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“FERNANDO DE LOAZES”
Para aclarar las cosas desde el principio: si reúno a ocho autoras en este artículo no es porque
piense que existe eso que algunos llaman «literatura femenina». Intentar encontrar una
explicación de la obra literaria a partir del género de quien la escribe suele llevar a la
banalidad. Un ejemplo: en la ceremonia en la que se anunció que la escritora Carla
Guelfenbein había ganado el Premio Alfaguara, durante la ronda de preguntas, una periodista
preguntó: «¿Cómo va a evitar que tilden de literatura femenina su novela cuando usted es
mujer y la protagonista también?». Otra pregunta en esa misma sesión: «¿Cómo ha
conseguido reflejar el alma de la mujer?». Dudo de que a nadie se le hubiese ocurrido hacer
esas preguntas cambiando «femenina» por «masculina» y «mujer» por «hombre». Díganselo
en voz alta en esa nueva versión a ver cómo suena.
Entonces, si reúno a estas ocho autoras en el artículo no es para encontrar un hilo común en la
literatura contemporánea escrita por mujeres. Mi aproximación no tiene ningún propósito de
generalización. Este artículo parte de un interés personal por eso que en otro sitio he llamado
literatura cruel, y de la casualidad, o no, de que en los últimos meses me haya ido encontrando
con autoras de la misma generación —salvo Nuria Barrios, ninguna lleva a otra más de doce
años—, cuyos libros encajan en buena medida en esa categoría.
Un rasgo común a estos libros es la ausencia de consuelo en las historias que cuentan: no es
solo que la historia no «acaba bien», concepto simplista de la realidad, como si las cosas
acabasen de alguna manera. Tampoco nos tranquilizan con una ficción de comprensión:
cerramos los libros y seguimos frente a una realidad impenetrable, ninguna verdad o
convicción que nos conforte. Y los mismos personajes se encuentran también sin consuelo
alguno: la realidad en la que viven es dura; de hecho, parece difícil determinar esa realidad,
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Alguna autora avisa desde el principio de que entrar en sus páginas no va a ser un viaje de
placer. «No sé en qué momento me empezaron a interesar las nalgas de los niños», comienza
Andrea Jeftanovic, en cuyos cuentos hay suspense porque hay una sensación de inminencia de
la catástrofe desde el inicio. No nos dice pónganse cómodos, les deseo una travesía agradable,
sino abróchense los cinturones. Y después llegan historias de incesto, asesinato de la hermana,
abandono, parricidio, suicidio. Niños muertos, por accidente, o porque los matan sus
hermanos, o porque han aceptado caramelos de extraños. Espectros que son a la vez una
presencia y una ausencia (¡como todos los espectros!). Y en Harwicz las asociaciones
desasosegantes de la protagonista se anuncian desde la primera frase: «Me recliné sobre la
hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de
llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular».
Sigamos con los rasgos comunes: en estos libros la familia es omnipresente; no encontramos
aquí esos personajes típicos de la novela negra de los que no sabemos si tienen padre y madre,
si han tenido hijos, y como mucho sabemos que están casados porque matan a su pareja o es
otro el que la mata. La familia siempre aparece como un ente extraño, agresivo, absorbente y
que destruye lo genuino, aquello que está enterrado en los personajes, lo que podrían ser si no
fuese por. Sensación de asfixia; a veces de resignación a que la aventura no es posible, o, en
todo caso, la aventura es la catástrofe, una catástrofe que suele llegar sin grandes explosiones;
las cosas pasan, es todo. La familia como lugar de todas las violencias.
«Una familia no. Son un lastre. Un escollo. Un freno. Una jaula». (Sara Mesa). Eso piensa la
protagonista de Cicatriz. Y en el cuento Aniversario nos encontramos con esta imagen del
padre: «En sueños te aparecías como una verruga que reventaba y, al salpicar su líquido mi
piel, me regaba todo el cuerpo de pequeñas verrugas como tú». (Marina Perezagua). También
en Falsa liebre la familia es un espacio de violencias, de abusos, de engaños: la abuela maltrata
a los niños, uno de los niños estrangula a la abuela, la madre de un personaje se ha vuelto una
loca agresiva y pirómana, un chico defiende al medio hermano porque lo adora, tanto, que
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no es, no puede ser, por favor que no sea, la suya. «¿Vamos afuera, amor? ¿Para qué salir,
amor? Está muy encerrado acá, amor. Afuera también está encerrado». (A. H.) Y el amante,
cuando aparece, ofrece un alivio solo pasajero, es un placer que no cura, como arrancarse la
costra de una herida.
