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Revista Iberoamericana, Vol. LXXXVI, Núm.

273, Octubre-Diciembre 2020, 1113-1124

LA PALABRA AGUIJADA1

por

Olga Grau Duhart


Universidad de Chile

Encontrarse con la escritura de Guadalupe es entrar en una materia resistente,


exigida y exigente, en ocasiones dura y ácida, como la materia de la plancha de metal
marcada por la punta seca atada a la fuerza de su mano. Las palabras desplegadas en
sus textos se agitan de modo vibrante, lentamente buscadas, sin prisa, en un tiempo
que no acorta distancias, en el tiempo del deseo y del hurgar que le es afín; inquietas
se tocan de costado, se penetran, huyen de sí mismas, como anuncios de algo que es
imposible acabar de decir. Las palabras se buscan encaramándose en ellas, para sentirlas
en su materia viva, incandescentes,2 animada su causante por una búsqueda pasional.
Así como la punta seca raspa el metal para dejar la huella de un trazo, la palabra de
Guadalupe hiende la experiencia del lenguaje.

1
Hace muchos años, en la década de los noventa, Guadalupe me pidió presentar su libro Cita capital
junto al escritor Armando Uribe. Antes de la presentación, le llevé unas notas que había borroneado y
conversamos sobre ellas. Comenzaba nuestra amistad que ya tenía las bambalinas de la simpatía mutua,
los encuentros azarosos y las esporádicas conversaciones. No conservé esas hojas escritas que le fueran
regaladas en la mesa de presentación y que ella guardaría en una carpeta que en algún lugar está. No
tengo ningún respaldo. Le hacía gracia que algunos textos míos, que yo había perdido, los tenía ella en
una copia. Ahora, no puedo conversar con Guadalupe sobre esto que estoy escribiendo y siento más
profundamente el vacío y peso de su ausencia.
2
“Escribo porque desperté en una escritura que me enciende” (Ojo líquido 7).
1114 Olga Grau Duhart

La materialidad de su escritura hace forma con su cuerpo inclinado o elevado


sacando las hojas secas de las plantas y arbustos del jardín para hacer lugar al verdor
de los brotes; con sus manos grandes y poderosas que lijan las maderas que han abierto
en su casa desprendiendo y tironeando yesos y carcasas, alzando brazos y estirando
tendones, extremando las posibilidades de los músculos y de su propia altura, “preparando
un espacio para aquel paisaje por venir que puja en mis muñecas” (Quebrada s/n). Su
escritura se instala en una potencia que excede las palabras, hechas de la materia de los
gestos del cuerpo, de las maneras en que los sentidos de su cuerpo recogen el mundo
y expulsan algunos de sus contactos. ¿De qué manera convergen en Guadalupe Santa
Cruz “cuerpo, biografía, firma y escritura” (Lo que vibra 194), si es que convergen?
Creo que Guadalupe Santa Cruz buscaba en su cuerpo y en los otros cuerpos
próximos, o lejanos en la memoria, las palabras;3 las recogía de un fondo de napas
de irrigaciones oscuras trayéndolas a la superficie para tratarlas, moviéndolas como
piezas en un juego de mesa, desbordándolas y precipitándolas en extrañas quebraduras.
Su columna vertebral: la línea de ascenso y descenso de su escritura. Los parpadeos
de sus ojos: la apertura y cierre de sus hallazgos. Cogía los aciertos de escrituras, de
palabras, de artes de la visualidad que encontraba más allá de sí misma, atrapándolos
como insectos en el aire y tramándolos con lo que tejía en su propia tela. Una escritura,
la de las palabras y la de los grabados, que deja estelas de una revuelta, desprendida de
una vida hecha a puntadas de soberanía y empecinada en una afirmación vital contra
mezquindades, concesiones o soluciones fáciles.
Puede suponerse que la escritura de Guadalupe es conceptual, pero se nos da
más bien como una escritura estrechamente apegada a las imágenes, a lo sensorial,
a lo espacial y temporal que le dan su pulso;4 las palabras son vueltas imágenes para
“nuevos entendimientos” (Lo que vibra 19). La tensión permanente es que las palabras
quedan cortas para nombrar esa tremenda relación corporal con el mundo que sentía
con seguridad en los pies en su modo de caminar, de arriscar la nariz husmeando hacia
arriba, de detenerse en los rostros, gestos y acciones de los transeúntes, de los que se
sientan o paran de sus asientos en un café o en un andén, que se meten la mano en
el bolsillo, que se sacan o colocan una prenda de vestir, que se miran o no a los ojos
mientras conversan. Parecía mirar sus vidas en los movimientos de un tiempo presente
y le seducía tal vez que venían de una entraña que los hacía posible, traspasados
también por el azar de la circunstancia.5 Los espacios discontinuos se le podían hacer

