Está en la página 1de 3

Cambio de rubro

Un café- dije, haciendo así con los dedos (ese gesto del pocillito).
Me habían dicho que esperara afuera.
La cafetería no se diferenciaba mucho del resto del edificio, mas bien parecía un
lugar al que habían habilitado como cafetería.

Cuando me llamaron para entrar, el mozo me traía el café que seguro estaría frío,
como todo lo que allí había.

Lo que siguió después fue una sucesión de presentaciones.


Cabezas que volteadas a mirar sin ver buscaban ser reconocidas.
Estruendos de silencio que sólo el viento recogía y pasaba veloz, como si quisiera
huir horrorizado de aquél espectáculo.

Cuando voltean el rostro lo veo y me veo en sus pupilas dilatadas.


No había duda: estaba ante mi padre, muerto.

Recordé los momentos en que había sido feliz en aquel mundo donde la sangre
en vez de pegotearse oscura en las camillas, fluía caudalosa por sus venas, por
las mías, por las venas de todos.

Dejé mi café helado y sin azúcar, dejé caer la mano la cual estaban azulando sus
uñas, abrí con fuerza las pesadas puertas de la morgue y salí hacia el sol que
latía hinchado.

Recosté mi alma sobre un banco y me quedé así, inmóvil, como él en su camilla.


Desangrado como él.

Me acercaron una caja con sus pertenencias. Después de firmar unos papeles me
fui sin saber dónde, con la caja bajo el brazo.
Me fui solo, porque mi mente se quedó allí, sumergida en esas pupilas sin fondo.
Debía dejarla si ella quería estar ahí un rato mas.

Caminé por la ciudad durante horas, despacio, despacio; como para que mi
mente me alcanzara y enfrentáramos juntos lo que venía.

Lo particular del empedrado me movió a levantar la vista.


Lo que quedaba del día se iba chorreando por las hendijas que dejan los edificios
en el horizonte.

Mi mente, todavía no regresa... (pensé).


Dudé un instante en volver a la morgue a buscarla, debía estar en un rincón
congelada de espanto.
Seguro vuelve, (dije). Siempre me deja solo para el trabajo más duro.

Mi solitario deambular me había llevado a la puerta del negocio familiar.


La puerta gruñó y se cerró de un golpe detrás de mí, enfrentándome con el largo
pasillo que lleva hasta el taller.

Avancé con pasos firmes, como para espantar ratas; fuertes, tal vez para
escucharlos: Tac! Toc! Tac!

Uno se siente más seguro si oye sus propios pasos.

A la derecha un baño, a la izquierda la oficina de 'Don Pancho', como lo llamaban


los empleados a mi padre. Me detuve a contemplar el reciente desorden.
Los cajones abiertos, papeles tapizando el suelo manchados de sangre. No quise
entrar, tal vez las paredes aún guardaban el eco de sus gritos últimos.

Seguí caminando: Tac! Toc! Tac!


Fuera ratas del recuerdo!

Eran cinco metros de paredes rosadas y altas y estrechas que latían como el
último tramo de una vagina que desembocaba en el paridero del taller, donde
estaban todos ellos, esperándome.
Allí en el taller nacían y nunca envejecían.
Allí donde tantas veces me atemorizó entrar.
Allí donde mi padre pasaba horas dándoles los cuidados que a mi me faltaban.

He venido por lo que es mío (dije desde la puerta).

Todos mantuvieron su pose.


Desde una esquina un grupo me miraba como ocultándose. Me acerqué hasta
ellos y de un golpe los dispersé.
Nada, no escondían nada.

¿Dónde está el dinero? ¿Dónde?- grité.


¿Dónde todo lo que en estos años acumuló ese viejo cretino?

Tal vez los más allegados tendrían una pista.


La parejita... sí, sus preferidos entre todos, los siempre bien vestidos, los de la
sonrisa perfecta y el rostro plácido.
De un tirón desgarré tules y encajes de su vestido. La tomé del cuello y de un
certero hachazo le rebané los pezones. Una vez en el suelo le abrí el abdomen.
Me volví hacia él; de un golpe lo tumbé sobre la mesa de trabajo.
¡Mi dinero! ¿Dónde?- repetía en su rostro cada vez que uno a uno le arrancaba
sus dedos con una tenaza.
Traté de arrancarle palabras de la boca como si le extrajera los molares.

Me incorporé. Las manos y los pies ensangrentados por las astillas.


Hablé para que todos me oyeran y dije:


-¿No van a darme ninguna pista? Él ya no está! ¿No escucharon sus gritos?
Tampoco quiso decir nada ese viejo cretino!
Lo que ocultan es mío. ¡Mío! ¡Me corresponde!

Todos mantenían su pose. Nadie daba pistas, ni siquiera los torturados.


No se iban a salir con la suya.

Ahora el dueño de esta patética carpintería era yo.

No mas siestas adormiladas al sol de las vidrieras. No mas zapatos lustrosos. No


mas jackets, smokins y vestidos de fiesta.
Una pista, alguno en algún momento me daría una pista.

Tomé una madera nueva y escribí con letra prolija.


Salí a la calle y colgué el cartel.
Estaba amaneciendo.
Por la vereda de enfrente venía mi mente (siempre me deja solo para el trabajo
más duro), crucé a su encuentro y desde allí miramos la fachada:

'CASA PIRES MANIQUÍES'

y el cartel recién colgado:

'Se alquilan para la práctica de homicidios. Todos los tamaños'

Entramos juntos al negocio y nos sentamos a esperar los clientes.

También podría gustarte