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La historia de las culturas políticas en España

(y el extraño caso del «nacionalismo español»)

Ismael Saz
Universitat de València

La historia de las culturas políticas plantea, como se sabe, una serie de pro-
blemas de no fácil solución. Problemas que obviamente tienen mucho que ver
con la noción misma de culturas políticas y que, en cierto modo, condicionan
decisivamente el modo en que cabe afrontar el estudio de los casos concre-
tos; en lo que aquí nos concierne el relativo a la historia de las culturas polí-
ticas en España1. Naturalmente, las dificultades del concepto y su utilización
práctica no obvian su potencial heurístico, más bien al contrario; pero sí exi-
gen un esfuerzo previo de clarificación. Algo que, dicho sea de paso, brilla fre-
cuentemente por su ausencia, lo que revierte, a modo casi de círculo vicioso,
en los problemas de conceptualización inherentes a la noción misma de cultura
política.
En las líneas que siguen intentaremos formular, en primer término, una serie
de breves reflexiones acerca de la historia de las culturas políticas en su sentido
más amplio, sus potencialidades y sus límites. Se intentará trazar, en segundo
término, un somero panorama del desarrollo de la historia de las culturas polí-
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ticas en España, con sus logros y sus contradicciones. Finalmente, se llevará a


cabo una aproximación, crítica y reflexiva, al estudio de un caso concreto, el de
las culturas políticas de los nacionalismos españoles.

El concepto de culturas políticas y sus problemas


No parece necesario desarrollar aquí una defensa del concepto de cultura
política, de su fecundidad y potencialidades. Bastaría decir probablemente al
respecto, que estamos seguramente ante uno de los más necesarios esfuerzos
por articular dos de los campos de la historia contemporánea, y aun de la his-
toria tout court, que han venido a situarse en el centro de la renovación de la

1 Este artículo forma parte del proyecto de investigación HUM2005-03741 financiado por el Mi-
nisterio de Educación y Ciencia.

Benoît Pellistrandi et Jean-François Sirinelli (dir.), L’histoire culturelle en France


et en Espagne, Collection de la Casa de Velázquez (106), Madrid, 2008, pp. 215-234.
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historiografía internacional en las últimas décadas: la historia política y la histo-


ria cultural. Las dimensiones de la historia cultural se han dilatado de tal modo
que hoy en día parece imposible concebir la historia misma sin hacer de la cul-
tura el núcleo central de toda actividad humana, y algo similar ha sucedido con
lo relativo a la noción misma de política.
Recogiendo y articulando —o intentándolo al menos— lo mejor de estas
líneas de renovación, la historia de las culturas políticas ha podido situar en el
centro de las investigaciones el problema de la representación, de las visiones
del mundo; dilatado aún más el campo de lo político; redefinido el espacio, las
fronteras y la articulación de lo político y lo cultural; lo que ha permitido ir más
allá de los reduccionismos de todo tipo, sea en la línea de una vieja historia
social —cuya renovación ha pasado, no en vano, por su reformulación como his-
toria sociocultural—, sea en la línea ideologista en el estudio de las tradiciones
políticas; sea, en fin, en la que situaba la centralidad de lo político, en los parti-
dos y sus estructuras, en sus líderes o en sus programas. Necesariamente inter-
disciplinar, la historia de las culturas políticas ha situado en el centro de la inves-
tigación el problema de los discursos, de los símbolos y de los ritos, de las
prácticas de sociabilidad. Es decir, en resumen, ha desarrollado unos instru-
mentos de análisis que permiten una aproximación al estudio de las actitudes
políticas —desde las de los individuos hasta las de las diversas y múltiples comu-
nidades— que en el pasado aparecían siempre limitadas e insuficientes, cuando
no sesgadas.
Todo ello, sin embargo, debe confrontarse, como se apuntaba, con lo que
hay de problemático en la noción misma. Algo que, como se sabe, surge ya con
la primera formulación del concepto por Gabriel Almond y Sidney Verba2.
Tenía ésta, en efecto, la virtud de interrogarse acerca de las «orientaciones
específicamente políticas, [de las] posturas relativas al sistema político y sus
diferentes elementos, así como [de las] actitudes con relación al rol de uno
mismo dentro de dicho sistema». Lo que se hacía, además, con una vocación
interdisciplinar, en la medida que aspiraba a incorporar categorías procedentes
de la antropología, la sociología y la psicología3. Pero los problemas eran múl-
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tiples: la vinculación a una concepción desarrollista, modernizadora —en el


marco de la teoría parsoniana— de la evolución de las sociedades humanas; la
tradicional jerarquización de los sistemas y prácticas políticos desde una con-
cepción predeterminada —anglosajona— de la democracia liberal y la ciudada-
nía; su carácter consensual, la limitación reduccionista del campo y los métodos
de estudio; y, por supuesto, la idea de que toda cultura política era, y sólo podía
ser, nacional —o mejor de un Estado-nación constituido—. Aunque el problema
fundamental estribaba, tal vez, en el hecho de que la cultura política aparecía
como una variable no dependiente, de modo que eran otras estructuras —y no
las culturales precisamente—, las que explicaban la propia cultura política. La
concepción restrictiva de lo político, en la medida en que la remisión a lo pri-