3
Guadalupe Santa Cruz afirmaba que muchas escritoras y escritores habían optado por “escribir desde el
cuerpo”, cuerpo inmerso en la masa de las ciudades latinoamericanas (Lo que vibra 199).
4
“los encontrados pulsos de estos ensayos” (Lo que vibra 17); “Quienes escriben ensayos tienen el pulso
malo de los viajeros” (24).
5
Aprecié de mejor manera su mirar cuando hicimos una vez un recorrido juntas para escribir a dos voces
un texto, a propósito de una invitación que me hiciera la arquitecta Mirta Halpern y que quise compartir

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continuos, como en un espacio público tentarse con invitar a juntar dos mesas que estaban
separadas, incluidas sus gentes; pero también en medio de lo familiar y próximo podía
sentir y hacer sentir los cortes de la distancia, algunos provisorios y otros definitivos.
El trabajo con las palabras y las imágenes sabe de las superficies que se abordan
o acometen para poder fijarlas: “en la página en blanco, en las láminas líquidas de la
pantalla digital, en la dura y suave plancha de metal de grabado” (Lo que vibra 103). La
escritura y el grabado son saberes de superficies de “distinta hondura” (103); advienen
sobre y gracias a una superficie lisa que le es propicia a la invención y que tiene en ella
su posibilidad y sus remanentes, lugar de exploración sobre el que se hace y deshace,
zona de inscripción de una apuesta creativa que deja también la huella de lo que no
se pudo componer. La escritura y el grabado son experiencia de resistencia, como
tensión declarada entre impulso y labor, nacidos del “ímpetu que recoge de todo el
cuerpo” (Esta parcela 86). Lápiz, tecla o punta seca son los instrumentos para trabajar
o forcejear aquello que se resiste a ser nombrado o grabado, lo que resta de manera
activa sosteniendo lo que aparece finalmente por la superficie, en la que no deja de tener
una vida propia. “La amplificación de esta superficie deviene entonces asombro ante
todo lo que viene a poblar aquella faz, no se sabe si apareciendo o perdiéndose” (104).
La palabra que se escribe, el vocablo empapándose y condensado en la tinta, se
entiende como “sombra” sobre la escritura que le sigue, como “bulto en que hay que
tropezar para luego caer en un sentido más ingobernable” (104). La palabra escrita
entendida como montículo se asemeja al relieve que ocurre en el grabado: “a ras de la
matriz del grabado, en la superficie del papel, en un paisaje llano, un relieve va teniendo
lugar. Entre imagen y sentido, sobre esa no-frontera” (Lo que vibra 105), de tal modo
que la reflexión sobre la escritura se hace lenguaje topográfico y también geológico.
En su ensayo Lo que vibra por las superficies, Guadalupe explora “algunos vasos
comunicantes entre grabado, escritura y paisaje desértico, superficies horizontales que

con Guadalupe. Se trataba de exponer algunas reflexiones sobre el patrimonio y le propuse que el habitar
de la Plaza de Armas por peruanas y peruanos, y su modo de ocupar un costado de la Catedral en su
línea oblicua, podía sernos propicio para pensar el patrimonio en su vitalidad. Descubrimos frente a ese
costado un lugar de encuentro, de comer y bailar, de sudar y seducir, que visitamos un par de veces.
Podía reconocerse allí, en La Conga, una otra iglesia, lugar de comunión festivo en el propio idioma
migrante. Nos enamoramos ambas de un hombre joven seductor que veíamos en su costado y de perfil,
que se nos ofrecía a la mirada en el requiebre y la tensión de su cuerpo, en su pose de cortejo al hablar a
la mujer con la que estaba sentado en torno a una mesa. Volveríamos, y seríamos desilusionadas al verlo
solo y de frente. Pero nada nos quitaría el disfrute de esa experiencia de recorrerla de un modo ladino,
de lado, de costado. Armamos el texto con textos de cada cual, en montaje y cruce, seleccionamos las
fotos tomadas en la calle para acompañarlo, la línea oblicua del costado norte de la Catedral donde,
en su reborde, se sentaban peruanas y peruanos a platicar o comer, frente a las pequeñas tiendas, a los
mensajes que se dejaban en paneles a su entrada, los centros de llamado, los comestibles y las comidas
preparadas para vender y comer en las veredas. El texto escrito, a cuatro manos, puede verse en Olga
Grau y Guadalupe Santa Cruz, “Plaza de Armas: la metamorfosis de su planta”, 201-210.

