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Los judíos, el pensamiento judío:

La experiencia histórica judía

ROBERT M. SELTZER

Macmillan Publishing Co., Inc.


New York
Collier Macmillan Publishers
London
CAPÍTULO 1
La historia de Israel desde sus orígenes hasta el
siglo VI a. e. c.

Hace treinta y dos siglos, el pueblo judío llevó su principio fundacional -un Dios único,
invisible y dominante- de las pasturas semidesérticas de Oriente Próximo a la civilización
agraria y urbana de Canaán. Una tradición, como una personalidad, es una unidad compleja:
un flujo de elementos que se han recibido de generaciones pasadas, que se han asimilado y
transmitido, que se han adaptado a y se han combinado con elementos de otras culturas, que
repetidamente se han filtrado, censurado y reformulado, sujetos a los cambios de énfasis y la
interpretación de sus nuevos resultados, que se han conservado por largos periodos en
aparente inmovilidad, y aún así reformándose periódicamente de acuerdo a las nuevas
perspectivas, siempre con un núcleo de unidad del cual depende para conservar su potencia,
sustento y vigor. De entre las tradiciones vivas en el mundo hoy, el judaísmo es una de las
más antiguas, quizás la más antigua. Las dos religiones que tienen raíces judías, el islam y el
cristianismo, formaron sus respectivas identidades hace casi catorce y diecinueve y medio
siglos. El confusionismo de China y el budismo del sur de Asia datan de hace unos 2,500
años; se piensa que los primeros himnos en sánscrito de los hindúes tienen unos treinta siglos
de antigüedad. Como veremos, había pueblos mucho más antiguos en Oriente Próximo, pero
tanto ellos como sus dioses han desaparecido o se han visto absorbidos por tradiciones muy
distintas. El judaísmo es así la única religión originada en Oriente Próximo que ha
permanecido y que aún se encuentra directamente presente en la vida contemporánea.

Algunas definiciones preliminares


El estudio de una tradición en la actualidad requiere términos neutrales y sin carga ideológica,
como, por ejemplo, judaísmo, que facilitan la objetividad y establecen una distancia, aunque
quizás también opacan la particularidad de un pueblo y la cualidad numinosa, sagrada, que
es la fuente de la religión. En la Antigüedad, la palabra griega ioudaϊsmos se utilizaba
ocasionalmente para describir las creencias y prácticas de los judíos y la cristiandad ha
empleado el término judaísmo desde finales de la Edad Media para diferenciarlo de su propio
sistema de creencias. Pero sólo en los últimos 200 años esta palabra se ha vuelto frecuente
entre los judíos. El término más auténtico es Torá, que significa enseñanza o instrucción; la
Torá, en un sentido limitado, incluye los textos sagrados, los primeros cinco libros de la
Biblia hebrea, el Pentateuco, el núcleo del saber judío; en un sentido más amplio, la Torá
abarca las doctrinas y leyes que se han derivado y que se han interpretado a partir de estos
textos. Sus primeros equivalentes, antes de que existiera la Escritura, eran expresiones
bíblicas como “la palabra de Dios”, “saber de Dios” y “temor de Dios.” El sustantivo correcto
para referirse a los judíos es Israel (“Escucha, Oh, Israel, al Señor nuestro Dios, el Señor es
uno” [Deut. 6:4]) o Am Yisrael (el pueblo de Israel), o, sobre todo en la época bíblica, B’nai
Yisrael (hijos de Israel, israelitas). La palabra judío en español viene, a través del latín
judaeus y el griego ioudaios, del hebreo yehudi. Para los griegos y romanos, los judíos eran
personas cuya tradición derivaba del país de Judea. Judea, a su vez, viene de Judá, uno de
los dos reinos del periodo bíblico y, antes, una de las doce tribus de Israel. Así pues, al
momento de su creación, el término yehudi se refería a un miembro de una porción de los
israelitas bíblicos y, por lo tanto, el término “judaísmo bíblico” no es completamente
adecuado, aunque hay continuidad directa entre esta y posteriores fases de la misma tradición.
(El término hebreo se utiliza ocasionalmente para hablar de los antiguos israelitas y los judíos
modernos, pero su primer uso se refiere a una clase social más que al pueblo en su totalidad.)

Otro problema semántico deriva de ciertos términos en la civilización occidental que


conservan matices cristianos. Así pues, los historiadores judíos prefieren a. e. c. (antes de la
era común) y e.c. (era común) al sistema de fechas basado en el año del nacimiento de Cristo.
Los estudiosos judíos prefieren evitar el concepto cristiano de Antiguo Testamento para
referirse a las Escrituras judías, porque un Antiguo Testamento implica un Nuevo
Testamento, un grupo de textos exclusivamente cristianos. Los judíos suelen referirse a su
Biblia como Tanaj, un acrónimo formado a partir de las primeras letras hebreas de las tres
secciones de las Escrituras judías: Torá (Pentateuco), Nevi’im (Profetas) y Ketuvim
(Escritos). Un último término que genera confusión es Jehová como el nombre bíblico de
Dios: la palabra Jehová probablemente se originó tras un intento desafortunado para
combinar las consonantes hebreas YHVH, que quizás se pronunciaba originalmente Yahvé,
con las vocales de Adonai, la palabra hebrea para Señor. Después de la época bíblica, la
palabra Adonai se sustituyó por YHWH o Yahvé; como muestra de reverencia y respeto, los
judíos ya no pronunciarían el Nombre inefable.

La Biblia como fuente de información histórica

A pesar de que cada vez tenemos más información acerca de Oriente Próximo en la
Antigüedad, cuyo descubrimiento y desciframiento es uno de los más grandes logros de los
estudios modernos, la principal fuente de información que tenemos sobre el antiguo Israel
sigue siendo la Biblia. Las Escrituras judías contienen un registro notable del desarrollo de
un pueblo a través de muchos siglos, algo sin paralelo en la literatura antigua. Casi la mitad
de los libros de la Biblia son hasta cierto punto narrativa histórica y la mayor parte de los que
pertenecen a otros géneros están ligados de alguna manera a la estructura cronológica
general. La memoria histórica es una característica prominente de la literatura bíblica de
Israel que ha llegado a nuestras manos porque muchas generaciones han tratado de interpretar
los cambios, las crisis y las transformaciones de este pueblo conforme a un principio de
unidad deliberada. La Biblia contiene no sólo datos para el estudio de la historia, como los
que encontramos en otras crónicas y listas de reyes de Oriente Próximo, sino una búsqueda
de patrones inteligibles de coherencia y significado.

Hay, de cualquier modo, diferencias cruciales entre la historiografía bíblica y la


historiografía moderna. El tema principal de la narrativa bíblica son los éxitos y los fracasos
de Israel -principalmente los fracasos- en su intento de cumplir las órdenes divinas. La
narrativa pretendía ser el relato definitivo de un drama universal construido alrededor del
peregrinaje de un pueblo a través de los años. El historiador moderno busca entender las
causas del proceso histórico, los motivos de los distintos actores y la presión que el contexto
cultural y social ejercía sobre ellos; y deja fuera una preocupación explícita por la voluntad
de Dios. Sabe que su investigación y sus conclusiones serán corregidas por otros estudiosos
y trata de ser empírico en un sentido estricto, haciendo afirmaciones sólo después de haber
evaluado la evidencia cuidadosamente, tomando en cuenta su consistencia lógica y las teorías
relevantes de otras ciencias.
Por lo tanto, el historiador moderno se acerca a la narrativa bíblica con el mismo
escepticismo que emplea con cualquier otro documento antiguo, como la Ilíada o la Odisea
de Homero o el relato de los orígenes de Roma de Livio. Desestimando cualquier pretensión
religiosa a la verdad absoluta y literal, nota que la Biblia podría contener omisiones,
distorsiones, exageraciones y simples errores en su registro histórico del antiguo Israel. Una
de las conclusiones fundamentales de la investigación bíblica moderna, algo que aceptan
todos menos los estudiosos más fundamentalistas, es que la narrativa bíblica se compiló a
partir de varias fuentes anteriores que se unieron y editaron (el término técnico es redactar)
mucho tiempo después de haber sido escritas por primera vez y que, incluso, muchas de estas
fuentes a menudo se formaron a partir de tradiciones orales que se habían transmitido a lo
largo de varias generaciones. (Examinaremos la composición final de la narrativa bíblica más
tarde en este capítulo.) Cuando la Biblia se correlaciona con evidencia externa, pareciera que
puede obtenerse una gran cantidad de información histórica del texto, pero hay que mantener
una actitud cauta y crítica con respecto a todos los aspectos de la historia de Israel.

