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UNIVERSIDAD MEXIQUENSE DEL

BICENTENARIO
UES JILOTEPEC

SUPERMODERNISMO EN
MEXICO

MATERIA: HISTORIA

ALUMNO: VICTOR MANUEL MARTINEZ BELTRAN

Licenciatura en ARQUITECTURA
En 1988 eran varias las revistas y exposiciones importantes que lanzaban al
deconstructivismo como la última tendencia arquitectónica, pero el destino de
esta tendencia estaba marcada desde sus inicios, como rápida fue su llegada
de la misma manera fue la forma en la que desapareció. El deconstructivismo
estaba destinado a una vida breve e incluso las ideas expuestas por la misma
iban a extinguirse muy pronto. En cambio, por otra parte Light Construction
recorre la ligereza y transparencia de la arquitectura contemporánea. Edificios
acristalados, transparentes y translucidos surgen en todas partes del mundo,
formas tan simples como sólo volúmenes rectangulares, la cual fue llamada
como la “nueva sensibilidad arquitectónica”.

Esto no se trataba de formar una


armadura totalmente hueca y sin
ninguna protección y cuidado, al
contrario se trataba de ser
enormemente elocuentes con
medios formales muy limitados. En
la mayoría de las obras
arquitectónicas que muestran esta
tendencia son imponentes
estructuras solidas, aunque
ocasionalmente sean
construcciones ligeras y
trasparentes. Tanto como en el
modernismo, la tendencia que
viene pegada es el minimalismo y este es el caso del minimalismo estético que
gracias al gusto de las personas o lo bien trabajado que es ha ido ganando
relevancia desde principios de los años noventas y es principalmente colocado
en las artes de la arquitectura.

Pero abriendo un poco más los términos el supermodernismo no solo se sitúa o


manifiesta en la trasparencia o ligereza de las suaves fachadas sino en términos
más genéricos, puede caracterizarse como una sensibilidad hacia lo neutral,
indefinido e implícito y que hayan una poderosa expresión en la sensibilidad
espacial. Este estilos es más bien un vacio en control, ya que si algo es
característico de esta tendencia es el control total, ya que cuidar del espacio
indefinido no significa cuidar de la nada sino un contenedor seguro, crear un
cascarón flexible.
Las condiciones establecidas por este movimiento son:
· Abundancia en el espacio
· Abundancia de signos
· Abundancia de individualización
Este último trae consigo una seria de desacuerdos ya que la individualidad
afecta el uso de espacios públicos y semipúblicos, cuando estos son vistos como
un área que cada persona explota de manera individual.
La globalización ha sido un tema polémico entre estas tendencias pero no existe
ningún acuerdo si considerarla vinculada con el movimiento moderno,
posmoderno o el supermodernismo.
Es cierto que todo puede concordar con cualquier lugar y eso es lo que el
posmodernismo trataba de evitar, ellos intentaban relacionar única y
exclusivamente con el contexto que se encontraba, por lo tanto todos los nuevos
lugares pecan contra el posmodernismo: la sensibilidad hacia el contexto.
Convirtiendo a las ciudades y áreas urbanizadas en una sucesión de mundos
auténticos que tienen poco que ver con su entorno.
Desde principios de los noventa, en todo el mundo cada vez más edificios se
han construido sin otro apego a su contexto que el de conformarse con la
alineación de los edificios, ya que estos se derivan de lo que hay en el interior
del edificio, por lo tanto el edificio presenta un exterior que no revela nada del
interior, por lo que intentan es encontrar la manera de expresar el propósito del
edificio. En la arquitectura supermoderna parece que estos edificios podrían
albergar cualquier cosa, desde oficinas, escuelas, centros comerciales,
departamentos, alguna terminal o aeropuertos, al contrario de la arquitectura
posmoderna y deconstructivista que contenían siempre un mensaje, la
arquitectura actual se concibe cada vez más un medio vacío.
Pero incluso si la ausencia de sustancia se acentúa mediante la transparencia,
ello no significa que tales edificios sean totalmente anónimos. En muchos casos
el uso cuidadoso de los materiales y detalles otorga a esta arquitectura un
refinamiento estético. Por lo tanto, considero yo que los arquitectos de hoy en
día están redescubriendo la gran riqueza de la simplicidad. La arquitectura que
se está abriendo paso otorga mayor importancia a las sensaciones visuales,
espaciales y táctiles