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han terminado por agitarse en mí como hoja continua que al cambiar de inclinación
ilumina las otras zonas de una misma vasta parcela” (105).
Confiesa dos “¿amores?” que recorren su escritura, “las superficies y los sueños”.
“Allí se encuentra la más extrema materialidad, enrevesada con lo intangible de ciertas
imágenes fugaces, cambiantes […]” (18). Si atendemos al nombre de su conjunto de
ensayos Lo que vibra por las superficies, Guadalupe no utiliza la expresión sobre las
superficies, sino que le es más propicia la preposición por, por las superficies, que
entendemos como un a través, incluso, gracias a. Lo que ocurre no ocurre sobre, desde
un afuera que se les apegara, ni tampoco despliegue desde un adentro de una materia
virginal a la que se le hace decir activando una fuerza para hacer aparecer algo sobre
una superficie. No es que algo interior ya dado emerja en lo exterior, sino el acontecer
de un lenguaje que abre paso y transforma. Lo que se inscribe en las superficies queda
vibrando para los ojos líquidos que vendrán a impregnar su aparente sequedad, para
mirar y leer. ‘Hay que saber ver’6 a través de la superficie, hacia adentro para saber
ver afuera, bajo las tapas en las veredas de las calles de la ciudad para saber de sus
alcantarillas, de sus desagües, de los flujos contaminados; saber de los bolones “bajo
tierra de los patios, bajo las calles y avenidas, piedras redondeadas por remotos cursos
de agua” (Ojo 48). Materias ocultas que hacen parte de las superficies, su condición
abisal. De allí la proximidad con los sueños que pueden tener las superficies, los dos
“amores” de la escritura de Guadalupe, aquello que espera su traducción –en los
movimientos del dar curso, como la que se le da a un flujo– o en su conversión –como
movimiento de giro que muestra su revés. Los sueños son una “superficie onírica”, de
“derrame de imágenes, signos, manchas, viñetas o secuencias de inquietante lucidez”,
imágenes “que subrayan algo de la experiencia que escapó a la propia experiencia”
(Lo que vibra 116).
Y el grabado en sus movimientos propios imita de alguna manera la “factoría de
los sueños” (117), al trabajarse sobre los “espectros” que quedan en las placas metálicas
después de las operaciones de raspar, lijar, desgastar, borrar, poner brea, manteca,
barniz, derramar ácido, retirarlo. “Extiendo un dedo y palpo el nuevo relieve. No sé
en qué dirección escribe este signo su alfabeto, no sé siquiera si escribe, pero deseo
escribir” (Quebrada).
A su vez, la superficie del paisaje desértico se presenta en semejanza con la
superficie onírica, como una gran placa que ha sido surcada, superficies que pueden
ser “despertadas” o interrumpidas por una brusquedad, por un cambio de estado, de
nivel, como ocurre en el grabado, en la “rasgadura en la matriz” (Lo que vibra 118):

6
Recojo una expresión popular que hace juntura de dos verbos, en la que el primero es siempre ‘saber’
precedido por la expresión impersonal ‘hay que’: hay que ‘saber dejar’; hay que ‘saber encontrar’; hay
que ‘saber guardar’, hay que ‘saber tener’, etc.

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Es en el desierto nortino que a fuerza de mirar y viajar por una explanada se me hizo
presente la similitud entre esa bandeja de arena que son los desiertos y la llanura de
los sueños, esa voluminosa y y temblante superficie tras los ojos. Como si la planicie
del sueño se fundiera con la cáscara del paisaje y permitiera percibir que ambas son
láminas dispuestas a ser rasguñadas, escarbadas, removidas en todos los tiempos que
posee la acción de inscribir. (117)

