Está en la página 1de 357

CUANDO

AMANEZCA
LA IRA
J.A.
FORTEA
Ediciones Fortearius
Alcalá de Henares, España
Título: Cuando amanezca la ira
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Todos los derechos reservados
fort939@gmail.com

Publicación, en papel, por Editorial Sekotia, en marzo del año 2020


c/. Gamonal 5, planta 1, local 18, 28 031 Madrid (España)
ISBN 978-84-16921-83-6

Publicación, en formato digital, en marzo de 2020


forteafortea.blogspot.com
www.fortea.ws

ii
Versión para tablet

iii
CUANDO
AMANEZCA
LA IRA
..........................................................................................................

Las diez plagas de Egipto vividas


desde el lado de la corte del Faraón

José Antonio Fortea Cucurull

iv
índice
…………………………………………………………

Día 1
Cuando las cosas eran como siempre habían sido las cosas 1

Día 2
Cuando las cosas comenzaron a ser como no siempre habían sido las cosas 49

Día 3
Una leve nube en el cielo faraónico 61

Día 4
La mañana en la que el corazón real se agitó y la tarde en la que los latidos se
tranquilizaron 76

Día 11
La vida sigue igual porque tiene que seguir igual 95

Día 14
Si el orden no es alterado, la fuerza del orden se impondrá 106

Día 17
Manteniendo la calma con la diosa-rana Hequet 116

Día 19
Cuando los poderosos toros dan un paso atrás para embestir 125

Día 23
Cuando la dureza y el peso de la maza tienen que reposar 132

Día 26
Un mundo donde unos mandan y otros obedecen 140

v
Día 28
Cuando se siente que la pesadilla se va acabando 151

Día 29
Escuchando la voz de los conocedores de los ritos 156

Día 32
Cabalgaron sobre pequeños insectos alados, yo lo haré sobre un carro de toros 175

Día 40
La riqueza viviente de las Dos Tierras que muge y se reproduce 178

Día 42
No sostiene en vano el mayal con su derecha 182

Día 43
Como la tortuga, las Dos Tierras colocarán su cabeza bajo la coraza de Ra 196

Día 51
La víbora también repta sobre nuestras baldosas 225

Día 60
La hermosa luz del Río es clara, llorad a los ojos ya ciegos 247

Día 63
Los hijos son el escudo vivo de un padre 269

Día 67
El brazo se tensa para que las cosas vuelvan a su curso natural 282

Apéndice 330

vi
Día 1
Cuando las cosas eran como siempre habían sido
las cosas
En la batalla, todos los brazos eran débiles frente al faraón. No tenían valor para
sostener sus jabalinas. Los veía hundirse como cocodrilos muertos. Sembraba la
muerte entre ellos como quería. Ante el faraón, el vil rey dijo: Huyamos ante él
y salvemos nuestra vida, que podamos todavía respirar.

Un día en la vida del Faraón: la mañana


El sol ya se ha levantado hace una hora y los rayos claros
inundan con su luz la amplia estancia de paredes con lotos azules e
ibis de cabezas negras y largos picos. Las pupilas comienzan a
moverse bajo los párpados de un hombre de 51 años acostado en
su lecho. Había estado durmiendo hasta ese momento, pero ahora
la respiración se hace más profunda. Se ladea y sigue en esa
posición diez minutos más. Dormita, pero el proceso de despertarse
ya ha comenzado.
Es un lecho cuadrado y amplísimo, de seis pasos de lado. No
es una cama propiamente, sino un colchón que apenas levanta
cuatro dedos por encima del suelo sobre el que está colocado. La
funda del colchón es de lino blanco. Dentro, plumas de ganso y
plumón de otras cuatro aves. Debajo, un jergón más fino relleno de
lana mullida para compensar la excesiva blandura del colchón
superior. Entre las sábanas blanquísimas de lino, cojines planos

1
también rellenos de lana suave y esponjosa. El faraón, al acostarse,
se coloca los cojines como desea. Se envuelve en esas sábanas y si
tiene frío, a ambos lados de la cama cuenta con pieles de león y
vaca rojiza.
Tutmosis III ya se va moviendo más entre las sábanas,
resopla. No tardará en levantarse, pero le gusta quedarse
adormilado otros diez minutos. Había capitaneado sus ejércitos
hasta el Líbano, había cabalgado llegando al Éufrates, había
ascendido más allá de la tercera catarata de Nubia… ahora, a su
edad, podía quedarse en la cama todo el tiempo que le complaciera.
A su lado, dormita una esposa suya, de las más antiguas. Casi
tiene su edad. Fue de las primeras, fue su favorita durante medio
año. El faraón y ella duermen desnudos, ella descansa su mano
sobre el pecho de él. Ella sabe bien que el rey del Alto y Bajo
Egipto no ha tocado a una mujer desde hace dos o tres años. Cada
noche una de sus esposas pasa la noche con él, pero solo le gusta
que le abracen, que con cariño le acaricien el pecho o la espalda
mientras se duerme, que una voz femenina le hable (y, finalmente,
le susurre) hasta que sus ojos se cierren.
El señor de tantas vidas, a esas horas en que se sume en las
aguas de los sueños o en que sale de ellas, desea una voz conocida,
una voz aterciopelada que le acompañe en ese gran lecho que, de
otra manera, estaría solitario. La lujuria ya voló hace tiempo como
un pequeño y gracioso abejaruco de alas verdes. El monarca, Hijo
de Ra, no quería dormirse con un rostro extraño a su lado. Anhelaba
el tono familiar de voces que conocía desde hace años. Patareshnes
dormitaba a su lado. La conoció con dieciséis años. No era la gran
reina, pero siempre fue una de las esposas, no una mera concubina.
Le tuvo y le tiene cariño.
Tutmosis abre los ojos. Le molesta la luz. Está rodeado de
blancura: el colchón, las sábanas, los cojines, todo está

2
inmaculadamente blanco. Únicamente las pieles plegadas a ambos
flancos ponen deliciosas notas de color al conjunto de lino y lana
que conforma el lecho. El monarca siempre dormía rodeado de esa
blancura. Se estiró haciendo ruidos guturales. Su esposa,
adormilada, le dio varios besos en la mejilla.
Tutmosis, en otro tiempo un militar que se levantaba al primer
rayo de luz, ahora se sentía viejo y se quedaba en la cama mucho
más tiempo. Entreabrió los ojos de nuevo, se llevó las manos al
vientre: ¿solo se lo parecía o había engordado? Recordó la fuerza
de sus brazos al lanzar la jabalina real de ébano y oro, o al tensar
su arco personal de madera y cuerno. Recordó la dureza de sus
piernas. Ahora iba penetrando, atrio tras atrio, en las cámaras de la
decadencia. Había perdido interés por el ejercicio físico.
Se arrastró adormilado sobre el colchón, hacia una especie de
ancho taburete de madera ornamentado con pinturas de preciosas
flores de loto. Tomó un cuenco de bronce y escupió en él. Después
tomó una jarrita de cristal, se sirvió un vaso de agua, se enjuagó y
tornó a escupir. Esa operación del enjuague la repitió dos veces.
Volvió a la cama y se quedó allí tumbado cinco minutos más.
Su esposa se acurrucó a su lado y le susurró con tono meloso
distintas cosas. Él no contestaba. Ella tampoco lo esperaba. El Hijo
de Amón se cubrió un poco más con las sábanas. Era el segundo
mes de la estación de Peret, concretamente un caluroso 6 de
febrero. En esa época del año, la temperatura debía ser suave. Pero
a mediados de febrero, de vez en cuando, ya llegaban olas de calor
de las regiones tórridas.
Ese palacio de Menfis contaba con tres dormitorios reales. El
dormitorio de invierno situado en una habitación pequeña sin
ventanas, se calentaba fácilmente. Favorito de faraones ancianos,
Tutmosis lo usaba un par de semanas al año. El de primavera era
en el que se encontraba ahora: amplio, con un patio en el centro

3
rodeado de gruesas columnas, con un estanque en el centro con
peces. El dormitorio de verano, se hallaba bajo tierra, fresco, con
paredes de adobe que los siervos, provistos de palanganas,
salpicaban con agua antes de que él se acostara.
El dormitorio de primavera era perfecto para un clima como
el de Egipto y era el que más usaba. Se levantaba oyendo los
gorjeos de las currucas grises y los cantos de los pequeños y
graciosos pájaros pardos (buitrones) que saltaban de un sicomoro a
otro. La luz entraba a raudales. Era un dormitorio en forma de patio,
con el lecho en uno de sus lados. A esa estancia se accedía por una
única puerta, así el faraón protegía su intimidad. No había ventanas,
toda la luz provenía del patio interno.
Mientras Patareshnes seguía entre las sábanas, el faraón se
dirigió a uno de los lados del patio. Se aproximó a una pequeña
estatua de Amón de oro macizo situada dentro de un pequeño
santuario, una especie de armario con las puertas abiertas. Le tocó
los pies mirándole a los ojos. Se suponía que debía levantar los
brazos y recitar de memoria una plegaria pidiendo protección. Pero,
año tras año, había ido haciendo más rápida esa plegaria. Después,
no le bastó con hacerla más rápida, la acortó. Y, finalmente, la
había simplificado dejándola en ese gesto. Total, nadie le veía.
Pasó al armario-santuario de al lado, e hizo lo mismo con la
imagen de Isis. Osiris, por mucho que fuera el jefe de Isis y Horus,
a pesar de haber enseñado a los hombres las leyes, recibió el mismo
rápido y descuidado tributo de homenaje. Al llegar a la imagen de
Horus, por descuido, ni llegó a tocarla. Se limitó a una ligerísima y
casi imperceptible inclinación de cabeza ante aquel dios con
pequeños ojos de halcón que, por alguna extraña razón, siempre le
había resultado antipático.
Después se aproximó al estanque. Le gustaba sentarse
desnudo en un banco y mirar un rato a los peces, todavía estaba

4
medio dormido. Así estuvo unos cuatro minutos. Se acercó sin
prisas al taburete de al lado del lecho y bebió un vaso entero de
agua. Después se acercó a la pared completamente cubierta de
pinturas de agricultores y pastores con vacas. Una plancha
rectangular de cobre dorado colgaba de tres cadenas del techo.
Golpeó unas cuatro o cinco veces la plancha con una barra
metálica. Eso significaba que el “mayordomo del amanecer” podía
entrar.
En menos de treinta segundos, el mayordomo, acompañado
de cuatro sirvientes que traían objetos en sus manos, entraron
haciendo una inclinación profunda. Solo el jefe de ellos habló en
nombre de todos: Salve tú que tienes el nombre de Horus. Salve tú
que tienes el nombre de Nebty, la diosa que hace duradera la
realeza.
Él no les contestó y ellos no dijeron nada más en todo el
tiempo. Comenzaba el protocolo del comienzo del día de un faraón.
Los cinco se fueron a una sala contigua. El patio daba a cuatro salas
en las que solo se podía entrar desde ese dormitorio.
El faraón iba delante de ellos completamente desnudo.
Siempre había sido así y no le incomodaba lo más mínimo. En la
Sala de la limpieza, él se dejó enjabonar con natrón. Con manoplas
restregaron todo su cuerpo, todos sus pliegues. Lo hacían con
energía, sus manos se movían con rapidez. Con varios barreños
pequeños le aclararon con igual rapidez. Mientras le habían
enjabonado, ocho sirvientes habían traído recipientes con agua
templada, a la temperatura justa, y habían llenado unos cuencos
más grandes.
El faraón solo tenía que levantar sus brazos y dejarse hacer.
El proceso no duró más allá de dos minutos y ya estaban secándole
con la misma energía con la que le habían enjabonado. Se tumbó
en una especie de camilla. Allí, mientras uno le afeitaba, otro le

5
aplicaba una serie de ungüentos sobre la piel y un tercero le
masajeaba para que penetraran esas sustancias. Tutmosis era un
hombre atlético, de altura ligeramente superior a la normal. Era el
primer día de la semana (de diez días), así que tocaba afeitarle la
cabeza y recortar y limar todas sus uñas. El monarca, sin decir nada,
con los ojos cerrados, dejaba que esos sirvientes trabajaran sobre
su cuerpo. Los cuales lo hacían en total silencio, con una admirable
precisión y destreza, sin dubitaciones.
Cuando acabaron, el mayordomo, en silencio, le dio dos
suaves palmadas en el vientre. Era la señal que indicaba que habían
acabado. Le trajeron la falda corta de lino que le llegaba a las
rodillas y un collar amplio y cuajado de piedras.
Una vez vestido con ese faldón y solo con eso, descalzo
incluso, salió de su dormitorio y pasó al Salón Rojo donde
desayunaría. Allí estaban los acompañantes que había designado el
día anterior. Para ese desayuno había reclamado la presencia de sus
diez hijos más pequeños y de dos de sus mujeres. No estaba allí
Patareshnes. El faraón repartía su presencia entre todas sus esposas.
Durante el día cambiaban las mujeres designadas, también los
hijos. Se seguía un turno riguroso. Ahora (que ya no buscaba más
que compañía) también durante las noches el turno se seguía de
forma rigurosa.
La mesa, en realidad, eran tres mesas estrechas, formando un
cuadrado al que le faltara un lado. Estaban todos sentados en el
suelo sobre esteras. Las mesas levantaban dos palmos sobre las
baldosas de cerámica. Las esposas estaban sentadas, los niños
correteaban de una mesa a otra, jugando entre ellos y,
continuamente, pidiendo cosas a las mujeres.
A esas horas, el rey de los dos reinos solo podía comer fruta.
Toda la variedad que quisiera, pero ningún alimento de los que los
médicos de la corte consideraban sustanciosos. La comida estaba

6
tasada. La corte llevaba existiendo desde hacía muchos siglos. Los
funcionarios encargados de la mesa real debían evitar que el Hijo
de Ra engordara. Era un dios. Un dios guerrero y fuerte. O, al
menos, debía aparecer como un dios anciano y sabio. Pero, en
ningún caso, como un hombre gordo y fofo. El faraón no podía
parecer un eunuco cananeo.
Los encargados de alimentar a Tutmosis eran sacerdotes del
templo de Amón que no dependían del nombramiento faraónico.
Por tradición se encargaba de ese honor el templo anexo al palacio.
El faraón ya se había acostumbrado a esa tiranía de la tasación de
la cantidad y no se quejaba: eso había sido así desde niño.
Comprendía que era un dios y eso conllevaba obligaciones.
La comida de todos estaba sobre la mesa y los niños con
jolgorio tomaban lo que querían de las fuentes. Pero el faraón solo
podía comer del plato de oro que le trajo un sacerdote. De hecho,
todos estaban alrededor de la mesa. Mientras que él, aunque situado
en el centro, se hallaba sentado en una mesita más pequeña,
separada un poco de la gran mesa. Su mesa estaba más elevada y
él sentado sobre un pequeño taburete. Así se dejaba claro que él no
era un comensal más. Estaban comiendo junto a un ser divino y sus
manjares eran distintos. No poder alargar su mano a las fuentes
comunes hubiera sido una tortura para otros, pero él (como todos
los primogénitos de su dinastía) ya había sido acostumbrado a eso
desde niño.
El desayuno lo tomaban en una salita decorada en tonos rojos
que se abría a un pequeño jardín muy agradable, donde se movían
ibis de plumaje blanco y cabeza negra. El jardín estaba tapiado,
ningún ojo ajeno les observaba. Tutmosis les preguntaba a sus hijos
acerca de las clases de matemáticas y de astronomía a los más
mayores, e historias mitológicas a los más pequeños. Allí solo
estaban los varones. Las niñas no tenían mucho interés para el
padre y desayunaban siempre con sus madres en el harén. Jamás

7
eran invitadas a la mesa real. Como mucho las visitaba en el harén
para comprobar cómo iban creciendo. Si estaba de buen humor, les
acariciaba la cabeza. Serían casadas con quien las razones de estado
determinasen, como una especie de regalo real; como un signo de
benevolencia hacia la casa en la que ejercerían como madres.
Cansados ya de las preguntas serias, los hijos más pequeños
se subían al regazo de Tutmosis, mientras otros le tiraban de la tela
del faldón, queriendo arrastrar al padre que reía y protestaba. Ese
momento llenaba de felicidad el día del rey. No tenía prisa, hasta
que el chambelán apareció, se inclinó y le dirigió la siguiente
fórmula de alabanza: Señor que eres la duradera manifestación de
Ra.
Era la señal de que la jornada pasaba a su cuarto paso. El
faraón dijo adiós efusivamente a los hijos, y se despidió de las
mujeres con una frase cortés; cortés pero fría. La gran familia se
quedó en ese jardín jugando un rato más. El monarca recorrió un
largo corredor hasta llegar a una habitación que parecía casi vacía,
solo había una silla en el centro. A su izquierda, las imágenes de
cuatro dioses: Set, dios del mal y del desierto, con su hocico
curvado y cola, pero que no correspondía a ningún animal concreto;
Hathor, diosa de la fertilidad; Anubis, dios que conducía a los
muertos en el último viaje; y Tot, su querido Tot, dios de la
escritura y el conocimiento; quizá el único dios al que le tenía
verdadero cariño.
El faraón, sin decir nada, de un modo maquinal, puso una
cucharada de incienso sobre el pebetero de cada dios. Mientras él
desayunaba, un siervo había colocado brasas en la vasija cerámica
en forma de copa alta y estrecha que había ante cada uno de los
cuatro dioses. La Gran Casa funcionaba como una maquinaria de
pasos sucesivos y exactos.

8
Se sentó, mientras dos escribas se inclinaban profundamente.
Era el primer día de la semana, así que el chambelán (con la ayuda
de los dos escribas) le explicó “los soles del decano”, es decir, los
asuntos más importantes de la semana de diez días que comenzaba.
La explicación la hicieron los escribas de pie y fiando todo a la
memoria:
Primer día: audiencia larga, recepción oficial de dos embajadores nuevos, hititas.
Presentación del primogénito del señor del “Nomo del árbol sagrado de la víbora
del norte” (así era el nombre de esa región).
Segundo día: audiencia larga, recibimiento de los parabienes del colegio de los
conocedores del cielo (astrónomos).
Tercer día: realización en el Templo de Maat de las funciones cultuales propias
del calendario.
Cuarto día: hay que escuchar a los nobles de la segunda catarata que expondrán
asuntos graves de administración.
Quinto día: Los seis tribunales de Egipto traerán seis casos para ser juzgados.
Uno por cada tribunal.

Así siguieron los escribas enumerando los compromisos de


los diez días. Estos eran “los soles”. Esa enumeración larga solo se
hacía el primer día del decano, para que tuviera una idea general de
los asuntos más importantes de la semana. El imperio era extenso
y la agenda era confeccionada por la corte. Pocas veces el faraón
hacía cambios. Cuando acabaron esos dos funcionarios, un ministro
le recordó que dentro de nueve días partiría Nilo arriba, rumbo
hacia la necrópolis de la Pirámide Negra.
Después pasaron a desgranar las actividades del día en que
estaban. Cada día, a esa hora, en el cuarto paso de la jornada, harían
lo mismo con cada jornada. El custodio del sello real le recordó que
ese día, por la tarde, recibiría a ocho príncipes de antiguas familias.
En este caso, eso significaba pasar toda la tarde con ellos charlando
amigablemente. Esos príncipes eran muy importantes, no traían
ningún asunto concreto. Pasarían horas hablando de todo y de nada,
charlando acerca de Egipto en general y de las familias en

9
particular. Tirarían al arco. Pasearían por las galerías cubiertas que
recorrían todo el segundo perímetro interno del palacio. Si
Tutmosis estaba de buen humor les invitaría a que se quedaran a
cenar.
–Avisa a las cocinas –indicó el faraón–. Si les invito, te lo
avisaré una hora antes. Un banquete normal. Digno, pero normal.
–Sí, señor de la Tierra de las Riberas [del Río].
–¿Alguna cosa más?
–Majestad, al embajador cananeo recordadle que tiene que
hablar, cuanto antes, con el tiaty del tema de los impuestos de la
ciudad de Kumidu.
–Lo haré.
En ese momento, justamente, entró el tiaty, que era el primer
ministro del faraón, el magistrado de más alto rango. A pesar de ser
el que seguía en autoridad inmediatamente después del rey iba
desnudo de cintura para arriba. Solo un collar de oro, plano y
ancho, le cubría desde el cuello hasta el esternón. También llevaba
dos brazaletes con abejas y jeroglíficos, y un alto bastón en la
mano; un bastón de madera sin ornato alguno. El tiaty entró
seguido de cuatro ministros reales.
El primer ministro y los ministros hicieron una profunda
inclinación. El tiaty recitó protocolariamente cuatro títulos reales
antes de dirigirse al rey. Él, como el resto de los altos cortesanos o
de los sirvientes de las cámaras reales, no necesitaba postrarse al
entrar en la presencia del faraón. Tras esperar el intercambio de
unas cuantas frases corteses entre el faraón y el tiaty, el chambelán
indicó:
–Cuando lo desee, Horus de Oro, pasamos a la sala de la
vestición.

10
Era un modo de indicarle que ya era la hora de pasar al quinto
paso del día. Tutmosis se levantó de su asiento y con un andar
indolente se dirigió hacia una sala contigua. Allí le esperaban
cuatro siervos que sacaron de varios armarios las insignias de su
realeza y se las colocaron con una admirable coordinación entre
ellos, sin estorbarse, sin dubitaciones, con la destreza de un acto
coreográfico: colocándole sin ninguna prisa, pero sin ninguna
pausa, un ancho cinturón de oro, brazaletes, un segundo collar. Le
ataron los cordones de las sandalias de cuero rojo repujado con
figuras. Con esmerado respeto, le ajustaron en las orejas los
soportes de la barba postiza. Todas las operaciones discurrían bajo
la atenta supervisión del “jefe de los secretos de la casa de la
mañana”. En esa sala y sobre esos armarios que guardaban las
coronas y las insignias reales, no mandaba el chambelán ni el
primer ministro, sino ese otro alto funcionario. Nadie,
absolutamente nadie en Egipto, tenía autoridad sobre esos armarios
donde se custodiaban los objetos que simbolizaban la autoridad del
faraón, solo el jefe de los secretos de la casa de la mañana.
Un siervo con un pincelito le puso pintura azul en los
párpados, mientras otro le ungía el cuello con una mezcla de dos
tipos de perfume. Le entregaron el cayado de los faraones y le
preguntaron qué otro símbolo quería llevar. El faraón indicó que el
cetro de Sekhem. El chambelán no tardó en sugerir con exquisito
tacto:
–Majestad, me atrevo a recordaros que pasado mañana
visitaremos en Templo de Maat. ¿No sería mejor llevarlo esa
mañana y hoy portar la maza de oro?
El primer ministro intervino:
–¿La maza para recibir a los embajadores? Estamos
descontentos con ellos por el asunto de las caravanas de Usertesen,
pero tampoco queremos amedrentarlos. Mejor el mayal.

11
El mayal era un instrumento compuesto de un palo largo
acabado en varios palos más cortos, unidos al largo por cuerdas.
Con ese instrumento se desgranaban los cereales dando golpes
sobre lo recolectado. Era un símbolo de la fecundidad de Egipto.
–Ciertamente, mejor el mayal –concluyó Tutmosis.
Lo normal, en esa época del año, era que se hubiera vestido
con una túnica larga. Pero a esas horas del día, y de un día tan
primaveral como ese, iba a ir vestido solo con el faldón. Y más en
un día de audiencia general, en el que la gente atestaría el gran salón
y elevaría la temperatura. A él, como a toda la corte, le gustaba ir
cómodo y fresco. Y esa era la costumbre en Egipto, incluso en la
corte.
–Con qué gusto iría hoy con el nemes –comentó el faraón,
aunque sabía que no era posible.
El nemes era el tocado de tela que usaban frecuentemente los
faraones. Era de color blanco con bandas de color azul. Por detrás,
cerca de la nuca, se amarraba la tela, a modo de trenza.
Pero era un comentario, solo eso. Bien sabía que era tradición
llevar la corona en la audiencia del primer día del decano. Y más
todavía habiendo embajadores.
–¿Cuál escogéis? –le preguntó en voz muy baja un siervo.
–Traedme la Doble Corona… No. Mejor la Corona Blanca.
El siervo se dirigió a un gran armario donde se guardaban los
cinco tipos de coronas del faraón, además del nemes y del kaht,
otro tipo de tocado.
El siervo le entregó la corona al chambelán. El cual se
aproximó haciendo dos reverencias y le colocó la corona, recitando
varias alabanzas a los dioses. Todos los días tenía lugar esa

12
ceremonia de la vestición, con la misma seriedad, con los mismos
protocolos.
El primer ministro hizo un gesto y los siervos abrieron el
portón de esa sala donde se había revestido con sus insignias.
Detrás del portón, esperaban veinte funcionarios y varios oficiales
del ejército. Al abrirse la puerta, todos se postraron extendiendo los
brazos hacia delante. El faraón salió y se subió en una silla
levantada por ocho porteadores. A su lado se colocaron dos siervos
con flabelos, dos varales que acababan en un gran abanico de
plumas de avestruz. Después, los presentes formaron dos hileras y
se dirigieron hacia la sala del trono, donde esperaba la corte.
Los oficiales militares no iban en hileras, se agruparon
rodeando al rey del alto y bajo Egipto. Las hileras iban precedidas
de dos pendones reales, seguidos por ocho siervas que tocaban
varios címbalos y campanillas.
La comitiva recorrió unos quinientos metros del interior del
perímetro de palacio, atravesando salas, galerías y corredores
internos, hasta llegar a la primera puerta, la gran puerta de cobre
con franjas azules, la puerta de la antesala. Los cortesanos menores
que esperaban en ese vestíbulo cantaron al unísono las
protocolarias alabanzas al rey.
Se abrió la segunda puerta, la puerta de bronce cubierta de
cobras. Las cobras de estaño pintado estaban incrustadas en las
planchas de cedro cubiertas con varios jeroglíficos. La comitiva
penetró en la Sala del Trono.
Al entrar, las doscientas personas presentes, se postraron
rostro en tierra. Ni uno solo de los presentes permaneció en pie. Y
así se quedaron hasta que el faraón se sentó en su trono y sus
ministros ocuparon sus sitios a su alrededor. El chambelán hizo un
gesto y un funcionario dio dos sonoras palmadas: todos se alzaron
del suelo. En el salón casi todos eran hombres. Diez esposas del

13
faraón ocupaban un lugar de honor en el extremo izquierdo del
salón. Ocho siervas derramaron el contenido de varios pequeños
frascos de perfume a los pies del trono y a su alrededor. Se movían
grácilmente, como si fuera una danza mil veces repetida.
Cada uno de los presentes ocupaba su lugar preciso. Unos,
junto al faraón; otros, en los flancos de la sala. Los más importantes
venidos ese día estaban situados frente a él. Allí estaba
representado Egipto, todas las tierras del Nilo y todos sus órdenes
sociales. A la derecha del trono, los generales y coroneles formaban
un grupo distinto revestidos con sus corazas y yelmos. Los
sacerdotes estaban situados en un lugar de honor, emplazados en
flanco de la sala. La familia real, un puñado de príncipes, unos
cuantos nobles, los altos funcionarios, los escribas, cada uno
ocupaba un puesto según su jerarquía.
Los sacerdotes iban con la cabeza afeitada, cejas incluidas, y
todos ellos cubiertos con pieles de leopardo. Los príncipes lucían
orgullosos una larga trenza lateral en su cabeza afeitada. Había
ciudadanos ricos con bonitas pelucas tupidas formadas por
trencitas. Los oficiales militares presentes, pertenecientes a cinco
rangos, llevaban cascos y corazas. Otros funcionarios mostraban
sus cabezas cubiertas tocadas con telas de distintos tipos, sujetas
esas telas con diademas de plata u oro.
Un sacerdote de Ra se adelantó y recitó sus plegarias al dios
con cabeza de halcón. Al acabar sus largas oraciones, hicieron
sonar unos sistros, unos mangos rodeados de campanillas; y cuatro
sacerdotisas de Tefnut esparcieron incienso, una de ellas fue
encargada de las alabanzas de ese día a Tutmosis. Al fin y al cabo,
era un dios. Toda esa ceremonia no era de carácter civil, sino era la
adoración y culto a un dios presente.

14
Acabada esa parte religiosa, el chambelán se colocó ante el
trono y declamó con voz poderosa que resonó en toda la sala, con
una voz acostumbrada a ejercer esa función:
–Oh, Toro poderoso, Señor del junco y de la abeja, protegido
de Tot, quien te ha creado con bellas formas, amado de Hathor. Tú
que riges los destinos del Reino del Norte y del Reino del Sur,
recibe a los súbditos que solicitan los rayos de tu presencia.
Tutmosis, en silencio, hierático, hizo un gesto afirmativo con
la cabeza. El chambelán con estudiada afectación puso final a ese
preámbulo de la audiencia con una inclinación profunda,
extendiendo sus brazos en el aire, hacia delante. Los primeros en
ser recibidos eran las personas que querían decirle algo con
brevedad: primero recibió a los más importantes que tenían derecho
a estar en esa sala, después a los que esperaban afuera. Los de
afuera entraban según su turno, formando una hilera ante el trono.
Unos se limitaban a presentar sus saludos. Otros traían regalos.
Había quienes pedían justicia en un pleito, lo cual era para ellos
una pérdida de tiempo, pues todos los casos penales eran derivados
al primer ministro. Los litigantes ni siquiera llegaban a hablar con
él. Sino que su representante presente en esa sala, los remitía a unos
funcionarios concretos de la capital.
Era cierto que todo ciudadano de Egipto tenía derecho a
presentarse ante el faraón y exponer su caso. Y al faraón le gustaba
intercambiar unas pocas palabras con cada súbdito. Pero, para
cuestiones de reclamaciones, la decisión real siempre era la misma:
el silencio. El faraón sin decir nada, inexpresivo, extendía hacia el
peticionario su cayado, eso significaba que su tiempo se había
acabado. Antes de ser recibidos, habían sido aleccionados en que,
tras ese gesto, debían postrarse y seguir a un escriba que les
atendería fuera del salón y les daría las explicaciones necesarias
acerca de los recursos. Al final, todo se reducía a que su caso sería
examinado por unos escribas de palacio.

15
De los litigios se encargaban unos funcionarios de la capital,
de las reclamaciones unos escribas de palacio, los presentes eran
conducidos aparte por unos oficiales de bajo rango que les
explicaban adónde tenían que dirigirse. Aquellas audiencias
provenían de los tiempos más primitivos en los que los faraones
regían directamente, sin intermediarios, todo un reino con muchos
menos habitantes. Ahora las tierras del Nilo sumaban algo menos
de ocho millones de habitantes.
Llegó el momento de la entrada de los dos embajadores
extranjeros. Los cuales ya sabían antes de entrar que debían
postrarse ante el faraón, no importaba que no fueran sus súbditos.
Y también los embajadores eran recibidos con frialdad hierática,
pues ellos debían sentir la impresión de estar ante un hombre que
estaba por encima de los hombres. Hasta los embajadores tenían
que saber que en esas tierras vivía un dios, y que se les concedía la
gracia de poder presentarse ante él. El hecho de ser recibidos en ese
momento de la audiencia, y no al principio, era la costumbre. El
más importante embajador debía saber que estaba por detrás de los
príncipes y nobles del Alto y Bajo Egipto. Aunque esta vez, y bien
lo habían notado, habían sido recibidos tras los comerciantes.
Había sido así decidido para indicarles el descontento del rey por
asuntos que el primer ministro discutiría después con ellos
privadamente.

La sombra del obelisco ante el palacio se había ido acortando,


ahora comenzó a alargarse. En cuanto eso sucedió, señal del
mediodía, el oficial de los tiempos entró en la sala para
comunicárselo con un bisbiseo al gran escriba. Ya solo quedaban
por ser recibidos los agricultores más pobres. No todos venían con
peticiones. Incluso un buen numero de ellos venían sin otro
propósito que el de traer ofrendas para el dios-faraón y,
ciertamente, se postraban con verdadera emoción.

16
Las ofrendas, a veces, eran la excusa para poder entrar en ese
salón del trono. Y el faraón, como una divinidad benévola, se
complacía en escuchar a sus más pequeños hijos. Aun así, los
últimos cuarenta en ser recibidos fueron despachados con rapidez
creciente y no fueron recibidos de forma individual, sino que se los
reunió en tres grupos según la región de la que procedían.
El maestro de ceremonias dio cinco golpes con su maza sobre
un rectángulo metálico incrustado en el suelo: era la señal de que
la audiencia había acabado. Un escriba dio dos sonoras palmadas y
todos los presentes se postraron ante el rey más poderoso del
mundo. Los flabelos precedieron a la comitiva en su procesión de
salida. El faraón subió a su silla y fue elevado por los porteadores.
Escribas, funcionarios, generales, ministros, salieron con la misma
pompa que habían entrado, con todos inmóviles, inclinados hasta
el suelo.
El faraón entró en la parte privada del palacio, los portones se
cerraron detrás de él. Se dirigió hacia la sala de la vestición, donde
fue despojado de sus insignias reales con la misma solemnidad con
que había sido revestido. Cada objeto era colocado en un lugar
preciso de un determinado armario. El faraón fue despojado de
cinturones, collares y brazaletes, hasta quedar vestido solo con la
falda que le llegaba a las rodillas. Sobre la cabeza iba a colocarse
el khat, un tocado de tela cómodo y sencillo. Pero, en el último
momento, pensó que le iba a dar calor y optó por ponerse un nemes
muy sencillo y liviano. Con gusto habría ido sin nada sobre su
cabeza afeitada descubierta, pero el faraón debía ir siempre
cubierto.

17
La tarde

Fuera de la Sala de las coronas, como también llamaban al


lugar, esperaban dos amigos suyos de la infancia, riquísimos nobles
con los que tenía confianza plena.
–Ah, qué alegría veros.
Hicieron una inclinación de cabeza y respondieron al saludo.
–Hoy vamos a almorzar en el Salón Azul. Perdonad que nos
acompañen seis esposas. Pero ya sabéis. He estado cuatro meses
fuera de Menfis y tengo el harén muy descuidado y me marcho
dentro de cinco días.
–Por favor, será un placer y una alegría.
Otro amigo añadió con la mejor de sus sonrisas:
–Tener a seis mujeres tuyas en el comedor será como tener
seis crisantemos en la sala –comentó obsequioso uno de los amigos.
–¿O más bien será como tener seis palmeras viejas?
Añadió con picardía el compañero de al lado, dándole un
codazo al que había hablado primero. El faraón rio con ganas,
propinándole una palmada en la espalda. Después, Tutmosis
añadió:
–No, no, estas son las jóvenes. Es un modo de agradecerles
que me hayan dado mis últimos hijos. Les he pedido que traigan a

18
los diez retoños más pequeños. Ya sabéis que me alegra la vista el
verlos jugar.
El faraón solía compartir el desayuno con sus esposas e hijos,
ya lo sabían ellos. Los almuerzos en palacio eran asuntos de
hombres. El salón rojo era pequeño, pero sus murales
representaban espléndidamente las campañas nubias de Tutmosis.
Él aparecía gigantesco en su carro, combatiendo a los negros.
Soldados egipcios de muchos tipos estaban representados con
detalle, luchando contra las fuerzas nubias que aparecían maléficas,
fieras, verdaderas fuerzas del desorden.
Uno de sus amigos, mirando esas pinturas que eran nuevas,
comentó:
–Viendo esto uno piensa: “Menos mal que llegaste a poner
orden”.
El faraón rio y añadió:
–Si no llego a ir y corto unas cuantas cabezas…
Uno de los cuatro amigos se destacaba por su elegancia y
modales sarcásticos. Este se acercó a la pintura y añadió:
–Indudablemente, los pueblos que nos rodean se regodean en
el desorden. Me pregunto si ganamos algo incorporándolos bajo
nuestro cetro.
El faraón, al llegar hizo carantoñas a todos sus vástagos.
También echó una mirada a sus esposas sonrientes, eran distintas
de las del desayuno. Pero no les dijo nada. Una mirada
complaciente bastaba. Los niños y las mujeres se sentarían en la
misma sala, justo enfrente de los ojos del faraón, pero apartados
cinco pasos de ellos, en mesa aparte.
–En realidad, esto es pura propaganda –les comentó Tutmosis
señalando las paredes, mientras los sacerdotes le servían los platos

19
traídos del templo. La comida del faraón, como siempre, era
distinta de la de sus invitados–. Bien sabéis que esos territorios que
“conquisté”, en la práctica ya nos pertenecían. Busqué una excusa
para ir con el ejército y presentarlo como una conquista. Lo hice
por el pueblo.
–¿Pero nos pertenecía hasta la tercera catarata?
–Mira, es mejor no removerlo –comentó sarcástico el faraón
partiendo con sus dedos un bocado de carne de ganso.
–¿Qué es esa pieza que tenemos detrás? –preguntó un amigo
señalando hacia atrás y encandilado por lo que veía.
Sobre un pedestal trapezoidal había un barco de alabastro de
un metro de longitud: su belleza era deslumbrante. Tenía como
mascarón una cabeza de antílope tallada en ónice blanco-verdoso
que era tan alta como el mástil de la vela. Sobre esa cabeza
cabalgaba un sereno marinero ataviado con una peluca hecha de
hileras de bucles. Los oscuros y estriados cuernos de antílope
estaban magistralmente insertados en el alabastro. En el otro
extremo de la embarcación, en la popa, había otra cabeza que
miraba en la misma dirección que la de la proa. Esta segunda
cabeza era de gacela.
Sobre la cubierta de ese barco se levantaban cuatro columnas
que ocupaban casi todo el espacio desde la proa hasta la popa.
Sobre esos pilares, un dosel de piedra. Entre las columnas un arca
sin cubierta, dentro cuatro vasos canopos, cubiertos con
inscripciones y rematados con cabezas de cortesanos.
El barco, todo él, era de alabastro con bellísimos tonos
anaranjados, pero decorado con ornamentaciones azules: franjas y
lirios cubrían muchos trechos de su superficie.
Otro amigo, volviéndose de nuevo al faraón, criticó:

20
–Un acompañante del embajador cananeo ha comentado que
se ha sorprendido de ver a toda la corte con el pecho descubierto.
Van casi desnudos, ha dicho.
–¿Qué se cree? –exclamó otro comensal–. ¿Qué aquí vamos
malolientes y cubiertos desde el cuello hasta los pies con pieles y
lana burda como los bárbaros de las tierras heladas?
–Y… cubiertos de pelos –añadió el faraón levantando el
índice hacia arriba y bajando la cabeza–, se te olvida eso. Hasta por
la espalda.
–Estos embajadores hititas parecían unos monos escapados
de una selva meridional –añadió otro sin dejar de comer su jarrete
de cordero.
Varias esclavas trajeron cuencos con agua con limón para los
que quisieran limpiarse las manos. Sobre la mesa no había ni un
solo cubierto, todos los alimentos se cogían con las manos. Los
invitados sumergían sus hogazas de pan en las pequeñas vasijas de
salsa.
–¿No te fatiga el ceremonial? –le preguntó otro amigo al
faraón.
–Para nada –contestó, probando unas ciruelas con miel–. Me
levanto cada mañana y me dejo llevar como un barco se deja
arrastrar por la corriente. Los nueve pasos de la mañana me
empujan suavemente hasta la hora del almuerzo.
–¿Nueve? Solo recuerdo seis –comentó un comensal.
El faraón dio una palmada. Vestido con una falda larga que
le llegaba hasta los tobillos, con el pecho carente de cualquier
insignia, se adelantó el jefe del comedor real. Tutmosis ordenó:
–Ammeris, dile cuáles son los nueve pasos de la mañana del
faraón en la Gran Casa.

21
El jefe del comedor real recitó como el que repite una tabla
de multiplicar:
Primer paso: el despertar del Hijo de Ra
Segundo paso: el aseo del señor del junco y de la abeja
Tercer paso: desayuno con sus vástagos
Cuarto paso: recepción de los ministros
Quinto paso: vestición del rey del Alto y Bajo Egipto
Sexto paso: traslado ceremonial al Salón del Trono en medio de las alabanzas
Séptimo paso: oraciones oficiales a los dioses por parte de los sacerdotes, ante la
representación de todo Egipto.
Octavo paso: audiencia real y recepción de dones
Noveno paso: retorno ceremonial al segundo perímetro de la Gran Casa en medio
de nubes de incienso

El faraón hizo gesto de que se retirara y el oficial retornó junto


a la pared donde esperaba.
–¿Y por la tarde no hay pasos? –preguntó el mismo comensal.
–El protocolo de los nueve pasos solo rige por la mañana y
únicamente si me hallo en uno de los dos grandes palacios reales –
le contestó Tutmosis–. Como bien sabe Ammeris.
–Lo conozco perfectamente, desde niño –corroboró el
comensal que tenía ese nombre–. Mi padre sirvió fielmente a tu
gran padre en la sagrada Tebas. Pero, a veces, hasta yo me pregunto
si debería ser tan elaborado.
–Mira –le contestó Tutmosis–, el ceremonial me eleva sobre
los hombres. Eso consolida mi poder. Sin una autoridad indiscutida
y fuerte, los faraones seríamos como los pequeños reyes que nos
rodean. Ellos no son otra cosa que caudillos que siempre están
luchando por mantener su reino frente a los pretendientes al trono.
El trono del Nilo es otra cosa. Está rodeado de un aura sagrada y
no seré yo el que disipe esa niebla de incienso.

22
–Totalmente de acuerdo –intervino otro comensal–. El
ceremonial, tu elevación, une a las tierras entre la “Provincia de la
tierra del harpón” [situada en el extremo sur] y la cuarta catarata…
o cerca de la cuarta catarata –añadió con cierta ironía–. Que reine
el que sea, pero que reine uno. Lo hará mejor o peor. Pero siempre
es preferible a las continuas tormentas de bronce y flechas que
rodean a esos otros reyezuelos.
–Lo malo es que los nobles se acostumbran al ceremonial,
pierde su efecto en ellos –comentó otro.
–Ya, pero el Pueblo y los soldados jamás pelearán en contra
del faraón. El noble no puede hacer la guerra solo con su hacha en
la mano.
–Os doy la razón –le apoyó otro amigo–. El ceremonial es una
cuestión de Estado. Incluso los ocho palacios del faraón son la
expresión incuestionable de que solo hay un rey sobre los dos
reinos.
–Es mejor gastar dinero en un palacio tan extenso y con tantos
sirvientes como este de Menfis –corroboró el faraón–, que, al final,
tener que gastar el mismo oro y más en someter a unos nomarcas
en el norte.
–Por supuesto, por supuesto. Mejor gastar en palacios que
deslumbren que no gastar en columnas de infantería.
–Realmente, vivimos en la más civilizada de las tierras –
exclamó satisfecho uno de los presentes.
–¿Qué hay en esos cofres tan grandes alineados en esa pared?
–Son trofeos de mis dos últimas campañas. Ahora, cuando me
limpie las manos, te enseño lo que hay dentro.
El almuerzo prosiguió feliz y cordial. Después, el anfitrión
les enseñó todos y cada uno de los extraños objetos tanto del lejano

23
sur como de su penúltima campaña. Yo llevé la guerra a Siria,
había dicho con un tono solemne, enigmático; como un dios que
tiene la capacidad de llevar la tormenta de la ira adónde decida.
Tras eso, pasearon un rato por la galería que rodeaba el segundo
perímetro interior. Se unió a ellos un hijo de Tutmosis que con sus
cuatro añitos le dio la mano a su padre. Mientras caminaban, le
explicó que el palacio estaba dividido en tres sectores concéntricos.
El exterior era el de los funcionarios y la administración.
Había un muro interno de seis metros de altura que separaba esa
parte de la parte de los cortesanos: salas, almacenes, cocinas,
patios. Un tercer muro separaba el Palacio Interior del resto. En el
palacio interior, estaban los dormitorios reales, la estancia para
recibir a los ministros, la sala de la vestición, y varios jardines
internos, amén de otras dependencias. En el centro del Palacio
Interior estaba el corazón de la Gran Casa: las nueve dependencias
privadas del Faraón. El monarca daba, normalmente, el paseo por
la galería del segundo perímetro que era más largo que la galería
del tercero.
–¿Papá, por qué el palacio es de ladrillos de adobe y ladrillos
cocidos?
–¿A qué te refieres?
–Los templos son de piedra.
–Es una vieja tradición que viene de muy antiguo. Nosotros,
desde el principio, siempre estábamos desplazándonos. Un
sacerdote radica fijo en un lugar. Nosotros, los faraones, somos
reyes; tenemos que recorrer las tierras que nos pertenecen.
–Los sacerdotes son árboles; los faraones, agricultores. Los
árboles no se mueven, el agricultor sí. ¿Me equivoco, papá?
–No, muy bien, ¡muy bien! –y lo tomó en brazos feliz el padre
y feliz el hijo.

24
El niño siguió preguntando:
–¿Entonces el palacio tiene menos importancia?
–Los palacios, muy al principio, tenían poca importancia.
¿Por qué?
–Porque los faraones siempre se movían por los dos reinos.
–Exacto. Después, hubo un faraón que quiso levantar
dependencias de piedra como las de los templos. Los dioses, que
son celosos, le castigaron con repugnantes afecciones de la piel. Y
aprendimos la lección para siempre.
–La superstición de que los palacios deben ser de ladrillo y
adobe estoy seguro de que no molesta a los dioses –comentó el
amigo que se destacaba por su refinamiento y sarcasmo.
–No seré yo el primer faraón que compruebe si eso enfada a
los que habitan en los templos. Es más, sabes que en el palacio de
Tebas hubo una sala con cuatro columnas de piedra, de los tiempos
del tercer Neferhotep y nadie quería entrar en ella.
–¡Él era un rey impío!
–Y, además, un extranjero hicso.
–Bueno, sea lo que fuere –concluyó Tutmosis–, no pararon
hasta que Mentuhotep VII no ordenó quitar esas columnas y
colocarlas en el interior de dos nuevos pilones que se construyeron
para un templo de Seth; fueron colocadas dentro, como relleno.
–O sea, que la vieja costumbre no va a cambiar –concluyó
con fastidio.
–No –se reafirmó Tutmosis, dejando a su hijo en el suelo para
que caminase–, los palacios siempre han sido de ladrillo y seguirán
siendo de ladrillo. Únicamente los templos de las divinidades
pueden ser de piedra. Si un faraón rompiera la tradición, atraería la

25
mala suerte en el mejor de los casos; o la ira de aquellos que no son
de este mundo, en el peor de los casos.
El palacio entero era de muros de ladrillo cocido y de adobe.
Todos los muros estaban cubiertos por una gruesa capa de cal y
pintados con vistosos colores. Incluso los pilares cuadrados de la
Sala del Trono eran por dentro de ladrillo, aunque por fuera estaban
recubiertos de bellísimas pinturas.
En un trecho del paseo, llegaba el olor a romero de un
pequeño jardín situado junto a los muros del harén. También allí
llegaba el rumor del mercado de pescado que había al otro lado del
muro opuesto. El faraón, los tres amigos, el niño, seguidos por dos
sirvientes, pasaron por el corredor que discurría entre el muro
exterior que daba al mercado y el muro del harén.
El niño le tiró de la mano a su padre.
–¿Y los faraones muy ancianos siguen moviéndose siempre?
–preguntó el hijo del faraón.
–Solo los faraones viejos no se mueven, pequeño Ptah-hetep
–le contestó el amigo que iba a su lado–. Y aun ellos tratan de viajar
todo lo que pueden.
–¿Yo seré faraón? –preguntó el niño.
–Respóndele tú –le indicó a su amigo. Deseaba ver si
respondía con sabiduría o necedad.
Tras cinco segundos de meditación, contestó:
–El halcón se posará sobre un junco que procede del hijo de
Horus. Pero el halcón se posará sobre los juncos por orden.
La sonrisa mostraba que la respuesta había complacido al
padre. El otro amigo se preparaba para explicar la respuesta al niño,
pero Tutmosis, de pronto, cambió de opinión: no quería crear falsas
expectativas en un príncipe. Esa respuesta podía recordarla incluso

26
cuarenta años después. Una expectativa latente podía provocar que,
algún día, la sangre de su familia se derramara sobre la tierra negra
de esas riberas. No, no quería que una respuesta como esa
alimentase, decenios después, ansias que se podían convertir en
sangre derramada. Así que sentenció de forma seca:
–No, hijo mío. No serás faraón. No es ese el orden de las
cosas. Serás fuerte, sano, rico y feliz –y añadió con algo de
malhumor–: Pero tú no serás el que ciña ni la corona blanca ni la
roja, ni tu mano sostendrá el Cetro Uas del Dominio.
El final de sus palabras había tenido el aire de una regañina.
El tono del padre se había vuelto realmente duro. Tanto que el niño
torció la boca como queriendo llorar. Al final, se puso a llorar un
poco. Los amigos pensaron que le iba a consolar. Pero el faraón se
volvió hacia atrás y con la mano ordenó a una sirviente que viniera.
Ya era hora de que se lo llevara con los demás niños. El faraón y
sus dos amigos siguieron paseando diez minutos más.

Por la tarde recibió a ocho príncipes de antiguas familias, muy


importantes. Pasaron la tarde juntos. No eran solo nombres de
rancias familias que se hundían en la noche de la historia de los
reinos: poseían latifundios, oro, tumbas propias, yernos
comerciantes, una impresionante red de conexiones sociales. Eran
los pilares del reino. Empleaba tiempo con ellos, porque había que
cuidar las columnas vivas del orden social. Un orden que no estaba
constituido por piedras, ladrillos y adobes, sino formado por seres
humanos.
A mitad de la tarde, dos gimnastas realizaron saltos y
contorsiones que les admiraron. Tras eso, el faraón y los nobles
pasaron largo rato tirando con la jabalina. Tutmosis se mostraba
distendido y descansaba en su compañía, también sus invitados
estaban relajados. Otros nobles de grado inferior se ponían

27
nerviosos ante el faraón, y era como si le transmitiesen a Tutmosis
esa tensión. Pero estos príncipes no eran fáciles de impresionar,
ellos mismos eran poderosos. Pertenecientes a estirpes
acostumbradas, desde generaciones, a caminar por las cámaras más
privadas de la Gran Casa.

La tarde era larga, las horas pasaban con lentitud. Hubo


momentos en que el faraón, algo aburrido, les enseñó el contenido
de armarios situados en lo más profundo de los sótanos. El palacio,
todo él, contaba con una sola planta; eso sí, con techos más bajos o
más altos. Pero no había nada encima de cada estancia. Pero sí la
construcción contaba con unos sótanos excavados para mantener el
vino fresco, también la carne y algunos alimentos perecederos. Con
el tiempo, se habían excavado dos sótanos más para guardar en
cámaras especialmente protegidas el oro, la plata y los tesoros más
preciados.
Esta a la que descendían era una cámara que se hundía unos
seis metros en la tierra. No era mucho, pero era la más profunda.
Cuatro siervos con lámparas tuvieron que acompañarlos. Tutmosis
abrió un armario muy ancho de gruesas puertas. Dentro, cinco
portezuelas más pequeñas. Abrió la central superior, extrajo una
caja de ébano y les mostró un objeto que sacó de una tela que lo
envolvía:
–¿Sabéis qué es esto?
Les mostró un cetro acabado con la cabeza de un pájaro
mitológico. Era todo él de piedra azulada. El pájaro llevaba la
corona blanca con dos plumas de avestruz, también todo de piedra.
El faraón continuó:
–Este objeto perteneció al primer faraón de la primera
dinastía.

28
–¿Estamos hablando de Narmer?
Tutmosis asintió con la cabeza.
Los presentes profirieron varias exclamaciones de
sorprendida incredulidad. Lo miraban y dos incluso lo tocaron con
las yemas de sus dedos. Se fijaron hasta en sus más pequeños
grabados.
–Lamentablemente, no se puede usar –concluyó el anfitrión–
. Hace siglos que se partió por aquí y por aquí. Si lo portara, me
acarrearía mala suerte.
El anfitrión los llevó a otra sala contigua. Allí levantó la tapa
de un arca y, sin sacarlo, les mostró el cráneo de dos metros que
había allí dentro.
–Pero… ¿esto qué es?
–Parece la cabeza alargada de un ave con dientes –musitó otro
príncipe.
Lo que estaban contemplando, aunque ellos lo desconocían,
era un resto fósil de una Pelagornithida, un ave marina prehistórica.
Dos príncipes pasaron sus manos por su pulida superficie pétrea.
Después, la tapa volvió a ser cerrada.
Mientras subían por las escaleras, las conversaciones
volvieron a girar en torno a las grandes familias del bajo reino:
asuntos serios, también chismorreos. Había tiempo para escuchar
rumores sociales y habladurías de las familias de la alta sociedad.
También había tiempo para escuchar quejas acerca de
gobernadores cercanos y lejanos. Por un largo corredor caminaron,
desde el jardín de palmeras situado en el extremo sur de palacio,
hasta otro jardín situado en el extremo norte y habitado por una
veintena de gatos.

29
Los muros exteriores que rodeaban el entero complejo
palaciego no mostraban ni una sola ventana. Todas las ventanas se
abrían a patios interiores. Exteriormente, de aquel lugar solo se veía
su pesado muro de ladrillos, un muro de seis metros de altura. La
seguridad del lugar se completaba por el hecho de que en el mismo
eje se encontraba un cuartel militar. En mitad de la ciudad, estaban
alineados el templo de Amón, el palacio y un cuartel con un millar
de efectivos.
Como la presencia de esos grandes del reino le era grata, los
invitó a cenar. Esos encuentros cimentaban las buenas relaciones.
Había que mantener unidas a las distintas partes que conformaban
el reino. No era tiempo perdido, Tutmosis lo sabía. Y más cuando
la casta sacerdotal se mostraba, como siempre, distante de él.

30
La noche

La cena comenzó antes del atardecer. Se preparó todo en un


tercer salón, el llamado Salón Azul, con estatuas de dioses en las
paredes, con las vigas del techo pintadas con historias y más
historias que eran antiguas incluso para ellos. Justo antes de
sentarse sobre las esteras ante las mesas cubiertas con bandejas, un
cortesano llegó al comedor con un estuche de cuero cilíndrico de
un codo de longitud. Sobre la superficie del cuero, se destacaba,
grabado en relieve, el cartucho con el nombre de Tutmosis. El
dueño de la casa se volvió con ojos misteriosos hacia sus invitados.
Una sonrisa de satisfacción brillaba en su rostro.
Sobre una mesa de mármol les desenrolló orgulloso el último
libro de su biblioteca personal: una obra de arte que había llevado
un año de trabajo a dos escribas, una bellísima versión de El libro
de los muertos. Las imágenes pintadas en él eran un trabajo
delicado como no lo habían visto nunca. Especialmente bellas eran
las siete puertas de Osiris que aparecían incrustadas en los textos
de los sortilegios. Todos se aproximaron a ponderar la finura de sus
dibujos. Hubo quien se puso a leer en voz alta alguna columna
vertical.
Con la excusa de desenrollar la parte en la que los fallecidos
viajan a través del cielo en el arca solar, la mano del faraón enrolló
rápidamente la parte de los sortilegios.

31
Un príncipe le miró interrogativamente, como afeándole esa
acción. Así que Tutmosis les preguntó con sorna:
–¿Qué pasa? ¿Es que queréis leer los conjuros reservados al
faraón?
–Oh, vamos. Estoy seguro de que no habrá aquí ninguno que
no lo pudiéramos encontrar ya escrito en nuestros sudarios –repuso
el anciano Senusert.
–Pues si es así –repuso con gracia Tutmosis–, leedlos en
vuestras casas bajo la luz de vuestras lámparas.
El joven Renefsenb le echó una mirada sarcástica al viejo
Senusert. En realidad, el primero, aunque era el más joven del
grupo, contaba más de medio siglo de edad. El más anciano de los
príncipes presentes parecía tener más de noventa años, aunque le
faltaban dos para alcanzar los setenta. Senusert se sintió ofendido
ante esa mirada irónica y le recriminó sus ideas, que bien las
conocía. Después de un pequeño rifirrafe, el joven quiso concluir
con la siguiente afirmación:
–Al principio, nuestros antepasados, creían que solo el alma
del faraón sobreviviría. Solo él podría hacer el largo viaje con la
ayuda de todo un pueblo. Se precisan demasiadas cosas y requisitos
para lograr la reanimación de un cuerpo.
–Yo no digo que sobrevivan las almas de todos –intervino
otro príncipe–. Pero sí los miembros de la familia real, los nobles…
–¿Y los sacerdotes? –preguntó otro.
–Si los sacerdotes no logran los sortilegios suficientes para
atravesar las puertas, ya me dirás quién –expuso el anciano
Senusert.

32
–Pero no todos los sacerdotes pueden pagarse una tumba ni
la momificación. La preservación del cuerpo es necesaria, no solo
el conocimiento para sortear los pasos.
–Y vos, majestad, ¿cuál es vuestra opinión? –le preguntó uno
de ellos.
El faraón esbozó una sonrisa enigmática. En su interior pensó
de qué servían tantos esfuerzos si todos sobrevivían en el más allá.
Pero se guardó muy mucho de decir lo más mínimo. No quería que
se extendiese entre sus súbditos la idea de que pensaba que solo él
y unos pocos afortunados sobrevivirían cuando toda la plebe fuera
polvo. Así que se limitó a una afirmación que no le comprometiese:
–Sabéis que incluso los cuerpos de los soldados muertos en
batalla han sido depositados en grutas para la espera de que su ba
regrese a ellos algún día, por lejano que sea. Sabéis que nuestros
carros han traído desde Siria a los oficiales muertos en la lucha. Eso
no fue tarea fácil. Os lo aseguro. El hedor era, sencillamente,
increíble.
–Sí, yo olí el cargamento de uno de esos carros. Los miasmas
que despedía era, creedme todos, difícil de imaginar.
–Y no solo la fetidez… –continuó el faraón–, también la nube
de moscas que rodeaba cada carretón, los tábanos horrorosos que
picaban a los guías de los bueyes. Las infecciones purulentas que
sufrieron fueron… mejor no describirlas cuando nos disponemos a
cenar. Pero se hizo lo que se pudo para que, al llegar a los límites
exteriores de nuestro Bajo Reino, sus cuerpos fueran, al menos,
depositados en arenas ardientes que desecasen sus cuerpos.
–Sí, se han hecho muchos esfuerzos, para que tú, Renefsenb,
nos vengas con esas ideas –añadió otro noble.
El faraón contempló la civilizada trifulca sin decir nada.
Algunos le miraron de reojo, a ver qué cara ponía. Pero, de nuevo,

33
todo concluyó con otra sonrisa misteriosa. Otro invitado se puso a
recordar tediosamente por qué el espíritu humano se componía del
ren, del ba, del ka, del sheut, y del ib. El faraón cansado de todo
aquello, pero con amabilidad, se limitó a decir:
–Venga, vamos a la mesa.
Hasta esa salita abierta al jardín llegaba una agradable brisa
que refrescaba el ambiente. Un esclavo puso sobre las brasas de un
pebetero unos granos de mirra; pocos, solo para dar un toque
aromático al ambiente.
La gastronomía era muy sencilla, había mucha fruta. Mucha
variedad sobre preciosas bandejas. También había distintos tipos
de carne asada, pero todo sin complejas elaboraciones. Lo único
fuera de lo corriente fue que se sirvió un bizcocho de dátiles y
nueces sobre cuya superficie escurría una mezcla de miel y trocitos
de higos secos picados. Los escanciadores fueron sirviendo cerveza
espumosa en las copas de todos.
Cuatro generales habían sido invitados también a sentarse a
la mesa. Era un modo de reconocer sus méritos. Además, harían
más amena la velada, contando detalles de sus marchas militares
en el Líbano. Incluso el faraón, cuando los hizo llamar un par de
horas antes, ya no se acordaba que dos de ellos habían participado
en la campaña en tierra de los amurru. Los detalles de sus relatos
fueron interesantísimos, pues nada tenían que ver con las crónicas
épicas oficiales. Solo un militar puede explicar con realismo y
detalle asuntos sobre la logística o los problemas internos de la
intendencia que requiere una gran masa de soldados en
movimiento; asuntos que jamás aparecerán en las crónicas épicas.
Durante la comida, hubo siervas que tocaron deliciosamente
sus liras. Poco a poco, se fueron encendiendo las lámparas de
aceite. Hay que hacer notar que, a lo largo y ancho del palacio, solo
se disponía de iluminación en las dependencias donde había gente.

34
Los corredores y las salas vacías con ventanas se confiaban a la luz
de la luna a través de las ventanas y grandes puertas que daban a
los patios internos. Para un hombre moderno, el palacio resultaría
increíblemente oscuro. Las calles de Menfis, sin iluminación, se
sumían enteramente en las tinieblas. Dentro de la residencia real,
solo la cocina y el comedor iluminados con numerosas lámparas de
aceite. En el resto de dependencias, pocas eran las mechas que
lucían encendidas.
Durante la sobremesa hubo una decena de bailarinas de la
lejana Meroe que bailaron totalmente desnudas con sus pieles
cubiertas por el aceite y titilantes a la luz de las llamas de las
lámparas. El banquete ya había acabado y solo alguno picoteaba en
las fuentes de pistachos.
Para hacer amena la sobremesa, se soltaron dos pequeños
monitos. Eran unas crías del llamado “mono verde”, aunque su
pelaje tenía partes enteramente blancas y otras de unas tonalidades
entre anaranjado y verdoso. Los monitos se lanzaron entre las
sobras del banquete, mientras los comensales jugaban con ellos
entre risas.
En medio de esos divertimentos, ya algo tediosos por la hora
tardía, un príncipe comentaba en la mesa acerca de la casta
sacerdotal. Llevaban hablando de eso casi un cuarto de hora. De
pronto, ese príncipe se volvió al Faraón y le advirtió en tono
solemne, pretendidamente solemne a causa de la cerveza:
–Tú que eres bendito por las dos diosas que hacen duradera
la realeza, acuérdate de mis palabras, cuídate del poder de los
templos. Recela de ellos. Siempre ha sido grande su poder, pero
ahora ha llegado a ser demasiado grande.
El faraón guardó silencio. Estaba totalmente de acuerdo. Esa
casta siempre se había mostrado silenciosa en el Salón del Trono.
Siempre hieráticos cuando les visitaba. Los únicos que se podían

35
permitir no sonreír cuando él era recibido en los umbrales de sus
atrios. Los recibimientos de los sacerdotes eran los más formales,
pero los más fríos. Siempre había pensado que eran como
serpientes.
A pesar de estar de acuerdo, Tutmosis calló. No era
conveniente hacer ninguna afirmación que pudiera ser repetida.
Aun así, su silencio sonó a aprobación de lo que se había dicho en
la mesa. Cualquier palabra suya denigratoria podía ser un pájaro
que recorriese de un extremo a otro cada una de las dos capitales
de Egipto. Cualquier error de los labios reales podía ser repetido
con bisbiseos en todos los atrios de los templos de los dos reinos.
No, sellaría sus labios. Era un dios, no un simple mortal.
A pesar de ese mutismo, la conversación entre los
contertulios siguió girando alrededor del mismo tema. Los ánimos
se fueron calentando de nuevo entre varios de ellos. Al final, un
príncipe acalorado le dijo a otro:
–Pero sabes que le acusan de un sacrilegio.
Se hizo un silencio total en la mesa. El faraón apretó los
puños. Con lentitud, Tutmosis replicó:
–¡Pero les he construido cincuenta templos! ¡Cincuenta! He
levantado dos obeliscos en Karnak…
Hizo una pausa.
Después quiso proseguir:
–Esos…
Sin embargo, no acabó la frase. Lo que realmente temía era
una conjura como la que, en la dinastía previa, había sucedido en
un harén. El asunto no era conocido del público. Se había
mantenido en secreto. Una conjura en la que estaban mezcladas la
magia negra, los intereses de una esposa y su familia, y, por encima

36
de estas cosas, todos los sacerdotes de quince templos. No eran los
complejos sagrados principales del imperio, pero sí eran templos
importantes.
Los videntes de esos templos iban a afirmar simultáneamente
haber tenido una visita del faraón anterior para avisarles que había
sido envenenado y que los culpables eran la principal esposa del
faraón reinante, su primogénito (un adolescente) y unos pocos de
los más fieles de ese heredero al trono. Todo era falso. Pero el
faraón difunto exigía con las peores amenazas que se ajusticiase a
los culpables.
Todo aquello demostraba el poder del clero, esa casta
silenciosa y agazapada en espera del momento adecuado.
¡Hubieran sido capaces de cambiar al heredero! El asunto fue
descubierto, algunos culpables no sacerdotales fueron desterrados,
nada trascendió. Pero esta historia, contada en voz baja en la
familia real, quedó como recuerdo de que los sacerdotes no
portaban espada, pero que otros podían usarla sin necesidad de que
ellos mancharan sus manos purificadas cada jornada varias veces.
El faraón no tenía suficiente confianza para hablar con esos
príncipes como con verdaderos amigos. Nada le aseguraba que un
comentario no escapase fuera de esa sala y volase lejos. Así que
acabó la frase, pero ya con perfecto dominio de sí mismo, sin
revelar sus pensamientos:
–Esos… sacerdotes han visto que he adorado a los dioses, he
respetado todas las exenciones de las tierras de los templos, he
puesto incienso y he llevado a cabo los ritos.
Con esa afirmación dejó zanjado el asunto. No había nada
más que decir. La conversación de la sobremesa siguió alegre.
Había sido un momento en que la animación había dado lugar a un
cierto acaloramiento. Pero el buen ambiente reinaba entre los
contertulios. Los generales hicieron las delicias de los presentes,

37
narrando carnicerías de todo tipo. Las esposas presentes
intervinieron mucho en ese momento de la sobremesa contando
todo tipo de anécdotas malévolas de Hatshepsut, la madrastra del
actual faraón, y que había gobernado Egipto durante veintidós
años.
Sin molestar a los invitados, varias esclavas retiraron las
bandejas, los cuencos de las salsas y los pequeños platos repartidos
delante de los comensales. Estos, que hasta entonces habían estado
sentados sobre las esteras, se recostaron en los cojines. El copero
de palacio, el único hombre de la sala que llevaba una túnica
completa y una pieza de tela sobre el pecho sobre la que colgaban
cuatro esmeraldas, siguió sirviendo en las copas de los invitados.

Las estrellas ya estaban firmes en el cielo cuando el monarca


dejó la zona intermedia de palacio para internarse en el corazón de
ese complejo palaciego. La costumbre era que el faraón debía ser
el primero en irse. Siguiendo el uso de palacio, se levantó de la
mesa y, sin despedirse, dejó a sus invitados charlando entre ellos.
Sus dependencias le esperaban llenas de tranquilidad,
desiertas, alejadas de los ojos de todos, impregnadas del aroma a
hojas secas de cedro y canela que se quemaba en un pequeño
pebetero sobre un pedestal de alabastro. Tutmosis, como siempre,
se internó solo en sus aposentos, su esposa Satnemti le esperaba en
su lecho. Era otra antigua consorte, se estaba siguiendo el orden del
harén rigurosamente. También a ella le quería. Muchas esposas
para los pocos días que le quedaban antes de partir hacia el norte.
Los príncipes le habían dicho que su padre, Tutmosis el
segundo, por muy viejo que fuera, solo quería cuerpos jóvenes en
su lecho, aunque ya no hiciera nada. Pero él había visto envejecer
a sus mujeres, año tras año. La más anciana tenía cuatro años menos

38
que él. No le producían rechazo esos cuerpos de sobra conocidos.
Quizá, cuando pasasen diez años más, ya no fuera así.
–¿Y por qué viajas tanto, gran hijo de Tot, su predilecto? –le
preguntó dulcemente aquella mujer que le había amado
sinceramente, se lo preguntó mientras le abrazaba.
Tutmosis advirtió el tono dulzón de esa pregunta
intrascendente. Demasiado dulzón para una pregunta tan insulsa.
Ni siquiera ella perdía la esperanza. Un último hijo podía
convertirse en el favorito de la vejez. Aquello era aferrarse a una
esperanza imposible. El faraón de cincuenta y un años le contestó
paternalmente, como lo hubiera hecho con el hijo con el que paseó
al comienzo de la tarde.
–Ser dueño de todas la tierras, hombres y ganados conlleva
obligaciones. Un señor, grande o pequeño, debe visitar sus
posesiones. Por eso tengo varios palacios, querida Satnemti.
–Y por eso tienes varios harenes.
Captó el tono de lamento que contenía tal afirmación en
aquella boca de la que el joven Tutmosis bebió pasión tanto tiempo
ha. Le comprendió, así que le contestó con un tono de voz
afectuoso:
–Sabes que es una obligación de mi cargo. A mí me hubierais
bastado mis diez favoritas. Pero para mis súbditos hubiera sido
inconcebible que el faraón no poseyera un número de mujeres de
acuerdo a su rango.
El faraón se quedó pensativo. Después le preguntó:
–¿Cuántas tengo ahora?
–¿Por qué me lo preguntas a mí?
–Porque entre vosotras lo habláis todo y estáis mejor
informadas que yo mismo.

39
–Pues… ¿Entre los tres harenes?
–Sí.
–Tienes 331 mujeres, 42 concubinas, has engendrado 68 hijos
y 103 hijas. Te viven 39 varones.
–¿Sigue viviendo Uazet-hotep?
Ella era la favorita de las ochenta esposas de su padre que
seguían vivas.
–Sigue mal de salud, apenas se levanta de su jergón. Pero sí.
Su padre había muerto cuarenta años antes, cuando él era un
niño. Esa era la razón de que quedaran pocas de sus esposas. Los
harenes eran verdaderos micromundos donde pululaban los
vástagos, las hijas (menos valiosas), algunas esposas del anterior
rey, las concubinas jovencísimas y las esposas más respetables. No
vivían encerradas. Y se dedicaban, sobre todo, a tejer tapices. Los
harenes eran mundos complejos completamente regidos por
mujeres. Mundos llenos de intereses y movimientos subterráneos.
Por ejemplo, el padre de Tutmosis había sido hijo de una esposa
secundaria.
–¿Qué tal el viejo Amenemhab?
–Cascarrabias, pero no se mete para nada en nuestros asuntos
–le contestó ella.
–¿Sabes que me acompañó en cuatro campañas antes de que
lo hiciera supervisor real del harén? Ya estaba viejo. Lo nombré
para este puesto tranquilo. Pasó del campo de batalla a esa casa de
dulzuras.
La “casa de dulzuras”, como la había llamado, estaba
administrada solo por mujeres. Ellas administraban todos los
asuntos dentro de los muros de la parte de palacio dedicada a las
mujeres del Hijo de Horus.

40
Los harenes eran necesarios para asegurar la descendencia,
para cimentar alianzas. Pero, cuando moría un primogénito de
forma repentina, siempre quedaba la duda de si aquello era fruto de
la mano de los dioses o de otras manos. Esa era una de las razones
por las que las mujeres del harén podían salir de los muros cerrados
de su sector cuando quisieran (muchas salían a pasear junto al río,
de visita a casas de la ciudad), pero no podían pulular por el interior
del palacio. El sector del harén contaba con una puerta de salida
propia hacia el exterior.
Después de un par de comentarios sobre el viejo compañero
de días calurosos en tierras cananeas, se hizo el silencio. Unos
minutos después, Satnemti le masajeó la espalda a su esposo. Era
realmente buena en eso. Tenía fuerza en las manos y amasaba los
músculos de su esposo con la presión exacta. Llevaban mucho rato
sin hablar, él estaba relajado. Ella pensó que era un buen momento
para lanzar el ataque. La petición que realizó estaba llena de medias
palabras. Sugería más que pedía. Tutmosis meditó su respuesta.
Después, él le dijo a media voz, muy lentamente, pues sentía una
laxitud beatífica:
–Querida… lo sabes… hay razones para que los muros del
harén delimiten un mundo estanco… respecto del resto de la Casa
del rey de las Dos Tierras.
Ella dejó pasar un rato sin decir nada. Después volvió a la
carga:
–¿Piensas que me voy a hacer la encontradiza como una
concubina adolescente que ansía las caricias de un joven
primogénito? Ya tengo mi edad.
–Si te dejo libertad para deambular… ¿cómo evitaría que
otras… no se hicieran continuamente las encontradizas conmigo
para lograr un acceso más frecuente al comedor, al Salón del trono,
a mi lecho?