.
El llamado “Estilo Internacional”, que en la primera parte del siglo XX dominó
la forma de hacer arquitectura en Occidente -y aún en muchas partes de
Oriente-, intentó producir un espacio que se desvinculara de la cultura
que lo significaba, esto es, crear una especie de “espacio de lo humano”
que lograra materializar el sueño de la modernidad “universal”. Sin
embargo, un espacio así -sin concreción cultural-, homogéneo, funcional
y blanco -siempre blanco- es tan solo una imagen vacía que anula
automáticamente cualquier intento de identificación y vinculación. En
efecto, esta arquitectura de vocación solipsista, se fue haciendo extraña
para un usuario que sin ser plenamente consciente de ello, resistía a la
uniformización del estilo de vida que le exigía est a “universalidad” en
ciernes.
En este sentido, el reclamo de Robert Venturi -el primer arquitecto
posmoderno- era preciso y pertinente, pues la frialdad del Estilo
Internacional ignoraba por completo la demanda de una población que se
mantenía al margen de una arquitectura académica que no le significaba
nada. En efecto, el posmodernismo intentó paliar esta situación haciendo
edificios que pudieran ser leídos “fácilmente” por el gran público -por
ejemplo, el Team Disney Burbank diseñado por Michael Graves ( imagen
2)- y poniendo a disposición del usuario “común” la serie de significantes
que le eran familiares y que obtenía de los medios de comunicación
masivos.

