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20/9/2019 ¿Cuál es la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo?

Ser prójimo

ESPIRITUALIDAD

¿Cuál es la misión de los laicos en


la Iglesia y en el mundo? Ser
prójimo
Marcelo López Cambronero | May 16, 2014

San Juan Pablo II fue el primero en plantear abiertamente el


tema, y Francisco da la clave

C oincidirá usted conmigo en que resulta sorprendente que la Iglesia haya


tardado veinte siglos en esforzarse por comprender qué es un laico y cuál es
su peculiar vocación y misión en el mundo. Tal vez al escuchar esto se despierte
en el lector una veta latente de anticlericalismo.

Tampoco nos escandalicemos por ello. Como ha repetido el Papa el clericalismo es


uno de los principales peligros que amenazan al Pueblo de Dios; pero habrá que
tener presente que no es un mal que sólo afecte a los obispos, sacerdotes o
religiosos, sino que los mismos laicos quieren en numerosas ocasiones, casi
suplican, ser “clericalizados”. Se dice que los españoles siempre vamos detrás de
un cura, o con una vela o con una estaca, con lo que se quieren expresar, al fin y al
cabo, dos de las posibles versiones que adopta este clericalismo al que ahora nos
referimos.

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En todo caso, y en lo que toca a este artículo que ahora me aventuro a escribir, no
hay mejor manera para un laico de salir de estas tentaciones que empobrecen y
apolillan la Iglesia que comprender y poner en práctica su vocación y su misión.
Para ello tenemos una ayuda inestimable en alguien que, día sí y al otro también,
está insistiendo en ello: me refiero a nuestro Papa Francisco.

Por supuesto que no ha sido él el primero en abordar esta temática, pero también
lo es que el Concilio Vaticano II perdió una oportunidad extraordinaria para
explicar el laicado cuando dio una definición meramente negativa, es decir,
cuando afirmó que laicos son “todos los fieles cristianos a excepción de los
miembros del orden sagrado y los del estado religioso” (Lumen Gentium, 31),
aunque también indicaba que tienen una misión particular “que a ellos
corresponde”. ¿Qué misión? Parece que estaba por descubrir.

San Juan Pablo II decidió afrontar el problema con la valentía y decisión que le
caracterizaron, y convocó un Sínodo de Obispos en 1987 para tratar en exclusiva
esta cuestión. Una de las mejores consecuencias de este Sínodo fue la Exhortación
apostólica “Christifideles laici” de diciembre de 1988 en la que, al fin, se intentaba
explicar qué era un laico con una definición positiva (no sólo indicando lo que no
era un laico, es decir, ni sacerdote ni religioso) y se explicaba cuál era el papel que
Dios había reservado para estos fieles en la historia de la salvación. Sin duda este
documento debe ser a día de hoy el punto de partida si uno quiere contestar a una
pregunta como la que da título a esta breve reflexión, de la misma manera que es
el punto de partida para la insistente invitación que el Papa Francisco hace a los
laicos a que tomen conciencia de su vocación.

Decía San Juan Pablo II que al hablar de la misión del laico no nos estamos
refiriendo a cuáles son las labores que puede llevar a cabo dentro del templo,
como si su papel fuese “aligerar” el trabajo del cura o ser un “cura menor”, lo que
no sería más que otra tentación a la que nos llevaría el clericalismo y que, hay que
decirlo, está muchas veces presente entre nosotros (así, por ejemplo, ¡cuántas
veces he oído clamar por el papel de la mujer en la Iglesia para que luego sólo se
hable de si cabe o no que sea ordenada sacerdote!). Si la vocación del laico es
verdaderamente propia y distinta a la del clero, incluso cuando haga algo dentro
del templo (como lector o desempeñando cualquier otra función) lo hará según su
forma propia de estar en el mundo. Sin embargo, por su peculiaridad, el laico
ejerce su misión especialmente en otros ámbitos en los que él está inmerso, como
es sobre todo la familia, el trabajo y, en definitiva, todas las relaciones en las que
se ve envuelto en su cotidianidad.
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Francisco ya nos llamaba la atención en la Evangelii gaudium sobre una


