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Más allá de lo universal y lo particular: sobre la construcción de derechos en acompañamiento terapéutico.

La Plaza AT - La revista digital de los acompañantes terapéuticos Nº 5 / Diciembre de 2018

AUTORA: Sol Migueles Morisconi

(Paraná, Argentina)

El Código de Ética de la Asociación de Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina, establece que los técnicos:

“Propician para el ser humano y para la sociedad en que están inmersos y participan, la vigencia plena de los Derechos
Humanos (…) Entienden bienestar psíquico como uno de los Derechos Humanos fundamentales y trabajan según el ideal
social de promoverlo todos por igual, en el mayor nivel de calidad posible y con el sólo límite que la ética y la ciencia
establecen” (AATRA, 2010).

En la cotidianeidad del hacer nos encontramos interviniendo en situaciones que presentan directa o indirectamente la
cuestión de los derechos humanos, derechos que significan un universal pues son iguales para todos. No obstante, en la
particularidad de los casos que requieren acompañamiento terapéutico siempre emerge algo más vinculado a la
especificidad de ese sujeto en esa situación. Por lo tanto, en este texto me interrogo sobre la dimensión de lo singular
como aquella que suele requerir de la intervención de lo artesanal, en tanto escapa a todas las generalidades. A partir de
estas coordenadas podemos pensar de qué modo acompañamos y a quiénes. En este sentido, ¿cuáles podrían ser
aquellas superficies que posibilitan construir nuestro hacer?

Resulta oportuno para pensar las características de la relación terapéutica retomar el aporte de Galende (2015) quien
plantea que la misma debe basarse en la ética de la consideración del otro y el profundo respeto hacia su dignidad
personal. Indica también sobre la protección de los derechos del sujeto y el reconocimiento de su participación en las
decisiones que atañen a su tratamiento, ya que el principio de autoridad, lejos de construir terapéuticas, solo sirve para
generar dependencia y sumisión, para el disciplinamiento del otro. Por eso propone una ética propia de la práctica en
Salud Mental: el momento de sensibilidad en la relación está dado por la consideración del otro como semejante.

Ahora bien, este otro al que acompañamos es un sujeto que está inmerso en un momento cultural particular, con una
historia personal y una serie de condiciones que determinan su existencia. Sus modos de ser y estar en el mundo lo
singularizan, como también lo es su sufrimiento. No podemos desconocer que nuestros acompañados viven bajo
condiciones sociales, económicas y políticas que los constituyen y atraviesan en lo cotidiano. Acompañamos seres
complejos y por esto es necesario que nuestras intervenciones aborden tal desafío.

Por otra parte, reflexionando acerca de estos sujetos a los que se nos convoca a acompañar, es cierto que muchos de
ellos han sufrido otros tratos por ser diferentes respecto a los cánones normativos de la sociedad. Esto lo encontramos
en las instituciones que frecuentan, en los tipos de vínculos que los rodean, en sus redes sociales, incluso en la calle. Los
acompañados son muchas veces motivo de estigma en sus espacios cotidianos y como acompañantes somos testigos de
ello.

El concepto de estigma lo rescatamos de Goffman (1963) y es descripto “(…) como falta de voluntad, pasiones tiránicas o
antinaturales, creencias rígidas y falsas, deshonestidad. Todos ellos se infieren de conocidos informes sobre, por
ejemplo, perturbaciones mentales, reclusiones, adicciones a las drogas, alcoholismo, homosexualidad, desempleo,
intentos de suicidio y conductas políticas extremistas” (p.14). Como indica el autor las personas “normales” (aquellas
que no se apartan de las expectativas) adoptan una serie de actitudes discriminatorias hacia el estigmatizado y se
construye hacia él una ideología que busca explicar su inferioridad como así también el peligro que aquel representa.
Frecuentemente estos sujetos se encuentran circulando en espacios y atravesando situaciones donde los otros no saben
qué hacer respecto a su presencia. Pensemos concretamente en los casos de integraciones escolares, en la participación
en talleres barriales, en una pregunta dirigida al colectivero o el cajero de un supermercado.

En lo que a mi experiencia concierne, puedo ver que las modalidades que priman en el encuentro con esos otros suelen
oscilar entre la expulsión y la incorporación. Como indicaba Levi Strauss (1955):

Hay sociedades que practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción de ciertos individuos, poseedores de
fuerzas temibles, el único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas. Y las que, como la nuestra, adoptan la
antropoemia -del griego emein (vomitar)- solución inversa a la antropofagia, que consiste en expulsar a los seres
temibles fuera del cuerpo social manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados.

Nos encontramos pues con estos acompañados corriendo el riesgo o bien de ser expulsados o bien de ser incorporados
y es curioso que ambas soluciones los eliminan en su singularidad, son excesos que destruyen esos modos de ser y estar
en el mundo.

Como se mencionó anteriormente, al hablar de derechos humanos estamos refiriendo a algo cuyo carácter es universal,
es decir, igual para todos. Las preguntas que surgen aquí son las siguientes: ¿Cómo sostener la cuestión de los derechos
para que su carácter homogéneo no devenga desubjetivante durante el acompañamiento? ¿En ese “para todos”
podemos construir algo en su singularidad para nuestros acompañados?

Los límites del acompañamiento terapéutico en cuanto a sus modalidades y espacios de inserción son algo complejo de
definir. Es por esto que no hay recetas y en cambio sí hay, la mayoría del tiempo, construcciones inéditas. Se trata de ver
cómo construimos otros lugares posibles para que nuestros acompañados se apropien de sus derechos, sin caer en
recorridos desubjetivantes, que originados en la buena intención devengan en intervenciones iatrogénicas.