2 G. Armond y S. Verba, La cultura cívica.


3 Ibid., p. 30.

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vado descarnaba a éste de su dimensión política —una esfera exterior que venía
dada— cerraba el potencial círculo vicioso. Se ha podido decir así que en sus pri-
meras formulaciones el concepto de cultura política tendía a usarse de un modo
que ni era político ni era cultural4.
No se trataba, desde luego, de problemas menores. Y de algún modo las dos
cuestiones señaladas en último lugar —el carácter autónomo de la cultura polí-
tica y su incardinamiento entre lo privado y lo público— gravitarán hasta el pre-
sente en las nuevas líneas de recuperación del concepto tras su relativo eclipse
en la década de los setenta.
Líneas de recuperación que como es sabido se producen en buena medida
a partir de la crisis de grandes paradigmas que, bien habían estado en los orí-
genes del concepto —las teorías de la modernización—, bien habían llevado a
cabo la critica más radical al mismo —los enfoques marxistas y la vieja historia
social en sus múltiples combinaciones—. Pero, por esta misma razón, las líneas
de recuperación del concepto serán múltiples, tantas como las de la renovación
de las distintas ciencias sociales y el modo en que se han producido las «trans-
ferencias» de unas a otras, de la ciencia política a la sociología cultural, de la
antropología a la semiótica, de la historia cultural a la historia sociocultural.
No es el momento, por supuesto, de entrar en profundidad en el modo en
que se han producido todos estos cambios y evoluciones. Pero sí de constatar
que al final del camino venimos a encontrarnos un poco ante concepciones de
las culturas políticas que, por más que tengan en común la centralidad que con-
fieren a lo cultural y lo político, presentan diferencias notables que atañen tanto
a la articulación de ambas variables —y su interrelación con la «realidad social»—,
como a la conceptualización y a las prácticas.
En este sentido cabe constatar como una de las más fecundas líneas de recu-
peración la que parte de la insatisfacción con la vieja historia social para, incor-
porando múltiples y diversos enfoques —la antropología de Geertz, la
lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss, las aportaciones en
planos diversos de E. P. Thompson, Foucault o Bourdieu— desembocar en una
«nueva historia cultural»5 que venía a situar la cultura en el centro de los proce-
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sos históricos. Se configuraba así un intento de superar la dicotomía entre el


ámbito de lo cultural y el de lo «real» —social o político— mediante el recono-
cimiento de lo primero como un entramado simbólico de actividades, repre-
sentaciones y prácticas, que dotadas de su propia lógica, son constitutivas, ellas
mismas, de lo «real» social y político. De este modo, la cultura política se «libe-
raría» de su carácter dependiente respecto a otras estructuras para convertirse
en una estructura independiente, capaz por sí misma de dar sentido y hasta de
configurar la evolución de los procesos políticos y sociales. Muyvinculada al estu-
dio de la Revolución francesa, esta línea ha tenido en Baker o Chartier algunos de

4 Una crítica que por cierto la autora hace extensiva en este aspecto concreto a los primeros des-
arrollos del concepto de esfera pública de Habermas. Ver M. R. Summers, «¿Qué hay de político
o de cultural en la cultura política y en la esfera pública?».
5 L. Hunt (ed.), The New Cultural History.

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sus mejores referentes6. El primero, en una de sus formulaciones más nítidas y


radicales, define la cultura política en términos de discurso y prácticas simbóli-
cas. Si lo político, dice este autor, es «la actividad a través de la cual los indivi-
duos y grupos de cualquier sociedad articulan, negocian, implementan e
imponen las demandas respectivas que se hacen entre ellos y al conjunto», la
cultura política sería «el conjunto de discursos, o prácticas simbólicas, mediante
las cuales se realizan estas demandas»7. La cultura política así entendida

comprende las definiciones de las posiciones relativas de sujeto desde las


que individuos o grupos pueden (o no) realizar legítimamente sus
demandas a los demás y, por consiguiente, de la identidad y los límites de
la comunidad a la que pertenecen. Constituye los significados de los tér-
minos en que se formulan esas demandas, la naturaleza de los contextos
en que se inscriben y la autoridad de los principios en razón de los cua-
les dichas demandas adquieren su legitimidad. Determina la constitución
y el poder de las acciones y procedimientos mediante los que se resuel-
ven las disputas, se arbitran legítimamente los conflictos entre deman-
das y se imponen las decisiones. La autoridad política, es desde este
punto de vista, esencialmente una cuestión de autoridad lingüística8.

Una formulación que une a su nitidez una cierta propensión a una suerte de
reduccionismo lingüístico que desdibujaría la distinción entre el discurso y las
relaciones sociales o entre las prácticas discursivas y las no discursivas9.
Naturalmente, esta caracterización, con su énfasis en el discurso —y en el len-
guaje— no es la única entre las que han querido romper las viejas dicotomías
entre lo cultural y lo social, lo privado y lo público, las perspectivas micro y las
macro10. Pero lo que nos interesa aquí especialmente son las aportaciones del
otro gran núcleo de recuperación del concepto de cultura política en la histo-
riografía francesa, el nucleado en torno a la revista Vingtième Siècle, que incor-
pora, como el anterior, algunas de las mejores líneas de renovación de la historia
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6 K. M. Baker, Inventing the French Revolution; R. Chartier, Los orígenes culturales de la Revo-
lución francesa.
7 K. M. Baker, «Introduction», p. xii; Id., «El concepto de cultura política en la reciente his-
toriografía sobre la Revolución francesa», p. 94.
8 Id., «El concepto de cultura política en la reciente historiografía sobre la Revolución fran-
cesa».
9 Cf. R. Chartier, «La historia entre narración y conocimiento».
10 Desde la sociología cultural, las contribuciones de Alexander y Sewell, por ejemplo, han in-
tentado superar la aludida dicotomía entre las estructuras culturales y las fuerzas materiales, subra-
yando a un tiempo su autonomía y su imbricación e interdependencia. J. Alexander, «Analytic
debates»; W. H. Sewell, «ATheory of Structure». Desde lo que se ha llamado perspectiva de la
interpretación en sociología, que ha señalado la centralidad de la cultura para el estudio de los in-
tereses y la estructura social y reivindicado con rotundidad la pluralidad de las culturas políticas. Cf.,
M.ª L. Morán, «Sociedad, cultura y política». De nuevo en el terreno de la historia, desde la All-
tagsgeschichte, Carola Lipp ha abogado por una antropología política que relacionando la política
con la vida cotidiana superara la separación clásica entre las esferas privada y pública. C. Lipp,
«Writing History as Political Culture».

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política y de la historia cultural. Sin entrar tampoco en este caso en las diversas
líneas de renovación de los estudios —desde la figura central de René Remond
en la historia política, a las aportaciones de Alain Corbin y Maurice Agulhon11—,
puede afirmarse que en los enunciados de Jean-François Sirinelli y Serge Bers-
tein encontramos uno de los mapas más elaborados de lo que es el concepto de
culturas políticas, de su fecundidad y de sus prácticas. Del primero podemos
retener una clara exposición de las potencialidades del concepto:
Si se admite que esta noción designa el conjunto de representaciones
que vinculan un grupo humano en el plano político, es decir, una visión
del mundo compartida, una común lectura del pasado, una proyección
en el futuro vivida conjuntamente, pueden apreciarse inmediatamente
las virtudes heurísticas de tal noción12.

