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Hay ocasiones en las que el arte utiliza parámetros diacrónicos para hacer
valoraciones que antes bien debieran ser sincrónicas. Lo que quiero decir es que, a
veces, se enjuicia una obra no en sí misma sino por lo que genera, por lo que viene
después, por su condición de pionera. Y ahí es precisamente donde radica, en gran
medida, el éxito de Casa de muñecas, la pieza teatral más conocida mundialmente del
dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Más allá de la valoración de la obra en sí, lo
primero que se tiene en cuenta cuando se habla de Casa de muñecas es la etiqueta de
pionera del feminismo literario. Y flaco favor se hace a la obra de Ibsen si eso es lo
único que se tiene en consideración, situándola al mismo nivel que el del panfleto
ideológico. ¿Existe, por tanto, algún valor intrínseco distinto al ideológico en Casa de
muñecas?
Efectivamente Nora tiene esos gastos tan elevados por ser mujer, pero no porque se
dé caprichos sino porque ha pedido un préstamo a espaldas de su marido para poder
salvarle la vida gracias a un viaje terapéutico. Y debe mantener en secreto su situación
porque en la sociedad de la época no está bien visto que una mujer tenga iniciativa
propia, ni aunque sea para salvarle la vida a su marido. Pero ese secreto peligra cuando
Krogstad, el turbio prestamista, la amenaza con sacarlo todo a la luz si no intercede a
sus chantajes. Un maniqueísmo que hoy en día suena a telenovela, con una heroína
―sumisa en principio― y un malvado que se considera «moralmente arruinado».
Finalmente hay un intercambio de papeles: Krogstad tiene una especie de epifanía
debido a su amor por la señora Linde y Nora demuestra que no es la criatura dócil que
parecía en un principio.
En esa transformación juega un papel muy importante Helmer, su marido. Su
actitud al descubrir el secreto de Nora demuestra una cobardía y una ruindad que es lo
que hace a Nora dar el paso final hacia su autodeterminación. La primera reacción de
Helmer es de decepción, cargada de durísimos reproches hacia su esposa: «¡Durante
ocho años… ella, que era mi alegría, mi orgullo… una hipócrita… una impostora…
peor aún, una criminal! […] Has destruido toda mi felicidad. Has arruinado todo mi
porvenir…». Sin embargo, cuando Helmer descubre que el secreto se mantendrá de
puertas para dentro cambia radicalmente su discurso en un tono que comienza con una
disculpa y, ahora más que nunca, desprende superioridad: «ya no ve en ella sólo su
mujer, sino también su hija. Eso es lo que vas a ser para mí desde hoy, criatura
inexperta».
La relación entre Helmer y Nora no era una relación entre iguales. Bien es cierto
que los apelativos con los que Helmer se refería a Nora -«el estornino es encantador,
pero gasta tanto»- son afectivos, pero no hacen sino demostrar que la consideración que
le tiene a su mujer es la misma que sentiría hacia una mascota. Nora soporta
sumisamente este trato, porque al fin y al cabo se produce desde el cariño. Pero cuando
Helmer declara que la tratará como a una hija, después de hacer tantos y tan duros
reproches, Nora no puede evitar el impulso de rebeldía. Su libertad siempre ha estado
coartada por un personaje masculino; primero fue su padre y tras el matrimonio
Helmer ocupa su lugar, haciendo prácticamente las mismas funciones que las de un
padre. Nora, agradecida primero con su padre y después con su marido, se ha visto en
la necesidad de agradecer todas las atenciones con la sumisión de un animalito
domesticado. Su vida se ha reducido, primero a tener contento a su padre y después a
contentar a su marido y a criar a sus hijos. Quizá sienta que su aventura con Krogstad
sea la última oportunidad que tenía para hacer algo provechoso con su vida, acaso lo
hiciera más por sí misma que por su propio marido. Es tal vez la posición que toma
Helmer ante el asunto lo que le hace darse cuenta de que lo hacía para crecer como
persona.
Pero lo cierto es que ese feminismo que parece tener Nora de repente resulta un
tanto incoherente dentro de la acción dramática. La serenidad y el empaque que Nora
demuestra tener en los últimos momentos de la pieza no parece que pudiera ser
producto de un arranque o de la improvisación. El cambio que Ibsen plantea es
demasiado radical como para que pueda ser completamente creíble. Es cierto que Nora
había expresado anteriormente su malestar con respecto al plano de inferioridad en el
que los hombres la habían situado, como también es cierta la valentía que demostró
haciendo tratos con Krogstad. Sin embargo, gran parte de la obra se desarrolla en torno
al conflicto de Nora por mantener el secreto a salvo. Es sólo en el momento final en que
demuestra tener una fuerza interior que sorprende y aturde al espectador.
Para el primer acto, la familia del terrateniente recuerda por medio de la analepsis, la
vida pasada, la maravilla de su infancia, pero también la tragedia de la muerte. “Un
mes más tarde, después de haber pasado seis años de la muerte de mi padre, Grischa,
mi hermano, un chiquillo muy guapo de siete años, se ahogó en el río.” (Chéjov, 1971:
147) En la página siguiente se lee: “en otros tiempos mi hermano y yo dormíamos en
este cuarto, y ahora, aunque me resulte tan extraño, ya tengo cincuenta años.” Es
importante resaltar que en la tragedia predomina el sentimiento nostálgico a causa de
las desdichas de las que ha sido testigo la casa.
El futuro del jardín está condenado por la amenaza latente de la subasta anunciada
por medio de la prolepsis: “su jardín de los cerezos ha sido puesto a la venta para
saldar, con el dinero que se obtenga de él, las deudas, tras haberse fijado la subasta el
día 22 de agosto” (Chéjov, 1971: 152). La decisión se encuentra dividida, por una parte
la venta total y con ella la muerte de sus habitantes, y por otra la venta parcial y con
ello, la división de la tierra para la construcción de la villa vacacional.
En cuanto a los personajes, es pertinente resaltar las características que los condenan
a la némesis (a guisa de la tragedia clásica griega). En primera instancia, se encuentra
Liubova, una mujer de clase, una dama conocedora del mundo externo a la hacienda,
que desde su juventud se vio desdichada por el amor. En ella recae todo el peso de la
familia y sobre todo del destino; como personaje trágico por excelencia, ella mantiene
una lucha constante con la fatalidad de esta fuerza que está más allá del entendimiento
humano. Aspecto que contrasta bastante con Trofimov, el estudiante que se deja llevar
totalmente por lo externo a él, su decisión se mantiene siempre a la deriva.
Bibliografía