La obra de Guadalupe estuvo siempre en cercanía con la materialidad del trazo


y de la palabra escrita que adopta muchas veces la forma de relieve, como cicatriz,
como elevación de trazo. Los relieves de la escritura, o los relieves como escritura,
refieren de algún modo a las cicatrices en la piel, en el cuerpo, en los volúmenes de
una geografía o de un paisaje urbano, confundidos con la vida: “había una pequeña
trizadura en Rita, una quebrada que mi oficio me había enseñado a conocer” (Plasma
89-90). En Cita capital, las calles no son sino otras formas de trazos, en sus líneas
paralelas, de cruce y desvío, con presencia de “nervaduras del alquitrán en el asfalto”
(206). Bifurcaciones y encrucijadas pueblan una ciudad como lo hacen también en
cualquier territorio protegido o descampado, donde senderos, dibujos arcaicos, hacen
saber de lugares de la mirada para alcanzarlos.7 Guadalupe piensa la ciudad como lugar
de “enrevesadas fronteras internas que la cruzan y que hacen de una urbe la capital de
algún silencio” (Lo que vibra 134), donde la palabra es “delegada a un plural” (199),
el de las masas latinoamericanas que habitan las ciudades, donde tiene lugar “la opción
de algunos escritores y escritoras por escribir desde el cuerpo, un cuerpo inmerso en
aquella masa” (199).
Para Guadalupe, el trabajo de escritura como factoría de sueños se encuentra con el
trabajo material del grabado como “fábrica de huellas”, que “tiende trampas al tiempo”,
que desde la corrosión, la pátina, el óxido, la borradura, produce modificaciones en la
superficie del metal. “El mismo ojo atento a estos cambios de estado en una superficie
acotada, ante la inmensa bandeja de la pampa nortina, se verá encandilado por la profusión
de marcas que asoman del suelo, o que otros le dan a ver” (Lo que vibra 105-106).
Huella, vestigio, marca. Los trazos de la escritura se generan en una zona de
ambivalencias casi prelingüística, podríamos decir, extremando sus alcances, en el
sentido de producirse antes de cualquier dominio de significados precisos, previos a
cualquier alfabetización restrictiva; desobedientes, de algún modo ingobernables8 (Lo
que vibra 199). Búsqueda del trazo mismo que remede las hendiduras geográficas,

7
En uno de los fotograbados de Quebrada, nos ofrece una grafía, un signo que retrotrae a lenguajes de un
pasado, como petroglifo relacionado quizás con la fiesta, como celebración de la lluvia y de la muerte
como amenaza de total sequía.
8
Las palabras buscadas en la escritura de Guadalupe son extravíos del orden, como lo son los jardines
(Ojo 48), y Ojo líquido, podría decirse, es un ver desde el jardín. “Los jardines son irreductibles como
un texto, no terminan de dar a ver su sentido, porque nadie lo gobierna” (Ojo 28).

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traer una materialidad de la escritura que sea reconocida como sustrato elemental, de
rastreo de significaciones posibles, de huellas que vibran por la superficie a la espera
de una mirada, de un ojo que reserve el trazo en la retina, como anuncio o como seña
de un tiempo acontecido.

En ciertas geografías suavemente accidentadas también se hace difícil distinguir la


ligera elevación de los túmulos en el terreno y percibir que son tumbas en superficie;
su leve encumbramiento marcó primeramente el espacio, huella vertical de los pueblos
nómades que creaban así intervalos, marcando el espacio. Un sendero –¿una escritura?–
en medio de los campos (historia de las rutas e historia de la escritura que habría que
emprender en paralelo, escribe Derrida), una pirca en medio de la pampa, reunión de
piedras –una apacheta– en un abra cordillerano. (104-105)

La postura corporal al grabar, la postura del cuerpo al escribir, al dibujar, queda


como evocada inscripción, en el silencio de su fuerza. La mente imagina, ensaya,
calza con el trazo en su deseo o sigue el convite de la materia y de la palabra en ritmos
que cruzan procesos del afuera y de lo que se siente como tiempo propio. Ejercicios
de reconocimiento de la propia fuerza en las formas de producción tanteadas, que
implican un flujo de corriente eléctrica entre la mano y el pie. El grabado y la escritura
son, así, una suerte de prolongaciones del propio cuerpo, que queda expresado como
un metalenguaje en su condición material. No siguen sino el propio movimiento del
sentir corporal como lo que anima la materia del grabado y el texto en su resistencia a
los lugares comunes, en la caricia o el forcejeo de las superficies de la materia, papel
o metal. El lenguaje es movilizado por la conciencia de lo paradojal, de lo que cierra
y abre, ilumina y ensombrece, lo que falta y sobra, la superficie profunda de lo que
acontece, que desafía al lenguaje, a la escritura, exigiéndolas, poniéndolas en jaque,
debiéndose a lo que acontece en su temporalidad.
Así como en las quebradas ve las huellas de un tiempo, en las trenzas de las mujeres
nortinas tejidas para su baile reconoce también la escritura de un mundo:

También podría imaginar que allí, en esa figura insistente que se replica de cabeza en
cabeza de mujer, así como en el compás que resuena desde el cuero de los tambores,
se prosigue un relato antiguo cuya clave ha sido extraviada, pero que despierta algo
reconocible: tal vez la huella de una narración compartida. (114)

Esas cabezas trenzadas serán el sustrato de tres grabados que son también otras
quebradas (Quebrada), por tanto multiplicables en otros grabados que dan a ver
otras hendiduras, superficies, grietas y trazados. Las trenzas están en la cabeza de las
mujeres, pero también en las luces de los campamentos, los trajes, sus accesorios, las
sangres. “Entre la percusión que vuelca y revuelca la sangre y la gracia repetida en los
cabellos, torciendo y retorciendo un antiguo relato, tiene lugar el baile” (Quebrada).

