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La ética del carácter


La construcción del ideal ético

La ética aristotélica no es una ética centrada solamente en las


acciones, buenas o malas, como ha tendido a serlo toda la ética
posterior y, especialmente, la moderna.

Actuar es solo un aspecto de la vida buena, ya que vivir bien


supone sobre todo desarrollar un determinado carácter, una
especial manera de ser.

El carácter es esa forma que toma nuestra existencia por medio del
desarrollo de nuestras acciones, y que requiere de la conducta moral.

Es la forma específica que se imprime en la energía humana. El


cará cter a su vez determina el pensamiento, la acció n y la vida
emocional de los individuos.

Un cará cter u otro nos hacen actuar de manera diferente. La actitud


violenta o, por el contrario, la pacificadora se siguen de disposiciones
diferentes de la persona.

El carácter consiste en el conjunto de cualidades que cada uno va


interiorizando e incorporando a su vida, a su modo de ser, y que
le permiten ir desarrollando una personalidad elegida que
constituye una segunda naturaleza.

El carácter es educable, y a pesar de que heredamos unas


características genéticas determinadas y de que crecemos en un
entorno que orienta el á mbito de nuestros marcos de referencia, no
por ello toda nuestra vida está definitivamente determinada.

Aristóteles decía que “ninguna de las virtudes éticas se produce


en nosotros por naturaleza, puesto que ninguna cosa que exista
por naturaleza se modifica por costumbre” (E. a Nicómaco1103a
20).

Dicho con otras palabras, la naturaleza no nos hace de entrada


buenos ni malos, serán las costumbres que nosotros vayamos
asumiendo, nuestros condicionantes educativos las que definirán
estos aspectos de nuestra vida.
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El carácter nos dispone para la acción, lo que buscamos es estar


bien con nosotros mismos y con los demás. Tratamos de hacer lo
que nos gusta y evitar lo que nos disgusta. Pero el gusto y el
disgusto no siempre coinciden con lo bueno y lo malo.

Queremos ser felices pero tenemos que aprender a serlo, porque


vivimos en sociedad y no podemos serlo en solitario (nuestra vida
ética y nuestros valores son mancomunados) sin tener en cuenta a las
personas con las que tenemos que convivir.

La condición social hace que no podamos obtener


individualmente y al margen de la felicidad colectiva, algo que
solo adecuando nuestros deseos y preferencias privadas a ciertas
necesidades y aspiraciones públicas, podemos lograr. Por esto
hay que aprender a ser feliz y moderar nuestro carácter de
acuerdo a ese aprendizaje.

Eso se consigue por medio de la adquisición de virtudes. La virtud


moral, en el Libro II de la É tica a Nicó maco, se relaciona con el placer y
el dolor, en la medida en que hacemos el bien a causa del placer que
ello nos produce y evitamos el mal por el dolor que nos causa.

Pero no siempre el placer y el dolor coinciden con el bien y el mal


morales. La tendencia a buscar el placer y evitar el dolor deberá
de corregirse con la educación, a fin de colocar el placer y el dolor
en aquello que debe de producirlo. El hombre bueno es aquel que
acierta a designar “lo bello, lo conveniente y lo agradable, y sus
contrarios, lo vergonzoso, lo perjudicial y lo penoso” (E. a
Nicómaco 1140b 30).

Eso no se tiene de forma natural ni nadie nace sabiéndolo, hay


que aprenderlo.

I.- La virtud es un modo de ser

En el alma humana, dice Aristóteles, tienen lugar tres tipos de


cosas:

pasiones,
facultades y
modos de ser: virtudes.
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Las pasiones nos sobrevienen, no es algo deliberado. A estas


pertenecen, el miedo, el coraje, la envidia, el amor, el odio y los celos.

Las facultades nos capacitan para entristecernos, alegrarnos, amar,


compadecernos, es decir, apasionarnos de una forma o de otra.