La arqueología moderna pone a nuestra disposición dos fuentes de información para


este propósito: los restos materiales y los documentos literarios. Los primeros nos revelan la
historia de los asentamientos urbanos en Oriente Próximo, las fechas de la conquista y la
destrucción de ciudades, el desarrollo de la agricultura, los oficios y las técnicas militares, el
establecimiento de rutas comerciales, etcétera. Sin embargo, estos hallazgos guardan silencio
y no nos dicen qué pueblos son responsables de los artefactos que descubrimos y de las
invasiones que revelan las excavaciones; para esto se requiere de la interpretación con ayuda
de la evidencia escrita. Desafortunadamente, tenemos muy pocas fuentes escritas de Israel
en la época bíblica, además de fragmentos cortos en piezas de alfarería. Los israelitas
probablemente utilizaban materiales menos duraderos para escribir sus documentos, como,
por ejemplo, el pergamino. Materiales literarios de otros pueblos antiguos de Mesopotamia,
Anatolia y Egipto han llegado hasta nosotros en tabletas de piedra o de arcilla. (Estas últimas
eran un material importante para la escritura cuneiforme.) Estas fuentes -políticas, religiosas
y económicas- nos ayudan a entender el desarrollo de los idiomas, la difusión de las ideas y
el ascenso y la caída de estados e imperios. Aunque los documentos descubiertos hasta ahora
se refieren a Israel sólo ocasionalmente (principalmente en los últimos siglos de la época
bíblica), de manera indirecta nos ayudan a entender la historia de la sociedad israelita y el
contexto intelectual en el cual la tradición bíblica tomó forma.

Al acercarse a la narrativa bíblica como fuente histórica, es útil distinguir entre el


registro anterior al final del siglo XI a. e. c. y el periodo subsecuente, hasta el siglo VI a. e.
c., donde termina la narrativa continua. Las primeras historias en el Pentateuco (Pentateuco
es el término que se utiliza para referirse a los primeros cinco libros de la Biblia) son una
selección de distintas tradiciones antiguas, que más tarde se modificaron extensamente, sobre
la formación del pueblo de Israel desde la perspectiva de la intención divina. Aunque algunos
de estos materiales coinciden con fuentes externas, la naturaleza fragmentaria del registro
bíblico resulta en que cualquier relato de los orígenes de Israel debe considerarse, por ahora,
una conjetura y, a lo mucho, tan sólo una posibilidad. Los dos libros que siguen al Pentateuco
(Josué y Jueces) describen la ocupación de Canaán y aluden al modo de organización social
de los israelitas durante los casi dos siglos que precedieron a los primeros reyes israelitas;
estos relatos incorporan tanto fuentes históricas confiables como elementos legendarios. Sólo
para los últimos cuatro libros de la secuencia narrativa, Samuel 1 y 2 y Reyes 1 y 2, los
editores trabajaron directamente con fuentes escritas cercanas a los eventos que se describen.
Por supuesto, estos datos también deben evaluarse con cuidado, especialmente cuando se
trata de motivos personales y conflictos políticos, pero no hay razón para dudar que los
individuos, grupos, rebeliones y guerras sean enteramente históricos o que la estructura
política subyacente no proporcione una imagen confiable, aunque incompleta, de la vida
israelita en esos siglos. El problema aquí es que los autores bíblicos, con cuestiones muy
particulares en mente (el significado religioso del ascenso y la caída de los reinos israelitas),
omiten mucho de lo que le gustaría saber al historiador moderno. Aún así, hay que tener en
mente que ningún otro pueblo de Oriente Próximo dejó tal registro y que la importancia de
la narrativa bíblica, para la herencia religiosa del judaísmo y la civilización occidental, es
inmensa.
El ascenso de la civilización en Oriente Próximo

Los inicios de la agricultura regular y la domesticación de animales y el establecimiento de


las primeras comunidades urbanas alrededor del año 7000 a. e. c. tuvieron lugar en las colinas
del este de Irán y de Anatolia (Asia Menor), en las costas del Mar Caspio y en Palestina. (Una
de las ciudades más antiguas que se han descubierto hasta ahora es Jericó en el valle del río
Jordán, establecida en el octavo milenio a. c. e. y amurallada alrededor del año 6800 a. c. e.).
El ascenso de la civilización, la transmisión acumulativa y consciente de una cultura
desarrollada, ocurrió alrededor del año 3100 a. e. c. en el sur de Mesopotamia, las tierras
fértiles entre y a lo largo de los ríos Tigris y Éufrates, lo que hoy en día es Irak. Ahí los
sumerios, un pueblo cuyo idioma no tiene ninguna relación clara con ninguno de los otros
grupos lingüísticos de Oriente Próximo, crearon ciudades-estado altamente organizadas, una
compleja red de canales de drenaje e irrigación y el primer sistema de escritura, el sistema
cuneiforme, con signos en forma de cuña, que se convirtió en el medio para la difusión de la
mitología sumeria, la ciencia y otros patrones culturales hacia los pueblos adyacentes. Uno o
dos siglos después del ascenso de Sumeria, un segundo centro apareció en el valle del Nilo
en Egipto, pero la civilización egipcia permaneció algún tiempo sin participar directamente
en la órbita de Mesopotamia. En el centro de esta última, uno de los primeros grupos en
absorber las innovaciones sumerias fueron los acadios, hablantes del más antiguo de los
idiomas semíticos que llegaron a escribirse en el sistema cuneiforme. (Hay que notar que el
término semítico, así como indoeuropeo, se refiere a una familia lingüística con semejanzas
gramáticas y fonéticas, no a una supuesta distinción cultural o religiosa) El acadio y sus
posteriores dialectos babilonio y asirio se convirtieron en el principal idioma de la diplomacia
y la cultura internacional en Oriente Próximo desde el segundo milenio hasta el siglo VI a.
e. c. Durante el segundo milenio a. e. c., las ciudades mesopotámicas, previamente dominadas
por un sumo sacerdote, desarrollaron formas de señorío que aspiraban a una hegemonía más
extensa, lo que llevó a la formación del primer gran imperio: el de Sargón de Acad (2360-
2305 a. e. c.)

En su apogeo, el imperio de Sargón y sus descendientes se extendía del golfo Pérsico a


las costas mediterráneas de Siria. Estableciendo lo que más tarde sería un patrón común, este
estado territorialmente vasto colapsó alrededor del año 2200 a. e. c. a causa de disensiones
internas e invasiones bárbaras. Entre los nuevos habitantes de Mesopotamia se encontraban
los pueblos de las montañas Zagros de Irán y un grupo semítico conocido como amorreos
(los del oeste). Una porción de los amorreos se estableció en las ciudades de Mesopotamia
(Mari, Babilonia, etc.) donde pronto se integraron a la civilización sumerio-acadia. Por
muchos siglos estos amorreos aún podrán identificarse por sus nombres. Otros amorreos se
trasladaron a o que hoy es Siria y Palestina (la antigua Canaán) y en algunos casos
conservaron su propia estructura de clanes y tribus. Más tarde veremos que los primeros
ancestros de Israel pueden haber estado entre estas poblaciones amorreos.

A la descomposición del Imperio acadio siguió un resurgimiento sumerio bajo la


Tercera Dinastía de la ciudad de Ur. Uno de los más conocidos de la subsiguiente serie de
estados mesopotámicos del segundo milenio fue establecido en el siglo XVIII a. e. c. por los
gobernantes amorreos de Babilonia, especialmente el famoso Hammurabi, que promulgó un
importante código de leyes. Después del declive del Imperio babilonio, el centro de poder se
movió hacia el norte, al reino hurrita de Mitanni y después al Imperio hitita, cuyo corazón se
encontraba en Asia Menor.

A lo largo de la mayor parte del tercer y segundo milenio, Canaán se dividió en


pequeñas ciudades-estado y fue poblado por grupos semíticos del oeste y otros pueblos, como
los hurritas y los hititas. Muchas de estas antiguas ciudades (Alepo en el norte de Siria, Biblos
en la costa, Jasor en el norte de lo que habría de convertirse en la tierra de Israel, Jerusalén,
etc.) gozaron de largos periodos bajo el gobierno de distintos grupos. La ciudad de Ugarit en
la costa norte de Siria es una de las principales fuentes de información sobre la sociedad y
religión del Canaán pre-israelita, gracias a los descubrimientos de documentos cuneiformes
del siglo catorce que los arqueólogos han hecho ahí.

Entre 2600 y 1700 a. e. c. las ciudades-estado cananeas mantuvieron relaciones


comerciales intermitentes con Egipto. Canaán y Egipto se asociaron de manera más sólida
en la década de 1670 cuando los hicsos (un término egipcio que significa “gobernantes
extranjeros”) gobernaron tanto Canaán como el delta del Nilo y las regiones cercanas.
Cuando los hicsos perdieron el poder alrededor de 1570 a. e. c., la nueva dinastía egipcia
fundó un imperio que dominó la mayor parte de Canaán haciendo uso de guarniciones
militares y el vasallaje de los reyes locales. El Canaán del siglo XIV, una sociedad altamente
estratificada, compuesta de una nobleza guerrera y una gran población de campesinos
oprimidos se conoce gracias a una colección de cartas (los documentos de Amarna) que se
encontró en la capital egipcia de aquella época. A principios del siglo XIII, los egipcios se
enfrentaron al reino hitita del norte y más tarde se dividieron Canaán entre ellos. La influencia
egipcia en Canaán terminó con una serie de invasiones desde casi todas las direcciones
posibles que inundaron la mayor parte de Oriente Próximo en el siglo XIII, una era de
migraciones y caos social que llevó al pueblo de Israel a las regiones urbanas y agrarias de
Canaán.

Las primeras etapas de la historia de Israel, antes del año 1050 a. e. c.