Y el mismo autor escribe, de un modo más desarrollado:


[La cultura política] puede entenderse, de hecho, a la vez, como una
especie de código y un conjunto de referentes (especialmente, creencias,
valores, memoria específica, vocabulario propio, sociabilidad particular,
ritualizada o no), formalizados en el seno de un partido o difundido más
ampliamente en el seno de una familia o de una tradición políticas, y que
le confiere una identidad propia. Lo que significa, concretamente, que
una cultura política es un conjunto de representaciones que configura un
grupo humano en el plano político, es decir, una visión del mundo com-
partida, una común lectura del pasado, una proyección en el futuro vivida
conjuntamente. Y que toma cuerpo, en el combate político cotidiano, en
la aspiración a una u otra forma de régimen político y de organización
socio-económica, al mismo tiempo que sobre normas, creencias y valo-
res compartidos13.

En una dirección similar, Berstein ha precisado con claridad la superioridad


explicativa de esta noción, en cuanto conjunto o sistema de representaciones
constitutivas de la identidad de una familia o tradición política, sobre las viejas
nociones reduccionistas de partido o fuerza política14; ha subrayado la impor-
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tancia de la interiorización y estrecha imbricación de toda una serie de pará-


metros (fundamentos filosóficos o doctrinales, referentes históricos e institu-
cionales, visiones de la economía y la organización social…) como elemento de
fuerza de las culturas políticas; y el papel de los símbolos, los ritos y el discurso
en la expresión del conjunto15. Al subrayar tanto la coherencia como la com-
plejidad y pluralidad de las culturas políticas, se podía dar cuenta asimismo tanto
de la larga duración de las culturas políticas como de su carácter histórico. Así,

11 Cf., J.-F. Sirinelli, «De la demeure à l’agora», pp. 385-386; también P. Poirrier, Les enjeux
de l’histoire culturelle, pp. 283-284.
12 J.-F. Sirinelli, «De la demeure à l’agora», p. 391.
13 Id., «Éloge de la complexité», p. 438.
14 S. Berstein, «Nature et fonction des cultures politiques», pp. 9-10.
15 Id., «Les cultures politiques à la fin du xx e siècle».

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las culturas políticas nacerían en un momento dado de la historia, evoluciona-


rían con la sociedad en la que se inscriben, podrían declinar, y, si bien no morir,
sí combinarse con otras culturas políticas para dar lugar a nuevos conjuntos16.
Ligadas, en fin, a las distintas familias políticas, las culturas políticas podrían ser
transversales a varias de ellas.
Dado que no se trata aquí de exponer en toda su riqueza el modo en que la
historiografía francesa reciente ha desarrollado la noción de culturas políticas
ni el modo en que ésta se ha aplicado en los diversos estudios, nos limitaremos
a constatar que nos encontramos aquí con una serie de aproximaciones en
parte coincidentes y en parte divergentes con otras formulaciones vistas más
arriba. La necesaria relación entre cultura y política, con la correlativa necesi-
dad de articularlas en la noción de cultura política, la centralidad de la repre-
sentación, lo simbólico y el discurso, la idea de la pluralidad de las culturas polí-
ticas, estarían, entre otras entre las primeras. Junto a ello, sin embargo, la mayor
riqueza descriptiva de la aproximación francesa contrastaría con una mayor pre-
cisión conceptual —estemos o no de acuerdo con ella— en la considerada ante-
riormente. Del mismo modo que la ruptura de esta última con la tradicional
dicotomía entre lo cultural y lo social, aparecería mucho más diluida. Berstein,
por ejemplo, parece contraponer cultura política y «realidad» o «representa-
ciones» y «realidad objetiva»17.
Lo que se trataba de precisar, en cualquier caso, a través de este rapidísimo
recorrido por algunas de las más importantes líneas de recuperación del con-
cepto de culturas políticas —y sin obviar las pervivencia en la práctica de algu-
nos de los planteamientos nodales de Almond y Verba, así como sus sucesivas
reformulaciones y revisiones18—, es que el concepto de culturas políticas sufre
hoy en día de una serie de problemas e indeterminaciones que si bien no las-
tran su fecundidad y necesidad sí limitan muchas de sus potencialidades.
En este sentido, la primera cuestión a retener es que más allá de las coinci-
dencias en lo esencial, la noción de culturas políticas no es unívoca, sino que
por el contrario encontramos al menos tres acepciones que responden a dis-
tintos enfoques teóricos, con diferentes delimitaciones del campo de estudio
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y, consecuentemente, aplicaciones y prácticas muy diversas. Esto no constituye,


desde luego, ninguna excepcionalidad en el campo de las ciencias sociales. En
este caso, sin embargo —segunda cuestión a retener— dicha circunstancia viene
acompañada de una falta de comunicación y debate que en muchas ocasiones
lleva a la ignorancia absoluta de las contribuciones —y aún de la existencia— de
los otros enfoques o nociones. Resulta de ahí, en tercer lugar, una falta de cla-
rificación frecuentemente agravada por el hecho de que muchos historiadores,
sociólogos o politólogos no sienten la necesidad siquiera, a la hora de acome-
16 Id., «Nature et fonction des cultures politiques», pp. 21-26.
17 Id., «La culture politique», pp. 380-381.
18 Por ejemplo, y también desde una perspectiva de acentuación de la importancia de las tradi-
ciones culturales, los trabajos de R. Putman, Making Democracy Work e Id., Bowling Alone. Véase,
para una muy reciente visión de conjunto, J. de Diego Romero, «El concepto de “cultura polí-
tica” en ciencia política y sus implicaciones para la historia».

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ter el estudio de una determinada cultura política, de precisar el marco con-


ceptual en el que se mueven. La indeterminación conceptual, junto con el
fenómeno de las «modas» —historiográficas y en las ciencias sociales en gene-
ral—, termina por propiciar una suerte de nominalismo por el cual es historia de
las culturas políticas aquello que se autodefine como tal, aunque no lo sea, y, a
su vez, no lo es aquello que no se refiere explícitamente al término, por más
que pueda constituir una aportación fundamental19. Finalmente, al calor de la
moda y la indeterminación, no es infrecuente encontrar estudios y referencias
a culturas políticas que no hacen sino trastocar tal denominación a lo que ante-
riormente se denominaba ideología o partidos políticos.
Se trata, por supuesto, de problemas que no invalidan el hecho de que, aun en
el peor de los supuestos y de las utilizaciones del término, algún avance se expe-
rimenta en el tratamiento de los objetos de estudio. La historia de las culturas
políticas en España, en absoluto «excepcional», puede constituir un ejemplo,
entre otros muchos, de ambos extremos.