Y los modos de ser, determinan que nos portemos bien o mal con
respecto a las pasiones. Es decir, si nos dejamos tomar por la
envidia o por el odio, de forma que nuestras acciones se ven
dominadas por estos sentimientos, no estamos comportándonos
correctamente. Pues bien, para Aristóteles, las virtudes no son
pasiones ni facultades, sino modos de ser.

Traducido al lenguaje de hoy:

las pasiones corresponden a lo que llamamos “emociones”: el


odio, la alegría o los celos.

Las facultades, corresponderían a las condiciones


neurofisiológicas que nos permiten sentir emociones. Hay
situaciones cerebrales que inhiben el desarrollo de ciertas
facultades como la compasión por el que sufre o el
arrepentimiento por el delito cometido.

Finalmente, los modos de ser, o conjunto de virtudes hoy los


llamamos “actitudes”, unas actitudes conformadas por un sistema
de “valores” (un concepto mas comprensible hoy que el de
virtudes) que orientan la conducta y hacen que esta sea
moralmente correcta o incorrecta.

Las virtudes se asientan en el alma, pero el alma tiene una parte


vegetativa, otra sensitiva y otra racional.

La parte sensitiva es el núcleo de las emociones y los sentimientos


y es el sustento de la mayoría de las virtudes que Aristóteles llama
“éticas”, para oponerlas a las “intelectuales” que se asientan en la
parte racional del alma.

Esto es importante porque los modos de ser morales tienen un


soporte sensitivo y no solo intelectual. No son reglas de la razó n
sino modulaciones del sentimiento que ha aprendido a no reaccionar
ciegamente ante las citaciones, sino hacerlo de forma correcta.
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Las pasiones pueden des-virtuarse por defecto y por exceso. Para


Aristóteles lo correcto se sitúa en el término medio, en la
moderación que huye de los extremos.

Es la razón quien proporciona esta medida del término medio y


viene en ayuda de unos sentimientos que pueden desbordarse y
llevar a la persona a perder el control de sí misma. (Dinámica:
moral-Ética)
:
Pero esa actividad deja de tener sentido cuando la virtud se ha
hecho pauta de comportamiento por medio de los hábitos,
convirtiéndose en rutina lo que inicialmente era fruto de un
esfuerzo.

Uno es compasivo porque se ha habituado a ser así, siente que


debe de ser así. La razón no elimina el sentimiento sino que lo
transforma en otro mas moderado, haciendo de este hábito de la
moderación el comportamiento y el carácter habitual de la
persona.

Esto no quiere decir que el sabio sea bueno (Socrates), esta falacia
socrá tica fue rebatida en el libro VII de la É tica a Nicó maco. Só crates
mantenía una concepció n idealizada, intelectualista y racional de la
persona; son contradicciones internas.

Pero quien percibe la realidad de la condición humana es


Arsitóteles que percibe lo que después diría S. Pablo: “No hago el
bien que quiero, sino el mal que aborrezco”.

Entre la inteligencia que tiene la noció n de juicio recto y la acció n, se


interpone el deseo, que no siempre coincide con el recto juicio. Lo
específicamente humano, es la capacidad de escoger (decidir),
pero no siempre escogemos el bien. Tenemos experiencia de que
muchas manifestaciones emotivas o pasionales son muestra de esa
incontinencia del alma o intemperancia que se deja llevar por el deseo
y hace que las pasiones impidan al recto juicio.

No basta con conocer el bien, éste debe de: preocuparnos,


interesarnos, emocionarnos, para que la voluntad lo quiera sin
ambigüedades.
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La ética no se construye solo sobre la base del conocimiento. Una


cuestión es que sepa lo que “debo de hacer”, pero también hay
que saber por qué “debería de hacerlo”. Y esto segundo, no es un
problema solo de la razón sino de la voluntad.

II.- La prudencia como regla de las emociones

Para Aristóteles, la medida de la virtud está en el término medio,


pero ¿quién determina ese espacio medio? En realidad no hay
criterios objetivos establecidos para ello. Pues bien, el término
medio lo muestra el “hombre prudente”. La ética, como veis es
pura praxis, o si quiereis es, predominantemente, acción sobre la
vida real).

