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DEMOCRACIA DIRECTA

Por

Á. GARRORENA MORALES

Publicado en Manuel Aragón Reyes (Coordinador); Temas básicos de Derecho


Constitucional, Tomo I: Constitución, Estado Constitucional y Fuentes del
Derecho, Madrid, Civitas, 2001, páginas 123 a 125

I. Democracia directa y “principio de identidad”. – La democracia directa es


aquella forma de intervención de los ciudadanos en la adopción y control de
las decisiones públicas que se realiza con la participación inmediata de
aquéllos en tales actos. Así comprendida, la democracia directa responde a las
exigencias del principio de identidad en cuanto supone la plena identificación,
entre pueblo y Estado; la democracia existe no porque los actos de los
gobernantes puedan quedar referidos al consentimiento de los gobernados,
sino porque gobernantes y gobernados son las mismas personas. Democracia
directa se opone, así, a democracia representativa, basada esta última en el
principio de representación, para el cual la sociedad accede al Estado tan sólo
a través de una clase gobernante, diferenciada de los gobernados, que ejerce
el poder en el nombre y con la representación de éstos. La idea de democracia
directa comporta, pues, el grado más alto – también más difícil e idealizado –
de aspiración a la democracia; por eso es común referirse a ella como
“democracia pura”, “radical” o “de identidad”.

II. Formas de existencia: la democracia directa como sistema y como


técnica. Sentado lo anterior, es claro que la democracia directa existe de dos
modos diferentes: a) Unas veces, esa intervención ciudadana inmediata es la
forma misma de existir del poder del Estado y, por tanto, del Estado mismo.
Hablamos entonces de democracia directa como forma de Estado o sistema
político, esto es, como totalidad instituida que existe básicamente en la
identidad de gobernantes y gobernados. El ejemplo clásico de dicha fórmula
(aparte la Landsgemeinde suiza) es la democracia ateniense que se cita con
las reformas de Clístenes (507 a. C) y llega al año 338 a. JC, sistema en el
cual la estructura fundamental de gobierno es la Ekklesía o Asamblea popular,
capaz de reunir a todos los ciudadanos y cuyo espíritu lo sintetiza
perfectamente EURÍPIDES en Las Suplicantes cuando dice “La libertad cabe en
estas palabras: quien quiera dar un buen consejo a la ciudad, que avance y
hable.” b) Las más de las veces, en cambio, nos referimos a la democracia
directo no como la única forma que adopta la intervención de los ciudadanos
en los asuntos público ni, por tanto, como la forma misma del Estado, sino tan
sólo como una forma, coexistente con otras, de resolver el problema de la
participación ciudadana en las decisiones públicas. De este modo, la
democracia directa no existe aquí como “sistema” sino como técnica de
participación; de donde es incluso más correcto hablar de “técnicas de
democracia directa” (referéndum, iniciativa legislativa popular, veto,
revocación...) que de “democracia directa” en sentido propio. Como estas
otras formas coexistentes de participación no pueden dejar de contener algún
tipo de referencia a la existencia de representantes, democracia directa y
principio representativo incrementan aquí su relación de tensión en cuanto
ambos conviven en un mismo marco. Pero la dialéctica entre ellos será muy
distinta según el contexto institucional en que la misma se produzca.

III. La democracia directa como técnica. Sus tres modelos. –


Efectivamente, el recurso a la democracia directa como conjunto de técnicas
puede producirse en un triple contexto, lo que supone unas razones diferentes
y una funcionalidad distinta en cada caso: a) En el modelo que conocemos
como democracia popular (versión jacobina de 1793; ROUSSEAU,
CONDORCET; Comuna de 1871; versión soviética...) el recurso a las técnicas
de democracia directa se hace para reintegrar sistemáticamente a la
democracia en su plenitud de inmediación popular, una vez que resulta
imposible prescindir de los mandatarios; los diputados elaboran las decisiones,
pero el pueblo controla en todo momento, a través de tales técnicas, la
coincidencia última de esa decisión con el criterio ciudadano (veto popular a la
ley no querida; renovación del diputado que se separa de la opinión de sus
electores...). De este modo, las técnicas de democracia directa son aquí,
todavía, una forma compleja, pero cierta, de seguir aspirando a la democracia
como sistema, esto es, de intentar que la voluntad gobernante siga
coincidiendo en identidad con la de los propios gobernados. Su tensión con la
democracia representativa consiste, pues, en pretender elevar de condición a
la representación llevándola a una plenitud democrática que, en principio no le
pertenece, b) Una función distinta cumplen las técnicas de democracia directa
en los regímenes autoritarios (utilización napoleónica del plebiscito; recepción
franquista del referéndum...), toda vez que aquí su tensión con la democracia
representativa consiste en disimular la carencia de esta última, c) Un tercer
contexto se abre, en fin, para estas técnicas hacia el primer tercio de este
siglo (Constitución de Weimar, de 1919; austríaca de 1920; española de
1931...) cuando el constitucionalismo demoliberal europeo, que hasta
entonces había existido tan sólo como democracia representativa, comienza a
considerar la posibilidad de incluir a su lado ciertas formas de democracia
directa. La ocasión para ello la creó la grave crisis de prestigio que por
entonces padecieron el Parlamento y los propios parlamentarios (lentitud
deliberante, ineficacia, ineficacia, desconexión de la opinión popular...),
situación en la cual las instituciones de democracia directa aparecieron como
mecanismos capaces de corregir y compensar tales deficiencias. En este
modelo, pues, la dialéctica entre democracia directa y democracia
representativa no se produjo en el sentido de la superación o del cómplice
disimulo de la ausencia de esta última, sino, antes bien, en el de su mera
corrección, lo que es muy distinto, por que supone la aceptación de la
representación como forma normal y común de la democracia. De todos
modos, también aquí la concurrencia de ambas formas terminó suscitando
inevitables tensiones.

