijos de esa población
hubiera considerado como una de las mayores desgracias el que su
ciudad perdiera la sede episcopal. Aunque era algo impensable,
pues allí siempre había habido un obispo y siempre lo habría. La
sede episcopal estaba arraigada sobre ese suelo como los montes
de alrededor o el cercano río.
Por eso, con una mentalidad moderna, podemos caer en el
error de pensar que todo ese protocolo de acompañar al obispo a la
catedral, sus vestiduras, aquella peluca o el precioso anillo de su
mano eran meras manifestaciones de vanidad personal. Pero lo

19
cierto es que sus habitantes veían la grandiosidad de la apariencia
del obispo con orgullo propio. Para campesinos ya había muchos.
Si tenían un obispo, querían que este vistiese según su dignidad y
que todos los protocolos de la costumbre se siguiesen
rigurosamente.

La catedral era no muy grande, poco alta, sólida. No ofrecía


ninguna impresión de elevación; al contrario, de pesadez. Era
románica en su núcleo originario. Por eso su fachada, apretada
entre edificios, se asemejaba a un trozo de muralla. La fe parecía
protegida en esa catedral fortificada. Su torre mayor tampoco
parecía que se elevase. Muy ancha, con pocos arcos. Solo se
levantaba seis metros por encima de los tejados de pizarra del
templo.
De su núcleo románico, había surgido una extensión gótica
de la nave central. Del transepto habían florecido ocho capillas de
distintas épocas, tamaños y estilos. Desde el siglo XII, toda la
historia del arte aparecía erigida allí como si se pudiese caminar
por un libro.
Alguien ya había avisado y el cabildo salió a recibirle al
portón de entrada de la catedral. Portón que se abrió de par en par.
Normalmente, solo se abrían dos portezuelas. Los veinte canónigos
se colocaron a ambos lados del pórtico. Sus hábitos corales eran
negros, llevaban la pesada muceta de invierno de lana blanca y la
gruesa capa negra; también, un roquete sobre la sotana y una birreta
en la cabeza. Al acercarse el prelado, se habían descubierto. Todos
ellos tenían una pequeña tonsura en la coronilla. Ese cabildo, como
casi todos los del reino, había logrado prohibir que ninguno de sus
miembros usase peluca en el coro. Prácticamente todos, según el
uso de la época, llevaban el pelo un poco largo, hasta debajo de las
orejas.
El deán, en el centro, se aproximó hacia él, se inclinó y le
besó el anillo. Un monaguillo le acercó un crucifijo. El deán se lo

20
mostró para que lo besara. Otro monaguillo le acercó un acetre. El
deán se lo entregó al obispo y este aspergió a los presentes. Acto
seguido entraron en el templo.
Ya eran casi las nueve de la mañana, pero el interior del
templo seguía lóbrego y desierto. Era Navidad, una veintena de
velas colocadas aquí y allá, delante de santos, ofrecían claridades
parciales. A esa hora, solo dos viejecitas estaban rezando ante dos
santos: una por el parto de su hija, otra por la salud de su marido
que había empeorado esa noche. Todavía, durante un rato más,
antes del fasto episcopal, el lugar se mantendría inmerso en una
nocturna quietud, cada vez menos nocturna. El goteo de gente
empezaría a llenar esa quietud.
El obispo se dirigió a la capilla barroca donde se guardaba el
Santísimo Sacramento. Le precedieron dos maceros del cabildo.
Dos laicos vestidos con librea y cuello redondo blanco. Incluso en
un lugar tan alejado de los grandes núcleos de población resultaban
anacrónicos. El prelado se arrodilló medio minuto, en un magnífico
reclinatorio que habían colocado en el centro. Los canónigos se
situaron de pie detrás de él.
Tras levantarse y hacer genuflexión, se dirigió a la capilla
renacentista de Notre Dame de Fortveuillot. De nuevo se arrodilló
delante de la imagen románica y oró ante ella en silencio. Esta vez
había un almohadón con cuatro borlas, no un reclinatorio.
Monseñor Hippolyte se detuvo con algo más de brevedad. Era
impensable que el obispo entrara con solemnidad en ese lugar
sagrado y no saludara a la Señora de la ciudad.
En el transepto, sin arrodillarse, se detuvo delante de la
estatua de san Lázaro, el resucitado del Evangelio, primer obispo
de Marsella y gran protector de Fortveuillot. La imagen gótica
representaba al palestino del siglo I como un obispo medieval.
El obispo se santiguó y se dirigió al coro de los canónigos.
Estaba situado delante del altar mayor. Los españoles colocaban
los coros justo en mitad de las catedrales dejando espacio para unas

21
doscientas personas entre ellos y el presbiterio. Los ingleses
colocaban sus coros de canónigos justo delante del presbiterio.
Antes del cisma, la misa mayor era allí, esencialmente, una
ceremonia para los clérigos. Solo se podía ver algo desde el final
de las naves laterales. Los italianos situaban sus coros en el ábside.
Los franceses solían emplazar el coro en el presbiterio, al comienzo
de este, al subir a él. Un coro abierto de manera que los fieles vieran
el altar a lo lejos, como en lo alto, situado en el lugar más sagrado.
Los españoles colocaban la cátedra en el centro de cabecera
de sus coros de tres lados. Los ingleses, a un lado del coro. Los
italianos, en el centro del ábside. En Notre Dame de París, se
colocaba un gran sillón barroco de madera dorada, entre los dos
coros, dando la espalda al altar mayor3. No exactamente en el
centro, sino a un lado del pasillo central. Lo mismo hacían en esa
catedral de Fortveuillot.
El obispo se sentó sobre el gran asiento tapizado con
terciopelo dorado, con un gran cojín con flores de lis. Detrás tenía
un pequeño dosel con su escudo: un brocado formado por distintas
telas cortadas y cosidas. El dosel era de dimensiones mínimas. Los
dos sacerdotes que le habían acompañado se acomodaron en dos
sobrios asientos sin respaldo. Ya venían de la residencia episcopal
con su roquete puesto.
Los canónigos fueron ocupando sus escaños. Ocho de ellos
eran dignidades. Los otros, canónigos a secas. Para hacer más
grandiosos los oficios catedralicios, diez racioneros completaban
el número de los presentes. No eran canónigos, pero se les pagaba
una cantidad por cumplir con el oficio divino en el coro. En esa
catedral, la mayoría de los racioneros eran párrocos ya demasiado
ancianos para ejercer sus funciones. Allí, con las fuerzas que les
restaban, se dedicaban al culto y a las confesiones. Los racioneros

3
Un testimonio de la situación del asiento del obispo durante los oficios, aparece en Craig Wright,
Music and Ceremony at Notre Dame of Paris, 500-1550, Cambridge University Press, Cambrigde 2008,
pg. 99.

22
llevaban una capa negra de lana para el frío, pero no la muceta
blanca de los canónigos, sino una esclavina negra de tela.
Con sotana, siguiendo una vieja tradición, había allí en sus
sitiales, once ancianos. La presencia de los “clérigos menores” sí
que era una vetusta usanza del lugar: bien contentos que estaban
hoy el ostiario, el lector, el exorcista y el acólito4. Estos vestían una
sotana sencilla con una capa encima para no coger frío. No
portaban esclavina, pero sí una faja estrecha anudada a la cintura,
una faja negra sobre su sotana negra. En ese coro, la vestidura
delataba el rango de cada uno.
Junto a ellos había otros cuatro vestidos de la misma manera
que los clérigos menores: dos subdiáconos y dos diáconos. Estos
once varones eran escogidos de entre los servidores solteros o
viudos de la catedral y del seminario. Las malas lenguas repetían
que canónigos-canónigos solo había veinte y que el resto estaban
allí para hacer bulto. Lo cierto es que, con todos presentes, los
treinta y ocho escaños del coro aparecían ocupados sin dejar un
espacio libre: diecinueve en cada lado, divididos en una hilera más
alta y otra más baja. Los de más dignidad estaban en la hilera
superior. Y dentro de cada hilera, los de más rango, más cerca del
altar.
Había cuatro hombres más, vestidos con sotana roja y roquete
sentados en dos bancos, uno a cada lado del coro. Estos cuatro
venían solo en las más grandes solemnidades, para ayudar a las
ceremonias y otorgarles más esplendor con su presencia. También
estaban allí sentados, vestidos con trajes civiles, pero de negro, los
dos maceros del cabildo. Estos venían solo en festividades como
esas.
El prelado, cómodamente sentado, miró a las distintas
dignidades ocupar sus asientos. Daba gusto ver todos los escaños
del coro ocupados. No importaba que allí se hubieran rellenado los
4
Sobre la presencia de beneficiados con solo órdenes menores, véase Craig Wright, Music and
Ceremony at Notre Dame of Paris, 500-1550, pg. 99.

23
huecos a base de curas de campo jubilados. Sus veinte canónigos
no se podrán comparar a los 93 de Chartres. Laon contaba con 84.
62 canónigos rezaban en la catedral de Tours. 50 en la de Autun.
Pero menos de treinta en Angers, Boulogne; e, incluso, en
Estrasburgo5.
Con el tiempo, los racioneros de Fortveuillot acababan siendo
canónigos. Ocho plazas se concedían por estricto orden de
antigüedad, en cuanto uno de sus ocupantes dejaba vacante el
puesto. Las otras plazas eran ocupadas según un régimen de cuotas:
seis plazas eran de libre disposición del cabildo, dos las otorgaba
el obispo. Cuatro eran por oposición.
El obispo escrutaba los rostros y gestos de los canónigos.
–Yo les miro y ellos me miran –pensó–. Nos examinamos
mutuamente. Ellos, discretamente, me miran a mí. Son intocables.
Puedo mover a un párroco adonde quiera. Pero ellos –los
canónigos– tienen su beneficio inamovible. Están conectados con
lazos de sangre con la única familia noble de la ciudad y también
con los mercaderes. Atacar a uno de ellos provocaría una reacción
defensiva en conjunto. Cualquier reforma que no cuente con su
aquiescencia les llevaría a apelar a los tribunales civiles. Y si
perdieran, a los tribunales de la curia romana. No, litigios con ellos
no: sería un proceso de un año y después la apelación,
procuradores, gastos. Son intocables y lo saben.
Además, ellos llevan los asuntos temporales de la diócesis.
Negocian con los contratistas, llevan los asuntos legales. A ellos
también se les ha encargado siempre las visitas de las parroquias
en mi nombre. Qué nos encontraríamos en las parroquias si no
fueran inspeccionadas una vez cada diez años.
Sí, el coro de esta catedral es un monopolio de las grandes
familias de Fortveuillot. Lo que ocurre conmigo en la sede
5
En cuanto al número de canónigos en las distintas diócesis, puede leerse a John McManners,
Church and Society in Eighteenth-Century France: The Clerical Establishment, Oxford University Press,
Oxford 1999, pg. 400.

24
episcopal, ocurre con ellos a un nivel menor. Yo obtuve mi asiento
en la catedra tras pacientes negociaciones y acuerdos. Cada uno de
ellos ha obtenido su asiento en este coro por las mismas razones:
convenios familiares e influencias. Somos iguales a niveles
distintos. Dos familias apoyan a otra para que su hijo consiga la
canonjía. Después, ellos harán lo propio en la ocasión en que se
produzca una vacante.
Estos canónigos, como los de todas las catedrales, son fuertes
y lo saben. Y saben que yo lo sé. Mantengo el statu quo. Un obispo,
más al norte, intentó cambiar las normas de su cabildo. Era un
reformador. Uno de esos obispos de ayuno y cilicio. Sus canónigos
se opusieron. Él se mantuvo firme. Le llevaron a los tribunales
civiles. El tribunal dictó que las canonjías son beneficios
temporales, no sujetos a las leyes de la Iglesia, y exentas de la
intervención episcopal excepto cuando la moral de un individuo o
la decencia de los oficios litúrgicos estuviesen en cuestión6. Qué
chasco. Toda la ciudad lo supo. Todo su clero. Aprendí la lección
en cabeza ajena. Yo no me meto con ellos y ellos no se meten
conmigo. Al menos, su conducta es honorable7.
Desde el principio de mi pontificado, nombré como grand
vicaire a su deán. Él hace de puente entre los dos mundos: el de la
cátedra y el del cabildo. Mi vicario general se encarga de supervisar
la recolección de rentas, las obligaciones feudales y los diezmos8.
Él delega a otros canónigos esos asuntos. Tampoco él podría llevar
solo el peso de tantas obligaciones. Y esos canónigos, a través de
otros laicos llevan a cabo todo ese proceso; que, en el fondo, es de
recolección. Yo no me tengo que preocupar de nada. Ellos

6
La sentencia está tomada de un episodio posterior, en Dreux,1749. John McManners, Church and
Society in Eighteenth-Century France: The Clerical Establishment, pg. 412-413.

7
“La conducta de la mayoría de los canónigos era respetable”. John McManners, Church and
Society in Eighteenth-Century France: The Clerical Establishment, pg. 410.

8
Acerca de las fuentes de ingresos de los obispos, se puede leer a John McManners, Church and
Society in Eighteenth-Century France: The Clerical Establishment, pg. 416.

25
supervisan, llevan las cuentas, hablan con los que tienen que hablar
y las rentas van llegando.
Un auditor, el ecónomo de la diócesis de Digne viene una
semana en agosto y revisa todas las cuentas, rindiéndome sus
resultados a mí. Así se lleva haciendo desde hace dos generaciones.
Todo el mundo acepta esa revisión foránea. De lo contrario el
“desgaste de material” –forma eufemística de referirse a las fisuras
por donde se escapa el agua– corría el peligro de crecer hasta el
punto de echar abajo el sistema.
Reminiscencia de tiempos mucho más feudales, todavía
siguen viniendo el día de navidad, pascua y seis festividades más
dos huissiers9 (alguaciles) con sus casacas rojas de botones dorados
y sus cadenas sobre el pecho. Se sientan al lado de los sacristanes.
Ya no tienen otra función que venir a estos actos. Son
reminiscencias. El cabildo tuvo su propio tribunal. Tiempos en los
que con esas rentas se engrandeció este templo. Ahora solo
podemos mantener las glorias del pasado sin pensar en
embarcarnos en nuevos proyectos.
Para los dos o tres adversarios que tengo en este cabildo
ultraortodoxo, antijansenista y lleno de celo yo no soy otra cosa que
un galicano materialista que aborrece a los jesuitas y que tiene
abandonada su diócesis. Pero el resto de prebendados me acepta y
yo les acepto. Me consideran un obispo razonable y yo les
considero unos beneficiados aceptables. Si no una cristiana
armonía, al menos hay una pax diocesana. No es poca cosa
mantener relaciones de respeto y que la maquinaria curial siga
funcionando.
Pero, en cualquier grupo humano, y más cuando en medio hay
dinero, nombramientos, destinos, la llama puede surgir en
cualquier lado de la casa. Sí, esto es una casa, no un pajar. Hay
muchas barreras, muchos intereses, que evitan que las fricciones
9
En cuanto a la presencia de alguaciles y otros servidores similares, puede consultarse a John
McManners, Church and Society in Eighteenth-Century France: The Clerical Establishment, pg. 425.

26
humanas hagan llegar la sangre al río. En todo esto, hay un cierto
punto de pura inercia. Ellos me miran. Les gustaría saber qué estoy
pensando.

El obispo, con toda parsimonia, abrió su breviario. Sin prisas,


dejó un momento de silencio. Después, volvió su cabeza al deán:
podía dar comienzo. El deán golpeó con un trozo de madera (que
tenía una semejanza a un sello para lacrar) el reposabrazos de su
asiento y se puso en pie. Todos se pusieron en pie. Acto seguido,
el obispo entonó:
–Deus in adjutorium meum intende.
Y los treinta y ocho beneficiados le respondieron en latín
siguiendo el curso de la melodía. Daba comienzo el rezo de la hora
de tercia.

Acabado el himno, todos se sentaron; continuaron con los tres


salmos. El obispo, en su sillón, se arrebujó en su amplia y cálida
capa roja. Hacía mucho frío. Esas capas y mucetas no eran un mero
ornamento. En verano, los canónigos, sin capa, portaban una
esclavina de tela fina. Pero ahora, en diciembre, era preciso
abrigarse. Quedaban por rezar, con aquel tono sencillo cantado, tres
salmos. Después venía la lectura de un versículo y al que seguía un
responsorio cantado.
En medio de aquella catedral en la que entraba poca luz, en el
coro había unas treinta velas repartidas en candelabros. Pero los
canónigos se sabían los salmos de memoria. Los cuatro canónigos
que regían el canto, solo se acercaban a la luz de las velas para leer
las partes variables de ese oficio.