La segunda mitad del libro de Genesis describe una serie de ancestros de Israel, los patriarcas
Abraham, Isaac y Jacob y sus familias extendidas, que eran originarios de Mesopotamia, pero
que vivieron un tiempo en la tierra de Canaán antes de que Jacob y su familia finalmente se
asentaran en Egipto. La tradición bíblica relata que los patriarcas mantuvieron sus lazos con
la ciudad de Harrán, en el norte de Mesopotamia, durante varias generaciones. Fue ahí donde
Isaac y Jacob regresaron para encontrar esposas. La evidencia arqueológica indica que estas
historias pueden haber conservado información auténtica sobre los clanes amorreos, que se
extendieron por Mesopotamia y Canaán después del año 2000 a. e. c. y de los cuales al menos
algunos de los israelitas descendieron. Nombres, como los equivalentes de Abraham , Jacob
y Benjamín (uno de los hijos de Jacob), aparecen en materiales hallados en Mari, una ciudad
al norte del Éufrates que tuvo importancia hasta la época de Hammurabi. Los documentos
cuneiformes que se han encontrado en la ciudad hurrita de Nuzi, al este del Tigris, aluden a
costumbres matrimoniales y de herencia similares a las que se relatan en Génesis, muy
distintas a las de la ley bíblica posterior. Pareciera que la Biblia preserva memorias
específicas de pequeños clanes semi-nomádicos que vivían en las afueras de los principales
centros urbanos de Canaán, se desplazaban con sus rebaños y se asentaban temporalmente y
compraban tierras para realizar sus entierros (Gen., cap. 23). Normalmente entablaban
relaciones pacíficas con los pueblos locales, pero, ocasionalmente, también estaban
dispuestos a luchar contra ellos y a asaltarlos (Gen. caps. 14 y 34).

Otro nexo que conecta las tradiciones bíblicas a la historia del segundo milenio a. e.
c. es el uso extendido en fuentes de Oriente Próximo del término habiru (o apiru), muy
semejante a la palabra bíblica hebreo. Se menciona en muchos documentos de diferentes
áreas, desde finales del tercer milenio hasta el siglo XII a. e. c. Los habiru eran un estrato
social que vivía en los límites de la sociedad sedentaria, muchas veces bajo el poder de los
gobernantes locales. Los habiru aparecen constantemente en las cartas de Amarna, que los
príncipes cananeos enviaban al faraón egipcio en el siglo XIV a. e. c. implorándole que los
ayudara a someter a los grupos rebeldes que amenazaban la autoridad que tenían sobre sus
ciudades. Los clanes de los patriarcas pueden haber sido parte de este elemento habiru en
Canaán.

Las estrechas relaciones entre Canaán y Egipto durante el reinado de los hicsos y el
imperio egipcio que los siguió ofrecen otro punto de contacto entre el relato bíblico y otras
fuentes del segundo milenio. El relato bíblico de que los ancestros de Israel residieron en
Egipto coincide con la mención de nombres semíticos en documentos egipcios y con el
probable origen egipcio de algunos nombres israelitas, como Moisés o Aarón. De acuerdo a
la Biblia, Jacob y su familia se establecieron en Egipto con invitación del faraón, después de
que José, el hijo de Jacob, alcanzara una posición privilegiada en el estado egipcio. Una
carrera como la de José, si está basada en hechos reales, hubiera sido posible durante el
reinado de los hicsos, aunque algunos estudiosos prefieren situarla en el periodo del imperio,
lo cual reduciría la brecha entre el traslado a Egipto y el éxodo desde ahí. La Biblia relata
que el clan patriarcal del que desciende Israel se estableció en Egipto como un grupo de
pastores libres, que después fueron esclavizados. Los documentos egipcios del periodo
imperial se refieren a los apiru como siervos de Egipto. Las ciudades que, de acuerdo a la
Biblia, los hebreos ayudaron a construir fueron efectivamente parte del programa de
construcción de los faraones de principios del siglo XIII. Sin embargo, no se menciona en
los textos egipcios la huida de cientos de miles de esclavos hebreos a la península del Sinaí,
pero un grupo mucho menor pudo haber escapado de la esclavitud así. La base histórica del
éxodo bíblico desde Egipto puede haber involucrado a algunos cientos bajo el mando de
Moisés, en lugar de los 600,000 hombres con sus familias que se mencionan en el libro del
Éxodo.

El éxodo probablemente ocurrió alrededor del año 1260 a. e. c., o en algún momento
durante los reinados de Seti I (c. 1305-1290) o Ramsés II (c. 1290-1224), que ordenaron la
construcción de las ciudades mencionadas en Éxodo 1:11. Una estela en nombre del siguiente
faraón, Merneptah (c.1224-1211), menciona la presencia en Canaán del pueblo de Israel.
Tomando en cuenta la duración de la historia judía, la declaración de Merneptah, la única
mención del nombre de Israel descubierta hasta ahora en fuentes egipcias antiguas resulta
especialmente poco profética:

Los príncipes están postrados y dicen “¡Piedad!”


Ni uno entre los Nueve Arcos levanta la mirada.
La desolación es para Tehenu; Hatti está sometida;
Todos los males han saqueado Canaán;
Se han llevado a Ashkelon; han tomado Gezer;
Yanoam se ha vuelto como eso que no existe;
Israel está destruido, pero no su semilla;
Egipto ha dejado a Hurru viuda!
Todas las tierras están en paz;
A todo el que estaba inquieto ha aprisionado
El Rey del Alto y Bajo Egipto; Ba-en-Ra Mari-Amón; el hijo
de Ra: Mer-ne-Ptah Hotep-hir-Maat, que recibe la vida como Ra cada día.

La campaña de Merneptah fue el último intento egipcio de controlar Canaán. Como se


mencionó anteriormente, los hallazgos arqueológicos indican que las tierras del oriente del
Mediterráneo fueron sacudidas a finales del siglo XIII y durante el siglo XII a. c. e. por
invasiones desde el mar y el desierto que amenazaron los reinos egipcios e hititas, arrasaron
ciudades en Siria y Palestina y trajeron a nuevos grupos étnicos, incluidos los israelitas, a las
tierras cultivables.

La Biblia relata que, antes de que los israelitas aparecieran en Canaán, habían vagado
durante cuarenta años en el desierto al sur y a este de Canaán, al mismo tiempo que los reinos
de Edom y Moab tomaban forma en las tierras alta de Jordania. Exactamente cómo y cuándo
estos hebreos se unieron para formar Israel es motivo de discusión entre los estudiosos
modernos. La narrativa bíblica indica que los seminómadas absorbieron una mezcla de
pueblos (“una multitud mezclada”) que los acompañó desde Egipto (véase, por ejemplo, Ex.
12:38). Es posible que a este grupo se le unieran más tarde en Canaán las bandas locales de
habiru y los descendientes de los clanes patriarcales que no habían emigrado a Egipto. Sin
embargo, la subsecuente historia de Israel y los fundamentos de su religión no pueden
entenderse sin el episodio (aún no verificado por otras fuentes) del Monte Sinaí, en el cual
Israel, guiado por Moisés, logró definir su identidad al aceptar la soberanía de YHVH, una
deidad hasta entonces desconocida en Canaán. Como se explicará con más detalle en este
capítulo, también fue crucial que la relación de los israelitas con esta deidad (un lazo al que
la Biblia se refiere frecuentemente como una alianza) estipulaba que ningún otro dios sería
aceptado junto a Él como parte del único culto legítimo de la nueva entidad social.

Hasta ahora, la evidencia arqueológica de la conquista israelita de Canaán es sólo


parcialmente consistente con el relato bíblico de esta invasión tal como aparece en el libro de
José y en el primer capítulo de Jueces. Se dice que dos ciudades fueron conquistadas durante
la invasión israelita, Jericó y Ai (véase José caps. 6 y 8), pero estas ciudades fueron destruidas
mucho antes del siglo XIII, lo cual indica que algunos elementos del relato bíblico son
legendarios. Además, la narrativa omite el registro de la conquista del área alrededor de
Siquem, históricamente importante para los israelitas. Pero los hallazgos arqueológicos sí
muestran que otras localidades fueron destruidas en esa época y de la manera que se describe
en la narrativa bíblica. El primer capítulo de Jueces indica que Israel ocupó sólo parte de
Canaán y que la población de antes de la conquista sobrevivió en los valles y en las planicies.
(Los que después se llamarían fenicios y vivieron en la costa norte de Palestina en lo que
ahora es Líbano, eran descendientes de los cananeos de antes de la conquista y en el siglo X
sus ciudades revivieron y jugaron un rol prominente en la vida comercial del Mediterráneo).
Durante el siglo XII, junto a los israelitas, otras olas de invasores se asentaron en el área,
como los amonitas en Transjordania, los arameos en las áreas más remotas de Siria, y los que
las fuentes egipcias llamaban los “Pueblos del mar”, entre los que se encontraban los filisteos,
y que ocuparon la costa sur de Canaán.

