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Transformaciones en las prácticas: derechos humanos y acompañamiento terapéutico.

La Plaza AT - La revista digital de los Acompañantes Terapéuticos Nº 5 / Diciembre de 2018.

Autora: Cecilia López Ocariz

(Rosario, Argentina)

Las prácticas en salud mental configuran las formas mismas que van tomando los diversos modos de sufrimiento, sus
pronósticos, el lugar que se les propicia en el lazo social. Sin dudas el desarrollo de cada “enfermedad” será diverso si
ante una crisis o un emergente subjetivo la respuesta es el aislamiento disciplinante y la sobre medicación o la
implementación de estrategias y prácticas enmarcadas en el paradigma de restitución de derechos. El acompañamiento
terapéutico es una práctica dentro del campo de la Salud Mental orientada al abordaje del sufrimiento subjetivo, tanto
ligado a la vida anímica del sujeto y sus avatares como consecuencia de la vulneración de derechos, aspectos diversos
pero necesariamente entramados. En ese sentido, la intervención del acompañante no solo tiene una dimensión
terapéutica respecto del trabajo con el paciente promoviendo transformaciones subjetivas, sino que además en su
dimensión de estrategia en el campo de la salud mental, propicia que el paradigma de atención basado en el respeto por
los derechos humanos vaya instalándose. A nivel singular de cada paciente así como en los lazos en el trabajo en equipo
y a nivel social, prácticas como el acompañamiento terapéutico instalan todo un horizonte de sentidos a partir de los
cuales se teje la realidad y los lugares posibles en el lazo social. Los derechos humanos no poseen su eficacia en la
proclamación de sus principios sino en cómo logran permearse en la realidad social a partir de prácticas que propicien su
implementación y visibilidad. Es por ello que pensar de qué modo articulamos este paradigma en nuestras prácticas es
central.

Avanzaremos con algunos ejes respecto de la restitución de derechos en el marco de la práctica del at

1. El trabajo sobre los lazos en el marco de la restitución de derechos

Hacer del lazo social un objeto de intervención de una práctica nos enfrenta a la necesidad de pensar sus riesgos: la
medicalización de una problemática social. En primer lugar es importante situar el riesgo de que la práctica del at sea
funcional a un silenciamiento de un emergente social como son ciertos modos de producción de sufrimiento actuales
efecto de lógicas neoliberales: desanudamiento del tejido social, precarización de los abordajes comunitarios o de
atención primaria en el sistema de salud, normalización/invisibilización de pacientes “problema” a partir de ofertas en el
mercado privado de la salud, etc. Respecto de esto es importante preguntarnos por la creciente demanda de at en la
actualidad punto importante para estar advertidos de no ser un síntoma de la época, no devenir en práctica supletoria
que mantenga a raya, “atendidos” a los emergentes y que permita que la cosa “siga funcionando”. En otras palabras,
retomando el eje de derechos, si fundamentados en los derechos humanos sólo atendemos acríticamente los
emergentes de su vulneración, hacemos perpetuar esa falencia como razón de nuestra existencia e intervención. Es por
ello que el ámbito universitario, su impronta reflexiva y crítica es el marco pertinente para poner sobre la mesa el lugar
de nuestras prácticas, los modos de articularlas en el paradigma de restitución de derechos y poder pensar a los agentes
de salud como agentes transformadores de la realidad.