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En el mundo reconoce las conexiones múltiples que resuenan y se corresponden.


Nos hace ver la temporalidad que habita la producción de trazos y escritura, funde los
tiempos pasado y presente, y abre el devenir. La inscripción se nombra como “impacto
que dura más que el presente. “(He visto el tiempo inflarse en bolsones inauditos
dentro del reloj)” (Lo que vibra 117). Y la memoria, más que fijar, es una geografía,
una “geografía de la memoria” (123), adviene paisaje, palabra, otra superficie. “En
las superficies todas –papel, pantalla, paisaje, palabra– están las sombras del tiempo y
del deseo, de la memoria que aún sucede y por venir, la vida propiamente revuelta, la
historia” (18). La escritura en Guadalupe, se tiende, se hace transversal como cordillera,
contrariándole el sentido vertical de lo monumental. Las quebradas “desatan preguntas
por el sentido, en todos los sentidos de la palabra” (Quebrada) y en ellas descubre la
encrucijada, los cruces, haciendo que el sentido esté en lo oblicuo, en lo in-recto, en esas
inclinaciones donde es difícil la llaneza del encontrar. “Estuve buscando sus formas (la
de las palabras), las busqué en un ángulo chueco que hay en el espacio, escribo porque
no las encontré” (Ojo 7). Lo geográfico se antropomorfiza y lo humano se geografiza,
ocurriendo un desplazamiento de dimensiones, continuidades de las materias. En las
topologías múltiples de la escritura y el grabado aparecen significaciones plurales
signos, en las palabras, en los trazos, ofrecidos a lecturas diversas y múltiples, en su
densidad territorial. El “ojo líquido” es el que humedece lo seco, el que ve en la grieta
seca de la tierra, del surco, del trazo. Lo seco y lo húmedo constituyen la escritura,
en su tinta sobre lo secante del papel, el papel secando lo húmedo de la palabra como
trazo, y en el grabado el papel absorbe, coge la tinta desde la superficie del metal o la
madera. La materialidad de las palabras es su humedad: “Estuve largo tiempo salivando
palabras en la boca” (7).
La escritura de Guadalupe se compone asociada a la tierra y a la humedad, a
lo árido y a lo que fluye, a cauces y redes, a la superficie y a lo subterrráneo. Ojo
líquido, organiza buena parte de su texto en dos M, en MM: el río Mapocho, “cauce
antojadizo” y el Metro, el que “traza redes que cargan de otro modo la fluidez de la
ciudad” (8).9 Erosiones, hundimientos, tajos, vestigios del suelo, cauces, subterráneos,
significantes sobre la tensión entre superficie y hendidura, forman parte de las claves
de la escritura de Guadalupe. “Al igual que esa lenta turbulencia” (la del Canal San
Carlos, “volumen barroso que presiona a ras del pavimento” (13), las palabras son
un cuerpo a borbotones que no cabe en las letras, las fisgo en su orden que cualquier
agua puede desbaratar […]” (13).

9
Ojo líquido es un ensayo que nombra Santiago en su extendida polimorfía, y en su profundo tiempo,
una prosa poética sobre la ciudad de Santiago, capital donde Lupe se da cita al escribirla, se hace cita.
Concebida la ciudad de Santiago como reunión de muchas ciudades, en sus trazados, sus vestigios, sus
indicios, mira lo que le ha acontecido a la ciudad en un tiempo que asoma sus movimientos por las
superficies.