Entre el 1200 y el 1020 a. e. c., mientras los israelitas se convertían en una parte
considerable de la población establecida en esta tierra, no tenían un poder político
centralizado o permanente. Además de los ancianos y los líderes tribales, aparecían de vez
en cuando caudillos a los que se llamaba shoftim (shofet en singular, normalmente se traduce
como “juez”). Algunos de los shoftim pueden haber resuelto disputas, pero su rol principal
era liderear a la milicia israelita en las batallas contra los reyes cananeos y contra los
invasores moabitas, madianitas y amonitas. La autoridad del shofet no era absoluta y no se
basaba en la herencia, sino en el carisma: se consideraba que sus habilidades y su fuerza eran
dones divinos. Muchos de los shoftim deben haber sido líderes locales más que nacionales,
aunque en algunas ocasiones la mayoría de las tribus de Israel se asociaron con ellos para
luchar por sus territorios en Canaán.

A pesar de las incursiones desde el exterior y la falta de unión al interior, estos dos siglos
fueron un periodo de consolidación. La familia israelita, los clanes y otros grupos,
gradualmente se cristalizaron en un sistema de doce tribus que expresaba el creciente
sentimiento de hermandad entre todos aquellos que habían establecido una alianza con
YHVH. (El relato bíblico de las doce tribus originales, que descendían de los doce hijos del
patriarca Jacob es una esquematización de un largo proceso de unificación, durante el cual
las distintas tradiciones estos grupos se convirtieron en la herencia común de todo un pueblo.)
El primer intento de establecer una monarquía israelita falló, de acuerdo a la Biblia, frente al
argumento de que sólo YHVH era rey de Israel (véase Jueces 8.23 y cap. 9). Los israelitas
adoptaron el idioma local (en la Biblia al hebreo se le llama la lengua cananea), pero la
asimilación cultural no incluyó aceptar el panteón de los dioses cananeos como
acompañantes legítimos de YHVH. Aunque la narrativa bíblica menciona la adoración de
dioses cananeos entre los israelitas, la antigua creencia de que esto estaba mal continuó
jugando un papel importante en épocas posteriores. Durante el periodo tribal, se adoraba a
YHVH en muchos santuarios locales; al final del periodo se estableció un punto de reunión
en Silo, donde se encontraba el Arca de la Alianza de YHVH. (El Arca era un cofre móvil,
que simbolizaba la presencia de YHVH en Israel.) Alrededor del año 1050 el santuario de
Silo fue destruido y los filisteos se llevaron el Arca como botín. El monopolio sobre la
manufactura del hierro les dio a los filisteos una ventaja militar temporal sobre otros pueblos
en el área y gradualmente comenzaron a extender su dominio tierra adentro desde una liga
de cinco ciudades filisteas a lo largo de la planicie costera. Los comienzos de la lucha entre
los israelitas y los filisteos pueden verse en las historias sobre Sansón que se incluyen en el
libro de Jueces. La victoria filistea sobre la milicia israelita en la batalla de Aphec-Eben-ezer
en Samuel cap. 4, que resultó en la destrucción del santuario de Silo, fue un paso importante
en la intensa lucha que llevó a los israelitas a finalmente aceptar un rey.

De la sociedad tribal a la monarquía, 1050-922 a. e. c.

Un nuevo patrón internacional surgió en Oriente Próximo en la segunda mitad del siglo XI
cuando esta mezcla caótica de pueblo guerreros dio lugar a estructuras políticas más estables.
Surgieron estados independientes en Siria y Palestina, entre los que se encontraban las
ciudades-estado hititas en el norte, varios reinos arameos en Siria, el reino fenicio y la liga
filistea en la costa y la monarquía israelita.

De acuerdo a la narrativa bíblica, Samuel, una figura carismática, juez, sacerdote y


vidente, accedió a ungir a Saúl como el primer rey de Israel sin mucha convicción con tal de
repeler la amenaza de los filisteos. A pesar de muchas victorias militares contra los filisteos
y otros enemigos, Saúl no logró detenerlos. Después de que cayera en batalla alrededor del
año 1000 a. e. c. (se suicidó antes de que lo capturaran), la tarea de establecer un estado
israelita unificado quedó en manos de su antiguo oficial y alguna vez rival, David. Tras la
muerte de Saúl, él se convirtió en rey de la tribu de Judá y, unos siete años más tarde, las
otras tribus lo aceptaron como rey de Israel.

El ejército de David expulsó a los filisteos y subyugó a la mayoría de los otros pueblos
que vivián al este del Jordán y en Siria, creando así el primer estado imperial originalmente
de esa área. La recién conquistada ciudad de Jerusalén, que antes no pertenecía a los israelitas
pero que estaba localizada en el territorio entre las tribus del norte y Judea, se convirtió en la
sede de su corte. Para darle más importancia religiosa, David llevó el Arca de la Alianza a
Jerusalén y la instaló ahí en una carpa-santuario. El estado de David sobrevivió dos revueltas,
provocadas, en parte, por el resentimiento de los antiguos líderes tribales hacia el gobierno
monárquico con su ejército profesional y su burocracia centralizada. Después de su muerte,
el reino pasó a manos de su hijo Salomón.

Durante el reino de Salomón (c 961-922 a. e. c.), el territorio israelita se dividió en


distritos administrativos para facilitar la recolección de impuestos y el reclutamiento de
batallones de trabajos forzados de entre los israelitas y otros pueblos subyugados. La nueva
riqueza se utilizó para lanzar un programa de construcción real: ciudadelas militares, un
palacio y un templo en Jerusalén de estilo arquitectónico cananeo-fenicio para albergar el
arca de YHVH. (Los sacerdotes de este templo descendían de Aarón, hermano de Moisés, y
tuvieron un papel prominente en la historia posterior de Israel.) Salomón mantuvo el imperio
que David había formado y explotó sus rutas comerciales y recursos naturales. Se
consolidaron los lazos con Tiro y Egipto a través de tratados y matrimonios entre la realeza.
En la narrativa bíblica el reino de Salomón se presenta como un periodo de prosperidad y paz
y él se convirtió en el prototipo del rey sabio y culto. Sin embargo, al final de su vida el reino
se había extendido demasiado en lo económico y en lo político y tras su muerte la mayoría
de los pueblos conquistados y la población del norte de Israel dejaron de reconocer la
autoridad de Jerusalén. Las circunstancias de la desintegración del reino unido israelita
después de menos de un siglo son muestra de la persistente tensión entre el antiguo ideal pre-
monárquico, incluyendo la idea de que sólo YHVH es rey, y el estado de David y Salomón.
Israel no podía sobrevivir sin un rey, pero los elevados impuestos reales y otras exacciones
eran impopulares en el norte. Estaba además la tolerancia de Salomón hacia el culto a otras
deidades en Jerusalén (véase Reyes, cap. 11), que amenazaba con convertir a YHVH en sólo
otro dios dinástico, minando así el concepto religioso de una alianza exclusiva entre YHVH
e Israel.

Los líderes de las tribus del norte, con el lema: “Vuelve a tus carpas, Oh, ¡Israel!”,
rechazaban a Roboán, hijo de Salomón, y eligieron como rey a Jeroboam, hijo de Nabat, un
antiguo oficial real que había dirigido una revuelta fallida contra Salomón. El reino del norte,
llamado Israel, incluía la mayor parte de la tierra israelita, la mayor parte de su población y
más posiciones estratégicas. El reino de Judea, que mantuvo el territorio de la tribu de
Benjamín al norte de Jerusalén, permaneció leal a la casa de David a lo largo de toda su
historia. Además, la desintegración de la monarquía unida no destruyó la identidad religiosa
en común. Hombres e ideas por lo general se movían libremente de un lado a otro de la
frontera entre los dos estados.

Los dos reinos, Israel y Judea, 922-722 a. e. c.

El desarrollo político internacional más trascendente en este periodo fue el final, a partir del
siglo IX, del vacío de poder generalizado en Oriente Próximo como resultado del
resurgimiento de la antigua nación de Asiria en el norte de Mesopotamia. Primero, los asirios
llevaron a cabo expediciones militares más o menos anuales por los valles del Tigris y el
Éufrates para recolectar tributos; gradualmente, a pesar de muchos periodos de declive
temporal, Asiria comenzó a expandirse más y más. Durante el reinado de Tiglatpileser (744-
727 a. e. c.) y sus dos sucesores Salmanasar V y Sargón (reinaron del año 726 al 706), la
mayor parte de los estados independientes de Mesopotamia, Siria y Palestina fueron
destruidos y los demás fueron reducidos al vasallaje. Con los territorios conquistados los
monarcas asirios construyeron un vasto imperio, el primero de una serie que gobernaría el
Oriente Próximo durante muchos siglos.

Aunque Jeroboam I no se aventuró a establecer una capital permanente, construyó dos


santuarios reales para que compitieran con el templo de Jerusalén, uno en Dan en el extremo
norte y otro en Betel en la parte sur de su reino. (Él y los siguientes reyes del norte fueron
muy criticados en la narrativa bíblica, que se editó desde la perspectiva de Jerusalén, por
haber incluido en estos santuarios becerros de oro, probablemente como pedestales para el
trono de YHVH.) Los primeros cuarenta años del reino del norte estuvieron marcados por la
guerra contra el sur, que interrumpió una destructiva invasión egipcia. Durante este periodo,
sólo dos de los seis reyes de Israel fueron hijos de reyes anteriores; que los oficiales del
ejército derrocaran a los gobiernos fue algo frecuente en la turbulenta historia del estado del
norte.

