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James Ellroy
El asesino de la carretera
ePub r1.0
dacordase 02.09.14
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Título original: Killer on the Road
James Ellroy, 1986
Traducción: Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté
Retoque de cubierta: dacordase
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A Duane Tucker
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Del Big Apple Tatter, 13 de septiembre de 1983:
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la prisión de Sing Sing, Plunkett, de 36 años, no presentó defensa en el juicio.
Actuando como abogado de sí mismo, entregó al juez una declaración escrita y,
ante una sala abarrotada, la repitió al pie de la letra:
«El 9 de septiembre de 1983 maté a Madeleine Behrens y a Richard Liggett.
La navaja que empleé para hacerlo está dentro de una bolsa de plástico y
enterrada en el extremo sudoeste del lago de Huguenot Park, cerca de la esquina
de North Avenue y Eastchester Road, en New Rochelle, Nueva York. El 10 de
septiembre de 1983, di muerte a Dominic de Nunzio y a Rosemary Cafferty. La
sierra que utilicé para descuartizarlos está dentro de una bolsa de plástico y
enterrada al pie de un sicomoro, justo delante de la biblioteca pública de
Bronxville, Nueva York. Ésta es mi primera, última y única declaración sobre los
crímenes de los que he sido acusado y sobre cualquier otro del que se me
considere sospechoso.»
Los investigadores encontraron las armas que Plunkett había descrito e
identificaron sus huellas. Los técnicos forenses realizaron baterías de pruebas y
declararon que el filo cortante de la navaja encajaba perfectamente con las marcas
en forma de doble S que las cuatro víctimas presentaban en las piernas. Plunkett,
que había mantenido un completo silencio desde su detención, el 13 de
septiembre, fue condenado a partir de las pruebas materiales y de su declaración.
Este silencio ha creado expectación entre los agentes de la ley, que están
convencidos de que el número de víctimas de Plunkett puede ascender a una
cincuentena. Thomas Dusenberry, el agente del FBI responsable de la
investigación que condujo a su detención, declaró: «Por las características
psicológicas de los asesinatos Behrens/Liggett y De Nunzio/Cafferty, así como de
una serie de asesinatos y desapariciones cuya secuencia temporal se corresponde
con lo que sabemos de los movimientos de Martin Plunkett, sospecho que éste es
autor de otras treinta muertes y desapariciones sin resolver, por lo menos. Una
confesión, voluntaria o inducida mediante drogas, ahorraría a las fuerzas del
orden incontables horas de investigación, pues muchos de los casos que
atribuimos a Plunkett todavía están abiertos.»
Pero el recluso, cuyo expediente académico indica que posee una inteligencia
de genio, no suelta prenda —y mucho menos confiesa— y, según las leyes, no
puede ser forzado a hacerlo. Así pues, dos grupos diferentes están elevando
peticiones a los altos responsables de las instituciones penitenciarias del estado de
Nueva York para que los autoricen a acceder a sus recuerdos criminales: los
cuerpos policiales, deseosos de «aclarar» los homicidios por resolver de sus
respectivas jurisdicciones, y los psicólogos forenses, ávidos de sondear la mente
de un brillante asesino en serie. Hasta el momento, todas las peticiones han sido
rechazadas, al tiempo que los representantes de la Unión Americana de Derechos
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Civiles han declarado que intervendrán legalmente si, en un intento de obligarlo a
confesar, se administran sustancias psicotrópicas a Plunkett por la fuerza.
La última palabra sobre el caso Plunkett tal vez la haya pronunciado el alcaide
de Sing Sing, Richard Wardlow: «Se me escapan las complejidades legales y
psicológicas de este asunto, pero una cosa sí puedo decirles: Martin Plunkett no
volverá a ver la luz del día. Aunque comprendo muy bien a los policías que tienen
entre manos homicidios por resolver, deben abandonar sus intentos y agradecer
que el muy… esté bajo custodia. No se puede sacar sangre de una piedra, por más
que la exprimas.»
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I
Los Ángeles
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Las guías presentan una falsa imagen de Los Ángeles como una amalgama de
playas, palmeras y cine, todo ello besado por el sol. El establishment literario intenta
en vano traspasar esta fachada y muestra la cuenca de L. A. como un crisol de kitsch
desesperado, ilusión violenta y demencia religiosa de todos los pelajes. Las dos
descripciones contienen elementos de verdad según la conveniencia de cada cual. Es
fácil amar la ciudad a primera vista y aún más fácil odiarla cuando vas descubriendo
la gente que vive en ella. Pero, para conocer L. A. a fondo, tienes que proceder de los
barrios, de los enclaves de la ciudad interior que las guías no mencionan y que los
artistas descartan en su afán por pintarla a trazos gruesos y satíricos.
Estos enclaves requieren ingenio; no revelan sus secretos a los observadores, sino
sólo a los residentes inspirados. Yo presté tan implacable atención a mi territorio de
juventud que éste me correspondió plenamente. No había nada de aquella tranquila
zona en las afueras de Hollywood que yo no conociera.
Beverly Boulevard al sur; Melrose Avenue al norte. Rossmore y el Wilshire
Country Club marcaban el límite oeste, una línea de demarcación entre el dinero y el
mero sueño de tenerlo. Western Avenue y su profusión de bares y licorerías montan
guardia en la frontera oriental y mantienen a raya los indeseables distritos escolares,
mexicanos y homosexuales. Seis manzanas de norte a sur; diecisiete de este a oeste.
Casitas de madera y casas de estilo español; calles arboladas y sin semáforos. Un
edificio de apartamentos que, se rumoreaba, estaba habitado por prostitutas e
inmigrantes ilegales; una escuela primaria; la discutible presencia de un picadero al
que los jugadores del equipo de fútbol de la U. S. C. iban con chicas para ver viejas
películas porno de los cincuenta. Un pequeño universo de secretos.
Yo vivía con mis padres en una miniatura de color salmón de Santa Barbara
Mission, dos plantas, una azotea de tela asfáltica y una falsa campana de iglesia. Mi
padre era delineante en una empresa aeronáutica y apostaba con prudencia:
normalmente, ganaba. Mi madre trabajaba en una empresa de seguros y pasaba las
horas libres contemplando el tráfico de Beverly Boulevard.
Ahora me doy cuenta de que mis padres tenían unas vidas mentales furiosas, y
furiosamente separadas. Estuvieron juntos durante mis primeros siete años de vida y
recuerdo que muy pronto llegué a la conclusión de que eran mis custodios y nada
más. Al principio tomé su falta de afecto, hacia mí y entre ellos, como libertad: su
aproximación elíptica a la condición de padres se me aparecía nebulosamente como
un abandono que podía utilizar a mi favor. Carecían de la pasión necesaria para
maltratarme o para amarme. Hoy sé que me armaron con tanta brutalidad infantil
como para abastecer un ejército.
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A principios de 1953, las sirenas de alarma de ataques aéreos distribuidas por
todo el barrio se dispararon de forma accidental y mi padre, convencido de que se
avecinaba un ataque ruso con bombas atómicas, nos llevó a mí y a mi madre a la
azotea para esperar la llegada de la Gran Explosión. No se olvidó su petaca de
bourbon porque quería brindar por el hongo atómico que, según él, se alzaría sobre el
centro de L. A. y, cuando la Gran Explosión no se produjo, terminó borracho y
decepcionado. Mi madre hizo una de sus contadas intervenciones orales, en esta
ocasión para aplacar la depresión de su marido porque el mundo no iba a reventar. Él
levantó la mano para pegarle, pero titubeó y terminó de apurar la petaca. Mi madre se
marchó abajo y se sentó en su silla de mirar el tráfico, y yo empecé a hojear libros de
ciencia en la biblioteca. Quería ver qué aspecto tenían los hongos atómicos.
Esa noche marcó el principio del fin del matrimonio de mis padres. La alarma de
ataque aéreo propició un auge de los refugios antiatómicos en el barrio y mi padre,
disgustado con tanta obra en los patios traseros, se aficionó a pasar los fines de
semana en la azotea, donde bebía y observaba el espectáculo. Lo vi cada vez más
enfadado y quise aliviar su dolor, para que no fuese tanto un observador reprimido.
No sé cómo, se me ocurrió darle el tirachinas de acero inoxidable Wham-O que había
encontrado en el banco de la parada de autobús de Oakwood y Western.
A mi padre le encantó el regalo y se aficionó a lanzar rodamientos de cojinete a la
parte que sobresalía de los refugios. Pronto adquirió una puntería excelente y,
buscando desafíos más estimulantes, empezó a asesinar a los cuervos que se posaban
en los cables de teléfono que discurrían por el callejón de la parte de atrás de la casa.
Una vez incluso le dio a una rata escurridiza desde catorce metros y diez centímetros
de distancia. Recuerdo la distancia porque mi padre, orgulloso de la hazaña, la midió
en metros y, después, calibró lo que quedaba con una regla metálica de delineante.
A principios de 1954 me enteré de que mis padres iban a divorciarse. Mi padre
me llevó a la azotea para comunicármelo. Yo ya lo había visto venir y sabía, por el
programa de televisión El confidencial de Paul Coates, que muchos «matrimonios de
posguerra» estaban abocados a la ruptura.
—¿Por qué? —le pregunté.
Mi padre arrastró la puntera del zapato por la grava de la azotea; parecía estar
dibujando hongos atómicos.
—Bueno… tengo treinta y cuatro años; tu madre y yo no nos entendemos y si le
dedico mucho tiempo más, habré perdido mis mejores años; y si hago eso, ya me
puedo dar por acabado. No podemos dejar que eso suceda, ¿verdad?
—No.
—Así me gusta. Me marcho a Michigan, pero tu madre y tú os quedáis la casa y
escribiré y mandaré dinero.
También sabía, por el programa de Coates, que el divorcio era un trámite caro, y
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me olía que mi padre debía de tener guardado un buen montón de dinero procedente
del juego que facilitara su viaje a Divorcilandia. Pareció haberme leído los
pensamientos cuando añadió:
—Estarás bien atendido, no te preocupes.
—No me preocuparé.
—Bien. —Apuntó con el dedo a una oronda urraca posada en el garaje de nuestro
vecino de al lado—. Ya sabes que tu madre es…, bueno, ya sabes.
Quise gritarle «una chiflada», «una pirada», «un caso de psiquiatra», pero no
quise que él supiera que yo sabía.
—Es sensible —aventuré.
Mi padre movió la cabeza lentamente. Supe que lo sabía.
—Sí, sensible. Procura que no te agobie. Estudia mucho e intenta ser tu propio
jefe, y conseguirás que hablen de ti.
Con aquel tono profético, mi padre me tendió la mano. Se la estreché y, al cabo de
cinco minutos, salió por la puerta. Nunca más volví a verlo.
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macho cabrío de Claire Curtis y el comedor de mocos secos, Booby Greenfield, surtía
de pelotillas a Roberta Roberts, arrojándolas sobre los jerséis de cachemira que ella
se ponía siempre para ir a la escuela, hiciera el tiempo que hiciese. Me reía para mis
adentros y a veces lo hacía en voz alta. Y seguía preguntándome hasta dónde podría
llevar aquello, si sería capaz de refinar el mecanismo de modo que ni siquiera el ruido
malo me hiriera.
En cuanto a las heridas, sólo los otros niños eran capaces de hacerme sentir
vulnerable y, con apenas ocho o nueve años, la incómoda sensación de ser cautivo de
unas necesidades irracionales de unión ya resultaba física: una sacudida premonitoria
del terror y del desespero que ocasionan las actividades sexuales. Me opuse a la
necesidad negándola, encerrándome en mí mismo y mostrando una cara truculenta
que no soportaba tonterías de mis compañeros. En un artículo reciente de la revista
People, media docena de vecinos —que tenían mi edad cuando yo era niño—
hablaban de mí y los adjetivos que más utilizaban para describirme eran «raro»
«extraño» y «retraído». Kenny Rudd, que vivía al otro lado de la calle y que ahora
diseña juegos de baloncesto para ordenador, era el que más se acercaba a la verdad:
«Lo que se decía era: “No (…) a Marty, es un psicópata.” No sé, pero quizás era más
cuestión de miedo que de otra cosa.»
Bravo, Kenny, aunque me alegro de que tú y los cretinos de tus compañeros
ignoraseis aquel simple hecho cuando éramos niños. Mi carácter extraño te producía
asco y te proporcionaba alguien a quien detestar desde una distancia segura pero, si
hubieras captado lo que ocultaba, te habrías aprovechado de mi miedo y me habrías
torturado con él. Sin embargo, me dejaste en paz y me facilitaste el descubrimiento
de mi entorno físico.
De 1955 a 1959, cartografié mi hábitat inmediato y obtuve de la tarea una extraña
cosecha de datos: la casa de ladrillo de apartamentos de Beachwood entre Clinton y
Melrose tenía un cementerio de animales domésticos en el patio trasero; el tramo
recién construido de «escondites para solteros», en Beverly y Norton, estaba
edificado con vigas podridas, mezcla de estuco defectuoso y contrachapado. El
picadero apócrifo era, en realidad, un patio de bungalow en Raleigh Drive donde un
profesor de la Universidad del Sur de California llevaba estudiantes para encuentros
homosexuales. Los días de recogida de basura, el señor Eklund, que vivía calle arriba,
cambiaba sus botellas de ginebra por las de jerez de la señora Nulty, cuya casa estaba
dos puertas más abajo. El motivo de tal trueque se me escapaba, aunque sabía que
estaban liados. Los Bergstrom, los Seltenright y los Monroe habían celebrado una
fiesta nudista en la piscina de la casa de los Seltenright en julio de 1958 que propició
una aventura sentimental entre Laura Seltenright y Bill Bergstrom; Laura puso los
ojos en blanco cuando vio por primera vez la enorme salchicha de Bill.
Y el operador de cabina del Clinton Theatre vendía anfetas a los integrantes del
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equipo de natación del instituto Hollywood High; y el «homo fantasma», que recorrió
la vecindad en busca de jovencitos durante una década, era un tal Timothy J.
Costigan, de Saticoy Street, en Van Nuys. En el puesto Burgerville de Western
servían enchilada de carne picada de caballo. Una noche oí al dueño hablando,
cuando creía que no había oídos indiscretos, con el hombre que se la suministraba. Yo
sabía todas esas cosas y, durante mucho tiempo, me bastó con saberlas.
Los años llegaron y se fueron. Mi madre y yo seguimos adelante. Su silencio pasó
de asombroso a mundano; el mío, a medida que mis recursos mentales se
desarrollaban, de tenso a relajado. Entonces, en el último año en el colegio, los
profesores notaron por fin que yo sólo hablaba cuando me dirigían la palabra. A raíz
de aquello, me obligaron a que consultara con un psiquiatra infantil.
El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural
atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes
dispuestos de una forma no demasiado sutil: animales de peluche y muñecas, con
ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era
más listo que él.
Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.
—No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños
pequeños, no para los mayores como tú.
—Soy alto, pero no mayor.
—Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos,
¿no crees?
Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer
que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el
mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de
empatía.
—No lo sé, ni me importa —contesté.
—Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen
preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?
Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba
para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta
convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche
de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la
cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.
—¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan
divertido?
Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al
conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs
Bunny de felpa y dije:
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—¿Qué hay de nuevo, viejo?
—Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas
en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran.
¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?
Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del
psiquiatra.
—El precio de las zanahorias —respondí.
—¿Qué? —El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los
cristales con la corbata.
—¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?
—Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.
—Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?
—Llegas a conclusiones erróneas.
—No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las
proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer
zanahorias.
—Martin, yo… —El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le
lanzaba zanahorias al escritorio.
—No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.
—Cambiemos de tema —propuso él al tiempo que se ponía las gafas—. Háblame
de tus padres.
—Son adictos al zumo de zanahoria.
—Comprendo. ¿Y eso qué significa?
—Que tienen buena vista.
—Comprendo. ¿Algo más?
—Orejas largas y cola peluda.
—Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?
—No. En cambio usted sí que me lo parece.
—Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el
mundo.
La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se
volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados
para que destellara en mi pantalla mental: un chico alto y rubio que le decía a un
grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y
su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en
sexto grado.
El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado
vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba
de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas
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de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la
cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.
—Nunca más volveré a hablar con usted —declaré—. Nadie puede entenderme.
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robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa
asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus
movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.
El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo
impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de
ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría
carta blanca para apoderarse del mundo.
Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría
aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la
historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso
y acero mate. Decidí hacerme invisible.
Mis tránsitos de silencio y las películas mentales habían sido un buen
entrenamiento. Sabía que mis recursos intelectuales eran soberbios y había reducido
mis necesidades humanas al puro mínimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de
cubrir: techo, comida y unos dólares a la semana para incidencias. Pero la imagen de
intruso callado que había llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba:
carecía de habilidades sociales, no percibía a los demás como otra cosa que objetos
risibles y, si quería imitar con éxito la invisibilidad psíquica de la Sombra Sigilosa,
tendría que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios
de adolescentes que tanto me aburrían: deportes, citas y rock and roll. Tendría que
aprender a conversar.
Y eso me aterrorizaba.
Pasé largas horas en clase, con mis películas mentales silenciadas mientras mis
oídos rastreaban en busca de información; en el gimnasio escuché largas
conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamaños de penes. Una vez me
encaramé a un árbol cerca del vestuario de las chicas y escuché las risitas que se
alzaban entre el siseo de las duchas. Recogí mucha información, pero no me atrevía a
actuar.
Así pues, reconozco que por cobardía tiré la toalla. Me convencí de que, aunque
la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podría. El problema,
así, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.
En 1965 existían tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes
angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos,
practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi’s, zapatillas de
tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton’s; los chicanos, tanto miembros de bandas
como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas,
camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban
por ese modo de vestir —camisa con botones en las puntas del cuello, suéter y
mocasines— que todavía se lleva. Calculé que tres conjuntos de cada estilo me
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proporcionarían suficiente camuflaje.
En ese momento me asaltó una nueva oleada de miedo. No tenía dinero para
comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dólar sin guardar y era sumamente tacaña, y
yo aún no me atrevía a hacer lo que mi corazón más deseaba: forzar una puerta y
entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavía a conseguir un
vestuario, asalté los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su
juventud que ya no se ponía.
Visto retrospectivamente, sé que el plan que tramé fue producto de la
desesperación: una táctica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre
relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me pareció el epítome de lo
razonable. Un día me fumé las clases y me llevé un surtido de afilados cuchillos de
cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos
abrigos de tweed en una capa cuando ella regresó del trabajo, antes de lo habitual; al
ver lo que hacía, se puso a gritar.
Con un gesto que pretendía ser tranquilizador, yo levanté las manos, en las que
aún sostenía un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre soltó tal chillido que
temí que se le rompieran las cuerdas vocales; después, consiguió articular la palabra
«animal» y señaló mi entrepierna. Vi que tenía una erección y solté el cuchillo; mi
madre me abofeteó torpemente, con la mano abierta, hasta que la visión de la sangre
que me salía de la nariz la obligó a parar. Echó a correr escaleras abajo. En apenas
diez segundos, la mujer que me había dado a luz pasó de nulidad a archienemiga. Fue
como llegar al hogar.
Tres días más tarde, decretó mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me
anunció la sentencia, sonreí; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto
a la misión de la invisibilidad, y también la oportunidad de montarme películas
mentales sin límite.
Aunque mi madre sólo pretendía que no abriera la boca en casa, tomé el edicto al
pie de la letra y llevé mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba
cuando me dirigían la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte,
escribía una nota. Esto creó bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis
motivos. La interpretación más común fue que era una especie de protesta contra la
guerra de Vietnam, o una expresión de solidaridad con el movimiento de los
Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los exámenes y en los trabajos
escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una batería de tests
psicológicos. Manipulé los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad
completamente distinta, lo cual desconcertó a los pedagogos hasta tal punto que,
después de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron
permitir que me graduara en junio.
Así pues, mis películas mentales en clase pasaron a ir acompañadas de las
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miradas directas de mis compañeros, varios de los cuales me consideraban «molón»,
«alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente
impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacían sentir capaz de
cualquier cosa.
Junto con este sentimiento, desarrollé un odio acerbo hacia mi madre. Me
aficioné a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle daño. Un día se me
ocurrió mirar en su cajón de las medicinas y encontré varios frascos de fenobarbital.
Se me encendió una luz en la cabeza y registré el resto de su habitación y el baño.
Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontré la confirmación que buscaba:
frascos vacíos del sedante, puñados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se
remontaban a 1951. Dentro de los frascos había hojitas de papel cubiertas de escritos
a lápiz con letra minúscula e indescifrable.
Como no entendía las palabras de mi madre zombi, tenía que conseguir que las
leyera ella en voz alta. Al día siguiente, en clase, le pasé una nota a Eddie Sheflo, un
surfero que, según se comentaba, había dicho que «lo de Marty me parece cojonudo».
La nota decía:
Eddie:
¿Puedes comprarme un bote de un dólar de benzas del 4?
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aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y salí de la casa.
Deambulé por el barrio toda la noche; luego, al alba, volví a casa. Cuando
encendí la luz del salón, vi que por una rendija del techo goteaba un líquido rojo. Fui
arriba a investigar.
Mi madre yacía en la bañera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalían a
los lados y la bañera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media
docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.
Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di
mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la
ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes
tragos.
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tendrás que dejarlos para el día siguiente. Y si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.
Me gusta hablar y no se me da mal escuchar.
El arreglo cuajó. Tenía un barrio por descubrir, un refugio seguro al que regresar
y, en la escuela, un aura nueva llena de glamour: era el tipo que no había derramado
una sola lágrima al encontrar muerta a su madre, el tipo que tenía su propia cueva, el
tipo que había doblegado a la administración con su largo silencio y que ahora
importunaba a la gente con ocasionales sentencias como: «La sangre reina, la lefa
mancha» y «La Sombra Sigilosa vencerá». Sentía que me estaba haciendo adulto.
Mi vida se dividía entre la escuela y las películas mentales, los paseos nocturnos
por las calles laterales que bordeaban Hollywood Boulevard y las horas cautivas que
pasaba escuchando la filosofía de andar por casa de Borchard. Sus sentencias eran
menos concisas que las mías y pensaba recopilarlas en un libro y publicarlas cuando
se jubilara del DPLA. Entre sus perlas de sabiduría más frecuentes se contaban:
«Que Dios bendiga a los maricones, más mujeres para los demás.»
«No me gustaría que esos negros de mierda vinieran a vivir al barrio, pero no haré
nada para que no lo hagan: y si vienen, seré el primero en darles la bienvenida con un
cubo de chuletas y una gran botella de vino barato.»
«En Vietnam no tenemos nada que hacer, a menos que estemos dispuestos a
ganar, y eso significa lanzar la bomba H.»
«Si Dios no quisiera que los hombres comiesen chocho, no le habría dado forma
de taco.»
Etcétera, etcétera. Era un tipo solitario, colmado de candidez y de buena voluntad.
Su falta de recursos mentales y su constante necesidad de audiencia me asqueaban y
temía sus llamadas a mi puerta. Pero yo seguía callado. Por encima de todo, conocía
el valor del silencio.
Mi nuevo barrio me resultaba perturbador por su falta de silencio. Estaba el
constante rugido nocturno de los coches que se dirigían al Boulevard y había también
mucho tráfico de peatones, compradores que regresaban de los mercados de Sunset
abiertos toda la noche y hippies furtivos que se agenciaban droga amparados en las
sombras de las calles laterales. Incluso la naturaleza visual era ruidosa. La neblina de
neón que cubría el cielo parecía crepitar y crujir con insinuaciones del cutrerío que
pregonaba.
Después de cinco meses en Hollywood, dejé de patrullar la vecindad y pasaba
todas las noches en mi habitación, proyectando películas mentales. A veces venía
Walt Borchard e insistía en hablar. Yo lo desintonizaba y el espectáculo continuaba.
La trama giraba cada vez más en torno al trío de la Sombra Sigilosa, Lucretia y yo,
que salíamos a saquear en nuestro coche de acero mate, en busca de la invisibilidad.
Las escenas se convertían casi en multidimensionales: la sensación de mí mismo
apretujado entre los supercriminales, el aroma del aceite de motor y la sangre, los
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gorgoteos de nuestras víctimas cuando les atacábamos la yugular… Como cineasta
interior, había mejorado mucho con el paso de los años y, para entonces, mi destreza
había crecido y había incorporado los últimos adelantos técnicos. Mi cerebro estaba
dotado de color deluxe, pantalla panorámica, sonido estereofónico y Oloroscope. Si
hubiera podido cobrar entrada, me habría hecho millonario.
En abril de 1966 cumplí dieciocho años; en junio me gradué en el instituto.
Legalmente, era un adulto y podía dejar la tutela de Borchard. Como no tenía dinero
ni trabajo, sopesé mis alternativas. Entonces, el tío Walt me ofreció quedarme, a
cambio de que le pagara un alquiler simbólico, y él me ayudaría a encontrar empleo.
El patético motivo que se escondía detrás de la oferta era obvio: nadie lo había
escuchado nunca con tanta atención como yo, y no soportaba la idea de perder un
público tan excelente. El aspecto simbiótico de la relación me gustó y me avine a
quedarme.
Borchard me consiguió trabajo en la Biblioteca Pública de Hollywood, en Ivar
Street, al sur del Boulevard. Mi cometido consistía en ordenar libros y entrar en el
lavabo de hombres cada media hora y carraspear tan alto como pudiera, una
estrategia cuyo objetivo era ahuyentar a los homosexuales que se enrollaban allí. Me
pagaban un dólar y sesenta y cinco centavos la hora y era un empleo hecho a mi
medida: me pasaba el día viendo películas mentales.