27
La catedral estaba casi vacía. Esa era una ceremonia clerical.
Aun así, desde que entró el obispo, también se acercaron una
treintena de vecinos a contemplar el espectáculo de los canónigos.
Y es que la imagen del coro lleno de canónigos, el canto en medio
de ese templo, las vestiduras, los candelabros de velas,
conformaban un hermoso conjunto, una ceremonia que llevaba
siglos practicándose.
Los pocos fieles que entraban en el templo se quedaban de
pie, un rato, contemplando el servicio religioso. Algunas mujeres
piadosas se sentaban en el zócalo de los pilares, rezando, pidiendo
por sus propias intenciones, envueltas por el canto de fondo de esos
versículos latinos.
El obispo se concentró en lo que recitaba. Lejos estaban los
tiempos –sus años de pecado– en los que se limitaba a mover
mínimamente los labios mientras su mente no hacía ningún
esfuerzo por orar. Los oficios corales, entonces, se le hacían
interminables. Mientras que ahora, su corazón intentaba unirse a
las plegarias de David, el rey guerrero. El rey profeta que, de pie,
alzaba sus manos hacia el Dios Poderoso cuya presencia habitaba
en una tienda, la Tienda de la Reunión. Aquella tienda de pieles
había dado lugar a esa construcción románica. Las palabras de ese
rey ahora eran repetidas en ese gélido ambiente tan lejano de esas
tierras cálidas.
Los capitulares no cantaban los salmos según el antiguo
modelo gregoriano –que, en esa época, ya se había perdido incluso
en los monasterios–, sino que aquello era un tono a medio camino
entre el recitado y el canto. Los finales de cada línea se ondulaban
musicalmente en el aire, de un modo leve, solemne, lento. Era una
ondulación sencilla, pero propicia para sumergirse en la oración.
Había varios de esos tonos según el tenor de cada salmo. Solo
algunas partes como los himnos y los responsorios eran cantados
por tres canónigos que habían ensayado previamente esa parte
variable.

28
El obispo pidió al Señor, le alabó, se humilló a través de
aquellos versículos. Se esforzaba porque su corazón se uniera a lo
que recitaban los labios. Los salmos acabaron, el responsorio final
fue cantado con una solemne melodía propia de un día tan grande.
La hora canónica había acabado ya casi, monseñor Hippolyte se
levantó y recitó la oración conclusiva. En hilera, todos se fueron
levantando y dirigiéndose a la sacristía. A lo largo del oficio, ya
habían llegado una veintena de personas más, venían a cumplir con
sus devociones delante de las imágenes de las capillas.

En la sacristía, el obispo felicitó la navidad a sus canónigos.


Ellos, uno por uno, pasaron a besar su anillo y saludarle. Después
les dirigió unas breves palabras. Lo de siempre, que les deseaba
que fueran muy felices en estas fiestas, etc., etc. Las campanas de
la catedral sonaron todas ellas convocando a la misa mayor. La
misa la celebraría el ilustrísimo Laurent de Rugy, deán del cabildo,
gran vicario de la diócesis y prior de Santa Gúdula de Delrieu.
Hacía siglos que, en esa granja monacal de Santa Gúdula, no
moraba ningún monje. Pero la iglesia sí que permanecía y él era,
formalmente, el párroco de ese pueblo de mil almas. El coadjutor
del pueblo, en la práctica, ejercía de párroco y él no aparecía por
allí más de una vez al año, en las fiestas. Pero las rentas de la granja
sí que las recibía puntualmente. El obispo tenía su vicario, el
vicario general. El vicario general tenía su vicario parroquial. Y así
todo en orden y todos contentos.
El deán se acercó a una gran cajonera sobre la que estaban sus
vestiduras litúrgicas perfectamente dispuestas y dobladas. Solo se
quitó la muceta y la capa, sobre su hábito de canónigo se colocó
todas las vestiduras litúrgicas para la celebración de la misa. A cada
vestidura, recitaba una oración en latín. Sobre la cajonera del lado
opuesto de la sacristía, el obispo se colocó el amito, el alba, el
cíngulo, la estola y una capa pluvial.

29
Antes de ponerse la capa pluvial, tomó una cruz pectoral de
oro y piedras que únicamente se usaba en las grandes misas de la
catedral. También se cambió el anillo. El de los grandes
pontificales exhibía una gran amatista violeta engarzada en una
filigrana de oro. En el aro que rodeaba el dedo anular había dos
ángeles. Esa cruz pectoral y el anillo eran propiedad del tesoro
catedralicio y no salían del templo. Un acólito le colocó al obispo
una mitra de telas bordadas con hilo de plata y cuajada de unos
terciopelos que representaban granadas.
Así revestidos, tanto el celebrante como el obispo se sentaron
ambos en dos sillones situados en los dos extremos de la sacristía.
Los demás esperaron de pie a que las campanas sonaran cinco
minutos más y los vecinos pudieran venir a la misa.
El obispo, durante sus años de concubinato, jamás osó
comulgar el Santo Misterio de la Eucaristía. Podía ser un hombre
débil sin fuerza para resistir las llamadas de la carne. Pero no se iba
a exponer a la ira divina. Una cosa era ser débil y otra sacrílego.
Durante esos años, siempre asistió los domingos a misa en su
capilla, celebrada por su secretario. En las “festividades
episcopales”, asistía a las misas en un lado del presbiterio,
revestido con toda magnificencia, arrodillándose en su reclinatorio
durante la consagración, pero sin comulgar.
Después, cuando puso en paz su alma, comenzó a celebrar
alguna misa. Pero prefería hacerlo en los pueblos, cuando visitaba
las parroquias. Celebrar allí, a la vista de todos sus canónigos, le
hubiera hecho sentirse juzgado. Sin duda corrían historias. A cada
momento, hubiera sentido silenciosas recriminaciones: “¿Pero vive
en gracia de Dios?”. Además, todos hubieran realizado una
meticulosa crítica mental acerca de cómo llevaba a cabo cada uno
de los ritos.
Tanto el clero como el Pueblo estaban acostumbrados a que
el obispo asistía a la misa y siguió con la costumbre. Incluso en la
capilla del palacio episcopal, siguió asistiendo a la celebración de

30
su secretario. Prefería escuchar misa a celebrarla. Solo en los
pueblos se sentía a gusto celebrándola. Sabía que esas almas
sencillas no le juzgaban.
En esa época, únicamente se concelebraba el día de la
ordenación: los recién ordenados con el obispo. Con excepción de
esa misa, celebraba misa un único sacerdote y el resto de los
presentes asistían. Así que los canónigos siguieron con sus hábitos
corales, no se vistieron con casullas. El sacristán se acercó al sillón
del obispo y le dijo en voz baja:
–Cuando su excelencia desee.
El obispo se puso en pie y todos comenzaron a salir de la
sacristía en hilera. Fuera, en la nave central, ya había unas
doscientas personas. Aguardaban en pie. Solo los más ancianos se
sentarían en el zócalo de los pilares y los muros. Un par de docenas
de mujeres se habían traído unos reclinatorios muy sencillos y
ligeros. También había dos pesados bancos colocados justo delante
de las gradas del coro. Allí esperaban sentados el barón, el
burgomaestre, el juez y el capitán de alguaciles, además de sus
respectivas familias. Los familiares que no cabían en los bancos
estaban sentados en una decena de sillas situadas detrás. Los niños
jugaban en el suelo, entre esas sillas.
La procesión hasta el altar era impresionante. Primero la gran
cruz procesional, pesada, medieval. Era sostenida por el hijo de uno
de los maceros. Se necesitaba fuerza en los brazos para sostenerla
en el aire hasta el presbiterio. Detrás de la cruz con dos ciriales,
venía un alegre rebañito de monaguillos con sus tuniquitas rojas y
sus roquetes de puntillas. Después veinte seminaristas mayores
(tratando de mirar hacia delante y no a los lados), los maceros (muy
solemnes) y el capítulo (relajado, ya acostumbrado, durante años,
a estas ceremonias). Tras ellos el celebrante con casulla,
flanqueado por el presbítero y el diácono que le iban a ayudar en la
misa. Era el obispo el que cerraba el final de la hilera, flanqueado,
a su vez, por los dos sacerdotes con roquete

31
Cuando el coro (formado por el resto de seminaristas)
comenzó el canto de entrada, los prohombres sentados en los dos
bancos se levantaron. Al pasar junto a ellos, el obispo les miró, les
sonrió e inclinó la cabeza como saludo. Ellos le respondieron de
igual manera. El obispo hizo un breve gesto de bendición y siguió
hacia delante. Pero antes miró hacia la izquierda, detrás del primer
banco: allí estaba la familia de los Flamcourt-Anceaux, ricos
comerciantes de la ciudad. Era impensable dirigirse hacia el
presbiterio y no saludarles con la mirada. Siempre se colocaban en
el mismo lugar, justo detrás de las autoridades.
Los canónigos se situaron en sus escaños del coro. El obispo
prosiguió hacia su gran asiento a la derecha del presbiterio.

–In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.


La misa había dado comienzo tras la incensación del altar. El
celebrante llevaba una casulla blanca con muchos tejidos de oro,
mismo material que la capa pluvial del obispo. A un lado suyo tenía
un sacerdote revestido con otra capa pluvial, este le asistía a la
misa. Al otro lado, estaba el diácono que le ayudaba revestido con
una dalmática. Un poco más abajo, había un subdiácono revestido
con una tunicela.
A ambos lados del altar, un poco más abajo, se agrupaban
varios simpáticos monaguillos con sotanas rojas y roquete. Dos
ancianos revestidos con alba, los que habían recibido las órdenes
menores del lectorado y el acolitado, estaban encargados de
dirigirlos y poner orden para que no se desmandaran. El altar tenía
siete altos candelabros de plata. Distribuidos en otras dos filas,
resplandecían diez cirios más. En medio de la oscuridad de la
catedral románica, la parte del presbítero (ampliación gótica) se

32
veía inmersa en una mayor claridad, gracias a varios ventanales
más amplios. Y, dentro de esa claridad, el altar parecía sumergido
en la luz dorada de los cirios.
El espectáculo visual era poderoso. El pueblo fiel en la nave
central, veía, algo más elevados, a los canónigos del coro,
espléndidos en sus vestiduras. Y, más adelante, todavía algo más
arriba, veía a los celebrantes con vestiduras más magnificentes. Los
feligreses veían a lo lejos el más bello altar de toda la diócesis, entre
más de una veintena de cirios, con ráfagas de incienso provenientes
del lado de los monaguillos. Las oraciones del celebrante apenas
llegaban a la nave central, pero eso hacía todavía más misteriosa
esa ceremonia llevada a cabo en una lengua arcaica.
–Qué entenderán los monaguillos de siete y nueve años de
todos estos ritos –se preguntó el obispo al mirar a un angelito
pelirrojo que tocaba con su dedo la naveta del incienso que sostenía
uno de sus compañeros–. Se asoman a todo este mundo un par de
horas unas pocas veces al año y desaparecen, contando, durante
todo el año, los extraños ceremoniales de los que han sido testigos
en primera fila, participando en ellos. Incluso muy envejecidos,
relatarán a sus nietos, las cosas que vieron cuando pudieron
acercarse al altar mayor o pulular entre los grandes clérigos de la
sacristía. Seguro que dirán que como los grandes pontificales que
contemplaron en su niñez ya no ha vuelto a haber nada igual. Eso
seguro.
Estas largas misas les aburren. Pero son muy pequeños y la
alternativa es aburrirse en casa en esta fría mañana. Para aburrirse
en casa, se aburren mejor aquí. Ahora les parece interminable este
culto. Pero, en el próximo pontifical, aparecerán puntuales a la hora
en la sacristía
El anciano lector de pelo canoso, en silencio, le indicó al
angelito que dejara de jugar con la naveta de su compañero, iba a
tirar el incienso. También él había sido monaguillo sesenta años
antes. El celebrante y sus ministros daban la espalda al Pueblo,

33
mirando a una gran cruz de plata con un crucificado de oro. Cada
uno de los extremos de la cruz acababa en un gran topacio azul. no
había una cruz como esa en muchas leguas a la redonda. Ahora,
además, y no por casualidad, la luz difusa de las vidrieras cercanas
la envolvía en una claridad suave.
Era un día especial, cuatro grandes tapices habían sido
colgados en la nave central. Seis relicarios se alternaban entre los
candelabros del altar. No había flores, porque no habría ni una sola
hasta la llegada de la primavera.
En el comienzo de la misa, con el confiteor y los kyries todos
los clérigos pedían perdón a Dios por sus pecados. El obispo,
durante el canto de los kyries, reconoció que tenía muchos motivos
para pedir clemencia a Dios. Miró a los canónigos. Estaba sentado
de lado, así que solo tuvo que girar los ojos sin mover la cabeza.
También ellos tenían que pedir perdón.
–Todos debemos pedir perdón. Tantas omisiones. Qué lejos
estamos de la pureza de Nuestro Señor, de la pobreza y sencillez
de los santos que veneramos. Pero hemos sido educados así desde
pequeños. Leemos, en las páginas de los Santos Evangelios, la
excelsitud de la doctrina. Besamos esas páginas durante la misa,
pero hemos sido educados en un cristianismo comprensivo. No, no
somos tan culpables. Se nos enseñó a excusar nuestras faltas. No
es lo malo que hago lo que me preocupa. Mi vida es muy mediocre,
incluso a la hora de hacer el mal. Más que hacer el mal lo que me
pasa es que estoy rodeado de molicie. Lo que me preocupa no es el
mal que hago –bien poco, por cierto–, sino mis omisiones. Mi vida
entera es una gran omisión. Mi cómoda existencia episcopal es una
entera omisión.
Esos eran los pensamientos episcopales mientras se repetía,
en tono gregoriano, aquel Señor, ten piedad. Monseñor Hippolyte
Maurice de Morlot-Morangle de Beaumont se había confesado las
vísperas de esa fiesta. Siempre se confesaba con su secretario. En
el fondo, su secretario era su capellán: él le celebraba misa,

34
diariamente, en su capilla privada; él recibía la confesión de sus
pecados, él le aconsejaba en las dudas de conciencia.
Su capellán le conocía como la palma de la mano, llevaba con
él desde que tomó posesión de esa diócesis. Lo había traído a esas
tierras, pues el obispo no deseaba que uno de sus súbditos
conociera los desvanes de su alma. Su secretario, a pesar de tantos
años a su servicio, nunca pidió regresar para retirarse en su región.
Al principio, cuando no se confesaba, lo quería cerca por si se veía
en peligro de muerte. Sabía que era un clérigo sencillo, sin muchos
estudios. No necesitaba más. Lo escogió porque sabía que no era
un confesor exigente. Era un hombre silencioso y discreto, casi
monacal. Perfecto.
Atender al obispo le daba poco trabajo, así que entró a trabajar
en la curia diocesana. De escribiente pasó a notario, después a
canciller. Confesaba a un convento de monjas. Ahora, en el
presbiterio, lo tenía sentado a su lado, vestido con sotana y roquete.
A pesar de su apariencia humilde y silenciosa, era como un gato,
todos los canónigos le temían y respetaban. Sabían que él era el
querido confesor del obispo.
Hacía muchos años, un petulante canónigo joven humilló
agriamente, por una tontería, al secretario del obispo. Lo trató
delante de todos de ignorante y lo hizo de forma muy fea. Ese
canónigo caía mal a todos. El obispo que estaba situado lejos, en el
claustro de la catedral, se volvió ligeramente y contempló con el
rabillo del ojo la escena. Con paso lento se aproximó, apretando los
puños. Le gritó de tal manera al canónigo que nadie pensó que fuera
posible en un hombre tan flemático como el obispo.
Creyeron que, al día siguiente, todo quedaría olvidado. Pero
no. El canónigo había insultado al obispo al final de ese lamentable
incidente. Había sido algo público. Si cedía, perdería el respeto de
sus subordinados. La capellanía y el cargo curial que disfrutaba le
fueron retirados. Le restaba la canonjía. Pero el gran vicario le
comunicó que era deseo del obispo que abandonase su puesto. El

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cabildo no apoyó a ese orgulloso canónigo joven que, desde el
principio, les había caído mal.
El grupo de prebendados podía defender a uno de los suyos,
pero no si este iniciaba, por su cuenta, un enfrentamiento tan frontal
y de modo tan irrazonable. Si uno iniciaba un conflicto por su
cuenta y riesgo que no les involucrara a los demás. Además de que
otro canónigo había sufrido su sarcástica maledicencia. Ahora era
el momento de zanjar cuentas pendientes. El canónigo tuvo que
marcharse a otra diócesis. Desde ese momento, a los ojos del clero,
el secretario del obispo tuvo un status épico. Su modestia y
sencillez aun infundían más reverencia y temor en sus compañeros.
Ese episodio puede parecer muy accidental, pero la autoridad
del obispo se reforzó de un modo increíble. Había quedado
demostrado: podía enfadarse y mantenerse firme en los castigos.
En el fondo, a todos gustó. El clero no quería un pusilánime al
mando. Aquella batalla había demostrado que, detrás de aquellos
gélidos ojos, había un hombre que se sabía hacer respetar. Ese
castigo demostró que, en el mundo eclesiástico, cabía la defensa de
sus propios derechos, pero que todo debía llevarse de un modo
educado y civilizado. Ante todo, había que guardar las formas. Y
si no, atenerse a las consecuencias.
Ese era el personaje, el capellán, que con rostro devoto y una
sencilla sotana negra se sentaba a la derecha del obispo. A la
izquierda de monseñor Hippolyte, se sentaba el arcipreste de la
zona. Un varón virtuoso que nunca pretendió medrar, querido por
todos. Una figura respetable con la que más se confesaban los
párrocos de la zona. El obispo aparecía sentado entre dos hombres
muy venerables por su vida. Esa composición no había sido
pretendida. Pero aparecía rodeado de decencia y austeridad.
El prelado, muchas veces, se había preguntado qué esperaba
de la vida su capellán. Cuáles eran sus ilusiones, sus deseos más
profundos. Pero era un hombre que gustaba de escuchar. Su
intimidad estaba cerrada por su modesta sonrisa como por una

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puerta con cerrojo. El obispo, de modo secreto, había conocido
cómo esos dos hombres eran generosos en sus limosnas a los
pobres y en visitar enfermos.