La historia de las culturas políticas en España


No es de extrañar que el primer impacto de la noción de culturas políticas
en España se produjese en el marco de la sociología; y que lo hiciese además
en la acepción original de Almond y Verba. Se producía esto especialmente en
los tiempos de la transición de la dictadura a la democracia. Esto es, en un
momento en el que las incertidumbres del presente parecían hacer pertinente
el interrogarse acerca de la cultura política de los españoles, sobre si sus valo-
res eran democráticos o no, sobre el modo en que se situaban frente a los dis-
tintos sistemas políticos. De ahí también, que el método empírico del modelo
original, en la forma de encuestas de opinión, fuera, aunque no siempre, el
dominante en estos estudios20. Esto no quiere decir, naturalmente, que desde
el campo de la sociología política se haya abandonado posteriormente el con-
cepto21. Y algunos trabajos recientes sobre la cultura política de los españoles
vienen a certificar la vigencia en este campo de los enfoques próximos a las for-
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mulaciones de Almond y Verba22.


Muy distinta ha sido la recepción del concepto en el campo de la historio-
grafía. La gran influencia del marxismo y Annales, de la «vieja historia social»
entre los jóvenes historiadores que protagonizarían la renovación de los estu-
dios en España en el tardofranquismo y la democracia generó un cierto retraso
desde el punto de vista de la recepción de los nuevos enfoques y líneas de

19 Nadie parece acordarse, por ejemplo, a la hora de señalar precedentes o fuentes de inspira-
ción, de Mosse, no obstante el carácter seminal de algunos de sus trabajos, desde La nacionaliza-
ción de las masas a De la Grande Guerre au totalitarisme.
20 Cf., F. J. Caspistegui, «La llegada del concepto de cultura política a la historiografía espa-
ñola»; M.ª L. Morán, «Élites y cultura política en la España democrática», pp. 203-205.
21 Por ejemplo, M.ª L. Morán yJ. Benedicto, La cultura política de los españoles.
22 Por ejemplo, la mayoría de los trabajos compilados en P. del Castillo e I. Crespo (eds.),
Cultura política.

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renovación de la propia historia social o de la historia política. No es que no se


expresara más adelante la insatisfacción por algunos de los constreñimientos de
una u otra, o que faltase una voluntad —y capacidad— de recepción de las nue-
vas aportaciones de la historiografía internacional. La renovación de la historia
política, con René Rémond como principal referencia23, y la de la nueva histo-
ria cultural, con la recepción de los nuevos planteamientos de Furet o Chartier,
entre otros, también encontraron el eco debido24. Con todo, parecía y parece
seguir existiendo una distancia insalvable entre el terreno de la recepción y el
de la reflexión y elaboración teórica propia.
Buena parte de lo dicho vale para —y contribuye a explicar— la evolución de
la historia de las culturas políticas en España. Su recepción fue, en efecto, tar-
día y con frecuencia mimética. Apenas si contamos todavía hoy con alguna
reflexión acerca de la historia de las culturas políticas en España25; y, ni qué
decir tiene que tampoco ha existido debate alguno. Lo que no quiere decir que
el término no haya proliferado en múltiples trabajos, aunque sin que ello vaya
acompañado en la mayoría de los casos de la más mínima referencia al modelo
en que tal referencia se inscribe. No sabemos con frecuencia de qué se habla
cuando se habla de culturas políticas. A veces parece una especie de comodín
historiográfico a la moda; en ocasiones, culturas políticas aparece como mero
sustitutivo de ideologías, partidos, grupos o tradiciones.
Algunos de los problemas apuntados no difieren, como decíamos, de los
señalados al referirnos a las distintas líneas de la historiografía o ciencias sociales
en general en el plano internacional. Pero como señalábamos también en ese
momento, estas deficiencias no impiden que la recepción del concepto no haya
tenido un efecto positivo —incluso en los peores casos— en la evolución de los
estudios. De una forma ramplona, cabría decir —pero este es el problema intrín-
seco a la noción de culturas políticas—, que de algún modo hay que profundizar
en los aspectos culturales y su relación con los políticos, aunque no se sepa muy
bien como hacerlo o desde qué presupuestos teóricos o historiográficos.
Todo ello complica extraordinariamente la tarea de trazar una aproximación a
la evolución de los estudios sobre la historia de las culturas políticas en España.
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Toda vez que junto a las imprecisiones aludidas encontramos algunas excepcio-
nes en cuanto a la existencia de referencias explícitas; excelentes aplicaciones de
modelos de referencia, por más que la naturaleza de los trabajos aconseje obviar
mayores reflexiones sobre el concepto; y magníficos estudios que aún sin men-
cionar el concepto constituyen aportaciones sustanciales al objeto de estudio
que bien podrían inscribirse como trabajos de historia de las culturas políticas.
En un aspecto parece existir una quasi unanimidad entre los historiadores
españoles: en la noción de la pluralidad de las culturas políticas españolas, lo
que va asociado generalmente al estudio de las grandes corrientes, tradiciones
23 T. Carnero Arbat, «Introducción».
24 Véase R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea.
25 J. Beramendi, «La cultura política como objeto historiográfico». Donde se lleva a cabo una
serie de sugerentes reflexiones metodológicas, pero girando siempre en torno al modelo de Al-
mond yVerba y algunos de sus desarrollos posteriores.

