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«El

agente literario Molton Alpert, ha anunciado que representará a Martin


Michael Plunkett, condenado por varios asesinatos y conocido como el
Verdugo Sexual, en la venta de sus memorias autobiográficas, un relato que,
según Alpert, “no se calla nada y está destinado a recibir la consideración de
texto clásico sobre la mente criminal”».
Martin Michael Plunkett es la oscura combinación de un intelecto privilegiado,
un alma despiadada y un corazón maligno. Su infancia se vio sacudida por
sueños terribles y enrevesadas fantasías. Pronto descubre el alivio que le
supone la visión, el sabor y el tacto de la sangre tibia. Y se rinde a los
salvajes y terribles impulsos que le revelan que su verdadera vocación es ser
un asesino perfecto. Así traza un sangriento reguero a lo largo de las
carreteras de Estados Unidos, de costa a costa. Parece que no hay motivos,
y es que Martin Plankett mata sólo por placer. Su brillante y retorcida mente
es un espeluznante lugar sin explorar. Ahora él mismo se encargará de
confesar todo el horror. Su locura refleja la locura de una nación. El asesino
está en la carretera.

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James Ellroy

El asesino de la carretera
ePub r1.0
dacordase 02.09.14

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Título original: Killer on the Road
James Ellroy, 1986
Traducción: Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté
Retoque de cubierta: dacordase

Editor digital: dacordase


ePub base r1.1

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A Duane Tucker

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Del Big Apple Tatter, 13 de septiembre de 1983:

¡¡¡EL «VERDUGO SEXUAL», CAPTURADO!!!


¡¡¡EL ASESINO DEL CASO BEHRENS/LEGGETT—DE NUNZIO/CAFFERTY, DETENIDO
DURANTE UNA REDADA EN UNA PENSIÓN DE WESTCHESTER!!!

A las tres de la pasada madrugada, la soñolienta población de New Rochelle


fue testigo de un drama a muerte cuando agentes federales y la policía local
irrumpieron en una pequeña y pulcra casita de huéspedes de las afueras.
En el interior, en una pequeña y pulcra habitación del tercer piso, dormía
Martin Michael Plunkett, de 35 años, sospechoso de ser el autor del asesinato
sexual de dos parejas de enamorados: Madeleine Behrens, de 23 años, y su novio
Richard Liggett, de 24, y Dominic de Nunzio y su novia Rosemary Cafferty, de
18 y 17, respectivamente. Apodado el Verdugo Sexual por las autoridades locales,
Plunkett también es sospechoso de varios asesinatos más, cometidos con similar
brutalidad por todo el país a lo largo de una década.
Sin embargo, el detenido, un hombre alto de mirada intensa, no estaba en
vena asesina cuando la unidad policial de intervención, dirigida por el agente
Thomas Dusenberry, del Grupo Especial contra Asesinos en Serie del FBI,
evacuó la pensión y le lanzó un ultimátum por megáfono: «¡Plunkett, estás
rodeado! ¡Ríndete o entraremos a buscarte!»
Con el eco del megáfono, el edificio, situado en el número 800 de South
Lockwood, se sumió en un silencio letal. No tardó en oírse la voz del «Verdugo
Sexual»: «Estoy desarmado. Antes de entregarme, quiero hablar con el jefe.»
Pese a las airadas protestas del equipo SWAT de New Rochelle y de sus
colegas del FBI, el inspector Dusenberry entró en la habitación del asesino. Al
cabo de cinco minutos, salía llevando a Plunkett esposado. Al preguntarle qué
había sucedido durante esos cinco minutos, Dusenberry dijo: «Hemos estado
hablando. Quería asegurarse de que, cuando confiese, su declaración se publicará
íntegra. Lo ha dejado muy claro. Al parecer, es muy importante para él.»

De la sección «Precedentes legales», del American Journal of Psychiatry, 10 de


mayo de 1984:

Expertos en jurisprudencia y psicólogos forenses siguen muy interesados en el


caso de Martin Michael Plunkett, juzgado en febrero por cuatro acusaciones de
asesinato en primer grado en el condado de Westchester, Nueva York.
Condenado a cuatro cadenas perpetuas consecutivas y recluido actualmente en

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la prisión de Sing Sing, Plunkett, de 36 años, no presentó defensa en el juicio.
Actuando como abogado de sí mismo, entregó al juez una declaración escrita y,
ante una sala abarrotada, la repitió al pie de la letra:
«El 9 de septiembre de 1983 maté a Madeleine Behrens y a Richard Liggett.
La navaja que empleé para hacerlo está dentro de una bolsa de plástico y
enterrada en el extremo sudoeste del lago de Huguenot Park, cerca de la esquina
de North Avenue y Eastchester Road, en New Rochelle, Nueva York. El 10 de
septiembre de 1983, di muerte a Dominic de Nunzio y a Rosemary Cafferty. La
sierra que utilicé para descuartizarlos está dentro de una bolsa de plástico y
enterrada al pie de un sicomoro, justo delante de la biblioteca pública de
Bronxville, Nueva York. Ésta es mi primera, última y única declaración sobre los
crímenes de los que he sido acusado y sobre cualquier otro del que se me
considere sospechoso.»
Los investigadores encontraron las armas que Plunkett había descrito e
identificaron sus huellas. Los técnicos forenses realizaron baterías de pruebas y
declararon que el filo cortante de la navaja encajaba perfectamente con las marcas
en forma de doble S que las cuatro víctimas presentaban en las piernas. Plunkett,
que había mantenido un completo silencio desde su detención, el 13 de
septiembre, fue condenado a partir de las pruebas materiales y de su declaración.
Este silencio ha creado expectación entre los agentes de la ley, que están
convencidos de que el número de víctimas de Plunkett puede ascender a una
cincuentena. Thomas Dusenberry, el agente del FBI responsable de la
investigación que condujo a su detención, declaró: «Por las características
psicológicas de los asesinatos Behrens/Liggett y De Nunzio/Cafferty, así como de
una serie de asesinatos y desapariciones cuya secuencia temporal se corresponde
con lo que sabemos de los movimientos de Martin Plunkett, sospecho que éste es
autor de otras treinta muertes y desapariciones sin resolver, por lo menos. Una
confesión, voluntaria o inducida mediante drogas, ahorraría a las fuerzas del
orden incontables horas de investigación, pues muchos de los casos que
atribuimos a Plunkett todavía están abiertos.»
Pero el recluso, cuyo expediente académico indica que posee una inteligencia
de genio, no suelta prenda —y mucho menos confiesa— y, según las leyes, no
puede ser forzado a hacerlo. Así pues, dos grupos diferentes están elevando
peticiones a los altos responsables de las instituciones penitenciarias del estado de
Nueva York para que los autoricen a acceder a sus recuerdos criminales: los
cuerpos policiales, deseosos de «aclarar» los homicidios por resolver de sus
respectivas jurisdicciones, y los psicólogos forenses, ávidos de sondear la mente
de un brillante asesino en serie. Hasta el momento, todas las peticiones han sido
rechazadas, al tiempo que los representantes de la Unión Americana de Derechos

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Civiles han declarado que intervendrán legalmente si, en un intento de obligarlo a
confesar, se administran sustancias psicotrópicas a Plunkett por la fuerza.
La última palabra sobre el caso Plunkett tal vez la haya pronunciado el alcaide
de Sing Sing, Richard Wardlow: «Se me escapan las complejidades legales y
psicológicas de este asunto, pero una cosa sí puedo decirles: Martin Plunkett no
volverá a ver la luz del día. Aunque comprendo muy bien a los policías que tienen
entre manos homicidios por resolver, deben abandonar sus intentos y agradecer
que el muy… esté bajo custodia. No se puede sacar sangre de una piedra, por más
que la exprimas.»

De Publishers Weekly, 6 de junio de 1984: El asesino silencioso «hablará» en una


autobiografía.

El agente literario Milton Alpert, de M. Alpert y Asociados, ha anunciado que


representará a Martin Michael Plunkett, condenado por varios asesinatos y
conocido como el Verdugo Sexual, en la venta de sus memorias autobiográficas,
un relato que, según Alpert, «no se calla nada y está destinado a recibir la
consideración de texto clásico sobre la mente criminal».
Alpert, invitado a visitar Sing Sing mediante una llamada telefónica del
propio Plunkett, quien ha mantenido un absoluto silencio desde que leyera una
confesión de culpabilidad en el juicio celebrado el pasado febrero, declaró que el
asesino, de 36 años, «siente un profundo remordimiento por sus actos y desea
expiar su culpa escribiendo estas memorias “preventivas”».
Dado que las leyes de Nueva York prohíben que los delincuentes obtengan
retribución económica de la publicación del relato de sus crímenes, todos los
beneficios que se obtengan de la venta de las memorias de Plunkett irán
destinados a las familias de las víctimas. «En realidad, Martin insiste en que así se
haga», subrayó Alpert.
Los cuerpos de policía de todo el país han expresado ya un gran interés en
leer, desde un enfoque puramente «forense», el manuscrito que prepara Plunkett.
Consideran que puede ayudarlos a arrojar luz sobre asesinatos sin resolver que
hubiese cometido el propio Plunkett (de quien varios agentes del FBI sospechan
que tal vez se trate de un asesino en serie que actúa desde hace años). Como parte
de «un acuerdo recíproco beneficioso para ambas partes», Alpert ha accedido a
entregar «información relevante respecto a casos abiertos», a cambio de
«documentos oficiales de la policía que ayuden a Martin a desarrollar la narración
de su libro».
La obra, sin título todavía, será subastada cuando esté concluida.

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I

Los Ángeles

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El cálculo de Dusenberry se quedaba corto y la metáfora de la piedra del alcaide


Warden Wardlow acertaba sólo en parte. Los objetos inanimados pueden sangrar
pero, para que se lleve a cabo una transfusión, la efusión debe ser autorizada por la
volición más profunda y lógica del objeto. Incluso Milt Alpert, ese decente marchante
de literatura básicamente honrado, ha tenido que argumentar el anuncio de nuestra
colaboración con eslóganes cargados de justificaciones y con palabras que nunca he
pronunciado. No acepta el hecho de que ganará el diez por ciento de un discurso de
despedida sangriento. Le resulta incomprensible que no sienta remordimiento ni
desee la absolución.
Una persona en mi situación con más visión de futuro aprovecharía esta
oportunidad narrativa y la utilizaría para la manipulación de los profesionales de la
salud mental y del estamento judicial liberal, gente proclive a una visión barata de
redención. Como no albergo la menor esperanza de salir de esta cárcel, no haré tal
cosa pues, simplemente, sería una falta de honradez. Tampoco voy a presentar un
alegato psicológico, yuxtaponiendo a mis acciones el supuesto carácter absurdo de la
vida norteamericana del siglo XX. Me he sometido voluntariamente a la baqueta del
silencio y, al crear mi propia realidad envasada al vacío, he sido capaz de existir fuera
de las influencias ambientales ordinarias hasta un punto excepcional: el afán prosaico
de crecer y ser norteamericano no arraigó en mí y muy pronto lo transformé en algo
más. Así, me reafirmo en mis acciones. Sólo son innatas para mí.
Aquí, en mi celda, tengo cuanto necesito para que mi discurso de despedida cobre
vida: una excelente máquina de escribir, papel en blanco y documentos policiales que
me ha procurado mi agente. En la pared del fondo hay un mapa de Estados Unidos
Rand-McNally y, junto a mi camastro, una caja de alfileres con la cabeza de plástico.
A medida que este manuscrito vaya desarrollándose, marcaré con los alfileres los
lugares donde cometí algún asesinato.
Pero, por encima de todo, dispongo de mi mente, mi silencio. En el marketing del
horror existe una dinámica: ofrécelo en una hipérbole recargada que distancie a la vez
que horrorice; luego, enciende las luces, literales o figuradas, inspirando gratitud por
el fin de una pesadilla que, de entrada, era demasiado horrible para ser cierta. No
seguiré esa dinámica. No permitiré que me compadezcáis. Charles Manson,
parloteando en su celda, inspira compasión; Ted Bundy, proclamando su inocencia a
fin de atraer correspondencia de mujeres solitarias, merece desprecio. Yo merezco
temor y respeto por seguir íntegro al final del largo camino que estoy a punto de
emprender. Y, habida cuenta de que la fuerza de mi pesadilla prohíbe que se acabe,
me lo concederéis.

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Las guías presentan una falsa imagen de Los Ángeles como una amalgama de
playas, palmeras y cine, todo ello besado por el sol. El establishment literario intenta
en vano traspasar esta fachada y muestra la cuenca de L. A. como un crisol de kitsch
desesperado, ilusión violenta y demencia religiosa de todos los pelajes. Las dos
descripciones contienen elementos de verdad según la conveniencia de cada cual. Es
fácil amar la ciudad a primera vista y aún más fácil odiarla cuando vas descubriendo
la gente que vive en ella. Pero, para conocer L. A. a fondo, tienes que proceder de los
barrios, de los enclaves de la ciudad interior que las guías no mencionan y que los
artistas descartan en su afán por pintarla a trazos gruesos y satíricos.
Estos enclaves requieren ingenio; no revelan sus secretos a los observadores, sino
sólo a los residentes inspirados. Yo presté tan implacable atención a mi territorio de
juventud que éste me correspondió plenamente. No había nada de aquella tranquila
zona en las afueras de Hollywood que yo no conociera.
Beverly Boulevard al sur; Melrose Avenue al norte. Rossmore y el Wilshire
Country Club marcaban el límite oeste, una línea de demarcación entre el dinero y el
mero sueño de tenerlo. Western Avenue y su profusión de bares y licorerías montan
guardia en la frontera oriental y mantienen a raya los indeseables distritos escolares,
mexicanos y homosexuales. Seis manzanas de norte a sur; diecisiete de este a oeste.
Casitas de madera y casas de estilo español; calles arboladas y sin semáforos. Un
edificio de apartamentos que, se rumoreaba, estaba habitado por prostitutas e
inmigrantes ilegales; una escuela primaria; la discutible presencia de un picadero al
que los jugadores del equipo de fútbol de la U. S. C. iban con chicas para ver viejas
películas porno de los cincuenta. Un pequeño universo de secretos.
Yo vivía con mis padres en una miniatura de color salmón de Santa Barbara
Mission, dos plantas, una azotea de tela asfáltica y una falsa campana de iglesia. Mi
padre era delineante en una empresa aeronáutica y apostaba con prudencia:
normalmente, ganaba. Mi madre trabajaba en una empresa de seguros y pasaba las
horas libres contemplando el tráfico de Beverly Boulevard.
Ahora me doy cuenta de que mis padres tenían unas vidas mentales furiosas, y
furiosamente separadas. Estuvieron juntos durante mis primeros siete años de vida y
recuerdo que muy pronto llegué a la conclusión de que eran mis custodios y nada
más. Al principio tomé su falta de afecto, hacia mí y entre ellos, como libertad: su
aproximación elíptica a la condición de padres se me aparecía nebulosamente como
un abandono que podía utilizar a mi favor. Carecían de la pasión necesaria para
maltratarme o para amarme. Hoy sé que me armaron con tanta brutalidad infantil
como para abastecer un ejército.

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A principios de 1953, las sirenas de alarma de ataques aéreos distribuidas por
todo el barrio se dispararon de forma accidental y mi padre, convencido de que se
avecinaba un ataque ruso con bombas atómicas, nos llevó a mí y a mi madre a la
azotea para esperar la llegada de la Gran Explosión. No se olvidó su petaca de
bourbon porque quería brindar por el hongo atómico que, según él, se alzaría sobre el
centro de L. A. y, cuando la Gran Explosión no se produjo, terminó borracho y
decepcionado. Mi madre hizo una de sus contadas intervenciones orales, en esta
ocasión para aplacar la depresión de su marido porque el mundo no iba a reventar. Él
levantó la mano para pegarle, pero titubeó y terminó de apurar la petaca. Mi madre se
marchó abajo y se sentó en su silla de mirar el tráfico, y yo empecé a hojear libros de
ciencia en la biblioteca. Quería ver qué aspecto tenían los hongos atómicos.
Esa noche marcó el principio del fin del matrimonio de mis padres. La alarma de
ataque aéreo propició un auge de los refugios antiatómicos en el barrio y mi padre,
disgustado con tanta obra en los patios traseros, se aficionó a pasar los fines de
semana en la azotea, donde bebía y observaba el espectáculo. Lo vi cada vez más
enfadado y quise aliviar su dolor, para que no fuese tanto un observador reprimido.
No sé cómo, se me ocurrió darle el tirachinas de acero inoxidable Wham-O que había
encontrado en el banco de la parada de autobús de Oakwood y Western.
A mi padre le encantó el regalo y se aficionó a lanzar rodamientos de cojinete a la
parte que sobresalía de los refugios. Pronto adquirió una puntería excelente y,
buscando desafíos más estimulantes, empezó a asesinar a los cuervos que se posaban
en los cables de teléfono que discurrían por el callejón de la parte de atrás de la casa.
Una vez incluso le dio a una rata escurridiza desde catorce metros y diez centímetros
de distancia. Recuerdo la distancia porque mi padre, orgulloso de la hazaña, la midió
en metros y, después, calibró lo que quedaba con una regla metálica de delineante.
A principios de 1954 me enteré de que mis padres iban a divorciarse. Mi padre
me llevó a la azotea para comunicármelo. Yo ya lo había visto venir y sabía, por el
programa de televisión El confidencial de Paul Coates, que muchos «matrimonios de
posguerra» estaban abocados a la ruptura.
—¿Por qué? —le pregunté.
Mi padre arrastró la puntera del zapato por la grava de la azotea; parecía estar
dibujando hongos atómicos.
—Bueno… tengo treinta y cuatro años; tu madre y yo no nos entendemos y si le
dedico mucho tiempo más, habré perdido mis mejores años; y si hago eso, ya me
puedo dar por acabado. No podemos dejar que eso suceda, ¿verdad?
—No.
—Así me gusta. Me marcho a Michigan, pero tu madre y tú os quedáis la casa y
escribiré y mandaré dinero.
También sabía, por el programa de Coates, que el divorcio era un trámite caro, y

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me olía que mi padre debía de tener guardado un buen montón de dinero procedente
del juego que facilitara su viaje a Divorcilandia. Pareció haberme leído los
pensamientos cuando añadió:
—Estarás bien atendido, no te preocupes.
—No me preocuparé.
—Bien. —Apuntó con el dedo a una oronda urraca posada en el garaje de nuestro
vecino de al lado—. Ya sabes que tu madre es…, bueno, ya sabes.
Quise gritarle «una chiflada», «una pirada», «un caso de psiquiatra», pero no
quise que él supiera que yo sabía.
—Es sensible —aventuré.
Mi padre movió la cabeza lentamente. Supe que lo sabía.
—Sí, sensible. Procura que no te agobie. Estudia mucho e intenta ser tu propio
jefe, y conseguirás que hablen de ti.
Con aquel tono profético, mi padre me tendió la mano. Se la estreché y, al cabo de
cinco minutos, salió por la puerta. Nunca más volví a verlo.