En la década de 870 un general llamado Omrí puso un alto a la inestabilidad política


crónica del norte. Fundó la ciudad de Samaria y la designó capital de su reino, inaugurando
así un periodo de renovada gloria internacional para Israel. Para entonces ya se había alzado
un rival poderoso: el reino arameo de Damasco. Omrí se opuso a Aram-Damasco formando
una alianza con Judea y el estado fenicio de Tiro, una alianza que se consolidó a través de
una serie de matrimonios. Ajab, el hijo de Omrí, estaba casado con Jezabel, la hija del rey
de Tiro; su hija, Atalía, se convirtió en la esposa del futuro rey de Judea. Esta situación creó
un crisis religiosa en los dos reinos israelitas.

Durante el reinado de Omrí, su hijo y sus nietos (c. 875-842 a. e. c.), Israel se convirtió
en uno de los estados más poderosos en Siria y Palestina. La amenaza aramea se había
erradicado. La narrativa bíblica no lo menciona, pero de acuerdo a los registros asirios, Ajab
proveyó una gran fuerza militar para la coalición de reyes del oeste que detuvo al ejército de
conquista asirio en Qarqar en el Orontes, en el norte de Siria en 854. (Ajab es el primer rey
israelita cuyo nombre se ha descubierto en un documento contemporáneo, aunque el nombre
de su padre, Omrí, apareció en inscripciones asirias y en un monumento moabita.) Los restos
de los proyectos de construcción de Ajab en la ciudad de Samaria y en otras partes atestiguan
el esplendor material de su reino. Sin embargo, la Biblia se interesa más en el desorden
interno que avivaban los profetas de YHVH contra el apoyo del gobierno a otro culto, además
del de YHVH en Israel. Durante el periodo monárquico, el papel del profeta (navi, en hebreo)
se había vuelto el principal canal para la revelación de la palabra de YHVH; entre los profetas
se encontraron algunos de los más poderosos críticos de los reyes y de la sociedad en Israel
y Judea durante buena parte de la época bíblica. Los profetas del siglo IX Elías, Eliseo y sus
seguidores, protestaron en contra de los actos de despotismo de Ajab y lo acusaron de minar
el ideal de YHVH para Israel. Se opusieron vigorosamente al culto al dios de Tiro, Baal-
Melkart, que Jezabel, esposa de Ajab, había introducido en Samaria. Poco después de que
Ajab muriera en batalla, Jehú, un capitán del ejército, derrocó a la dinastía y exterminó a la
familia real junto a los profetas de Baal en Samaria. Algunos años más tarde, los sacerdotes
del templo de Jerusalén liderearon una revuelta similar en Judea en contra de la hija de Ajab,
la reina Atalía.

La casa de Jehú gobernó durante cinco generaciones (842-748 a. e. c.), más que
cualquier otra dinastía del norte. Jehú y su hijo gobernaron durante medio siglo de debilidad
militar para Israel, pagándole tributo a Asiria hasta que los gobernantes asirios se distrajeron
con las amenazas a sus fronteras del norte. Después Israel y Judea cayeron bajo el dominio
de Aram-Damasco, pero las nuevas campañas de los asirios en el oeste (802 y 796)
debilitaron a Aram, le quitaron presión a Israel, y abrieron las puertas para otro resurgimiento
de ambos reinos Israelitas. De acuerdo a la narrativa bíblica, el nieto de Jehú, Joás, y su
bisnieto Jeroboam fueron los que restauraron el reino hasta las antiguas fronteras de David
(2 Reyes 14:25). El reino de Jeroboam II fue un periodo de riqueza y lujos, al menos para
las clases altas, pero la explotación económica de los pobres recibía las críticas de una nueva
fase del movimiento profético, iniciada por Amós y Oseas.

Poco después de la muerte de Jeroboam en 748, la presencia asiria en Siria y Palestina


tomó un nuevo carácter: el establecimiento de un imperio asirio permanente. Cuatro de los
últimos cinco hombres que habían gobernado Israel después de la muerte de Jeroboam habían
llegado al trono asesinando a sus predecesores y después se veían obligados a elegir entre
aceptar una costosa sumisión a Asiria o a llevar a cabo fútiles actos de resistencia. Uno de
estos regicidas, Menajem hijo de Gadi (gobernó del año 748 al 738), salvó su reino
rindiéndose ante Tiglatpileser. Otro usurpador, Pekaj hijo de Remaliah (736-732), se unió a
Aram-Damasco y otros estados para oponerse a Tiglatpileser, lo que resultó en que entre 734
y 732 el gobernante asirio invadió el área y convirtió Aram y mucho de Israel en provincias
Asirias. Uno de los medios que los asirios utilizaron para garantizar la tranquilidad en sus
provincias fue la deportación masiva y la reubicación, una medida que pronto se aplicó a
Israel. De a cuerdo a las fuentes asirias, más de 13,00 israelitas fueron exiliados al norte de
Mesopotamia en 732. El nuevo rey de Israel, Oseas hijo de Elá (732-723), pasó de ser un
vasallo de asiria a pedirle ayuda a los egipcios. El rey asirio, Salmanasar V, atacó en 724,
tomó prisionero a Oseas, sitió y destruyó Samaria (probablemente en 722 a. e. c.), exilió a
otros 27,000 israelitas y estableció otra provincia asiria en lo que quedaba del territorio del
reino del norte. (Su sucesor, Sargón II, afirmaba haber derrotado a Samaria definitivamente.)

Durante el periodo de los dos reinos israelitas el sur fue políticamente más estable,
aunque el norte normalmente lo opacara. Las relaciones entre las dos monarquías fueron a
veces de amistad y a veces hostiles. Los primeros tres reinados de Judá después del de
Salomón (Roboam, 922-915; Abías 915-913; Asa ; 913-873) estuvieron marcados por luchas
intermitentes contra el norte, hasta que la frontera finalmente se estabilizó. Josafat (873-849)
cooperó con Ajab de Israel en varias campañas militares, especialmente contra Aram-
Damasco. El hijo de Josafat gobernó sólo durante un breve periodo y su nieto fue asesinado
en la revolución de Jehú de 842, lo cual dejó a Atalía, hija de Ajab, con el trono de Judea.
Fue derrocada en 836 y se instauró a un heredero de la dinastía de David en el trono. Durante
el resto del siglo IX, los reinos debilitados de Israel y Judea estuvieron bajo el yugo de Aram-
Damasco. Cuando el poder de los arameos declinó, Judea quedó subordinada a Israel.

Judea resurgió durante el reinado de Ozías (769-734), en el que ambos estados


disfrutaron de varias décadas de poder y esplendor. Los éxitos militares de Judea en contra
de los pueblos vecinos se mencionan en la Biblia y los hallazgos arqueológicos indican
extensas construcciones alrededor de Jerusalén y la expansión de los asentamientos en el
desierto del sur de Judea.

La supervivencia de Judea durante las conquistas asirias del final del siglo VIII a.e.c.
fue de inestimable importancia para el judaísmo. Ajaz (734-715) se negó a unirse a Israel y
Aram en una alianza militar contra Asiria. Así pues, tras la caída del reino del norte, Judea
se convirtió en el único centro en el que se preservaba y continuaba la tradición israelita.
Judea sola (722-587 a.e.c.)

A lo largo de la casi todo el siglo VII a.c.e. Asiria dominó Oriente Próximo. Senaquerib (rey
de 705 a 682) y Asarhaddón (681-670) añadieron Babilonia y Egipto a su imperio; el último
gran gobernante asirio Asurbanipal (669-627) fue un patrón de las artes y un coleccionista
de la literatura antigua de Mesopotamia. Después de su muerte, Asiria comenzó a
desmoronarse bajo la presión de constantes revueltas y de los ejércitos de Babilonia y Media.
Hacia el final del siglo, el gobernante de Babilonia, Narbopolasar (625-605) derrotó a las
últimas tropas asirias y convirtió a su ciudad en la potencia de Mesopotamia. Su sucesor,
Nabucodonosor II (605-562) controló las tierras bajas de Mesopotamia y toda Siria-Palestina.
Los medos de Irán gobernaban las tierras altas del norte de Asiria.

Judea sobrevivió porque Ajaz había decidido no desafiar a los asirios en la década
de 720, pero su hijo, Ezequías (quizás reinó de 715 a 687 a.e.c.), participó en una nueva
coalición contra los asirios durante las primeras décadas de su reinado. Como parte de su
intento de afirmar su independencia, purgó la ciudad de Jerusalén de cualquier símbolo que
no fuera el de YHVH, incluidos los de los cultos asirios que su padre había instalado ahí
como símbolo de sumisión. Los narradores bíblicos cuentan que desde los tiempos del rey
Asa de Judea, finales del siglo X y comienzos del IX, había habido intentos recurrentes de
eliminar otros cultos que no fueran el de YHVH y las prácticas que los imitaran. La
consolidación religiosa del principio del reino de Ezequías resultó ser el comienzo de una
efectiva reforma de largo alcance: el movimiento “deuteronómico” (el término se explicará
más tarde), que habría de convertirse en una gran fuerza que ayudó a dar forma a la Biblia y
al judaísmo.