Una tarde de junio, al volver a casa, me encontré al tío Walt limpiando el garaje
de la parte trasera del edificio. El sol del atardecer se reflejaba en una serie de
utensilios de acero mate que envolvía en un hule. Las herramientas tenían un aspecto
malvado, a la Sombra Sigilosa le habría gustado tener algo así.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Herramientas de ratero —respondió Borchard alzando un instrumento que
parecía un bisturí—. Este pequeñín es una ganzúa y éste, un cincel: con el lado plano
haces saltar el cerrojo y con el afilado destrozas el dintel de la puerta. Estos otros
pequeños son un reventador de ventanas, un taladro de empuje y una palanca. Ese
papá grande de allí es un cortacristales con ventosa. ¿Qué pasa, Marty? Te veo
nervioso.
Respiré hondo y fingí indiferencia encogiéndome de hombros.
—Me duele un poco la cabeza. ¿Y por qué los mangos tienen esas marcas de
haberlos rascado con un cepillo metálico? ¿Para agarrarlos mejor?
—En parte —respondió Borchard, alzando la palanca—, pero las estrías son,
sobre todo, para evitar las huellas dactilares. Mira, la posesión de herramientas para
robo con escalo es un delito; si al ladrón lo pillan con ellas, lo detienen. Y si lo
sorprenden con ellas dentro de una casa, implica que está robando y se suman las
penas. Pero con estas marcas no quedan huellas, por lo que, si está dentro de una casa
y lo descubrimos, siempre puede decir que las herramientas no son suyas, por más
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evidente que sea lo contrario. Las muescas también son útiles para rascarse la
espalda.
El tío Walt se rascó la espalda con el mango de la palanca y yo pregunté:
—Si son ilegales, ¿cómo es que las tienes?
—Marty, pequeño, eres un chico listo, pero algo ingenuo. —Borchard me pasó el
brazo por los hombros con un gesto paternal—. Antes de entrar en la oficina de
Relaciones Públicas del DPLA, fui detective de robos con escalo durante tres años y
podríamos decir que me las apañé para hacerme con unas cuantas piezas, ¿entiendes?
Está bien tener herramientas, además uso la ganzúa para jugar a los dardos. Pego una
foto de Lyndon B. Johnson o de cualquier otro de esos malditos liberales a la pared y
hago volar la herramienta. Tac, tac, tac. Vamos, subamos al apartamento. Tengo un
par de pizzas congeladas que están pidiendo cómeme.
Aquella noche, mantuve el monólogo de Borchard centrado en un solo tema: el
robo con escalo. No tuve que fingir atención: en esta ocasión, vino por sí sola, como
si el operador de cabina que utilizaba para las películas mentales estuviera en huelga
y yo hubiese encontrado un entretenimiento mejor. Aprendí la utilización práctica de
las hermosas herramientas de acero mate; me enteré de las técnicas rudimentarias
para neutralizar alarmas. Aprendí que la adicción a las drogas y la propensión a
alardear de las propias hazañas solían conducir a la ruina del ladrón y que si éste no
era demasiado codicioso y cambiaba a menudo de zona de actuación, podía eludir la
captura indefinidamente. Los tipos criminales quedaron grabados en aquella parte de
mi mente donde sólo moraba la lógica: rateros que robaban dinero y joyas sueltas que
podían tragarse si se presentaba la pasma; ladrones de tarjetas de crédito que hacían
una retahíla de compras y vendían el material a los peristas. Envenenadores de perros
guardianes, asaltantes que penetraban en una casa y violaban a la dueña, y atrevidos
ladrones que pegaban palizas y robaban se unieron a la Sombra Sigilosa en mi
séquito mental.
Hacia medianoche, Borchard, grogui de pizza y cerveza, bostezó y me acompañó
a la puerta. Cuando ya me iba, me tendió la palanca cincel.
—Diviértete, chico. Dale a L. B. J. unas cuantas veces de parte del tío Walt, pero
procura no estropear la pared. Ese contrachapado es caro.
Noté en la mano las estrías del acero, que parecían arder. Regresé a mi habitación
sabiendo que tenía coraje para hacerlo.
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cerradura. La puerta se abrió con un clic por pura chiripa.
Me colé dentro y cerré la puerta; luego, me quedé absolutamente inmóvil en la
oscuridad del interior, esperando a que se revelara la forma y distribución de la
estancia. Notaba una comezón desde la pelvis a las rodillas y, mientras estaba allí
plantado pensando en la Sombra Sigilosa, la sensación se fue concentrando en mi
entrepierna.
Entonces se produjo un ruido de rascar de uñas y una poderosa fuerza bruta me
golpeó la espalda. Unos dientes se cerraron sobre mi rostro y noté que me
desgarraban una parte de la mejilla. Dos ojos amarillentos brillaron de inmediato ante
mí, enormes y extrañamente traslúcidos. Supe que se trataba de un perro y que la
Sombra Sigilosa quería que lo matara.
Los dientes se cerraron de nuevo; esta vez, me rozaron la oreja izquierda. Noté las
uñas escarbando en mi estómago y lancé un golpe con la punta afilada de mi
herramienta, adelante y arriba, donde calculaba que estarían los intestinos del animal.
Fue una imitación perfecta del movimiento de la S. S. y, cuando el filo desgarró la
piel y asomaron las entrañas, calientes y húmedas, llegué al borde del orgasmo. Me
quité el perro de encima, mientras el animal iniciaba una serie de agónicos mordiscos
por puro reflejo, y permanecí tumbado, aplastado contra el suelo. Mis ojos ya se
habían adaptado a la oscuridad, así que distinguí un sofá repleto de cojines a unos
palmos de donde me encontraba. Me arrastré hasta allí, agarré un almohadón de buen
tamaño, adornado con borlas, y lo presioné sobre la cabeza del perro hasta asfixiarlo.
Cuando me incorporé, me sentí mareado. Encontré una lámpara de pie y la
encendí. A su luz vi una sala de estar de estilo danés moderno con una naturaleza
muerta de estilo Plunkett moderno en el centro, una alfombra empapada de sangre y
un pastor alemán con un cojín de ganchillo por cabeza. Me temblaban las manos,
pero una película mental en blanco me permitía mantener la calma. Me dispuse a
realizar mi primer robo.
En el cuarto de baño, me lavé la herida de la mejilla con agua de hamamelis y
luego me apliqué un lápiz astringente en el corte. Pronto se formó una costra y, tras
cubrir la zona con pequeñas tiras de esparadrapo, pasé al dormitorio.
Procedí despacio, metódicamente. Primero, me quité la camisa manchada de
sangre, formé una pelota con ella y revolví el armario hasta encontrar una camisa azul
que no levantaría sospechas en un hombre. Me la puse y observé cómo me quedaba
en el espejo de la pared. Ajustada, pero no se me veía raro con ella. El pantalón
también estaba empapado en sangre y sucio de restos de tripas, pero era oscuro y las
manchas no se notaban demasiado. Podía volver a casa con él.
Me concentré en el saqueo y hurgué en los cajones, cómodas y alacenas, hasta dar
con una cajita de madera de cedro llena de billetes de veinte dólares y un secreter de
terciopelo donde había piedras relucientes y sartas de perlas que parecían auténticas.
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Pensé en hacer una búsqueda de tarjetas de crédito, pero decidí que no era
aconsejable. Lo del perro muerto podía significar que el robo recibiera más atención
de la habitual por parte de la policía, y no quería arriesgarme a traficar con tarjetas
que fueran objeto de especial interés de la pasma. Para ser el primer golpe, había
robado suficiente.
Con la herramienta, el dinero y las joyas en los bolsillos del pantalón, di una
última vuelta por la casa, apagando luces. Cuando recogí la camisa ensangrentada, la
Sombra Sigilosa me envió un pequeño adorno conmemorativo y, camino de la puerta,
arrojé una caja de galletas para perro junto a la cabeza cojín del pastor alemán.
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Encino, pero algo me mantenía pegado al borde del carril derecho, con los ojos
pendientes de aquellas calzadas de acceso idénticas ante las que pasaba. Entonces vi
un perro callejero caminando por la acera y la imagen me asaltó.
Había estado mirando las puertas abatibles para perros, intercaladas entre las
habituales puertas laterales que todas las casas ante las que había pasado tenían en el
mismo sitio. De repente, evoqué el olor que había captado en la casa de New
Hampshire Avenue diez meses atrás, un aroma metálico que me llenó las fosas
nasales y me provocó temblores en las manos que agarraban el volante. Me detuve
junto a la acera y el recuerdo volvió de lleno. Junto a él, se produjo un bombardeo de
memorias de mis otros sentidos: el sabor de la sangre de mi madre mezclada con
agua, los carteles de «Cuidado con el perro» que había visto tiempo atrás mientras
elegía casas que saquear, cómo era llegar al clímax… El perro de la acera empezó a
parecerse al Hombre Puma, el odiado enemigo de la Sombra Sigilosa. Entonces, el
sentido de la razón que había adquirido se impuso y me largué de aquel barrio
horrible y peligroso antes de que pudiera cometer un error.
Aquella noche, en casa, acaricié mi ganzúa y cerré la sala de cine que tenía allí
para entretenerme las veinticuatro horas del día. Cuando ante mis ojos apareció una
pantalla vacía, la llené con lo que sabía y con lo que debía hacer al respecto, escrito
con una caligrafía sencilla que no dejaba lugar al adorno.
«Has estado tratando de revivir inconscientemente la muerte del perro.
»Lo has hecho porque te corriste de excitación.
»Has asumido riesgos innecesarios para lograr la gratificación sexual.
»Si sigues arriesgándote, te detendrán, te juzgarán y te condenarán por robo con
escalo.
»Debes parar.»
Mi máquina de escribir mental destelló una serie de signos de interrogación en
respuesta a mi última frase y, cuando llegaron al papel en blanco, fueron como golpes
en el corazón. Agarré la palanca con más fuerza y mi mente se sacudió en busca de la
respuesta al dilema más autodestructivo que haya conocido nunca el hombre.
Entonces, llegó otra serie de frases:
«Déjalo. No permitas que sea tu muerte.
»Contrólate, como la Sombra Sigilosa.
»Pero él tiene a Lucretia.
»Oblígate a tener sueños que te proporcionen alivio.
»Pero eso es traicionarme a mí mismo.
»Haz lo que todo el mundo hace consigo mismo.
»No.
»No.
»No.
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»Tócate, mutílate o mátate, pero hazlo ahora.»
Me desnudé y me acerqué al espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Al
contemplar mi imagen reflejada, vi a un muchacho-hombre alto y huesudo, con la
piel descolorida y unos fieros ojos castaños. Recordé las explosiones de cuando
dormía, que no procedían de los sueños, sino de la acumulación de imágenes de odio
de mis películas mentales, y pensé en la vergüenza que sentía cuando despertaba y
encontraba pruebas de lo que secretamente deseaba. El corazón me latía con fuerza y
noté que me faltaba el aire, por lo que todo mi cuerpo temblaba. Me coloqué el
extremo afilado de la palanca debajo de los genitales y luego me lo llevé a la
garganta. En ambos puntos me hice cortes de los que brotaron finos hilillos de sangre
y, al ver lo que me estaba haciendo, contuve una exclamación y me aparté del espejo,
arrojándome sobre la cama. Allí, mientras el mango de la herramienta de ratero me
dejaba marcas de acero mate en la entrepierna, lloré y me di alivio, el amargo precio
por ser capaz de seguir adelante.
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basura vacío hasta situarlo inmediatamente debajo de la escalera de incendios.
Dominé un ataque de miedo que me hizo castañetear los dientes, me subí al cubo y
me encaramé al último tramo de peldaños.
Hacía una noche clara, pero sin luna. Me puse los guantes y me obligué a subir de
puntillas, como la Sombra Sigilosa cuando se acercaba a una víctima. Al llegar al
descansillo del quinto piso, atisbé hacia abajo; tampoco esta vez vi a nadie y probé la
puerta de incendios. Estaba abierta y daba a un largo pasillo deteriorado. Era la ruta
de acceso más segura… si no tenía dificultades para abrir la puerta de mi objetivo. En
cambio, la ventana, con un metro de vacío y veinte de caída entre ella y yo, parecía
más poderosa y siniestra.
Con la pierna derecha extendida al máximo, intenté levantar el cristal con el pie.
La ventana se resistía pero, cuando conseguí un punto de apoyo, logré abrirla por
completo. Me agaché y, bien agarrado, alargué la pierna de nuevo hasta colarla por el
hueco oscuro; después, antes de que me atenazara el pánico, salté del descansillo
impulsándome con el otro pie, me agarré con ambas manos al marco de madera de la
ventana y efectué una entrada silenciosa y perfecta.
Me encontraba en una modesta sala de estar. Cuando mis ojos se acostumbraron a
la oscuridad, distinguí un sofá y unos sillones desparejados, unas estanterías hechas
con ladrillos y unos tableros llenas de libros de bolsillo, y un pasillo que se abría a la
derecha, directamente delante de mí. Del otro extremo llegaba un extraño sonido y
me estremecí al pensar que pudiera haber un perro guardián. Saqué el cincel, avancé
por el pasillo hasta una puerta entreabierta de la que salía luz de velas y, de
inmediato, supe que aquellos ruidos eran los de una pareja al hacer el amor.
Un hombre y una mujer yacían en la cama, entrelazados. Estaban bañados en
sudor y se agitaban como serpientes, con movimientos a contrapunto: él, embistiendo
implacablemente, arriba y abajo, adentro y afuera; ella, medio de lado, empujando
hacia arriba con las piernas entrelazadas detrás de la espalda de su pareja. Encima de
una estantería, la llama de una vela se movía al ritmo de la ligera brisa que entraba
por una ventana abierta y bañaba la habitación en penumbra, con largos bamboleos
de luz en una danza de llamas que terminaba en el punto donde se unían los amantes.
Los gemidos subieron de tono, remitieron y se convirtieron en jadeos medio
verbales. Observé que la luz de la vela iluminaba al hombre mientras penetraba a su
pareja. Cada parpadeo hacía más hermoso y más explícito el punto de unión.
Paralizado, sin pensar en el riesgo que corría, me quedé mirando. No sé cuánto
tiempo estuve allí pero, al cabo de un rato, empecé a saber cuál sería el siguiente
movimiento de los amantes y pronto empecé a moverme con ellos, en silencio, desde
una distancia que parecía vasta pero íntima. Sus caderas se alzaban y caían; las mías
también, en perfecta sincronía, rozando un espacio vacío que parecía bullir de cosas
que crecían. Pronto, los gemidos de la pareja se intensificaron al unísono, se
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aceleraron, hasta que pareció que nunca volverían a calmarse. Me sorprendí a mí
mismo a punto de gemir con ellos, pero la Sombra Sigilosa me mandó una
advertencia profesional y me mordí la lengua. En aquel momento, todo mi ser se
disparó como un cohete en mi entrepierna y los amantes y yo nos corrimos a la vez.
Ellos se dejaron caer en la cama, jadeando, ferozmente agarrados el uno al otro;
yo me apoyé en la pared para contener las ondas de choque residuales de mi
explosión. Apreté la espalda más y más fuerte, hasta que pensé que me partiría el
espinazo; entonces, oí unos cuchicheos y una voz de una radio llenó el dormitorio.
Un locutor anunciaba con tono sombrío que Robert Kennedy había muerto. La mujer
empezó a sollozar y el hombre susurró:
—Vamos, vamos. Sabíamos que iba a pasar.
Las últimas tres palabras me sobresaltaron y retrocedí por el pasillo hasta la sala.
Vi unos pantalones de pana tirados en un sillón y un bolso en el suelo, al lado.
Pendiente del resplandor de la luz de la vela que escapaba del dormitorio, saqué una
cartera del bolsillo trasero de los pantalones y un monedero del bolso abierto.
Después, salí por la puerta antes de que el hermoso imán de la vela pudiera atraerme
de nuevo hacia los amantes.
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segundos, uno de ellos se dirigía a una puerta que alcancé a distinguir en la parte
trasera del escenario.
Mientras me adentraba en aquel torbellino del hampa, acaricié el botín que
llevaba en los bolsillos de la cazadora para que me diera valor y suerte. Me sumé a la
fila de hippies y observé con más detalle la pista. Hombres bailaban con hombres y
mujeres con mujeres. Me llegó un olor intenso, almizclado, y deduje que sería
marihuana. Enseguida noté un codazo en el costado y me encontré un porro delante
de la cara.
—Fuma —me dijo una pelirroja de melena larga y enredada—. Es Acapulco
Gold. Volarás.
Pensé en la Sombra Sigilosa y la invisibilidad psíquica y respondí:
—No, gracias. No me va el rollo.
La chica entrecerró los ojos e hizo una calada.
—¿Eres un estupa?
—No. He venido por negocios.
—¿Comprar o vender?
—Vender.
—Estupendo. ¿Hierba? ¿Anfetas? ¿Ácido?
La S. S. me susurraba al oído: «Donde fueres, haz…» Impulsivamente, dije: «Una
calada», y cogí el porro. Me lo llevé a los labios y aspiré profundamente. El humo
ardía, pero lo retuve hasta que noté como si un atizador al rojo me quemase los
pulmones. Por fin, solté el humo y respondí, jadeante:
—Joyas, relojes, tarjetas de crédito.
La chica dio otra calada y se presentó:
—Me llamo Lovechild. ¿Eres un criminal o algo así?
Me devolvió el porro y, cuando aspiré el humo, vi a la Sombra Sigilosa y a
Lucretia marcándose un lento en la pista. Los demás bailarines topaban con ellos y
Lucretia amagaba con morderles el cuello hasta que se retiraban. Al cabo de unos
segundos, los danzantes estaban de rodillas, mientras que la S. S. y Lucretia aparecían
desnudos y enredados en un amasijo de brazos y piernas, como serpientes. Di otra
calada y oí la música procedente del escenario: «¡Me voy a colocar y al cielo voy a
volar! ¡Un poco de polvo blanco en un muslo de bruma púrpura! ¡No me preguntes
por qué!»
Lovechild se arrimó a mí y protestó, haciendo pucheros:
—¡No te apalanques el porro, pásalo! ¡Es costo caro!
Todavía con los ojos puestos en la Sombra Sigilosa y Lucretia, metí la mano en el
bolsillo derecho de la cazadora y busqué un Rolex de mujer para tranquilizarla. Mis
dedos se cerraron en torno a algo metálico y saqué lo que agarraba. Al momento,
alguien gritó:
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—¡Tiene un arma!
La fila de hippies se disgregó y la Sombra Sigilosa y Lucretia se desvanecieron.
Oí el cuchicheo repetido, «un pasma, un pasma». La realidad se impuso y obligué a
mi cerebro, atontado por la marihuana, a recordar el nombre del «perista principal»
que, según Walt Borchard, trabajaba en el O.B.’s. Apunté con mi 38 descargada a
Lovechild y susurré:
—Cosmo Veitch. Llévame.
La gente empezaba a ponerse nerviosa. Notaba que me estaban midiendo. Tenía a
favor mi estatura y mi indumentaria formal pero, aparte de eso, estaba en los huesos y
apenas tenía veinte años. Si alguien decidía encender las luces normales del local,
quedaría en evidencia que era un impostor, un falso pasma.
Vinieron en mi ayuda viejos recuerdos y películas mentales, y noté que las
facciones se me congelaban en esa expresión mía de «no te metas conmigo, soy un
pirado». La Sombra Sigilosa me susurraba palabras de estímulo y se señalaba el
diafragma; entendí que quería que hablara con una voz grave y áspera, de hombre ya
hecho.
—Cálmense, ciudadanos —dije—. Esto no es una redada; es sólo entre Cosmo y
yo.
El comentario tuvo el efecto de apaciguar a la masa. Observé que los rostros
tensos se relajaban con alivio y los bailarines que tenía directamente delante volvían a
la pista y reanudaban sus evoluciones. Reparé en que todavía empuñaba mi 38 a la
altura de la cadera y la fila de hippies se había dispersado definitivamente. Estaba
concentrándome en mantener mi rostro en las sombras cuando oí una voz masculina a
mi espalda.
—¿Sí, agente?
Lentamente di media vuelta y sonreí. La voz pertenecía a un hombre joven de
mirada dura, cuerpo firme y rollizo, gafas de cristales ovalados y cola de caballo.
—Vamos a un sitio tranquilo —dije y apunté con el arma hacia la parte trasera del
escenario. Cosmo abrió la marcha y me condujo hasta un cuartito lleno de taburetes y
gramolas fuera de uso. La luz era brillante y áspera y mantuve todo mi ser
concentrado en dar la impresión de ser mayor de mi verdadera edad y en expresarme
como tal.
—Soy el Sigiloso —añadí—. Trabajo en la brigada de Robos en el Valle, y he
recibido buenos informes de ti. —Con la pistola apuntando al suelo, vacié el
contenido de los bolsillos de la cazadora sobre uno de los taburetes. Cosmo soltó un
silbido ante la acumulación de joyas, relojes y tarjetas de crédito. La S. S. hacía
gestos de «sé audaz» y, con un suspiro, me limité a decir—: Propón una cantidad, no
tengo toda la noche.
Cosmo acarició los dos Rolex, hurgó entre las joyas y levantó varias piedras rojas
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para observarlas a la luz.
—Quinientos dólares —dijo.
Sentí otro subidón de la marihuana.
—Billetes, no hierba. —Los gestos de la Sombra Sigilosa para que me mostrara
atrevido se hicieron más enfáticos y añadí—: Seiscientos.
Cosmo sacó un fajo de billetes del bolsillo, contó seis de cien dólares y me los
entregó. Después, señaló una puerta trasera. Me guardé la pistola en el bolsillo, hice
una reverencia y me marché como un gran actor que abandonara el escenario después
de salir a saludar tras una actuación memorable. Había conquistado el sexo y había
conseguido la invisibilidad psíquica en un mismo día. Era inexpugnable; era de oro.
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Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Pasé veinticuatro horas febriles tratando de reconciliar la logística dual. ¿Casas de
parejas recién casadas? No, demasiado arriesgado.
¿Vigilancia a mujeres jóvenes y atractivas con amigos que se quedaban a dormir?
No. Demasiado azaroso. Por fin, se me ocurrió una idea. Crucé el vestíbulo y llamé a
la puerta del tío Walt Borchard.
—¿Amigo o enemigo? —gritó el tío Walt.
—¡Enemigo! —respondí.
—¡Entra, enemigo!
Abrí la puerta. El tío Walt estaba sentado en el sofá de la sala, engullendo su
habitual cena a base de pizza y cerveza, con un papel de periódico en el suelo para
recoger el queso fundido.
—Necesito… Necesito hablar —anuncié con fingida sumisión.
—Parece algo serio. Siéntate y coge un trozo.
Me acomodé en una silla delante de él y rechacé la pizza que me ofrecía.
—¿Has trabajado alguna vez en la brigada Antivicio? —inquirí.
Borchard masticaba y se reía a la vez, la hazaña más compleja que era capaz de
hacer.
—Eso suena a problema grave —dijo al tiempo que tragaba—. ¿Estás bien,
Marty?
—Sí. Claro. ¿Has trabajado allí o no?
—No. ¿Te has metido en algún lío, chico?
—No. La brigada Antivicio arresta prostitutas, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y chicas de compañía? Ya sabes, prostitutas de esas guapísimas; no putas
vulgares y baratas, sino chicas hermosas, chicas que tienen su propio apartamento
para llevar a los hombres y que no sea tan cutre como ir a un motel.
Borchard se río tan fuerte que escupió una anchoa y ésta cayó sobre la mesita de
café que tenía delante. Se la llevó a la boca de nuevo, volvió a masticarla y preguntó:
—Marty, ¿quieres acostarte con una mujer?
—Sí —respondí, bajando la mirada.
—Mira, muchacho, estamos en 1968. Ahora las chicas lo hacen gratis como no
había ocurrido nunca antes.
—Lo sé, pero…
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—¿Has probado con Patty, la vecina de abajo? Se abre de piernas tan a menudo
que tendrán que enterrarla en un ataúd en forma de Y.
—Es fea y tiene granos.
—Pues ponle una bolsa de papel en la cabeza y cómprale un tubo de Clearasil.
Me obligué a soltar unas lágrimas de cocodrilo y el tío Walt dijo:
—Oh, mierda, muchacho. Lo siento. Eres virgen, ¿verdad? ¿No lo has hecho
nunca y buscas un chocho bonito para tu primer polvo?
—Sí —respondí, secándome la nariz.
El tío Walt se puso en pie, me alborotó el pelo y entró en su dormitorio. Regresó
al cabo de un momento y me puso un billete de cien dólares en la mano.
—No digas que nunca te he dado nada y no digas que nunca transgredí las reglas
por un colega.
Me guardé el dinero en el bolsillo de la camisa.
—Jo, tío Walt, muchas gracias.
—Ha sido un placer. Ahora, escucha con atención y dentro de una hora, más o
menos, te habrán desvirgado. ¿Me oyes?
—Sí.
—Bien. Aquí va una asombrosa información: el DPLA, del que soy miembro,
permite que en la zona de Hollywood se ejerza una cierta prostitución. ¿No te resulta
chocante? Bien, pues hay una parte del Boulevard, justo al oeste de La Brea, llena de
pisos de chicas de compañía. Las chicas van a los bares de los mejores hoteles, como
el Cine-Grill del Roosevelt, la terraza del Yamashiro, el Gin Mill del Knickerbocker,
etcétera. Las chicas se sientan en la barra, beben cócteles, miran a los hombres solos
y no es necesario ser un genio para adivinar cómo se ganan la vida. Su procedimiento
habitual consiste en decir una cifra y sugerir que vayáis a su casa. El precio normal
son cien dólares por toda la noche, que es justo lo que acabo de poner en tu mano
calenturienta. Ahora bien, como todavía no tienes edad para consumir alcohol
legalmente, compórtate con frialdad cuando el camarero te pregunte qué quieres
tomar. Sé caballeroso con la dama de tu elección, dile que cien pavos es lo máximo
que vas a pagar y fóllatela hasta que no puedas más.
Me puse en pie. El tío Walt me dio un golpe debajo de la barbilla y se rio.
—Alguna jovencita va a quemar más goma que la autopista de San Bernardino. Y
ahora, largo de aquí. Se me enfría la pizza.