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Lo único que mi madre requería de mí era que mantuviese un grado razonable de


silencio y que no la cargara preguntándole qué pensaba. Implícito en ello estaba su
deseo de que fuera moderado en la escuela, en los juegos y en casa. Si mi madre
pensaba que aquella orden era un castigo, se equivocaba: yo, mentalmente, podía ir a
donde se me antojara.
Como los demás muchachos del barrio, fui a la escuela primaria de Van Ness
Avenue; allí obedecí, reí y me sentí herido por tonterías, pero mientras que los otros
chicos encontraban su dolor/alegría en estímulos externos, yo hallaba los míos
reflejados en una pantalla de cine que se alimentaba de mi entorno, especialmente
formateada para ser proyectada dentro del cerebro mediante un dispositivo mental
que, con la precisión de un cuchillo, siempre sabía exactamente lo que yo necesitaba
para no aburrirme.
Las proyecciones discurrían como sigue:
La señorita Conlan o la señorita Gladstone se hallaban ante la pizarra, perorando
tediosamente. A medida que crecía mi aburrimiento, la maestra empezaba a
desvanecerse y mis ojos comenzaban a rastrear, de manera involuntaria, en busca de
algo que me mantuviera mentalmente despierto.
Los niños más altos nos sentábamos en la parte posterior del aula y, desde mi
pupitre en el extremo izquierdo de la fila, tenía una perfecta visión hacia delante y en
diagonal; una visión que me ofrecía instantáneas de perfil de todos mis compañeros
de clase. Con la imagen y la voz de la maestra reducidas al mínimo, las caras de los
otros niños se disipaban y se formaban rostros nuevos; fragmentos de conversaciones
susurradas se unían hasta que toda suerte de híbridos chico/chica me declaraban su
devoción.
Que me amaran en un vacío era como una fantasía y los sonidos de la calle se me
antojaban música. Pero un movimiento repentino dentro del aula o el estrépito de los
libros fuera, en el vestíbulo, lo estropeaban todo. Pieter, el chico alto y rubio que se
sentó a mi lado desde tercero hasta sexto grado, de venerador confiado se convertía
en monstruo, y el nivel de ruido determinaba que sus rasgos fueran más o menos
grotescos.
Después de unos prolongados momentos de sobresalto volvía a percibir la parte
delantera del aula, me concentraba en los escritos de la pizarra o en el monólogo de la
maestra y, como si creyera que podía salir indemne de mi acción, intercalaba algún
comentario. Hacerlo me tranquilizaba y atraía las miradas de los demás chicos, que a
su vez encendían una parte de mi cerebro que medraba a base de crear caricaturas
crueles y repentinas. Al poco, la bonita Judy Rosen tenía los grandes dientes de

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macho cabrío de Claire Curtis y el comedor de mocos secos, Booby Greenfield, surtía
de pelotillas a Roberta Roberts, arrojándolas sobre los jerséis de cachemira que ella
se ponía siempre para ir a la escuela, hiciera el tiempo que hiciese. Me reía para mis
adentros y a veces lo hacía en voz alta. Y seguía preguntándome hasta dónde podría
llevar aquello, si sería capaz de refinar el mecanismo de modo que ni siquiera el ruido
malo me hiriera.
En cuanto a las heridas, sólo los otros niños eran capaces de hacerme sentir
vulnerable y, con apenas ocho o nueve años, la incómoda sensación de ser cautivo de
unas necesidades irracionales de unión ya resultaba física: una sacudida premonitoria
del terror y del desespero que ocasionan las actividades sexuales. Me opuse a la
necesidad negándola, encerrándome en mí mismo y mostrando una cara truculenta
que no soportaba tonterías de mis compañeros. En un artículo reciente de la revista
People, media docena de vecinos —que tenían mi edad cuando yo era niño—
hablaban de mí y los adjetivos que más utilizaban para describirme eran «raro»
«extraño» y «retraído». Kenny Rudd, que vivía al otro lado de la calle y que ahora
diseña juegos de baloncesto para ordenador, era el que más se acercaba a la verdad:
«Lo que se decía era: “No (…) a Marty, es un psicópata.” No sé, pero quizás era más
cuestión de miedo que de otra cosa.»
Bravo, Kenny, aunque me alegro de que tú y los cretinos de tus compañeros
ignoraseis aquel simple hecho cuando éramos niños. Mi carácter extraño te producía
asco y te proporcionaba alguien a quien detestar desde una distancia segura pero, si
hubieras captado lo que ocultaba, te habrías aprovechado de mi miedo y me habrías
torturado con él. Sin embargo, me dejaste en paz y me facilitaste el descubrimiento
de mi entorno físico.
De 1955 a 1959, cartografié mi hábitat inmediato y obtuve de la tarea una extraña
cosecha de datos: la casa de ladrillo de apartamentos de Beachwood entre Clinton y
Melrose tenía un cementerio de animales domésticos en el patio trasero; el tramo
recién construido de «escondites para solteros», en Beverly y Norton, estaba
edificado con vigas podridas, mezcla de estuco defectuoso y contrachapado. El
picadero apócrifo era, en realidad, un patio de bungalow en Raleigh Drive donde un
profesor de la Universidad del Sur de California llevaba estudiantes para encuentros
homosexuales. Los días de recogida de basura, el señor Eklund, que vivía calle arriba,
cambiaba sus botellas de ginebra por las de jerez de la señora Nulty, cuya casa estaba
dos puertas más abajo. El motivo de tal trueque se me escapaba, aunque sabía que
estaban liados. Los Bergstrom, los Seltenright y los Monroe habían celebrado una
fiesta nudista en la piscina de la casa de los Seltenright en julio de 1958 que propició
una aventura sentimental entre Laura Seltenright y Bill Bergstrom; Laura puso los
ojos en blanco cuando vio por primera vez la enorme salchicha de Bill.
Y el operador de cabina del Clinton Theatre vendía anfetas a los integrantes del

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equipo de natación del instituto Hollywood High; y el «homo fantasma», que recorrió
la vecindad en busca de jovencitos durante una década, era un tal Timothy J.
Costigan, de Saticoy Street, en Van Nuys. En el puesto Burgerville de Western
servían enchilada de carne picada de caballo. Una noche oí al dueño hablando,
cuando creía que no había oídos indiscretos, con el hombre que se la suministraba. Yo
sabía todas esas cosas y, durante mucho tiempo, me bastó con saberlas.
Los años llegaron y se fueron. Mi madre y yo seguimos adelante. Su silencio pasó
de asombroso a mundano; el mío, a medida que mis recursos mentales se
desarrollaban, de tenso a relajado. Entonces, en el último año en el colegio, los
profesores notaron por fin que yo sólo hablaba cuando me dirigían la palabra. A raíz
de aquello, me obligaron a que consultara con un psiquiatra infantil.
El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural
atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes
dispuestos de una forma no demasiado sutil: animales de peluche y muñecas, con
ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era
más listo que él.
Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.
—No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños
pequeños, no para los mayores como tú.
—Soy alto, pero no mayor.
—Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos,
¿no crees?
Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer
que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el
mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de
empatía.
—No lo sé, ni me importa —contesté.
—Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen
preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?
Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba
para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta
convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche
de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la
cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.
—¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan
divertido?
Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al
conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs
Bunny de felpa y dije:

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—¿Qué hay de nuevo, viejo?
—Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas
en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran.
¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?
Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del
psiquiatra.
—El precio de las zanahorias —respondí.
—¿Qué? —El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los
cristales con la corbata.
—¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?
—Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.
—Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?
—Llegas a conclusiones erróneas.
—No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las
proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer
zanahorias.
—Martin, yo… —El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le
lanzaba zanahorias al escritorio.
—No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.
—Cambiemos de tema —propuso él al tiempo que se ponía las gafas—. Háblame
de tus padres.
—Son adictos al zumo de zanahoria.
—Comprendo. ¿Y eso qué significa?
—Que tienen buena vista.
—Comprendo. ¿Algo más?
—Orejas largas y cola peluda.
—Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?
—No. En cambio usted sí que me lo parece.
—Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el
mundo.
La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se
volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados
para que destellara en mi pantalla mental: un chico alto y rubio que le decía a un
grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y
su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en
sexto grado.
El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado
vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba
de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas

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de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la
cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.
—Nunca más volveré a hablar con usted —declaré—. Nadie puede entenderme.

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El incidente de la consulta del psiquiatra no tuvo repercusiones externas y pasé al


instituto sin más malos tratos psiquiátrico-académicos. El doctor sabía reconocer un
objeto inamovible cuando lo veía.
Con todo, me sentía como una máquina defectuosa; como si dentro de mí hubiera
una pieza suelta, algo que podía vagar por mi cuerpo a voluntad, buscando y
aprovechando modos de hacerme parecer pequeño bajo presión. Cuando me dedicaba
a mis juegos mentales en clase, sustituyendo caras y cuerpos, chico con chico, chica
con chica y combinando géneros, era como una carrera de obstáculos en la que me
asaltaban imágenes sexuales sin ton ni son. El carácter aleatorio y el poder
indiscriminado de lo que yo mismo me hacía ver resultaban pasmosos; y la necesidad
a la que notaba que respondían me asaltaba como una marejada de odio hacia mí
mismo. Ahora sé que estaba enloqueciendo.
Me salvó un villano de cómic.
Se llamaba Sombra Sigilosa y era un malvado habitual de las páginas de El
Hombre Puma. Era un supercriminal, un pistolero ladrón de joyas que conducía un
coche anfibio trucado y farfullaba una versión de Nietzsche propia de retrasado
mental en bocadillos de texto de tamaño exagerado. El Hombre Puma, un blandengue
moralista que llevaba un Cadillac del 59 que llamaba Gatomóvil, siempre conseguía
enchironar a la Sombra Sigilosa, aunque éste siempre se fugaba un par de números
después.
La Sombra me gustaba por el coche y por una capacidad sobrenatural que poseía
y que yo tenía la sensación de ser capaz de emular de forma realista. El coche era
anguloso y reluciente, todo él de acero mate, todo él maldad. Tenía unos faros que
lanzaban un rayo nuclear letal que convertía en piedra a la gente; en lugar de
gasolina, el motor funcionaba con sangre humana. La tapicería estaba confeccionada
con pieles de felino de color tostado, procedentes de la familia mártir del
archienemigo Hombre Puma. Del portaequipajes sobresalía una horca. Cada vez que
la Sombra Sigilosa se cobraba una víctima, su novia vampiro, Lucretia, una rubia alta
de largos colmillos, marcaba una muesca con ellos en la madera.
¿Basura ridícula? De acuerdo. Pero el dibujo era soberbio y la Sombra Sigilosa y
Lucretia destilaban una maldad elegante y sensual. La S. S. tenía un bulto cilíndrico
que le llegaba casi hasta la rodilla de la pernera izquierda del pantalón; los pezones de
Lucretia siempre estaban erectos. Eran unos dioses high-tech veinte años antes del
high-tech, y me pertenecían.
La Sombra Sigilosa tenía la facultad de disfrazarse sin cambiar de ropa. La
conseguía bebiendo sangre radiactiva y concentrándose en la persona a la que quería

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robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa
asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus
movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.
El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo
impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de
ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría
carta blanca para apoderarse del mundo.
Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría
aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la
historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso
y acero mate. Decidí hacerme invisible.
Mis tránsitos de silencio y las películas mentales habían sido un buen
entrenamiento. Sabía que mis recursos intelectuales eran soberbios y había reducido
mis necesidades humanas al puro mínimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de
cubrir: techo, comida y unos dólares a la semana para incidencias. Pero la imagen de
intruso callado que había llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba:
carecía de habilidades sociales, no percibía a los demás como otra cosa que objetos
risibles y, si quería imitar con éxito la invisibilidad psíquica de la Sombra Sigilosa,
tendría que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios
de adolescentes que tanto me aburrían: deportes, citas y rock and roll. Tendría que
aprender a conversar.
Y eso me aterrorizaba.
Pasé largas horas en clase, con mis películas mentales silenciadas mientras mis
oídos rastreaban en busca de información; en el gimnasio escuché largas
conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamaños de penes. Una vez me
encaramé a un árbol cerca del vestuario de las chicas y escuché las risitas que se
alzaban entre el siseo de las duchas. Recogí mucha información, pero no me atrevía a
actuar.
Así pues, reconozco que por cobardía tiré la toalla. Me convencí de que, aunque
la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podría. El problema,
así, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.
En 1965 existían tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes
angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos,
practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi’s, zapatillas de
tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton’s; los chicanos, tanto miembros de bandas
como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas,
camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban
por ese modo de vestir —camisa con botones en las puntas del cuello, suéter y
mocasines— que todavía se lleva. Calculé que tres conjuntos de cada estilo me

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proporcionarían suficiente camuflaje.
En ese momento me asaltó una nueva oleada de miedo. No tenía dinero para
comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dólar sin guardar y era sumamente tacaña, y
yo aún no me atrevía a hacer lo que mi corazón más deseaba: forzar una puerta y
entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavía a conseguir un
vestuario, asalté los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su
juventud que ya no se ponía.
Visto retrospectivamente, sé que el plan que tramé fue producto de la
desesperación: una táctica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre
relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me pareció el epítome de lo
razonable. Un día me fumé las clases y me llevé un surtido de afilados cuchillos de
cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos
abrigos de tweed en una capa cuando ella regresó del trabajo, antes de lo habitual; al
ver lo que hacía, se puso a gritar.
Con un gesto que pretendía ser tranquilizador, yo levanté las manos, en las que
aún sostenía un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre soltó tal chillido que
temí que se le rompieran las cuerdas vocales; después, consiguió articular la palabra
«animal» y señaló mi entrepierna. Vi que tenía una erección y solté el cuchillo; mi
madre me abofeteó torpemente, con la mano abierta, hasta que la visión de la sangre
que me salía de la nariz la obligó a parar. Echó a correr escaleras abajo. En apenas
diez segundos, la mujer que me había dado a luz pasó de nulidad a archienemiga. Fue
como llegar al hogar.
Tres días más tarde, decretó mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me
anunció la sentencia, sonreí; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto
a la misión de la invisibilidad, y también la oportunidad de montarme películas
mentales sin límite.
Aunque mi madre sólo pretendía que no abriera la boca en casa, tomé el edicto al
pie de la letra y llevé mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba
cuando me dirigían la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte,
escribía una nota. Esto creó bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis
motivos. La interpretación más común fue que era una especie de protesta contra la
guerra de Vietnam, o una expresión de solidaridad con el movimiento de los
Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los exámenes y en los trabajos
escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una batería de tests
psicológicos. Manipulé los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad
completamente distinta, lo cual desconcertó a los pedagogos hasta tal punto que,
después de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron
permitir que me graduara en junio.
Así pues, mis películas mentales en clase pasaron a ir acompañadas de las

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miradas directas de mis compañeros, varios de los cuales me consideraban «molón»,
«alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente
impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacían sentir capaz de
cualquier cosa.
Junto con este sentimiento, desarrollé un odio acerbo hacia mi madre. Me
aficioné a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle daño. Un día se me
ocurrió mirar en su cajón de las medicinas y encontré varios frascos de fenobarbital.
Se me encendió una luz en la cabeza y registré el resto de su habitación y el baño.
Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontré la confirmación que buscaba:
frascos vacíos del sedante, puñados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se
remontaban a 1951. Dentro de los frascos había hojitas de papel cubiertas de escritos
a lápiz con letra minúscula e indescifrable.
Como no entendía las palabras de mi madre zombi, tenía que conseguir que las
leyera ella en voz alta. Al día siguiente, en clase, le pasé una nota a Eddie Sheflo, un
surfero que, según se comentaba, había dicho que «lo de Marty me parece cojonudo».
La nota decía:

Eddie:
¿Puedes comprarme un bote de un dólar de benzas del 4?

El surfero rubio y grandote rechazó el dólar que le ofrecía y dijo:


—Cuenta con él, mudo con huevos.
Esa tarde, cambié el fenobarbital por la bencedrina y la bombilla de encima de la
cómoda de mi madre por otra menos potente. Las dos clases de pastillas eran
pequeñas y blancas, y esperaba que la luz mortecina contribuiría a que las
confundiera.
Me senté abajo a esperar el resultado de mi experimento. Mi madre volvió a casa
del trabajo a la hora de siempre, las seis menos veinte, me saludó con un gesto de la
cabeza, tomó su acostumbrado bocadillo de ensalada de pollo y subió al piso de
arriba. Yo esperé en la que había sido la silla favorita de mi padre, hojeando un
montón de cómics de El Hombre Puma.
A las nueve y diez, oí unos ruidos en la escalera y, al momento, mi madre
apareció ante mí sudorosa, con los ojos desorbitados, temblando bajo la combinación.
«¿Qué, dándole al zumo de zanahoria, mamá?», dije, y ella se llevó las manos al
corazón, con la respiración acelerada. «Qué curioso, a Bugs Bunny no lo afecta así»,
añadí, y ella se puso a farfullar sobre el pecado y aquel chico horrible con el que se
acostó por su cumpleaños en 1939, y cuánto odiaba a mi padre porque bebía y tenía
una cuarta parte de sangre judía, y teníamos que apagar las luces de noche o los
comunistas sabrían lo que estábamos pensando. Yo sonreí, le dije: «Tómate dos

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aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y salí de la casa.
Deambulé por el barrio toda la noche; luego, al alba, volví a casa. Cuando
encendí la luz del salón, vi que por una rendija del techo goteaba un líquido rojo. Fui
arriba a investigar.
Mi madre yacía en la bañera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalían a
los lados y la bañera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media
docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.
Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di
mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la
ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes
tragos.

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5

Los rosacruces se quedaron con la casa, el coche y todo el dinero de mi madre. A


mí me quedó una audiencia para decidir sobre mi custodia. Como sólo faltaban seis
meses para que me graduara del instituto y para que cumpliera los dieciocho, se
consideró que una familia de adopción formal sería una pérdida de tiempo, y mi tutor
de duodécimo curso dijo a las autoridades juveniles que yo era «demasiado
introvertido y perturbado» para que se me concediera el estatus de «menor
emancipado». Mi negativa a asistir al funeral o a ponerme en contacto con mi padre,
que vivía en Michigan, lo convencieron de que necesitaba «disciplina y
asesoramiento, preferiblemente de una figura masculina». Así, el hogar de acogida
juvenil me envió a vivir a casa de Walt Borchard.
Walt Borchard era un pasma de L. A., un hombretón gordo y bondadoso de poco
más de cincuenta años. De los veintitrés que llevaba en el DPLA, había pasado la
mayor parte de ellos dando conferencias en escuelas de enseñanza primaria, unas
charlas preventivas sobre drogas, pervertidos y lo perniciosa que resultaba la vida
delictiva. Mostraba a los chicos su calibre 38, les marcaba un golpe debajo de la
barbilla y les recomendaba que «fueran buenos chicos». Había enviudado, no tenía
hijos y vivía en el piso más grande de un edificio de doce apartamentos del que era
propietario. Allí tenía una «habitación de soltero», siempre disponible, para acoger a
los chicos que le mandaba el hogar juvenil, y aquel chabolo de cuatro por seis metros
a una manzana de Hollywood Boulevard se convirtió en mi nuevo hogar.
El anterior ocupante de la habitación había sido un hippie y había dejado un
montón de alfombras peludas, carteles de los Beatles en las paredes y un armario
lleno de pantalones acampanados, chalecos de flores y zapatillas deportivas.
—Estaba colgado de ácido —dijo el «tío» Walt cuando me trasladé a su casa—.
Creía que podía volar. Se tiró del edificio Taft agitando los brazos y, ¿sabes qué?:
estaba equivocado. Pero murió colocado. El forense dijo que iba hasta el culo. Tú no
tienes ideas absurdas, ¿verdad?
—Yo tengo tendencias vampíricas —respondí.
—Yo también. —El tío Walt se rio—. De hecho, ayer mordí a la chica de abajo, la
del apartamento número cuatro. Mira, Marty, no te metas en asuntos de drogas y sé
amable con los otros inquilinos, ve a clase y mantén limpio tu cuarto: así nos
llevaremos de maravilla. El centro de acogida me paga por tenerte aquí y, como no
pretendo hacerme rico, te daré treinta dólares semanales para que salgas por ahí y
también te mantendré. Sin embargo, hasta que cumplas los dieciocho tendrás que
obedecer el toque de queda y no podrás estar en la calle después de las once de la
noche. En el Boulevard hay cantidad de cuellos bonitos que morder, pero a las 10.59

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tendrás que dejarlos para el día siguiente. Y si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.
Me gusta hablar y no se me da mal escuchar.
El arreglo cuajó. Tenía un barrio por descubrir, un refugio seguro al que regresar
y, en la escuela, un aura nueva llena de glamour: era el tipo que no había derramado
una sola lágrima al encontrar muerta a su madre, el tipo que tenía su propia cueva, el
tipo que había doblegado a la administración con su largo silencio y que ahora
importunaba a la gente con ocasionales sentencias como: «La sangre reina, la lefa
mancha» y «La Sombra Sigilosa vencerá». Sentía que me estaba haciendo adulto.
Mi vida se dividía entre la escuela y las películas mentales, los paseos nocturnos
por las calles laterales que bordeaban Hollywood Boulevard y las horas cautivas que
pasaba escuchando la filosofía de andar por casa de Borchard. Sus sentencias eran
menos concisas que las mías y pensaba recopilarlas en un libro y publicarlas cuando
se jubilara del DPLA. Entre sus perlas de sabiduría más frecuentes se contaban:
«Que Dios bendiga a los maricones, más mujeres para los demás.»
«No me gustaría que esos negros de mierda vinieran a vivir al barrio, pero no haré
nada para que no lo hagan: y si vienen, seré el primero en darles la bienvenida con un
cubo de chuletas y una gran botella de vino barato.»
«En Vietnam no tenemos nada que hacer, a menos que estemos dispuestos a
ganar, y eso significa lanzar la bomba H.»
«Si Dios no quisiera que los hombres comiesen chocho, no le habría dado forma
de taco.»
Etcétera, etcétera. Era un tipo solitario, colmado de candidez y de buena voluntad.
Su falta de recursos mentales y su constante necesidad de audiencia me asqueaban y
temía sus llamadas a mi puerta. Pero yo seguía callado. Por encima de todo, conocía
el valor del silencio.
Mi nuevo barrio me resultaba perturbador por su falta de silencio. Estaba el
constante rugido nocturno de los coches que se dirigían al Boulevard y había también
mucho tráfico de peatones, compradores que regresaban de los mercados de Sunset
abiertos toda la noche y hippies furtivos que se agenciaban droga amparados en las
sombras de las calles laterales. Incluso la naturaleza visual era ruidosa. La neblina de
neón que cubría el cielo parecía crepitar y crujir con insinuaciones del cutrerío que
pregonaba.
Después de cinco meses en Hollywood, dejé de patrullar la vecindad y pasaba
todas las noches en mi habitación, proyectando películas mentales. A veces venía
Walt Borchard e insistía en hablar. Yo lo desintonizaba y el espectáculo continuaba.
La trama giraba cada vez más en torno al trío de la Sombra Sigilosa, Lucretia y yo,
que salíamos a saquear en nuestro coche de acero mate, en busca de la invisibilidad.
Las escenas se convertían casi en multidimensionales: la sensación de mí mismo
apretujado entre los supercriminales, el aroma del aceite de motor y la sangre, los