41
–La Gran Esposa se puede mover con libertad.
–En el palacio exterior y en el intermedio, mimosa mía. Pero
no en mis cámaras personales. Un lugar tan amplio como esos dos
sectores primeros pueden soportar la presencia de ella y de las diez
principales esposas… pero ni ellas pueden pasar el palacio interior.
Bien sabes que si no las tendría por aquí siempre. No me las sacaría
de encima.
–Yo solo pido salir al Palacio Intermedio los días de
observancia de la diosa Tawaret y en sus fiestas, para ofrecer tortas
ante su estela situada en la esquina norte del palacio.
–Sabes que eso es una excusa.
–Si tú supieras lo devota que soy de ella, entenderías que no
hay ninguna falacia en mi petición.
–Puedes ir a su templo. Además… –el faraón se interrumpía
por lo relajado que estaba por los masajes– varias veces al año, ya
asistís las esposas en grupo a los ritos de cada deidad.... asistís en
distintos lugares del palacio exterior… y del intermedio.
Satnemti supo que todos sus ataques habían sido repelidos.
En los últimos veinte años, se habían urdido demasiadas
confabulaciones para obtener el favor real como para que la puerta
interna del harén se abriera para ella. Siguió masajeando, pero ya
sin esperanza de que esa noche obtuviera una posibilidad de mayor
maniobra suya en la corte.
Ahora los masajes eran suaves, eso le relajaba todavía más a
su esposo. Estaría hablando poco rato ya, pronto se dormiría. Ahora
él le hablaba de su nuevo barco. “¡Siempre sus dichosos barcos!”,
pensó ella. Pero no le interrumpió mientras le describía la nueva
embarcación para la comitiva que le acompañaba cuando
remontaba las aguas del Nilo para inspeccionar sus ciudades y sus

42
palacios, para visitar a los gobernadores. “¡Siempre sus barcos!”,
volvió a pensar ella.
Contemplar el lento paso de los tres grandes barcos
precedidos y seguidos de otras veinte embarcaciones medianas era
un espectáculo para todos los súbditos que dejaban sus labores y se
agolpaban a las orillas. Esa flotilla tenía una función social: era una
manifestación de poder. Una manifestación visual de poderío
incontestable que la comprendían hasta los más humildes
analfabetos. El hombre que iba en el centro de la flota no podía ser
igual a los demás. Y los nobles que entraban en ellos también
quedaban deslumbrados a un nivel superior: los tres grandes barcos
conformaban lo más parecido a un sucedáneo de palacio ambulante
con salas esplendorosamente decoradas con marfil y ébano, con
paredes pintadas como los murales de palacio.
A ella se le ocurrió comentar ingenuamente, con palabras
muy calmadas, pues Tutmosis se hallaba muy relajado:
–Todos los seres humanos somos pequeños. Pero reconozco
que esa comitiva de barcos… remontando y descendiendo el curso
del río… es como la cola para la madera… cola que une todas las
tierras bajo tu cetro. Todos somos pequeños… pero esa flota es una
incontestable muestra de poder y autoridad.
Él guardó silencio unos segundos. Pero después replicó con
energía, levantando un poco la voz:
–Yo simbolizo el país. Yo garantizo la paz. Yo hago que mis
sacerdotes con sus ritos perpetúen el nacimiento del sol cada día.
Ella se dio cuenta de que ni en el lecho él olvidaba ni por un
momento que era el faraón. La afirmación de que todos somos
pequeños no le había hecho ninguna gracia. Él no precisaba de
grandes embarcaciones para autoafirmarse.

43
Su esposa calló avergonzada. Siempre le había considerado a
él un pragmático, un hombre poco religioso. Pero, con tantos años
de adoración, al final, algo de todo eso comienza a penetrar en la
cabeza. Ni se le ocurrió a ella decir lo más mínimo: ni para
explicarse ni para excusarse. Era mejor que él volviera a relajarse.
Sabía que él había pegado, en el pasado, a algunas esposas.
Se le podía hablar en confianza, pero jamás contradecirle. Quizá,
con los tres o cuatro amigos más íntimos, él podía conversar con
más apertura del tema de hasta qué punto se creía un dios. Pero,
desde luego, no con una esposa.
Al cabo de un largo rato, como quien no quiere la cosa, ella
preguntó:
–Hijo de Ra, Vida, Salud y Fuerza de todos los nomos, dime,
además de la reina, ¿te acompañarán a bordo ocho esposas cuando
partas la próxima semana? –le preguntó ella.
–Sabes que tienen un papel ceremonial en la corte. La gran
esposa real y nueve esposas, solo nueve, me acompañarán a Luxor.
Pienso llegar hasta las canteras de Edfu.
–¿Estoy entre ellas?
El faraón no abrió la boca.
–Sabes lo que me gustaría ir en la comitiva y ver otra vez esas
tierras.
El Señor de Egipto seguía en silencio concentrado en las
manos de ella que seguían masajeándole, aunque ahora los besos
sobre su piel se intercalaban con la labor de sus manos.
–Cuando eras más joven solo te llevabas a tus concubinas más
jóvenes. Siempre te acompañábamos pocas esposas.
El faraón, por fin, habló:

44
–Está bien. Esta vez serás tú unas de las diez que me
acompañarán.
Ella hubiera querido ser muy efusiva en darle las gracias. Pero
él hablaba tan calmo que estaba claro que deseaba ya dormir. No
turbó su laxitud. Las fricciones de sus manos se fueron
extinguiendo. La respiración del faraón se iba haciendo más lenta.
Ella se tumbó a su lado y dejó que su esposo se sumiera en el sueño.
Cuando ya parecía que el día del rey llegaba a su fin, una tos
seca hizo que Tutmosis se incorporara. Se le pasó en seguida. Pero
esa tos la padecía desde hacía un año. Los médicos le habían
suavizado la garganta, y mucho, con sus hierbas medicinales, pero
no se la habían logrado curar. Era una tos seca y muy breve. Los
médicos estaban convencidos de que el ajo y la cebolla le habían
“enrojecido la garganta”; en realidad, padecía reflujo gástrico.
Satnemti, como diligente esposa, fue a traerle un poco de
agua. Pero, al poco, la tos le volvió dos veces. Sentado sobre el
lecho, el faraón le señaló un armario donde guardaba un
cuenquecito con miel de romero. Hizo su efecto. Se volvió a
tumbar. Veinte minutos después, se puso él a hablar: se había
desvelado. La mente de Tutmosis, ociosa y aburrida, comenzó a
darle vueltas a diversos asuntos sin conexión. Ella estaba allí para
agradarle; no importaba si ella tenía sueño. Satnemti le escuchó.
Después de escucharle un buen rato, su esposa le tranquilizó:
–Esa vidente que te ha dicho que esta tos está provocada por
minúsculos gusanitos que carcomen tu garganta, y que han
germinado en esa parte de tu cuerpo por un conjuro de una mujer
de la Familia Real… yo creo que se lo inventó.
–Sea lo que sea, es importante para mí vivir en un entorno
mágicamente seguro.
Tutmosis volvió a beber.

45
–Mis sacerdotes se encargan de proteger el recinto de este
palacio de todos los ataques de las fuerzas invisibles. Y mucho más
esmero han puesto en proteger estas dependencias, el corazón de la
Gran Casa.
–Ya he visto en el Palacio Interior que se han colocado nuevas
inscripciones y nuevas imágenes.
–También ahora se han añadido más ritos.
–En nómina ya están los magos de palacio, así que, Hijo de
Ra, descansa. Reconozco que hay que protegerse con soldados de
los puñales y flechas. Pero que también hay que protegerse con
brujos y magos de otros puñales invisibles. Pero tú ya lo has hecho.
Desecha toda inquietud.
–Estoy tranquilo. De verdad que lo estoy.
Tutmosis se volvió a tumbar en la cama. Su esposa hizo
ademán de volverle a masajear. Pero él, con un gesto
involuntariamente brusco de su mano, dio a entender que ya no
deseaba más.
Ella captó que él únicamente buscaba una charla tranquila
antes de dormirse. Le dejó que hablara:
–En realidad, todo el diario funcionamiento cultual y
sacrificial de los centenares de templos del Reino del Junco y del
Reino de la Abeja no tiene otro fin que el proteger a esta bendecida
tierra de los ataques provenientes de esos seres que no se ven, pero
contra los que no valen nada ni los regimientos ni la caballería.
–Pero si tú nunca has creído mucho en todas esas cosas.
Tenía razón. Él se consideraba a sí mismo un militar. Y los
altos oficiales nunca habían creído en exceso en las complejas
enseñanzas de los templos.

46
–Los soldados lo que sí que son es muy supersticiosos –le
explicó Tutmosis, como queriendo excusarse. Como si su
religiosidad fuera una cuestión de pragmatismo.
–¿Y no es lo mismo?
–No, no lo es. Los soldados son supersticiosos, no religiosos.
–Y tú, Amado de Hathor… –hubo una vacilación–. ¿Tú,
Horus de Oro, en qué crees?
El faraón dio un largo suspiro. Hubo un silencio. Pero no se
tomó a mal la pregunta. Quizá es que era el final del día y estaba
cansado. Se notaba su vacilación buscando una respuesta.
Finalmente, contestó:
–De lo que sí que estoy seguro es de que hay fuerzas…
extrañas. Seres desconocidos. Te confieso que, a veces, me han
entrado dudas acerca de si creer en la existencia de tal o cual dios.
Pero sí que estoy seguro de que existen seres malignos de la
oscuridad.
–Ya, pero…
–Además –le interrumpió–, he visto… cosas raras.
Fenómenos inexplicables. Desde luego, hay individuos iniciados
en las artes oscuras. He visto a un mago tirar una masa de arcilla y
transformarse en una rana.
–Eso, estoy convencida, de que ha sido un acto de
ilusionismo.
–Te aseguro que le hice repetir el conjuro cuatro veces y me
agaché sobre el suelo para verlo bien cerca. Ocurrió ante mis ojos.
Y he visto más cosas de este tipo. Otra vez, cinco escorpiones
aparecieron sobre el altar de Set tras un conjuro. El sacerdote arrojó
la sangre de una vaca y los escorpiones emergieron de la sangre.
Lo he visto.

47
–¿Seguro que no hubo ningún truco?
–¿Crees que soy un pobre campesino ignorante? Por supuesto
que no hubo ningún truco. Pero las personas que tenían estas
alianzas con el otro lado de la realidad eran sujetos muy oscuros.
Incluso a mí me infundían temor. Pero, precisamente por eso, les
pagamos a los mejores: hay que protegerse.
Tutmosis iba hablando con más lentitud. Más
entrecortadamente. El sueño iba cerrando sus párpados.
–¿Te sigues acordando de todos tus sueños?
–Con la edad me voy acordando menos. Quizá es que tengo
menos interés por ellos.
El faraón temido, amado y adorado por sus súbditos reclinó
su cabeza sobre el brazo y el hombro de Satnemti. Hablaba tan
entrecortado y débil que era evidente que estaba a punto de
dormirse.
Ella, maternalmente, le musitó las postreras palabras que
escucharía en esa jornada:
–Tranquilo, mañana te despertarás y sabrás que el sol no se
ha puesto aún por última vez.

48
Día 2
Cuando las cosas comenzaron a ser como no
siempre habían sido las cosas
Nosotros, extranjeros, somos enviados para deciros que queremos ser
servidores del faraón y separarnos de nuestro vil rey. Porque bien sabemos que
el Señor de los reinos del Río aplasta las cabezas de aquellos de carácter
maligno y masacra a los nómadas de las regiones del surgir del sol. Él arroja a
los moradores de la arena y somete las tribus aun en los límites de la tierra.

El día comenzó como el día anterior, los pasos de la mañana


se sucederían como todos cada jornada; como año tras año se
habían ido sucediendo. En la Cámara de los ministros, ese día no
estaba presente el tiaty. El chambelán le desgranó los compromisos
de la mañana. La audiencia de ese día era de menor rango que la
del primer día de la semana. Lo principal era recibir hoy los
parabienes del colegio de los astrónomos.
–Los conocedores del cielo con sus aburridos cálculos –
comentó Tutmosis.
El ministro de los graneros asintió.
–¿Traen algún augurio especial? –preguntó el faraón.
–Toro poderoso, debéis recordar que, en Tebas, se decidió
que todos los vaticinios pasaran antes por los sacerdotes del
Templo de Amón e Isis.
–Ya, siempre queriendo controlar la información que me
llega.

49
–Majestad, el conocimiento de los senderos venideros es algo
muy delicado para el trono. Es mejor que estos caminos de los
cielos sean discutidos previamente y os llegue el trigo ya cribado –
intervino el Portador del Sello.
–Claro, claro. Sí, es por mi bien.
El rey entendió que los grupos de poder ya se habían puesto
de acuerdo: no había nada que hacer.
–El resto de audiencias son de ciudadanos menores –
prosiguió el chambelán.
–Ajá.
–Salvo una… que os va a sorprender.
El faraón le miró interrogativamente.
–Ha pedido estar ante los rayos de vuestra presencia el que
fue príncipe Moisés, hijo adoptivo de Hatshepsut.
Tutmosis se quedó con la boca abierta.
–¿Te estás refiriendo al que huyó a la región de Madián?
–El mismo que calzó esas sandalias, está ahora esperando en
el atrio de palacio.
–¡No me lo puedo creer!
–Pues sí, Protegido de Tot, cuarenta años después aparecerá,
de nuevo, en el Salón del Trono.
Tutmosis se echó a reír. Exultante comentó:
–¡El ingrato hijastro de la vieja bruja, aquí! –la vieja bruja era
la hija del faraón que había adoptado a Moisés y que le había tenido
a él, a Tutmosis, en un segundo plano durante veintiún
interminables años.

50
–Si lo deseáis, podríamos prenderlo y enviarlo a un calabozo
–le sugirió el supervisor del tesoro–. Huyó por haber matado a un
hombre.
–Lamento deciros que hubo un año de gracia al acceder al
trono nuestro querido faraón reinante –le corrigió el ministro-
arquitecto real.
–Pero la voluntad del Hijo de Ra está por encima de esa
decisión –sugirió con aire maligno el supervisor del tesoro.
Tutmosis meditó el asunto y contestó:
–No. Yo soy el primero que debe respetar un año de júbilo.
Esa es la costumbre. Mis predecesores siempre lo hicieron así.
Moisés está a salvo. Yo sellé ese año con la alegría de mi perdón,
yo lo respeto. No será mi mano la que rompa mi mismo sello.
–Grande es tu sabiduría –exclamó el mismo supervisor del
tesoro, inclinándose y extendiendo sus brazos hacia delante. Los
otros ministros se unieron al unísono a la exclamación y adoptaron
el mismo gesto.
Mientras Tutmosis se dirigía hacia la Sala de las coronas,
añadió:
–Pero que Moisés sea de los últimos en entrar en el salón.
Bueno, por delante de los modestos agricultores. Hay que honrar a
la vieja bruja. Al fin y al cabo, él fue su hijo… así lo ratificó mi
padre y yo venero la memoria del que me dio la vida.

Los ritmos de la mañana se sucedieron de forma habitual.


Otra vez el impresionante aparato del desplazamiento ceremonial a
la Sala del Trono, otra vez el despliegue de todo ese boato en la
procesión a través de las dos puertas. De nuevo se reiteraron las
plegarias y alabanzas a los dioses, esta vez a cargo, exclusivamente,

51
de un grupo de sacerdotisas. Otra mañana más, el chambelán se
inclinó con los brazos en el aire, hacia delante, profiriendo con
grandilocuencia:
–Oh, Toro poderoso, Señor del junco y de la abeja, protegido
de Tot, quien te ha creado con bellas formas, amado de Hathor que
riges los destinos del Reino del Norte y del Reino del Sur, recibe a
los súbditos que piden recibir los rayos de tu presencia.
Las audiencias se sucedieron. Los astrónomos estuvieron más
tediosos que nunca. Los comerciantes quisieron explicarle
interminables enredos entre ellos y los funcionarios. En unos
asuntos, el faraón se implicó más; en otros, menos. Tutmosis,
aburrido, después de recibir los regalos de un rico mercader de telas
cercano a Tebas, escuchó al chambelán que anunció con el mayor
laconismo que le fue posible:
–Moisés, príncipe del Bajo Nilo.
Fue un anuncio inexpresivo. El rostro pétreo del funcionario
no mostró ninguna emoción.
Un hombre de ochenta años, pero robusto, se postró con
lentitud ante el trono, justo delante de él. Tutmosis mantuvo su
gesto hierático. Pero solo la facilidad adquirida durante años en el
cargo le permitió ocultar la sorpresa que le provocó la visión del
que había conocido con la cabeza rapada y una larga trenza. Ahora
vestía enteramente como un pastor hebreo. Ropas de lana de
colores. Una barba poblada. Una pelambre entrecana que le llegaba
más allá de los hombros; una cabellera algo rizada, vigorosa.
Moisés, como cada uno de los recibidos en ese salón, se había
postrado. A su lado, también postrado, estaba otro hebreo, vestido
como el primero. Tutmosis no lo sabía, pero era Aarón, su
hermano.

52
Moisés se había postrado con lentitud, como si tuviera
dificultad. Se levantó con la misma morosidad. El hebreo de al
lado, no: se había postrado con indudable temor, incluso temblaba
ligeramente. El faraón observó al antiguo príncipe con detención.
¡Tenía un cayado en la mano! Venía ante él como lo haría un pobre
pastor. Ni siquiera se presentaba ante el trono como un pequeño
terrateniente de pastores que se ha comprado una túnica fina y
nueva. Era patente que hasta su rostro se había curtido y enrojecido
bajo el sol. Incluso sus manos ahora debían ser callosas y ásperas.
–Habla –le ordenó el maestro de ceremonias.
Ese pastor habló con majestad y con voz potente, con su
derecha agarrando el recio y alto bastón de madera:
–Así dice Yahvéh, el Dios de Israel: Deja a mi pueblo ir, para
que pueda celebrar una peregrinación en mi honor en el desierto.
El faraón no se lo podía creer. Sin preámbulos, sin alabanzas,
sin ninguna diplomacia, ¡comenzaba diciendo eso! Ese pastor era
muy consciente de que algo así le podía costar la vida. Por un
momento, el rey-dios dudó si ahorcarle o flagelarle. En el salón se
hizo un silencio impresionante.
Pero no. Estaba claro. Ese pastor estaba mal de la cabeza. No
era costumbre de los sabios hijos de Amón torturar a los enfermos
de la cabeza. Esa había sido la civilizada costumbre de los que le
precedieron, y él la seguiría. Tutmosis llevaba en su mismo nombre
el apelativo del dios Tot, dios de la escritura, dios de la sabiduría.
No, Tutmosis no era un cruel caudillo filisteo. Ellos sí que mataban
como salvajes, por cualquier motivo. No. Esta era una tierra
civilizada. El faraón, condescendiente, se limitó a preguntar con
sarcasmo:

53
–¿Quién es ese dios que han nombrado, para que deba
prestarle atención y deje a Israel ir? –y concluyó con energía–: No
conozco a… Yahvéh y no dejaré a Israel que se vaya.
Moisés volvió a decir en el mismo tono:
–El Dios de los hebreos se ha revelado a sí mismo, a nosotros.
Moisés, claramente nervioso, se interrumpió. Estaba claro
que el faraón había sido magnánimo. Pero en la segunda frase ya sí
que no había ninguna duda de que se jugaba la vida. Aun así, reunió
fuerzas y continuó:
–Gran rey del Alto y Bajo Nilo… gran rey… te suplicamos
que nos dejes ir en una marcha de…
Moisés no pudo continuar. Estaba demasiado excitado. Al
principio, había hablado con energía. Pero ahora estaba al borde del
pánico. Antes había hablado con energía, había sostenido con vigor
la mirada hacia el trono. Pero todo era pura apariencia, pura fuerza
de la voluntad. Se notaba que no podía soportar la mirada de todos
los presentes.
Aarón, su hermano, tuvo que venir en su ayuda. Con toda
humildad, en tono de súplica, repitió:
–Rey de la Tierra de la Corona Roja, rey de la Tierra de la
Corona Negra, soy Aarón, su hermano. Déjanos ir en una marcha
de tres días en el desierto, para sacrificar a nuestro Dios… o Él
caerá sobre nosotros con peste o espada.
El silencio de la corte era absoluto. Hubiera bastado que un
solo noble, que un solo funcionario, hubiera gritado que estaban
afrentando al faraón, que nunca se había oído hablar en ese tono al
dios-rey, para que esos dos hombres hubieran sido flagelados hasta
descarnar sus espaldas hasta las costillas. En ese momento, hasta la
más pequeña pluma hubiera inclinado la balanza hacia una muerte
horrible.

54
Una carcajada resonó en la gran estancia: Tutmosis reía con
ganas. Tras un segundo de sorpresa inicial, toda la corte acompañó
a su rey en las carcajadas. Tutmosis se secó una lágrima de la risa
y les preguntó con el mejor de los humores:
–Moisés y Aarón, ¿por qué estáis apartando al pueblo lejos
de su trabajo? Volved a vuestras labores –movió su derecha varias
veces como alejándolos displicentemente, la audiencia a los
hebreos había terminado.
Algunos cortesanos les abuchearon. Tutmosis, mirando a los
presentes, comentó divertido:
–Ahora son más numerosos que el pueblo de la tierra y, sin
embargo –y se volvió hacia los dos hebreos que eran conducidos
hacia la salida–, ¡vosotros queréis que paren de trabajar!
El maestro de ceremonias había enviado a dos soldados que
con rudeza les empujaron hacia la puerta por la que tenían que salir.
Cuando ya estaban fuera y los rumores divertidos de la corte fueron
cesando, el faraón dejó de sonreír y ordenó al ministro de las obras
reales que trajera a su presencia a los jefes de los capataces de sus
obras en Menfis. Cuando acabaron las audiencias, el faraón
departió largamente con los astrónomos en presencia de toda la
corte.
Una hora después de haber sido echado fuera Moisés,
llegaron treinta capataces y supervisores de las obras del faraón, se
postraron. Estaban nerviosos. No sabían si habían sido convocados
de improviso para ser recompensados o para ser castigados. El
monarca les dijo:
–Escuchadme, a los descendientes de los pastores hebreos no
les daréis más paja para hacer ladrillos, como hacíais antes. Que
ellos vayan y recojan la paja por sí mismos. Pero les exigiréis la
misma cantidad de ladrillos que ellos hacían previamente. No la

55
disminuyáis, porque son perezosos. Es por eso por lo que claman:
Déjanos ir a ofrecer un sacrificio a nuestro dios. Que sea puesto
sobre ellos un trabajo más pesado. Entonces trabajarán en eso y no
prestarán atención a palabras engañosas.
Todos los presentes aplaudieron la decisión. Tras eso, se
marchó a comer, ya era la una de la tarde. Estaba previsto que al
almuerzo asistirían cuatro ministros. El portador del Sello le dijo al
comienzo de la comida:
–Majestad, creedme que os admiro. Otro soberano hubiera
sido brutal con esos dos locos; hubiera convertido en un estandarte
para los hebreos a esos dos hombres insignificantes. Pero, con tu
decisión, sin duda, has hecho que esos mismos esclavos
descendientes de cananeos se vuelvan contra los que ahora los
quieren dirigir.
Todos asintieron.
–Sí, sí, ahora tienen menos tiempo para ocios peligrosos y los
has dividido. Magnífica decisión. Sabia a todas luces.
–Me encargaré de que tu gran decisión no quede en meras
palabras –aseguró el ministro-arquitecto–. Las espaldas serán
golpeadas públicamente para que les quede claro.
Tutmosis estuvo a punto de comentar: “Soy fuerte, no cruel.
Quiero ser recordado como un faraón guerrero, pero sabio”.
Aunque después consideró que resultaba innecesario decirlo. Sus
hechos estaban a la vista. Años de elogios, años recibiendo
adoración, acababan penetrando en la psicología de todos los
faraones.
En ese almuerzo, estaban presentes otras cuatro esposas y
varios niños, otros más mayores. Las orgullosas consortes contaron
historias acerca de lo ruines que eran esos esclavos. Todos asentían.
El supervisor del Tesoro comentó preocupado:

56
–Algo hay que hacer con ese pueblo. Es un verdadero
problema.
–Sí, es un asunto que hay que afrontar –convino el faraón–.
A la vuelta de mi viaje, tomaremos las decisiones que haya que
tomar.
–La raíz de este problema –añadió el ministro de los
graneros– está en el hecho de que, desde el principio, ellos hayan
vivido en campamentos aparte, formando un pueblo dentro de
nuestro pueblo. Los campamentos después se han ido
transformando en barrios con casas de adobe. Pero han seguido
viviendo juntos como los pastores que eran. Si hubieran sido
dispersados por todo Egipto, como los esclavos de guerra. Si los
amos hubieran tenido hijos con las esclavas, este problema nunca
hubiera aparecido.
–Pero no te olvides de que esto sucede –comentó otro
ministro–, porque, al principio, fue un pueblo que emigró a nuestra
tierra. Si los hebreos hubieran sido un botín, hubieran sido
subastados y repartidos por las casas de los dos reinos.
–¡Repartid a esas mujeres, descendientes de pastores
cananeos, entre todos vuestros súbditos y ellos se encargarán de
que no dejen de parir egipcios! –aconsejó una de las esposas reales.
–Sí, que barran los suelos de las casas de sus amos, que laven
su ropa sucia, que frieguen sus platos –aconsejó otra–. De lo
contrario, ya veréis, grandes ministros, cómo esto costará sangre.
Vuestros hijos tendrán que morir para que los hebreos no nos
sometan. Ya lo veréis.
El portador del Sello preguntó preocupado:
–¿Y si los castigamos seriamente? Quizá un buen
escarmiento… Matad a Moisés y su hermano y a unas cuantas
cabezas de sus tribus.

57
El faraón dudó un poco. Después resolvió:
–Todo lo contrario. Os ordeno que seáis firmes, pero amables
con ellos. Será a la vuelta de mi viaje a Luxor cuando tomemos las
decisiones que haya que tomar. Hasta entonces no debemos darles
pistas… Son demasiados. Hay que tomarles desprevenidos.
Recordad que, ante todo, soy un militar. Nunca hay que subestimar
a un adversario antes de la batalla. Sea cual sea su fuerza, que
nuestra ira les coja desprevenidos. Ojalá que estuviera aquí el
ministro-jefe del Ejército o el ministro-jefe de la Ciudad de la
Pirámide, para preguntarles cuántos pueden ser esos hebreos.
–Yo te lo puedo decir, Gran Hijo de Amón –exclamó el
ministro encargado de las obras reales.
–¿Cuántos?
–Estimo que son unos quinientos mil varones.
–¡Tantos! –exclamaron varios.
–Tantos.
–La Tierra del Nilo tiene mucha suerte de que ahora estoy yo
en el trono, un rey cuyo brazo está acostumbrado a la maza y el
arco. Esto no lo hubiera podido solucionar una mujer con manos de
niño como Hatshepsut.
–¿Solucionar? ¡Pero si incluso adoptó a un hebreo en su seno!
–Lo calentó en su regazó como quien acoge a una tierna
serpiente gris de las arenas recién salida del huevo –añadió una
esposa.
–Tranquilos, tranquilos –les calmó a todos el faraón–. Hemos
dejado demasiado tiempo que el problema se pudra. Pero a mi
vuelta se hará lo que se deba hacer.

58
Todos levantaron sus vasos de cerveza y brindaron por el
faraón-dios, el más sabio de todos los monarcas, el más fuerte de
todos los reyes.
El ministro del Tesoro preguntó particularidades acerca de los
hebreos. El que más los conocía era el ministro encargado de todas
las obras reales.
–Mira, en las afueras de Helwan, incluso tienen un altar de
bronce donde queman sus sacrificios. Allí ofrecen ovejas, tortas,
bueyes y trigo. Hasta tienen sus sacerdotes.
–¡¿En serio?!
–Sí, pero tranquilos, nuestros dioses no se van a ofender. No
tienen templo alguno, solo un altar. Sus sacerdotes van vestidos con
una túnica blanca. Eso es todo.
–Ante todo, hay que evitar que los grandes dioses de nuestros
padres se puedan sentir agraviados.
El faraón intervino:
–No lo están. De lo contrario, no me hubieran otorgado
victoria tras victoria en todas las campañas.
–Permitidme deciros una cosa –añadió con entusiasmo el
ministro de graneros–: No lo están; y a vuestra vuelta, lo estarán
menos.
–Puedes estar seguro de ello –concluyó el faraón con aire
perverso–. Los cadáveres de las embarazadas se amontonarán a los
lados de los caminos que llevan a sus casas. Miles de cabezas serán
arrojadas a los cocodrilos. Sus niños de pecho serán aplastados
como se aplasta a los polluelos de un nido y sus niñas vivas serán
usadas como diana de los arqueros que practican con sus flechas.
Todos le jalearon. Hizo gesto de que callaran, quería añadir
otra cosa:

59
–Además, he tomado una decisión: voy a acortar mi viaje.
Llegaré solo hasta Abidos. Mis sandalias caminarán por la gran vía
de Luxor en otra ocasión. Y, además, el viaje que voy a emprender
no va a ser un largo periplo, deteniéndome largamente en cada
lugar para examinar los asuntos de cada nomo, sino que será un
viaje rápido. Un viaje rápido para pedir fuerza a mis antepasados y
a los dioses.
Los vítores fueron más entusiastas.

60
Día 3
Una leve nube en el cielo faraónico
Nuestro rey vencido teme mucho al faraón como para ir al sur, cuando supo que
el faraón iba al norte. Aunque nuestras fuerzas son más numerosas que la arena
al borde del río, sabemos que nada podemos contra las lanzas del faraón.

Mañana
El sol se levantó ese día sobre las tierras de Egipto como se
había levantado durante siglos, dinastía tras dinastía. Los 400
habitantes del complejo palaciego del faraón se despertaron como
cada mañana. El Palacio era la gema central de Menfis, engastada
como un topacio en mitad de una capital de 37.000 habitantes.
Alrededor de ese topacio que daba vida a la población, se erigían
ocho grandes templos como ocho turquesas engastadas en ese
mismo collar de la vieja capital. También esas ocho gemas, con sus
colegios de sacerdotes daban vida a la ciudad. No era una cuestión
poética, las rentas de los muchos terrenos de labranza
pertenecientes a los templos daban vida económica a la ciudad.
Además, muchos nobles tenían sus mansiones en ella.
Pero la vieja capital, la de los blancos muros, había perdido
residentes y padecía con dignidad y resignación su decadencia.
Conservaba, en la Gran Casa, su cuerpo de funcionarios para toda
la administración de las tierras del Bajo Egipto. Pero en esas
Tierras Bajas del Reino Bajo ya florecían otras ciudades menores,
todavía a distancia del rancio esplendor de Menfis. Aunque el gran

61
problema era que, en el Reino Alto, Tebas se erigía orgullosa como
la nueva capital. Ya contaba con el doble de habitantes que Menfis,
y era donde más tiempo pasaban los hijos de Ra.
Pero la Ciudad de los blancos muros seguía siendo una de las
dos capitales, y el inmenso complejo de funcionarios de la Gran
Casa seguía funcionando, residiera o no el monarca de las riberas
del Río sin igual.
Y así, esa mañana, al amanecer, se puso en marcha esa
maquinaria de los 400 habitantes del complejo palaciego del
faraón. En realidad, este era un número redondo, repetido en las
bocas de los moradores de la Casa del Faraón. El número de los
que trabajaban en ese lugar era superior. Porque uno era el cuerpo
de los servidores de Palacio y otro, el cuerpo de burócratas de la
administración.
Algunos de los funcionarios y siervos de la Casa vivían con
sus familias en dependencias del Palacio Exterior. Así que, al
hablar de los moradores entre sus muros, había que añadir no pocas
docenas más de esposas e hijos. Los habitantes fijos entre esos
muros, esa mezcla de servidumbre de la casa y funcionarios,
formaban una suma que se desgranaba en los siguientes sumandos:
1 general, 9 capitanes, 100 soldados
59 esposas, 38 concubinas, 20 hijos varones, 23 niñas.
100 esclavos
40 sirvientes
8 escribas
7 funcionarios
5 altos cargos

Todos estos son los que se habían despertado en la Casa del


Faraón. Todos estos comenzaban a ir y venir por sus estancias,
mientras los gatos se estiraban y paseaban sin prisa por los

62
corredores. Las aves daban zancadas en el patio del Salón Rojo.
Las palomas se posaban en las terrazas. En las terrazas de un
complejo que formaba un vasto rectángulo en el centro de la
ciudad. Un rectángulo de unos 600 metros de longitud. Andando,
se tardaba unos seis minutos en atravesarlo desde la Puerta de
Anubis, en la fachada occidental, hasta la Puerta de Apis, en la
fachada oriental.
Tutmosis subió a una terraza y miró hacia el Mercado de la
Carne: bullicioso y concurrido ya a esa hora de la mañana. Desde
el amanecer, el humo de varios hornos se elevaba por encima de
los techos de los hogares. Se oía el chillar de varios pájaros
volando. En ese momento de la mañana, la temperatura era fría. El
faraón llevaba un manto de lana inmaculadamente blanca sobre su
túnica larga.
Reinaba un cierto aroma difícil de definir proveniente de los
prados que rodeaban la ciudad. Aunque esa terraza no era
suficientemente alta, la población estaba rodeada de campos de
trigo y huertos. Como un anillo verde la rodeaban. El faraón pensó
que vivía en el más bello reino del mundo.
–El más estable, el más civilizado del orbe, ese es nuestro
Reino de las riberas del Río –le comento al primogénito, que ya
tenía treinta años.
–Que Astet, Hator, Bastet, Jonsu y Sacmis conserven tu trono
y tu cayado. Que tú conserves estas tierras con tus rayos benignos
y sabios.
–Me marcho, tengo audiencias esta mañana. Algún día las
tendrás tú.
–¿Te acompaño?
–No, hijo, ve al cuartel.

63
–Hasta la hora del almuerzo –dijo dándose un golpe en el
pecho y despidiéndose.
De nuevo, Moisés estaba en la Sala del Trono, de nuevo ante
el faraón. Esta vez, Tutmosis estaba más relajado que la primera
vez, incluso sonreía. Sus ministros le habían informado de que los
espías eran coincidentes: cuatro días entretenidos con más trabajo,
unido al efecto desmoralizante de los castigos públicos a los jefes
de obra hebreos, habían logrado dividir a los integrantes de esas
doce tribus. Moisés y Aarón estaban más solos que nunca. Muchos
no querían saber nada de ese pobre pastor loco que los iba a llevar
a todos a la ruina. Los espías le habían dicho que ese infeliz
demente había pasado varios días en oración y ayuno.
Preparándose para algo muy grande, le dijeron los informadores.
–Me parece una excelente idea –comentó el faraón a un alto
funcionario presente–. Que ayune todo lo que quiera.
Sinceramente, yo mismo debería hacer lo mismo.
¿Pero por qué seguía habiendo hebreos que les prestaban
oído? Según sus informadores, Moisés tenía la capacidad de hacer
pequeños milagros. Cosas pequeñas, los hacía solo ante los ojos de
los jefes de las estirpes principales de cada tribu. Algo
extraordinario debía hacer. De otra manera, un pueblo tan
numeroso no hubiera creído al primero venido del desierto. Por eso,
en cuanto Aarón comenzó a hablar ante el trono, Tutmosis le
interrumpió, le miró fijamente y ordenó con una sonrisa:
–Lleva a cabo un prodigio.
Aarón se sorprendió. Estaba claro que Tutmosis contaba con
informadores. Quedó preocupado, pues estaba claro que ni lo que
ocurría en el interior de las tiendas, ante los principales, escapaba
a los ojos del alto trono.
Moisés se volvió a su hermano y le ordenó:

64
–Toma tu cayado y arrójalo ante el faraón, y se convertirá en
una serpiente.
Aarón levantó con su derecha su alto bastón. Lo mostró a los
oficiales presentes. Lo enseñó hacia su derecha y hacia su
izquierda. Era grueso, recio, fuerte. En su parte superior era corvo,
como solían ser los de los pastores. Esa parte corva permitía
enganchar las patas de las ovejas para agarrarlas después con la otra
mano.
Aarón arrojó su cayado al suelo a dos pasos de él, ante el
faraón que estaba a unos cinco pasos de distancia. El hermano de
Moisés lo arrojó con energía, con dignidad, sin dudar un momento
del poder de Dios.
El cayado, ante los ojos de todos, cambió de color. Ese objeto
inanimado comenzó a agitarse. Primero fue el color, después la
forma: se había transformado en una cobra. Todo, en unos cinco
segundos. Se oyó un “oooh” prolongado, lleno de admiración.
Tenía la longitud del cayado: dos metros. Por esa razón, también
era más gruesa que una cobra normal. A diferencia de las cobras
marrones, esta era como las de los desiertos del oeste: totalmente
negra. La serpiente alzó su cabeza, extendió su cuello y bufó al
faraón. Estaba demasiado cerca de sus pies. Tutmosis se alzó al
momento, asustado. Se hizo a un lado.
Los ministros que estaban a su lado se alejaron más rápidos,
con menor compostura. ¿Iba a atacarles?, ¿Iba a lanzarse contra
ellos? La serpiente miró fijamente al rey y le bufó. Después, giró y
se dirigió hacia el grupo de escribas que estaban a un flanco de la
sala. Algunos gritaron, todos se alejaron raudos, sin ningún
protocolo. La cobra volvió a girar, merodeó en el espacio vacío ante
el trono. Reptaba con rapidez, demasiada rapidez para los que
estaban en la sala: podía atacar a cualquiera. Se dirigió hacia otro

65
grupo de oficiales y comerciantes. Todos se alejaron, empujándose
unos a otros, algunos también gritaron.
La serpiente se dirigió ahora hacia la zona del trono. El faraón
comprendió que iba a tener que salir corriendo si venía hacia él.
Así que gritó a los dos hebreos:
–¡Es suficiente! Agarradla.
Aarón, con paso lento, sin ningún temor, se aproximó hacia
ella por detrás. Alargó su mano hacia la cola. Todos esperaban que
se volviera y le mordiera. Pero en cuanto su mano tocó la cola, la
cobra se echó al suelo, se puso rígida y se transformó, de nuevo, en
un bastón de pastor. Todo ocurrió en tres o cuatro segundos. Un
espectáculo extraordinario. Aarón regresó a su sitio apoyándose en
su cayado; ahora, de nuevo, era su cayado.
El sobresaltado faraón y sus ministros retornaron a sus sitios.
Era patente que Tutmosis había quedado impresionado.
Afortunadamente, en esa audiencia estaba presente un importante
cargo de la corte: el Primer Servidor de la divinidad. El sumo
sacerdote de Amón había quedado tan impactado como el resto de
funcionarios. Tutmosis le ordenó que se acercara a su lado.
Bisbisearon durante un minuto. Después, indicó al chambelán que
se aproximara. El chambelán comunicó con solemne voz:
–Hoy, a media tarde, serán convocados los sabios, los
profetas y los magos de los seis grandes templos. Moisés se
presentará en la Sala de los Chacales. A esa reunión, solo están
convocados los pertenecientes a la casta sacerdotal.
El chambelán hizo un gesto al maestro de ceremonias, y este
dio dos fuertes golpes con su maza. La audiencia había terminado.

66
Tarde
La Sala de los Chacales era más pequeña que la del trono, una
tercera parte de la primera. El artesonado se sostenía sobre seis
pilares de madera. Debía su nombre al mural que representaba a
Anubis rodeado de chacales. Todas las paredes y pilares estaban
cubiertos de pinturas. El techo, de pintura intensamente negra,
mostraba una infinidad de estrellas de tono azul claro con algunas
inscripciones del mismo color.
El faraón únicamente desplegaba su pompa en la procesión
de la mañana, y solo los dos primeros días del decano. Llegó a esa
sala de palacio precedido de cortesanos y rodeado por cuatro
coroneles, pero llegó a pie. Todos se postraron en cuanto él entró.
Desde su asiento, miró a los presentes cuando estos se
levantaron. Él era el único sentado, todos los demás estaban de pie.
Orgullosos, en primera fila, los sumos sacerdotes de los seis
principales templos. En el lado izquierdo de la sala, más de
cuarenta sacerdotisas: enigmáticas; unas, con diademas de oro;
otras, con impresionantes y tupidas pelucas cortas formadas por
trencitas. Repartidos por la sala estaban varios grupos de mujeres
capaces de entrar en trance y comunicarse con los antepasados.
Agrupadas en otra parte había mujeres iniciadas en las oscuras artes
de la nigromancia.
De modo perfectamente jerarquizado por el lugar que
ocupaban, también había sacerdotes del más alto nivel
semicubiertos con pieles de leopardo. No siempre los jerarcas de
un santuario eran los iniciados en los secretos más tenebrosos en
los que intervenían fuerzas menores, pero más malignas. Y así,

67
junto a los grandes sacerdotes, había sujetos que eran los
encargados de la peor brujería y de los más sombríos maleficios.
El faraón miró la concurrencia. Todos eran miembros de los
santuarios. Moisés y Aarón esta vez estaban allí acompañados de
cuatro patriarcas. Las cabezas de las tribus de Leví, Simeón, Gad y
Aser habían venido para apoyarles. Vestían de modo totalmente
distinto a los egipcios: con túnicas bastas de lana, coloridas, con
velos sobre sus cabezas. Sus pobladas barbas, blancas en esos
patriarcas, destacaban en aquella sala de rostros afeitados. Pero se
echaba de ver con claridad que tenían miedo. Estaban
impresionados por el boato de la corte. La mirada de la casta
sacerdotal les decía en silencio que ellos eran pobres, primitivos e
incultos. Estaban en el corazón de la civilización más refinada y
poderosa bajo el cielo.
Los patriarcas sentían el deseo fortísimo de ser breves y salir
sin molestar a esos señores. Se sentían en medio de leones.
Internamente no dejaban de rezar. En esa sala se había concentrado
lo que ellos más abominaban: la peor idolatría, toda la brujería de
las tierras del Delta, y toda la hechicería de las regiones del sur.
El faraón no dijo nada. Fue el chambelán el que hizo un gesto
a las grandes sacerdotisas para que hablaran. Habló la gran
sacerdotisa de La Oculta. Ella dio su explicación, ante el faraón, de
por qué ese hebreo había podido realizar el portento de aquella
mañana. Los sumos sacerdotes asintieron.
Después, prosiguió hablando la gran sacerdotisa del
antiquísimo culto a La abuela de todas las divinidades. Por parte de
todos los brujos presentes, un “sí, sí” resonaba entre dientes
después de cada afirmación.
Por último, habló la que dirigía los ritos a la diosa con cabeza
de sapo que era la personificación del líquido para embalsamar. Los

68
jerarcas de los santuarios se habían puesto de acuerdo para que ellas
fueran la voz de las fuerzas primordiales de esa tierra.
Después, tal como estaba convenido, dos magos del templo
de Set se adelantaron, se inclinaron ante Tutmosis y mostraron dos
bastones. No eran como el alto cayado de Aarón, sino bastones de
menos de 70 cms. Los depositaron con cuidado en el suelo.
Comenzaron a realizar sus invocaciones al dios asesino, conjuraron
también a espíritus malignos menores. Las fuerzas a las que
llamaron fueron tan oscuras que todos los presentes sintieron un
escalofrío. Esos dos magos pusieron los ojos en blanco y entraron
en trance.
Pero, poco a poco, los dos bastones se fueron transformando
en dos serpientes. Concretamente, en las conocidas como víboras
cornudas, de color gris, con dos protuberancias cerca de los ojos.
En seguida, se movieron y comenzaron a bufar. Aquellos dos
magos eran verdaderos servidores de los demonios. Llevaban años
haciendo grandes signos en las cámaras más profundas del Templo
de Set en esa ciudad.
Cuando, al final de la mañana, habían sido convocados a esa
reunión, ellos y sus ayudantes habían pasado cuatro horas
invocando las fuerzas más oscuras del inframundo. Dos niños, casi
recién nacidos, habían tenido que ser sacrificados a la luz de las
lámparas en una estancia sin ventanas, una estancia situada al lado
de la cámara principal. Un lugar donde no entraba absolutamente
nadie salvo ellos y el sumo sacerdote. El sumo sacerdote de Amón
también pronunciaba conjuros y maleficios, pero a él mismo se le
ponían los pelos de punta cada vez que entraba esa cámara
innombrable.
Las dos víboras de mirada torva reptaban sobre las baldosas
de cerámica. El portento se había producido, así que el primer

69
servidor de la divinidad, el sumo sacerdote de Amón, con permiso
del faraón, se encaró a los hebreos:
–¿Por qué habéis turbado la placidez del gran rey que nos
guía? ¿Por qué queréis inquietar el tranquilo sueño de toda la
nación? Lo que hace vuestro pequeño y desconocido dios, lo hacen
los nuestros. Tornad a vuestras labores con paso apesadumbrado y
labios humillados, y no os acusaremos de afrentar a las divinidades
de una tierra rica y feraz que existió mucho antes de que vuestros
antepasados llegaran como hambrientos pastores pidiendo nuestro
pan, solicitando nuestra benignidad.
Moisés no supo qué decir, tampoco su hermano. El venerable
patriarca de la tribu de Aser dijo algo al oído de Aarón. Este asintió,
se adelantó, acercándose al faraón. Pero quedándose a cierta
distancia, porque las víboras, enrolladas, estaban justo delante de
él.
–Gran Faraón –dijo Aarón con humildad–, nuestro Dios no es
un dios más. Mirad.
Y arrojó su cayado como la primera vez. De nuevo, se
transformó en una cobra que sin dilación se dirigió hacia las dos
víboras. Las dos se encararon con la cobra. Hubo una lucha en
medio de silbidos. Todas abrían la boca y lanzaban su cabeza hacia
la otra y retrocedían. Pero la cobra no tardó en morder detrás de la
cabeza a una de ellas. Se retorció, tratando de enroscarse a ciegas
en el cuerpo de la cobra. Los anillos de la víbora se apretaban, se
enlazaban y desenlazaban inútilemente alrededor del cuerpo más
grueso de la cobra cuyas mandíbulas no soltaban a su presa. El
veneno comenzó a hacer su efecto. No la soltó hasta que,
claramente, notó que los espasmos de la víbora cesaron. Los anillos
perdieron fuerza y cayó inerte. Después, la cobra se dirigió a la
segunda víbora. El resultado del combate fue el mismo.

70
La cobra, más larga y recia, comenzó a devorar una de ellas.
Tardó casi diez minutos en engullirla. Todos estaban atónitos.
Estaban como hipnotizados viendo la escena. Nunca habían visto
nada igual. Aquello no era natural. Desde ese momento, no había
ninguna duda para los sacerdotes, brujos, sacerdotisas y videntes:
aquellos dos hebreos habían soliviantado a su propio pueblo porque
tenían un cierto dominio sobre algún ser invisible. No
necesariamente tenían poder sobre una divinidad. Pero sí que
ejercían algún dominio sobre algún ser menor del otro mundo.
Cuando la cobra se dirigió a la segunda víbora, ya muerta,
todos se preguntaban si engulliría a la segunda. ¡Y comenzó! La
estupefacción era total. Al comenzar a tragar la segunda serpiente,
varias de las sacerdotisas comenzaron a gritar repentinamente:
–¡Matad a estos hebreos! Matad a los que han injuriado a
nuestros dioses, faraones y antepasados.
Todos los presentes comenzaron a gritar lo mismo. La cobra
seguía devorando la segunda víbora, ajena al griterío.
Lo cierto es que Moisés, Aarón y esos patriarcas no habían
injuriado a nadie. Pero el monoteísmo de los hebreos llevaba siendo
considerado una afrenta desde hacía varias generaciones. Había
acumulado mucho odio por parte de algunos sectores de la
sociedad.
Ahora, tras una confusión de gritos, los presentes clamaban
al unísono:
–Su sangre, su sangre, su sangre…
Los hebreos temían que se lanzaran sobre ellos. Se habían
apartado de los demás y apretado entre sí. Solo los cuatro soldados,
seis cortesanos y el faraón guardaban silencio. Los demás todos
pedían que fueran ajusticiados o, mejor aún, degollados y sus
carnes quemadas sobre los altares de las sacerdotisas allí presentes.

71
El faraón dio orden al maestro de ceremonias que impusiera
el silencio. Todos esperaban unas palabras de él. Pero se quedó
mirando fijamente a los hebreos. Y, sin decir nada, se levantó y se
marchó seguido de sus oficiales.

Noche
El faraón estaba en la cama, abrazado a Heteferes, a la luz de
la luna. Pero mientras estaba así, le comentaba los sucesos de la
jornada. Esa esposa siempre se había mostrado como una excelente
consejera. Pertenecía a una de las principales familias nobles de las
tierras de los nueve brazos finales del Nilo. Emparentada con las
estirpes más poderosas a través del matrimonio de sus dos hijas
estaba al tanto de todos los problemas del reino. No era solo un
rostro hermoso, sabía de los asuntos de palacio. Tutmosis hablaba
lánguidamente, como en susurros, dejando largos espacios de
silencio entre frase y frase:
Me quedé impresionado por la cobra...
Esa reunión…
Quise arreglarlo y lo compliqué...
Se suponía que ellos eran los expertos...
Los que sabían de estos temas...

Heteferes le sugirió con suavidad:


–Degüéllalos. Ahora estás a tiempo.

72
Tras un tiempo de meditación, el esposo preguntó:
–¿A todo un pueblo?
–No, eso sería una locura. A los cabecillas. Únicamente hay
que tajar de un corte las cabezas de las áspides que con sus bocas
están envenenando las cabezas de esos esclavos. No tengas miedo.
–Yo no tengo miedo –repuso enfadado incorporándose–. ¿Me
entiendes? Te he preguntado si me en-tien-des.
–Sí, Gran Señor.
El faraón se volvió a tumbar. Tras dos minutos de total
mutismo, prosiguió con su monólogo, pero más despierto:
–De nada les sirvieron sus dioses ni a los cananeos ni a los
nubios. Pero son muchos y eso producirá convulsiones sociales. No
puedes retirar bloques grandes de una estructura sin que la pared
sufra. Cuando era joven este problema lo hubiera zanjado sin
pensarlo tanto. Pero ahora tengo más experiencia y sé que todo hay
que hacerlo con cautela. Estamos hablando de un pueblo que,
contando mujeres y niños, tiene un poco más de un millón de
cabezas.
–Aun excluyendo a los ancianos y a los niños, aun
excluyendo a otros muchos, entended que si cien veces un millar
de varones decidiese actuar en una sola noche, entrando en casas y
palacios en mitad del sueño… podrían matar a muchos. Imaginad
que cada hebreo acuchilla a tres egipcios.
–Viven concentrados en poblaciones de la región de Gosén.
La mayoría en campamentos.
–De acuerdo, pero un millar de hebreos, solo un millar,
¿acaso no podrían trasladarse sin ser notados, en grupos muy
pequeños? Las noches sin luna son muy oscuras. Los intrusos en
las casas, por parejas, pueden dedicarse toda la noche a hacer una

73
siega de las cabezas de esta capital. No necesitan matar a todos los
egipcios.
–Heteferes… la de los amargos vaticinios… no has cambiado
nada con los años… otra vez vas a lograr que no pueda dormir.
–Soy la lechuza que ulula en la noche y avisa. Ahora duerme,
pero no dejes este asunto. Tu padre ya lo intentó arreglar.
–Si mi madrastra hubiera seguido el mismo camino que mi
padre… –comentó con rabia.
–No le eches la culpa de todo. Tu padre aprobó y ratificó el
capricho de su hija con el niño hebreo.
El esposo se revolvió contra Heteferes, agarrándola con
fuerza por el cuello con un solo puño. Pero, mientras apretaba, se
dio cuenta de que tenía razón. Tenía razón. También su idolatrado
padre había sido inconsistente. Rabia. Hasta él. Menos mal que
ahora estaba él para poner orden en los cimientos del reino. Soltó
el cuello de su esposa que aspiró con fuerza. Tutmosis se sentía
humillado, con un gesto desabrido del brazo, le dio la orden de que
se marchara. Ella se levantó rauda, se inclinó y salió corriendo.
Nadie puede vivir tantos años rodeado de idolatría sin que eso
no acabe por penetrar en la psicología. Al principio, esa adoración
se acepta por razones de Estado. Pero, imperceptiblemente, uno
acaba autodeificándose. El papel se desempeña bien, porque uno es
el primero en creérselo. Heteferes había salido de la alcoba
aterrada, pero sin atreverse a llorar. Si él hubiera salido corriendo
detrás de ella y la hubiera estrangulado, todos hubieran pensado, al
día siguiente, que estaba bien hecho; que, por alguna razón, se lo
tenía merecido. La esposa caminaba en la oscuridad de los
corredores desiertos camino de la puerta cerrada del harén.
Ella sabía que la cobra era Tutmosis, no el cayado de ese
pastor loco. Los cortesanos también eran cobras implacables al

74
servicio de la gran cobra. Los hebreos eran serpientes agazapadas
a la espera de lanzarse sobre el pueblo egipcio. La misma
Heteferes, tiempo atrás, había sido una cobra sin piedad con las
crías de otras esposas. Egipto era un país habitado por serpientes.
La Humanidad era una raza de serpientes, unas más venenosas,
otras menos; unas más fuertes, otras menos. Nada podía cambiar el
orden de las cosas. Nada podía cambiar a los humanos. Hasta los
dioses eran igual de crueles y egoístas. Así sería edad tras edad.
Los niños nacían buenos, pero con una fracción latente de veneno
en su interior. Con los años, acababan por generar el veneno en sus
dientes. Así sería, edad tras edad, mientras el sol ascendiese por el
horizonte y se pusiese en la lejanía llena de misterios. No había
ningún agua lustral que pudiese lavar el veneno interno que se
generaba en las cobras y víboras humanas.

75
Día 4
La mañana en la que el corazón real se agitó y la
tarde en la que los latidos se tranquilizaron
El gran vil rey enemigo, con el rostro vuelto atrás, temblando de horror y
descompuesto, pidió misericordia al faraón. Pero el Señor de las Dos Tierras fue
fuerte y su sangre regó las palmeras del oasis.

El faraón desciende las amplias gradas que bajan desde el


pórtico del Templo de Nut, la Grande que alumbró a los dioses.
Unos mil habitantes de Menfis, de toda edad y condición social,
contemplan la escena. Los peldaños, muy amplios, se internan en
el Nilo. Tutmosis desciende hasta el primer rellano del río,
metiéndose hasta la cintura. Allí comienza a recitar con potente voz
las plegarias a la diosa madre de Osiris, Set, Isis, Neftis y Horus. A
su lado tiene a una “lectora del cielo” perteneciente a ese templo de
la diosa. Ella le recita en voz baja las largas oraciones que él
proclama en voz alta en nombre de todo el pueblo egipcio.
Al acabar, “la que lee las vísceras” (perteneciente al mismo
templo) y que está situada a su derecha le entrega una vasija con
turquesas incrustadas. Por cuatro veces, el faraón toma agua y la
arroja al río, recitando fórmulas mágicas de protección. La quinta
vez que toma agua en la vasija, la bebe.
El monarca, seguido por las mujeres, sale del agua, subiendo
cinco peldaños, en honor de los cinco días que le tomó a Nut parir
sus cinco hijos divinos. Veinte sacerdotisas comienzan sus letanías.

76
La gran sacerdotisa de Nut le entrega una jarra de plata. Tutmosis
hace otras cuatro libaciones de agua desde esa grada. Durante la
ceremonia, había adorado no menos de treinta veces al Nilo bajo el
nombre de Apis, como si fuera un dios viviente que le escuchaba.
¿Realmente creía que ese caudal de río le escuchaba? No,
indudablemente no. Pero había que cumplir con el ritual. Delante
de todos, había alabado su fuerza, su poder, su capacidad para dar
vida; y seguiría haciéndolo cada año. Había repetido que sus aguas
eran sagradas. También había dejado claro con sus fórmulas que
aquello no eran meras aguas, sino que era un dios que recorría todo
Egipto.
Acabada la última libación, el faraón asciende las gradas. La
ceremonia anual ha finalizado, la muchedumbre le vitorea. Arriba
le esperan cuatro vacas blancas, símbolo de Nut, enjaezadas con
telas. Treinta capitanes del Ejército levantan sus lanzas y profieren
un grito guerrero de adoración al faraón y se postran. El pueblo se
postra también, el faraón no presta atención a la devoción de sus
súbditos. Está por encima de ellos y no tiene por qué prestarles
atención. No tiene por qué esforzarse en aparecer ni amable ni
agradecido. Sube hablando con un miembro de la Familia Real, un
primo suyo.
Arriba, en el plano que hay delante del pórtico, le esperan los
porteadores con una silla de mano. Le explica a su primo que se va
a dirigir a la villa de recreo que tiene a las afueras de la ciudad.
–Pienso pasar allí toda la mañana, cabalgando mi nuevo
caballo y practicando con el arco. Es un poderoso animal regalo de
un rey de Kush.
Al ver a un ministro suyo, el jefe de almacenes reales, el
faraón le indica que se aproxime y le comenta:
–He decidido retrasar mi viaje a Abidos.

77
–¿Cuándo decidisteis eso, Toro Victorioso? –preguntó
sorprendido.
–Ayer por la noche.
–Magnífica decisión.
El faraón siguió subiendo las gradas desde el río. Desde un
lado, en medio de la gente, pero más abajo, un hombre desconocido
clamó con voz poderosa:
–¡El Señor, el Dios de los hebreos, me ha enviado a ti para
decirte!: “Deja a mi pueblo ir, para que ellos me puedan adorar en
el desierto”. Pero, hasta ahora, no has escuchado.
Entre los presentes se hizo, al momento, un total silencio.
Nunca habían presenciado nada igual. Las sacerdotisas se miraban
entre sí sin dar crédito. Los capitanes se quedaron inmóviles a la
espera de actuar a la primera orden del único ministro presente, la
más alta autoridad en ese lugar y que, precisamente estaba
hablando con el rey, cuando las palabras gritadas por ese sujeto les
interrumpieron.
El faraón se había detenido a las primeras palabras. Y miró al
que gritaba. ¡Era Moisés! No lo podía creer. ¿Cómo era posible
semejante descaro? Gritarle delante de todos. ¡Que no había
escuchado! ¡¿Que no había es-cu-cha-do?! Ese hebreo sí que le iba
a escuchar. Ya había demostrado demasiada paciencia con “esa
cucaracha”. El ministro se volvió a su rey interrogativamente: ¿Qué
deseaba que se hiciera? De inmediato, iba a dar orden de prenderlo.
Después decidiría cómo sería ajusticiado. Pero su muerte ya estaba
decidida y sería hoy.
Esos pensamientos duraron dos segundos. Y, antes de que el
faraón diera orden alguna, Moisés continuó:

78
–Así dice el Señor: “Por esto conocerás que Yo soy el Señor”.
Mira –y alzó su alto bastón–, con el cayado que está en mi mano,
golpearé sobre las aguas que están en el río, y se volverán sangre.
El faraón había estado a punto de dar la orden de prenderlo.
Pero, ante una temeridad tal que no la había visto nunca, se quedó
boquiabierto, tardó en reaccionar. El faraón pensó: “Que se borre
mi nombre si el rostro de este anciano chiflado hoy no es
desfigurado con cien golpes de estaca y después quemado vivo”.
Mientras pensaba eso, Moisés acabó de decir:
–El pescado del río morirá, el río mismo hederá y los egipcios
serán incapaces de beber agua del río –y, volviéndose a Aarón, le
ordenó–: Toma tu cayado –se lo entregó–, y extiende tu mano sobre
las aguas de Egipto, sobre sus ríos, sobre sus canales y sobre sus
estanques, y sobre todas sus cisternas de agua para que se
conviertan en sangre. Y habrá sangre a lo largo y ancho de toda la
tierra de Egipto, incluso en los recipientes de madera y en los
recipientes de piedra.
Aarón con el cayado en la mano bajó las gradas hasta llegar
al agua. Moisés le siguió. No tuvo que abrirse paso entre la gente,
los circunstantes con horror ya se habían apartado de su alrededor.
El faraón dio una orden en voz baja al ministro. Y el ministro
hizo un gesto al grupo de capitanes que para ellos fue inequívoco
pues asintieron en silencio. Mientras, Aarón alzó sobre el río su
mano con el bastón agarrado. Después, tomó ese bastón con las dos
manos y golpeó con fuerza las aguas.
Pero, en cuanto el cayado tocó el agua, esta se volvió sangre.
Realmente, parecía que el impacto del cayado hubiera herido al río.
Como si le hubiera abierto una herida y estuviera manando sangre.
Y la sangre se extendía. Todos lo vieron perfectamente, pues los
circunstantes estaban situados más en alto. Solo Moisés y Aarón
estaban al nivel de las aguas. La sangre se extendía a gran

79
velocidad, toda el agua se estaba convirtiendo en sangre. Varias
mujeres comenzaron a gritar. La gran sacerdotisa, situada en el
plano superior, delante del pórtico, dio varios pasos hacia delante
y se llevó la mano a la boca asombrada. Sí, no había duda, era como
si varios arroyos de sangre se ramificaran dentro del Nilo, como si
corrieran dentro del cauce en varias direcciones.
No era agua de color rojo. Se apreciaba con total claridad la
diferencia entre la sangre densa y el agua menos densa. Incluso el
faraón, como su primo y su ministro, dio unos pasos hacia delante,
incrédulo. Ya toda la orilla era sangre, y esta ya llegaba a la mitad
del ancho del río. En menos de un minuto, la sangre había
alcanzado la otra orilla. Se oían a lo lejos los gritos provenientes
desde la otra ribera. Y la sangre seguía avanzando curso abajo y
curso arriba. El río se había vuelto denso. Apenas se levantaban
ondulaciones.
Una idea repentina vino a la mente de Tutmosis: “Si pueden
hacer eso, ¿no pueden realizar un sortilegio y matarme allí
mismo?”. Se subió rápido a su silla de mano, tratando de aparentar
la mayor dignidad. Con dignidad, pero sin despedirse de nadie. Su
celeridad fue patente. Tratando de que el temor no se notara en su
voz, dio orden de dirigirse a palacio.
Un minuto después, el faraón hizo que sus porteadores se
detuvieran. Lo veía perfectamente, pero quería apreciarlo con todo
detalle: sí, era cierto, el Nilo se había convertido en sangre. Ahora
ya eran todas las aguas la que habían experimentado el cambio. El
ministro que estaba a su lado no acertaba a decir nada. Al final, el
ministro miró al faraón y le dijo:
–Nunca se había visto nada igual.
A lo lejos, por todas partes, se oían nuevos lejanos gritos.
Adonde llegaba la sangre, surgían los mismos gritos desgarrados.

80
Cuando llegó Tutmosis a palacio, era evidente, por los
rostros, que la noticia de la sangre ya había llegado allí. Nada más
entrar por el gran portón de entrada, ordenó a varios siervos:
–Envía mensajeros. Que todos los ministros vengan de
inmediato a mi presencia –siguió andando a grandes zancadas hacia
el interior–. Tú, convoca a los sumos sacerdotes de todos los
templos de Menfis. A todos.
Justo antes de penetrar por la puerta que atravesaba el
perímetro del Palacio Intermedio, se volvió hacia su ministro y le
dijo:
–Mi viaje a Abidos ha quedado anulado.
El ministro se llevó la mano al pecho y se inclinó.

Hora y media después, la misma Sala de los chacales estaba


llena con todas las jerarquías sacerdotales de la ciudad. El faraón
airado preguntó:
–¿Pero estoy protegido o no estoy protegido?
Los rostros impenetrables de la casta sacerdotal no se
inmutaron ante la ira real. La gran sacerdotisa de la diosa Bastet
respondió por todos y con la aprobación de todos:
–Estás protegido, Hijo de Ra –sus palabras denotaban total
seguridad–. Si no lo estuvieras, ya te hubieran matado, Rey

81
engendrado por Tot. Pero no lo han hecho. Si no lo han hecho, es
porque no han podido.

Al día siguiente, unos brujos comparecían en esa sala ante el


faraón. Iban rodeados por una representación de sacerdotisas. Eran
unos brujos distintos de los de la primera vez. Estos tomaron una
jarra de metal y le mostraron a Tutmosis cómo, mientras
derramaban el agua sobre las baldosas del suelo, el fluir del agua
se tornó sangre. El faraón tocó el líquido. Sí, era sangre. No había
duda. El monarca mandó a un esclavo que trajera otra jarra de otra
dependencia. Tutmosis examinó el interior, lo tocó. A pesar de
todo, el portento se volvió a repetir.
–Veis, Majestad. No han hecho nada que nuestros dioses no
puedan realizar.
Aquellos dos hombres de mirada maligna eran adoradores de
los demonios. Habían recurrido a los más terribles pactos
personales con el inframundo para lograr ese portento.
–¿También vosotros me aseguráis que no corro peligro? –
insistió el faraón.
Hablaron las sacerdotisas:
–¡Os lo aseguramos! El culto de los templos de Menfis os
protege como un escudo.
–Y desde ayer, se han redoblado todos los sortilegios de
protección –añadió otra.

82
La sangre del Nilo llegó a la desembocadura del Delta, pero
las aguas también se transformaron aguas arriba. Era como si un
río interno corriera contra la corriente, por el centro del río, y se
ramificara, transformando todas las aguas en sangre. Los
mensajeros llegaban del sur horrorizados. Por un momento,
Tutmosis llegó a temer que la sangre llegaría hasta las pirámides
de Edfu, e incluso hasta la primera catarata.
Pero no, las ramificaciones de sangre se fueron haciendo más
finas. Al llegar a la región de la pirámide de Amenemhat I, los hilos
de sangre eran muy finos. El río estaba enteramente lleno de sangre
hasta las canteras de Tura, a unos veinte kilómetros al sur. Hasta
allí, el entero río era solo sangre, de una orilla hasta la otra, desde
la superficie hasta el fondo. La corriente se volvió más lenta al
principio. Después se coaguló. Sobre sus aguas se veían flotar
infinidad de peces muertos de todos los tamaños. También había
muchas ranas muertas en las orillas, porque ellas, al salir, morían
al no poder respirar con esa masa viscosa pegada a su piel. Los
únicos que estaban a sus anchas eran los cocodrilos, que se dieron
el festín más opíparo de sus vidas con tanto pescado muerto. La
sangre se volvió negra al final del primer día. Los hipopótamos, las
garzas, los ibis no parecían afectados por el cambio.
Pero pronto también todas estas bestias salieron a las orillas:
la sangre había empezado a pudrirse. Cuatro días después, el río
hedía de un modo insoportable. No era el olor a estiércol o a letrina.
Era un hedor parecido al del cadáver, aunque con un matiz más
dulzón. Uno tenía la sensación de que ese aroma se metía en la

83
cabeza. Seis emisarios vestidos con túnicas blancas largas, pero
postrados ante el faraón sentado, le informaban de lo averiguado al
final del segundo día de la plaga. Le hablaban en esa posición,
postrados y con tono trágico:
–Oh, tú que eres la estable manifestación de Ra, las orillas del
río están infestadas de culebras, de hipopótamos y de todo tipo de
bestias y seres grandes y pequeños; especialmente, al norte de las
verdes tierras de Gizah. Hay zonas donde el hedor de muerte es
espeluznante.
El segundo emisario, también en tono de llanto, comunicó:
–Oh, tú que eres Hijo del Horus de sacras apariciones,
escucha las tristes nuevas: También en Busiris y en Bubastis los
hombres y el ganado tuvieron que beber de la sangre del río
mientras ha sido posible. No hay agua en los pozos, se convirtió en
sangre. No hay agua en las tinajas de cerveza, se convirtió en
sangre. Lo he visto con mis ojos. Que Set me agarre y se me lleve
si miento.
–¿Han cavado profundamente a ver si encuentran agua? –
preguntó el ministro portador del Sello.
–Excelente señor, os aseguro que sí.
–Bueno, bueno –concluyó el faraón–, retorna tú y dile al
gobernador de Bubastis que comunique a los otros nomarcas que
el agua clara ya está fluyendo totalmente clara en el cauce de la
Región del Árbol Sagrado del Norte. Y que en Menfis ya el caudal
está arrastrando parte de este líquido infecto –hizo una pausa–.
Díselo a tu señor y que envíe emisarios a todos los gobernadores
de las Tierras Bajas para comunicarles esta misma tranquilizadora
nueva.

