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Ismael Saz
Universitat de València
La historia de las culturas políticas plantea, como se sabe, una serie de pro-
blemas de no fácil solución. Problemas que obviamente tienen mucho que ver
con la noción misma de culturas políticas y que, en cierto modo, condicionan
decisivamente el modo en que cabe afrontar el estudio de los casos concre-
tos; en lo que aquí nos concierne el relativo a la historia de las culturas polí-
ticas en España1. Naturalmente, las dificultades del concepto y su utilización
práctica no obvian su potencial heurístico, más bien al contrario; pero sí exi-
gen un esfuerzo previo de clarificación. Algo que, dicho sea de paso, brilla fre-
cuentemente por su ausencia, lo que revierte, a modo casi de círculo vicioso,
en los problemas de conceptualización inherentes a la noción misma de cultura
política.
En las líneas que siguen intentaremos formular, en primer término, una serie
de breves reflexiones acerca de la historia de las culturas políticas en su sentido
más amplio, sus potencialidades y sus límites. Se intentará trazar, en segundo
término, un somero panorama del desarrollo de la historia de las culturas polí-
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1 Este artículo forma parte del proyecto de investigación HUM2005-03741 financiado por el Mi-
nisterio de Educación y Ciencia.
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vado descarnaba a éste de su dimensión política —una esfera exterior que venía
dada— cerraba el potencial círculo vicioso. Se ha podido decir así que en sus pri-
meras formulaciones el concepto de cultura política tendía a usarse de un modo
que ni era político ni era cultural4.
No se trataba, desde luego, de problemas menores. Y de algún modo las dos
cuestiones señaladas en último lugar —el carácter autónomo de la cultura polí-
tica y su incardinamiento entre lo privado y lo público— gravitarán hasta el pre-
sente en las nuevas líneas de recuperación del concepto tras su relativo eclipse
en la década de los setenta.
Líneas de recuperación que como es sabido se producen en buena medida
a partir de la crisis de grandes paradigmas que, bien habían estado en los orí-
genes del concepto —las teorías de la modernización—, bien habían llevado a
cabo la critica más radical al mismo —los enfoques marxistas y la vieja historia
social en sus múltiples combinaciones—. Pero, por esta misma razón, las líneas
de recuperación del concepto serán múltiples, tantas como las de la renovación
de las distintas ciencias sociales y el modo en que se han producido las «trans-
ferencias» de unas a otras, de la ciencia política a la sociología cultural, de la
antropología a la semiótica, de la historia cultural a la historia sociocultural.
No es el momento, por supuesto, de entrar en profundidad en el modo en
que se han producido todos estos cambios y evoluciones. Pero sí de constatar
que al final del camino venimos a encontrarnos un poco ante concepciones de
las culturas políticas que, por más que tengan en común la centralidad que con-
fieren a lo cultural y lo político, presentan diferencias notables que atañen tanto
a la articulación de ambas variables —y su interrelación con la «realidad social»—,
como a la conceptualización y a las prácticas.
En este sentido cabe constatar como una de las más fecundas líneas de recu-
peración la que parte de la insatisfacción con la vieja historia social para, incor-
porando múltiples y diversos enfoques —la antropología de Geertz, la
lingüística de Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss, las aportaciones en
planos diversos de E. P. Thompson, Foucault o Bourdieu— desembocar en una
«nueva historia cultural»5 que venía a situar la cultura en el centro de los proce-
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4 Una crítica que por cierto la autora hace extensiva en este aspecto concreto a los primeros des-
arrollos del concepto de esfera pública de Habermas. Ver M. R. Summers, «¿Qué hay de político
o de cultural en la cultura política y en la esfera pública?».
5 L. Hunt (ed.), The New Cultural History.
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Una formulación que une a su nitidez una cierta propensión a una suerte de
reduccionismo lingüístico que desdibujaría la distinción entre el discurso y las
relaciones sociales o entre las prácticas discursivas y las no discursivas9.
Naturalmente, esta caracterización, con su énfasis en el discurso —y en el len-
guaje— no es la única entre las que han querido romper las viejas dicotomías
entre lo cultural y lo social, lo privado y lo público, las perspectivas micro y las
macro10. Pero lo que nos interesa aquí especialmente son las aportaciones del
otro gran núcleo de recuperación del concepto de cultura política en la histo-
riografía francesa, el nucleado en torno a la revista Vingtième Siècle, que incor-
pora, como el anterior, algunas de las mejores líneas de renovación de la historia
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6 K. M. Baker, Inventing the French Revolution; R. Chartier, Los orígenes culturales de la Revo-
lución francesa.