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gorgoteos de nuestras víctimas cuando les atacábamos la yugular… Como cineasta
interior, había mejorado mucho con el paso de los años y, para entonces, mi destreza
había crecido y había incorporado los últimos adelantos técnicos. Mi cerebro estaba
dotado de color deluxe, pantalla panorámica, sonido estereofónico y Oloroscope. Si
hubiera podido cobrar entrada, me habría hecho millonario.
En abril de 1966 cumplí dieciocho años; en junio me gradué en el instituto.
Legalmente, era un adulto y podía dejar la tutela de Borchard. Como no tenía dinero
ni trabajo, sopesé mis alternativas. Entonces, el tío Walt me ofreció quedarme, a
cambio de que le pagara un alquiler simbólico, y él me ayudaría a encontrar empleo.
El patético motivo que se escondía detrás de la oferta era obvio: nadie lo había
escuchado nunca con tanta atención como yo, y no soportaba la idea de perder un
público tan excelente. El aspecto simbiótico de la relación me gustó y me avine a
quedarme.
Borchard me consiguió trabajo en la Biblioteca Pública de Hollywood, en Ivar
Street, al sur del Boulevard. Mi cometido consistía en ordenar libros y entrar en el
lavabo de hombres cada media hora y carraspear tan alto como pudiera, una
estrategia cuyo objetivo era ahuyentar a los homosexuales que se enrollaban allí. Me
pagaban un dólar y sesenta y cinco centavos la hora y era un empleo hecho a mi
medida: me pasaba el día viendo películas mentales.
Una tarde de junio, al volver a casa, me encontré al tío Walt limpiando el garaje
de la parte trasera del edificio. El sol del atardecer se reflejaba en una serie de
utensilios de acero mate que envolvía en un hule. Las herramientas tenían un aspecto
malvado, a la Sombra Sigilosa le habría gustado tener algo así.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Herramientas de ratero —respondió Borchard alzando un instrumento que
parecía un bisturí—. Este pequeñín es una ganzúa y éste, un cincel: con el lado plano
haces saltar el cerrojo y con el afilado destrozas el dintel de la puerta. Estos otros
pequeños son un reventador de ventanas, un taladro de empuje y una palanca. Ese
papá grande de allí es un cortacristales con ventosa. ¿Qué pasa, Marty? Te veo
nervioso.
Respiré hondo y fingí indiferencia encogiéndome de hombros.
—Me duele un poco la cabeza. ¿Y por qué los mangos tienen esas marcas de
haberlos rascado con un cepillo metálico? ¿Para agarrarlos mejor?
—En parte —respondió Borchard, alzando la palanca—, pero las estrías son,
sobre todo, para evitar las huellas dactilares. Mira, la posesión de herramientas para
robo con escalo es un delito; si al ladrón lo pillan con ellas, lo detienen. Y si lo
sorprenden con ellas dentro de una casa, implica que está robando y se suman las
penas. Pero con estas marcas no quedan huellas, por lo que, si está dentro de una casa
y lo descubrimos, siempre puede decir que las herramientas no son suyas, por más

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evidente que sea lo contrario. Las muescas también son útiles para rascarse la
espalda.
El tío Walt se rascó la espalda con el mango de la palanca y yo pregunté:
—Si son ilegales, ¿cómo es que las tienes?
—Marty, pequeño, eres un chico listo, pero algo ingenuo. —Borchard me pasó el
brazo por los hombros con un gesto paternal—. Antes de entrar en la oficina de
Relaciones Públicas del DPLA, fui detective de robos con escalo durante tres años y
podríamos decir que me las apañé para hacerme con unas cuantas piezas, ¿entiendes?
Está bien tener herramientas, además uso la ganzúa para jugar a los dardos. Pego una
foto de Lyndon B. Johnson o de cualquier otro de esos malditos liberales a la pared y
hago volar la herramienta. Tac, tac, tac. Vamos, subamos al apartamento. Tengo un
par de pizzas congeladas que están pidiendo cómeme.
Aquella noche, mantuve el monólogo de Borchard centrado en un solo tema: el
robo con escalo. No tuve que fingir atención: en esta ocasión, vino por sí sola, como
si el operador de cabina que utilizaba para las películas mentales estuviera en huelga
y yo hubiese encontrado un entretenimiento mejor. Aprendí la utilización práctica de
las hermosas herramientas de acero mate; me enteré de las técnicas rudimentarias
para neutralizar alarmas. Aprendí que la adicción a las drogas y la propensión a
alardear de las propias hazañas solían conducir a la ruina del ladrón y que si éste no
era demasiado codicioso y cambiaba a menudo de zona de actuación, podía eludir la
captura indefinidamente. Los tipos criminales quedaron grabados en aquella parte de
mi mente donde sólo moraba la lógica: rateros que robaban dinero y joyas sueltas que
podían tragarse si se presentaba la pasma; ladrones de tarjetas de crédito que hacían
una retahíla de compras y vendían el material a los peristas. Envenenadores de perros
guardianes, asaltantes que penetraban en una casa y violaban a la dueña, y atrevidos
ladrones que pegaban palizas y robaban se unieron a la Sombra Sigilosa en mi
séquito mental.
Hacia medianoche, Borchard, grogui de pizza y cerveza, bostezó y me acompañó
a la puerta. Cuando ya me iba, me tendió la palanca cincel.
—Diviértete, chico. Dale a L. B. J. unas cuantas veces de parte del tío Walt, pero
procura no estropear la pared. Ese contrachapado es caro.
Noté en la mano las estrías del acero, que parecían arder. Regresé a mi habitación
sabiendo que tenía coraje para hacerlo.

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6

La noche siguiente, di el golpe.


El día se había reducido a furiosas películas mentales y temblores externos, y el
bibliotecario jefe me preguntó un par de veces si había pillado un resfriado; pero
cuando cayó la oscuridad, se adueñó de mí una profesionalidad largo tiempo
enterrada y mi mente se concentró en las exigencias del trabajo que se avecinaba.
Ya había decidido que mi «chicha» serían las viviendas de mujeres solitarias y
que sólo robaría lo que, razonablemente, pudiera llevar encima. Sabía, por anteriores
monólogos de Walt Borchard, que la zona que quedaba justo al sur de East Griffith
Park Road estaba relativamente libre de pasma; era un barrio de clase media con baja
criminalidad que sólo requería una vigilancia superficial. Con esta información
privilegiada en la cabeza, me encaminé hacia allí cuando salí del trabajo.
Las calles de la zona de Los Feliz y Hillhurst eran una combinación de casas de
estuco de cuatro vecinos y casitas unifamiliares, de jardines delanteros estrechos y
anchos. Trazando un ocho, rodeé los bloques de viviendas desde Franklin hacia el
norte, comprobando si había o no coches en los garajes particulares y buscando
puertas débiles que se vieran fáciles de forzar. La palanca cincel descansaba en mi
bolsillo trasero, envuelta en un par de guantes de goma que había comprado durante
la hora del almuerzo. Estaba preparado.
El sol empezó a ponerse a las siete y media y tuve la sensación de que los garajes
que todavía estaban vacíos seguirían estándolo. Entre las seis y las siete había habido
una gran marea de gente que volvía a casa del trabajo, pero el tráfico ya estaba
disminuyendo y empezaba a ver más y más viviendas a oscuras y sin coches en las
calzadas privadas de acceso. Decidí esperar a que anocheciese del todo para ponerme
en marcha.
Veinticinco minutos después, me encontraba en New Hampshire Avenue,
acercándome a Los Feliz. Llegué a una zona de oscuras casas de una planta y empecé
a pasar junto a los patios delanteros, deteniéndome a buscar nombres de mujeres
solteras en los buzones. Los cuatro primeros identificaban a los inquilinos como «Sr.
y Sra.», pero la quinta era chicha: «Srta. Francis Gillis.» Anduve hasta la puerta y
llamé al timbre antes de que el miedo pudiera atenazarme.
Silencio.
Un timbrazo. Dos. Tres. Detrás de la ventana de la fachada, la oscuridad parecía
intensificarse con el eco de cada llamada. Me puse los guantes, saqué la herramienta
y la encajé en el estrecho espacio entre la puerta y el dintel. Me temblaban las manos
y me dispuse a empujar, forzar y astillar. Sin embargo, justo entonces, los temblores
se aceleraron y el filo plano de la ganzúa corrió limpiamente el pasador de la

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cerradura. La puerta se abrió con un clic por pura chiripa.
Me colé dentro y cerré la puerta; luego, me quedé absolutamente inmóvil en la
oscuridad del interior, esperando a que se revelara la forma y distribución de la
estancia. Notaba una comezón desde la pelvis a las rodillas y, mientras estaba allí
plantado pensando en la Sombra Sigilosa, la sensación se fue concentrando en mi
entrepierna.
Entonces se produjo un ruido de rascar de uñas y una poderosa fuerza bruta me
golpeó la espalda. Unos dientes se cerraron sobre mi rostro y noté que me
desgarraban una parte de la mejilla. Dos ojos amarillentos brillaron de inmediato ante
mí, enormes y extrañamente traslúcidos. Supe que se trataba de un perro y que la
Sombra Sigilosa quería que lo matara.
Los dientes se cerraron de nuevo; esta vez, me rozaron la oreja izquierda. Noté las
uñas escarbando en mi estómago y lancé un golpe con la punta afilada de mi
herramienta, adelante y arriba, donde calculaba que estarían los intestinos del animal.
Fue una imitación perfecta del movimiento de la S. S. y, cuando el filo desgarró la
piel y asomaron las entrañas, calientes y húmedas, llegué al borde del orgasmo. Me
quité el perro de encima, mientras el animal iniciaba una serie de agónicos mordiscos
por puro reflejo, y permanecí tumbado, aplastado contra el suelo. Mis ojos ya se
habían adaptado a la oscuridad, así que distinguí un sofá repleto de cojines a unos
palmos de donde me encontraba. Me arrastré hasta allí, agarré un almohadón de buen
tamaño, adornado con borlas, y lo presioné sobre la cabeza del perro hasta asfixiarlo.
Cuando me incorporé, me sentí mareado. Encontré una lámpara de pie y la
encendí. A su luz vi una sala de estar de estilo danés moderno con una naturaleza
muerta de estilo Plunkett moderno en el centro, una alfombra empapada de sangre y
un pastor alemán con un cojín de ganchillo por cabeza. Me temblaban las manos,
pero una película mental en blanco me permitía mantener la calma. Me dispuse a
realizar mi primer robo.
En el cuarto de baño, me lavé la herida de la mejilla con agua de hamamelis y
luego me apliqué un lápiz astringente en el corte. Pronto se formó una costra y, tras
cubrir la zona con pequeñas tiras de esparadrapo, pasé al dormitorio.
Procedí despacio, metódicamente. Primero, me quité la camisa manchada de
sangre, formé una pelota con ella y revolví el armario hasta encontrar una camisa azul
que no levantaría sospechas en un hombre. Me la puse y observé cómo me quedaba
en el espejo de la pared. Ajustada, pero no se me veía raro con ella. El pantalón
también estaba empapado en sangre y sucio de restos de tripas, pero era oscuro y las
manchas no se notaban demasiado. Podía volver a casa con él.
Me concentré en el saqueo y hurgué en los cajones, cómodas y alacenas, hasta dar
con una cajita de madera de cedro llena de billetes de veinte dólares y un secreter de
terciopelo donde había piedras relucientes y sartas de perlas que parecían auténticas.

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Pensé en hacer una búsqueda de tarjetas de crédito, pero decidí que no era
aconsejable. Lo del perro muerto podía significar que el robo recibiera más atención
de la habitual por parte de la policía, y no quería arriesgarme a traficar con tarjetas
que fueran objeto de especial interés de la pasma. Para ser el primer golpe, había
robado suficiente.
Con la herramienta, el dinero y las joyas en los bolsillos del pantalón, di una
última vuelta por la casa, apagando luces. Cuando recogí la camisa ensangrentada, la
Sombra Sigilosa me envió un pequeño adorno conmemorativo y, camino de la puerta,
arrojé una caja de galletas para perro junto a la cabeza cojín del pastor alemán.

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7

La noche en New Hampshire Avenue fue el principio de mi aprendizaje criminal


y el inicio de una serie de conflictos: las batallas internas que libraban las piezas de
puzle de mis impulsos emergentes. Durante los once meses siguientes, me pregunté si
las distintas partes de mí llegarían algún día a reconciliarse hasta el punto en que
todas las piezas encajaran unas con otras, lo cual me permitiría convertirme en el
hombre de acción que aspiraba a ser.
Proseguí con mi carrera de ratero dos noches más tarde. Entré en tres
apartamentos a oscuras de un mismo bloque, en Hollywood Este, utilizando sólo la
ganzúa para forzar las puertas. Robé cuatrocientos dólares, una caja de bisutería,
cubiertos de plata y media docena de tarjetas de crédito. Pero luego, cuando llegué a
casa y estuve a salvo, advertí que me sentía decepcionado. Mi triple éxito había sido
anticlimático. La noche siguiente forcé una ventana para colarme en una casa y
aquello me obligó a razonar conscientemente mis actos: mi primer robo con escalo
había sido sangre, suciedad, vísceras y coraje; en los siguientes me dediqué a refinar
la técnica y resultaron mucho menos estimulantes. Llegué a la conclusión de que
tenía que ser prudente y supercauteloso. No habían de cogerme nunca. En el plano
intelectual, esa conclusión me contuvo por un tiempo.
Pero a su estela llegaron otras verdades que me resultaron duras.
Para empezar, no me sentía capaz de vender las joyas y tarjetas de crédito que
robaba. Me daba miedo establecer unos contactos criminales que me harían
vulnerable al chantaje, y además necesitaba tocar las recompensas concretas de mis
proezas. Las plaquitas de plástico grabado con nombres de mujeres anónimas hacía
que sus vidas alimentasen mis películas mentales, de forma que cada una servía para
escapar horas y horas del aburrimiento. Las joyas añadían peso táctil a mis
proyecciones cinematográficas y nunca me preocupé de averiguar si eran verdaderas
o falsas.
Así, a medida que progresaban mis incursiones en las casas, el único beneficio
práctico que obtenía era el dinero que encontraba, pequeñas cantidades por lo
general. Seguía trabajando en la biblioteca y guardaba el dinero robado en una cuenta
de ahorros. Walt Borchard me enseñó a conducir y, a principios de 1968, cuando ya
llevaba seis meses de aprendizaje, me saqué el carnet y me compré un coche, un
inocuo Valiant del 60. Fue precisamente mientras cartografiaba terrenos más amplios
en él cuando se me presentó el conflicto más peligroso.
Una horrible urbanización de casas adosadas, todas iguales, se desplegaba ante mi
parabrisas y, por el número de niños que jugaban en los patios delanteros, comprendí
que las mujeres solas serían muy pocas. Decidí ir hacia el oeste, en dirección a

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Encino, pero algo me mantenía pegado al borde del carril derecho, con los ojos
pendientes de aquellas calzadas de acceso idénticas ante las que pasaba. Entonces vi
un perro callejero caminando por la acera y la imagen me asaltó.
Había estado mirando las puertas abatibles para perros, intercaladas entre las
habituales puertas laterales que todas las casas ante las que había pasado tenían en el
mismo sitio. De repente, evoqué el olor que había captado en la casa de New
Hampshire Avenue diez meses atrás, un aroma metálico que me llenó las fosas
nasales y me provocó temblores en las manos que agarraban el volante. Me detuve
junto a la acera y el recuerdo volvió de lleno. Junto a él, se produjo un bombardeo de
memorias de mis otros sentidos: el sabor de la sangre de mi madre mezclada con
agua, los carteles de «Cuidado con el perro» que había visto tiempo atrás mientras
elegía casas que saquear, cómo era llegar al clímax… El perro de la acera empezó a
parecerse al Hombre Puma, el odiado enemigo de la Sombra Sigilosa. Entonces, el
sentido de la razón que había adquirido se impuso y me largué de aquel barrio
horrible y peligroso antes de que pudiera cometer un error.
Aquella noche, en casa, acaricié mi ganzúa y cerré la sala de cine que tenía allí
para entretenerme las veinticuatro horas del día. Cuando ante mis ojos apareció una
pantalla vacía, la llené con lo que sabía y con lo que debía hacer al respecto, escrito
con una caligrafía sencilla que no dejaba lugar al adorno.
«Has estado tratando de revivir inconscientemente la muerte del perro.
»Lo has hecho porque te corriste de excitación.
»Has asumido riesgos innecesarios para lograr la gratificación sexual.
»Si sigues arriesgándote, te detendrán, te juzgarán y te condenarán por robo con
escalo.
»Debes parar.»
Mi máquina de escribir mental destelló una serie de signos de interrogación en
respuesta a mi última frase y, cuando llegaron al papel en blanco, fueron como golpes
en el corazón. Agarré la palanca con más fuerza y mi mente se sacudió en busca de la
respuesta al dilema más autodestructivo que haya conocido nunca el hombre.
Entonces, llegó otra serie de frases:
«Déjalo. No permitas que sea tu muerte.
»Contrólate, como la Sombra Sigilosa.
»Pero él tiene a Lucretia.
»Oblígate a tener sueños que te proporcionen alivio.
»Pero eso es traicionarme a mí mismo.
»Haz lo que todo el mundo hace consigo mismo.
»No.
»No.
»No.

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»Tócate, mutílate o mátate, pero hazlo ahora.»
Me desnudé y me acerqué al espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Al
contemplar mi imagen reflejada, vi a un muchacho-hombre alto y huesudo, con la
piel descolorida y unos fieros ojos castaños. Recordé las explosiones de cuando
dormía, que no procedían de los sueños, sino de la acumulación de imágenes de odio
de mis películas mentales, y pensé en la vergüenza que sentía cuando despertaba y
encontraba pruebas de lo que secretamente deseaba. El corazón me latía con fuerza y
noté que me faltaba el aire, por lo que todo mi cuerpo temblaba. Me coloqué el
extremo afilado de la palanca debajo de los genitales y luego me lo llevé a la
garganta. En ambos puntos me hice cortes de los que brotaron finos hilillos de sangre
y, al ver lo que me estaba haciendo, contuve una exclamación y me aparté del espejo,
arrojándome sobre la cama. Allí, mientras el mango de la herramienta de ratero me
dejaba marcas de acero mate en la entrepierna, lloré y me di alivio, el amargo precio
por ser capaz de seguir adelante.