84
El faraón hizo un gesto y el maestro de ceremonias golpeó
con su maza el suelo, los emisarios se levantaron del suelo, hicieron
una última inclinación y se marcharon.
El faraón les había recibido en una sala que se usaba durante
el verano, sin ventanas, una sala medio hundida en el suelo. La
razón era que estaba asqueado de las moscas. En esa sala sin
ventanas, sus siervos habían atrapado todas las que habían podido
antes de recibir a los emisarios.
Menos mal que allí se estaba fresco, sin tanto olor y casi sin
moscas. Tras los emisarios, entraron los cuatro hijos del faraón.
Todos ellos eran altos jefes del Ejército. Uno de ellos, su
primogénito, de treinta años, había acompañado al padre en las
últimas seis campañas. El faraón no perdió tiempo antes de darles
orden con determinación:
–Tú, traerás cinco estandartes de los que hay en la cadena de
fuertes más allá de Tanis. Tú traerás tres estandartes de la cadena
de fuertes de entre la segunda y tercera catarata. Pero no quites
soldados de la “Provincia de la tierra del cuchillo”. Aquí contamos
con dos compañías de carros…
–Padre, a las columnas del Este déjalas descansar una semana
más –interrumpió el primero–. Recuerda que más de la mitad de la
división Ra fue enviada a un largo viaje hacia tierra hitita, recuerda
los problemas con los caudillos de Canaán.
–Pero se dio una contraorden hace cuatro días.
–Padre, estarán fatigados. No se les puede pedir cualquier
cosa.
–Está bien. Pero…
Entonces entró uno de sus hijos, un niño de seis años, y se le
abrazó a la cintura de su padre. Tras él, entró una sierva. Se le había
escapado. Todos pensaron que Tutmosis se enfadaría. Pero no, el

85
faraón se echó a reír. Esos cuatro grandes jefes del Ejército le
acariciaron el pelito corto de su cabeza, tenía el pelo castaño. Le
acariciaron con cariño, era su hermano. El niño levantó su rostro y
preguntó a su padre:
–¿Es verdad que la sangre que bebemos es un castigo por la
sangre que has derramado en el norte y en el sur? Me han dicho que
por tus muchas campañas ahora…
–¿Quién te ha dicho eso?
La faz de Tutmosis realmente se había mudado. El niño se
atemorizó. La sierva que estaba detrás intervino:
–No se lo ha dicho nadie. Lo ha escuchado. Nadie le ha dicho
tal cosa. Lo escuchó él de una conversación.
Tutmosis detuvo todos los asuntos, haciendo esperar a sus
cuatro hijos. La interrogó, la hizo llorar. Pero, como un perro de
caza que persigue a una liebre, no paró hasta enterarse que había
sido un comentario de una esclava que hacía la función de ama de
ese niño. Tutmosis sonrió ante los titubeos de esa sierva. Sonrió
con la satisfacción de haber encontrado lo que buscaba. Movió su
índice hacia el copero:
–Saca al niño de aquí y que él te acompañe.
Y, dirigiéndose a ese siervo de alto rango, le indicó:
–Acompaña a esta urraca y comprueba la historia. Si es así,
expulsad hoy mismo de palacio a esa meretriz. Dejadla en la calle,
pero que no se vaya sin que reciba treinta buenos golpes en la
espalda. Me informarás tan pronto como se haya llevado a cabo
esto.
–Se hará como decís, Amado de los dioses.
–Como os estaba diciendo –continuó como si tal cosa–,
concentraremos las fuerzas con la excusa de una nueva campaña,

86
indeterminada. No quiero que esos hijos de Abraham estén sobre
aviso.
–La noticia de una nueva campaña, justo ahora, puede ser
muy poco popular –le advirtió uno de los jefes del Ejército. Pues
acababan de entrar tres generales más.
–Sí, sería mejor, atraer a los soldados, poco a poco, hacia la
zona de Gosén –añadió otro–. Pero no extender noticias de una
nueva campaña. La noticia puede volar fuera de nuestras fronteras.
–Tenéis razón, sí –convino el faraón–. Llevamos con este
problema varias generaciones. Ahora, por tener prisa, no podemos
correr el riesgo de que el avestruz huya.
–No huirían, se revolverían.
–Concuerdo –dijo el rey–. Está bien, acercad esas fuerzas
poco a poco, gradualmente, no todas a la vez. Esos hebreos saben
que toda huida es imposible. No se puede mover a una decena de
cientos de millares de personas con prisa. Nuestra infantería les
alcanzaría. Ya no digamos nuestra caballería.
–Después de la muerte de sus varones en tiempos de nuestro
abuelo, saben que lo siguiente por nuestra parte será lanzar la
condena sobre sus doce tribus. Así que nos plantarán cara.
–Sí, si sospechan algo, preferirán revolverse, como has dicho
–dijo uno dando una fuerte palmada en la espalda de su hermano–.
Este asunto hay que abordarlo con el mismo cuidado que la más
complicada campaña en tierra de desfiladeros y montañas.
–¿Y esa serpiente traidora de Moisés?
–¿Sigue en Menfis?
–Sí.
–A ese hay que dejarle más tranquilo que a nadie –ordenó el
faraón–. A ese más que a nadie. Cualquier acción sobre él, alertaría

87
a todos los patriarcas hebreos. Seamos silenciosos como las hijas
menores de Meretseger, que muerden cuando menos lo esperas –se
refería a las víboras.
–¿Pero no tenéis miedo? –preguntó otro de los hijos del
faraón.
–¿De qué?
–Pues… han convertido el agua en sangre.
El faraón se llevó el índice y el pulgar al entrecejo, medio
cerrando los ojos con paciencia:
–Mira, hijo, nuestros magos han hecho lo mismo.
Exactamente lo mismo. Aquí, en palacio. Yo lo he visto. Esos
pastores hebreos no han hecho nada de lo que puedan realizar los
nuestros.
–Perdonad si insisto, tú que me engendraste y que eres la luz
de este reino.
–Habla.
–Si fueran tan poderosos nuestros sacerdotes, también
hubieran convertido en sangre el agua de los ríos de nuestros
enemigos. No veo que…
–Espera, espera –interrumpió su padre–. No confundas.
Primero, no es lo mismo sacerdote que mago. Nuestros sacerdotes
con sus grandes rituales, con sus magníficos sacrificios, tienen
encomendado como trabajo mantener benignas a las grandes
divinidades. Esas divinidades sostienen las tierras de la abeja y las
de los juncos. Los magos, los brujos, los hechiceros se encargan de
estas cosas menores más… desagradables. Pero no es lo mismo.
Segundo, lo importante ha sido ver que pueden hacer lo mismo. Lo
otro es una mera cuestión de tamaño, de cantidad –y lo recalcó
levantándole el índice–. Que Moisés tiene bajo su dominio a alguna

88
entidad invisible está claro. ¡Pero no compares los excelsos dioses
de las Dos Tierras, que nos han llevado adonde nos han llevado,
con un ser invisible conjurado por pastores de los pobres parajes de
Madiam! Si fuese tan fuerte ese “genio”, esos pobres madianitas
serían ahora generales victoriosos, grandes como los babilonios.
Ellos sí que tienen de su lado a dioses poderosos. ¿Te ha quedado
claro?
–Sí, padre y señor y rey.
En estas reuniones siempre hay alguien dispuesto a
corroborar lo que ha dicho el que manda. Un general, que no era
hijo de él, añadió:
–Como siempre, tu padre tiene razón. Esta es una guerra que
tiene lugar en el mundo visible, pero también en la región de las
sombras. Para el segundo campo de batalla, tenemos a nuestros
sacerdotes. Para el primer campo, disponemos de nuestros
estandartes de infantería y de nuestras compañías de carros. ¿Qué
divisiones tienen esos esclavos?
–Ninguna –reconoció avergonzado el hijo, pues se dio cuenta
de que la mirada de Tutmosis apoyaba sin fisuras a su veterano
general con el que había compartido tantas comidas en muchas
tiendas de campaña en tierras lejanas.

Setep, el mercader de telas venido de Badari atravesó una


estrecha y ruidosa calle atestada de tiendas repletas de productos.
Se fijó en los tarros pintados con bellas figuras animales que
contenían perfumes. Más adelante, se detuvo a mirar el trabajo de

89
un artesano que en la calle fabricaba grandes liras con cajas de
resonancia. En la tienda de al lado, una mujer y su hija ciega
vendían tortas crujientes con semillas de anís.
Setep entró en la casa de un sobrino suyo, donde fue recibido
con alegría y todo tipo de agasajos. Al final de la mañana, llegó su
prima:
–Orgullosos se sienten mis ojos de verte, Sitamón, la favorita
de tu padre.
El mercader le besó en las dos mejillas y en la frente. No dejó
de llamarla muchas veces “hermana” a su prima. Todos los
presentes la saludaron alegres de verla, pero más acostumbrados a
su presencia. Era una esposa secundaria del faraón. Entregada para
reforzar lazos entre los nobles del sur y la Casa Real. Nunca fue
muy estimada, pero el mercader sabía que nadie mejor que ella le
explicaría los entresijos de palacio en orden a los negocios de
suministros de tela para el Ejército que traía entre manos.
Pero antes le preguntó por la gran noticia, la increíble noticia
de lo que había pasado en esa región:
–Sí, tanto los escribas como los orgullosos funcionarios
reales, tanto las esposas como los niños, hemos tenido que beber
sangre para sobrevivir. Hasta los puros labios del faraón, los
mismos labios que elevan sus alabanzas a Amón, han tenido que
beber sangre.
–¿Pero cómo habéis podido sobrevivir tantos días?
–El primer día nadie bebió ni una gota de agua. Te lo puedes
creer, hermano. De pronto, nos encontramos con que no teníamos
con qué saciar nuestra sed. ¡Los barriles estaban llenos de sangre!
Los pozos, también.
En el segundo día, la sangre del río estaba negra y coagulada.
Lo horrible era no saber cuánto iba a durar aquello. ¿Íbamos a

90
perecer todos en medio de nuestras ciudades y campos? ¿Allí
acababa la gran historia de los dos reinos? ¿Todo acababa en la
historia de un pueblo que murió al lado de un río de sangre?
Al tercer día, la repugnancia del olor era insufrible. Todo el
que pudo alejar a su familia tierra adentro, apartándolos del cauce,
los mandó fuera. Estamos en una estación que hiela los huesos en
la mitad de la noche. Y, sin embargo, miles de personas dormían a
la intemperie. Con horror nos preguntábamos qué sucedería cuando
se acabaran las frutas y hortalizas que jugosas calmaban nuestra
sed.
–Pero río arriba el agua estaba mezclada con la sangre. ¿Aquí
no?
–Aquí no. Formaba una masa. Pero las cataratas seguían
proporcionando agua. Pero no se mezclaba. El agua era menos
densa y sobrepasaba por encima los coágulos. La sobrepasaba por
encima, pero acababa completamente infecta. El río se había
convertido en una horrorosa cuajada. El agua nueva de las
generosas cataratas la sobrepasaba como el suero sobrenada por
encima de la leche fermentada.
–¿Y la que había debajo estaba inmóvil?
–La masa de sangre apenas se desplazaba. Al ser más pesada
y más viscosa, la inclinación del cauce era insuficiente para el río
se moviese. Aquello ya no era un río, se había convertido en un
horrible estanque de sangre. Y toda esa masa de agua limpia se
abría paso por encima del estanque oscuro, pero ensuciándose y
mezclándose. Solo al cuarto día resultó patente que en el centro del
Nilo se iba aclarando esa asquerosa masa de grumos oscuros.
–Loados sean los antiguos dioses del Bajo Nilo.
–Al quinto día nuestros corazones se alegraron al ver que esa
masa infecta iba siendo ya claramente arrastrada. Pero el agua no

91
podía ser bebida todavía. Estaba mezclada con los coágulos
oscuros y se infectaba. Para entonces ya no quedaban más frutas ni
hortalizas que calmaran la sequedad de nuestras bocas. Si esto
hubiera ocurrido meses más tarde, los hortelanos hubieran recogido
melones y sandías. Pero a esas alturas solo había guisantes y
rábanos. Los que agobiados probaron otro tipo de hortalizas verdes
comprobaron sus efectos laxantes. No pocos sangraban a sus
animales para beber su sangre fresca.
–¿Los animales no daban leche?
–Solo los dos primeros días. Después, todas las ubres se
secaron.
–No sé cómo sobrevivisteis.
–Con todos estos medios, un poco de líquido entraba en
nuestras gargantas. Y al sexto día, algunos comenzaron a beber de
las partes más claras del cauce del río. Era agua mezclada con algo
de sangre, pero ya no podían resistir más.
Hoy es el séptimo día, todos bebemos esta agua mezclada con
sangre. Asquerosa, pero no hay alternativa. O esto o morir. Nuestro
paladar no se acostumbra a este sabor de la sangre. Pero no
conocíamos el sabor de la sed. Lo uno es asqueroso, lo otro es una
tortura.
–Tú también tendrás que acostumbrarte al sabor ligeramente
amargo de la sangre estropeada –añadió el hijo del dueño de la
casa–. Los habitantes de estas regiones hasta la desembocadura
tenemos que beber agua mezclada con sangre hasta que las aguas
se aclaren.
–Y todo es por los hebreos –apostilló el sobrino del mercader.
–¿Pero será posible que el final de este imperio pueda perecer
a causa de un dios extranjero? –se preguntó con rabia la joven
esposa del sobrino–. Si la sangre hubiera llegado hasta Amarna, te

92
aseguro que todos hubiéramos muerto. Es posible beber esta agua
horrible, pero no aquellos coágulos hediondos de días pasados.
¿Cuántas semanas hubieran sido necesarias para arrastrar esa
podredumbre si hubiera llegado hasta Amarna?
Hubo un rato de silencio ante tanta desgracia. Durante medio
minuto nadie dijo nada.
–¿Pero qué te trae aquí, hermano? –le preguntó la esposa del
faraón.
–Lo primero que me trae es entregarte tus regalos.
Todos los presentes estuvieron un rato valorando la belleza
de la túnica que le había puesto en sus manos. Pero el regalo estrella
eran unas sandalias con un reborde de esparto muy bonitamente
entrelazado y decorado con dos franjas de rombos verdes. La
familia de la casa ya había recibido sus regalos antes de que llegara
la esposa del faraón.
Después, como quien no quiere la cosa, el mercader le
comentó:
–El funcionario de suministros ha encargado a distintos
pequeños mercaderes, entre la zona de Thinis y Asyiut, mil
faldones azules para soldados. Me consta que está estudiando
encargar también petos mullidos de tela gruesa para el pecho. He
oído cifras. Quizá quinientos. Si hablo con las personas adecuadas,
tengo una cierta esperanza de poder hacerme en exclusiva con el
encargo de esos petos y aumentar mi cuota de faldones, la que ya
tengo apalabrada.
–No te preocupes, soy amiga de la esposa del escriba
principal encargado de las cuentas reales. Él podrá hablar con el
funcionario encargado de suministros. Si eso falla, puedo hablar
con un par de familiares de dentro de la Gran Casa, que empujarán
en la misma dirección.

93
El mercader se deshizo en agradecimiento. Pero Sitamón no
quiso crearle falsas expectativas:
–El palacio es una cápsula dentro de esta ciudad, pero el harén
es una cápsula dentro de la cápsula. Cuando el Pueblo habla del
Palacio, en realidad, no se da cuenta de que hay tres palacios.
–Soy consciente de ello –admitió el primo.
Los hijos más pequeños pidieron más explicaciones. La
esposa real, sonriendo, les dijo:
–La Gran Casa es un cuerpo que, como todos los cuerpos,
tiene un pecho y dentro un corazón.
–No te entiendo –le dijo uno de los pequeños tras mirar
interrogativamente a su hermano mayor.
–El cuerpo es el Palacio Exterior, lleno de dependencias de
funcionarios –le explicó ella–. El pecho es la parte donde reinan los
cortesanos: grandes reuniones y actos protocolarios. El corazón del
Palacio es la parte más interna, la de las cámaras reales.
El niño se dio por satisfecho. Después, todos los mayores se
pusieron a hablar de cosas serias. La esposa real, tomando unos
pistachos que le ofreció la hija pequeña de la familia, comentó:
–Estos encargos demuestran que algo grande se prepara.
–Los mercaderes siempre somos necesarios en todas las
situaciones, en cualquier situación.
–Más necesitamos ahora sacerdotes que mercaderes –
comentó Sitamón.

94
Día 11
La vida sigue igual porque tiene que seguir igual
Su majestad era como un halcón divino. Es como Set en persona, como Osiris
en su hora perfecta de poder. Si es orgulloso, él puede serlo. Si se jacta, él puede
hacerlo. Da gracias por poder comparecer ante su trono de oro rodeado de
ministros, flanqueado de escribas, con una nube de sacerdotes en torno a él.

El faraón esperaba en el embarcadero esa mañana, un


embarcadero situado a un kilómetro de Menfis. Comprobó que el
río ya bajaba casi limpio. Solo quedaba un cierto tono negruzco.
Habían pasado siete días enteros desde que el Nilo había sido
golpeado.
Un mensajero le había advertido que su gran esposa real
estaba a poca distancia de la ciudad. Tutmosis decidió entrar en la
capital con ella a su lado, en dos sillas de mano. Pero después se
decidió por entrar guiando un carro de combate, daría mayor
impresión de fuerza. Iría precedido de escribas de palacio y seguido
de siervas. La comitiva quedaría cerrada por treinta lanceros
nubios. El pueblo había sufrido y el faraón quería ser visto por sus
súbditos. La venida de la gran consorte era una excusa feliz para
hacer una entrada que les alegrara un poco a los habitantes de esa
población.
No había tenido que esperar ni cinco minutos, y las tres
imponentes embarcaciones de su esposa aparecieron a la vista.
Eran unos barcos magníficos. A su esposa le gustaba viajar con
pompa. A Tutmosis no le importaba, también ella cumplía un

95
papel. También esa hija de los dioses –tenía tanta sangre real como
él– hacía presente en el reino del Alto Egipto la corona de las tierras
del norte. También ella hacía presente el trono ante los más lejanos
nomarcas. Y, justo era reconocerlo, cumplia su papel con
impecable dignidad.
En cuanto bajó del barco, los dos cónyuges se abrazaron. Ella
era medio hermana: hija de su mismo padre, Tutmosis II y de su
madrastra Hatshepsut, la que había gobernado los dos reinos
durante veinte años. De ningún modo esa esposa que ahora recibía
un beso en la mejilla era una figura decorativa. Su poder era
inmenso. Disponía de su propia herencia, enorme. Sus redes
familiares hacían de ella la primera noble de ese reino; y más desde
que había casado a sus hijas con otros linajes nobles.
Tutmosis abrazó a su Gran Esposa simulando alegría por su
retorno. Allí estaba ella, Satia, ataviada con máxima simplicidad,
con una túnica blanca de lino y brazaletes, con una densa peluca de
trenzas. Pero, incluso sin joyas ni atributos, inspiraba dominio,
incluso a su esposo. Tras acabar el abrazo, y en voz baja para que
no lo escuchara la servidumbre, ella le preguntó con tono duro,
reprendiéndole:
–¿Pero qué es todo esto?
Él la miró con temor a una regañina delante de otros. Los ojos
de la reina le miraron como se mira a un hombre débil. Mil veces
le había dicho ella que acabara con esos campamentos hebreos de
Gosén. Y, todas las veces, él se había ido de su presencia agitando
las manos, vencido, como dando a entender que no aguantaba más.
Ella le recriminó, otra vez, el no haberle hecho caso. El
esposo se apresuró a ir a su silla para no tener que escuchar su riña.
A otra mujer jamás le hubiera permitido algo así. Pero durante
veinte años, durante la regencia, tuvo que acostumbrarse a esa
relación. Muerta ya la faraona, una vez, una sola vez, levantó la

96
palma de la mano para abofetearla. Pero, antes de que él descargara
el golpe, ella le sostuvo la mirada y le advirtió con rabia:
–Ponme la mano una sola vez y te aseguro que antes de un
mes envenenaré tu comida. Si no es en una semana, será en otra, si
no a la siguiente.
El joven esposo sabía que hablaba totalmente en serio. Pisarla
sería como pisar una mamba negra. Sí, respiraba tranquilo cada vez
que se marchaba. Eso sí, reconocía que nadie como ella le advertía
de los problemas del reino y de sus errores. Entre ellos se acabó
forjando una duradera relación de aversión, respeto y aceptación de
la autonomía del otro.
Los dos, de mal humor, subieron en silencio las gradas de la
orilla del Nilo, hasta llegar a la litera de ella.
–¿Ah, no vamos los dos en dos sillas de mano?
–No, querida, hoy voy en carro.
Claramente, no le hizo gracia eso. Mientras Tutmosis andaba
un poco más adelante, le dijo sin mirarle:
–Tengo que dar impresión de fuerza. Ahora más que nunca.
El carro es más a propósito. Y cuando entremos en las calles de la
ciudad alzaré eso.
Y señaló a un soldado que portaba una pesada maza
ceremonial, una maza de estaño cubierta de oro. La esposa no dijo
nada y se recostó en su litera.
La comitiva se puso en marcha. Una razón por la que había
preferido ir en carro era para ejercitar sus muslos. Tenía que
fortalecer sus músculos. Los vaivenes y traqueteos del carro
requerían de práctica. Aunque a su edad, debía admitir que ya se
iba acercando el último día en que se subiría a uno de esos

97
vehículos de guerra. Pero, mientras tanto, sin conductor, seguiría
guiando su propio carro. Le gustaba hacerlo y lo hacía con destreza.
Los campesinos, al ver de lejos la comitiva, dejaban sus
cultivos, para acercarse a ellos. Cuando pasaban a su altura, se
postraban rostro a tierra. Era una bonita estampa de huertos,
acequias y canales más grandes, manzanos, higueras y campos de
trigo. Se había corrido la voz de que esa mañana iba a llegar la reina
por el Camino de los granados.
El faraón iba serio sin prestar atención a sus súbditos que
estaban rostro a tierra. Pero, de en medio de un grupo de ocho
hombres vestidos con lana sencilla, se levantó uno. Se levantó justo
cuando el carro de Tutmosis estaba ya muy próximo. No pudo
evitar el mirarlo: ¡era Moisés! Este se dirigió a Tutmosis con voz
poderosa:
–Así dice Yavéh: “Deja a mi pueblo ir, para que me puedan
adorar. Si rehusas dejarlos marchar, infestaré todo tu país con
ranas. El río hervirá de ranas. Ellas subirán a tu palacio, hasta tu
dormitorio y tu cama; se meterán dentro de las casas de tus oficiales
y de tu pueblo; y dentro de tus hornos y de tus vasijas de amasar.
Las ranas subirán hasta ti y hasta tu pueblo y todos tus oficiales”.
Entonces, Moisés le dijo a Aarón.
–Extiende tu mano con tu cayado sobre los ríos, los canales y
las cisternas, y haz que suban las ranas sobre la tierra de Egipto.
Y Aarón levantó su mano hacia los canales y acequias. La
giró como para dirigirla también al Nilo, que estaba más lejos y
casi fuera de la vista. Y en ese momento comenzaron a subir ranas
de todas esas acequias. Era como si en el interior de esos canales
grandes y pequeños hubiera oculta una multitud de esos anfibios.
Era increíble cómo no dejaban de salir esos animales a pesar del

98
tamaño de las acequias. Estaban comenzando a cubrir la tierra. Y
en las orillas del Nilo era peor.
Lleno de rabia, el faraón tiró de las riendas para girar hacia
un lado y sobrepasar a los escribas de palacio que abrían la
comitiva. Fustigó a sus dos caballos con fuerza y se lanzó al galope
hacia la entrada de la ciudad. Estaba lleno de rabia. No esperó a
nadie de su comitiva; todos los demás iban a pie. Incluso su esposa
se quedó atrás. Los caballos galopaban y galopaban, mientras la
cabeza de Tutmosis ardía en pensamientos de furia.

Dos horas después, el faraón recibía las explicaciones de


sacerdotes, profetas y sacerdotisas. Otra vez Tutmosis, enfadado,
lanzaba sus interrogantes a esos rostros impenetrables,
enigmáticos, inexpresivos. Esta vez únicamente se hallaban
presentes las grandes cabezas, once en total. Acompañados, de
nuevo, por los cuatro magos de las dos ocasiones anteriores, los
más poderosos en las artes secretas. Esos magos habían sido traídos
a su presencia por los sacerdotes. Fueron ellos los que solicitaron
ir a las afueras de la ciudad.
–¿No podéis hacerlo aquí en palacio? –preguntó enfadado el
faraón.
–Este es un lugar mágicamente protegido. Ningún sortilegio
tendrá efecto aquí.
Atravesaron un mercado de carne. Se hizo el silencio y todos
los mercaderes y viandantes se postraron. La noticia de la plaga y

99
después la plaga misma ya había llegado a las calles. Los rostros
de todos los súbditos mostraban preocupación. El grupo del faraón
y los sacerdotes tomaron un camino que llevaba a unos bancales de
trigo.
–Este es un buen lugar –señaló un mago.
–No, vamos más allá. Allí –señaló el faraón un lugar a tiro de
arco. No se fiaba.
Los magos se sonrieron entre sí.
–Como deseéis, Alteza.
Esos magos tenían rostros patibularios. A uno le faltaban los
dientes delanteros, otro tenía parte de la cara atacada por la soriasis.
Los otros dos tenían aspecto más normal. Eran servidores de sus
templos respectivos, individuos de muy baja clase social. El faraón
entendía por qué, por más poderes que tuvieran, ellos jamás podían
llegar a ser sumos sacerdotes de ningún templo. Esos cuatro
individuos de baja estofa no tenían nada que ver con los cultos
sumos sacerdotes pertenecientes a la nobleza, limpios, de refinados
modales y vestidos con las mejores telas.
Tutmosis no se fiaba. Esos pícaros eran capaces de haberle
llevado al lugar exacto donde podían haber escondido algo.
Llegaron al lugar que él, y no ellos, había señalado. El faraón no se
abajó a comprobarlo por sí mismo, pero les ordenó a dos escribas
que metieran las manos dentro de ese trecho de acequia a la que
llegaron. Lo hicieron: estaba claro que dentro solo había agua y
fango. Los magos comenzaron el lánguido canto de los conjuros
que se prolongaron casi cinco minutos. Sobre los dos flancos de la
acequia echaron sal dibujando extraños signos. Después, sobre el
agua, derramaron sangre de buey sacrificado en el templo de
Hathor, sangre que habían recogido en una redoma.

100
Repentinamente comenzaron a saltar ranas del agua. Y
surgieron más y más ranas. Aquello parecía no tener fin. Llegaron
a salir más de dos centenares. Por lo menos, esa fue la cifra que
refieron los escribas que se esforzaron por contarlas. Después, el
portento cesó. El faraón quedó impresionado: esos hombres tenían
verdaderos poderes. Puso la mano sobre el hombro del sumo
sacerdote de Amón:
–Perdona si he dudado en algún momento. Ningún reino es
tan poderoso como la Tierra de las Riberas [del Río]. Ningún dios
es tan poderoso como nuestros dioses.
–Horus de oro, Toro poderoso, cuanto antes matéis a esos
hebreos, mucho mejor para todos.
El rey le dio unas palmaditas sobre el hombro y bajó la vista
pensativo.
Sin despedirse, subió en su carro y regresó a la ciudad,
seguido por dos jinetes más. Los sacerdotes y sacerdotisas
regresarían a pie. Justo antes de montarse en el carro, con euforia
había comentado a un capitán que le acompañaba:
–Qué equivocados, qué equivocados, están esos pastores si
creen que van a derrotar al ejército más poderoso del orbe con
ranas.
–¡Ranas frente a espadas afiladas! –exclamó el soldado antes
de estallar en una carcajada burlona.
El faraón rio también meneando la cabeza.

101
Pero, cuando Tutmosis regresó a la ciudad montado en su
carro, las afueras de Menfis le impresionaron: había ranas por todas
partes. Levantó la mano extendida para indicar a los carros de
detrás que se iba a detener. Se bajó para mirar un canal. Las ranas
seguían saliendo de esas aguas lodosas. En algunas partes, la cosa
estaba más tranquila; pero, en otras, las pequeñas acequias bullían
de batracios. Miró al río, las orillas estaban infestadas.
Cuando llegó a palacio, había algún que otro batracio. Pero a
mitad de la tarde, habían entrado en las habitaciones, en las
bodegas, en todas partes. Paseando por una galería escuchó a lo
lejos la reprimenda de un mayordomo de palacio a unas siervas:
–¡Estáis sordas! Cuántas veces me veré obligado a repetirlo.
¡Os he dicho que las recojáis! ¿Qué es esto? Viscoso. Cubierto de
esta baba viscosa. ¿Lo veis? Es muy fácil recogerlas si las pisáis,
claro. Pero después mirad. Veis. Qué asco. Lo vuelvo a repetir: hay
que recogerlas sin matarlas a pisotones.
Lo cierto es que, a esas horas, muchos trechos de los suelos
de palacio estaban realmente repugnantes de tantos de esos bichos
que habían sido aplastados.
–Recogedlas, recogedlas –insistía. Y vosotras tomad trapos y
limpiad lo que podáis las baldosas. Ya sé que ese líquido pegajoso
es difícil de sacar. Haced lo que podáis.
Tras eso, llegó otro grupo de esclavas. Y otra vez esa tarde
tuvo que explicarles cómo había que meter a esos animales
saltarines en unos capazos de esparto, y cómo había que tapar el
capazo con una tapa gruesa como una estera para que no saltaran
afuera. Y, cuando hubiera un cierto número, apretar la tapa para
aplastarlas.

102
–Tenéis que subiros a la tapa que cierra el capazo y saltar de
esta manera. Varias veces.
En la calle ardían sin descanso grandes hogueras, donde eran
arrojados esos animales. Pero era cierto que sin matarlos no era tan
sencillo atraparlos. Y después también era verdad que saltaban
fuera de la bolsa, a pesar de colocar encima la tapa lo más
rápidamente posible. En el interior del palacio había menos ranas,
porque los sirvientes se empleaban a fondo en limpiar habitaciones
y corredores.

Esa noche casi nadie pudo dormir en la ciudad. El croar de


los anfibios resultaba sencillamente increíble. Todos los habitantes
comprobaron cómo ese sonido a coro se podía meter en lo más
profundo de la cabeza y ser torturador.
El faraón, al igual que todos, no pudo dormir esa noche.
Además, las ranas, de tanto en tanto, habían saltado sobre su cuerpo
y le habían desvelado completamente de su mediosueño. A eso de
la una de la mañana, enfadado, había descargado su furia contra
esos animales armado con la barra metálica que usaba por las
mañanas para llamar a su servidumbre. Durante un rato, las mató a
la luz de la luna. Después tomó una lámpara y las siguió cazando
hasta desfogarse bien.
Había matado cerca de ochocientas ranas. Se sintió orgulloso.
Las había amontado en una esquina de patio en el que se
encontraba. La pila apoyada en las paredes resultaba
impresionante. Había regresado a su cama, sudoroso. Se abrazó a
su concubina real, sin importarle si a ella le daba asco impregnarse
de todo ese sudor. Abrazado a ella trató de dormir. Pero, cuando
sus ojos empezaban a cerrarse, ¡otra vez!, se notaba que nuevos
batracios habían entrado.

103
–¿Y si nos vamos al dormitorio de verano? –sugirió ella.
El se dio media vuelta. Pero al poco admitió:
–Sí, creo que será lo mejor.
El faraón y su concubina se dirigieron a la pequeña estancia
bajo tierra, sin ventanas y con puerta, que usaban cuando el calor
era demasiado intenso. Como era de esperar, el suelo de ese
dormitorio estaba plagado con la presencia de esos pequeños
animales. A esa hora de la noche, los siervos limpiaron la estancia,
la acondicionaron, colocaron sábanas limpias. El faraón, fuera, se
limpiaba con energía sus manos en una palangana. Le daba la
sensación de que ese líquido viscoso no se iba.
Su esposa le sugirió suavemente que era una sensación, solo
una sensación. El faraón se las olió e hizo un gesto de repugnancia.
Ordenó que trajeran vinagre. Intentó olvidarse de sus manos. Se
metió dentro del dormitorio y cerró dando un portazo. Revisó bien
todos los rincones: dentro no había ni una rana.
Pero el croar de esos seres de las orillas sí que se escuchaba
incluso allí de forma muy lejana. Eran millares de ranas, decenas
de miles. Era un sonido amortiguado por estar bajo tierra, pero ni
siquiera allí pudieron dormir. Mil veces se preguntó cómo podían
croar con tanta potencia. Varias veces, cuando ya casi se estaba
durmiendo, daba un respingo pensando que cualquier roce era una
rana que había saltado sobre él.
La concubina se repetía a sí misma en su interior que hubiera
sido mejor que esa noche él la hubiera dejado en el harén. Vana
tarea la de intentar dormir con un hombre inquieto que no dejaba
de dar vueltas. Pero ella desconocía lo que esa noche eran las salas
comunales del harén: los niños llorando; las ranas asustadas,
intentando huir, saltando de un jergón a otro; mujeres increpando.

104
Y, al final, incluso la riña de alguna esposa contra otra. En palacio
nadie pegó ojo esa noche.

105
Día 14
Si el orden no es alterado, la fuerza del orden se
impondrá
El faraón era un hombre pleno de juventud, sus miembros potentes, su corazón
vigoroso, su fuerza como la de Montu, perfecto de aspecto como Atón, era
regocijante ver su belleza.

Cuatro ministros, veinte sacerdotes y cuatro grandes


sacerdotisas entraron en el Salón Rojo. Allí estaba tomando fruta
el faraón. Esa mañana hacía algo más de fresco, así que llevaba una
túnica de color azul; solo eso, sin ninguna insignia. A sus dos lados
estaban sentadas varias concubinas reales con rostro muy serio,
muy calladas. Ya habían desayunado ellas. Y ahora, aburridas,
picaban frutos secos e higos (también secos) de las fuentes que
tenían delante. Aburridas, pero sin perder detalle de los ministros y
sacerdotes que estaban de pie, ante el faraón que sentado seguía
comiendo, acabando su desayuno, sin prisa, cansado. Las ojeras
eran evidentes en él como en todos. El ministro portador del Sello
estaba acabando su informe:
–No dejan de salir, Señor de los dos Egiptos. Los mensajeros
nos han comunicado que las ranas también siguen saliendo del
cauce. Tanto en dirección hacia Merimda, como en dirección al
Oasis de Meydum. Todavía no han llegado jinetes desde tan lejos,
pero el fenómeno es el mismo. Y también emergen de las aguas de
los oasis.

106
–¿Con la misma intensidad? –preguntó el tiaty, el primer
ministro.
–No. Aquí, en Menfis, es donde hay más.
Tutmosis rio con desprecio. Después comentó.
–Ojalá que la plaga fuera igual en todas partes. Pero el dios
de los pastores es un buen general. Si la plaga es mayor aquí, los
gobernadores del Delta comenzarán a sospechar que hemos
incurrido en alguna maldición. Y, en el Alto Egipto, los eternos
descontentos de la nobleza no necesitan ni las ranas para estar
convencidos de eso. Con la sangre ocurrió lo mismo. río arriba no
tuvo la misma intensidad. Menos mal que la daga que es el Imperio
de los dos reinos no tiene fisura alguna. Si la hubiera habido, se
hubiera quebrado. Pero todo esto ha ocurrido cuando el trono es
fuerte. Menos mal –volvió a repetir cansado y apesadumbrado.
–Señor, no dejan de salir –insistió con miedo el ministro de
las obras reales.
–Tranquilo –habló el tiaty– que se coman las moscas. Esto
está infestado de moscas. Esos batracios morirán todos en breve.
Han salido del agua. Sin agua mueren, ya lo sabéis.
–Pero… y si hablamos con Moisés, para que esta plaga cese
–sugirió con temor el ministro de las obras.
–Yo no lo vería mal –añadió con cautela el portador del Sello.
–¡De ningún modo! –prohibió el sumo sacerdote de Amón–.
¿Rendirnos? ¡Somos Egipto!
–Hablar, solo hablar con él no es ceder –insistió el ministro
de obras.
–Durante siglos se repetirá que nos doblegamos –intervino el
sacerdote de Osiris.

107
–Sentarse a hablar no es ceder –el Portador del Sello vino en
ayuda del ministro.
–Si somos nosotros los que pedimos parlamentar, ya estará
todo dicho –intervino una gran sacerdotisa–. Ya estará todo dicho
en cuanto llamemos a su puerta. Me puedo imaginar su sonrisa de
victoria nada más sentarse, antes de que abra la boca.
El faraón levantó la mano. Todos callaron. Miró a sus
ministros y les recriminó:
–Estáis acobardados. Aprended de los sacerdotes. Ellos sí que
están demostrando ser los guardianes de estas tierras. El próximo
invierno voy a tener que nombrar ministros a mis concubinas. Al
menos, ellas tendrán más valor.
Tomó una manzana. Su piel estaba completamente amarilla,
sin defectos. La tanteó sin prisas, la devolvió a la fuente, tomó otra
más madura. Todos guardaban silencio. Después añadió con tono
acerado, con un tono que no admitía contestación:
–Esperaremos a que mueran esos animales inofensivos.
Vamos a tomar medidas… adecuadas. Pero dadme tiempo a mí y a
mis generales. Se necesitan algo más que ranas para vencer a
nuestra infantería. Podéis retiraros.

Raramente el faraón hacía salidas de palacio que no fueran


oficiales. Pero hoy necesitaba distraerse y hacer ejercicio. A él le
gustaba fortalecer sus músculos y su corazón ejercitándose como

108
un rey-soldado: practicar el tiro con arco, correr por el jardín,
luchar cuerpo a cuerpo con un siervo al que le faltaba la lengua de
nacimiento. Ese tipo de siervos con los que luchaba tenían que estar
escogidísimo, resultaba impensable que cualquiera de ellos contase
después ese tipo de combates físicos: que el sudor de su cuerpo
había impregnado el cuerpo del faraón, que lo había derribado al
suelo.
Pero hoy Tutmosis deseaba andar un buen rato, simplemente
andar. Se había vestido del modo más sencillo posible y había
colocado un velo sobre su cabeza sujeto con un cordón.
Acompañado por dos oficiales mayores del cuartel de Palacio,
también vestidos sin identificación alguna, habían cabalgado hasta
una aldea a más de tres cuartos de hora de distancia. Gracias a unos
modestos afloramientos subterráneos de agua, la aldea estaba hacia
el interior de las tierras áridas, en el límite habitable en torno a las
riberas del Nilo. Un centenar escaso de personas nacían, vivían,
trabajaban y morían humildemente en esa aldea desde hacía
incontables generaciones, hasta el tiempo en el que se perdía la
memoria de los más viejos.
En el centro de esa pobre localidad donde todas las casas eran
de planta baja y sus paredes de adobe, aguardaba pacientemente el
primer ministro y dos siervos suyos, bebiendo leche de cabra con
el anciano más respetado de la aldea. Ese lugareño anciano no
ostentaba ningún cargo oficial, pero era la cabeza del lugar. El tiaty
se hizo pasar por un funcionario camino de Rurc que había quedado
allí con otros tres amigos suyos. El primer ministro había llegado
mucho antes que el faraón y de forma más tranquila. Tenía sesenta
años y no podía cabalgar tanto tiempo seguido a la velocidad de los
otros más jóvenes.
Cuando llegaron “los amigos” –el faraón y sus dos oficiales–
, también bebieron leche de cabra que aquel anciano no quiso
cobrar de ningún modo. Se sentaron en el centro de esa aldea,
mirando los muros de la veintena de casas sin pintar que acababan

109
en techos planos de listones de madera cubiertos por tablones
planos.
En la aldea, nadie reconoció a esos forasteros de paso.
Ninguno había estado en una audiencia, nadie reconoció a ninguno
de ese grupo de cuatro personas que tampoco parecían
especialmente ricas. Los recién llegados pasearon mirando cómo
las familias se afanaban en hacer con moldes los adobes, cómo los
llevaban sobre sus hombros a un terreno plano y limpio de piedras
donde se secaban. Millares de adobes aguardaban bajo el sol. Allí
había agua y arcilla, podían proveer de ladrillos a las cinco aldeas
más cercanas.
En otro lugar vieron a las mujeres hilando todas juntas en una
especie de placita con poyos, bancos de piedra pegados a las
paredes. Las ancianas miraron con desconfianza a los forasteros.
En otro lugar, niños y mujeres curtían pieles. Les comentaron que
también allí salieron muchísimas ranas de las aguas de un pequeño
oasis. Un verdadero portento. Sorprendente. Algo que ni los más
viejos habían visto nunca. Pero la cantidad nada tenía que ver con
las que salieron del Nilo.
Después de casi media hora recorriendo la aldea entera, no
había absolutamente nada más que ver. Dejando al anciano de la
localidad, el faraón y el primer ministro pasearon por unos senderos
flanqueados por el ralo verdor de esa estación. En un par de
semanas, esos escasos matojos se agostarían. Los senderos se
alejaban de la aldea, pero Tutmosis deseaba andar y andar.
–No olvidéis, majestad, que la mayor parte de vuestros
súbditos viven en aldeas como esta.
–¿Qué quieres decir?
–Que nosotros somos un grupo de individuos viviendo en una
burbuja. Nuestro mundo es un mundo irreal para ellos. Un mundo
solo soñado.

110
–Ya, ya… –reconoció el faraón– Nuestro mundo es más
parecido al de los dioses que ellos adoran que al de esta sencilla
aldea de cabras y barro.
–Los dioses que ellos adoran y que nosotros veneramos…
–Sí, claro, claro –reconoció sin entusiasmo ante la precisión.
Tutmosis miró a su primer ministro. Sus ojos eran de un
castaño muy claro y su piel nada bronceada. Vio en él un hombre
de rostro noble. Siempre había sido tan prudente. Podía confiar en
él, su fidelidad estaba fuera de toda duda. No era soberbio, nunca
se agitaba. Ese hombre era un tesoro.
Estaban allí para descansar de los asuntos de Palacio. Pero
tanto el rey como su ministro no pudieron evitar el tocar, durante
un rato, temas acerca de lo acertado o no que era la división de
Nubia en cinco distritos.
–¿Cómo están los rehenes? –preguntó el faraón.
Sobre ese tema sabía más el militar que iba detrás de él, pues
había venido de Tebas: le dijo que le constaba que estaban muy
bien atendidos. Cada uno es atendido adecuadamente de acuerdo
a su rango, añadió.
Después siguieron hablando del supervisor del Ejército, del
supervisor de las minas de oro, de cómo había entregado la
administración de Tebas a ultraleales. Había un primer ministro del
Norte y otro del Sur. Pero el de Tebas no satisfacía tanto a
Tutmosis. Los dos tiatys eran ancianos y prudentes. Pero el del sur
tenía un rostro más… honesto, era más calmado. La conversación
siguió su curso. Ya llevaban treinta y cinco minutos andando.
–Pero recordad –le dijo el primer ministro– que nuestros
gobernadores de tierras extranjeras, tierras que no son Egipto,
tierras donde no llega este orden, nunca serán amados, únicamente
temidos. Allí solo somos ocupantes.

111
Después el tiaty le advirtió respecto al mayordomo real, su
control del acceso a la persona del faraón comenzaba a ser, de
forma cada vez más evidente, un modo descarado de ejercer poder
en su propio provecho.
–Regular el acceso a la persona del rey siempre ha sido una
función muy golosa.
Después la conversación se distendió más y siguieron
comentando acerca de cómo había familias burocráticas, clanes de
donde solo surgían funcionarios desde hacía generaciones. De
cómo había varias cúspides en la sociedad, porque había varias
clases sociales dominantes,
–Todo está compartimentado –comentó el anciano primer
ministro, mirando los campos verdes que se comenzaban a secar–.
Los puestos pasan de una generación a otra en la familia. Es así
ahora. Seguirá siendo así dentro de mil generaciones.
El faraón, al cabo de un rato, le confió que le desagradaba ir
a Tebas, ya solo por tener que recibir en público a
Menkheperraseneb, el sumo sacerdote de Amón, jefe del gran
templo en Ipetsut.
–No creo que él crea en nada, por supuesto que no cree en los
dioses a los que adora. Pero me echará en cara no haber acabado
por la espada con el problema hebreo. Me estará acusando de
socavar las creencias de mis súbditos con mi debilidad. No lo dirá
abiertamente, pero todos le entenderán.
–Tiene demasiado poder. Nunca se le debió otorgar la
capacidad de ejercer de superintendente de los sacerdotes del alto
y bajo Egipto. Y menos el de ejercer como superintendente del
doble tesoro de oro y plata.
–Le ligan a mí innumerables lazos de familia –comentó el
faraón–. Su lealtad fue la razón para ponerle en ese puesto, pero
ahora le veo como una pieza en manos de los que se aprovecharán
del descontento popular.

112
–Creció en Palacio, se las sabe todas –dijo el tiaty–. Pero
recuerda que, en la privacidad de sus humildes hogares como esta
aldea, siguen adorando a Taweret, la diosa hipopótamo, protectora
de las mujeres embarazadas; y a Bes, el enano que tiene cara de
león, guardián de madres y niños; y a la diosa vaca Hathor que les
vigila a todos con ojo maternal. Los ritos de Tebas son la
parafernalia de una minoría. La población rural siempre será leal al
rey.
–Ese es otro Egipto: el Egipto de las aldeas. Pero no es ese
Egipto que recoge el estiércol de las vacas y lo quema el que pone
y quita faraones. Tebas es el corazón de la tierra.
–Las ricas tierras del Delta no han sido tan afectadas por las
plagas. Allí no hay descontento.
Siguieron andando otra media hora, ya llevaban una hora de
caminata. El faraón le preguntó a uno de sus oficiales:
–¿Has mirado cara a cara a los ojos de una momia?
La extraña pregunta hubiera dado pie a que el faraón les
abriera su mente sobre grandes cuestiones. Pero cambió de tema.
El pudor a hablar de ciertas cosas le pudo, incluso en ese sendero
perdido.
Vieron una vid silvestre. Sus frutos no estaban maduros. Uno
de los militares advirtió que, incluso al final del verano, era del tipo
de uva que nunca madura: “Son agrazones”.
El otro militar, que caminaba detrás, le preguntó al faraón:
–Perdonad, majestad, si me atrevo a abrir la boca.
–Habla.
–A veces pienso, ¿qué hubo antes de la primera dinastía?
El faraón sonrió condescendientemente. Contestó:
–Desde el principio, hubo una sucesión no quebrantada de
reyes que llega al tiempo de los dioses. Observa las imágenes, Atón

113
lleva la doble corona real. Eso le identifica como creador, no solo
del universo, sino también del orden de la sociedad de Egipto. Atón
fue el primer rey.
El otro oficial añadió cuando vio con claridad que el faraón
había acabado de hablar:
–Atón creó el orden de la naturaleza y el orden que rige la
sociedad. Los dos órdenes están entrelazados. ¡Oponerse al rey es
sacrilegio!
El primer ministro con calma explicó que el transporte de los
obeliscos, las procesiones de los dioses, los ejércitos que se
desplazan, el ir y venir del rey por el curso del Nilo, todo eso son
como los movimientos del universo.
Uno de los oficiales, durante la conversación, apeló varias
veces a la autoridad de las inscripciones. Tutmosis le corrigió:
–Las inscripciones, no contienen siempre la verdad. Yo
mismo he redactado muchas inscripciones y ellas dicen lo que yo
quiero que quede inscrito.
–Pero el Pueblo cree en las inscripciones, aun sin saberlas leer
–protestó ligeramente el militar.
–No seré yo el que rompa esta era de inocencia. Tú tampoco.
–¿Y cuánto durará? –preguntó el oficial.
–¿Cuánto durará? Quizá siempre.
La contestación del faraón había acabado con un suspiro de
esperanza. En silencio pensó en las palabras de su madre cuando él
era un adolescente: Te dolerán las muelas, tendrás lombrices en las
heces, te echarás pedos y vomitarás si algo te sienta mal. No puedo
creer en un dios que tiene lombrices.
Hacía un rato que habían dado la vuelta para no cansar más
al tiaty. Al regresar a la aldea, el faraón comentó sonriente:

114
–Este paseo me ha hecho mucho bien. Me siento descansado.
Necesitaba alejarme de las enrarecidas estancias de Palacio.

115
Día 17
Manteniendo la calma con la diosa-rana Hequet
El faraón era un sólido muro para su ejército, un arquero sin igual. Su escudo
estaba listo el día del combate. El más valiente entre centenares reunidos. En la
batalla hizo que sus enemigos se postraran en su propia sangre.

En mitad del campo, a cierta distancia de la capital, se habían


formado pilas con los cuerpos de decenas de millares de ranas.
Ahora las estaban cubriendo con tierra. Un día antes, habían
intentado desembarazarse de esos animales muertos quemándolos.
Pero, por grandes que fueran las hogueras, habían resultado
insuficientes. Después habían excavado zanjas. Pero, abrumados
por la tarea, habían decidido que realizar esas zanjas era más lento
que simplemente amontar a esos bichos y cubrirlos con tres palmos
de tierra.
Había hondonadas naturales a algo más de distancia de ese
lugar de las pilas. Pero portar esa carga hirviendo de gusanos era
una tarea que estaba al límite de lo resistible, por más que la
realizaran esclavos y obligados por capataces brutales. El faraón
inspeccionó los túmulos ya acabados, con su masa corrompida bien
cubierta; también miró, con más celeridad, las pilas de ranas
muertas sin cubrir. Todo bajo una nube de moscas.
El faraón se cubría con un velo la boca y la nariz para no
tragar más moscas. Sus ministros, que le rodeaban, hacían lo
mismo. El único ministro que había venido vestido solo con un

116
faldón se arrepentía: las moscas se posaban a docenas sobre su
pecho y sobre su espalda, todo el rato las volvía a espantar.
–Rey de las tierras del Nilo, llevamos seis días con las ranas;
y hemos comenzado el séptimo –el primer ministro hablaba con
cansancio, con grandes ojeras–. Las ranas siguen saliendo. No
tantas como al principio. Pero siguen saliendo.
–No cedáis, Hijo de Ra, no cedáis –repitió una vez más el
sumo sacerdote de Amón. ¿Acaso las ranas no están muriendo?
El primer ministro insistió:
–Gran señor, sí que mueren, pero siguen saliendo más de las
aguas. El mal olor en la ciudad y en el campo es insufrible. Gran
Horus, ya no se puede resistir más.
–¿Pero estáis retirando los bichos muertos de las calles? –
preguntó de mal humor Tutmosis.
–Sí, pero esos bichos se meten en todos los recovecos de las
casas. Sin agua y alimento mueren. Retiramos las ranas muertas
que están a la vista. Pero siempre hay otras en lugares inaccesibles
–el tiaty se apartó las moscas de la cara–. Cuando se corrompen…
bueno, el resultado es patente. Nunca he visto tantas larvas de
gusano por todas partes.
El primer ministro hizo un gesto al ministro encargado de las
obras reales. Este explicó:
–Queremos trasladar aquí a dos mil esclavos de las
construcciones de Gosén. Ellos ayudarán en esta tarea que nos
supera.
–No –prohibió el faraón–. No, no, no. De ninguna manera
traigáis a dos mil hebreos a la capital. Menfis debe mantenerse
limpia de esa raza que nos maldice.

117
A pocos pasos del faraón, a su espalda, se produjo una disputa
entre los ministros que le pedían que hablara con Moisés, y los dos
sacerdotes presentes que insistían:
–Egipto seguirá existiendo; los hebreos, no. Estos momentos
serán relatados por las crónicas de siglos futuros. Para siempre se
repetirá que ni los dioses ni el hijo de los dioses se doblegaron.
Tutmosis no intervino, estaba cansado y asqueado. Se alejó
de ese lugar de gusanos, moscas y olor nauseabundo. Ya sabía
cómo debía ser el infierno del inframundo: lo tenían sobre la tierra.
Se dirigió hacia su caballo. Pero, a pocos pasos de su jumento, se
volvió hacia los que le seguían y les habló en tono solemne:
–Escuchadme bien, os juro por Amón, Tot y Nut que si uno
de mis ministros pide hablar con ese hijo de esclavos o su maldito
hermano, que los dioses cieguen la luz interna de mis ojos si no
ordeno que desfiguren el rostro del ministro traidor. Todo esto se
solucionará pronto. Os aseguro que se solucionará pronto. Hasta
entonces, levantaremos los túmulos que haya que levantar. Se
excavarán las zanjas que haya que excavar. Y en las plazas de
Menfis arderán sin descanso las hogueras. ¿Ha quedado claro?
–Sí, Hijo de Ra, engendrado con bellas formas –respondieron
todos a coro, inclinándose y extendiendo sus brazos hacia delante.
Tutmosis se subió con agilidad a su caballo blanco y arrancó
con prisa camino de la ciudad, seguido de cuatro capitanes a
caballo.

118
Días antes, el escriba principal encargado de las cuentas
reales había recibido a Setep, el mercader de telas. Este escriba,
hablando con Setep, se dio cuenta de que, por el contacto frecuente
con los hebreos para comprarles la lana de sus ovejas, tenía un gran
conocimiento de esos pastores. El escriba le granjeó acceso al
funcionario encargado de suministros. La misma impresión del
escriba se corroboró en el importante funcionario. Dos días después
estuvo hablando largamente con el tiaty. Esa misma tarde fue
recibido por el faraón, quería saberlo todo sobre sus enemigos, los
hebreos. Había interrogado de la misma manera a capataces
egipcios y a escribas de las obras reales. Ahora añadiría lo que le
dijera ese tal Setep.
Este había sido convocado a hablar con el faraón en el lugar
más insólito. Tutmosis estaba lejos de Menfis, pescando, con sus
dos podencos correteando a su alrededor, felices y nerviosos. Había
un recodo del río, bien conocido por él, donde le gustaba distraerse.
También ese lugar estaba repleto de ranas.
Amablemente, le indicaron a Setep que se sentara a distancia
hasta que el rey acabara. Allí pasó largo rato viendo cómo Tutmosis
lanzaba un anzuelo lo más lejos posible. El anzuelo estaba atado a
un grueso hilo, sin caña. Tenía a un codo de distancia unos
pequeños pesos esféricos, como canicas, que permitían lanzarlo
lejos. También contaba con unos corchos que permitían que flotase.
Le pareció que era un divertimento tedioso. Pero reconoció que
Tutmosis había desarrollado una cierta pericia tanto en el arte de
hacer girar el anzuelo con los pesos antes de lanzarlo, como en el
de ir atrayendo hacia la orilla al pescado que había picado. Cinco
barbos eran la prueba.
Después, alguien le hizo notar al faraón que el comerciante
que había llamado estaba aguardando a cierta distancia. Tutmosis
dijo que viniera. Como no había lugar para postrarse, Setep se
inclinó profundamente.

119
–Siéntate allí –le indicó una roca–. Venga, háblame todo lo
que sepas sobre los hijos de Abraham.
Y el faraón siguió pescando, parecía que no le prestase
ninguna atención. El comerciante no sabía por dónde empezar.
Comenzó casi balbuciendo. Poco a poco, fue diciendo cosas más
interesantes. Pero el faraón que parecía tan distraído, no lo estaba.
Sus preguntas eran muy perspicaces. Se notaba que había hablado
con más individuos, buenos conocedores de los esclavos hebreos.
El mercader le explicó:
–Es un pueblo preocupado por cosas tales como la pureza. El
contacto con ciertas cosas les vuelve impuros. No pueden tocar un
muerto o el menstruo, no pueden comer ciertas cosas. También han
desarrollado un sistema de sacrificios de ovejas, palomas, distintos
tipos de tortas de harina y otros productos de la tierra.
–Sé que esos ingratos abominan los matrimonios con
egipcios.
–No solo eso, sino que solo se casan entre los miembros de
su tribu.
–¿Los capataces siguen respetando su día de descanso?
–Sí.
El faraón entregó el anzuelo y el hilo a un siervo. Le dijo a
Setep que le acompañara. Iba caminando por las rocas, buscando
cangrejos que colocaba en una cesta. Mientras hacía eso no dejaba
de preguntar.
–¿Pero su culto es totalmente distinto al nuestro o hay puntos
de conexión?
Se notaba que el tema de la relación con su dios, le interesaba
mucho. Setep contestó.
–Ellos llegaron aquí solo haciendo montones de piedras como
altar y matando encima de ellas una oveja. Eso era todo. Nuestra
religión les fascinó. Tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para

120
no ser arrastrados por la fascinación de nuestro culto, de nuestras
historias de dioses. Algunos cayeron.
–¿Muchos?
–No lo sabemos. Para ellos es una vergüenza. Lo cierto es que
tomaron elementos de nuestra religión, lo que les pareció noble, y
lo usaron para adorar a su dios. Ahora tienen un altar, aunque sea
distinto a los nuestros. Ahora sus sacerdotes se colocan encima una
túnica de lino blanco inmaculado para los sacrificios. Antes
sacrificaban con sus vestidos coloridos de lana. El jefe de sus
sacerdotes lleva algo parecido a los pectorales de nuestros sumos
sacerdotes, pero es distinto. El mismo sistema de sacrificios tiene
muchos puntos de coincidencia con los nuestros.
–Pero no hacen imágenes.
–No, pero tienen una tienda sagrada, donde guardan sus
túnicas sacerdotales, el pectoral, los huesos de un patriarca y el altar
de los inciensos, así como varias cosas más; las paredes de esa
tienda (de aspecto rectangular) están cubiertas de tapices que
representan seres alados.
–Dime, ¿nosotros podríamos buscar el favor de su dios?
–¿A qué os referís?
–¿Su dios sentiría repugnancia por aliarse con nosotros?
–No tiene ninguna posibilidad de hacer eso. Su dios está
totalmente unido a su pueblo. Es el dios de sus patriarcas. Y antes
lo fue de sus padres. No hay ninguna posibilidad.
–¿Usemos la fórmula que usemos?
–Ningún sortilegio lo amarrará a nuestro favor.
–Bien, bien. Pero te autorizo, solo si se da la situación
propicia, a que ofrezcas alguna suma de oro a quien de entre sus
sacerdotes pudiera estar dispuesto a revelar algún punto débil de la
relación de esa entidad con ese pueblo de pastores.

121
–Lo tendré en cuenta.
–Mientras tanto tú eres nuestros ojos entre ellos. Mantén los
oídos muy abiertos.
–¿Puedo contar con el contrato de los faldones del Ejército?
El faraón le miró. Le gustaba que le sirvieran sin buscar
ningún interés. Qué mezquindad. El faraón a regañadientes
concedió:
–Cuenta con todos los contratos de suministros para este año.
–¿Y los petos de lino?
–Los faldones son suficientes.
–Gran señor, gran señor, quedan pocos meses hasta el final
de la estación de shemu.
–Está bien. Que sea hasta el cuarto mes de ajet del próximo
año. Tú tendrás el monopolio, puedes subcontratar. Pero los precios
serán los usuales.
El comerciante se postró en tierra, diciendo:
–No añadiré ni una brizna a la balanza. Mis pesas serán tus
pesas.
El faraón entregó los cangrejos a un siervo. El cocinero ya se
había adelantado preparando un sofrito de tomates desecados,
puerros y cebollas bien sazonados. Los cangrejos les dieron un
sabor exquisito a las verduras, a las que añadió cerveza y las trituró
en un mortero. El cocinero de campaña era un hombre muy diestro.
Un rato después presentó un plato apetitoso. Setep fue invitado a
sentarse junto a las aguas del río y a comer con el rey.
Tutmosis, pelando un cangrejo, le explicó al comerciante que
solo se aprovechaba la poca carne de la cola. Después, sin dejar de
comer, comentó:
–Este problema hebreo, en el fondo, es un problema hicso.

122
El comerciante asintió.
–Los hicsos asentaron su nueva capital en Hutwaret –
continuó Tutmosis tomando más cangrejos–. Una ciudad asiática
en sus modos de vivir. Adoraron a un dios extranjero, Baal. Incluso
fueron enterrados con ritos ajenos a los de la tradición egipcia.
–Pero tu dinastía barrió a esos gobernantes extranjeros con
nombres extranjeros. Solo quedaba este asunto por resolver.
El cocinero trajo una bandeja con mejillones y ostras fritas.
Tutmosis sonriendo dijo:
–Esto no es del río.
–Lo traje por si su majestad tenía más hambre.
El faraón se sirvió y siguió hablando. Setep hizo algunos
comentarios. Tutmosis le preguntó:
–¿Eres un hombre religioso?
El comerciante vaciló. Se notaba que no lo era mucho.
–Vosotros los comerciantes… siempre tan pegados a lo
tangible.
–Seguro que los ofreces solo por tu salud.
–No, no. Todos los años sacrifico una oveja por mi señor el
faraón en el Templo de Anubis.
–Eso no te lo crees ni tú. Venderías a todos los dioses de
Egipto si con eso las ganancias de ese año crecieran un tercio.
En eso había dado en el clavo el faraón. Ese hombre solo creía
en sus tratos, y temió. Pero, extrañamente, Tutmosis se mostró
comprensivo, aunque le explicó:
–Llevo la guerra y llevo la paz, hago surgir obeliscos, mis
deseos son obedecidos al instante, vivo entre esencias, ¿no voy a
creer en los dioses si yo soy un dios? Cierto que soy un dios sobre

123
la tierra, mientras que el de esos apestosos esclavos hebreos es
invislbe, pero también yo seré invisible.
–¿Pero… todos resucitaremos? –estaba ante el mismo faraón.
Si alguien podía saber la respuesta a esas preguntas era él.
–¿Te imaginas que todos resucitemos y los siervos nos
acusen? Los dioses ahora, en la tierra, no defienden a los siervos.
¿Por qué debería ser diferente después?
Tras una pausa, Tutmosis le fue a dar una palmada en la
espalda. Pero se contuvo, llevaba las manos pringosas. Se limitó a
decir:
–Bueno, deja esas cosas a los expertos. Tú ocúpate de tratar
lo que puedas a los jefes de Gosén.

124
Día 19
Cuando los poderosos toros dan un paso atrás
para embestir
Oh, faraón, tú diste pan a los hambrientos de las montañas de Cerastes. Tú
vestiste a los desnudos de las tierras bajas del sur del ganado pequeño. Tu
satisfaciste a las hienas con la carne de tus enemigos reunidos en la ciudad de
Userkaf, tú satisfaciste a los buitres del desierto con los vientres de sus madres.

–¿Entonces te rindes? –le preguntó insultiva su gran esposa,


Merytre-Hatshepsut.
Había intentado evitar su presencia todo lo que había podido.
Pero allí estaba ella. Más molesta que las moscas, más que las
ranas. Aunque lo cierto es que ya no podía más. Estaban en el
segundo día de la plaga y aquello era inaguantable.
–Al principio, te reías de las ranas –le echó en cara Merytre.
–Sí, sí, sí, pero ya no puedo más. ¿Sabes que, sin llamar la
atención, desde ayer, todos los ministros han sacado a sus familias
de la capital?
–¡Traidores!
–¿Traidores…? No se lo reprocho. Los ricos han sacado a sus
hijos de aquí. Pero los pobres, los ciudadanos normales no pueden
enviar a sus familias lejos de las tierras con canales y acequias –se
sentó, se encorvó y puso su cabeza entre las manos–. Ha llegado el
momento de hablar con ese pobre pastor.

125
–Recuerda el juramento. El faraón no puede romper un
juramento. Si un ministro habla con él, la fuerza del juramento
deberá recaer sobre él.
–No lo voy a romper –hizo una pausa que le resultó muy
desagradable. Prosiguió–: Seré yo el que llame a mi presencia a ese
hijo de esclavos.
–¡No harás eso!
–De hecho, ya lo he llamado. Debe estar al llegar en cualquier
momento
La esposa se llevó la mano a la boca. Tras un momento de
incredulidad, ella se marchó llena de furia dando grandes zancadas.

Al cabo de diez minutos, el mayordomo de la Gran Casa le


avisó de que el hebreo y su hermano estaban en la puerta de entrada
al complejo palaciego.
–Hazles pasar al Salón del Trono. No. Espera. Es un lugar
demasiado solemne –se quedó dubitativo–. Llévalos al otro
extremo de Palacio, a la salita azul de… Bah, da lo mismo. Hazlos
pasar allí.
Como el gesto de la mano resultó ambiguo, el mayordomo
preguntó:
–¿Al Salón del Trono?
Tutmosis asintió con la cabeza mientras se dirigía a una pila
de agua para lavarse la cara del sudor. El faraón, en ese momento,
estaba cerca de ese salón y no quería tener que desplazarse a otro
sector de palacio. Vestido únicamente con un faldón y el nemes de
tela en la cabeza se dirigió solo a ese salón. En el camino vino a su
encuentro la reina. ¿Qué hacía allí? ¿No se había marchado?
–Quiero estar presente en el encuentro –dijo enfadada.

126
–De ninguna manera.
Ella estuvo forcejeando verbalmente, pero el esposo se
mantuvo firme. Ella no iba a estar presente.
–¡Lo digo yo y basta!
Notó que la negativa era firme, no insistió. Se marchó
enfadada. Ese encuentro, al llegar el hebreo, no había sido casual,
pensó el marido. La hija de la faraona tenía muchos ojos dentro de
palacio.
Tutmosis entró en la sala de las audiencias, vacía. Los únicos
que allí le esperaban eran esos dos hebreos. Solos en un salón lleno
de moscas, con varias ranas muertas en el suelo. El rey subió las
cinco gradas que le llevaban al trono. Únicamente el mayordomo
contemplaba la escena desde lejos, desde la puerta.
Los dos hebreos no se postraron, se limitaron a hacer una
inclinación profunda del tronco. Profunda, pero sin convicción: su
mirada era dura.
El faraón notó ese desaire. No dijo nada. Se sentó y les
observó. Se notaba que Moisés se sentía inseguro sin su hermano.
En el fondo, Moisés era un hombre tímido. Aarón hablaba con más
soltura. Bien, no era necesario perder más tiempo. Tutmosis no se
fue por las ramas. Sus primeras palabras, en tono de orden, fueron
estas sin ningún preámbulo:
–Pedid a vuestro dios que se lleve las ranas de mí y de mi
pueblo; y dejaré que vuestro pueblo vaya a sacrificar a vuestro
Señor.
Moisés quedó muy sorprendido. Había temido que se les
hubiera convocado para castigarles. Tanto él como su hermano se
habían despedido de sus familias pensando que serían arrojados a
un calabozo. Así que Moisés no pudo evitar exclamar:

127
–¡Hosana! –miró a su hermano y feliz le preguntó al rey–:
Dime cuándo tengo que pedir por ti y por tus oficiales y por tu
pueblo para que las ranas sean cortadas de ti y de tus casas y
permanezcan solo en el Nilo.
El faraón entrecerró los ojos. Era el momento para hacer una
estratagema digna de un general en un campo de batalla. Así que le
contestó:
–Mañana.
Notó que Aarón fue el que mostró una mirada más
interrogativa: ¿Por qué esperar al día siguiente? Lo lógico es que
hubiese dicho que se lo pidieran a Dios hoy mismo. Pero,
repentinamente, Tutmosis había urdido un plan. Esa tarde
comunicaría a toda la corte que les aseguraba que, al día siguiente,
la plaga cesaría. Esa sería la prueba de que por sus venas corría la
sangre de los antiguos faraones. Gracias a todos los matrimonios
de conveniencia y toda la mezcla de sangres de los harenes, eso era
así. Por sus venas corría la sangre de las anteriores dinastías. En su
sangre estaba presente la descendencia de los dioses. En la corte,
haría correr la voz de que iba a usar su poder como sumo sacerdote
de los dos reinos para él mismo poner fin a esa plaga. Ya no
emplearía a brujos ni magos. Él mismo actuaría.
No sabía hasta qué punto esos altos funcionarios escépticos o
los astutos nobles le iban a creer. Pero esos días todos estaban
creyendo más que nunca en las fuerzas ocultas, en el poder de la
religión. En cualquier caso, las hachas de la infantería acabarían
con cualquier duda acerca de quién mandaba allí. El nombre de
Tutmosis se impondría, ya fuera por el poder de las hachas, ya fuera
por el poder de los sortilegios. Ahora se trataba de ganar tiempo.
No convenía acelerar la marcha de los estandartes a Gosén. Había
que mantener nervios de acero y no espantar al ave y que volara.
O, mejor dicho, había que evitar que la serpiente se revolviera.

128
–Mañana –asintió Moisés–, de acuerdo a tu palabra. Para que
puedas saber que ninguno es como el Señor, nuestro Dios, las ranas
se volverán y se alejarán de ti, de tus casas y de tus oficiales. Se
quedarán solo en el Nilo.

Ammihud, patriarca de la tribu de Efraín, acompañado de


otros cinco hebreos atravesó las calles del centro de Menfis. Esa
arteria de la ciudad estaba atestada. Caminaban detrás de un grupo
de ocho porteadores de vasijas de cerámica, perfectamente apiladas
a sus espaldas en unos armazones de madera creados al efecto.
Detrás de ellos, venía un vendedor de asnos, guiando con sus dos
hijos, un grupo de seis animales. A ambos lados, se abrían puestos
de vendedores. Varias mujeres se agolpaban frente a las mesas de
unos carniceros que luchaban incesantemente por espantar las
moscas que todavía quedaban en la región a causa de los cuerpos
de los batracios. Las ranas ya no estaban; pero las moscas, sí. Las
moscas y esa asquerosa fetidez a rana muerta.
Moisés había orado y las aguas cesaron de producir ranas y
las que quedaban vivas se volvieron hacia el río y los canales. El
pueblo sencillo creyó la versión de la corte acerca del poder
sagrado del faraón que les gobernaba.

Los hebreos pensaron en enviar esa misma tarde a alguien al


faraón. Pero, como deferencia, esperaron al día siguiente. Dos
hebreos llegaron a la gran puerta de entrada a Palacio. La Gran

129
Casa no era una construcción con una fachada impresionante. El
muro que formaba un gran rectángulo tenía en el centro de su lado
corto una amplia entrada. Una abertura de unos veinte pasos de
largo, sin dintel, sin puertas. Esa “puerta” daba a un patio donde
había varios puestos de escribas. No había allí ni un solo soldado.
Los guardias de la casa real estaban en un patio anexo, atentos a
cualquier llamada. Pero en la entrada solo había funcionarios.
Ammihud se dirigió a un escriba que sentado estaba
ordenando unas tablillas de arcilla cocida, cada una de ellas
mostraba unos signos relativos al pago de impuestos. Cada tablilla
tenía un agujero redondo para pasar un cordel. Eran tablillas para
colgar en la fachada de los puestos de los mercaderes. Como
parecía que ese era el escriba con menos trabajo, el hebreo se
dirigió a él para preguntarle. Este le señaló una cola en una esquina,
atendida por dos funcionarios.
Cuando le tocó el turno, se presentó:
–Soy Ammihud, de la tribu de Efraín. Me envía Moisés, hijo
de Hatshepsut la faraona, para preguntar con quién tengo que
hablar de los asuntos del pueblo hebreo situado en la región de
Gosén. El funcionario de piel bronceada miró de arriba abajo a este
hombre que aparecía vestido como un pastor, con su túnica basta
de color rojizo.
–Aguarda –y se fue a consultarlo con su jefe. El cual se metió
hacia adentro por una puerta. Al cabo de un rato, apareció el mismo
jefe del escriba y le comunicó:
–Vete, ya se comunicarán con vosotros.
Los hebreos dejaron pasar dos días. Pero nadie se puso en
contacto con ellos. Añadieron por respeto una jornada más y
fueron, de nuevo, a palacio. Otra vez, el jefe del escriba se metió
dentro de palacio a hablar con un funcionario superior. Otra vez

130
Ammihud recibió exactamente la misma respuesta, sin emoción,
con frialdad.
–Retornad a vuestras casas. Ya se pondrán en contacto con
vosotros.
Dos días después, Ammihud tornó a palacio. El jefe del
escriba se metió por otra puerta y regresó acompañado por dos
soldados. Ordenó:
–Dadle cinco golpes reglamentarios para que aprenda a no
seguir molestando.
Los dos militares no tenían ningún arma encima, iban
vestidos con faldones, un velo sobre la cabeza (ceñido con una
cinta negra), y un peto sobre el pecho, de tela muy gruesa y con
varias dobleces. Estos le tomaron de los brazos y le empujaron
hacia adentro. En un patio donde descansaban dos docenas de
soldados a la sombra, el venerable patriarca de barba blanca
obedeció y se sacó la túnica. Quedó desnudo ante los ojos ociosos
de los presentes, cubierto con una tela que le hacía la función de
paños menores. Uno de los dos soldados tomó una especie de tabla
con un mango. Le propinó al anciano cinco buenos golpes en la
espalda.

131
Día 23
Cuando la dureza y el peso de la maza tienen que
reposar
El faraón no conoce el pavor. Mil hombres no pueden permanecer de pie ante él.
Es como un león salvaje. Su corazón, como una montaña de cobre.