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y familias políticas contemporáneas. La influencia de la historiografía francesa


aparece así fuera de cuestión. Aunque haya que precisar que en muchos de los
estudios sobre liberalismo, progresismo y republicanismo, la consideración de
las culturas políticas desde la perspectiva del discurso y las prácticas tiene tam-
bién una indudable presencia. Circunstancia que, sin duda, cabe atribuir a la
centralidad del estudio de la Revolución francesa en dicha perspectiva y su rela-
tiva proximidad al objeto de estudio de la revolución española y de las diversas
corrientes del liberalismo español. Podría decirse, por otra parte, que la propia
multiplicidad de corrientes políticas del diecinueve español, así como su frag-
mentación, podrían haber facilitado la propensión de los historiadores a recu-
rrir a una noción, como es la de culturas políticas, mucho más útil para dar
cuenta de fenómenos y procesos de tal profundidad y complejidad. Aunque sea
éste, precisamente, uno de los problemas más interesantes de la historiografía
española, toda vez que la pluralidad de las tradiciones o familias políticas espa-
ñolas no se traduce siempre en la localización de una cultura política para cada
una de ellas, sino que deriva con frecuencia en la localización de varias culturas
políticas en el seno de algunas de ellas.
En lo que al liberalismo se refiere disponemos de estudios excelentes, como
el J. M.ª Portillo sobre la presencia de la religión en el primer constituciona-
lismo español. Un trabajo de gran potencialidad explicativa acerca del peso del
catolicismo en la cultura política del liberalismo revolucionario y, por ende, en
la cultura española del siglo xix 26. Desde otra perspectiva, la renovación de los
estudios del liberalismo español ha venido en buena parte a través de una
recepción crítica y matizada de las aportaciones de Pocock, Skinner o Baker, en
particular en lo que remite a la centralidad del lenguaje en la construcción de
la cultura política liberal27. Más específicamente, la cultura política del progre-
sismo español se ha convertido en un objeto privilegiado de estudio por parte
de los historiadores28. Si bien en este punto podamos hallar desde un trata-
miento unitario de la cultura política del progresismo español29, hasta el que
considera el surgimiento en su seno de diversas culturas políticas30.
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26 Aunque el autor no hable explícitamente en términos de cultura política y remita en una con-
tribución posterior a la noción de «cultura político-religiosa». J. M.ª Portillo, Revolución de na-
ción e Id., «De la monarquía católica a la nación de los católicos».
27 M.ª C. Romeo, «Lenguaje y política del nuevo liberalismo»; I. Burdiel y M.ª C. Romeo,
«Viejo y nuevo liberalismo en el proceso revolucionario»; J. Millán y M.ª C. Romeo, «Was the
liberal revolution important to modern Spain?».
28 Véase M. Suárez Cortina (ed.), La redención del pueblo.
29 J. Pan-Montojo, «El progresismo isabelino», quien, asumiendo la perspectiva de Serge
Berstein —en «Nature et fonction des cultures politiques»— lleva a cabo una sugerente reflexión
acerca de las características de partidos y culturas políticas en la España isabelina. En un sentido si-
milar, M.ª C. Romeo, «La tradición progresista». Asumiendo la caracterización de N. Rousse-
lier, «La culture politique libérale» del liberalismo francés como una cultura política en tanto que
«conjunto de valores y actitudes, complejos e incluso contradictorios», la autora constata que, aun
careciendo de grandes ideólogos o textos programáticos, el progresismo español «se identificó
con unos símbolos, unos emblemas, unos modos y unas memorias del pasado que, además de ci-
mentar una identidad específica, impulsaron el triunfo del liberalismo en España».
30 J. L. Ollero, «Las culturas políticas del progresismo español».

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Es en cualquier caso esa perspectiva de la pluralidad la que podría coadyuvar


a comprender el modo en que se articularía(n) la(s) culturas(s) política(s) del
republicanismo español. Se trata de un tema —precisamente por su complejidad
y multiplicidad— en el que se abrieron muy pronto las puertas a una renovación
de los estudios desde una perspectiva cultural31. Un objeto de estudio en el que
no tardaron en apreciarse, como decíamos, los suficientes elementos como para
que pudiera hablarse no de una, sino de dos culturas políticas republicanas, dife-
renciadas inicialmente en términos de un «republicanismo señor y respetable»
frente a un «republicanismo plebeyo y callejero» o de una «cultura libe-
ral/progresista» frente a una «cultura liberal/democrática»32. Una dimensión,
esta de la pluralidad, en la que han profundizado posteriores estudios, hasta
localizar tres culturas políticas republicanas —socialismo jacobino, demosocia-
lismo y demoliberalismo—, que habrían sido fundamentales tanto para el pro-
ceso de formación del movimiento obrero, como para el de la constitución de
la sociedad plural y democrática española33. Debe constatarse, en fin, la fecun-
didad del estudio de las culturas políticas republicanas en el plano local, cuando,
desde las pertinentes reflexiones teóricas y metodológicas, se puede dar cuenta
del modo en que la identidad republicana podría articularse entre los referentes
de nación, género y clase, responder a las expectativas de amplios estratos popu-
lares, y contribuir decisivamente a la democratización de la sociedad34.
En contraste con cuanto llevamos dicho sobre las culturas políticas del libe-
ralismo y republicanismo españoles, es poco lo que se ha hecho desde esta
perspectiva en lo relativo a las familias y tradiciones de las organizaciones obre-
ras. Parecería, como se apuntaba recientemente, que «la aplicación de nuevos
desarrollos historiográficos…, la reconstrucción de culturas, identidades,
memorias colectivas, prácticas o integraciones simbólicas, discursos y lengua-
jes etc., ha preferido otros territorios»35.
No quiere decir esto, naturalmente, que carezcamos de estudios sobre la cul-
tura libertaria, socialista o comunista, por ejemplo, pero sí que raramente se da
el paso hacia su estudio como culturas políticas36.
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31 Véase, especialmente, J. Álvarez Junco, «Los amantes de la libertad».


32 A. Duarte y P. Gabriel, «¿Una sola cultura republicana ochocentista en España?».
33 R. Miguel González, «Las culturas políticas del republicanismo histórico español».
Desde una perspectiva próxima a la del «giro cultural», el autor parte de la existencia de tres ejes
básicos en los «discursos o entramados simbólicos» de dichas culturas: el imaginario social, la na-
rración del devenir y el proyecto social. Una especial atención ha merecido la cultura política de-
moliberal krausista-institucionista, también desde la perspectiva de la pluralidad, aunque desde
perspectivas teóricas más eclécticas, por parte de M. Suárez Cortina. Véase especialmente,
M. Suárez Cortina, El gorro frigio e Id., «Entre la barricada y el parlamento».
34 F. Archiles, Parlar en nom del poble.
35 C. Forcadell, «Introducción».
36 Hay, con todo, algunas excepciones. Por ejemplo, P. Gabriel, «Republicanismo popular,
socialismo, anarquismo y cultura política obrera en España»; A. Mateos, «Historia política, me-
moria y tiempo presente», pp. 272-273, donde se apunta la existencia de diversas culturas políticas
en el seno de las principales familias políticas de la izquierda española en la posguerra; y R. Cruz,
«Como Cristo sobre las aguas».