Lo dice en el libro VI de la Ética a Nicómaco, dedicado a las virtudes


intelectuales: “En cuanto a la prudencia, podemos llegar a
comprender su naturaleza, considerando a qué hombres
llamamos prudentes” (110a 25). Pero, ¿qué es la prudencia?

Aristóteles clasifica las virtudes en dos clases: éticas y dianoéticas


o intelectuales.

Las primeras se asientan en el alma sensitiva (éticas), y las segundas


(dianoéticas) en el alma racional. Las virtudes intelectuales son
solamente dos: la sabiduría y la prudencia. La primera es la virtud
teorética, contemplativa y especulativa, mientras que la segunda, la
prudencia, consiste en ese cá lculo necesario para descubrir el término
medio.

La prudencia es esa parte de la razón humana que modula los


distintos sentimientos que producen las virtudes radicadas en la
parte sensitiva del alma: la magnanimidad, la mansedumbre, la
sinceridad, la amabilidad, la magnificencia, la liberalidad, la
valentía, etc., son los términos con los que Aristóteles se refiere a
esas disposiciones que convierten a la persona en alguien bueno.

La prudencia es capaz de crear la medida justa de las emociones o


pasiones, de forma que el individuo no se vea sobrepasado por
ellas.

Esa medida no es objetiva e igual. Cada uno ha de encontrar la


suya. Por eso, esa subjetividad del carácter moral pone en claro
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que ese carácter no es un producto de la razón (como pretenderá


después Kant), sino propio de la manera de ser de cada persona.

Esa justa medida es un juego fruto de la creatividad de cada


persona, ya que las idiosincrasias tampoco son las mismas.

No hay fó rmulas que permitan determinar a priori en qué consiste la


bondad o la correcció n moral. La virtud de la prudencia hace de la ética
aristotélica una “ética de situació n. El realismo aristotélicole impide a
él (Aristó teles) fiarse solo de los conceptos abstractos y de los
principios generales.

Aristóteles pone de relieve la ambivalencia con que, a su juicio,


hay que considerar la sabiduría y la prudencia.

La primera, la sabiduría, nos permite conocer y profundizar en la


naturaleza de las cosas, pero para las “cosas humanas” la
sabiduría sola no es suficiente.

La prudencia, en cambio, se refiere a las cosas humanas, a lo que


es objeto de deliberación. En efecto, la función del prudente
consiste en deliberar rectamente, y nadie delibera sobre lo que no
puede ser de otra manera ni sobre lo que no tiene fin, y esto es un
bien práctico (1141b 5-25).

El prudente ha disciplinado sus sentimientos hasta adquirir una


sensibilidad que le confiere tanto el atributo de la prudencia
como el de todas las demás virtudes sobre las que la prudencia
actúa.

La prudencia ayuda a obtener un talante moral que es el


constitutivo del carácter personal de quien ha logrado expresar la
justa medida en la manifestación de sus emociones. Este logro es
la actividad conjunta de experiencia, práctica, hábitos y
costumbres, que son la base de la moral.

La sabiduría nos permite conocer las cosas buenas y sanas y la


prudencia nos habituará a comportarnos bien y de un modo
saludable. La virtud y la sabiduría, nos permiten conocer la
realidad e ir modulando un modo de ser, pero solo con la
intervención de la virtud, realizándola, nos hacemos personas
buenas.
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La conducta moral es el producto de una sensibilidad, no solo de una


serie de razonamientos, aunque éstos, poco a poco, han tenido que ver
en la formació n de la sensibilidad moral. La prudencia nos permite
deliberar en situaciones que permiten diversas respuestas.

III.- La importancia de la virtud

Virtud, proviene de vir, fuerza, arrojo viril.

En el renacimiento el vocablo tenía otro sentido, particularmente


en Maquiavelo, donde virtú expresaba má s bien la astucia y la
intrepidez de quien sabe hacerse con el triunfo. É l contraponía este
valor a la fortuna, ese elemento incontrolable de la realidad que podía
influir en mi suerte y definir ésta en un buen o mal sentido. Para
Maquiavelo, el virtuoso es el triunfador, el má s eficaz. Aunque es
verdad que no toda forma de triunfar vale, ni todo lo que la opinió n
comú n considera victoria y eficacia lo es realmente.