Habían pasado cuatro días desde que el faraón había hablado


con Moisés. Esa mañana habían golpeado a Ammihud, un
venerable patriarca de las doce tribus. El faraón llevaba todo el día
fuera de la capital. Al regresar, al final de la tarde, pasó por el
embarcadero situado a las afueras. Estaba revisando los tres barcos
principales de su comitiva de barcos. Ahora le enseñaban el juego
de cinco tapices que serían colocados en su dormitorio a bordo del
barco llamado el Hipopótamo de costillas de acero. Un barco de 25
metros de eslora. El más grande y pesado de todo el reino. A pesar
del nombre, no era una embarcación de guerra, sino creada para
impresionar a los súbditos que lo vieran navegar por el curso del
Nilo. Dos velas rectangulares pintadas con franjas y figuras
dibujadas con esmero, un mascarón curvo de popa que brillaba
como la plata, puestos para veinte remeros por babor y otros veinte
por estribor.
Después bajaron para ver las bodegas del barco. Había
armarios hechos a propósito para apilar las ánforas, otros armarios
cerrados con puertas estaban pensados para los tarros y cuencos.
Las bodegas ahora estaban vacías. Para esa visita, el personal de

132
cocina había dispuesto todos sus instrumentos sobre las mesas.
Tutmosis estaba conforme con todo. Escuchaba las explicaciones
y hacía alguna pregunta.
–¿Entonces descenderemos hacia el sur? –le preguntó con
cautela el funcionario que ostentaba el título de “guardián de los
secretos del rey”.
–Sí, quiero estar más próximo a las tierras de Gosén. Estos
barcos serán mi cuartel general. Cerca, pero a cierta distancia. Si es
preciso, podré aproximarme más al lugar donde habrá que tomar
las decisiones, ya que…
–Gran señor, un mensajero enviado por el alcalde de Menfis
pide ser recibido con urgencia.
El mensajero, todavía jadeante, explicó:
–Oh, tú que calmas las regiones del Río y aplacas a los dioses,
hace menos de una hora, Moisés el hebreo ha aparecido en la Plaza
de la cebada. Al verlo se ha arremolinado la gente, unos a otros se
decían que él era el hombre de las plagas. Unos decían una cosa y
otros otra. La mayoría se atrevía a maldecirle, pero en voz baja, con
temor a sus manejos sombríos. Los hebreos jóvenes que le
acompañaban han recogido con sus manos el polvo fino del suelo
de la plaza. Se han tomado su tiempo hasta formar un montoncito
de un palmo de altura.
Después, el falso príncipe Moisés se ha acercado a ese
montón, todos estaban intrigados. Y así ha dicho a su hermano:
Extiende tu cayado y golpea el polvo de la tierra, para que pueda
convertirse en mosquitos a través de toda la tierra de Egipto. Al
golpearlo con fuerza, se ha levantado una nube de polvo. Y, oh, tú
que eres la imagen viva de Amón, yo he visto con mis ojos cómo
el polvo fino se engrosaba hasta formar mosquitos. Todos lo hemos
visto. ¡Del polvo de la tierra se formaban mosquitos por toda la

133
plaza, mosquitos que se elevaban del suelo! Moisés le ha dado la
espalda a la muchedumbre y se ha marchado, indiferente. Oh, tú
que portas todas las insignias de la realeza, sabedlo: toda la ciudad
y sus campos están infestados por mosquitos.
Los funcionarios y los siervos miraron interrogativamente al
faraón. El cual se limitó a decir:
–Preparad mi carro, regreso a palacio.

Era costumbre que, en las tórridas noches veraniegas de


abundantes mosquitos, el mayordomo de palacio ordenara que se
dispusiese una cama con cuatro postes y velos que le permitían
aislar completamente al faraón y su esposa de los insectos
molestos. Pero esta vez había tantos que eso no bastaba. El número
era tal que siempre encontraban un resquicio en los velos que
aislaban el lecho.
Esa noche, aun tumbado dentro de esa cama, el faraón se
cubrió el cuerpo entero con un velo para dormir. Menos mal que
las temperaturas habían bajado. Desde hacía dos días, había vuelto
el frío moderado que se esperaba a principios del cuarto mes de
Peret. Tutmosis se arrebujó en la tela sutil. Movió sus piernas para
que ninguna parte de sus pies quedara descubierta. Resultaba
incómodo, la atmósfera bajo la tela estaba enrarecida; y la
respiración, paulatinamente, se volvía asfixiante. Pero, si quería
dormir, no había otra opción. Era difícil rodeado con el silbido
continuo de tantos mosquitos. Unos pocos ricos pudieron tomar
medidas parecidas: protegerse de las picaduras cubriéndose con

134
velos. El resto de los habitantes de Menfis no pudo dormir esa
noche.
Si la corte tuvo la esperanza de que, al salir la luz del día tras
la primera noche, no habría mosquitos en las calles, pronto
desaparecieron sus felices perspectivas: todo estaba lleno de
mosquitos. Cierto que, durante las dos primeras plagas, el aire se
había llenado de moscas; molestas y repugnantes, pero inofensivas.
Se trataba de moscas, no de tábanos. Sin embargo, los mosquitos sí
que picaban. A la mañana siguiente, todos iban vestidos con túnicas
largas. Pero los rostros, el cuello, las manos, tanto de los esclavos
y de los ricos, como de los soldados y de los niños, mostraban las
ronchas de las picaduras.
Como el rey sabría más adelante, en los días siguientes,
llegaron mensajeros de otras regiones. El mismo portento había
sucedido al norte y al sur. El polvo se convertía en mosquitos ante
los ojos de los egipcios aterrorizados que gritaban: “¡Maleficio,
maleficio!”. Como los ministros descubrirían en los días siguientes,
esta plaga golpeó todas las tierras de los dos reinos.
En la primera plaga, el entero cauce del Nilo se había
convertido en sangre hasta unos veinte kilómetros más al norte.
Más allá de las canteras de Tura, la transformación el río había sido
solo parcial. Después, las ranas habían emergido de las aguas de
forma más generalizada: hubo ranas donde no llegó la sangre. Pero
la plaga se mantuvo localizada en el territorio del Bajo Egipto. Pero
ahora los mosquitos sí que habían invadido todo el curso del Nilo
hasta la primera catarata.
Habían bastado dos días de picaduras de mosquitos, dos
largos días, para que todos sus ministros fueran unánimes:
“Dejemos marchar a los hebreos”. Aquello era irresistible. Era
difícil creer en la divinidad de ese hijo de faraones cuando, en las
audiencias, su mismo rostro mostraba bien a las claras unas ocho

135
picaduras de mosquitos. El faraón resistió. Se enojaba con el que
trataba de apuntar la posibilidad de ceder. Que cediera el que
quisiese. Él no cedería. No había entrado victorioso en la plaza
central de Megido cediendo.
El Ejército… bien sabía lo que era el poder de miles de brazos
clavando sus espadas, blandiendo hachas. Miles de lanzas
agarradas con fuerza, con las dos manos, avanzando entre una
multitud de civiles. Él lo sabía porque ya lo había visto. Mosquitos
y ranas… incómodos. Pero el filo de un hacha era el filo de un
hacha. Los conjuros eran etéreos. Las hachas eran reales y
tangibles.

A la mañana siguiente, el rey salió a caballo hacia una colina


cercana. Seguido por cinco jinetes, no tardó más de veinte minutos
en llegar. Deseaba practicar un rato la caza de pequeñas presas con
su gavilán. La estampa del faraón con su ave en el antebrazo era
regia. Presentaba un perfecto aspecto de gallardía y seguridad. Le
gustaba ir allí, porque había varias conejeras. Aunque esas presas
eran excesivas tanto para el azor, el gavilán y el halcón que se
mantenían en palacio.
Allí en lo alto de esa colina apenas había mosquitos. Desde
ese lugar se veían a la derecha las estrechas y tortuosas calles de la
ciudad. El cetrero de palacio le señaló a lo lejos las cuatro aldeas
vecinas que se llegaban a divisar. El faraón tenía cariño por ese alto
oficial, compañero de muchos viajes, que había perdido su mano
en la Batalla de Megido. Le había recompensado con ese puesto. A

136
pesar de faltarle la mano izquierda se desenvolvía con admirable
soltura en sus funciones con esos animales.
Tutmosis miró con detención hacia todos los huertos que
rodeaban los suburbios de Menfis, observó sin prisas las labores
del Embarcadero del Sur. Se llegaban a ver diez barcas pescando.
Hacía fresco, pidió a un soldado que le trajera su capa de lana. En
la mitad de esa colina, vieron cómo saltaba rauda una liebre.
Ahora, tanto el monarca como el cetrero no separaban sus
ojos del gavilán que iba y venía en el cielo, persiguiendo en un
pequeño alcaraván de motas marrones y blancas. Lo atrapó y
hundió su pico sobre su pecho al lado de un arbusto. El cetrero le
preguntó a su señor:
–Vos, general de todos los ejércitos, ¿me perdonaréis si oso a
haceros una... determinada pregunta?
–Por favor, sin tantas formalidades. Tú me has visto gritar
cuando me tuvieron que suturar la rodilla. Tú que me has visto
sangrar cuando en Siria me tuvieron que arrancar un diente negro
y podrido, habla con confianza.
–¿Por qué no dejar marchar a ese pueblo de abramitas
cananeos?
El faraón apoyó su brazo sobre los hombros del fiel cetrero.
Ese hombre siempre había sido sensato. Una mente sin
complicaciones ni intereses ocultos.
–Buen nieto de Quenna, ¿no crees que eso sería lo más fácil
para mí? Son medio millón de varones. Si les dejo marchar, dentro
de cuarenta años, ese número se puede haber duplicado. La historia
de que ellos vencieron a los egipcios con la magia y un dios más
poderoso se transmitirá. Ahora es una mera cuestión de dejarlos
marchar. Dentro de cuarenta años, la cuestión será cómo hacer para
que no se produzca una segunda invasión hicsa.

137
–Entiendo.
–Ya hubo reyes extranjeros en nuestro alto trono. Los
extranjeros decidieron sobre nuestros escribas y sacerdotes, sobre
las hijas de nuestras mujeres… No, no quiero ver a un guerrero
hebreo sentado en mi palacio, mientras los hijos de los egipcios se
postran.
–Ahora lo veo claro. Tu luz me ha iluminado. ¿Pero por qué
no lo ven claro tus siervos que murmuran con lengua amarga?
–Eso es lo que me duele. Entiendo perfectamente que esos
esclavos quieran escapar. Quiere escapar la liebre y la lagartija. Es
ley de vida. ¿Pero por qué son tan ciegos mis siervos? Se lo he
explicado, pero están ciegos.
–Que se me paralice la mano que me queda si hablo en vano,
pero desconfía de la princesa Reputnebty. Ella está hablando con
palabras dichas en voz baja con Sabef y también con el primer hijo
de tu anterior primer ministro.
–Lo sé, lo sé. Ojalá que la tumba de Reputnebty se llene de
cobras negras. Y que el sepulcro sea recorrido para siempre con el
reptar de animales con bocas llenas de veneno ardiente.
–Así sea.
El cetrero alejó un mosquito que zumbaba ante sus ojos. El
faraón sacó de su alforja un poco de embutido de ganso. Lo cortó
con su navaja y le ofreció dos rodajas a su fiel servidor. El cetrero
se emocionó ante ese detalle. ¿Cómo podía haber súbditos que no
amasen a ese rey?
–Majestad, ¿y por qué cedéis ante esas doce tribus de víboras
extranjeras?
–Nieto de Quenna, ¿qué soy ante todo?

138
–¡Un guerrero! –respondió sin dudar algo que para él ya era
una lección aprendida.
–¿Y qué hace un buen general?
–Nunca presentar batalla hasta que las fuerzas se han
concentrado si se tienen que concentrar; o se han desplegado si se
tienen que desplegar –también esto era una lección bien aprendida.
–Exacto. Pues lo creas o no, ahora toca, como en la pesca,
tirar del hilo y darle hilo, tirar y darle. Pronto sacaré esas doce
percas barbudas a la orilla. Pero son una docena y no quiero que se
escabullan cada una en una dirección del caudal. El fondo puede
volverse muy lodoso si remueven el limo. En este caso, hay que
usar la red. Y nadie tiraría de la red hasta que esté desplegada.
–Son bastante más de cien mil varones en edad robusta que
saben que su destino ya no va a ser la argolla. Lucharán como solo
luchan los que saben que ya no tienen nada que perder. Eres tan
sabio como astuto.
Y en un gesto de sumisa admiración, tomó la derecha de su
señor e inclinó su cabeza hasta que su frente tocó los dedos del rey.
–Y recuerda –añadió feliz Tutmosis– que estábamos teniendo
pequeñas rebeliones de caudillos cananeos. Los campesinos creen
que todo se reduce a sentarse en el trono y mandar. Pero mantener
enhiestos nuestros pendones en los territorios ocupados requiere de
prudencia, no solo de fuerza.

139
Día 26
Un mundo donde unos mandan y otros obedecen
El faraón ha traído la victoria con sus brazos vigorosos. Todos los países
extranjeros temblaban delante de él. Los tributos eran colocados a sus pies con
temor.

Durante los dos días anteriores, los magos de los templos se


afanaron por repetir el portento, pero no pudieron. El faraón, en la
mañana del tercer día, convocó a los sacerdotes en el gran patio del
cuartel militar del centro de la ciudad. Estaba situado a dos minutos
andando desde la entrada a Palacio. Le habían sugerido ese lugar,
porque bajo el sol del mediodía había menos mosquitos. En la Gran
Casa había patios, pero con vegetación. El atrio de la entrada a
palacio sí que era una explanada de tierra, pero estaba ocupado por
funcionarios que atendían a filas de súbditos. Era mejor acercarse
al cuartel y que la maquinaria de funcionarios siguiera
funcionando.
El aspecto externo que mostraba ese cuartel era idéntico al del
palacio real: un gran rectángulo cuyo perímetro era un muro de
adobe de seis metros de altura. Para nada estaba pensado como una
fortaleza. Era un cuartel pensado para alojar soldados, eso era todo.
Exteriormente tenía un aspecto pesado. Un largo muro sin
ventanas. Sin torres, sin vigilancia. Solo la entrada principal era
algo más interesante. El muro era más alto y tenía cuatro torres muy
parecidas a los pilones rectangulares de los templos. En lo alto

140
había largas banderas que ondeaban ligeramente con la brisa de esa
mañana.
Un millar de lanceros formados recibieron al faraón esa
mañana. Se desplazó a la zona de las caballerías para revisar los
nuevos cien carros que habían llegado del sur y que se sumarían a
los sesenta carros que ya estaban allí. Tutmosis era un militar,
inspeccionaba el material con ojo experto. Después, la oficialidad
le acompañó hasta la parte del patio donde habían preparado todo
para la audiencia. Tutmosis se sentó en un bello asiento de marfil
sin respaldo, entre dos esclavos con sombrillas que le protegían del
sol.
Allí estaban, delante de él, postrados, los sacerdotes de la
ciudad. De mala gana, dio una indicación al maestro de ceremonias
para que golpeara con su maza la plancha metálica (que un siervo
le había colocado delante) y así se levantaran del suelo.
Normalmente, el maestro de ceremonias golpeaba con su maza sin
esperar ninguna indicación. Pero esta vez, el faraón le había dicho
que quería ver a esas cabezas rapadas más tiempo con el rostro en
tierra y sus pieles de leopardo rozando el polvo del suelo.
Tutmosis, conteniendo su ira, les echó en cara:
–Vamos a ver, a ver si me aclaro, habéis logrado convertir
agua en sangre, hicisteis que del agua salieran ranas, he sido testigo
de otras transformaciones en años pasados, ¿y ahora no podéis
convertir en polvo esos animalitos insignificantes?
Antes de esa reunión, había habido largas deliberaciones
entre los jerarcas de los templos. Los rostros de los sacerdotes, ya
de pie, mostraban muchas picaduras. Habían dormido muy mal
durante tres noches. Todos los presentes estaban cubiertos con
túnicas largas y se habían colocado un velo sutil sobre la cabeza,
hasta los hombros. La reunión aparecía siniestra. Unos llevaban el
velo cubriendo solo el rostro y una tela recia por detrás. A otros, el

141
velo les cubría hasta la cintura. Cuando hablaban al rey, se
levantaban el velo que les cubría. El faraón no llevaba velo. ¡Era el
faraón! Y quería mostrar que estaba por encima de las plagas. Lo
cierto es que estaba muy maquillado. Pero varias veces durante esa
audiencia golpeó con la palma de la mano su mejilla o su cuello.
El faraón les recriminaba. Él había defendido las fronteras
con su maza y escudo: había cumplido su parte. Ellos se
beneficiaban de grandes donaciones, deberían haber defendido las
tierras negras del Nilo con sus armas: no habían cumplido su parte.
Pero, en cuanto los sacerdotes se alzaron del suelo, Tutmosis
percibió que se habían puesto de acuerdo. Cuando les lanzó los
reproches con los que había comenzado, los tres sumos sacerdotes
de los principales templos se pusieron ante él con una actitud que
denotaba demasiada seguridad. Una actitud que dejaba claro que
uno hablaba, pero que todos le apoyaban. El Gran Servidor de
Amón, tras soportar el chaparrón de críticas provenientes del trono,
habló con calma:
–Soberano, protegido por las dos damas, la Señora del cielo
y la diosa protectora en los nacimientos y en las guerras, todos los
servidores de los dioses somos de la opinión de que esto ya es
suficiente. Difícilmente pudimos resistir la plaga de la sangre.
¡Tuvimos que beber sangre! Difícilmente pudimos resistir el hedor
de las ranas. ¡Tuvimos que ver cómo los gusanos de esos bichos
muertos llenaban nuestros hogares! Pero… esto ya es demasiado.
–¿Qué quieres decir, sacerdote? –repuso con disgusto
Tutmosis.
–Quiero decir que este es el dedo de Elohim. No estamos
luchando contra entidades invisibles usuales, sino que es el dedo
de un ser invisible y poderoso el que nos ha señalado.
–¿Elohim?

142
–Así llaman a su dios ese pueblo de hebreos.
El faraón les censuró a todos, aunque había hablado solo uno:
–Me avergüenzo de vosotros. Primero cedieron mis
ministros. Ahora vosotros. ¿Será el faraón la única roca inamovible
en esta tierra?
Cerró los ojos y se los cubrió con la palma de la mano. Inclinó
la cabeza. Prosiguió:
–Os había puesto de ejemplo. Les había dicho a mis
cortesanos, cuando se quejaban como mujeres delicadas: Mirad a
los sacerdotes. Ellos son el escudo de las Dos Tierras. Y ahora…
Tras un silencio que se hizo muy largo, habló el Sumo
Sacerdote del Templo de Anubis:
–Toro poderoso, Horus de oro, nuestros hijos han sido
picados por los mosquitos una vez, diez veces, cien veces. Una
jornada se sucede a otra jornada. ¡Hemos bebido sangre! Ahora
estos insectos beben nuestra sangre. Ha llegado el momento de
reconocer que ese pueblo no es de esta tierra, que es un pueblo
dentro de otro pueblo. La provincia “Princesa de la tierra del norte”,
la provincia “de la tierra del pez”, todas las regiones desde Saqqara
hasta meridión, deben vomitar ese sapo. Mientras se siga
revolviendo en nuestro estómago, seguiremos sintiendo vómitos.
–¿Pero es que ya no creéis en vuestros dioses? –le gritó a él y
a todos.
Intervino con dignidad y calma la gran sacerdotisa de Neftis.
–Precisamente porque creemos es por lo que te decimos
nosotros, servidores y sacerdotisas de los dioses, a ti, hijo de los
dioses, que lo que se unió contra la naturaleza, ahora debe ser
dividido: dejadlos marchar en paz.

143
–Pero, vamos a ver, ¿toda la progenie de Nut y Geb no puede
luchar contra esa entidad de los pastos de Madián? Si esto es una
guerra, ¿les falta poder?
–Gran Señor de las Dos Coronas, escuchad: Ammit, Shut,
Amhet, Anat, Tefnut y todos los grandes dioses, bien claro han
dejado en vuestras campañas que sí que pueden guerrear con otros
dioses. Nuestras divinidades han dejado probado que pueden
vencer y que vencen a otros dioses. Pero este Elohim está en medio
del pueblo egipcio. ¿Qué se puede hacer si la víbora está dentro de
casa? Primero hay que sacar la serpiente que se agazapa dentro de
casa. Si el gusano está dentro del vientre, ¿se puede golpear
brutalmente el vientre? No, primero hay que extraer el gusano.
El faraón movió la cabeza. Se habían reunido allí, bajo el sol
para estar más libres de mosquitos, pero también para que esos
hombres acostumbrados a los ritos, esas sacerdotisas envejecidas
entre conjuros, vieran con sus ojos a los dos mil hombres que se
entrenaban más lejos, unos en sus luchas cuerpo a cuerpo, otros
maniobrando por centurias en sus ejercicios. Expresamente había
dado orden de que, durante la audiencia, se entrenasen; lejos, pero
visibles. Una demostración de fuerza para esa casta. Había que
dejarles claro que su poder seguía siendo tan robusto como
siempre. Precisaba tiempo. Necesitaba que ellos, precisamente
ellos, le apoyaran. A los ministros ya los había perdido.
–No creéis, no creéis, en el fondo, no creéis. No soy un
hombre crédulo, lo sabéis. Pero he sido testigo del poder de las
entidades invisibles. Y, justamente ahora, sois vosotros los que
flaqueáis.
–Ahora, más que nunca, todos podemos atestiguar el poder
de aquello de lo que siempre hablamos en el pasado. Pero es una
locura seguir dándonos cabezazos contra una pared. Dejad marchar
a los hebreos.

144
En ese momento, un ministro se adelantó y se postró ante el
asiento de Tutmosis:
–Por favor, os lo suplico, dejad marchar a ese pueblo
extranjero de pastores.
Otro ministro, casi sollozando, hizo lo mismo:
–Gran rey, gran rey, tened piedad.
Justo a la derecha e izquierda de Tutmosis, delante de los
esclavos con sombrillas, estaban su primogénito y su segundo hijo.
Ambos grandes jefes del Ejército. Estaban allí, de pie, con los
brazos cruzados sobre el pecho; sin ninguna insignia sobre sus
cuerpos, pero robustos de cuerpo y férreos en su voluntad. Bien
fuera por convicción, bien fuera por complacer a su padre. Aunque
también ellos llevaban túnicas, no se habían puesto velos sobre sus
cabezas. Sus brazos fuertes, sus miradas duras, dejaban bien claro
a todos los presentes que eran dignos hijos de su padre y que le
apoyaban.
El primogénito les recriminó con desprecio:
–Ahora se decide el destino de este imperio. Sed hombres.
Pero, por parte de los presentes interpelados, ya estaba todo
dicho. Nadie añadió nada. Tutmosis levantó su mirada hacia el hijo
de su izquierda, el segundo en la línea de sucesión. Le miró como
diciendo: “Unos son los guerreros [nosotros]; y otros, los faisanes
y los pavos reales [estos que pululan alrededor del trono]”. Ante
ese silencio, el segundo hijo del faraón añadió:
–En tiempos de mi abuelo, matamos a sus primogénitos. Los
tratábamos como se trata a las ovejas. ¿Y ahora vamos a ceder? ¿Es
que estos de ahora son otros hebreos? ¿Es que nosotros somos otros
egipcios?

145
Pero, de nuevo, nadie dijo nada. El faraón alzó la mirada a los
presentes y les preguntó:
–¿Alguien de la casta sacerdotal tiene algo más que decir?
Hubo un silencio total. Solo recibió la mirada fría de las
cincuenta personas allí congregadas.
Como musitando sus palabras, Tutmosis con amargura
profirió estas palabras:
–Al final, tendré que confiar en mis compañeros de marchas,
en los que estuvieron conmigo bajo la misma tienda de campaña:
el Ejército.

El faraón pasó con lentitud la yema de sus dedos sobre la


superficie rosada del mármol de su propio sarcófago cubierto de
inscripciones jeroglíficas. Pulida, fría, percibió esas sensaciones
abstraído de todo lo demás.
Estaba en el taller de un barrio de las afueras de la capital.
Quince artesanos se habían postrado a la entrada, cuando él penetró
indiferente hacia el interior para ver cómo iba la realización de su
propio sarcófago.
–¿Os gusta el “pecho del viviente”? –preguntó obsequioso el
maestro de talladores.
Tutmosis miró el interior vacío donde yacería durante miles
de años hasta su resurrección. Mató un mosquito que se había
posado en su nuca. Qué tiempos aquellos en los que solo tenía que
preocuparse de su propia tumba, de elegir un tipo de mármol, o
escoger una u otra “inscripción de vida”.

146
–Me gusta –contestó abstraído, mientras echaba una mirada a
ese taller cubierto de polvo, con las paredes mostrando infinidad de
instrumentos colgados de pequeñas argollas.
El nervioso maestro de brazos musculosos le explicó que en
dos semanas más se trasladaría a Luxor para llevar el sarcófago. Y
que tal como habían hablado, abriría allí una falsa puerta de granito
en su tumba.
–¿Y el piramidión que te encargué? –preguntó Tutmosis.
–Aquí, aquí, gran señor, pasad.
En el taller contiguo reposaba sobre el suelo la cúspide de una
pirámide que había que sustituir por deterioro. La cúspide tenía la
altura de una persona y estaba recubierta enteramente de oro. El
faraón observó detenidamente la plancha que cubría la piedra.
Preguntó por las cantidades en la aleación de oro, plata y cobre. La
respuesta le satisfizo. En lo alto refulgiría admirablemente al
amanecer y durante el ocaso. El maestro de talladores le explicó
matando un mosquito posado sobre su brazo:
–Mañana o pasado vendrá un sacerdote de Osiris para ungirlo
y recitar las plegarias.
Mientras el faraón volvía sobre sus pasos, el maestro notó su
tristeza. Se quedó de nuevo mirando el interior de su propio
sarcófago. El artesano golpeó el borde del sepulcro con su puño y
le animó:
–Horus potente como un toro, Egipto es como este mármol.
Ese rebaño de pastores hebreos es como esta nube de mosquitos.
Solo alguna inscripción hará mención de ellos en el futuro, la
gloriosa Tierra de los juncos y de las abejas permanecerá para
siempre.
El faraón agradeció ese intento por animarle, mientras seguía
mirando el hueco vacío de su sarcófago. De pronto, le preguntó a
ese hombre honesto, más honesto que los sofisticados sacerdotes
de los templos:

147
–¿Crees que tu cuerpo espiritual pervivirá?
Le había preguntado eso no a cualquiera, sino a un tallador de
sarcófagos y ornatos de sepulturas. Le había preguntado eso,
porque no podía preguntarle si creía que el alma del faraón se
limitaría a caer en la oscuridad primigenia. El tallador contestó muy
serio:
–Soy conocido como “El hijo de Abar”, soy hábil con el
cincel. Eso es todo. Sé muy bien el lugar que ocupo. No soy rico
para pagar las preparaciones de mi cuerpo, no soy pudiente para ser
adiestrado para atravesar las siete puertas. Sé muy bien el lugar que
ocupo. No sé si de mí saldrá el ka o permanecerá mi ba o me
quedaré en un mero sheut (sombra). Pero si de mi boca es exhalada
alguna figura alada con cabeza humana, estoy seguro de que
perecerá en la primera prueba. Y lo acepto.
Tutmosis no sabía que ese maestro era hijo de unos padres
que se arruinaron y que él había sido vendido como esclavo al
dueño de ese taller. Un amo caprichoso y exigente que, de ningún
modo, quería prescindir de él. Un amo que no estaba mentalmente
sano. De él dependía toda su suerte y destino. Las obras que
ejecutaba ese siervo eran costosas, pero el autor no recibía ningún
beneficio. Al revés, su dueño siempre estaba enfadado, temiendo
que se le iba a fugar cualquier día. “Si te escapas, vete a tierras de
hititas. Porque recorreré los talleres de todo el Nilo hasta darte caza
y sacarte los intestinos como a una liebre”.
Al menos, desde hacía dos años, le había nombrado maestro
del taller. Pero ese año ya le había pegado dos veces en la cabeza.
Estaba ante el faraón, pero seguía siendo un esclavo. Si quería salir
a una taberna, tenía que pedir permiso. Tutmosis percibió la tristeza
del tallador y le dijo, apartando los mosquitos de su propia cara:
–Sería maravilloso que todos resucitáramos como los
faraones.

148
–Resucitar… ¿para qué? ¿Para vivir para siempre en una
sociedad de amos y esclavos, de riqueza y pobreza? A mí me
casaron con quien me indicó el amo. No tuve otra opción. Y mis
hijos fueron vendidos, en su infancia, a un comerciante de la región
de Abidos.
El faraón no se tomó a mal este desahogo. Calló.
–Me conformaría –dijo Tutmosis– con que los dioses no
fueran crueles, sino buenos.
–Son dioses, gran faraón, que te premian a ti por cortar las
orejas de los enemigos, por empalar a los caudillos rebeldes, por
quemar vivos a los profanadores del orden que custodias. Los
faraones son dioses sobre la tierra. Los dioses son faraones de ese
otro mundo.
–Existe una maat (justicia) sobre la tierra.
–No, gran señor, existe un orden. Solo existe un orden.
–Hijo de Abar, tallador de manos hábiles, las cosas son así, y
siempre han sido así. Uno nace leopardo, otro nace sapo. Unos
surgen del huevo como serpientes, otros son paridos entre sangre
como corderos.
–Majestad, en vez de haber salido a conquistar territorios,
deberíais haber salido en busca de la Verdad. Quizá la Verdad ya
esté en algún lugar sobre la faz de la tierra.
El faraón se estaba molestando de tantas confianzas.
–He recorrido muchos caminos de la tierra. Los suficientes
para saber que eso que anhelas no está sobre este mundo.
–¿Y no podría venir una salvación del reino de los dioses?
Una salvación para todos. Pobres y esclavos.
El faraón rio para sus adentros.
–Lo más a lo que puedes aspirar es a una momificación,
siervo.

149
Tutmosis había recuperado su puesto. Ya estaba harto de
aquella conversación. Pero miró por última vez el interior de su
sarcófago y se dijo a sí mismo: “Pero ni yo mismo estoy seguro de
que el polvo que contenga mi sepulcro se levante algún día”.
Al salir del taller, con todos los artesanos postrados, justo
antes de subirse a su carro, se volvió al maestro del taller y le dijo:
–Quizá en la Sala del juicio de la diosa Maat, nos llevemos
más sorpresas de las que esperamos. Quizá no todo se reduzca a
recitar las 42 confesiones negativas.

150
Día 28
Cuando se siente que la pesadilla se va acabando
El faraón tenía a su lado la División Ra. Seguía a su carro la División Set.
Revistió su cuerpo con el equipo de combate. El rey enemigo, al verlo, ya no
supo prepararse para la lucha. Los caudillos extranjeros se sintieron
desamparados y se postraron, pidiendo clemencia

Pronto por la mañana, justo cuando el primer rayo de luz


apareció en el horizonte, el faraón descendió los escalones
sumergiéndose en el Nilo hasta el pecho. Era la misma ceremonia,
exactamente la misma, que había tenido lugar 29 días antes. En los
dos días anteriores, los mosquitos habían ido disminuyendo en
número. Ya casi no quedaban. El agua del Nilo ya bajaba clara. No
había resto ni de una sola rana. El tiempo había dado la razón al
faraón: había que resistir.
Se había decretado la reiteración del entero ceremonial para
purificar el Nilo con la entrada ritual del faraón en sus aguas. Todas
las plegarias y gestos se repetirían uno a uno sin omitir nada. Los
ritos purificarían esas aguas mancilladas.
La gran sacerdotisa de Nut, la Grande, aguardaba silenciosa
en lo alto de la escalinata que llevaba al río. El faraón, dentro del
río, tenía de nuevo a un lado suyo a la “lectora del cielo” (la
astróloga) y a “la que lee las vísceras” entregándole la misma vasija
con turquesas incrustadas. Por cuatro veces, el faraón volvió a
tomar agua y a arrojarla al río, recitando fórmulas mágicas de
protección. Otra vez tornó a beber del Nilo. Ese ceremonial lo había

151
llevado a cabo durante diecinueve años. Siempre había bebido agua
de un modo protocolario y la cantidad mínima imprescindible. Pero
esta vez bebió una gran cantidad. Nunca le había producido tanta
satisfacción beber de esa agua clara. Nunca el ceremonial había
estado tan lleno de sentido. No veía a los dioses, pero sabía que
estaban allí.
Salió del agua, siguieron las solemnes libaciones en los
escalones. Las cuatro vacas blancas, enjaezadas con telas, le
esperaban arriba, en el rellano delante de la fachada del templo.
Cuando acabó todo, Tutmosis se dirigió a su carro. Otros
predecesores suyos habían preferido el caballo. Otros más
ancianos, el carruaje o la silla de mano. Tutmosis, para
desplazamientos alrededor de la ciudad, prefería el carro. Ir a pie
montado en él, con gallardía, guiándolo él mismo, ofrecía una
imagen de rey guerrero. Mientras se despedía de seis miembros de
la familia real, los caballos de su carro eran sujetados por dos
soldados. Detrás de él, había otros cuatro carros guiados por cuatro
coroneles.
Justo cuando había puesto un pie en el carro para ascender,
oyó una voz desde un lado del camino, de al lado de un grupo de
gruesas mujeres egipcias que se volvieron sorprendidas hacia el
desconocido. Era Aarón, a su lado estaba Moisés. Alguien había
esperado en ese lugar para avisarles en cuanto el ritual hubiera
acabado y el faraón se acercase al carro para marcharse. Habían
obrado así para evitar que alguien advirtiese de la presencia de
Moisés a algún funcionario. Se había aproximado justo al final.
Se notaba que Moisés estaba nervioso. En realidad, estaba
petrificado por su timidez. Ya estaba convenido que sería Aarón el
que se dirigiría al faraón.
–Así dice el Señor: “Deja a mi pueblo ir, para que pueda
adorarme. Porque si no dejas que mi pueblo marche, enviaré

152
enjambres de moscas sobre ti, sobre tus oficiales y sobre tu pueblo
y dentro de tus casas. Y las casas de los egipcios serán llenadas con
enjambres de moscas y así también la tierra en la que ellos viven.
Pero en ese día, dejaré aparte la tierra de Gosén, donde mi pueblo
vive, para que no haya enjambres de moscas allí, para que puedas
saber que Yo soy el Señor en esta tierra. Así haré distinción entre
mi pueblo y tu pueblo. Este signo aparecerá mañana”.
Esta vez, Moisés no le dijo a su hermano que hiciera nada con
el cayado. Una vez que Aarón acabó de dar el mensaje, Moisés se
volvió y se marchó; su hermano, que era el que había hablado, le
siguió. Todo el mundo se volvió a mirar al faraón, el cual seguía
con una mano agarrando un lateral del carro y con su pie derecho
ya subido en él. Sus dientes apretaban el labio inferior. Miró a cinco
veteranos que estaban frente a él. ¿Qué hacer? Notó temor en sus
rostros. Temor en el rostro de esos aguerridos soldados curtidos en
varias campañas en Siria. Esos hombres habían clavado su daga en
centenares de cuellos de prisioneros. Cierto, pero también eran
supersticiosos.
Miró al pueblo allí congregado: había miedo en sus rostros.
La primera vez que Moisés le había hablado en ese mismo lugar, el
rostro del pueblo le pedía en silencio que la falta de respeto de esos
extranjeros no quedara sin castigo. No era por él, era por el honor
de Egipto. Pero esta vez era distinto, había temor en los rostros de
la gente. Si ordenaba que los detuvieran, esos capitanes lo harían,
pero, sin duda, titubearían. Tendría, incluso, que repetir la orden.
La razón le indicaba que dejara volar esa paloma. Tutmosis era
cazador y sabía que no era el momento. Sus leones armados se
dirigían inexorablemente adonde él les había indicado. El momento
se acercaba.
La primera vez, Tutmosis había marchado con rapidez, por
miedo a algún sortilegio. Esta vez se subió a su carro con rabia; sin

153
temor, solo con ira oculta bajo un rostro que intentaba aparentar
dignidad.

El faraón, seguido de cuatro veloces carros de combate, se


dirigió al cuartel de la ciudad. Nada más bajar, sin esperar ningún
recibimiento reglamentario castrense, se dirigió al recinto de
oficiales seguido de sus cuatro coroneles. Dos generales y otros
oficiales estaban en una habitación de esa casa. El faraón entró
dando un portazo y preguntando:
–¿Cuándo llegan a Gosén los estandartes Ket, Neb y Guget?
Los generales respondieron azorados lo que sabían. Tardaron
un rato en llegar al meollo de la cuestión. Un rato en el que entró
en la sala un hijo de Tutmosis, el cuarto en la línea de sucesión y
comandante de la División Neftis.
–¿Pero se puede saber cuánto tiempo se necesita para enviar
hasta la “Región del halcón emplumado” a nuestra infantería desde
la cadena de fuertes del Camino de Horus?
El general principal acabó postrándose y ofreció disculpas en
nombre de sus subordinados, en nombre de los oficiales presentes.
El faraón ya no estaba enfadado, pero fríamente puso su sandalia
sobre la espalda desnuda del general. Mientras escuchaba las
excusas de ese anciano oficial, hubo un momento en que golpeó su
cabeza con su suela.
El primogénito de Tutmosis había llegado al comienzo de las
explicaciones de ese benemérito militar. Cuando este ya no tuvo
más excusas que dar, el hijo puso la mano en el hombro de su padre
y le dijo:
–Padre, escucha. Primero diste orden de que la movilización
fuera discreta y sin prisas. Fueron saliendo solo pequeños
contingentes. Además, los estandartes Guget y Neb habían dado la

154
vuelta de su marcha hacia tierras cananeas. Al llegar a los primeros
cuarteles orientales era más que conveniente darles cuatro o cinco
días de descanso. Después, las noticias de la sangre y las ranas
llegaron hasta la frontera. Los soldados tenían miedo. Tácitamente
se tomó la decisión de esperar a ver en qué paraba todo.
Tutmosis paseó de un lugar a otro de la habitación. Los
insultó, a todos, incluyendo su hijo. Descargó su furia contra un
cubo de cuero que contenía varios rollos de papiro. De un manotazo
lo lanzó contra el suelo. Se marchó de la sala ordenando con rabia
mientras en tono de amenaza apuntaba con el índice hacia arriba:
–Dejad los destacamentos mínimos necesarios en las cadenas
de fuertes del Camino de Horus. Ya no me importa la discreción.
Quiero todas las fuerzas acampadas en los alrededores de la región
de Gosén. Especialmente, cerrando el paso en todos los caminos
que se dirijan desde allí hasta aquí.
Y, señalando un general en la sala, añadió:
–A ti, Nessumontu, te hago responsable de que ni un solo
hebreo pueda seguir descendiendo hacia el sur más allá de Pitom y
Ramesés. Desplázate, supervisa, pero advierte a los demás oficiales
de que eres tú, con tu sangre, el responsable de que, en la estampida
humana que se producirá, cuando empiece la matanza, ni una sola
cuadrilla de esos pastores-esclavos ha de alcanzar ni siquiera las
proximidades de esta ciudad de los dioses.
–Caiga mi sangre sobre mí si no cumplo tus instrucciones con
la mayor fidelidad –pronunció lentamente el anciano general casi
sollozando. Qué otra cosa podía hacer más que aceptar y someterse
a aquel arranque de mal humor.

155
Día 29
Escuchando la voz de los conocedores de los
ritos
El faraón vio a esos asiáticos tan viles y tan desconocedores de los dioses, y le
dijo a Ra: ¿No te he erigido numerosos monumentos y colmado tu templo de mis
botines?

A eso de las diez de la mañana, el faraón estaba en el campo.


Revisando, de nuevo, los grandes túmulos donde se habían
enterrado los cuerpos de los batracios. El jefe de obras reales iba a
su lado, seguido de once rudos capataces con ásperos faldones de
lana y cinco refinados escribas de palacio.
–Muy bien, muy bien –aprobaba el rey las explicaciones que
le daba su ministro.
Y, realmente, esos túmulos de unos cuatro metros de altura
presentaban un aspecto uniforme y sólido. El ministro continuaba:
–Se colocaron, en un primer momento, dos palmos de tierra
sobre las pilas de cuerpos. Después, sin la urgencia del primer
momento, hemos añadido dos palmos más. Unas semanas antes de
que comiencen las lluvias, cortaremos pasto y lo colocaremos sobre
los túmulos, para favorecer que crezca la hierba y, después, los
matorrales. Así la vegetación sujetará la tierra y estos túmulos no
se abrirán.
–Veo que la línea de túmulos serpentea a lo largo del camino,
¿no hubiera sido mejor que…?

156
El faraón se interrumpió para espantar una mosca que se le
había posado sobre la cara. ¡Una mosca! Recordó la profecía.
Continuó, pero pronto se posó otra. No tardaron ni veinte segundos
en advertir que había una cantidad de moscas inusual.
–¿Esto proviene de las pilas? –preguntó el faraón, pero bien
sabía él la verdad.
–Os aseguro que no. Además, hubo muchas moscas antes, por
la sangre y por los cadáveres de las ranas. Pero ya desparecieron.
–¿No se habrá abierto algún túmulo? –preguntó con respeto
un escriba
–Como sabía que ibais a venir, Gran Hijo de Amón, os
aseguro que ayer di orden de revisar los 153 túmulos.
–¡Qué asco! –exclamó Tutmosis escupiendo una mosca que
se le había metido en la boca. Estaba claro, era hora de regresar a
la ciudad.
–Estas tierras son húmedas. Las acequias. Y hay estiércol –
comentó otro escriba, tratando vanamente de tranquilizar y
tranquilizarse.
Todos los presentes callaron, pero sabían muy bien cuál había
sido la maldición proferida por los hebreos. La noticia se había
extendido por la capital esa misma mañana y por la tarde ya iba
camino de otras regiones. En su malicia, esos hebreos habían dado
la noticia y dejado un día entero antes de que se llevase a cabo.
Habían dejado tiempo para que los egipcios sufrieran la plaga y
supieran quiénes eran la causa de la plaga.
El rey se dio una fuerte palmada en la espalda y emitió un
leve quejido: le había picado un tábano. Desgraciadamente, esta
vez había venido en una silla de mano. Tendría que regresar con
más lentitud en medio de un campo que ya se veía claramente que
estaba siendo infestado por las moscas.

157
Al final de la mañana del día siguiente, el faraón se hallaba
cumpliendo sus funciones rituales en el Templo de Osiris. Esa
visita estaba dispuesta en la agenda mucho tiempo antes. El faraón
era un rey-sacerdote que debía emplear parte de su tiempo a llevar
a cabo ese tipo de ritos cultuales. Cierto que podía delegar todo eso
si estaba empeñado en la guerra. Pero esta vez muy deseosamente
había saludado a los cuarenta sacerdotes que le esperaban en la
entrada a la que desembocaban los tres pilones. Aquellos serios
hombres de cabezas rapadas trataban de mantenerse dignos, pero
no podían evitar espantar, una y otra vez, las moscas que se les
posaban en la cara.
Tutmosis llevaba puesta la Corona Atef, una variación de la
corona blanca, pero con dos plumas de avestruz. Era la corona más
solemne para los eventos religiosos. En su mano derecha portaba
el Cetro Sejem. Este tipo de cetro era un instrumento para que el
faraón pudiera usar su poder mágico. Tutmosis siempre había sido
el primero en reírse de aquellas cosas en su interior (y solo en su
interior), pero esta vez no. Esta vez penetró hacia la primera cámara
con la idea de ir penetrando con verdadera devoción hacia el
interior, hacia la cámara más profunda.
Tras los saludos, preguntó al sumo sacerdote si sería posible
añadir plegarias a Sekmet, diosa de la furia y la venganza. El
veterano sacerdote, experto en ceremonias, le contestó que no
habría problema. Que, en la segunda cámara, él añadiría esas
oraciones.

158
El faraón pidió que en la cámara más profunda se incluyeran
unas fórmulas dirigidas a Kuk, la deidad de la oscuridad. El sumo
sacerdote, un hombre vigoroso de cuarenta y cinco años, con cierta
tripita, rapado, maquillado, puso ciertos reparos:
–Sería más conveniente hacerlo en la capilla lateral.
Le explicó que honrar a Kuk en la misma presencia de Osiris
podría plantear celos y conflictos. El faraón condescendió ante el
versado en las fórmulas y ritos. El sumo sacerdote se inclinó y no
dijo nada, pero pensó: “Quién te ha visto y quién te ve”. Nunca
había hecho la más mínima adición al ceremonial. Siempre había
sido patente el tedio y apatía que le provocaban esas obligaciones
de su cargo. Y ahora…
Como esa fecha estaba muy señalada en el calendario, delante
del atrio del templo, se habían congregado más de trescientas
personas. La ceremonia comenzó. El faraón alzó su cetro acabado
como una tableta aplanada, cubierto de fórmulas mágicas grabadas.
Tutmosis, con los brazos alzados, se dirigió a Osiris y le ofreció
incienso. Varias veces tuvo que bajar los brazos para apartar las
moscas de sus labios. Trataba de resistir, pero aquello era muy
asqueroso. Después, el colegio de sacerdotes dio comienzo a toda
una larga y antiquísima letanía de alabanzas. Diez minutos después,
el faraón y los sacerdotes penetraron en las oscuras y misteriosas
entrañas del templo. Los cientos de personas que esperaban fuera
proseguían un canto que era más una sílaba continua, oscilante,
hipnótica como un mantra.
Casi una hora después, acabada la petición de ayuda dirigida
a Kuk, tal como estaba previsto, el faraón se dirigió a un pequeño
patio interno. Allí había catorce tablillas rectangulares de barro
cocido al sol, de un palmo de longitud. Cada tabla, en su parte
superior, acababa en una cabeza. Esas cabezas de terracota
semejaban de un modo tosco las cabezas de Moisés, Aarón y los

159
doce jefes de las tribus hebreas. Las tablillas estaban cubiertas
enteramente de maldiciones.
Un sacerdote derramó sangre encima de la cabeza y tablilla
que representaba a Moisés y Aarón. La sangre la derramó con una
jarrita acabada en una larga punta. Se tomó mucho interés en
derramar esa sangre formando una serie de signos. Realizó ese acto
de forma concienzuda. Después, otro sacerdote con un tarro echó
otro líquido sobre esas dos tablillas. Ese tarro estaba lleno de
excrementos y orina de siete animales impuros.
Otros dos sacerdotes, entonces, tomaron las dos tablillas.
Cada uno de los dos las agarraron levantándolas por encima de la
cabeza y, tras recitar un último sortilegio, las arrojaron con todas
sus fuerzas contra ese suelo cubierto de losas de piedra.
El faraón salió de ese patio, mientras otros sacerdotes
realizaban ritos parecidos sobre las tablillas de los doce jefes de las
tribus. Todas esas tablas fueron primero descabezadas, después
enterradas en una zona no enlosada de ese patio. Los sacerdotes
enterraron esas tablillas sobre la cabeza de un cerdo rodeada de sus
tripas.
El rey fue guiado a la zona oriental de aquella sucesión de
almacenes, patios, dormitorios, corredores y cámaras que formaban
el complejo de ese templo. Había sido invitado, por parte del
colegio de sacerdotes, a tomar un poco de vino. Y esa vez, por
primera vez casi en diez años, había aceptado.
Los sacerdotes antes le enseñaron el jardín que, desde la parte
de atrás del templo alcanzaba hasta la ribera del río. Un muro muy
sencillo de adobe ocultaba ese vergel de las miradas del resto de
los mortales. Un sacerdote le explicó que había 20 palmeras
datileras, 5 higueras, 5 granados, 2 algarrobos, 3 sauces, 4
tamarindos, 1 mirto y 1 acacia.

160
Después, pasaron al refectorio de gala. Mientras se sentaba a
la mesa y le lavaban los pies, comprobó que otro tábano le había
picado en el cuello. Un esclavo le pidió permiso para tocar su
cabeza. El faraón se lo concedió. El jovencito le untó la cabeza
rapada con un bálsamo de esencia de lirios y canela. Fueron solo
unas mínimas gotitas, pero se trataba de un perfume delicioso.
Un criado del templo, un adolescente, no sin ciertos nervios,
escanció en la ancha copa del faraón un costoso vino blanco,
aromático y con tonos ligeramente cítricos. Mientras el joven
empeñaba toda su atención en esa tarea, un joven sacerdote se
levantó de su asiento y exclamó feliz de forma espontánea:
–Que la próxima luna nueva, que coincide con la solemnidad
del embalsamamiento de Osiris, para ti sea próspera y saludable.
¡Que muera Moisés y su raza!
–¡Mueran! –gritaron todos a coro.
–Que ardan las entrañas de sus hijos, hasta retorcerse de
dolor, hasta exhalar su último aliento.
–¡Mueran! –gritaron todos con entusiasmo.
–Que sientan cómo sale la sangre de sus cuellos, que sientan
cómo se derraman las tripas de sus abdómenes abiertos.
–¡Mueran! –exclamaron todos a una.
Otro sacerdote, este anciano, improvisó su deseo de que los
hebreos perecieran con una mala muerte. Su improvisación carecía
del fuego de las palabras del primer sacerdote joven. Pero todos
asintieron tres veces con fuerza:
–¡Que perezcan! ¡Que perezcan! ¡Que perezcan!

161
El faraón vio que hasta las contestaciones estaban ensayadas.
Pero contestó complacido:
–Mi majestad hará por vosotros una cosa más grande que la
que se hizo por el tesorero del dios, Bawer-djed, en el tiempo del
Rey Isesi.
Mientras servían el primer plato, el sumo sacerdote comentó:
–Cierto que hemos tenido moscas los días anteriores, pero
nada comparable a esto. Lo otro han sido preludios. Esto es,
realmente, una plaga.
Treinta sacerdotes estaban sentados en dos largas mesas.
Mientras que la mesa del faraón, rodeado de otros diez sacerdotes
estaba en la cabecera. Sobre el asiento del rey habían dispuesto,
como ornato provisional, un baldaquino. Los sacerdotes estaban
sentados en taburetes de dos palmos de altura. Los once sentados
en la mesa presidencial estaban sentados en sillas con respaldo y
más altas. La silla del faraón, más rica que la de los demás, en su
respaldo curvo, mostraba relieves con juncos, símbolo del norte, y
con lotos, símbolo del sur.
Los sacerdotes le hicieron al faraón varias preguntas sobre el
que sabían que era su tema favorito: sus campañas. A él le
encantaba narrar sus proezas. Y los sacerdotes le espoleaban con
más preguntas.
Tutmosis nunca se vio a sí mismo como un hombre ambicioso
que sometía la felicidad de sus propios soldados a sus propósitos
personales de gloria. Siempre vio sus campañas como parte de su
misión de aplastar al caos y extender el orden. La muerte de sus
propios soldados; el regreso a casa de ellos, mutilados o ciegos; le
importaba tanto como perder unas cuantas fichas del Juego de las
Veinte Casillas. La guerra solo era un juego en un tablero más
grande.

162
Un joven sacerdote hizo notar que en ese comedor se había
representado a Tutmosis en su campaña de la costa de Cilicia. El
templo quería pedirle ciertas exenciones comerciales, pues tenía
sus “negocios”. Lograr el beneplácito real resultaría utilísimo para
las arcas de los que vivían de ese complejo cultual. El sumo
sacerdote pensó que pagar la ejecución de ese mural podía salirle
muy barato si lograba la anuencia a lo que le iba a pedir.
En la pintura, Tutmosis machacaba con su maza la cabeza de
dos caudillos cilicios. El faraón se levantó para mirar con más
detalle las figuras. Tras los caudillos cilicios, aplastaba a príncipes
sirios, arrancaba la lengua de un rey chipriota, etc., etc. La lista de
adversarios a los que hacía sufrir era generosa y gráfica.
Reyes capturados y torturados simplemente formaban parte
del Destino. Ante el gran monarca, esos otros reyes no tenían otra
posibilidad que la de ser, antes o después, desventurados
prisioneros. Serían humillados bien en el propio reinado de
Tutmosis o en el de sus sucesores. Tampoco había otro final para
los prisioneros de guerra que trabajar en los latifundios del Nilo o
dedicarlos a una labor incesante de construcción, ni para sus
mujeres e hijas que servir de divertimento de los ricos que las
compraran. Un faraón era honrado no por su misericordia, sino por
su severidad.
–¿Qué es este montón?
–Gran rey guerrero, estáis en lo alto del montón de ofrendas
que se os entregaron en el bajo Líbano.
Tutmosis recordó la escena. Sí, verdaderamente se formó un
montón de objetos de oro y plata. Aquello fue épico. Los cráneos a
sus pies también estaban bien. Aunque no fueron siete como en la
pintura, sino doscientos. Volvió a su sitio. Ahora probó un vino
rojo, traído de tierras cananeas. Tenía un suave toque a miel.

163
Ya no probó más vino hasta el final. Un anciano sacerdote
preguntó si los habitantes de la isla de Chipre le habían atacado
previamente como se daba a entender en la crónica de los muros de
Tebas. Tutmosis contestó:
–Si alguien es poderoso, ya es suficiente justificación para
agredirle. Es preferible actuar antes que después.
Todos aprobaron sus palabras, las palabras de un rey fuerte.
Eso sí, las moscas no dejaban de posarse en las copas.
Antes de marcharse, Tutmosis le explicó al segundo en la
jerarquía del templo que había pedido a los otros templos que
también realizaran ritos de execración contra Moisés:
–Se ha quemado una figura suya de cera y madera en el horno
del templo de Ra. Se ha desfigurado, arañándola, una figura de
alabastro en el templo de Anubis.
–Los ritos de execración son eficaces –añadió ese sacerdote–
. Pero recordad ya para siempre, majestad, durante todos los años
que os queden de benéfico reinado sobre estas tierras, que los ritos
de culto a los dioses son los que mantienen el buen orden de las
cosas. Los hebreos un día serán un mero recuerdo. Pero los templos
y su culto son los que logran que el orden de las cosas permanezca,
sin cambiar nada.
–En mi opinión, oh rey de los cinco nombres –intervino otro
sacerdote–, nuestros ritos alejan a los malos dioses que provocan la
enfermedad y el desorden. Es en ese mundo invisible de desgracia
y azotes divinos donde hay que buscar la causa de todo: la
prosperidad y la mala ventura.
Tutmosis no lo sospechaba, pero Satia, la Gran Esposa, había
hablado largamente con el sumo sacerdote: había que convencer a
Tutmosis de que aquella crisis debía resolverse como siempre, con
los viejos métodos, es decir, por la fuerza. Ella pensaba, sobre todo,
en su hijo. De ningún modo podía permitir que la imagen del faraón

164
se debilitase y su hijo heredase un trono con menos autoridad. ¿Qué
problema había en exterminar a todos los hebreos? En todo esto
también había mucho de orgullo patriótico.
Ella le ofreció compensaciones al sumo sacerdote si abogaba
por el uso de la fuerza durante ese almuerzo: le apoyaría en ciertas
pretensiones que tenía para su familia, la del sumo sacerdote.
Tutmosis no sospechó nada, pero sí que notó que había una
evolución respecto a lo que le habían manifestado en la Sala de los
Chacales. Tutmosis le preguntó:
–Pero reconocerás que esto es un cambio respecto a lo que
me aconsejasteis todos hace poco –dijo el faraón.
–El junco permanece porque es flexible. El inflexible se
quiebra. Han ocurrido muchas cosas desde entonces. De todas
maneras, no hablo en nombre de los otros templos, mi boca no es
la del resto de sumos sacerdotes.
–¿Pero, entonces, según tu buen entender, les dejo marchar o
no? –preguntó el faraón, apartando las moscas del borde de su copa.
–Déjales marchar, pero no muy lejos. Mientras tanto,
concentrad vuestras tropas. Que ellos sacrifiquen a su dios en el
desierto, que es lo que quieren. Pero cuando regresen,
extermínalos. En realidad, no ha sido un cambio de opinión:
dejarlos marchar hay que dejarlos marchar. Pero no de manera que
nos puedan atacar dentro diez o veinte años.
–Tu voz es la voz de un sabio, sacerdote conocedor de los
ritos. Pero después de haber capturado 350 ciudades, dejarles ir es
ya una humillación para mí. Aunque no se vayan muy lejos, aunque
se comprometan a regresar.
Mientras Tutmosis los veía felices beber distintos tipos de
vino y escucharle con atención, fingida o verdadera, no dejaba de
pensar en el poder inmenso de ese templo. Ese colegio de

165
sacerdotes era el beneficiario de las rentas de 114 huertos, poseía
20.000 cabezas de ganado y recibía los impuestos de cinco pueblos.
Y eso era nada respecto al templo de Amón en Karnak. La
insuperable casa de ese dios recibía los impuestos de 35 pueblos,
contaba incluso con 23 barcos. Su primer ministro le había
advertido que unos 10.000 siervos, arrendados y artesanos
trabajaban para ese complejo o le pagaban tasas. Ese templo estaba
ejerciendo, cada vez menos en la sombra, como el verdadero dueño
de Tebas.
Estos servidores de Osiris que tenía delante no eran tan
poderosos. Pero eran ellos los que, interpretando la voluntad del
dios, podían imponer, de tanto en tanto, su propia política. No solo
eso, los presentes ya poseían jurisdicción en no pocos casos civiles
y penales: ellos sentenciaban consultando directamente a Osiris.
Cuando Tutmosis se marchaba y atravesaba la sala que era
como un bosque de columnas, se desviaron hacia un lateral para
enseñarle los nuevos impresionantes bajorrelieves policromados.
Ya de paso se internaron, de nuevo, en el complejo para que pudiera
contemplar la colección de diez pectorales del sumo sacerdote
guardados en una sala que le recordó mucho a su propia Sala de la
Vestición. No solo eso, no tuvo que preguntarlo, pero se dio cuenta
de que habían ampliado todo el perímetro del complejo, comprando
los terrenos adyacentes.
Se guardó mucho de hacer ningún comentario. Pero salió con
aire sombrío de allí. Riquezas, riquezas y más riquezas. Bien sabía
que la ramificación de influencias de los templos era el único poder
que él tenía que respetar. Y lo malo es que todos esos asuntos de
las plagas, todavía más habían hecho acrecentar la superstición del
Pueblo. Del Pueblo… de los escribas, de los nobles, de todos.
Aniquilar físicamente a esos esclavos extranjeros se había
convertido en una opción sin alternativa. No, no podían marcharse

166
ellos y él quedarse allí como vencido entre los cocodrilos de esos
colegios sacerdotales.

Al día siguiente, por la tarde, en una salita pequeña de una


casa de campo de un mercader de metales, dos sirvientas se
afanaban por machacar en unos morteros una mezcla de hojas
intensamente verdes de albahaca con otras de saúco de un verde
más apagado.
–Ya veréis cómo aleja a la mayoría de estos bichos.
El que había hablado con una sonrisa nerviosa era el gordo
comerciante, muy rico. Le había ofrecido al faraón venirse a su
villa agrícola, donde supuestamente había menos moscas.
El faraón miró con disgusto al centro de esa estancia. Estaban
en penumbra, habían colocado cortinas en las tres ventanas, para
que no saliera afuera el olor a esas hojas machadas y se concentrase
dentro. Sobre todo, en el espacio del centro, había una nube de
moscas comunes, mezcladas con moscas verdes y algunas otras
más pequeñas, como las que se suelen criar en la fruta. Lo peor era
que, de tanto en tanto, un tábano les picaba. Tutmosis tenía más de
once picaduras de tábano en el cuerpo y era el primer día que había
aparecido esa plaga.
Aunque había que reconocer que en esa zona del campo había
menos moscas y que el humo procedente de la mezcla de hojas
funcionaba. En ese momento no sabían si esa plaga de moscas se
extendía por todo Egipto: la verdad era que sí. Los mensajeros
llegarían días después de lugares tan alejados como Tod o Edfu.

167
De momento, el faraón y su rico anfitrión esperaban, el
primero desmoralizado y el segundo nervioso por la real visita. Los
dos esperaban a que llegaran allí dos gobernadores del sur. Los
nomarcas se presentarían en Palacio, pero el mayordomo les haría
acompañar por un siervo hasta esa casa del campo. Uno de ellos,
Nebenteru, era hijo de un hombre recto y honesto en el que se había
apoyado su padre, Tutmosis II. Su hijo era de la entera confianza
del faraón y una de las personas cuyo consejo más estimaba.

El faraón estaba bastante callado. El dueño de la casa respetó


su silencio mirando el humo que subía del pequeño incensario que
tenían delante. Tutmosis pensaba en su familia, en la familia sin
amor en la que había crecido. En un momento dado, le preguntó al
anfitrión:
–¿Te amó tu madre?
El dueño de la casa se sorprendió. Le explicó que él había
sido el sol de los ojos de su madre. Que siempre recordaba los besos
que le daba en la mejilla como más dulces que la miel. Tutmosis se
quedó en silencio. Al cabo de un cuarto de hora, comentó
ensimismado, mirando el humo del incensario:
–Soy hijo de una esposa secundaria del segundo Tutmosis.
Iset, mi madre, nunca me prestó mucha atención. Estaba más
interesada en los asuntos de su familia en la corte que en mí. Nunca
creyó que llegaría a reinar. Siempre fue fría y altiva conmigo.
Primero murió ella. Años después mi padre. Mi madrastra
simplemente me despreció. Cuando tuve suficiente entendimiento,
bien sabía que cada día podía ser la última jornada que disfrutara
de los rayos del sol. Pero precisamente esta situación de total
indefensión fue lo que hizo que mi madrastra no me tuviera en
cuenta.

168
–Pero erais corregente.
–Eso era solo un título. Mi vida valía lo que una decisión de
mi madrastra. Hoy era corregente. Mañana podía estar siendo
llorado por un coro de plañideras pagadas. Me tuve que hacer
fuerte. Tuve que hacerme invisible, no podía hacerme notar. Por
eso mi madrastra me fue encargando tareas más importantes.
Porque podía poner fin a mi ascenso con solo quererlo. Ni uno solo
me defendería. Por eso no le importó “ascenderme”.
–Pero, al final, dejó claro que le sucederíais.
–Dada la falta de alternativas… le pareció la mejor opción.
Lo que había sido una mera formalidad (el ser heredero) se
convertiría en la realidad (acabar siendo faraón). En ese momento,
me nombró jefe de sus ejércitos. Estuve al borde de la Cámara de
la Vestición y de la cámara del embalsamador.
Después, Tutmosis se volvió a sumir en el ensimismamiento.
Largo rato después añadió:
–Quizá todo sea un castigo por haber ensuciado de varias
maneras su recuerdo. No debí haber desmantelado su capilla en el
pilón de Karnak. (…) Ahora me maldice. Quizá todo sea la ira de
los dioses. (…) Puede que Moisés solo sea un mero instrumento de
la furia de nuestras deidades.
–Pero tuvisteis muchos éxitos durante muchos años después
de eso –se atrevió a objetar el anfitrión.
–A veces la ira del cielo se hace esperar.

Cuando, una hora después, entraron más moscas en la


estancia, la esposa del mercader quemó madera de enebro, que dio
muy buen resultado. Pasó otra hora más, por fin llegaron los dos
gobernadores esperados. Mientras le daban las noticias de cómo se

169
habían vivido las plagas aguas más abajo, fueron interrumpidos por
la llegada de un mensajero que se postró:
–Hijo de Ra, protegido de Tot, ya está en el río.
–Vamos –contestó con una sonrisa Tutmosis. La primera vez
que sonreía en todo el día.
Los presentes se pusieron en camino hacia el Nilo para ver
cómo bajaba portado en una barcaza un obelisco que era trasladado
hasta Iunu. El faraón y los dos gobernadores iban precedidos y
seguidos por una moderada comitiva. Los dos amigos y el faraón
iban a pie, el rey deseaba hacer ejercicio. Hizo un gesto para que
se alejaran los que iban delante y los que iban detrás. Tutmosis
deseaba hablar con Nebenteru a solas, mientras andaban. Este
gobernador le habló, como siempre, con familiaridad y confianza:
–Amigo mío –él era uno de los pocos que, en la intimidad, se
dirigía a él de esa manera–, no voy a andarme por las ramas: ¿Qué
vas a hacer? ¿Otra vez vas a esperar varios días hasta no poder
resistir más?
–¿Te lo han dicho? ¿Así te lo han dicho?
–Sí.
–Son unos hijos de rata. Los gobernadores son unas hienas.
–Pero es la verdad. Después de esta maldición, aguantarás.
Pero, al final, llamarás a Moisés y les dirás que paren. ¿Cuántas
veces tendrá que repetirse esto? Es hora de tomar ya una decisión.
–¡Yo ya he tomado mi decisión! –hubo una pausa–. ¿Cuál
sería tu decisión si fueras tú el que debe tomarla?
El amigo le miró fijamente y le dijo:
–Matarlos a todos. No dejar ni a uno.
El faraón sonrió.

170
–Bien, coincidimos –le confió el faraón con una sonrisa,
bajando la voz–. Esto no debe salir de entre nosotros. Me han
asegurado que necesito cuatro días para que 20.000 hombres más
lleguen a Gosén. Y otros dos días para desplegarlos, rodeando la
zona de los campamentos hebreos. Estamos a cuatro días de
resolver esto para siempre. Debo ganar tiempo –concluyó mientras
observaba cómo otro tábano había picado en el brazo a su amigo.
La comitiva de treinta hombres formaba una hilera por el
camino. Pero se hizo totalmente a un lado, saliendo fuera, para
esquivar una nube de moscas que se agitaba y arremolinaba justo
delante de ellos.
–Las moscas las resistiríamos, pero los tábanos –oyó que
decía el otro gobernador a un sargento que iba algo detrás de ellos.
–Cuatro días puede ser demasiado tiempo con tábanos –
musitó el faraón–. No sé hasta dónde podrá aguantar el pueblo.
–¿Temes alguna revuelta?
–Cuando hay una situación excepcional, puede ocurrir algo
excepcional. Pero únicamente necesito seis días más.
–Miente a los jefes de los hebreos. Diles que quiten esta
plaga. Total, si van a morir, ofréceles lo que sea.
Cuando llegaron a la orilla del Nilo, contemplaron el obelisco
en posición horizontal, trasladado en una barcaza, remolcado por
seis embarcaciones más pequeñas con remos. Aunque era, sobre
todo, la corriente la que lo arrastraba río abajo.
–No es un obelisco muy grande –explicó Tutmosis a los dos
gobernadores–. Va al Templo de Ra en Iunu. Deseo honrar la
ciudad de los registros reales.
Los presentes elogiaron el monolito, como era de esperar.
Tutmosis escuchó los previsibles comentarios y añadió:

171
–Estaba encargado desde hacía dos años. Pero lo han acabado
ahora. Qué felices tiempos en que mi mente solo estaba preocupada
en si erigir o no un monolito, en casar a una hija o en escoger el
tipo de piedra para dos hileras de carneros en un atrio de Luxor.
Ahora… luchamos por sobrevivir.
Esto lo expresó con tremenda amargura. Después,
repentinamente se volvió hacia un siervo:
–Tú, ven. Escucha, ve a ver al portador del Sello Real. Ahora
estará en su casa de la ribera del embarcadero septentrional. Que
mande llamar a Moisés. Dile que voy a estar toda la tarde en los
graneros de Menkheperresenb. Que les diga a él y a los suyos que
los recibiré allí.

Dos horas después, Moisés, su hermano y dos patriarcas,


cabeza de la tribu de Efraim y de Gad, eran recibidos en el salón
principal de la casa del primer oficial de esos graneros reales. Los
cuatro hebreos hicieron una inclinación profunda, lenta, pero no se
postraron. Si hubieran sido obligados a ello, lo hubieran hecho.
Postrarse, para ellos, no era un acto de adoración. Pero querían
dejar claro que se consideraban prisioneros, extranjeros retenidos
en una tierra que no era la suya. Los rostros de los recién llegados
eran duros, no sonreían. A Tutmosis le molestó profundamente esa
descortesía, pero no dijo nada. Todos estarían muertos en unos días.
A un lado de la sala, se hallaban presentes dos oficiales y
cuatro siervos. La reunión tuvo lugar en la mayor intimidad. La
señora de la casa y su hija mayor agitaban con unos abanicos de

172
madera, parecidos a raquetas de ping-pong, las brasas de dos
pebeteros. De allí ascendía el humo de los granos de mirra que
habían colocado. El humo alejaría a los insectos de esa sala no muy
grande. Como era habitual con esos esclavos hebreos, el faraón no
perdió ni un segundo en cordiales preámbulos:
–Id, sacrificad a vuestro Dios dentro de la tierra.
Esto lo dijo exclusivamente para ganar unos días de tiempo.
De ninguna manera deseaba mantener en el seno del Bajo Egipto
un pueblo con semejantes poderes para destruirlo todo. Sería como
guardar un escorpión bajo las ropas.
Moisés habló al oído de Aarón.
–No sería recto hacer eso –replicó Aarón tras escuchar a su
hermano–, porque los sacrificios que ofrecemos al Señor nuestro
Dios son ofensivos para los egipcios. Si los ofrecemos a la vista de
los egipcios, ¿no nos lapidarán? Debemos hacer una marcha de tres
días en el desierto y sacrificar al Señor nuestro Dios, como Él nos
manda.
Si las palabras del faraón no habían sido sinceras, tampoco lo
fueron las de Moisés. Bien sabía que el pueblo egipcio acataría lo
que determinase el faraón a ese respecto. Las palabras de Moisés
eran un modo de decir que no al faraón, usando una excusa
diplomática. Tutmosis únicamente deseaba ganar tiempo, así que
repuso:
–Dejaré que vayáis a sacrificar a vuestro dios y señor, dado
que no vayáis muy lejos –y en un alarde de bondad, añadió–: Orad
por mí cuando lo hagáis.
Impaciente, agitó la mano hacia sí, para que un siervo le
trajera su velo para colocárselo sobre la cabeza. Varias moscas
verdes se habían posado en su rostro. Aquello era repugnante.

173
–Tan pronto como os deje, majestad, –dijo Aarón tras
escuchar de nuevo a Moisés–, oraré al Señor para los enjambres de
moscas partan mañana del faraón, de sus oficiales y de su pueblo.
Solamente que el faraón no nos trate falsamente no dejando al
Pueblo ir a sacrificar al Señor.
En otros tiempos, Tutmosis hubiera mandado castigar allí
mismo con unos golpes en la cara esa falta de respeto:
“Falsamente”. ¡¿No se fiaba de él?! Aunque tenía razón esa víbora
barbuda, no pensaba concederles ni eso. Pero a quién podía dar la
orden para que le pegaran. Ahora, incluso, le hubiera temblado la
mano al oficial de los castigos. Sí, todo eso resultaba humillante,
pero un hecho era cierto: no se podía aguantar más. El faraón en su
cuerpo sufría ya más de quince picaduras de tábano. Habría sido
demasiado denigrante que los hebreos hubieran visto las cuatro
picaduras de tábanos en su rostro. El faraón apareció bajo una
gruesa capa de maquillaje retocada justo antes de ese encuentro. Al
menos la mirra estaba haciendo efecto y claramente estaba alejando
las moscas de esa estancia.
–¿Y por qué mañana? –preguntó Tutmosis indignado–. ¿Por
qué no pueden partir las moscas hoy mismo?
Moisés calló. Podría pedírselo a Dios hoy mismo. Pero no
había moscas en los campamentos hebreos de la región de Gosén.
Sabía que el faraón era falso. Tenía que experimentar el peso de
esa plaga para que su corazón se ablandara. Los egipcios tenían que
sufrir bajo el peso de esa plaga para presionar a su rey. Solo así
serían liberados. Moisés se limitó a repetir con sequedad:
–Mañana.

174
Día 32
Cabalgaron sobre pequeños insectos alados, yo lo
haré sobre un carro de toros
El faraón levantó su cetro ante la puerta del templo y exclamó: Hice sacrificar
para ti, oh, Ra, diez millares de cabezas de ganado, construí para ti grandes
pilonos. Yo mismo hice de cantero. Da la victoria a quien se dirige a ti.

