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Un café- dije, haciendo así con los dedos (ese gesto del pocillito).
Me habían dicho que esperara afuera.
La cafetería no se diferenciaba mucho del resto del edificio, mas bien parecía un
lugar al que habían habilitado como cafetería.
Cuando me llamaron para entrar, el mozo me traía el café que seguro estaría frío,
como todo lo que allí había.
Recordé los momentos en que había sido feliz en aquel mundo donde la sangre
en vez de pegotearse oscura en las camillas, fluía caudalosa por sus venas, por
las mías, por las venas de todos.
Dejé mi café helado y sin azúcar, dejé caer la mano la cual estaban azulando sus
uñas, abrí con fuerza las pesadas puertas de la morgue y salí hacia el sol que
latía hinchado.
Me acercaron una caja con sus pertenencias. Después de firmar unos papeles me
fui sin saber dónde, con la caja bajo el brazo.
Me fui solo, porque mi mente se quedó allí, sumergida en esas pupilas sin fondo.
Debía dejarla si ella quería estar ahí un rato mas.
Caminé por la ciudad durante horas, despacio, despacio; como para que mi
mente me alcanzara y enfrentáramos juntos lo que venía.
Avancé con pasos firmes, como para espantar ratas; fuertes, tal vez para
escucharlos: Tac! Toc! Tac!
Eran cinco metros de paredes rosadas y altas y estrechas que latían como el
último tramo de una vagina que desembocaba en el paridero del taller, donde
estaban todos ellos, esperándome.
Allí en el taller nacían y nunca envejecían.
Allí donde tantas veces me atemorizó entrar.
Allí donde mi padre pasaba horas dándoles los cuidados que a mi me faltaban.