El diácono se volvió hacia la gente para leer el Evangelio.


Después, todos se sentaron. Al elevado púlpito de madera, situado
en mitad de la nave central, se subió el canónigo maestro en
teología. En la misa de Navidad, esa era la costumbre. Además, el
deán no era un gran predicador. Además de que ya había perdido
mucha de su fuerte voz y no se le hubiera escuchado. El predicador,
sin prisa, llegó al final de la escalera del púlpito. Sabía que debía
subir calmadamente, salvo que quisiera llegar resoplando. Ya había
pasado que algún predicador había perdido el resuello al comenzar
el sermón. Y comenzar a hablar sin aire era una de las situaciones
que ponían nervioso a cualquiera. Sí, habían presenciado algún que
otro comienzo angustioso de sermón por esta causa. Esos peldaños
eran muchos y demasiados empinados, y más para clérigos de
cierta edad.
Situado bajo el tejadito del púlpito, el predicador se apoyó en
la baranda de madera formada por arcos con santos policromados.
Voy a comenzar con las palabras de ese gran padre de la Iglesia que fue
san Agustín: “Por su nacimiento humano quiso reservarse un día Aquel sin cuya
voluntad divina no transcurre ni un solo día. Existiendo junto al Padre, precede a
todos los siglos; al nacer de madre, se introdujo en este día en el curso de los años.
Se hizo hombre quien hizo al hombre. De esa manera...

Sus palabras comenzaron como una explicación del Sermón


191 de san Agustín sobre el Nacimiento del Señor. Toma el pecho
quien gobierna los astros; siente hambre el pan, sed la fuente;
duerme la luz. Pero, en seguida, pasó a ser un sermón moral. Qué
potencia de voz, qué bien impostaba su torrente de palabras.
Hablaba hacia el pueblo, pero se le escuchaba de maravilla hasta el
presbiterio. Un predicador de esta categoría predicaba no con tono
normal, sino con un tipo de declamación que le daba un tono

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semicantado. Algo parecido a un recitado al modo en que se
declamaban unos hexámetros griegos10.
El predicador era un buen escolástico. Para él, ya no había
habido buena teología desde que aparecieron
Escoto y Ockham. El mundo intelectual del obispo, sin embargo,
era el de las leyes11. Más por la práctica y las consultas a las que se
veía obligado con los peritos que por haberse encerrado en las
bibliotecas. Como se ha dicho, había llegado a la ordenación
episcopal sin poner nunca un pie en seminario alguno. Dejaba las
cuestiones teológicas a sus expertos del cabildo.
Qué diferencia había entre él y un san Agustín en su catedral
de Hipona, inmerso en las Sagradas Escrituras, dotado de una
sabiduría que le venía la oración y la vida ascética, una ciencia que
no provenía tanto de los libros como de lo alto. Qué distintos eran
los monjes que adoraban a Dios siete veces al día en esa cálida,
luminosa, catedral africana y sus canónigos revestidos de
vestiduras y más vestiduras en esa invernal construcción oscura.
El templo de san Agustín era sencillo, una pequeña basílica
inundada de luz. La catedral de ese sureste francés era como un
laberinto jalonado de capiteles con relieves que parecían sacados
de una fantasía céltica. Qué mundo espiritual tan distinto era esa
catedral de África Proconsular y su obispo, de esa catedral en la
época ya cercana al amanecer de la etapa de Richelieu, duque, pero
también obispo. Sí, el sermón del predicador había comenzado con
san Agustín. Pero qué abismo había entre ese pastor sabio de la
Numidia y él mismo, pensó monseñor Hippolyte Maurice cubierto
por aquella antigua capa litúrgica en la que estaban bordados
catorce santos.

10
Acerca del tono de predicación, puede escucharse en Youtube el magnífico estudio de Eugène
Green aplicado al sermón de Bossuet Il est vrai, chrétiens, je le confesse.

11
“It could be said that most of the relatively few law-only graduates nominated since the mid-
1680s were in some way exceptional”. Joseph Bergin, Crown, Church, and Episcopate Under Louis XIV,
Yale University Press, 2004 Bury St Edmunds (Reino Unido), pg. 95.

38
Al bajar del púlpito, el celebrante principal se puso en pie e
incoó el recitado del Credo. Todos los prebendados se levantaron
de sus asientos y recitaron en latín el credo del año 381 del concilio
de Constantinopla:
Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, Factorem caeli et terrae,
visibilium omnium et invisibilium. Et in unum Dominum Iesum Christum...

¿Creían en lo que creyeron los padres del Concilio de


Constantinopla en el siglo IV? Sí, creían. Unos con su virtud y otros
con su vida cómoda. Pero no tenían la menor duda de que les
esperaba el Juicio de Dios, de que la Iglesia Católica era la única
verdadera, la religión fundada por el Señor. No eran hombres
falsos. Estaban lejos del fervor de los Doce Apóstoles, pero creían,
pedían perdón y mantenían en pie la Santa Iglesia en esa parte del
orbe. Otros lo hacían en las alturas peruanas de Cuzco, otros al lado
de una selva en Filipinas.
Tras el credo, se sentaron y el santo sacrificio siguió su curso
con lenta solemnidad. El oficiante incensó, con determinados
movimientos rectilíneos y circulares, el pan sobre la patena y el
vino en el cáliz. Menudo cáliz, una formidable obra gótica
ornamentada con cuatro coralinas de un suave toque rojo, casi
tierno, seis diamantes y veinte perlas. La parte superior de oro, el
cuenco, se decía que había pertenecido a un obispo francés durante
la época del Reino de Jerusalén, uno de los estados cruzados del
siglo XI.
El obispo creía con toda su alma que allí se iba a contener la
Sangre de Cristo. Todo era poco para honrar la sangre que Cristo
derramó en la Cruz. Un monaguillo tocó la campanita. Los
canónigos, los fieles presentes en la nave central, todos se
arrodillaron. También el obispo en su reclinatorio. Solo siguió en
pie el celebrante de la misa. Y, aun de pie, se inclinó todo lo que
pudo para pronunciar, en voz baja, las augustas palabras de la
transubstanciación.

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Era el gran milagro. El obispo musitó en voz baja, para sí, la
fórmula latina del Concilio Romano del año 1079 y que enseñaba:
Que el pan y el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la sagrada
oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en
la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo Nuestro Señor,

Se la sabía de memoria. Esas líneas siempre le habían sabido


a miel en sus labios. La consagración del pan se había producido.
El prelado creía con todo su corazón la enseñanza de ese concilio.
Durante la elevación, musitó la continuación de ese texto aprendido
tantos años antes:
Después de la consagración es el verdadero cuerpo de Cristo que nació de
la Virgen y que, ofrecido por la salvación del mundo, estuvo pendiente en la cruz
y está sentado a la diestra del Padre.

Se sentía feliz de poder estar allí, arrodillado, tan cerca del


ara sobre la que reposaba el cuerpo del Redentor. Tras la fórmula
de la consagración del vino, el obispo se dijo a sí mismo la
continuación de las palabras del concilio:
Después de la consagración es la verdadera sangre de Cristo, que se
derramó de su costado.

El obispo podía haber sido un pecador, pero había mantenido


la fe. Se repetía mucho eso por parte de los malos obispos: “Pueden
ser pecadores, pero se aferran a la fe de la tradición”. Pero lo cierto
es que el pecado siempre tiene repercusión sobre la fe. El
catolicismo de ese reino se desviaba paulatinamente hacia
versiones jansenistas. Los obispos, cada vez más invadidos por
ideas galicanas, llevaban varias generaciones a un paso de sumir al
reino entero en el cisma. Antes o después, muchos así lo creían, un
monarca galo se convertiría en el Enrique VIII del continente.
Si eso sucedía, no tardaría en permitirse el matrimonio de los
clérigos. Las sedes episcopales se transformarían en una mera
herencia familiar. Antes de cuatro o cinco generaciones, los
concilios galos decidirían qué era de fe y qué no lo era. Tras la
consagración, el obispo pensó que él había crecido en lo mismo que
san Denís, que san Ireneo, que san Remigio o que san Martín. No

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estaba tan seguro de que, algún tiempo después de su muerte, el
reino acabara fuera de la obediencia romana, como los griegos de
oriente. A estos tristes pensamientos les daba vueltas tras la
consagración. Con una fe sencilla, se dijo con energía:
–Mientras tanto, me aferraré al Santísimo Cuerpo y Sangre de
Cristo que hay sobre el altar.
El presbítero situado ante el altar tornó a abrir y elevar sus
manos la recitación del canon prosiguió. Llegó el momento de la
comunión. Ya había sido hablado en la sacristía. El secretario,
lacónico, le había dicho al deán:
–El señor obispo hoy comulgará.
Así que el oficiante se aproximó al obispo que le esperaba de
rodillas. Un monaguillo colocó una bandeja bajo la barbilla del
prelado.
–Corpus Christi –le dijo el oficiante, haciendo una pequeña
señal de la cruz con la sagrada forma.
–Amén.
El Pan Eucarístico fue depositado sobre su lengua.
Acto seguido el sacerdote se dirigió al comienzo del coro:
unos canónigos comulgaron, otros no. Nadie pensó que no
comulgaban por no estar preparados. Un buen número de ellos
había ya celebrado misa: unos en la catedral, cuatro en conventos.
Pero lo cierto es que solo habían celebrado misa privada la mitad
de ellos. De la mitad restante, comulgaron, más o menos, dos
terceras partes. De los que quedaban, varios solo comulgarían en
Pascua de Resurrección. Había tres canónigos que se sospechaba
que no reconciliaban ni una vez al año.
Después de dar de comulgar a los canónigos, el celebrante
entregó el copón al diácono. Este se dirigió hacia el reclinatorio de
la nave central. Allí dio de comulgar al pueblo fiel. Comulgó una
quinta parte de los presentes. Y tantos solo porque era Navidad.

41
El obispo rezaba de rodillas con rostro sereno; pero,
internamente, con fervor. Cuando el presbítero regresó al altar para
purificar los vasos sagrados, el obispo dejó la posición arrodillada
y se sentó. Mientras observaba cómo el celebrante, en un pequeño
recipiente de cristal con tapa de oro, se lavaba el dedo índice y
pulgar de cualquier pequeña partícula, pensó en los tres canónigos
que no constaba que se confesaran ni una vez al año. De uno de
ellos tenía dudas, incluso, de que hubiera perdido la fe.
Ese tipo de sacerdotes estaban logrando que apareciera algo
hasta entonces impensable: el ateísmo. Esa lepra de las almas
afectaba solo a uno de cada mil ilustrados, tal vez ya, ocultamente,
a uno de cada quinientos. ¿Quién sabe? Como toda enfermedad se
llevaba oculta bajo los ropajes. Pero la lepra ya circulaba.
Monseñor Hippolyte, después de treinta y dos años en esa
diócesis, conocía a sus sacerdotes. Una tercera parte eran
fervorosos. De entre estos, algunos, no solo ejemplares, sino unos
santos varones. Eran bien conocidos entre sus compañeros. A ellos
se les pedía consejo. Con ellos se confesaban muchos.
Otra tercera parte de los sacerdotes eran normales: vivían en
gracia de Dios, pero tampoco se desvivían. Buenas personas con
fe, eran eso. Estimaban a sus feligreses, rezaban el breviario, pero
tampoco se mataban en el cumplimiento de sus funciones.
En la porción restante, bien lo sabía él, estaban los más
aburguesados, los que más se habían apoltronado en el cargo, los
más altivos y desagradables con las ovejas que se les habían
encomendado. Algunos, qué duda cabe, sisarían parte de las
ofrendas. De vez en cuando, algún integrante de esta parte más
enferma protagonizaría algún escándalo. El escándalo de las
pequeñas poblaciones estaba asegurado a periodos regulares. Si no
era uno, era otro. Una tercera parte de curas que habían hecho del
sacerdocio un mero trabajo, producía un grupo (mucho más
pequeño) de clérigos nefastos.

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Durante años, monseñor Hippolyte había visto estos
problemas como lamentables, pero inevitables. “Allí donde hay
humanos ocurren estas cosas. No debemos rasgarnos las
vestiduras”, había contestado a un virtuoso arcipreste. Pero después
no hacía nada. “Es la naturaleza humana”.
Sin embargo, tras pasar sus años de separación de Dios, tras
confesarse, el obispo fue tímidamente interviniendo más para que
los párrocos escandalosos y los capellanes desvergonzados no
tuvieran sensación de impunidad. Pero sus intervenciones fueron
siempre demasiado mesuradas. El temor a que le echasen en cara
su pasado pervivía. Además, sus “años de separación” habían
dejado como secuela una patente comprensión hacia los deslices de
sus subordinados. Mientras pensaba en esos diez o quince peores
presbíteros de su diócesis, seguía cantando, dulcemente, el coro de
niños. Habían preparado con entusiasmo esas piezas desde hacía
tiempo, pero con más intensidad desde hacía dos semanas.
Acabada la misa, todos, procesionalmente, se dirigieron a la
sacristía con la misma pompa y parsimonia de la entrada. El obispo
y el celebrante se desvistieron de los ornamentos litúrgicos. El
deán, como todos los años, invitó a todos los clérigos presentes a
pasar a la sala capitular a “tomar alguna cosa”; la invitación incluía
también a los que solo contaban con órdenes menores. Ese anuncio
siempre producía alborozo, a pesar de ser la cosa más esperada del
mundo. Charlando amigablemente, todos atravesaron uno de los
lados del pequeño claustro gótico.
Los retratos en óleo de treinta y dos obispos, cubrían las
paredes de la antigua sala capitular. Los rostros de los obispos
medievales eran un buen producto de la imaginación del pintor del
siglo XV que adjudicó caras y vestiduras según su buen albedrío.
Los presentes se sentaron alrededor de una larga mesa. El capítulo
catedralicio invitaba al obispo a un poco de vino moscatel y unas
pastas. Los prebendados no solo no se quitaron las capas, sino que,
una vez sentados, se envolvieron en ellas. A pesar de un brasero, la

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sala capitular era una nevera. Conversaron cordialmente con el
obispo mientras paladeaban ese vino traído de la Occitania.
Allí le comentaron que, ese día, el resto de los horarios de los
oficios, se retrasaban una hora. Pues muchos, casi todos, se iban a
almorzar con sus familias. Normalmente, el horario de las horas
canónicas era el siguiente:
Prima: en verano a las 8:00, en invierno a las 9:00
Misa mayor: después de tercia
Sexta: al mediodía
Nona y vísperas: 2:00
Completas y maitines: 4:00

El obispo se volvió hacia los dos viejos canónigos y a los ocho


racioneros que moraban en las dependencias de la catedral. Con
buen humor y una gran sonrisa, les preguntó:
–¿Hoy tendremos buen yantar, señores beneficiados?
–A buen seguro, a buen seguro, excelencia –le respondió un
vejete vivaz siempre alegre, con fuerte acento de la zona–. Ayer
trajeron un rollizo cordero. ¡Buen pastel de carne nos espera sobre
la mesa!
Diez clérigos, sin familia en la ciudad, vivían en el complejo
de edificios anexos. Desde el siglo XII, la catedral
ininterrumpidamente había permanecido habitada. Con ellos, los
oficios del culto tenían asegurado, siempre, como mínimo, una
decena de asistentes. Lo del “buen pastel de carne” había hecho reír
a varios por el tono vivaracho del cura, que ya parecía estar
probándolo de antemano.
Otro vejete, confesor de las cistercienses, añadió:
–Excelencia, ¡y los cinco tarros!
–Ah, sí, los cinco tarros –repitió otro.