Ya no había moscas en el ambiente. Pero en los dos días


siguientes, no se dio ninguna orden para dejar marchar al pueblo
hebreo. Esperaron, pero al tercer día, dos patriarcas de las tribus se
acercaron a palacio. Por tres veces, durante tres días, se les dijo que
volvieran a sus casas. Al menos, no les pegaron. Al sexto día, no
fueron a palacio, ya no tenían ninguna duda de que no iban a ser
recibidos.
Sabían que, entre las 8 y las 9 de la mañana, saldría la
comitiva del faraón hacia una población vecina; donde, al medio
día, tenía que asistir a la colocación de una gran estela en mitad de
la plaza que sus arquitectos habían diseñado para los puestos de los
mercaderes. Era una estela que conmemoraba sus hazañas. Las
inscripciones estaban pintadas en colores. La parte semicircular
superior de la estela le representaba de perfil, en medio de los
dioses. Sobre un pedestal con tres gradas, esos jeroglíficos le
recordarían en los siglos por venir.
Los hebreos se sentaron discretamente en una callejuela
menor. Un joven subido al andamio de una obra les avisó en cuanto

175
la cabeza de la comitiva comenzó a avanzar por la calle principal
de la capital. Los ocho ancianos hebreos acompañaron a Moisés y
su hermano hasta esa calle. La gente llenaba todos los espacios. No
podían ni asomarse. Aunque intentasen aproximarse, se iban a
quedar muy atrás. Los súbditos estaban tan apretados que el
maestro de ceremonias, adelantado, daba indicaciones con una
larga vara de que se echaran hacia atrás para que hubiera espacio
para que se pudieran postrar.
Pero antes de que la silla gestatoria apareciese por ese trecho
de la calle, un egipcio señaló al grupo de ocho hebreos. El nombre
de Moisés comenzó a ser musitado con temor. Todos se alejaron
del grupo hebreo. Aarón y su hermano pudieron llegar hasta la
primera fila poco antes de que la comitiva comenzara a llegar a esa
parte de la vía. Antes de decir nada, todos le señalaban, incluso
desde el otro lado de la calle. Los miembros de la comitiva se
advirtieron unos a otros, y pasaron ante él sin poder evitar el mirarle
sin ningún disimulo: unos indignados, otros con miedo.
Un adolescente de la comitiva fue enviado hacia atrás por un
oficial. Este corrió hasta el maestro de ceremonias. El cual se
aproximó a Tutmosis que era portado en un alto asiento con
relieves y malaquitas incrustadas. El monarca no pudo evitar poner
cara de sorpresa delante de todos sus súbditos. ¿Qué hacer?
Evidentemente, no podía ya desviarse. Tampoco podía ofrecer el
más mínimo signo de temor. Respiró hondo y miró al frente. Para
nada desvió sus ojos hacia los lados desde su alto asiento. De
pronto, desde el lado izquierdo de la calle, oyó cómo alguien
clamaba:
–Así dice el Señor, el Dios de los hebreos: “Deja a mi pueblo
ir, para que puedan adorarme. Porque si rehúsas que ellos vayan y
todavía los retienes, la Mano del Señor golpeará con una peste
mortal a tu ganado en el campo: a los caballos, a los asnos, a los
camellos, a las piaras y a los rebaños. Pero el Señor hará una

176
distinción entre el ganado de Israel y el ganado de Egipto, para que
nada muera del ganado que pertenece a los israelitas”.
Toda la gente presente en la calle, que siempre guardaba total
silencio, comenzó a gritar preguntando: ¿Cuándo, cuándo, cuándo
sucederá eso? Aarón respondió:
–Mañana el Señor hará esto en la tierra.
Hubo gritos de lamento. Todas las familias que poseían algún
animal se llevaron la mano a la boca o al rostro.
Tutmosis lo escuchó todo, pero siguió mirando al frente. Pero
por muy hierático que quisiera aparecer, dudó si regresar a palacio.
¿Seguía adelante? ¿Anulaba la ceremonia? Decidió seguir
adelante. No variaría el programa de esa mañana. Cuando ya
estaban en la zona de huertos que rodeaba la ciudad, el ministro de
suministros le preguntó con temor:
–¿Deberíamos tomar medidas? ¿No sería mejor retornar y
reunir al consejo real?
–Masaharta, y aunque regresáramos, ¿qué hacer? ¿Qué
medidas podría tomar?
–Se pueden tomar medidas. Tenemos a los sacerdotes de los
templos. Disponemos de centenares de sacerdotisas conocedoras
de poderosos conjuros.
Tutmosis, cómodamente sentado, dejó que su crédulo
ministro siguiera desgranando cuántos eran los recursos que
disponían en ese campo. No se molestó en contestarle.
La estela fue inaugurada con toda solemnidad por él, como si
no pasara nada. Aunque la noticia ya había llegado y todos la
conocían en esa pequeña población de cinco mil habitantes. Todos
estaban horrorizados. Nadie de ellos le mencionó nada al rey. Al
día siguiente, todo el ganado murió.

177
Día 40
La riqueza viviente de las Dos Tierras que muge
y se reproduce
El faraón encontró, otra vez, su corazón fortalecido, sintió su pecho alegre. Era
como Montu. Tiraba mortalmente a su derecha y capturaba a su izquierda.

Tutmosis se quedó pensativo en mitad de un pasto sobre el


que había trescientos bueyes muertos. No había ninguna sorpresa
en su rostro. Lo esperaba. La figura impolutamente blanca del
faraón resaltaba entre los dos mayorales con bastas túnicas cortas
de colores y otros veinte pastores que les seguían. Los capataces le
señalaban hacia lo lejos, hacia el lugar donde llegaban a verse los
últimos cadáveres. Al escuchar la palabra “cadáver”, Tutmosis se
sobresaltó. Los campos estaban sembrados de cuerpos inánimes de
vacas, ovejas y camellos. ¿Y si mañana esa fuerza invisible mataba
a todos los egipcios sin dejar ni uno?
El dueño de ese latifundio se acercó por detrás charlando con
el ministro de obras reales. El rico ganadero le invitó a entrar en su
villa y beber un poco de cerveza. Mientras iba de camino, varios
labriegos de las huertas de los alrededores se aproximaron al
faraón. Tras la postración, todavía en el suelo, levantaron sus
cabezas para clamar protección entre lágrimas: “¡Ayúdanos, gran
señor! Socórrenos. Protégenos”.
Un asno era una fortuna para un pobre hortelano. Perderlo
significaba tener que trabajar mucho más duramente a partir de

178
entonces. Para muchas familias pobres, que se muriera una cabra
significaba que ya no tomarían leche o cuajada más que una o dos
veces a la semana. Tutmosis avanzó impertérrito. De momento, le
pedían protección. No pasaría mucho hasta que los gritos no fueran
ya de petición de auxilio, sino de furia.
En la pequeña acogedora salita de esa villa, con el suelo
cubierto de esteras y sobre las que había abundancia de cómodos
cojines, el faraón se recostó. Se sirvió la cerveza, pero se mostraba
taciturno. Palacio envió allí a los mensajeros del norte y del sur que
habían llegado esa mañana. Ellos le refirieron con detalle hasta
dónde llegó la plaga de los mosquitos y la de las moscas. Era de
esperar que lo mismo sucedería con el ganado. Las noticias
llegarían dentro de varios días.
Otro ganadero, amigo del dueño, le explicaba a un alto
escriba de la corte que el ganado que, esa mañana, se hallaba bajo
cubierto o en corrales no había muerto. Únicamente el que estaba
en el campo a cielo abierto había muerto. El que hablaba pensó:
“Cómo había predicho Moisés”. Lo pensó, pero no lo dijo.
El ministro de obras reales le había explicado al tiaty, el
primer ministro, que sin asnos ni bueyes las construcciones
sufrirían no un parón, pero sí un retraso sustancial. Tutmosis estuvo
muy callado, ensimismado en sus pensamientos. Si la muerte se
había extendido hacia arriba del río y hacia abajo, como en las
anteriores plagas, el trono iba a tener problemas. Los campesinos
iban a levantar su voz contra el faraón, no contra los hebreos.
Desde esa sala, el faraón escuchó al portador del sello dar
instrucciones a quince emisarios para que recorrieran la red de
caminos en torno a Menfis voceando el decreto de que se
procediera de inmediato a enterrar esos cuerpos.
–Si no lo hacen, esto va a ser un hervidero de moscas. Y ya
sabemos lo que es eso.

179
–Portador excelente del gran sello, aquí solo hay veintidós
pastores y una docena de zagales –intervino preocupado un
mayoral–. ¿Cómo podemos cavar agujeros profundos para cada
una de las trescientas reses?
El ministro de obras públicas, presente, se dio cuenta de que
tenían razón. No bastaba cubrir con un poco de tierra. Si no había,
al menos, tres palmos de tierra, el hedor iba a ser insufrible. Así
que le tranquilizó:
–Tienes razón. Hablaré esta misma mañana con el tiaty para
que se envíen soldados del acuartelamiento del centro de la ciudad
a las posesiones de los alrededores. Enviaremos aquí, por lo menos,
ochenta soldados. Entre hoy y mañana la mitad de las reses deben
estar bajo tierra.
El ministro le comentó al portador del sello:
–Tenemos que conseguir la lista de los latifundios con
grandes cabañas para hacer lo mismo. De lo contrario, no va a haber
quién pase por aquí.
El faraón callaba.

De camino hacia palacio, sentado en su silla de mano, ordenó


a los esclavos que se dirigieran hacia el cuartel militar del centro.
Los oficiales se postraron. Los generales, ese día, habían salido.
Pero sí que estaba su cuarto hijo, al mando de un batallón de carros.
Padre e hijo pasearon por el gran patio. Se ordenó a todas las tropas
que desalojaran ese recinto. Los dos, con las manos a la espalda,
iban con la vista baja.
–Padre que me diste la vida. Corren rumores de oficiales
muertos al intentar matar a un patriarca hebreo de Gosén. No
sabemos dónde acaba el rumor nacido de la nada y dónde empieza
la verdad.

180
–Así que no han actuado –comentó sin levantar la vista del
suelo el monarca.
–Las tropas siguen en sus tiendas. Están acampadas, pero no
han actuado.
–¿Y Mernuterseteni?
–Él y Minnakht, y los otros ocho generales, han salido a hacer
ejercicios a las afueras de Menfis. En realidad, no querían estar aquí
y ser la diana de tu ira. Reconocerás que eres capaz de condenar al
que te dé estas infaustas noticias.
Caminaron en silencio un trecho. El hijo le preguntó qué
sucedería ahora.
–Se dirigen hacia aquí los gobernadores. El hecho de que
todavía no estén alojados ya en la Gran Casa tres o cuatro, los más
cercanos y los del Delta… me preocupa.
–¿Por qué?
–Significa que se han reunido antes de entrar en Menfis. Han
preferido reunirse y deliberar juntos. Mira –y señaló a su
alrededor–. Incluso los generales no están hoy en el
acuartelamiento central de la ciudad.
Siguieron caminando en silencio.

181
Día 42
No sostiene en vano el mayal con su derecha
En la batalla, a todos los que apuntaban en dirección al faraón se les desviaron
las flechas, porque su brazo era poderoso y Ra era su padre, permitiéndole
despedazar países extranjeros.

Habían pasado dos días desde la muerte del ganado. Los


hebreos no habían enviado a nadie a palacio. Si los funcionarios
querían transmitirles algún mensaje, bien sabían que había una
veintena de tiendas hebreas plantadas en una zona de las afueras de
Menfis.
Algo antes de las nueve de la mañana, el faraón entra en la
Sala de generales del cuartel que hay en el centro de la capital. Solo
distaba unos ochocientos metros de distancia de la puerta principal
de palacio. Pero, en realidad, eran dos mundos totalmente distintos.
La Sala de los generales tiene sus paredes cubiertas de pieles de
leones, el suelo está alfombrado por pieles de cebras. En la pequeña
estancia, hay quince generales de los ejércitos faraónicos. Todos se
ponen en pie marcialmente cuando entra Tutmosis y se llevan las
manos a las piernas, inclinando sus cabezas. Él les saluda con
disgusto.
Ha hecho venir a los generales que rodean la región de Gosén.
Antes de decir una sola palabra, le hace una indicación con su mano
a un ayuda de cámara. Este sale y, al poco, varios soldados entran

182
con doce hebreos con los brazos a la espalda y bien amarrados por
las muñecas. Había ordenado a un comandante que le trajese a un
hebreo perteneciente a cada una de las doce tribus.
Tutmosis miró a los ojos de los generales que consideraba
más débiles y les preguntó:
–¿Creéis que estos esclavos están hechos de una pasta distinta
que la de los ugaritas o los hititas?
Agarró por la cabellera llena de rizos a uno de los jóvenes
hebreos y dio un tirón hacia abajo. El adolescente, con todas sus
fuerzas, trató de reprimir su dolor: estaba ante el faraón, había que
hacer todo lo posible para no enfadarle. El faraón, sin soltarle,
continuó:
–Son hombres, meros hijos de hombres. Así como las ovejas
son hijas de las ovejas, y los gansos son hijos de los gansos.
Tutmosis lo siguió agarrando tirando hacia abajo con la
izquierda. Con la mano derecha tomó la espada del general más
cercano. Hizo el gesto de querer cortarle el cuello al hebreo. Pero,
con una mano ocupada en su pelo y estando tan cerca, se dio cuenta
de que no era el instrumento adecuado. Devolvió la espada de un
modo rudo al general, casi tirándosela al peto del pecho, y tomó la
daga que colgaba del cinto de otro que se hallaba cerca: una bella
daga con incisiones que formaban motivos geométricos tanto en su
empuñadura, como en su brillante hoja.
Sin dudarlo, el faraón degolló al pobre hebreo. El joven de
ningún modo se esperaba aquello. Le tomó totalmente por sorpresa.
En ese momento, los dos soldados agarraron con más fuerza al
preso. Pero brotándole la sangre a borbotones no pudo gritar nada.
Incluso a militares acostumbrados a la muerte, no dejaron de
impresionarles esos ojos incrédulos que miraban alternativamente

183
al faraón y al resto de los presentes. El faraón no dijo nada hasta
que el joven se desvaneció.
–Veis –comentó Tutmosis–, no pasa nada, muere como todos.
Los otros presos abrieron desmesuradamente los ojos, su primer
impulso fue el horror. Pero se dieron cuenta de que era más sensato
no decir nada, no agitarse, mirar al frente y no a las caras, pasar
desapercibidos.
–¿Seguís teniendo miedo a estos pastores barbudos
malolientes? –preguntó el faraón y clavó el filo de la daga en el
segundo cuello.
La sangre cayó abundante sobre las pieles de cebra del suelo.
Los pies de los generales trataron de evitar el charco de sangre.
Pero la estancia era pequeña y con los prisioneros y los soldados
que los sujetaban estaba ocupado buena parte del espacio. Tutmosis
todavía degolló a un tercer hebreo. Esperó a que también el tercero
perdiera la consciencia. Cuando los soldados sacaron al tercero de
la estancia, quedó ya más espacio dentro del lugar.
–Ahora tú –le ordenó con frialdad a un general temeroso.
Y fue entregando la daga para que cada mando degollara a un
hebreo, hasta que no quedaron más. Los últimos sí que gritaron y
se resistieron con todas sus fuerzas. Pero fue inútil: otros dos
soldados les agarraron de las piernas. Cuando acabaron de degollar
a los últimos, Tutmosis les preguntó con una sonrisa a sus
generales:
–¿Os ha pasado algo?
Todos contestaron que no, aunque lo hicieron de un modo
inexpresivo, sin ninguna alegría, todos estaban serios.
–No pasa nada por matar hebreos –prosiguió el faraón, ahora
con una permanente sonrisa en su cara–, lo habéis visto. Pero sí que
pasa algo por desobedecer al faraón –y repentinamente clavó la

184
daga de punta en el cuello del general Ma-naktuf. A los prisioneros
les había cortado las arterias usando la daga de lado. Al anciano
general se la había clavado de punta. En un lado, de un modo
certero había seccionado la yugular.
La víctima trataba inútilmente de detener la salida de sangre.
Deambuló por la estancia dando tumbos hasta desplomarse.
Tutmosis, caminando sobre la sangre que cubría todo el suelo,
ahora sí, se sentó. Los, ahora, catorce generales aguardaron sus
palabras de pie. Pero él se deleitó en el silencio. Con una tremenda
ironía, finalmente, el faraón comentó:
–No pasa nada por matar esclavos. Pero ya habéis visto que
sí que pasa algo por desobedecer al dios-rey de estas tierras. Lo
habéis visto con vuestros ojos.
El faraón movió su sandalia para limpiar la sangre de la punta
de su suela en la piel de la cebra que tenía a sus pies. Continuó
hablando con calma:
–Ma-naktuf no solo desobedeció mis órdenes, sino que bien
sabeís que, incluso, llegó a retroceder desde Tanis hacia los
primeros fuertes del camino del Levante.
El faraón se levantó y movió su asiento hasta un extremo de
la estancia, donde yacia el general con los últimos leves espasmos
de sus extremidades. Tutmosis se sentó mirando de frente a los
generales. Después de sentarse, apoyó sus pies sobre la cabeza del
militar agonizante. Y siguió hablando con una suela de su sandalia
sobre la mejilla blanca, cérea, del general cuyo corazón daba sus
últimos latidos. La sandalia iba de su mejilla hasta la sien canosa
del militar. La otra sandalia se apoyaba exactamente entre los
omóplatos.
–Ahora, vamos a hacer las cosas bien. ¿Queda claro? En
cuanto acabe de hablar, saldréis directamente hacia vuestros

185
campamentos. Sí, ya sé que necesitáis tiempo para llegar hasta
vuestras unidades. Tú, Sen-nefer, tienes que llegar hasta los fuertes
de Ibis Tehut. Así que tomaos tres días para esto y dos para los
preparativos. Pero ni uno más. Dentro de cinco días exactamente,
de forma conjunta, avanzaréis hacia el interior de la tierra de Gosén
y acabaréis con todo hebreo que camina sobre las tierras del Bajo
Nilo. No perdonaréis la vida ni de un solo anciano ni de un solo
niño. Todo varón y hembra de ese pueblo debe ser desarraigado de
la faz de esta tierra que honra devotamente a sus dioses. Si hubiera
alguna tribu extranjera, en esa región, mezclada con los hebreos,
acabad con ellos. Nadie os pedirá cuentas. Pero, ay del que deje
escapar a una sola familia.
–Has hablado de todo hebreo que camina, ¿qué hacemos con
los infantes?
–Los tomaréis de las piernas y los estrellareis contra el suelo.
–Hijo de Ra, ¿qué hacemos con los despojos?
–No dejéis vivo ni su ganado. Con lo que posean, haced un
gran montón con sus tiendas y enseres y quemadlo todo como
ofrenda agradable a Ra. El segundo grande montón lo quemaréis
en desagravio de Amón. Pediréis a los sacerdotes de los templos
más cercanos que hagan sus plegarias y ritos de desagravio
mientras arden esos montones. El tercer montón arderá en honor de
Osiris, el revivido. Si en Gosén arden cincuenta piras, cada una será
dedicada a un dios determinado por un sacerdote.
–¿Algo más? –preguntó un general dándose un golpe de puño
sobre su pecho.
–Los cadáveres de esa raza inmunda serán apilados y dejados
para que se pudran. La hediondez que reinará en esa región será el
testimonio de la ira de Egipto. También ellos tendrán su versión de
la plaga de la sangre y las moscas, con una diferencia: será la sangre

186
de sus propios hijos y las moscas se alimentarán de sus cuerpos.
Ahora marchad, vosotros sois la ira de un imperio.

A las once de esa misma mañana, el faraón entraba en la Sala


del Escarabajo, situada en el lado oriental de palacio. Se había
cambiado de ropa, pues la que había llevado puesta en el cuartel
estaba ensangrentada. Pero alguien notó algún resto de sangre en
su pierna y en un hombro.
Trece gobernadores del Bajo Egipto estaban reunidos desde
hacía una hora con el faraón en la pequeña y acogedora Sala del
Escarabajo. Encajado en una hornacina de la pared había un
cuadrado de una piedra verdosa con un escarabajo muy antiguo
incrustado en su centro. La piedra gris del escarabajo, de menos de
un palmo de longitud, no era nada especial, pero quedaba patente
que era antiquísimo. De hecho, esa figura daba nombre a esa salita.
Los nomarcas se hallaban sentados a lo largo de tres paredes,
sobre asientos bajos que parecían taburetes de mimbre. Ellos
habían desfogado allí todos sus temores antes de que llegara el
faraón. Lo habían hecho y seguían haciéndolo. Tutmosis, sentado
al principio en el centro de una especie de sofá, ahora estaba
ligeramente recostado sobre él. Y los gobernadores proseguían
elevando su queja por el imperio. El rey no mostraba rubor alguno
por no ocultar su aburrimiento. Aquellos hombres no tenían ni idea
de lo que había sucedido esa misma mañana en el cuartel. Seguían
con su cantinela.

187
El nomarca de la Tierra del escudo del sur, un hombre serio
y circunspecto, tomó la palabra y levantándose preguntó al faraón:
–¿Por qué ese vil esclavo nos tortura de este modo, dejando
pasar tantos días entre plaga y plaga? Majestad, ¿vos lo sabéis?
Los demás gobernadores se habían quejado en general,
habían comentado entre ellos, pero no habían preguntado nada al
faraón. Ahora este hombre, se dirigía hacia Tutmosis directamente.
El rey abrió más los ojos y se limitó a responder con desgana:
–No hay un plan. Es que no puede más.
–¿Por qué sabemos… que no puede más? –preguntó ese
mismo gobernador. El faraón le respondió:
–Si pudiera más, ¿no crees que nos hubiera destruido ya? Si
no lo ha hecho, es porque no puede.
Todos asintieron.
Pero la inacabable lista de lamentos prosiguió. Tutmosis, en
silencio, más que prestar atención a sus lamentos, le daba vueltas a
qué hacer para que esas ranas chillonas dejaran de croar su
descontento. Era evidente que no podía hacer como dos horas
antes. Había que hacer o decir algo que les impactara. Algo para
que se fueran a sus casas con la idea de que el problema se iba a
resolver. Algo que diera impresión de fuerza. Pero no se le ocurría
nada y seguían lamentándose y lamentándose. Ya estaba harto.
Repentinamente, el faraón levantó la mano, ordenando silencio.
–Escuchad, abrid bien los oídos. El asunto, el entero asunto,
quedará resuelto en cinco días. Cin-co dí-as –repitió remarcando
cada sílaba–. Después… el imperio seguirá su curso.
Hubo un silencio total, como consecuencia del modo tan
férreo con que había hablado el rey. Pero tras unos segundos, un
gordo nomarca prosiguió con sus quejas. “No ha entendido nada”,

188
pensó Tutmosis. Y ese obeso gobernador continuaba. Tutmosis se
levantó se dirigió hacia él y, sin mediar palabra, le agarró por el
cuello con su fuerte puño.
–Cin-co dí-as –le repitió mirándole a los ojos.
Le soltó. Ya se habían acabado todos los lamentos. Volvió a
su sofá y añadió, conteniendo su enfado:
–Y mejor no regreséis a vuestras casas. Quedaos aquí y así
veréis cómo yo, que soy la conexión entre los dioses y el pueblo de
los dos reinos, no hablo en vano –dio unas palmadas para que le
trajeran un collar y unos brazaletes–. Y ahora todos iremos a
ofrecer un sacrificio a Tot. Al fin y al cabo, llevo su nombre. Iremos
todos juntos para que el Pueblo vea que, en estos momentos, nos
mantenemos unidos.
Salió afuera para cambiar el jat de su cabeza, un velo simple,
por el nemes, más solemne, también de tela, pero más grande y
decorado con franjas. Mientras un siervo se lo colocaba, el portador
del sello le dijo en voz baja:
–Horus de oro, me atrevo a hacer una sugerencia si lo tenéis
a bien.
–Habla.
–En esta situación… ¿no sería preferible ofrecer el sacrificio
a Montu, que es la encarnación de la vitalidad conquistadora del
faraón?
Sin contestarle, salió al atrio donde esperaban los nomarcas y
les dijo:
–Vamos al templo Montu. El dios de la guerra es fuerte y
ahora resulta muy conveniente ser ayudados por su ímpetu.

189
El chambelán entregó a un joven adolescente un sello real de
mensajero. Era un cilindro de madera acabado en un semicírculo
de metal, donde estaba grabado el cartucho del faraón reinante. El
joven salió a la carrera, veloz como una gacela, para dar el aviso a
los ocho sacerdotes del templo de Montu.
El séquito comenzó a recorrer el centro de la ciudad entre
aclamaciones. El faraón, sentado en silla gestatoria, iba precedido
por los orgullosos nomarcas, todos vestidos con túnicas largas.
Detrás de los flabelos, iba una veintena de sacerdotes palatinos.
Cada uno estaba consagrado al culto de una divinidad, todos
mostraban sus cabezas perfectamente afeitadas, con pieles de
leopardo sobre sus túnicas blancas y largos bastones en las manos.
Tutmosis notó que apenas salían aclamaciones de entre el
pueblo. Había temor, el descontento era evidente. La procesión
avanzaba con toda pompa por en medio de la gente postrada que se
hacía a los lados. Pero, esta vez, el pueblo llano estaba en silencio.
Pero todo puede ir a peor. Cuando uno piensa que ya se ha
tocado fondo, se descubre que cualquier situación se puede agravar.
En la entrada a una plaza llena de alfareros, le esperaba Moisés
rodeado de varios de los suyos. Le esperaba erguido, orgulloso. En
realidad, ese encuentro no estaba previsto, había sido fruto,
exclusivamente, de la casualidad. Moisés se dirigía a palacio a
hablar con el faraón y se había encontrado con la comitiva por el
camino.
El hebreo no dijo nada. Se dirigió a unos hornos que estaban
a treinta pasos de él. Los egipcios se apartaban de él con miedo
conforme avanzaba. La comitiva seguía avanzando en medio del
expectante silencio que se había impuesto de golpe. El Pueblo
miraba a Moisés como hechizado, sin perder detalle. Los
cortesanos, los gobernadores, lo miraban de forma más discreta y
sin detenerse. Pero, aunque no se detuvieron ya que iban en la

190
comitiva real, volvían discretamente sus ojos hacia él con la misma
intriga que el pueblo llano.
Moisés había llegado a una zona donde había una veintena de
hornos apagados, unos hornos comunales para el pan. Se volvió al
faraón. Este había tratado de aparecer indiferente a la presencia de
los hebreos. Pero si no daba orden de parar, la comitiva saldría de
la plaza y no vería lo que iba a hacer Moisés. Y era evidente que
algo iba a hacer. Enfadado, el faraón gritó: “¡Parad!”.
Ya sin ningún pudor, Tutmosis, sentado en su silla, se volvió
de lado para ver mejor a Moisés a un lado de la mitad de la plaza.
Este tomó un puñado de hollín con la derecha y otro puñado con la
mano izquierda. Miró a los habitantes de la ciudad. Percibió el
miedo de los centenares de ojos que le miraban. Y arrojó el hollín
a lo alto, sin decir nada. No era ceniza gris, sino hollín
completamente negro, muy fino, que formó una nube en el aire. Las
manos de Moisés estaban tiznadas del todo, realmente muy sucias.
Se volvió, de nuevo, al horno y tornó a tomar otros dos puñados de
hollín y los arrojó al aire, hacia arriba, hacia delante. Esas
nubecillas de polvo oscuro parecieron hacerse más grandes. Eran
tenues como el hollín lanzado al aire. Pero, en vez de difuminarse,
se agrandaban conforme el viento leve las arrastraba. Moisés no
dijo nada.
Ya antes de lanzar por segunda vez los puñados, más de una
docena de sacerdotes habían salido de la comitiva y se habían
colocado frente a él. Levantaron sus brazos a lo alto, sin soltar sus
bastones, y gritando todo tipo de conjuros contra ese enemigo de
Egipto. Después de levantar los brazos, soltaron los bastones, y
dirigieron sus manos hacia Moisés: como si un poder saliera de sus
manos para herir con poderes invisibles. Moisés impertérrito vio
cómo casi le rodeaban. No llegaron a tocarle, pero estaban
profiriendo sus fórmulas de un modo crecientemente violento. No
hacían teatro. Realmente, creían en lo que hacían. La violencia de

191
sus imprecaciones seguía creciendo. Si uno solo de ellos se
abalanzaba contra él, todos le seguirían. Estaban fuera de sí.
Aquellos veinte hombres rabiosos se bastaban para arañarle y
desgarrarle como perros furiosos.
De pronto, varios de esos sacerdotes gritaron de un modo
diferente. Ya antes estaban todos gritando, pero ahora los gritos
eran distintos. Se miraban sus brazos, se miraban unos a otros el
rostro, el cuero cabelludo: ¡estaban apareciendo más y más
erupciones en su piel! Algunos salieron corriendo de allí. Otros
permanecieron en el corro alrededor de Moisés, como dejando
claro que no lo temían. Pero los últimos en marchar, también
corriendo, fueron los más afectados: más y más erupciones
purulentas cubrían su piel.
La plaza se vació en menos de medio minuto. Las vesículas
llenas de pus habían aparecido en todos los circunstantes. Todos
querían abandonar a toda prisa ese lugar de infección. El faraón
observó cómo esos granos aparecían en la piel de escribas y
cortesanos de su séquito. Dio orden de marchar de allí rápidamente.
Pero era tarde. La reunión con los nomarcas había tenido como
propósito tranquilizarlos y ofrecer una impresión de fortaleza, y
ahora se había logrado todo lo contrario: ellos, horrorizados, se
tocaban sus brazos, las piernas y las cabezas. La comitiva salió de
la plaza con orden, pero a toda prisa. Dio media vuelta por otras
calles y regresó a refugiarse a palacio. Algo inútil, porque el
portento de la nube oscura de polvo hollín se extendió primero por
toda la ciudad y alrededores. Después, por todo Egipto. Desde el
faraón hasta el último niño de las tierras de los lejanos límites del
Alto Egipto padecieron esas erupciones.
Como en otras plagas, el mal se centró en el epicentro, la
ciudad en la que estaba el faraón, y disminuía conforme uno se
alejaba de allí. Esa noche el mismo rey llegó a escuchar a hombres
que con alta voz gritaban, detrás de los muros de palacio, que

192
cuándo se marcharía el faraón de esa ciudad. Al día siguiente, se
escucharon más gritos de ese tipo. A la parte interna de palacio no
llegaba ningún grito de ningún desesperado. Pero, en algunas
estancias de la zona más cercana al perímetro exterior, sí que lo
escuchó el mismo Tutmosis, sus hijos y sus siervos. Y ya no era la
excepción, como por la noche, de un padre exasperado. Ahora eran
ya grupos de súbditos encolerizados.
¿Con qué fuerza se podía presentar el faraón a los nomarcas,
cuando ni los más diestros maquilladores eran capaces de ocultar
que él mismo tenía su rostro y brazos con vesículas llenas de pus?
Un par de nomarcas le hicieron llegar, de modo discreto, a través
de esposas del harén, la necesidad que tenían de marchar a sus
tierras. Por asuntos urgentes, decían. Les dijo que no,
rotundamente. Si les dejaba partir, pensó, todos querrán alejarse de
ese lugar. Va a ser una desbandada.

Al día siguiente, varios funcionarios le plantearon la


posibilidad de trasladarse a Tebas. El tema se discutió en la corte
largamente. La verdad es que todos querían salir de esa ciudad, de
cualquier lugar donde morara el hebreo que maldecía. Pero
Tutmosis se mantuvo firme: sería entendido como una huída.
–¿Cómo queréis que el mendigo que pide en una calle y que
no tiene idea de nada, no vea mi partida como una derrota? Peor
todavía, ¿es que creéis que desconozco que si me marcho, todos los
cortesanos de este palacio no se van a ir a la desbandada? ¿Creéis
que no sé que, desde la última plaga, todos quieren irse lejos, a
cualquier lado donde tengan familiares? No, de ninguna manera.

193
Y miró con desprecio a la corte, musitando que eran débiles.
Después, en alta voz, dijo:
–Mirándoos comprendo por qué yo soy el faraón y vosotros
los súbditos. ¡Postraos!
El maestro de ceremonias golpeó con su bastón de punta
metálica la placa de bronce a sus pies, y todos se postraron.
Tutmosis se regodeó viendo a todos, desde los más altos
funcionarios hasta el último escriba, con el rostro en tierra. Después
que se alzaron, añadió:
–Entendedlo bien, no puedo alejarme. Tengo que estar cerca
de donde hay que tomar las decisiones. El problema es ese hombre
maldito. Tengo que estar cerca del problema. Pero os aseguro que
pronto un comandante os mostrará aquí, en esta sala del trono, la
cabeza cortada de Moisés, mientras su cuerpo empalado será
expuesto en la Puerta Norte de la ciudad.
Algún cortesano servil añadió que, después de que ese cuerpo
se pudriese dos semanas en un poste, debería ser lanzado como
alimento de los cocodrilos.
–Tú lo has dicho y así será –corroboró el faraón–, antes de
empalarlo, daremos sus entrañas frescas a los perros. Después de
dos semanas, su carroña será alimento de los cocodrilos. Su cabeza
será enterrada en cal viva. Una vez que saquemos su calavera, la
tendré junto a mí, en la Sala de las Coronas, y cada día yo mismo
la golpearé en un almirez de granito. Lo haré durante meses. Hasta
que sea polvo que echaremos en las letrinas de la ciudad. Lo digo
y lo haré. Lo vais a ver con vuestros ojos.
–¡¡Contigo no tenemos miedo!! –y todos le jalearon.
El tiaty pidió silencio y aconsejó:
–Pero hay que evitar toda muestra de violencia contra ese
campamento de hebreos situado en las afueras de la ciudad. ¡Que

194
nadie les moleste! Insisto, que nadie les moleste. No deben
sospechar nada. Hay que atrapar al lagarto cuando está
desprevenido. El faraón sabe lo que tiene que hacer y lo que va a
hacer. Vosotros no hagáis nada.
Todos los presentes entendieron que algo estaba ya planeado
y se quedaron tranquilos y conformes. Si alguno no estaba ni
tranquilo ni conforme, bien sabía que con el ambiente que reinaba
en el salón del trono hubiera sido una locura disentir.

195
Día 43
Como la tortuga, los dos reinos colocarán su
cabeza bajo la coraza de Ra
El faraón entró en sus países y yació en su sangre. Era como un muro de bronce
en medio de su ejército. Estaba listo para combatir como un toro enfurecido.

El faraón se estaba bañando plácidamente en el Nilo, era un


gran nadador. Como a su padre, le gustaba levantarse pronto y
nadar un rato. En cuanto comenzaban los primeros días de calor del
tercer mes de Peret, comenzaba esta costumbre heredada de
Tutmosis II. Y, en cuanto el calor ya se afincaba de forma
permanente en las riberas del Nilo, lo hacía tres veces a la semana,
una semana que para ellos era de diez días. El rey debía estar fuerte.
Vigorosamente, al estilo braza, alcanzó el centro del río. En
esa zona no había nadie a esa hora. Nadó aguas abajo. Estaba muy
tranquilo a pesar de la profundidad. Llevaba nadando desde niño,
más en las aguas de Tebas. Bien sabía que en esa zona no había ni
cocodrilos ni hipopótamos. Había que ir mucho más al sur para
encontrarlos. Regresó hacia la orilla, nadando al estilo braza. Desde
antiguo, se habían emplazado en un lugar concreto de la ribera unos
escalones para introducirse en el río. Los reyes de Egipto nadaban
en esa parte del río desde hacía generaciones.
Tutmosis se hallaba relajado, tranquilo. A punto ya de
alcanzar la orilla, solo pensaba en que después desayunaría con sus
mujeres e hijos. Le apetecía un buen cuenco de cuajada con nueces

196
y miel. Habían pasado cuatro días desde que diera la orden secreta
a sus generales. Al día siguiente sería la masacre. Pero su mente
para nada pensaba en esas cosas.
Al llegar a los escalones notó temor en la joven concubina
que le trajo una mullida tela de lana para secarse y bajó la vista
hacia el suelo. Se frotó el cuerpo y avanzó unos pasos. Los juncos
abundantes le impedían ver a los cinco cortesanos que le habían
acompañado. Cuando los vio, percibió con claridad que sus rostros
manifestaban miedo. ¿Qué pasaba? Mientras despreocupado se
secaba la cabeza afeitada, avanzó para preguntar a uno de ellos. Al
arrojar la tela en manos de la sierva, vio la causa de que estuvieran
como petrificados y mudos. A un lado del camino, no cerca,
estaban esos barbudos malditos, Moisés y sus pastores
acompañantes.
No era ningún secreto que, a menudo, iba allí a bañarse. Pero
nadie iba a turbarle, porque el pueblo llano bien sabía que, en ese
momento, no les iba a prestar ninguna atención. Al revés, eran
conocedores de que ese no era el momento para venir con ninguna
petición, ni siquiera para saludarle. Pero allí estaba ese.
Ni el faraón le saludó ni Moisés lo hizo. Pero este le pidió a
su hermano Aarón que le diera el mensaje. Aarón, a diferencia de
su hermano, no titubeaba e iba al grano:
–Así dice el Señor, el Dios de los hebreos: “Deja ir a mi
pueblo para que puedan adorarme. Porque esta vez enviaré mis
plagas sobre ti y sobre tus oficiales y sobre tu pueblo, para que
puedas conocer que no hay otro como Yo en toda la tierra. Hasta
ahora podría haber extendido mi mano y haberte golpeado a ti y a
tu pueblo con peste, y hubieras sido cortado de la tierra. Pero esta
es la razón por la que he dejado que vivas: para mostrarte mi poder
y para hacer que mi Nombre resuene a través de toda la tierra.

197
Tutmosis, hombre fornido, atlético, con aire fanfarrón se fue
aproximando lentamente a ellos. Aarón prosiguió:
–Todavía estás exaltándote a ti mismo contra mi pueblo y no
les dejas marchar. Mañana, a esta hora, haré que caiga el granizo
más pesado que nunca haya caído en Egipto desde el día en que fue
fundado hasta hoy.
El rey se quedó a dos palmos de Aarón, mirándole a los ojos.
Aarón prosiguió sin temor:
–Envía, pues, para que tu ganado y todo lo que tienes en
campo abierto sea llevado a un lugar seguro. Todo humano y todo
animal que está en campo abierto y no sea llevado bajo refugio
morirá cuando el granizo baje sobre ellos.
Tutmosis, sin decir nada, propinó, con todas sus fuerzas, una
sonora bofetada a Aarón. Después sonrió despectivamente,
profiriendo un leve resoplido de desdén, y le dio la espalda.

A las once de la mañana, un airado Tutmosis convocó a su


presencia a los cinco cortesanos que habían estado presentes en la
escena del río. Les regañó, les insultó. Al llegar a palacio, habían
comentado el episodio. Ahora lo sabía toda la corte. Dio órdenes
estrictas para contener la noticia. Incluso dio instrucciones de que
se cerraran las cuatro grandes puertas de la Gran Casa, las únicas
que había, para que nadie pudiera salir. Nadie podía salir hasta que
todos recibieran la tajante consigna de que no debían decir nada de
los rumores que se habían extendido por los corredores de los tres
palacios, externo, medio e interno. No era una petición. Si se sabía
de alguien que incumplía esta orden, sería expulsado para siempre
del servicio en la Gran Casa.
Pero fue inútil. A esa hora, la noticia ya se ramificaba por la
ciudad yendo de la boca de un siervo a la de un amo, de la boca de

198
un amigo a la de un vecino. Al final de la mañana, el aviso de la
plaga iba camino de otras poblaciones. Tutmosis no deseaba que se
añadiera agitación alguna más en el Pueblo. Pero estaba claro que
iba a haber todavía más turbación de la que había, y que el
desasosiego recorrería todas las capas sociales. La situación era
muy complicada. Cierto, no podía evitar la granizada, pero mañana
morirían todos los hebreos. Así que la noticia de la granizada se
uniría a la noticia del final de los hebreos. Fuera cual fuera el
descontento, todo iría volviendo a su ser. Y el mismo Pueblo
entendería que se había llegado al último capítulo de ese extraño
episodio en la historia de los dos reinos.
Bien sabía que las noticias de Gosén, con un mensajero a
caballo, podía tardar día y medio en llegarle. Y si la masacre duraba
un día, había que añadir un día más para saber cuál había sido el
resultado. Pero sería el faraón el primero en tener noticias. Solo
entonces moriría Moisés. No debía hacerlo antes. Ese hombre era
fácil de matar. Lo más complejo era organizar la masacre de un
millón de personas. Si se escapaban, huyendo en todas direcciones,
no sería posible contener su fuga. A toda costa, había que evitar
que el pájaro volara. Moisés tenía la vida asegurada durante cuatro
días más. Enviaría a prenderlo en cuanto llegara el emisario de los
generales. Ese mismo día o esa misma noche, su cabeza quedaría
clavada en la explanada delante de la puerta principal de Palacio.
–Yo mismo, con mis manos, daré los ojos de Moisés a mi
halcón favorito como cena –le había confiado al hijo de un príncipe
de segundo rango, un capitán de caballería que le acompañó en la
campaña meridional y con el que había cabalgado un rato por ese
sendero desierto para airearse. Ahora caminaban uno al lado del
otro sujetando las riendas de los jumentos que les seguían detrás.
Al veterano le faltaban dos dedos de una mano y era tuerto. Tenía
el sobrenombre de “Matanubios”. Demasiado estropeado para
tenerlo en el Salón del Trono. En Palacio todo debía ser perfecto.

199
En ese valeroso confiaba, habían pasado muchos momentos
juntos. Pero bien sabía que los generales no eran religiosos. Habían
luchado en el lejano Líbano, habían luchado contra tribus
seminómadas de tierras ardientes, habían combatido contra
demasiados pueblos como para no dudar del poder de los dioses.
Esos militares de alto rango bien sabían que cinco mil sirios
armados eran cinco mil sirios armados.
El soldado de a pie que un mes antes era un campesino sí que
creía a pies juntillas en los invencibles dioses de Egipto. Pero el
general que había visto mundo solo era supersticioso: se
preocupaba por tal o cual acción que era portadora de mala suerte,
creía en los malos augurios y cosas por el estilo; pero se mostraba
escéptico respecto a la casta sacerdotal que la veía como una
competidora por el poder. No, los conocían demasiado para creer
en esos maliciosos sacerdotes de carnes flácidas.
Los dos hombres, durante largo rato, hicieron una precisa
síntesis de cada grupo que rodeaba el Poder:
Los ministros eran hombres de números, siempre rodeados de contables. Estaban
acostumbrados a obedecer sin rechistar.
Los gobernadores eran el reflejo de la estabilidad de las grandes y antiguas
familias. Ninguno de ellos podía ascender a una posición superior. Ninguno podía
descender. Era un grupo radicalmente refractario a los cambios en una sociedad,
ya de por sí, amante de lo que permanecía.
La casta sacerdotal se preocupaba solo de sus intereses. Ellos eran el egoísmo
perfecto que no se inmiscuye en nada que vaya más allá de sus intereses.
El enjambre de escribas, una burocracia enfrascada en su mundo de escritos.
Obedecerían a quien se sentara en el trono.
Los soldados-campesinos deslumbrados por la maquinaria de los templos eran
verdaderamente creyentes. Se podía contar con su obediencia ciega.

Los dos se lo pasaron bien pintando este cuadro panorámico:


las “familias” que rodeaban al trono que ostentaba el poder más
grande del orbe. El veterano le enseñó una pequeñísima zona de
ciénagas. Aguas subterráneas afloraban repentinamente allí, sin

200
llegar a formar un oasis. Todo era barro. Pero lo más interesante
era que en uno de sus extremos había unos pozos de arenas
movedizas. Aunque corrían historias totalmente exageradas, sí que
era cierto que la arena de allí era especialmente fina, formando una
especie de papilla.
–¿Entonces nunca se ha hundido aquí ningún hombre?
–Son leyendas. Y eso que, en algunas épocas del año, en que
están especialmente húmedas, todos los niños de esa comarca
hemos jugado a meternos y hemos comprobado lo viscosas que
pueden llegar a ser. Algún crío de cinco o seis años, entre risas, ha
tenido que ser rescatado por su padre.
El faraón las removió con un palo largo que había cerca.
Estuvo a punto de comentar que también él se hallaba en medio de
arenas movedizas o algo así. Un comentario tan previsible... Se
limitó a mover las arenas con esa rama.

Tras un rato más cabalgando, el faraón señaló a lo lejos, a lo


alto de una colina, preguntando qué era aquello:
–Es una torreta de vigilancia de tu ejército, rey invencible.
El monarca no dejó de hacer preguntas.
–Si lo deseas, hijo de Ra, podemos acercarnos. Incluso entrar
en ella. A mí me conocen.
–¿Me reconocerán a mí?
–Vestido solo con este faldón, no. Esos pobres hijos de
alfareros de la zona nunca entran en palacio. Sería raro que te hayan
visto en una comitiva por las calles de la capital. Y si lo hicieron
estarías maquillado. Es difícil que recuerden tu rostro si te vieron
hace años.

201
La torreta solo tenía dos niveles por encima de la planta
situada sobre la tierra. Su diámetro se estrechaba hasta culminar
una terraza almenada en la que solo cabían cuatro soldados
apretados.
Dentro había ocho aburridos reclutas que reconocieron al
viejo capitán y le saludaron con su apodo. La torreta de adobe no
tenía puerta, tiraron una escala de dos sogas con travesaños y
tuvieron que subir por ella. El faraón y el capitán estaban
entrenados para subir por ellas sin dificultades, lo cual no se
lograba sin entrenamiento. Arriba, después de que el jefe del puesto
le abrazara como un oso y le palmoteara la espalda casi con
violencia, mientras le repetía:
–¿Cómo no te voy a conocer, astuto zorro? ¡Hemos vaciado
más cuencos de cerveza en las tabernas del Barrio de Mutnofret
que estos barbilampiños hijos de mamá en toda su vida! –lo dijo
mirando a los reclutas–. ¿Te acuerdas de la casa de Nutet, la de los
grandes pechos?
El Matanubios rio y presentó a su “amigo” y estos le
enseñaron las tres estancias verticales, también conectadas por otra
escalera vertical de sogas como la del exterior.
Dentro de la mínima construcción, solo cabían ocho soldados
con estrecheces. En la planta de la tierra había cántaros con agua y
cerveza. En el primer piso, tortas de centeno. En el segundo, unas
espadas y cantos rodados. Las esteras se distribuían en los tres
niveles.
–Hace dos generaciones se levantó una red de torretas como
esta en la parte occidental de las comarcas, para evitar que los
nómadas del desierto saquearan las pequeñas aldeas. A veces,
llegaron a llevarse esclavos. Con estas torretas, aquello se acabó.

202
Estuvieron un rato allí bebiendo con ellos. Nadie sospechó
del amigo del capitán. El faraón estaba encantado de poner su pie
en ese rincón de su poder.

Se marcharon de regreso a Menfis. Por el camino, los dos


siguieron charlando acerca del cuadro panorámico de los que
pululaban alrededor del cetro de Egipto. Estaba claro para los dos
que el soldado que caminaba a pie y apoyaba una lanza sobre su
hombro moriría por su faraón. Pero bien sabía Tutmosis que la
religión no le defendería de los generales si las cosas se llevaban al
extremo. Resultaba imprescindible poner final a una historia que se
había prolongado mucho más allá de lo razonable.
–El pueblo abramita es un parto que se ha prolongado
demasiado. ¿Y qué hay que hacer entonces?
Su amigo se encogió de hombros.
El faraón pronunció la palabra “espada” y después, mudo,
hizo el gesto de clavarla en un vientre imaginario. Era un gesto,
pero ambos lo habían practicado con las mujeres negras de la
segunda catarata.
–¿Sabes cuál ha sido mi error en todo este asunto? –le
preguntó a su amigo veterano.
El compañero le miró interrogativo con una sonrisa burlona.
–Ser demasiado bueno con las tribus hebreas.
–Hijo de Horus, llámame cuando des de cenar a tu halcón.
–Lo haré. Sin falta, lo haré.

203
Al regresar a la Gran Casa, fue humillante para Tutmosis irse
enterando de que muchos de los mismos oficiales de palacio se
habían dado prisa en llevar a lugar seguro a sus siervos y su ganado.
Tenían plena seguridad de que las palabras de esos esclavos
hebreos se cumplirían. También habían llegado a sus oídos los
nombres de altivos terratenientes que se habían reído de esas
paparruchas y habían dejado a sus trabajadores y sus ovejas en el
campo. Tutmosis había sonreído, como si estuviera satisfecho, al
rostro servil del copero que había deslizado esos nombres en su
oído. Concentrado en el trozo de ganso que partía, comentó el
faraón sin entusiasmo:
–Son patriotas. Orgullosos patriotas.
“Pero bien tontos son”, añadió en su mente él mismo. Sabía
que la plaga sucedería. Perderían todo.
Desgraciadamente, no podía hacer nada contra Moisés que
pusiera en alerta a los hebreos del sur. Podían ser esclavos, pero no
bobos. Podían haber dispuesto medios para comunicarse con sus
hermanos de sangre. Podían enviar mensajes incluso, tal vez, a
través de egipcios. Había egipcios que harían cualquier cosa para
ser protegidos contra esas artes invisibles. Sí, toda prudencia era
poca.

Al día siguiente, las calles de la capital y de otras localidades


de alrededor amanecieron desiertas. El primer ministro se
sorprendió, camino de palacio, al ver que los tenderos no habían

204
colocado sus puestos con la mercancía como todos los días. Eran
las nueve de la mañana, pero casi nadie transitaba por las calles. El
tiaty montaba con elegancia un bellísimo caballo negro, seguido a
pie por un siervo. Los comerciantes que se habían reído de la
profecía, al final, al ver las calles desiertas, habían preferido
quedarse en casa. Las plazas… incluso las plazas aparecían sin
gente en medio de aquel ambiente todavía oscuro, sin luz. Sí, el
ambiente estaba sumido en una ominosa penumbra, eso no ayudaba
a tranquilizar a la población. Las nubes cubrían todo el cielo.
Era como uno de esos momentos en que uno siente que va a
estallar una tremenda tormenta. Todo está en calma, en silencio, y
uno espera un gran trueno. Pero no acababa de llegar. Llevaban ya
dos horas así. El tiaty levantó la vista. Las nubes estaban tan
oscuras…
Siguió su camino por la calle principal, verdadero eje de la
ciudad. De pronto, lo que todo el mundo llevaba esperando: un
impresionante trueno en el cielo. No más impresionante que
cualquier otro trueno de una gran tormenta. El primer ministro ya
estaba preparado: llevaba plegada sobre la grupa una gruesa manta
de lana. Su siervo le ayudó a desatarla. Se la echó sobre la cabeza
y la espalda. No le importaba mojarse. Llevaba una túnica sencilla,
en palacio se la sacaría y se secaría. Le prestarían otra al momento.
Prefería eso a quedarse allí, en la calle, esperando a que escampara.
La manta era muy gruesa porque su mujer no olvidaba que
ese día iba a granizar. Él había protestado, pero se la había llevado.
Si la cosa se ponía mal, se refugiaría en cualquier casa.
Tras el trueno, cayeron unas pocas gotas gruesas, de esas que
caen al principio de las grandes tormentas. Pero, en seguida,
comenzó a caer granizo. Bien protegido por la manta, el tiaty
inclinó la cabeza e incluso disfrutó del poderoso espectáculo. Pero,
en menos de medio minuto, se dio cuenta de que el granizo era más

205
grande de lo habitual. Se volvió a su siervo que se esforzaba por
cubrirse la cabeza con las manos y los antebrazos, y le dijo en
medio del estruendo:
–Vamos a mirar algún saliente, algún tejado que sobresalga,
para guarecernos.
Pero lo habitual era que las casas egipcias acabaran en muros
planos sin voladizos. Habían pasado un trecho donde sí que había
unas vigas salientes con un pequeño tejadito. Era mejor volver allí.
El tiaty le gritó:
–No sigamos adelante, vamos atrás, a la panadería de los hijos
de Teni-menú.
Pero observó con horror que la granizada comenzaba a ser del
tamaño de huevos de gallina. Su siervo comenzó a sangrar.
Entonces sí que se preocupó el tiaty. El siervo, sin esperar ninguna
venia de su señor, se pegó a una de las paredes. Pero, en menos de
diez segundos, el siervo cayó sin sentido sobre el barro de la calle.
El primer instinto fue bajarse e intentar salvarlo. Pero, tal como era
el granizo, se dio cuenta de que ahora tenía que luchar por salvar
su propia vida. Espoleó a su caballo, camino del tejadito que estaba
a unos veinte o treinta metros. Pero, de pronto, resultó evidente que
no veía ese voladizo de la pared porque una cortina de granizo se
lo impedía. Sabía que estaba a menos de diez metros. Pero no pudo
llegar.
El cadáver del primer ministro fue golpeado sin misericordia
ya caído en el suelo. El siervo, el tiaty y su caballo yacían muertos
en la calle, a cierta distancia cada uno de los otros. Todos los que
estaban en el campo, hombres o animales, murieron. El tamaño del
granizo que caía fue creciendo. Casi todo era del tamaño de huevos,
pero aquí y allí caían verdaderos bloques irregulares de hielo, de
un palmo de longitud.

206
Las calles estaban cubiertas de granizo. El campo parecía
completamente nevado. Y la granizada no paraba. Todo ello en
medio de continuos truenos que hacían retemblar las casas. Los
egipcios estaban aterrados dentro de sus hogares, en cuclillas,
abrazando a sus seres queridos. Ni los campesinos ni los escribas
habían nunca escuchado tantos truenos ni tan poderosos. Llevaban
ya un cuarto de hora bajo la furia de aquella tormenta nunca vista.

Lo que no sabía el faraón es que, media hora antes de la


tormenta, los generales habían dado orden de avanzar a la infantería
hacia el interior de la región de Gosén. De forma conjunta, a la
misma hora, los soldados salieron de todos los campamentos
militares situados en los límites de esa región. Situados de forma
que la rodearan. La granizada los pilló a cielo abierto. Al principio,
no le dieron mucha importancia. Pero pronto las columnas huyeron
a la desbandada en todas direcciones. ¡No había dónde ponerse a
refugio! Los hombres tiraron sus lanzas y corrieron hasta caer sin
sentido. Otros se agacharon, tratando de hacerse un ovillo. Solo se
salvaron los que llevaban escudo. Los jinetes se refugiaron bajo sus
carros. Algunos se salvaron colocando sus cabezas bajo los cuerpos
de los que ya habían caído inconscientes.
Un general, desde un puesto elevado de vigilancia situado en
un flanco de la empalizada del campamento, bajo techo, observó
sin poderlo creer: parecía que estaban en medio de un campo
nevado. Entonces vio algo increíble: algunos de esos huevos de
hielo era claro que caían envueltos en fuego. No podía dar crédito
a sus ojos, ¡era granizo ardiendo!
También en la capital se observó ese fenómeno. Los techos
de madera y paja de varios edificios estaban ya en llamas. Pero no
se podía hacer otra cosa que esperar. Era impensable salir con la
que caía. Lo que sí que ardía de forma más espectacular eran varios

207
campos de cebada madura. El agua no apagaba ese fuego. Lo
comprobaron varios que echaron agua sobre algunas
construcciones desde el interior de estas. Era un fuego antinatural
ese que hacía arder algunas bolas de granizo. Y ese fuego cuando
prendía en una casa o en un campo no se apagaba con agua. De
hecho, el fuego se extendía por la misma agua derramada para
intentar extinguirlo.
En medio de ese furor divino, de la oscuridad apocalíptica que
tiene la atmósfera en lo peor de una tormenta, sin salir a cielo
abierto, moviéndose por corredores techados, cientos de sacerdotes
se congregaron en las cámaras hipóstilas (las de las columnas) de
los diferentes templos para elevar a coro sus plegarias, mientras
cada sumo sacerdote penetraba en la cámara de su divinidad y se
postraba clamando clemencia. Por primera vez, en secreto, algunos
sumos sacerdotes, antes de penetrar en las cámaras, se volvieron
hacia el sur, hacia la región que habitaban los hebreos, para solicitar
piedad al desconocido dios hebreo.

Aquel castigo caído de los cielos golpeó Egipto durante un


interminable cuarto de hora. Después, el recuento de daños. Los
incendios no pudieron ser apagados. Casi todos se extinguieron
cuando las llamas ya no tuvieron nada más que consumir.
Afortunadamente, el daño fue mayor en los campos que en las
casas. En la capital, el fuego no se propagó, solo ardieron unas 92
construcciones.
Pero, ante el asombro de todos, las tormentas siguieron el día
entero. Escampaba el cielo, había un descanso de una hora o dos, y

208
regresaban las nubes de tormentas. La lluvia era de una intensidad
sorprendente y los rayos no cesaban. De vez en cuando, otra vez
caída de pedrisco. Al menos, ahora era sin fuego. Los colegios
sacerdotales de la ciudad se turnaron para que no cesaran las
plegarias durante toda la jornada, hora tras hora. Las sacerdotisas
degollaban ocas, arrojaban entrañas en las hogueras de los altares,
entonaban cánticos antiguos, pero de lo más profundo de sus
cámaras solo salía silencio y mutismo. Los dioses de Egipto
callaban.

A la mañana siguiente, Tutmosis, cubierto con una túnica


negra y nemes azul de rayas negras, puso su mano sobre la frente
del cadáver de su primer ministro. Lloró en silencio. El gran
hombre, el ministro poderoso durante veinte años, había sido
velado toda la noche por sus dos esposas y sus tres concubinas en
la más noble y espaciosa sala de su casa. Varias veces había estado
Tutmosis en esa sala repleta de jarrones y muebles. Ahora, ya no
había músicos y bailarinas; estaba completamente vacía.
Únicamente el cuerpo dentro de un sarcófago sobre una mesa cuyos
extremos acababan en estilizadas cabezas de tigre. En el suelo, bajo
la mesa mortuoria, había una gran alfombra.
Era la casa de un hombre inmensamente rico. El cuerpo
aparecía muy bien dispuesto y su rostro maquillado. Ya estaban allí
veinte plañideras con sus usuales largas melenas negras. En ese
grupo, estaban incluidas las dos que, durante el entierro,
representarían el papel de Isis y Neftis. Estas llevaban túnicas

209
negras; eran las únicas, ya que el color de luto más común era el
blanco.
–¿Su cuerpo ha sido purificado? –preguntó el faraón a su
primera esposa que, como las otras, mostraba su rostro cubierto de
barro.
–Sí, Amado de Hathor.
–¿Cuándo comenzará el proceso?
–En cuanto salgáis, majestad. Hemos esperado a que vinierais
para que pudierais darle el último adiós. Ningún embalsamador ha
puesto la mano sobre su cuerpo.
–¿Tuvo tiempo de acabar los frescos de su tumba?
–Sí, protegido de Tot.
–No desconozco el mucho interés que puso en elegir los
temas.
La esposa asintió. Una lágrima humedeció el barro seco bajo
el párpado. El rey añadió:
–Cuidad de que la momificación sea realizada con esmero.
Vosotras, él y yo debemos reencontrarnos en el más allá –esto lo
dijo sin sentirlo. Era más bien una fórmula de cortesía que muchas
veces había repetido. No creía que se encontrara con todos en el
más allá. Eso sí, había venido en cuanto se adivinó que el sol se
había levantado detrás de las nubes, sin desayunar siquiera.
Tutmosis se puso a los pies del difunto. Su rostro se tornó más
grave. Agachándose, derramó con cuidado un poco de leche sobre
el suelo. Pidió su cetro sagrado uas. Con él en la mano, levantó los
brazos y profirió una solemne plegaria. Cuando salió de la rica
mansión, comprobó con incredulidad que las tormentas
continuaban. Al menos, ninguna granizada había sido como la
devastadora primera.

210
Llegó a palacio totalmente empapado, y justo antes de que
descargara otra lluvia torrencial que le hubiera forzado a tener que
refugiarse en cualquier casa. Empapado y humillado, camino de
sus dependencias, en un largo corredor se encontró con los
gobernadores. Los nomarcas se postraron ante él: ¡tenía que hablar
con Moisés! Se lo suplicaban, se agarraron a sus pies. Le habían
esperado allí, en ese trecho de palacio, sin pedir audiencia. Sin duda
en eso estaban metidos el cobarde del chambelán y la hiena del
maestro de ceremonias. Los conocía. Era imposible que los
gobernadores le esperaran en ese lugar de paso, dentro de palacio,
si los otros no estaban metidos en el ajo.
No solo eso, la presión para que les dejara marchar se hizo
más intensa a través de las esposas. No respetaban ni el descanso
del desayuno. Tutmosis se marchó de la mesa sin acabar la comida
de su plato. Se marchó a grandes zancadas, ordenando que pasara
a la Sala del Escarabajo el encargado de los suministros reales que
ya tenía los datos que se le habían requerido. Allí estaban solos el
faraón y su oficial. Este, postrado, le comunicó que se había
perdido toda la cosecha de lino y de cebada.
–¿Entera?
–Sí, gran protegido de los dioses, toda. Nos enfrentamos al
hambre. Al menos, el trigo candeal y el de la cáscara dura (la
espelta) se ha salvado porque iba muy retrasado.
–¿Y la cabaña de ganado mayor y menor?
–En la peste, murió la mitad de los animales de los dos reinos.
Aunque el reino del sur fue más golpeado. Ahora ha muerto una de
cada cuatro cabezas. Menos mal que muchos, advertidos, no
dejaron salir a los animales de los establos.
–¿Cuántas reses nos quedan?

211
–Si lo que ha pasado aquí lo podemos extrapolar al Reino de
la Corona Blanca, nos debe quedar menos de una tercera parte de
las cabezas que poseíamos al principio. Realmente… nos
enfrentamos a la perspectiva del hambre el próximo invierno.
Hubo un silencio en el que el encargado de suministros notó
el desaliento del faraón. El oficial musitó:
–Y todavía peor en el caso de que…
–¿En el caso de qué? –preguntó enfadado el faraón al notar
que había interrumpido la frase por prudencia.
El encargado de suministros calló.
–¡En el caso de que a los hebreos se les deje partir! –le gritó
Tutmosis–. Eso es lo que querías decir.
–No, no, Horus de oro –negó sin convicción.

Tutmosis abandonó la estancia enfadado. Hubiera querido


marchar a su villa de las afueras, estar en el campo, desfogar con el
arco su tensión. Pero se aconsejó al faraón que no saliera del recinto
de palacio, los ánimos estaban demasiado caldeados. Y las
tormentas no cesaban. Se iban y volvían otras. Por primera vez, los
consejeros estaban seguros que el Pueblo insultaría al rey si este
salía afuera. Por primera vez, se hicieron más frecuentes los
clamores ante los muros de palacio.
Al comienzo de la tarde, Tutmosis hizo lo que pensó que
nunca tendría que volver a hacer: tornar a llamar a “Moisés y su
banda de delincuentes” para pedirle que aquello acabara. Mientras
les esperaba, paseando nervioso de un lado a otro de palacio, sus
sentimientos eran contradictorios:
–Si ellos son astutos, Tutmosis lo será más. Les diré que, por
fin, he comprendido; que ahora he visto la realidad.

212
Pero, diez minutos después, sin dejar de caminar cada vez
más excitado, yendo y viniendo, comenzó a hacerse paso un
pensamiento nuevo, algo que no se le había ocurrido hasta ahora:
–¿Y si el equivocado soy yo? ¿Y si estoy llevando a mi pueblo
al abismo?
Oyó como el martilleo del pedrisco sobre la terraza superior.
Se asomó a un patio. Otra vez caía hielo. Fue una hora de
tempestad; por lo menos, esa fue la duración en la mente del faraón.
Entre los truenos recordó lo que le habían aconsejado hacía un rato
quince cortesanos y dos ministros: “Mata a Moisés y a Aarón.
Mátalos. Ellos son la fuente del problema. Lo que debe hacer su
majestad es justo al revés del plan previsto hasta ahora. Primero
derramar la sangre de esos dos, después ocuparse de ese pueblo
extranjero”.
Los truenos eran poderosísimos. ¿Quién podía resistir a un
dios que tenía tanta fuerza? ¿Por qué no vomitar a ese pueblo
extraño y quedarse en paz? Tras comer algo en mal estado, ¿no se
hacía eso? Vomitar o cortar la cabeza de la serpiente. Pero por qué
no esperar un poco más, solo un poco más: mañana debía llegar un
emisario desde Gosén. Quizá ya todo estaba resuelto. En ese
momento, tal vez, la cuestión ya estaba solucionada. Quizá la
cabeza de áspid, ese gran áspid que era Moisés, ya no tenía cuerpo.
Cuando Moisés y los suyos llegaron ante Tutmosis, no sabían
si este hablaba con cálculo, mintiendo; o si, realmente, había
recapacitado. Tutmosis decía:
–Esta vez he pecado. El Señor tiene razón y yo y mi pueblo
hemos pecado. Rogad al Señor. Ya hemos tenido suficiente de
trueno y granizo. Os dejaré marchar. No necesitáis estar más.
Las palabras no podían sonar mejor. Pero el rey había hablado
de pie en el estrado del trono, no había tenido el más mínimo

213
acercamiento humano con aquellos a los que se dirigía. Tras sus
palabras, de nuevo, habían podido percibir altivez en su mirada.
Decía haber pecado, pero otra vez los miraba con arrogancia.
–Tan pronto como yo haya salido de la ciudad, extenderé las
manos hacia el Señor. El trueno cesará y no habrá más granizo, para
que puedas conocer que la Tierra es del Señor. Pero, respecto a ti y
a tus oficiales, sé que todavía no teméis al Señor Dios.

Era el atardecer del día siguiente, el faraón estaba cenando.


No reinaba la alegría de otras épocas en ese comedor, sino más bien
los silencios. En un momento dado, el faraón dio un golpe seco
sobre la mesa con su vaso y gritó:
–¡Esto parece la comida tras un funeral!
Todos los comensales se pusieron muy nerviosos, pero aquel
exabrupto todavía hizo más difícil la alegría. Cuando el faraón
estaba acabando la cena, se acercó un esclavo. Tutmosis se levantó
como una exhalación, sin despedirse de los demás comensales,
directo a las caballerizas, corriendo.
–¡General Rajotep!, ¿mi corazón puede descansar tranquilo?
El militar de pelo canoso se postró ante él. En esa posición
habló. No quiso levantarse. Las noticias eran peores de lo que podía
haber imaginado. Habían muerto 20.000 soldados. Le explicó que
el plan era extender la caballería rápidamente, formando un
cinturón, mientras la infantería avanzaba con más lentitud y les
sustituía. Una vez completado el cerco, todos los campamentos
militares actuarían simultáneamente, a la misma hora. Lo

214
importante era organizar bien el despliegue. Después, lo previsto
era realizar la hecatombe. Pero, al poco de salir, la granizada…
El general hablaba con voz potente, como militar
acostumbrado a dirigirse a grandes grupos de hombres, pero seguía
postrado, con la frente apoyada en sus puños. Aquello más que un
informe, parecía el llanto de una plañidera. Tutmosis, enfadado, no
le invitó a levantarse. Conforme más detalles le contaba, más lo
quería ver arrastrándose sobre el suelo.
El general Rajotep concluyó:
–Solo nos quedan veinte caballos en todos los campamentos.
Que Ra, Ptah y Sejmet usen su poder para evitar que estas nuevas
se posen en los oídos de los buitres cananeos. Nos encontramos en
una situación de extrema debilidad.
Tutmosis se desgañitó gritándole que él era el débil, que ellos
eran los cobardes. E iba y venía por ese pabellón de las caballerizas
sin dejar de reñir, de amenazar. El general ya no podía resistir más
en esa posición de postrado, los dolores de su espalda y de sus
músculos eran intensos. Lentamente, tratando de no llamar la
atención, se distendió sobre el suelo. Seguía apoyando su rostro
sobre sus puños cerrados, pero estaba totalmente tumbado boca
abajo.
–¡Tengo un ejército refugiado en sus propios cuarteles, en mi
propio reino!
Tras varios insultos del rey, el general se excusó:
–Ningún general quería venir a dar la noticia. Yo les dije: “Si
he de morir, moriré, pero iré a su presencia”. Pero escucha a este
gusano, a esta larva que no sabe si hoy ha visto el amanecer por
última vez, escucha tú de divina apariencia, tú que estás unido a
Amón: “No sería cobardía dejarles salir”.
–¿Qué?

215
–Toro poderoso, creedme, no sería cobardía dejar salir a ese
pueblo hebreo.
Tutmosis, que se había acercado, con toda su rabia le propinó
una fuerte patada en el costado. Apretó los puños, cerró con fuerza
sus labios y se marchó a grandes pasos.

La situación se degrada todavía más. Ha pasado un día y las


cosas están peor. La noche anterior, cojeando, con grandes dolores,
apoyado sobre dos soldados, el general Rajotep había entrado con
dificultad al cuartel situado en el centro de Menfis. La patada que
había recibido del faraón le había roto una costilla. Todos los
oficiales del cuartel guardaban un agrio resentimiento, muy agrio,
contra Tutmosis. Conocían muy bien a Rajotep. De ningún modo
se merecía ese trato.
Por primera vez, los soldados del cuartel hablan airados
contra el faraón. La situación es tan tensa que los cortesanos le
aconsejan al faraón no ir al cuartel. No debe presentarse allí por
ninguna causa.
Sus mismos ministros entran en la presencia de Tutmosis con
temor, le tienen miedo. Por cálculo o por convicción, unos pocos
le aconsejan que no ceda. Pero los amigos más íntimos con los que
compartía comidas en tiempos más felices le aconsejan que deje
marchar a ese pueblo extraño. Después de las indicaciones del
monarca, los gobernadores no se atreven a abandonar la ciudad,
pero los nobles sí que se van marchando de Menfis, discretamente,
hacia el Reino de la Corona Roja. Tutmosis teme que le maten. Por

216
primera vez, será un amigo suyo el que le traiga la comida y se haga
responsable de lo que hay en los platos.
En los rostros de los sirvientes que le afeitan el pecho o ponen
bálsamos sobre la cabeza percibe su convicción de que ha llegado
el momento de un cambio de dinastía. Incluso sus hijos, altos
mandos del Ejército, han preferido quedarse en el Delta, antes que
hacer frente a su ira. Le conocían bien: si estaban presentes, algo
les tocaría de su ira. En el reparto, algo les alcanzaría. Las
reuniones en palacio se multiplican. Tutmosis envía una orden muy
clara: su heredero tiene que regresar. No piensa reprocharle nada,
simplemente quiere tenerlo cerca.
Ni siquiera Moisés o esos patriarcas hebreos lo sabían, pero
el faraón había hablado la verdad cuando, en el último momento,
les comunicó que les dejaría marchar. Esa fuerza poderosa invisible
era evidente que existía y él, Tutmosis, se había enfrentado a él. Sí,
era él el que había afrentado a esa divinidad. Había pecado. Por
primera vez, había decidido dejar marchar a los hebreos. Pero,
después, cambió de parecer. Demasiados años de rigidez,
demasiados años convencido de que su voluntad era el querer de
un dios.

Por la tarde del día siguiente, Tutmosis estaba harto del


ambiente de la corte. Decide salir a cabalgar un rato. Llaman al
Matanubios. Quiere volver a ver esas arenas movedizas. El capitán
le dice que le va enseñar otra zona donde hay dos grandes árboles
petrificados, aunque ya caídos al suelo.

217
Tutmosis no deja de hablar de los hebreos. El veterano le
recuerda su promesa de llamarle para ver cómo da los ojos de
Moisés a su halcón. Mucho rato después, vieron, a lo lejos, asnos
salvajes. En un paraje, el faraón se agachó, con la cara casi tocando
la tierra, para mirar bien a un camaleón. Vieron de lejos la torreta
defensiva de la otra vez.
Descabalgados, caminando, hablaron de lo divino y de lo
humano. Pero el veterano casi no habla. Nunca le había visto tan
callado. Después ese capitán había comenzado a hacer comentarios
en la línea de los generales que sabía que eran más críticos con el
faraón. ¿De qué lado estaba? Lo había considerado su amigo, hasta
ahora. Pero había mencionado dos cosas demasiado concretas que
únicamente podía haberlas oído de labios de algún general.
Al capitán iba soltándosele la lengua, aunque ya no dijo nada
específico que le confirmara que sabía lo que no debía saber.
Tutmosis se sintió traicionado. Pero se calló, no hizo el más
mínimo comentario. Quería seguir tirando del hilo. El capitán notó
el cambio de actitud y se replegó, tornó a sumirse en el silencio.
Los dos caminaron sin abrir la boca: el capitán cabizbajo, el rey
tratando de que no se le notara su enfado.
Como ya no iba a sacar nada, el monarca pensó que daba lo
mismo mantener las formas. Y así, sin mirarle a la cara, le habló
con tanta brevedad como acritud. Eran dos frases como dos
puñaladas. Y siguió caminando sin decir nada.
De pronto, el monarca observó un brillo raro en los ojos de
ese compañero que iba a su lado. Repentinamente, sintió el odio
del que le acompañaba. Un odio muy reconcentrado.