7 K. M. Baker, «Introduction», p. xii; Id., «El concepto de cultura política en la reciente his-
toriografía sobre la Revolución francesa», p. 94.
8 Id., «El concepto de cultura política en la reciente historiografía sobre la Revolución fran-
cesa».
9 Cf. R. Chartier, «La historia entre narración y conocimiento».
10 Desde la sociología cultural, las contribuciones de Alexander y Sewell, por ejemplo, han in-
tentado superar la aludida dicotomía entre las estructuras culturales y las fuerzas materiales, subra-
yando a un tiempo su autonomía y su imbricación e interdependencia. J. Alexander, «Analytic
debates»; W. H. Sewell, «ATheory of Structure». Desde lo que se ha llamado perspectiva de la
interpretación en sociología, que ha señalado la centralidad de la cultura para el estudio de los in-
tereses y la estructura social y reivindicado con rotundidad la pluralidad de las culturas políticas. Cf.,
M.ª L. Morán, «Sociedad, cultura y política». De nuevo en el terreno de la historia, desde la All-
tagsgeschichte, Carola Lipp ha abogado por una antropología política que relacionando la política
con la vida cotidiana superara la separación clásica entre las esferas privada y pública. C. Lipp,
«Writing History as Political Culture».
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política y de la historia cultural. Sin entrar tampoco en este caso en las diversas
líneas de renovación de los estudios —desde la figura central de René Remond
en la historia política, a las aportaciones de Alain Corbin y Maurice Agulhon11—,
puede afirmarse que en los enunciados de Jean-François Sirinelli y Serge Bers-
tein encontramos uno de los mapas más elaborados de lo que es el concepto de
culturas políticas, de su fecundidad y de sus prácticas. Del primero podemos
retener una clara exposición de las potencialidades del concepto:
Si se admite que esta noción designa el conjunto de representaciones
que vinculan un grupo humano en el plano político, es decir, una visión
del mundo compartida, una común lectura del pasado, una proyección
en el futuro vivida conjuntamente, pueden apreciarse inmediatamente
las virtudes heurísticas de tal noción12.
11 Cf., J.-F. Sirinelli, «De la demeure à l’agora», pp. 385-386; también P. Poirrier, Les enjeux
de l’histoire culturelle, pp. 283-284.
12 J.-F. Sirinelli, «De la demeure à l’agora», p. 391.
13 Id., «Éloge de la complexité», p. 438.
14 S. Berstein, «Nature et fonction des cultures politiques», pp. 9-10.
15 Id., «Les cultures politiques à la fin du xx e siècle».
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19 Nadie parece acordarse, por ejemplo, a la hora de señalar precedentes o fuentes de inspira-
ción, de Mosse, no obstante el carácter seminal de algunos de sus trabajos, desde La nacionaliza-
ción de las masas a De la Grande Guerre au totalitarisme.
20 Cf., F. J. Caspistegui, «La llegada del concepto de cultura política a la historiografía espa-
ñola»; M.ª L. Morán, «Élites y cultura política en la España democrática», pp. 203-205.
21 Por ejemplo, M.ª L. Morán yJ. Benedicto, La cultura política de los españoles.
22 Por ejemplo, la mayoría de los trabajos compilados en P. del Castillo e I. Crespo (eds.),
Cultura política.
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Toda vez que junto a las imprecisiones aludidas encontramos algunas excepcio-
nes en cuanto a la existencia de referencias explícitas; excelentes aplicaciones de
modelos de referencia, por más que la naturaleza de los trabajos aconseje obviar
mayores reflexiones sobre el concepto; y magníficos estudios que aún sin men-
cionar el concepto constituyen aportaciones sustanciales al objeto de estudio
que bien podrían inscribirse como trabajos de historia de las culturas políticas.
En un aspecto parece existir una quasi unanimidad entre los historiadores
españoles: en la noción de la pluralidad de las culturas políticas españolas, lo
que va asociado generalmente al estudio de las grandes corrientes, tradiciones
23 T. Carnero Arbat, «Introducción».
24 Véase R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea.
25 J. Beramendi, «La cultura política como objeto historiográfico». Donde se lleva a cabo una
serie de sugerentes reflexiones metodológicas, pero girando siempre en torno al modelo de Al-
mond yVerba y algunos de sus desarrollos posteriores.
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26 Aunque el autor no hable explícitamente en términos de cultura política y remita en una con-
tribución posterior a la noción de «cultura político-religiosa». J. M.ª Portillo, Revolución de na-
ción e Id., «De la monarquía católica a la nación de los católicos».