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Frente a las culturas políticas del liberalismo y el republicanismo, el carlismo


se perfila, como una gran familia o tradición política con una presencia funda-
mental en la sociedad española a lo largo del siglo xix y buena parte del xx.
Pero es también un fenómeno cuya riqueza y complejidad, sus perfiles no bien
definidos, su fuerte identidad por encima de cambios sustanciales en diversos
momentos de la historia contemporánea —del siglo xix al xx, de la Revolución
liberal a la II República y la Guerra Civil—, lo que había, en fin, en él de seme-
jante y diferente respecto de otras experiencias europeas, ha exigido un espe-
cial esfuerzo por parte de los historiadores en el que la aproximación cultural
se mostró particularmente necesaria37. A confirmarlo viene el hecho de que
dispongamos de una excelente monografía, que incorporando las aportaciones
de la antropología, de la historia cultural y de la Alltagsgeschichte entre otras,
haya podido dar cuenta del modo en que tradiciones, prácticas, experiencias,
creencias y mitos, relaciones sociales en el ámbito micro y dinámicas generales
sociales y políticas, se articularon en julio de 1936 para explicar la movilización
carlista en Navarra y Álava38. Como tal cultura política, la carlista ha sido abor-
dada especialmente porJordi Canal fijando la atención en las estructuras e imá-
genes familiares que culminarían en la autorrepresentación del carlismo preci-
samente como una gran familia39, o estudiando los lugares de sociabilidad y las
conmemoraciones carlistas40.

Culturas políticas y nacionalismo español.


Un caso de estudio
Pocas cuestiones han merecido más la atención de los historiadores españoles
en las últimas décadas que la del nacionalismo en todas sus dimensiones y ver-
tientes. Desde la de los nacionalismos españoles y los problemas de la construc-
ción nacional española a la de los nacionalismos alternativos al español. La litera-
tura al respecto es abrumadora, pero no lo es tanto cuando queremos remitirla a
un eventual estudio de las culturas políticas de cualquiera de los nacionalismos
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que han sido en las dos últimas centurias en el suelo hispano. Existe, desde luego,
una excepción: la relativa al nacionalismo catalán. Lo que no es casual, dado que
en este caso existen buena parte de los ingredientes para tratarlo como una cul-
tura política: el discurso y las prácticas de sociabilidad, todo un sistema simbólico
y como nota fundamental, su vinculación a una «familia política», la del catala-
nismo. Naturalmente, la cosa es más compleja y los amplios debates en el seno de
la historiografía catalana dan muestra de ello. Es también en este terreno —en el
que, por lo demás no entraremos— en el que podría mostrar todas sus potenciali-
dades el análisis de los problemas derivados de la intersección entre una eventual

37 J. Millán, «Popular y de orden»; J. Ugarte, «El carlismo hacia los años treinta del
siglo xx»; M. Pérez Ledesma, «Una lealtad de otros siglos».
38 J. Ugarte, La nueva Covadonga insurgente.
39 J. Canal, «La gran familia».
40 Id., Banderas blancas, boinas rojas.

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cultura política nacional y una cultura política del catalanismo. Camino que si bien
en parte ha recorrido la historiografía catalana, en pocas ocasiones lo ha hecho
desde la perspectiva explícita de las culturas políticas41.
Más compleja es la cuestión relativa a los nacionalismos españoles y las difi-
cultades que plantean para su estudio como culturas políticas. Ningún estu-
dioso cuestionará hoy en día lo que el nacionalismo y la nación misma tienen
de construcción cultural. Y al respecto, contamos con excelentes trabajos sobre
la construcción nacional española, sobre la cultura y el nacionalismo españoles,
sobre el alcance y límites de la nacionalización española a lo largo de dos siglos.
Hoy parece descartada la idea de que no hubo un nacionalismo español, libe-
ral, republicano o reaccionario y antiliberal. Pero de ahí a constatar la existen-
cia de una cultura política del nacionalismo español media un abismo. Y ello por
dos razones distintas. Primero, porque más allá de pretendidas identificaciones
acerca de la existencia de una cultura nacional de naturaleza católica, lo que
sobresale en el caso español, como en tantos otros, es la existencia de diversas
culturas nacionalistas enfrentadas, las de las «dos Españas»42. Y, segundo, por-
que esas grandes construcciones culturales, además de multiformes en ambos
casos, son transversales a diversas corrientes, partidos y familias políticas, con
frecuencia incluso políticamente antagónicos, por lo que, salvo que alguna
investigación todavía no realizada venga a demostrar lo contrario, es práctica-
mente imposible hablar de una cultura política del nacionalismo español.
Otra cosa es si nos planteamos el problema del nacionalismo de los nacio-
nalistas. Esto es, el de las dos corrientes fundamentales del nacionalismo anti-
liberal español en el siglo xx. Aquí sí encontraríamos algunos de los elemen-
tos claves necesarios para su consideración como culturas políticas. La pregunta
es si dichos elementos serían suficientes en los dos casos que consideramos, el
del nacionalismo reaccionario y el del nacionalismo populista43.
Empecemos, pues, por una breve descripción del primero de ellos, el del
nacionalcatolicismo reaccionario, antidemocrático y antiliberal de la esenciali-
dad católica de España, que encuentra su primer y principal referente en Mar-
celino Menéndez y Pelayo44. El discurso es coherente y presenta una serie de
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41 Remitimos a título de ejemplo a J. M.ª Fradera, Cultura nacional en una sociedad dividida;
J. Ll. Marfany, La cultura del catalanisme; E. Ucelay-Da Cal, «The Nationalisms of the Pe-
riphery». Tampoco en el caso catalán falta la utilización indiferenciada del término. Por ejemplo,
D. Martínez, «La construcción mítica del “Onze de Setembre de 1714” en la cultura política del
catalanismo». Puede verse, por el contrario, una aproximación a la cultura política del nacionalismo
vasco que constituye una aplicación coherente de la interpretación que se asume —en lo funda-
mental próxima a la de S. Berstein— y que se hace explícita, en M. Aizpuru, «Modelos de movi-
lización y lugares de memoria en el nacionalismo vasco».
42 S. Juliá, Historias de las dos Españas.
43 Como es obvio, esta distinción se asemeja en sus grandes líneas —aunque con sus diferencias
específicas— a la que puede establecerse en el caso francés. Véase al respecto, P. Milza, «Les
cultures politiques du nationalisme français».
44 La bibliografía al respecto es abrumadora. Reseñemos, en cualquier caso, A. Santoveña,
Menéndez y Pelayo y las derechas españolas; y por lo que tiene tanto de clarificador como de polémico
para el largo periodo, A. Botti, Cielo y dinero.