Team Disney Burbank diseñado por Michael Graves


Pero si bien el reclamo de esta arquitectura escenográfica era legítimo y
del todo congruente, el posmodernismo no pudo -o no quiso- abandonar
el discurso del Estilo Internacional que ponía como referencia la forma de
vida de la cultura dominante; ningún edificio posmoderno olvidó que el
espacio producido tenía que estar acoplado a la vida urbana, y
fundamentalmente, a la vida urbana del Norte global. Por ello su
espacialidad quedó fracturada: por dentro, el espacio respondía a las
funciones de la lógica burguesa que le exigían someterse a la vida
práctica completamente ajustada al consumismo; por fuera, el edificio
más bien respondía a una plétora de significantes culturales que en suma
no llegaban a ninguna parte; combinaciones tan inverosímiles que más
bien terminaban siendo una parodia de la producción arquitectónica del
pasado. Obviamente, si el pasado había sido sistemáticamente negado
por la modernidad, el posmodernismo tampoco dejaría de hacerlo pero
introduciendo una “innovación”: la identidad cultural. Así, se pensaba que
el posmodernismo arquitectónico le devolvería al usuario el vínculo que
el Estilo Internacional le había arrebatado.
Desde luego, su fracaso fue absoluto y fue siendo paulatinamente
sustituido por una arquitectura que espontáneamente pregonaba la
liviandad, la inmaterialidad y la neutralidad, valores constituidos desde
una “modernidad recargada” que parecía haber decidido olvidar el fondo
de la crítica posmoderna. El llamado supermodernismo apelaba ahora a
la evanescencia, ya convencido de que la presencia del objeto
arquitectónico incidía inexorablemente en su entorno físico y en su
contexto cultural, y desde luego encontraría en la transparencia el medio
más efectivo para “desaparecer”. Por supuesto, y por más que el discurso
lo sustentara, los edificios no pueden ni desaparecer ni evitar vincularse
con los usuarios; más bien, la idea apunta a crear edificios cuya
apariencia sea indiscernible y así pod er insertarse sutilmente en el
contexto que requiera o necesite.
En efecto, los edificios diseñados por la élite
arquitectónica supermoderna -que en realidad no significan nada para el
usuario común-, tan sólo serán portadores del relato del mundo global, es
decir, de un mensaje nada inocuo que nos recuerda en todo momento que
sólo existe un estilo de vida posible, y que los que son diferentes a este,
son sencillamente formas de vida atrasadas.
Edificios como el de la Fundación Cartier de Jean Nouvel (image n 3), el
Pabellón Música-Video de Tshumi o el Hotel Industrial de Dominique
Perrault son arquetipos que se reproducen sin gran diferencia o
peculiaridad alguna en Asia, África o América Latina. “Textos” espaciales
-podríamos llamarlos- que dejan clara la idea de que existe un universo
moderno al margen de toda cultura y que paradójicamente es compatible
con todas ellas. Así que esa “neutralidad” que bien describe Ibelings, es
en el fondo un instrumento poderoso de aniquilación cultural que aunque
parezca increíble, forma parte de la entelequia de la modernidad
capitalista.
Fundación Cartier de Jean Nouvel
Curiosamente, en su libro Supermodernismo. Arquitectura en la era de la
globalización (1998), Ibelings acude a Marc Augé para justificar su
hipótesis: “El término lo tomamos prestado del antropólogo Marc Augé,
quien describió la condición supermoderna en su libro Los no-lugares.
Espacios del anonimato, declarando que dicha condición se manifiesta
fundamentalmente en el modo como la gente se relaciona hoy en día con
el lugar y el espacio.” (Ibelings, 1998, p. 10). Sin embargo, diferimos d e
la forma en que el crítico interpreta el texto, pues desde nuestra
perspectiva Augé no habla genéricamente, sino que especifica el tipo de
espacios con los que no se puede establecer un vínculo afectivo
permanente, espacios inapropiables creados para la estancia efímera y
para la descontextualización. Pensemos por ejemplo en un aeropuerto o
en cualquier cadena de hoteles tipo, lugares en los que estamos de paso
sin que generemos con ellos o a partir de ellos una memoria. Los no-
lugares nacen así ubicuos, y se mantienen vigilantes de una cultura a la
que no pertenecen y a la que no les interesa pertenecer.
Pero regresemos al punto ligando ahora nuestra interpretación del no-
lugar, con la “neutralidad” de la arquitectura supermoderna. Hablamos por
tanto de una arquitectura deslocalizada, esto es, de una arquitectura que
insertándose en un contexto específico se evade de este citando entre
líneas a un otro-lugar, a un espacio y a un contexto que no está
exactamente ahí. Sabemos de antemano que este tipo de edi ficios
contienen los valores formales de la cultura dominante, por lo que
ese otro-lugar en realidad representa al mundo burgués facturado por el
varón blanco heterosexual, y según el cual, es en este dónde se
materializa el espacio de “lo humano”. Desde e ste discurso se sigue que
los objetos arquitectónicos supermodernos son capaces de trascender a
todo ámbito cultural y a toda fragmentación esencial, unificando cualquier
discrepancia política o ideológica. Sin embargo, y como bien lo apuntan
algunas voces críticas con el concepto de supermodernidad, los edificios
son en sí mismos parte de la localidad y no pueden mantenerse nunca al
margen aunque se hagan “transparentes”. Lo que ocurre en todo caso es
que invisibilizan una relación de poder: por un lado, s e vuelven referente
o recordatorio del mundo deseable, del mundo que debe-ser y al cual la
humanidad en su conjunto se dirige; y por el otro, simultáneamente se
trata de un objeto al que es posible resistir cultural y espacialmente 1 .
Como vemos, la deslocalización produce una reacción inevitable en los
habitantes que lo recorren, que lo usan o lo refieren, a pesar de que en
la mayoría de ciudades del mundo se trate ya de un fenómeno
completamente naturalizado.
Esto nos mete de lleno en el quid de la cuestión: ¿cómo se producen
estos “no-lugares”? Es decir, ¿qué es lo que hace viable
su deslocalización y su reproducción masiva en todas las ciudades del
mundo? Sabemos que la fuerza de un mundo interconectado produce
imágenes que son retomadas y resignif icadas en contextos diversos, pero
ello no explica porque los objetos espaciales son “capaces”
de deslocalizarse; por qué un edificio puede producirse en un entorno al
que no pertenece, y a pesar de todo ahí mantenerse y desarrollarse. Más
allá de la habitual respuesta que antepone el dinero o el deseo/necesidad
de usuarios individuales y/o colectivos, queremos proponer otra vía: la
fetichización.
Si bien el término hace referencia en primer término al contexto religioso,
nosotros queremos referirnos más bien, al contexto del fetiche en la teoría
marxista:
“Las características del proceso fetichista analizado por Marx son, en
primer lugar, el hecho de atribuirle a un objeto una característica que no
le corresponde ni le pertenece. El fetichismo consiste en dotar a
determinado objeto de cualidades o atributos que no les son propias de
su “naturaleza” (social), de su esencia (social), de su definición en tanto
objeto (social). (…) Focalizando nuestra mirada en la especificidad de la
teoría marxiana: ¿Cuál es el objeto al que se le atribuyen características
que no le pertenecen y hacia el cual se desplazan atributos humanos? En
la aproximación marxiana más abstracta —la del comienzo de El Capital—
el “objeto” en cuestión es la mercancía, es decir, la forma social que
adoptan los productos del trabajo humano producidos en condiciones
mercantiles.” (Kohan, N., 2009, p. 384)
Pensamos que este proceso al que Néstor Kohan hacer referencia, no es
otro que el de la disgregación que acompaña a la modernidad desde su
origen. Incluso nos inclinamos a pensar que justo lo que conocemos como
modernización del mundo, en realidad es un proceso de fragmentación
que inicia con la escisión del sujeto medieval de la estructura social que
lo conformaba, y que culmina con el actual individualismo consumista de
la sociedad posmoderna. La separación del sujeto del mundo material -
esta conciencia de sabernos entes diferentes del m undo que percibimos-
será ratificada posteriormente por la dicotomía cartesiana mente/cuerpo
que hará posible la posterior división entre el trabajo y la mercancía.
El objeto arquitectónico, como producto del trabajo humano, fue también
separándose de sus productores esencialmente a partir de dos
concepciones que fundamentan la modernidad: la ruptura con el pasado
y el nacimiento del sujeto cognoscente que el artista renacentista
configurará como su espectador.
En el primer caso, la fetichización del objeto arquitectónico, y por
supuesto, su deslocalización, tienen lugar en el momento en que la
tradición o la continuidad del sentido común comienza a ser vista como
un estorbo para la conformación del conocimiento científico. A decir de
Descartes, había “(…) que eliminar todas las fuentes posibles de
incertidumbre, ya que la causa principal de los errores en la ciencia
proviene de la excesiva familiaridad que tiene el observador con su medio
ambiente social y cultural.” (Castro -Gómez, 2005, p. 25). La propuesta
entonces es hacer un corte y empezar desde cero:
“Comenzar todo de nuevo significa tener el poder de nombrar por primera
vez el mundo; de trazar fronteras para establecer cuáles conocimientos
son legítimos y cuáles son ilegítimos, definiendo además cuáles
comportamientos son normales y cuáles patológicos. Por ello, el punto
cero es el del comienzo epistemológico absoluto, pero también el del
control económico y social sobre el mundo.” (Castro -Gómez, 2005, p. 25).
En consecuencia, y como puede constatarse a través de la historia de la
arquitectura europea, la producción espacial se fue haciendo cada vez
más ajena al contexto social y fue abogando más por el discurso de
“universalidad” que representaba al poder colonial del pensamiento
científico. Ejemplo ilustrativo de ello es lo que proyectó Thomas Jefferson
para el Capitolio Estatal de Virginia (Imagen 4), o bien, lo que Pierre
Contant d’Ivry ideó para la Iglesia de la Madeleine en París, espacios
creados bajo los postulados formales griegos que nada tenían que ver con
el contexto social de la Norteamérica y la Francia dieciochesca. Mención
aparte merece la contradicción heredada de la deslocalización que
continuamente exige la “universalidad” moderna, porque justo cuando
Descartes abogaba por el sujeto limp io de toda contaminación cultural
para producir un conocimiento “verdadero”, el neoclasicismo eligió un
estilo histórico completamente localizado en el tiempo y en el espacio. Se
trata pues, de la contradicción esencial que habilitó el fetichismo
arquitectónico.