La maternidad también se presenta como un espacio fantasmagórico; o el niño está vivo y la
madre fantasea su muerte (A. H.), o el hijo o la hija se convierten en objetos de una sexualidad
culpable: una madre piensa en su hijo agonizante, mientras se acuesta con el padre, y las
imágenes que genera esa simultaneidad se vuelven perturbadoras (A. J.); la hija que quiere
crear toda una estirpe con su padre, repoblar el mundo con la propia familia. (A. J.) Una buena
manera de resumir las prioridades, el valor de la familia para muchos personajes: «… pienso
que, si pudiera linchar a toda mi familia para estar a solas un minuto con Glenn Gould, lo
haría». (A. H.)
A estos libros les pasa lo contrario que a los álbumes de fotografías: en lugar de mostrar los
momentos felices, prefieren enfocar los infelices, justo aquellos que quedan fuera de la
imagen que quisiéramos dar de nuestras vidas. El triunfo está descartado, los personajes
parecen sometidos al «deseo antiguo de entregarse al fracaso» (F.T.) o sienten «una verdadera
devoción por su sufrimiento» (F.T.). Son historias que nos asoman a lo más oscuro de nosotros
mismos, como quien se hace cortes en la piel para sentir el dolor, para sentir.
A veces todo parece bienintencionado, casi afectuoso. Knut, al ver la cicatriz de la cesárea de
Sonia, le dice: «No me importa. En serio, créeme. No me importa en absoluto». (S. M.) Porque
Knut es uno de esos hombres que solo desean servir de ayuda a una mujer, apoyarla para que
saque lo mejor de sí. «Me gustaría ayudarte a que estés bien». (S. M.) Pero en realidad lo que
hace el protagonista durante la novela es precisamente borrar la cicatriz, que vuelve a la mujer
un individuo particular. En esta novela el campo de batalla no es el cuerpo lacerado, sino el
cuerpo vestido, vestido a la fuerza, sometido a un gusto ajeno: las bragas de encaje, los
sostenes que realzan los senos, zapatos de tacón, la ropa elegida no por la mujer sino por la
fantasía de un hombre. El sometimiento del cuerpo, como en una fantasía sadomasoquista
antes de que resuenen los látigos: la transformación, el travestimiento. Ella tiene que ser
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valiente, dejarlo todo. Es decir, volverse dependiente de la voluntad del otro: él le dirá lo que
ponerse; él le dirá lo que leer; su perfume; le pide que escriba, pero la corrige de forma
obsesiva, porque ella tiene que ser perfecta: ningún renglón torcido. Y ella además debería
estar agradecida, pero es una egoísta que se niega a someterse. Y él se conformaría con tan
poco: «Venir a verme y satisfacerme en todo lo que yo te diga. Un día. Un solo día de tu vida.
Un día entregada a mí por completo. No es mucho teniendo en cuenta que yo he estado
entregado a ti durante años. […] Querría acostarme contigo sabiendo que estás deseando que
acabe. Con la absoluta certeza de que te estoy dando asco». (S. M.) De eso se trata, en
realidad todo el tiempo, de la progresiva destrucción de los deseos de ella, y si no es posible el
sometimiento absoluto, al menos uno simbólico. Un día metonímico, un día que significa todos
los demás días que podrían haber sido. Y al final, Knut confiesa: «A mí la cirugía estética me
parece muy bien». (S. M.) Una cirugía para tapar cicatrices, imperfecciones, para ocultar a la
mujer normal y convertirla en pin-up de fantasías adolescentes.
Hay más hombres en estas historias que desean ayudar, cuidar a la mujer, convencerla de que
deje de mirar sus cicatrices, que no las abra una y otra vez, que se deje tratar
psicológicamente. Aunque algunas son reacias a curarse y sienten rechazo hacia la salud: «Era
violento ese golpe de todo lo sano que tenía la mañana contra nosotros», dice un personaje
después de una noche de alcohol y drogas (F. T.). También el marido de la narradora en
Matate, amor desea ayudarla, incluso le enseña pacientemente a conducir. Le da tantas
oportunidades que ella desaprovecha. Ella, y esto es importante, prefiere el desequilibrio a un
equilibrio que la asfixia.