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tenía un aspecto fuerte y musculoso. Di un sorbo a mi whisky con soda y mantuve la
calma imaginando que eran la Sombra Sigilosa y Lucretia, relajándose después de
una larga jornada de acechar a sus víctimas. Casi los sentía a los dos en la cama.
Salieron del bar repentinamente. Cuando se pusieron en pie para marcharse,
advertí que estaba proyectando películas mentales y que los había perdido de vista en
la realidad física. Conté hasta diez y los seguí.
Vi que tomaban un taxi delante del hotel y corrí hacia mi coche. Fue fácil seguir
al taxi, pues había tráfico denso en el Boulevard, de manera que en el cruce con La
Brea se quedaron clavados sin poder avanzar. Yo iba justo detrás y saqué los guantes
y la palanca de debajo del asiento. Cuando el semáforo se puso verde, sonreí. El taxi
se acercaba a la acera. El bloque de pisos de las chicas de compañía del tío Walt había
resultado una revelación.
La pareja se apeó del taxi. Yo aparqué a dos coches de distancia y los vi entrar en
un gran edificio de apartamentos de color rosa que imitaba las casas de las
plantaciones sureñas. La mujer no utilizó llave para abrir la puerta principal, por lo
que yo también podría acceder al interior. Me apeé, esperé diez segundos y eché a
correr, refrenando la marcha mientras abría la puerta que daba a un largo vestíbulo
alfombrado de rosa. La pareja entró en un apartamento del extremo izquierdo del
vestíbulo.
Inspeccioné los buzones y adopté la actitud de un joven moderno que vivía en una
extravagante plantación rosa de Hollywood Boulevard. Resultó fácil, y fingir aquella
despreocupación suprema me hizo sentir descarado. En el vestíbulo no había nadie,
pero desde el interior de cada apartamento atronaba un surtido de ruidos de televisión
y tocadiscos, por lo que el nivel general de estruendo era considerable. Caminé hacia
mi objetivo, estudiando todas las puertas al pasar. Los cerrojos no estaban reforzados
y había como mínimo un espacio de quince milímetros entre la puerta y el marco. Si
la furcia no había puesto la cadena, podría entrar.
Al llegar a la puerta que me interesaba, escuché, esperando oír los deleites
precoitales, pero lo único que capté al otro lado fue silencio. Eché un vistazo rápido
al vestíbulo, me puse los guantes, inserté el lado de la ganzúa de mi herramienta y
tanteé el cerrojo. Noté que los resortes individuales iban cediendo uno por uno y,
cuando el tercero saltó con un clic, abrí la puerta menos de un centímetro, lo cual me
bastó para ver una sala de estar con una pequeña cocina a oscuras. Sacudí la cabeza
para mantener alejadas las películas mentales y entré; luego, haciendo girar el pomo,
cerré la puerta sin hacer el menor ruido.
Unas voces, y no los sonidos de la pasión, me atrajeron hacia el dormitorio, y lo
que capté a través de la rendija de la puerta fueron vislumbres de cuerpos
imperfectos. Cuando acerqué el ojo a mi visor de dos centímetros, me descorazoné.
Él era fofo y ella tenía tatuajes en los hombros y en los muslos. Era obvio que se
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había teñido el vello púbico del mismo color que los cabellos y él no se había quitado
los calcetines. Intenté convertirlos en la Sombra Sigilosa y en Lucretia, pero la
cámara de mi cerebro se negaba a enfocar, y sus voces eran tan desagradables que
comprendí que su cópula sería nefasta y que yo no podría unirme a ellos.
—… no es la primera vez que visito este edificio —decía el hombre—. Estuve en
1964, cuando vine a L. A. para la convención de la Asociación del Alce.
—Aquí trabajan muchas chicas —comentó la prostituta—. Algunas las controlo
yo. ¿Quieres que empecemos?
—No tan deprisa. ¿Eres una madama?
—Más bien una hermana mayor y una confidente —suspiró la puta—, una
terapeuta, en realidad. Les concierto citas y me quedo una comisión, pero me gusta
ser una amiga, la hermana mayor que sabe de qué va el asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, una vez a la semana me reúno con las chicas que conozco que trabajan
en esto y hablamos de los clientes y nos hacemos confidencias y… ya sabes.
El hombre soltó una risita.
—¿Y nunca lo has hecho con otra chica? —inquirió.
—Vaya. Bueno, creo que voy a necesitar un trago para esto. ¿Quieres uno tú
también? Tal vez tranquilizará…
Imaginé lo que estaba a punto de ocurrir y me dirigí a la puerta. Cuando tenía la
mano en el tirador, vi un bolso en una silla, a pocos metros de distancia. Lo cogí y
conseguí desvincularme del apartamento en el preciso momento en que se abría la
puerta del dormitorio. Luego corrí.
En el bolso había nueve dólares y cuarenta y tres centavos, además de una
información sexual que me impulsó durante más de un año a mirar, albergar
esperanzas, merodear y, a veces, a robar. El dinero, por supuesto, carecía de
relevancia. Lo que me mantuvo ocupado fue el cuaderno de notas de la furcia.
Se trataba de una improvisada agenda de clientes, sus números de teléfono, las
fechas de las citas ya concertadas y una lista de las otras chicas que la «confidente-
terapeuta», Carol Ginzburg, «controlaba», junto con los números y los teléfonos de
los puteros y notas sobre si la «cita» tendría lugar en un motel, en el piso del cliente o
en el apartamento de la propia muchacha. En resumen, aquello era una fuente de
información extraordinaria sobre posibles sitios donde mirar y robar y, en el caso de
las «citas» ya concertadas, me brindaba la posibilidad de hacer incursiones de
reconocimiento del terreno antes de que se produjera el encuentro.
Con la determinación de la Sombra Sigilosa, me dispuse a escribir mi propio
cuaderno de notas. Primero, utilicé las Páginas Blancas normales de L. A. y la guía
policial «inversa» de números de Walt Borchard. Compilé una lista de las direcciones
que correspondían a los números de teléfono y luego, un fin de semana en que el tío
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Walt salió de la ciudad en una excursión de pesca, simulé un robo con escalo en el
garaje trasero y le robé el resto de herramientas de ratero, el cortacésped y un montón
de números del National Geographic que, supuestamente, tenían cierto valor. El
cortacésped y las revistas los tiré al embalse de Silverlake. Las herramientas las
envolví en hule y las metí en un tronco de árbol hueco a dos manzanas de distancia.
A continuación, realicé una serie de misiones de reconocimiento.
Carol Ginzburg y «sus chicas» se encontraban cada domingo para tomar el
brunch en el café Carolina Pines, de la esquina de Sunset con La Brea, y en su
cuaderno de notas lo calificaba de «charla de chicas». Escuché furtivamente tres de
sus sesiones y estudié a las muchachas. Eliminé a «Rita» «Suzette» y «Starr» porque
eran unas busconas estúpidas y aprobé a «Danielle», «Lauri» y «Barb»,
considerándolas aceptables para constituir un tercio de la fusión del trío. Lauri era
muy atractiva, alta y majestuosa, con el cabello rubio miel y acento escandinavo.
Decidí que, en primer lugar, la seguiría en sus salidas a domicilio, cartografiaría el
territorio y puliría mis habilidades de ratero.
Lo hice todo de una manera muy metódica. Lauri tenía una cita en Coldwater
Canyon cada tres miércoles. Al inspeccionar la casa, ésta me pareció inexpugnable,
con una alarma conectada a la comisaría de policía, y la taché de la lista. También
tenía una cita mensual los lunes en una de las zonas menos elegantes de Beverly
Hills; las ventanas eran pan comido y junto a las alcobas había abundantes setos que
ofrecían un lugar perfecto para esconderse. Aquél sería el «golpe» número uno, el 7
de agosto de 1968.
Y así seguí con el resto de la lista. Primero, las citas de Lauri, después las de Barb
y, por último, las de Danielle. Las tres chicas vivían en la plantación rosa de Carol
Ginzburg, por lo que no sería conveniente actuar cuando recibiesen en su casa, ya que
no podía correr el riesgo de repetir robos en el mismo edificio. Además, algunos de
los pisos de los clientes estaban muy a la vista y protegidos contra ladrones, así que
tuve que eliminarlos. Al final, me quedé con una lista de diecinueve «probables»,
todos previamente inspeccionados y marcados en el calendario; unos robos en citas
de amantes que, si todo salía bien, me durarían hasta enero de 1970. Por otra parte, yo
contaba con un dispositivo a prueba de fallos. Si la policía era alertada de una serie de
robos en lugares donde trabajaban las putas, yo me contaría entre los primeros en
saberlo.
De día, mientras esperaba que llegara el siete de agosto, mi vida transcurría como
siempre: trabajaba en la biblioteca, pasaba películas mentales y anhelaba la
invisibilidad psíquica. En cambio; de noche, trabajaba en mi escondrijo, un cobertizo
de mantenimiento abandonado que había descubierto en lo más hondo de los bosques
de Griffith Park. Al resplandor de una lámpara de arco alimentada con pilas, me
familiaricé con el tacto de las seis ganzúas del juego de herramientas y aprendí cómo
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cedía imperceptiblemente la cerradura cuando las insertaba y las movía en su interior.
Compré docenas de cerrojos nuevos de acero mate de varias marcas en las ferreterías
y aprendí a neutralizarlos. Practiqué con la ventosa en ventanas y corrí por las oscuras
colinas del parque para mantenerme en forma, por si tenía que salir por piernas de
alguna de las casas de las citas. Llegué a creer que mi primer año de ratero había sido
una mezcla increíble de azar, alarde imprudente y la suerte del principiante. Antes
había sido un viajero infantil. Aspiraba a convertirme un artesano consumado.
7 de agosto de 1968
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el momento culminante de su actuación fue cuando dejó la foto para rascarse la nariz.
Era tan guapa que podía ser Lucretia, pero me recordaba a otra persona, a alguien
fuerte y nórdico enterrado en un profundo compartimento de la bóveda de mi
memoria.
Continué mirando sin excitarme. Al cabo de un rato, Lauri dejó de gritar y se
mordió las uñas de las dos manos. Los movimientos de Stanton se volvieron más
frenéticos y, jadeante, el tío farfulló: «¡Voy a correrme! Di: “¡Qué grande la tienes!
¡Es tan grande que me hace daño!”»
Lauri pronunció las palabras, procurando contener una risita. Cualquiera, excepto
una suerte de cerdo lleno de acné en el momento de llegar al orgasmo, habría notado
el tono satírico de su voz. Regresé a la sala y la Sombra Sigilosa, que caminaba a mi
lado, me dijo: «Roba, roba, roba.»
Ya en la sala, obedecí. Me disponía a coger una cartera que había encima de una
mesita de café cuando recibí un mensaje mental impreso con sorprendente claridad:
«No, mejor no la robes, porque el cerdo del acné echará la culpa a Lauri y entonces
nunca averiguarás quién es ella.»
El mensaje era tan poderoso que obedecí por reflejo pero, cuando ya me acercaba
a la ventana, me guardé en el bolsillo una diminuta fotografía enmarcada de tres
niños risueños.
Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Estas dos ocupaciones gemelas dominaron mis horas de vigilia durante el
siguiente año, mientras que las pesadillas ocuparon mis sueños. Había esperado que
el hombre-mujer-yo sería mi trinidad, pero no fue así. Era una tríada compuesta de:
mirar sexo mecánico motivado por la codicia y la desesperación, robar por la
supervivencia emocional y porque era la razón para mirar, y soñar para tratar de
desentrañar el misterio de Lauri. Que mis sueños se convirtieran inevitablemente en
pesadillas fue lo peor.
El nombre auténtico de Lauri era Laurel Hahnerdahl y, haciéndome pasar por un
agente de policía al teléfono, supe que había nacido en Copenhague, Dinamarca, en
1943, y que había llegado a América en 1966. Su profesión declarada era «modelo»,
no tenía familiares en Estados Unidos y no poseía antecedentes delictivos. Eso fue
todo lo que el DPLA y el Departamento de Vehículos a Motor pudieron darme.
Era prácticamente imposible que nos hubiéramos conocido, pero yo la sentía
simbióticamente familiar. Recorrí su apartamento dos veces y no encontré nada que
despertara mis recuerdos. Observé cuatro de sus citas, sin robar, y ni siquiera así
logré descifrar el misterio. Soñaba con ella constantemente y siempre era lo mismo:
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la miraba mientras hacia el amor con un tipo que se parecía a la Sombra Sigilosa y se
me nublaba la visión y me acercaba sólo para convertirme en un objeto inanimado sin
voz, sin piernas, sin brazos y ciego. Lo único que podía hacer era escuchar y entonces
oía truenos, truenos que estallaban acallando miles de voces ininteligibles que
trataban de decirme qué significaba Lauri. La pesadilla siempre terminaba al llegar a
aquel punto, tras el cual me despertaba con una erección y bañado en sudor.
Lauri regresó a Dinamarca en abril de 1969 y Carol Ginzburg dio un brunch en su
honor para celebrar su regreso a la tierra natal. La idea de verla marchar me
destrozaba y estaba enojado conmigo mismo por no haber averiguado quién era. Sin
embargo, cuando se marchó, mis pesadillas remitieron y pude apartar de mi mente el
enigma que esa chica representaba.
Así que seguí mirando y robando, hasta que la esperanza de volver a sentir lo
mismo que el 5 de junio de 1968 murió de un exceso de sesiones turgentes de cama,
de una superabundancia de expresiones patéticas de soledad. Frente a la desilusión
que me había llevado mirando, robar me proporcionó una nueva ilusión, así que di
once golpes seguidos. Le vendí todo el material a Cosmo Veitch y me deleité en el
hecho de que Cosmo, si bien finalmente había descubierto que yo no era policía, me
temía de veras. Desde finales del verano de 1968 hasta la mitad del verano de 1969
me pagó un total de siete mil doscientos dólares por los objetos que yo había robado,
suma que guardé en una caja de seguridad de un banco de La Brea para cuando dejara
de trabajar en la biblioteca y me marchara del edificio de mala muerte de Walt
Borchard.
Sin embargo, en agosto de 1969 ocurrió una serie de acontecimientos que, por su
coincidencia en el tiempo, me obligaron a hacer un alto temporal en mi carrera
delictiva. Sharon Tate y otras cuatro personas fueron acuchilladas en su casa de
Benedict Canyon, un hecho que, sumado a los acuchillamientos similares del
matrimonio La Bianca, ocurridos en el barrio de Los Feliz, en el otro extremo de la
ciudad, desató el pánico y provocó un auge de todo tipo de aparatos y servicios de
seguridad. Los angelinos compraban pistolas y perros de vigilancia y se atrincheraban
en contra de unos asesinos concretos que seguían sueltos y en contra de los años
sesenta en general. Robar en las casas se convirtió en un negocio arriesgado.
Por otra parte, Carol Ginzburg acabó sumando dos y dos y relacionó los robos en
los pisos de los clientes con la desaparición de su agenda. En el brunch dominical del
restaurante, la oí decir: «Coincidencia, coincidencia…; algo raro está pasando.»
Explicó su teoría de un ladrón muy frío que, por precaución, sólo actuaba de una
manera intermitente, y añadió que iba a contratar a un detective privado para que
investigara qué sucedía. Carol siguió hablando; yo pagué la cuenta y salí del local.
Sin el mirar y el robar, lo único que quedaba de mi trinidad eran las pesadillas.
Aunque Lauri se había marchado, regresaron. Eran susurros que me tentaban entre el
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estruendo de los truenos. No sabía qué decían pero, cuando despertaba, notaba el
sabor de la sangre.
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recomponía los cuerpos; sin esfuerzo, sin derramamiento de sangre. Y aunque no era
capaz de expresar con palabras el sentido de aquel acto, sabía que estaba
desarrollando unas uniones simbióticas triangulares que trascendían el sexo.
La combinación de ejercicio diurno y películas mentales nocturnas permitió que
mis pesadillas se convirtieran finalmente en poco más que una molestia ocasional.
Como precaución para que no reaparecieran con toda su intensidad, dormía con la luz
encendida y, si alguna vez despertaba a media noche, me levantaba e iba a mirarme
en el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Ahora estaba fuerte, cada vez
más, y cuando me tanteaba los músculos con la punta de los dedos sentía una carga
casi eléctrica. Aquella carga me recorría, bajaba hasta la entrepierna y finalizaba en
una palabra: «Robo.»
Conseguí apartar de mí el vocablo y sus vertiginosas connotaciones durante
semanas, hasta que, a primeros de octubre, una serie de cuerpos revolvió los viejos
rescoldos y el destino aportó el viento que me empujó a un incendio arrasador.
Me dirigía en coche hacia el norte por la autopista Pacific Coast, al atardecer; me
encaminaba a la salida de Topanga Canyon, en el Valle, e iba observando. Hacía un
calor excepcional para la época y grupos de surferos llenaban la carretera asfaltada
que corría paralela a la playa. Chicos y chicas, todos eran jóvenes y elásticos, y
levanté el pie del acelerador involuntariamente. Un cuarteto me llamó la atención:
dos chicos, dos chicas, todos esbeltos, todos morenos. Mi cabeza entró en modo
preoperatorio y, de pronto, se quedó en blanco. No era capaz de improvisar con sus
cuerpos y supe que se debía a que eran demasiado perfectos.
A pesar de todos mis esfuerzos, el bisturí mental no descendía y el cuarteto se
hacía cada vez más elástico. Detrás de mí sonaron unos cláxones y advertí que me
había detenido del todo y estaba estorbando el tráfico. Empecé a asustarme y busqué
en el arsenal de mi cerebro el juego de cuchillos de acero mate con el que mutilar a
los cuatro. Entonces, contra mi voluntad, lo moreno se hizo rubio y los chicos
besaban a los chicos y las chicas a las chicas y un coche rozó mi parachoques trasero
y el conductor gritó: «¿Dónde te han dado el carnet, capullo?»
Di gas por puro reflejo y el viejo Valiant avanzó por un concurrido cruce con el
semáforo en rojo y casi se llevó por delante a una anciana que empujaba un cochecito
de bebé. Aparté la vista de la calzada y la clavé en el retrovisor; el cuarteto perfecto
había desaparecido. Volví al Valle conduciendo despacio, sabedor de que sólo era
cuestión de tiempo que volviera a entrar, mirar, robar y correrme… a pesar del riesgo.
La oscuridad completa conllevó un aburrimiento espantoso. La única gente que
rondaba las calles era fláccida y sencilla, indigna de mis maquinaciones, y el recuerdo
de los bellos morenos/rubios —ellos y ellas— me invadió como un perfume mental.
Pasé de las calles comerciales a las residenciales, perfectamente consciente de mi
propósito último, y las casas ante las que circulaba estaban iluminadas brillante y
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uniformemente: bastiones de felicidad barata e incomprensible. No me quedaba más
remedio que cenar, irme a casa y esperar un sueño sin sueños.
Me detuve en Bob’s Big Boy, en Ventura Boulevard. En un reservado, cerca de la
puerta, había una pareja atractiva y ocupé una silla del mostrador que me permitía
verlos a los dos. Me encontraba en el proceso consciente de convertirlos en rubios
cuando se levantaron y se dirigieron a la caja. Ocuparon su lugar dos hombres
musculosos con ropa vaquera y el más alto de los dos se embolsó la propina.
Mientras recogía las monedas, su mano se convirtió en la garra de un reptil; pronto,
los dos tipos quedaron fijados en mi mente como lagartos guasones. Luego, el
volumen de sus voces interrumpió mis juegos mentales y me puse a escucharlos:
—… sí, putas hippies auténticas. Hablo de chicas que lo hacen por gusto, porque
disfrutan echando un polvo, más que por el dinero. Y baratas, además. Una de ellas,
Season, me lo hizo por diez pavos por la mañana; la otra, Flower, ¿lo pillas?, sale aún
por menos. Eso sí, tienes que escuchar sus zarandajas sobre el gurú al que adoran,
pero ¿a quién le importa eso?
—¿Y dices que rondan por el Whiskey todas las noches? ¿Que tienen un piso en
el Strip y que estás toda la noche con ellas por diez pavos?
—No me extraña que no te lo creas, pero escucha: tienen una motivación
desviada, o como se llame eso. Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y
dicen que lo que ganan follando es para «La Familia». Y deberías ver el rancho donde
viven; es una pasada.
—¿Y las chicas están buenas?
—De primera.
—¿Y lo único que tengo que hacer es ir al Whiskey y preguntar por ellas?
—No, tú vas y esperas tranquilo. Ya te buscarán ellas.
—Entonces, ¿qué coño hago aquí sentado con un tipo tan feo?
Sin saber que acababa de cruzarme con la historia, dejé un dólar en el mostrador y
me largué al Strip y al Whiskey Au Go Go. El rótulo de neón anunciaba «La batalla
de las bandas»: Marmalade contra Electric Rabbit; Perko-Dan & his Magik Band
contra The Loveseekers. Escaseaban las plazas de aparcamiento libres, pero encontré
un sitio en una estación de servicio, al otro lado de la calle. Consciente de que aquélla
era una misión criminal, no un ejercicio de cirugía mental, llegue a la puerta, pagué la
entrada y penetré en una oscura cueva donde imperaba un estruendo de muchos
decibelios.
El rasgueo eléctrico amplificado era espantoso y no tenía nada que ver con la
música; la oscuridad que lo envolvía todo, menos el escenario, resultaba
tranquilizadora y un aliado inesperado: como no alcanzaba a distinguir a la gente que
se apretujaba en torno a unas mesas del tamaño de cajas de cerillas, no habría cuerpos
atractivos que me distrajeran de mi misión. Los seis rockeros que golpeaban guitarras
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violentamente bajo el fulgor de las luces estroboscópicas me obligarían a buscar a
Season y a Flower: su «presencia escénica» era un frenesí de largas greñas, «rastas»
fluorescentes y rociadas de fluidos corporales.
Me aparté de ellos, busqué una mesa vacía y tomé asiento. Una camarera se
materializó, colocó una servilleta delante de mí y dijo:
—Tres copas mínimo, tres cincuenta la copa. Si quieres bebidas alcohólicas,
tengo que ver algún carnet. Si quieres salir y volver a entrar, tendré que sellarte la
mano.
—Ginger ale —dije. Le di un billete de cinco y escruté la oscuridad.
Al cabo de unos segundos, distinguí la silueta de la gente sentada. Decidí fijar la
vista en un punto entre las mesas del fondo, con la esperanza de ver a Season y a
Flower moviéndose entre ellas en sus afanes proselitistas. Me hallaba en mi mundo
de pura concentración cuando noté una mano en el brazo y escuché una susurrante
voz femenina. Me pilló desprevenido y las rodillas se me dispararon hacia arriba y
golpearon la mesa, derribándola. La chica que me había hablado se apartó de un salto
y vi que era encantadora, con el cabello negro hasta la cintura. Sonriendo, adopté un
aura de invisibilidad psíquica y hablé en un tono de pura despreocupación, puro
savoir faire.
—Acabo de llegar del Continent y allí todo es más acogedor y se está más a
gusto. ¿No quieres tomar una copa conmigo?
Se quedó boquiabierta y su encanto se volvió fatuo.
—¿Qué? ¿Quieres decir que aquí no estás cómodo?
—Sólo estoy cautivado —repliqué—. ¿No quieres sentarte?
—¿Cautivado? —insistió ella y me dirigió una mirada entre despectiva y perpleja.
Un destello errante de la luz estroboscópica magnificó su boca; la chica estaba
boquiabierta y mofándose a la vez. La mofa me recorrió de arriba abajo y,
mentalmente, le corté los brazos a hachazos y los arrojé en dirección a la Electric
Rabbit y sus gemidos desafinados. La chica murmuró «chiflado» y luego hizo un
gesto a alguien que quedaba ami espalda y dijo: «¡Season, espera!»
Mis objetivos.
La chica se abrió camino entre las mesas del fondo hacia el rótulo que indicaba la
salida. Titubeé y la seguí. Cuando llegó a la puerta, se reunió con otras dos siluetas;
plantado a diez metros de ellas, vi que las dos llevaban el pelo largo, pantalones de
cuero y chaleco. Estaba demasiado lejos para determinar su sexo y tuve que frenar mi
bisturí mental antes de rasgarles los pantalones para averiguarlo. De repente, lo que
aquel par tenía entre las piernas se convirtió en lo más importante del mundo. Me
dirigía hacia la puerta cuando la chica del pelo negro volvió a zambullirse en el
bullicio del club y la pareja de los pantalones de cuero empujó la puerta y salió a la
calle.
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Los seguí.
Cruzaron Sunset con un correteo andrógino, captados por un aparato de rastreo de
acero que me tenía ajeno a todo lo demás que me rodeaba. Apenas me di cuenta de
que estaba cruzando entre los coches, de que sonaban las bocinas y chirriaban los
neumáticos. Continué el seguimiento; mantuve activada mi visión en túnel. Cuando
dejé atrás la calle y delante de mí acechaba la oscuridad residencial, un coche que
daba la vuelta iluminó a mis presas. Vi que eran macho y hembra, los dos de
constitución delgada; el bigote del joven era el único rasgo distintivo. Mi aparato de
rastreo se desconectó y, en su lugar, se encendió un aviso de «Alerta».
Me detuve e inspiré profundamente; la pareja de los pantalones de cuero dobló la
esquina y subió la escalera lateral de un edificio de apartamentos de estuco rosa cuyas
puertas, situadas a lo largo de un corredor, quedaban a la vista. Season abrió la tercera
desde el fondo y encendió una luz; después, indicó al hombre que entrara. Cuando
cerró la puerta, la luz se apagó de inmediato. No había usado la llave para abrir; muy
probablemente, tampoco la había echado después.
Esperé durante veinte minutos, dolorosamente largos. Después, subí y me acerqué
a la puerta. En el fondo de mis ojos se encendió un «Alerta» de neón rojo. Pegué la
oreja a la superficie de contrachapado y agucé el oído, Salvo el crepitar de la
electricidad que me recorría el cuerpo, no oí nada, así que entré.