El desafío de Ezequías a Asiria, sin embargo, provocó una invasión masiva en la que
se destruyeron muchas ciudades judeas y se sitió a Jerusalén. En 701 Senaquerib aceptó un
enorme tributo y la ciudad permaneció intacta. Aunque los asirios no derrocaron a Ezequías,
su libertad quedó limitada y, durante los años restantes de su vida y durante el reinado de casi
cincuenta años de su hijo Manasés (687-640), los dos reyes de Judea fueron dóciles vasallos
de Asiria. La tradición bíblica considera que el que Manasés aceptara el culto de los asirios
y otros más en Jerusalén fue un pecado imperdonable contra YHVH; los redactores del libro
2 de Reyes lo consideran uno de los gobernantes más malvados de la historia de Judea.
El declive del imperio asirio al final del siglo VII hizo posible que Judea renovara su
independencia política y su identidad cultural. Conforme se derrotaba a los ejércitos asirios,
el nieto de Manasés, Josías (rey de 640 a 609), fue anexando territorios que habían
pertenecido al antiguo reino de Israel. También promovió la más extensa purga religiosa
hasta entonces: todos los ritos que se consideraran contrarios a YHVH fueron suprimidos,
incluso los santuarios locales del periodo tribal que estaban en las montañas. El altar a YHVH
que construyó Jeroboam I en Betel fue destruido y el sistema de sacrificios israelita se
centralizó en el Templo de Jerusalén. Alrededor del año 622 a.e.c. este programa de reformas
alcanzó su ápice y se justificó con la publicación del libro de leyes “La Torá de Moisés”
(véase 2 Reyes 22:8, 23:25), que, como veremos más tarde, los estudiosos modernos de la
Biblia consideran el núcleo del libro del Deuteronomio. El movimiento que editó este y
muchos otros libros bíblicos es, por lo tanto, generalmente conocido como la escuela
deuteronómica.

Durante el reino de Josías la situación política internacional siguió cambiando, en la


medida en que Asiria, Egipto, Babilonia y Media continuaron luchando por el poder. Josías
fue asesinado en Megido, en el norte de Israel, mientras intentaba impedir que los egipcios
llegaran a auxiliar a lo que quedaba del ejército asirio. Los babilonios y los medos pronto
acabaron con las fuerzas asirias restantes y Judea quedó a partir de entonces atrapada entre
los egipcios y los babilonios. Los egipcios capturaron a Joacaz, el hijo de Josías, después de
que gobernara por tan sólo tres meses, y lo reemplazaron con Joacim, su hermano menor.
Cuando el gobernante de Babilonia, Nabucodonosor, derrotó a los egipcios, Joacim se
convirtió en su vasallo temporalmente, pero después se rebeló. Durante la inevitable invasión
de Babilonia a Judea, Joacim murió y su hijo Joaquín lo sucedió. Fue él quien les abrió las
puertas de Jerusalén a los babilonios en 597 a.e.c. Nabucodonosor deportó al rey, a su corte
y (supuestamente) a 10,000 jerosolamitas a Babilonia y dejó como en regente en Jerusalén a
Sedecías, el tercer hijo de Josías. Alentados por las promesas de los egipcios y por la fe que
tenían en la invulnerabilidad de la ciudad sagrada, unos años más tarde los judíos volvieron
a desafiar a Babilonia. En enero de 588 el ejército babilonio llegó a Jerusalén; la ciudad cayó
en julio de 587 a.e.c. Nabucodonosor ordenó que se quemara el templo y que se destruyera
la ciudad. Sedecías fue cegado y la mayor parte de la población restante de Judea fue exiliada
a Babilonia.
El exilio en Babilonia, 587-538 a.e.c.

Para supervisar a las pocas personas que quedaban en Judá, casi todos granjeros pobres,
Nabucodonosor asignó como gobernador a Godolías, el hijo de Ajicam, descendiente de uno
de los oficiales de Josías que había estado a favor de la política pro-Babilonia. En 582
Godolías fue asesinado, lo que llevó a más deportaciones y a que más personas abandonaran
Judá; esto a su vez significó el final de los últimos vestigios de la vida política israelita en
ese lugar. Durante las décadas siguientes los exiliados de Judea en Babilonia se convirtieron
en el principal puente para la supervivencia de la tradición israelita. La escasa información
que tenemos sobre la vida de los cautivos indica que los babilonios no los esclavizaron o los
trataron con extrema crueldad física. Se establecieron en pequeñas comunidades, continuaron
con sus vidas como granjeros, artesanos y comerciantes, con obligaciones de servicio y de
impuestos para con el estado. En 561 a.e.c. el antiguo rey de Judea, Joaquín, fue puesto en
libertad y Evilmerodac, el rey de Babilonia, le otorgó una pensión (2 Reyes 25:27-30), un
vento que confirman las fuentes babilonias. No sabemos que función tenía el rey de Judea
entre los exiliados: parece que sus líderes más importantes eran los ancianos y los profetas.

El impacto cultural del medio babilonio en los exiliados puede verse en la adopción de
nombres babilonios, el calendario babilonio y el idioma arameo, que estaba convirtiéndose
en el principal idioma internacional de Mesopotamia, Siria y Palestina. El exilio no debilitó
su lealtad a YHVH. Los libros históricos del Deuteronomio enseñaban que la razón de la
catástrofe había sido el persistente pecado de adorar a dioses extranjeros, especialmente de
parte de los gobernantes de Israel. Lejos de ser una prueba de debilidad de parte de YHVH,
la conquista de los babilonios era una confirmación de las advertencias de los profetas sobre
el juicio de Dios; la captividad era el justo castigo para un pueblo que no había cumplido con
las obligaciones de su alianza. Pero los profetas del exilio también ofrecieron el consuelo de
que tarde o temprano YHVH haría regresar a los cautivos a su hogar y que el Templo volvería
a alzarse en el monte de Sion. Muchos estudiosos creen que mucha de la narrativa y los textos
legales de Israel se reunieron y redactaron durante este periodo, casi hasta llegar a su forma
final. Ya que la ideología del Deuteronomio insistía en que el único lugar para las ofrendas
con sacrificios era el Templo de Jerusalén, la adoración de los exiliados aparentemente
consistió en rezar, confesarse, ayunar, honrar el Sabbath y recitar los textos sagrados. Aunque
no hay evidencia directa, puede inferirse que durante el exilio babilonio la cultura israelita
alcanzó un mayor grado de autoconocimiento y de conciencia de hasta qué punto su
monoteísmo contrastaba con el politeísmo que había a su alrededor.

En 539 a.e.c., Ciro, rey de los persas, tomó control de Mesopotamia y puso fin al
estado Babilonio. Después de haber derrocado a los reyes medos y conquistado el oeste de
Asia Menor, puso bajo el mando de Persia el más grande imperio de la historia de Oriente
Próximo, un imperio que se extendía desde Egipto y las costas egeas de Asia Menor al este
de Irán. En 538, Ciro les dio a los judíos exiliados permiso de regresar a Jerusalén y
reconstruir el templo de YHVH.

Dos problemas para la reconstrucción histórica: El ascenso del monoteísmo


israelita y la redacción del Pentateuco

El monoteísmo radical, el principio de que existe un solo Dios, es la contribución del Israel
bíblico a la civilización occidental. Israel fue el primer pueblo monoteísta del mundo en una
época en la que el politeísmo era la norma. Puntos de vista monoteístas también pueden
encontrarse entre individuos en otras culturas, frecuentemente en la forma de una unidad
divina que subyace a los muchos dioses que las personas adoran. El monoteísmo israelita,
sin embargo, fue radical en la medida en la que llegó a la unidad de Dios universalizando a
su propia deidad y negando la divinidad de todos los otros dioses. Como resultado, el
concepto israelita de Dios adquirió características que no son prominentes en la forma más
común del monoteísmo reflectivo que acabamos de mencionar: la religión Bíblica acentuaba
a un nivel sin precedentes el elemento moral (frecuentemente se le llama, por lo tanto,
“monoteísmo ético). Enfatizaba la libertad humana y divina más que el destino
predeterminado y fatalista y alteró drásticamente la relación entre Dios y la naturaleza.

Como no hay información definitiva que nos diga qué tan radical era el monoteísmo que
surgió en Israel, los estudiosos que se han dedicado a estudiar esta cuestión a veces buscan
hipótesis de un motivo primario como base para el desarrollo del principio monoteísta en su
etapa madura. Así pues, E. A. Speiser, en su comentario al libro de Génesis, sugiere que el
comienzo de la particular cosmovisión de la Biblia bien podría haber surgido de un
desencanto con la religión mesopotámica incluso desde el principio del segundo milenio
a.e.c. Al ver que el politeísmo de Mesopotamia llevaba a “la indecisión crónica en el cielo y
la inseguridad consiguiente en la tierra”, así como una preocupación frente a la adivinación
y el apaciguamiento ritual de los dioses, Speiser propone que la tradición de Israel comenzó
con el descubrimiento de Abraham de que un criterio de justicia universal confiable e
imparcial sólo podía alcanzarse a través de la fe en un Dios sin rivales, un Dios que es, por
lo tanto, la única voluntad ética suprema para la humanidad.