Porque la locura parece ser el único lugar en el que se salvaguarda el yo; aunque duela, hay un
cierto placer en ese no ser normal, en hacer cosas exageradas o inaceptables, ese
empecinamiento en la infelicidad que nos resguarda de lo banal, de las sonrisas de implante
dental, del photoshop al que pretenden someter todas nuestras deformidades, es decir,
aquello que nos hace únicos.
refugio, pero esta vez ante la pérdida, ante la desaparición, que la protagonista quiere limitar
controlándolo todo, también su propia respiración, su respiración cavernaria, y haciendo listas
para que no desaparezca lo poco que ha conseguido rescatar ante una memoria que se
desmorona; pero la pérdida de la memoria es también una manera de protegerse, de darse la
absolución. Así, algunos personajes se encierran en un mundo interior, malsano porque
abstraído de la realidad, pero al mismo tiempo más seguro o satisfactorio que esa realidad
opresiva; y algunos intentan salir, como en ese cuento de Schweblin en el que la protagonista
sale, sale de una discusión tantas veces postergada, desaparece de casa y deambula por las
calles, en bata y con una toalla en la cabeza, para alejarse de una conversación incómoda con
el marido, y buscando en encuentros con otros algo que esté bien, «lo que está funcionando»
(S. S.), para retenerlo y explicarlo, «para volver a ese estado cuando lo necesite». (S. S.) Pero la
felicidad, lo que funciona, no se puede retener, en seguida todo se desajusta, es necesario
volver a eso que es la vida normal, y ella regresa al apartamento y si su marido le pide
explicaciones solo le responderá «salí un momento», aunque esa salida haya sido
perfectamente inútil. «Voy a entrar», dice, por el contrario la protagonista de Matate, amor;
«Voy a dejar de pedir peras al olmo. Voy a contener mi demencia, a usar el cuarto de baño.
Voy a acostar al niño, masturbar al hombre y dejar la insurrección para mejor vida». (A. H.)
Pero entrar es insoportable. El encierro. La sumisión, no necesariamente al hombre: al papel
que te ha sido asignado. A esa máscara que te ha tocado en suerte.
«Dan ganas de arrancarse la piel». (F. T.) Son muchos los personajes que sienten la piel como
límite y el cuerpo como prisión. Hay una curiosidad por el cuerpo, no solo por el propio, que
recorre todos estos libros, que nos lleva a mirar vísceras, órganos, desgarros: el cuerpo
lacerado, el cuerpo en su finitud, en su presencia puramente orgánica. Perezagua, en el primer
cuento de Leche, narra los efectos de la radiación atómica sobre el cuerpo, lo que hace con los
órganos sexuales de la víctima, con su piel y con sus ojos; «H. me contó que una de las últimas
imágenes que vio antes de sus semanas de ceguera fue la de aquella doctora que, al quitarle el
zapato, se llevó con él, como si fuera una media, la piel de toda su pierna». (M. P.) En el
segundo relato concede una atención casi médica a los mínimos cambios en las percepciones
de la protagonista mientras aguanta la respiración. En el tercero nos cuenta los cuidados que
prodiga una mujer a un hombre quemado: «Me vendo un dedo y lo voy deslizando por toda la
mucosa, limpiándole bien la lengua, las encías». (M. P.) «Cuando respira continuadamente por
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la boca, se le forma una membrana que parece que le tapa la garganta. Es como la piel interior
de una cáscara de huevo. Tiro de ella y sale toda entera. Se disuelve entre mis uñas». (M. P.)
Esa precisión médica se repite en varias narraciones, donde se describen enfermedades,
síntomas, posibles complicaciones futuras: «Una hemorragia por traumatismo, un derrame
que avanza por el cerebro, un flujo que se interrumpe y un grupo de células se muere. La
ruptura de una arteria que cubre todo de sangre matando células y tejidos». (A. J.) Y también:
«… desde hace un tiempo la tensión arterial constituye el centro de mis preocupaciones (…) En
tu caso, giramos en torno a la mamografía semestral, atentos a esos nódulos que nunca se
sabe cuán malignos o benignos sean». (A. J.) No son las y los protagonistas de estos historias
gente desbordante de energía, optimista, sana: «treinta y tres años, el cuerpo un campo
minado»… «oyendo el crujido de mis rodillas artríticas.». (F. T.) Es esa aproximación al cuerpo
en la que todo duele, todo está en carne viva, donde más similitudes encuentro entre estas
narradoras. Vivir es atravesar enfermedades, propias y ajenas; escribir es dejar constancia de
ellas.