El rey tuvo miedo. ¿Estaban a casi una hora de distancia de la


ciudad? Había perdido la noción del tiempo. La conversación había

218
sido tan agradable. En realidad, el monarca había monologado solo
casi todo el tiempo. Estaban solos en un camino que únicamente el
capitán conocía. Ni siquiera era un camino, era un sendero. Tuvo
miedo.
Mil doscientos años habían inculcado en todos los súbditos la
idea de la inviolabilidad del faraón. Estaban solos. 107 faraones y
doce veces cien años le protegían con un aura que valía por cien
escudos y cien filos de espadas. Pero eran dos hombres solos en un
camino desierto. ¿Todos sus predecesores habían muerto de muerte
natural? Las crónicas eran muy mentirosas. Si moría allí, ¿qué
dirían los Libros de los Reyes de sus últimos momentos? Mi
cadáver –pensó– podía hundirse en una de estas ciénagas y el
escriba describiría pomposamente que morí en mi lecho tras recibir
una iluminación de Ra.
Tratando de no dar la impresión de que se apresuraba, se
subió a su caballo y ordenó imperioso:
–Nos volvemos.
No pasó nada en el camino de regreso. ¿Habría sido todo un
espejismo de su mente? No lo volvería a llamar. No estaría presente
cuando los ojos de Moisés se los diera como cena a sus halcones y
la lengua a sus perros de caza.

El faraón no lo sabe, pero la noticia que ha llegado a Palacio


es que al general Rajoteb había partido hacia el sur a pesar de los
dolores, que se le había infectado la herida de la costilla rota. Se
decía, aunque nadie lo podía confirmar, que había cabalgado con

219
dolores crecientes sin escuchar a los que le rodeaban. Y que, al
final, tuvo que ser llevado en carro de nuevo hasta Menfis. Por la
noche tenía fiebre. Se decía que una esquirla de la costilla le había
atravesado el pulmón, porque le dolía al respirar.
El rumor se basaba sobre una noticia falsa, pero eso nadie lo
sabía. Un bulo falso tiene tanta fuerza como una noticia verdadera.
Y ese ruido de noticias acerca del viejo general no podía llegar en
peor momento a los oídos de militares y cortesanos. Aunque
Tutmosis no llegó a enterarse de todo esto, sí que notó que el
ambiente a su alrededor había cambiado.
Al final, el faraón ya no puede resistir tantas caras que le
miran con odio en palacio. ¿Cómo residir en una ciudad en la que
los habitantes le gritan increpándole desde detrás de los muros?
Una ciudad en la que no puede entrar en el cuartel militar situado a
unos pocos cientos de metros de la entrada principal de la Gran
Casa.
Medio día después, toma la decisión: se traslada hacia Tebas.
Más bella es la joven y poderosa Ciudad de las cien puertas que no
la vieja capital que le recuerda a una anciana decrépita. El plan
inicial, antes de que toda esta pesadilla comenzase, había sido
descansar en Menfis dos o tres semanas. Era solo un alto en el
camino. Qué lejos quedaba el inicio de aquel viaje rutinario. Su
Gran Esposa le había insistido hasta la saciedad que se trasladara a
Tebas: había ganado.
Dirigirse hacia el sur cuando el problema estaba en el norte...
sorprendería a todos. O quizá, después de todo lo que había pasado,
hasta los alfareros menearían la cabeza, pero nadie se sorprendería.
Pero daba igual, la Gran Esposa había ganado: dejaba Menfis.
La población Tebas era de 75.000 habitantes, el doble que
Menfis, esa ciudad que tantos sinsabores le había proporcionado y
que ahora iba a dejar. Estaba ansioso por salir cuanto antes. Por

220
razones supersticiosas, después de consultar a varios adivinos,
decide partir por tierra, no por el Nilo. Tomaría el camino de
Saqqara. La flota de la comitiva real partiría dos días después, más
pertrechada, mejor preparada. El plan era que la caravana, tras
cuatro jornadas de marcha, embarcaría en las naves más adelante,
más al sur.

Dos días de camino. Los camellos pateaban senderos


polvorientos. Por indicación de Tutmosis, habían tomado un
sendero que se desviaba hacia el oeste, separándose del río. Todo
lo que veían los cien integrantes del séquito del rey eran tierras
áridas e inhabitadas. Únicamente dos estandartes indicaban que esa
caravana que avanzaba lentamente era la del faraón. A casi setenta
kilómetros de Menfis, a los pies de una pared rocosa, había un
pequeño templo. El templo era poco más que una cámara
rectangular con una gran puerta. Sin columnas, con varias
dependencias adosadas. La gran puerta abierta hacia presentir
frescor en ese espacio totalmente oscuro. Detrás había otra puerta
cerrada que llevaba a la cámara del dios al que servían las cinco
sacerdotisas que vivían allí.
El faraón descendió del camello y se dirigió el primero hacia
la entrada. Sabía de la existencia de ese templo y había enfilado en
esa dirección los pasos de su séquito. Todo parecía desierto,
abandonado. Justo delante de la puerta principal gritó:
–¡Servidoras de Tueris!

221
No se oyó nada. El templo no estaba ornamentado por
ninguna pintura exterior. Si las tuvo en tiempos de mayor
esplendor, ya las perdió. Casi no tenía ni inscripciones ni
bajorelieves. Eran muros que mostraban claramente los signos de
la erosión. Esa piedra era caliza, sacada de ese mismo monte. El
templo parecía una excrecencia del monte.
De la oscuridad surgió una figura y pronto otras tres. En
tiempos habían sido cinco, pero ya solo quedaban esas y muy
ancianas. Oficialmente, servían a Tueris, la diosa-hipopótamo que
caminaba sobre dos patas. Pero, en realidad, conjuraban a dioses
menores más malignos.
Las cuatro sacerdotisas se plantaron orgullosamente delante
de la puerta sin inclinarse y sin decir nada. Quizá se consideraban
superiores al recién llegado que no reconocieron como al rey.
Quizá eran mujeres muy rudas que nada sabían de los usos de
lugares refinados. El cutis de los rostros de esas sacerdotisas
aparecía muy curtido y sus cuellos y brazos muy tostados por el sol
implacable. Ganaban algo de las ofrendas de los que se llegaban
hasta ellas. Pero vivían pobremente de sus cabras. Eran cuatro
mujeres que habían heredado ese puesto y mantenían el lugar.
El faraón se internó a solas con las sacerdotisas. Estuvo con
ellas cuatro largas horas. La caravana fue tomando posiciones a la
sombra de esa pared de piedra, refugiándose del sol intenso de
finales de abril. Las habitantes del templo, al ver que era un gran
señor, le hicieron pasar al interior de su morada. Allí, sentado y
tomando cerveza, Tutmosis les explicó sus problemas. Aquellas
viejas que no habían salido en treinta o cuarenta años de esos
parajes no podían comprender que el gran faraón cediera ante unos
pobres siervos. No les entraba en la cabeza.
–¿Pero por qué no has sido hombre y les has cortado la
cabeza? –repetían.

222
Él las miraba. Esas cuatro mujeres más parecían brujas de
aldea que servidoras de cualquier divinidad. Resultaba paradójico
que el rey del imperio más grande bajo el sol, aquel que tenía a su
disposición a cuantos consejeros desease, estuviera pidiendo
consejo, precisamente, a aquellas pastoras de cabras, cabreras de
rostros arrugados y sin dientes. Pero Tutmosis sintió revivir sus
fuerzas con ellas. Quizá en ellas se mantenía el espíritu recio del
Egipto primitivo. En las ciudades habitaba la molicie, la blandura.
En ese lugar quedaba algo del granito originario con el que se forjó
el imperio. Tal vez eso era lo que necesitaba: escuchar a esas
mujeres primordiales y no a los refinados consejeros áulicos
cubiertos de maquillaje. Allí, en ese templo olvidado, todo tornaba
a ser sencillo: “Sé fuerte”. Sí, Egipto se había forjado a base de
fortaleza, no de debilidad. Ahora era necesario volver a ser hombre.
Tutmosis accedió a ser iniciado en las más oscuras artes.
Estuvo más de una hora tumbado en la cámara de la diosa-
hipopótamo, ante una imagen de piedra que sacaba
desmesuradamente una lengua negra de madera, y cuyos brazos y
piernas acababan en garras de leopardo. Sus miembros culminaban
en reales garras de leopardo acopladas a la piedra con aros de
bronce. Mostraba un aspecto desagradable, de imagen chamánica
de pueblo pequeño. Allí le dejaron. Completamente a oscuras en
esa cámara. Mientras ellas, fuera, invocaban a “La Grande”. Así se
dirigían a ella, para no mencionar su verdadero nombre; pues era
peligrosa y era más seguro no hacerlo. Pero fueron otros nombres
más extraños los que salieron de esas bocas desdentadas cuando
derramaron sangre sobre el cuerpo de Tutmosis. Tuvo que beber
esa sangre templada de cabra y tuvo que beber dos pociones más
que quién sabe qué contenían.
En esa oscuridad, en ese silencio, el faraón sintió que algo
rozaba su cuerpo. Sintió escalofríos ante una presencia que se
movía allí, en el aire. En un momento dado, a pesar de lo relajado

223
que estaba, su cuerpo tembló un buen rato sin poderlo evitar. Al
salir de esa cámara, pero todavía dentro de la morada de las
servidoras de Tueris, vomitó. Hizo que pagaran a aquellas
servidoras de fuerzas ocultas y antiguas. Se marchó casi sin decirles
nada, sumido en sus pensamientos, en sus decisiones. Regresaban
a Menfis. Afrontaría su lucha contra lo desconocido.

224
Día 51
La víbora también repta sobre nuestras baldosas
Mi país, faraón, está bajo tus pies. Tu fuerza es pesada sobre hombres y
ganados de mis tierras. Ra, tu noble padre, te los ha dado. Corta la nariz de los
que fueron mis súbditos si se resisten al poder de tu escudo. Ra te los ha dado.

Siete días después de la última la plaga, Tutmosis se detuvo a


cuatro kilómetros de Menfis. Hizo que trajeran todo lo necesario
para entrar con el mayor boato posible en la capital. Entró
desafiante. Las directrices eran claras: aplacar cualquier
manifestación de descontento con toda brutalidad. Entró montado
en su carro, con su heredero al lado; con su incómodo y confuso
heredero a su lado. Incómodo ante la animadversión del Pueblo,
confuso con un padre que no sabía hacía dónde iba a dirigir a
Egipto, su herencia.
Su primogénito le había salido al encuentro en su camino de
Saqqarah hacia la antigua capital. A caballo, acompañado de cuatro
capitanes, había ido al galope a su búsqueda. Había regresado antes
de que llegara a Gosén el mensajero enviado por su padre que lo
había mandado llamar; o, mejor dicho, conminado a regresar a
Menfis. El segundo en la línea de sucesión estaba confabulando. El
segundo estaba dando muestras, excesivas muestras, de apoyar en
todo al rey para que este pensara que él era el fuerte y no el
primogénito, que era él el que merecía agarrar en sus manos el
cayado y el mayal.

225
Cuando el primogénito se enteró de que el segundo e, incluso,
el cuarto heredero al trono planeaban venir a Palacio, y presentar
todo su apoyo a Tutmosis en sus decisiones, fue cuando decidió
adelantarse a todos. Menudos buitres. Si querían combatir a los
hebreos que se adentraran en Gosén. Pero parece ser que todos
querían combatir a los hebreos justo donde no había hebreos.
Aquello hedía, comentó el heredero a solas con su mejor
amigo. Y, sobre todo, olía a putrefacto el hecho de que cada uno de
sus hermanos fuera a arrojarse en los brazos de su padre sin
comunicar el viaje a los otros. ¿No habían sido, precisamente,
desplegados en Gosén para actuar de forma conjunta? Era mejor no
pensar en el asunto y sonreírles como si no pasara nada.
“Papá –se dijo a sí mismo–, está centrado en la campaña de
Gosén. No va a prestar atención a estos asuntos familiares. Al
revés, ahora hasta necesita este “y yo más” de cada uno de sus hijos.
Tengo que mantener los nervios fríos y esperar”.
Lo peor era estar seguro de que su padre conocía a la
perfección lo que significaba todo ese despliegue de afectos. no
era más uno de los nombres que tomaba la ambición. Pero, aun
estando seguro de eso, las cosas estaban tan revueltas que hasta esa
pantomima era una buena noticia.

En la puerta de entrada a palacio toda la corte esperaba al


monarca, no faltaba ni uno. Por dentro pensarían lo que quisieran,
pero las consignas habían sido obedecidas. En el centro estaba la
Gran Esposa ataviada con sus joyas. Como su hijo estaba a su lado,
el segundo en la línea de sucesión, el marido se abstuvo de hacer
ningún comentario. Ella le recibió con la mejor de sus sonrisas.
Hasta ella sabía que ese no era el momento de manifestar la menor
disensión.

226
Tras atravesar la puerta del palacio intermedio la Gran Esposa
hizo ademán de seguir acompañándole. Tutmosis se detuvo y
levantó su mano un poco: dejó claro con energía y sequedad que
quería seguir adelante acompañado solo de su heredero. El
segundón (el segundo en la línea de sucesión) se quedó al lado de
su madre. Este se esforzó por poner una cara inexpresiva, pero
hubiera dado su dedo meñique porque se le hubiera permitido estar
en esa conversación. No estar en ella dejaba muy claro cuál era su
papel respecto al príncipe heredero: ser un repuesto.

Caminando por la galería por la que le gustaba pasear, le dijo


el faraón a su hijo:
–Hace quince días, envié mensajeros a Tebas, llamando a los
soldados que militan bajo el pendón de Sobek y a los que lo hacen
bajo el pendón Mesjenet. Y antes ya había mandado venir 600
carros de los fuertes de la frontera de la “Provincia del sicomoro
del sur”. A esos jinetes los conozco: harán lo que se les mande.
–¿A qué te refieres, padre?
–Harán lo que se les mande sin pestañear, sea respecto a los
hebreos, sea respecto a los egipcios. Los conozco personalmente,
de mi última campaña. Sus manos ya se han empapado muchas
veces en sangre; y no pocas en sangre de ancianas y lactantes.
¿Cuándo llegan tus otros dos hermanos?
–No lo sé.
–Ojalá que lleguen cuanto antes. Preciso de individuos cuya
lealtad esté fuera de toda duda –mientras decía esto tocó con
respeto la barriga de una figura en relieve del dios-babuino Hedj-
Wer, mientras le miraba a sus ojos recitando una fórmula.
–Que las urracas picoteen mis ojos si he tenido un corazón
oscuro con mis hermanos, pero…

227
–¿Pero…?
–Pero este es un momento en el que se habla en el mercado y
en la era, en los cuarteles y en las fuentes, de un cambio de dinastía.
Mis dos hermanos no son piedras seguras en las que apoyarse.
Harán lo que sea por subirse a la grupa de la diosa Apep y
capitanear el descontento a lomos de esa gran serpiente.
–¿Sabes algo?
–Solo sé que ellos son los siguientes en el trono si logran
capitanear una conjura entre los generales contra ti. Si uno de ellos
logra aunar en torno a sí a los doce o quince primogénitos guerreros
de las grandes antiguas familias nobles, poco importará que haya
roto las aguas de su madre antes o después que yo.
El faraón se detuvo, inclinó la cabeza hasta tocar con su frente
el pulido y suave vientre de Ra. Se quedó unos segundos así, con
los ojos cerrados. Después le señaló el jeroglífico de su base:
Destructor del Señor del Caos.
–Recuerda que Apep nació de su cordón umbilical –comentó
Tutmosis–. No hay comparación entre Ra y la Gran Serpiente.
Ahora está encerrada en alguna región del inframundo.
Esto lo dijo para tranquilizar a su hijo. Él mismo no daba
crédito a las elaboradas y tortuosas historias de los sacerdotes.
Aunque, después de visto lo visto, ¿quién sabía qué había de verdad
en todo eso? Había dioses y seres invisibles, de eso no había
ninguna duda. Siguió andando, mientras le preguntaba a su hijo:
–Tú que vienes del Delta, ¿crees que puedo enfrentarme a un
levantamiento armado?
–No. No va a haber ninguna confrontación en el Rebaño de
los Grandes Toros –los integrantes del Estado Mayor–. Si se ponen
de acuerdo, simplemente, un día no te levantarás de tu lecho.

228
Tutmosis siguió andando en silencio con las manos a la
espalda. Cabizbajo parecía solo mirar a las baldosas marrones
ásperas. Su hijo respetó el silencio. Tras un minuto, vino por detrás
el copero mayor de palacio y pidió perdón por interrumpir:
–Gran señor y tú, vástago que ha nacido del gran señor,
disculpad. Solo quiero comunicaros que, en la Puerta Oeste… está
Moisés y desea hablar contigo, Hijo de Ra.
El faraón se quedó pensativo: miró las baldosas de nuevo,
miró la vegetación de un patio. Se quedó totalmente ensimismado.
¿Seguiría de forma indefinida aquel ciclo amenaza, plaga, decisión
de matarlos, frustración del plan, amenaza, plaga, etc.? ¿Es que no
habría modo de romper aquel ciclo? Se volvió al heredero:
–¿Tú qué harías, hijo?
–Yo creo que tu plan es el más prudente. Golpear al pueblo
enemigo y después empalar a su brujo mayor. Si lo haces al revés,
tendremos que luchar. Y son medio millón de hombres robustos
dispuestos a luchar por su vida y sus familias.
Tutmosis siguió pensativo, seguía mirando los sicomoros
delante de él. Finalmente, dijo, saliendo de su ensimismamiento:
–Quizá… ha llegado el momento de aplastar la cabeza de la
víbora. No sé… tal vez sea mejor ocuparse primero de la cabeza y
después del cuerpo.
Volvió la espalda a su hijo y al copero, y, caminando hacia
sus aposentos, ordenó:
–Que se vaya a su tienda miserable. No quiero que entre en
mi casa y la contamine.
–Padre, no. Recíbelo. Escucha lo que te tenga que decir.
Tutmosis se detuvo. Tras un titubeo, dio la vuelta y concluyó:

229
–Tienes razón. Sea lo que sea, será mejor saberlo que no
saberlo. Vamos –y le indicó al copero–: Decidle que lo recibiré…
No, voy donde está. No quiero que entre en palacio, ni él ni sus
espíritus.
Tras dar unos pasos, miró al copero y le advirtió muy
seriamente:
–Si quieres ver amanecer mañana, que ni una sola persona se
entere de lo que hablamos. ¿Lo has entendido?
–Sí, mi señor –contestó llevándose las manos a las piernas
con una profunda inclinación.
Tras unos pasos más, Tutmosis añadió:
–Les dirás lo mismo a cada uno de los que estén en esa puerta.
Tu responderás ante mí con tu vida. Ellos responderán ante ti con
sus vidas.
–Así se hará, rey invencible.

Cuando se presentó el faraón en el pequeño atrio de la Puerta


Oeste, se levantaron Aarón, Moisés y las cinco personas que los
acompañaban. Así como la puerta principal era donde se atendía a
los que iban a buscar a los funcionarios, la Puerta del Oeste era una
puerta de entrada reservada a los servidores del palacio. Aunque
por allí también ingresaban las mercancías, a esa hora el patio de
esa puerta se hallaba casi vacío. Los hebreos se habían sentado
sobre el suelo de tierra, esperando. El faraón y su hijo aparecieron:
no dijeron nada cuando los hebreos se levantaron del suelo. El
copero, de modo altivo, les ordenó con desprecio:
–Hablad.
Habló Aarón que lo hacía con mayor seguridad, sin la lengua
irresoluta de su hermano:

230
–Así dice el Señor, el Dios de los hebreos: “¿Hasta cuándo
rehusarás humillarte ante mí? Deja a mi pueblo marchar, para que
me puedan adorar. Porque si rehúsas dejar ir a mi pueblo, mañana
traeré langostas en tu país. Ellas cubrirán la superficie de la tierra,
de manera que ninguno será capaz de poder ver la tierra.
Ellas devorarán el último resto que se os ha dejado después
del pedrisco y devorarán cada árbol vuestro que crece en el campo.
Ellas llenarán vuestras casas y las casas de todos vuestros oficiales
y las de todos los egipcios. Será algo que ni vuestros padres ni
vuestros abuelos han visto desde que ellos llegaron a la tierra hasta
este día”.
Entonces, los hebreos se volvieron y salieron. El heredero de
Tutmosis se volvió hacia su padre: ¡Daban la espalda al rey sagrado
de los dos reinos y se marchaban! ¿Quién les había dado permiso
para abandonar la presencia soberana del hijo de los dioses?
Enfadado puso la mano sobre el pomo de su espada metida
en la vaina (iba armado pues iba revestido con todos los atributos
de un general) y se dispuso a dar el primer paso hacia ellos. Su
padre, con toda calma, agarró con fuerza férrea el mismo pomo de
esa espada, como indicándole que mantuviera la calma.
Mientras volvían a la parte más interna de palacio, el padre,
sereno, le dijo con tranquilidad:
–Cuando vayas a usar la espada, recuérdalo, analiza primero
la situación. Si no vas a ganar, no comiences.
–¡Estaban desarmados! ¿Qué hubieran podido unos pobres
obreros de construcción frente a un general?
Tutmosis sonrió.
–Nosotros dos allí estábamos sin soldados. El copero hubiera
salido corriendo como una gallina despavorida. Los hebreos eran
siete hombres. Dos de los cuales, ancianos, sí, pero no inútiles en

231
una refriega. Si hubieras usado tu espada, tras atacar al primero, los
otros cuatro hubieran luchado por su vida.
–No son soldados.
–Los obreros de la construcción tienen los músculos tan
desarrollados como los soldados –le siguió explicando con toda
parsimonia–. Y uno de ellos tenía un cayado de mucho grosor. Y,
además, un cayado largo. Un golpe de un cayado de ese grosor, con
fuerza, es un hueso roto. Un hueso roto en cada golpe. Un buen
golpe en la nuca o en la sien es la muerte. Te aseguro que si te
hubieras enfrentado solamente contra él no tenías la victoria
asegurada. Pero, además, le hubieran apoyado los demás. No, hijo
mío, ibas a empezar una lucha en la que te podía haber perdido.
Nunca empieces una batalla si no estás seguro de que la vas a ganar.
–Me subestimas, padre.
El padre le había hablado con todo sosiego, como si la cosa
no fuera con ellos. Pero el hijo seguía bajo los efectos de una sangre
joven que hierve. El faraón, que seguía caminando con él hacia sus
aposentos, miró hacia el techo con paciencia. Después dijo para sí
mismo:
–Si te hubieran matado… Si por casualidad uno de ellos, uno
solo de ellos, te hubiera herido gravemente en la cabeza con un
golpe que se te infecta y mueres, te aseguro que yo hubiera perdido
el trono cuatro o cinco días después. Algo así hubiera sido la gota
que colma la copa. Tras tantas guerras ganadas, después de mis
construcciones, después de tantas cosas emprendidas en mi
existencia, yo hubiera, casualmente, enfermado y habría habido un
cambio de dinastía –resignado concluyó–: Tengo los mejores
médicos de los dos reinos, pero…
–Es cierto –confirmó el hijo–, los médicos reales son los
únicos que dan la vida y la muerte.

232
–Sigilosos, discretos se mueven por el tablero de palacio. Si
todos están contigo, son sabios que dan vida. Pero si todos están
contra ti, son el último empujón que necesita una piedra para rodar
cuesta abajo.
A su paso, quince escribas con sus tablillas se postraron hasta
el suelo. Ahora caminaban Tutmosis y su hijo a lo largo del muro
que separaba el harén del Palacio Intermedio.
–¡Padre! –y el heredero estuvo a punto de poner la mano en
el hombro de su progenitor, pero se contuvo–. ¿Por qué no ordenas
matar a Moisés y su hermano? Dentro de una hora pueden estar
muertos.
El faraón siguió andando en silencio.
–Hijo mío… cuatro veces lo he ordenado. Y cuatro veces me
han venido contando cuentos de vieja. Ahora, todos tienen miedo.
–¿Y si lo hubieras hecho tú?
–¿A qué te refieres?
–¿Y si lo hubieras matado cuando te has encontrado con él
ahora? Tú solo te enfrentaste a doscientos hombres mitannios en
las tierras hurritas y los venciste
Tutmosis rio:
–No, hijo, no. Durante toda aquella carnicería yo estaba en
una colina elevada acompañado de dos generales. Me subí al carro
únicamente cuando mis tropas y mis mercenarios ya estaban
persiguiendo a los últimos supervivientes agotados después de dos
horas de lucha. Los que huían estaban agotados, ya no podían más.
Fue como salir a cazar. Únicamente lo hice cuando ya no había
ningún riesgo. Y te aseguro que no fueron doscientos. No creo que
llegaran a treinta o cuarenta los que asaeteé con mi lanza por su
espalda.

233
Cuando llegó la noticia al Reino Bajo, en cada ciudad del Nilo
se duplicaba la cantidad, menos mal que lo dejaron en dos mil.
Aquello era tan ridículo que solo permití que escribieran doscientos
sobre los papiros. Y vigilando para que, al ser inscrito en las
piedras, la cifra no volviera a multiplicarse.
–En realidad, nunca pensé que tú solo mataras a doscientos
enemigos, pero sí que creía, así lo había oído, que te enfrentaste
con los mitannios en plena batalla. Y que mataste a muchos.
–He tenido que esperar mucho para subir las gradas del trono.
Nunca he sentido ninguna inclinación a jugármelo todo por un
momento de diversión. Qué hubiera pasado si me quedo tuerto, si
pierdo una mano. El Pueblo no quiere un rey tullido sujetando el
cayado y el mayal. El faraón debe ser viva imagen de la fortaleza.
Si me quedo ciego, si me rompo la columna, entonces es cuando
entran en juego los médicos, para “curarme”.
–¿Y si envías a toda la infantería del cuartel de Menfis a
acabar con Moisés? ¿Estás seguro de que no lo matarían?
–Tienen miedo, tienen miedo. No obedecerán la orden. Ahora
ya no. Quizá perdí la oportunidad cuando pude. Al principio,
hubiera podido. Ahora al que dudan si reemplazar es a mí. La copa
está a punto de desbordarse.
–¿Entonces no hay nada que hacer? ¿Apep se deslizará
sinuosa por estos corredores con su veneno de muerte? ¿O ya ha
entrado y está agazapada, esperando su momento con los ojos
abiertos?
–Como te dije, se dirigen hacia aquí 600 carros de la frontera
de la primera catarata. En cuanto lleguen, antes de que hablen con
nadie, antes de que oigan ninguna historia, lo primero que haré será
ordenarles que vayan a por Moisés y su hermano, y que los maten
allí donde los encuentren. No les daré tiempo a que hablen con

234
nadie. Obedecerán lo que se les diga. Yo mismo iré con ellos a
capitanear la acción.
–¿Cuándo crees que llegarán?
–Vienen desde más allá de la “Provincia de los dos Cetros”,
han tenido que atravesar entera la “Tierra de Set”. Dado el tiempo
transcurrido, como muy pronto les faltan cuatro días. No más de
una semana y media. Esos serán los días más largos de mi reinado.
Llegaron a la entrada del Palacio Interior. La puerta de seis
metros de altura estaba abierta, solo se cerraba por la noche. Era
una puerta de grandes tablones de ébano con remaches azules de
cedro. Esa puerta marcaba la frontera de la intimidad. Allí iba a
despedirse de su hijo, cuando apareció la Gran Esposa con dos
bellísimos podencos de Ibosim, la isla de Ibiza.
Al verla, Tutmosis pensó en preguntarle: “¿Quieres que te
deje a solas con tu hijo para confabular a solas?”. Pero no le dijo
nada. Ella tampoco le recriminó nada. Se dio cuenta de que no era
una coyuntura adecuada para añadir más recriminaciones a las
muchas frustraciones de su marido. Se limitó a sonreírle fríamente.
El faraón acarició el lomo de esos magníficos animales.
–¿Te apetece jugar una partida de senet? –le preguntó
Tutmosis a su esposa.
Esta se sorprendió de tanta amabilidad. Accedió. Entraron en
las cámaras privadas y estuvieron largo rato tirando los dos palos
con incisiones. Según la posición superior en que cayeran los palos,
el jugador podía hacer un número de movimientos sobre aquel
tablero rectangular de casillas de madera cubierta de marfil. Las
reglas acerca de cómo se protegían entre sí las fichas llamadas
bailarinas o cómo interactuaban con las fichas con formas
zoomorfas del contrincante eran enrevesadas como intrincados
podían ser las estrategias sobre el tablero.

235
Mientras jugaban con los perros tumbados y bostezando al
lado de ellos, recordaron sus tiempos de juventud. Aquellos
tiempos en los que el faraón se erguía como un orgulloso obelisco
de autoridad indisputada. Tiempos que ahora parecían tan lejanos.
Ella siempre había abogado por una política de dureza. Aplicar la
fuerza sin contemplaciones, ese siempre había sido el consejo de
ella en todas las situaciones, y más que nunca con el problema
hebreo.
Pero ahora reconocía que la capacidad de maniobra se había
reducido notablemente. Los militares no estaban dispuestos a
actuar contra un hombre misterioso al que temían. No se oponían a
que otros lo hicieran, pero ninguno de ellos quería ser el que alzara
la mano contra lo desconocido, contra una ira frente a la cual los
escudos y las hachas resultaban inútiles. Ella era consciente de que
ahora habría que transigir, por lo menos en algunas cosas. Por lo
menos hasta estar seguros de poder asestar un golpe certero,
sorpresivo y definitivo. Ella guardaba estos pensamientos en su
seno. Pero era inteligente y no sacó ningún tema político.
Tras unas cuantas partidas de senet, en las que el faraón se
afanó como un niño por lograr sacar del tablero las fichas propias
antes que las de su avezada adversaria, este propuso jugar a otro
juego de mesa, el de los sabuesos y chacales. Su esposa lo
observaba sin hacer comentarios. ¿Cómo era posible que un
hombre que había movido grandes formaciones de infantería sobre
el tablero de los campos de batalla se entusiasmase tanto moviendo
fichas sobre esos pequeños y artificiales campos de batalla? Allí
tenía más de una decena de juegos y bien sabía ella que raro era el
día que su marido no jugaba al menos una partida.
Ahora el faraón movía sus varitas acabadas en forma de
cabeza de chacales, mientras la esposa movía sus sabuesos. El
tablero era de madera blanca, alargado, elevado sobre cuatro patas
talladas imitando las de una gacela. Parte de su superficie estaba

236
suntuosamente cubierta por una marquetería de cuadraditos de
maderas de distintos árboles y colores. En el centro del tablero se
había grabado una palmera en bajorrelieve. Alrededor de ella había
agujeros. Los contrincantes movían sus fichas insertando en esos
huecos sus varas acabadas en cabezas de chacales con orejas
puntiagudas o en palos más bajos rematados por cabezas de
sabuesos de orejas anchas y caídas.
La esposa solo comentaba acerca de asuntos sociales de
Tebas, no sacó ningún tema político; solo chismorreos acerca de
las grandes familias. Pero, finalmente, él sí que tocó temas de
mayor entidad. Estuvieron hablando un rato sobre esos temas. Ella
era más inteligente que muchos de sus ministros. Más inteligente y
más astuta. Él bien lo sabía. Pero ella veía a su marido cansado.
No, ahora no había que presionarle.
Apareció con grandes inclinaciones el tesorero de palacio, ya
que el chambelán estaba fuera.
–¿Qué pasa?
–Señor de las fértiles comarcas del Río, están afuera, delante
de la Puerta de la Cámara de las vesticiones… todos los ministros.
–¿Qué pasa?
–Tú que eres protegido por las dos señoras del cielo, hay
agitación.
Resultaba que la gente de la calle había visto entrar a Moisés
en palacio dos horas antes. El boca a boca había hecho el resto. La
noticia había acabado por entrar en palacio, y ahora todos los
corredores eran un hervidero. En ese momento, entró el heredero:
–Padre, tienes que hablar con los ministros. La bola de lo que
supuestamente te ha venido a predecir ese hebreo maldito no para
de rodar y se está haciendo más grande

237
–¿Se han ido de la lengua los servidores? –preguntó dispuesto
a ordenar una sentencia.
–No. Han sido los habitantes de la ciudad los que les han
preguntado cuando estos han atravesado varios barrios camino de
su campamento.
Tutmosis, revestido únicamente con un faldón, se acercó a la
sala anterior a la Cámara de las Vesticiones. Estaban todos los
ministros y unos veinte oficiales, muy preocupados. Todos le
repitieron que la situación era insostenible. Un funcionario de alto
nivel perdió los nervios y exclamó angustiado:
–¿Hasta cuándo este individuo hebreo va a ser un lazo para
nosotros? Deja al pueblo ir, para que ellos puedan adorar al señor,
su dios. ¿No entendéis todavía, majestad, que Egipto está
arruinado?
El faraón ordenó que se le dieran cinco golpes por hablar con
un tono inadecuado al faraón. Pero la presión era insostenible: a
media tarde tuvo que mandar llamar a Moisés a su presencia. Esta
vez era un faraón intranquilo el que le recibía. Se notaba que no
había tomado una decisión, que dentro de su corazón se debatía
acerca de qué hacer. Después de varias preguntas sin mucho
sentido, Tutmosis concluyó cansado:
–¡Id, adorad al señor, vuestro dios! Id, id, marchaos.
Después, como recapacitando, preguntó con exigencia:
–¿Pero quiénes tenéis que ir?
–Iremos con nuestros jóvenes y nuestros ancianos. Iremos
con nuestros hijos e hijas y con nuestros rebaños y greyes. Porque
tenemos que celebrar la fiesta del Señor.

238
–No, no, de ninguna manera –repuso el heredero que estaba a
la derecha del trono y que tenía permiso para hablar. Y le habló en
voz baja a su padre.
Tutmosis asintió y les dijo:
–Si dejo alguna vez que vuestros pequeños vayan con
vosotros, no tengo la menor duda de que el señor del que habláis,
vuestro señor, en verdad, irá con vosotros. De eso no tengo ninguna
duda. Si os marcháis todos, con vosotros se irá ese dios de las
plagas. Pero, claramente, vosotros albergáis un propósito malvado
en vuestra mente. Estoy seguro de que, si os marcháis todos, poco
después haréis caer sobre nosotros la peor plaga. Tenéis que dejar
aquí a vuestros hijos. Poco a poco podréis irlos retirando. Eso lo
negociaremos.
El grupo de hebreos estalló en exclamaciones de
desaprobación. Varios funcionarios defendieron la postura del
faraón y su hijo. Se produjo una confrontación entre Aarón y varios
de esos oficiales de la corte, con Moisés apenas interviniendo.
Tutmosis quiso cortar pronto toda falsa expectativa:
–¡No, nunca! Vuestros hombres pueden marcharse y adorar
al señor vuestro, porque esto es lo que estáis pidiendo y eso es lo
que os concedemos. Os concedemos la salida, pero siguiendo unas
etapas. Ya tenéis lo que buscabais.
Hubo nuevas protestas por parte del grupo de patriarcas y
jefes hebreos.
El ministro de graneros reales apoyó a su rey, encarándose
con esos esclavos hijos de pastores:
–¿Pero no es eso acaso lo que estabais pidiendo desde el
principio? ¡El faraón os lo concede!

239
–No nos marcharemos sin nuestros hijos –intervino el
patriarca de la tribu de Gad. Después tendríamos que pagar su peso
en oro para recuperarlos
–Nosotros tenemos que fiarnos de vosotros, pero vosotros no
os fiais de nosotros –repuso ofendido el ministro de obras reales.
–Esto no es un regateo acerca de oro. Callaos tanto los unos
como los otros –intervino exaltado el heredero del faraón–.
Vuestros hijos son la única seguridad de que no lanzaréis contra
nosotros los peores conjuros una vez que hayáis salido. Vuestros
hijos y mujeres son nuestra única protección. Os los enviaremos
poco a poco. Podemos discutir los tiempos.
Los hebreos se negaron. Varios oficiales se sintieron
ofendidos ante semejante tono grosero de unos esclavos. ¡Les
estaban concediendo lo que pedían! Tutmosis se cansó y, casi sin
levantar la voz, ordenó de un modo lacónico a los soldados
presentes:
–¡Echadlos fuera de mi presencia!

Al día siguiente, a eso de las ocho de la mañana, se levantó


un viento árido. Un viento suave que hizo presagiar lo peor, porque
la población de Menfis y alrededores estaban esperando la plaga.
El viento procedía del Este y continuaba firme, sin ceder. Más de
una hora después, se divisaron en el horizonte nubes oscuras, como
de tormenta. Pero no eran nubes de agua, sino una densidad de
langostas como nunca se había visto antes.

240
Aquella plaga cayó sobre las fértiles riberas de todo el Nilo,
de norte a sur, avanzaba desde las regiones orientales del desierto.
Impresionantes nubes de langostas cayeron aquí y allí. Nunca se
había visto una plaga de langostas igual. En unas regiones, ese
azote cayó con toda su furia cubriendo toda la tierra, cubriendo los
tejados de las edificaciones, entrando en las casas, penetrando en
las cámaras más profundas de los templos; en otras regiones, esas
nubes mostraron menor intensidad. Donde esas nubes de insectos
cayeron con más fuerza devoraron todas las plantas. Solo las duras
hojas de las palmeras sobrevivieron incólumes. Pero todo árbol,
toda hortaliza, todo el cereal fue devorado.
Cuatro horas después, el faraón escuchaba un informe en una
estancia con la puerta y las ventanas cerradas. A plena luz del día,
tenía que estar a la luz de cuatro lámparas. Incluso allí llegaba el
zumbido de las langostas que se movían de un lado a otro en las
demás cámaras de palacio. El ministro de graneros reales
presentaba los hechos acompañado de dos funcionarios. Su voz era
triste, como el de un general que reconoce una gran derrota:
–Rey de las Dos Tierras, antes de esta desgraciada calamidad,
no nos quedaba más que una de cada diez cabezas de ganado.
Después, el pedrisco arruinó las cosechas. Ahora esto acaba con lo
que estos infortunios nos habían dejado. Solo nos queda lo que hay
dentro de los graneros del grano normal y los graneros de la
simiente. Solo esas puertas selladas nos separan de la muerte.
Habrá que ser muy juicioso al abrir cada puerta, porque no hay más.
Tras el silencio del ministro, otro funcionario prosiguió con
el mismo tono lastimero:
–Cientos de hombres que trabajaban en el campo y que
tuvieron la mala suerte de hallarse en el centro de esas nubes de
insectos cuando descendieron han muerto. Murieron literalmente a
causa de millares de pequeñas mordeduras. Recordad que también

241
centenares de individuos fueron envueltos por nubes de mosquitos
y también murieron a lo largo de los dos reinos. En fin, gran rey,
yo solo soy un pobre funcionario, pero creo que…
Entonces se escucharon unos gritos en una sala no contigua,
pero cercana. El faraón miró interrogativamente a su hijo. Los
gritos no cesaban. Salieron afuera. Es el ministro de obras públicas.
Está como loco. Agarra con todas sus fuerzas una lanza. Varios
escribas, rodeándolo, agarran esa misma lanza por un lado y su
brazo por otro, insistiendo en que desista. Los que salen de la sala
de la audiencia lo escuchan:
–¡Tengo que clavar esta lanza en el pecho del faraón!
Dejadme verlo.
Y otra vez ese hombre fuera de sí, con ojos de loco, describe
a su hijo de diez años devorado vivo por las langostas. Estaba en el
campo. Millares y millares de esos insectos le cubrieron. Una vez
que comenzó a sangrar por alguna herida, se arremolinaron sobre
él insaciables.
Le quitaron con buenas palabras la lanza de sus manos que,
cada vez más, la apretaban con menor fuerza. El ministro se
arrodilló sobre el suelo golpeándose la cabeza con los puños:
–¿Por qué, por qué, no hemos dejado partir a esos hebreos
brujos? Que alguien me lo diga.
El faraón apareció. El padre le miró, pero no le atacó. Lo
ignoró. Siguió en el suelo golpeándose.
Tutmosis, al observar en silencio la escena de ese ministro
enloquecido, no dejó de reparar en que allí estaban todos los
ministros. ¿Qué hacían allí si él no les había convocado? Incluso,
más lejos, había dos generales, como apartados. ¿Qué hacían allí
ellos como buitres?

242
La otra cosa que impresionó al faraón es que todos los
ministros le miraron al faraón con reprobación. Le dejaron muy
claro que sus corazones estaban con ese padre que sollozaba y se
desgañitaba. Si se hubiera lanzado contra el faraón, es posible que
ninguno hubiera hecho el más mínimo esfuerzo por detenerlo.
El faraón no había dicho ni una palabra y tampoco lo hizo al
volver la espalda y marcharse.
–¿Pero qué hacen aquí los generales Nebemakhet y
Parennefer? –preguntó al hijo, en voz baja, cuando ya estaba seguro
de que no le podían escuchar.
Siguió andando. Se volvió enfadado a un servidor:
–Tráeme una túnica larga.
Las langostas también se posaban sobre su espalda, sobre su
pecho, sobre su cabeza. Ya tenía varias marcas de pequeñas
mordeduras. Todos tenían mordeduras: sus ministros, sus escribas,
sus esposas, todos.
A toda velocidad, llegó un mensajero por detrás del faraón:
–Gran señor, la turba está saqueando los graneros de
Puyemre.
Por un momento, pareció que el tiempo se detenía. Tutmosis
bajó la mirada y acarició con lentitud el muro encalado que tenía a
su lado. Inspiró con fuerza. Hasta allí llegaba el leve aroma dulce,
afrutado, de un grandísimo jarrón cerámico exuberante con acianos
de color violeta situado en la estancia adyacente. Todos se
extrañaron de un silencio que implicaba reconocer su derrota.
Nadie dijo nada. El faraón miró a los que le rodeaban, como si
estudiase sus rostros. Como si quisiera saber qué pensaba cada uno.
Después pareció como si, en un gesto de supremo esfuerzo,
retomase sus fuerzas; como si su voluntad se irguiese, de nuevo,
con vigor. Se volvió a copero mayor y le ordenó:

243
–Llama a Moisés y Aarón. Que vengan cuanto antes. ¡Cuanto
antes!
De inmediato, dio instrucciones al heredero para que tomara
a los soldados de palacio y reprimiera el pillaje.
–Espera, no –se corrigió–. Deja aquí a los soldados de
palacio. No podemos quedar desprotegidos. Ve al Cuartel de los
Cuatro Pendones y tómalos de allí.
Dio unos cuantos pasos, nervioso. Se apoyó con los dos
brazos sobre la pared, bajando la cabeza. Parecía que sostuviese la
pared en un supremo esfuerzo. Uno de los esclavos más fieles
pensó con admiración: “Sostiene Egipto”.
Lo impensable había pasado por la cabeza del monarca: ¡La
turba asaltando la Gran Casa! Era solo un pensamiento. Pero, por
primera vez en su vida, contempló esa posibilidad de pesadilla.

Una hora después, en una sala muy pequeña con la puerta y


las ventanas cerradas, el faraón les reconoció con tono angustiado,
pero sin testigos:
–He pecado contra ese señor que es vuestro dios… y contra
vosotros.
Sus palabras tenían un sentido muy preciso: sentía
arrepentimiento (tampoco muy grande) por haberles engañado
varias veces, diciendo que les dejaría marchar y no lo había hecho.
Sentía arrepentimiento de eso y solo de eso. El faraón prosiguió:
–Perdonad mi pecado solo una vez más y orad a ese señor,
vuestro dios, que al menos remueva esta plaga mortal de mí.
Moisés y Aarón no hicieron el más mínimo comentario, pero
habían oído bien: había dicho que, al menos, remueva esta plaga
mortal de mí. ¿Con qué sentido había dicho eso? Quizá era la

244
angustia. Lo había dicho sin pensar. ¿Se hubiera conformado con
que, al menos, el palacio hubiera quedado como una burbuja
incólume? Era en momentos como ese, de extrema angustia,
cuando se veía hasta dónde podía llegar su egoísmo.
Moisés le dijo a su hermano que accedía. Ya los dos y sus tres
acompañantes iban a despedirse, cuando Aarón le preguntó al
faraón:
–¿Nos dejarás marchar ahora o hay que esperar a que eso se
haga efectivo con una orden posterior?
–Ahora –respondió en voz muy baja, casi inaudible.
–¿A todos?
Asintió con la cabeza, cerrando los ojos.
–¿Lo juras por tus dioses?
Los ojos de Tutmosis se encendieron de ira contenida.
–Esclavo, jamás nadie ha pedido un juramento al faraón.
Moisés le puso la mano en el hombro a su hermano,
indicándole que eso bastaba. Aarón, camino de la puerta, se volvió
y le dijo a Tutmosis:
–Está bien. No te pedimos un juramento. Pero, cuando envíes
a Gosén al que debe comunicar tu orden, queremos que un patriarca
de una de nuestras doce tribus acompañe a tu funcionario.
–Eso es humillante.
–Pues tiene que ser así.
–No.
–Pues no pediremos que la plaga se retire.
El faraón titubeó, pero cedió:
–De acuerdo. Cedo.

245
–¿Nos avisarás cuando envíes a tu oficial?
Asintió con la cabeza. Desganado, pero asintió.

El viento del oeste sopló con fuerza y se llevó aquellas nubes


de langostas. Al día siguiente, el patriarca de la tribu de Benjamín
acompañó a un alto funcionario, escoltado por cuatro soldados.
Todos fueron a caballo, el paisaje estaba desolado. No había ni la
más leve brizna verde. Tuvieron que llevarse forraje para los
caballos en la grupa de otros cuatro caballos suplementarios. No se
podía contar con que encontrasen pastos por el camino después de
la última plaga.
Tardaron algo más de dos jornadas en llegar a la región de
Gosén. Pero los patriarcas comprobaron que el funcionario solo
hablaba de los preparativos para la partida del pueblo hebreo. Tenía
reuniones y reuniones con el gobernador, los militares y los
funcionarios locales. Pero la orden, aunque dada, no se llevaba a
efecto hasta “acabar con los preparativos”. Así pasaron cuatro días.
Al final, el funcionario, tras ser presionado, les gritó enfadado
que él había sido enviado para realizar los preparativos, que él
debía esperar una orden de Menfis que podía llegar en cualquier
momento.

246
Día 60
La hermosa luz del río es clara, llorad a los ojos
ya ciegos
Has venido hoy hasta estas tierras del sur, faraón, y no nos has dejado ningún
heredero. La paz es mejor que combatir, déjanos vivir. Tú, rey de las Dos Tierras,
eres un dios que agarra con su fuerte brazo, que haces pedazos a los sureños y
decapitas a los norteños.

Han pasado nueve días desde la última plaga. Setep, el


mercader de telas informador del faraón llegó a palacio muy pronto
por la mañana, una hora después de amanecer. Por un corredor le
explicaba:
–Vengo directamente desde Gosén. Ayer hice noche junto al
campamento de los hebreos de las afueras de esta ciudad, pero
llegué ayer mismo a ese lugar.
El mayordomo de las cámaras personales del rey le sugirió
que, antes de entrar a la presencia del faraón, se diera un baño en
unas dependencias del Palacio Intermedio.
–Por Ra que se nota que estás recién llegado. Anda, ven. Así
te quitas el polvo del camino y el olor a barbudo hebreo.
Después del baño, le sugirió que tomara un poco de pan y un
cuenco de leche caliente de cabra. Pero el mercader con cierta
astucia se excusó, alegando que tenía que pasar cuanto antes a
informar a su rey. Fue entonces cuando el mayordomo anunció su
visita al faraón que indicó que pasara de inmediato. Cuando se

247
cerró la puerta, dentro solo estaban Tutmosis y su informante. El
rey hacía continuas preguntas.
–Vamos a ver –le explicó el mercader–, el patriarca de la tribu
de Benjamín y acompañado por el de la tribu de Simeón partieron
hacia aquí el mismo día que yo para encontrarse con Moisés.
Llegué a Menfis ayer por la noche, pero preferí pasar por la Era de
la Mujer Fuerte para ver qué se respiraba en el campamento hebreo.
–¿Y…?
–Me dicen que Aarón y su hermano se han sorprendido, que
la última vez sí que pensaban que vos, Majestad, habías dicho la
verdad.
–No lo creo. Si hubieran pensado que yo les iba a liberar,
Moisés mismo hubiera partido hacia Gosén para capitanear a su
pueblo fuera de Egipto.
–He oído que la razón era que ni Aarón ni su hermano querían
alejarse de aquí por caminos poco transitados.
Esto lo dijo con aire de misterio.
–¿Temen que los matemos en cualquier recodo del camino?
–preguntó el rey.
–Sí, sin ninguna duda. Prefieren, de momento, quedarse en un
emplazamiento bien conocido, rodeados, ahora, por trescientos
hebreos.
–¿Los que están acampados en tiendas de campaña a las
orillas del río son trescientos?
–Sí.
–¿Y si toda la masa de esclavos del Delta deja Egipto, adónde
encaminarán sus pasos: hacia el oeste o hacia el este?

248
–Ellos, por las noches, en torno a sus hogueras, no olvidemos
que son unos pastores nómadas, siempre hablan del retorno a la
tierra de sus ancestros.
–¿Crees que hoy o mañana vendrán por aquí pidiendo
audiencia?
–Lo dudo. Me inclino a pensar que no se presentarán en
palacio a reclamar nada. Consideran que no tiene sentido.
Magnífico rey, ¿por qué dijiste que les dejarías marchar? ¿Por qué
diste fuerzas a su ilusión?
–Hace unos días, en mi corazón, me enfadé mucho contra mí
mismo. ¿Por qué no dejar partir a ese pueblo? Pero después me
convencieron las palabras de algunos de mis oficiales. Es lo que
me dijo mi Gran Esposa: “Si los hebreos hubieran podido matarnos,
lo habrían hecho; y que si no lo habían hecho, era porque no podían
hacerlo”. No descarté que tuviera razón y que el poder de esa
entidad de ellos hubiera ya llegado a su límite. Tal vez estábamos
al borde del final de esta pesadilla y no lo sabíamos. Cedí…
después me arrepentí.
–¿Y vais a seguir ese camino? ¿El de la fortaleza?
–Cedí, me arrepentí, volví a dudar de mi arrepentimiento. Sí,
lo reconozco: tengo mis dudas. Pero, no sé, resistamos un poco
más. Para ceder siempre estamos a tiempo.
–¿Qué te pasa? –le preguntó el faraón al ver que se llevaba la
mano a la frente como desvaído.
–Estoy débil. He venido con tanta celeridad que ni ayer cené
ni hoy he desayunado.
Tutmosis dio unas palmadas y entró un siervo. Ordenó que
trajeran unas tortas de higos y unas galletas con miel. Y que,
mientras, asaran unas codornices. Al cabo de un rato, el mercader

249
se mostraba bastante reconfortado. Fue entonces cuando el
mercader sacó otro tema:
–Magnífico señor, he gastado todo mi dinero en este viaje –
eso no era cierto–, preciso que se me dé más dinero. Sé que se me
recompensará con contratos en los próximos años para proveer de
tela al Ejército. Pero ahora ya no me queda nada de aquello con lo
que salí.
–Por supuesto, por supuesto. En cuanto acabemos de hablar,
dile al mayordomo que te lleve a ver al tesorero, no al de palacio,
sino al de funcionarios. Yo, en cuanto salgas, llamaré al escriba que
lleva las cuentas de tus servicios. Entre él y el tesorero, se te pagará.
–Mañana, desearía regresar a mi tierra. Si pudiera recibir ese
“agradecimiento final” del que me hablasteis.
–Quédate un poco más, cuatro… tres semanas.
–Lo haría con gusto, pero ya quedamos en que este sería mi
último viaje hacia el Delta. Además, mi mujer ha tenido un hijo –
mintió el mercader–. Eso sin contar con que tengo que ocuparme
de mis negocios.
Se produjo un regateo. Al final, el mercader concluyó como
su última palabra:
–Me quedaré seis días más, solo porque sé que vuestro
“agradecimiento final” merecerá que yo actúe en consecuencia.
Pero…
–¿Sí?
–Tengo que pagar a mis empleados. Os suplico que me deis
la mitad de ese agradecimiento final esta mañana
–¿Y si la recompensa fuese mayor, mucho mayor, si esperas
solo dos semanas más?

250
–Rey de los territorios del fértil limo, os diría que prefiero un
agradecimiento menor, pero poder volver a abrazar a mis hijos ya.
El rey se dio cuenta de que ese mercader no había nacido ayer.
Regatear con él era imposible. La sonrisa no desaparecía de su
boca, su tono era de total sumisión: pero no cedía.
A Tutmosis le hizo gracia esa picardía y cedió. Aquel hombre
le recordaba a los muchos mercaderes con los que se había
encontrado en sus campañas. Le cayó simpático. Pero, tras un rato,
quiso hacerle una última pregunta:
–Hay algo que si lo haces te bañaríamos en oro.
El mercader le miró interrogativo.
–Hay algo que si lo haces, entonces sí que no repararíamos en
gastos para recompensarte. Algo por lo que te cubriríamos de
gemas, plata y oro. Un servicio por el que honraríamos a tu familia
con los más altos puestos en tu nomo o aquí en palacio si lo deseas
para algún hijo o hermano
–¿Qué puede hacer un hombre insignificante como yo?
–¿Estarías dispuesto a matar a Moisés?
–No –respondió al momento.
–Tranquilo, solo era una curiosidad que anidaba en mis
entrañas.
–Tengo mujer e hijos y nietos. No solo eso. Si le apuñalo, yo
estaría rodeado de esos barbudos. Jamás saldría vivo de su tienda.
–Vale, vale, está claro. ¿Pero sabes de alguien que estuviera
dispuesto a hacerlo?
–Conozco a un hombre que fue bandolero en tierras de
Canaán. Sin duda sus manos, carentes de todo escrúpulo, están más
que manchadas de sangre, de sangre de regiones lejanas, no de

251
sangre egipcia. Pero ni él está tan rematadamente loco como para
atentar contra un hombre rodeado de fuerzas tan poderosas.
–¿Seguro?
–Sin ninguna duda.
De pronto, entró un siervo corriendo y gritando:
–¡Señor, gran señor!
–Sí, ¿qué sucede? –preguntó el faraón.
–Señor, Moisés está a la Puerta de los Peces. Y por el camino
más y más egipcios le han seguido por curiosidad. Aarón está
hablando a tus ciudadanos. Ante cientos de ellos.
El faraón despidió de su presencia tanto al siervo como al
mercader. Por supuesto que no pensaba ir adonde Moisés a ver qué
pasaba. Trató de ocuparse en otras cosas. Pero era difícil
concentrarse en nada sabiendo que, en cualquier momento, podía
suceder algo grande. Esa mañana, casualmente, no tenía ninguna
audiencia. Se fue a un jardín a tirar un rato al arco.
Para él fue triste comprobar que la vista de sus ojos ya no era
lo que fue. De lejos ya veía algo borrosos los postes acabados en
tableros horizontales que servían de diana. Tampoco sus músculos
eran lo que fueron. Sentía claramente una contractura en el hombro
cuando tensaba aquel arco. Había lanzado dos flechas, cuando
observó que el cielo se estaba oscureciendo. Miró hacia lo alto y
dejó caer al suelo su arco. Lo impensable estaba sucediendo. Eran
las nueve de la mañana y la luz se iba. En un par de minutos, la
oscuridad fue total, como la que hay en una medianoche sin luna ni
estrellas. Incluso hasta esa parte del palacio, tras tantos muros,
llegó el impresionante rumor de decenas de miles de personas, toda
una ciudad, gritando. Tutmosis había vivido dos eclipses. Esto no
tenía nada que ver. Había visto la oscuridad avanzar por el cielo
desde el Oeste, mientras el sol estaba suspendido en el Este.

252
Con las manos hacia delante, Tutmosis alcanzó una pared en
un extremo del jardín. Tanteando fue internándose por pasajes y
cámaras. Era su palacio, lo conocía bien. Pero nunca había
caminado en él en completa oscuridad. Incluso en mitad de la
noche, siempre hay un leve claror proveniente de los astros
nocturnos. Pocas son las noches que carecen de toda luz. Y ahora
era como una de esas noches en que parece que las tinieblas se
pueden tocar. Al no haber ninguna luz, esa oscuridad parecía densa.
Pero era solo oscuridad, se repetía a sí mismo.
Al no haber ninguna luz, todos los que estaban en las calles o
en los campos tuvieron que detenerse donde estaban. Finalmente
se sentaron y esperaron. Todos elevaban plegarias a los dioses para
que les ayudasen. Y muchísimos oraban al desconocido dios
hebreo.
Tras más de una hora de infructuoso afanarse, también el
faraón optó por sentarse donde estaba y esperar, él no oraba. Todos
los egipcios tuvieron ocasión de reflexionar. Pues no pudieron
hacer otra cosa que sentarse. Aquellos que en herrerías o en las
cocinas trabajaban con fuego observaron que los fuegos se
apagaron. Las pocas lámparas que a esa hora estaban encendidas se
extinguieron. Egipto entero, desde el Delta hasta los confines de la
primera catarata, estaba sumido en una oscuridad total.
Las horas pasaban y el pánico cayó sobre los egipcios; pues,
en la oscuridad, ellos percibían sonidos horrorosos. En la tiniebla
se escuchaban animales salvajes que pasaban por las calles de la
ciudad. En cualquier rincón se percibía, flojo, pero nítido, el silbar
de serpientes. Los granjeros de las afueras de la ciudad llegaron a
escuchar, incluso, ásperos estrépitos de piedras que rodaban hacia
abajo. Se oía con claridad el paso de gran número de animales que
corrían y saltaban, bestias que rugían, el eco de las entrañas de la
tierra moviéndose.

253
En las plazas oscuras de la capital, la gente se ponía en pie al
ver fantasmas lúgubres que pasaban. En las calles estrechas, en las
habitaciones de las casas particulares, se vieron, aquí y allí,
espectros de cara triste. No hablaban. Solo se volvían a mirar a los
vivos.
En muchas partes había fuegos espantosos que ardían en
mitad del aire. Eran llamas neblinosas que se movían con lentitud.
En el interior de los templos, sacerdotisas, magos y brujos trataban
de encender lámparas en medio de la recitación de sus conjuros.
Tanteando, habían tomado pedernal y metal y los golpeaban, pero
no salía ninguna chispa para encender la yesca.
Movidos por el pánico, algunos se habían puesto a correr en
mitad de la oscuridad, provocando pequeñas estampidas,
golpeándose con graves consecuencias a juzgar por los lamentos
que después se escucharon durante horas de personas que ya no
fueron capaces de levantarse.
–¿Qué hora estimáis que debe ser ahora? –preguntó el faraón
a un grupo de siervos. Ellos estaban sentados o tumbados en la
misma habitación con el mismo desaliento que su señor.
–Horus de oro, pienso que ya la noche debe estar avanzada.
Ya no hay esperanza de luz hasta mañana.
Tutmosis pensó lo mismo. Unas horas después, se oyeron
gritos. No eran de terror, se estaban comunicando algo. Por fin esa
cadena de gritos llegó inteligible hasta allí:
–¡Es de noche! ¡Es de noche!
La persona, a gritos, explicó lo que había escuchado: que la
luna había salido por el horizonte. El faraón envió a un siervo a que
comprobara aquello. Pero nunca regresó. A oscuras, aquella
construcción era un extenso laberinto. Si te equivocabas una vez,
ya no era posible dar con el camino de retorno al punto inicial. Tal

254
vez había visto uno de esos fuegos etéreos, había huido asustado y
ya no tenía ni idea de dónde estaba.
Así que el faraón se acurrucó lo mejor posible junto a una
pared e intentó dormir en el suelo. Podría haber ido tanteando de
una cámara a otra en busca de telas para formar algo que hiciera las
veces de un sencillo colchón. Pero se escuchaba el sisear de
serpientes en los rincones. Prefirió aguardar allí la mañana.
Apenas nadie pudo dormir esa noche. Algún sueño
entrecortado entre los gritos de miedo que, de tanto en tanto,
resonaban. Pero lo peor es que el amanecer no llegó. Todos
estimaban que ya debía ser el mediodía y seguían bajo esa
oscuridad. Pasaron un segundo día, entero, bajo esa oscuridad. La
noche se había fundido con el día, aunque la frontera entre lo diurno
y lo nocturno había desaparecido.
Todos lloraban. ¿Hasta cuándo duraría eso? ¿Vivirían en la
oscuridad hasta morir? ¿El final de la historia de los dos reinos
acabaría de esa manera? Tanteando en la oscuridad los que
conocían la casa, se fue repartiendo de beber y de comer.

Sí, era la segunda noche. Lo sabían porque unos gritaban a


otros, desde fuera del Palacio, que por segunda vez se había visto
a la luna aparecer en el horizonte. O, mejor dicho, vieron aparecer
una luna debilitada, más gris que nunca. Su forma de hoz la
identificaba como ese astro en el comienzo de su fase creciente;
también lo hacía el camino que recorría de Este a Oeste. La luna,
moviéndose en un firmamento sin estrella alguna, parecía

255
amenazadora como una profecía, como un recordatorio de un más
allá airado, de un reino invisible que hubiera decidido aplastarles.
La luna suele dar suficiente luz para poder moverse por los
caminos en mitad de la noche. Pero aquella luna enferma, no. Eso
sí, nunca, como esos días, la aparición de la luna fue más
impresionante. En medio de una oscuridad perfecta, la luna
aparecía con una rotundidad como nunca desde que los hombres se
movían sobre la tierra.
Sin la luna, esos días hubieran formado un tiempo continuo.
Nadie hubiera sabido cuántas jornadas llevaban así. Todos
hubieran perdido la noción del tiempo. Agotados, hubieran
dormido en cualquier momento de aquel tiempo de tinieblas.
La luna había aparecido por el horizonte: otro “día” había
acabado. Durante sus años de vida, Tutmosis había viajado durante
meses a las lejanas tierras de los Amurru en el Este. Y se había
internado en el corazón del terreno sometido al cetro de Mitanni.
Se había bañado los pies en el Éufrates. Pero hoy el viaje del faraón
durante las horas de aquella extraña jornada, única en la memoria
de los Dos Reinos, no había ido más allá de seis o siete estancias
de distancia, para finalmente comprender lo peligroso que era
moverse tanteando. Los centenares de moradores del Palacio
habían hecho lo mismo, y no pocos muebles y objetos yacían
tirados ahora en cualquier sitio. No tenía ningún propósito moverse
por una habitación totalmente oscura donde podías tropezar con
cualquier cosa del suelo. Finalmente, optó por sentarse en un
rincón.
Horas después, los gritos aparecieron de nuevo. Escribas y
cocineras aseguraban haber visto espectros. El Palacio fue visitado
de nuevo por apariciones fantasmagóricas. O, por lo menos, eso
decían. Tutmosis calmaba con su escepticismo a los que estaban en
su estancia.

256
–En la oscuridad se puede acabar viendo cualquier cosa –les
aseguraba con superioridad.
Después, los gritos cesaron y volvieron al tedio de esa
oscuridad sin fin. Las horas pasaron. Antes, las voces se habían
dicho unas a otras que la luna estaba apareciendo por el horizonte.
¿Cuánto tiempo habría pasado? Desde un patio cercano, sabía que
el Jardín de los Ibis tenía que estar al lado de la estancia de enfrente,
¿se vería el resplandor de la luna? La vio, ya estaba alta. También
la luna estaba infectada de oscuridad. Parecía un astro que fuera a
morir. ¿Se podía apagar la luna? El rey volvió con los siervos.
Había la misma densa oscuridad en el jardín que dentro, y fuera
hacía frío. Qué día tan extraño, pensó Tutmosis. Un día en el que
el hecho más extraordinario había sido la salida la luna.
El faraón logró imponer su autoridad y, acompañado, llegó
hasta su dormitorio y pudo dormir en su cama. En esa segunda
noche, cada morador de Palacio logró alcanzar su propio
dormitorio y yacer en su propio lecho. Tutmosis pidió que en su
dormitorio le acompañaran veinte siervos.

Al mediodía de la tercera jornada, en un momento dado, llegó


una esclava con una lámpara encendida. Andaba con extremo
cuidado y con la mano delante para que no se apagara.
–¿Cómo has conseguido encenderla? –le preguntaron.
–No he sido yo, por la ciudad unos a otros se están pasando
el fuego para encender las lámparas.
–¿Pero de dónde ha salido?

257
–Se dice que, hace un rato, ha venido un anciano jefe de una
de las tribus hebreas a la Puerta de los peces con una lámpara y que
allí ha permitido que el que quisiera encendiera las lámparas de su
casa. Ahora la luz se extiende.
Y así era, todos seguían bajo la oscuridad, pero ya había
lámparas encendidas en las casas. Había quienes no habían podido
regresar a sus hogares durante esos dos días, teniendo que quedarse
en el campo o en la calle, donde les habían pillado las tinieblas. Los
que estaban en las calles de esa ciudad de 37.000 habitantes, ahora
lograron, poco a poco, llegar a sus hogares. Los labradores que
estaban trabajando en el campo, al no tener lámpara alguna,
tuvieron que seguir esperando a la intemperie.
En palacio se encendieron más de doscientas lámparas. El
faraón se dirigió a la Cámara de la vestición, desierta, pero ahora
llena de lámparas. La contemplación de los armarios que contenían
las coronas, los cetros y los collares reales le reconfortaron.
–¿Y ahora qué? –le preguntó la Gran Esposa acompañada del
heredero y del segundo en la línea de sucesión.
El faraón deambuló por la cámara, durante diez minutos en
silencio, como un perro enjaulado. Salió a mirar por una ventana:
todo seguía igual de oscuro.
–Está bien, ordenad que Moisés venga a palacio.

Menos de media hora después, llegó el emisario.


–Hijo de Ra…
–Ah, ¿ya está aquí?
–No, rey de las Dos Tierras.
–¿Qué?

258
–Ha dicho que ya habéis faltado a vuestra palabra demasiadas
veces. No vendrá si no es recibido en el Salón del Trono y delante
de toda la corte juráis solemnemente que dejaréis marchar a todo el
pueblo, a sus hijos, esposas, ganado, oro, plata y todas sus
posesiones.
–¿Se ha vuelto loco?
El emisario calló.
–¿Ahora son los esclavos los que dictan las condiciones?
Pero su esposa y sus dos hijos, aunque se mantuvieron en
silencio, con la vista le decían bien claramente que cediera.
–De ningún modo. Al revés, voy a matarlos esta misma
mañana. Tú, ve a llamar al capitán Masaharta. Voy a zanjar todo
este asunto antes de la cena.
Los hijos del faraón guardaban silencio. Una palabra
imprudente y podían perder para siempre el favor real. Tutmosis
estaba tan excitado que el que abriera la boca para contradecirle
podía ser agredido físicamente. Tutmosis necesitaba un enemigo
físico delante de él al que golpear. Era una locura llevarle la
contraria en ese estado. Pero, en un alarde de coraje, la Gran Esposa
le gritó al emisario:
–Espera.
Este se detuvo y le miró a ella y después al faraón.
–Esposo mío, siempre te he aconsejado la mano dura.
Siempre te he aconsejado que los desarraigaras de esta tierra con la
punta de la lanza y el filo de la espada. Pero ahora te digo, por tu
bien y por el nuestro: ¡Cede!
–¿Pero qué estás diciendo, mujer loca? Tienes tu boca llena
de gusanos.

259
–Te repito que cedas. Esto ya no tiene ningún sentido. Nos
vamos a hundir todos.
–¿Crees, vieja mona con dientes de cocodrilo, que no puedo
ordenar su muerte ahora mismo?
–Tutmosis, te lo advierto: la corona está a punto de caer de tu
cabeza. Lo cual no me importaría lo más mínimo. Pero vas a
arrastrar a todo tu linaje en la caída. Si persistes en darte cabezazos
contra la pared, dentro de dos días, o mañana, puede que no quede
vivo ni uno solo de los pequeños de tu sangre que corretean por
palacio. Estás a un paso de que el cartucho con tu nombre sea
borrado de todos los muros. Estás a un paso de que no hayas
existido jamás.
El faraón se apoyó con su brazo extendido en una pared. El
silencio de su heredero y de su segundo hijo clamaba: pensaban
como su madre. Hasta el emisario que esperaba una orden le miraba
como suplicando que cediera. Tutmosis se mordió con fuerza el
labio y ordenó al mensajero:
–No llames al capitán.
Se sentó en el suelo, apoyó su espalda en la pared. Lloró un
rato sin decir ni una sola palabra. Después se echó sobre el lecho
de una habitación cercana. Se durmió. Estaba agotado. Hora y
media después, se levantó y volvió a la Cámara de la vestición,
donde seguía esperando el siervo:
–Ve en busca del chambelán y si no lo encuentras, busca al
ministro del Sello Real.
Eso significaba que iba a convocar a la corte.