determinada actitud respecto a la Iglesia que es bastante habitual entre los laicos.
Muchos de nosotros consideramos que nuestra vida se desarrolla en dos ámbitos
distintos y plenamente diferenciados, a los que nos referimos como “la Iglesia” y
“el mundo”. Nos acercamos a la Iglesia los domingos y fiestas de guardar para
participar en ciertos ritos que “tienen que ver con Dios”, recibiendo un servicio
que nos prestan los sacerdotes, pero desde el mismo momento en el que salimos
de estas prácticas nos sumergimos en “otras diferentes”, en “nuestras cosas”, con
las que no tiene nada que ver la jerarquía ni el clero y en las que no tienen por qué
meterse, puesto que esa otra esfera de nuestra vida se guía por sus propias
normas y tiene sus propios fines. Así, trabajamos para ganar dinero, y en las
relaciones económicas –y en otras- buscamos el cumplimiento de fines que tienen
que ver con el bienestar. De esta manera Cristo no tiene relación con nuestra vida
cotidiana, con nuestros asuntos y, por lo tanto, a poco que nos tomemos esta
visión de la vida en serio, el Señor no resulta interesante y bien puede ser dejado
de lado, incluso estorba, más allá de la oración y los sacramentos.

El Papa nos llama a salir de esta comodidad, que genera lo que él denomina, con
su lenguaje tantas veces particular, “la conciencia aislada”. Nos aislamos de la
Iglesia y de los otros, queremos que se nos deje tranquilos para gestionar de
manera autónoma nuestras preocupaciones y afanes cotidianos y, como bien
sabemos, terminamos por enviar a Cristo al desván de los recuerdos, a dejar
primero de frecuentar la confesión y, poco después, la Eucaristía. Es una
consecuencia normal: Cristo ha dejado de tener relación con lo que de verdad nos
ocupa y nos preocupa. Así logramos servir a dos señores o, dicho de otra manera,
atemperar la grandeza del encuentro con Cristo y reducirlo a una medida que
nosotros imponemos. El resultado es una especie de paganismo de nuevo cuño:
que el Señor nos deje tranquilos que ya nos valemos por nosotros mismos y, si
acaso, que nos atienda cuando lo requerimos.

Salir de este dualismo falso entre “la Iglesia y “el mundo” requiere, indica el Papa,
que no cedamos a la tentación de interpretar el encuentro con Cristo desde los
estereotipos que nos parezcan más cómodos, sino que abramos la libertad a la
gracia de Dios, para que inunde nuestra vida y nos llene por completo. El
problema es que eso nos da miedo: nos aterra que sea Otro el que se convierta en
nuestro destino, el que dé sentido a la vida, el que nos indique el camino; nos
asusta, finalmente, quedar defraudados y, como hizo Judas, traicionamos no sólo
por unas pocas monedas de plata, sino porque no vamos a permitir que nuestra

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vida se cumpla según la medida de Otro. Exigimos ser nosotros los que llevemos
las bridas del caballo o, en palabras de Francisco, preferimos atarnos a las cosas
muertas a pesar de su tristeza paralizante que transitar la alegría que nace del
convencimiento de que nuestro Redentor vive.

Por eso el Papa nos pide que estemos siempre en misión: porque el testimonio y la
misión en todos los aspectos de la realidad es la vocación del laico. No se trata de
añadir más nombres a la lista de los cristianos. No es eso lo que nos corresponde
y, de hecho, carecemos de esa capacidad. No somos Dios ni tenemos entre
nuestras manos la libertad de los demás. El Papa nos invita una y otra vez a
vivir la tensión de ir hacia los demás porque esa es la manera en la que
mantenemos vibrante la llama de nuestra fe. Si no estamos en misión, si
metemos la luz debajo de la mesa, los primeros perjudicados somos nosotros, que
nos dejamos arrastrar por una rutina basada en el afán por conseguir los fines del
mercado que nos deja, en realidad, desesperados.

Pero, ¿en qué consiste esa misión? ¿Cómo podemos llevarla a cabo? Francisco lo
dice una y otra vez, de una manera clara y contundente: el laico debe
“primerear” para “hacerse prójimo”, con una especial atención a las
“periferias existenciales”. No hablamos de meros conceptos teológicos, ni de
valores en el sentido habitual del término, sino de una forma de vida que el Señor
ha pensado para nuestra felicidad, para que se cumpla nuestro deseo.

Estas cuestiones, para poder explicarlas bien y para que las entendamos, exigen
que les reclame a otro artículo en el que intentaré dar cuenta, con detalle, de cómo
nos explica nuestro actual Pontífice la forma concreta en la que se ha de cumplir
nuestra vocación como laicos.

Tags: CLERICALISMO IGLESIA LAICOS MUNDO

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