También Nuria Barrios, en Ocho centímetros, se acerca a cuerpos martirizados, en este caso
por la drogadicción o por el cáncer, aunque el laceramiento a veces no se muestra sino que se
remite a él a través de los cuidados médicos: no vemos el cuerpo pero sí las sondas, las agujas,
las bolsas con suero, micóticos, antivirales; los guantes de látex, que remiten a lo que no se
puede tocar. Barrios y Schweblin tienden a mirar más de lejos, como si estuviesen separadas
del enfermo por una mampara de cristal. Ambas tienen una forma de narrar que marca la
separación entre el lector y lo terrible que sucede en sus historias, rompiendo cualquier
fantasía de comprensión. Como en toda literatura cruel, la salvación no existe; la vida es
efímera, su carácter es fundamentalmente trágico, lo que sucede, sucede y no hay manera de
revertirlo ni de reinterpretarlo. Y como en los accidentes de motocicleta, es el cuerpo el que se
lleva lo peor del impacto.
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Escritoras feroces
Y el cuerpo remite al sexo, que rara vez aquí produce un placer exento de dolor o de
desesperación. El sexo como manera de penetrar la propia piel y la del otro, el sexo como
síntoma de algo demasiado intenso para poder expresarlo. El sexo como enfermedad. «Me
asustaba el latido de la sangre en las orejas, unas gotas de sudor en la parte baja de la espalda.
Mi lengua dura y firme entraba y salía tropezando con tus dientes. Mal, todo mal, temiendo el
infarto, las arritmias y la puntada en las sienes». (A. J.) «Entró en mí, punto. Directo,
deslizándose, arrastrándose, destruyendo las malezas de mi cuerpo enfermo, se instaló entre
mis órganos vitales, nadó en mi sangre, me descompuso y se hizo un lugar a puro machete».
(A. H.) El sexo que desde luego no es satisfactorio en Falsa liebre porque procede siempre de
alguna forma de violencia: «Dejó caer todo su peso contra las caderas de la chica hasta
aplastarla contra el colchón: no quería verla, no quería escucharla; le tapó la boca con una de
sus manos cuando al fin logró hundirse en ella para que no jadeara. La sentía temblar bajo su
cuerpo, ahogarse…». (F. M.)
Esas agresiones condensan una violencia ambiental: la enfermedad y el combate sexual son los
momentos en los que cristaliza. Como en Falsa liebre, donde asistimos a una sucesión de
adolescentes y niños sometidos a abusos sexuales, prostitución, una violencia pegajosa,
embrutecimiento, familias que son infiernos, parejas que se odian, cuerpos heridos, a golpes, a
navajazos, la cabeza estrellada contra el suelo repetidas veces, el sexo como arma, hacer daño
al otro; coprofilia, violación, todos contra todos, la amistad no es terreno firme. «Pronto
llegará / el día de mi suerte. / Sé que antes de mi muerte, / seguro que mi suerte cambiará» (F.
M.), se escucha en una canción, pero está claro que nada va a cambiar. Ese es el valor de libros
como este, mostrar que para muchos males no hay alivio, ni posibilidades de salir de la miseria
y los abusos —y quien los sufre se convierte en abusador—, ni tampoco el consuelo de esas
historias de marginados que son mejores que los demás. Oh, sí, hemos visto todos esas
películas bienintencionadas —¿bienintencionadas?, ¿seguro?— que muestran que en la
miseria es donde se dan los afectos auténticos, y es todo tan conmovedor, los pobres son tan
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buena gente, podemos dejarles en la mugre porque en el fondo están mejor que nosotros… No
es que no haya amistad ni afecto en la novela de Fernanda Melchor, es solo que no bastan,
que la violencia lo anega todo, y da igual que quieras a ese con el que te estás ahogando.
Olvídate del you can do it, porque no es verdad, en algunas situaciones no hay nada que
puedas hacer, ni siquiera resignarte.
Y todo esto, ¿para qué? A menudo es esa la pregunta a la que tiene que responder el autor de
un libro cruel: ¿por qué regodearse en la miseria, en el dolor, en lo oscuro del ser humano?
¿Por qué no crear belleza, paraísos a los que escapar de un mundo atroz?
