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Hombre con corazón de cerdo

La relación entre especies ha cambiado ya para siempre


ahora que una persona es capaz de amar, odiar y
arriesgarse con el órgano vital de un animal
NURIA LABARI

La semana pasada se trasplantó el corazón de un cerdo a un hombre. David Benett, de


57 años, fue el receptor del músculo que cuando escribo estas líneas, más de una
semana después, no ha dejado de latir en su pecho. La comunidad médica es optimista,
pues podría ser la oportunidad definitiva para pacientes que esperan órganos que no
llegan. La cuestión es que el mundo no ha cambiado solo para estos enfermos, sino para
todos los demás.

Mientras escribo esto tengo la pezuña vigilante de un jamón justo a mi espalda, detrás
de la mesa de la cocina donde tecleo, como si estuviera a punto de posarse en mi
hombro una mano amiga. Es lo que queda de un regalo de Navidad, la clásica pata
tendida sobre el jamonero, con el cuchillo de acero finísimo a la derecha, listo para
rasgar una carne que promete haber comido solo bellota. No sé si voy a ser capaz de
acabarlo ahora que el corazón de un hermano suyo late en el cuerpo de uno mío.

“No como nada que tenga ojos o madre”. Eso lo dijo una mujer que invité a cenar a
casa, hace solo unas semanas. Y yo pensé que cada vez existen más etiquetas para
censurar lo que se sirve en una mesa: no huevos, no carne, no ojos, no madres, no
intensivo, no industrial, no azúcar, no lácteos, no gluten… Mi amiga lo dijo antes de lo
del trasplante y antes incluso de las declaraciones de Alberto Garzón sobre las
macrogranjas. Es decir, cuando los cerdos no salían en las portadas y, por tanto, no
importaban a nadie. Yo siempre he comido de todo, mamíferos sintientes incluidos,
pero después de leer los Siete cuentos morales, de J. M. Coetzee, pasé algunos meses
intentando no comer carne por motivos estrictamente éticos. “Los animales no tienen
cara porque carecen de la delicada musculatura que rodea los ojos y la boca de los seres
humanos, esa bendición que permite que el alma se manifieste. De modo que el alma de
ellos queda invisible”, explica una de las protagonistas de estos relatos.

A mí lo de masticar almas no me parece una opción, así que decidí dejar de comer
mamíferos, porque desde que Coetzee escribió que no tenían cara yo empecé a vérsela
con total nitidez. Pero no fui capaz, sospecho que por motivos ideológicos. A la hora de
la verdad, no me parecía ético rechazar la comida sobre la mesa en un mundo donde hay
tanta gente pasando hambre. Claro que Coetzee alumbra en este libro cómo hacemos
uso de la ideología para construir una imagen ideal de nosotros mismos (como personas
éticas, solidarias, empáticas, generosas…) o de nuestras sociedades, mientras aceptamos
al mismo tiempo una dosis de violencia y crueldad muy elevada en la misma base de
nuestra supervivencia: la alimentación.

Así pues, según Coetzee, mi ideología (o mi cultura, si prefieren) no me permitía alejar


la crueldad de mi boca. Porque las veces que intenté rechazar tiernos y jóvenes
mamíferos sentía que despreciaba también al cocinero que me lo ofrecía, al ganadero
que lo hubiera cuidado, el delicado trabajo del carnicero… Casi parecía que despreciaba
una forma de vida, la cultura ganadera, cierta clase de vida rural, las bellas encinas del
campo charro, todas las piaras que hozan el suelo patrio y, en definitiva, toda la
civilización que palpita detrás de lo que sucede y se sirve en una mesa. Así que al final,
todos mis intentos de dejar de comer carne terminaron con una frase del tipo: “Poco
hecho, por favor”.

Después de aquello llegué a la conclusión de que nuestro modo de mirar a los animales
es completamente cultural, no procede siquiera de los afectos personales o la empatía,
incluso cuando entra en contradicción con los sentimientos. Así es muy distinto formar
parte de una sociedad que ve a los cerdos como alimento que de una que los entiende
como mascotas. Si los vemos como comida (y esta no es solo una decisión individual),
el debate sobre su sufrimiento a la hora de morir puede llegar a resultar incluso cínico.
“Si estamos dispuestos a infligirle la muerte a otro, ¿por qué queremos evitarle el dolor?
¿Qué nos resulta inaceptable en el hecho de infligir el dolor de la muerte, además de la
muerte misma?”, escribe Coetzee.