27 M.ª C. Romeo, «Lenguaje y política del nuevo liberalismo»; I. Burdiel y M.ª C. Romeo,
«Viejo y nuevo liberalismo en el proceso revolucionario»; J. Millán y M.ª C. Romeo, «Was the
liberal revolution important to modern Spain?».
28 Véase M. Suárez Cortina (ed.), La redención del pueblo.
29 J. Pan-Montojo, «El progresismo isabelino», quien, asumiendo la perspectiva de Serge
Berstein —en «Nature et fonction des cultures politiques»— lleva a cabo una sugerente reflexión
acerca de las características de partidos y culturas políticas en la España isabelina. En un sentido si-
milar, M.ª C. Romeo, «La tradición progresista». Asumiendo la caracterización de N. Rousse-
lier, «La culture politique libérale» del liberalismo francés como una cultura política en tanto que
«conjunto de valores y actitudes, complejos e incluso contradictorios», la autora constata que, aun
careciendo de grandes ideólogos o textos programáticos, el progresismo español «se identificó
con unos símbolos, unos emblemas, unos modos y unas memorias del pasado que, además de ci-
mentar una identidad específica, impulsaron el triunfo del liberalismo en España».
30 J. L. Ollero, «Las culturas políticas del progresismo español».
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que han sido en las dos últimas centurias en el suelo hispano. Existe, desde luego,
una excepción: la relativa al nacionalismo catalán. Lo que no es casual, dado que
en este caso existen buena parte de los ingredientes para tratarlo como una cul-
tura política: el discurso y las prácticas de sociabilidad, todo un sistema simbólico
y como nota fundamental, su vinculación a una «familia política», la del catala-
nismo. Naturalmente, la cosa es más compleja y los amplios debates en el seno de
la historiografía catalana dan muestra de ello. Es también en este terreno —en el
que, por lo demás no entraremos— en el que podría mostrar todas sus potenciali-
dades el análisis de los problemas derivados de la intersección entre una eventual
37 J. Millán, «Popular y de orden»; J. Ugarte, «El carlismo hacia los años treinta del
siglo xx»; M. Pérez Ledesma, «Una lealtad de otros siglos».
38 J. Ugarte, La nueva Covadonga insurgente.
39 J. Canal, «La gran familia».
40 Id., Banderas blancas, boinas rojas.
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cultura política nacional y una cultura política del catalanismo. Camino que si bien
en parte ha recorrido la historiografía catalana, en pocas ocasiones lo ha hecho
desde la perspectiva explícita de las culturas políticas41.
Más compleja es la cuestión relativa a los nacionalismos españoles y las difi-
cultades que plantean para su estudio como culturas políticas. Ningún estu-
dioso cuestionará hoy en día lo que el nacionalismo y la nación misma tienen
de construcción cultural. Y al respecto, contamos con excelentes trabajos sobre
la construcción nacional española, sobre la cultura y el nacionalismo españoles,
sobre el alcance y límites de la nacionalización española a lo largo de dos siglos.
Hoy parece descartada la idea de que no hubo un nacionalismo español, libe-
ral, republicano o reaccionario y antiliberal. Pero de ahí a constatar la existen-
cia de una cultura política del nacionalismo español media un abismo. Y ello por
dos razones distintas. Primero, porque más allá de pretendidas identificaciones
acerca de la existencia de una cultura nacional de naturaleza católica, lo que
sobresale en el caso español, como en tantos otros, es la existencia de diversas
culturas nacionalistas enfrentadas, las de las «dos Españas»42. Y, segundo, por-
que esas grandes construcciones culturales, además de multiformes en ambos
casos, son transversales a diversas corrientes, partidos y familias políticas, con
frecuencia incluso políticamente antagónicos, por lo que, salvo que alguna
investigación todavía no realizada venga a demostrar lo contrario, es práctica-
mente imposible hablar de una cultura política del nacionalismo español.
Otra cosa es si nos planteamos el problema del nacionalismo de los nacio-
nalistas. Esto es, el de las dos corrientes fundamentales del nacionalismo anti-
liberal español en el siglo xx. Aquí sí encontraríamos algunos de los elemen-
tos claves necesarios para su consideración como culturas políticas. La pregunta
es si dichos elementos serían suficientes en los dos casos que consideramos, el
del nacionalismo reaccionario y el del nacionalismo populista43.