IV. Tensión entre democracia directa y principio representativo en el


constitucionalismo demoliberal. – Las técnicas de democracia directa son,
pues, en su originaria comprensión demoliberal, un modo de corregir y, por
tanto, de defender a la democracia representativa; admitiendo la posibilidad
de consultar directamente al pueblo, se piensa, estimulamos a los diputados a
que no actúen de espaldas a sus electores. Max WEBER decía por ello
(economía y Sociedad, 1922) que el referéndum es, esencialmente, un
instrumento utilizable frente a Parlamentos corrompidos; y CARRÉ DE
MALBERG defendió en 1931 la conveniencia de hacer compatibles referéndum
y democracia parlamentaria.

Sin embargo (lógica tensión entre el “principio de identidad” y el “principio


representativo”), el pensamiento demoliberal advirtiendo también desde el
principio la otra cara de la moneda: a) ese fin corrector sólo se alcanza al
elevado precio de desautorizar a las instituciones representativas y de
coadyuvar, por tanto, al desprestigio del régimen parlamentario. Es lógico,
pues, que la coexistencia de representación y democracia directa suscite con
frecuencia la desconfianza de la clase política. ¿Quién querría ser diputado en
estas condiciones?, se preguntaba ya ESMEIN por aquellos años. Además,
suele recordarse, las técnicas de democracia directa: b) son manipulables con
ventaja desde el poder; c) reducen el pluralismo, al costreñir las opciones al sí
o el no; d) son conservadoras, ya que el ciudadano no vota avances que
impliquen sacrificios; e) y son, en fin, un modo cómodo de eludir el
planteamiento técnico de las cuestiones en beneficio de su tratamiento más
populista.

IV. Sobre la imposibilidad de la democracia directa como forma de


democracia. – Últimamente es posible encontrar planteamientos en los que no
sólo subyace la desconfianza hacia las instituciones de democracia directa sino
incluso de negación de ésta como categoría autónoma, esto es, como
posibilidad (BOCKENFORDE, Demokratie und Reprasentation, 1983). No se
trata sólo del viejo argumento sobre la inviabilidad de la democracia directa
como forma de Estado (la democracia ateniense pudo existir porque la
mayoría, esclavos y metecos, no eran ciudadanos; ROUSSEAU admitía que
éste era un tipo de gobierno para los dioses, no para los hombres...) sino de
recordar además que, con la categoría “democracia directa”, se está
formulando un concepto irreal de democracia, ya que en ella la voluntad
popular viene siempre considerada como simple respuesta a alternativas
creadas por los representantes, lo que presupone la existencia de éstos y
prueba, así, contra la autonomía conceptual de una democracia
verdaderamente inmediata.

VI. La democracia directa en la CE 1978. – Sea cual fuere nuestro criterio


respecto de la cuestión anterior, nuestra historia constitucional estuvo
comprometida desde sus inicios con las formas propias de la democracia
parlamentaria. En consecuencia (salvo una incipiente recepción del
referéndum en los proyectos de régimen local de Maura y Canalejas y en el
Estatuto Municipal de Calvo Sotelo, de 1924), las instituciones de democracia
directa no existieron entre nosotros hasta que el artículo 66 de la Constitución
de la Segunda República admitió la figura del referéndum. Y aun este
reconocimiento, que desaté en seguida la natural desconfianza de la clase
política (lo que estamos instaurando es “un sistema de apelación contra la
voluntad de las Cortes”, decía un diputado en las Cortes constituyentes), fue
tan sólo una victoria formal, pues el Parlamento se cuidó mucho de no aprobar
después la ley de desarrollo necesaria para su aplicación.
Tras el paréntesis franquista, que supuso la asunción autoritaria de la
democracia directa (Ley de referéndum de 1945; referendos de 1947 y
1966...), la CE 1978 ha retornado a nuestra tradición demoliberal y, con ella,
a su conocida doble actitud de recepción y desconfianza frente a las
instituciones de democracia directa. El artículo 87.3 ha recibido la figura de la
iniciativa legislativa popular, a la que después ha dado desarrollo la LO
3/1984, de 26 de marzo; y el artículo 92 ha constitucionalizado el instituto del
referéndum, desarrollado a su vez por la LO 2/1980, de 18 de enero. Pero ya
desde el propio debate constituyente el conocido recelo de la clase
parlamentaria (la soberanía del Parlamento puede verse “absolutamente
menoscabada”. Diría SOLÉ TURA) volvió a hacer su aparición, condicionando
el modo restrictivo en que iban a concebirse estas figuras. En razón de ello,
esas técnicas: a) quedan sometidas a exigencias superiores a las normales en
Derecho comparado; b) no incluyen alguna de sus más interesantes versiones
(por ejemplo, el referéndum legislativo...); c) y, además, quedan bajo el
control de la propia clase política, que controla su iniciativa (referéndum) o
domina su toma en consideración (iniciativa legislativa popular).

BIBLIOGRAFÍA: AGUIAR, L., Democracia directa y Estado constitucional,


1977. – CONTRERAS, M., Iniciativa legislativa popular y Estado democrático
de Derecho, “RCG”, núm. 8, 1986. – RANÍREZ, M., La participación política,
1985.

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