La cuestión es que mientras toda Europa discute sobre la forma en que debemos tratar y
matar a los cerdos que nos vamos a comer, resulta que en esa misma Europa los
marranos están a punto de dejar de ser comida. Porque en una sociedad avanzada (en el
sentido de que ha superado de forma mayoritaria la necesidad vinculada al alimento) los
animales empiezan a ocupar un lugar nuevo, no ya en la mesa o el matadero, sino en la
mirada: dejan de ser vistos como comida para ser mirados como animales. No es lo
mismo ser un cochino de granja que Babe, el cerdito valiente. Y esto no es una opinión
sino una ley que entrará en vigor este año en España y que considera a las mascotas
seres sintientes, a quienes habrá que tener en cuenta en caso de separación o testamento.
Así, un cerdo mascota podrá ser objeto de una custodia compartida, mientras sus
congéneres se exhiben rebanados en bandejas de poliespan. O lo que es lo mismo: la
esclavitud animal se ha hecho patente y, por tanto, solo cabe abolirla.

Sea como fuere, que un hombre lleve el corazón de un cerdo supone un paso más allá.
Porque no es lo mismo ser mascota que un componente del organismo humano. “No
como nada cuyos órganos puedan palpitar en el cuerpo de una persona”, dirá mi amiga
la próxima vez que la invite a cenar. Lo que intento decir es que puede que la relación
entre especies haya cambiado para siempre ahora que un hombre es capaz de amar,
odiar y arriesgarse con el corazón de un cerdo. Circe fue una precursora.

Me dirán que este texto no llega a ninguna conclusión respecto de los conflictos que
plantea, precisamente ahora que este conflicto se ha convertido en una simplificadora
bandera política. Sin embargo, hay algo que sí podemos concluir y es que vivimos
pronunciando certezas en una cultura atravesada de contradicciones. Yo creo que estas
contradicciones funcionan como los barrotes de una pequeña jaula. No hay manera de
eliminarlas, pero olvidarlas viene a ser como tirar la llave al mar.
Del autocuidado a la…
Lo más peligroso es que terminemos tratándonos con
vídeos tutoriales en un marco de atención ‘do it yourself’
que no tardará en estar disponible.
NAJAT EL HACHMI

Un médico agotado, sobrepasado por la carga de trabajo y que decide colgar la bata es


un síntoma grave del estado de salud del sistema sanitario. Siendo como el suyo un
oficio altamente vocacional, que tantos profesionales estén planteándose dejarlo tendría
que encender todas las alarmas. La situación actual de pandemia, además, parece la
culminación de un largo proceso de desgaste de este pilar del Estado de bienestar del
que se viene diciendo de hace tiempo que funciona estupendamente pero poco se
atiende a las demandas de quienes lo sostienen. Prueba de ello es que haya tantos
sanitarios emigrando a otros países donde son mejor tratados.

Un médico enfermo es un barrio, un pueblo, una sociedad enfermos. Atienden a los


síntomas y recetan medicamentos, derivan a especialistas y solicitan pruebas, pero para
muchos pacientes representan un verdadero asidero vital, otros sienten aliviada su
soledad no deseada al abrir la puerta de la consulta. Son punto de apoyo y dan la
seguridad que no da todo lo demás: el trabajo o los vínculos. Sanidad pública significa
que, por muy mal que te vayan las cosas, si caes, si enfermas, habrá unas manos
recibiendo tu dolor que intentarán aliviarlo. Porque los médicos están y escuchan a
pesar de que tengan que hacerlo cronómetro en mano, afinando sus conocimientos y su
intuición para dar la mejor respuesta posible en un tiempo del que no disponen. Nada
tienen que ver las visitas presenciales con mandar un correo o llamar por teléfono. La
relación médico paciente es un reducto de humanidad que se pone en peligro cuando se
virtualiza o se desvirtúa por exceso de carga de trabajo.

Leo “autocuidado” en todas partes y me pregunto qué trampa encerrará este nuevo
palabro. Me atrevo a vaticinar que de hacernos nosotros los test de antígenos pasarán
pronto a pedirnos que nos diagnostiquemos cualquier otra dolencia. Y más peligroso
aún: que también nos tratemos con vídeos tutoriales de una sanidad do it yourself que no
tardará en estar disponible. Y el que no sepa, a pagar por su cuenta. Pero seguiremos
diciendo que tenemos el mejor sistema sanitario del mundo aunque los médicos sean
pocos, enfermos y agotados y ser paciente se convierte en un lujo al alcance de quien se
lo pueda permitir o quien ya no pueda perder más salud. Entonces nos acordaremos de
aquellos aplausos a las ocho de la tarde.
‘Castell’ de Babel
Para cosechar frutos positivos, necesitamos que los
políticos escuchen conjuntamente a los ciudadanos y a los
científicos. Esto no sucede con la escuela catalana
VÍCTOR LAPUENTE