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En la escritura de Guadalupe aparece una memoria acuosa, el tiempo de los flujos


naturales y urbanos, unos interrumpiendo a los otros, “aguas entubadas o a tajo abierto”
(12); gestos humanos y movimientos de las materias, sólidas y líquidas. Otro tiempo,
“cuando una acequia atravesaba los patios del pasaje” (Ojo 11), en las “aguas que se
drenan y distribuyen a través de acequias en las calles, misteriosa nervadura pretérita
en la ciudad moderna […]” (11).
Guadalupe, insistimos, trabaja con los indicios, vestigios, marcas, huellas,
declarando un tiempo pasado que se inscribe en el presente de la escritura o del
grabado; atenta a las marcas que no se ven, lo desaparecido, ligadas a los cuerpos de
maestros carpinteros, ceramistas, albañiles, artesanos u obreros. “Al raspar una casa
aparecen cuentas anotadas con lápiz pasta o grafito en las primeras capas, sobre los
pilares de madera y el estuco, bajo la pintura. No es escritura para ser leída. Es un
borrador vuelto reliquia, un cálculo sin su medida” (11). Una memoria que se olvida
y Guadalupe reclama lo político de ella.
Podemos suponer que las marcas físicas de los gestos de presión en el grabado tenían
un efecto de reversibilidad en el propio cuerpo de Guadalupe, que si no quedaban en la
piel como posibles tatuajes, impregnaban de algún modo su materialidad corporal. Los
ojos sorprendidos de los efectos del ácido en la plancha de metal le hacían evidencia
también de lo imprevisible del encuentro de las materias.
La escritura de Guadalupe es una decisiva reflexión del entre, una búsqueda del
“intervalo entre todos los cuerpos” (Quebrada), de las relaciones rizomáticas,10 de los
entrecruzamientos que se dan entre las cosas, las ideas, las sensaciones, las palabras, los
trazos, las quebradas. Aparece el entre como analogía, roce, sombra, enredo, contención,
desmadre, correspondencia, contigüidad, semejanza, diferencia, unión, separación,
alrededor, choque, frote, percusión, impacto. En todo hay relación, cosa de ver y de
mirar, relaciones bizarras, naturales, misteriosas entre distintas materias o superficies:
“Extraños pantanos –aguas que no registra el ojo en el suelo de la ciudad– anteceden a
las pistas en Pudahuel, poco antes que emerjan los cerros barriales …” (Ojo 17); “Nada
está escrito, sino el roce de bastas que se hacen una superficies a otras, modificando el
texto por leer de quienes habitan la página (20); relaciones en el jardín “han de haber
crecido las criaturas una por una, enredadas, haciéndose hueco, formando formas
lentamente […]”, “una trama en cada arbusto y otra trama entre arbustos, entre ellos
y el parrón, entre el parrón y la parra” (21, énfasis mío). “Estas palabras son también
materias trabajadas por un tiempo, por más de un tiempo, la vivacidad de lo vivido y la
vida en las letras donde empieza a criarse sola, a germinar otra cosa, una cosa o quizá
un tiempo que es eco entre lo uno y lo otro, entre presencia y sombra con figura que es
también presencia” (Esta parcela 11, énfasis mío). “La invención intentaría aquietar el

10
“Rizoma”, texto de Deleuze y Guattari, lo conocí por Lupe al comienzo de la década de los 90.

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espasmo, el desconcierto entre las cosas, acortar la distancia entre los acontecimientos
y la falta de palabras” (23, énfasis mío). Este último e insondable entre, da cuenta de
que las palabras no son transparentes, sino densas y huidizas, en el flujo intermitente
del nombrar y el no decir, que hacen la dificultad y, a momentos, la retención de la
escritura. “Huyen las palabras, resbalan como mercurio sobre los hechos. De los
acontecimientos a la experiencia el flujo no es únicamente feliz, va entrecortado por
aquella distancia” (Lo que vibra 23). Toda ilusión en el sentido de la transparencia,
Guadalupe lo rompe al “devolverle a las palabras su fuerza” (20), recuperarlas en su
don de nombrar, ensayarlas en su tensión con las cosas y las personas como manchas,
que son “campo de una indecisión” (Ojo 53) de difícil rescate en la palabra. Como
viajera, como “pasajera”, no encuentra “continuidad fuera de sí, busca un punto de
unión de su cuerpo disgregado, busca la diferencia entre un lugar y otro que pueda
finalmente reunirlo” (Lo que vibra 24, énfasis mío).
Entre los entre más conmovedores está el que se produce en el roce de contrarios,
o en la tensión de lo que se une y separa. Inquietante, “[L]a pequeña y tambaleante línea
de luz que divide la noche del día”, la madrugada como “tajo del día”, el “instante del
corte. El trópico que divide el frenesí de la noche del frenesí del día” (Plasma 27-29).
Un grabado de Guadalupe, que puede verse en la página 25 de Esta parcela, podría
interpretarse como un grabado del entre, lo separado que se une en intermitencias, en
continuidades frágiles, a punto de desligar lo que se une en sus diferentes texturas. La
presencia de lo que falta para terminar de unir lo que se acerca y se aleja. Podría verse
en este grabado, un trabajo de uniones de superficies que están re-cortadas, las líneas
de unión como cicatrices de lo antes separado. A Guadalupe le interesaba la costura,
las costuras de telas y tejidos, unir materiales que provenían de distintas confecciones
previas, introduciendo una nueva composición sobre algo que tuvo otra historia como
traje, chaleco, tela. La aguja convertida en otro instrumento para el roce de superficies,
frunciéndolas en la línea de juntura contra su anterior separación, apareciendo la costura
como cicatriz en su relieve, produciéndose una otra vibración. “(…) se aglomera la
superficie toda trabada en una sola con cicatrices en la unión entre el retazo en punto
damero y el de punto arroz a la altura del plexo solar, el delantero” (Esta parcela 27).
También lo que reúne y separa es un entre: “Santiago sería aquello que reúne como
separa Metro y Mapocho” (Ojo 42). Guadalupe propone un pensar fuera de esquemas
binarios que polarizan los modos de ver y abordar lo que nos rodea y reclama. Las
fotos de los grabados de Quebrada. Las cordilleras en andas, en su mayoría, están
ligadas y separadas en la juntura de las páginas del libro, en un doblez, colocados en
la mitad, inquietando su continuidad y exigiendo al ojo hacer el paso, dar el paso para
componerlos. No importa su nombre ni su número, que no lo tienen, pero sí tal vez
importa que el primero elegido de la serie refiere a una cruz, a un cruce, a una encrucijada
que se da como luz, como inicio o fin de lo que se abre en un muro de piedras; y cierra
la serie de los grabados una vía interrumpida y, luego, la línea irregular que insinúa las