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8

Mi contacto con la autoaniquilación me llevó a tomar la decisión de fantasear


menos y robar más. Reducir la vida mental resulta doloroso, pero la audacia que
adquirí tras el trance contribuyó a cicatrizar la herida. En el plazo de una semana,
realicé cinco golpes —cada uno en la jurisdicción de un departamento de policía
diferente, cada uno con distinta forma de entrar—, de los que obtuve un total de
setecientos dólares y unos centavos, dos relojes Rolex y un Smith & Wesson del 38
que pensé limar hasta que toda su superficie estuviera absolutamente rayada: el arma
definitiva de un ladrón de casas. Entonces, el destino me hipotecó a la historia y mi
ascensión y caída empezaron a la vez.
Fue el 5 de junio de 1968, la noche siguiente de que dispararan a Robert Kennedy
en L. A. El senador yacía en su lecho de muerte en el hospital Good Samaritan, el
lugar donde yo nací. Los noticiarios de televisión mostraban enormes multitudes que
celebraban una vigilia a las puertas del hospital, y enormes multitudes significaba
casas vacías. Walt Borchard me había contado que las zonas residenciales cercanas a
los centros médicos estaban llenas de enfermeras: eran buenos lugares para «patrullar
en busca de chochos». Tal combinación de factores sugería un paraíso para el ladrón,
así que me dirigí al centro con la cabeza llena de visiones de grandes casas vacías.
Wilshire Boulevard era un flujo constante de coches que hacían sonar el claxon
en una comitiva fúnebre prematura. La acera del hospital estaba abarrotada de
mirones, de gente que guardaba luto antes de tiempo y agitaba pancartas, y de hippies
que vendían pegatinas para coches que decían «Rezad por Bobby». Entre la multitud
había varias mujeres vestidas de enfermera y empezó a crecerme en la boca del
estómago una agradable y sólida sensación. Dejé el coche en un aparcamiento de
Union Avenue, a varias manzanas al este del Good Samaritan, y fui andando.
Mis fantasías iniciales acerca del barrio no se cumplieron. Allí no había casas
grandes, sólo edificios de apartamentos de diez y doce plantas. Cuando probé las
puertas exteriores de los tres primeros monolitos de ladrillo rojo que encontré a mi
paso y descubrí que estaban cerradas, la sensación de solidez se esfumó. Después, en
la esquina de la Sexta con Union, eché un vistazo al último bloque que acababa de
dejar atrás y observé planta tras planta de ventanas a oscuras y, en un edificio tras
otro, idénticas escaleras de incendios adosadas. Volví sobre mis pasos y,
entrecerrando los ojos, me puse a mirar hacia arriba en busca de alguna ventana
abierta.
El tercer edificio del lado este de la calle atrajo mi atención: tenía una ventana
entreabierta en el quinto piso, accesible desde el rellano de la escalera de incendios.
Comprobé si había algún posible testigo, no vi a nadie, y arrastré un cubo de la

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basura vacío hasta situarlo inmediatamente debajo de la escalera de incendios.
Dominé un ataque de miedo que me hizo castañetear los dientes, me subí al cubo y
me encaramé al último tramo de peldaños.
Hacía una noche clara, pero sin luna. Me puse los guantes y me obligué a subir de
puntillas, como la Sombra Sigilosa cuando se acercaba a una víctima. Al llegar al
descansillo del quinto piso, atisbé hacia abajo; tampoco esta vez vi a nadie y probé la
puerta de incendios. Estaba abierta y daba a un largo pasillo deteriorado. Era la ruta
de acceso más segura… si no tenía dificultades para abrir la puerta de mi objetivo. En
cambio, la ventana, con un metro de vacío y veinte de caída entre ella y yo, parecía
más poderosa y siniestra.
Con la pierna derecha extendida al máximo, intenté levantar el cristal con el pie.
La ventana se resistía pero, cuando conseguí un punto de apoyo, logré abrirla por
completo. Me agaché y, bien agarrado, alargué la pierna de nuevo hasta colarla por el
hueco oscuro; después, antes de que me atenazara el pánico, salté del descansillo
impulsándome con el otro pie, me agarré con ambas manos al marco de madera de la
ventana y efectué una entrada silenciosa y perfecta.
Me encontraba en una modesta sala de estar. Cuando mis ojos se acostumbraron a
la oscuridad, distinguí un sofá y unos sillones desparejados, unas estanterías hechas
con ladrillos y unos tableros llenas de libros de bolsillo, y un pasillo que se abría a la
derecha, directamente delante de mí. Del otro extremo llegaba un extraño sonido y
me estremecí al pensar que pudiera haber un perro guardián. Saqué el cincel, avancé
por el pasillo hasta una puerta entreabierta de la que salía luz de velas y, de
inmediato, supe que aquellos ruidos eran los de una pareja al hacer el amor.
Un hombre y una mujer yacían en la cama, entrelazados. Estaban bañados en
sudor y se agitaban como serpientes, con movimientos a contrapunto: él, embistiendo
implacablemente, arriba y abajo, adentro y afuera; ella, medio de lado, empujando
hacia arriba con las piernas entrelazadas detrás de la espalda de su pareja. Encima de
una estantería, la llama de una vela se movía al ritmo de la ligera brisa que entraba
por una ventana abierta y bañaba la habitación en penumbra, con largos bamboleos
de luz en una danza de llamas que terminaba en el punto donde se unían los amantes.
Los gemidos subieron de tono, remitieron y se convirtieron en jadeos medio
verbales. Observé que la luz de la vela iluminaba al hombre mientras penetraba a su
pareja. Cada parpadeo hacía más hermoso y más explícito el punto de unión.
Paralizado, sin pensar en el riesgo que corría, me quedé mirando. No sé cuánto
tiempo estuve allí pero, al cabo de un rato, empecé a saber cuál sería el siguiente
movimiento de los amantes y pronto empecé a moverme con ellos, en silencio, desde
una distancia que parecía vasta pero íntima. Sus caderas se alzaban y caían; las mías
también, en perfecta sincronía, rozando un espacio vacío que parecía bullir de cosas
que crecían. Pronto, los gemidos de la pareja se intensificaron al unísono, se

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aceleraron, hasta que pareció que nunca volverían a calmarse. Me sorprendí a mí
mismo a punto de gemir con ellos, pero la Sombra Sigilosa me mandó una
advertencia profesional y me mordí la lengua. En aquel momento, todo mi ser se
disparó como un cohete en mi entrepierna y los amantes y yo nos corrimos a la vez.
Ellos se dejaron caer en la cama, jadeando, ferozmente agarrados el uno al otro;
yo me apoyé en la pared para contener las ondas de choque residuales de mi
explosión. Apreté la espalda más y más fuerte, hasta que pensé que me partiría el
espinazo; entonces, oí unos cuchicheos y una voz de una radio llenó el dormitorio.
Un locutor anunciaba con tono sombrío que Robert Kennedy había muerto. La mujer
empezó a sollozar y el hombre susurró:
—Vamos, vamos. Sabíamos que iba a pasar.
Las últimas tres palabras me sobresaltaron y retrocedí por el pasillo hasta la sala.
Vi unos pantalones de pana tirados en un sillón y un bolso en el suelo, al lado.
Pendiente del resplandor de la luz de la vela que escapaba del dormitorio, saqué una
cartera del bolsillo trasero de los pantalones y un monedero del bolso abierto.
Después, salí por la puerta antes de que el hermoso imán de la vela pudiera atraerme
de nuevo hacia los amantes.

En el coche, antes siquiera de animarme a examinar el botín, tuve un terrible


momento de revelación. Supe que tendría que hacer aquello una y otra vez y, a menos
que mis beneficios criminales hicieran que mereciese la pena el riesgo, moriría de
sumisión a aquella ansia. Pensé en las joyas y tarjetas de crédito que escondía en el
armario de mi casa y en los nombres y lugares favoritos de los peristas que Walt
Borchard había mencionado en sus numerosos monólogos cerveceros. Fui a casa,
recogí el botín y salí a añadir otra muesca a mi profesionalidad. Por el camino, me
sentí saciado; suavemente calmado, pero lleno de determinación. Amoroso.
La calma dio paso a la aprensión mientras aparcaba en Cahuenga y Franklin, a
media manzana del Omnibus, el infame O.B.’s, el local que Walt Borchard había
llamado «un saco de pus incluso para lo que se lleva en Hollywood, un verdadero
carnaval de los bajos fondos: peristas, moteros, putas, camellos, yonquis y
maricones». Antes siquiera de llegar a la puerta, vi confirmada su apreciación.
Delante del edificio, un bloque bajo de cemento, había media docena de motos
aparcadas en la acera y un grupo de tipos de aspecto peligroso con chaquetas de cuero
que se pasaban una botella de whisky. Cuando empujé las puertas batientes, vi que el
interior era un gran muestrario de cosas que no había visto nunca.
Al fondo del gran local cargado de humo, había un escenario. En él, unos negros
descamisados tocaban congas y, detrás de ellos, un blanco movía un foco de colores
en dirección a la pista de baile, en forma de herradura. Una fila de jóvenes, chicos y
chicas, hacía cola en la periferia de la masa giratoria de bailarines y, cada pocos

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segundos, uno de ellos se dirigía a una puerta que alcancé a distinguir en la parte
trasera del escenario.
Mientras me adentraba en aquel torbellino del hampa, acaricié el botín que
llevaba en los bolsillos de la cazadora para que me diera valor y suerte. Me sumé a la
fila de hippies y observé con más detalle la pista. Hombres bailaban con hombres y
mujeres con mujeres. Me llegó un olor intenso, almizclado, y deduje que sería
marihuana. Enseguida noté un codazo en el costado y me encontré un porro delante
de la cara.
—Fuma —me dijo una pelirroja de melena larga y enredada—. Es Acapulco
Gold. Volarás.
Pensé en la Sombra Sigilosa y la invisibilidad psíquica y respondí:
—No, gracias. No me va el rollo.
La chica entrecerró los ojos e hizo una calada.
—¿Eres un estupa?
—No. He venido por negocios.
—¿Comprar o vender?
—Vender.
—Estupendo. ¿Hierba? ¿Anfetas? ¿Ácido?
La S. S. me susurraba al oído: «Donde fueres, haz…» Impulsivamente, dije: «Una
calada», y cogí el porro. Me lo llevé a los labios y aspiré profundamente. El humo
ardía, pero lo retuve hasta que noté como si un atizador al rojo me quemase los
pulmones. Por fin, solté el humo y respondí, jadeante:
—Joyas, relojes, tarjetas de crédito.
La chica dio otra calada y se presentó:
—Me llamo Lovechild. ¿Eres un criminal o algo así?
Me devolvió el porro y, cuando aspiré el humo, vi a la Sombra Sigilosa y a
Lucretia marcándose un lento en la pista. Los demás bailarines topaban con ellos y
Lucretia amagaba con morderles el cuello hasta que se retiraban. Al cabo de unos
segundos, los danzantes estaban de rodillas, mientras que la S. S. y Lucretia aparecían
desnudos y enredados en un amasijo de brazos y piernas, como serpientes. Di otra
calada y oí la música procedente del escenario: «¡Me voy a colocar y al cielo voy a
volar! ¡Un poco de polvo blanco en un muslo de bruma púrpura! ¡No me preguntes
por qué!»
Lovechild se arrimó a mí y protestó, haciendo pucheros:
—¡No te apalanques el porro, pásalo! ¡Es costo caro!
Todavía con los ojos puestos en la Sombra Sigilosa y Lucretia, metí la mano en el
bolsillo derecho de la cazadora y busqué un Rolex de mujer para tranquilizarla. Mis
dedos se cerraron en torno a algo metálico y saqué lo que agarraba. Al momento,
alguien gritó:

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—¡Tiene un arma!
La fila de hippies se disgregó y la Sombra Sigilosa y Lucretia se desvanecieron.
Oí el cuchicheo repetido, «un pasma, un pasma». La realidad se impuso y obligué a
mi cerebro, atontado por la marihuana, a recordar el nombre del «perista principal»
que, según Walt Borchard, trabajaba en el O.B.’s. Apunté con mi 38 descargada a
Lovechild y susurré:
—Cosmo Veitch. Llévame.
La gente empezaba a ponerse nerviosa. Notaba que me estaban midiendo. Tenía a
favor mi estatura y mi indumentaria formal pero, aparte de eso, estaba en los huesos y
apenas tenía veinte años. Si alguien decidía encender las luces normales del local,
quedaría en evidencia que era un impostor, un falso pasma.
Vinieron en mi ayuda viejos recuerdos y películas mentales, y noté que las
facciones se me congelaban en esa expresión mía de «no te metas conmigo, soy un
pirado». La Sombra Sigilosa me susurraba palabras de estímulo y se señalaba el
diafragma; entendí que quería que hablara con una voz grave y áspera, de hombre ya
hecho.
—Cálmense, ciudadanos —dije—. Esto no es una redada; es sólo entre Cosmo y
yo.
El comentario tuvo el efecto de apaciguar a la masa. Observé que los rostros
tensos se relajaban con alivio y los bailarines que tenía directamente delante volvían a
la pista y reanudaban sus evoluciones. Reparé en que todavía empuñaba mi 38 a la
altura de la cadera y la fila de hippies se había dispersado definitivamente. Estaba
concentrándome en mantener mi rostro en las sombras cuando oí una voz masculina a
mi espalda.
—¿Sí, agente?
Lentamente di media vuelta y sonreí. La voz pertenecía a un hombre joven de
mirada dura, cuerpo firme y rollizo, gafas de cristales ovalados y cola de caballo.
—Vamos a un sitio tranquilo —dije y apunté con el arma hacia la parte trasera del
escenario. Cosmo abrió la marcha y me condujo hasta un cuartito lleno de taburetes y
gramolas fuera de uso. La luz era brillante y áspera y mantuve todo mi ser
concentrado en dar la impresión de ser mayor de mi verdadera edad y en expresarme
como tal.
—Soy el Sigiloso —añadí—. Trabajo en la brigada de Robos en el Valle, y he
recibido buenos informes de ti. —Con la pistola apuntando al suelo, vacié el
contenido de los bolsillos de la cazadora sobre uno de los taburetes. Cosmo soltó un
silbido ante la acumulación de joyas, relojes y tarjetas de crédito. La S. S. hacía
gestos de «sé audaz» y, con un suspiro, me limité a decir—: Propón una cantidad, no
tengo toda la noche.
Cosmo acarició los dos Rolex, hurgó entre las joyas y levantó varias piedras rojas

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para observarlas a la luz.
—Quinientos dólares —dijo.
Sentí otro subidón de la marihuana.
—Billetes, no hierba. —Los gestos de la Sombra Sigilosa para que me mostrara
atrevido se hicieron más enfáticos y añadí—: Seiscientos.
Cosmo sacó un fajo de billetes del bolsillo, contó seis de cien dólares y me los
entregó. Después, señaló una puerta trasera. Me guardé la pistola en el bolsillo, hice
una reverencia y me marché como un gran actor que abandonara el escenario después
de salir a saludar tras una actuación memorable. Había conquistado el sexo y había
conseguido la invisibilidad psíquica en un mismo día. Era inexpugnable; era de oro.

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9

Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Pasé veinticuatro horas febriles tratando de reconciliar la logística dual. ¿Casas de
parejas recién casadas? No, demasiado arriesgado.
¿Vigilancia a mujeres jóvenes y atractivas con amigos que se quedaban a dormir?
No. Demasiado azaroso. Por fin, se me ocurrió una idea. Crucé el vestíbulo y llamé a
la puerta del tío Walt Borchard.
—¿Amigo o enemigo? —gritó el tío Walt.
—¡Enemigo! —respondí.
—¡Entra, enemigo!
Abrí la puerta. El tío Walt estaba sentado en el sofá de la sala, engullendo su
habitual cena a base de pizza y cerveza, con un papel de periódico en el suelo para
recoger el queso fundido.
—Necesito… Necesito hablar —anuncié con fingida sumisión.
—Parece algo serio. Siéntate y coge un trozo.
Me acomodé en una silla delante de él y rechacé la pizza que me ofrecía.
—¿Has trabajado alguna vez en la brigada Antivicio? —inquirí.
Borchard masticaba y se reía a la vez, la hazaña más compleja que era capaz de
hacer.
—Eso suena a problema grave —dijo al tiempo que tragaba—. ¿Estás bien,
Marty?
—Sí. Claro. ¿Has trabajado allí o no?
—No. ¿Te has metido en algún lío, chico?
—No. La brigada Antivicio arresta prostitutas, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y chicas de compañía? Ya sabes, prostitutas de esas guapísimas; no putas
vulgares y baratas, sino chicas hermosas, chicas que tienen su propio apartamento
para llevar a los hombres y que no sea tan cutre como ir a un motel.
Borchard se río tan fuerte que escupió una anchoa y ésta cayó sobre la mesita de
café que tenía delante. Se la llevó a la boca de nuevo, volvió a masticarla y preguntó:
—Marty, ¿quieres acostarte con una mujer?
—Sí —respondí, bajando la mirada.
—Mira, muchacho, estamos en 1968. Ahora las chicas lo hacen gratis como no
había ocurrido nunca antes.
—Lo sé, pero…

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—¿Has probado con Patty, la vecina de abajo? Se abre de piernas tan a menudo
que tendrán que enterrarla en un ataúd en forma de Y.
—Es fea y tiene granos.
—Pues ponle una bolsa de papel en la cabeza y cómprale un tubo de Clearasil.
Me obligué a soltar unas lágrimas de cocodrilo y el tío Walt dijo:
—Oh, mierda, muchacho. Lo siento. Eres virgen, ¿verdad? ¿No lo has hecho
nunca y buscas un chocho bonito para tu primer polvo?
—Sí —respondí, secándome la nariz.
El tío Walt se puso en pie, me alborotó el pelo y entró en su dormitorio. Regresó
al cabo de un momento y me puso un billete de cien dólares en la mano.
—No digas que nunca te he dado nada y no digas que nunca transgredí las reglas
por un colega.
Me guardé el dinero en el bolsillo de la camisa.
—Jo, tío Walt, muchas gracias.
—Ha sido un placer. Ahora, escucha con atención y dentro de una hora, más o
menos, te habrán desvirgado. ¿Me oyes?
—Sí.
—Bien. Aquí va una asombrosa información: el DPLA, del que soy miembro,
permite que en la zona de Hollywood se ejerza una cierta prostitución. ¿No te resulta
chocante? Bien, pues hay una parte del Boulevard, justo al oeste de La Brea, llena de
pisos de chicas de compañía. Las chicas van a los bares de los mejores hoteles, como
el Cine-Grill del Roosevelt, la terraza del Yamashiro, el Gin Mill del Knickerbocker,
etcétera. Las chicas se sientan en la barra, beben cócteles, miran a los hombres solos
y no es necesario ser un genio para adivinar cómo se ganan la vida. Su procedimiento
habitual consiste en decir una cifra y sugerir que vayáis a su casa. El precio normal
son cien dólares por toda la noche, que es justo lo que acabo de poner en tu mano
calenturienta. Ahora bien, como todavía no tienes edad para consumir alcohol
legalmente, compórtate con frialdad cuando el camarero te pregunte qué quieres
tomar. Sé caballeroso con la dama de tu elección, dile que cien pavos es lo máximo
que vas a pagar y fóllatela hasta que no puedas más.
Me puse en pie. El tío Walt me dio un golpe debajo de la barbilla y se rio.
—Alguna jovencita va a quemar más goma que la autopista de San Bernardino. Y
ahora, largo de aquí. Se me enfría la pizza.