En primer lugar, para saber en que consiste el triunfo, hay


que discernir bien qué es lo que uno se propone, es decir: lo que
uno realmente quiere (no olvidemos que esto de la ética es fruto
de la voluntad, no viene por azar).

En segundo lugar, la victoria ha de obtenerse por medios


compatibles con lo que uno es: es decir, no es verdadero triunfo
aquello que se obtiene desmintiendo todo lo que uno es.

La virtud es la manera de vencer compatible conmigo mismo; la


acción más eficaz y también la que mejor responde a lo que yo
intrínsecamente quiero y soy.

-Vencer en el campo de la virtud me tiene que llevar a:


-confirmar mi fuerza,
-subrayar mi inmortalidad (lo que de inmortal hay en mi) y
mi juventud (mi capacidad y energía para mi transformación),
-confirmarme a mí mismo, incluso perdiendo la vida si es
necesario, pero no renunciando a nada más.

La excelencia de la muerte del héroe –caso extremo pero que nos


vale para ejemplificar- no está en el sacrificio de su vida, sino en la
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negació n triunfal de la muerte que, por la propia muerte, reivindica


(¿os recuerda algo esto?).

En el fracaso y la muerte no hay nada de honroso, salvo que


lo que desde fuera parezca fracaso y muerte sea visto desde
dentro como confirmación de un vigor incorruptible.

Virtudes son las formas de comportamiento más eficaz que


tienen los hombres para conseguir lo que consideran
supremamente valioso. La virtud es la mediación activa,
socialmente exaltada, del valor; en ella se ve a la voluntad humana
empeñándose con vigor para conseguir finalmente lo que más
quiere.

Ahora bien, este carácter público de la virtud no debe de


ocultarnos su índole esencialmente individual, íntima: las
virtudes son el desarrollo de la fuerza propia de cada cual y están
ligadas a su propio estilo de vida.

Aunque ya hemos señ alado (al hablar de la universalidad del


valor, de la voluntad de elegir lo valioso, etc.), las formas de desarrollar
ese querer y esa voluntad son ilimitadamente numerosas, tan diversas
como las posibilidades que se nos ofrecen y el modo propio que cada
uno tiene de elegir entre ellos.

Cuando valoramos al virtuoso, no podemos hacerlo calificando


desde fuera las acciones emprendidas por él, de acuerdo a có digos de
virtud establecidos. Tampoco e igual de inú til es descalificarlo
analizando la particularidad aislada de cada uno de sus gestos.

Lo que nos interesa es la totalidad de la moral del héroe, del


excelente, del que posee las virtudes: no se llega a ser virtuoso por
ejecutar acciones acordes con los preceptos morales, sino que se llegan a
realizar actos que servirán como ejemplos de virtud porque se es
virtuoso. Por eso las virtudes solo cuentan como elementos de una
totalidad moral, no aisladas y en sí mismas. Y cada totalidad moral es
ú nica, insustituible, irrepetible. Incluso las virtudes má s “objetivables”
y comunes tendrá n en cada uno su propia tonalidad. No hay dos
formas iguales de ser sincero, valiente o generoso. Y hay muchas
virtudes que no tienen nombre porque son patrimonio exclusivo de
quien las ejerce.
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Lo que a uno le regenera, a otro puede suponerle la perdició n: no


son nuestras virtudes las que nos hacen buenos, sino nuestra bondad
la que las legitima como virtudes.

Pero ¿cuá les son las virtudes má s inapelables, las má s


indiscutiblemente admitidas en la mayoría de los có digos morales,
socialmente estatuidos? No es fá cil ni, probablemente, recomendable
hacer un có digo de virtudes fijo, pero si podemos decir que no creo que
encontremos ningú n có digo que prohíba:
El coraje, la lealtad, la inteligencia y la generosidad.
Tampoco es fá cil que ninguno aconseje:
La vanidad, la bajeza, la avaricia, la timidez. La razón
es clara, son otras tantas formas de servidumbre.