Comencemos por decir que la categoría lazo social es una categoría compleja que no proviene del campo psi. La
pregunta a instalar es si se puede proponer como la categoría que nomina al lazo del at con el acompañado o cómo el at
promueve el lazo social. En primer lugar, sin dudas allí hay lazo, pero no podemos decir que se trate de un sinónimo de
lazo social. Es un lazo que se instala por la disponibilidad libidinal que el at ofrece para sostenerlo ligado a los fines del
trabajo clínico, por lo que es de suma importancia pensar ese lazo en términos singulares, es decir, transferenciales,
pues no sólo es efecto del ofrecimiento que el acompañante pone en juego sino que además es el motor mismo de un
trabajo posible.
Ahora bien, el trabajo del at propicia movimientos subjetivos que disponen al sujeto a relanzar su relación con el mundo,
es decir, apunta en su trabajo a la dimensión subjetivante del lazo social: que el sujeto pueda tomar su lugar frente a
otros en nombre propio. El lazo con el at éticamente no puede venir a suplir el lazo social que no hay, sino propiciar que
cada sujeto pueda, de modo singular habitar un lugar en el lazo con otros. Por otro lado, si no acompañamos en cada
caso el modo que cada sujeto va encontrando de hacerse un lugar en el lazo con otros, podemos terminar reeditando el
gesto disciplinador de “hacer encajar” a sujetos normalizándolos como condición de ingreso a dispositivos para
“reinstalar el lazo social”. Ejemplo de esto son los pacientes sobremedicados para poder permanecer en espacios,
forzados a colmar sus horas del día en talleres, etc. Las prácticas restitutivas de derechos, están orientadas a restituir
cuando han sido vulnerados esos derechos así como considerar que estén en funcionamiento, garantizados por los
Estados y promovidos por acciones intersectoriales para su pleno ejercicio. Esto sin dudas es diverso a hacerlos operar
como imperativo para los sujetos: empujados a encarnar el ejercicio pleno de sus derechos: formar una familia, trabajar,
estudiar, etc. Las prácticas orientadas por el paradigma de los derechos humanos necesitan su correlato ético donde la
garantía de derechos se sostenga como condición a disposición del sujeto dejando librado al trabajo sobre las decisiones
singulares el modo puntual que esa restitución se lleva cabo.

La pregunta por los lazos remite también a al interior del campo de la Salud Mental, los modos en que instalamos
nuestra condición de agentes de salud trabajando con otros. Las prácticas en otra época ligadas al modelo médico
hegemónico, no planteaban un horizonte de derechos para el lugar del acompañante. Como mero subalterno ejecutor
de directivas, el acompañante no contaba con la autorización ni la formación necesaria para pensarse ni pensar su lugar
en las prácticas. Hay toda una serie de escenas en que resuena aún hoy ese lugar a-tópico del acompañante, donde el
sujeto que enuncia no coincide con el sujeto de la práctica que se intenta pensar, hay un “ellos”: los acompañantes son
siempre los otros. El problema del lazo social en el acompañamiento terapéutico parecería que es siempre el lazo de los
otros: el at piensa en los lazos del paciente, el psicólogo piensa en el lazo del at y el paciente.

Estamos en un momento de transición, de a poco el trabajo en los equipos donde hay acompañantes va deviniendo
encuentro entre pares, están instalándose tiempos donde el at piensa y formaliza sus prácticas, donde su lugar en el
sistema de salud es en términos de una paridad sostenida en diferencias de funciones y no un subalterno al que hay que
supervisar, una práctica degradada.

El desafío es que los acompañantes dejen de ser hablados por otros y se comprometan a estar a la altura de las
circunstancias para pensar sus prácticas con otros, a nombre propio, sólo desde allí podrá interpelar a su acompañado a
tomar también su lugar en nombre propio en el lazo. No es sin consecuencias en el lazo al que uno convoca a su
acompañado, el estar situado como cuidador, vigilante o mera presencia degradada. Ese lugar designa en gran medida
los términos que se ponen en juego y designa a su vez el lugar del otro: una interlocución, un trabajo conjunto o el
apoyo a un desvalido, la contención de una víctima, etc.

El plantearse el acompañante como un agente que trabaja en salud mental en referencia a un equipo no lo desobliga de
la responsabilidad de pensar sus prácticas y qué lugar ocupa en ellas, esto es central para ubicarnos en un paradigma de
restitución de derechos. Que la responsabilidad de la estrategia de tratamiento este situada en el profesional psicólogo,
el hecho de que no pueda tener el tratamiento a su cargo no implica que no tenga a su cargo el ejercicio de su función.
La restitución de derechos si no sustenta las prácticas y la lectura de sus efectos, es una enunciación vacía.