Al cabo de una hora no me estaban desvirgando. Me encontraba sentado en el bar


Cine-Grill del hotel Roosevelt, en Hollywood, observando a una mujer que lucía un
ajustado vestido negro de lentejuelas y que hablaba con un hombre que fingía
espontaneidad y que llevaba un traje de verano con las consabidas insignias del
asistente a una convención. La mujer era una pelirroja teñida, pero bonita; el hombre

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tenía un aspecto fuerte y musculoso. Di un sorbo a mi whisky con soda y mantuve la
calma imaginando que eran la Sombra Sigilosa y Lucretia, relajándose después de
una larga jornada de acechar a sus víctimas. Casi los sentía a los dos en la cama.
Salieron del bar repentinamente. Cuando se pusieron en pie para marcharse,
advertí que estaba proyectando películas mentales y que los había perdido de vista en
la realidad física. Conté hasta diez y los seguí.
Vi que tomaban un taxi delante del hotel y corrí hacia mi coche. Fue fácil seguir
al taxi, pues había tráfico denso en el Boulevard, de manera que en el cruce con La
Brea se quedaron clavados sin poder avanzar. Yo iba justo detrás y saqué los guantes
y la palanca de debajo del asiento. Cuando el semáforo se puso verde, sonreí. El taxi
se acercaba a la acera. El bloque de pisos de las chicas de compañía del tío Walt había
resultado una revelación.
La pareja se apeó del taxi. Yo aparqué a dos coches de distancia y los vi entrar en
un gran edificio de apartamentos de color rosa que imitaba las casas de las
plantaciones sureñas. La mujer no utilizó llave para abrir la puerta principal, por lo
que yo también podría acceder al interior. Me apeé, esperé diez segundos y eché a
correr, refrenando la marcha mientras abría la puerta que daba a un largo vestíbulo
alfombrado de rosa. La pareja entró en un apartamento del extremo izquierdo del
vestíbulo.
Inspeccioné los buzones y adopté la actitud de un joven moderno que vivía en una
extravagante plantación rosa de Hollywood Boulevard. Resultó fácil, y fingir aquella
despreocupación suprema me hizo sentir descarado. En el vestíbulo no había nadie,
pero desde el interior de cada apartamento atronaba un surtido de ruidos de televisión
y tocadiscos, por lo que el nivel general de estruendo era considerable. Caminé hacia
mi objetivo, estudiando todas las puertas al pasar. Los cerrojos no estaban reforzados
y había como mínimo un espacio de quince milímetros entre la puerta y el marco. Si
la furcia no había puesto la cadena, podría entrar.
Al llegar a la puerta que me interesaba, escuché, esperando oír los deleites
precoitales, pero lo único que capté al otro lado fue silencio. Eché un vistazo rápido
al vestíbulo, me puse los guantes, inserté el lado de la ganzúa de mi herramienta y
tanteé el cerrojo. Noté que los resortes individuales iban cediendo uno por uno y,
cuando el tercero saltó con un clic, abrí la puerta menos de un centímetro, lo cual me
bastó para ver una sala de estar con una pequeña cocina a oscuras. Sacudí la cabeza
para mantener alejadas las películas mentales y entré; luego, haciendo girar el pomo,
cerré la puerta sin hacer el menor ruido.
Unas voces, y no los sonidos de la pasión, me atrajeron hacia el dormitorio, y lo
que capté a través de la rendija de la puerta fueron vislumbres de cuerpos
imperfectos. Cuando acerqué el ojo a mi visor de dos centímetros, me descorazoné.
Él era fofo y ella tenía tatuajes en los hombros y en los muslos. Era obvio que se

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había teñido el vello púbico del mismo color que los cabellos y él no se había quitado
los calcetines. Intenté convertirlos en la Sombra Sigilosa y en Lucretia, pero la
cámara de mi cerebro se negaba a enfocar, y sus voces eran tan desagradables que
comprendí que su cópula sería nefasta y que yo no podría unirme a ellos.
—… no es la primera vez que visito este edificio —decía el hombre—. Estuve en
1964, cuando vine a L. A. para la convención de la Asociación del Alce.
—Aquí trabajan muchas chicas —comentó la prostituta—. Algunas las controlo
yo. ¿Quieres que empecemos?
—No tan deprisa. ¿Eres una madama?
—Más bien una hermana mayor y una confidente —suspiró la puta—, una
terapeuta, en realidad. Les concierto citas y me quedo una comisión, pero me gusta
ser una amiga, la hermana mayor que sabe de qué va el asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, una vez a la semana me reúno con las chicas que conozco que trabajan
en esto y hablamos de los clientes y nos hacemos confidencias y… ya sabes.
El hombre soltó una risita.
—¿Y nunca lo has hecho con otra chica? —inquirió.
—Vaya. Bueno, creo que voy a necesitar un trago para esto. ¿Quieres uno tú
también? Tal vez tranquilizará…
Imaginé lo que estaba a punto de ocurrir y me dirigí a la puerta. Cuando tenía la
mano en el tirador, vi un bolso en una silla, a pocos metros de distancia. Lo cogí y
conseguí desvincularme del apartamento en el preciso momento en que se abría la
puerta del dormitorio. Luego corrí.
En el bolso había nueve dólares y cuarenta y tres centavos, además de una
información sexual que me impulsó durante más de un año a mirar, albergar
esperanzas, merodear y, a veces, a robar. El dinero, por supuesto, carecía de
relevancia. Lo que me mantuvo ocupado fue el cuaderno de notas de la furcia.
Se trataba de una improvisada agenda de clientes, sus números de teléfono, las
fechas de las citas ya concertadas y una lista de las otras chicas que la «confidente-
terapeuta», Carol Ginzburg, «controlaba», junto con los números y los teléfonos de
los puteros y notas sobre si la «cita» tendría lugar en un motel, en el piso del cliente o
en el apartamento de la propia muchacha. En resumen, aquello era una fuente de
información extraordinaria sobre posibles sitios donde mirar y robar y, en el caso de
las «citas» ya concertadas, me brindaba la posibilidad de hacer incursiones de
reconocimiento del terreno antes de que se produjera el encuentro.
Con la determinación de la Sombra Sigilosa, me dispuse a escribir mi propio
cuaderno de notas. Primero, utilicé las Páginas Blancas normales de L. A. y la guía
policial «inversa» de números de Walt Borchard. Compilé una lista de las direcciones
que correspondían a los números de teléfono y luego, un fin de semana en que el tío

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Walt salió de la ciudad en una excursión de pesca, simulé un robo con escalo en el
garaje trasero y le robé el resto de herramientas de ratero, el cortacésped y un montón
de números del National Geographic que, supuestamente, tenían cierto valor. El
cortacésped y las revistas los tiré al embalse de Silverlake. Las herramientas las
envolví en hule y las metí en un tronco de árbol hueco a dos manzanas de distancia.
A continuación, realicé una serie de misiones de reconocimiento.
Carol Ginzburg y «sus chicas» se encontraban cada domingo para tomar el
brunch en el café Carolina Pines, de la esquina de Sunset con La Brea, y en su
cuaderno de notas lo calificaba de «charla de chicas». Escuché furtivamente tres de
sus sesiones y estudié a las muchachas. Eliminé a «Rita» «Suzette» y «Starr» porque
eran unas busconas estúpidas y aprobé a «Danielle», «Lauri» y «Barb»,
considerándolas aceptables para constituir un tercio de la fusión del trío. Lauri era
muy atractiva, alta y majestuosa, con el cabello rubio miel y acento escandinavo.
Decidí que, en primer lugar, la seguiría en sus salidas a domicilio, cartografiaría el
territorio y puliría mis habilidades de ratero.
Lo hice todo de una manera muy metódica. Lauri tenía una cita en Coldwater
Canyon cada tres miércoles. Al inspeccionar la casa, ésta me pareció inexpugnable,
con una alarma conectada a la comisaría de policía, y la taché de la lista. También
tenía una cita mensual los lunes en una de las zonas menos elegantes de Beverly
Hills; las ventanas eran pan comido y junto a las alcobas había abundantes setos que
ofrecían un lugar perfecto para esconderse. Aquél sería el «golpe» número uno, el 7
de agosto de 1968.
Y así seguí con el resto de la lista. Primero, las citas de Lauri, después las de Barb
y, por último, las de Danielle. Las tres chicas vivían en la plantación rosa de Carol
Ginzburg, por lo que no sería conveniente actuar cuando recibiesen en su casa, ya que
no podía correr el riesgo de repetir robos en el mismo edificio. Además, algunos de
los pisos de los clientes estaban muy a la vista y protegidos contra ladrones, así que
tuve que eliminarlos. Al final, me quedé con una lista de diecinueve «probables»,
todos previamente inspeccionados y marcados en el calendario; unos robos en citas
de amantes que, si todo salía bien, me durarían hasta enero de 1970. Por otra parte, yo
contaba con un dispositivo a prueba de fallos. Si la policía era alertada de una serie de
robos en lugares donde trabajaban las putas, yo me contaría entre los primeros en
saberlo.
De día, mientras esperaba que llegara el siete de agosto, mi vida transcurría como
siempre: trabajaba en la biblioteca, pasaba películas mentales y anhelaba la
invisibilidad psíquica. En cambio; de noche, trabajaba en mi escondrijo, un cobertizo
de mantenimiento abandonado que había descubierto en lo más hondo de los bosques
de Griffith Park. Al resplandor de una lámpara de arco alimentada con pilas, me
familiaricé con el tacto de las seis ganzúas del juego de herramientas y aprendí cómo

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cedía imperceptiblemente la cerradura cuando las insertaba y las movía en su interior.
Compré docenas de cerrojos nuevos de acero mate de varias marcas en las ferreterías
y aprendí a neutralizarlos. Practiqué con la ventosa en ventanas y corrí por las oscuras
colinas del parque para mantenerme en forma, por si tenía que salir por piernas de
alguna de las casas de las citas. Llegué a creer que mi primer año de ratero había sido
una mezcla increíble de azar, alarde imprudente y la suerte del principiante. Antes
había sido un viajero infantil. Aspiraba a convertirme un artesano consumado.

7 de agosto de 1968

La anotación en la libreta de citas de Carol Ginzburg decía las nueve de la noche,


por lo que me puse en marcha hacia Beverly Hills a las siete y media, por si al final
se hacía necesario un replanteamiento de última hora. La noche era calurosa y
sofocante, bochornosa. Aparqué en un espacio de pago de Wilshire, a tres manzanas
de mi objetivo, y caminé hasta allí adoptando el paso despreocupado de quien tiene
todo el tiempo del mundo y nada que temer. En Charleville con Le Doux vi la casa
del señor Murray Stanton, iluminada como un árbol de Navidad de pura expectación
ante una noche caliente con Lauri. Al pasar por la acera junto a la calzada de acceso,
oí zumbar a todo trapo el aparato de aire acondicionado montado en la ventana. Me
acerqué con disimulo y corté el cable en el punto donde salía de la ventana y entraba
en el aparato. Me agaché y admiré mi trabajo. El cable estaba deshilachado y la rotura
parecía natural. Entré en el patio trasero y me acurruqué a esperar detrás de un rosal.
A las ocho y veinte, oí una voz masculina que farfullaba: «Mierda»; al cabo de
unos segundos, se abrieron unas ventanas en ambos lados de la casa y vislumbré la
silueta de Murray Stanton. De lejos, podía pasar por la Sombra Sigilosa.
A las nueve en punto sonó la campanilla de la puerta principal. Me puse los
guantes, cerré los ojos, pasé películas mentales y conté hasta quinientos, todo ello
simultáneamente. Entonces me acerqué a la ventana más distante del dormitorio, me
impulsé apoyándome en el alféizar y me colé en la casa a oscuras.
Unos gritos de éxtasis me dirigieron hacia la puerta de la alcoba. Vi que estaba
cerrada, pero no con llave, y que salía luz por debajo. Me figuré que los amantes
tendrían los ojos cerrados y abrí la puerta un par de centímetros, empujándola con el
pie.
Murray Stanton estaba encima de Lauri, taladrándola, y la plaga de acné
enquistado de su espalda era un insulto para la Sombra Sigilosa. Lauri, alta, rubia y
majestuosa por lo que se veía de su cuerpo, examinaba una fotografía enmarcada que
había cogido de la mesita de noche y tenía la otra mano apoyada en el hombro
cubierto de granos de Stanton, con los dedos separados como si temiera que las
pústulas fuesen contagiosas. La que gemía era ella, y resultó que era muy mala actriz;

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el momento culminante de su actuación fue cuando dejó la foto para rascarse la nariz.
Era tan guapa que podía ser Lucretia, pero me recordaba a otra persona, a alguien
fuerte y nórdico enterrado en un profundo compartimento de la bóveda de mi
memoria.
Continué mirando sin excitarme. Al cabo de un rato, Lauri dejó de gritar y se
mordió las uñas de las dos manos. Los movimientos de Stanton se volvieron más
frenéticos y, jadeante, el tío farfulló: «¡Voy a correrme! Di: “¡Qué grande la tienes!
¡Es tan grande que me hace daño!”»
Lauri pronunció las palabras, procurando contener una risita. Cualquiera, excepto
una suerte de cerdo lleno de acné en el momento de llegar al orgasmo, habría notado
el tono satírico de su voz. Regresé a la sala y la Sombra Sigilosa, que caminaba a mi
lado, me dijo: «Roba, roba, roba.»
Ya en la sala, obedecí. Me disponía a coger una cartera que había encima de una
mesita de café cuando recibí un mensaje mental impreso con sorprendente claridad:
«No, mejor no la robes, porque el cerdo del acné echará la culpa a Lauri y entonces
nunca averiguarás quién es ella.»
El mensaje era tan poderoso que obedecí por reflejo pero, cuando ya me acercaba
a la ventana, me guardé en el bolsillo una diminuta fotografía enmarcada de tres
niños risueños.

Mirar.
Robar.
Mirar y robar.
Estas dos ocupaciones gemelas dominaron mis horas de vigilia durante el
siguiente año, mientras que las pesadillas ocuparon mis sueños. Había esperado que
el hombre-mujer-yo sería mi trinidad, pero no fue así. Era una tríada compuesta de:
mirar sexo mecánico motivado por la codicia y la desesperación, robar por la
supervivencia emocional y porque era la razón para mirar, y soñar para tratar de
desentrañar el misterio de Lauri. Que mis sueños se convirtieran inevitablemente en
pesadillas fue lo peor.
El nombre auténtico de Lauri era Laurel Hahnerdahl y, haciéndome pasar por un
agente de policía al teléfono, supe que había nacido en Copenhague, Dinamarca, en
1943, y que había llegado a América en 1966. Su profesión declarada era «modelo»,
no tenía familiares en Estados Unidos y no poseía antecedentes delictivos. Eso fue
todo lo que el DPLA y el Departamento de Vehículos a Motor pudieron darme.
Era prácticamente imposible que nos hubiéramos conocido, pero yo la sentía
simbióticamente familiar. Recorrí su apartamento dos veces y no encontré nada que
despertara mis recuerdos. Observé cuatro de sus citas, sin robar, y ni siquiera así
logré descifrar el misterio. Soñaba con ella constantemente y siempre era lo mismo:

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la miraba mientras hacia el amor con un tipo que se parecía a la Sombra Sigilosa y se
me nublaba la visión y me acercaba sólo para convertirme en un objeto inanimado sin
voz, sin piernas, sin brazos y ciego. Lo único que podía hacer era escuchar y entonces
oía truenos, truenos que estallaban acallando miles de voces ininteligibles que
trataban de decirme qué significaba Lauri. La pesadilla siempre terminaba al llegar a
aquel punto, tras el cual me despertaba con una erección y bañado en sudor.
Lauri regresó a Dinamarca en abril de 1969 y Carol Ginzburg dio un brunch en su
honor para celebrar su regreso a la tierra natal. La idea de verla marchar me
destrozaba y estaba enojado conmigo mismo por no haber averiguado quién era. Sin
embargo, cuando se marchó, mis pesadillas remitieron y pude apartar de mi mente el
enigma que esa chica representaba.
Así que seguí mirando y robando, hasta que la esperanza de volver a sentir lo
mismo que el 5 de junio de 1968 murió de un exceso de sesiones turgentes de cama,
de una superabundancia de expresiones patéticas de soledad. Frente a la desilusión
que me había llevado mirando, robar me proporcionó una nueva ilusión, así que di
once golpes seguidos. Le vendí todo el material a Cosmo Veitch y me deleité en el
hecho de que Cosmo, si bien finalmente había descubierto que yo no era policía, me
temía de veras. Desde finales del verano de 1968 hasta la mitad del verano de 1969
me pagó un total de siete mil doscientos dólares por los objetos que yo había robado,
suma que guardé en una caja de seguridad de un banco de La Brea para cuando dejara
de trabajar en la biblioteca y me marchara del edificio de mala muerte de Walt
Borchard.
Sin embargo, en agosto de 1969 ocurrió una serie de acontecimientos que, por su
coincidencia en el tiempo, me obligaron a hacer un alto temporal en mi carrera
delictiva. Sharon Tate y otras cuatro personas fueron acuchilladas en su casa de
Benedict Canyon, un hecho que, sumado a los acuchillamientos similares del
matrimonio La Bianca, ocurridos en el barrio de Los Feliz, en el otro extremo de la
ciudad, desató el pánico y provocó un auge de todo tipo de aparatos y servicios de
seguridad. Los angelinos compraban pistolas y perros de vigilancia y se atrincheraban
en contra de unos asesinos concretos que seguían sueltos y en contra de los años
sesenta en general. Robar en las casas se convirtió en un negocio arriesgado.
Por otra parte, Carol Ginzburg acabó sumando dos y dos y relacionó los robos en
los pisos de los clientes con la desaparición de su agenda. En el brunch dominical del
restaurante, la oí decir: «Coincidencia, coincidencia…; algo raro está pasando.»
Explicó su teoría de un ladrón muy frío que, por precaución, sólo actuaba de una
manera intermitente, y añadió que iba a contratar a un detective privado para que
investigara qué sucedía. Carol siguió hablando; yo pagué la cuenta y salí del local.
Sin el mirar y el robar, lo único que quedaba de mi trinidad eran las pesadillas.
Aunque Lauri se había marchado, regresaron. Eran susurros que me tentaban entre el

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estruendo de los truenos. No sabía qué decían pero, cuando despertaba, notaba el
sabor de la sangre.

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Sin extremidades que me impulsaran ni vista que me guiara, mis sueños se


convirtieron en excursiones a la ingravidez. Era presa de ruidos que me zarandeaban
como una muñeca de trapo y me sentía a merced de truenos que me quemaban por
dentro. Sólo una corriente subterránea de conciencia me ayudaba a contener mis
pesadillas y me salvaba de la desgracia del insomnio provocado por el terror. Aun
durante lo peor del trance, me daba cuenta de que el hecho de notar el trueno-calor
significaba que no estaba disociado de mi cuerpo. Cada mañana, al despertar —
repuesto pero, a la vez, colmado de miedo residual—, comprendía que poseía un
piloto automático que siempre me mantenía a salvo de precipitarme al abismo.
Aun así, seguía temiendo quedarme dormido y procuraba retrasar el momento del
sueño mediante la búsqueda del agotamiento absoluto.
Con el colchón de mi cuenta bancaria, dejé el empleo en la biblioteca y me
pasaba los días quemando energía física. Me apunté a un gimnasio de L. A. Oeste y
levantaba pesas dos horas diarias; al cabo de un mes, mi magro esqueleto empezó a
cubrirse de músculo. Corría por las colinas de Griffith Park hasta que me caía de
aturdimiento y las duchas calientes en casa me resultaban un calor benevolente.
Luego, de noche, desmembraba a otros. Era un ritual espoleado por la conciencia de
mi propio cuerpo e impulsado por el deseo de sofocar las pesadillas. Me convertí en
rastreador de seres humanos en sus poses más prosaicas, en director de películas
mentales aficionado a improvisar dramas con los transeúntes de la calle y sus gestos
despreocupados. Noche tras noche, recorría las calles amodorradas, observando. Vi
manos que tiraban de perneras y dobladillos y supe cómo se procuraban el sexo sus
dueños; las luces de neón que iluminaban a una banda juvenil con camisetas sin
mangas me revelaron por qué aquellos chicos hacían lo que hacían. Mi proyector
cerebral tenía un mecanismo automático de cámara lenta y, cuando un cuerpo
hermoso requería una inspección más cuidadosa para revelar la verdad de su poesía,
ese mecanismo entraba en acción y me permitía deleitarme sin prisa en cada uno de
los deliciosos pliegues y turgencias de la carne.
Al cabo de unas semanas de observación móvil, las pesadillas empezaron a
remitir y dejé de ser director de cine para convertirme en cirujano, en un esfuerzo por
extirparlas del todo. Mi cirugía experimental abarcaba trasplantes de extremidades de
alguien del otro sexo: piernas de hombre en torsos de mujer o caras femeninas en
cuerpos masculinos, con especial atención a las incisiones mentales que posibilitaban
los injertos. Con el coche pegado al bordillo, fijaba la atención en una pareja que iba
cogida de la mano y reducía la marcha hasta que avanzábamos a la misma velocidad.
Cuando las farolas iluminaban sus rostros, yo amputaba miembros y cabezas y

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recomponía los cuerpos; sin esfuerzo, sin derramamiento de sangre. Y aunque no era
capaz de expresar con palabras el sentido de aquel acto, sabía que estaba
desarrollando unas uniones simbióticas triangulares que trascendían el sexo.
La combinación de ejercicio diurno y películas mentales nocturnas permitió que
mis pesadillas se convirtieran finalmente en poco más que una molestia ocasional.
Como precaución para que no reaparecieran con toda su intensidad, dormía con la luz
encendida y, si alguna vez despertaba a media noche, me levantaba e iba a mirarme
en el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Ahora estaba fuerte, cada vez
más, y cuando me tanteaba los músculos con la punta de los dedos sentía una carga
casi eléctrica. Aquella carga me recorría, bajaba hasta la entrepierna y finalizaba en
una palabra: «Robo.»
Conseguí apartar de mí el vocablo y sus vertiginosas connotaciones durante
semanas, hasta que, a primeros de octubre, una serie de cuerpos revolvió los viejos
rescoldos y el destino aportó el viento que me empujó a un incendio arrasador.
Me dirigía en coche hacia el norte por la autopista Pacific Coast, al atardecer; me
encaminaba a la salida de Topanga Canyon, en el Valle, e iba observando. Hacía un
calor excepcional para la época y grupos de surferos llenaban la carretera asfaltada
que corría paralela a la playa. Chicos y chicas, todos eran jóvenes y elásticos, y
levanté el pie del acelerador involuntariamente. Un cuarteto me llamó la atención:
dos chicos, dos chicas, todos esbeltos, todos morenos. Mi cabeza entró en modo
preoperatorio y, de pronto, se quedó en blanco. No era capaz de improvisar con sus
cuerpos y supe que se debía a que eran demasiado perfectos.
A pesar de todos mis esfuerzos, el bisturí mental no descendía y el cuarteto se
hacía cada vez más elástico. Detrás de mí sonaron unos cláxones y advertí que me
había detenido del todo y estaba estorbando el tráfico. Empecé a asustarme y busqué
en el arsenal de mi cerebro el juego de cuchillos de acero mate con el que mutilar a
los cuatro. Entonces, contra mi voluntad, lo moreno se hizo rubio y los chicos
besaban a los chicos y las chicas a las chicas y un coche rozó mi parachoques trasero
y el conductor gritó: «¿Dónde te han dado el carnet, capullo?»
Di gas por puro reflejo y el viejo Valiant avanzó por un concurrido cruce con el
semáforo en rojo y casi se llevó por delante a una anciana que empujaba un cochecito
de bebé. Aparté la vista de la calzada y la clavé en el retrovisor; el cuarteto perfecto
había desaparecido. Volví al Valle conduciendo despacio, sabedor de que sólo era
cuestión de tiempo que volviera a entrar, mirar, robar y correrme… a pesar del riesgo.
La oscuridad completa conllevó un aburrimiento espantoso. La única gente que
rondaba las calles era fláccida y sencilla, indigna de mis maquinaciones, y el recuerdo
de los bellos morenos/rubios —ellos y ellas— me invadió como un perfume mental.
Pasé de las calles comerciales a las residenciales, perfectamente consciente de mi
propósito último, y las casas ante las que circulaba estaban iluminadas brillante y