Y así fue. Hora y media después, la corte estaba reunida en el


Salón del Trono. Un salón en el que no entraba nada de luz por las

260
ventanas, pero iluminado por más de un centenar de lámparas. El
faraón hizo la entrada como en los mejores tiempos, con todo
boato. Iba revestido con todos los atributos de su poder. De acuerdo
a los usos del protocolo, Moisés no estaba todavía presente.
Además, el faraón había querido llegar con antelación para
dirigirse a toda la corte.
Antes de entrar en esa sala, había recibido de nuevo al
mercader de telas. Este espía le había asegurado que en el
campamento hebreo se repetía que esa oscuridad solo duraría lo
que quedaba de ese día. En total iban a ser tres días, pero ni uno
más. De hecho, a esas horas, ya los egipcios habían visto cómo en
el horizonte se entreabría un cierto claror. Todos los convocados
habían llegado a ese salón con más tranquilidad, con esperanza.
El faraón les anunció a todos que ya podían ver cómo un
cierto resplandor se entreabría en el horizonte. Les aseguró que esa
plaga él sabía que iba a durar solo lo que quedaba de día. No toleró
ni la más mínima crítica. Un comerciante muy poderoso al que se
le dio la palabra, pero cuya intervención fue derivando hacia un
tono de protesta fue interrumpido al momento y echado fuera del
salón.
Estaba estipulado con el faraón que dos ricos comerciantes
intervendrían y pedirían que, al menos, el ganado de los hebreos se
quedara en Egipto. Por culpa de los hebreos, Egipto había perdido
su propias ovejas, vacas y camellos, además de sus cosechas. Qué
menos, que, en justa compensación, el ganado se quedara. Era lo
mínimo que se podía pedir. En realidad, era una cuestión de
orgullo. No podía ser que todo acabara en una rendición
incondicional.
Un siervo advirtió al chambelán que Moisés y los suyos ya
estaban fuera. El faraón en voz alta dijo de forma que lo oyeron
todos:

261
–Que esperen. Deben saber quién manda aquí.
Y siguieron discutiendo el tema del ganado. Algunos pocos
exigían que incluso el oro se quedara en Egipto. Podían llevarse la
plata, pero no el oro. Lo cierto es que ni los sacerdotes de rostro
impenetrable, allí presentes, apoyaban esa terquedad. Aunque
nadie se atrevió a decir ni una palabra en contra. En la sala, en la
parte del fondo, había cincuenta soldados armados con hachas.
Nunca había habido una sesión de la corte con una presencia
armada tan notable como esa. Había una voluntad clara de que
todos vieran que los soldados estaban allí. Claro que, aunque
Tutmosis trataba de aparentar tranquilidad, sabía que esos soldados
(a los que él había mandado estar presentes) tanto podían atacar a
los que él dijera, como descargar sus armas contra su propia
espalda en un corredor desierto al acabar esa reunión.
La situación no podía ser más delicada, sí. El faraón, con
cierto tedio, dio por terminada esa parte de la audiencia e hizo un
gesto al chambelán. El faraón colocó sus brazos cruzados en forma
de aspa, con el cayado y el mayal en sus manos, y escuchó con
rostro hierático las fórmulas rituales de las sacerdotisas. Formulas
en honor de los faraones precedentes. Tocaba hacerlas ese día. Se
añadieron una serie de anatemas contra los hebreos.
Después dejó de mantener cruzados los brazos, pero siguió
manteniendo en sus manos esos símbolos de poder real. Dio orden
de que los pastores hebreos pasaran. Mientras esperaba a que
entraran, miró al frente. Le vino a la mente, como una obsesión, el
hecho de que justo antes de que comenzara la plaga de la oscuridad,
un jinete a galope había llegado desde el sur a su presencia: los
seiscientos carros llamados desde los fuertes de la primera catarata
estaban a un día o dos de distancia. Tutmosis era consciente de que
había que contar con que la oscuridad que estaban padeciendo les
retrasaría tres días. Había que esperar. Pero después se
desencadenaría una tormenta de sangre y fuego en el campamento

262
hebreo situado en las afueras de la ciudad. Seiscientos hombres
experimentados contra doscientos pastores desarmados.
Por otra parte, otros dos informadores le habían advertido que
varios estandartes acampados en el Delta llevaban completado
medio trayecto de su marcha en dirección hacia Menfis. Tutmosis
no les había llamado. Así que era evidente lo que eso significaba.
Pero los jinetes del sur llegarían un día o dos antes que la infantería
de Gosén. Cuando llegasen, todo habría quedado zanjado. Si no
quedaba todo zanjado y resuelto, ya nada le podría salvar.
Pero si la cabeza de Moisés estaba clavada en una pica delante
del palacio, no pasaría nada. Los oficiales buscarían una buena
excusa para explicar por qué habían abandonado sus posiciones y
Tutmosis haría como que les creía. De todas formas, en cuanto la
cabeza de Moisés estuviera clavada a la vista de todos, daría un
discurso y diría que se marchaba a celebrar su victoria a Tebas. Y
tras salir con pompa, a media hora de distancia, se lanzaría al
galope rumbo hacia la otra capital. No se iba a quedar en Menfis a
ver si lograba convencer a los generales.
Esto es lo que pasaba por la cabeza de Tutmosis, pero se
guardó muy mucho de decir nada. A sus súbditos solo les había
pedido orgullo y fortaleza; para él, las dudas y los temores. En
cuanto entraron los hebreos, sin dejarles hablar, en tono de un padre
que despectivamente regaña a sus hijos:
–Id, adorar a vuestro señor. Solo vuestros rebaños y vuestras
greyes deben permanecer detrás. Incluso vuestros hijos pueden ir
con vosotros.
Ese fue un momento contradictorio. Después de tantas
pérdidas, después de un despliegue de poder divino como el que
habían presenciado, ¿por qué aferrarse a una “compensación”?
Pero no era una cuestión que tenía que ver meramente con la

263
riqueza de Egipto. No tenía que ver solo con eso ni principalmente
con eso.
Se trataba, psicológicamente, de que no se marcharan como
vencedores. Tenía que quedar claro que se trataba de un pacto entre
pueblos, de que ellos también habían tenido que ceder. Los hebreos
no eran necios, bien debían saber que la espada del faraón se cernía
sobre ellos. Así que Tutmosis estaba seguro de que aceptarían y
saldrían de allí agradeciendo tanta magnanimidad.
Pero Moisés repuso:
–Debes también dejar que podamos tener sacrificios y
ofrendas quemadas sobre el altar para el Señor, nuestro Dios.
¡Nuestro ganado también debe marchar con nosotros! Ni un casco
de una pezuña debe ser dejado atrás, porque debemos elegir
algunas cabezas para adorar al Señor, nuestro Dios, y no sabemos
qué habrá que usar para adorar al Señor hasta que lleguemos allí.
El faraón meneó la cabeza sin poder dar crédito. Con tono
despectivo le recriminó:
–Primero solo pedíais marchar fuera de Egipto para adorar.
No hablabais de salir para siempre. Os lo permití. Sois mis
esclavos, pero os lo permití.
(Hizo una pausa.)
Después, con gran malicia, exigisteis que la salida no se
realizara por etapas. Lo pensé en mi corazón. Y lo concedí. Podríais
marchar todos con todos vuestros hijos.
(Hizo una pausa.)
Os dejo que marchéis con vuestro oro y vuestra plata. Y eso
que ese oro y esa plata son de la tierra del Nilo. Pero sobre eso no
he dicho ni una palabra.
(Hizo una pausa.)

264
Solo, ¡únicamente!, he determinado que el ganado que pastó
la hierba de esta tierra se quede en esta tierra. Justa compensación
de un esclavo respecto a su señor. Pero no. Vosotros lo queréis
todo. Solo deseáis humillarnos.
–Rey de las Dos tierras… –quiso intervenir Aarón.
–¡No! ¡Calla! –ordenó el faraón–. Escuchad: Algún día
recordaréis este momento y sabréis que os hubierais podido
marchar y ser libres. Nosotros os hubiéramos concedido la libertad.
Pero sabréis que, por ambición, lo perdisteis todo. Nunca a un
pueblo le habrán salido tan caros sus asnos, sus ovejas, sus bueyes
y sus camellos. Y tú, Moisés, te aseguro que vivirás, que serás
dejado con vida, para que puedas ver el destino de tu raza.
Aarón consternado miró a su hermano. Varios patriarcas le
tomaron del manto a Aarón. Sus miradas eran suplicantes: ¡que se
queden con el ganado! Pero Moisés, rotundamente, negó con la
cabeza. Musitó malhumorado a sus hermanos de raza: Es un
mandato del Señor.
Unos meses antes esa escena hubiera sido impensable. Nadie
iba ante el trono a regatear. Se entraba ante la sagrada presencia a
recibir un dictamen, un veredicto. Pero muchas cosas habían
cambiado en los últimos seis decanos, semanas de diez días. Ya
nada volvería a ser igual. El que no había conocido nunca la
humillación había querido ser avergonzado delante de todos.
Algunos egipcios insultaron a los hebreos. Otros apretaban sus
puños en silencio, deseando que todo acabara en un pacto.
Tutmosis, sentado en el trono, miró a los representantes de su
propio pueblo. Los estandartes Anat y Tefnut se dirigían hacia allí.
Si cedía, estaba acabado. La única manera de mantenerse en el
trono era prevalecer, demostrar a los ojos de todos que, al final,
también había ganado esa campaña. La campaña hebrea, la

265
campaña en la que las hachas vencerían con sortilegios, debía
convertirse en la corona que honrase su reinado.
Tutmosis miró a los orgullosos sacerdotes, pero silenciosos:
altivos, siempre altaneros, pero con sus bocas cerradas como
tumbas. También miró a sus atemorizados ministros. Al menos,
había escribas que gritaban con arrogancia a los pastores esclavos.
Se consoló viendo que quedaban egipcios con la sangre de los
antiguos antepasados. Los insultos de los cortesanos continuaban.
Moisés gritó enfadado:
–¡Hay que obedecer a Dios!
Moisés siempre tan poco diplomático, pensaron los patriarcas
de la tribu de Simeón y Benjamín. Reteniendo su tensión hasta
estallar. Siempre era preferible que hablara su hermano. Hasta ese
momento, Aarón le había hablado al rey con firmeza, pero no se
había dirigido a él en tono de mandato.
Un escriba exaltado se adelantó y les gritó a los pastores:
–¡Podíais haberos marchado! Podíais. Ahora nos quedaremos
con vuestros corderos, con vuestros asnos, con vuestros bueyes y
con los cadáveres de vuestros hijos. Nuestros perros se alimentarán
de las carnes de vuestras hijas.
Tutmosis se sintió agradado ante semejante muestra de
devoción patriótica. Aunque uno no estaba nunca seguro del todo
acerca de cuánta de toda esta exaltación era auténtica y cuánta era
un medio para conseguir ascensos. Un par más de escribas le
imitaron, aunque con menos acaloramiento.
Tutmosis puso punto final a las intervenciones espontáneas
de la corte, dirigiéndose de nuevo a Moisés:
–Tú, esclavo, ¿crees que…

266
–¡Soy un hombre libre! Adoptado legalmente por la faraona,
a los ojos de los estatutos del Reino del Norte y del Reino del Sur
nunca he conocido la esclavitud.
–Tú, cucaracha rebosante de presunción, te pregunto: ¿crees
que yo soy un dios?
–¡¡No!! –respondió tajante, al momento, Moisés.
–Entonces… no crees en nuestros dioses. Piensas que
nuestros templos son pantomimas. Entonces solo crees en nuestros
ejércitos.
Moisés calló, pero mantuvo con firmeza la mirada al faraón,
sin arredrarse, gallardamente, con su recio cayado en la mano.
Tutmosis, el vencedor de cincuenta batallas, concluyó:
–Está bien, así sea: crees en nuestros ejércitos y te aseguro
que en nuestros ejércitos creerás.
El faraón ya solo vio un camino abierto ante él, y se aprestó a
embestir. Ya no había más posibilidades. En un día o dos, debían
llegar los carros. Si Tutmosis, ahora, delante de todos, aparecía
como un derrotado, entonces… ya no tenía ninguna importancia
que llegaran los carros. Aarón se aprestó a hablar, pero el faraón
crispado levantó la palma con el gesto del que quiere dar una bofeta
y se refrena. Ordenó:
–¡Salid de mi presencia! –y con toda la rabia contenida de su
corazón, añadió–: Tened cuidado de que no veáis mi cara otra vez.
Porque el día que la veáis, moriréis. Habéis venido aquí buscando
un juramento solemne ante toda esta corte. Pues bien, lo habéis
obtenido: ¡Juro solemnemente, por mi vida, por todos los dioses de
Egipto, por mis dos reinos, que si algún día, tú, Moisés, hijo de
Hatshepsut, ves mi rostro, sea en palacio, sea en un camino, sea en
el Nilo o en una calle, ese día morirás por mi propia mano o por la
de otro! Lo juro. Lo he dicho y que así conste en los registros.

267
Moisés le miró de un modo férreo y añadió como despedida:
–Así sea. No veré tu cara de nuevo.
Le dio las espaldas y salió con paso firme, seguido del resto
de los hebreos.

268
Día 63
Los hijos son el escudo vivo de un padre
Faraón, tú adornaste las puertas de Osiris. Tú hiciste que los sacerdotes
cumplieran sus deberes. Satisfaciste a Anubis. El dios-halcón te sonrió. Tu
corazón pesa en la balanza como el oro y las piedras más brillantes.

El día siguiente amaneció como cualquier otro día. La luz


iluminaba el horizonte del cielo como siempre. Tutmosis abrió los
ojos como en un día normal, abrazado a una concubina. ¡Había
luz!, pensó aliviado. Tumbado sobre su colchón, entre las brumas
del sueño, se preguntó si no sería maravilloso que los últimos
sesenta días no hubieran sido un mal sueño, que todo siguiera como
siempre.
Pero incluso la visión del interior del patio evidenciaba cada
mañana que esos días de pesadilla habían sucedido, que no eran un
espejismo nocturno que se disipaban con la luz diurna. Lo que antes
había sido un pequeño jardín de hierba fresca y matas de romero,
ahora era tierra árida con troncos muertos. El faraón seguía
comiendo carne y bebiendo cuajada, pero sabía que muy pocos
podían seguir tomando esos alimentos. En su tierra había mucha
carestía y, sin duda, iba a haber hambre. Al menos, la luz era
normal y siguió siendo normal. Las oscuridades habían pasado.
Solo quedaba su recuerdo, como un recuerdo de pesadilla. El
recuerdo parecía irreal. Lo real era que ese día estaba iluminado
con la claridad de cualquier día de finales de la estación de Peret.

269
En toda la jornada no tenía audiencias, no iba a haber visitas.
Solo iba a esperar: esperar los carros. Paseó por palacio. Se acercó
a las cocinas reales. Los servidores se postraron. Les pidió que
prosiguieran. Vio cómo sacaban con las paletas los panes de los
hornos: crujientes, dorados. Esa gruesa corteza despedía el
inconfundible olor a pan recién hecho.
Después vio, paso a paso, cómo los reposteros
confeccionaban los pasteles de carne para los escribas y los
soldados de palacio: masa de harina, mucha manteca, carne de
tercera calidad, todo bien cocido hasta que la masa quedara
crujiente. Era ya la media mañana, llegaron sus informadores
personales.
–¿Alguna novedad? –preguntó aburrido el rey.
El informador con los ojos abiertos como platos, exclamó:
–Gran señor, ¡los hebreos han dejado Menfis!
–¿Cómo? ¿Qué?
–¡Todo el campamento hebreo, a medianoche, emprendió
camino rumbo al norte! Sin duda se dirigen hacia Gosén.
El faraón salió a grandes zancadas de las cocinas. ¿Por qué se
había marchado? ¿Ya no iba a haber más plagas? ¿Moisés se había
decidido a afrontar su destino con las armas? ¿Después de los
sortilegios ya solo quedaba el recurso a la lucha?
Tutmosis estuvo pensando durante media hora qué hacer.
Estaba claro que cifraba la solución en la venida de los carros del
sur. Pero habría que tomar decisiones si todo un pueblo de un
millón de personas se ponía en marcha. Tendría él mismo, el
faraón, que trasladarse. A ningún general sensato se le ocurría
dirigir una campaña a varios días de distancia a caballo. Convocó
a sus hijos. Allí estaban el heredero, el segundo en la línea de
sucesión, el cuarto y el quinto, que acababa de llegar del norte. El

270
tercero se hallaba en el sur. Su padre era desconocedor de si había
unido su suerte a la marcha de la infantería que se dirigía a Menfis.
Desde luego, su ausencia no era un buen signo.
Tras un cuarto de hora de discusión, el monarca hizo llamar a
su Gran Esposa. Pensaba que era una víbora. Pero nadie más astuta
que ella, necesitaba su consejo. Nadie como ella era conocedora de
todos los chismes, de todos los rumores. El destino de ella estaba
unido al de su esposo. Si había un cambio de dinastía, la, hasta
entonces, Gran Esposa pasaría a un segundo plano. Su hijo podría
estar feliz si seguía vivo.
A los ministros no les convocó, eran unos cobardes. Tres de
ellos, con diversas excusas, iban camino de Tebas. Sabían que
varios generales se dirigían hacia la antigua capital. En Menfis
podía ocurrir cualquier cosa, era mejor no estar presente si había
una purga.
–Envía emisarios que encarcelen a esos ministros cobardes
que se han ausentado de la corte sin tu venia –propuso el hijo quinto
en la línea de sucesión.
Tutmosis se llevó el índice y el pulgar al entrecejo. Meditó un
momento. Después, con voz serena determinó:
–Primero zanjemos la cuestión de los esclavos. Una batalla
cada vez, no acumulemos problemas. Después, ya ajustaremos
cuentas.
Y se pusieron a discutir las posibilidades de maniobra que le
quedaban a Tutmosis. Los hijos del faraón y su esposa se mostraron
de acuerdo.
–Trasládate, esperanza de Egipto, a la ciudad de Pitón. Toma
el mando de un cuartel, uno solo, y dirige en persona la matanza.
Otro hijo añadió:

271
–Si te quedas aquí, no podrás ir con los carros hasta Gosén.
Habrá un enfrentamiento entre tus carros venidos del sur y la
infantería de los generales Ahmose, hijo de Hakor, y de Herior de
Hurefer. Las dos fuerzas se van a topar en el camino como dos
carneros. Los carros sí que estarán dispuestos a matar hebreos, pero
no está tan claro que decidan enfrentarse con una abundante
infantería bien entrenada en las tierras cananeas.
–Sin duda, habrá un parlamento entre generales –añadió la
esposa–. Y del acuerdo saldrá un último voto de confianza hacia ti
o no. No está claro. Será jugárselo todo a una tirada de palos.
–Frente a esa opción, tan incierta, resulta preferible que tomes
el mando, en el sur, de cualquier acantonamiento. Si vences esta
última batalla, nadie disputará tu trono. Al revés, serás el que ha
ganado a las fuerzas invisibles. Serás reconocido como el hijo de
los dioses por los que ahora te cuestionan.
–Tampoco tengo otra alternativa –reconoció apesadumbrado
Tutmosis–. Está bien, tomaré la caballería del Cuartel de los Cuatro
Pendones y me desplazaré no por el camino más directo, sino por
el de Los Pilares. Nadie sabrá que me dirijo hacia las Tierras Bajas
de los nueve brazos del Nilo.
–No, no, de ninguna manera. Aquí hay más informadores que
carros que vienen del sur. Y, especialmente, no lo dudes, donde hay
más informadores es en las caballerizas.
–Sí, padre, toma solo una veintena de los más intrépidos
capitanes y dirígete al galope hacia Pitón –aconsejó el heredero–.
No por el camino directo que corre a lo largo del Nilo. Desvíate
tierra adentro, pero por el camino de Saqqara y sigue por el de Giza.
Son más horas, pero no te encontrarás con los ejércitos que vienen
hacia aquí. En cuanto llegues al campamento, ordena que el ejército
salga de inmediato y comienza la masacre sin esperar ni un
segundo. No les des tiempo a pensarlo. Una vez comenzada la

272
hecatombe, comprobarán que las tribus hebreas son mortales y no
pararán.
–El inconveniente que veo es que si lo hacemos así, muchos
de los fugitivos se dispersarán –objetó el faraón–. No sabes lo que
son simplemente un millar de personas corriendo con todas sus
fuerzas para salvar sus vidas. Te lo digo por experiencia. No sabes
lo rápido que puede llegar a correr un hombre o una mujer. Muchos
se escaparán.
–Es preferible eso a cualquier dilación que haga peligrar todo.
La cuestión ya no es tanto aniquilar a esos pastores, como
consolidarte. Si los soldados de a pie te siguen, tienes semanas para
darles caza por las tierras vecinas. Estarán dispersos.
–Me parece bien –concluyó Tutmosis–. ¿Tu opinión?
–Sí –confirmó la Gran Esposa–, tampoco tenemos más
alternativas. O un golpe de efecto que impresione al Ejército, o nos
hundimos todos los que estamos a tu alrededor.
–Pues decidido –concluyó el faraón dando un ligero golpe
con su palma en la mesa–. Tú me acompañarás a mi lado.
La idea no le hizo muy feliz al heredero. Hubiera preferido
esperar allí en la antigua capital o marchar hacia Tebas, y
presentarse ante los generales como el mejor recambio para su
padre. Pero si le acompañaba, su suerte quedaba absolutamente
fijada con la de su padre. El hijo se dio cuenta de que no tenía
ningún sentido buscar ninguna excusa. La mejor de las excusas
sería entendida como lo que realmente era. Así que el heredero
añadió con decisión:
–Siempre contigo, padre. No lo dudes. Pero ellos deben venir
con nosotros.
El segundo, cuarto y el quinto heredero al trono, bien
adiestrados por la vida en la corte, no manifestaron la más mínima

273
emoción ni negativa ni positiva ante el comentario de su hermano
mayor. Comprendieron, al momento, la tesitura. No necesitaron ni
tres segundos para entenderla. No tuvieron otra opción:
–Será el mayor de los privilegios acompañarte a ti, padre, y a
ti, hermano –contestaron con brevedad.

Dejaron la consigna para los carros del sur de que se


dirigieran hacia la ciudad de Pitón. Una hora después de esa
reunión, el padre, sus cuatro hijos y veinte experimentados jinetes,
la mitad de ellos capitanes, partieron tierra adentro, por el camino
de Saqqara.
Por esa vía, el grupo real no se cruzó con los soldados que se
dirigían al norte. El viaje tenía que haber durado dos días y medio.
A causa del rodeo, se alargaba el camino. Aunque, cabalgando a
marchas forzadas, fue al atardecer del tercer día cuando llegaron al
cuartel de la ciudad de Pitón. Esta era una ciudad de casitas de
adobe, pintadas de blanco, habitada por diez mil egipcios.
Alrededor de ella, como una corona, se extendía un anillo que era
una mezcla de casas de adobe y de tiendas de campaña habitado
por treinta mil hebreos. Muchas de esas tiendas tenían un cercado
y unas cuantas ovejas. En el mismísimo centro del casco urbano
había unos once grandes caserones pertenecientes a los egipcios
más ricos de la ciudad. La amplitud de esos terrenos arbolados y
tapiados en pleno centro de la población contrastaba con las
edificaciones adosadas del resto de los egipcios que no dejaban el
más mínimo espacio libre.

274
En el mismísimo centro de Pitón, era donde se situaba el
cuartel con tres mil soldados. Todos sus alargados edificios
militares constaban solo de planta baja, presentaban un aspecto
rectangular, pesado. Salvo unas pequeñas caballerizas y unos
almacenes, todas las construcciones del interior del recinto eran
dormitorios comunes. Eso era el cuartel, una sucesión geométrica
de dormitorios. En esos pabellones alargados, los tres mil soldados
dormían, comían y guardaban las armas. Adosados al cuartel
estaban los graneros reales: eran medio centenar de construcciones
cuadradas, regulares, acabadas cada una de ellas con una pequeña
cúpula encalada.
La entrada principal al cuartel (y la única) estaría abierta hasta
la puesta de sol. Una hora antes del ocaso habían forzado a los
caballos en un postrer esfuerzo a pesar de que, en los dos últimos
descansos, los cuellos de los jumentos se dejaban caer hacia debajo
de un modo muy preocupante y varios mostraban cierta cojera o
ciertos fallos en el equilibrio. Esos detalles solo era posible
observarlos en los descansos. Un caballo era una máquina de guerra
muy costosa para el Ejército. Era evidente que esos animales
habían quedado dañados.
Habían forzado a sus monturas, pero llegaron antes del ocaso
a la puerta del cuartel. Al llegar la comitiva del faraón a esa puerta,
el capitán al mando se limitó a decir con aire imperioso al pobre
soldado aburrido que sentado vigilaba:
–¡Paso al faraón y su heredero!
Y sin parar, al galope, se dirigieron al pabellón principal del
coronel. Descabalgaron y en tropel irrumpieron en la estancia
donde estaba el coronel al mando del cuartel y el general Sarempet,
viejo conocido del faraón, compañero de campañas.
–¡El faraón! –exclamó el coronel.

275
Ambos se pusieron en pie al segundo, se arrodillaron y se
postraron rostro en tierra con los brazos extendidos.
Tutmosis les indicó que se levantaran. Les preguntó, de
inmediato, si contaba con su lealtad. Los dos, sin dudarlo,
respondieron que sí. Pronto observó que, fuera por la sorpresa,
fuera por escrúpulos cultivados desde niños, protestaron que le eran
fieles. El faraón quería salir, en ese momento, a matar a los hebreos
de las afueras de la ciudad. Ellos le dejaron claro que estaban
dispuestos a hacerlo si lo ordenaba, pero le hicieron ver las
desventajas de iniciar una operación improvisada, de ese tipo, a
menos de una hora de que la noche cayera. Había una buena luz de
la luna creciente, pero todo eran ventajas si se hacía al amanecer.
Tutmosis extenuado y comprendiendo que allí solo había soldados
provincianos, acostumbrados a la ociosidad, cedió sin dificultad.
El faraón y su comitiva, con todo el día de viaje, estaban
hambrientos. Así que todos se pusieron a cenar. La carne de buey
era un lujo fuera de esa región. Bebieron cerveza, se relajaron, el
general y el faraón charlaron de los viejos tiempos en las tierras
hurritas. El coronel le explicó los últimos acontecimientos de ese
día:
–Primero, gran rey, Moisés y varios de los que le
acompañaban, llegaron aquí al mediodía.
–¿Pero no salieron a pie? –preguntó un hijo.
–O les trajeron caballos por el camino o ya los tenían
escondidos –concluyó otro hijo.
–Lo cierto es que llegaron aquí a caballo –prosiguió el
coronel–. Pero eso no es lo más extraño. Dieron instrucciones a sus
tribus de que a sus vecinos egipcios les pidieran objetos de plata y
oro.
–¿Qué dices?

276
–¡Y esos pobres aldeanos incultos, supersticiosos, se los
dieron!
–No solo los campesinos –añadió el general–. Hasta los
mercaderes acomodados y los médicos les entregaban pendientes,
copas de oro, platos, de todo. Eso te ofrece una idea, soberano, de
cómo están los ánimos. Lo único que les pedían, al hacerlo, era que
oraran para que su dios les protegiera. Y los hebreos, felices y
contentos, les repetían cínicamente que sí, que pedirían por ellos a
su dios.
–Les han regalado tobilleras de oro purísimo y bandejas de
plata –comentó con amargura el coronel–, a cambio de nada. Y lo
han entregado felices, como si sus vidas dependieran de ello.
Un oficial presente añadió otro dato:
–Los abramitas agradecidos les han dicho que mañana por la
noche va a haber una plaga y que, si quieren salvarse, deben acudir
a sus casas, a las de los hebreos, poco después del crepúsculo, y
que les darán un poco de sangre del cordero que matarán entonces,
no antes. Se supone que con la sangre y ramas de hisopo deben
pintar las jambas y el dintel de sus puertas.
–¿Crees, capitán, que los egipcios lo harán? –preguntó el
heredero.
–No, Hijo del Toro Poderoso, te aseguro que no. Pintar las
jambas de las puertas es algo público que compromete ante los ojos
de todos los vecinos. Si las untan con profusión, después no podrán
lavar la piedra o los ladrillos sin que quede la mancha. Tienen
miedo a las represalias. Muy pocos lo harán.
–¿Y qué sucederá mañana? –preguntó un hijo del faraón.
El general y el coronel se miraron.
–Hablad –ordenó el faraón.

277
–Los hebreos han insistido mucho, a todos los que les han
dado oro y plata, en que… si no hacen lo que les han dicho, los
primogénitos morirán.
–Aquí están más tranquilos –añadió el coronel– porque a esta
región las plagas no han llegado. Esta zona ha sido salvaguardada.
Han llegado las noticias de las plagas, pero solo hemos visto correr
la sangre por los meandros de los brazos del Nilo, únicamente eso.
–Os aseguro, gran faraón, que será una excepcion el súbdito
vuestro que aquí embadurne con sangre sus dinteles –se excusó el
general en nombre de los egipcios infieles.
El faraón, que había estado en silencio, se limitó a decir:
–Mañana mataré a Moisés. Yo mismo lo haré con mi espada.
El general le miró fijamente. Después le aclaró:
–Pero… Moisés no está aquí.
–¿Qué?
–Estuvo en la ciudad unas ocho horas o algo así, después
partió hacia Ramesés. Lo que se divulgó entre los hebreos era que
allí se iba a reunir con todas las cabezas de las doce tribus hebreas.
–¡Fantástico! –exclamó el más pequeño de los hijos del
faraón–. Los dioses nos han ayudado. No podía haber mejor
noticia. ¡Todos juntos! Podremos aplastar las cabezas de la
serpiente de una sola vez.
–Sí, sí –añadió otro hijo–. Mañana iremos allí.
Los hijos se sintieron afortunados de no tener que llevar a
cabo la matanza con unos soldados inactivos y con imprevisibles
lazos personales con los hebreos. Los que guiaban los carros del
sur eran soldados de una pasta totalmente diversa. El coronel y el
general también se sintieron aliviados de que la hecatombe no

278
tuviera lugar en una población tan pequeña. Sabían que las cosas
no iban a ser tan fáciles como pensaban los recién llegados.
–Está bien –determinó el rey–. General Sarempet, olvida todo
lo que te he dicho. Aquí no haremos nada. Mañana, al amanecer,
yo, mis hijos y mis jinetes partiremos. Olvida lo que íbamos a
hacer.
–Tus decisiones siempre son las más sabias –dijo el veterano
Sarempet inclinando la cabeza.
El alivio fue general.
–Me marcho a dormir –comunicó el faraón.
–Gran faraón, predilecto de los dioses, estoy muy honrado de
teneros en mi cuartel –dijo el coronel–, ¿pero no preferiríais dormir
en los aposentos de Menkheperresenb? Es un hombre muy rico.
Sus colchones son suaves como las plumas de ganso, el aire de sus
habitaciones está inundado de aromas de mirra y los techos son
altos y frescos.
–No, quedo bajo tu hospitalidad –repuso el faraón–. Que los
dioses premien tu afecto según la ley de la hospitalidad. Y que los
dioses maldigan y persigan toda la vida a los que quebrantan tal
ley.
Y Tutmosis derramó un poco de cerveza al suelo en honor de
los dioses, y bebió. Todos derramaron un poco de cerveza y
bebieron a continuación.
–Quiero dormir entre soldados, entre vosotros, como en los
viejos tiempos –dijo el faraón como despedida, levantándose para
ir a dormir–. Mañana Egipto volverá a ser como siempre. Recuerda,
coronel, bajo tu techo me he acogido. Yo y mis hijos.
A Sarempet, Tutmosis no le dijo nada de eso. El general
estaba de paso. El señor de la casa era el coronel. Además, el

279
general era un viejo conocido: estaba seguro de que no levantaría
su mano contra él.

El faraón se fue a la habitación del coronel del cuartel, era la


mejor. Su hijo, el heredero, iba a su lado, pero no decía nada. Desde
que había sabido cuál era la naturaleza de la plaga vaticinada, no
había vuelto a decir ni una palabra. Su padre también se había
quedado bastante silencioso. Tutmosis se acostó en el lecho del
coronel. Su hijo se echó sobre un colchón de lana colocado sobre
el suelo, al lado de su padre.
Por la mente del heredero pasaron todo tipo de pensamientos.
Y, por supuesto, la idea de salir corriendo hacia el lugar donde
morara Moisés y pedir clemencia. El futuro faraón de los dos reinos
arrodillado ante un caudillo de esclavos (del que tanto se había
burlado) y pidiendo misericordia. Pero no. Era incompatible tal
acción y ocupar algún día el trono de las tierras del Nilo.
Media hora después de acostarse, el faraón y su hijo fueron
despertados por un rumor de personas hablando agitadas. Se oía a
la entrada del cuartel. Escuchó, en la habitación de al lado, el ir y
venir del ayuda de cámara del coronel informándole que habían
venido los principales de la ciudad acompañados de unos cuarenta
alborotadores. El coronel, después también el general, trataron de
calmarlos, pero los ánimos estaban muy enardecidos.
Al principio, Tutmosis pensaba que era lógico que los
habitantes de esa ciudad estuvieran airados contra los hebreos.
Nadie le comunicó que la ira, en realidad, estaba dirigida contra los
oficiales del cuartel: ¿Por qué no dejaban marchar ya a esos
esclavos?
Los que protestaban no sabían que dentro del cuartel se
hallaba el faraón. Por órdenes del heredero, ni un solo soldado

280
había podido salir del recinto. Algo fácil de conseguir, pues
llegaron una hora antes del ocaso. El faraón y sus hijos, al llegar a
Pitón, habían atravesado la ciudad con sus cabezas cubiertas por
velos de distintos colores y tamaños, sujetos con cintas a sus
frentes. Nadie les había reconocido. Si los habitantes de Pitón
hubieran sabido que Tutmosis estaba en el cuartel, la ciudad entera
se hubiera desvelado y todos hubieran pensado lo peor. En ese caso
la conmoción hubiera sido mayor y hasta podría haber habido
tumultos.

281
Día 67
El brazo se tensa para que las cosas vuelvan a su
curso natural
Faraón, tú embelleciste la capilla de la Sagrada Barca. Tú devolviste a su
esplendor primitivo las fiestas de los comienzos de las estaciones. Tú diste nuevo
brillo a las ordenanzas que regulan las solemnidades de los dioses triunfantes.

A la mañana siguiente, sin madrugar, pero mal dormidos,


cansados y con humor sombrío, el faraón, sus hijos y los soldados
que los acompañaban se subieron a sus caballos. El coronel y el
general se disponían a despedirlos antes de que salieran del cuartel.
Iba a ser una despedida sin formalidades. Ninguna compañía estaba
formada, ningún pendón había sido sacado de los pabellones. Pero
cuando todos estaban a caballo, el faraón ordenó sin que los
aludidos lo esperaran:
–General Sarempet, coronel Metjen, vosotros nos
acompañáis. ¡Ayudante, trae dos caballos! –ordenó al ayuda de
cámara del coronel.
Tutmosis quería llegar al cuartel militar de Ramesés
acompañado de cuantos más oficiales de alto rango mejor. No las
tenía todas consigo. Cierto que la oposición declarada debía estar
en los campamentos militares que rodeaban la región, y no tanto en
los pequeños cuarteles del interior de esas dos ciudades. Los
grandes generales se hallaban con sus tropas, rodeando la región.
Aun así, prefería que ellos vinieran con él. El mando en plaza de

282
Ramesés estaba al cargo de un coronel y este quedaría más
impresionado ante el faraón si llegaba acompañado de otro coronel
y un general.
Estos dos oficiales de Pitón, tomados por sorpresa, no osaron
poner ninguna excusa. Se limitaron a subir en silencio en los
caballos. El faraón no era un candoroso recién llegado y había
ordenado a dos de sus propios capitanes que acompañaran al ayuda
de cámara, no fuera que la búsqueda de las monturas se “alargara”
y “algo” sucediera.
El viaje a Ramesés tomaba algo más de un día. En las
caballerizas del cuartel había cuatro caballos (para uso exclusivo
de los mensajeros) y quince asnos. Pocos jumentos porque ese
cuartel estaba pensado para ser estático, no se trataba de una unidad
pensada para la movilidad. Así que había que seguir usando las
monturas traídas de Menfis. Varias de las cuales no solo mostraban
una clara extenuación, sino las consecuencias irreversibles de
haberles exigido más de lo que podían dar. Pero no había otra
solución. Al revisar esa mañana el estado de los caballos, Tutmosis
había zanjado la cuestión de un preocupado capitán:
–Si perdemos ocho o diez caballos por el camino, pues se
pierden. El faraón vale más que una docena de caballos.

Abusando de los animales, se hizo el trayecto hasta Ramesés


en día y medio. El viaje se les hizo eterno a todos. Pues, aunque
esos militares eran hombres fuertes, un tercio era evidente que
tenían ya fuertes dolores lumbares. No estaban acostumbrados a
tantas horas de marcha sin descansos, repetidos tantos días. La
moral estaba por los suelos. Incluso los simples soldados de la
comitiva, que nada sabían de las maquinaciones de los altos
oficiales en las alturas, ya sospechaban que algo pasaba con el
faraón.

283
A eso de las cuatro de la tarde, llegaron a la otra gran ciudad
granero del Delta: Ramesés, cuarenta mil habitantes. Esta era una
población constituida por un núcleo de grandes viejos edificios (el
cuartel, los graneros y varios extensos caserones); este centro se
hallaba rodeado de un casco antiguo de pequeñas edificaciones
egipcias apretadas; y esta parte estaba rodeada, a su vez, por los
barrios de los hebreos.
A diferencia de Pitón, Ramesés era una ciudad muy alargada
que bordeaba el río que regaba sus huertos. La densidad de las
construcciones, en algunos trechos, era muy pequeña; pues muchas
casas tenían adosados (y cercados) sus cultivos. Esa era la razón
por la que la localidad contaba casi con ocho kilómetros de
longitud. Una ciudad muy extensa a lo largo del río, pero se podía
hablar de una ciudad-aldea.
En su extremo meridional, se levantaban los tres complejos
de los graneros reales. Próximo, el cuartel militar de la ciudad.
Llegaron a la puerta principal y quisieron hacer como habían hecho
en Pitón. Pero allí una docena de soldados armados les cortaron el
paso de forma terminante. Nadie de ellos había visto nunca el rostro
del faraón. Aquellos soldados tampoco habían tenido el gusto de
conocer al coronel del cuartel de Pitón, situado a varios días de
distancia a pie. Menos todavía reconocían el rostro del general
Sarempet.
El grupo tuvo que esperar a que viniera un rango equivalente
a un subteniente. Este era un hombre muy primario que los
examinó y volvió a examinar, mientras los escuchaba. Tampoco
reconocía a nadie. Les indicó que le acompañaran.
–A pie –ordenó de forma concisa, cuando quisieron volver a
montarse en sus caballos para seguirlo. A la hora de dar
indicaciones, se notaba que este suboficial era un tipo duro

284
acostumbrado a hacerse obedecer. Del modo que lo dijo, no
necesitó repetir su orden.
Los llevó ante un comandante. Este salió de su cámara
privada, se aproximó con escepticismo, fastidiado por interrumpir
su siesta. En cuanto vio al coronel de Pitón y al general Sarempet,
los reconoció al instante. De manera que le faltó tiempo para
postrarse sobre el suelo ante Tutmosis. Los otros dos soldados
presentes, acto seguido, hicieron lo mismo.
Llamaron, de inmediato, al coronel del cuartel. Tras rendir
pleitesía al faraón y sus hijos, abrazó a su colega de Pitón. Les
ofreció bebidas y comida que aceptaron. También la comitiva
descansó y banqueteó en una estancia aparte. Ya descansados sus
doloridos miembros, bien alimentados, el coronel de Ramesés les
informó: la situación era tan mala como en Pitón.
También aquí los hebreos habían pedido “ofrendas” y los
egipcios les habían dado colgantes, brazaletes, platos y todo tipo de
objetos de plata y oro. Los súbditos del faraón estaban llenos de
temor.
–Cuando se ha conocido cuál iba a ser la plaga que nos asolará
esta noche –dijo el coronel de Ramesés–, hemos tenido disturbios
ante la Casa de los Funcionarios. Varios gremios de artesanos se
han congregado ante las residencias de los comerciantes más
influyentes, pidiendo que hagan algo. Si aquí viviera el nomarca,
no tengo la menor duda de que hubieran apedreado los muros de su
casa. La gente está atemorizada y nerviosa. Han llegado las noticias
de todo lo que ha pasado en las tierras río arriba.
El coronel de Ramesés les explicó que, cuando la comitiva
del faraón llegó, se estaba él preparando para salir hacia la casa del
rico comerciante Unasankh, uno de los más poderosos de la ciudad.
Allí llevaban reunidos, desde hacía horas, varias de las cabezas de
la Ramesés y sus alrededores.

285
–Como sabéis, el gobernador no tiene su residencia en esta
localidad. Ellos, el pequeño grupo de los comerciantes más ricos,
son los que disponen todo aquí. Y quieren que les asegure que no
haré nada.
–¿Que no harás nada? ¿A qué te refieres?
El coronel de Ramesés explicó con cierto temor:
–Que no voy… a impedir la partida de los hebreos, mañana.
–¿Pero han perdido la cabeza? –gritó uno de los hijos de
Tutmosis–. Esas tribus pertenecen al faraón. Son una propiedad del
cayado que reina en las dos capitales. Cómo se atreven a disponer
de lo que no es de ellos.
–Además, si aquí está habiendo estos disturbios, ¿por qué no
está aquí el gobernador –añadió otro príncipe.
Se hizo un silencio. El faraón preguntó muy serio:
–¿Por qué el nomarca no está en la ciudad?
–Veréis, gran señor, hace dos días que los hebreos vienen
afluyendo, lentamente, hacia esta ciudad. Es más, aquí están ya
congregadas las cabezas de sus tribus, los doce patriarcas. El
gobernador, por eso, decidió ir a deliberar con los generales. Así
me lo comunicó su esclavo antes de partir.
–En el fondo –apostilló despectivo un hijo del faraón–, tiene
miedo a ser golpeado por las fuerzas oscuras de los abramitas, pero
tampoco quiere ordenar una matanza de egipcios si se le rebelan y
se ve incapaz de mantener el orden. Lo mejor: marcharse. Así no
será responsable ni de lo uno ni de lo otro.
–¿No han hecho nada todavía los mandos militares situados
en los alrededores de la región? –preguntó otro hijo.
–Precisamente, están acampados lejos, en los alrededores.
Saben que se han concentrado aquí y en el entorno, pero mientras

286
los hebreos se muevan dentro de la zona de Gosén, ellos no van a
intervenir. Esa era la consigna que me comunicó un brigada que
me fue enviado por parte del general Nedjem.
–Al principio –añadió la mano derecha del coronel de
Ramesés–, las cabezas del Ejército pensaron que el hecho de que
se concentraran todas las tribus era mejor: si estaban reunidos, era
más fácil actuar sobre ellos. Pero, al final, hemos comprendido que
en este dejarles hacer no había ninguna estrategia. Los soldados de
la periferia de Gosén no han hecho nada ni parece que lo vayan a
hacer.
El faraón miró a sus hijos. Después, preguntó:
–Moisés… ¿está en la ciudad?
–Sí.
Los hijos se miraron entre sí. Era una magnífica noticia. El
heredero preguntó:
–¿Sabes dónde puede estar?
–Lo sé con total seguridad. Ahora está parlamentando con los
grandes hombres de esta ciudad, en la casa del comerciante
Unasankh del que te he hablado.
–¡No me lo puedo creer! –dijo para sí mismo Tutmosis–. Esto
roza la traición –tras una breve pausa meditativa, el faraón se
levantó como una exhalación y ordenó–: ¡Vamos!
Le ordenó al coronel de Ramesés que lo acompañara a la casa
de Unasankh.

287
Tutmosis atravesó unas calles agitadas. Le habían aconsejado
que se volviera a cubrir la cabeza con el velo del viaje. De lo
contrario, el pueblo llano se abalanzaría hacia él para pedirle cosas
y no podría avanzar. El mismo coronel tuvo que emplear su vara
para alejar a los que se agolpaban alrededor de su montura: unos
pedían, otros exigían. Al final, tuvo que emplear su vara sin
contemplaciones. El anuncio de la décima plaga había puesto a toda
la población en un estado de increíble excitación.
Llegaron a la casa del rico comerciante. Se anunció su
llegada, todos los presentes en el salón principal se postraron ante
el faraón. A pesar de llegar sin ningún boato, cinco de los presentes
le reconocieron a él y a sus hijos, porque habían asistido a algunas
de las audiencias de las dos capitales. Allí había una treintena de
ricos, espléndidamente vestidos unos con telas amplias y
vaporosas, otros con impresionantes collares.
–¿Y Moisés? –preguntó enfadado el faraón.
–Volverá en breve. Ha salido a consultar con las cabezas de
sus tribus.
–¿Consultar el qué?
Nadie se atrevió a decirle que era acerca de las condiciones
de su salida. Desde hacía generaciones, en esas regiones, había
pactos comerciales entre los egipcios y los hebreos, cuestiones de
posesiones y asuntos materiales que había que resolver si partían.
No sale un pueblo de medio millón de varones sin más. Por ambas
partes, estaban dispuestos a resolver con buena voluntad todos los
cabos que había que dejar anudados para el día siguiente. Aunque
lo que más pesaba sobre el ánimo de todos era la plaga. Creían en
el poder de Moisés y querían evitar la mortandad.
–¿Consultar el qué? –repitió el faraón.

288
Todos siguieron manteniéndose en silencio. Nadie le explicó
nada. El faraón entendió qué significaba ese silencio. No necesitaba
conocer los detalles. Tutmosis se portó como un energúmeno. Les
insultó. Les llamó “cobardes”, “traidores”, “infieles a su raza”,
“hijos bastardos de los auténticos padres de las Dos Tierras”. Los
insultos fueron cayendo cada vez más en lo tabernario.
Tutmosis siguió con su monólogo de insultos, hasta que,
cansado de deambular por la sala, se sentó. Unasankh, el dueño de
la casa se había refugiado muy atrás, junto a una pared del fondo,
después que Tutmosis le había arrojado una copa a la cara. Poco
después, en mitad del silencio sepulcral que siguió a esa tormenta
de ira, una sierva anunció a Unasankh que había llegado Moisés.
La sierva había hablado prudentemente, en voz baja, pero Tutmosis
la escuchó.
–¡Hazlo pasar! –ordenó el faraón como si él fuera el dueño de
la casa.
Al poco, regresó la sierva, se postró y transmitió la respuesta
–Mil perdones, rey, hijo de los dioses, lo siento, pero el
hebreo dice que el faraón ha jurado que le mataría si volvía a ver
su cara.
El faraón rio para sí mismo. Cierto, ya no se acordaba. Siguió
riendo para sí mismo. Poco después rumió: “Sí, y lo haré si lo
vuelvo a ver”.
–Tú, hijo –le dijo a su heredero–, sal fuera y pregúntale acerca
de la plaga. Quiero saber con detalle de qué se trata.
Pero el faraón se acordó de que la plaga era acerca de la
muerte de los primogénitos. No, no era él el mejor para ser el
interlocutor.
–Espera. No, tú, no. Ve tú –le ordenó al segundo en la línea
de sucesión.

289
El hijo atravesó un pequeño patio de setos y rosas, y entró en
el vestíbulo al que daba la puerta principal de la casa. Allí encontró
a Moisés rodeado de veinte oficiales de la ciudad: escribas,
funcionarios, recaudadores de impuestos. Le habían acompañado
servilmente en su camino. El hijo del monarca los miró con desdén.
Ellos no sabían que estaba allí un hijo del rey. Pero dos de los
escribas, musitaron con temor: “¡El hijo del faraón!”. Se
avergonzaron e inconscientemente dieron un paso hacia atrás.
Después, el segundo heredero advirtió a Moisés:
–Puedo encarcelarte ahora mismo, hebreo. Acusado de querer
matar a los hijos de los egipcios.
–Yo no mato a nadie, yo no pongo la mano sobre nadie. Solo
os aviso de lo que Dios va a hacer.
–¡Ja!
Hubo una conversación cada vez más agria entre el hijo del
faraón y Moisés. Cada vez se levantaban más la voz. Finalmente,
Moisés, gritando, le dijo:
–Si lo prefieres, no te avisaré de nada. Así no seré culpable
de nada. Pero ten en cuenta que os hago un bien, al menos,
avisándoos. Y, créeme, cuando esto ocurra, estos oficiales vuestros
vendrán a mí y se inclinarán pidiendo: “Salid, tú y tu pueblo que te
sigue”. Entonces, saldré. Las doce tribus y yo saldremos.
Y Moisés se volvió airado y abandonó la casa.
El hijo informó de la conversación a su padre. Este, sentado
sobre un diván, bebiendo cerveza espumosa de un vaso tallado de
alabastro, escuchaba a su hijo. Los presentes estaban a los dos lados
de la estancia, callados, como si se tratara de un funeral. A la
tormenta de excitación e invectivas, había seguido ese silencio en
el que nadie decía nada.

290
Todos observaban a Tutmosis. Su hijo le había informado y
este no decía nada. Las jornadas de viaje hasta Pitón y después
hasta allí, la presión psicológica de los últimos días, esa última
tormenta de insultos: se mostraba exhausto. El faraón echó una
ojeada a los presentes, otra más. Los preocupados funcionarios que
habían entrado hacía poco desde el atrio: su mirada hablaba, no le
apoyaban. Los comerciantes estaban escandalizados, no se
imaginaban al faraón como el pobre hombre que habían visto. Miró
a los ojos de los dos coroneles, el de Pitón y Ramesés. Miró al
general. Estaba claro, tampoco ellos le respaldaban. Incluso los
ocho capitanes presentes de la comitiva real que habían entrado a
ese salón, estaba claro que se sentían avergonzados e incómodos.
Tras echar una última lenta ojeada a los presentes, salió. Ni
se molestó en despedirse.
–¿Adónde vamos? –preguntó uno de sus hijos, para
indicárselo al que tenía que precederles y guiarles por las calles.
Dudó un poco. Después, encogiéndose de hombros, dijo con
una voz carente de toda fuerza:
–Al cuartel.

Por el camino, nadie le reconoció. Habían vuelto a ponerse


los velos sobre las cabezas. Pero el aspecto de ese grupo que
avanzaba en hilera hizo sospechar que los que la formaban eran
hombres importantes: o eran militares o funcionarios venidos del
sur. Y comenzaron a imprecarles. Para el Pueblo, ellos eran los
responsables de que esos hebreos no pudieran salir y dejarles en
paz. Los gritos formaron coros. Un par de miembros de la comitiva
recibieron pedradas. Alguno llegó a gritar que allí iba el faraón.
Pero la ocurrencia solo fue recibida con risotadas y burlas. Fue
recibida como el delirio de un borracho.

291
El faraón, en su camino hacia el cuartel, recorría otra calle y
otra, atravesaba una plaza y otra. La comitiva avanzaba lenta, en
fila. El enojo de Tutmosis iba creciendo conforme escuchaba más
recriminaciones. En una bifurcación, levantó la mano y ordenó que
se detuvieran.
–¡Qué venga el guía!
–Tú, ¿sabes dónde está el barrio hebreo?
–Gran señor, los hijos de Abraham están afincados en varios
barrios.
–¿Conoces el lugar donde se hospeda Moisés?
–No, señor.
Tutmosis hizo venir a uno de los funcionarios que antes
habían acompañado a Moisés. Les seguía porque así se lo había
ordenado uno de los hijos que requería sus servicios como escriba.
El escriba, aunque titubeó, respondió que sí, que sabía dónde se
hospedaba.
–Llévanos.
El escriba miró al faraón cara a cara. En ese momento, justo
en ese momento, no aparecía el de Tutmosis como el rostro de
alguien agotado, sino como la faz pétrea de una estatua. Era como
si hubiera tomado una decisión y la fuera a llevar a cabo a toda
costa.
El escriba obedeció. En unos veinte minutos, llegaron a ese
barrio: más pobre, con muchos cercados con ovejas. Las modestas
casas de adobe, casi cobertizos, se sucedían con las tiendas de piel
de cabra.
Cuando se le señaló la casa, el faraón descendió del caballo y
pidió al soldado que le hacía de escudero que le diera su espada de
empuñadura de marfil. Medio centenar de hebreos, curiosos,

292
habían seguido a la comitiva: ¿qué iba a suceder? ¿Traían un
mensaje esos soldados? Para ellos no eran más que soldados. En
ese barrio, nunca, nadie, había visto a un faraón. Era casi una figura
mítica y lejana.
Los hijos de Tutmosis, asustados, le preguntaban en voz baja
qué iba a hacer. Se lo repetían con creciente temor, hablando entre
dientes:
–Padre, ¿qué te propones hacer?
Tutmosis farfullaba, palabras rebosantes de resentimiento:
–Al final, voy a hacer lo que debí haber hecho hace mucho
tiempo. En definitiva, si quieres hacer algo, hazlo tú mismo.
¿Cómo he estado tan ciego? Si era todo tan sencillo.
Tutmosis no llamó, se limitó a propinar una impresionante
patada a la puerta de aquella sencilla casa de adobe propia de
esclavos. Los quicios de la sencilla puerta no resistieron semejante
golpe violento.
–¿Dónde está Moisés? –preguntó mirando la estancia, donde
había veinte hebreos: seis de ellos ancianos, con largas barbas
canosas, con túnicas de lana de distintos colores, con velos de lana
sobre las cabezas incluso dentro de casa. Allí estaban cuatro
patriarcas de las doce tribus alrededor de unas aceitunas y unos
panes. En la estancia contigua, Tutmosis vio asomados a seis niños
y algunas mujeres.
El faraón repitió amenazador la pregunta. La realidad era que
Moisés y los cabezas de la tribu de Judá y de Leví se habían
marchado al altar de bronce a ofrecer como sacrificio unas tortas.
Los otros patriarcas se habían marchado con sus familias, a otras
casas de otros barrios hebreos. Tutmosis, fuera de sí, empezó a
buscar por esa sala y la adyacente. No encontró nada.

293
Furioso, sin ninguna razón más que su frustración, dio un
grito de cólera y atacó con su espada a un joven hebreo. Era un
modo de descargar su rabia. El faraón creía que aquello era llegar
allí y matar a quien quisiera; que llegaría con su espada y mataría
a voluntad y ellos se dejarían matar. Pero el hebreo era robusto,
joven y estaba, desde el principio, con los cinco sentidos alerta.
Como un rayo, el hebreo esquivó la punta de la espada y le propinó
un gran golpe con su bastón de pastor en las costillas del faraón. El
faraón se dobló de dolor, cayendo al momento sentado sobre el
suelo.
Dos soldados de la comitiva, de inmediato, atacaron con sus
espadas a los hebreos más fuertes que estaban más próximos a
ellos. Aunque las puntas de las espadas egipcias se clavaron en
varios cuerpos, hiriéndoles gravemente y quizá mortalmente,
pronto fueron sobrepasados por el número que se abalanzó sobre
ellos, agarrándoles, golpeándoles. Los dos soldados no podían
mover libremente sus armas entre tantos cuerpos. Dentro de la
estrechez del lugar, aquellos dos soldados quedaron abrumados por
el número. Hubo un forcejeo que duró con violencia medio minuto.
Con las manos desnudas y la fuerza de sus brazos, los hebreos
mataron a los dos soldados; aunque tres hebreos yacían sangrando.
Los capitanes que estaban afuera, en cuanto se produjo la
lucha dentro, desenvainaron sus espadas, pero se dieron cuenta que
tenían que emplearse todos ellos en rodear la puerta de entrada. A
duras penas lograron evitar que la masa que se había congregado
fuera de la casa entrara. Tenían que centrar sus esfuerzos solo en
evitar una avalancha humana. Si se producía, no podrían abrirse
paso entre ellos.
Dentro de la casita, –todo sucedió simultáneamente y a la
velocidad del rayo– los hijos del rey (olvidándose de los dos
soldados) se aprestaron a defender a su padre, sacando sus espadas
y rodeándolo. Un capitán de la guardia se interpuso ante esos cuatro

294
hijos que querían lanzarse a atacar a los que les rodeaban. El
capitán les gritó desaforadamente. Les hizo abrir los ojos. Fuera ya
se habían congregado más de un centenar de hebreos. Y en pocos
segundos habría doscientos. Estaban rodeados, sin posibilidad de
escape en esa casa de adobe. Con sus espadas podían matar a varias
docenas de hebreos, sí. Pero no saldrían vivos de allí.
El heredero y el capitán se gritaron casi tocándose las narices,
a pleno pulmón. Pero los otros dos hermanos, finalmente,
comprendieron y agarraron al heredero, cada uno por un brazo, y
lo sacaron de allí sin contemplaciones. Simultáneamente, dos
capitanes se llevaban al faraón a toda prisa, sin darle tiempo a
ponerse en pie, tirando de él por los hombros.
El faraón, con grandísimos dolores, no logró subirse a su
montura. Tubo que caminar, cojeando, precedido y seguido por
jinetes, rodeado en los flancos por varios capitanes y sus hijos.
Gracias al veterano capitán que, a gritos, desgañitándose, contuvo
a los soldados, y a los ancianos patriarcas que hicieron lo mismo
en el otro bando, la hilera de jinetes pudo lentamente ir saliendo de
ese barrio entre gritos, insultos y alguna verdura podrida arrojada.
Pero cada uno contenía a los suyos para que no hubiera
provocaciones. Si algún hebreo arrojaba alguna inmundicia, en
seguida había manos que le aferraban los brazos para que les dejara
marchar.
Cuando el faraón, andando inclinado por el dolor de las
costillas, llegó al cuartel, le examinó el médico. El dictamen fue
claro: no había ninguna fractura. La marca era clara: si el golpe
hubiera sido paralelo a las costillas, habría, al menos, una o dos
rotas. Pero el golpe había sido diagonal y lo habían soportado todas
en conjunto.
Eran las seis de la tarde, el general y los dos coroneles, los
capitanes que le acompañaban, no veían ya en él al caudillo

295
victorioso, al hombre procedente de un linaje sobrenatural. Era un
pobre hombre como ellos. Egipto no lo sabía, pero ellos sí. Aun así,
ese hombre era peligroso como un escorpión: su guardía le
continuaba obedeciendo; con ellos a su alrededor, conservaba
poder sobre la vida y la muerte de los que le circundaban.
Tutmosis pasó un rato pensando poco más que en su dolor.
No había ninguna fractura de huesos, pero sí una fisura en una
costilla. Pero cuando, tras una hora, este dolor remitió, examinó
mentalmente la situación. Era un profesional del Poder. Sabía que,
en una situación de debilitamiento tan grande de su autoridad, no
podía dar órdenes sin más y pensar que iba a ser obedecido como
hasta entonces. Como buen estratega, valoró todas las
circunstancias. Con los hebreos preparándose para salir al día
siguiente, con la población egipcia en extrema agitación por el
temor a la plaga, tras el último acontecimiento en el barrio
hebreo… había que hacer algo. Anunció que iba a tener allí, en el
cuartel, una reunión para tomar una decisión final.
Tutmosis repasó mentalmente a sus conocidos. ¿Quién allí
podría apoyarle? Pero, en esa ciudad, no conocía a nadie. Tras
meditarlo un rato, optó por reunir a todos los oficiales y
suboficiales del cuartel.

Eran las siete de la tarde, cuarenta militares se postraron


cuando él entró en el patio donde les iba a hablar. “Todavía se
postran”, pensó. “Al menos, todavía se postran”. El faraón se subió
a un estrado de adobe desde donde, usualmente, hablaban los
superiores a los mandos inferiores. Durante el trayecto a Pitón y
Ramesés había cabalgado con un mero faldón de lino, a pecho
descubierto. Pero, en las alforjas de la comitiva, antes de salir,
había escogido unas cuantas insignias de su autoridad. Ahora, ante
los ojos de esos militares, aparecía sosteniendo el pequeño cayado

296
y el mayal con los brazos cruzados, mientras (tal como lo había
dispuesto previamente) un hijo suyo recitaba las plegarias usuales
en honor al faraón. Su cabeza iba tocada con un nemes; también
eso y un impresionante collar con piedras engastadas habían sido
incluídos en las alforjas.
Acabadas las plegarias, otro hijo comenzó con potente voz
una serie de vítores que todos secundaron. Al escuchar el
entusiasmo de las contestaciones a coro, Tutmosis respiró aliviado:
le obedecerían. No estaba seguro de los dos coroneles y el general.
Pero los escalafones intermedios estaban fascinados por la idea de
tener allí al rey del que tanto habían oído hablar. Y los soldados
harían lo que les mandasen sus cabos y sargentos.
La reunión para discutir qué hacer, en realidad, se limitó a una
arenga. Si las cosas no las hubiera visto tan claras, hubiera sido una
verdadera discusión. Pero si estaban dispuestos a obedecer, no
había nada que discutir. Tutmosis habló con entusiasmo:
–Oficiales mayores y menores, sabéis que soy soldado como
vosotros. Ni diez ni veinte veces, sino muchas más, mi maza se ha
teñido de la sangre de mis enemigos. He agrandado el imperio
hacia todos los puntos cardinales. Hoy os pido que seáis dignos
hijos de vuestros ancestros. Porque hoy, en esta ciudad, se va a
dirimir una lucha entre fuerzas invisibles. Aquí en Ramesés va a
tener lugar una batalla entre dioses.
Todos los templos del alto y el bajo Egipto, como cada día,
han presentado sus oraciones ante los dioses. Todos, por tanto, han
orado por nuestra victoria. Dejad lo invisible a las castas
sacerdotales. Ellos y yo sabemos lo que tenemos que hacer. Solo
os pido una cosa, una sola cosa: mantened el orden en las calles, no
permitáis ningún tumulto.
Tutmosis estaba decidido a matar a Moisés esa misma tarde,
antes del anochecer. Removería cielo y tierra hasta encontrarlo. Si

297
nadie quería matarlo, lo haría él mismo, con su propia mano.
Aunque eso supusiese el morir en el intento.
El faraón siguió con su perorata, se alargó un poco relatando
las viejas glorias de Egipto. Ya iba a acabar la arenga, cuando
añadió:
–Y tampoco permitáis que ningún egipcio cobarde pinte su
puerta con sangre.
Algunos más entusiastas gritaban “muerte a los traidores” y
preguntaban si debían ajusticiar a los que lo hicieran.
–Sí, anunciad por las plazas que si los egipcios pintan las
puertas con sangre de cordero, mañana daremos una segunda mano
a la pintura de esas puertas, pero con la sangre del dueño de la casa.
Aquellos hombres exaltados preguntaban si no debían
también impedírselo a los hebreos. Tutmosis dudó. No, no quería
tumultos esa noche. Esa noche quería a Moisés. Solo a Moisés.
Debía haber tranquilidad hasta matar a ese caudillo. Si todo se
revolucionaba antes, sería más difícil llegar hasta él.
–No. ¡A los hebreos dejadlos tranquilos!
Varias voces le preguntaron por qué.
–De los hijos de Abraham ya me encargaré yo. Tranquilos.
Respecto a ellos tengo otros planes –y su voz reflejaba astucia, así
que esa jauría enardecida quedó satisfecha.
Pero, en ese momento, varios militares rebosantes de
aborrecimiento le pidieron que les dejara matar a los hebreos esa
misma noche. Por la mañana habían conocido el anuncio de la
plaga, ahora tras la arenga, estaban llenos de odio. Querían salir a
matar a los hebreos. Tutmosis no deseaba otra cosa. Pero no, no
disponía de fuerzas suficientes. Esa misma tarde o, a lo más tardar,
en la noche debía morir Moisés. Pero no podía repetir una lucha

298
urbana como la que había tenido unas horas antes y que,
afortunadamente, ellos todavía no conocían.
–No, no, no –dijo el faraón–. Por la fuerza, mantened a los
hijos de Egipto calmados. Que no haya la más mínima protesta en
las calles. Pero os lo repito: Tengo planes. Necesito que los hebreos
hoy, por lo menos hoy, estén tranquilos.

Tutmosis regresó a los aposentos del coronel, donde se había


instalado. Se secó el sudor de la frente. Una hora antes creyó que
las cosas se le habían ido de las manos. Pero no. Todavía
conservaba espacios de autoridad. Sabía lo limitada que ahora era
su capacidad de mando allí y el poco tiempo del que contaba para
tratar de consolidarse ante los ojos de los que estaban fuera de allí.
Ahora todo se reducía a una sola cosa: matar a Moisés.
Con la excusa de que los necesitaba, los dos coroneles y el
general recibieron órdenes de no separarse de su lado. En realidad,
no se fiaba. Claramente, eran los únicos capaces de desafiarle. Así
que el coronel del cuartel tuvo que dar todas las instrucciones a sus
hombres en presencia de Tutmosis o de sus hijos.
Hizo llamar a su presencia a los cinco oficiales del escalafón
inferior al coronel para emprender la captura, vivo o muerto, de ese
“brujo hebreo”. Pero una cosa era arengar a los militares en grupo
acerca el orgullo de Egipto o del odio a otro pueblo, y otra muy
distinta era hablar con profesionales acerca de cómo organizar una
operación determinada.
–Con todo respeto, hijo de los dioses, intentó convencerle,
una vez más, la mano derecha del coronel–, han llegado hebreos de
toda la región. Están concentrados en las afueras. Pueden ser
incluso cien mil. No, podemos ir entrando en las casas en busca de
uno de ellos.

299
–Me estás diciendo, tú que eres un veterano, que el faraón no
puede ejercer el mando en su propio reino.
Y Tutmosis siguió hablándole de los estatutos y ordenanzas
de las Dos Tierras. ¿Cómo un monarca no iba a poder ir en busca
de un fugitivo?
–Señor de las tierras del limo oscuro, yo no sé nada de
estatutos legales ni de ordenanzas escritas en las piedras. Solo sé,
y lo sé muy bien, cuántos son los hombres que hay acantonados en
este recinto y cuántas son las decenas de miles que se han
congregado a las afueras de esta población; y los cientos de miles
en la llanura de la Ribera del Escarabajo y en las Colinas de los
Alfareros.
Un colega apoyó al que acababa de hablar:
–Incluso, aunque no inspeccionáramos las tiendas de las
afueras y nos limitáramos a los barrios adyacentes al casco antiguo,
si habéis venido desde Pitón, habréis visto lo estrechas que son las
calles aquí. Una cosa sería acometer a pastores en campo abierto;
y otra muy distinta, meterse en un laberinto estrecho, para
emprender una mucho más larga lucha urbana. Entiéndeme,
soberano, se puede hacer. Pero no en tan poco tiempo.
–Y con tan pocas fuerzas –corroboró otro.
–¡Basta! –dijo exasperado el faraón–. Tiene que ser esta tarde,
me entendéis. ¡Esta tarde! No pasa nada si tiene que ser poco
después que suba la luna. No puede ser mañana. A ver si os entra
en la cabeza: mañana no.
Los oficiales salieron de aquella habitación con el
escépticismo escrito en sus rostros. Se limitaron a mantener el
orden en las calles. Amenazaron a los egipcios para que no pintaran
las puertas de sus casas. Y revisaron de mala gana unas cuantas
casas en aquel dédalo de callejuelas. Muros de adobe, de dos

300
metros de altura, serpenteantes, cada vez más oscuros. La única luz
era la de unos farolillos de cerámica sostenidos por bastas cuerdas
que portaban los soldados. En la zona de las tiendas ni se atrevieron
a entrar. Les ponía mucho más nerviosos estar rodeados por
centenares de personas que salían a mirar a las entradas de las
tiendas.
En los barrios hebreos de la ciudad, en los barrios de casas de
adobe, un cierto número de vecinos estaban bien advertidos para
avisar si algún regimiento de inspección se aproximaba al lugar
donde estaban Moisés, Aarón y los patriarcas de las doce tribus. La
casa escogida contaba con una puerta trasera de salida a través del
corral. Pero no hizo falta salir por esa puerta. Había tanta
tranquilidad que se decidió que cada patriarca fuera a cenar con su
propia familia.
Les llamó la atención a los hijos del faraón que los
prohombres de la ciudad, tan excitados desde el mediodía, no
hubieran dado problemas. No sabían que esos comerciantes y
funcionarios habían enviado dos delegaciones, una hacia el norte y
otra hacia nordeste, para pedir ayuda a los generales de los
campamentos militares que rodeaban Gosén. El mensaje era claro:
“El rey ha perdido la cabeza. Venid y ayudadnos”.
Al caer la noche, los regimientos que circulaban por las calles
se recluyeron en el cuartel. Esa noche, especialmente esa noche,
todos querían estar dentro del recinto militar. El portón principal
esa noche se atrancó con más barras de lo normal. Todo el mundo
tenía la sensación de que iba a ocurrir algo y nadie quería estar
fuera.

301
El faraón estaba agotado por la presión. Realmente, no podía
más. Al caer la noche, cenó de forma ligera, únicamente un caldo
de pato. De vez en cuando, Tutmosis pensaba que, a esa misma
hora, justamente en ese momento, debía estar cenando Moisés con
su familia. Debía estar comiéndose un jarrete de cordero asado en
esa misma ciudad. ¡En esa misma ciudad! Punzado por ese
pensamiento dejó con fuerza su cuenco sobre la madera de la mesa
baja que tenía ante sí. La mesa era baja, porque todos estaban
sentados sobre esteras y cojines situados en el suelo. Todos notaron
el golpe del cuenco de cerámica sobre la mesa. Pero respetaron su
silencio.
Hablaron poco el faraón y sus hijos. Habían dejado marchar
al general y a los dos coroneles. Ya no era necesario que estuvieran
todo el rato a su lado. La luna ya hacía un rato que se elevaba
orgullosa y plena en el firmamento, y resultaba evidente que la
cabeza de Moisés no había sido llevada a su presencia. Era un
hecho que la puerta del cuartel estaba cerrada y todos los soldados
estaban cenando en sus pabellones. Si salía a arengarlos, como
mucho, solo lograría que unos pocos grupos salieran de mala gana
a cumplir el expediente, se limitarían a patrullar por las calles. Solo
eso, no lograría más. Tutmosis ya no sabía qué decir. Había dicho
tantas cosas en los últimos meses. Siempre tratando de mantener
alto el ánimo. Siempre fuerte, siempre enérgico. Pero… ya no sabía
qué decir. Ya estaba todo dicho.
Eran las nueve de la noche, el padre les comunicó a sus hijos
que estaba muy cansado. Al levantarse, se acercó a sus hijos y, a
cada uno, le dio un sentido beso en la cabeza. Su primogénito que
le acompañaba a su habitación estaba tan cansado como su padre.
En silencio colocó un colchón estrecho de lana, de los reservados
a los oficiales, de forma transversal, a los pies de su padre.

302
Una hora después de acostarse, el padre, inesperadamente,
ordenó a su heredero que se levantara, le resultaba evidente que no
había logrado dormirse tampoco su hijo. Y así, más tarde de las
diez de la noche, el faraón ordenó a su mejor capitán que despertara
al resto de oficiales que le habían acompañado desde Menfis y que
fueran a avisar al coronel del cuartel.
El coronel llegó cuando todos los oficiales estaban
subiéndose a las monturas de sus caballos. El faraón, ya sobre el
caballo, se aproximó al coronel.
–¿Coronel Setka, qué templos hay en esta ciudad?
Perplejo ante una pregunta tan inusual a esa hora, respondió
titubeante:
–Pues hay cuatro.
–¿Y cuál es el más importante?
–El de Am-heh.
–¿El Devorador de millones?
–Sí, gran faraón.
–¿Te refieres a Am-heh el de cabeza de perro?
–Sí, hijo de Ra.
–Sube a un caballo y guíanos. Trae contigo a treinta hombres.
–¿Ahora? –preguntó incrédulo a pesar de lo clara que había
sido la orden.
–Sí, ahora.
Por las calles de Ramesés no había absolutamente nadie.
Todos los habitantes estaban en sus casas. Llegaron al templo, en

303
un minuto, pues estaba situado en la parte central y antigua de la
población.
El templo era pequeño. Nada que ver con los grandes templos
de Karnak o de Luxor. La fachada, sin pilones, sin atrio, tenía unos
quince pasos de largo. Dos únicas columnas empotradas en el muro
de piedra enmarcaban un gran portón a esa hora cerrado. El
coronel, acompañado por varios soldados, rodeó el perímetro del
edificio. Perímetro que solo en la fachada era de piedra, el resto de
adobe.
Así llegó a una pequeña puerta de madera de acceso a las
viviendas de los sacerdotes. Golpeó con fuerza la puerta. Tuvo que
insistir en los golpes, porque nadie aparecía. Cada vez fueron más
violentos esos golpes. Solo porque parecía que iban a echar abajo
la puerta, finalmente, adormilado y sorprendido acabó por
asomarse un sacerdote por un ventanuco superior.
–¡Sacerdote, soy el coronel del cuartel de la ciudad! ¡El
faraón está aquí! Por orden suya, salid todos a abrir la puerta
principal y recibidle. Está ya delante de la fachada, no os demoréis.
El sacerdote pensó que aquello era demasiado increíble para
ser falso. Aun así, sin portar ninguna lámpara, completamente a
oscuras, recorrió varios pasajes de ese primer piso sin dejar de
balbucear todo tipo de maldiciones contra el que le había
despertado. No paró de intercalar insultos barriobajeros con
maldiciones de enfermedad hasta llegar a un ventanuco desde
donde se veía la mínima placita delante del portón principal. Abrió
los ojos como platos, mientras exclamaba entre dientes: ¡Que me
convierta en un murciélago-camello…!