2. Dispositivo y encuadre en la lógica de restitución de derechos

Algunos aspectos que están naturalizados en el trabajo del at deberíamos ponerlos en consideración. Ejemplo de ello
son dos términos que muchas veces aparecen como sinónimos pero es importante distinguir para pensar la lógica de
restitución de derechos: dispositivo y encuadre. Pensar el at como un dispositivo y pensar el encuadre como ordenador
del trabajo nos obliga poner estos términos en consideración. En primer lugar podemos decir que responden a dos
órdenes de cosas distintos: dispositivo alude a la órbita de la gestión en salud y el encuadre, los acuerdos con el usuario,
están al servicio de la clínica. El miramiento por las condiciones de posibilidad de trabajo en el sistema de salud son
propias del funcionamiento de at como dispositivo: establecer las articulaciones institucionales, el equipo de referencia,
planificación horaria, las condiciones de facturación, etc.; el encuadre responde a otra lógica, ya que es en sí mismo una
intervención que necesita de una flexibilidad ligada a la lectura clínica vez a vez. Podríamos decir que el at en términos
de dispositivo plantea las condiciones materiales de posibilidad sobre las cuales puede darse un trabajo que,
clínicamente tiene que pensarse en términos de encuadre. Podríamos decir dos dimensiones superpuestas pero cuya
especificidad es importante situar.

Esta diferencia es importante pues clínicamente es necesario contar con la posibilidad de trabajar las ausencias y
presencias, la retirada, la añoranza, y los modos diversos del estar, cuestiones que se pueden dar a partir del encuadre
pero no en términos de dispositivo. En términos de encuadre podemos poner a funcionar lo indeterminado, ponemos en
juego la dimensión ética de la abstinencia, es decir lo que suponemos un bien para el sujeto. En términos de dispositivo,
muchas condiciones no puede quedar libradas al acontecimiento, sino que enmarcan el trabajo en las lógicas de
atención: no puede faltar referencia a un equipo, no pueden dejar de considerarse la dimensión de restitución de
derechos como garantizados por el Estado, etc. En términos de encuadre, la dimensión de restitución de derechos,
tampoco puede faltar, pero no puede funcionar como imperativo, sino en el marco de considerar el singular modo de
apropiarse de ellos, rechazarlos, hacerse un lugar, etc. En términos de dispositivo, hay una dimensión ideológica que
opera en los lineamientos que lo sostienen y plantea toda una lógica de lugares y modos de trabajo. Allí no podemos
prescindir de la lógica de los bienes, pero para que esto no sea oprimente para el sujeto, es importante que no devenga
exigencia para ingresar a un dispositivo la borradura de lo singular; para ello es de fundamental importancia que
dispositivo y encuadre puedan leerse apuntalados pero no indiferenciados.

Un ejemplo interesante son esos casos en que se evidencia que es condición que estén disponibles para el sujeto todos
los recursos que el Estado debe garantizar como restitución de derechos y a la vez que el sujeto se vea en la posibilidad
de rechazarlos en el marco del trabajo con el acompañante. Lo prioritario a leer es que el dispositivo no esté al servicio
de hacer aceptar al sujeto lo que el sujeto no acepta por otros medios, es decir al servicio del disciplinamiento en
nombre de un acceso a sus derechos: estudiar, trabajar, armar una familia, etc. Poder leer el rechazo en términos de
movimientos transferenciales o enmarcado en los modos en que el sujeto se hace un lugar en el Otro permite trabajar
propiciando movimientos subjetivos y muchas veces para esto es condición todo un trabajo clínico. Esta dimensión es
fundamental ya que no se trata solamente de garantizar acceso a derechos sino que además el sujeto pueda hacer uso
de ellos.