Si hay algo que una moral, sea cual sea, nunca exigirá a las
personas es que:
Se vuelvan impotentes o pusilá nimes, que tiemblen sin
cesar por miedo a perder lo que tienen o por no ir a recibir lo que
sufren por no tener.

La virtud es, precisamente, el arte de realizar con eficacia lo que


quiere la voluntad de valor.

Contravalores como la abyecció n, la humillació n y la brutalidad


no son virtudes porque no coinciden con lo que la totalidad moral
realmente quiere, surgen de intereses o instintos disgregadores que no
admiten la generalidad en la diversidad que la voluntad de valor
reclama, ningú n có digo puede adoptarlas como precepto moral,
aunque cualquier individuo puede obrar viciosamente de acuerdo con
ellas. Son, en una palabra, debilidades particulares frente a la virtud
como fuerza comú n y creació n social que cada cual forma desde su
propia intimidad y con su peculiar estilo.

IV.- Las virtudes básicas

a) El valor y la generosidad
Las dos virtudes bá sicas, cimientos de la totalidad moral sin las
cuales no hay posibilidad imaginable de vida ética son:
El valor o coraje, y
La generosidad
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La cobardía no tolera virtudes; la mezquindad las degrada; el


cobarde no se atreve y el mezquino no se entrega.

El valor realiza el esfuerzo que la voluntad moral pide y


asume enérgicamente la decisión de la libertad;

La generosidad abre la virtud a la colaboración y al


reconocimiento en los otros, en lugar de instrumentalizarla desde
el resentimiento como coacción o denigramiento del prójimo, o
desde la avidez de posesiones como dureza de corazón.

El valor afronta la perplejidad irreductible de la voluntad moral


con firmeza y sinceridad; la generosidad vigila porque los otros no
sedan postergados nunca a ninguna cosa.

El valor se arriesga conquistarlo todo, la generosidad puede


renunciar a todo;

El valor no se deja imponer nada, la generosidad no se impone a


nadie;

El valor no retrocede, la generosidad no abandona;

El valor se decide y hace frente, la generosidad comprende y


compadece;

El valor resiste, y la generosidad ayuda;

En el valor y la generosidad encuentra la virtud su mejor


definició n, porque la virtud se compone de intrepidez y don.

Al cará cter en el que se combinan excelente y espontá neamente


el valor y la generosidad, se le ha llamado tradicionalmente noble, la
nobleza es el mas alto grado de totalidad moral que consideramos.
Hasta la santidad, no es mas que una de sus ramas posibles.

b) La dignidad y la humanidad
Inmediatamente después de éstas en la escala moral se hallan
dos, no diremos que virtudes “simples”, sino complejos de virtudes: la
dignidad y la humanidad.
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Se hallan interrelacionadas, de forma que cada una sirve de


cinturó n de seguridad a la otra.

En la dignidad se asegura la incondicionalidad y


autodeterminació n del querer humano, no sometido a ninguna
restricció n ni servidumbre, que no admite en este mundo la existencia
de ningú n rango superior ante el que necesariamente doblegarse.

La humanidad, acepta por su parte la carnalidad humana, el


cuerpo y sus limitaciones, la realidad del sufrimiento, la trama de azar
y ternura que nos forma, la calidez de los sentimientos, la presencia
frecuente del fracaso junto a todo éxito.

La dignidad marca la estatura del hombre, la humanidad, su


amplitud.

La dignidad reclama independencia, justicia, orden…mientras


que la humanidad recuerda que la vida, el cuerpo y sus efectos son el
substrato de cualesquiera juego de valores a que se aspire.

Sin humanidad las reivindicaciones de la dignidad terminan por


hacerse indignas, se aniquilan a sí mismas;

Sin dignidad, la humanidad se deshumaniza en pura animalidad


y repetició n de lo necesario.

Ambos complejos de virtudes se funden en la solidaridad, que es


en lo social lo que la nobleza es en lo individual y la má s alta
realizació n del ideal ético a que puede aspirarse comunitariamente.

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