Precisamente porque no hay sitio al que escapar de verdad y lo único que se puede hacer a
veces es mostrar lo que hay. Resistir al soma que nos quieren administrar todos los días con
nuestra ración de televisión, de publicidad, de tontadas en Facebook. Y los libros de estas
autoras me parecen formas de resistencia, de poner, literalmente, el dedo en la llaga. Cada
una a su manera. Casi no es necesario aclarar que todas ellas son distintas, que alguna de las
miradas que aquí se encuentran es más piadosa que las de otras, su crueldad más o menos
explícita; la violencia que encontramos en Fernanda Melchor no está en Nuria Barrios, las
relaciones familiares que cuenta Jeftanovic están alejadas de las que se vislumbran en
Fernanda Trías. Y está claro que cada uno de los temas que he abordado exigiría un análisis
más profundo para dilucidar las diferencias en los enfoques.
Y sin embargo he encontrado esos temas comunes, esas preocupaciones, esa energía, ese
empeño por mostrar lo que a menudo se venda, no para que no se infecte, sino para que no se
vea. Las heridas más íntimas. Que es una manera de recordarnos nuestra vulnerabilidad.
Porque, como dice un personaje, «Estamos abiertos. Todo sigue abierto, en perpetuo riesgo de
infección». (F. T.)
Nuria Barrios, Ocho centímetros (Páginas de Espuma); Ariana Harwicz, Matate, amor (Lengua
de Trapo); Andrea Jeftanovic, No aceptes caramelos de extraños (Editorial Comba); Fernanda
Melchor, Falsa liebre (Almadía); Sara Mesa, Cicatriz (Anagrama); Marina Perezagua, Leche (Los
libros del lince); Samanta Schweblin, Siete casas vacías (Páginas de Espuma); Fernanda Trías,
La ciudad invencible (Demipage).
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Escritoras feroces
15 ESCRITORAS FEROCES
PILAR ADÓN
NURIA BARRIOS
ARIANA HARWICZ
RITA INDIANA
Rita Indiana (Santo Domingo, 1977) es escritora, músico y modelo. En
1998 publicó una colección de relatos titulada Rumiantes (1998). Más
tarde salió a la venta Ciencia succión (2002), La estrategia de Chochueca
(2003) y Papi (2005). En su faceta musical, es miembro del grupo Rita
Indiana y sus Misterios, que fusiona el merengue y el dance. En 2011 fue
elegida por el diario El País como una de las cien personalidades latinas
más influyentes.
https://twitter.com/ritaindiana?lang=es
ANDREA JEFTANOVIC
Andrea Jeftanovic, Santiago de Chile, 1970. Socióloga y doctorada en
literatura hispanoamericana de la Universidad de California, Berkeley.
Ha publicado la novela Escenario de guerra (2000). Luego siguió
Geografía de la Lengua (2007) y Conversaciones con Isidora Aguirre
(2008). Ha sido merecedora de los premios Mejor Novela Inédita del
Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile, Primer lugar en
los Juegos Gabriela Mistral.
https://www.facebook.com/andrea.jeftanovic
https://twitter.com/ajefta
VALERIA LUISELLI
SARA MESA
Sara Mesa (Madrid, 1976) es una escritora española que reside en Sevilla
desde niña, y ha publicado dos libros de relatos: La sobriedad del galápago
(2008), con ilustraciones de la toledana Noemí González, y No es fácil ser
verde (2009), además de las novelas El trepanador de cerebros (2010), Un
incendio invisible (2011) y Cuatro por cuatro (2013), esta última Finalista
del Premio Herralde de Novela en 2013. Su primer poemario, Este jilguero
agenda (2007) fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía Miguel
Hernández. Aparece en la antología Pequeñas resistencias 5. Nuevas voces
del cuento español (2010).
https://www.facebook.com/AnagramaEditorial/
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Escritoras feroces
ELVIRA NAVARRO
GUADALUPE NETTEL
MARINA PEREZAGUA
LUCÍA PUENZO
FERNANDA TRÍAS
SAMANTA SCHWEBLIN
GABRIELA WIENER
Gabriela Wiener nació en Lima en 1975, es una escritora peruana,
cronista, poeta y periodista, afincada en Barcelona desde el año 2003.