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la historia de las culturas políticas en españa 227

valores y códigos que le proporcionan unidad y coherencia. Pero es también


transversal: no está «corporizado» en una sola tradición o familia política. Apa-
rece, de modo más o menos sistemático en el tradicionalismo, en el catolicismo
político o en segmentos del partido liberal conservador; como aparecerá des-
pués durante la dictadura de Primo de Rivera. Más articulado, coherente y
«corporeizado» aparecerá durante la II República con la configuración de la
revista y sociedad cultural Acción Española. Pero se trata de una sociedad cultu-
ral, no de un partido. Desde luego la coherencia aquí es mayor en todos los
ámbitos del discurso e incluso de (ciertas) prácticas. En el del discurso, en su
abierto carácter reaccionario y contrarrevolucionario, en su esencialidad cató-
lica y la prejudicial monárquica, en la condena absoluta del mundo moderno
posterior a la Revolución francesa (excepto en el económico). En las prácticas,
por su carácter esencialmente elitista en dos de sus acepciones fundamentales:
en su carácter no populista, en la negativa a toda apelación al pueblo, que se verá
siempre en última instancia como una forma de romanticismo e incluso de
democracia; y en su cortejo de las élites: de las militares y las eclesiásticas, de
las económicas y sociales, de las académicas y culturales.
¿Estamos, entonces, ante una cultura política? Mi respuesta aquí, con todas
las precauciones, es que sí. Y ante una cultura política fundamental para la
comprensión de la evolución política y cultural de la España del siglo xx. Más
aún, me atrevería a decir que podríamos estar ante una cultura política «para-
digmática»: no es sólo un grupo u organización. Transversal en el mundo de
la política —de tradicionalistas a la CEDA a algunos falangistas, a los monár-
quicos alfonsinos, por supuesto—, su influencia trasciende ampliamente a sus
redes asociativas. A medio plazo resultaría hegemónica en el franquismo. Es
posible incluso que sólo desde la perspectiva de las culturas políticas sea posi-
ble rastrear las permutaciones y líneas de continuidad con lo que sería el Opus
Dei en la posguerra y los tecnócratas en el gobierno de finales de los cincuenta
y los sesenta.
¿Dónde está el problema entonces? En que no se ha estudiado como cultura
política. Si acaso en el plano del discurso y en una dimensión básicamente ide-
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ológica45. O desde la perspectiva tradicional de combinar análisis ideológico y


algunas dimensiones relativas a los apoyos e influencia social46. No se trata, por
supuesto, de restar valor a todo esto: mucho está dado ya. Pero una aplicación
consecuente de la perspectiva de las culturas políticas que profundizará en otras
dimensiones del discurso, de los códigos simbólicos, de las prácticas políticas y

45 Buena parte de cuanto se dirá en lo sucesivo descansa en el trabajo del autor de estas líneas,
I. Saz, España contra España. Un estudio que podría considerarse como una contribución no ex-
presa al estudio de las culturas políticas de que se ocupa. En este sentido, las consideraciones que
siguen pueden tener tanto de reflexión autocrítica como proyectiva en cuanto a líneas a seguir en
un sucesivo programa de investigación.
46 Especialmente, R. Morodo, Los orígenes ideológicos del franquismo; y P. C. González Cue-
vas, Acción Española, donde se habla de una indeterminada «cultura política de la derecha antili-
beral» (capítulo ii), pero en el que prima la consideración que se apunta en el título, «teología
política».

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de sociabilidad, de su modo de percibirse a sí mismos y respecto de la sociedad


en sus diversas intersecciones, podría dar mucho más de sí: en el terreno de la
historia de las culturas políticas, como un caso profundamente revelador; en el
terreno de la historia de la España del siglo xx, como la cultura política más
importante a la hora de seguir los procesos culturales, sociales y políticos pos-
teriores a julio de 1936.
Los problemas que plantea la consideración del otro gran sector del nacio-
nalismo antiliberal español, el que encontraría su concreción política en la fas-
cista Falange Española de las JONS, son de otra índole. En efecto, los antece-
dentes culturales de ésta, plenamente seculares, se hallan en las antípodas del
anterior, en las corrientes regeneracionistas surgidas como específica respuesta
española frente al casi universal clamor contra la decadencia de la patria. El
nacionalismo que surgió en este contexto no era en modo alguno antiliberal,
pero sí desarrolló unos discursos de la nación, básicamente esencialistas-caste-
llanistas y populistas, que acompañados de su desconfianza hacia los mecanis-
mos de la democracia liberal pudieron propiciar un suelo cultural en el que
podían arraigar plantas muy diversas. Lo mismo sucedería años más tarde con
las distintas evoluciones del pensamiento de Ortega y Gasset, especialmente
aquellas que adoptaban una visión ultradecadentista de la historia española, que
anunciaban inquietantes futuros más allá de los valores de la modernidad indus-
trial y el racionalismo o apelaban a grandes empresas exteriores como base del
futuro de la patria.
Pero ni éste era todo Ortega, ni los apuntes aquí realizados dan cumplida
cuenta de todo lo que fue el regeneracionismo o el noventayochismo, por más
que los futuros fascistas españoles vieran a los segundos —Unamuno especial-
mente— como sus abuelos y a Ortega como una suerte de padre. Dicho de otro
modo, la cultura de ese nacionalismo español de las décadas interseculares era
transversal, admitiendo, dado su carácter liberal en origen —y en cierto modo
posliberal— desde lecturas republicanas e incluso socialistas hasta antidemocrá-
ticas o protofascistas. Más poliforme, por tanto, que la corriente nacionalcató-
lica previamente considerada, los problemas para definirla como una cultura
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política son hasta este punto todavía más acusados.