Desde la construcción de la torre de Babel, sabemos que los conflictos lingüísticos son
tan segregadores como enriquecedores. Pero, para cosechar frutos positivos,
necesitamos que los políticos escuchen conjuntamente a los ciudadanos (¿qué modelo
educativo desean para sus hijas e hijos?) y a los científicos (¿qué efectos produce tal
modelo?).

Esto no sucede con la escuela catalana. Los políticos soberanistas (más socialistas,
comunes y otros residentes del oasis catalán) han blindado un sistema que, como
afirmaban en estas páginas Andrés Santana, José Rama y José Javier Olivas, es todo
para el pueblo, pero sin el pueblo. Pues el pueblo catalán, de media, desearía un 26% de
horas de castellano en la escuela (por un 48 en catalán y un 19 en inglés), casi idéntico
al 25% que, por orden judicial, debe implantarse en el colegio de Canet, y que ha
provocado la revuelta de los defensores de la escola en català. Además, las diferencias
entre los votantes unionistas e independentistas son asombrosamente pequeñas.
Mientras los de Ciudadanos y PP querrían, respectivamente, el 41 y el 37% de las horas
en castellano (con un notable 31 y 29% de horas en catalán), los de ERC o Junts
optarían por un destacable 21 y 20% (con un 55 y 57% en catalán).

Una pareja de padres y madres de cada partido del Parlament podría pues llegar
fácilmente a un acuerdo sobre el reparto de los idiomas en el calendario educativo en el
que todos estuvieran moderadamente satisfechos. Pero los políticos catalanes —que no
miran las horas lectivas, sino sus intereses electivos— aprovechan cualquier ocasión
para mostrar su insatisfacción.

Los partidos tampoco escuchan a los científicos. Para empezar, apenas les
encargan evaluaciones del modelo lingüístico, que paradójicamente escasean en el tema
que debería estar más estudiado en una sociedad bilingüe como la catalana. Y no
atienden a las recomendaciones de los expertos. Los fanáticos anti-escola catalana no
asumen que, en un territorio donde los ricos hablan más un idioma (catalán) y los pobres
otro (castellano), lo mejor es una escuela única. Así se igualan las oportunidades de
todos los niños y niñas. Y los fanáticos pro-escola se resisten a subir el porcentaje de
castellano, importante también para garantizar un aprendizaje igualitario.

Entre unos y otros están levantando un castell de Babel


El suicidio
La idea de que una persona que se quita la vida ha vivido atormentada nos hace creer que las
tentativas suicidas forman parte de las vidas de los otros

NURIA LABARI

Mi madre no se suicidó. Pero estuvo muy cerca. Después de mi nacimiento sufrió una
depresión posparto que derivó en clínica, más grave, hasta entrar en una situación de
dependencia que se alargó más de un año. En lo más oscuro del túnel pasaba las
mañanas a solas conmigo, un bebé al que cuidar cuando no tenía fuerzas siquiera para
ocuparse de sí misma. Una mañana, la idea de abrir el gas y terminar con el sufrimiento
apareció destellante en su cabeza. El alivio por fin. Sin embargo, había un problema. Mi
tía tenía que pasar a recogerme para mi paseo matutino y aquella mañana no apareció.
Mi madre contó los pasos que separaban nuestra cocina de mi cuna. La casa era
demasiado pequeña y en aquel piso, poner fin a su sufrimiento iba a significar terminar
también con mi vida. Ella misma no sabe hoy cómo pudo resistir, pero aquí estamos las
dos.

El testimonio de mi madre cuando relata cómo vivió aquellos meses, me recuerda al de


María de Quesada, la mujer que lidera la asociación La niña amarilla para prevenir el
suicidio. Ella intentó quitarse la vida a los 15 años. Igual que mi madre, María recibió
ayuda y comprendió que aquel sufrimiento era temporal. “Cuando me desperté en el
hospital tuve mucho miedo porque me di cuenta de que yo no quería morir, quería dejar
de sufrir”, explicaba a este periódico. Testimonios y vivencias como las suyas nos
recuerdan que el suicidio puede acechar a cualquier persona y en las más dispares
circunstancias. Hoy sabemos además que silenciarlo no es la mejor prevención posible
como los tristes datos demuestran. El tabú permanece mientras los casos no dejan de
aumentar: en España hay diez suicidios al día, una persona se quita la vida cada dos
horas y media.