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uniformemente: bastiones de felicidad barata e incomprensible. No me quedaba más
remedio que cenar, irme a casa y esperar un sueño sin sueños.
Me detuve en Bob’s Big Boy, en Ventura Boulevard. En un reservado, cerca de la
puerta, había una pareja atractiva y ocupé una silla del mostrador que me permitía
verlos a los dos. Me encontraba en el proceso consciente de convertirlos en rubios
cuando se levantaron y se dirigieron a la caja. Ocuparon su lugar dos hombres
musculosos con ropa vaquera y el más alto de los dos se embolsó la propina.
Mientras recogía las monedas, su mano se convirtió en la garra de un reptil; pronto,
los dos tipos quedaron fijados en mi mente como lagartos guasones. Luego, el
volumen de sus voces interrumpió mis juegos mentales y me puse a escucharlos:
—… sí, putas hippies auténticas. Hablo de chicas que lo hacen por gusto, porque
disfrutan echando un polvo, más que por el dinero. Y baratas, además. Una de ellas,
Season, me lo hizo por diez pavos por la mañana; la otra, Flower, ¿lo pillas?, sale aún
por menos. Eso sí, tienes que escuchar sus zarandajas sobre el gurú al que adoran,
pero ¿a quién le importa eso?
—¿Y dices que rondan por el Whiskey todas las noches? ¿Que tienen un piso en
el Strip y que estás toda la noche con ellas por diez pavos?
—No me extraña que no te lo creas, pero escucha: tienen una motivación
desviada, o como se llame eso. Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y
dicen que lo que ganan follando es para «La Familia». Y deberías ver el rancho donde
viven; es una pasada.
—¿Y las chicas están buenas?
—De primera.
—¿Y lo único que tengo que hacer es ir al Whiskey y preguntar por ellas?
—No, tú vas y esperas tranquilo. Ya te buscarán ellas.
—Entonces, ¿qué coño hago aquí sentado con un tipo tan feo?
Sin saber que acababa de cruzarme con la historia, dejé un dólar en el mostrador y
me largué al Strip y al Whiskey Au Go Go. El rótulo de neón anunciaba «La batalla
de las bandas»: Marmalade contra Electric Rabbit; Perko-Dan & his Magik Band
contra The Loveseekers. Escaseaban las plazas de aparcamiento libres, pero encontré
un sitio en una estación de servicio, al otro lado de la calle. Consciente de que aquélla
era una misión criminal, no un ejercicio de cirugía mental, llegue a la puerta, pagué la
entrada y penetré en una oscura cueva donde imperaba un estruendo de muchos
decibelios.
El rasgueo eléctrico amplificado era espantoso y no tenía nada que ver con la
música; la oscuridad que lo envolvía todo, menos el escenario, resultaba
tranquilizadora y un aliado inesperado: como no alcanzaba a distinguir a la gente que
se apretujaba en torno a unas mesas del tamaño de cajas de cerillas, no habría cuerpos
atractivos que me distrajeran de mi misión. Los seis rockeros que golpeaban guitarras

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violentamente bajo el fulgor de las luces estroboscópicas me obligarían a buscar a
Season y a Flower: su «presencia escénica» era un frenesí de largas greñas, «rastas»
fluorescentes y rociadas de fluidos corporales.
Me aparté de ellos, busqué una mesa vacía y tomé asiento. Una camarera se
materializó, colocó una servilleta delante de mí y dijo:
—Tres copas mínimo, tres cincuenta la copa. Si quieres bebidas alcohólicas,
tengo que ver algún carnet. Si quieres salir y volver a entrar, tendré que sellarte la
mano.
—Ginger ale —dije. Le di un billete de cinco y escruté la oscuridad.
Al cabo de unos segundos, distinguí la silueta de la gente sentada. Decidí fijar la
vista en un punto entre las mesas del fondo, con la esperanza de ver a Season y a
Flower moviéndose entre ellas en sus afanes proselitistas. Me hallaba en mi mundo
de pura concentración cuando noté una mano en el brazo y escuché una susurrante
voz femenina. Me pilló desprevenido y las rodillas se me dispararon hacia arriba y
golpearon la mesa, derribándola. La chica que me había hablado se apartó de un salto
y vi que era encantadora, con el cabello negro hasta la cintura. Sonriendo, adopté un
aura de invisibilidad psíquica y hablé en un tono de pura despreocupación, puro
savoir faire.
—Acabo de llegar del Continent y allí todo es más acogedor y se está más a
gusto. ¿No quieres tomar una copa conmigo?
Se quedó boquiabierta y su encanto se volvió fatuo.
—¿Qué? ¿Quieres decir que aquí no estás cómodo?
—Sólo estoy cautivado —repliqué—. ¿No quieres sentarte?
—¿Cautivado? —insistió ella y me dirigió una mirada entre despectiva y perpleja.
Un destello errante de la luz estroboscópica magnificó su boca; la chica estaba
boquiabierta y mofándose a la vez. La mofa me recorrió de arriba abajo y,
mentalmente, le corté los brazos a hachazos y los arrojé en dirección a la Electric
Rabbit y sus gemidos desafinados. La chica murmuró «chiflado» y luego hizo un
gesto a alguien que quedaba ami espalda y dijo: «¡Season, espera!»
Mis objetivos.
La chica se abrió camino entre las mesas del fondo hacia el rótulo que indicaba la
salida. Titubeé y la seguí. Cuando llegó a la puerta, se reunió con otras dos siluetas;
plantado a diez metros de ellas, vi que las dos llevaban el pelo largo, pantalones de
cuero y chaleco. Estaba demasiado lejos para determinar su sexo y tuve que frenar mi
bisturí mental antes de rasgarles los pantalones para averiguarlo. De repente, lo que
aquel par tenía entre las piernas se convirtió en lo más importante del mundo. Me
dirigía hacia la puerta cuando la chica del pelo negro volvió a zambullirse en el
bullicio del club y la pareja de los pantalones de cuero empujó la puerta y salió a la
calle.

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Los seguí.
Cruzaron Sunset con un correteo andrógino, captados por un aparato de rastreo de
acero que me tenía ajeno a todo lo demás que me rodeaba. Apenas me di cuenta de
que estaba cruzando entre los coches, de que sonaban las bocinas y chirriaban los
neumáticos. Continué el seguimiento; mantuve activada mi visión en túnel. Cuando
dejé atrás la calle y delante de mí acechaba la oscuridad residencial, un coche que
daba la vuelta iluminó a mis presas. Vi que eran macho y hembra, los dos de
constitución delgada; el bigote del joven era el único rasgo distintivo. Mi aparato de
rastreo se desconectó y, en su lugar, se encendió un aviso de «Alerta».
Me detuve e inspiré profundamente; la pareja de los pantalones de cuero dobló la
esquina y subió la escalera lateral de un edificio de apartamentos de estuco rosa cuyas
puertas, situadas a lo largo de un corredor, quedaban a la vista. Season abrió la tercera
desde el fondo y encendió una luz; después, indicó al hombre que entrara. Cuando
cerró la puerta, la luz se apagó de inmediato. No había usado la llave para abrir; muy
probablemente, tampoco la había echado después.
Esperé durante veinte minutos, dolorosamente largos. Después, subí y me acerqué
a la puerta. En el fondo de mis ojos se encendió un «Alerta» de neón rojo. Pegué la
oreja a la superficie de contrachapado y agucé el oído, Salvo el crepitar de la
electricidad que me recorría el cuerpo, no oí nada, así que entré.
El apartamento estaba completamente a oscuras y la mullida moqueta parecía
incitarme a que, despacio, me adentrara en él. Las paredes daban la impresión de
abrazarme y el aire viciado resultaba acogedor. Cuando mis ojos empezaron a
distinguir detalles, los muebles baratos de formica y hierro forjado no se me
antojaron estériles: cobraron vida como objetos pertenecientes a una gente a la que
deseaba conocer. El calor del hueco entre las cuatro paredes se instaló en mi núcleo
físico, sofocando el rótulo de Alerta. Delante de mí, exactamente, vi un pasillo corto
y un vano de puerta con una cortina de sartas de cuentas. Tras ella reposaba la
oscuridad, pero yo sabía que ésta no me impediría ver. Avancé de puntillas hasta la
última barrera que me separaba de los amantes.
Del otro lado me llegaron gemidos, risillas y grititos de placer. Aparté las cuentas
y forcé la vista hasta que me dolieron los ojos, lo cual me permitió distinguir luces y
sombras en unos tobillos entrelazados; cuando inspiré, reconocí el olor de la
marihuana. Los ruidos amorosos se hicieron más intensos y las palabras que pude
distinguir —«¡sí!», «¡dale!» y «¡ven!»— venían de voces vulgares. Aquello me
consternó y un aire gélido empezó a filtrarse en mi útero sensual. Para aislarme del
frío, me quedé mudo y atisbé por entre las cuentas. Vi a dos mujeres que se frotaban
la una contra la otra y las chispas que producía la fricción cuando sus pezones se
rozaban; vi a dos hombres, unidos entrepierna con entrepierna, cuyas extremidades
entrelazadas ocultaban el punto de unión. Luego, los cuatro se fundieron en uno y me

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perdí intentando ver quién había allí. Entonces, agarrando con fuerza las ristras de
cuentas, me corrí.
Asombrosamente, no me oyeron. Me quedé inmóvil como una roca, rodeado de
calor y bombardeado por una serie de rótulos de Alerta con las letras cambiadas de
orden, o ausentes. Era como si una dislexia completa intentara empujarme, de un
modo u otro, a algún acto diabólico e irrevocable. Me quedé quieto, quietísimo, y
entonces oí por vez primera la voz de Season.
—Sólo es el viento, que mueve las cuentas. ¿No es bonito?
—Más bien inquietante —respondió el amante.
—Es la naturaleza. —Season suspiró—. Charlie dice que, después del Helter
Skelter[1], cuando todas las grandes empresas hayan desaparecido y la tierra vuelva a
ser de la gente, las cosas producidas por el hombre y la naturaleza funcionarán juntas
en perfecta armonía. Lo dicen la Biblia, los Beatles y los Beach Boys, y Charlie y
Dennis Wilson están haciendo un disco al respecto.
—Llevas bien metido en la cabeza a ese tal Charlie.
—Es un sabio. Es chamán y curandero, metafísico y guitarrista.
El amante emitió un bufido de mofa y Season cantó unas frases de Revolution:
—«Dices que quieres una revolución; bueno, ya se sabe, todos queremos cambiar
el mundo.»[2] Charlie llama a eso el Evangelio según los santos Paul y John.
—¡Ja! ¿Quieres oír el Evangelio según san Yo?
—Pues… Sí, claro.
—Entonces, toma nota: buena comida, buena droga, buenas vibraciones y buena
jodienda. Y si alguien se entromete, carga, apunta y dispárale entre los ojos.
—Y muerte a la pasma.
—En mi caso, no; mi padre es policía. ¿Qué dice Charlie de la reanudación
instantánea del juego?
—¿A qué te refieres?
—Ven aquí y te lo explicaré.
Season soltó una risilla. Noté que la atmósfera se calentaba detrás de la cortina de
cuentas y salí del útero antes de que el calor se adueñara de mí.

Aquella noche, mis sueños fueron un compendio.


Estaba sin brazos ni piernas. Me perseguía un fantasma llamado Charlie y quise
ver por qué unas chicas guapas hablaban de él cuando acababan de hacer el amor con
otro, por lo que me dejé atrapar y solté un grito al ver que la cara de Charlie era un
espejo que reflejaba, no mi rostro, sino un collage de órganos sexuales destrozados.
Walt Borchard se burló de mi grito y, acto seguido, me metió unos billetes de cien
dólares en la boca para que no lo repitiera. Mi madre cogió el dinero y, con él, intentó

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hacerse un torniquete en los brazos cubiertos de cortes. Mi padre brindó por un hongo
nuclear que se elevaba sobre el centro de L. A. Consciente de que el silencio total me
salvaría, me cosí los labios con grapas de acero mate y accioné una serie de
mecanismos externos que impedirían que mis sinapsis mentales chisporrotearan.
Empecé a sentirme inexpugnable e intenté reír. No me salió sonido alguno y un nuevo
tropel de enemigos con espejos en lugar de caras se acercó a mí, empuñando grandes
llaves de metal que abrirían mi voz, mi cerebro y mi memoria.
Desperté al amanecer, con sensación de asfixia y buscando aire afanosamente.
Había reventado la almohada a mordiscos y tenía la boca llena de algodón y
gomaespuma. Lo escupí todo y respiré hondo; de inmediato, tuve un ataque de tos.
Intenté levantar el brazo derecho para restregarme los ojos, pero no noté sensibilidad
en el lado derecho del cuerpo.
«No, por favor», gemí. Mandé una orden a la pierna derecha para que diera una
patada. El pie golpeó el suelo, lo cual me dijo que no me habían amputado aquella
parte de mí. Los dientes me castañeaban y ordené al brazo: «Agarra, tira, rasga,
sopesa, cobra vida.» Bajo la sábana hubo un ligero movimiento y mi mano se
despegó de la pared de la cabecera de la cama. Tenía los dedos cubiertos de mortero y
sangre y observé el agujero que mi pesadilla había excavado. Los bordes,
perfectamente perfilados, atrajeron mi atención como jeroglíficos de una caverna.
Los contemplé hasta que la mano recuperó la sensibilidad y me desmayé de dolor.

Pasé el día como zombi: dormí, me levanté para ir al baño y mojarme la mano,
volví a dormir. El dolor de los dedos era una prueba de que yo seguía existiendo
como máquina en funcionamiento y cuando desperté del todo, al atardecer, supe qué
debía hacer. Después de quitarme los últimos restos de yeso de las uñas, volví en
coche al útero a esperar a los cuerpos más perfectos que pudiera darme.
Aparcado junto al bordillo cerca del edificio de estuco rosa, esperé. A las 7.00,
Flower y Season dejaron el apartamento y se dirigieron caminando al Strip; a las
8.19, Flower regresó en compañía de un hippie con aire de roedor. La combinación de
la inanidad de la chica y la carne fláccida y colgante del roedor gritaba «no».
Continué la vigilancia.
Flower y su consorte ratonil salieron a las 10.03 y se separaron en la esquina. En
su recorrido de vuelta al Whiskey, la chica se cruzó con Season, que iba con un
hombre de unos treinta años, delgado como un raíl de tren, e intercambiaron unas
palabras. Era a Season a quien yo deseaba en mi triunvirato, pero su magro
acompañante tenía un aire malévolo y destructivo. Impaciente y ansioso por el largo
tránsito sin películas mentales, me quedé quieto.
Poco después de medianoche, Season y su amante dejaron el apartamento y se
dirigieron al sur, alejándose del Strip. Entonces caí en la cuenta de que las chicas

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debían de sincronizar sus llegadas y partidas y aposté a que Flower reaparecería al
cabo de diez minutos. Me dolía la mano y procuré que las palpitaciones dolorosas
bajaran de intensidad concentrándome en la pregunta que había perturbado mis
sueños: ¿quién era Charlie?
Como esperaba, Flower dobló la esquina apenas unos minutos más tarde. La
acompañaba un tipo grande con ropas militares que se movía con una autoridad que
resultaba antihippie, anticontracultura y puramente masculina. Al acercarse al
edificio, se quitó la gorra y se alisó el cabello. Lo tenía de un rubio lustroso y
comprendí que tenía que ser Charlie.
Mi espera dio paso a una serie de temblores, escalofríos y cosquilleos en la
entrepierna. Sabiendo que a Charlie le parecería vulgar un polvo rápido y violento,
aguardé a que se estableciera un ambiente precoital antes de acercarme a la puerta.
Con el corazón desbocado, abrí y entré.
La habitación delantera estaba oscura como la brea y dejé la puerta entornada
para que entrara cierta luminosidad; luego, fui directo hasta la cortina de cuentas.
Miré a través de ella y el resplandor de la vela encuadró al hombre encima de la
chica. Me toqué, pero tenía fría esa parte de mí. El corazón me iba «tumpa, tumpa,
tumpa» y supe que los amantes no tardarían en oírlo. Me toqué de nuevo y esta vez
no noté frío, sino nada. «Charlie», susurré; aparté la cortina y avancé hacia la cama.
Una levísima brisa hizo que la vela iluminara unas piernas entrelazadas. Con una
exclamación, me incliné y las toqué.
—¡Oh, Dios!
—¿Qué coño…?
Oí las palabras y retrocedí; se encendió una luz y las piernas que había estado
acariciando me lanzaron patadas. Un instante después, Charlie empezó a envolverse
en una sábana y no me quedó más remedio que huir.
Corrí a la cortina y me alcanzó un golpe en la nuca. Flower chilló: «¡El Helter
Skelter se acerca!», y caí de rodillas. Luego, se encendió la luz de la habitación de la
entrada y la fuerza que me agarraba del cuello me levantó del suelo. Capté una
confusa panorámica de Tahití y Japón vía Pan American Airways y carteles de los
Jook Savages y de Marmalade. Intenté fugarme a una película mental defensiva, pero
tenía el cerebro como si me estuvieran volando la tapa de los sesos a tiros. «¡Mierda,
mierda, mierda!», gritó Charlie; al momento siguiente, estábamos en el corredor
exterior y la gente de los apartamentos contiguos se asomaba a la ventana. Me
miraban a mí.
Mientras Charlie me retorcía el cuello, a punto de arrancarlo de su eje, lancé una
patada de costado y cristales hechos añicos volaron sobre una sucesión de caras
perplejas. Charlie me arrastró escalera abajo y en mis oídos resonaron gritos y unas
sirenas que se acercaban. Lo último que oí antes de perder el conocimiento fue a

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Flower cantando un improvisado popurrí de los Beatles.

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La caricia me costó casi un año de mi vida.


Me detuvieron y me acusaron de un delito de robo con escalo y la ganzúa del
bolsillo me valió un segundo cargo, el de posesión de herramientas para cometer robo
con escalo. También querían acusarme de voyeurismo, pero el abogado de oficio me
dijo que el tío Walt Borchard había convencido al fiscal del distrito de que no
presentara ese cargo, pues no quería que me etiquetaran de delincuente sexual.
Siguiendo el consejo del fiscal, me declaré culpable en el acto de lectura de la
acusación. La condena: un año en la prisión del condado de Los Ángeles y tres años
de libertad vigilada. Cuando el juez me leyó la sentencia y me preguntó si tenía algo
que decir, rompí la pauta de silencio/respuestas monosilábicas que había mantenido
desde el momento de mi detención.
—No tengo nada que decir… todavía —respondí.
Mi «silencio práctico» entró en acción automáticamente en el momento que el
sheriff me cerró las esposas en las muñecas y me enteré de que mi asaltante no era el
fantasmal Charlie, sino un hombre llamado Roger Dexter. Los polis, los presos y los
funcionarios con los que traté entre la detención y la sentencia esperaban laconismo y
miradas perdidas, y mi conducta en la subcomisaría de Hollywood Oeste no resultó
tan incongruente. Además, medía metro noventa, pesaba ochenta y cinco kilos, era
huesudo y extraño, y mis compañeros del calabozo tenían peces mucho más pequeños
con los que entretenerse. Nadie sabía que estaba muerto de miedo y que mi protector
en la prisión era el villano de un cómic.
Los consejos de la Sombra Sigilosa aplacaron mis pesadillas, suavizaron mis
recuerdos del momento en que había tocado carne y me permitieron concentrarme en
sobrevivir a la condena. Nuestro diálogo era tan constante que, incluso manteniendo
un silencio físico permanente, por dentro me sentía hiperverbal, y en mi campo visual
aparecían avisos impresos cada vez que estaba especialmente asustado.
«Contando con la “buena conducta” y la “reducción por trabajo” de la que
gozarás por ser un preso de confianza, tendrás que soportar nueve meses y medio de
cárcel. Tendrás por compañeros a hombres estúpidos y violentos propensos a torturar
a los más débiles que ellos.
»Por lo tanto, deberás sacar partido de tu aspecto físico sin adoptar una conducta
de macho, que sólo atraería más violencia.
»Por lo tanto, deberás utilizar el silencio práctico y la invisibilidad física y “una
invisibilidad protectora nueva y bien elaborada”, adoptando la personalidad de los
que están contigo, mezclándote con ellos hasta que seas indistinguible de tus
compañeros reclusos.»