El apartamento estaba completamente a oscuras y la mullida moqueta parecía
incitarme a que, despacio, me adentrara en él. Las paredes daban la impresión de
abrazarme y el aire viciado resultaba acogedor. Cuando mis ojos empezaron a
distinguir detalles, los muebles baratos de formica y hierro forjado no se me
antojaron estériles: cobraron vida como objetos pertenecientes a una gente a la que
deseaba conocer. El calor del hueco entre las cuatro paredes se instaló en mi núcleo
físico, sofocando el rótulo de Alerta. Delante de mí, exactamente, vi un pasillo corto
y un vano de puerta con una cortina de sartas de cuentas. Tras ella reposaba la
oscuridad, pero yo sabía que ésta no me impediría ver. Avancé de puntillas hasta la
última barrera que me separaba de los amantes.
Del otro lado me llegaron gemidos, risillas y grititos de placer. Aparté las cuentas
y forcé la vista hasta que me dolieron los ojos, lo cual me permitió distinguir luces y
sombras en unos tobillos entrelazados; cuando inspiré, reconocí el olor de la
marihuana. Los ruidos amorosos se hicieron más intensos y las palabras que pude
distinguir —«¡sí!», «¡dale!» y «¡ven!»— venían de voces vulgares. Aquello me
consternó y un aire gélido empezó a filtrarse en mi útero sensual. Para aislarme del
frío, me quedé mudo y atisbé por entre las cuentas. Vi a dos mujeres que se frotaban
la una contra la otra y las chispas que producía la fricción cuando sus pezones se
rozaban; vi a dos hombres, unidos entrepierna con entrepierna, cuyas extremidades
entrelazadas ocultaban el punto de unión. Luego, los cuatro se fundieron en uno y me
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perdí intentando ver quién había allí. Entonces, agarrando con fuerza las ristras de
cuentas, me corrí.
Asombrosamente, no me oyeron. Me quedé inmóvil como una roca, rodeado de
calor y bombardeado por una serie de rótulos de Alerta con las letras cambiadas de
orden, o ausentes. Era como si una dislexia completa intentara empujarme, de un
modo u otro, a algún acto diabólico e irrevocable. Me quedé quieto, quietísimo, y
entonces oí por vez primera la voz de Season.
—Sólo es el viento, que mueve las cuentas. ¿No es bonito?
—Más bien inquietante —respondió el amante.
—Es la naturaleza. —Season suspiró—. Charlie dice que, después del Helter
Skelter[1], cuando todas las grandes empresas hayan desaparecido y la tierra vuelva a
ser de la gente, las cosas producidas por el hombre y la naturaleza funcionarán juntas
en perfecta armonía. Lo dicen la Biblia, los Beatles y los Beach Boys, y Charlie y
Dennis Wilson están haciendo un disco al respecto.
—Llevas bien metido en la cabeza a ese tal Charlie.
—Es un sabio. Es chamán y curandero, metafísico y guitarrista.
El amante emitió un bufido de mofa y Season cantó unas frases de Revolution:
—«Dices que quieres una revolución; bueno, ya se sabe, todos queremos cambiar
el mundo.»[2] Charlie llama a eso el Evangelio según los santos Paul y John.
—¡Ja! ¿Quieres oír el Evangelio según san Yo?
—Pues… Sí, claro.
—Entonces, toma nota: buena comida, buena droga, buenas vibraciones y buena
jodienda. Y si alguien se entromete, carga, apunta y dispárale entre los ojos.
—Y muerte a la pasma.
—En mi caso, no; mi padre es policía. ¿Qué dice Charlie de la reanudación
instantánea del juego?
—¿A qué te refieres?
—Ven aquí y te lo explicaré.
Season soltó una risilla. Noté que la atmósfera se calentaba detrás de la cortina de
cuentas y salí del útero antes de que el calor se adueñara de mí.
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hacerse un torniquete en los brazos cubiertos de cortes. Mi padre brindó por un hongo
nuclear que se elevaba sobre el centro de L. A. Consciente de que el silencio total me
salvaría, me cosí los labios con grapas de acero mate y accioné una serie de
mecanismos externos que impedirían que mis sinapsis mentales chisporrotearan.
Empecé a sentirme inexpugnable e intenté reír. No me salió sonido alguno y un nuevo
tropel de enemigos con espejos en lugar de caras se acercó a mí, empuñando grandes
llaves de metal que abrirían mi voz, mi cerebro y mi memoria.
Desperté al amanecer, con sensación de asfixia y buscando aire afanosamente.
Había reventado la almohada a mordiscos y tenía la boca llena de algodón y
gomaespuma. Lo escupí todo y respiré hondo; de inmediato, tuve un ataque de tos.
Intenté levantar el brazo derecho para restregarme los ojos, pero no noté sensibilidad
en el lado derecho del cuerpo.
«No, por favor», gemí. Mandé una orden a la pierna derecha para que diera una
patada. El pie golpeó el suelo, lo cual me dijo que no me habían amputado aquella
parte de mí. Los dientes me castañeaban y ordené al brazo: «Agarra, tira, rasga,
sopesa, cobra vida.» Bajo la sábana hubo un ligero movimiento y mi mano se
despegó de la pared de la cabecera de la cama. Tenía los dedos cubiertos de mortero y
sangre y observé el agujero que mi pesadilla había excavado. Los bordes,
perfectamente perfilados, atrajeron mi atención como jeroglíficos de una caverna.
Los contemplé hasta que la mano recuperó la sensibilidad y me desmayé de dolor.
Pasé el día como zombi: dormí, me levanté para ir al baño y mojarme la mano,
volví a dormir. El dolor de los dedos era una prueba de que yo seguía existiendo
como máquina en funcionamiento y cuando desperté del todo, al atardecer, supe qué
debía hacer. Después de quitarme los últimos restos de yeso de las uñas, volví en
coche al útero a esperar a los cuerpos más perfectos que pudiera darme.
Aparcado junto al bordillo cerca del edificio de estuco rosa, esperé. A las 7.00,
Flower y Season dejaron el apartamento y se dirigieron caminando al Strip; a las
8.19, Flower regresó en compañía de un hippie con aire de roedor. La combinación de
la inanidad de la chica y la carne fláccida y colgante del roedor gritaba «no».
Continué la vigilancia.
Flower y su consorte ratonil salieron a las 10.03 y se separaron en la esquina. En
su recorrido de vuelta al Whiskey, la chica se cruzó con Season, que iba con un
hombre de unos treinta años, delgado como un raíl de tren, e intercambiaron unas
palabras. Era a Season a quien yo deseaba en mi triunvirato, pero su magro
acompañante tenía un aire malévolo y destructivo. Impaciente y ansioso por el largo
tránsito sin películas mentales, me quedé quieto.
Poco después de medianoche, Season y su amante dejaron el apartamento y se
dirigieron al sur, alejándose del Strip. Entonces caí en la cuenta de que las chicas
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debían de sincronizar sus llegadas y partidas y aposté a que Flower reaparecería al
cabo de diez minutos. Me dolía la mano y procuré que las palpitaciones dolorosas
bajaran de intensidad concentrándome en la pregunta que había perturbado mis
sueños: ¿quién era Charlie?
Como esperaba, Flower dobló la esquina apenas unos minutos más tarde. La
acompañaba un tipo grande con ropas militares que se movía con una autoridad que
resultaba antihippie, anticontracultura y puramente masculina. Al acercarse al
edificio, se quitó la gorra y se alisó el cabello. Lo tenía de un rubio lustroso y
comprendí que tenía que ser Charlie.
Mi espera dio paso a una serie de temblores, escalofríos y cosquilleos en la
entrepierna. Sabiendo que a Charlie le parecería vulgar un polvo rápido y violento,
aguardé a que se estableciera un ambiente precoital antes de acercarme a la puerta.
Con el corazón desbocado, abrí y entré.
La habitación delantera estaba oscura como la brea y dejé la puerta entornada
para que entrara cierta luminosidad; luego, fui directo hasta la cortina de cuentas.
Miré a través de ella y el resplandor de la vela encuadró al hombre encima de la
chica. Me toqué, pero tenía fría esa parte de mí. El corazón me iba «tumpa, tumpa,
tumpa» y supe que los amantes no tardarían en oírlo. Me toqué de nuevo y esta vez
no noté frío, sino nada. «Charlie», susurré; aparté la cortina y avancé hacia la cama.
Una levísima brisa hizo que la vela iluminara unas piernas entrelazadas. Con una
exclamación, me incliné y las toqué.
—¡Oh, Dios!
—¿Qué coño…?
Oí las palabras y retrocedí; se encendió una luz y las piernas que había estado
acariciando me lanzaron patadas. Un instante después, Charlie empezó a envolverse
en una sábana y no me quedó más remedio que huir.
Corrí a la cortina y me alcanzó un golpe en la nuca. Flower chilló: «¡El Helter
Skelter se acerca!», y caí de rodillas. Luego, se encendió la luz de la habitación de la
entrada y la fuerza que me agarraba del cuello me levantó del suelo. Capté una
confusa panorámica de Tahití y Japón vía Pan American Airways y carteles de los
Jook Savages y de Marmalade. Intenté fugarme a una película mental defensiva, pero
tenía el cerebro como si me estuvieran volando la tapa de los sesos a tiros. «¡Mierda,
mierda, mierda!», gritó Charlie; al momento siguiente, estábamos en el corredor
exterior y la gente de los apartamentos contiguos se asomaba a la ventana. Me
miraban a mí.
Mientras Charlie me retorcía el cuello, a punto de arrancarlo de su eje, lancé una
patada de costado y cristales hechos añicos volaron sobre una sucesión de caras
perplejas. Charlie me arrastró escalera abajo y en mis oídos resonaron gritos y unas
sirenas que se acercaban. Lo último que oí antes de perder el conocimiento fue a
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Flower cantando un improvisado popurrí de los Beatles.
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Así, mentalmente pertrechado, llegué a la «nueva» prisión del condado de L. A. a
cumplir mi condena. El edificio, terminado hacía poco, era una enorme construcción
angulosa de acero y cemento brillante, toda pintada de gris azulado y naranja, con
largos corredores intercalados entre los calabozos y los módulos de los internos, y
unas celdas de cuatro literas con estrechos pasillos en la parte delantera. Unas
escaleras mecánicas conectaban los seis pisos, cada uno de los cuales equivalía en
altura a un edificio de tres plantas, y los pasillos tenían la longitud de tres campos de
fútbol. Los comedores eran como salas de cine y la zona de oficinas constaba de
doscientos metros de puertas reforzadas. Después de diez horas de espera en el
calabozo, de registros corporales, de rociadas contra los piojos y de más espera, me
consignaron junto con otros cinco en una celda para cuatro donde esperaría a que me
otorgasen el estatus de preso de confianza y me asignaran empleo. Después de
recorrer kilómetros de cemento gris azulado/naranja mientras una acumulación de
conversaciones obscenas me zumbaba en los oídos, me tumbé en el camastro que le
arrebaté a un mexicano joven y rechoncho, para que las impresiones generales se
asentaran. Contención era la palabra más precisa y global, y supe que la obtendría del
acero y del metal que me retenía y de las mentes empobrecidas de mis carceleros y de
los otros reclusos, así como del nivel de ruido en el aire que respiraba. Y también
supe que, con la Sombra Sigilosa a mi lado, mi autocontención dentro de la
contención sería impenetrable.
Esperé cuatro días a que me declarasen preso de confianza y entretanto aprendí la
nomenclatura carcelaria y perfeccioné mis habilidades de simulación. Pasé todo el
tiempo en la celda, durmiendo y escuchando los relatos hiperbolizados de proezas
criminales y sexuales, conversaciones en las que sólo participaba cuando me
preguntaban directamente. Empecé a notar que el aburrimiento superaba a la
violencia como factor destacado en la vida carcelaria y que mi mayor peligro
personal consistiría en la eventualidad de reírme en voz alta de las historias ridículas
que los demás contaban sin inmutarse.
Así, cuando González, el mexicano gordo al que le había quitado la litera,
empezó una conversación con su habitual «Hablamos de chocho de primera, tío», me
mordí las mejillas hasta que las risas callaron; cuando Willie Grover, alias Willie
Muhammed 3X, soltó su habitual «¡Mierda! Si hablas de chochos es que hablas mi
idioma. He metido mi polla de veinticinco centímetros en más felpudos de los que tú
hayas visto en tu vida», aplasté los dedos contra la pared de la celda para acallar las
carcajadas. Los otros reclusos, dos blancos llamados Ruley y Stinson y un mexicano,
Martínez, largaban tanto como González y Grover, por lo que pronto supe qué temas
sexuales y criminales los inducirían a hablar.
Así, los primeros días de mi condena se convirtieron en un cursillo acelerado
sobre cómo relacionarme en cautividad. Cuando me preguntaron qué «marrón» me
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había comido, respondí: «Robo con escalo. Desvalijaba pisos en Hollywood Oeste.»
Cuando me preguntaron por la mano, que aún tenía hinchada de haber intentado salir
de mis pesadillas excavando la pared con ella, respondí: «Machaqué a un tipo que me
pescó en su cueva.» Todos asintieron y aquello me animó. Las miradas evaluadoras
que recorrían mi cuerpo recién musculado me dijeron que ninguno de mis
compinches de celda se arriesgaría a mostrar incredulidad. Mi verosimilitud criminal
se sostenía.
Y mientras estaba tumbado en el camastro, fingiendo leer números atrasados de
Ebony y de Jet, escuchaba y aprendía coloquialismos e información sobre la etiqueta
del talego, para que mi pose de presidiario adquiriera aún mayor autenticidad.
Mi año de condena se llamaba «una bala»; el argot del comedor para la
hamburguesa, los perritos calientes y la gelatina del desayuno era, respectivamente,
«trenaburger», «polla de perro» y «muerte roja». Los reclusos que esperaban condena
y clasificación éramos los «azules», en referencia al color del uniforme que
llevábamos; un informante era un «chotas»; un homosexual era un «bujarrón» y los
ayudantes del sheriff que hacían de carceleros eran los «boqueras».
Si un preso te ofrecía dulces o cigarrillos, tenías que rechazarlos inmediatamente
porque lo que quería era «romperte el culo».
Si un maricón te hacía una insinuación sexual, tenías que «abuchearlo a gritos»
aun cuando los «boqueras» estuvieran allí, porque «si no lo ponías marcando», te
colgarían la etiqueta de «sarasa» y «te atacarían» todos los «bujarrones pasados de
vueltas» ansiosos de «porculizarte».
Llama a los «boqueras» señor tal o funcionario cual, pero nunca inicies
conversaciones con ellos sobre asuntos que no tengan que ver con tu «estatus de
preso de confianza» y con el «curro honrado».
No te hagas amigo de los negros o te considerarán un «amparanegros» y serás
objeto de ataque por parte de los «natas» (blancos), «los frijoleros» (mexicanos) y el
«consejo de guerra» (blancos y mexicanos que se unían en caso de emergencia para
formar un frente común contra los negros).
Y siempre, siempre, «sé un témpano» y «no aflojes».
Durante mi tercer día en la celda, recibí una carta del tío Walt Borchard. Las
manos me temblaban al leerla.
16/10/69
Querido Marty:
Supongo que tu detención significa el final. No fui a verte a la subcomisaría
de Los Ángeles Oeste porque el agente que llamó para decirme dónde estabas
también me comunicó que te habían encontrado una herramienta de ratero, y yo
no me chupo el dedo, sé sumar dos y dos. Fui yo quien intervino para que no te
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acusaran de abusos sexuales porque ningún chico de veintiún años tiene por qué ir
por la vida como delincuente sexual a menos que haya hecho daño a alguien, lo
cual, al parecer, tú no hiciste, salvo a mí.
Podrías haber hablado conmigo, ¿sabes? Muchos chicos roban unas cuantas
cosas, es como una fase. Pero tú me sonsacaste información sobre los asaltos a
casas y me robaste a mí. Y eso pone fin a todo.
He limpiado tu habitación y he almacenado tus cosas. He encontrado tus
papeles del banco, los resguardos de los ingresos que has hecho y las llaves de la
caja de seguridad. Lo guardaré hasta que salgas. No sé de dónde has sacado el
dinero y no me importa lo que haya en la caja. El sheriff de Los Ángeles Oeste te
ha requisado el coche; no merece la pena que intentes recuperarlo. Será mejor que
lo subasten. Cuando vengas a recoger tus trastos, ve directamente a casa de la
señora Lewis, apartamento número 6. No quiero volver a verte y ella tiene todo lo
tuyo en un armario.
WALT BORCHARD
Al terminar, sentí que se cerraba una puerta de acero cepillado sobre una gran
parte de mi vida. Otra puerta se abría, ésta adornada con los signos del dólar que yo
ya había dado por perdidos.
—Se te ve feliz, colega. ¿Tu zorra ha conseguido hacerte llegar algo sexual sin
que el censor lo haya visto?
—Mi tío ha espichado —respondí.
—¿Y eso te alegra?
—Me ha dejado seis de los grandes y otras cosillas.
—Muy bien, pero ¿era pariente tuyo y te alegras?
Eché la carta a la letrina y tiré de la cadena. Luego, torcí el gesto en mi nuevo
ademán de chusma blanca recién patentado.
—Era un bujarrón y se ha llevado su merecido.
En mi cuarto día en los «bloques», después de la comida de la mañana, me llegó
la voz del vigilante del módulo por el sistema de megafonía.
—López, Johnson, Plunkett, Willkie y Flores, suban para la clasificación.
Se abrió la puerta de la celda, que se deslizaba con un mecanismo eléctrico, y me
reuní con los otros en el pasillo. Al cabo de un momento, apareció un funcionario y
nos condujo por una serie de corredores hasta un cuarto pequeño de paredes de
cemento gris azulado. El único adorno de la pared era una foto del sheriff Peter J.
Pitchess, con el marco de plástico, y no había ningún mueble.
Cuando el funcionario nos dejó allí encerrados y se marchó, mis compinches se
lanzaron sobre la foto con unos lápices y pronto el sheriff del condado de Los
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Ángeles tuvo esvásticas en los extremos del cuello de la camisa, tornillos a lo
Frankenstein en el gaznate y un falo gigantesco en la boca. Los cuatro gritaron de
contento al ver la obra de arte, y luego una voz amplificada eléctricamente anunció:
«Buenos días, caballeros. Vamos a proceder a la clasificación. Tienen sesenta
segundos para limpiar al sheriff Pitchess y luego queremos que Plunkett, Flores,
Johnson, Willkie y López, en este orden, se sitúen ante la puerta interior.»
El ultimátum fue recibido con abucheos.
—¡Me estoy tirando a tu puta madre, so maricón!
—¡El sheriff Pete está muy ocupado jugando con mi nabo!
—¡Las pollas al poder!
Me reí de aquel ritual bilateral y luego me acerqué a la puerta interior y me planté
ante ella. Dos reclusos frotaban la foto con pañuelos humedecidos con saliva. En el
preciso instante en que el sheriff recuperaba la castidad, la puerta se abrió de nuevo y
un funcionario uniformado señaló una hilera de cubículos.
—El último —me indicó.
Avancé hacia allí por un pasillo de color pardusco con barras de musculación de
brazos empernadas a la pared.
En el último cubículo me esperaba un funcionario sentado tras un escritorio.
Señaló la silla que tenía delante y, cuando me hube sentado, preguntó:
—¿Su nombre completo es Martin Michael Plunkett?
Me pregunté qué voz debía adoptar. Transcurrieron unos segundos y decidí sonar
educado, con la esperanza de conseguir trabajo en la oficina.
—Sí, señor —respondí en mi tono de voz normal.
—Primer error, Plunkett. No llame «señor» a los funcionarios cuyo nombre
desconoce. Otros reclusos piensan que eso es lamer el culo.
—De acuerdo.
—Así está mejor. Déjeme comprobar sus datos. Mide metro noventa, pesa
ochenta y cinco kilos y nació el cuatro de noviembre de 1948. Una condena por robo
con escalo y otra por posesión de herramientas para el robo; una «bala» y tres años de
libertad vigilada. Quedará libre el catorce de julio de 1970. ¿Todo correcto?
—Sí.
—Bien, pasemos ahora a las cuestiones personales. ¿Cuál es su ocupación?
—Bibliotecario.
—¿Qué estudios tiene?
Miré los papeles que el funcionario tenía ante él y la intuición me dijo que su
información era escasa.
—He hecho un postgrado de archivero.
—¡Joder! ¿Con veintiún años ya tiene un postgrado? —El funcionario hizo
tamborilear los dedos en el escritorio.
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—Lo obtuve en una universidad pequeña de Oklahoma —murmuré con modestia
—. Tienen unos programas de post-grado intensivos.
—Dios, un ladrón bibliotecario. Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles. Bien,
Plunkett, ¿es usted homosexual?
—No.
—¿Diabético?
—No.
—¿Epiléptico?
—No.
—¿Adicto a alguna sustancia que altere la conciencia?
—No.
—¿Toma medicación recetada por un médico?
—No.
—¿Es alcohólico?
—No.
—Bien. Yo sí lo soy, y no es nada divertido, se lo advierto. —El funcionario se
echó a reír y añadió—: Y ahora pasemos a asuntos de la zona oscura. ¿Cree que hay
una conspiración contra usted?
—No.
—¿Cree que la gente se ríe de usted a sus espaldas?
—No.
—¿Oye voces cuando está solo?
—No.
—¿Ve alguna vez cosas que en realidad no están?
—No. —Tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír.
—Es un compendio de cordura, joder —declaró, desperezándose—. Ahora
veamos cómo tiene el cerebro. ¿Cuánto son noventa y siete más cuarenta y uno?
—Ciento treinta y ocho —respondí sin dudar.
—Muy bien, rata de biblioteca. ¿Ciento dieciocho más setenta y cuatro?
—Ciento noventa y dos.
—¿Doscientos ochenta y cuatro más ciento sesenta y seis?
—Cuatrocientos cincuenta, exactamente.
—Debe de haber estado robando calculadoras… ¿Cuán…?
En algún lugar de la hilera de cubículos sonaron unas risas de falsete.
—Yo también puedo jugar a las adivinanzas igual de bien en el calabozo de
sarasas de la vieja cárcel del condado —gorjeó una voz aguda—. Me mandaron allí…
—Preste atención, cerebrito —dijo el funcionario, dando un golpe a la mesa—.
Ése es López, que intenta que lo metan en la galería de la reina. Cree que allí estará
más seguro. Muy bien, aquí va mi pelota envenenada: ¿cuánto son cuatro más cuatro?
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—No lo sé —respondí con una sonrisa.
El funcionario me la devolvió, miró sus papeles y añadió:
—Una pregunta psicológica que se me ha olvidado: ¿es propenso a los sudores
nocturnos o a las pesadillas?
Durante lo que pareció una eternidad de segundos fraccionados me quedé sin
piernas, cautivo del recuerdo de mis sueños, que creía que la cárcel había contenido.
Por fin, la Sombra Sigilosa estaba allí, susurrando: «Despacio y tranquilo.»
—No —respondí.
—Pues ahora está sudando —replicó el funcionario—, pero lo atribuiré a los
nervios del novato. Última prueba: agárrese a esa barra y levántese a pulso todas las
veces que pueda.
Lo obedecí, agarré la barra y me impulsé arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que
estuve empapado en unos sudores diurnos que sólo podían terminar en una fatiga
benévola y libre de pesadillas. Cuando mis músculos cedieron finalmente y caí al
suelo, el funcionario dijo:
—Treinta y seis. Por encima de veinte se va a Descarga y Limpieza
automáticamente, por lo que debo decir que se ha superado a sí mismo. Vuelva a la
sala y espere; lo acompañarán al muelle de D y L.
De nuevo me encontré con los otros reclusos, que estaban embelleciendo al
sheriff Pitchess con unas gafas y un bigote de Hitler:
—Oh, qué sudado estás, tío bueno. Qué guapo eres —trinó la voz aguda que
había oído en los cubículos.
Noté una mano en el hombro. Me volví y vi que López me lanzaba una mirada de
vampiresa, mientras los demás estudiaban mi reacción.
Me contuve. Sentí algo malsanamente dulce y repugnante justo antes de
experimentar una sacudida de terror que fue como si alguien me hubiera metido un
cable cargado en el cerebro. Me volví hacia los tres reclusos que me evaluaban y me
acusaban con la mirada y, ante mis ojos, se convirtieron en Charlie cara de espejo.
—Me pone el sudor —susurró López.
Le pegué con la mano mala, luego con la buena, y luego seguí, mala-buena, mala-
buena, mala-buena, hasta que cayó al suelo escupiendo dientes.
Iba a lanzarme a su cuello cuando los otros tres reclusos me sujetaron y el
funcionario que clasificaba salió del cubículo y dijo:
—López, estúpido de mierda, mira lo que has hecho. Usted, Willie, acompañe a
Plunkett al muelle de carga; Johnson, usted lleve a López a la enfermería. Plunkett, se
libra del castigo porque es nuevo, pero que no se repita.
Los presos me soltaron y Willkie me dio un leve empujón hacia el pasillo. Mi
visión estaba bordeada de rojo y negro, y las palpitaciones que sentía en la mano eran
el único freno que me impedía estallar como una granada de metralla.
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—Eres bueno —me dijo Willkie con una sonrisa.
Descarga y Limpieza.
Escuchar.
Invisibilidad protectora.
Las seis semanas siguientes de mi condena las pasé haciendo malabares con esas
ocupaciones. Asignado como preso de confianza a las instalaciones de D y L, hice el
trabajo más duro de todos los que hay en el sistema penitenciario de la cárcel del
condado de L. A. y recibí las recompensas que conllevaba: una celda privada, tres
comidas diarias del comedor de funcionarios y los fines de semana libres, con
permiso para moverme a voluntad por el módulo de los presos de confianza, con
pasillos lo bastante anchos para jugar a los dados, televisión, sala de juegos y una
biblioteca llena de novelas del Oeste e historias gráficas sobre la Alemania nazi. Las
recompensas eran dudosas pero, por extraño que parezca, el trabajo llegó a gustarme.
