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Enfermedades o patologías en la Medicina Hipocrática.

Hipócrates consideraba la enfermedad como una manifestación de


vida del organismo y un resultado del cambio del substrato material,
y no una manifestación de la voluntad divina o del espíritu maligno.
Según Hipócrates en el organismo se encuentran cuatro humores:
la sangre que viene del corazón, la flema que viene del cerebro, la
bilis amarilla que procede del hígado y la bilis negra que viene del
bazo. Cuando estos humores son normales en calidad y
proporciones, el organismo se halla en equilibrio (cracia); cuando
uno de ellos se altera o cambia su curso normal ocurre un
desequilibrio (discrasia). Esta discrasia origina la enfermedad que
evoluciona asumiendo tres estados: crudeza (apepsis), cocción
(pepsis) y crisis (crisis) que trae la curación. El resultado favorable
es, sobre todo, obra de la naturaleza mediadora y el medio debe
sencillamente velar y guiar la marcha de la misma sin tratar de
precipitar su efecto. Hipócrates hizo lo que ningún médico antes de
él: examinar al enfermo con gran cuidado y describir de modo
fido-digno, sin teorizar sobre ello, los signos y síntomas de las
enfermedades. Él no buscaba pruebas de existencia de espíritus, ni
de demostrar que los humores estaban desequilibrados, sino de
estudiar con exactitud en que se diferenciaba un hombre enfermo
de uno sano, y un enfermo de otro.
Al ser concebidas como procesos en el tiempo, las enfermedades
poseían las siguientes características: causas, modos típicos,
aspectos específicos y días críticos. Las causas se explicaban en el
origen del proceso, atribuyéndose a los aires, lugares, aguas y
alimentos. No estaba presente la noción de “contagio”, a pesar del
carácter devastador de la llamada Peste de Atenas en el siglo V. La
misma surgía de la cuidadosa observación de la manera en que
evolucionaban ciertas fiebres, tales como la palúdica terciana y
cuartana. Según Galeno, Hipócrates acostumbraba llamar días
“indicadores” o “teoréticos” a aquellos durante los cuales solían
manifestarse las crisis. Por su parte, el tratado Epidemias trae una
medulosa descripción de la evolución de las fiebres en el marco de
la teoría de los días críticos, que por su riqueza vale la pena
reproducir:
Las fiebres a las que se refieren los tratados hipocráticos son las
palúdicas, concomitantes a las enfermedades consuntivas o
pulmonares, tales como neumonía, pleuresía y tisis. Si bien la fiebre
palúdica es la enfermedad mejor descrita, prestando la debida
atención a los síntomas propios de la caquexia palúdica, tales como
decaimiento, malestar general, anemia e hipertrofia esplénica, se
mencionan también algunas oftalmias, enfermedades propias del
Oriente Cercano a las que contribuyen las arenas del desierto;
también se describen algunos casos de delirio y de enfermedades
mentales. En cambio, no hay referencia alguna a las enfermedades
que hoy conocemos como febriles eruptivas: sarampión, rubéola,
viruela, así como tampoco hay referencia alguna a la escarlatina, la
difteria y la peste bubónica. Esto último resulta muy curioso, ya que
la devastación de la peste de Atenas fue de enormes proporciones
y no sabríamos nada acerca de ella si no fuera por las crónicas de
Tucídides. Además de la predicción de los días críticos, concebir la
enfermedad como proceso le permitió al médico hipocrático trazarse
un esquema mental de la evolución de la patología en el tiempo,
posibilitando el pronóstico. En esta representación temporal de la
enfermedad, el doctor podía acceder al pasado, presente y futuro
de la misma. El acceso al pasado se intentaba a través de la
interrogación al paciente acerca del comienzo de sus dolencias;
esto constituye, lo que hoy denominamos “historia clínica”. La
condición presente la proporciona el diagnóstico, al que se arribaba
a través del estudio de los signos o de la enfermedad. El citado
estudio es conocido hoy como semiología. El curso futuro de la
enfermedad hasta su desenlace debía construirse a través de
deducciones que requerían de toda la experiencia previa del
médico. “Esta capacidad intelectual de integración, aún no
reproducida en la inteligencia artificial, es parte fundamental del arte
médico, y no es raro que esa capacidad se manifieste rápidamente
y entonces parece que tiene que ver con lo que se llama intuición”.
Teniendo presente que con los medios disponibles en el siglo V
resultaba muy difícil realizar demasiados diagnósticos, cobraba más
importancia el pronóstico, ya que los pacientes estaban más
interesados en la manera en que evolucionaría la enfermedad que
en el conocimiento de rótulos médicos. Se consultaba al médico con
la misma curiosidad con que se interrogaba al oráculo.
A pesar de entenderse la enfermedad como proceso, tampoco se
desarrolló con amplitud la patogenia, es decir, el conjunto de
alteraciones relacionadas entre sí a partir de las causas del proceso
nosológico.
La enfermedad tiene como etiología causas internas y externas,
como las producidas por los cambios climáticos, la higiene personal,
la dieta y el ejercicio físico. La enfermedad tiene tres estados:
degeneración de los humores, proceso de cocción y crisis y
eliminación de los malos humores. El tratamiento debe ayudar a la
naturaleza.
La distinción entre las enfermedades «internas» y las «externas»
es frecuente en el C. H., y tal vez tenga su origen, como ha
sugerido Kudlien, en la vieja distinción homérica entre las dolencias
traumáticas y las no traumáticas.
En el conjunto de las enfermedades internas, una diferencia
descuella sobre todas las demás: la que existe entre las «agudas» y
las «crónicas» Aquéllas como la pleuresía, perineumonía, frenitis,
letargo, causon y las que dependen de ellas y en que la fiebre es
continua» son las más funestas, las que exigen mayor discreción en
el tratamiento y las que hacen más difícil e inseguro el juicio
pronóstico. Estas otras, las crónicas, pueden serlo por su propia
naturaleza (la hidropesía, por ejemplo), o quedar confirmadas como
tales por la acción de afecciones esporádicamente sobrevenidas
(esto es lo que aconteció con motivo de la epidemia de tos de
Perinto, según Epidemias VII), o proceder de la cronificación de una
enfermedad aguda, como la fiebre.