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–Le agradecemos a su generosidad los cinco tarros de
melocotones en almíbar.
–Nos los ha hecho llegar ayer con su criado –explicó un
racionero a un prebendado algo más sordo.
–No es nada, mi querido capellán. No es nada.
Tras un rato de charleta, en el que el obispo escuchaba,
sonreía y contestaba con respuestas afables y breves, monseñor
Hippolyte se despidió deferente con todos. Deferente, pero
mostrando una cierta distancia hacia ellos.
El chantre le acompañó de nuevo a la sacristía. Allí depositó
el anillo y la cruz pectoral. El canónigo los depositó en un cofrecillo
acolchado. El cual fue encerrado bajo llave en una salita poco más
grande que tres confesionarios donde se guardaba el tesoro de la
catedral: varios relicarios, el cáliz bueno y ese cofrecillo. El actual
obispo, cuando falleciese, sería enterrado con el más simple anillo
y la más barata cruz pectoral, incluso de hierro. Pero esas grandes
insignias episcopales del tesoro seguirían siendo utilizadas por los
obispos de siglos futuros.
El prelado se sacó también la muceta de piel y se puso una
esclavina del color de su sotana azul clara, abrochó sus botones
rojos superiores y se la recolocó sobre los hombros. Su secretario
sacó esa prenda de un armario de la sacristía, armario con llave,
que era el de su excelencia. La muceta daba mucho calor, pero
ahora estaría más cómodo con la mucho más ligera esclavina. Esta
prenda mostraba una pequeña capucha en la parte de atrás. Siglos
atrás, en época medieval, las esclavinas habían tenido verdaderas
capuchas. Las esclavinas habían nacido como ropa de abrigo, pero
ahora eran decorativas. Poniéndose encima, de nuevo, la capa roja
de seda salió de la sacristía.
Desde la sacristía, monseñor Hippolyte pasó por la girola,
quería ver una obra que habían realizado. El suelo del
deambulatorio estaba cubierto con losas funerarias. Los zapatos

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con hebilla del prelado pasaban por encima de pequeños escudos
en relieve, caminaban sobre inscripciones en latín y francés. En el
aire se notaba todavía el incienso de la celebración. Un par de
viejecitas se hicieron a un lado al ver que era el obispo, aunque
había sitio de sobra para que él pasara. Un carnicero se acercó y le
besó el anillo con sincero respeto.
Llegaron a una capilla con doscientos años de antigüedad
cerrada por una verja. El deán le señaló algo en el suelo. La capilla
era bastante anodina, reformada, una y otra vez, a base de
añadiduras barrocas. Tras dos siglos de enterramientos, allí ya no
cabía un sepulcro más. Allí reposaban todos los miembros de una
familia de comerciantes de la ciudad. En el pequeño espacio entre
esos muros yacían todos, absolutamente todos sus miembros. No
solo los hijos, también sobrinos, tías solteronas, yernos.
La familia contaba con su capellán propio, el último hijo del
patriarca. Un vástago bastante simple. Su progenitor, al ver que no
iba a sacar nada de él, le había propuesto la ordenación a título
familiar; una figura que las leyes canónicas reconocían. Se
dedicaría solo a atender a la familia, sin parroquia. Y la familia se
comprometía a su sostenimiento. De manera que la familia
escuchaba allí la misa cada domingo. En esa capilla estaban
reunidos tanto los vivos como los difuntos. El capellán de la familia
no aspiraba a más, vivía con sus padres y ejercía un oficio digno;
no era mala persona, su castidad era indisputada, jamás dio un
problema. No era hombre de grandes luces, no quería separarse de
las faldas de su madre.
Los días de diario ese sacerdote celebraba en la minúscula
capilla de su caserón, solo asistían cuatro personas, entre la familia
y el servicio. Los domingos el clan entero se congregaba en esa
capilla y el capellán celebraba en el altar del retablo central. Había
ocho fiestas principales en las que el patriarca de los Flamcourt-
Anceaux con su prole asistía a la misa mayor de la catedral, hoy
había sido uno de esos días.

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El deán le señaló a monseñor Hippolyte la obra en el suelo
sin entrar, porque solo había una llave de la verja y esa la tenía una
persona de esa familia. Nadie más en la catedral disponía de ella.
Ni el obispo podía entrar en esa parte de su propia catedral, pero él
mismo no veía nada malo en ello. Su familia también poseía su
propia capilla en otra catedral y también estaba cerrada por una
verja. Ese tipo de usos ancestrales los veía como lo más normal del
mundo.
–¿Y lo han cerrado bien? –preguntó mirando la obra que se
veía reciente.
–Sí, monseñor. Me acerqué a mirar cuando vinieron los
albañiles. Por allí no saldrá nada de humedad.
Como la capilla ya estaba repleta de tumbas, al patriarca del
linaje se le había ocurrido excavar una cripta. Estaba recién
regresado (y entusiasmado) de un viaje a Italia y, desde entonces,
no tenía otro capricho que el ampliar su capilla hacia abajo. A los
lados ya no se podía, las edificaciones encorsetaban la capilla. Y
como era lógico, ninguna familia les iba a dejar que invadieran su
casa para poner sepulcros.
Se le advirtió al industrioso comerciante que en lugares secos
de Sicilia esa era buena solución, pero que allí, en esa zona de
Francia, había mucha humedad. “En Roma también llueve mucho”,
repuso. “Pero el suelo es de una roca que mantiene razonablemente
secas las catacumbas”, se le dijo. Todo fue inútil: quería una cripta
familiar.
Menos mal que lo que hizo fue de moderadas dimensiones,
como una habitación. La impermeabilizó lo mejor que pudo. Tres
veces envió los albañiles a hacer nuevas obras. Pero, al final, se
rindió. Por capilaridad, el salitre afloraba por todas partes. Formaba
no solo una capa gruesa, sino, incluso, como pequeños hilos que
parecían hierbas muertas que caían de la bóveda. Se tuvo que rendir
ante la evidencia: en esa cripta reinaba un ambiente denso e
insalubre, las filtraciones de minerales estropeaban cualquier cosa

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que se colocase allí. Una pesada losa de piedra selló el lugar para
que aquellos vahos de humedad no subieran a la capilla familiar.
En el futuro, alguien encontrará los cuatro féretros que allí se
deshacen.
En la capilla de al lado, quince obispos de la ciudad reposaban
cada uno en su sepulcro. Varias losas muy primitivas únicamente
mostraban un báculo tallado en relieve. Había un obispo del siglo
anterior que, presumido, se había hecho esculpir recostado sobre
un codo y leyendo un libro. Revestido con su casulla y con su mitra,
leía con serena majestad.
Los obispos se enterraban en la catedral esa era la norma.
Monseñor Hippolyte no pudo dejar de mirar el emplazamiento que
ya había escogido para reposar hasta el Juicio Final. ya no había
lugar en el suelo, había que adosarlo a la pared. El próximo año
comenzaría a esculpirse la figura que quedaría sobre su sepulcro.
Cuando llegó a la diócesis, tan joven, lo último que pensaba era en
su tumba. Pero al llegar a los cincuenta años de edad, había pensado
dejar un dinero en su testamento para tal fin. A los cincuenta y
cinco años se puso a especificar detalles. Después vio claro que lo
mejor era dejar, sobre el papel, el proyecto cerrado antes de su
muerte. A los sesenta años decidió que resultaba preferible
realizarlo en vida y supervisar todos los detalles. No se fiaba. “Si
quieres que algo salga bien, hazlo tú mismo”. Eso valía también
para su sepultura.
Se le representaría arrodillado. La figura se colocaría en un
arco. Solo la inscripción de la lápida quedaría al arbitrio del
cabildo. Por lo menos, eso había pensado hasta hacía unas semanas.
Ahora era partidario de no dejar en manos del capítulo ni siquiera
la inscripción.
En la siguiente capilla, se celebraba una misa, la última.
Normalmente, la misa mayor era la más tardía del día, después de
tercia, cerca de las diez de la mañana. Recuérdese la ley del ayuno.
No se podía ni siquiera beber agua antes de la comunión. Pero, en

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ocho grandes festividades se añadía esta última misa para los
enfermos que no podían ir tan pronto con los fríos de la mañana.
Solo algunos muy ancianos y las viudas recientes que querían
evitar ser vistas en el dolor de su aflicción se acercaban a la Capilla
de san Denís para cumplir el mandato de santificar las fiestas. En
esa capilla, una treintena de personas veían al sacerdote de espaldas
que ahora bendecía tres veces las ofrendas del altar.
Las misas se celebraban desde el amanecer hasta cerca de las
diez de la mañana, que era, todos los días, la misa capitular.
Después lo que seguía “funcionando” era el coro. La misa era una
culminación que tenía lugar solo en el comienzo del día. Tras ese
acto litúrgico lo que seguía expandiendo el incienso de la alabanza
era el coro de canónigos. Esa era la razón de que, en tantas
catedrales, el coro estuviera situado en un lugar tan central.
Esta misa para los tardíos se debía a que era impensable que,
en un día así, un buen cristiano se quedara sin misa. Pero era cierto
que la temperatura era muy distinta a las once de la mañana que a
las ocho de la mañana, que era cuando había que ir si querían evitar
la misa mayor. Además, esa capilla (que era moderna) se había
construido habilitando un balcón desde donde las viudas recientes,
las más dolientes, pudieran escuchar misa sin ser vistas. Eso del
balcón era un invento utilísimo, según el decir de todos. Parecía
increíble que una catedral tan pequeña pudiera albergar tantos
recovecos. Cripta, como se ha visto, era lo único que ni tenía ni
tendría.
Esa capilla moderna se abría a la girola que era la parte más
antigua del templo. En la girola se veían muchos capiteles
románicos. Ahora pasaba al lado de uno que representaba a un
elefante con una torre encima. Era evidente que el escultor no había
visto un elefante en su vida. Unos pasos más allá se representaba el
festín en el que Salomé bailó. Distraído, más adelante, el obispo
miró a los sátiros que se removían en varios capiteles de motivos
vegetales. “Qué manía de estos medievales en representar tantas

49
arpías y sirenas”, pensó el prelado al que le hubiera gustado tener
una catedral más racional, más acorde con el gusto de la época.
–¿Quiere ver la obra en la “agobarda”?
Así llamaban a la torrecilla más pequeña de la catedral. Su
nombre oficial era el de la “Torre de san Agobardo”, santo lionés
del siglo IX.
–No, gracias. Me fío del criterio del fabriquero.
La catedral de esa ciudad no mostraba amor alguno por las
alturas. Únicamente contaba con una pesada torre de techo de
pizarra, torre ancha, casi sin ventanas, solo levantada para las
campanas. Dos torrecillas posteriores, que se elevaban cuatro
metros por encima del tejado, habían sido levantadas con carácter
funcional, para que su escalera de caracol sirviera para acceder al
tejado cuando la vieja escalera de madera dejó claro que
amenazaba ruina. Dos torrecillas porque el techo del templo estaba
dividido en dos partes a dos alturas.
Lo único que moraba en las alturas de ese templo eran dos
palomares, once gárgolas y treinta y siete canecillos que
representaban: dos simios, seis bueyes, un zorro entre la maleza,
seis monjes con capucha, un rey, tres sirenas, un centauro y varias
virtudes y vicios. Aunque, vistos desde el suelo, a veces, las
virtudes se confundían con los vicios. Y algunos vicios (de piedra
más arenisca) estaban tan desgastados que ya no quedaba claro qué
vicio representaban. Había una mujer sosteniendo una olla que los
lugareños siempre habían repetido que era la Codicia. Pero, a decir
verdad, ya no estaba claro que aquello fuera una olla. Ni siquiera
estaba claro del todo que fuera una mujer.

Antes de abandonar la catedral, el prelado pasó por el sagrario


para despedirse de Jesús sacramentado. Al salir de la Capilla de la
Reserva, escuchó que ya había comenzado el canto de sexta. Solo
se habían quedado ocho racioneros de los que vivían allí. El resto

50
se había ido a las casas de sus familias o invitados, donde
compartirían la mesa de un día tan señalado como el de hoy.

Al salir de la catedral, vio el prelado que delante del portón


principal le esperaba ya el carruaje del barón. Un vehículo de viga
con dos pequeñas ruedas delante y dos grandísimas detrás. La
pequeña cabina de ese anticuado vehículo parecía una caja de
caudales. El cochero descendió para abrirle la puerta. Mientras
subía le dijo el anciano obispo:
–Espere que va a llegar ahora mi secretario.
Efectivamente, a paso ligero, no tardó en llegar. Había ido a
palacio y traía en la mano, el tabarro del obispo. El tabarro era una
capa de lana con una amplia esclavina del mismo material. Este
tabarro era de color granate. En la catedral, lo que realmente le
había calentado era la muceta. Pero ahora, sin ella, precisaba de
algo que le abrigase más. Se colocó encima el tabarro y se metió en
el carro. Su secretario le siguió.
Monseñor Hippolyte indicó a su secretario que “principiara”.
Ya sabía a qué se refería. Este, ya habituado, sacó su breviario y
comenzó a rezar la hora sexta. El obispo no leía, se mareaba. Pero
escuchaba y rezaba interiormente.
La residencia del barón estaba a diez minutos de distancia.
Esta no podía considerarse un palacio propiamente dicho, sino una
pequeña mansión: rectangular, con planta baja y primera planta,
techo de pizarra, paredes pintadas de blanco. La casa estaba
rodeada de viñedos. El barón vivía de sus viñedos. Completaba sus
ingresos, que no eran muchos, fabricando parte de los toneles de la
comarca. A pesar de que sus rentas no eran excesivas, seguía
comiendo con vajilla de plata y sus criados portaban rancias libreas.

51
Los quince miembros de la familia del barón le recibieron en
la entrada de la casa con toda reverencia, como si no fuera un gran
amigo del dueño y su esposa. Ese día todos iban vestidos con sus
mejores galas. El secretario del obispo llevaba como siempre una
sotana negra con fajín. Pasaron a una encantadora sala llena de
cuadros y jarrones a esperar que el almuerzo estuviera listo. Allí se
les ofreció una copita de vino blanco y una infusión melosa: una
mezcla de manzanilla con otras hierbas. El obispo pidió agua.