Cada día, a las dos de la madrugada, el boqueras del módulo nos iba despertando
uno por uno. Primero abría la celda y después dirigía una linterna a nuestros ojos.
Siempre me despertaba de golpe con una sensación de alivio. Desde que había
pegado a López, dormía sin sueños, pero el temor a las pesadillas se hallaba siempre
a medio paso de distancia, y un cuarto de paso detrás estaba permanentemente la
certeza de que la combinación de cárcel y pesadillas sería horrible.
Después del recuento en el pasillo inferior, desayunábamos en el comedor de los
funcionarios. Un dietista empleado por el condado tenía la teoría de que los tipos
corpulentos que hacían turnos de doce horas de trabajo duro necesitaban una ingesta
de combustible en consonancia con ello, así que nos suministraban grandes bandejas
de huevos, beicon, carne empanada y patatas bañadas en una salsa nauseabunda
hecha de harina, agua y cerdo salado. Mis compañeros disfrutaban con aquel menú
especial y devoraban la comida con aquel «qué carajo» de despreocupación de los
que han decidido morir jóvenes; yo, que no quería parecer diferente, engullía con la
misma voracidad. Y cuando a las once hacíamos un alto para el almuerzo, ya volvía a
tener hambre, pues el trabajo consistía en levantar, arrastrar, agacharse y empujar sin
parar.
La cárcel era el punto de distribución para todos los centros penitenciarios del
condado, y hasta la última pieza de ropa que entraba en la institución llegaba al
muelle de D y L, desde donde se enviaba a su destino final. Nosotros hacíamos tanto
la carga como la descarga, y cada saco de lavandería pesaba al menos cincuenta kilos.
Aquella parte del trabajo era relativamente fácil y limpia. Luego, después del
almuerzo, con los músculos ardiendo y doloridos y aletargados por las miles de
calorías añadidas, llegaban los camiones del matadero.
Aquí trabajaba y escuchaba y sacaba el máximo provecho de mi invisibilidad
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protectora.
A los otros reclusos, manipular la carne les repugnaba, y procuraban mitigar el
asco hablando sin parar entre ellos. De todos era sabido que se guardaban las mejores
historias y planes criminales para las dos horas que pasábamos trajinando piezas de
ternera y cerdo. Las sacábamos de los camiones y las metíamos en las cámaras
frigoríficas que se encontraban a unos ciento cincuenta metros del muelle de
descarga. Con el uniforme manchado de sangre, con la grasa y el cartílago
resbalándome en las manos, absorbí relatos de buen sexo e hilarantes desventuras
sexuales; aprendí a hacerle el puente a un coche y a procurarme una variedad de
identificaciones falsas. Mientras contaban las historias, yo asentía y me reía y, como
siempre me esforzaba cargando las piezas más pesadas, nadie notó que no tenía
historias que contar.
Mujeres, camas y coches rápidos.
Técnicas para mangar en las tiendas.
Los precios del momento de cada droga.
Detalles pornográficos de mujeres antaño amadas y luego despreciadas.
Suspiros de añoranza por mujeres aún amadas.
Cómo aprovecharse con éxito de los homosexuales a cambio de favores.
Todo esto me llegó mientras forzaba el cuerpo hasta el límite y la sangre de los
animales muertos me chorreaba por los pantalones. Sabía que las historias que oía se
incorporaban a las mías hasta formar parte de mi memoria, y que debido al ritual de
esfuerzo/dolor/carga/sangre/aprendizaje que me las proporcionaba, todos estos relatos
me pertenecían más a mí que a los hombres que las habían vivido. Y cuando ya
habíamos descargado el último camión del matadero, me quedaba un rato en el
muelle, dejando que el cálido otoño de Santa Ana caldeara la pátina escarlata de mi
cuerpo.
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en forma de barril. El mío era casi el más perfecto y, para cuando me soltaran, aún
estaría mucho más cerca de la perfección.
Después del trabajo y de una larga ducha en soledad, escuchaba a los hombres
que jugaban a las cartas en el pasillo y luego me retiraba a mi celda a leer los textos
del libro de imágenes de los nazis. El tema no me interesaba, pero la yuxtaposición
del horror gráfico y los gritos desde el pasillo me resultaban, en cierto modo,
tranquilizadores. Más tarde, después de la cena y de que nos encerraran en la celda,
pasaba de la observación y la invisibilidad a los rituales de afirmación.
Cuando las puertas de la celda se cerraban, me desnudaba e imaginaba un espejo
de cuerpo entero enfrente de los barrotes. Me palpaba el cuerpo en busca de
musculatura nueva y cotejaba mentalmente la información práctica criminal con las
anécdotas sexuales que había oído. Al cabo de unos minutos, se dejaban oír otros
rituales: el crujido de los muelles de las literas a cada lado de las paredes de la celda
me indicaba que habían empezado las fantasías y las caricias. De allí, yo pasaba
directo a las historias que se contaban cuando cargábamos carne, adoptando el papel
de hombre y de mujer, alternativamente. Cuando hacía de hombre, utilizaba el
nombre de Charlie. El proceso era como usurpar los recuerdos de los demás y
cargarme con unas experiencias que no había tenido nunca, a fin de volverme más
impenetrable por no haberlas tenido. A medida que los ruidos de los camastros se
intensificaban, también lo hacían mis pasatiempos. Cuando interpretaba el papel de
Charlie, siempre me corría sin tocarme, contemplando mi propia imagen especular en
la negrura.
El 2 de diciembre, descubrí quién era Charlie y mi autocontención saltó por los
aires, hecha pedazos.
Los titulares del Times y del Examiner pregonaban la noticia: Charles Manson y
cuatro miembros de su «familia» habían sido arrestados y acusados de los asesinatos
de Tate-LaBianca. Manson, conocido por sus seguidores como «Charlie», dirigía una
«comuna hippie» en el rancho Spahn, un plató de cine casi abandonado del Valle, y
presidía orgías nocturnas de droga y sexo. Las declaraciones que habían hecho las
tres integrantes femeninas del «escuadrón de la muerte» de Manson indicaban que
habían perpetrado los asesinatos porque deseaban crear alarma social, una revuelta
que finalmente llevaría al Juicio Final, lo que Charlie denominaba el «Helter
Skelter».
Estaba tomándome un respiro en el muelle de la lavandería cuando leí esos
primeros artículos y, al ver los recuerdos de mi pasado reciente en los titulares de la
prensa, temblé de pies a cabeza. Vi a los dos payasos del restaurante y oí que uno de
ellos decía: «Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan
follando es para “La Familia”. Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada»;
Flower gritaba: «¡El Helter Skelter se acerca!»; y Season describía como «un sabio,
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un chamán, un sanador y un metafísico» al hombre que el Examiner calificaba de
«manipulador ex presidiario de oscuros ojos hipnóticos».
—¡Vuelve al trabajo, Plunkett! —gritó el boqueras de D y L.
Después de leer el último párrafo, que prometía fotos del «salvador de culto
satánico» en la siguiente edición, obedecí. Esa tarde, mientras descargaba la carne del
matadero, era incapaz de asimilar las anécdotas que contaban los compañeros y mi
cuerpo se revolvía con un único pensamiento: Charlie Manson tenía los ojos oscuros,
como yo. Dada aquella coincidencia, ¿el parecido aumentaría o se desmoronaría?
La edición nocturna del Times de Los Ángeles me daba la respuesta. Charles
Manson era un tipo pusilánime de treinta y cuatro años y poco más de metro y medio;
de cuerpo fláccido y pecho hundido; con una barba enmarañada y el cabello largo de
aspecto grasiento. Al estudiar sus fotos, me sentí aliviado y decepcionado, y no
comprendí el motivo de aquella ambivalencia. El artículo sobre el historial de
Manson sólo aclaraba ligeramente mis sentimientos: era un ex presidiario que había
cumplido varias condenas por proxenetismo, falsificación, posesión de drogas y robo
de vehículos. Se había pasado media vida en distintas prisiones. Aquello no me
inspiró más que desprecio: un recorrido por las cárceles, aprovechado para aprender
las habilidades de la vida al margen de la sociedad, podía considerarse aceptable;
varios, indicaba una institucionalización autodestructiva. Empecé a preguntarme
adónde me llevaría aquel hombre.
Durante una semana, me llevó a una montaña rusa de frustración y análisis de mí
mismo.
Manson se convirtió en el tema de conversación principal de la cárcel y los presos
de confianza de D y L tenían opiniones diversas. Unos lo consideraban «un psicópata
total», mientras que otros admiraban su dominio sobre las mujeres y su estilo de vida
de drogas y violencia. Yo permanecía al margen de las discusiones y los escuchaba,
sobre todo, por lo que decían de los adeptos, pero intentaba limitar mi consumo de
Manson a los hechos que podía entresacar de la prensa. Dejando aparte las
expresiones de indignación que plagaban cualquier artículo sobre Charlie y su
Familia, compuse un tratado que parecía sensato en cuanto a los hechos se refería.
Charlie era un manipulador curtido en la calle que atraía a jóvenes extraviados, un
gorrero de droga versado en el rock and roll, la ciencia ficción, el pensamiento
religioso y la plétora de movimientos sociales a los que eran susceptibles los jóvenes
manipulables y, obviamente, había desarrollado su propio ethos a partir de ellos, un
ethos que seducía a los desarraigados. Todo esto era impresionante.
Sin embargo, como criminal era un auténtico desastre y había confiado en gente
que al final lo había delatado.
Y sin embargo también, cuando lo entrevistaban, parecía un propagandista
descuidado y psicótico.
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Pese a ello, había creado un feudo que giraba en torno a sus fantasías sexuales
más extremas; pese a ello, otros habían asesinado siguiendo sus órdenes; y pese a ello
tenía el poder de usurpar mis rituales nocturnos ante el espejo, transformándolos en
torturantes sesiones de preguntas y respuestas.
«¿Había alguna oscura razón cósmica para que tu camino se cruzara con el de
este hombre?
»Su potencia sexual tuvo como resultado tu cópula abortada y que tengas que
pasar un año en la cárcel. ¿Significa esto algo terrible?
»Física e intelectualmente, serías capaz de partirlo como si fuera una ramita, pero
él está en la portada de la revista Life, mientras que tú cargas sacos de ropa sucia y
eres un don nadie en el mundo del delito. ¿Es un presagio de tu futuro?»
Sabía que esas preguntas no tenían respuestas y ello se debía a mi sentimiento
básico de impotencia. Machaqué aquel argumento lo mejor que pude, excluyendo
todos los pensamientos en los que apareciéramos Charlie y yo como gemelos
simbióticos en celebridad y fracaso: para ello cargaba bultos cada vez más pesados en
el muelle y después hacía horas de gimnasia en la celda, creando mi propio mundo de
primacía física y agotamiento. Pero la estratagema siempre se veía frustrada por los
titulares sobre Manson, los reportajes sobre Manson, las habladurías y las
especulaciones sobre Manson. Los presos de confianza hablaban de Charlie en el
muelle y yo casi perdía los estribos. En un documental televisivo sobre la Familia
habían incluido entrevistas con Season y Flower, y me entraron ganas de arrancar el
aparato del pasillo. Después, cuando se completaron los procedimientos del gran
jurado y le hubieron leído el acta de acusación, lo trasladaron al módulo de Alta
Tensión de la nueva cárcel del condado y estuvimos bajo el mismo techo.
Yo sabía que convergíamos: el destino estaba urdiendo una cita y sólo tenía que
seguir el rumbo que nos marcaba para que el mismísimo hombre del espejo
respondiera a mis preguntas. Así, levanté cargas enormes en el muelle, sabiendo que
el miedo y la duda me impulsaban y, después del trabajo, me tumbaba en el camastro,
temeroso de que el cuerpo que estaba consiguiendo arruinara mi invisibilidad
psíquica, de que el resto de la vida me considerasen un cagadero donde otros hombres
se ponían a prueba. Empecé a percibir mi situación como un dilema entre visibilidad
o invisibilidad, entre una presencia llamativa o el poder sutil del anonimato. Las
ventajas y los inconvenientes eran parejos en ambos lados y se volvían aún más
convincentes ante la certeza de que mi destino era único, distinto y audaz. Aunque
nunca había creído en Dios, empecé a rezarle cada noche; le rogaba que me llevara a
Charlie, para ver sus ojos oscuros y saber qué presagiaban para los míos.
El camino hacia Manson empezó un lluvioso miércoles por la mañana, cuando
hacía una semana que lo habían trasladado a Alta Tensión. Yo cargaba cartones de
comida enlatada desde el muelle a un tinglado cubierto cuando oí: «¡Agárrala,
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sobrao!», y una caja de lechugas me dio en plena espalda. El golpe me aturdió y caí
de rodillas. Oí gritos de: «¡Hijo de puta!» y «¡Vamos, musculitos!». Mientras
intentaba incorporarme, me llegó un eco distante del picadero de Flower y Season:
«Carga, apunta y dispárale entre los ojos.»
De estar de rodillas, pasé a adoptar la posición de salida de un velocista, me
impulsé hacia delante y corrí directo contra mis acusadores. Sorprendidos, los
hombres no hicieron amago de apartarse. Caí sobre ellos como un mazo y, cuando vi
un bíceps flácido directamente delante de mis ojos, lo mordí y me tragué el pequeño
fragmento de carne que logré arrancarle.
El grupo se dispersó y mi propio impulso me llevó de nuevo al suelo. Me levanté
y me volví en redondo. Los hombretones me miraban con expresión de asombro,
paralizados por la sorpresa. Mantuve la actitud y escuché lo que decían entre
susurros: «Joder, me ha mordido», «… maldito Drácula», «¡A mí no, tío!». Entonces,
se acercó el boqueras de D y L. Después de haber dejado clara mi postura, dejé que
me esposara y que me llevara a la celda.
Me castigaron a cinco días de aislamiento en el módulo de Corrección, que se
componía de una hilera de celdas individuales sin litera. Sólo había un cubo para
orinar y defecar. No se permitía tener lectura y la alimentación consistía en seis
rebanadas de pan y tres vasos de agua al día. Si los carceleros consideraban que
aquellas espartanas instalaciones me resultarían penosas, se equivocaban; la
disminución de calorías ingeridas purgó mi cuerpo y el oscuro chabolo de tres por
dos metros fue el hábitat perfecto para el perfecto vacío mental que adopté durante mi
estancia allí. Cuando abrieron la puerta de la celda y me llevaron a mi nueva «casa»
—el módulo de custodia de los presos de confianza— me sentí tranquilo y relajado.
Me asignaron una celda en la que había otros tres presos y me dijeron cuál sería mi
trabajo: barrer los corredores de la cárcel una y otra vez diez horas al día, seis días a
la semana. Yo sólo tenía una pregunta.
—¿Alguna vez tendré que pasar la escoba al módulo de Alta Tensión?
—Tarde o temprano —me respondió el carcelero.
Fue en algún momento entre el tarde y el temprano: cientos de horas
indeterminadas y miles de corredores y pasillos en lo que me parecieron millones de
kilómetros tirando de la escoba, siempre con la mente en blanco, conteniendo las
preguntas del hombre espejo, que siempre parecían dispuestas a precipitarse en pocos
segundos. Ni siquiera recuerdo qué día fue pero, cuando el carcelero de los presos de
confianza custodiados dijo «Plunkett, a Alta Tensión», cogí la escoba y el cubo de la
basura y fui hacia allí con el piloto automático, deteniéndome sólo a leer el registro
de los reclusos en la parte frontal del módulo.
Y allí estaba, en blanco y negro: Manson, Charles, celda A-11, y el número del
artículo del Código Penal de California correspondiente a homicidio en primer grado:
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CP 187, junto a su nombre, en rojo.
El boqueras abrió la puerta, me adentré en la pasarela de las celdas A y la estudié.
Eran celdas de seguridad individuales, angostas y con barrotes. No se oía ruido en
ninguna de ellas. Conté once y marqué mentalmente el lugar. Luego, como si
dispusiera de todo el tiempo del mundo, barrí el pasillo, me volví hacia los barrotes
de la A-11 y dije:
—Hola, Charlie.
La oscuridad parecía pulsar en el interior de la celda y, por unos instantes, pensé
que el hombre espejo se había ido. Me disponía a agarrarme a los barrotes y forzar los
ojos para ver el interior, cuando una suave voz de tenor cantó:
—«Me dices que es la institución, bueno, ¿sabes?, es mejor que antes liberes tu
mente.»[3] —Se produjo una pausa y luego la voz añadió—: Yo te veo, pero tú no me
ves. ¿Crees en el mensaje de esa canción, enchufado?
Apoyé la escoba contra los barrotes y entorné los párpados para ver dentro de la
celda, pero lo único que intuí fue un bulto en el camastro.
—Sí, y lo supe mucho antes que los Beatles.
—Eso es lo que tú crees —se burló Charles Manson—. Los santos John y Paul lo
sacaron de mí y tú lo sacaste de ellos. Causa y efecto. El karma que nos pasa factura.
Ahora estamos los dos aquí. ¿Te mola la energía?
—Es una interpretación conveniente —me burlé a mi vez—. Háblame del Helter
Skelter.
—Escucha el Álbum Blanco de los Beatles y lee la Biblia. Ahí está todo.
El bulto del catre cobró forma. Charlie me pareció viejo y frágil.
—Háblame del Helter Skelter —insistí.
Manson se echó a reír. Fue un sonido líquido, como si el Satán hippie estuviera
babeando.
—Tú, yo, los parias de Dios en Harleys y en buguis del desierto. Los negros que
se rebelan. La Tierra que vuelve a mí.
—¿En tu celda acolchada?
—Hombre de poca fe —replicó, esta vez con un seco cloqueo—. Si conocieras el
mensaje de los Beatles, no estarías aquí.
—Pues tú también estás.
—Es mi karma, enchufado. Es mi energía que me dirige hacia la gente que más
necesita escuchar mi mensaje.
En la parte más profunda de mi bóveda de preguntas y respuestas se formó un
interrogante y, antes de que pudiera volver al toma y daca verbal, formulé la
pregunta:
—¿Cómo es matar a alguien?
Manson se puso en pie y se acercó a los barrotes. Vi que no me llegaba a los
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hombros y que sus «hipnóticos» ojos oscuros tenían el brillo de un psicópata pasado
de vueltas. Me habría gustado arrancárselos y pisarlos en el pasillo hasta hacerlos
puré.
—Yo no he matado a nadie —dijo Charlie—. Soy el chivo expiatorio del poder.
—¿De la «institución»?
—Exacto.
—Entonces, utiliza la mente para escapar de aquí.
—La cárcel es mi karma —replicó Manson con una carcajada—. Enseñar a esos
presidiarios paletos y cínicos es mi energía. Dime, descreído, ¿qué sabes?
Me agaché para que mis ojos y los de aquel diminuto Satán estuvieran al mismo
nivel. La Sombra Sigilosa saltó a mi mente haciendo movimientos pantomímicos que
significaban APROVECHA ESTA OPORTUNIDAD. Con la voz más depuradamente fría que
jamás hubiera adoptado, respondí:
—Sé que hay gente que mata y se lleva lo que quiere y nunca la detienen; y si la
detienen, no justifica su fracaso con palabrería mística para seguir siendo grande y no
echa la culpa a la sociedad porque reconoce el libre albedrío. Y sé que hay gente que
mata con sus propias manos, que no manda a hippies colocadas a hacer lo que ellos
no se atreven. Sé que la verdadera libertad es cuando lo haces todo tú mismo y está
tan bien que no necesitas contárselo a nadie.
—Cerdo —bufó Charlie y me escupió en la cara. Dejé que el escupitajo se
asentara, pasmado ante mi elocuencia, que parecía brotar por propia voluntad desde
la nada profunda, como si aquella declaración, no las respuestas de Manson a mis
preguntas, fuera lo que yo estaba esperando con la mente en blanco durante las
últimas semanas.
Al ver que yo me quedaba inmóvil y que la saliva me bajaba por la barbilla en un
reguero, Charlie se puso a cantar:
—«Hey Jude, no lo estropees, deja que el Helter Skelter lo mejore. Recuerda, haz
salir de tu mente a la pasma…»[4]
La Sombra Sigilosa interrumpió la música superponiendo CÁSTRALO sobre la
frente de Charlie. Recurrí a una profunda corriente de frialdad y dije:
—Me tiré a Flower y Season en tu casa del Strip. Eran unas putas de pacotilla y
hacer proselitismo se les daba aún peor. Además, se reían de tu polla de grillo
diciendo que no medía ni dos centímetros.
Manson se lanzó contra los barrotes y empezó a vociferar. Yo cogí la escoba y
seguí barriendo el pasillo. Oí palmadas en la galería superior y alcé los ojos. Un
grupo de boqueras aplaudía mi actuación.
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procedía de mis confrontaciones con los presos del muelle de carga y con aquel Satán
de tres al cuarto, y noté que recuperaba la vieja invisibilidad. Mi obsesión por el culto
al cuerpo empezó a parecerme vacua; pasar películas mentales se volvía aburrido ante
el simple análisis de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Seguí durmiendo sin
sufrir pesadillas y, a medida que se acercaba el día de mi liberación, empecé a tener
ganas de tratar con agentes de la libertad vigilada, empleadores y conocidos de la
jornada laboral. En el fogón trasero de mi mente empezó a bullir una idea potente:
podía vivir de manera anónima y barata, sin pesadillas ni impulsos peligrosos, y
poseer mi propio poder hipnótico.
El poder de Charles Manson sobre mí disminuyó y se apagó hasta que su fama en
la cárcel no fue más que una pequeña molestia, como el revolotear de un mosquito
que escapa hábilmente al manotazo. La elocuencia de mi ataque contra él también se
desvaneció hasta que, tres semanas antes de que me dieran la bola, afloró mi
postgrado ficticio y me destinaron a la biblioteca con una tarea específica: ordenar
cronológicamente cuarenta cajas grandes de revistas donadas recientemente al
sistema penitenciario del condado de L. A.
Las cajas contenían ejemplares de Time, Life y Newsweek que se remontaban a los
años cuarenta. Me dejaron solo con ellas en una bodega de almacenamiento durante
ocho horas al día, con una bolsa de emparedados, un termo de café y una navaja del
ejército suizo para cortar el cartón y el cordel. El trabajo me resultó sencillo y
metódico hasta que encontré una serie de números recientes con artículos sobre
Charlie el satánico y leí prosa no hiperbólica que lo calificaba de asombroso.
Dejé aquellos números de lado, indignado por el hecho de que unos periodistas
bien pagados se dejaran engañar por un charlatán pseudomístico. Con la prosa sobre
Manson amontonada en un rincón mohoso de la bodega, abandoné mi trabajo de
clasificación durante cinco días seguidos, dedicando las horas laborables a leer en las
revistas antiguas las crónicas de unos asesinos estúpidos que habían sido detenidos,
condenados y aplastados como insectos. Leí sólo los reportajes sobre los homicidios
de la zona de L. A. y, cuando reconocía los nombres de las calles y las ubicaciones,
sentía que la patología autodestructiva de los asesinos entraba en mí y se convertía en
absoluto desdén por el éxito y la fama. Luego, cuando mi historia de violencia fatua
retrocedió hasta 1941, saqué la navaja.
Juanita Spinelli, alias «la Duquesa», cabecilla de una banda armada, colgada en
San Quintín el 21/11/41. Navajazo. Navajazo. Otto Stephen Wilson, que degolló a
tres mujeres, ejecutado en la cámara de gas de San Quintín el 18/10/46; navajazo,
navajazo, navajazo. Uno por cada víctima. Jack Santo, Emmett Perkins y Barbara
Graham, inmortalizada en la película Quiero vivir, pero frita en la silla eléctrica por
sus robos con asesinatos el 3/6/55; navajazos múltiples. Donald Keith Bashor, ratero
y asesino que actuaba con un bastón como arma al este de mi antiguo barrio,
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ejecutado el 14/10/57; navajazo, corte profundo, desgarro, por haber sido tan tonto
tan cerca de mí. Harvey Murray Glatman, el técnico de televisores sádico que se
cargó a tres mujeres después de fotografiarlas atadas y amordazadas, liquidado por el
estado el 18/8/59; navajazos de desdén por sus gimoteos camino de la cámara de gas.
Stephen Nash, el desdentado vagabundo que se autoproclamaba el rey de los
asesinos, eliminado una semana después de Glatman, el 25/8/59; apenas un navajazo
suave por haber escupido al capellán y haber inhalado el gas cianhídrico con una
sonrisa. Elizabeth Duncan, que contrató a los indigentes alcohólicos Augustine
Maldonado y Luis Moya para que mataran a la esposa de su hijo, lo cual les valió a
los tres el viaje a la cámara de gas de San Quintín el 11/5/62, muchas páginas
acuchilladas por la ebriedad y la falta de profesionalidad del trabajo.
Y así sucesivamente, hasta llegar a Charlie Manson, cuyo destino aún no estaba
decidido pero quedaba reducido a dos opciones, la cámara de gas o la celda acolchada
de Atascadero: navajazo, corte profundo, desgarro y meada en su cara sonriente de la
portada del Newsweek.
Cuando el montón de papel quedó reducido a confeti, lo escondí tras unas cajas
de leche abandonadas y pensé en lo dulce y tranquila que sería mi vida anónima.
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alerta, sin adornos fantasiosos. Fui, sucesivamente:
Repartidor de Pizza Supreme, en un territorio que cubría una zona de Hollywood
Oeste habitada mayormente por artistas sin trabajo, escritores y actores, que se hacían
llevar pizza y cerveza las veinticuatro horas del día. Encargado de noche de una
librería pornográfica situada ante el notorio Hollywood Ranch Market, que abría
hasta el amanecer. Friegaplatos en un bar/restaurante para solteros, en Manhattan
Beach. Empaquetador en una casa de venta por catálogo especializada en artículos
para bondage.