El capítulo más importante de las afecciones internas de carácter


general es el de las fiebres, susceptibles de distinción ulterior por la
peculiaridad de su curso (efímeras, tercianas, cuartanas, quintanas,
etc), por el modo de su producción (biliosas, pletóricas, etc.) y por
los síntomas ocasionalmente sobreañadidos (fiebres singultosas,
tísicas, sudorales, éstas con su bien conocida tendencia a producir
la inflamación del testículo.

Entre las enfermedades del tracto digestivo y del abdomen son


mencionadas la noma, el escorbuto, las anginas y algunas de cuyas
descripciones hacen pensar en la difteria-, las diarreas, la lientería,
la disentería y el íleo. Las tumefacciones del hígado y el bazo y las
colecciones del pus en el abdomen son mencionadas con
frecuencia, así como la hidropesía, de la cual son distinguidas tres
especies, la ascitis, el edema y el anasarca.

La neumonía, la pleuritis, la hemoptisis y la tisis son las más


importantes de las afecciones torácicas. La secuela más grave de la
neumonía y la pleuritis sería el empiema. El hidrotórax (hyderos)
puede ser observado en el hombre y en distintos animales
domésticos (VII, 224). La tisis pulmonar sería debida a la
producción de úlceras o neoformaciones en el pulmón.

La litiasis urinaria debió de ser frecuente en la antigua Grecia. Los


escritos nombran y describen las enfermedades del riñón, el
absceso renal y la cistitis aguda, especialmente las de los niños y
los viejos.

De las enfermedades neurológicas y mentales, las más importantes


son el «esfacelo del cerebro», el letargo, la frenitis, la melancolía y
la epilepsia o «enfermedad sagrada». La epilepsia es
magistralmente descrita e interpretada en el escrito Sobre la
enfermedad sagrada, uno de los más importantes de la colección
hipocrática. No es una enfermedad especialmente «divina» y tiene
su sede en el cerebro.
Las enfermedades «externas» son aquéllas en que tanto los signos
como las causas son inmediatamente perceptibles por los sentidos
del médico. Entre ellas, las traumáticas (fracturas, luxaciones,
heridas) son objeto de los más brillantes tratados clínicos: Heridas
de la cabeza, Fracturas, Luxaciones. En las fracturas el callo se
forma desde la médula ósea, y el tiempo de la curación depende del
hueso a que afectan. Son descritas las del húmero (apófisis
inferior), radio, cubito, fémur, tibia y peroné, clavícula y maxilar
inferior, las de los huesos de la nariz y de las costillas, las
vertebrales. Pueden ser simples o complicadas, y éstas se
clasifican según haya o no salida de los huesos, supuración o
pérdida de fragmentos óseos.
Las luxaciones pueden ser congénitas o adquiridas, completas o
incompletas. Son especialmente estudiadas las del húmero, la
clavícula, el codo, el fémur, con sus cuatro posibles tipos (hacia
abajo, hacia afuera, hacia atrás y hacia dentro), la rodilla, el pie; y
tanto la disposición a las recibidas como la producción de
seudoartrosis que quedan muy agudamente descritas. No es
escasa la extensión de los capítulos consagrados a las luxaciones
de las vértebras, que podrían ser espontáneas y traumáticas, así
como las gibosidades de la columna vertebral, cuya frecuente
coincidencia pulmonares es sagazmente señalada. Son duramente
censurados los médicos que diagnostican como fracturas o
luxaciones de los cuerpos vertebrales las fracturas de las apófisis
espinosas.

El capítulo de la patología especial más ampliamente tratado es


contando la traumatología y la ginecológia. La disposición de la
mujer a enfermar ginecológicamente dependería de su edad, su
constitución y su condición de soltera, casada o viuda. En la
exploración tuvo papel muy importante el tacto vaginal y uterino,
que los médicos sin-dios(cndio) practicaron con verdadero
virtuosismo. Entre las enfermedades ginecológicas son
mencionadas las úlceras de los labios mayores y menores, las
aftas, el flujo blanco, la amenorrea, las desviaciones y
desplazamientos del útero y el «cáncer» de la matriz.

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