En síntesis podemos decir que en términos de dispositivo al AT podemos pensarlo en el marco de las lógicas de atención
donde debemos gestionar los recursos y propiciar la garantía de derechos; el encuadre en cambio, está ligado al trabajo
clínico del at. Es importante aquí sostener esta diferencia, pues el trabajo clínico del at, en el marco del cual se piensa el
encuadre, no puede quedar supeditado a condicionamientos externos al trabajo transferencial, es decir quedar
encorsetado en las coordenadas pensadas como dispositivo. También es justo recordar que las condiciones de
posibilidad del dispositivo no pueden quedar libradas a lógicas transferenciales ya que supone garantizar una
articulación pertinente de las prácticas en el sistema de salud.

Aquí es importante pensar la pregunta por el encuadre entonces ligada a otra complejidad: en el trabajo en equipo.

3. Proyecto terapéutico y estrategia clínica

En el marco del trabajo en equipo es importante pensar por separado dos instancias que, aunque se suponen
mutuamente, no son lo mismo: proyecto terapéutico y estrategia clínica.
El proyecto terapéutico supone una dimensión institucional y un puesta a punto de recursos que requieren de un
armado de cierta estabilidad anticipatoria, es lo que se proyecta/propone para un paciente a partir de los aportes
interdisciplinarios de los equipos de referencia, aquí la lógica de restitución de derechos está en el horizonte y orienta
ideológicamente. El trabajo del acompañante, estará enmarcado en ese proyecto terapéutico en el sentido de que se
evalúa que es una estrategia pertinente y se propone su inclusión de algún modo; pero respecto a la especificidad que
puede aportar el acompañante, ¿qué orienta la direccionalidad de sus intervenciones? Aquí es importante plantear la
estrategia clínica y sus diferencias con el proyecto terapéutico, ya que aunque se trata de dos instancias que se articulan
necesariamente aportan a la lógica de restitución de derechos de modo diverso.

Por un lado, podemos comenzar diciendo que para que haya estrategia clínica para orientar la direccionalidad del
trabajo del acompañante, es necesario que alguien lea algunas dimensiones que el psicoanálisis aporta al campo como
ningún otro saber. A grandes rasgos podemos decir: aquellos lugares de goce donde está entrampado el sujeto o aquello
que en términos de repetición encuentra al sujeto expuesto a condiciones de sufrimiento siempre de determinado
modo. Estos elementos que son aportes inherentes al psicoanálisis nos van a permitir plantear el acompañamiento
como una estrategia que considere los modos singulares que posee el acompañado de vérselas con el mundo y el lazo
con otros. Digo “alguien” porque puede haber un analista del caso, o puede ser el mismo acompañante si cuenta con la
experiencia y formación que aporte esta lectura.

La estrategia clínica pensada a partir de la lectura de estos elementos singulares del caso difiere del proyecto
terapéutico en al menos dos cosas: una de ellas es la racionalidad instrumental que posee el proyecto terapéutico, es
decir la necesaria administración y gestión de los recursos, y por otro lado, la estabilidad y anticipación que posee: la
articulación interinstitucional, la programación de turnos, los espacios programados, el pedido de recursos, etc.

La estrategia clínica, si bien orienta el trabajo, aún así no puede plantearse con la estabilidad y anticipación que plantea
el proyecto terapéutico. La flexibilidad del encuadre del at hace que no sea posible anticipar las intervenciones del
acompañante que son en situación: la presencia de otros con los que se interviene colateralmente, los espacios y
tiempos que plantean sus imprevistos, las dinámicas transferenciales que hacen del cierre de los encuentros un
elemento clínico así como los acuerdos renovables y variantes con el usuario. Si como estrategia clínica nos proponemos
hacer cumplir el proyecto terapéutico sin ningún otro miramiento que su ejecución, estamos en el plano del
disciplinamiento. El proyecto terapéutico, su necesaria planificación en equipo es condición de posibilidad para la
estrategia clínica, pero en su especificidad la estrategia clínica necesita hacer uso del tiempo y los recursos siguiendo
una lógica diversa a la planificación.

4. Coordinación y supervisión

Hemos pensado la relación entre dispositivo y encuadre, entre proyecto terapéutico y estrategia clínica, sería pertinente
además detenernos en la pregunta por una función usual en el campo del at, la coordinación, y pensarla en el marco de
lo que venimos desarrollando.