Todos estos empleos me permitían observar vidas a las que pillaba desprevenidas
en pequeños momentos de flujo. Cuando trabajaba de repartidor, más de un cliente —
de ambos sexos— me abría la puerta en pelotas; en ocasiones, alguno sin dinero se
ofrecía a sí mismo a cambio de la pizza. El tiempo que estuve en Villa Porno fue un
curso de doctorado sobre los mecanismos del sentimiento de culpa sexual y del
desprecio hacia uno mismo: los hombres que compraban libros de felpudos y de
folla-y-chupa eran lamentables ejemplos negativos de la fuerza que se obtiene
mediante la abstinencia total.
El Big Daddy’s Disco era como Objetivo indiscreto, pero en versión X y
tragicómica. El jefe de cocina había abierto en la pared un agujero que daba al baño
de señoras y, cuando uno levantaba el calendario de Playboy que lo tapaba, tenía una
visión bizca del espejo de maquillarse y de un retrete. Todo el personal de cocina se
turnaba entre malévolas risillas para espiar, aunque yo siempre esperaba a que todos
se fueran a casa, a la una, y me quedaba solo para terminar la limpieza. Entonces
observaba y escuchaba; veía a una sucesión de mujeres jóvenes que se estremecían de
placer ante la perspectiva de la cita que las aguardaba, o que lloraban ante el espejo
tras una larga noche de rechazos junto a la barra. Las mujeres hablaban de hombres
en términos explícitos y recogí su léxico estilizado; esnifaban cocaína para infundirse
valor y luego suavizaban con maquillaje la excesiva dureza facial que ésta producía.
Con un ojo aplicado al agujero, me convertí en cronista mental de la desesperación a
pequeña escala y fue como apisonar mi autocontrol con un martillo de terciopelo.
Yo era un objeto que asimilaba e interpretaba, y codicié el tacto de otros objetos
bruñidos. Atendiendo de nuevo a la Sombra Sigilosa y a mi juventud, llené el
apartamento de acero mate: sacapuntas y perfiles metálicos y cuchillería de cocina y
navajas del ejército suizo de hojas brillantes que yo mismo froté con lana de acero
industrial. Con el paso de los años, mi colección de navajas creció hasta que tuve el
catálogo completo del ejército suizo montado en la pared del salón, en ángulos que yo
cambiaba a voluntad. Después, empecé a interesarme por las armas de fuego.
Pero lo que deseaba eran armas cortas y, como delincuente condenado que era, la
ley me prohibía poseerlas. Además, eran caras —sobre todo si se adquirían
ilegalmente—, y la idea de violar mi preciada invisibilidad para procurármelas me
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resultaba aterradora: una posible apostasía que me devolvería, lo sabía, a todos mis
viejos impulsos peligrosos.
Cuando me dio el enamoramiento con las armas, acababa de entrar a trabajar en
Leather & Lace, la casa de venta por catálogo de artículos de sadomaso. Mi trabajo
consistía en abrir los sobres que llegaban con cheques y pedidos de látigos, cadenas,
collares de perro, consoladores, equipo de mazmorra y demás, preparar los pedidos
mientras se comprobaba el cheque, y embalarlos cuando los de contabilidad daban el
visto bueno. La sala de envíos estaba hasta los topes de productos perversos
fabricados en Tijuana, la mayoría de ellos elaborados con cuero negro barato y
aleaciones metálicas de baja calidad. Los feos objetos me miraban con ira todo el día
y, para mantener a raya las fantasías, puse a trabajar mi mente en la tarea de
convertirlas en algo útil. No se me ocurrían ideas y consumía mi tiempo libre leyendo
catálogos de armas. La avidez que sentía cuando hojeaba fotografías en papel cuché
de los Colt y Smith & Wesson y Rugers era terrible, agravada por el hecho de que
aquellos chiflados sexuales enviaran constantemente en los sobres —lo delataba el
peso de las monedas— dinero en metálico. Podía quedarme con aquel dinero y el
robo se atribuiría a Correos; podía obtener una identidad falsa de fuentes criminales y
usar el dinero sustraído para comprar un buen Magnum o una automática del 45. O
también podía robar más dinero y comprar un arma en la calle. Cuanto más pensaba
en ello, más alicientes le encontraba… y más miedo me inspiraba.
Así que no hice nada, y la nada me correspondió. Se vengó de mí.
Allá donde iba, me observaban objetos feos. Cuando salía de noche a dar largos
paseos, los cubos de basura metálicos gritaban: «¡Cobarde!», y los rótulos de neón
destellaban con los números de los artículos del código penal de delitos tentadores.
Era como si de pronto la zona de mi cerebro más reprimida hubiera desarrollado la
capacidad de pasar películas sin mi consentimiento.
Así que seguí sin hacer nada, y la nada siguió correspondiéndome. Vengándose de
mí.
Conservé el empleo en Leather & Lace y resistí el deseo de fantasear y de robar el
dinero que llegaba. En marzo de 1974 terminé la libertad condicional y Liz Trent me
soltó con un consejo: «Encuentra algo que te guste y dedícate a hacerlo lo mejor
posible.» Aquellas palabras me proporcionaron un «algo» temporal que enseguida
fracasó.
Al día siguiente, estaba preparando pedidos cuando me fijé en el tubo del objeto
número 114 del catálogo de la tienda, el «Asiento del Amor Anal de Anita». Vi que el
diámetro era ligeramente mayor que el de la boca de un S&W Magnum que me
gustaba especialmente y recordé una leyenda carcelaria sobre la confección de
silenciadores caseros. Consciente de que aquél era un antídoto casi legal a la nada,
compré las herramientas necesarias y lo hice «lo mejor posible».
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Una sierra para cortar metales, un ovillo de fibra metálica empleada en
aislamiento de acondicionadores de aire, un roscador de tubo metálico y un pedazo de
tubo de hierro de menor calibre se sumaron a veinte centímetros de «Anal de Anita»
en mi sala de estar y puse manos a la obra con mis navajas del ejército suizo. Primero
serré, corté y monté las piezas; después, con la guía de un Magnum de juguete
«réplica exacta», marqué los filetes para enroscar el artefacto a la boca del cañón.
Cuando vi que quedaba bien encajado, llené el tubo con hebras de la fibra metálica y,
finalmente, introduje el trozo de tubo estrecho justo en el centro. El ánima, calculé,
dejaría pasar una 357 de punta hueca y sobraría medio milímetro, por lo que el
proyectil viajaría hacia su objetivo dando tumbos. Completado el trabajo básico, puse
el silenciador en el suelo y golpeé con un martillo el extremo del tubo, aplastándolo
en torno al ánima hasta que sólo sobresalió un pequeño agujero.
Se convirtió en el objeto más hermoso que había visto en toda mi vida.
Pero con aquel «algo» detrás de mí, la «nada» me golpeó más y más fuerte,
recordándome que el silenciador, sin el Magnum, no era más que un pisapapeles. Lo
llevaba conmigo como talismán en mis paseos de madrugada y ahora, si los cubos de
basura me miraban mal, les daba una patada, y si los coches aparcados me ofendían
con sus colores chillones, usaba el silenciador para grabarles S. S. en la chapa. Era
rebeldía inexperta y rabia hueca, pero sostener aquel pedazo de metal barato
trabajado a mano era lo único que impedía que el alucinógeno 187 del Código Penal
me devorara.
Llegué a creer que un cambio de escenario mejoraría las cosas. La propia
familiaridad con L. A. era peligrosa y, si podía escapar de su telaraña de nostalgia y
tentación autodestructiva, estaría a salvo. Vivir en otra ciudad me infundiría cautela y
acallaría las fantasías delictivas que intentaban destruirme. Tomé la decisión de
marcharme y establecí una estricta fecha límite para hacerlo, al cabo de tres semanas:
sería el 12 de abril, el día siguiente de mi vigésimo sexto cumpleaños.
El tiempo transcurrió deprisa. Dejé el empleo, liquidé la cuenta del banco y
cargué en la furgoneta mi ropa, los artículos de aseo y el talismán/silenciador. Dejé
atrás mis demás objetos de acero para simbolizar la ruptura de los viejos lazos. La
pérdida de las navajas me apenó y me animó al mismo tiempo: sabía que era un
sacrificio consciente, dirigido a evitar una catástrofe.
La noche de mi cumpleaños, di un paseo de despedida por el barrio. No encontré
objetos que me miraran mal, ni centellearon ante mis ojos números extraños; sólo me
asaltaron los truenos y la lluvia, que me caló hasta los huesos. Busqué un sitio para
refugiarme y distinguí el rótulo de neón de la fachada del cine Nuart: «Salvemos las
focas.»
Corrí hasta allí. El vestíbulo estaba desierto y me encaminé a los aseos de
caballeros en busca de unas toallas de papel. Ya tenía la mano en la puerta cuando
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capté un sonido agudo y apremiante procedente del propio local. Me olvidé de
secarme y me encaminé directamente hacia el lugar de donde procedía.
En la pantalla estaban apaleando a unas focas hasta darles muerte. Lo que había
oído momentos antes eran sus gritos, acompañados por los sollozos de los
espectadores. El sonido era conmovedor, pero las imágenes resultaban repulsivas y
patéticas, por lo que cerré los ojos. La ausencia de luz me trajo el sabor de la sangre,
la sangre de todos los que alguna vez había deseado. Pronto, yo también estuve
sollozando, y el sabor se intensificó hasta que una música reemplazó los gimoteos.
Abrí los ojos cuando la gente desalojaba ya el cine y, al pasar delante de mí, me
dedicaba miradas de comprensión y conmiseración. Me daban palmaditas en los
hombros y me tocaban las manos… como si yo fuese uno de ellos. Nadie se daba
cuenta de que el origen de mis lágrimas era la alegría.
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II
San Francisco
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La ciudad que elegí fue San Francisco y la única razón que me movió a ello fue
que su topografía era antitética a la de L. A. Las colinas urbanizadas en terrazas y las
casas victorianas no vibrarían con mensajes ocultos de mi pasado, y la relativa falta
de neones significaría una disminución de las alucinaciones del código penal. Los
Ángeles me había formado, poseído y expulsado; San Francisco representaba la
oportunidad de anular mi historia personal y de forjar nuevos impulsos en un entorno
sin recuerdos.
Así, con el mero recorrido de setecientos kilómetros, pasé de unos indicadores de
mi destino cada vez más lúcidos a una amnesia facilitada por la novedad que supuso
San Francisco. Alquilé un apartamento en la calle Veintiséis con Geary, en el distrito
de Richmond, y me pulí el grueso de los ahorros decorándolo con unos inocuos
muebles que no eran de acero y unos cuadros de láminas bucólicas.
Las exigencias de comportarme como las así llamadas «personas normales» me
resultaron tenuemente satisfactorias y empecé a pensar que podría desempeñar aquel
papel durante mucho, mucho tiempo.
Antes de ponerme a trabajar, decidí darme una semana para explorar la ciudad.
Era evidente que se trataba de un lugar extravagante, con solera y bonito; las personas
que veía por la calle parecían dotadas de una gracia especial y, por lo general, eran
mucho más atractivas que los habitantes de L. A.; había una mayor diversidad étnica
y buena parte de las mujeres eran rubias que estaban para parar un tren.
Sin embargo, yo no me paré por ellas; un peso invisible me mantenía el pie
pegado al acelerador cuando aparecían aquellos bonitos recuerdos de mi pasado y
ello era una prueba contundente de que mi amnesia benigna se mantenía. Otras
señales —sueños colmados de colores pastel, tranquilos paseos nocturnos, la pérdida
de mi obsesión por las armas— equivalían a la mágica y sencilla palabra «felicidad».
Y la felicidad continua requería dinero. Mi semana de tranquilidad había
consumido todos mis fondos, menos doscientos dólares, y necesitaba reponer
rápidamente la paga semanal. Mi octava mañana en San Francisco, saqué las Páginas
Amarillas y busqué agencias de empleo que ofrecieran trabajos temporales. Encontré
media docena, todas en el mismo edificio de South Mission. Me dirigí hacia allí
nervioso, impaciente por grabar otra muesca en mi serenidad.
Era un bloque de los barrios bajos, de esos que en Los Ángeles siempre me
deprimían; aquí, sin embargo, su aire andrajoso casi me resultaba encantador y,
mientras cerraba la furgoneta y consultaba mi lista de agencias, experimenté la
sensación de pertenecer a ese lugar. Impulsado por este efecto, empujé una puerta con
el rótulo Mighty-Man Job Shop y me acerqué al mostrador, que estaba cubierto de
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papeles.
Una mujer joven con el cabello negro y largo hasta los hombros alzó la vista de
su escritorio y me sonrió:
—Usted es el hombre de Orinda que quiere tres esclavos…, tres forzudos, quiero
decir, para que trabajen en el jardín, ¿verdad? —Consultó unos formularios que tenía
delante y añadió—: Eddington, ¿verdad? Dijo que enviaría a su chófer a recoger a los
borrachines…, a los trabajadores, quiero decir…
—¿Qué? —Su franqueza me pilló con la guardia baja.
—¿Quiere decir que no es Eddington, pero que necesita esclavos? —prosiguió,
sonriendo ante mi desconcierto.
La miré a los ojos y me pareció que estaba colocada.
—No, yo…
—Entonces, ¿ha venido a invitarme a salir?
Advertí que estaba coqueteando conmigo. Experimenté un «nada» vacío y, por
puro reflejo, busqué el consejo de la Sombra Sigilosa. Entonces advertí que estaba en
San Francisco, no en L. A. y que la S. S. había quedado obsoleta.
—Soy nuevo en la ciudad —respondí—. Necesito trabajo y he encontrado esta
agencia en las Páginas Amarillas.
—Oh, lo siento —replicó—. Es que va tan bien vestido y tan limpio que… Verá,
todos los tipos que vienen aquí a buscar trabajo son borrachos o drogadictos.
¿Duerme aquí, en este bloque?
—He alquilado un apartamento —respondí.
—¿Dónde? —La mujer parecía sorprendida.
—En la Veintiséis con Geary.
—Dios, mi novio vive ahí. —Ahora sí que se había quedado atónita—. Mire,
parece usted de clase media, así que le ayudaré a encontrar algo. A nuestros tipos les
pagamos el salario mínimo por tareas humildes como repartir propaganda, descargar
camiones que no son de los sindicatos, ese tipo de cosas. Nuestro truco básico es que
pagamos al final de la jornada. De ese modo, los esclavos se funden el dinero en vino
y droga cada noche y a la mañana siguiente vuelven. Si usted puede permitirse vivir
en Richmond, no puede permitirse trabajar para esta agencia.
Después de eso, el pasmado fui yo. Esa mujer empezaba a gustarme.
—He gastado los ahorros en el traslado. Ahora necesito encontrar trabajo para
poder mantener el apartamento.
—¡Huau! Un auténtico trabajador en apuros. —La mujer sacó un cigarrillo del
paquete de su escritorio, lo encendió y fumó en silencio durante unos largos minutos.
Luego chasqueó los dedos y se acercó al mostrador. Una vez allí, se inclinó hacia mí
con aire conspirador de modo que sus cabellos me rozaron la cara.
—Vaya a la oficina de empleo del campus de la Universidad Estatal de San
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Francisco y mire el tablón de anuncios que hay en la entrada. Allí encontrará empleos
con pagas decentes. Arranque las tarjetas de los anuncios que le interesen, llame por
teléfono y dígales que es un graduado que asiste a clases nocturnas, por lo que puede
trabajar a dedicación completa. Usted es fuerte y parece listo. Seguro que lo
contratan, ¿comprende?
—Comprendo —asentí y me aparté de la cascada de cabello.
La mujer se incorporó y sonrió, y supe que ella había disfrutado con nuestro
contacto. Me tendió la mano y dijo:
—Por cierto, me llamo Jill.
Yo quería estrecharle la mano con indiferencia, pero se la tomé con suavidad.
—Soy Martin.
—Buena suerte, Martin.
—Gracias por tu ayuda.
Pasé por alto deliberadamente las exquisiteces del encuentro, seguí el consejo de
la mujer y fui al campus de la Estatal. El tablón de anuncios que había mencionado
estaba cubierto de ofertas de empleo y sólo me desvié del plan que ella me había
trazado en que memoricé los teléfonos y el tipo de trabajo, en vez de robar la
información. Llamé a los anunciantes desde un teléfono público. Para tres empleos de
oficina no respondió nadie y, cuando llamé a un anuncio para un trabajo manual,
contestó una desabrida voz masculina.
—¿Dígame?
—Llamo por el anuncio que ha puesto en la universidad —dije.
—¿Estudia a tiempo completo? —preguntó la voz.
—Soy graduado y estoy matriculado en los cursos nocturnos.
—¿Es usted fuerte? Perdone la brusquedad, pero éste no es un trabajo para
enclenques.
—Mido metro noventa, peso noventa y cinco kilos y soy musculoso. ¿Qué tendré
que hacer, exactamente?
—¿Tiene vehículo?
—Sí. ¿Qué…?
—Soy promotor inmobiliario en Sausalito. Necesito un tipo fuerte para desbrozar
el terreno que voy a urbanizar. Es un trabajo duro, pero pago cinco dólares la hora, en
negro, sin deducciones. ¿Cómo se llama?
—Martin Plunkett.
—Bien, Marty. Yo soy Sol Slotnick. ¿Quieres el trabajo?
—Sí.
—¿Puedes ir mañana a Sausalito a ver a mi capataz?
—Sí.
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—Bien, entonces toma nota. Cruza el Golden Gate, sigue por la autopista hasta la
salida cuatro, gira a la derecha y después, en Wolverton Road, coge a la izquierda.
Verás un gran terreno con carteles, Sherlock Homes, y el logotipo de la promotora
con el detective. Mañana a las ocho, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Muy bien. Necesitarás herramientas, un hacha y una guadaña. Yo te las…
—Tengo herramientas propias, señor Slotnik —dije interrumpiendo a mi nuevo
jefe.
—Como quieras. Bien, chico, buena suerte.
Aquella noche me fundí el resto del dinero. En una tienda de excedentes del
ejército compré unos pantalones y una camisa de trabajo de color caqui, un par de
botas impermeables, una canana y mis primeras herramientas de acero mate desde las
que tuve en mis tiempos de ratero: un hacha de mango corto, otra de mango largo y
una hoz de jardinero. Las hojas de las hachas estaban cubiertas de teflón transparente,
y tenían el filo garantizado: cuando más las utilizabas, más afiladas estaban. Sonaba
demasiado bonito para ser verdad, por lo que también compré una piedra de amolar,
por si acaso.
Al día siguiente, crucé el Golden Gate hasta el terreno de la Sherlock Homes. Era
una parcela inmensa de monte bajo, tachonada de tocones de árboles y rodeada por
un denso bosque de pinos; allí había meses de trabajo para un solo hombre. El
capataz me dijo que el señor Slotnick quería que el trabajo estuviese terminado el
diez de septiembre, la fecha prevista en que los albañiles comenzarían a poner los
cimientos; entonces, si tenía suerte y los ecologistas no empezaban a joder la
marrana, quizá tendría más trabajo cortando pinos al otro lado de la autopista, en el
nuevo proyecto de Slotnick de casas adosadas llamado Singles Paradise. Después de
explicarme que lo único que debía hacer era arrancar los tocones de los árboles de la
finca y cortar toda la maleza y dejarla allí para que se la llevaran las excavadoras, el
hombre señaló las herramientas que yo llevaba en el cinturón.
—Pareces un profesional —dijo—, así que no vendré por aquí a controlarte.
Cobrarás los viernes a las cinco. Aquí mismo. —El tipo me estrechó la mano y me
dejó a solas con la naturaleza.
Y la naturaleza, aunque yo estuviera conspirando contra ella, me ofreció cuatro
meses y medio ininterrumpidos de belleza vivificante y de un trabajo para el que,
benditamente, no se necesitaba pensar.
Le di a las hachas y a la hoz de abril a agosto, ocho horas al día, siete días a la
semana, ajeno a las olas de calor y a las lluvias torrenciales. Mientras trabajaba, me
recorrían el cuerpo ondas de choque y noté que cada vez era más fuerte, pero en
ningún momento me preocupé de desarrollar unos músculos que llamaran la atención,
como en la cárcel, pues el aroma del heno y de la madera cortada me protegían, los
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pinos me envolvían y, mientras tajaba con los ojos cerrados, veía bonitos colores
suaves, sombras que se oscurecían cuanto más duro trabajaba pero que, aun así, en mi
mente seguían siendo tiernas y amables. Al final de la jornada, absolutamente
exhausto, los colores permanecían conmigo en la periferia de la visión mientras
conducía de regreso a casa, cenaba y me sumía enseguida en un sueño profundo.
Una noche, a principios de septiembre, mientras aparcaba la furgoneta delante del
apartamento, oí que alguien me llamaba.
—¡Martin! ¡Hola!
Al principio no entendí de qué se trataba. Nadie me había llamado por mi nombre
desde hacía meses; además, estaba fatigado tras una jornada de trabajo especialmente
larga y venía muerto de hambre y de sueño.
—¡Hola, Martin! —repitió la voz.
Yo miré al otro lado de la calle y vi a una bonita mujer con una larga melena
negra. El cabello, iluminado por una farola de la calle, me atrajo como un imán y me
acerqué a ella.
Estaba en la acera con un hombre y se tambaleaban un poco, como si estuvieran
achispados. Tardé unos segundos pero, al final, la imagen de unos cabellos
rozándome la cara me guió al nombre de la mujer. Y la Sombra Sigilosa, que se
materializó de la nada, me susurró: «SÉ AMABLE.»
—Hola, Jill —saludé—. Me alegro de verte.
Jill soltó una risita y se agarró del brazo de su compañero.
—Estamos muy colocados. ¿Has encontrado trabajo? Supongo que sí, porque veo
que aún tienes el apartamento…
La Sombra Sigilosa movía una batuta de director de orquesta y me susurraba algo
que yo no oía.
—Sí, seguí tu consejo. Me salió bien y, desde entonces, tengo trabajo.
—Estupendo —dijo Jill—. Steve, éste es Martin. Martin, te presento a Steve.
Me fijé en el novio, un tipo huraño con unas patillas ridículas en forma de chuleta
de cordero. La Sombra Sigilosa decía SÉ AMABLE SÉ AMABLE SÉ AMABLE.
—Hola, Steve, ¿qué hay? —Le tendí la mano a lo hippie y él me apretó los
huesos estilo contracultura. Respingué de dolor fingido y Jill se rio.
—Steve trabaja de mecánico de aviones y es muy fuerte. ¿Quieres entrar a tomar
una copa o algo?
Al oír el «o algo», la S. S. arqueó las cejas.
—Encantado —respondí y Jill se puso entre su novio y yo, tomándonos a cada
uno por el brazo.
—Estoy tan colocada… —dijo.
Notaba la mano en mi codo, fría y caliente, blanda y dura, alternativamente, pero
el tacto no me producía ningún miedo. Caminamos los tres juntos media manzana y
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subimos la escalera de una casa victoriana de cuatro plantas. Steve sacó la llave, abrió
y encendió una luz. Jill me soltó el brazo y dijo:
—Steve lleva tiempo pidiéndome que haga una cosa, y hoy estoy tan colocada
que creo que ha llegado el día.
Dio unos saltitos por la sala y mis ojos recorrieron automáticamente las cuatro
paredes. Pegados en ellas con cinta adhesiva, había carteles de diversas líneas aéreas
y de los países que representaban. Japón y Tahití me llamaron la atención, como si ya
los hubiera visitado.
—He estado en todos esos sitios un par de veces como mínimo —explicó Steve al
tiempo que cerraba la puerta—. Si trabajas para la Pan-Am, te dan dos viajes al año y
puedes llevarte a tu chica, si quieres. —Señaló el hacha que llevaba al cinto y me
preguntó—: ¿Eres carpintero?
—Soy cirujano de árboles —respondí y estudié de nuevo la habitación,
preguntándome por qué me resultaban tan familiares unos sitios en los que no había
estado nunca. Steve me miraba con aire de extrañeza y, para tranquilizarlo, añadí—:
Jill me ayudó a conseguir empleo. Cuando llegué a la ciudad estaba sin blanca y fui a
la agencia a buscar trabajo. Jill me envió a la oficina de colocación de la universidad.
—Jill, siempre tan amable —comentó Steve, y la S. S. me envió una serie de
instantáneas: Jill coqueteando con otros hombres pero volviendo siempre con Steve,
quien, agradecido de que hubiera vuelto, se la llevaba en largos viajes de
reconciliación a países exóticos por cortesía de la empresa donde trabajaba; Steve,
molesto porque Jill lo trataba como si fuera un trapo sucio, emborrachándose con sus
colegas mecánicos y despotricando de ella, pero llamándola siempre desde el bar para
decirle que llegaría tarde.
—¿Qué te apetece beber, tío?
La voz de Steve me sacó de la película que él mismo interpretaba.
—¿Tienes una cerveza? —pregunté.
—¿Cómo no? Ven, asaltemos el frigorífico.
Seguí a Steve hasta una pequeña cocina. Allí había más carteles de aerolíneas,
pero las fotos cubiertas de grasa de París y los Alpes Bávaros no me despertaron
recuerdos. Steve se fijó en que yo las miraba y dijo:
—Miras los carteles como quien necesita unas vacaciones. —Abrió el frigorífico
y sacó dos latas de cerveza. Me tendió una y añadió—: Sí, tal vez Tahití o Japón. —
Abrió la lata y prosiguió—: Esos sitios son una mierda. La comida es una mierda y
los japos se parecen a los amarillos de Vietnam. —Bebió a grandes tragos, eructó y se
rio—. Cerveza Coors, el desayuno de los campeones. El año pasado, en el trabajo,
hicimos unos Juegos Olímpicos Coors. El tipo que ganó se bebió cuatro paquetes de
seis latas, lo aguantó dos horas y luego empezó a mear hasta llenar un cubo de cuatro
litros. Eso fue el triatlón, ¿comprendes? Tres competiciones en una, como en las
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Olimpiadas de verdad. ¿Has estado en Vietnam?
Me apoyé en la pared salpicada de grasa y fingí beber la cerveza. La Sombra
Sigilosa me envió un teletipo que decía SÉ LISTO SÉ LISTO SE LISTO sobre la cara de
Steve.