La comida fue tan agradable. Hubo diez platos distintos. Por


supuesto que cada uno se sirvió solo lo que quiso de ellos. El plato
entrante principal fue un caldo chaudeau, de carne de ternera,
huevos y nuez moscada, y más vino blanco que agua. El plato
principal segundo fueron codornices rellenas de carne de pichón y
embutidos. De tercer plato, trucha fría en salsa verde. De postre, un
hojaldre relleno de pasas y ciruelas secas, horneadas con miel y
canela. Pero sobre la mesa desfilaron castañas, empanadas de
carne, cangrejo, membrillo y cinco bandejas más. Nada se
desperdició. Lo que no comían los comensales notables era
asaltado por la prole, todos rubios y de ojos azules. Lo que retirasen
de la mesa pasaría a la mesa de los servidores. De lo que no
acabaran entonces, se daría buena cuenta a la hora de la cena o en
el desayuno. Eran diez platos de los que se podía estar seguro que
no se desperdiciaría ni una castaña.
Sentar a la mesa a un obispo confería mucha clase a cualquier
banquete. Y más ese día que el barón tenía a dos matrimonios
invitados. Monseñor Hippolyte no era muy hablador, le gustaba
escuchar. Aun así, contestaba con afabilidad ante cualquier
pregunta. Su secretario sí que era una tumba. Un comensal
distinguido como él era muy considerado en las cinco de casas alta
alcurnia de la ciudad, porque ornamentaba la mesa, pero no
acaparaba la atención en las conversaciones.

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El banquete era un acto que duraría dos horas. Era todo menos
una comida rápida. Los manjares llegaban dejando espacio de
tiempo entre unos y otros. Allí nadie tenía prisa. Se había ido a
charlar y pasar buena parte del día. Los banquetes de ese tipo
duraban tres horas y más, pero el barón tenía un “problema
circulatorio” y cuando le dolía mucho “cierta parte del cuerpo”,
comentaba que le apetecía respirar un poco de aire por el jardín.
Eufemismos en los que hubiera sido de mala nota indagar.
El obispo apenas bebía vino. Aunque educadamente probó los
tres tipos de vino que le encareció el anfitrión, no tomó, en total,
más que una copa y no muy abundante. Solo después del último
brindis con vino dulce, se levantaron para ir a otra sala a escuchar
a la bellísima hija mayor tocar el clavicénbalo. Tocaba
razonablemente bien, pero al obispo le entró una cierta modorra en
su sillón. Después de eso, todos tenían ganas de estirar las piernas
con un paseo por el pequeño jardín cuyos tres senderos se
internaban en un bosquecillo contiguo.
Como el anfitrión estaba atento de los dos matrimonios
invitados, la esposa del barón les robó al prelado para pasear
charlando a solas. Nadie pensó ninguna picardía: el obispo tenía
sesenta años y la baronesa le llevaba veinte más.
–Se lo agradezco mucho –le dijo el obispo cuando ya no les
pudieron oír. También él estaba deseando hablar con ella.
–Mire ya tengo solucionado el tema.
El obispo le miró sereno, pero abriendo más los ojos.
–Su hija Violette pasará a Reims como institutriz de las hijas
de la familia Montpensier. Su hija Laurenne entrará, en la misma
ciudad, como institutriz de la única hija de la viuda del guardián de
los sellos del reino del que le hablé.
–No sabe lo agradecido que le estoy.
El obispo había tenido dos hijas en su tiempo de
“alejamiento” espiritual. Cada una, poco después de nacer, había

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sido enviada a un internado de una ciudad a dos horas de distancia.
Monseñor Hippolyte les había pagado una esmerada educación,
para que pudieran defenderse en la vida. También una buena dote
para casarlas con un médico (bastante sencillo) y con un abogado
(modesto, pero de buena familia). Las dos habían quedado viudas
y sin tener la vida resuelta. Monseñor Hippolyte les dejaría una
buena herencia, pero hasta entonces era preferible buscarles un
acomodo en la sociedad, un lugar bien situado donde relacionarse
y no aislarse. Todo se lo debía a los contactos de la baronesa.
Al principio, el obispo le había pedido consejo a su marido,
el barón. Pero este había delegado todo este asunto en su mujer, y
con razón. Nadie mejor que ella para estas cosas. Con el tiempo, el
obispo había logrado hablar con la baronesa con toda confianza.
–Monseñor, ¿cumplirá con el juramento que hizo a su
hermano?
–Por supuesto, soy un hombre de palabra. Ya he testado.
Todo le quedará a él para mantener el buen nombre de los Morlot-
Morangle de Beaumont. No olvido mi juramento a mi padre, tengo
lo que tengo por ellos. Al fin y al cabo, me debo a mi estirpe. A mis
hijas, les dejaré una tercera parte de mi hacienda, tal como convine.
A mi ama de llaves, le dará usted una renta trimensual de esa parte.
–A ella, en un primer momento, déjele una cantidad
moderada. Eso no provocará habladurías. Al revés, dirán: “Mira,
ya ha quedado claro. No hubo nada entre ellos”. Yo me encargaré
de que reciba cada tres meses una asignación fija.
–Nunca encontraré mejor albacea que vos, mi gentil señora.
–El nombre del albacea tiene que ser mi marido. Pero yo me
encargaré de todo.
–Antes de dejar este mundo, en mi lecho de muerte, le diré
que se acerque y le tranquilizaré: “Te dejo una cantidad pequeña
en mi testamento. Pero lo he arreglado todo para que tengas una
renta fija. No tendrás que preocuparte de nada”.

54
–Lo cortés no quita lo valiente. Su arrepentimiento no quita
el que se ocupe de ella.
Siguieron andando un rato en silencio. Ella le preguntó:
–¿Las ha visto ese año, a sus dos flores?
–Sí, las visito una vez al año. Son encuentros muy formales.
Ni yo sé muy bien qué decirles, ni ellas se muestran precisamente
relajadas.
–¿Su madre irá con ellas si usted falta?
–Para ellas, mi Léonore es una desconocida. Y Léonore ya
sabe usted... es fría como un témpano.
Siguieron andando un rato. Antes de salir, tanto la baronesa
como el prelado se habían puesto unas botas campestres de cuero.
Durante la comida, había caído una lluvia fina que había cesado,
pero que había dejado el camino cubierto con una fina capa de lodo.
El obispo se había sacado la sotana y se había puesto encima una
capa corta de color pardo.
Debajo de la sotana, todos comprobaron que iba
perfectamente vestido: la impoluta camisa blanca sin cuello con
mangas acabadas en puntillas la vieron todos, mientras se envolvía
con una capa corta muy gruesa. No se veía ni el más pequeño trozo
de piel blanquísima de sus pantorrillas, cubiertos con medias
negras metió sus pies en esas botas toscas. Le dijeron si quería un
tricornio, pero prefirió seguir cubierto con su peluca. El yerno del
barón comentó que monseñor de esa guisa parecía un magistrado
rural.
El sendero salió del bosquecillo y prosiguió al lado de unos
cercados dedicados al pasto.
La baronesa le preguntó:
–Dígame, monseñor, si la vida se pudiera repetir, ¿volvería a
tomar sobre sí la carrera eclesiástica?

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El prelado se quedó pensativo. Había reflexionado sobre eso
centenares de veces. Pero parecía que tenía que volver a pensarlo.
–Mi querida señora, usted sabe, que hace tiempo, que vivo
reconciliado con el Nuestro Señor, que me confieso dos veces al
año. Y alguna más si he consentido algún pensamiento deshonesto
y he de celebrar misa en algún pueblo. Rezo el credo de corazón.
Sé que me aguarda el juicio de Dios. Admito que me aburren
soberanamente los inacabables oficios catedralicios. Delego la
resolución de los problemas con los sacerdotes en mi gran vicario.
Él es mejor resolviendo conflictos: tiene experiencia y conoce
mejor las leyes canónicas. Sí, preferiría vivir como uno de los
administradores de la hacienda de mi hermano mayor o como juez
de alguna población.
–Lo peor es cuando uno es joven –añadió comprensiva la
baronesa.
–Le aseguro que, cuando tenía treinta años, me he sentido
encerrado en esta sotana y encarcelado en mi palacio. Esta ciudad,
un exilio. Después de haber vivido siempre en otra población más
populosa, con más vida social... Con la edad, ya me he
acostumbrado a este aburrimiento. Me he acostumbrado y llevo una
vida sencilla y tranquila.
–Lo sé, monseñor, lo sé.
–Si no fuera porque tengo fe en lo que leo en los Evangelios,
me pasaría todo el invierno en Marsella, visitaría frecuentemente
París, iría al teatro todas las semanas. Pero no. No quiero ser
escándalo para nadie. Mis tías y abuelas, desde pequeño, me
llamaban el “pequeño canónigo”. Me destinaron a esto por el
nombre de mi familia. La alcurnia... ya sabe.
–Nadie le consultó. No se atormente.
–Al revés, me dejaron bien claro que tenía yo que dar gracias
de que fueran tan generosos. Debía agradecer que me labraran una
carrera. Sí, ciertamente, hubiera preferido ser un sencillo abogado

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como otros segundones. Me dejé llevar. Pero me aferro a mi fe.
Puedo llevar una vida mediocre, pero no quiero escandalizar a
nadie.
–Y no escandaliza a nadie. Mantiene el orden en su diócesis
–le tranquilizó–. Es como un gran juez supremo de los asuntos. No
sea duro con usted.
El obispo suspiró.
–Mi buena y querida señora, la Iglesia arrastra muchas
prácticas del pasado. Útiles en tiempos muy antiguos, pero que
ahora... Si nos pudiéramos casar... Todo seguiría igual si nos
pudiésemos casar. Cuántas veces lo he pensado. ¿Y por qué tiene
que estar mal visto que los obispos no podamos llevar una vida de
mundo igual en todo a la de cualquier noble, burgués o aristócrata?
–La llevan. El clero secular no hace voto de pobreza.
–Sí, pero siempre hay alguien que te mira con malos ojos.
Siempre hay alguien que te recuerda no sé qué de san Francisco o
no sé qué de tal monje penitente. ¿Por qué no podemos ser como
todos los demás ciudadanos y seguir dirigiendo en paz la Iglesia?
–Monseñor, sabe que le estimo. Pero déjeme decirle la
opinión de esta pobre pecadora. Usted sabe mis pecados como si
fuera mi confesor. Si el clero se hubiera casado, la Iglesia de este
reino se hubiera convertido en un patrimonio de los clérigos. Se
hubieran transmitido las diócesis en herencia de padres a hijos,
generación tras generación. Y lo mismo hubieran hecho los
párrocos con sus parroquias. Los que hubieran venido de fuera
movidos por una vocación pura no hubieran encontrado lugar
donde ejercer. Los santos hubieran sido expulsados como
extremistas fanáticos.
Monseñor Hippolyte reconoció con su silencio que había que
ser realistas: habría sido así. Pero, aunque no dijo nada, tampoco le
pareció tan mala una situación que hubiera acabado siendo así.
“Con mantener la fe y los sacramentos”, pensó.

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La baronesa siguió hablando:
–Ya llevan ustedes una vida como los de alta cuna. ¿Les falta
algo? Van al teatro y a los banquetes. No me parece mal que vivan
como lo que son: en sus venas corre la sangre de la nobleza y de la
aristocracia. Pero si las cosas fueran como su excelencia ha dicho,
si ya no hubiera ninguna restricción, la Iglesia sería como el resto
de las cosas de este mundo. Y la Iglesia no puede convertirse en
algo terreno. Se lo dice una ignorante que no sabe nada.
El obispo, a pesar de ser siempre tan flemático, se indignó
ante aquellas cosas, que, en el fondo, le acusaban. “Esta mujer no
sabe ni derecho canónico ni teología. Esta mujer no sabe lo
complejo que es el mundo. Esta buena señora lo arreglaría todo de
un plumazo”. Pero se guardó muy mucho de manifestar gesto
alguno de incomodidad. Al cabo de un rato, se limitó a decir:
–Es usted una jansenista, una fanática peligrosa. Menuda
“hugonota” está hecha.
–Eso me pasa por haber ido a retiros de jesuitas.
–Se los prohibí tajantemente, por el bien de su alma –rio el
obispo.
No estaba de acuerdo con la visión radical que ella tenía, pero
era una de las pocas personas con la que podía hablar con más
confianza, con la que podía pensar en voz alta. Siguieron andando
entre tilos y álamos. En el horizonte, se veía una acumulación de
nubes blancas y grises impresionante como una cordillera. A lo
lejos, una gran tormenta estaba descargando.

El obispo y la anfitriona fueron los últimos en llegar al


palacio. Allí ya estaban todos de vuelta y tomando una limonada

58
en un saloncito de tonos azules. Monseñor se dirigió a otra sala a
ponerse su sotana y sus zapatos, la baronesa también se cambió.
Después, los recién llegados se unieron a la conversación. Alguno
le preguntó al prelado cómo era la corte del rey cuando este se
acercó a París a prestar juramento de fidelidad al monarca, algo
obligatorio para todos los obispos del reino. En esa época,
Versalles únicamente era un pabellón de caza. Él describió con
detalle el Salón del Trono del Palacio del Louvre. El barón y su
esposa también habían estado dos veces en su vida a presentar sus
respetos.
–¿Dónde se hospedó su excelencia a lo largo del viaje? –
preguntó el primogénito del barón.
–Mi largo viaje hacia el norte estuvo amenizado por las
paradas en los palacios episcopales que jalonaban el camino. Me
hospedaba en la habitación que tienen para las visitas y comía a su
mesa. Eso hizo doblemente interesante mi travesía. Si la siguiente
sede episcopal estaba a más de una jornada de viaje, el obispo me
aconsejaba quedarme en alguna gran abadía que cayera de paso. Os
puedo asegurar que fue un recorrido apasionante. Caminé por
claustros góticos donde pululaban industriosos cistercienses,
participé en vísperas cuyos cantos gregorianos parecían de voces
salidas del cielo, disfruté de la hospitalidad de alguna abadesa
cuyas rentas se asemejaban a la de alguna pequeña sede episcopal.

La conversación siguió después otros derroteros. Pero, tras un


rato, le preguntaron al obispo por los misteriosos oficios nocturnos
de la catedral, algo que intrigaba a las pequeñas nietas del barón.
El obispo les explicó que no tenían nada de misteriosos. Los
canónigos rezaban, en el coro, las oraciones finales antes de que se
cerrara la catedral por la noche.
Una de ellas propuso ir a ver esas oraciones.
–¿¡Hoy!? –preguntó incrédulo el padre.

59
Todas las nietas, a coro, contestaron con un “sí” larguísimo.
Le repitieron que estaban a un cuarto de hora de distancia
solamente. Tras una cierta resistencia, el barón cedió:
–Si monseñor no tiene inconveniente, id. Pero yo me quedo
aquí con los invitados. Señor obispo, si desea quedarse aquí,
hágalo.
Este dijo que él se iba ya a retirar a casa en breve. Así que,
con gusto, podía acompañarlas. Había ido a esa casa con la idea de
pasar toda la tarde, pero ya faltaban dos horas para que fuera de
noche. El capricho de las niñas era una buena excusa para irse a
descansar a casa ya. Así que se despidió de todos, añadiendo:
–Eso sí, ¡son las tres y media, pequeñas! Tenemos que salir
ya, las completas empiezan a las cuatro.
Se suponía que las seis niñas, sin arreglarse, debían subir a un
carruaje. Pero no era tan sencillo mover a aquella tropa de mujeres.
Al final, se pusieron en marcha. De camino, solos en el otro carro,
el capellán del obispo recitó en voz alta la hora de nona. El obispo,
devotamente, oró en su interior con esos salmos.

Habían llegado a tiempo. Salvo un par de personas que


pasaron raudas, la mínima placita delante de la catedral estaba
desierta, llevaba un rato cayendo una lluvia fina y persistente. Las
dos puertas del portón de la catedral estaban abiertas. Las
completas con sus tres salmos no habían acabado. Menos mal,
porque los maitines eran semipúblicos. Esto significaba que, en
cuanto el que presidía en el coro cantaba Domine, labia mea
aperies para dar comienzo a los maitines, el sacristán se levantaba
e iba a cerrar las puertas del templo. Los fieles que estuvieran
presentes allí podían quedarse. Pero, a partir de ese momento, el
recinto catedralicio quedaba clausurado.