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indicaciones de un mapa. El blanco y el negro no se dan como opuestos, sentados en


sus matices; son los colores del grabado como también de las páginas que se escriben;
la aparición del rojo juega en el grabado como relieve visible y en la escritura como
recuerdo callado del flujo de la sangre en el cuerpo de la letra.
El entre, rompe un circuito de asignaciones a identidades, órdenes estabilizados
reproducidos inercialmente; altera el hábito del ojo acomodado a ver lo separado. El
entre se lleva bien con tartamudeos, temblores, vacilaciones, lapsus,11 dando curso a
lo húmedo de los signos. Y con el viaje, que hace mirar de otro modo las cosas, en
su unión y separación. “Estas viajeras, estos viajeros que piensan en y por el espesor
de las palabras –su último paisaje– abren con su escritura un forado en los paisajes
ya conocidos porque ellos, a su vez, no han revocado, no han querido abandonar un
paisaje primero que les ciñe la frente y desde el que resisten el discurso instituido”
(Lo que vibra 28).
Ensayos y grabados trabajan en el presente sus materiales, y lo que afirma
Guadalupe para los primeros vale también para los segundos: “se niegan a limpiar la
letra de la mugre y las hilachas que le adhiere la experiencia” (29), desbaratando órdenes
de discurso y lugares en sus “formas borrachas”. En los textos y en los grabados hay
arneros y rejillas que hacen parte de las faenas que les pertenecen, donde palabras y
trazos no se desgastan, sino que potencian su fuerza. En el grabado se patentiza el paso
del tiempo, en su factura y en lo que muestra. Trabajo con el tiempo que exhibe las
capas, evidencia volúmenes que existen antes de la aparición de lo humano y la densidad
que cobran ellos con el tiempo introducido con esa llegada. Grabado y escritura son
reflexiones sobre el tiempo, las velocidades, lo suspendido y lo demorado…

Curiosas y orilladas notas al pie del texto. Relatos que a Lupe le habría gustado
oír sobre algunos momentos de esta escritura

Santiago. De noche, cuando escribía las primeras páginas de este texto, en


medio de una interrupción telefónica que tomaba su tiempo se produjo un temblor
que parecía anunciar un terremoto. ¡Mierda!, exclamé, pero quien estaba al otro lado
de la línea no había sentido nada viviendo en la misma ciudad. Me levanté de la cama
a mirar las lámparas livianas del escritorio. Nada indicaba que hubiera ocurrido el
temblor de la tierra. Estuve dando vueltas un rato largo, tratando de entender lo que
había pasado. No he logrado saberlo.
16 de octubre 2016

12
Los lapsus frecuentes de Lupe eran uno de sus festines. Oía en los lapsus de ella misma y de los otros
entrecruzamientos que hablaban zonas del lenguaje no voluntario, inesperados, esos que nos exponen
al absurdo o al ridículo, que dejan un vacío de significación o que nos dan una pista extraña para
interpretar.