Mi madre no se suicidó, pero a lo largo de mi vida he conocido la desgracia de perder a


un ser querido por esa razón. Entonces, cuando eso sucede, cae un estigma sobre la vida
entera de esa persona a quien has conocido plena y feliz, desdichada a veces, frágil y
humana como cualquiera. Cae sobre su recuerdo la falsa idea de que tuvo una vida triste
como si el final pudiera alterar el sentido de toda su existencia. Este estigma lo combatía
también en este periódico Dolors López, cuya hija se suicidó hace diez años y de quien
insiste en recordar que fue “muy feliz”. Hoy Dolors da charlas en institutos y forma a
personal sociosanitario para combatir las estadísticas.

La idea de que una persona que se quita la vida ha vivido atormentada nos hace creer
que las tentativas suicidas forman parte de las vidas de los otros, de unos seres muy
desgraciados y muy tristes que no conocemos ni tenemos cerca. O de esas personas que
viven al otro lado de una puerta oscura llamada “enfermedad mental”, como si ese lado
negro no formara parte de una u otra manera de cualquiera de nosotros. Como si la
enfermedad mental fuera propia de almas singulares, extraviadas, excepcionalmente
torturadas…, una suerte de marcianos que han equivocado el planeta. Apestados, en
suma. Extraños siempre.
Por si fuera poco, la culpa se añade al dolor de la pérdida. Un tipo de herida que dispara
el daño en todas direcciones a través, sobre todo, de la búsqueda de explicaciones para
algo que no las tiene. Hay cosas peores que la muerte y que el duelo. Esa culpa recae
sobre la persona fallecida, que no ha sabido resistir el sufrimiento, que no le han
importado las consecuencias en quienes le querían, que no ha hecho lo necesario para
vivir, para ayudarse o que le ayudaran… Pero también cae la culpa sobre nosotros,
sobre los que podíamos haberlo evitado, como si tal cosa hubiera sido posible. Y así se
va tejiendo el peor duelo, el más asfixiante e insuperable, el de esos otros supervivientes
del suicidio que son los deudos. Quienes tendrán que vivir el resto de su vida con el
dolor, los estigmas y la culpa.

Esta última semana he podido apreciar cómo el proceso íntimo, se parece mucho al
duelo de una sociedad entera. Así, tras la muerte de la muy querida actriz Verónica
Forqué, se ha producido un shock social que ha tropezado con las mismas piedras que
golpean el duelo personal: incomprensión, estigma y culpa. Creo que por eso se ha
escrito largo y tendido en redes y periódicos sobre la posible relación entre el paso de la
actriz por un reality televisivo y su forma de morir, buscando una vez más culpables y
tratando de explicar lo que no puede entenderse. Mucho ruido y ningún silencio
compartido: eso es el desconsuelo.

Por todo ello conviene mirar sin miedo ni prejuicio aquello que sí conocemos, que
podemos nombrar y que no hace más profundos los agujeros de la culpa y el estigma.
Sabemos, por ejemplo, que el suicidio es un acto complejo en cuyo desarrollo
intervienen una gran cantidad de factores: ambientales, sociales, genéticos, educativos y
también psicológicos (aunque no solo, por mucho que se pongan siempre por delante,
tal vez porque culpabilizan más que el resto). Conocemos que tras el impacto de la
pandemia, todos somos más frágiles y los datos demuestran que el suicidio y las
tentativas han aumentado. Además, los especialistas coinciden en que es posible
prevenir, informar y poner medidas que ayuden a quienes lo necesitan. Todas las
personas que piensan en quitarse la vida aman la vida, igual que mi madre. Y todas
podrán disfrutarla, igual que ella, cuando el sufrimiento cese. Porque cesa.

Una persona muere de infarto o de covid y aceptamos dolorosamente su pérdida como


inevitable aunque, al mismo tiempo, sabemos que hay ciertos hábitos y conductas que
ayudan a prevenir este fallo sistémico del organismo, de modo que exigimos inversión y
conciencia social para que así sea. Sin embargo, en España, solo cinco de cada 100
euros invertidos en sanidad van a la salud mental. Carecemos de un plan nacional de
prevención del suicidio y no existe un teléfono de ayuda gratuito de tres dígitos,
equivalente el 016 para la violencia de género. La culpa y el estigma ni previenen ni
ayudan. La inversión y la empatía, sí.

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