60
Tras cerrar las puertas corriendo dos grandes trancas de roble,
el sacristán recorría todos los espacios de la catedral tanto para
comprobar que ninguna beata sumida en sus oraciones se quedara
encerrada dentro, como para que nadie se hubiera escondido
malintencionadamente: bien para robar, bien para hacer alguna
apuesta de jóvenes.
El sacristán estaba rascando la cera de un lampadario con
pequeñas velas cuando vio entrar al obispo y sus acompañantes. Se
limpió las manos con un trapo y se acercó a preguntar al obispo si
necesitaba algo.
Monseñor le dijo que solo acompañaba a esas señoritas a que
vieran los maitines. Ya empezado el oficio coral, él no se iba a unir
a los canónigos. Y, desde la nave lateral, con paso cauteloso, sin
hacer ruido y en silencio, se aproximaron a los pilares de la nave
central. Desde allí, vieron el espectáculo de la entera catedral
sumida en las tinieblas. Solo cuatro pequeñas velas seguían
luciendo en honor de algunos santos.
Ante los ojos infantiles de esas niñas, aparecía el coro con
dieciocho canónigos y racioneros cantando en latín: ¡Era mucho
más misterioso de lo que se habían imaginado! Había tantos
salmodiando por ser Navidad. En un día normal hubieran estado
presentes la mitad. Unas treinta velas repartidas en distintos
candelabros del coro hacían que, en ese lugar, reinara una luz difusa
y débil en un templo ya nocturno.
Aunque una tercera parte de los beneficiados sostenía un
breviario entre sus manos, ellos recitaban más bien de memoria.
Los himnos, las lecturas y los responsorios sí que se leían desde un
lugar mejor iluminado: el facistol que estaba en el centro de las dos
hileras de escaños. Allí, en grandes libros, cuyas letras eran fáciles
de leer por su tamaño, con buena voz, uno estaba encargado de
cantar las partes más cambiantes del oficio que no era posible
memorizar.

61
En los dos grandes y pesados bancos que estaban justo
delante del coro, donde se habían aposentado los prohombres de la
población en la misa mayor, ahora estaban sentadas dos mujeres
jóvenes y dos ancianas. Mujeres devotas que iban allí a rezar
tranquilamente el rosario u otras plegarias mientras los canónigos
cumplían con sus deberes. Ellas con sus oraciones personales, ellos
con los salmos. Ellos en latín y cantando, ellas en francés y
musitando entre labios. Dos rezaban el rosario, otra una novena a
san José y la cuarta una serie de oraciones inmemoriales de esa
zona, unas plegarias en dialecto donde aparecían todos los santos.
Un seminarista muy espiritual estaba sentado en el zócalo de un
pilar, siempre solía ir allí a acabar la jornada en los días de fiesta
en que se les daba permiso para ir a sus casas con sus familias.
Todos los días, a la docena de canónigos que rezaban maitines
en ese ambiente de recogimiento, se les unían cuatro o cinco
mujeres (todas viudas) que venían a recitar sus oraciones privadas.
Antes de sentarse allí, solían recorrer varias capillas, allí se
arrodillaban y rezaban a sus santos de toda la vida. Santos
heredados de sus madres y antes de sus abuelas. Cuando acababan,
se sentaban en esos dos bancos a acabar sus devociones. Y,
ciertamente, esa penumbra, ese runrún de la salmodia, la soledad y
quietud del ambiente, invitaban a sumergirse en la unión con lo
divino.
El obispo se asomó desde lejos. No quería que le vieran y se
pusieran nerviosos. Las completas habían acabado y el chantre
entonó el comienzo de maitines. Desde ese momento, uno tras otro,
cantarían los nueve salmos de esa hora canónica. Después,
vendrían las tres lecturas. Las nietas de los barones exploraron la
catedral por su cuenta. El obispo pidió al sacristán que cerrara la
puerta del templo y las siguiera. Ellas protestaron: ¡querían
adentrarse por su cuenta! En ese ambiente nocturno, el templo
parecía inmenso, un mundo desconocido lleno de misterios. El
obispo se lo pensó mejor:

62
–Mirad, si recorréis las capillas y la girola ahora vais a
molestar a los canónigos en sus rezos. Van a estar intrigados por
un grupito de niñas yendo y viniendo, y no se van a centrar en sus
oraciones.
Las niñas aseguraron y volvieron a asegurar que no harían
ruido. El obispo interrumpido, que ya se esperaba estas infantiles
protestas, prosiguió con total calma:
–Vamos a hacer lo siguiente, el sacristán va a coger un candil
y os va a enseñar el claustro y la sala capitular. Después subiréis a
la Torre de las Campanas.
La idea fue acogida con entusiasmo. ¡Iban a recorrer las
partes secretas de la catedral!, pensaron. El obispo sonrió. Si las
dejara sueltas, hubieran querido meterse hasta en la cripta
clausurada de los Flamcourt-Anceaux.
El obispo, se apoyó en el último pilar cruciforme de la nave
central. Una columna que solo podía ser abrazada por cuatro
hombres a la vez. Varios capiteles, más o menos corintios,
coronaban el manojo de columnillas que rodeaban esa masa pétrea.
Aquel pilar poco alto, que sustentaba un sobrecoro, ofrecía una
impresión de pesada solidez, parecía sostener una parte del mundo.
El obispo consideraba que eso era un símbolo: los pilares humanos
de la catedral espiritual (que era la diócesis) sostenían la fe de esos
rebaños.
Desde la oscuridad de ese espacio, apoyado sobre el zócalo
del pilar, miró hacia el altar. Su mirada vagó hacia el retablo, hacia
el coro. Escuchó la antífona cantada por el abbé Didier. Conservava
una voz aceptable para sus setenta años. El gran vicario, con la
aquiescencia de todos, lo había destinado a ese puesto, como
racionero, cuando ya se vio que la edad le impedía desempeñarse
como párroco. El pueblo de doscientos habitantes no podía
mantenerlo.

63
–La gente critica. “¿Qué es lo que hacen los canónigos?
Bonita forma de trabajar. Bien fácil se ganan el pan”. Pero no saben
las historias personales que hay detrás. Ese anciano trabajó toda su
vida. Este es su destino final.
A su lado, el obispo creyó divisar al cascarrabias abbé
Jerome. Se acordó de que, en la última comarca en la que había
estado destinado, todos los párrocos tomaron la decisión de que si
alguien se casaba, debía entregar al párroco un cuarto de pan de la
boda, un cuarto de vino, una pata de cerdo, un trozo de carne de
buey y una gallina12.
La decisión provocó la sonrisa de conmiseración de los
canónigos más opulentos. Qué distinta era su propia vida episcopal.
Realmente, estaba a otro nivel. Su vida no era la de aquellos abates
que llevaban la extremaunción a lejanos caseríos, bajo una lluvia
incesante o en medio de un frío inmisericorde. Eran dos mundos
tan distintos.
Enfrente de estos racioneros, estaba otro antiguo cura de
aldea: sordo y reumático. Lo conocía bien. Se ordenó sabiendo solo
la fórmula de los sacramentos y habiéndose aprendido
machaconamente las conclusiones de los cuatro libros de la summa
de Pedro Lombardo. Toda su teología se limitaba a la lista de las
conclusiones contenidas en esos cuatro tomos. De esas
cuatrocientas páginas había vivido toda su existencia. Su profesor,
el canciller de la curia, le dijo que, además, tendría que aprenderse
lo esencial de un volumen moderno, recientemente editado en
París, que recogía las decretales13. Había que saber algo de leyes
eclesiásticas. No basta la Sagrada Escritura, es necesario el
Derecho. No se aprendió todas las decretales, pero sí todo lo
necesario acerca de los derechos y deberes de un eclesiástico.

12
Luigi Mezzadri, C.M. (2000), "El Clero en la Francia de San Vicente," Vincentiana, vol. 44,
nº. 3 , artículo14, pg. 8 de la separata.
13
Luigi Mezzadri, C.M. (2000), "El Clero en la Francia de San Vicente," Vincentiana, vol. 44, nº.
3 , artículo14, pg. 5 de la separata.

64
–Alguien así se conforma con una pata de cerdo y con una
cuarta parte del pan de una boda. Nunca pudo aspirar a más.
Tampoco ambicionó nunca otra cosa que un curato –el obispo dio
un suspiro de desaliento–. No soy un san Ambrosio, pero hago
juego con mi clero.
Pero no, no debía engañarse. Había sacerdotes que eran luz
de sus rebaños. Podían pasarse toda su vida en destinos poco
lustrosos, pero la gente sencilla y la cultivada, los campesinos y los
burgueses, bien sabían quiénes eran. No hacía falta hacer nada para
señalarlos, la gente reconocía esa luz que emanaban.
–Judas Iscariote se engañó a sí mismo. Yo no puedo
engañarme. Estoy confesado, confío en la misericordia del
Todopoderoso, pero no estoy tan ciego como para no distinguir la
virtud de la molicie. Moriré en paz, pero no confiado en mis
méritos, sino en los de Cristo. Su sangre fue derramada en aquella
provincia romana de Palestina para salvar a este pobre obispo
francés en esta húmeda ciudad neblinosa.
Tengo sacerdotes no solo venerables, sino óptimos. Al
comienzo de la cuaresma, voy a pedir ayuda para escoger a uno
para que predique a todo el clero. Que nos predique palabras de
fuego. Le diré, al principio, delante de todos, que predique con
libertad, que diga lo que tenga que decir, sin miedo. No puedo
cambiar mi pasado, pero aún me puedo presentar al juicio con
algunas pocas buenas obras entre mis manos.

Sumido en estos pensamientos, el secretario del obispo se


aproximó.
–Monseñor, ahora que se ha ido el sacristán con esa tropa, en
vez de rezar las vísperas en la capilla de palacio, ¿qué le parece si
lo hacemos aquí paseando por las naves laterales?

65
El obispo dudó. Por un lado, hacía frío. Aunque arrebujado
en su tabarro, ahora estaba a gusto. Por otra parte, le venía bien
andar un rato y no encerrarse ya en casa.
–Sabia decisión, vamos.
Eso ya lo habían hecho otras veces. Así que comenzaron a
recorrer una de las naves laterales, uno al lado del otro: el obispo
cubierto con su capa granate, el sacerdote con la suya negra. El
obispo iba cubierto con su peluca; el capellán, con un grueso
solideo de punto sobre su cabeza.
El sacerdote se detenía al lado de las velas delante de los
santos para leer las partes que no se sabía de memoria. Después
continuaba andando recitando los salmos de memoria.
Las vísperas acabaron. Obispo y secretario se quedaron
paseando unos cinco minutos más. Llegaron las niñas y salieron de
la catedral. Salieron casi corriendo, despidiéndose a toda prisa de
monseñor: una de ellas había sugerido comprar alguna golosina en
casa de la panadera de la plaza. Estaba cerrado su establecimiento,
pero llamarían a su casa situada encima.
Los canónigos todavía tenían para diez minutos más. Cuando
acabaron, los cinco fieles presentes salieron guiados por el
sacristán. Esos fieles besaron el anillo del obispo que salió con
ellos. El sacristán corrió de nuevo las barras y esta vez cerró con
llave las dos puertas. Los canónigos dejaron sus vestiduras en la
sacristía y salieron hacia el claustro para salir por la puerta de la
residencia de los canónigos.
La catedral, desde ese momento, quedaba sumida en la más
perfecta quietud. En esas horas, esos espacios sí que estaban llenos
de misterio. Se decía que algunas almas del purgatorio vagaban por
sus pasajes penando hasta que se purificaran de sus pecados. Los
racioneros se retiraron a cenar en el refectorio.
El obispo y su sacerdote se despidieron de las nietas del barón
que volvían de comprar unos largos palitos de pan seco y que

66
regresaban a casa en el carruaje que les había traído. El capellán se
despidió de su obispo al llegar a la puerta de palacio. Golpeó con
el llamador y el ama de llaves bajó en seguida a abrirle.

Después de los saludos, el obispo le indicó a su ama de llaves


que tomaría un poco de consomé. El día anterior le había
preguntado qué almorzarían ese día ella y el criado. Le pidió que le
reservaran un poco de consomé para la cena.
–¿Les ha sobrado alguna manzana asada de esta mañana?
–Sí.
–Pues ese será mi segundo plato.
El obispo había almorzado parcamente, pero era un hombre
de cenas ligeras. El ama de llaves le insistió en que tomara un poco
de puré de castañas. Moviendo la mano con amabilidad, el prelado
rehusó.
Mientras se iba a sus aposentos a cambiarse, pensó que, a
pesar de tantos años bajo el mismo techo, la relación con ella seguía
siendo tan formal, tan ajena a cualquier signo de afecto. Ella había
crecido en un ambiente de trabajo duro con un padre violento. De
jovencita no aspiraba en sus años de existencia a otro horizonte
vital que a sustituir esa figura paterna por una figura marital no
menos exigente. El puesto en ese palacio episcopal era más de lo
que nunca se atrevió a soñar. Pero había crecido sin amor y siguió
viviendo sin amor. Nunca su existencia le decepcionó porque
nunca aspiró a nada.
El obispo se volvió y le preguntó:
–¿Desea, señorita Eleonor, compartir mesa conmigo?
Con cierta indiferencia, asintió.

67
–Pregúntele a Roger –el criado– si desea unirse a nosotros.

El obispo llegó a la cámara al lado de su habitación. Dejó la


capa de seda (perfectamente plegada) que llevaba en la mano, se
quitó el tabarro, la peluca, la sotana. Cambió sus medias por unos
calientes calcetines de invierno. Se abrochó un chaleco de lana
recia y se puso encima una bata. Era una bata de hombre, pero, al
gusto barroco de la época, no podía aparecer más cubierta de flores
doradas. Sobre la cabeza, se colocó un sencillo gorro de tela como
un casquete. Gorro sencillo, pero traído de París, forrado con telas
adamascadas.
Dentro de casa, si no había visitas, vestía civilmente. Su
piadoso capellán le había sugerido que tuviera ese mismo tipo de
prendas, de la misma calidad, con el mismo corte, pero todas en
color negro. Pero ya se había acostumbrado a ir así.
De todas maneras, desde que tomó posesión de la sede, si
sabía que iba a venir a palacio una visita clerical le recibía con
“hábito de abate”: medias, pantalón que llegaba hasta el final de
estas y un gran chaleco negro que le cubría la camisa blanca hasta
el cuello. Encima una casaca negra. La cruz pectoral sobre el
pecho.
Salvo en circunstancias muy formales, siempre había ido a
todas partes con el hábito de abate. Pero, cuando era joven y era
invitado a casas de familias con las que tenía mucho trato, le
gustaba vestir ropas civiles, como un noble cualquiera. De civil
había asistido al teatro y otras diversiones mundanas, pero siempre
en ciudades fuera de su diócesis. Aunque, conforme se acercaba a
los cincuenta años de edad, el color negro de sus ropajes se hizo
más permanente. Ahora, fuera de casa, ya jamás se vestía de civil,
y el uso de la sotana se hizo más frecuente. La forma de verse a sí
mismo había cambiado. Tenía un aspecto más provecto y vestía
conformándose cada vez más a lo que consideraba un aspecto
crecientemente venerable.