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Así, mentalmente pertrechado, llegué a la «nueva» prisión del condado de L. A. a
cumplir mi condena. El edificio, terminado hacía poco, era una enorme construcción
angulosa de acero y cemento brillante, toda pintada de gris azulado y naranja, con
largos corredores intercalados entre los calabozos y los módulos de los internos, y
unas celdas de cuatro literas con estrechos pasillos en la parte delantera. Unas
escaleras mecánicas conectaban los seis pisos, cada uno de los cuales equivalía en
altura a un edificio de tres plantas, y los pasillos tenían la longitud de tres campos de
fútbol. Los comedores eran como salas de cine y la zona de oficinas constaba de
doscientos metros de puertas reforzadas. Después de diez horas de espera en el
calabozo, de registros corporales, de rociadas contra los piojos y de más espera, me
consignaron junto con otros cinco en una celda para cuatro donde esperaría a que me
otorgasen el estatus de preso de confianza y me asignaran empleo. Después de
recorrer kilómetros de cemento gris azulado/naranja mientras una acumulación de
conversaciones obscenas me zumbaba en los oídos, me tumbé en el camastro que le
arrebaté a un mexicano joven y rechoncho, para que las impresiones generales se
asentaran. Contención era la palabra más precisa y global, y supe que la obtendría del
acero y del metal que me retenía y de las mentes empobrecidas de mis carceleros y de
los otros reclusos, así como del nivel de ruido en el aire que respiraba. Y también
supe que, con la Sombra Sigilosa a mi lado, mi autocontención dentro de la
contención sería impenetrable.
Esperé cuatro días a que me declarasen preso de confianza y entretanto aprendí la
nomenclatura carcelaria y perfeccioné mis habilidades de simulación. Pasé todo el
tiempo en la celda, durmiendo y escuchando los relatos hiperbolizados de proezas
criminales y sexuales, conversaciones en las que sólo participaba cuando me
preguntaban directamente. Empecé a notar que el aburrimiento superaba a la
violencia como factor destacado en la vida carcelaria y que mi mayor peligro
personal consistiría en la eventualidad de reírme en voz alta de las historias ridículas
que los demás contaban sin inmutarse.
Así, cuando González, el mexicano gordo al que le había quitado la litera,
empezó una conversación con su habitual «Hablamos de chocho de primera, tío», me
mordí las mejillas hasta que las risas callaron; cuando Willie Grover, alias Willie
Muhammed 3X, soltó su habitual «¡Mierda! Si hablas de chochos es que hablas mi
idioma. He metido mi polla de veinticinco centímetros en más felpudos de los que tú
hayas visto en tu vida», aplasté los dedos contra la pared de la celda para acallar las
carcajadas. Los otros reclusos, dos blancos llamados Ruley y Stinson y un mexicano,
Martínez, largaban tanto como González y Grover, por lo que pronto supe qué temas
sexuales y criminales los inducirían a hablar.
Así, los primeros días de mi condena se convirtieron en un cursillo acelerado
sobre cómo relacionarme en cautividad. Cuando me preguntaron qué «marrón» me

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había comido, respondí: «Robo con escalo. Desvalijaba pisos en Hollywood Oeste.»
Cuando me preguntaron por la mano, que aún tenía hinchada de haber intentado salir
de mis pesadillas excavando la pared con ella, respondí: «Machaqué a un tipo que me
pescó en su cueva.» Todos asintieron y aquello me animó. Las miradas evaluadoras
que recorrían mi cuerpo recién musculado me dijeron que ninguno de mis
compinches de celda se arriesgaría a mostrar incredulidad. Mi verosimilitud criminal
se sostenía.
Y mientras estaba tumbado en el camastro, fingiendo leer números atrasados de
Ebony y de Jet, escuchaba y aprendía coloquialismos e información sobre la etiqueta
del talego, para que mi pose de presidiario adquiriera aún mayor autenticidad.
Mi año de condena se llamaba «una bala»; el argot del comedor para la
hamburguesa, los perritos calientes y la gelatina del desayuno era, respectivamente,
«trenaburger», «polla de perro» y «muerte roja». Los reclusos que esperaban condena
y clasificación éramos los «azules», en referencia al color del uniforme que
llevábamos; un informante era un «chotas»; un homosexual era un «bujarrón» y los
ayudantes del sheriff que hacían de carceleros eran los «boqueras».
Si un preso te ofrecía dulces o cigarrillos, tenías que rechazarlos inmediatamente
porque lo que quería era «romperte el culo».
Si un maricón te hacía una insinuación sexual, tenías que «abuchearlo a gritos»
aun cuando los «boqueras» estuvieran allí, porque «si no lo ponías marcando», te
colgarían la etiqueta de «sarasa» y «te atacarían» todos los «bujarrones pasados de
vueltas» ansiosos de «porculizarte».
Llama a los «boqueras» señor tal o funcionario cual, pero nunca inicies
conversaciones con ellos sobre asuntos que no tengan que ver con tu «estatus de
preso de confianza» y con el «curro honrado».
No te hagas amigo de los negros o te considerarán un «amparanegros» y serás
objeto de ataque por parte de los «natas» (blancos), «los frijoleros» (mexicanos) y el
«consejo de guerra» (blancos y mexicanos que se unían en caso de emergencia para
formar un frente común contra los negros).
Y siempre, siempre, «sé un témpano» y «no aflojes».
Durante mi tercer día en la celda, recibí una carta del tío Walt Borchard. Las
manos me temblaban al leerla.

16/10/69
Querido Marty:
Supongo que tu detención significa el final. No fui a verte a la subcomisaría
de Los Ángeles Oeste porque el agente que llamó para decirme dónde estabas
también me comunicó que te habían encontrado una herramienta de ratero, y yo
no me chupo el dedo, sé sumar dos y dos. Fui yo quien intervino para que no te

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acusaran de abusos sexuales porque ningún chico de veintiún años tiene por qué ir
por la vida como delincuente sexual a menos que haya hecho daño a alguien, lo
cual, al parecer, tú no hiciste, salvo a mí.
Podrías haber hablado conmigo, ¿sabes? Muchos chicos roban unas cuantas
cosas, es como una fase. Pero tú me sonsacaste información sobre los asaltos a
casas y me robaste a mí. Y eso pone fin a todo.
He limpiado tu habitación y he almacenado tus cosas. He encontrado tus
papeles del banco, los resguardos de los ingresos que has hecho y las llaves de la
caja de seguridad. Lo guardaré hasta que salgas. No sé de dónde has sacado el
dinero y no me importa lo que haya en la caja. El sheriff de Los Ángeles Oeste te
ha requisado el coche; no merece la pena que intentes recuperarlo. Será mejor que
lo subasten. Cuando vengas a recoger tus trastos, ve directamente a casa de la
señora Lewis, apartamento número 6. No quiero volver a verte y ella tiene todo lo
tuyo en un armario.

WALT BORCHARD

Al terminar, sentí que se cerraba una puerta de acero cepillado sobre una gran
parte de mi vida. Otra puerta se abría, ésta adornada con los signos del dólar que yo
ya había dado por perdidos.
—Se te ve feliz, colega. ¿Tu zorra ha conseguido hacerte llegar algo sexual sin
que el censor lo haya visto?
—Mi tío ha espichado —respondí.
—¿Y eso te alegra?
—Me ha dejado seis de los grandes y otras cosillas.
—Muy bien, pero ¿era pariente tuyo y te alegras?
Eché la carta a la letrina y tiré de la cadena. Luego, torcí el gesto en mi nuevo
ademán de chusma blanca recién patentado.
—Era un bujarrón y se ha llevado su merecido.
En mi cuarto día en los «bloques», después de la comida de la mañana, me llegó
la voz del vigilante del módulo por el sistema de megafonía.
—López, Johnson, Plunkett, Willkie y Flores, suban para la clasificación.
Se abrió la puerta de la celda, que se deslizaba con un mecanismo eléctrico, y me
reuní con los otros en el pasillo. Al cabo de un momento, apareció un funcionario y
nos condujo por una serie de corredores hasta un cuarto pequeño de paredes de
cemento gris azulado. El único adorno de la pared era una foto del sheriff Peter J.
Pitchess, con el marco de plástico, y no había ningún mueble.
Cuando el funcionario nos dejó allí encerrados y se marchó, mis compinches se
lanzaron sobre la foto con unos lápices y pronto el sheriff del condado de Los

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Ángeles tuvo esvásticas en los extremos del cuello de la camisa, tornillos a lo
Frankenstein en el gaznate y un falo gigantesco en la boca. Los cuatro gritaron de
contento al ver la obra de arte, y luego una voz amplificada eléctricamente anunció:
«Buenos días, caballeros. Vamos a proceder a la clasificación. Tienen sesenta
segundos para limpiar al sheriff Pitchess y luego queremos que Plunkett, Flores,
Johnson, Willkie y López, en este orden, se sitúen ante la puerta interior.»
El ultimátum fue recibido con abucheos.
—¡Me estoy tirando a tu puta madre, so maricón!
—¡El sheriff Pete está muy ocupado jugando con mi nabo!
—¡Las pollas al poder!
Me reí de aquel ritual bilateral y luego me acerqué a la puerta interior y me planté
ante ella. Dos reclusos frotaban la foto con pañuelos humedecidos con saliva. En el
preciso instante en que el sheriff recuperaba la castidad, la puerta se abrió de nuevo y
un funcionario uniformado señaló una hilera de cubículos.
—El último —me indicó.
Avancé hacia allí por un pasillo de color pardusco con barras de musculación de
brazos empernadas a la pared.
En el último cubículo me esperaba un funcionario sentado tras un escritorio.
Señaló la silla que tenía delante y, cuando me hube sentado, preguntó:
—¿Su nombre completo es Martin Michael Plunkett?
Me pregunté qué voz debía adoptar. Transcurrieron unos segundos y decidí sonar
educado, con la esperanza de conseguir trabajo en la oficina.
—Sí, señor —respondí en mi tono de voz normal.
—Primer error, Plunkett. No llame «señor» a los funcionarios cuyo nombre
desconoce. Otros reclusos piensan que eso es lamer el culo.
—De acuerdo.
—Así está mejor. Déjeme comprobar sus datos. Mide metro noventa, pesa
ochenta y cinco kilos y nació el cuatro de noviembre de 1948. Una condena por robo
con escalo y otra por posesión de herramientas para el robo; una «bala» y tres años de
libertad vigilada. Quedará libre el catorce de julio de 1970. ¿Todo correcto?
—Sí.
—Bien, pasemos ahora a las cuestiones personales. ¿Cuál es su ocupación?
—Bibliotecario.
—¿Qué estudios tiene?
Miré los papeles que el funcionario tenía ante él y la intuición me dijo que su
información era escasa.
—He hecho un postgrado de archivero.
—¡Joder! ¿Con veintiún años ya tiene un postgrado? —El funcionario hizo
tamborilear los dedos en el escritorio.

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—Lo obtuve en una universidad pequeña de Oklahoma —murmuré con modestia
—. Tienen unos programas de post-grado intensivos.
—Dios, un ladrón bibliotecario. Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles. Bien,
Plunkett, ¿es usted homosexual?
—No.
—¿Diabético?
—No.
—¿Epiléptico?
—No.
—¿Adicto a alguna sustancia que altere la conciencia?
—No.
—¿Toma medicación recetada por un médico?
—No.
—¿Es alcohólico?
—No.
—Bien. Yo sí lo soy, y no es nada divertido, se lo advierto. —El funcionario se
echó a reír y añadió—: Y ahora pasemos a asuntos de la zona oscura. ¿Cree que hay
una conspiración contra usted?
—No.
—¿Cree que la gente se ríe de usted a sus espaldas?
—No.
—¿Oye voces cuando está solo?
—No.
—¿Ve alguna vez cosas que en realidad no están?
—No. —Tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír.
—Es un compendio de cordura, joder —declaró, desperezándose—. Ahora
veamos cómo tiene el cerebro. ¿Cuánto son noventa y siete más cuarenta y uno?
—Ciento treinta y ocho —respondí sin dudar.
—Muy bien, rata de biblioteca. ¿Ciento dieciocho más setenta y cuatro?
—Ciento noventa y dos.
—¿Doscientos ochenta y cuatro más ciento sesenta y seis?
—Cuatrocientos cincuenta, exactamente.
—Debe de haber estado robando calculadoras… ¿Cuán…?
En algún lugar de la hilera de cubículos sonaron unas risas de falsete.
—Yo también puedo jugar a las adivinanzas igual de bien en el calabozo de
sarasas de la vieja cárcel del condado —gorjeó una voz aguda—. Me mandaron allí…
—Preste atención, cerebrito —dijo el funcionario, dando un golpe a la mesa—.
Ése es López, que intenta que lo metan en la galería de la reina. Cree que allí estará
más seguro. Muy bien, aquí va mi pelota envenenada: ¿cuánto son cuatro más cuatro?

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—No lo sé —respondí con una sonrisa.
El funcionario me la devolvió, miró sus papeles y añadió:
—Una pregunta psicológica que se me ha olvidado: ¿es propenso a los sudores
nocturnos o a las pesadillas?
Durante lo que pareció una eternidad de segundos fraccionados me quedé sin
piernas, cautivo del recuerdo de mis sueños, que creía que la cárcel había contenido.
Por fin, la Sombra Sigilosa estaba allí, susurrando: «Despacio y tranquilo.»
—No —respondí.
—Pues ahora está sudando —replicó el funcionario—, pero lo atribuiré a los
nervios del novato. Última prueba: agárrese a esa barra y levántese a pulso todas las
veces que pueda.
Lo obedecí, agarré la barra y me impulsé arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que
estuve empapado en unos sudores diurnos que sólo podían terminar en una fatiga
benévola y libre de pesadillas. Cuando mis músculos cedieron finalmente y caí al
suelo, el funcionario dijo:
—Treinta y seis. Por encima de veinte se va a Descarga y Limpieza
automáticamente, por lo que debo decir que se ha superado a sí mismo. Vuelva a la
sala y espere; lo acompañarán al muelle de D y L.
De nuevo me encontré con los otros reclusos, que estaban embelleciendo al
sheriff Pitchess con unas gafas y un bigote de Hitler:
—Oh, qué sudado estás, tío bueno. Qué guapo eres —trinó la voz aguda que
había oído en los cubículos.
Noté una mano en el hombro. Me volví y vi que López me lanzaba una mirada de
vampiresa, mientras los demás estudiaban mi reacción.
Me contuve. Sentí algo malsanamente dulce y repugnante justo antes de
experimentar una sacudida de terror que fue como si alguien me hubiera metido un
cable cargado en el cerebro. Me volví hacia los tres reclusos que me evaluaban y me
acusaban con la mirada y, ante mis ojos, se convirtieron en Charlie cara de espejo.
—Me pone el sudor —susurró López.
Le pegué con la mano mala, luego con la buena, y luego seguí, mala-buena, mala-
buena, mala-buena, hasta que cayó al suelo escupiendo dientes.
Iba a lanzarme a su cuello cuando los otros tres reclusos me sujetaron y el
funcionario que clasificaba salió del cubículo y dijo:
—López, estúpido de mierda, mira lo que has hecho. Usted, Willie, acompañe a
Plunkett al muelle de carga; Johnson, usted lleve a López a la enfermería. Plunkett, se
libra del castigo porque es nuevo, pero que no se repita.
Los presos me soltaron y Willkie me dio un leve empujón hacia el pasillo. Mi
visión estaba bordeada de rojo y negro, y las palpitaciones que sentía en la mano eran
el único freno que me impedía estallar como una granada de metralla.

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—Eres bueno —me dijo Willkie con una sonrisa.

Descarga y Limpieza.
Escuchar.
Invisibilidad protectora.
Las seis semanas siguientes de mi condena las pasé haciendo malabares con esas
ocupaciones. Asignado como preso de confianza a las instalaciones de D y L, hice el
trabajo más duro de todos los que hay en el sistema penitenciario de la cárcel del
condado de L. A. y recibí las recompensas que conllevaba: una celda privada, tres
comidas diarias del comedor de funcionarios y los fines de semana libres, con
permiso para moverme a voluntad por el módulo de los presos de confianza, con
pasillos lo bastante anchos para jugar a los dados, televisión, sala de juegos y una
biblioteca llena de novelas del Oeste e historias gráficas sobre la Alemania nazi. Las
recompensas eran dudosas pero, por extraño que parezca, el trabajo llegó a gustarme.
Cada día, a las dos de la madrugada, el boqueras del módulo nos iba despertando
uno por uno. Primero abría la celda y después dirigía una linterna a nuestros ojos.
Siempre me despertaba de golpe con una sensación de alivio. Desde que había
pegado a López, dormía sin sueños, pero el temor a las pesadillas se hallaba siempre
a medio paso de distancia, y un cuarto de paso detrás estaba permanentemente la
certeza de que la combinación de cárcel y pesadillas sería horrible.
Después del recuento en el pasillo inferior, desayunábamos en el comedor de los
funcionarios. Un dietista empleado por el condado tenía la teoría de que los tipos
corpulentos que hacían turnos de doce horas de trabajo duro necesitaban una ingesta
de combustible en consonancia con ello, así que nos suministraban grandes bandejas
de huevos, beicon, carne empanada y patatas bañadas en una salsa nauseabunda
hecha de harina, agua y cerdo salado. Mis compañeros disfrutaban con aquel menú
especial y devoraban la comida con aquel «qué carajo» de despreocupación de los
que han decidido morir jóvenes; yo, que no quería parecer diferente, engullía con la
misma voracidad. Y cuando a las once hacíamos un alto para el almuerzo, ya volvía a
tener hambre, pues el trabajo consistía en levantar, arrastrar, agacharse y empujar sin
parar.
La cárcel era el punto de distribución para todos los centros penitenciarios del
condado, y hasta la última pieza de ropa que entraba en la institución llegaba al
muelle de D y L, desde donde se enviaba a su destino final. Nosotros hacíamos tanto
la carga como la descarga, y cada saco de lavandería pesaba al menos cincuenta kilos.
Aquella parte del trabajo era relativamente fácil y limpia. Luego, después del
almuerzo, con los músculos ardiendo y doloridos y aletargados por las miles de
calorías añadidas, llegaban los camiones del matadero.
Aquí trabajaba y escuchaba y sacaba el máximo provecho de mi invisibilidad

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protectora.
A los otros reclusos, manipular la carne les repugnaba, y procuraban mitigar el
asco hablando sin parar entre ellos. De todos era sabido que se guardaban las mejores
historias y planes criminales para las dos horas que pasábamos trajinando piezas de
ternera y cerdo. Las sacábamos de los camiones y las metíamos en las cámaras
frigoríficas que se encontraban a unos ciento cincuenta metros del muelle de
descarga. Con el uniforme manchado de sangre, con la grasa y el cartílago
resbalándome en las manos, absorbí relatos de buen sexo e hilarantes desventuras
sexuales; aprendí a hacerle el puente a un coche y a procurarme una variedad de
identificaciones falsas. Mientras contaban las historias, yo asentía y me reía y, como
siempre me esforzaba cargando las piezas más pesadas, nadie notó que no tenía
historias que contar.
Mujeres, camas y coches rápidos.
Técnicas para mangar en las tiendas.
Los precios del momento de cada droga.
Detalles pornográficos de mujeres antaño amadas y luego despreciadas.
Suspiros de añoranza por mujeres aún amadas.
Cómo aprovecharse con éxito de los homosexuales a cambio de favores.
Todo esto me llegó mientras forzaba el cuerpo hasta el límite y la sangre de los
animales muertos me chorreaba por los pantalones. Sabía que las historias que oía se
incorporaban a las mías hasta formar parte de mi memoria, y que debido al ritual de
esfuerzo/dolor/carga/sangre/aprendizaje que me las proporcionaba, todos estos relatos
me pertenecían más a mí que a los hombres que las habían vivido. Y cuando ya
habíamos descargado el último camión del matadero, me quedaba un rato en el
muelle, dejando que el cálido otoño de Santa Ana caldeara la pátina escarlata de mi
cuerpo.