—No me aceptaron —respondí—, por una antigua lesión que me hice jugando a
fútbol.
—No te has perdido gran cosa. —Steve eructó—. ¿Jugabas en la línea?
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? Eres alto. Jugarías en la línea de ataque, supongo…
—Era tercer quarterback —respondí con modestia.
Steve sonrió ante mi calculada conmiseración.
—Jugador de reserva, la historia de mi vida. ¿Qué estará haciendo Jill? Por lo
general, le gusta vacilar con los visitantes.
—¿Alguien ha mencionado mi nombre?
Volví la cabeza hacia donde había sonado la voz. Jill se encontraba en el umbral
de la puerta de la cocina, cubierta con una bata y con una toalla enrollada en la
cabeza a modo de turbante.
—¿Te acuerdas de esos viejos anuncios de Clairol? ¿Si sólo tengo una vida,
dejadme que la viva de rubia? Pues bien, mirad.
Con un movimiento elegante se quitó la toalla y sacudió la cabeza. Su hermoso
cabello negro se había transformado en rubio oxigenado y la Sombra Sigilosa me
destelló NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS…
Saqué mi hacha de acero mate forrado de teflón con el filo garantizado y le lancé
un golpe al cuello con ella. La cabeza quedó limpiamente separada del tronco y de la
cavidad brotó sangre; los brazos y las piernas se movieron espasmódicamente y, acto
seguido, todo su cuerpo se desplomó al suelo. La fuerza del golpe me hizo girar en
redondo y, durante un segundo, mi visión abarcó la escena completa: las paredes
salpicadas de sangre, el cadáver expulsando un géiser arterial por el cuello, mientras
el corazón seguía latiendo por reflejo, y Steve absolutamente paralizado, poniéndose
azul catatónico.
Invertí el gesto, giré el mango de forma que la hoja quedara plana, y asesté un
golpe de revés con la zurda. El metal alcanzó a Steve en la sien y se oyó un sonido
como de huevos al romperse, pero amplificado diez millones de veces. La hoja se
clavó y, durante unos segundos, sostuvo de pie al hombre ya muerto. Luego, tiré de la
herramienta y el cadáver se precipitó hacia delante mientras el hacha volaba en
dirección opuesta. Los sesos y la sangre lubricaron su vuelo.
Entonces Steve se desplomó emitiendo gorgoteos. Entonces sus extremidades
bailaron la danza de la muerte. Entonces un chorro de sangre brotó de su cráneo y me
alcanzó en los ojos.
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Entonces me corrí y todos los colores que había visto en el trabajo se combinaron
y me arrojaron al suelo para formar un trío.
Desperté horas más tarde. Sonaba un teléfono y noté el sabor del linóleo y de la
sangre. Al abrir los ojos, vi una parte del suelo y dos latas de cerveza caídas de
costado. Empecé a comprender lo que había sucedido y contuve unos sollozos.
Luego, envié mensajes cerebrales a las piernas y los brazos para ver si me los habían
amputado como castigo por mis crímenes. Mis dedos palparon una superficie fría y
mis piernas se sacudieron, y di gracias. El teléfono dejó de sonar y me pregunté a
quién tenía que agradecérselo. Luego, el trozo de suelo y las latas de cerveza
desaparecieron para ser sustituidas por tinta roja sobre papel blanco: YO YO YO YO YO
YO YO.
En la película mental en blanco escribí SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ. DIME QUÉ TENGO QUE HACER.
La Sombra Sigilosa dijo: «Abre los ojos.» Obedecí y Lucretia y él estaban allí,
desnudos. Yo estaba memorizando sus cuerpos cuando la S. S. me increpó con el tono
de voz más duro que había utilizado nunca conmigo. «Somos unos padres de fantasía
a los que has utilizado desde la infancia. Te damos lo que necesitas para que hagas lo
que tengas que hacer. Has experimentado lo que algunos llaman brote psicótico. En
realidad, tarde o temprano habrías hecho premeditadamente lo que acabas de hacer.»
La Sombra Sigilosa calló unos instantes para que yo respondiera y escribí: «¿Por
qué?»
«Eres un asesino, Martin», dijo.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.
Le rogué que lo repitiera, para saber bien lo que tenía que hacer. Él accedió.
«Eres un asesino, Martin.»
«Eres un asesino, Martin.»
«Eres un asesino, Martin.»
Me gané el título. El destino me tintineaba en el oído y mi padre de fantasía,
como él mismo se había descrito, me conducía paso a paso. Primero limpié todas las
superficies que pudiese haber tocado; luego destruí las pruebas forenses de mis
hachazos profanando los dos cuerpos en los lugares donde los había cortado,
utilizando un cuchillo de cocina y un mazo de la carne para confundir las marcas de
los hachazos y los puntos de impacto. Fue un trabajo chapucero y sucio, pero obligué
a mi cerebro a considerarlo tedioso. Cuando terminé, me lavé las manos, me quité los
pantalones empapados de sangre, me puse un mono que encontré en el armario de
Steve y envolví mi ropa y mi calzado en siete capas de plástico de bolsa de basura.
Con los pies descalzos y libres de material ajeno, recogí el hacha y la canana y
consulté el reloj. Eran las tres y dieciséis minutos. Apagué las luces y salí del
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apartamento. La calle estaba desierta. Fui a casa y me dormí viendo colores.
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Beach, el lunes 2 de septiembre a las 19.30, cincuenta y una horas antes de que se
descubrieran sus cadáveres. Dos: ambas víctimas eran conocidas por sus
inexplicadas ausencias laborales. Por eso, ninguna de las personas que trabajaba
con ellas pensó en denunciar su desaparición. Un amigo de la pareja que quiere
mantener el anonimato dijo a nuestros reporteros: «Stevie y Jill eran unos
fiesteros. Les gustaba colocarse y pasarlo bien, y eran muy descuidados a la hora
de escoger compañía. Recogían autoestopistas y, bueno, a Jill le gustaba cambiar
de pareja. Stevie solía beber con los moteros de Oakland y creo que va a ser un
caso difícil de resolver, porque los dos conocían a mucha gente de paso.»
Mientras, sin ninguna pista clara, la policía está ampliando sus esfuerzos y un
portavoz del DPSF ha anunciado: «Éste es un crimen importante y se le prestará
mucha atención. Llamamos a los ciudadanos de San Francisco para que aporten
información que pueda resultar de ayuda en nuestras investigaciones y no
cejaremos hasta que el asesino o asesinos estén entre rejas.»
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el escenario del crimen y creemos que fue lo que utilizó el asesino para decapitar
a la señorita Eversall. Al señor Sifakis, que murió de varios golpes en la cabeza,
le mutilaron el cráneo con el cuchillo una vez muerto, pero creemos que, en su
caso, el arma asesina fue un mazo de acero para la carne, también de la cocina de
la casa. Los técnicos forenses han examinado concienzudamente el apartamento
sin obtener información de importancia y hemos descartado el móvil del robo ya
que, tras hacer un inventario de los objetos de la casa con amigos del señor
Sifakis, se ha llegado a la conclusión de que no falta nada. Ningún vecino oyó los
hechos, que debieron de ocurrir de manera repentina para que nadie oyera la
carnicería.
»Existen pruebas circunstanciales que nos llevan a creer que el asesino o
asesinos se marcharon de la casa durante la madrugada, vestidos con ropa del
señor Sifakis y llevándose sus propias prendas manchadas de sangre en bolsas de
basura que cogieron de debajo del fregadero. Nadie presenció la salida del
apartamento del asesino o asesinos y ahora estamos cotejando datos sobre los
vehículos sospechosos vistos aquella noche en la zona.
»Nuestras investigaciones se centran ahora en el estilo de vida de las víctimas.
Jill Eversall trabajaba en una agencia de colocación de los barrios bajos que
contrataba a individuos de paso con antecedentes delictivos y, a lo largo de los
años en que trabajó allí, trabó amistad con hombres de dudoso historial. Tal vez
debido a ello, recibía llamadas obscenas y contó a sus amigos que algunos de los
hombres que había conocido en el trabajo la aterrorizaban. Se están comprobando
los antecedentes de los trabajadores que han tenido contacto con la agencia
Myghty-Man, así como los de otros habituales de los barrios bajos.
»Steven Sifakis tenía dos condenas por venta de marihuana y contactos con
bandas de moteros de Oakland. De momento, existe la hipótesis de que los
crímenes pueden estar relacionados con la droga. Por ello, en la investigación
participan agentes de la brigada de Narcóticos, mientras que los agentes de la
brigada de Delitos Sexuales están comprobando el paradero de delincuentes
sexuales fichados, conocidos por su uso de la violencia. Aunque las víctimas no
sufrieron abusos sexuales, los psiquiatras forenses que trabajan en la
investigación han llegado a la conclusión de que el asesino o asesinos actuaron
por rabia sexualmente motivada. Tanto la señorita Eversall como el señor Sifakis
habían tenido otras parejas en tiempos recientes y se cree que el desencadenante
más probable ha sido los celos. Esas ex parejas están siendo interrogadas por
nuestros agentes.
»En resumen: hacemos cuanto está en nuestras manos para encontrar al
asesino o asesinos y estamos convencidos de que la respuesta se halla en el estilo
de vida despreocupado de las víctimas. Las pruebas con las que contamos y los
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perfiles psicológicos indican que el asesino o asesinos sólo han cometido este
crimen y que no es obra de un psicópata que haya actuado otras veces.»
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historial entre sus jefes y amigos.
Ejemplo: La pasma interrumpió una ceremonia de cánticos en el templo Hare
Krishna de Delores Street y cachearon a todos los asistentes en busca de drogas y
armas. Cuando el dojo del templo pidió explicaciones, un agente exclamó: «Los
asesinatos de Richmond han de estar relacionados con las sectas. ¡Mi madre vive
en la calle Veintiséis! ¡No me venga con burradas! ¡Yo estoy aquí para hacer
cumplir la ley!»
Desde el Barb de Berkeley queremos protestar ante las ilegalidades
mencionadas y señalar otra ley que pronto puede adquirir prioridad: la de la
reacción igual y opuesta. Transgredir la ley para hacer que se cumpla nunca está
justificado, aun en el caso de que el delito haya sido un asesinato.
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perfecta. Robé un hacha idéntica a la otra en una ferretería de Sausalito y desgasté el
filo en los escasos troncos que quedaban en la parcela. Continué mi trabajo de tala
para el señor Slotnick y vino el capataz a decirme que el 10 de septiembre me
quedaba sin empleo porque se iba a aplanar el terreno y porque los «ecogilipollas»
habían conseguido frenar el proyecto Singles Paradise de Big Sol. Mantuve mi plan
de llevar la vida de todos los días y el retraso en el descubrimiento de los cuerpos
hizo que mi confianza creciera a saltos cuánticos.
Entonces, cincuenta horas y diez minutos después del momento, oí las sirenas y
me asomé a la ventana y vi luces rojas que giraban proclamando mi nombre.
Contemplé cómo iba intensificándose el rojo conforme llegaban más y más coches
policiales; me fui a la cama y dormí, y las luces de mis sueños formaban las palabras:
«Eres un asesino, Martin.»
Al amanecer, me despertaron unos fuertes golpes a la puerta. Me puse una bata,
me acerqué y bostecé a la mirilla.
—¿Sí? ¿Qué quieren?
—Policía, abra —respondió una voz rutinaria.
Al instante comprendí que ya habían hecho el cruce de datos de los vehículos y
que conocían mis antecedentes. Me restregué los párpados para quitarme el sueño de
los ojos, abrí la puerta y volví a mi antigua personalidad carcelaria.
—¿Sí, qué pasa?
Tenía ante mí a tres tíos duros. Todos eran corpulentos como yo y todos llevaban
el pelo al uno, traje de verano barato y expresión ceñuda. El del medio, sólo
distinguible por la corbata manchada de grasa, dijo:
—¿No sabe qué pasa?
—Dígamelo usted —respondí—. Son las seis de la mañana, joder, y me muero
por oír lo que tenga que contarme.
—Payaso —murmuró el poli de la izquierda y me indicó que me apartara.
Accedí, fingiendo cierta renuencia, y los tres entraron en fila en la sala de estar. El
de la corbata señaló de inmediato el hacha y la hoz, que estaban apoyadas en la pared
cerca de la puerta.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un hacha y una hoz. —Lo miré a los ojos.
—Eso ya lo veo, Plunkett. ¿Para qué las usas?
Fingí sorpresa ante la mención de mi nombre y vacilé tres segundos, mientras
observaba cómo los otros dos se dispersaban para registrar el apartamento.
—¿Para qué va a ser? Para hacerme la manicura —contesté.
—No me toques los huevos —replicó él y cerró la puerta.
—Entonces, dígame a qué viene todo esto.
—Cada cosa a su tiempo. ¿Cuándo llegaste a San Francisco?
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—En abril.
—¿Por qué tienes esas herramientas?
—He estado trabajando en Marin, en un solar donde van a construir, y las uso
para desarraigar tocones de árbol y desbrozar.
—Ya. ¿Dónde conseguiste el empleo?
—Lo vi en el tablón de anuncios de la universidad.
—¿Eres estudiante?
—No.
—Entonces, ¿qué te llevó a buscar ahí?
—Estaba sin un céntimo. Eso me llevó. ¿Qué…?
—Silencio. ¿Seguro que no encontraste el trabajo en la agencia Mighty-Man?
—Seguro.
—¿Cuántos robos has hecho en San Francisco?
—Tres trillones, la última vez que conté. Yo…
—¡He dicho que no me toques los huevos!
Retrocedí y me mostré amedrentado.
—Cometí un robo con escalo en Los Ángeles hace cinco años y cumplí un año —
dije, cambiando de registro—. Luego, me mantuve limpio y cumplí el periodo de
condicional y me trasladé aquí. Cuando robé era un crío, joder, y no lo he repetido.
Ahora, ¿qué quieren?
El de la corbata se colgó las manos del cinto por los pulgares. La postura me
permitió distinguir la cartuchera con la 38 y una mirada a sus ojos me proporcionó
una idea del cerebro de bajo voltaje que funcionaba detrás de ellos.
—¿Sabes que este asunto es serio…? —dijo.
Me ceñí el cinturón de la bata.
—Sé que es algo más que una investigación de un robo con escalo.
—Eres un tío listo. ¿Viste los coches de la policía en esta manzana, anoche?
—Sí.
—¿Te preguntaste qué sucedía?
—Sí.
—¿Hiciste algún intento de averiguarlo?
—No.
—¿Por qué no?
—He tenido suficiente de policía para lo que me queda de vida. ¿Qué…?
—Te lo diré a su debido tiempo. ¿Te gustan los chochos?
—Sí, ¿y a usted?
—¿Has probado alguno hace poco?
—En sueños, anoche.
—Muy agudo. ¿Te gustan rubias o morenas?
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—Las dos.
—¿Alguna vez le has pedido a una mujer que se tiña el pelo?
Me reí para disimular el desconcierto ante aquella pregunta imprevista:
—¿El del chocho, dice usted?
El poli de la corbata soltó una risita y dirigió la mirada a algo que quedaba a mi
espalda. Me volví y vi que sus colegas inspeccionaban los cajones de la cocina.
Cuando uno de ellos movió la cabeza en gesto de negativa, el Corbata murmuró:
—Pasemos a otro tema.
—¿De qué hablamos ahora, pues? ¿De béisbol?
—¿Qué me dices de los chicos? ¿Eres bisexual?
—No.
—¿No haces tríos?
—No.
—¿Dejas que te follen por el culo?
—No.
—Ya, entonces es que eres un comepollas.
Empecé a enfadarme de verdad y cerré los puños, con los brazos a los costados.
El Corbata captó mi cambio de expresión.
—¿Qué? ¿Te he tocado la fibra sensible, tío? ¿Quizá te pasaste de bando mientras
cumplías tu bala en L.A.? Sí, tal vez ahora te ponen los chicos y te odias por ello.
¿Fue eso lo que pasó el lunes por la noche, sobre las nueve, cuando Steve y Jill te
sugirieron hacer una fiesta? A lo mejor malinterpretaste el asunto y, cuando Jill se
desentendió, la emprendiste contra Steve con un mazo de carnicero y le cortaste la
cabeza a ella porque no te gustaba cómo te miraba. ¿A cuántos has matado, Plunkett?
En el transcurso de un milisegundo sucedió algo asombroso. Mientras notaba que
el color desaparecía de mi rostro, me convertí en mi actuación: mi cólera real se
convirtió en perfecta sorpresa real y fui el inocente falsamente acusado. Balbucí: «O
sea…, o sea que ha habido… ha habido muertes…», y supe que el poli de la corbata
se lo tragaba. Cuando contestó «Exacto», capté su decepción porque no tenía a un
culpable; cuando añadió «¿Dónde estabas tú el lunes por la noche?», comprendí que
el resto del interrogatorio era pura formalidad. La revelación quedó atrás y, mientras
asumía un sentido de culpabilidad normal, cuerdo, me costó hasta el último gramo de
fuerza de voluntad no regocijarme maliciosamente.
—Estaba…, estaba aquí —farfullé.
—¿Solo?
—Sí.
—¿Qué hacías?
—Llegué…, llegué del trabajo hacia las… ocho y media. Cené y leí una hora o
así antes de acostarme.
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—Una velada animada. ¿Es lo que sueles hacer?
—Sí.
—¿No sales con los amigos?
—En realidad, no he hecho amigos aquí, de momento.
—¿No te sientes solo?
—Claro. ¿Quién se cree que…?
—Las preguntas las hago yo. ¿Conoces a una mujer llamada Jill Eversall, o a un
hombre llamado Steven Sifakis?
—¿Son los que…?
—Exacto.
—¿Qué… cómo eran?
—Ella era una morena atractiva, un metro sesenta y cinco, buenas tetas. ¿Te
gustan las tetas?
—Vamos, agente…
—De acuerdo. ¿Qué me dices de Steve Sifakis? Un metro setenta y siete, ochenta
kilos, cabello castaño rojizo y patillas frondosas. Se supone que tenía una polla de
mulo. ¿Te van las pollas grandes?
—Sólo la mía. —Oí que los dos polis de la cocina se reían y me volví a mirarlos.
Uno de ellos sacudía la cabeza y movía el pulgar de un lado al otro del cuello en un
gesto que, evidentemente, iba dedicado al Corbata. Me volví hacia éste y añadí—:
¿Nos queda mucho? Tengo que ir a trabajar.
—Acabaremos cuando yo diga, Plunkett —dijo el Corbata muy despacio.
Fui a por todas, sabiendo que podía ganar a cualquier máquina.
—Esto ya empieza a apestar, así que ¿por qué no lo acabo yo? Como no he
matado a nadie, ¿por qué no vamos todos a comisaría, me hacen la prueba del
detector de mentiras, la paso y me sueltan? ¿Qué me dice?
El Corbata dirigió la mirada al poli jefe. Resistí el impulso de observar sus
señales y me concentré en las manchas que daban al agente su improvisado nombre.
Acababa de decidir que eran de salsa de enchilada cuando el Corbata dijo:
—¿Viste a alguien por la calle cuando volvías, el lunes por la noche?
Reflexioné un momento antes de responder a aquella pregunta, que representaba
mi victoria.
—No —respondí por fin.
—¿Oíste algo raro?
—No.
—¿Viste algún vehículo que no te sonara?
—No.
—¿Te tiraste alguna vez a Jill Eversall o le compraste hierba a Steve Sifakis?
Le dirigí una mirada de desprecio que habría amilanado al propio Papa.
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—¡Oh, vamos, hombre!
—No. Vamos, tú. Responde.
—Está bien. No, nunca he follado con esa Jill Eversall ni le he comprado hierba a
Steve Sifakis.
Uno de los agentes que tenía detrás carraspeó; el Corbata se encogió de hombros
y dijo «Quizá volvamos». El poli jefe murmuró «Sigue limpio» al pasar delante de mí
camino de la puerta. El otro se limitó a guiñarme el ojo.
Pero marcharme era, en aquel punto, contrario al «como todos los días», que
Crímenes de oportunidad;
asaltos de pesadilla
(1974-1978)
Sin el agudo olfato de Buford, un basset de tres años, quizá nunca se habrían
hallado los cuerpos de Karen Roget y Todd Millard, desaparecidos desde el día de
Acción de Gracias. Buford, que pertenece al matrimonio Bradley Streep, de
Sacramento, California, jugueteaba sin correa cerca de un terreno de acampada
adyacente a la Ruta 66, en las afueras de Hastings, Nevada, cuando, según el
señor Streep, «empezó a ladrar como un loco y se puso a escarbar la tierra.
Cuando encontró el primer hueso, casi se me cayeron de la mano las galletas».
El hueso era humano y el señor Streep (que había estudiado en una escuela de
quiropráctica hace unos años) lo reconoció como tal, así que corrió a la tienda en
busca de su transmisor de radio. Mientras su amo se ponía en contacto con las
autoridades, Buford continuó cavando y pronto encontró los esqueletos de dos
cuerpos, junto con su ropa y las mochilas, que contenían sus documentos de
identidad, una muda de ropa y una tienda de campaña. El perro estaba royendo
felizmente un hueso del pie cuando el señor Streep regresó con el ayudante del
sheriff del condado de Lewis, J. V. McClain, que se quedó boquiabierto ante la
postura en que fueron hallados los esqueletos.
«Los cuerpos estaban dispuestos de un modo que… en fin… que sugería un
coito —declaró el ayudante McClain a Robert Rice, corresponsal del Boss
Detective—. Aunque el estado de descomposición era completo, era evidente lo
que había hecho el asesino.»
Pese a estar absolutamente conmocionado, McClain solicitó refuerzos por
radio e inspeccionó la ropa que había debajo de los cuerpos en la tumba. Al
descubrir que los permisos de conducir pertenecían a Todd Thomas Millard, de 17
años, y a Karen Nancy Roget, de 16, ambos residentes en Sacramento, recordó
que se había emitido un boletín con la desaparición de los dos jóvenes. «Habían
sido vistos con vida por última vez hacía un mes aproximadamente, el 24 de
noviembre, día de Acción de Gracias —dijo—, y, por el estado de los cuerpos,
deduje que llevaban muertos desde entonces.»
Inmediatamente llegó el forense del condado de Lewis y estableció en seguida
la causa de las muertes: «Por los desgarros y las manchas de sangre en la ropa y
en las mochilas, se puede dar por seguro que murieron por disparos de arma de
fuego.»
Más tarde, una patrulla de agentes rastreó la zona, pero no se encontraron
proyectiles disparados, y se acordonó el escenario del crimen con la cinta
amarilla. Mientras tanto, se retiraron los cadáveres de los jóvenes y los técnicos
De la columna «¿Ha visto usted a estas personas?», de la revista True Life Sleuth,
número de junio de 1975:
Aspen, Colorado, es un centro abierto todo el año que atrae a gente joven que
quiere divertirse y constituye la indiscutible «capital de las fiestas» invernales
gracias a sus pistas de esquí y a sus acogedores albergues para esquiadores. Los
jóvenes van a Aspen para relajarse y escapar de la presión de los estudios o el
trabajo. En Aspen lo pueden pasar muy bien pero, desde enero de 1976, ocho
estudiantes universitarios que visitaban la localidad han desaparecido de la faz de
la tierra. Son los siguientes:
Cindy Keneally, de 22 años, natural de Chicago, Illinois, vista por última vez
el 18/1/76.
George Keneally, de 20 años, natural de Chicago y marido de Cindy, visto por
última vez el 18/1/76.
Gustavo Torres, de 23 años, natural de Sao Paulo, Brasil, visto por última vez
el 26/1/76.
Mills Jensen, de 24 años, nacido en Aspen. Visto por última vez el 1/3/76.
Craig Richardson, de 17 años, natural de Glenwood Springs, Colorado, visto
por última vez el 1/4/76.
Maria Kaltenborn, de 21 años, natural de Akron, Ohio, vista por última vez el
4 de enero de 1979
Me dirigía al norte por la U.S. 5 bajo una tormenta de nieve, con destino a Lake
Geneva, Wisconsin, una población turística frecuentada todo el año. Andaba corto de
dinero para el viaje, debido a que había equipado el Muertemóvil II para el invierno
con neumáticos de nieve de primera, edredones de pluma para dormir y paneles de
aislamiento que me habían salido caros, y mi reserva de dinero más cercana estaba en
un banco del centro de Colorado. Mientras pasaba de Illinois a Wisconsin, contemplé
los ventisqueros que se formaban y supe que a quien tuviera la mala suerte de
cruzarse en mi camino le esperaba una larga e intensa congelación.
Tomada la decisión, tuve una reunión de trabajo con «cautela» y con
«preparación». Pensé en las patrullas de tráfico que recorrerían las carreteras para
ayudar a conductores en dificultades y recordé ciertas muertes en Aspen, hacía
tiempo, y lo difícil que resultaba estrangular o aporrear con las piernas atascadas en la
nieve. Densos muros de abetos desnudos flanqueaban la carretera y los imaginé como
receptáculos de puntas huecas ensangrentadas. Me vino la respuesta de
disparar/robar/recuperar/enterrar. Detuve el coche en la cuneta y saqué el Magnum de
su escondite debajo de la carrocería.
La nevada arreció y, hacia mediodía, empecé a preguntarme si debería buscar
alojamiento o aparcar a la espera de que remitiera la tormenta. Estaba en el proceso
de decidir qué haría cuando vi un Cadillac situado erráticamente en la parte izquierda
de la autovía, con el morro salido y en peligro inminente de recibir un golpe de
refilón.
Frené y guardé la 357 en la parte trasera de los pantalones, asegurándome de que
la chaqueta ocultaba la culata. No había tráfico y crucé la calzada a la carrera hacia el
Cadillac.
No había nadie dentro y vi un leve rastro de pisadas de una sola persona, ya
medio cubiertas por la nieve que caía, que se dirigían a la cuneta derecha y seguían en
dirección norte. Al acecho, volví al Muertemóvil y continué la marcha despacio, con
un ojo en el espacio que conseguía despejar el limpiaparabrisas izquierdo y el otro en
la cuneta.