Lo que podemos plantear con lo recorrido hasta aquí es que se coordinan las condiciones de posibilidad del dispositivo,
la coordinación sería el nombre de una función de gestión en el sistema de salud. Esto es, el trabajo para propiciar el
andamiaje material de algo que es incoordinable: el trabajo clínico del at. Incluso si tomamos la llamada “dirección de la
cura”, tampoco es insumo directo para leer las coordenadas transferenciales del at. El analista en su trabajo tiene una
lectura, pero nunca podrá anticipar en qué lugar el sujeto tomará al acompañante en el lazo transferencial, incluso
tampoco qué lugar tomará en el circuito en el que se incluye el at con el acompañado, es incalculable, incoordinable.
Parece pertinente pensar la coordinación como una función inherente a la gestión en términos de dispositivo, y
tendríamos que ver qué instancia sería pertinente para pensar las variaciones del encuadre, variaciones que no pueden
dejar de estar enmarcadas en una estrategia clínica pensada en equipo.
La instancia de supervisión suele aparecer en el horizonte, aunque tiene sus especificidades, detengámonos primero en
ello. Podemos comenzar por plantear las condiciones de una supervisión en términos psicoanalíticos. En principio
podemos resumirlas en tres: implicación, referencia transferencial, resguardo ético. El resguardo ético supone contar
con extranjerías diversas para cada implicación puesta en juego: si supervisa un equipo quién podría oficiar esa
extranjería, si supervisa un acompañante, etc.

La figura de la implicación supone el sentirse interpelado, necesitar trabajar sobre algún punto de detenimiento, de
dificultad, de angustia; el pedido sin dudas estará orientado a alguien con el que se está transferenciado mínimamente,
se le supone experiencia o experticia, o capacidad para alojar esa pregunta y ponerla a trabajar; el resguardo ético
implica ciertas garantías para poder ponerse en falta, plantear abiertamente las dificultades tanto de posición frente a
dimensiones materiales como transferenciales frente al usuario o al equipo, sin que esto vaya en desmedro de la
valoración de su trabajo, su estabilidad laboral, etc. La supervisión si no es externa, transferenciada y motivada por la
pregunta sobre alguna dificultad del caso, es vigilancia o cuidado.

Aquí creo más pertinente la necesidad el trabajo conjunto, con el equipo, con otros, pensando juntos pero sobre lo que
sólo el acompañante tiene como insumo para leer con otro: cómo es tomado en el lazo transferencial, a partir de esto es
posible repensar el encuadre en el marco de la estrategia clínica así como los aportes que el acompañante puede hacer
al trabajo en equipo.

El requerimiento para el acompañante debería ser que sostenga un trabajo ético, reflexivo respecto de su lugar en las
prácticas restitutivas de derechos, que sea responsable de supervisar siempre que se vea entrampado en alguna
dificultad, estando advertido de las dificultades específicas de su práctica: la sobreimplicación, la complejidad del
campo, etc. Un requisito puede ser su análisis personal, pero éticamente es complejo exigirle “trabajar supervisado”.
Esto es interesante pensarlo como un síntoma del campo actual del at que señaliza en esa necesidad la falta de
formación o experiencia y/o la constante rotación por las precarias condiciones de trabajo. Motivos estos por los cuales
los equipos a veces no están seguros de que cuenten con referencias de formación o experiencia suficiente y es leído
como un riesgo el no estar viendo de cerca el trabajo del acompañante. Por suerte este horizonte va cambiando y en ese
tránsito la Universidad es un actor clave.

A modo de cierre

Quisiera terminar como comenzamos, enunciando como conjuro frente a los desafíos de nuestras prácticas cotidianas,
como recordatorio y apuesta que los derechos humanos no poseen su eficacia en la proclamación de sus principios sino
en cómo logran permearse en la realidad social a partir de prácticas que propicien su implementación y eso nos
interpela a todos, a pensarnos y a pensar las prácticas que sostenemos.

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