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Viernes 05AM. Volver a escribir, volver a los palotes, es decir, a hacer chorizos de
plastilina, al preescolar. La maravilla de armar chorizos de plastilina y después apoyar el
pulgar y aplastar la plastilina y descubrir las curvas espiraladas de las propias huellas
dactilares.
Dormí 5 horas y me desperté con dolor de cabeza. No pude volver a dormir. Salí al balcón,
en unas horas estaría amaneciendo. Casi nada abierto, por el costado se asomaba la iglesia
iluminada en la oscuridad. Hojeé una revista de cocina en inglés que está sobre la mesa
ratona (queda chic una revista de cocina y otra de arquitectura dejadas como al azar sobre la
mesa ratona). No me gustó nada de lo que había en el menú, así que me colgué con un
artículo sobre hongos salvajes, porque necesitaba algo salvaje o porque estaba solo, de
madrugada, al lado de una iglesia iluminada.
Vuelvo al cuarto. Enciendo la PC. Cierro todos los programas, el messenger, el correo, no
quiero nada que me distraiga. Le bajo el volumen a la radio. Hago pis. Saco una gaseosa de
la heladera, la abro, lleno un vaso. Tengo ganas de hacer pis de nuevo, voy al baño y de
paso me lavo los dientes, casi automáticamente. Me siento a escribir para acordarme de la
primera vez que te ví. Pero primero tengo que hablar (no sé por qué) de mi infancia, de mi
casa, de Mendoza. Y me acordé del eucaliptus de la entrada de mi casa. Y me quedé ahí
parado, chiquito, mirando el eucaliptus.
“Los que nacieron y crecieron a la sombra de un árbol alto lo saben: el sonido del viento
entre las hojas es el pentagrama sobre el que se escriben todos los recuerdos. El vaivén del
árbol en el viento, con las raíces agarrotadas en la tierra. Un árbol es como un metrónomo
que se niega a negociar su velocidad vegetal con nosotros.” Por eso aquí en la ciudad los
derriban y construyen ahí un edificio de departamentos, lleno de corazoncitos que laten a
100 pulsaciones por minuto.
Me freno. Mejor digo “Faltan doce días para que este amor cumpla 2 meses”. No, esto
suena a como si el amor estuviera separado de mí, como si lo señalara con un dedo desde
una distancia prudencial. No es eso lo que quiero decir. “En doce días” tampoco me
convence. No me convence esa preposición, ese “en” comodín, flácido. Si empiezo así, con
ese tono, me va a salir algo empastado y no quiero eso. Ese mandato ridículo de la primera
oración potente, de empezar con el pie derecho, ridículo. Mejor empezar a escribir y
despreocuparse, no frenar. Hace años que escribo y este ritual se repite. Nunca fluye, nunca
fácil. Nunca sé como empezar. Me siento y la directora que tengo en la cabeza carraspea,
agarra el micrófono y en tono impostado pide que recibamos a la bandera de la ceremonia
de la escritura o juremos con gloria escribir.