68
Se fue a la capilla a rezar completas mientras el ama
preparaba la mesa. Tras esas oraciones se dirigió al pequeño
comedor. Juntos cenaron un menú parco acompañado de escasa
conversación. El que más habló fue el criado de sesenta años,
contando sus alegres andanzas de niño en un pueblo del norte de la
diócesis. Hablaba alegre sirviéndose más y más foie-gras sobre
gruesas rebanadas de pan de centeno. El ama de llaves se levantó y
fue a buscar a la alacena un trozo de queso coulommiers de corteza
enmohecida. Lo había sacado porque sabía que le gustaba al criado.
Tuvieron una breve sobremesa en la que el criado, caliente
por la chimenea y las dos copas de Merlot, comenzó a explayarse
sobre las leyendas de su tierra. El obispo acabó riendo como no lo
había hecho durante toda la comida en casa del barón.
Después, monseñor, se retiró a escribir una carta a su
hermano. Las líneas le deseaban una feliz navidad y le
comunicaban que las cláusulas testamentarias que le había
solicitado estaban incluidas en la copia final del borrador de
testamento que le adjuntaba. Había realizado unos ligerísimos
cambios por motivos contables, pero si daba su visto bueno, lo
formalizaría en el notario en cuanto le llegara su respuesta. Ese
testamento sustituiría al anterior. Desde los treinta años ya había
hecho testamento. En cuestiones de dinero, siempre convenía dejar
todo atado.
Aunque se trataba de una carta privada, al lado de su rúbrica
la selló con su escudo en tinta roja. Sobre la lengua del sobre,
derramó un poco de lacre, dejó que se templara. Después, sin prisa,
tomó el sello de lacre, situado al lado del sello de tinta. Presionó
con él la masa de lacre ya menos líquida, más adecuada para
mantener las formas de la impresión.
Eran pasadas las siete y media de la noche. Se le hacía largo
el tiempo que todavía restaba para acostarse. Se fue a la capilla a
rezar maitines, mejor ahora. Después tal vez tendría más sueño. La

69
capilla tenía sagrario. Durante los años de “alejamiento espiritual”
no tuvo reserva eucarística en su casa. ¿Cómo tener a Jesús dentro
de casa si bajo ese techo se conculcaban sus santas leyes? Pero,
después de confesarse, después del cambio de vida, la reserva
eucarística ya se mantuvo sin interrupción.
Mañana vendría su capellán y celebraría misa allí. Él asistiría
cómodamente sentado en su sillón, caliente en esa pequeña capilla.
Su ama de llaves traería un brasero. Al comienzo de la misa,
musitaría la hora prima. Después oraría: a ratos, mentalmente; a
ratos, escuchando las oraciones latinas del misal. Se arrodillaría en
la consagración. No comulgaría. Asistiría a la misa con sotana
negra y roquete. En la misa diaria de su capilla, usaba esa sotana
negra con botones dorados para no manchar ni desgastar la buena
sotana azul. Mientras su capellán hacía la acción de gracias, rezaría
la hora tercia. Después desayunaría con él. Otra jornada daría
comienzo.
El prelado miró el reloj. Todavía le daba tiempo a escribir una
carta a un buen amigo suyo. Ahora era marqués, compartieron
estudios de Derecho, muchas diversiones en París y pasaron tres
temporadas estivales juntos, visitándose mutuamente en sus
palacios. Desde entonces, se escribían una o dos cartas por año. No
tenía que haber sido marqués, pero su hermano mayor murió. En la
carta, el obispo le dijo muchas cosas, entre ellas:
No voy a acercarme a la corte, al menos en todos los meses de invierno.
Presentar mis respetos al rey sería muy agradable pues tengo allí muchos
conocidos a los que visitar. Pero el viaje es largo, ese es el problema. A los veinte
años, como cuando fuimos a aquel palacio de Lyon en aquel día memorable, los
viajes invernales no pesan. Pero ahora sí. (...) Si al final me animo y voy, me
quedaré un mes en la corte. En ese caso, te avisaré. (...) Por aquí sigo inmerso en
largos oficios corales. (...) Los españoles son unos aburridos rigoristas. Menos mal
que nosotros tenemos una visión más culta de la Divinidad.

Acabada la carta, paseó un poco por el palacio. Había poco


recorrido. Además, no había pasillos, se pasaba de una estancia a
otra. Pero necesitaba estirar un poco las piernas, moverse, caminar.
Mañana le pediría al canónigo ecónomo que le acompañara a dar

70
un paseo de una hora por los senderos de los prados. El camino del
bosque queda más lejos, habría que ir a caballo veinte minutos para
llegar, pero valía la pena. Mañana lo pensaría.
Al pasar por esas estancias, pensó que debería decorar el
salón. Estaba casi como lo encontró. Debería comprar tres o cuatro
cuadros buenos. Se había llenado de envidia ante el óleo colgado
en el gran comedor del obispo de Viviers que representaba a Susana
y los dos ancianos, era una maravilla. Necesitaba una obra así que
ennobleciera estas salas. Quizá sería mejor adquirir algún bronce.
Un David sosteniendo la cabeza de Goliat o algo así. “¡Es que no
tengo ni una estatua!”.
Se imaginó también cómo quedarían las paredes cubiertas de
papel con motivos florales. Ayer había leído a san Agustín. El santo
obispo de Hipona, sin duda, vivía en una construcción de adobes
cubiertos con cal. Su entorno era de paredes desnudas y casi sin
muebles. No se imaginaba a ese santo tratando de decidir qué tipo
de papel elegir para las paredes o qué tipo de cuadros irían mejor
con la decoración. Menudo ajuar el del santo de Hipona: un par de
túnicas y un manto si hacía frío. “Como yo”, se dijo a sí mismo
irónicamente.
–Mi tío –el arzobispo de Tours– nos contaba –a su padre y
él–, en una cena, cómo era Roma y cómo eran los cónclaves, cómo
se desarrollaban las votaciones. Sin duda, era una descripción muy
subjetiva, nunca había estado en un cónclave. Mi tío imaginaba
más que sabía. Nos lo contó todo. Todo lo que creía saber. Una
descripción de quien respiraba patriótico galicanismo por los
cuatro costados. Pero, aunque su visión fuera despectiva, era cierto
que el mal estaba en la cabeza de la Urbe. No solo los obispos de
este reino, también Roma estaba enferma.
Aunque tal vez no estaban las cosas tan mal. ¿Dios será
riguroso como Moisés o será comprensivo como mi tío, el
arzobispo? ¿Un cristianismo humano y comprensivo, un

71
cristianismo francés? ¿O un catolicismo como el de los obispos
españoles, medievales, rigurosos; como el de los jesuitas?
No sé. Después de tantos banquetes, jardines y juegos, al
menos, ahora, cumplo con los Mandamientos de Dios y de su Santa
Madre Iglesia, me esfuerzo por leer libros de teología. Aunque, al
final, reconozco que acabo leyendo solo libros de sermones.
También entretenidos libros de historia eclesiástica. Los tres tomos
de historia del papado me han hecho sentir menos culpable.

El obispo fue delante del sagrario a rezar maitines. El


Evangelio nunca lo leía por su cuenta. Simplemente lo escuchaba
en las lecturas latinas de la misa. Solo lo meditaba un poco si tenía
que predicar en alguna fiesta parroquial de algún pueblo. Desde
joven, había imaginado a Jesús y sus doce apóstoles de un modo
afrancesado, nada radical. Desde el principio, se había imaginado
a los doce apóstoles como obispos franceses, solo que con togas
romanas. Había trasladado su mentalidad a la de esos doce
cimientos. Y así, los Doce eran santos, sí, pero unos santos que
hubieran aceptado con educación las invitaciones a los banquetes
de nobles, que hubieran participado en interminables veladas de
sociedad. “¿Por qué san Juan o san Pedro no iban a ir al teatro?”,
le contestó una vez a su religiosa tía que, siendo ya obispo de
Fortveuillot, le afeó su afición a esta diversión. “Es que no vestían
como todos los hombres. No eran eremitas.”, le contestó a ella una
vez que se compró un traje entero de color rosáceo, especialmente
caro, salido de las manos del modisto de las princesas de la corte.
Pero detrás de todas sus respuestas indignadas, siempre se le
quedó clavada la duda. ¿No habían deformado la imagen de Cristo?
Si eso no era así, cabía alguna excusa ante el modo en que
administraban la Iglesia. Había momentos en que monseñor
Hippolyte reconocía que la Iglesia del reino parecía un mercado.
Retornaba una pregunta sencilla, pero difícil de extinguir:
“¿No debería ser obispo el más digno, el más santo, el más cercano

72
a Dios?”. Ciertamente que había sido educado para aceptar las
costumbres del siglo, pero siempre le quedaba un poso de
remordimiento. Los textos sagrados allí estaban. Las Escrituras
mostraban la Voluntad de Dios.
Lo que se alejaba de esa Voluntad era corrupción de los
hombres. Podía apelar a mil razones. Pero esas razones no eran otra
cosa que anteponer lo que querían los hombres a lo que quería
Jesucristo, el puro, el santo, el pobre predicador de los caminos de
Israel. La verdad estaba en la entrega incondicional de san
Francisco o en vida inflamada de amor de san Antonio Abad, no en
la sibarítica existencia del obeso arzobispo Feraud o en las falaces
intrigas del obispo Boileau, astuto como el mejor zorro. No, estaba
claro que las costumbres episcopales de Francia eran el resultado
no de una venerable tradición, sino de siglos de debilidad. ¿Con
qué cara pueden hablar de droits légittimes y bonnes coutumes14?
En otros reinos, las cosas estaban mal también. Pero ellos
eran el fondo del barril. Hasta la no siempre edificante Roma había
pugnado por reformarlos. Por lo menos, los papas más rectos.
A eso de las nueve y media de la noche, el obispo se puso su
ancho camisón y se metió en su inmensa cama. Se acordaba de los
días lejanos en que, antes de ser ordenado, trasnochaba en París, en
sobremesas que no acababan nunca. En esa ciudad pequeña y
aburrida, sin teatro ni diversiones, ¿qué hacer sino irse a la cama
temprano?
El obispo rezó tres avemarías de rodillas junto a su lecho.
Como un niño bueno, con las manos juntas y la cabeza inclinada.
Podía haber cometido muchas fechorías en su ya larga existencia,
pero esas tres avemarías habían sido rezadas todos los días de su
vida.
Como siempre, tardó poco en dormirse. Esa noche soñó que
era un niño pequeño, de unos cinco años, que correteaba por un

14
Luigi Mezzadri, C.M. (2000), "El Clero en la Francia de San Vicente," Vincentiana, vol. 44, nº.
3, artículo14, pg. 10 de la separata.

73
prado primaveral de flores y mariposas. Todo estaba lleno de luz.
Había nubes esponjosas, suaves, en un alegre cielo azul. Un niño
con bucles de oro, de su misma edad, cubierto con un camisón
blanco, jugaba con unas flores blancas a los pies de un
melocotonero florecido.
El pequeñito Hippolyte se acercó para jugar con él. Se acercó
cauteloso. Observó que ese niño tenía unas heridas en las palmas
de las manos. Eran unas heridas profundas. Temeroso le preguntó:
–¿Quién te ha hecho eso?
–Son heridas de amor.
En ese momento, escuchó una música débil. A lo lejos, vio
una fiesta campestre. Había mujeres ancianas con amplios
miriñaques, aristócratas con pelucas empolvadas, abanicos,
casacas. Danzaban al son de varios violinistas. Pero allí había un
ambiente denso y oscuro.
El pequeñito Hippolyte se volvió a mirar a su amiguito de
ojos claros como el cielo. El amiguito le preguntó sentado en el
suelo:
–¿Puedo jugar en tu jardín?
Hippolyte se encogió de hombros. Iba a sentarse y jugar.
Pero, en ese momento, escuchó la voz de sus padres que le
llamaban.

74
Algunas reflexiones ulteriores
.....................................................................................................................................................

Acabada la descripción de lo que podía ser la reconstrucción


de una jornada de un obispo provinciano en la Francia del siglo
XVII, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre la época.

La situación del episcopado francés en el Antiguo Régimen


Mirar a la historia nos lleva a valorar más lo bueno que
tenemos ahora. A lo largo de mi vida, he escuchado varias veces
que los obispos actuales son los peores de la Historia. Ciertamente,
en el año 2019, en que escribo estas líneas, hay una tensión entre
una visión “progresista” de la Iglesia y una visión “tradicional”.
Una tensión entre unos eclesiásticos que se adaptan al mundo y
otros que quieren ser fieles al magisterio secular de la Iglesia.
Incluso si esa tensión diera lugar a un cisma, no cabe la menor
duda de que la valía moral de los obispos actuales resulta
incomparablemente superior a la de los obispos franceses de los
siglos XVI, XVII y XVIII. Esa es una constante: en cada
generación, siempre hay fieles católicos que piensan que la Iglesia
ha tocado fondo. Algún día la Iglesia, en alguna época, tocará
fondo, y, entonces, tendrán razón. Pero, mientras tanto, les
convendría observar la Historia para ver que todo tiempo pasado
no fue mejor.
Hay que partir del hecho de que, en el Antiguo Régimen, nos
encontramos un episcopado francés nombrado por el rey y que solo
debía ser confirmado por el papa. Y así, en junio de 1654, el

75
cardenal Mazarino, teniendo vacante la sede de Carcasona, decide
entregar la diócesis al que entregue una mayor parte de los
beneficios de esa diócesis. En la correspondencia, entre el cardenal
y los aspirantes, se habla sin ningún tapujo de esta venta: había
empezado a organizar lo que solo puede ser descrito como una
subasta15.
Cómo se puede entender que se vaya a colocar como padre
espiritual, como guardián de la fe, ¡al que pague más! Se van a
decidir los destinos de los pastores espirituales, durante decenios,
por parte de alguien cuyo único título es tener dinero.
Un ministro de ese cardenal escribirá en una carta, a la hora
de plantearse qué candidato elegir para otra diócesis que, sin
ninguna duda, el primero tiene la ventaja del nacimiento16. ¡La
ventaja del nacimiento! ¿Para dirigir los destinos espirituales del
rebaño de Dios?
Con esta mentalidad mundana, en el siglo XVI, hubo un
cierto número de obispos que nunca recibieron la consagración
episcopal. No deseaban otra cosa que recibir las rentas de la
diócesis. Todo lo demás lo delegaban en sus subordinados. ¿Qué
tipo de pastor puede ser alguien solo interesado en las rentas? ¿Qué
decisiones sobre los presbíteros va a tomar alguien que solo busca
el dinero?
Ha sido calculado que, entre 1483 y 1515, 79 de las 109
diócesis que formaban la Iglesia de Francia estaban ocupadas por
consejeros reales o miembros de sus familias 17. La familia de los
Guisa consideraba a la sede de Reims casi como una propiedad de
la familia, como algo a lo que tenían derecho. En 1640, murió
Eustache Gault que había sido nombrado como obispo de Marsella.

15
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 87.
16
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 88.
17
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 87.

76
Murió sin ser consagrado dos meses después. Fue sucedido
inmediatamente por su hermano más joven18.
Con una situación así, me admira cómo Francia se mantuvo
en la fe. En mitad de una Iglesia dominada por cortesanos, favoritos
del rey y ministros, los sacramentos siguieron ejerciendo su efecto
sobre las almas, la Palabra de Dios siguió hablando a los corazones,
siguió mostrando el camino. La oración de monasterios y
conventos siguió protegiendo la Viña del Señor de la más completa
devastación.
Pero frente a novicios jóvenes que entregaban
silenciosamente su entera vida a Dios en el claustro, nos
encontramos, por ejemplo, con las maquinaciones de Enrique IV
para que un hijo bastardo suyo consiguiera la sede de Metz19. El
rey quería que tomara posesión de su sede en cuanto alcanzara la
mayoría de edad. Lo consiguiera o no, lo terrible es que lo intentara.
Con ejemplos como este, está dicho todo. Son hechos que definen
el estado moral de un episcopado.
Otro hecho que salta a la vista es la cantidad de sobrinos que
sucedieron a sus tíos en las sedes episcopales francesas. No era
nada inusual la figura del obispo-coadjutor. Y así, si las
maquinaciones en la corte (no se puede llamar de otra manera)
llegaban a buen puerto, el afortunado era ordenado como obispo de
una sede en la que todavía vivía su predecesor.
También hubo obispos que, durante un tiempo, sin haber
recibido la ordenación episcopal, encargaban a un obispo para que
ejerciera las funciones sagradas en su diócesis. Se les llamaba
“obispos sufragáneos”, aunque no eran obispos de sedes
sufragáneas. Joseph Bergin escribe que esos obispos menores por
su origen no significaban un peligro para los intereses de la

18
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 22.
19
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 37.