Media hora más tarde, vi al hombre, que avanzaba trabajosamente con la nieve
hasta los tobillos. Cuando oyó mi motor, se volvió y la nieve que tenía en la cabeza
me hizo buscar a tientas la Polaroid.
Toqué el claxon y frené. El hombre agitó la mano frenéticamente en dirección a
su presunto rescatador. Puse el freno de mano y los intermitentes y abrí la puerta del
El rayo se dispersa
Teniente D. D. BUCKLIN,
comandante de guardia
Como fugitivo:
llenando el mapa
(enero 1979 — septiembre 1981)
Nunca recuperé el dinero perdido en el olvido y me pasé el resto del mes viajando
por el Oeste para vaciar mis cajas de seguridad. Sólo puedo describir ese mes como
algo salvaje. Circular por ciudades donde antes había matado era salvajemente
estúpido; guardar el dinero en la guantera del Muertemóvil me parecía necesario, pero
salvajemente arriesgado. Ross se cernía sobre mí como un consejero, sin rostro, pero
salvajemente bello y peligroso cuando no le prestaba atención.
Había otras caras, siempre en la cuneta de la carretera. Hombres, mujeres, viejos,
jóvenes, guapos, feos, todos tenían grandes bocas abiertas que gritaban: «Ámame,
fóllame, mátame.» Ross, sin rostro, sólo una voz, me impedía que los destruyera y me
grababa en la mente la idea de una nueva identidad. En el papel de consejero que
antes desempeñaba la Sombra Sigilosa, me recomendaba que me tomara mi tiempo y
evitase los asesinatos hasta que encontrara al hombre absolutamente anodino en quien
convertirme, un hombre idéntico a mí y en el que nadie reparase. Sabedor de que
Ross sólo seguiría siendo asexual si lo obedecía, esperé.
Después de vaciar mi última reserva de dinero, cambié de dirección y me dirigí de
nuevo hacia el este, conduciendo todo el día y durmiendo en moteles baratos. La
presencia de Ross me acompañaba constantemente y su obsesión en que matara para
hacerme con una personalidad no-Martin Plunkett iba creciendo en mi cerebro,
apuntalada por unas preguntas despiadadas:
«¿Y si descubren al muerto y su coche en Wisconsin?»
«¿Y si la poli estatal recuerda que estabas retenido al mismo tiempo que él
desaparecía?»
«¿Y si relacionan los dos hechos?»
«¿Y si encuentran los casquillos que tiraste en el control de carretera?»
«¿Y si el Playboy Club te denuncia por impago y relacionan el hecho con otros y
emiten una orden de búsqueda?»
Tales preguntas me infundieron el valor para actuar con independencia de Ross, el
consejero sin rostro, y, sorprendentemente, la belleza que yo creía que me embargaría
no lo hizo.
Pero, a solas, fracasé.
Pasé una semana en Chicago, recorriendo garitos de los bajos fondos con la idea
de comprar identificaciones falsas. Nadie quiso vendérmelas y, después de seis
intentos, comprendí que mi antiguo aire de criminal estaba colmado de miedo y que
la gente me tomaba por un chivato o por un loco. Salí de la ciudad del viento
Y me quedé.
Años antes, el tío Walt Borchard me había aburrido con sus historias. Ahora, el
abuelo Rheinhardt Wildebrand me cautivaba con las suyas. La dinámica de su relato
resultaba simple: la necesidad de público de Borchard era indiscriminada, mientras
que la de Rheinhardt era específica. Se estaba muriendo lentamente de una
enfermedad cardiaca congestiva y quería que alguien tan idiosincrásico y solitario
como él supiera lo que había hecho.
Así me convertí en su «sobrino», supuestamente motivado por las solapadas
insinuaciones de Rheinhardt respecto a que me legaría sus bienes. En realidad, para
mí aquella dinámica representaba un refugio. Mientras dormía en la casita de
mazapán y escuchaba al viejo, no sufría pesadillas.
Rheinhardt Wildebrand había sido contrabandista durante la Prohibición y
transportaba whisky en barca por los Grandes Lagos. Había vendido aparatos
inventados por él a agentes del régimen de Hitler establecidos en Canadá,
embolsándose el dinero, y luego había ofrecido la misma tecnología al ejército
estadounidense. Había escondido a Dillinger en su casita de mazapán después del
tiroteo entre el enemigo público número uno y la policía en el hostal Little Bohemia
de Minnesota, y el Packard Caribbean de 1953 nuevo a estrenar que tenía en la
calzada de acceso había sido un regalo del difunto dictador cubano Fulgencio Batista,
en agradecimiento por unos favores. El mismísimo Meyer Lansky había subido el
coche desde Miami.
Yo me creía aquellas historias al pie de la letra y Rheinhardt se creía las mías: que
era un ladrón que robaba a mano armada y que había huido después de violar la
libertad condicional y que había fallado un golpe en Wisconsin, donde había querido
hacerme con la paga semanal de una empresa. Por eso, precisamente, compartía de
buen grado su estilo de vida ermitaño; por eso toleraba que me creciera la barba
irregular y mantenía la cara oculta de las insistentes miradas de los vecinos cuando
«Busca y encontrarás.»
«Es el viaje, no el destino.»
«Cuidado con lo que deseas.» «Puedes huir, pero no esconderte.»
Durante los cuatro meses siguientes, me hice con los elementos simbólicos que
necesitaba: carteles de líneas aéreas y anuncios de rock idénticos a los que adornaban
las paredes del picadero de Charles Manson en 1969, un juego de herramientas de
ladrón y un equipo de maquillaje de teatro. La tecnología de las cerraduras había
mejorado desde mis tiempos de ratero, así que compré e instalé una serie de cerrojos
que abarcaban el nuevo abanico tecnológico, y ensayé la forma de neutralizarlos.
Horas de práctica delante del espejo del baño me hicieron experto en maquillaje y en
narices postizas, que me proporcionaban unos rasgos no-Martin Plunkett, y conforme
avanzó el verano en mi ciudad de acero, lo único que quedó por hacer fue encontrar a
las víctimas perfectas.
Fue más fácil decirlo que hacerlo.
Sharon era una población industrial tosca, de composición étnica básicamente
rusa y polaca, y de estilo de vida tosco. Por la calle se veían muchos rubios que
proyectaban auras de «mátame», pero después de andar todo un verano deambulando
en busca de una pareja rubio-rubia, no conseguí nada más que dolor de ojos. Para
combatir la frustración y mantenerme en contacto con la realidad mientras me
dedicaba a ello, di otro paseo por la cultura popular, por cortesía de People y
Cosmopolitan.
La familia todavía constituía un gran tema, como la religión, las drogas o la
política de derechas, pero lo que parecía estar haciendo furor entre los
norteamericanos era la forma física. Los gimnasios eran lo último en «nuevos lugares
de encuentro» para solteros; el cuidado del cuerpo había generado el «nuevo
narcisismo», y el equipo y las técnicas de musculación habían progresado hasta el
punto de que un gurú del «nuevo fitness» declaraba que las sesiones de levantamiento
de pesas eran «el nuevo servicio religioso», mientras que las máquinas de
tonificación muscular se habían convertido en «los nuevos tótem, objetos de culto,
porque liberan en todos nosotros la perfección física divina». Toda aquella locura
apestaba a la excusa de los que quieren resultar atractivos para follar con los de clase
Implosión
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Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Fin de la cuenta atrás.
00.16 de la madrugada, 5 de junio de 1982.
Introduje la ganzúa en el cerrojo del apartamento de los Kurzinski. Noté que
cedía levemente y empujé la puerta justo hasta donde sabía que la cadena la frenaría.
Oí un chasquido y el tintineo de la cadena al tensarse, tiré de la puerta hacia mí para
dejar la cadena floja y la hice saltar con el mango del cincel. El extremo suelto golpeó
el marco y oí un inconfundible sonido procedente de la habitación de George
Kurzinski: estaba amartillando su revólver del 32.
Cerré la puerta con cuidado y anduve a tientas por la sala a oscuras. Luego me
arrimé a la pared opuesta, junto al pasillo, al lado del interruptor de la luz. Solté el
hacha que llevaba colgada de mi cinturón para herramientas, la empuñé y esperé a oír
pasos que se acercaban. Cuando capté el primero de ellos, me estremecí. Desde el
dormitorio de George Kurzinski hasta donde yo estaba había exactamente nueve
pasos, exactamente el número de segundos que le quedaba a su vida.
Los crujidos se oyeron más cerca y, al noveno paso, encendí la luz y descargué a
ciegas un hachazo hacia el pasillo. El impacto y la rociada de sangre me indicaron,
incluso antes de ver al muerto, que había alcanzado el objetivo. Avancé un paso, oí
gorgoteos líquidos y noté que una mano fuerte tiraba de la hoja. Miré hacia el
vestíbulo y allí estaba George Kurzinski, apoyado en una pared, intentando hacer con
una mano un torniquete para detener la hemorragia del tajo que le abría el cuello de
lado a lado. Trataba de gritar al mismo tiempo, pero la laringe seccionada no se lo
permitía.
La sangre me salpicó el mono de trabajo de plástico negro; un chorro me alcanzó
la cara y chupé el reguero que me bajó a los labios. George cayó al suelo, alzó la
pistola y me disparó seis veces. Con el chasquido del último tiro fallado oí un débil
«¿Georgie?, ¿Georgie?», procedente del dormitorio de Paula y, después, el ruido del
cajón de la cómoda que la hermana abría en busca de su Beretta. Dejé a George
TITULARES:
Del diario del inspector Thomas Dusenberry, del Grupo Especial del FBI contra
Asesinos en Serie:
22/5/83
Genio y figura, empiezo a escribir este diario un año más tarde de lo que me
había propuesto. Si Carol no estuviese fuera, estudiando a esos floridos tipos del
Renacimiento con universitarios a quienes dobla la edad, la tendría detrás de mí,
observando lo que escribo. Y al ver la frase con la que empieza el diario,
comentaría: «Como en todo lo demás de tu vida personal, querido.» Genio y figura,
y yo no sabría si se trataba de una pulla o de una expresión de amor, porque Carol es
un poco más lista que yo y mucho más competente en todo, salvo en dar caza a
delincuentes y en ganar dinero. Y si alguna vez decidiera mover el culo (que, a los 44
años, conserva túrgido y curvilíneo) y se dedicara al negocio inmobiliario, también
me superaría en lo segundo. Y si Mark y Susan decidieran dejar los estudios y
convertirse en delincuentes, mejor ni pensemos en lo que pasaría.
Volviendo la vista atrás, hace unos diez años, inmediatamente después de la
muerte de Hoover, todos los agentes en cautividad empezaron a escribir sus
memorias. Alguna incluso llegó a publicarse. Todas estaban llenas de fantasías, de
autobombo y de anécdotas sobre el Gran Hombre, al que el autor conocía de oídas.
Yo envidiaba a los que habían conseguido publicar, pero me enfurecía que se
calificaran de liberales sensatos, cuando la mayoría estaba más a la derecha que el
típico dictador de república bananera que grita consignas anticomunistas y trafica
con cocaína. Los miraba a ellos (diez mil, veinte mil dólares en concepto de anticipo,
derechos de autor, versiones para películas y la gloria por algo que yo siempre he
17/8/83
Aquí estoy otra vez; he salido a respirar después de dedicarme durante tres meses
a hurgar en papeles, ayudar a Jim Schwartzwalder a realizar entrevistas de campo
en Minneapolis, reunirme con los psiquiatras y lo que equivale a reunirme con Carol
(así de formal y severa se ha vuelto). Llego a casa tarde, agotado y nervioso de tanto
café, y la encuentro estudiando. Cuando pongo reposiciones de la serie The
Honeymooners o de Sergeant Bilko —agradables antídotos frívolos para los informes
Tic
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Tic
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Atardecer del 7 de septiembre de 1983. Cuando llegué a casa del campo de golf y
de hacer unas compras en Bronxville, llevaba el ruido del reloj en la cabeza y, en la
mano, una bolsa con nueve tortitas y maquillaje de teatro. Al abrir la puerta,
impaciente por empezar mi transformación nocturna, estuve a punto de pasar por alto
las hojas de un álbum de recortes esparcidas sobre mi cama.
Intuyendo lo que debía de haber ocurrido, contuve una exclamación y lancé un
vistazo hacia el baño y detrás de las puertas del armario, los únicos lugares donde
podía estar esperando. El tic tic tic tic tic tic tic tic no sonaba tan fuerte como la
adrenalina que me estallaba en la cabeza. No sé cómo, conseguí contenerme y no
correr hacia ninguno de los dos lugares, sabiendo que traicionar mi impaciencia sería
una afrenta a mí mismo como Sombra Sigilosa. A punto de estallar en todos los
niveles sensoriales, me obligué a leer el mensaje.
Era un artículo de prensa, fechado el 19 de febrero de 1979, donde se detallaban
las brillantes maquinaciones que había llevado a cabo Ross Anderson para
salvaguardarnos a los dos de ser descubiertos en nuestros últimos asesinatos. Leí y
releí el relato en rápida sucesión y una visión en tecnicolor de todos los puntos clave
me engulló por entero. Tuve que sentarme en la cama.
Ross al localizar el coche del muerto, al ver el carnet de donante con el grupo
sanguíneo 0+, al gritar «¡Eureka!».
Ross, al volver a Huyserville en busca de un equipo de perros rastreadores,
aunque ya sabía dónde estaba el cadáver.
Ross, al meter su propio dinero en la cartera del muerto y al ponerle mi vieja 357,
sin silenciador, en la mano.
Ross, al profanar el pecho del hombre para que los patólogos no supieran que la
causa de la muerte habían sido dos disparos.
El estallido se apagó y volví a la película mental. La pasé al revés y en cámara
lenta. En todas las versiones se veía genio puro… y algo más.
—Y creías que yo sólo era otra cara bonita. El sargento Ross, qué gran tipo.
Ross había llegado en taxi, por lo que cogimos el Muertemóvil II para ir a la casa
8/9/83
1.10 horas
A bordo del vuelo 228 de la Eastern Flight
De Washington, D.C. a Nueva York
¡Tengo a uno!
Voy de camino a Croton, Nueva York. Un equipo de agentes de la oficina de
Westchester vendrá a recogerme al aeropuerto de La Guardia y luego iremos a una
casa de veraneo de Croton a arrestar a un teniente de la policía estatal de Wisconsin
por los homicidios de las siete chicas rubias y morenas y, por increíble que parezca,
también el de Saul Malvin.
Ha ocurrido así. El jefe de Asuntos Internos de la policía estatal de Wisconsin me
ha llamado a Quantico hace tres horas. Me ha dicho que su único posible sospechoso
era el teniente Koss Anderson, comandante de puesto de la subcomisaría de
Huyserville. Como sargento encargado de extradiciones y búsquedas y capturas,
estuvo en las ciudades donde murieron las cuatro rubias las noches de los homicidios
y había llegado a ellas en avión entre uno y tres días antes de cada asesinato. En
cada caso, regresó con su preso entre 24-48 horas después de la hora de la muerte de
las víctimas, según estimaciones del forense. Y para colmo:
1.— El grupo sanguíneo de Anderson es 0+.
2.— Como sargento de patrulla a finales de 1978 y principios de 1979, Anderson
trabajó en la zona donde se encontraron los cadáveres de las tres morenas.
3.— Anderson supervisó el despliegue de vigilancia para detener al asesino de
las morenas.
4.— El 11/3/76, en el cumplimiento de su deber, Anderson disparó contra un
traficante de marihuana armado. El hombre, William Gretzler, era amigo suyo de la
infancia.
Nervioso como el sheriff de Solo ante el peligro a la espera del duelo, me pasé la
mañana preparando el gran momento.
En primer lugar, fui a Brooks Brothers, en Scarsdale. Ross quería que pareciese
un poli y, como no tenía trajes ni combinaciones adecuadas de chaqueta y pantalones,
decidí comprar un atuendo convenientemente elegante para mi debut como policía.
Al entrar en la tienda, caí en la cuenta de que no llevaba traje y corbata desde que era
niño y, cuando le pedí a un vendedor que me enseñara las chaquetas cruzadas de
verano de talla extragrande, experimenté la misma sensación de humillación que
Ross en su juventud. Con aire de superioridad, el vendedor replicó que las chaquetas
cruzadas venían por tallas numeradas y sugirió que me probara alguna de la 52.
Irritado ahora, le hice caso y me decidí por una chaqueta de lino azul marino que a mi
entender tenía suficiente clase para desarmar a una alumna de Vassar. El vendedor
hizo un gesto de impaciencia ante mis modales y cuando le dije «pantalones, cuarenta
y ocho», señaló unas hileras de percheros metálicos y se alejó. Encontré unos azul
claro que combinaban con la chaqueta y los cogí; camino del cajero, escogí una
camisa blanca y la primera corbata que vi, roja oscura con un estampado de palos de
golf cruzados. El precio total de mi indumentaria para el reto definitivo fue de 311
dólares y cuando dejé la tienda me sentí como si saliera de la cárcel.
Me cambié en la parte de atrás del Muertemóvil II y solté una maldición cuando
descubrí que no recordaba cómo se hacía el nudo de la corbata. Me la colgué del
cuello abierto de la camisa, conduje hasta una armería de Yonkers y me gasté noventa
dólares en algo útil: una pistolera de cintura, de cuero negro, para mi 38 de cañón
corto. Dediqué el resto de la mañana a pasar el arma del compartimento de seguridad
del Muertemóvil II a mi hermoso y flamante complemento, que me ajusté al cinturón
para poder sacar el arma con la mano contraria. Hecho esto, me dirigí a Croton.
El caserón de veraneo parecía distinto a la luz del día y cuando llamé a la puerta
advertí la causa: todo en mí, desde mi ropa a mi pasado y mi futuro, estaba
cambiando a una velocidad tan desbocada que modificaba sutilmente cuanto veía.
Mady Behrens abrió la puerta, modificada hasta resultar casi irreconocible: la
rubia burbujeante en ropa de tenis del día anterior se veía ahora ojerosa y suspicaz,
una arpía al acecho envuelta en un albornoz empapado.
—Anoche detuvieron a Ross —soltó—. Unos policías armados se lo llevaron. El
padre de Richie dice que es por un asunto muy grave.
El porche se volvió arenas movedizas bajo mis pies y la boca abierta de la arpía
pareció una invitación a la resolución más fácil del mundo. Me disponía a echar mano
a la pistolera cuando ella me fastidió el objetivo:
13/6/84
Hace ya nueve meses que retiré de las calles a Anderson y Plunkett. He estado
muy atareado trabajando —nuevos eslabones y cadenas— y tratando de reconstruir
sus vidas. Del primero no he sacado nada y del segundo, todo lo que sale es malo.
Actualizando: Buckford fue el artífice de la acusación contra Plunkett. Elaboró
una lista de testigos, a los que no hubo necesidad de recurrir debido a la declaración
del reo, y estableció las estrategias de ataque del mediocre fiscal de distrito de
Westchester. Se guarda un gran as en la manga por si otros estados emiten alguna
vez órdenes de extradición: acusaciones por huida del estado que le garantizan, a él,
mantenerse bajo los focos y a Plunkett, seguir a salvo de la silla eléctrica. Este
hombre y sus maquinaciones me provocan sentimientos contradictorios. Él sabe, y yo
también, que la pena capital no disuade de los crímenes violentos, y el aristócrata de
Southampton que lleva dentro la considera vulgar. Bien, pero Buckford también es
una promesa del partido Demócrata, se lleva entre manos una operación de gran
alcance contra la extorsión que le dará popularidad, y procura mantener sus
credenciales liberales impolutas para aspirar en algún momento a un escaño en el
Senado. A mí, y a otra media docena de agentes, nos ha dicho: «Estados Unidos
oscila entre el calor y el frío, entre el yin y el yang, entre la izquierda y la derecha, y
la próxima vez que se incline hacia la izquierda estaré preparado para saltar a la
arena y aprovecharlo.»
Así pues, Ducky Buckford es un oportunista; yo también lo sería, si no estuviese
tan deprimido. Después de la detención de Anderson y Plunkett, recibí un telegrama
de felicitación del propio director del Buró. Calificaba mi labor de «magnífica» y
terminaba con una pregunta: «¿Piensa continuar en el servicio activo hasta la edad
máxima de jubilación?» En mi respuesta me mostré evasivo, aunque la pregunta era
un ofrecimiento velado de una dirección adjunta y, tal vez, del mando de toda la
División Criminal.
¿Y a qué vienen estos sentimientos contradictorios y esta depresión?
A que deseo ver muerto a Plunkett.
Anderson no me molesta como Plunkett; ¡si hasta se echó a llorar cuando le
comuniqué que dos de sus primos habían sido asesinados! Plunkett, en cambio, no
puede albergar tales sentimientos, ni ninguno que no sea su propia intransigencia.
Parece como si me estuviera justificando, de modo que voy a hacerlo. No soy un
hombre vengativo, ni de ideología ultraderechista, y sé distinguir entre la necesidad
de justicia y la sed de venganza. No me atenaza ningún sentimiento de culpabilidad
irracional por no haber puesto bajo vigilancia la casa de Croton, pues di crédito a
15 de junio de 1984.
Estaba tumbado en el camastro cuando oí movimiento en el pasillo de delante de
la celda. Pensé que se trataba de otro funcionario o de un administrador curioso por
ver al asesino silencioso en carne y hueso y no aparté la vista del techo. Entonces olí
a alcohol, miré hacia fuera y vi a Dusenberry agarrado a los barrotes.
—Háblame —ordenó.
Decidí no hacerlo. Había roto mi silencio durante la contratación de mi agente
literario y había hablado con los administradores de Sing Sing presentes en el acto,
pero el agente del FBI que me había capturado, borracho a las dos de la tarde, no
merecía respuesta. Continué mirando al techo y pasando películas mentales de
colores.
—¿Le diste por culo a Anderson, o te dio él a ti?
Los remolinos que veía eran rosa pastel y beis.
—Seguramente lo segundo. Van a por ti, muchacho. Ronnie ha llenado el
Tribunal Supremo de jueces despiadados. Colorado ha formado un equipo de los
mejores abogados para que encuentren la manera de freírte el culo.
Ahora, el marrón oscuro y el rojo se fundían suavemente.
—Si te fríen, nunca llegarás a escribir el libro. Serás olvidado.
El marrón y el rojo se convirtieron en azul y éste se volvió más intenso.
—¡Mírame, hijo de puta!
Los colores seguían intensificándose y se separaban lentamente para regresar a
los tonos originales, sólo que más bonitos.
—¡No permitiré que me vuelvas como tú!
Más intensos, más tenues, más bonitos.
—¡Hijo de puta! ¡Nunca, nunca! ¡No seré nunca una mierda como tú!
Mientras oía a los carceleros que se llevaban a Dusenberry, los colores se
difuminaron, más bellos que nunca.
19/6/84
Lo sucedido con Plunkett llegó a oídos del Director. Éste envió una reprimenda
vía Ducky Buckford. «No permitas que vuelva a suceder nada parecido.» Ducky
recomienda que me mantenga en segundo plano y algún resultado rápido y
espectacular en el Grupo Especial, aunque haya de hurtarle el mérito a otro agente.
Salvo este epílogo, mi relato está completo. Llevo catorce meses en Sing Sing;
Dusenberry lleva nueve muerto. No se han cursado órdenes de extradición contra mí
y en el mapa que adorna la pared de mi celda hay clavados sesenta y dos alfileres.
Ayer cumplí treinta y siete años.
Milton Alpert está leyendo las primeras páginas de mi manuscrito en una celda
enfrente de la mía, al otro lado del pasillo. Llevo una hora observándolo y parece
asustado.
Ya se ha acabado. Estoy tan muerto e inanimado como esos alfileres de cabeza
roja que adornan mi mapa. Al repasar estas cuatrocientas y pico páginas, veo que
estuve, sucesivamente, asustado y enfurecido, que fui atrevido y cobarde, depravado
y poseído de una nobleza de guerrero. Luché y huí y, cuando amé, mi emoción
respondió a una voluntad de poder similar a la mía. Que él resultara débil y traidor
carece de importancia; como todos los seres humanos, me uní a un amante bien
parecido que llenó de gracia mis propios espacios en blanco, dejando partes de mi
voluntad en suspiros y abrazos. Pero, a diferencia de la mayoría de los seres
humanos, no permití que mi deseo me destruyera. Mis últimas muertes fueron por él,
y por él estuve a punto de dejar con vida a mi última víctima, pero al final mi
voluntad se mantuvo intacta. Poseí la experiencia, pero no pagué el precio final.
Otros lo pagaron por mí.
Al quitarles la vida, los conocí en los momentos más exquisitos de su existencia.
Al acabar con ellos cuando eran jóvenes, ardientes y llenos de salud, asimilé una
impetuosidad y un sexo que habrían languidecido de no haberlos usurpado para mi
propio uso. Lo que hice fue en parte para acallar mis pesadillas y calmar mi rabia
terrible, y en parte por la pura emoción y la sensación de poder de alto voltaje que me
proporcionaba el asesinato. No puedo resumir mis impulsos con una perspectiva
mayor que ésta.
Así, busca causa y efecto; participa de mi brillante recuerdo y de mi absoluta
sinceridad y llega a la conclusión que quieras. Construye montañas de elipses y
bastiones de lógica de interpretaciones de la verdad que te he dado. Y si he ganado tu
credibilidad retratándome abiertamente, con fragilidades incluidas, créeme si te digo
lo siguiente: he alcanzado puntos de poder y de lucidez que no pueden medirse por
ningún parámetro lógico, místico o humano. Tal era la santidad de mi locura.
Ahora se acabó. No me someteré a la duración de mi sentencia. Completada esta
despedida en sangre, mi tránsito en forma humana ha llegado a su punto culminante;
subsistir más allá resulta inaceptable. Los científicos dicen que toda la materia se
dispersa en una energía irreconocible pero penetrante. Me propongo averiguarlo
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