La clínica del acompañamiento caso por caso supone que nos preguntemos si ese sujeto estaría o no en condiciones de
andar por ciertos caminos, si hay algo del deseo suyo o más bien del propio: ¿somos nosotros como acompañantes o
equipo los que estamos impulsando que se inicien trayectos que en realidad no suponen un interés real para el sujeto?,
¿el acompañado quiere o puede sostenerlos? Para eso es vital que trabajemos desde el reconocimiento del otro y
sosteniendo una mirada sin prejuicios que habilite posibilidades, que busquemos construir desde el alojamiento del otro
y su subjetividad, reconociéndola y propiciándola sin caer en el error de suponerle la salud, es decir, qué es lo bueno y lo
malo para él. Respetar las autonomías implica reconocer también nuestro propio límite. Por eso la riqueza del trabajo en
equipo, de pensar con otros y preguntarnos, elaborar hipótesis, abrir y desarmar para no anular a base de certezas.

A propósito de estos análisis compartiré algunos momentos de casos en que he trabajado para visibilizar más
claramente a lo que se hace referencia.

Cuando se trata del derecho a la salud, su universalidad y accesibilidad puede parecernos algo absolutamente natural
pero no en todas las situaciones lo es. Es el caso de una joven con discapacidad motriz y cognitiva que vivía con su
familia en un contexto muy desfavorable. Ella tenía encuentros de índole sexual con hombres que aparecían en su vida
(ya que ella así lo quería) pero con una falta total de cuidados respecto de su propio cuerpo y sin contar con información
que pudiera operar como herramienta a su favor en esta práctica que era recurrente. Nunca había asistido a una
consulta ginecológica por rechazo de sus padres y no sabía de cuidados básicos. Como la resistencia de su núcleo
familiar era grande (a pesar de que conocían de estos encuentros muy desbordados, casi a la vista de todos) y después
de una supervisión, decidimos con el equipo armar una estrategia en red que permitió a la joven acceder a esta instancia
de salud con un profesional y con la apoyatura del equipo que complementaba este trabajo, en mi caso, aprovechando
nuestro tiempo juntas para buscar información sobre educación sexual integral. Esa estrategia en red implicó generar la
confianza suficiente en la familia referenciando a una ginecóloga por el equipo conocida y sólo después de algunas
entrevistas accedieron a concretar la consulta.

Otra situación, relacionada con lo laboral, tuvo lugar con una joven con discapacidad a quien se le ofreció un plan de
trabajo - un poco porque ella había manifestado algo de ese orden y otro poco porque se podía- ya que en ese momento
estaba transitando un espacio a partir del cual podía ser fácilmente incorporada (en términos de gestiones y trámites) a
esos planes. Al mismo tiempo se estaba trabajando en el armado de su currículum en otros espacios del tratamiento
siguiendo este interés que ella manifestaba. Sin embargo, cuando se vencían los plazos para que su incorporación se
hiciera efectiva manifestó que no estaba muy convencida con la propuesta y se acompañó también esa decisión. La
cuestión laboral, aunque era muy enunciada por la joven, no se concretó porque en ese tiempo hubo una elección
autónoma (aunque fuera su derecho aplicar a ese plan en función de su certificado de discapacidad). Lo que el sentido
común habría indicado quizá sería seguir apuntalando ese proyecto, pero como equipo y en mi caso como acompañante
hubo un momento de comprensión respecto a que quizá en ese momento no estaban dadas para ella las condiciones, o
no era algo que podría sostener.

Lo que quiero compartir con estos ejemplos es que los derechos no pueden ser aplicados o apropiados sin más sólo por
el hecho de que así corresponda. Su ejecución requiere de armados que se ajusten a la singularidad de los sujetos como
así también del momento que están atravesando.

La tan nombrada autonomía que promovemos y enunciamos permanentemente en nuestra práctica, en los planes del
trabajo, en los objetivos, en los encuentros académicos tiene su punto de máxima expresión cuando los acompañados
deciden aun a contramano de lo que como profesionales proponemos, basados en nuestros bagajes académicos o en la
experiencia. Es precisamente ahí donde deviene ese sujeto que tanto deseamos (porque sin deseo no podríamos
acompañar) y son las ventanas que se abren en el hacer profesional para confirmar que estamos para caminar con otros
y no en lugar de ellos, para ir al lado y no adelantarnos dejándolos atrás, para preguntarnos y construir hipótesis que nos
guíen sin obturar al sujeto que allí se presenta.

En materia de derechos humanos ese proceder debería poder sostenerse, más allá de la universalidad que los
caracteriza pero también de las situaciones particulares de acompañamiento: apostando a lo singular y a su despliegue.
Es otro lugar, otro espacio el que se construye entre dos que es superador de las instancias arriba mencionadas y que
modifica tanto al acompañado como al acompañante.

El acompañamiento terapéutico se construye a partir de preguntas que nos formulamos y de hipótesis que construimos
junto al equipo para soportar nuestro hacer. De ese modo vamos bordeando con intervenciones en una clínica de lo
cotidiano, donde siempre hay margen para la sorpresa y lo inesperado.

Lejos de evadir el conflicto, sabemos que hay algo de eso que es irreductible y que es con lo que trabajamos. No
acompañamos contra el conflicto, sino con él, para seguir abonando caminos que no nos pertenecen, pero que como
extranjeros somos invitados a recorrer para cooperar en la consolidación de sujetos autónomos en un sentido pleno de
la palabra.

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