77
familia. Y añade que, en el caso de Metz y Lyon, hubo toda una
sucesión de “obispos sufragáneos”.
En esa época, la edad para ser obispo en toda Europa era de
treinta años como mínimo. Pero, para Francia, era de veintisiete
años. Y los reyes intentaron nombrar obispos por debajo de esa
edad.
Llegar a ser obispo requería una gran cantidad de dinero para
pagar las tasas en Roma y el gran papeleo que requería el proceso.
Así habíamos llegado a la increíble situación en la que los indignos
para ejercer el episcopado disponían del dinero para obtenerlo, y
los pobres dignos del episcopado carecían de él.
Cierto que hubo dos casos de candidatos en los que un duque
y el cardenal Richelieu pagaron las tasas de dos candidatos que
carecían de dinero, y que, en otro caso, fue la madre de un monje
la que pagó el coste requerido para las tramitaciones; y que hubo
otros casos en que el rey pidió al papa que se exonerara del pago
de las tasas a algunos candidatos dignos. Pero esto eran
excepciones. Aun así, aquí me fijo en lo peor. Justo es reconocer
que la correspondencia también manifiesta que los reyes, en
bastantes casos, escogieron candidatos aceptables. No digo que
escogieran a santos varones, pero sí, al menos, candidatos
aceptables para lo que era esta época.
En esta situación de hundimiento moral del episcopado, hubo
casos en que un candidato aceptaba una sede episcopal, pero sin
ninguna intención de residir en ella. Queda constancia de no pocos
obispos que renunciaron a sus sedes episcopales si el sucesor se
comprometía a pagarles una renta anual.
El episcopado siempre debió haber sido concedido al más
digno en virtud y sabiduría. Ahora se entregaba como una
mercancía venal. Se entregaba en base a negociaciones y acuerdos.
Con esta situación, se llegó a la situación increíble de que, en
tiempos de la madre de Enrique IV, Juana de Albret, hubo dos
pequeñas diócesis en las que se dio el caso de obispos que fueron

78
abiertamente protestantes20. Cierto que esa situación duró solo
veinticinco años, cierto que esos prelados solo buscaban
beneficiarse de sus rentas y no hacer reformas eclesiales ni
proselitismo, pero no se podía caer más bajo.
A principios del siglo XVII había 113 diócesis en Francia.
113 hombres tenían en sus manos los destinos de las iglesias de la
nación más poderosa de Europa. 113 hombres que tenían autoridad
para dirigir los destinos de un reino espiritual sobre una parte tan
importante de Europa. Y recordemos que un obispo, en esa época,
tenía un poder sobre la diócesis mayor que el del rey sobre el reino.
Hecha la salvedad de los derechos del cabildo catedralicio –
fuertemente protegido por las normas canónicas– el poder del
obispo era absoluto y vitalicio. Podemos imaginar con facilidad
cuánto sufrimiento se podía producir cuando ese poder era puesto
en manos de un joven caprichoso e inmoral, un joven que se
enfadaba, que podía querer humillar a un clérigo concreto, que
podía querer vengarse de supuestas afrentas. Qué ardua debió ser
la obediencia por parte de venerables sacerdotes a estos monigotes.
Cuando se produjeran situaciones de venganza episcopal, y seguro
que se produjeron, qué indefensión tan grande la del pobre
sacerdote sobre el que recaía la ira episcopal.
Este panorama muestra la peor época de la historia de la
Iglesia de Francia. Cierto que esto que se ha descrito aquí es el
fondo del barril, el fondo donde están las heces. Las cosas estaban
tan mal, existía ya una tan clara incapacidad para salir de esa
podredumbre que Dios mismo actuó. Tanto la nobleza como los
obispos franceses se negaban a cambiar las “tradiciones” de ese
reino. Así que Dios intervino: esa tempestad fue la Revolución
Francesa. Después hubo que empezar a reconstruir el episcopado
desde cero.
La corrupción del episcopado se dio en más lugares del
mundo. Pero, en el reino de Francia, se dio de un modo

20
Joseph Bergin, The making of the French episcopate, 1589-1661, pg. 39.

79
especialmente escandaloso. Resulta triste constatar la cantidad de
papas que llegaron al solio de Pedro contaminados con esta
mentalidad. En un cuerpo, cualquier parte puede enfermar. En estos
siglos, la misma cabeza de la Iglesia estaba enferma.
Durante ese tiempo, los papas que quisieron reformar ese
estado de cosas se encontraron con un muro de piedra. El rey, la
nobleza, los obispos franceses estaban dispuestos a desobedecer.
Eso se le dejó muy claro a los distintos papas que intentaron
cambiar las cosas poco a poco: los nombramientos los hacía el
trono, y del papa solo se esperaba la confirmación. Si el papa se
hubiera empeñado en reformar el estado moral del episcopado, el
resultado hubiera sido, sin ninguna duda, que toda Francia estaría
abocada al cisma.
Pero cuando los hombres no actúan para cambiar lo
inaceptable, actúa Dios. Y, como ya he dicho, el Señor volcó el
entero tablero con todas las fichas que reposaban encima. Tras la
Revolución Francesa, hubo que renovar a todo el episcopado.
Siguieron parte de los males, pero ya nunca se llegó al extremo de
los vicios descritos en el tiempo del Antiguo Régimen.
Sirvan estas anotaciones para que valoremos el episcopado
que tenemos ahora. Los obispos pueden no ser perfectos, en
ninguna época lo han sido, pero los obispos actuales son mucho
mejores, indeciblemente mejores, que los de los siglos precedentes.
Habría que retrotraerse a la época heroica de los primeros siglos de
la Iglesia para encontrar un episcopado moralmente tan sano como
el de ahora; y nunca hemos tenido unos obispos mejor preparados
teológicamente.
Ya pasaron los siglos en los que el obispo asistía a un gran
pontifical desde su sede, en el coro, pero el que predicaba era otro.
Ya pasaron las épocas en que hubo obispos con una formación
teológica mínima que tenían que remitir todas las cuestiones sobre
esa materia a sus expertos. Sí, el episcopado actual es muchísimo
más digno que el de los siglos precedentes.

80
Al menos, los obispos indignos de esas épocas no
comulgaban. Escuchaban las misas en sus cátedras, asistían sin
concelebrar, se arrodillaban durante la consagración, pero no
comulgaban. Los obispos más mundanos solo asistían a misa los
domingos. Casi siempre en su capilla privada. La misa capitular era
más larga, aunque cualquier obispo, por mundano que fuera,
intentaba asistir unas cuantas veces al año.
¿Qué justificación podían esgrimir los candidatos creyentes
que colaboraban con este sistema de cosas? Sin duda, sus familiares
argüían que “ahora ser obispo implica codearse con nobles y
ministros”, y le insistían en que resultaba necesario que el prelado
supiera moverse en esos ambientes. “Felices los tiempos en que un
obispo podía dedicarse solo a ser obispo”. Falacias de ese tipo
debían ofrecerse por parte de los más veteranos a los jóvenes
sacerdotes de buena familia que albergaban escrúpulos.
Esta mentalidad existió. Desgraciadamente, no es una ficción
literaria. Recordemos siempre las lecciones de esta época. Las
grandes desviaciones se producen por acumulación de muchas
malas decisiones menores. La cesión ante lo que no es correcto
siempre se puede disfrazar con las mismas razones de entonces,
solo que adaptadas a nuestra época.
La reforma del episcopado ha llevado esfuerzo, no se ha
producido porque sí. Se ha producido con mucho esfuerzo, oración
y sacrificio. Y Ecclesia semper reformanda, porque lo terreno
tiende siempre a invadir lo celestial. La lucha entre lo mundano y
lo divino durará hasta el final de los siglos. Aunque estamos
indeciblemente mejor ahora, el combate no ha acabado. Pero es
más fácil reformar las pequeñas desviaciones, que no un entero
estado de cosas que se ha corrompido. Demos gracias a Dios de los
obispos, arzobispos y cardenales que tenemos ahora.

81
La relación entre inmoralidad y ortodoxia
Se repite muy a menudo que aquellos obispos podían ser
pecadores en lo personal, pero que fueron fieles en cuanto a la
transmisión del depositum fidei. Esa afirmación se esgrime cuando
algunos comparan a los obispos actuales (más honestos) con los de
esa época (considerándolos más ortodoxos). Mi opinión es que la
situación actual del año 2019 puede fácilmente derivar en un cisma
entre dos visiones acerca de cómo deber ser la Iglesia del siglo
XXI.
Ahora bien, el reino de Francia durante, estos siglos, se
mantuvo en un estado latente de peligro de cisma. Cualquier
desavenencia grave con el papado podía haber provocado el
desgarro. Si alguien piensa que la inmoralidad no acaba teniendo
una repercusión sobre la fe, se equivoca. La molicie fue
conformando un esquema eclesiológico patriótico, el galicanismo,
que, de haber persistido más tiempo, hubiera hecho del reino de
Francia otra Inglaterra. ¿Frente a un Enrique VIII galo, esos
obispos nobles viviendo en la molicie se hubieran enfrentado hasta
el martirio? Evidentemente, no.
En esa época, se puede afirmar la fidelidad de la iglesia gala
al depositum fidei, pero a costa del debilitamiento de la fe en el
primado de Pedro. Fieles a los concilios, sí, pero sin reconocer la
autoridad de los papas. Y de haberse producido la separación
formal de Roma, todo cisma acaba produciendo herejías. Hubiera
sido una mera cuestión de tiempo. También Enrique VIII fue un
rey de fe católica tras el cisma. El absolutismo de los últimos reyes
galos del Antiguo Régimen y su ambiente exacerbado de adulación
y lujo parecía abocado a producir, antes o después, un Enrique VIII
de los francos.
Cuando el episcopado es inmoral, las defensas del cuerpo
bajan. En ese cuerpo eclesial enfermo, el virus del jansenismo
comenzó a hospedar cepas víricas patológicas. La fe de la Iglesia
de Francia se enfrentaba a un virus inmoral que la alejaba de Roma

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y, simultáneamente, a un virus rigorista que también la alejaba de
Roma. En ese cuerpo enfermo ya estaba presente un galicanismo
inmoral y un galicanismo rigorista.
El panorama que encontramos en el episcopado de esa nación
es abrumador: ¿Podía caer más bajo la institución episcopal? En lo
moral, no. Pero sí que quedaba consumar esa situación con una
justificación eclesiológica. Solo una tormenta tan espantosa como
la Revolución Francesa tuvo la fuerza suficiente para derribar un
estado de cosas que abocaba a un daño inconmensurable a la Iglesia
y su futuro. El absolutismo secular había invadido el campo
eclesial, ya solo quedaba que invadiera el campo de la fe. El
proceso, antes o después, se hubiera consumado. Lo que fue la
invasión babilónica para las infidelidades de Jerusalén, fue la
Revolución Francesa para las infidelidades de la cabeza de la
Iglesia gala.

Una anécdota mínima


No me resisto a contar una anécdota ocurrida en la redacción
de este escrito. Pregunté a un lector mío, muy estimado, que me
sugiriera alguna catedral pequeña donde situar la obra. Me sugirió
que fuese la Catedral de Siseron. Fue una coincidencia, porque yo
ya había empezado a escribir y había decidido situar la diócesis a
mitad de camino en la línea recta entre Canterbury e Hipona. Le
contesté:
Alfonso, te vas a quedar más sorprendido cuando te diga un dato bien
curioso. Veras, sabes que el librito sobre la catedral francesa iba a ser el tercer
libro de la trilogía: Hipona, Canterbury y la catedral francesa. Pues bien, Siseron
cae exactamente en la mitad de la línea recta entre Hipona y Cantérbury.

Sí, estaba en la línea recta, qué curioso. No fue algo


pretendido. Este lector me contestó que había 446 millas náuticas
entre las ruinas de Hipona y la Catedral de Siseron, y 446 millas
entre Siseron y la Catedral de Canterbury. No solo las coordenadas
geográficas, también las temporales de la trilogía se localizaban

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con la misma equidistancia: siglo V, siglo XI, siglo XVII. Es solo
una anécdota. La cual la cuento dejando bien claro que la catedral
aquí descrita no es la de Siseron, como tampoco lo es la ciudad ni
la diócesis.

Un último pensamiento sobre el personaje


Un postrer apunte antes de dejar el libro. El obispo descrito
no es un obispo digno, pero tampoco villano. Al ser humano que
describo, le he tomado algo de cariño. En cierto modo, él también
es una víctima de un sistema de cosas. No es un obispo digno
porque su vida, incluso después de su confesión, no es la de un
hombre que se entrega al oficio de apóstol. Se limita a vivir en
gracia de Dios, se limita a delegar. Vive del episcopado, no vive
para el episcopado; hace de ello un modo para vivir bien y con
honor.
Cuando un obispo no es digno, cuando un obispo no tiene la
sabiduría para tomar las decisiones adecuadas, se ordena para el
sacerdocio a los que no son dignos, y el torcido sistema de cosas se
perpetúa. La indignidad de la cabeza siempre tiene repercusiones
sobre los miembros.
¿No había culpabilidad en este obispo? La había. Él leía los
Santos Evangelios. Sabía perfectamente que, ante la ley suprema
de las enseñanzas de Cristo, lo demás eran excusas. Todo obispo
indigno tenía suficiente entendimiento para distinguir entre la luz
de la Palabra de Dios y las corruptelas de los hombres.
Pero, incluso después de confesarse, después de decidir vivir
en castidad, las costumbres de toda una vida viviendo en esa grata
pereza imprimían una forma de ser a toda su vida. No sentía ningún
impulso interior a lo espiritual. Solo aspiraba a ser una buena
persona, a rezar el breviario y a vivir sin cometer pecados mortales.

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¿Cómo se salió de esta situación?
A lo largo del siglo XVI y XVII hubo varias tentativas de
reforma. Pero el mal era demasiado profundo. El sistema de cosas
estaba demasiado corrompido. Así que Dios permitió que el entero
tablero con todas sus fichas se fuera al suelo. Después de la
Revolución Francesa, con la restauración monárquica, el
episcopado que surgiría en Francia estaría mucho más purificado.
Pero sería injusto afirmar que únicamente el castigo divino
logró la reforma de la Iglesia Francesa. Luigi Mezzadri afirma algo
que se observa, lentamente a partir del siglo XVII y que va
acelerándose en el siglo XVIII:
El cuerpo eclesial comenzó a coger fuerza, a ser respetado y a volver a
adquirir credibilidad. A ello contribuyeron la acción de la Santa Sede por medio
de los nuncios, el gobierno, que fue eligiendo obispos austeros y firmes, la
renovación de las órdenes religiosas, la llegada de nuevas formaciones religiosas
(jesuitas, capuchinos, teatinos), la invasión mística. Un hecho decisivo fue el
afirmarse de la doctrina sacerdotal de la así llamada escuela francesa21.

Sí, solo la dureza de la situación revolucionaria no hubiera


bastado. Los buenos sacerdotes triunfaron en su afán de reforma
porque, con la Revolución, Dios, directamente, quitó una estructura
consolidada que constituía un poderoso factor de corrupción del
episcopado.

Conclusiones
Pienso que esta obra nos lleva a todos a comprender que el
mundo y la carne siempre están agazapados, dispuestos a hundir
sus colmillos en algo tan espiritual como la Santa Iglesia. Lo peor
es cuando unas cuantas derrotas se convierten en lo usual, y cuando
lo usual ya se consolida y genera una estructura permanente.

21
Luigi Mezzadri, C.M. (2000), "El Clero en la Francia de San Vicente," Vincentiana, vol. 44, nº.
3 , artículo14, pg. 11 de la separata.

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Por eso la importancia de que los obispos sean siempre lo
mejor del clero. Desde el momento en que aceptamos que no sean
lo mejor y nos conformamos con que sean dignos, ya se están
dando pasos hacia un enfriamiento, el cual será causa de que se den
otros pasos que vayan más allá.
Ahora, como en el siglo XVII, el mundo y la carne están
acechando, deseosos de introducirse en el colegio de los sucesores
de los apóstoles. Aunque nos parezca increíble, todos los errores
del pasado, todos, se pueden repetir. El proceso hacia un
episcopado mundano puede reaparecer envuelto en argumentos
modernos y esquemas ultraprogresistas. El contenido de debilidad
moral puede ser el mismo que en el siglo XVII, pero se puede
presentar como una adaptación al mundo.
En toda generación, hay que extraer del muro las piedras
enfermas cuando ya no hay otro remedio. Es preferible que una
nación entera se quede sin pastores a que se cree una iglesia
enferma. Porque esa iglesia enferma puede contagiar a otras
iglesias. El episcopado debe brillar por su ortodoxia, su sabiduría,
sus virtudes y por su vida de oración.

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Este libro fue acabado de escribir el 20 de septiembre de 2019

www.fortea.ws

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José Antonio Fortea Cucurull, nacido en
Barbastro, España, en 1968, es sacerdote
y teólogo especializado en el campo
relativo al demonio, el exorcismo, la
posesión y el infierno.

En 1991 finalizó sus estudios de Teología


para el sacerdocio en la Universidad de
Navarra. En 1998 se licenció en la
especialidad de Historia de la Iglesia en la
Facultad de Teología de Comillas. Ese
año defendió la tesis de licenciatura El
exorcismo en la época actual. En 2015 se
doctoró en el Ateneo Regina
Apostolorum de Roma con la tesis
Problemas teológicos de la práctica del
exorcismo.

Pertenece al presbiterio de la diócesis de


Alcalá de Henares (España). Ha escrito
distintos títulos sobre el tema del
demonio, pero su obra abarca otros
campos de la Teología. Sus libros han
sido publicados en diez lenguas.

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