Capitolio Estatal de Virginia de Thomas Jefferson


De la segunda concepción ya hemos hablado con anterioridad
(https://bit.ly/2OEyciB), así que únicamente haremos un resumen de la
escisión que comienza con el Renacimiento Italiano.
Sabemos que la arquitectura estaba considerada hasta este momento
como un arte vulgar, un producto del trabajo manual que junto con la
pintura y la escultura, no formaba parte de las artes intelectuales.
Comenzó a serlo a partir de que los artistas italianos -que en su mayoría
practicaban las tres cosas cosas- comenzaron a separar el “cascarón”,
que conformaba el espacio en sí, de su uso social. Ello no significó que
no se considerara importante el valor de uso del edificio, sino que más
bien, comenzó a ser apreciado mucho más por sus valores formales. De
hecho, las variantes tipológicas eran muy pocas, esto es, el tipo de
edificios que los artistas-arquitectos podían producir, pero la riqueza
formal que podían explotar en aquellos que estaban autorizados a crear,
tomaba un giro inusitado. El artista, como pequeño dios, creaba una obra
para ser contemplada y admirada reproduciendo al mismo tiempo, el
objeto que el observador neutro de la ciencia moderna -el sujeto
cognoscente- necesitaba para existir.

Vivienda gurunsi

El fetichismo arquitectónico, que prácticamente no difiere en nada de la


fetichización de cualquier mercancía, ha hecho que el habitar 2 se
convierta en un acto de consumo sin la capacidad de entender que se
trata siempre de un espacio localizado, rico en significados comunitarios
y producto de la interacción social (sirva la vivienda gurunsi 3 como
ejemplo. Imagen 5). Hemos eclipsado esta concepción a cambio del
dogma que nos dice que los edificios valen por su forma, por su función
o por su interacción, cuando es justo la idea contraria la que nos ayudaría
a dejar de fetichizarlos. Lo que verdaderamente debería tener el máximo
valor es el trabajo colectivo puesto en el espacio para significarlo, para
impregnarlo de memoria y para construir con ello una cosmo gonía que le
de sentido a la comunidad que lo vive y lo experimenta. Justo lo que ha
decidido destruir y olvidar nuestro propio tiempo.

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