Forma parte del grupo de nuevos cronistas latinoamericanos. Estudió
Lingüística y Literatura en la Universidad Católica de Lima, y un máster
en Cultura histórica y Comunicaciones en Barcelona. Trabajó en el
diario El Comercio. Fue miembro del consejo de redacción de la
desaparecida revista Lateral. Colabora con una larga serie de medios,
como Etiqueta Negra, El País o La Vanguardia. Es autora de dos libros
de crónicas, y de la plaqueta de poesía: Cosas que deja la gente cuando
se va.
https://twitter.com/gabrielawiener?lang=es
https://www.facebook.com/gabriela.wiener
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Escritoras feroces
1 6
ADÓN, Pilar. BARRIOS, Nuria.
Las efímeras. El alfabeto de los
Sig. N ADO efi pájaros.
Sig. N BAR alf
2 7
ADÓN, Pilar. BARRIOS, Nuria.
Las hijas de Sara. Amores
Sig. N ADO hij patológicos.
Sig. N BAR amo
3 8
ADÓN, Pilar. BARRIOS, Nuria.
El hombre de Ocho centímetros.
espaldas. Sig. N BAR och
Sig. N ADO hom
4 9
ADÓN, Pilar. BARRIOS, Nuria.
El mes más cruel. El zoo sentimental.
Sig. N ADO mes Sig. N BAR zoo
5 10
ADÓN, Pilar. GARCÍA ROBAYO,
Viajes inocentes. Margarita.
Sig. N ADO via Hay ciertas cosas
que una no puede
hacer descalza.
Sig. N GAR hay
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Escritoras feroces
11 16
GARCÍA ROBAYO, INDIANA, Rita.
Margarita. Nombres y animales.
Lo que no aprendí. Sig. N IND nom
Sig. N GAR loq
12 17
HARWICZ, Ariana. INDIANA, Rita.
La débil mental. Papi.
Sig. N HAR deb Sig. N IND pap
13 18
HARWICZ, Ariana. JEFTANOVIC, Andrea.
Mátate, amor. No aceptes caramelos
Sig. N HAR mat de extraños.
Sig. N JEF noa
14 19
HARWICZ, Ariana y LUISELLI, Valeria.
PÉREZ, Sol. La historia de mis
Tan intertextual dientes.
que te desmayás. Sig. N LUI his
Sig. N HAR tan
15 20
INDIANA, Rita. LUISELLI, Valeria.
La mucama de Los ingrávidos.
Omicunlé. Sig. N LUI ing
Sig. N IND muc
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Escritoras feroces
21 26
LUISELLI, Valeria. NETTEL, Guadalupe.
Papeles falsos. El cuerpo en que
Sig. N LUI pap nací.
Sig. N NET cue
22 27
MESA, Sara. NETTEL, Guadalupe.
Cicatriz. Después del
Sig. N MES cic invierno.
Disponible además en: Sig. N NET des
Disponible además en:
23 28
MESA, Sara. NETTEL, Guadalupe.
Cuatro por cuatro. El huésped.
Sig. N MES cua Sig. N NET hue
24 29
NAVARRO, Elvira. NETTEL, Guadalupe.
La ciudad en El matrimonio de
invierno. los peces rojos.
Sig. N NAV ciu Sig. N NET mat
25 30
NAVARRO, Elvira. NETTEL, Guadalupe.
La trabajadora. Pétalos y otras
Sig. N NAV tra historias
Disponible además en: incómodas.
Sig. N NET pet
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Escritoras feroces
31 36
PEREZAGUA, Marina. SCHWEBLIN, Samanta.
Criaturas abisales. Pájaros en la boca.
Sig. N PER cri Sig. N SCH paj
32 37
PEREZAGUA, Marina. SCHWEBLIN, Samanta.
Leche. Siete casas vacías.
Sig. N PER lec Sig. N SCH sie
33 38
PUENZO, Lucía. TRÍAS, Fernanda.
La furia de la langosta. La ciudad invencible.
Sig. N PUE fur Sig. N TRI ciu
34 39
PUENZO, Lucía. WIENER, Gabriela.
Wakolda. Ejercicios para el
Sig. N PUE wak endurecimiento del
espíritu.
Sig. P WIE eje
35 40
SCHWEBLIN, Samanta. WIENER, Gabriela.
Distancia de rescate. Llamada perdida.
Sig. N SCH dis Sig. N WIE lla
Biblioteca Pública Fernando de Loazes 20
Escritoras feroces
41 42
WIENER, Gabriela. WIENER, Gabriela.
Nueve lunas. Sexografías.
Sig. N WIE nue Sig. N WIE sex