El templo era muy pequeño, pero, curiosamente, eran


veintiocho los sacerdotes que lo habitaban. Un colegio sacerdotal

304
numeroso para tan pequeña construcción. El portón principal se
abrió, todos los sacerdotes vestidos con túnicas blancas de lino y
los ocho principales cubiertos con pieles de leopardo le recibieron
con toda solemnidad. Cada sacerdote portaba una lámpara de aceite
en su mano. Todos se inclinaron ante el faraón sin postrarse, pero
con una inclinación profunda. El faraón explicó por qué estaba allí.
Aquel sacerdote provinciano no acababa de entender y el faraón,
algo enfadado, tuvo que explicárselo dos veces.
–Así se hará –acató sin reservas el sumo sacerdote.
El faraón dio orden de que el coronel y sus hombres rodearan
todo el perímetro del templo. Los veinte capitanes de la guardia del
faraón pasaron al mínimo vestíbulo que aparecía tras el portón de
entrada. El faraón indicó a su cuarto y quinto heredero que se
apostaran junto a la puerta de la antesala de la estancia interior,
donde moraba la divinidad. El faraón y su heredero pasaron a la
cámara del dios Am-heh. El sumo sacerdote se dirigió hacia un
santuario de piedra de un par de toneladas de peso. Sus lados
estaban pintados de azul, rematado con un tejado de cobras
coronadas por discos solares. Figuras femeninas aladas talladas en
relieve protegían cada una de sus esquinas.
Dentro de esta pesada arca, había un armario de madera. El
sumo sacerdote, recitando oraciones, haciendo varias
inclinaciones, abrió las puertas del armario. Dentro se hallaba la
figura del dios, una figura de oro con esmaltes, con varios collares
colgando de su cuello. El dios con cabeza de perro miraba
amenazadoramente a los presentes. Más amenazador parecía a la
luz de las lámparas que los sacerdotes habían colocado en varios
soportes que sobresalían de las paredes.
El faraón y su hijo se tumbaron boca arriba en el centro de
esa cámara. Los sacerdotes les rodearon y comenzaron sus
plegarias, invocaciones y sortilegios. El faraón había dado órdenes

305
estrictas de que, durante toda la noche, les rodearan sin cesar en sus
fórmulas. Ellos con sus conjuros debían establecer un escudo de
protección alrededor de ellos. Allí, en ese campo de batalla, se iba
a ver quién podía más.
El plan era estar luchando contra las fuerzas invisibles toda la
noche. El heredero, en ese momento, de la preocupación había
pasado al temor. Las lámparas de plata de las paredes vacilando, la
resina de mirra con un poco de laúdano subiendo hacia el techo que
representaba la noche y las estrellas, los rostros de los sacerdotes,
todo le infundía intranquilidad. En un momento dado, se incorporó
y preguntó por qué en la pared izquierda de esa cámara estaba
representada la diosa Ammit. El cuerpo de ese demonio femenino
con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león le producía temor.
Insistía en que era una deidad fúnebre. Su padre intentó
serenarle. Pero él repetía en que Ammit no podía ser adorada, sino
temida. El sumo sacerdote le aseguró, arrodillándose ante él, que
no la adoraban. También ellos la temían y que allí solo se adoraba
a Am-heh.
–Pero él es “el que devora la eternidad” –replicó el heredero,
mirando aquella cabeza de perro de pesadilla.
El sumo sacerdote miró al padre. Tutmosis cogió de los
hombros a su hijo y le dijo:
–Si quieres puedes marcharte… y deambular como un
pordiosero, solo, por las calles vacías de Ramesés. Si quieres,
puedes quedarte y todos los que estamos aquí lucharemos por
protegerte. Tú eliges. Pero o crees que somos de un linaje divino,
dioses sobre la tierra, o crees que somos como cualquier otro
mortal. Ahora ha llegado el momento de la elección de tu vida. Pero
si sales de aquí, tu hermano será el que ciña sobre su cabeza la
doble corona.

306
El heredero (de treinta años de edad) sollozó en silencio. Él
solo se calmó. Se volvió a tumbar sobre el suelo y cerró los ojos,
musitando fórmulas de protección, mientras los sacerdotes
retomaban sus plegarias. El sumo sacerdote puso en la mano
derecha del heredero un escarabeo de turquesa cubierto de
inscripciones. Sin abrir los ojos, el heredero apretó el puño con
fuerza. En su otra mano, le colocó una cornalina oblonga con el ojo
de Horus grabado sobre su superficie. También cerró el puño con
todas sus fuerzas apretando el amuleto.
El faraón y su hijo hubo momentos en que dormitaron
vencidos por el sueño. Aunque bajo sus espaldas habían colocado
telas mullidas varias veces dobladas, unas veces se despertaban por
la dureza de la piedra; otras, por el cambio de ritmo de las plegarias.
En un momento dado, ya se desvelaron. Habían perdido bastante la
percepción de en qué momento de la noche se encontraban. El
heredero, que un rato antes ya había soltado los amuletos, tumbado
como estaba, apretó con cariño la mano del padre. Este, también
tumbado, se la apretó también.
El padre volvió a dormirse y de nuevo le despertaron los
canturreos de los presentes. El sumo sacerdote le sugirió que
durmiera una hora o dos en un dormitorio cercano, el “Dormitorio
del sacerdote que vela”. Tutmosis había dormido poco y mal en los
días anteriores, demasiada tensión acumulada durante muchas
jornadas, encima la atmósfera era densa en esa cámara con tanta
raíz de acacia y tantas hojas de mirto, ya no podía más, necesitaba
dormir. Aceptó. ¿Cuánto rato había pasado en la cámara? Había
perdido la noción del tiempo. Nada más tumbarse sobre el fino
colchón de lana se durmió profundamente.
Los sacerdotes jóvenes y ancianos miraron con cierta envidia
al faraón. También ellos estaban ya desorientados respecto al paso
del tiempo. Estaban aburridísimos y quedaban muchas horas por
delante. Dentro de esa cámara sin ventanas, el ahora parecía

307
haberse congelado. Un ahora lento, fatigoso, inacabable. En la
parte más profunda de ese templo, la Noche parecía haberse
remansado como el agua en lo interior de un aljibe. La noche se iba
a hacer muy larga. Quizá eran las fórmulas obsesivas que se
sucedían entre los cantos repetitivos.
Pasó el tiempo. Los cantos se arrastraban más lentos. Los
sortilegios se recitaban sin tanta vehemencia. El sumo sacerdote
observó la lámpara de cristal rojo delante del ídolo del dios con
cabeza de perro. No quedaba mucho aceite. En cuanto se acabase,
organizaría turnos. Sí, una hora más y una tercera parte de los
presentes irían a descansar un par de horas. Aquello era
inaguantable. El espacio era tan pequeño que no había dónde
sentarse. La oscuridad, allí dentro, siempre era la misma.
Un largo rato después, llenos de tedio como estaban los
sacerdotes, escucharon un lejano grito desgarrador. Extrañados se
miraron. Otro grito lejano cortó el aire. Eran los alaridos
desesperados de los padres, de las esposas. Estaban muriendo los
primogénitos. Hubo tres gritos más, cada vez más cercanos. El
Ángel de la Muerte se aproximaba. Se miraron extrañados entre sí.
Redoblaron el fervor de sus plegarias a los dioses.
De pronto, todos escucharon el sonido de un leve viento que
penetró en la cámara. Algo muy extraño, porque en la cámara no
había ventanas, solo la puerta de entrada que estaba cerrada. Los
presentes sintieron un escalofrío. Estaban seguros: una presencia
había penetrado en ese lugar.
Los sacerdotes concentraron sus miradas en el heredero. Este
hizo una mueca rara, como de un ligero dolor. Trató de levantar su
mano derecha, pero salió de él una gran exhalación y su mano cayó
exánime: ya no respiraba, había muerto.
Un sacerdote presente se llevó la mano al pecho, como si
sintiera una leve incomodidad. Pero en dos segundos, alzó la

308
cabeza hacia lo alto, puso los ojos en blanco y cayó al suelo como
una marioneta a la que le cortaran los hilos.
–¡Era el primer hijo de su padre! –gritaron dos de sus colegas.
Un tercer sacerdote miró con angustia al sumo sacerdote, que
era el primogénito de su familia.
El sumo sacerdote se apresuró hacia el cadáver, ¿podría
averiguar algo observando el cuerpo? Pero no, para eso necesitaría
tiempo. Dio marcha atrás, tratando de huir de allí. A dos pasos de
la puerta, se detuvo en seco, trató de alzar los brazos cubiertos por
amplias mangas de su blanca túnica. ¿Quiso levantar sus manos
hacia el dios que adoraba al sentir la muerte? ¿Quiso, tan solo,
llevarse las manos al pecho cuyo corazón se le había petrificado?
Solo pudo intentarlo, porque se derrumbó de la misma manera que
el otro sacerdote.
Dos sacerdotes se dirigieron inútilmente a socorrer al sumo
sacerdote. Otro salió corriendo sin ninguna dirección fija,
únicamente pretendía alejarse. Los otros sacerdotes, atemorizados,
se pegaron a las paredes de la cámara. No apartaban su mirada del
rostro sin vida del heredero del faraón. Su padre apareció por la
puerta. Los alaridos le habían despertado abruptamente del sueño.
Zarandeó a su hijo. Puso su oreja pegada a su pecho. No había ya
ningun latido. Tras aquellos potentes músculos pectorales todo
estaba muerto. Abrazó llorando el cadáver de su hijo.
Comenzarón a oírse más y más gritos por todo ese barrio. En
realidad, las muertes se iban extendiendo por toda la ciudad. Y,
aunque ellos no lo sabían, también recorría el entero territorio del
alto y bajo Egipto.
Los veinte capitanes que aguardaban en el vestíbulo del
templo, al oir los gritos, se habían puesto en pie y habían
desenfundado sus espadas. Pronto los gritos llegaron más

309
próximos, desde los treinta soldados que aguardaban custodiando
el perímetro externo. Ocho de ellos habían caído muertos ante los
ojos incrédulos de sus compañeros. Los veinte capitanes del
interior del templo esperaron alertas, apretando con fuerza sus
espadas, mirando a todas partes de la oscuridad de los rincones del
edificio en el que estaban. Pero era inútil. Cuatro de ellos cayeron
al suelo muriendo en apenas un par de segundos. No todos morían
de forma simultánea. Realmente, un ser incorpóreo estaba pasando
por ahí. A uno lo dejaba, sobre otro descargaba su hoz.
Tutmosis estuvo un cuarto de hora en silencio junto a su hijo.
Llorando sin proferir ni una sola palabra. Los llantos que venían de
todas las casas, de todos los barrios, eran impresionantes. Los gritos
se oían apagados, porque ocurrían en el interior de las casas. Pero
era toda una ciudad llorando y gritando de dolor.
Tras un cuarto de hora sin soltar a su hijo, Tutmosis se dio
cuenta de que, ensimismado como estaba por su dolor, podía estar
así un cuarto de hora más o media hora más o toda la noche. El
faraón salió de la cámara del templo. No abrió los labios, arrastraba
los pies, parecía un sonánbulo. Ni siquiera se despidió de los
sacerdotes; por otra parte, muy atareados con sus propias muertes.
Al salir al vestíbulo y encontrarse con su guardia personal, notó las
miradas de rabia de sus capitanes. Él los había conducido a aquella
desgracia. Él era el responsable. Los otros tres hijos del faraón le
miraban atónitos. Sabían lo que había pasado, pero no se atrevían
a entrar en la cámara.
Al salir afuera del templo, el faraón volvió a notar la misma
mirada de odio por parte de los soldados del exterior. Él era el
culpable, él los había llevado a aquello. El coronel del cuartel
estaba en la puerta del templo, estaba exánime, sobre el suelo, con
varios de sus hombres arrodillados alrededor de su cadáver.
Ninguno era familiar de él y ninguno lo lloraba, pero todos sentían
la muerte de ese hombre. Todos los que rodeaban a su coronel eran

310
soldados sin graduación. Allí no había ni siquiera ningún
suboficial. El faraón estaba al mando de esos hombres, sin ningún
mando intermedio. ¿Qué hacer ahora? ¿Adónde ir?
Regresar al cuartel no era del todo una buena idea. El general
que se había traído desde Pitón podía mandarlo apresar en cuanto
llegara. El rey pensaba y pensaba. No sabía qué hacer. Pasaron
cinco minutos en que el Tutmosis de pie no dejaba de mirar el
cadáver del coronel. Lo miraba con mucha atención, como si la
respuesta a la pregunta de qué hacer estuviera escrita sobre el
cuerpo. Después su atención fue atraída al ver cómo arrastraban a
la puerta los cuerpos de los otros soldados.
–Padre, ¿adónde vamos?
Tutmosis no dijo nada.
Su segundo hijo miró a sus hermanos. Deliberaron detrás de
él en voz baja. Regresó al lado de su padre y le explicó:
–Vamos a casa de Unasankh, el mercader. Disponemos de un
puñado de soldados. Ese hombre rico no levantará su mano contra
nosotros. Y él seguro que conoce a alguien que sabe dónde está
Moisés. Es necesario hablar con Moisés.
–¿Y ceder…? –preguntó el faraón mirando al suelo de tierra.
–Sí –contestó con firmeza el que ahora era el primero en la
línea de sucesión.
Los hijos querían cargar el cadáver de su hermano sobre la
grupa de uno de los caballos. Pero el proceso de asegurarlo sobre
el jumento se estaba alargando y no concluía, porque no
encontraron cuerdas. Finalmente, lo devolvieron a la cámara donde
había muerto. El templo y sus sacerdotes lo custodiarían hasta que
vinieran a por él para trasladarlo de un modo digno.

311
Tutmosis seguía en silencio. El ahora heredero dio orden de
que los llevaran de inmediato, a toda prisa, a la casa de Unasankh.
Les favoreció el que las calles estaban oscuras. Había mucha
agitación, pero las familias lloraban a sus seres queridos en el
interior de las casas. Aun así, el mercader vivía en el otro extremo
de la ciudad y necesitaron veinte minutos para llegar. En esos
minutos, percibieron como los asustados habitantes iban saliendo
más y más a las calles a preguntar a los vecinos, a ver si les había
sucedido algo.

Al llegar a la gran residencia del hombre más rico de


Ramesés, este no salió al atrio a recibirles. El faraón halló al
comerciante arrodillado, inclinado sobre el cuerpo de su hijo de
veinticinco años, un cuerpo que no respiraba. Sus lagrimas caían
sobre unos ojos que ya nunca se abrirían. Se oía, más lejos, el llanto
de los esclavos cuyos primogénitos habían hecho esa noche el
tránsito de la vida a la muerte. La casa estaba llena de muerte. Era
una casa en duelo. El faraón se quedó a la puerta del dormitorio.
Fue el segundo hijo del rey el que habló respetuosamente con el
dueño de la casa. Unasankh se volvió hacia atrás y echó una mirada
de odio al faraón. Después volvió a apoyar su rostro sobre el pecho
de su hijo.
Tutmosis, a grandes pasos, se dirigió hacia el mercader y lo
agarró con violencia por su pelo corto, volviéndolo hacia sí.
–¿Así recibes al faraón? ¡No lo olvides: soy el rey de las Dos
Tierras e hijo de los dioses!

312
Y Tutmosis, agarrada la cabeza por el pelo, empujó el rostro
del obeso Unasankh hasta tocar sus pies, mientras le decía:
–¡Cuando yo llego a un lugar, uno se postra! ¿Me entiendes?
El hijo del faraón estaba tan horrorizado que tardó en
reaccionar. Sin mucha decisión, trató de agarrar el brazo de su
padre. Pero estaba mentalmente bloqueado. Por primera vez, pensó
que quizá sería mejor que esa noche, a su cansado padre, una mano
piadosa le proporcionase el descanso que tanto deseaba. Así habría
alguna posibilidad de salvar la dinastía.
Pero, allí, delante de todos, él estaba atado de pies y manos.
Si hacía algo, él sería ajusticiado sin propaganda y el tercero en la
línea de sucesión tomaría el cayado y el mayal. Si estuvieran en
palacio, usaría los servicios de un médico aúlico. Allí tendría que
ser él mismo. Pero debía ser en la intimidad.
La escena de su padre tratando así a un padre que ha perdido
a su hijo le resultó repulsiva. Solo sentía deseos de escupirle a la
cara. Reunió fuerzas para tomar a su padre por los hombros y
echarlo contra una pared:
–¡Padre, hay que parlamentar con Moisés!
Como el faraón no le escuchaba, el hijo se llevó a un rincón
al mercader y le dijo en voz baja, mientras su padre se alejaba
gritando contra todo el reino:
–¡Por Egipto! Hay que hablar con Moisés. ¿Sabes dónde lo
podemos encontrar?
–Eres el hijo de una serpiente. ¿Por qué debo ayudar a la
estirpe de una serpiente?
El hijo le propinó una sonora bofetada. Había sido educado
para hacerse respetar y no iba a dejar que un plebeyo le hablara así;
ni en esas circunstancias ni en ninguna. La bofetada había sido dada

313
con toda la fuerza. Después, el hijo del faraón añadió mirándole
férreamente a sus ojos, con una mirada que taladraba:
–Voy a ceder.
El comerciante vaciló.
–¿Vas a ceder?
–Te lo aseguro –afirmó con rotundidad el hijo de Tutmosis.
–¿Y tu padre?
Suspiró cansado y le contestó:
–Si los ojos de mi padre mañana ven la luz del crepúsculo,
significará que los míos se han cerrado para siempre.
Unasankh escrutó el rostro del heredero. Hasta donde le era
dado saber, percibía que sus labios eran sinceros. El mercader
comenzó a recitar los nombres de los ocho o diez funcionarios
egipcios de la ciudad que sabían dónde podía estar Moisés.
Llamaron a un servidor de la casa para que copiara los nombres.
Unasankh añadía el barrio donde residían. El mismo que escribía
los nombres sabía donde vivían varios de ellos.
Mientras el mercader estaba dictando esa lista de nombres,
entró Tutmosis. Preguntó qué lista era esa. El heredero dudó. Optó
por responder con seguridad, sin ningún temor, que había que
llamar a Moisés y hablar con él. El heredero sostuvo la mirada de
su padre. Tutmosis reflexionó y concluyó:
–Sí, que venga. Hacedlo llamar.
Cinco funcionarios, sin tardanza, se dirigieron al barrio donde
sabía que se encontraba Moisés. Era ya más tarde de las tres de la
noche, pero las calles estaban llenas de agitación, nadie dormía en
toda la ciudad. Se adentraron por esas callejuelas hebreas sin
soldados, sin armas. Cuando fueron llevados ante Moisés, se
postraron ante él y le suplicaron:

314
–Deja esta tierra. Marchad tú y todo tu pueblo que te sigue.
–¿Lo decís vosotros u os envía el faraón?
–Cree las palabras de nuestros labios cuando te venimos a
decir: el heredero del faraón quiere que tú y Aarón vayáis a verle a
la casa del mercader Unasankh en el barrio de los perfumistas.
Aaron y su hermano se imaginaban la situación precaria del
faraón si era su hijo ya el que los convocaba. Salieron de inmediato
hacia ese caserón, acompañados de los funcionarios. Los patriarcas
querían haberles acompañado. Pero Aarón les pidió que no lo
hicieran:
–El faraón es una cobra. Incluso herida, sigue siendo
peligrosa. Que nos acompañen Ammishaddai, Sered, Abidan y
Jashub. Con cuatro jóvenes, bastará.
A mitad de camino, el grupo de hebreos y funcionarios se
toparon con una turba de una treintena egipcios con antorchas
acompañados de más de veinte soldados con espadas. Caminaban
a grandes pasos, con prisa, iban en busca de alguien. En cuanto el
grupo de egipcios vio a Moisés, se pararon en seco con sorpresa: le
buscaban a él.
“¡Era una trampa!”, pensaron los hebreos. Dos tenientes se
adelantaron sin dudarlo hacia Aarón y su hermano, estos dieron un
paso hacia atrás. Pero, de pronto, los dos tenientes desenvainaron
sus espadas… ¡y pusieron cuidadosamente sus armas en el suelo a
los pies de Moisés, postrándose después ante él! Los otros
dieciocho soldados hicieron lo mismo. Los que portaban antorchas
hicieron una profunda inclinación con todo su cuerpo.
Había habido muertos entre esos egipcios violentos y
agresivos que acabaron formando una turba espontánea. Ciegos por
la rabia, fueron al cuartel a ver a sus amigos oficiales y suboficiales.
La mitad de los soldados del acuartelamiento tenían a sus mujeres

315
viviendo en la misma ciudad. Se trataba de un cuartel con un
acantonamiento estable, con soldados afincados allí. A esa hora,
todos los militares habían dado a sus camaradas las condolencias
por las muertes de sus primogénitos. Cuando llegaron esos egipcios
con antorchas, fue el último revulsivo que necesitaban para echarse
a la calle. Sus oficiales no lo impidieron. ¡La muerte de todos los
primogénitos! Era demasiado.
Los egipcios y los soldados habían salido enfurecidos sin
saber muy bien adónde ir; solo unidos por la rabia contra el faraón.
Al final, habían decidido ir a buscar a Moisés para pedirle que se
marchara sin dañarles más.
Ahora Moisés y los hebreos iban escoltados por los soldados
con toda deferencia. Y cómo les dijeron los tenientes:
–¡Ay del que quiera poner su mano sobre vosotros!

Dentro de la casa del mercader, había habido agrias


reconvenciones de Tutmosis a su heredero. Mandar que viniera ese
hebreo, sin contar con él, increíble. Al final, el faraón le había
golpeado al heredero con el puño en la frente:
–Recuerda que aquí mando yo.
Al llegar Moisés al vestíbulo, un atrio ajardinado, el faraón
fue avisado y un capitán fue enviado para decirles a los hebreos que
pasaran adentro, donde estaba Tutmosis.
–No, el faraón juró que moriríamos si volvíamos a ver su
rostro. Que alguien nos transmita lo que quiera decirnos.
Tutmosis ya había reconocido su juramento horas antes, la
tarde anterior. Era su deseo verlos, poder hablar con ellos.
Realmente lo deseaba. Pero el capitán había repetido la
contestación ante sus hijos, ante los funcionarios, ante los

316
prohombres de la ciudad que se iban congregando allí. Ante todos
quedaría como un perjuro. En mala hora había hecho ese
juramento: ahora no le era posible verlos.
Hubiera deseado humillarles por última vez. Hubiera querido
dejarles bien claro que él era el faraón. Ya no podía hacer más; pero
al menos eso, sí: humillarles. Pero ahora tendría que hacerlo
hablando a través de su propio mensajero. Sentía rabia. Se le
negaba incluso esa última mínima satisfacción final.
Pero tuvo que salir fuera de sus propios pensamientos. Se
apercibió de que el rostro pétreo de todos los presentes hablaba en
su silencio. La desobediencia había ido acercándose más y más: los
gobernadores, los generales, sus ministros… ahora llegaba hasta
esa sala, hasta a sus hijos. Si hubiera ordenado que se castigase a
esos dos hebreos, no hubiera sido obedecido. ¡Por fin, ya,
abiertamente, no hubieran sido acatadas sus órdenes! Entre sus
propios soldados estaba más segura la vida de Moisés que la suya
propia. Si se abalanzaba hacia Moisés con una espada, sería él
mismo el que sería retenido, no el hebreo.
Y eso que Tutmosis no sabía que Moisés esperaba en el atrio
de palmeras, rodeado de soldados que lo escoltaban y que entre
ellos se contenían para no entrar dentro y decirle al faraón lo que
pensaban de él. Una sierva de la casa que había perdido esa noche
a su único hijo le sacó la mejor silla del salón y, arrodillándose y
llorando, le pidió:
–Siéntate, gran señor.
Aquella mujer sin marido había perdido todo. Había perdido
a quien la cuidaría en su vejez. Pero su fe permanecía intacta. El
tono de veneración, entre lágrimas contenidas, le impactó a
Tutmosis. Pero pronto retornó a la realidad. El tono de esa mujer
sencilla era un espejismo. El príncipe heredero allí estaba,
insolente, echándole en cara todo. El rey de Egipto se restregó los

317
ojos cansado con fuerza, casi se hizo daño en ellos. En un momento
dado, se dio una fuerte palmada en su muslo. Excitado se levantó
de golpe de la silla.
El faraón hijo de faraones caminaba como un perro agitado
en el dormitorio del hijo del comerciante, escuchando las
recriminaciones de su hijo que le pedía que no complicara más las
cosas, bajo la mirada hostil del dueño de la casa. Mientras sucedía
eso en esa pequeña estancia, en el amplio vestíbulo, Moisés
esperaba sentado, sereno, rodeado de soldados, pensando: “Nada
puede oponerse a los planes del Altísimo”.
El faraón sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Ya no
había tiempo para satisfacciones finales. No solo eso: Tutmosis
tenía que mostrar que era humilde. Sí, ahora, lo primero era la
propia supervivencia. Después ya vería cómo cobrarse todas esas
afrentas. Pero ahora tenía que convencer a los presentes de que, por
fin, había cambiado de parecer. Salió al salón. Había tres pequeñas
cámaras entre el salón y el vestíbulo donde estaba la comitiva
hebrea. Además, esas cámaras no estaban alineadas, formaban una
L. No había manera de ver a Moisés, ni siquiera de lejos. Lo odiaba,
pero ardía en deseos de verlo. El faraón se paró en el centro del
salón. Iba a ceder. Pero su naturaleza hizo un último conato de
resistencia. A pesar de todo, les preguntó a los egipcios presentes:
–Yo os pregunto. Ese dios de los esclavos… ¿es un señor del
mundo invisible o es el Señor que tiene pleno poder sobre todas las
entidades sin materia?
Ninguno de los presentes contestó a la pregunta. ¡Ahora salía
con esas! ¿Ahora se ponía a preguntar cuestiones abstrusas acerca
de cuestiones de la religión? Nadie dijo nada, pero ya para todos
estuvo claro: su reinado había llegado a su fin. Todos tenían la
sensación de estar presenciando el derrumbamiento de un trono,

318
probablemente de una dinastía. Tutmosis escuchó el silencio de los
presentes, caminó por la sala. Sin prisas reformuló la pregunta:
–¿Es ese dios hebreo un dios más, o es un dios para los
mismos dioses?
Nadie decía nada. Repentinamente, un escriba se llenó de
coraje suficiente para exclamar enfadado:
–Rey de las regiones de la abeja y del junco, para mí ese dios
es el Señor de los dioses
El, ahora, tercero en la línea de sucesión se llevó la mano a la
cara y se la frotó con fuerza. ¡No!, no era ese el momento de
discusiones teológicas. Ese hijo intervino con vehemencia:
–Padre y rey, padre mío e Hijo de Toth… –suspiró cansado–
no es esta la hora más propicia para tratar de estos asuntos. ¡Moisés
está fuera! No hay vergüenza por ceder ante alguien así.
El faraón observó como su primer heredero volvió su cara
como un rayo hacia el hermano que había hablado. Era como si le
gritara: “¡Calla, tú!”. Era a él al que le correspondía decir tales
cosas. Tutmosis se sonrió, percibió la hostilidad entre hermanos. El
primer heredero estaba muy susceptible. Pero se cuidó de hacer el
más mínimo comentario. Era como si el heredero con la mirada
hubiera dicho: “Aquí está mi hermano, intentando, otra vez,
intentando adelantarse a mí en el camino hacia el trono”. Sí, estaba
demasiado susceptible esa noche.
Tutmosis se sonrió, esos dos hermanos le recordaban a sí
mismo, más joven. Pero no, no haría ningún comentario. ¿Para
qué? El faraón se limitó a concluir con una afirmación:
–Entonces no es una derrota.

319
Todos, a coro, respondieron que no. El faraón se volvió al
capitán que le habría traido la noticia de la llegada a la casa de
Moisés, y le dijo:
–Capitán, repíteles esto, exactamente esto: “Levantaos, salid
de mi pueblo, vosotros dos y los israelitas. Id, adorad al Señor,
como habíais dicho. Tomad vuestros rebaños y vuestras greyes,
como dijisteis, y marchad”.
Ya había acabado de dar su mensaje, cuando Tutmosis tuvo
un arranque inesperado y añadió:
–Capitán.
–¿Sí, Hijo de Toth? –preguntó volviéndose.
–Añade esto al final: “Marchad, adorad a vuestro dios… y
traed una bendición sobre mí también”.
En cuanto el capitán salió, Tutmosis sintió como si un gran
silencio se hubiera instalado en aquella sala. ¿Y ahora qué? El
faraón recorrió a los presentes con una mirada lenta. Eran ellos los
que, a su vez, le miraban a él, como diciendo: ¿Y ahora?
Los carros del sur ya debían haber llegado a Menfis el día
anterior. Probablemente, ya estaban de camino hacia Pitón. Los
conocía bien, se pondrían a sus órdenes sin cuestionar nada. Los
generales de infantería que se dirigían a Menfis, al saber que el
faraón estaba en la región de Gosén, esperarían a ver cómo se
desarrollaban los acontecimientos. ¿Ganaría el faraón? Seguro que
pensaron que lo mejor era esperar. Y lo mismo el, hasta entonces,
tercer heredero al trono que se presumía que iba con ellos. No lo
sabía, pero para su felicidad se había convertido en el segundo en
la línea de sucesión. Todos estos encontrarían una buena excusa
para sus movimientos si Tutmosis se consolidaba en el trono.
El faraón repasó mentalmente la situación. Cierto, el mayor
peligro ahora estaba en su heredero. Y lo tenía junto a sí. Y, por

320
supuesto, no iba a aceptar ser alejado de su lado con la excusa de
cualquier encargo. No importaba la importancia del encargo ni lo
razonable que fuera: bien sabía él que ahora no tenía nada más
importante que hacer que no separarse de su lado para poner arreglo
a la situación y presentarse ante los generales como el salvador de
Egipto. La corte, por supuesto, aceptaría lo que decidiesen los
generales.
Allí, en el salón, había más de una treintena de personas y
seguían llegando más. El faraón pidió a sus hijos que le siguieran.
Se dirigió al dormitorio de Unasankh, como si él fuera el dueño de
la casa. De camino al dormitorio, acabó por decidirse: Apoyaría a
la rama familiar de Meryetre-Hatshepsut. El que ahora era el
tercero en la línea de sucesión, Sobekhotep, era hijo de esa esposa.
Esposa menor, cierto, pero miembro de una familia poderosísima
que tuvo el trono entre los de su linaje y que no deseaba que el
mayal de los dos reinos se le escapase de las manos.
Tutmosis había aborrecido de su madrastra Hatshepsut, pero
Meryetre (a pesar de ser hija suya) siempre le había querido a él,
de eso no había ninguna duda. Y él la había tratado muy bien, eso
también lo sabía ella. Ahora le ofrecería a esa rama recobrar la
doble corona.
Ya a solas en el dormitorio, les dijo a sus hijos:
–Ahora necesito dormir. No puedo seguir más tiempo sin
dormir, al menos, unas cuantas horas. Mañana, en cuanto me
despierte… nos trasladaremos a Tanis.
–¿Al sur? ¿A Tanis? –preguntaron los hijos.
–¡Aquí me odian! –respondió–. Tanis es una ciudad pequeña.
Por eso, tanto los grandes de la ciudad, como el pequeño cuartel,
me recibirán como lo que soy: el faraón. Sin complicaciones ni
preguntas.

321
Viendo la cara de desaprobación que ponían todos, se esforzó
por convencerlos:
–Escuchad. Allí parlamentaremos nosotros –señaló a los dos
hijos presentes– y decidiremos qué hacer. El trono es de la dinastía.
Justo es que entre todos decidamos. Después, nos encontraremos
con los generales a medio camino entre el Delta y la Ciudad de los
blancos muros [Menfis], más o menos en el límite norte de la
“provincia del cetro próspero”. Si los grandes caudillos de los
estandartes están de acuerdo en la solución que les propongáis, nos
trasladaremos a Tebas. Y allí, con los gobernadores y nobles,
coseremos de forma definitiva la herida que para las crónicas ha
sido este episodio. Esto será una cicatriz en los relatos de las
estelas.
Sobekhotep se mostró de acuerdo. Al fin y al cabo, pensó,
ellos eran los que, de común acuerdo, iban a decidir. Pero a Abasi
no le pareció tan bien. Suyo iba a ser el trono; él era, en todo caso,
el que tenía que tratar estos temas con su padre. ¿Para qué hablar
con el resto de hijos? Los otros dos herederos sentirían renacer las
esperanzas de que la sucesión al trono no fuera quizá un asunto
cerrado.
No se daba cuenta ninguno de los dos de que el traslado a
Tanis era una estratagema de Tutmosis. Ponía más terreno por
medio entre los generales y su persona. Y, además, conocía muy
bien al coronel de la guarnición de Tanis. Le había acompañado en
la última campaña Nubia, lo había recibido en Tebas y lo había
agasajado. No lo traicionaría. Sus hijos no lo sabían, pero, una vez
en Tanis, el que volvería a mandar sería él, otra vez; por lo menos
en ese cuartel. Y lo que importaba era ganar tiempo.
Eran las cuatro y media de la mañana, despidió a sus hijos
para tumbarse en la cama que había esa habitación. En ese
momento, ese colchón blanco y mullido le parecía apetecible como

322
un reino. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo por abrir
totalmente los ojos y le indicó a Sobekhotep que se quedara un
momento. Cuando ya estaban a solas, le dijo en voz muy baja:
–Arrodillate.
El hijo miró sorprendido al padre. Le repitió la orden y se
arrodilló ante él. Tutmosis le dijo al oído:
–En verdad que el dios Sobek será complacido –su nombre
significaba eso–, porque… tú vas a ser el que me suceda. Ya está
decidido. En verdad que tú te llamas así, porque así lo decidieron
los dioses. Mientras que Abasi es duro, serio, severo –eso
significaba su nombre–. Y duro se me ha hecho al paladar y lo voy
a echar fuera de mi boca.
Tutmosis había hablado con toda la solemnidad que le había
sido posible, rotundo como un oráculo. Sobekhotep se había
quedado sin habla. Después, titubeando, le preguntó acerca de lo
que había dicho que se decidiría en Tanis. Tutmosis le habló
paternalmente, su hijo seguía de rodillas:
–No importa, protegido de Sobek, lo que hablemos en Tanis.
Esto va a ser así. Cuida de que esta noche no me pase nada. Por
eso, porque aquí han proliferado no pocos escorpiones, me quiero
trasladar cuanto antes. Muchos escorpiones. Y tu hermano, incluso,
podría convertirse en la mayor serpiente.
–Que Ra no permita que mi hermano se convierta en un hijo
de Apep, la Gran Serpiente.
–Que Ra no lo permita –repitió el padre a media voz–. No
dejes que, por si acaso, se acerque a mi lecho.
–Padre, he percibido el color miel de su ponzoña asomándose
en sus dos colmillos.

323
El hijo le dio mil seguridades de que mañana la barca del sol
ascendería y él la vería con sus ojos.
–Ninguna noche, en toda mi vida, me convendría estar en vela
más que esta –dijo tras un gran bostezo Tutmosis–. Pero me estoy
cayendo de sueño, necesito dormir. Lo necesito con toda mi alma.
El hijo besó la mano derecha y la izquierda de su padre. Sintió
un respeto tan inmenso por su padre que no dijo nada. En ese
momento, tenía el sentimiento de estar besando las manos de un
semidios, porque su boca había sido la boca de un oráculo. Se
marchó conmocionado por la noticia. Pero antes de atravesar la
puerta, escuchó que Tutmosis le dijo detrás de él:
–Dispón a los capitanes que yo traje de Menfis, no otros,
alrededor de este dormitorio. Que ocupen todas las habitaciones de
alrededor. Tanto en el jardín detrás de esa ventana, como en el patio
de allí –y lo señaló–. Y tú quédate con ellos.
El hijo se volvió para seguir su camino, pero el padre añadió:
–Sobre todo, que esa guardia no hable con nadie. Si hablan
con tu hermano, que lo hagan delante de ti. Llama al capitan Hijo-
de-Tentamún, el de la cicatriz en la frente.
Cuando llegó, le dijo con suma brevedad:
–Capitán Hijo-de-Tentamún, ahora eres coronel. Esta noche
responderás únicamente a las órdenes de mi hijo Sobekhotep. Solo
ante él y nada más que ante él. Que vengan cuatro capitanes más
para que oígan esta consigna y la comuniquen al resto. No quiero
que haya dudas de que esta es mi orden.
Después que ese capitán salió, entraron dos esclavos que le
sostuvieron una jofaina y una toalla de lana para que el faraón se
lavara la cara, tal como había pedido. Había sudado mucho en la
cámara interior del templo, con todas las lámparas, tanta gente en
tan poco espacio. Deseaba refrescarse la cara. Después se sentó,

324
para que le quitaran las sandalias y le lavaran los pies. El
mayordomo de la casa le frotó la cara y los pies con unas gotas de
esencia de mejorana.
Cuando acababan, entró el dueño de la casa con una
concubina. Tutmosis la había pedido. Al principio, el propietario
de los siervos se ofendió. Encima de lo mal que le había tratado, le
pedía eso. Pero después pensó que, si quedaba embarazada y nacía
una hija, podría uno de sus nietos tener un hijo con ella. Así correría
sangre real por las venas de sus descendientes. De forma que se
sintió sumamente halagado con tal petición. En medio de esa noche
de tristeza y oscuro luto, quizá los dioses habían escuchado su
llanto y hacián aparecer una estrella de esperanza para el futuro de
sus nietos.
El faraón era despreciable como un vulgar chacal, pero quizá
los dioses compensaban al desdichado Unasankh; especialmente,
Isis la alada a la que tantos sacrificios había ofrecido. Todas las
afrentas del faraón habían quedado olvidadas. ¿Acaso no trataba él
de igual manera a sus esclavos? Él era el faraón. Todas las tierras
a ambos lados del Nilo eran su posesión y sus habitantes sus
siervos. Sí, era mejor ser pragmático y mirar hacia el futuro en esa
triste noche.
El dueño de la casa le dejó a la concubina con una sonrisa
pícara. Tutmosis agradeció fríamente este servicio, sin palabras,
con un gesto fugaz de la cabeza. Evidentemente, el rico
comerciante nada sabía de su impotencia. Al faraón le gustaba
dormir acompañado, solo eso. Únicamente buscaba no estar solo
por la noche, abrazarse a la vida, sentir alguien vivo a su lado en
esa ciudad donde había caminado la Muerte.
Los cuatro capitanes entraron y él repitió las consignas dadas
a su hijo antes. Lo repitió todo con concisión castrense en medio
minuto. Por fin, podía irse a dormir. La jovencita de pelo negro que

325
estaba a su lado, le pidió perdón por no dirigirse a él con los títulos
y el tratamiento adecuado:
–Pero es que no soy una mujer refinada. Mi padre fue un
panadero que se arruinó.
–No te preocupes. Solo te pido que estés a mi lado. Nada más.
Quiero dormir –le dijo mientras se echaba sobre el colchón–. Te
pido que me acaricies la espalda, como acariciarías un gatito, hasta
que me duerma. Tengo mucho sueño.
Con gran candidez, la mujer preguntó:
–¿No deseas otra cosa?
–No, solo eso y nada más que eso –El faraón buscaba
tranquilidad. Así que añadió–: Me enfadaré si intentas otra cosa.
Ya no estaban en mitad de la noche. Debía quedar una hora
de oscuridad. Mientras aquella mujer le acomodaba gentilmente las
almohadas al faraón, se oía el rumor de decenas de miles de
personas de la ciudad subiendo y recolocando sus enseres en los
carros, metiendo sus pertenencias en las alforjas, atando bolsas a
las albardas de los dromedarios. El ganado estaba siendo
trasladado. A las afueras de Ramesés, cientos de miles de personas
recogían sus tiendas, mientras otras se ponían ya en marcha. Se
oían cantos lejanos de alegría. Los caminos se llenaban de hebreos
bajo una luna llena radiante de alegría.
El dormitorio donde yacía el faraón estaba sumido en la
oscuridad. Lo otro era un rumor lejano. Tutmosis en su interior se
repitió a sí mismo:
–Ninguna noche, en toda mi vida, me convendría estar en vela
más que esta… Pero no puedo más… necesito dormir. Si mi sueño
se une a las aguas de la muerte, lo aceptaré.

326
En medio de estos pensamientos, los cánticos lejanos. Qué
pesados. El cincuentón que era Tutmosis no tenía el menor interés
por asomarse a ninguna ventana para mirar a lo lejos, hacia las
colinas de las afueras de Ramesés: hileras de seres humanos
llenaban todas las callejuelas. Uno de los carruajes, uno arrastrado
por dos bueyes, un carro con una especie de baldaquino primitivo,
tenía a la vista una caja enteramente pintada con flores de loto y
figuras geométricas: en ella estaban los huesos de José. José, el hijo
de Jacob. El que había llegado a ser el primer ministro del faraón
430 años antes; el nieto de Isaac, cuyo bisabuelo había sido
Abraham. Los que rodeaban ese carro se pusieron a cantar aleluyas
y hosanas.
Muy amortiguada la mezcla de esos cantos, de ese rechinar
de ruedas, los mugidos de miles de animales, llegaban al dormitorio
del faraón. “Qué murga”, pensó el rey dándose media vuelta en su
lecho. Estaba algo desvelado, pero se iba relajando lentamente.
–He oído que os marcháis a Tanis –le comentó con dulzura la
concubina, mientras le masajeaba la espalda al Tutmosis
(Silencio.)
Es una ciudad pequeña, aunque agradable.
(Silencio.)
Está en medio de campos muy verdes.
(Silencio.)
Casi todo son pantanos. Y hay muchos mosquitos.
El faraón asentía. La esclava se animó a preguntarle una cosa
antes de que se durmiera; era algo que a ella le importaba mucho.
Y es que había oído muchas cosas acerca del dios de los hebreos.
Ella era una mujer inculta, ¿le podía decir algo?

327
Notó que los músculos de los hombros de él se tensaban un
poco. Tutmosis no se enfadó. Era evidente que ella no sabía nada.
No, no se enfadó. Pero abrió los ojos. Tutmosis tardó en
responder. Le respondió con voz firme, como si saliera del estado
de relajación. Fue una contestación contundente:
–Su dios… es Dios.

328
Fin de la obra

329
Apéndice
Los nombres usados
En relación a los nombres, hay que aclarar que, en ocasiones, no
uso los nombres originales egipcios. No desconozco que Edfú era
conocida como Behdet en la época faraónica, pero eso lo saben
realmente muy pocos y el nombre hubiera resultado demasiado
desconocido para demasiada gente. Otras veces, uso un nombre
helenístico porque el nombre original egipcio es impronunciable
para un lector moderno. Y así prefiero usar el nombre griego de
Tot, para ese dios, y no el de Dyehuty. O utilizo el nombre de Tanis,
para esa ciudad, y no el original Djanet. Leer nombres
impronunciables, sin duda, hubiera entorpecido la lectura para la
mayoría.
Por la misma razón, uso palabras como “Egipto”, a sabiendas de
que tal palabra no era usada en la época en la que se desarrolla esta
novela. Pero eso no es un error. Los egipcios usaban otros términos
para referirse a lo que hoy llamamos “Egipto”. La novela no
hubiera mejorado por complicarlo todo usando palabras que solo
hubieran desorientado a los lectores.

El Nombre de Dios
Indudablemente, varios libros del Antiguo Testamento dan
testimonio que se usaba la palabra Yahveh de forma habitual sin
ningún escrúpulo. Ocurrió muy posteriormente el que la reverencia
a la Divinidad llevara a velar su nombre. Pero hay que dejar claro
que Moisés hablaba de Yahveh al faraón cuando le iba a ver. Así

330
lo atestigua el texto original hebreo. En una primera redacción, dejé
esta palabra en su forma original, pues mi novela buscaba ser lo
más históricamente fiel que me era posible.
Pero me di cuenta de que sonaba como algo muy extraño a los oídos
del lector. Además, finalmente, entendí que debía continuar con
una tradición de respeto a Dios que lo honra velando su Nombre.
Quede constancia de que esa tradición me parece muy bella, pero
que no había aparecido todavía en esa época.

¿Cuál fue el faraón de las plagas?


Dediqué bastante tiempo a leer artículos que trataban este asunto.
Al final, eran dos los mejores candidatos: o Ramses II o Tutmosis
III. Pero los expertos indicaban que si seguíamos las cronologías
de la Biblia, el coetáneo con Moisés, en el tiempo del Éxodo, tuvo
que ser Tutmosis III. Algunos otros pequeños elementos históricos
parecen indicar que, efectivamente, fue él el faraón de esa época.
Pero no voy a dedicar espacio a tratar ese asunto en este apéndice,
porque fácilmente se pueden encontrar muchos artículos que tratan
esto de forma muy especializada.

El sucesor de Tutmosis III


En ningún momento se afirma que el faraón murió en el Mar Rojo.
Un salmo dice que agitó al faraón y su hueste en el Mar Rojo
(salmo 136, 15a), pero no dice que se hundió allí. Para él fue peor
tener que vivir humillado entre los suyos hasta la muerte.
Por lo que afirman algunos expertos, Tutmosis III debió vivir
quince años más tras el Éxodo. Su heredero, cuando le sucedió en
el trono, tenía 18 años, según una inscripción. Eso significa que los
hijos que aparecen en esta novela, por tanto, o debieron morir o no
fueron, finalmente, los elegidos por el padre. El que acabó ciñendo

331
la corona fue alguien que contaba con tres años en el momento de
las plagas.
Esta razón histórica es la que me lleva a afirmar, en mi novela, que
Tutmosis decide apoyar otra rama familiar. Pero tuvo que ser un
hermano menor de los presentes en mi historia el que acabó
llegando al trono.
Hubiera sido mucho menos duro para Tutmosis III morir ahogado
en el Mar Rojo. Fue más humillante tener que vivir con esa derrota.
Tener que regresar ante su pueblo y su corte como un faraón
vencido. Si la cronología es correcta, tuvo que vivir 15 años con la
ignominia de su derrota.

¿Cuál era la población de Egipto?


Los expertos indican que la población de Egipto, durante el Imperio
Romano, llegó a ser de cinco millones. En esta época, según la
mayoría, estuvo entre los dos y los tres millones.
Por la Biblia sabemos que salió medio millón de varones de Egipto.
¿Cómo es posible que una población de tres millones pueda
mantener esclavizado a un pueblo de un millón dentro de sus
fronteras? ¿Y cómo es posible esto si sabemos que no se trataba de
esclavos repartidos por las casas de los egipcios, sino de un pueblo
que vivía reunido en determinadas zonas? Es más fácil mantener
un gran número de esclavos si están repartidos. Pero es mucho más
difícil si viven juntos.
Los expertos explican este hecho de un modo muy sencillo: Las
cifras de la Biblia están exageradas. Pero, para mí, las cifras del
Antiguo Testamento son verdaderas, pues su Autor es Dios. Así
que para mantener en la servidumbre (y una servidumbre tan dura
como la descrita en el Libro del Éxodo) es necesario que la
demografía de Egipto se eleve, como mínimo a los ocho millones.

332
Y eso echando por lo bajo la cifra. Por eso doy esa cifra en esta
novela.
Por otra parte, tanto los monumentos gigantescos como las
ambiciosas campañas militares de Tutmosis III concuerdan con una
cifra de egipcios que sea generosa. Como consecuencia de guerras
u otros factores, la población pudo disminuir en los siglos
posteriores.

El Obelisco Lateranense
No puedo dejar de mencionar una curiosísima historia. Tutmosis
III erigió varios obeliscos. Pues bien, si este fue el faraón de la
época del Éxodo, resulta verdaderamente curioso que uno de esos
dos obeliscos, hoy día, esté situado justo delante de la catedral del
Papa, la Basílica de san Juan de Letrán. El otro acabó en
Constantinopla. Como si Dios quisiera que uno acabara en la
Iglesia Católica y el otro en la Iglesia Ortodoxa. Aunque el obelisco
de Constantinopla no se conserva entero. El Obelisco Lateranense
fue erigido por Tutmosis IV.
Para mí, que soy una persona con fe, no es una mera coincidencia
que el obelisco egipcio más grande del mundo, el Lateranense, esté
coronado, desde hace siglos, por la cruz de Jesucristo.

El Obelisco Vaticano
También resulta interesante que el obelisco que está situado en el
centro de la plaza de la Basílica de San Pedro del Vaticano ya
existía en la época de Abraham, el cual visitó Egipto (Génesis
12:10-20). Después, en la época de Calígula, fue transportado a
Roma y colocado en el Circo Vaticano donde, probablemente,
murieron san Pedro y muchos cristianos.

333
Con lo cual, el Obelisco Vaticano se yergue, en el centro de la
plaza, como imponente testigo de Abraham y testigo del martirio
de san Pedro y otros cristianos.

¿El faraón quería matar a Moisés?


Fue para mí una decisión trascendental en mi novela si presentar al
faraón como alguien que tras, las primeras plagas, pretende matar
a Moisés, o si todo se plantea como un pulso entre ellos, pero sin
querer atentar contra su vida. Esa sí que fue una decisión que
imprimía un giro a mi libro. ¿Presentaba un faraón más civilizado
o más cruel? Los pensamientos del soberano, su forma de afrontar
el problema, las conversaciones con los cortesanos y militares iban
a cambiar mucho en la novela según la decisión que tomase yo.
Hay que hacer notar que los egipcios no eran muy inclinados a
condenar a alguien a la pena capital. Pero me decidí por la opción
del deseo de asesinar a Moisés, porque en tiempos del padre el
faraón se había dado orden de matar a todos los primogénitos
hebreos. Si en una sociedad se toman decisiones de ese calado
moral por parte de un faraón, mucho menos problema habrá en
matar a una sola persona por el bien de todo Egipto.
Es cierto que la justicia de los Dos Reinos restringía muchísimo la
pena capital, es cierto que esa sociedad se gloriaba de ser civilizada,
se gloriaba con razón al contraponer su cultura y progreso frente a
la crueldad de otros pueblos más bárbaros. Pero no nos olvidemos
que Tutmosis III era un guerrero: ordenar que se cortasen cientos
de manos, mandar que se degollase a un gran número de personas,
formaba parte de su vida como un hecho normal.
Las campañas de conquista se sucedieron año tras año. Una persona
así no tendría reparos morales en acabar con dos individuos

334
insignificantes que hacían peligrar la misma supervivencia de
aquella sociedad.

La fecha de comienzo de la novela


La novela debía acabar en el día de Pascua. La tradición judía
celebra esa fecha como la de la salida de Egipto. Y aunque ese día
puede recaer entre el 22 de marzo y el 25 de abril, el día más
frecuente en que se celebra es el 19 de abril. Mi opinión es que ese
día, más o menos, fue la fecha del Éxodo.
Por otra parte, la cebada se pierde durante la plaga del granizo,
porque ya estaba en espiga. La cebada se recoge entre marzo y
abril. Eso nos daba otra fecha de referencia para situar esa octava
plaga.
Como la historia de mi novela dura 72 días, este libro debía
comenzar el 6 de febrero para acabar el 19 de abril. Hago notar que
el faraón se mete dos veces en el río. En la zona de El Cairo, a
mediados de febrero, la temperatura máxima de un día normal
puede ser de 21º. Lo cual no permite de ningún modo bañarse en el
Nilo. Ahora bien, ya en febrero no son extrañas olas de calor con
30º de temperatura. Eso permite a Tutmosis realizar el ritual que
describo metido en el río. Aunque las aguas en esa estación todavía
estén frías, se trata de una temperatura resistible por un hombre
fuerte y deportista; interesado, además, en su caso, en hacer alarde
de su fortaleza.
En marzo, de manera habitual, hay días con altísimas temperaturas.
Por ejemplo, este año en que consulto las tablas, ha habido un día
de marzo con 39º y otros muchos con fuerte calor. El pasaje de mi
novela en que el faraón nada en el río es posible en esa época del
año.

335
¿Algunos egipcios pusieron sangre en sus puertas?
Algunos lectores se habrán sorprendido de que los hebreos, en mi
novela, advirtieran a algunos egipcios de que pusiesen sangre en
las jambas de las puertas. Esto lo veo como algo altamente
probable. No era lógico recibir regalos muy costosos de los
egipcios (y que no los dieron de mala gana) y después guardarse el
remedio para que sus primogénitos no murieran.
Además, el que los egipcios se pudieran salvar por ese medio sería
símbolo de una realidad escatológica: Del mismo modo que los
pertenecientes al Pueblo de Dios salvan sus almas por la Alianza;
así también los no pertenecientes a ese pueblo espiritual podrán
salvar sus almas a través de la sangre de Cristo, por la fe. Es decir,
muchos hombres salvarán su vida eterna en el último momento,
aunque durante toda su existencia hubieran sido paganos. Esto se
simboliza en el hecho de que hubo egipcios que, aun sin pertenecer
al pueblo hebreo, salvaron sus vidas por la sangre del cordero
pascual.

¿Fueron muchos los egipcios que pintaron con sangre sus puertas?
Pienso que no. Para empezar, el texto bíblico no menciona este
hecho. Pensemos, además, que tenía que usarse la sangre no de
cualquier cordero, sino del cordero sacrificado para celebrar la
pascua. Eso implicaba tener que ir a casa de un judío a pedir la
sangre y los hebreos vivían juntos en barrios, no diseminados en la
ciudad.
¿Qué harían los hebreos que vivían en tiendas? Pienso que
colocarían postes a la entrada, también pondrían encima un palo en
forma de dintel, pues todo lo querrían hacer exactamente como se
les había dicho. Sabían que en ello les iba la vida.

336
En Egipto, los esclavos vivían en casas de adobe. Pero el pueblo
hebreo se ve, por el texto del Éxodo, que estaba provisto de tiendas
ya antes de la huida de Egipto. Algo no extraño pues se trataba de
un pueblo de pastores y debían haber mantenido la costumbre de
trashumar con sus rebaños.

La naturaleza de la cuarta plaga


La cuarta plaga habla de un “enjambre” en el texto hebreo, sin dar
más detalles. Algunos autores posteriores hablan de insectos y
otros de animales salvajes. La Septuaginta dice que la plaga era de
moscas. Pero otros autores hebreos han entendido el término
“enjambre” como referido a animales salvajes.
En mi novela me he decantado por la primera opción, la de las
moscas, pues ninguna otra opinión tiene tanta autoridad como la
Septuaginta. Sus autores, sin duda, siguieron, a la hora de traducir,
la tradición del pueblo judío. Sin duda, un texto leído cada año,
mantuvo una tradición acerca de qué era ese “enjambre”. Un texto
muy poco conocido de la Biblia puede ir acompañado de una
tradición interpretativa más débil, compartida por pocas personas.
Pero eso no puede ocurrir con un texto esencial para los hebreos.
En mi novela digo que entre tantas moscas había tábanos, porque
era lógico que se diera una progresión. Los mosquitos pican, así
que la plaga siguiente no podía ser menos dura que la precedente.

Sonidos de animales en medio de la plaga de la oscuridad


Hay otro libro de la Biblia, el libro de la Sabiduría, que explicita
algo más qué sucedió durante los tres días de oscuridad. los detalles
están en Sabiduría 17, 4-6 y 9. Donde se habla de muchos de los
detalles de los que hablo en mi novela: sonidos de animales
salvajes, serpientes que silbaban, fantasmas que brillaban en la

337
oscuridad, fuegos espectrales en el aire, etc. En Sabiduría 16
también se habla de las inusuales lluvias, granizo y tormentas que
no acababan, pero se añade que también hubo incendios (Sabiduría
16, 16). También se habla de un fuego que no se apagaban con el
agua (Sabiduría 16, 17 y 19).
En fin, varios detalles que pueden parecer muy imaginativos por
mi parte en la descripción de la plaga de la oscuridad, en realidad,
está basado en ese otro libro de la Biblia. Porque, como ya se habrá
visto, en toda mi novela he seguido el criterio de la sobriedad. Es
decir, describir sobriamente los castigos que aparecen en la Biblia,
sin añadir nada más de lo que está escrito. Ya sucedieron muchas
cosas, para que yo hubiera añadido más.
Si durante esa plaga afirmo que los egipcios no podían encender
fuego ni lámparas, es porque así está afirmado en Sabiduría 17, 5.
Incluso el sonido de las rocas que caían (que se oía en medio de las
tinieblas) está tomado de Sabiduría 17, 19. La descripción de esa
plaga puede parecer la más imaginativa por mi parte, pero me he
limitado al texto sagrado de Sabiduría sin añadir absolutamente
nada en relación a lo que vieron u oyeron los egipcios.

El faraón no podía parecer un eunuco cananeo.


Esta es quizá la frase que más he dudado si mantener o no en la
novela. Sé muy bien que la opinión generalizada es que no hubo
eunucos en el Egipto faraónico, antes de su etapa final helenística.
Entre otros, puede leerse este artículo sobre el tema: Frans
Jonckheere, "L'Eunuque dans l'Égypte pharaonique," en Revue
d'Histoire des Sciences, vol. 7, No. 2 (April-June 1954), pp. 139-
155. Aunque no hubiera eunucos era posible que en Egipto sí que
conocieran la existencia de eunucos y de su tendencia a la obesidad.

338
Al describir el harén de palacio, no menciono a eunuco alguno
porque no los había al cuidado de las mujeres del faraón. El harén
estaba enteramente regido por mujeres. Solo había un supervisor y
este no estaba castrado.

Número de mujeres del faraón


¿Cuántas mujeres podía tener el harén de un faraón? Una
inscripción, por ejemplo, en un escarabeo de la época de
Amenhotep III nos dice la reina Kirgipa y los miembros de su harén
eran 317 mujeres (Joyce Tyldesley, Daughters of Isis: Women of
Ancient Egypt, cap. VI). De Salomón se dice que el número de
mujeres que llegó a tener era de 700 esposas y 300 concubinas.
(1Re 11:3).

Machismo de la sociedad egipcia


La novela refleja un mundo dominado por varones, en el que las
decisiones son tomadas por ellos. La mujer en mi libro ocupa un
claro puesto secundario. Hay muchos artículos monográficos que
muestran que el papel de la mujer egipcia era mejor que el de
muchas mujeres de épocas posteriores en otras naciones.
Pero no tengo la menor duda de que la situación de las mujeres de
los harenes reales era muy distinta a la situación de una mujer
normal o de alta alcurnia. La situación de las integrantes de los
harenes necesariamente tenía que estar limitadísima dentro de
palacio. De lo contrario, la corte hubiera sido un continuo hervidero
de esposas buscando acceso a su marido, un interminable pulular
entre los funcionarios buscando intereses propios, conjurando, o
tratando de conseguir en otros hombres de la corte el cariño que no
podía dar el rey.

339
¿Moisés y Aarón se postraban ante el faraón?
A algunos les resultará raro que Moisés y su hermano se postraran
ante el faraón en la primera parte de esta obra. Pero no nos
olvidemos que, en el Libro del Génesis, los hijos de Jacob se
postraron ante José. Y José era el gobernante del país que vendía
grano a todo pueblo de aquella tierra. Llegaron entonces los
hermanos de José, y se postraron ante él rostro en tierra (Génesis
42, 6). Adoraban al Dios único los patriarcas, pero no tenían
escrúpulo en manifestar con esa postura un total sometimiento al
faraón.
Después, en esta obra, Moisés ya no se postra ante el faraón. Es
algo lógico, ¿cómo postrarse cuando le profetiza tan
impresionantes calamidades? Además, Moisés está airado por la
dureza del faraón que no cede. El tono duro de Moisés se trasluce
en las conversaciones del texto bíblico. No concordaría que en esos
momentos de amenaza se siguiera postrando.

¿Todo el Nilo se convirtió en sangre?


El texto bíblico afirma que hubo sangre a través de toda la tierra
de los egipcios (Éxodo 7, 21). No se dice que toda el agua del río
entero se convirtiera en sangre hasta, por ejemplo, la primera
catarata. Si toda el agua se hubiera convertido en sangre, todos los
egipcios hubieran muerto; puesto que el texto bíblico deja claro que
no quedó agua ni siquiera en los pozos.
Hay que tener en cuenta que, como he dicho, si toda el agua se
hubiera transformado en sangre hasta la primera catarata, el correr
del agua no hubiera renovado el agua ni siquiera en meses. Hubiera
entrado agua nueva en el cauce, pero el agua nueva se hubiera
corrompido a medida que entraba en contacto y se mezclaba con
ese líquido pútrido y más espeso.

340
De manera que el versículo que dice que hubo sangre a través de
toda la tierra de Egipto hay que entenderlo como que fue visible
esa transformación en los dos reinos. La transformación de toda el
agua, de una orilla a otra, desde la superficie hasta el fondo, debió
ocurrir en un trecho limitado. Pero más allá de cinco u ocho
kilómetros, la transformación debió ser parcial; es decir, no de toda
el agua.

¿A qué hora mueren los primogénitos?


El texto bíblico afirma: A medianoche el Señor golpeó todos los
primogénitos de la tierra de Egipto (Éxodo 12, 29). La medianoche
no tiene lugar a las doce de la noche, sino en la hora que está situada
en la mitad del ocaso y el amanecer. En abril estamos hablando del
entorno de la 1 de la noche. El 17 de abril en Egipto el sol se pone
a las 18:23 y amanece a las 5:26 de la mañana. A eso de las 00:30
es la medianoche.

¿Por qué el faraón se va a dormir a una habitación durante la última


plaga?
En la primera redacción de la novela, el primogénito muere al lado
de su padre, mientras este le da la mano. Pero posteriormente me
di cuenta de que el texto bíblico dice: El faraón se levantó en la
noche; Él y sus oficiales y todos los egipcios; y había un alto grito
en Egipto, porque no había una casa sin alguien muerto (Éxodo
12, 30).
Dado que el texto afirma que se levantó en la noche, eso da a
entender que se echó a dormir. Por eso hago que se vaya a un
dormitorio cercano a descansar un poco.

341
Los versos de comienzo de cada capítulo
Esos versos nos dan una idea de la mentalidad que existía en torno
a la figura del rey de Egipto. Los versos que coloco están inspirados
en himnos históricos, pero son de mi autoría. Por supuesto que esos
himnos eran propaganda y no eran creídos ni siquiera por el pueblo
sencillo, pero nos dan el tono de exaltación en el que vivía el
faraón. Esos versos me parecen importantes porque nos recuerdan
nada más comenzar cada capítulo la adulación que rodeaba a ese
ser humano desde su nacimiento hasta su muerte.

Cronología de esta novela


Como este tipo de novelas siempre tiene lectores que miran con
lupa hasta el más pequeño de los detalles, para este tipo de lectores
estrictos les ofrezco ya hecha la tabla cronológica de los sucesos de
esta novela.

Día 1
Un día en la vida del faraón.

Día 2
Primer encuentro con Moisés.

Día 3
El bastón convertido en serpiente.

Día 4
La primera plaga: el agua se convierte en sangre.

Al día siguiente, los sacerdotes tranquilizan al faraón.

4 días después, informe de los emisarios que vienen de todo Egipto.

Día 11
Han pasado 7 días enteros desde el comienzo de la plaga.

Anuncio de la segunda plaga.

342
Plaga de las ranas ese día.

Día 17
Se comienza diciendo que ya llevan 6 días sufriendo la plaga de las ranas.

Día 19
Se comienza diciendo que han pasado dos días más con las ranas desde el día 17.

Al día siguiente, día 20, acaba la plaga.

Al día siguiente, día 21, los hebreos van a Palacio.

Dejan pasar 2 días más.

Día 23
Los hebreos retornan a Palacio.

Por la tarde, anuncio de la siguiente plaga de los mosquitos y comienza la plaga

Día 26
Se comienza diciendo que han pasado dos días. Es al día siguiente, el día 26, cuando comienza este capítulo.

Día 28
Se comienza diciendo que han transcurrido otros 2 días desde la última conversación del faraón con los
sacerdotes.

Anuncio de la plaga de las moscas.

Día 29
Plaga de las moscas

Dos días después, encuentro con dos nomarcas, uno de ellos amigo, ven el obelisco en el Nilo

Esa tarde, anuncio de que al día siguiente acabará la plaga

Día 32
Día 32, acaba la plaga

Los hebreos esperan dos días (día 34) más para ver si hay alguna orden del faraón de salir

Al tercer día se acercan a Palacio, día 35

Durante tres días van palacio y regresan sin nada, día 38

Día 39 anuncio de la plaga

Día 40
Plaga en la que muere el ganado

343
Día 42
Se comienza diciendo que han pasado 2 días

Al día siguiente, encuentro con la corte

Día 43
El faraón se baña en el Nilo, anuncio de la plaga

Día 44, la plaga del granizo

Día 45, luto por el tiaty

Día 46, llegan las noticias de los soldados muertos por la granizada

Día 47, decide abandonar Menfis en dirección a Tebas

Dos días de camino (día 49)

Dos días de retorno (día 51)

Día 51
Hace la entrada solemne en Menfis

Recibe a Moisés esa misma mañana, anuncio de la plaga de las langostas

Más tarde vuelve a recibir a Moisés

Día 52, comienza la plaga de las langostas

Esa tarde cesa la plaga

Dos días para ir a Gosén

Cuatro días esperando

Dos días de regreso

Día 60
Encuentro con el espía principal

Ese día por la mañana comienza la plaga de la oscuridad

Así pasan tres días

Día 63
Salen por la mañana y tras 3 días de camino y llegan a Pitón al atardecer del día 66

Día 67
Salen al amanecer, dura día y medio el camino hasta Ramesés

Llegan a Ramesés el día 69, esa noche tiene lugar la plaga

344
Otras consideraciones cronológicas
La novela dura 69 días, acaba en el borde casi del día 70

Han pasado 68 días desde el primer encuentro con Moisés

Han pasado 64 días desde la primera plaga

Los 70 días que dura la novela los sitúo en el año 1447.

La novela comienza el 6 de febrero y acaba el 19 de abril.

La fecha de Pascua
El corrector de mi novela me hizo notar que, en el año 1447
a.C., en la ubicación de El Cairo, la primera luna llena del mes en
que sitúo el éxodo tuvo lugar el 15 de abril. Con un programa de
astronomía calculó ese dato. También calculó que la última luna
llena de marzo de ese año fue el 18 de marzo. Lo cual la situaba
dos días antes del equinoccio, por lo que quedaba descartada.
Teniendo en cuenta este dato, mi libro, por lo tanto, debería
haber empezado el 2 de febrero para acabar el 15 de abril. Yo había
datado el comienzo de la novela, cuatro días después. Como el año
lo tomé de cálculos aproximados ofrecidos por especialistas en la
datación del Éxodo, opté por no cambiar las fechas de esta novela.
Realizar el cambio hubiera sido engorroso, habría que haber
cambiado todas las fechas de la novela; y, al fin y al cabo, se ofrece
una aproximación.

Ya que he mencionado al corrector de esta novela, no puedo


dejar de manifestar mi mayor agradecimiento a un matrimonio
argentino: Luciana Teresa Carmona y José Francisco de Pedro, que
con una paciencia digna de los santos padres del desierto han
señalado interminables listas de erratas gramaticales, además de
proponerme valiosas sugerencias de estilo. Y no se han limitado
solo a eso, también han comprobado la exactitud histórica de no

345
pocos detalles históricos. Mi mayor gratitud dado que lo han hecho
de un modo altruista. Debo recordar a los lectores que en este
momento del siglo XXI escribir no reporta ningún beneficio
económico, salvo a unos pocos autores.
La labor de este matrimonio, repasando página a página, más
y más libros de mi obra integral es una labor impagable que lleva
cantidades ingentes de tiempo y paciencia. Unas pocas líneas no
son suficientes para mostrar mi agradecimiento.

346
Algunas notas finales

La novela nació cuando vi, por segunda vez, la película


Exodus. ¿Cómo se podían poner tantos millones de dólares al
servicio de un guion tan espantosamente malo como ese? Me vino
a la mente la idea de hacer bien no un guion, sino una novela: una
auténtica novela que se deleitara en el detalle, en la profundidad
psicológica. Una obra que nos introdujera, de verdad, en ese
mundo; no solo en ese mundo material, sino también mental.
Debo reconocer que el antiguo Egipto nunca me fascinó. La
correspondencia con un corrector de mis novelas fue la que me
animó. Él me dijo que la Antigüedad Clásica yo la conocía bien y
también el entorno y la sociedad de los libros bíblicos. Con eso ya
tiene la mitad del camino recorrido, concluyó. Eso fue el empujón
final que necesitaba para empezar. Después resultó que no tenía ya
recorrido la mitad de ese camino, ni mucho menos. Pero ya había
comenzado a recopilar documentación y ya no pararía. No hace
falta que diga que disfruté muchísimo escribiendo mi libro. O,
mejor dicho, disfruté muchísimo zambulléndome en el mundo
mental faraónico.
Desde el principio tuve claro que mis personajes no hablarían
como los de la novela Sinuhé, el egipcio, sino como los personajes
de Memorias de Adriano o los de Yo, Claudio. Querer hacer hablar
a los personajes como lo hacían en la época siempre es un artificio.
Del mismo modo que traducimos el idioma, se hace necesario
traducir los giros de una época remota a nuestro lenguaje. De lo
contrario, incluso el modo de hablar del siglo XVI resulta duro para
una lectura de una entera novela.

347
Por la misma razón, el narrador usa términos temporales
actuales. El narrador, no los personajes. Si el faraón precisa de
veinte minutos para llegar a otra zona de la ciudad, el narrador lo
va a decir con claridad usando términos temporales actuales, no
usando circunloquios. Dígase lo mismo respecto a las distancias.

Conozco las explicaciones racionalistas a las plagas, por


supuesto que no creo que las cosas sucedieran así. Las cosas
sucedieron como dice la Biblia. La subsiguiente historia de Israel
y la historia de la Iglesia, con sus milagros, son la prueba de que
entre la versión racionalista y la bíblica, me quedo con la de las
Sagradas Escrituras. Los milagros que han sucedido y suceden en
la Iglesia en mi época son la prueba de que los portentos del Libro
del Éxodo sucedieron.
¿Gustará esta novela a los egiptólogos? Todo lo contrario, la
aborrecerán. Contacté a uno y su contestación era que no tenía
ningún interés en leer mi libro porque Moisés nunca existió. Hay
una tendencia entre algunos egiptólogos a adorar la cultura egipcia.
Este libro lo verán como un insulto a ese Egipto amado. No espero
otra cosa que desdén de la mayor parte de ellos. Reaccionarán
como un católico ferviente al que se le presentase un libro sobre los
defectos de los papas.

Mi novela muestra una progresiva aceleración en el tiempo.


Comienza con una lentitud máxima. Las primeras páginas son un
deleitarse en la descripción minuciosa, en el placer de sumergirse
en el tiempo del faraón, en su ambiente. Pero después, capítulo a
capítulo, el tiempo de la novela se acelera. Al final, se llega a una
sensación de vértigo temporal. Vértigo al que se le pone punto final
con ese adentrarse en las aguas del sueño. La novela es una
contraposición entre el orden, la lentitud y la luz del primer día, y

348
la noche y el desorden de la última noche, cuando el tiempo corre
vertiginoso.
También hay una evolución en el modo en que se nos muestra
el faraón. Pasamos del hombre de Estado de los primeros capítulos
al animal acorralado de la última parte que lucha por su
supervivencia. Pasamos del soberano civilizado del principio, un
hombre rodeado de protocolo, al militar cruel que hará lo que sea
por mantenerse con vida.

Este libro fue acabado de escribir el 31 de agosto de 2018,


memoria de san Aidán de Lindisfarne

349
www.fortea.ws

350
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en
Barbastro, España, en 1968, es sacerdote
y teólogo especializado en el campo
relativo al demonio, el exorcismo, la
posesión y el infierno.

En 1991 finalizó sus estudios de Teología


para el sacerdocio en la Universidad de
Navarra. En 1998 se licenció en la
especialidad de Historia de la Iglesia en la
Facultad de Teología de Comillas. Ese
año defendió la tesis de licenciatura El
exorcismo en la época actual. En 2015 se
doctoró en el Ateneo Regina
Apostolorum de Roma con la tesis
Problemas teológicos de la práctica del
exorcismo.

Pertenece al presbiterio de la diócesis de


Alcalá de Henares (España). Ha escrito
distintos títulos sobre el tema del
demonio, pero su obra abarca otros
campos de la Teología. Sus libros han
sido publicados en diez lenguas.

www.fortea.ws

351

También podría gustarte