Más frecuentemente, sin embargo, es a Moisés más que a Abraham a quien se considera,
en palabras de W. F. Albright, el “principal arquitecto del monoteísmo israelita”. Albright
señala que incluso antes de Moisés hay evidencia de una tendencia monoteísta en las
reformas religiosas del siglo XIV a.e.c. del faraón egipcio Akenatón, que promovía el culto
al disco solar, Atón, como el único dios de Egipto. Otros estudiosos han notado que
Akenatón, como todos los faraones, era considerado un dios, que el estatus de los otros dioses
en su sistema no estaba claro y que la memoria de Akenatón fue execrada en la siguiente
generación. Por lo tanto, dudan que haya alguna conexión histórica entre este faraón y
Moisés. Yehezkel Kaufmann, el estudioso israelí de la Biblia, sostiene la idea de los orígenes
mosaicos del monoteísmo y afirma que fue el salto único de un genio revolucionario hacia
una nueva perspectiva. Como resultado, argumenta Kaufmann, Moisés inculca en Israel un
monoteísmo popular o tradicional que se opone casi instintivamente a la mitología y a otras
características del paganismo, una oposición que fue la base para el posterior desarrollo del
pensamiento bíblico.

Decir que el monoteísmo estaba completamente articulado en la época de Moisés, sin


embargo, no coincide con las narrativas bíblicas de los periodos monárquicos y tribales que
atestiguan una lucha encarnizada de parte de algunos israelitas para permanecer fieles sólo a
YHVH a pesar de otras deidades disponibles y llamativas. (véase José 24:15; 1 Reyes 18:21)
Es más probable que el monoteísmo radical sea el producto de un choque de cultos y de
conceptos religiosos a lo largo de siglos y sea una idea que los redactores del texto bíblico
impusieron en materiales israelitas pre-monoteístas anteriores. Un punto de inicio
provechoso, por lo tanto, es la hipótesis de que el monoteísmo no fue el resultado al principio,
fue la monolatría.
La monolatría es la obligación de adorar a un solo dios, pero admitiendo la existencia de
otros dioses. Algunos han sugerido que el significado original de Deuteronomio 6:4, una
proclamación sumaria de la religión israelita en sus primeras fases era: “Escucha, Oh Israel,
a YHVH nuestro Dios, YHVH solo”. Más tarde la tradición lo interpreta así: “Escucha, Oh
Israel, a YHVH nuestro Dios, YHVH es uno”. La monolatría era una característica de la
alianza entre Israel y YHVH, cuyos orígenes precedieron a la conquista de Canaán: YHVH
es la fuerza divina que revela su voluntad a los líderes de Israel, infunde su espíritu en sus
héroes, protege a su pueblo en sus andanzas y los guía hacia la victoria. YHVH es el soberano
de Israel; Israel es propiedad de YHVH. Por lo tanto, la adoración de cualquier otra deidad
no era simplemente una traición (No tendrás dioses ajenos delante de mí,” Ex. 20:3) Por
supuesto, había otras características de la religión israelita en sus primeras fases que también
fueron cruciales para el desarrollo del monoteísmo: no podían crearse imágenes de YHVH
“No te harás imagen, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra,” Ex.20:4); YHVH no era un miembro del panteón
reconocido de Mesopotamia, Egipto o Canaán; era la deidad de un pueblo más que estar
asociado a un lugar sagrado (el Templo de Jerusalén) o a una dinastía (la casa de David). Más
que simbolizar los ciclos de la naturaleza, como algunas deidades cananeas, se le identificaba
con eventos redentores en la historia de Israel, especialmente con la liberación de la
esclavitud en Egipto (“Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de la tierra de Egipto, donde
vivías como esclavo,” Ex. 20:2). Estos grandes actos de YHVH se usaban en la Biblia para
fortalecer valores como la responsabilidad mutua que los israelitas tenían unos hacia otros y
la obligación de cuidar de los miembros indefensos de la sociedad. Y, durante el curso de la
historia de la Biblia, otras funciones se fueron atribuyendo a YHVH, pues no podían dejarse
ahí para otros dioses. YHVH, no el dios cananeo El, era el creador de los cielos y de la tierra;
YHVH, no Baal, era la fuente de la lluvia y la abundancia, YHVH, no Assur o Marduk, causó
las conquistas de Asiria y Babilonia y controlaba el destino de los imperios.

La afirmación más clara del monoteísmo radical en la Biblia es Isaías 45:5: “Yo soy
YHVH y no hay otro; además de mí no hay otro Dios,” un oráculo profético de la época del
exilio en Babilonia. Algunos estudiosos han sugerido que el hombre que dijo estas palabras:
“es el primer escritor hebreo conocido que negó categóricamente la existencia de otros dioses
al lado de YHVH … negaciones similares en el Antiguo Testamento son demostrablemente
posteriores a 500 a.e.c.” Sin embargo, no se puede llegar a la conclusión de que esta
afirmación en particular de que no hay otro Dios más que YHVH sea el comienzo del
principio monoteísta. (Algunos estudiosos sugieren que Isa. 45:5 se dirigía contra el
zoroastrismo persa, que oponía un dios bueno a un ser malvado.) De acuerdo a la notable
propuesta de Yehezkel Kaufmann, parece que el punto de inflexión hacia el monoteísmo
radical fue la emergencia del concepto de “idolatría”: que las entidades que por costumbre
otros llamaban dioses eran insignificantes en comparación al Dios que gobernaba el universo.
Muchas décadas antes del exilio en Babilonia, el profeta Jeremías dijo: “Sus ídolos son como
espantapájaros en un campo de pepinos y no pueden hablar; los llevan porque no pueden
caminar. No les tengan miedo, pues no pueden hacer el mal, tampoco está en ellos hacer el
bien.” (Jer.10:5). Otras afirmaciones al respecto se pueden encontrar al menos un siglo antes
de Jeremías. (véase Oseas 14:3, Heb. 14:4, Isa. 2:8).

El momento crucial en el surgimiento del monoteísmo israelita, por lo tanto, fue la


decisión de que los “otros dioses” eran “ídolos”, creados por las manos del hombre, artefactos
de la cultura humana; una decisión que degrada a estas deidades a un estatus ontológico
distinto al de YHVH. YHVH no era “un dios”, sino Dios, un ser de naturaleza única, absoluta
y final.

Con la evidencia ahora disponible, es imposible determinar cuándo ocurrió esto. Lo


más probable es que ya hubiera sido articulado en el siglo XVIII a.e.c., los tiempos del profeta
Amós, que fue más allá de una preocupación por la idolatría, hasta implicaciones más
importantes del monoteísmo. Quizás este paso ya lo habían tomado Elías y los profetas de
YHVH en el siglo IX a.e.c. cuando confrontaron a los profetas de Baal, exclamando: “YHVH
Él es Dios; YHVH Él es Dios.” (1 Reyes 18:39). Como vimos, muchos estudiosos eminentes
localizarían esta intuición mucho tiempo atrás. Parte de la dificultad de ubicar la aparición
inicial del monoteísmo radical es que puede que haya habido un lapso considerable durante
el cual la idea se trasladó de un pequeño grupo de adoradores de YHVH a otros estratos
sociales.

Una reconstrucción hipotética del proceso a través del cual se conceptualizó el


monoteísmo comienza con un argumento que se atribuye a Jefté en el periodo tribal.
Asumiendo que el dios Quemos es tan real como YHVH, Jefté se dirige al rey de los
amonitas: “Así que, lo que YHVH, Dios de Israel desposeyó al amorreo delante de su pueblo
Israel, ¿pretendes tú apoderarte de él? Lo que te hiciere poseer Quemos tu dios, ¿no lo
poseerías tú? Así, todo lo que desposeyó Jehová nuestro Dios delante de nosotros, nosotros
lo poseeremos.” (Jueces 11:23-24) De manera similar, David comenta que, si Saúl lo
expulsara de Israel, tendría que “servir a otros dioses” (1 Sam. 26:19). Sólo se podía adorar
a YHVH en la tierra de Israel.

Un segundo corolario que permitió un desarrollo posterior de la monolatría a al


monoteísmo fue la creencia de que los eventos redentores de la historia de Israel mostraban
que YHVH era más poderoso que cualquier otro dios. En una canción que celebra la
milagrosa salvación de los israelitas que huían del faraón y de su ejército durante el éxodo,
el poeta exclama: “¿Quién como tú, oh, Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú,
magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (Ex. 15:11)
La fe en la majestad triunfante de YHVH facilitó la aceptación del principio de que YHVH
era la deidad superior, que había asignado otros dioses para gobernar a los pueblos no
israelitas del mundo, pero había conservado para sí el mando de Israel y la jurisdicción final
en el concejo de los seres celestiales. Este punto de vista podría estar implicado en este
antiguo poema bíblico:

Cuando el Altísimo hizo heredar a las naciones,


Cuando hizo dividir a los hijos de los hombres,
Estableció los límites de los pueblos
Según el número de los hijos de Dios.
Pero la porción de Jehová es su pueblo;
Jacob la heredad que le tocó. (Deut. 32:8-9)

En su artículo “Dios y los dioses en asamblea”, Matitiahu Tsevat afirma que un testimonio
del giro histórico de la monolatría al monoteísmo es el Salmo 82:

YHVH está en la reunión de los dioses;


En medio de los dioses juzga.
¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente,
Y aceptaréis las personas de los impíos? (Selah)
Defended al débil y al huérfano;
Haced justicia al afligido y al menesteroso.
Librad al afligido y al necesitado;
Libradlo de mano de los impíos.
No saben, no entienden,
Andan en tinieblas;
Tiemblan todos los cimientos de la tierra.
Yo dije: Vosotros sois dioses,
Y todos vosotros hijos del Altísimo;
Pero como hombres moriréis,
Y como cualquiera de los príncipes caeréis.
¡
Levántate, oh YHVH, juzga la tierra;
Porque tú heredarás todas las naciones!