Revista I b e ro a m e r i c a n a , Vo l . LXXXVI, Núm. 273, Octubre-Diciembre 2020, 111 3 - 11 2 4

ISSN 0034-9631 (Impreso) ISSN 2154-4794 (Electrónico)


La palabra aguijada 1123

El Tabo. Mientras leo a Lupe y escribo estas líneas, me he encontrado con un


insecto grande de costa al que seguí por media hora en su recorrido, lento, lleno de
dificultades su andar que me hacía desear ayudarlo, algo sin sentido. En sus esfuerzos
de caminar por el borde de la casa, pasar a la tierra, sortear los escollos de ramas y
troncos, subir y bajar absurdamente, me pareció semejante a nuestras vidas. Pude
observar por el terminal de su abdomen que era una hembra que buscaba sitio para ovar
y quería encontrar el lugar más propicio para la continuidad de la vida. Finalmente,
cayó, ¿se soltó?, de una rama de un pino viejo para caer en medio de un desorden de
ramas pequeñas que le podían servir como guarida. Era difícil saber si veía o no lo
que buscaba, si quiso saber de humedades, posibles provisiones, resguardo de pájaros
y formas del terreno donde crecería su descendencia. Misteriosas formas de vivir de
las especies que no son la nuestra, la que ya tiene sus propias diferencias colosales en
sus formas de sobrevivencia. Decía Montaigne que encontraba más diferencia entre
los humanos que la de éstos con los animales. Mirando el insecto me acordé de la
novela de Clarice Lispector, La pasión según G.H. que conocí por Lupe, de modo
que se producía contigüidad entre lecturas y las apariciones de la vida y la memoria.

El Tabo. Había estado leyendo a Lupe y me di tiempo para limpiar en la tarde


las hojas de un laurel que me regalara para un cumpleaños y la sentí muy cerca,
debiéndole esa limpieza de lo que se les había apegado a las hojas como musgo
negro; reparaba mi demora en hacerlo, mi descuido. Las hojas quedaban agradecidas
en su verdor y una promesa de crecimiento parecía quedar anunciada. En un giro del
cuerpo, vuelvo a encontrar en el mismo lugar inicial del día anterior a la hermosa
insecto gris, pero ahora de espaldas, agitando las patas, mostrando su abdomen con
algunas líneas de color café, y moviendo su cuerpo intentando ponerse en posición
de andar. No lo lograba y esta vez decidí ayudarla con un pequeño trozo de madera
plano y liviano. Pudo seguir su camino entre vacilaciones y obsesiva búsqueda de
algo. Finalmente, eligió un tronco viejo cortado hace tiempo casi de raíz, que había
acumulado tierra en sus intersticios. Fijó sus patas en uno de sus costados y se puso en
posición vertical con la punta de su abdomen hacia abajo. Respiraba profundamente,
con un ritmo que imité. Con seguridad pujaba, y poco a poco comenzó a salir de su
abdomen esa cápsula brillante con un canal al medio y cuya punta enterraría en las
zonas de tierra acumulada en el tronco, en la tierra misma y en la corteza degradada.
Cambiaba de lugar y también de posiciones, y de ese cuerpo saldría aquello que el azar
permitirá que se convierta en vida semejante. Mirando este insecto hembra aprendí
de esa especial fuerza que se saca de la adherencia de que es capaz el propio cuerpo,
del saber apoyar el cuerpo en otro de distinta naturaleza para encontrar la resistencia
necesaria para el propio movimiento. Pero también la fuerza que da el adherirse a
la vida, desearla en su intensidad. Lupe lo sabía y lo vivía permanentemente de ese
modo.

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Bibliografía

Grau, Olga y Guadalupe Santa Cruz. “Plaza de Armas: la metamorfosis de su planta”.


Habitar el patrimonio. Mirta Halpert, ed. Universidad Central, 2007. 201-210.
Santa Cruz, Guadalupe. Cita Capital. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1992.
_____ Esta parcela. Santiago: Alquimia Ediciones, 2015.
_____ Ojo líquido. Santiago: Editorial Palinodia, 2011.
_____ Plasma. Santiago: Lom Ediciones, 2005.
_____ Quebrada Las cordilleras en andas. Santiago: Ocho Libros Editores, 2006.
_____ Lo que vibra por las superficies. Santiago: Sangría Editora, 2013.

Palabras clave: cuerpo, biografía, firma, escritura, superficie

Recibido: julio 2017


Aprobado: noviembre 2017

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