Habría que esperar por tanto al surgimiento del fascismo español para que
podamos hablar en propiedad, y en este caso con pocas dudas, de una cultura
política fascista. No hay, en efecto, en el caso del fascismo español, como en
todos los fascismos, nada que impida considerarlo como una cultura política:
desde la coherencia de un discurso ultranacionalista, populista, palingenésico,
revolucionario y violento hasta unas prácticas coherentes en el terreno polí-
tico y en el de la sociabilidad, con unos férreos códigos simbólicos acompa-
ñados de una no menos sólida ritualidad litúrgica o casi47. Nada, en efecto,
salvo su carácter eventualmente efímero. Algo que plantea nuevos e intere-
santes problemas.

47 Lo que permite hablar, también, de la religión política, fascista, de Falange española. Véase I.
Saz, «Religión política y religión católica en el fascismo español».

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Efímero en el sentido de su evolución en el seno del régimen. Éste, por una


parte, absorbió algunos de los elementos de la cultura política de los fascistas espa-
ñoles y oficializó el partido, además, como partido único. Pero la cultura política
de los fascistas españoles estuvo lejos de imponerse. Dado que en distintos
momentos éstos sufrieron diversas derrotas (especialmente en 1941-1942), al final
fue la propia cultura fascista la que se vio penetrada por algunos de los elementos
fuertes de la nacional-católica, en particular sus códigos católicos y tradicionalistas.
Pero, ¿fue efímero realmente? ¿desaparecieron verdaderamente los elemen-
tos esenciales de esa cultura política? No parece que así fuera, al menos hasta
1956. Porque fue, precisamente entre 1948 y dicha fecha cuando se libró una
auténtica, y feroz, lucha cultural en la que entraron en juego todos los resortes
culturales y políticos de ambas partes48. Un año más tarde, en 1957, llegaban al
gobierno los tecnócratas del Opus Dei, herederos y continuadores en muchos
aspectos de la visión del mundo y de la historia de España, así como de sus pro-
yectos de futuro, de Acción Española.
Y es justamente aquí, donde se sitúan nuestros últimos interrogantes. Si
admitimos que es la perspectiva de las culturas políticas la que mejor puede dar
cuenta de los grandes procesos y cambios políticos, habremos de admitir que
algo tuvo que ver aquella gran confrontación cultural de los años cincuenta en
el devenir del régimen. Y de paso nos liberaríamos del peso de estrechas expli-
caciones economicistas y muy limitadas claves políticas. Ahora bien, si, como
pensamos, esto fue así, deberíamos mostrarnos plenamente insatisfechos con
lo realizado hasta ahora. Es verdad que desde el plano del discurso y el lenguaje
se puede precisar la existencia de ambas culturas políticas, el modo en que
entraron en conflicto e incluso deducir que ello tuvo efectos de poder. Pero
deberemos reconocer al mismo tiempo que esto no basta. Nos faltaría saber,
por así decirlo, el cómo. Algo que requiere un análisis más en profundidad de
los distintos lenguajes, más allá de los propios de las reducidas élites que los
elaboraban y entre las que interactuaban. Esto es, en los de las élites del régi-
men —de Franco y Carrero Blanco a la nueva burocracia emergente—. Y que
precisa también de estudios más desarrollados acerca de las pautas de sociabi-
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lidad de estas élites, viejas y nuevas. Así como del modo en que los cambios
sociales y políticos interactuaron con estos discursos y prácticas, propiciando
cambios y permutaciones de los mismos, desconstruyendo y construyendo
identidades, en suma. Como requeriría, en fin, la realización de programas de
investigación acerca del modo en que los mencionados lenguajes fueron expe-
rimentados, asumidos o rechazados por los distintos segmentos de la sociedad
española, algo que seguramente diría mucho acerca del declive del régimen y
el tránsito a la democracia.
Podríamos preguntarnos también desde esta perspectiva, ¿qué fue de la cul-
tura política del ultranacionalismo populista español después de 1956-1957? ¿en
qué medida sobrevivió a la desaparición de algunos de sus iniciales referentes
fascistas? ¿deberíamos hablar de las culturas políticas de los nacionalismos
48 Nos hemos ocupado de ello en I. Saz, España contra España, pp. 367-403.

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reaccionario y populista, más allá de sus referentes inmediatamente políticos?


¿qué quedó de todo esto en las diversas vertientes del actual nacionalismo espa-
ñol? Y de nuevo deberíamos lamentar las limitaciones de nuestros estudios y
remitirnos a la necesidad de profundizar en las líneas arriba señaladas.

A modo de conclusión
En el apartado anterior hemos deslizado más interrogantes que respuestas.
Algo que, por otra parte, enlaza con el escepticismo crítico con que desde el
inicio contemplábamos la evolución de la noción misma de culturas políticas y,
subsiguientemente, la práctica de la historia de las culturas políticas en España.
Pero también hemos mostrado nuestra convicción del inmenso potencial heu-
rístico de la noción, nuestro convencimiento de que éstas tienen efectos de
poder y de «realidad». En este sentido nos hemos mostrado moderadamente
eclécticos —lo que tiene también mucho que ver con nuestras propias vacila-
ciones— asumiendo la inequívoca centralidad del discurso de la propuesta de
Baker, pero apuntando también sus insuficiencias, para constatar, en fin, que
toda propuesta que no asuma algunos de los planteamientos fundamentales de
la línea de Berstein y Sirinelli quedaría necesariamente coja. Si bien se mira,
mucho de la práctica de los historiadores tiene bastante de esto. Para lo bueno
y para lo malo. Para lo bueno porque, como decíamos al principio, la necesidad
e inmensa potencialidad de la noción de culturas políticas está fuera de toda
duda. Para lo malo, porque sin el necesario esfuerzo de conceptualización,
(inter)comunicación y debate, corremos el riesgo de que la historia de las cul-
turas políticas termine por convertirse en una más entre tantas modas histo-
riográficas.

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