Tsevat sugiere que este poema describe una visión en la cual YHVH juzga a sus
vasallos divinos. El salmista proclama que YHVH condena a los otros dioses por perpetuar
la injusticia en la tierra y les quita su estatus divino y su inmortalidad. (La inmortalidad es la
línea crucial que divide a los hombres y a los dioses.) El poeta le implora a YHVH que acabe
con estos espectros y se proclame a sí mismo único Juez del mundo.

El monoteísmo radical llegó a la conclusión de que a los “ídolos” les han dado una
supuesta divinidad simples hombres, y son muy diferentes al verdadero Dios, que es el
Creador del cielo y de la tierra y el gobernante de la historia, el Dios al que tarde o temprano
adorará toda la humanidad:

…solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará totalmente los ídolos. (Isa. 2:18) Ellos no eran dioses,
sino obra de manos de hombres, madera o piedra, y por eso los destruyeron. …sólo tú, YHVH, eres Dios.
(2 Reyes 19:18-19) Les diréis así: Los dioses que no hicieron los cielos ni la tierra, desaparezcan de la
tierra y de debajo de los cielos. (Jer. 10:11)

Aunque los redactores finales del Pentateuco y, de hecho, otros libros de la Biblia
conservaron varias expresiones que atestiguan una religión israelita premonoteísta, para ellos
el monoteísmo es tan evidente que asumen que los primeros hombres conocían a un solo
Dios y que la historia no es un progreso del politeísmo al monoteísmo, sino un ir y venir de
los humanos, que tienden a alejarse del monoteísmo hacia el politeísmo.

Una pregunta relacionada, pero diferente, para los estudios bíblico es cómo el texto del
Pentateuco, la Torá, que es documento central de la religión judía, alcanzó su forma
definitiva. Judíos y cristianos tradicionalmente han mantenido la opinión de que Moisés había
escrito el Pentateuco, excepto el último pasaje, que narra su muerte, antes de que los israelitas
comenzaran la conquista de Canaán. Sin embargo, en el Pentateuco no se dice que este sea
obra de Moisés. (Por ejemplo, Génesis no abre con la afirmación de que la historia del mundo
antes de él le hubiera sido revelada a Moisés o que él haya registrado la totalidad de la Torá
en su forma definitiva.) La afirmación de que Moisés escribió esta Torá (esta instrucción) en
Deuteronomio 31:9 y 31:24 podría referirse sólo a los capítulos inmediatamente precedentes.
Como se mencionó antes, el peso de la evidencia interna ha llevado a la mayoría de los
estudiosos a concluir que el Pentateuco es un trabajo compuesto- que pasó por un periodo de
gestación durante el cual se unieron materiales anteriores para formar el texto presente. Las
versiones duplicadas de ciertas tradiciones se incluyen en el borrador final; tradiciones
alternativas se incorporan en algunas historias como para dejar rastros de las partes
constituyentes, contradicciones y repeticiones se encuentran entre los varios conjuntos de
leyes insertados en la narrativa de las andanzas de Israel en el desierto.

De acuerdo al análisis clásico de la prehistoria del Pentateuco, como lo formuló el


estudioso de la Biblia alemán Julius Wellhausen en 1878, se pueden encontrar rastros de
cuatro documentos anteriores, conocidos como J, E, P y D entre los estudiosos modernos de
la Biblia. Se piensa que la fuente J o de Yahvé, llamada así por su preferencia por el nombre
divino de YHVH cuando se refiere a tradiciones premosaicas, fue creada en los tiempos de
Salomón. La fuente E o eloísta (del hebreo Elohim, Dios) evita usar YHVH antes de los
tiempos de Moisés de acuerdo con lo expresado en Éxodo 6:3: que los patriarcas aún no
conocían el nombre de YHVH. La fuente E es quizás del siglo VIII a.e.c. y refleja una
sociedad del norte, más que del sur. El material combinado de J y E (las historias del periodo
más temprano de la humanidad, los patriarcas hebreos, Moisés y el éxodo, las andanzas de
Israel en el desierto) forma la columna vertebral de la narrativa del Pentateuco. La tercera
fuente o la fuente D (cuyo núcleo son los capítulos 5 a 26 y 28 del Deuteronomio) es el único
documento pre-Pentateuco que puede ligarse a un evento específico: las reformas religiosas
que llevó a cabo Josías alrededor del año 622 a.e.c. a partir del descubrimiento en el Templo
de una “Torá de Moisés” perdida. El estilo del Deuteronomio se asemeja mucho al del profeta
Jeremías, que vivió en ese tiempo, y el Deuteronomio insiste en que los sacrificios a YHVH
deben ofrecerse sólo en un lugar que Él ha elegido en la tierra prometida, una norma que
coincide con una importante característica de la reforma de Josías. Como se indicó
anteriormente, es probable que el movimiento deuteronómico comenzara durante el reino de
Ezequías y que durara hasta bien entrado el siglo VI a.e.c. durante el cual muchas
generaciones de escritores “Deuteronómicos” editaron la secuencia de libros históricos que
sigue al Pentateuco: José, Judith, 1 y 2 Samuel y 1 y 2 Reyes. Se cree que la cuarta fuente o
fuente P es el trabajo de un grupo de sacerdotes con especial interés en los rituales, las leyes
del sacrificio y otras normas incluidas en las leyes del Levítico y otras partes, en detalles
genealógicos y en otros datos como las edades de ciertos individuos y en algunas de las
narrativas de Genesis, Éxodo y Números. Muchos estudiosos afirman que los sacerdotes
fueron los editores finales de los cuatro libros del Pentateuco y probablemente de toda la
obra, una tarea que se llevó a cabo ya sea durante el exilio en Babilonia o en el siglo V a.e.c.

Sin embargo, proponer estas cuatro fuentes literarias no resuelve el problema de los
orígenes del material bíblico, pues los editores dependían de materiales históricos y legales
que se habían transmitido por muchas generaciones antes de que los pusieran por escrito. De
hecho, ya no asume, como Wellhausen, que los cuatro documentos representan etapas
sucesivas de una sola línea evolutiva de las ideas bíblicas de primitivas a avanzadas, que
culminaron con los editores-sacerdotes cuyas creencias reflejaban concepciones religiosas
sofisticadas posteriores a 587 a.e.c. La formación de las cuatro corrientes, J, E, P y D, se
intercaló en el tiempo de tal manera que el estrato de los sacerdotes contiene algunos de los
más antiguos así como algunos de los más nuevos conceptos en el pensamiento religioso de
Israel.

El estudio de la formación del texto bíblico puede llevarse aún más lejos en el tiempo
y abarcar aún más con un enfoque conocido como crítica de la forma, que busca aislar los
tipos (formas) de composición que caracterizan a las pequeñas unidades aisladas que se
acumulan en los documentos que a su vez constituyen el Pentateuco y otros libros bíblicos.
En las primeras décadas del siglo XX, Hermann Gunkel exploró este método, que tiene un
fin tanto sociológico como literario: reconstruir de la vida cotidiana de la primera tradición,
saber cómo usaban los textos en la comunidad en un contexto concreto, cuando todavía eran
sagas orales independientes. Por ejemplo, algunas de las historias de Génesis, antes de haber
sido incluidas en las fuentes narrativas, pueden haber explicado la importancia de los
santuarios locales u otros sitios sagrados. Otras leyendas pueden haber estado asociadas con
un segmento de Israel antes de ser absorbidas por la tradición del pueblo como un todo.
Quizás se recitaban algunos pasajes durante las celebraciones religiosas israelitas, lo que
atestigua las primeras fases de la cristalización del marco de las ideas bíblicas. (por ejemplo,
Deut. 26:5, José 24:3-13)
Estos y otros modos de análisis llevaron a la conclusión de que la relación entre las
narrativas y los eventos en los que se basan es compleja e indirecta, de había muchos
eslabones en la cadena. Ciertos temas (el primer hombre, las andanzas patriarcales, la
liberación del yugo egipcio, la alianza del Sinaí, el establecimiento en la tierra prometida, la
apostasía y el retorno a YHVH, y la intención divina detrás de las catástrofes y la destrucción)
dieron pie a numerosas versiones que reflejaban a las diferentes localidades, a las tribus, a
los grupos de narradores, a los funcionarios religiosos y a los intelectuales legos. Durante los
siglos en los que se elaboró e integró el material bíblico, Israel estaba desarrollando esos
aspectos de su cosmovisión cuya validez trasciende las condiciones sociales e históricas
inmediatas. El texto bíblico definitivo en toda su complejidad emerge de una larga y cuidada
exploración por parte de los pensadores religiosos de Israel del significado de su identidad
en una perspectiva más amplia, a través de una clarificación continua, intensa y vigorosa de
los contenidos de la voluntad divina.

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