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"Un psicólogo, con varios años de experiencia de práctica privada con niños,
entra a trabajar en un centro escolar de titularidad pública. Se le informa que
una de sus tareas es la aplicación de unas pruebas de aptitudes y de
personalidad en diversos cursos para un programa de prevención. El
profesional no utiliza habitualmente pruebas colectivas en su trabajo por
considerarlas poco útiles para el mismo, por lo que intenta buscar otras formas
alternativas para la realización del programa. La dirección del centro insiste,
argumentando que se ha realizado de esa manera otros años y les ha resultado
útil. Llegan al acuerdo de que aplicará las pruebas y facilitará los resultados a
los tutores, pero que hará una evaluación individual de aquellos casos que
considere más complejos."
Este caso, aunque virtual, refleja una situación que puede resultar familiar a muchos de
los profesionales que trabajan en el ámbito educativo, y permite que analicemos algunos
de los conflictos deontológicos que se nos plantean en nuestra práctica diaria.
Tendemos a asumir, por principio, que el psicólogo está actuando de "buena fe" y que
intenta realizar su función de una manera eficaz; la lectura del caso expuesto no nos
permite, por otra parte, determinar con facilidad cuál puede ser el motivo de la
denuncia, que muy bien podría deberse a desacuerdos del centro o de las familias más
que a una mala práctica profesional. Sin embargo, podemos encontrar, aunque sea por la
omisión de datos, varios aspectos que pueden resultar conflictivos si analizamos el caso
expuesto desde un punto de vista deontológico.
Consentimiento
Según Rekers (citado en Silva, 1995), son tres los requisitos que deben cumplirse:
- Información. Esta condición matiza aún más los requisitos del consentimiento
para considerarlo válido, ya que establece que se debe facilitar una información
clara y detallada -al interesado o a sus representantes legales- sobre los
procedimientos que se van a seguir, los objetivos que se persiguen y las
implicaciones que puede tener la intervención.
En el caso que nos ocupa, encontramos además que se están planteando dos
procedimientos distintos de evaluación que pueden tener diferentes implicaciones, lo
que nos obligaría a solicitar el consentimiento para cada uno de ellos. Por otra parte, la
exigencia de una información específica parece indicar que es el psicólogo, y no el
director del colegio o el tutor, la persona idónea para facilitar la misma.
Confidencialidad
Estas preguntas no tienen siempre una respuesta fácil ni la solución tiene que ser única.
El realizar un informe especial para los padres estaría justificado ya que facilitaría la
comprensión del mismo al poder adecuarlo al destinatario, cumpliendo así el requisito
de inteligibilidad de los informes psicológicos. Esto mismo -la inteligibilidad- podría
conseguirse también aportando verbalmente las explicaciones y aclaraciones oportunas
del informe, sistema que evitaría, además, posibles sesgos en la información que se
facilita a profesores y padres.
Sabemos, por ejemplo, que el hecho de que un sujeto obtenga una puntuación típica de
69 en una prueba de inteligencia o un percentil 10 en una de aptitudes puede tener una
significación diferente dependiendo de las características psicométricas de las pruebas
utilizadas e implicaciones diagnósticas distintas, al relacionar estos resultados con otros
datos de la evaluación. El docente, sin embargo, puede interpretar estos mismos datos
de una forma incorrecta o excesivamente simplista y llegar a conclusiones erróneas
respecto al alumno o a las medidas necesarias, y este error podría atribuirse en muchos
casos a los datos aportados por el psicólogo. Tendríamos que plantearnos, por tanto, qué
información precisa el tutor para su toma de decisiones y cuál es la mejor manera de
proporcionársela para que le sea más útil.
Además de los tratados, se esbozan también en el caso dos situaciones más que atañen a
otros grandes principios, como son el de la pertinencia de la intervención y la
capacitación profesional. Las limitaciones de espacio y la complejidad de los temas no
aconsejan abordarlos en este artículo, ya demasiado denso, pero sí quiero plantear de
forma breve la problemática general y algunas dudas que me surgen.
Las respuestas pueden ser múltiples, pero la principal pregunta que deberíamos
hacernos es la licitud de someter a los alumnos a un proceso de evaluación cuando la
finalidad no está clara o lo hacemos por otros motivos, aunque éstos sean correctos, o en
otros términos: ¿el fin justifica los medios?.
Existe un acuerdo casi unánime entre los profesionales y entre los propios estudiantes
sobre la necesidad, en los momentos actuales, de una formación que capacite realmente
para la práctica profesional. La polémica se plantea cuando se intenta delimitar los
requisitos de dicha formación o la formación complementaria que se precisaría cuando
cambiamos de ámbito de actuación, como en el caso propuesto; ¿está preparado un
profesional con experiencia en clínica infantil para actuar en el ámbito educativo sin una
actualización de conocimientos?.
Este problema aparece de forma más específica en psicología educativa, área en la que
un número considerable de profesionales accede a un puesto de trabajo de tipo técnico
tras superar un proceso de oposición a un cuerpo docente (Psicología Educativa, 1997).
Si estudiamos el análisis realizado por la revista de Psicología Educativa (1998) sobre el
contenido del temario de dicha oposición, deberíamos plantearnos su idoneidad para
garantizar un buen ejercicio profesional, no de tipo docente, y la necesidad de un buen
sistema de formación permanente.
He planteado en este artículo gran cantidad de dudas y ofrecido pocas soluciones; esto
es así porque considero que la situación actual de la psicología educativa, en relación
con el desarrollo de la deontología profesional, no aconseja en este momento ofrecer
soluciones cerradas ante los diferentes conflictos presentados, aunque podría hacerse en
muchos casos.
Bibliografía