Empecemos, pues, por una breve descripción del primero de ellos, el del
nacionalcatolicismo reaccionario, antidemocrático y antiliberal de la esenciali-
dad católica de España, que encuentra su primer y principal referente en Mar-
celino Menéndez y Pelayo44. El discurso es coherente y presenta una serie de
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41 Remitimos a título de ejemplo a J. M.ª Fradera, Cultura nacional en una sociedad dividida;
J. Ll. Marfany, La cultura del catalanisme; E. Ucelay-Da Cal, «The Nationalisms of the Pe-
riphery». Tampoco en el caso catalán falta la utilización indiferenciada del término. Por ejemplo,
D. Martínez, «La construcción mítica del “Onze de Setembre de 1714” en la cultura política del
catalanismo». Puede verse, por el contrario, una aproximación a la cultura política del nacionalismo
vasco que constituye una aplicación coherente de la interpretación que se asume —en lo funda-
mental próxima a la de S. Berstein— y que se hace explícita, en M. Aizpuru, «Modelos de movi-
lización y lugares de memoria en el nacionalismo vasco».
42 S. Juliá, Historias de las dos Españas.
43 Como es obvio, esta distinción se asemeja en sus grandes líneas —aunque con sus diferencias
específicas— a la que puede establecerse en el caso francés. Véase al respecto, P. Milza, «Les
cultures politiques du nationalisme français».
44 La bibliografía al respecto es abrumadora. Reseñemos, en cualquier caso, A. Santoveña,
Menéndez y Pelayo y las derechas españolas; y por lo que tiene tanto de clarificador como de polémico
para el largo periodo, A. Botti, Cielo y dinero.
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45 Buena parte de cuanto se dirá en lo sucesivo descansa en el trabajo del autor de estas líneas,
I. Saz, España contra España. Un estudio que podría considerarse como una contribución no ex-
presa al estudio de las culturas políticas de que se ocupa. En este sentido, las consideraciones que
siguen pueden tener tanto de reflexión autocrítica como proyectiva en cuanto a líneas a seguir en
un sucesivo programa de investigación.
46 Especialmente, R. Morodo, Los orígenes ideológicos del franquismo; y P. C. González Cue-
vas, Acción Española, donde se habla de una indeterminada «cultura política de la derecha antili-
beral» (capítulo ii), pero en el que prima la consideración que se apunta en el título, «teología
política».
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47 Lo que permite hablar, también, de la religión política, fascista, de Falange española. Véase I.
Saz, «Religión política y religión católica en el fascismo español».
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lidad de estas élites, viejas y nuevas. Así como del modo en que los cambios
sociales y políticos interactuaron con estos discursos y prácticas, propiciando
cambios y permutaciones de los mismos, desconstruyendo y construyendo
identidades, en suma. Como requeriría, en fin, la realización de programas de
investigación acerca del modo en que los mencionados lenguajes fueron expe-
rimentados, asumidos o rechazados por los distintos segmentos de la sociedad
española, algo que seguramente diría mucho acerca del declive del régimen y
el tránsito a la democracia.
Podríamos preguntarnos también desde esta perspectiva, ¿qué fue de la cul-
tura política del ultranacionalismo populista español después de 1956-1957? ¿en
qué medida sobrevivió a la desaparición de algunos de sus iniciales referentes
fascistas? ¿deberíamos hablar de las culturas políticas de los nacionalismos
48 Nos hemos ocupado de ello en I. Saz, España contra España, pp. 367-403.
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A modo de conclusión
En el apartado anterior hemos deslizado más interrogantes que respuestas.
Algo que, por otra parte, enlaza con el escepticismo crítico con que desde el
inicio contemplábamos la evolución de la noción misma de culturas políticas y,
subsiguientemente, la práctica de la historia de las culturas políticas en España.
Pero también hemos mostrado nuestra convicción del inmenso potencial heu-
rístico de la noción, nuestro convencimiento de que éstas tienen efectos de
poder y de «realidad». En este sentido nos hemos mostrado moderadamente
eclécticos —lo que tiene también mucho que ver con nuestras propias vacila-
ciones— asumiendo la inequívoca centralidad del discurso de la propuesta de
Baker, pero apuntando también sus insuficiencias, para constatar, en fin, que
toda propuesta que no asuma algunos de los planteamientos fundamentales de
la línea de Berstein y Sirinelli quedaría necesariamente coja. Si bien se mira,
mucho de la práctica de los historiadores tiene bastante de esto. Para lo bueno
y para lo malo. Para lo bueno porque, como decíamos al principio, la necesidad
e inmensa potencialidad de la noción de culturas políticas está fuera de toda
duda. Para lo malo, porque sin el necesario esfuerzo de conceptualización,
(inter)comunicación y debate, corremos el riesgo de que la historia de las cul-
turas políticas termine por convertirse en una más entre tantas modas histo-
riográficas.
Bibliografía
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