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Tendemos a creer que uno actúa como es, que los actos
dan testimonio de la esencia. Uno demuestra que es so-
lidario cuando se solidariza, o que es cruel cuando trata
con crueldad. ¿Hasta qué punto no sucede a la inversa?
En nuestra mente ―racional y emocional―hay cier-
tas reglas del juego consolidadas, que configuran nues-
tros principios (más o menos conscientes) y nuestros
hábitos (más bien automáticos): ambos se caracterizan
por la persistencia en el tiempo. Una vez establecidos,
tienden a confirmarse y repetirse. Eso nos hace co-
herentes y previsibles, lo cual nos permite conocernos,
como querían los griegos, y ser conocidos, como pide la
vida en sociedad. Pero también nos aprisiona en lo que
supuestamente somos, y hasta nos sirve de excusa inte-
resada ―‖Lo siento, soy así, a quien no le guste…‖―.
Si la personalidad antecediera maquinalmente al ac-
to, seríamos meros autómatas de lo que ya hemos sido,
y no tendría sentido la moralidad. Sin embargo, el exis-
tencialismo plantea un mensaje liberador: la existencia
precede a la esencia, somos libres para construirnos en
cada acto, nos hacemos haciendo. Aun presionados por
los antecedentes, podemos elegir. Los actos reconstru-
yen los principios y modifican los hábitos. Somos lo
que actuamos, y eso instaura la moral y la ética.
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Lo distinto