En cierto modo, Descarga y Limpieza me otorgó el cuerpo que tengo.


Mis ejercicios en el gimnasio habían sido el inicio, y así había pasado de flaco a
esbelto, pero las primeras seis semanas en D y L añadieron envergadura y definición
muscular, proporcionándome la simetría de un hombre corpulento. Gracias al
esfuerzo de cargar constantemente bolsas de la lavandería de quince kilos, los
músculos de las muñecas abultaban el doble que antes, y, cuando me agachaba para
levantar pesos de setenta kilos, se me formaba una cuña de duras ondulaciones en la
parte baja de la espalda. Cargar medias terneras me engrosó el pecho y me acordonó
los hombros; los brazos, de tanto arrastrar, tirar y levantar, se me endurecieron hasta
el punto de que una aguja no podía penetrar fácilmente en el músculo. Al cargar con
los sacos de la colada, estudiaba con disimulo los otros cuerpos que trabajaban a mi
lado. Todos eran fuertes, pero predominaban las tripas cerveceras y unos feos tórax

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en forma de barril. El mío era casi el más perfecto y, para cuando me soltaran, aún
estaría mucho más cerca de la perfección.
Después del trabajo y de una larga ducha en soledad, escuchaba a los hombres
que jugaban a las cartas en el pasillo y luego me retiraba a mi celda a leer los textos
del libro de imágenes de los nazis. El tema no me interesaba, pero la yuxtaposición
del horror gráfico y los gritos desde el pasillo me resultaban, en cierto modo,
tranquilizadores. Más tarde, después de la cena y de que nos encerraran en la celda,
pasaba de la observación y la invisibilidad a los rituales de afirmación.
Cuando las puertas de la celda se cerraban, me desnudaba e imaginaba un espejo
de cuerpo entero enfrente de los barrotes. Me palpaba el cuerpo en busca de
musculatura nueva y cotejaba mentalmente la información práctica criminal con las
anécdotas sexuales que había oído. Al cabo de unos minutos, se dejaban oír otros
rituales: el crujido de los muelles de las literas a cada lado de las paredes de la celda
me indicaba que habían empezado las fantasías y las caricias. De allí, yo pasaba
directo a las historias que se contaban cuando cargábamos carne, adoptando el papel
de hombre y de mujer, alternativamente. Cuando hacía de hombre, utilizaba el
nombre de Charlie. El proceso era como usurpar los recuerdos de los demás y
cargarme con unas experiencias que no había tenido nunca, a fin de volverme más
impenetrable por no haberlas tenido. A medida que los ruidos de los camastros se
intensificaban, también lo hacían mis pasatiempos. Cuando interpretaba el papel de
Charlie, siempre me corría sin tocarme, contemplando mi propia imagen especular en
la negrura.
El 2 de diciembre, descubrí quién era Charlie y mi autocontención saltó por los
aires, hecha pedazos.
Los titulares del Times y del Examiner pregonaban la noticia: Charles Manson y
cuatro miembros de su «familia» habían sido arrestados y acusados de los asesinatos
de Tate-LaBianca. Manson, conocido por sus seguidores como «Charlie», dirigía una
«comuna hippie» en el rancho Spahn, un plató de cine casi abandonado del Valle, y
presidía orgías nocturnas de droga y sexo. Las declaraciones que habían hecho las
tres integrantes femeninas del «escuadrón de la muerte» de Manson indicaban que
habían perpetrado los asesinatos porque deseaban crear alarma social, una revuelta
que finalmente llevaría al Juicio Final, lo que Charlie denominaba el «Helter
Skelter».
Estaba tomándome un respiro en el muelle de la lavandería cuando leí esos
primeros artículos y, al ver los recuerdos de mi pasado reciente en los titulares de la
prensa, temblé de pies a cabeza. Vi a los dos payasos del restaurante y oí que uno de
ellos decía: «Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan
follando es para “La Familia”. Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada»;
Flower gritaba: «¡El Helter Skelter se acerca!»; y Season describía como «un sabio,

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un chamán, un sanador y un metafísico» al hombre que el Examiner calificaba de
«manipulador ex presidiario de oscuros ojos hipnóticos».
—¡Vuelve al trabajo, Plunkett! —gritó el boqueras de D y L.
Después de leer el último párrafo, que prometía fotos del «salvador de culto
satánico» en la siguiente edición, obedecí. Esa tarde, mientras descargaba la carne del
matadero, era incapaz de asimilar las anécdotas que contaban los compañeros y mi
cuerpo se revolvía con un único pensamiento: Charlie Manson tenía los ojos oscuros,
como yo. Dada aquella coincidencia, ¿el parecido aumentaría o se desmoronaría?
La edición nocturna del Times de Los Ángeles me daba la respuesta. Charles
Manson era un tipo pusilánime de treinta y cuatro años y poco más de metro y medio;
de cuerpo fláccido y pecho hundido; con una barba enmarañada y el cabello largo de
aspecto grasiento. Al estudiar sus fotos, me sentí aliviado y decepcionado, y no
comprendí el motivo de aquella ambivalencia. El artículo sobre el historial de
Manson sólo aclaraba ligeramente mis sentimientos: era un ex presidiario que había
cumplido varias condenas por proxenetismo, falsificación, posesión de drogas y robo
de vehículos. Se había pasado media vida en distintas prisiones. Aquello no me
inspiró más que desprecio: un recorrido por las cárceles, aprovechado para aprender
las habilidades de la vida al margen de la sociedad, podía considerarse aceptable;
varios, indicaba una institucionalización autodestructiva. Empecé a preguntarme
adónde me llevaría aquel hombre.
Durante una semana, me llevó a una montaña rusa de frustración y análisis de mí
mismo.
Manson se convirtió en el tema de conversación principal de la cárcel y los presos
de confianza de D y L tenían opiniones diversas. Unos lo consideraban «un psicópata
total», mientras que otros admiraban su dominio sobre las mujeres y su estilo de vida
de drogas y violencia. Yo permanecía al margen de las discusiones y los escuchaba,
sobre todo, por lo que decían de los adeptos, pero intentaba limitar mi consumo de
Manson a los hechos que podía entresacar de la prensa. Dejando aparte las
expresiones de indignación que plagaban cualquier artículo sobre Charlie y su
Familia, compuse un tratado que parecía sensato en cuanto a los hechos se refería.
Charlie era un manipulador curtido en la calle que atraía a jóvenes extraviados, un
gorrero de droga versado en el rock and roll, la ciencia ficción, el pensamiento
religioso y la plétora de movimientos sociales a los que eran susceptibles los jóvenes
manipulables y, obviamente, había desarrollado su propio ethos a partir de ellos, un
ethos que seducía a los desarraigados. Todo esto era impresionante.
Sin embargo, como criminal era un auténtico desastre y había confiado en gente
que al final lo había delatado.
Y sin embargo también, cuando lo entrevistaban, parecía un propagandista
descuidado y psicótico.

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Pese a ello, había creado un feudo que giraba en torno a sus fantasías sexuales
más extremas; pese a ello, otros habían asesinado siguiendo sus órdenes; y pese a ello
tenía el poder de usurpar mis rituales nocturnos ante el espejo, transformándolos en
torturantes sesiones de preguntas y respuestas.
«¿Había alguna oscura razón cósmica para que tu camino se cruzara con el de
este hombre?
»Su potencia sexual tuvo como resultado tu cópula abortada y que tengas que
pasar un año en la cárcel. ¿Significa esto algo terrible?
»Física e intelectualmente, serías capaz de partirlo como si fuera una ramita, pero
él está en la portada de la revista Life, mientras que tú cargas sacos de ropa sucia y
eres un don nadie en el mundo del delito. ¿Es un presagio de tu futuro?»
Sabía que esas preguntas no tenían respuestas y ello se debía a mi sentimiento
básico de impotencia. Machaqué aquel argumento lo mejor que pude, excluyendo
todos los pensamientos en los que apareciéramos Charlie y yo como gemelos
simbióticos en celebridad y fracaso: para ello cargaba bultos cada vez más pesados en
el muelle y después hacía horas de gimnasia en la celda, creando mi propio mundo de
primacía física y agotamiento. Pero la estratagema siempre se veía frustrada por los
titulares sobre Manson, los reportajes sobre Manson, las habladurías y las
especulaciones sobre Manson. Los presos de confianza hablaban de Charlie en el
muelle y yo casi perdía los estribos. En un documental televisivo sobre la Familia
habían incluido entrevistas con Season y Flower, y me entraron ganas de arrancar el
aparato del pasillo. Después, cuando se completaron los procedimientos del gran
jurado y le hubieron leído el acta de acusación, lo trasladaron al módulo de Alta
Tensión de la nueva cárcel del condado y estuvimos bajo el mismo techo.
Yo sabía que convergíamos: el destino estaba urdiendo una cita y sólo tenía que
seguir el rumbo que nos marcaba para que el mismísimo hombre del espejo
respondiera a mis preguntas. Así, levanté cargas enormes en el muelle, sabiendo que
el miedo y la duda me impulsaban y, después del trabajo, me tumbaba en el camastro,
temeroso de que el cuerpo que estaba consiguiendo arruinara mi invisibilidad
psíquica, de que el resto de la vida me considerasen un cagadero donde otros hombres
se ponían a prueba. Empecé a percibir mi situación como un dilema entre visibilidad
o invisibilidad, entre una presencia llamativa o el poder sutil del anonimato. Las
ventajas y los inconvenientes eran parejos en ambos lados y se volvían aún más
convincentes ante la certeza de que mi destino era único, distinto y audaz. Aunque
nunca había creído en Dios, empecé a rezarle cada noche; le rogaba que me llevara a
Charlie, para ver sus ojos oscuros y saber qué presagiaban para los míos.
El camino hacia Manson empezó un lluvioso miércoles por la mañana, cuando
hacía una semana que lo habían trasladado a Alta Tensión. Yo cargaba cartones de
comida enlatada desde el muelle a un tinglado cubierto cuando oí: «¡Agárrala,

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sobrao!», y una caja de lechugas me dio en plena espalda. El golpe me aturdió y caí
de rodillas. Oí gritos de: «¡Hijo de puta!» y «¡Vamos, musculitos!». Mientras
intentaba incorporarme, me llegó un eco distante del picadero de Flower y Season:
«Carga, apunta y dispárale entre los ojos.»
De estar de rodillas, pasé a adoptar la posición de salida de un velocista, me
impulsé hacia delante y corrí directo contra mis acusadores. Sorprendidos, los
hombres no hicieron amago de apartarse. Caí sobre ellos como un mazo y, cuando vi
un bíceps flácido directamente delante de mis ojos, lo mordí y me tragué el pequeño
fragmento de carne que logré arrancarle.
El grupo se dispersó y mi propio impulso me llevó de nuevo al suelo. Me levanté
y me volví en redondo. Los hombretones me miraban con expresión de asombro,
paralizados por la sorpresa. Mantuve la actitud y escuché lo que decían entre
susurros: «Joder, me ha mordido», «… maldito Drácula», «¡A mí no, tío!». Entonces,
se acercó el boqueras de D y L. Después de haber dejado clara mi postura, dejé que
me esposara y que me llevara a la celda.
Me castigaron a cinco días de aislamiento en el módulo de Corrección, que se
componía de una hilera de celdas individuales sin litera. Sólo había un cubo para
orinar y defecar. No se permitía tener lectura y la alimentación consistía en seis
rebanadas de pan y tres vasos de agua al día. Si los carceleros consideraban que
aquellas espartanas instalaciones me resultarían penosas, se equivocaban; la
disminución de calorías ingeridas purgó mi cuerpo y el oscuro chabolo de tres por
dos metros fue el hábitat perfecto para el perfecto vacío mental que adopté durante mi
estancia allí. Cuando abrieron la puerta de la celda y me llevaron a mi nueva «casa»
—el módulo de custodia de los presos de confianza— me sentí tranquilo y relajado.
Me asignaron una celda en la que había otros tres presos y me dijeron cuál sería mi
trabajo: barrer los corredores de la cárcel una y otra vez diez horas al día, seis días a
la semana. Yo sólo tenía una pregunta.
—¿Alguna vez tendré que pasar la escoba al módulo de Alta Tensión?
—Tarde o temprano —me respondió el carcelero.
Fue en algún momento entre el tarde y el temprano: cientos de horas
indeterminadas y miles de corredores y pasillos en lo que me parecieron millones de
kilómetros tirando de la escoba, siempre con la mente en blanco, conteniendo las
preguntas del hombre espejo, que siempre parecían dispuestas a precipitarse en pocos
segundos. Ni siquiera recuerdo qué día fue pero, cuando el carcelero de los presos de
confianza custodiados dijo «Plunkett, a Alta Tensión», cogí la escoba y el cubo de la
basura y fui hacia allí con el piloto automático, deteniéndome sólo a leer el registro
de los reclusos en la parte frontal del módulo.
Y allí estaba, en blanco y negro: Manson, Charles, celda A-11, y el número del
artículo del Código Penal de California correspondiente a homicidio en primer grado:

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CP 187, junto a su nombre, en rojo.
El boqueras abrió la puerta, me adentré en la pasarela de las celdas A y la estudié.
Eran celdas de seguridad individuales, angostas y con barrotes. No se oía ruido en
ninguna de ellas. Conté once y marqué mentalmente el lugar. Luego, como si
dispusiera de todo el tiempo del mundo, barrí el pasillo, me volví hacia los barrotes
de la A-11 y dije:
—Hola, Charlie.
La oscuridad parecía pulsar en el interior de la celda y, por unos instantes, pensé
que el hombre espejo se había ido. Me disponía a agarrarme a los barrotes y forzar los
ojos para ver el interior, cuando una suave voz de tenor cantó:
—«Me dices que es la institución, bueno, ¿sabes?, es mejor que antes liberes tu
mente.»[3] —Se produjo una pausa y luego la voz añadió—: Yo te veo, pero tú no me
ves. ¿Crees en el mensaje de esa canción, enchufado?
Apoyé la escoba contra los barrotes y entorné los párpados para ver dentro de la
celda, pero lo único que intuí fue un bulto en el camastro.
—Sí, y lo supe mucho antes que los Beatles.
—Eso es lo que tú crees —se burló Charles Manson—. Los santos John y Paul lo
sacaron de mí y tú lo sacaste de ellos. Causa y efecto. El karma que nos pasa factura.
Ahora estamos los dos aquí. ¿Te mola la energía?
—Es una interpretación conveniente —me burlé a mi vez—. Háblame del Helter
Skelter.
—Escucha el Álbum Blanco de los Beatles y lee la Biblia. Ahí está todo.
El bulto del catre cobró forma. Charlie me pareció viejo y frágil.
—Háblame del Helter Skelter —insistí.
Manson se echó a reír. Fue un sonido líquido, como si el Satán hippie estuviera
babeando.
—Tú, yo, los parias de Dios en Harleys y en buguis del desierto. Los negros que
se rebelan. La Tierra que vuelve a mí.
—¿En tu celda acolchada?
—Hombre de poca fe —replicó, esta vez con un seco cloqueo—. Si conocieras el
mensaje de los Beatles, no estarías aquí.
—Pues tú también estás.
—Es mi karma, enchufado. Es mi energía que me dirige hacia la gente que más
necesita escuchar mi mensaje.
En la parte más profunda de mi bóveda de preguntas y respuestas se formó un
interrogante y, antes de que pudiera volver al toma y daca verbal, formulé la
pregunta:
—¿Cómo es matar a alguien?
Manson se puso en pie y se acercó a los barrotes. Vi que no me llegaba a los

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hombros y que sus «hipnóticos» ojos oscuros tenían el brillo de un psicópata pasado
de vueltas. Me habría gustado arrancárselos y pisarlos en el pasillo hasta hacerlos
puré.
—Yo no he matado a nadie —dijo Charlie—. Soy el chivo expiatorio del poder.
—¿De la «institución»?
—Exacto.
—Entonces, utiliza la mente para escapar de aquí.
—La cárcel es mi karma —replicó Manson con una carcajada—. Enseñar a esos
presidiarios paletos y cínicos es mi energía. Dime, descreído, ¿qué sabes?
Me agaché para que mis ojos y los de aquel diminuto Satán estuvieran al mismo
nivel. La Sombra Sigilosa saltó a mi mente haciendo movimientos pantomímicos que
significaban APROVECHA ESTA OPORTUNIDAD. Con la voz más depuradamente fría que
jamás hubiera adoptado, respondí:
—Sé que hay gente que mata y se lleva lo que quiere y nunca la detienen; y si la
detienen, no justifica su fracaso con palabrería mística para seguir siendo grande y no
echa la culpa a la sociedad porque reconoce el libre albedrío. Y sé que hay gente que
mata con sus propias manos, que no manda a hippies colocadas a hacer lo que ellos
no se atreven. Sé que la verdadera libertad es cuando lo haces todo tú mismo y está
tan bien que no necesitas contárselo a nadie.
—Cerdo —bufó Charlie y me escupió en la cara. Dejé que el escupitajo se
asentara, pasmado ante mi elocuencia, que parecía brotar por propia voluntad desde
la nada profunda, como si aquella declaración, no las respuestas de Manson a mis
preguntas, fuera lo que yo estaba esperando con la mente en blanco durante las
últimas semanas.
Al ver que yo me quedaba inmóvil y que la saliva me bajaba por la barbilla en un
reguero, Charlie se puso a cantar:
—«Hey Jude, no lo estropees, deja que el Helter Skelter lo mejore. Recuerda, haz
salir de tu mente a la pasma…»[4]
La Sombra Sigilosa interrumpió la música superponiendo CÁSTRALO sobre la
frente de Charlie. Recurrí a una profunda corriente de frialdad y dije:
—Me tiré a Flower y Season en tu casa del Strip. Eran unas putas de pacotilla y
hacer proselitismo se les daba aún peor. Además, se reían de tu polla de grillo
diciendo que no medía ni dos centímetros.
Manson se lanzó contra los barrotes y empezó a vociferar. Yo cogí la escoba y
seguí barriendo el pasillo. Oí palmadas en la galería superior y alcé los ojos. Un
grupo de boqueras aplaudía mi actuación.

Durante las semanas siguientes me embargó un agradable peso. Supe que

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procedía de mis confrontaciones con los presos del muelle de carga y con aquel Satán
de tres al cuarto, y noté que recuperaba la vieja invisibilidad. Mi obsesión por el culto
al cuerpo empezó a parecerme vacua; pasar películas mentales se volvía aburrido ante
el simple análisis de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Seguí durmiendo sin
sufrir pesadillas y, a medida que se acercaba el día de mi liberación, empecé a tener
ganas de tratar con agentes de la libertad vigilada, empleadores y conocidos de la
jornada laboral. En el fogón trasero de mi mente empezó a bullir una idea potente:
podía vivir de manera anónima y barata, sin pesadillas ni impulsos peligrosos, y
poseer mi propio poder hipnótico.
El poder de Charles Manson sobre mí disminuyó y se apagó hasta que su fama en
la cárcel no fue más que una pequeña molestia, como el revolotear de un mosquito
que escapa hábilmente al manotazo. La elocuencia de mi ataque contra él también se
desvaneció hasta que, tres semanas antes de que me dieran la bola, afloró mi
postgrado ficticio y me destinaron a la biblioteca con una tarea específica: ordenar
cronológicamente cuarenta cajas grandes de revistas donadas recientemente al
sistema penitenciario del condado de L. A.
Las cajas contenían ejemplares de Time, Life y Newsweek que se remontaban a los
años cuarenta. Me dejaron solo con ellas en una bodega de almacenamiento durante
ocho horas al día, con una bolsa de emparedados, un termo de café y una navaja del
ejército suizo para cortar el cartón y el cordel. El trabajo me resultó sencillo y
metódico hasta que encontré una serie de números recientes con artículos sobre
Charlie el satánico y leí prosa no hiperbólica que lo calificaba de asombroso.
Dejé aquellos números de lado, indignado por el hecho de que unos periodistas
bien pagados se dejaran engañar por un charlatán pseudomístico. Con la prosa sobre
Manson amontonada en un rincón mohoso de la bodega, abandoné mi trabajo de
clasificación durante cinco días seguidos, dedicando las horas laborables a leer en las
revistas antiguas las crónicas de unos asesinos estúpidos que habían sido detenidos,
condenados y aplastados como insectos. Leí sólo los reportajes sobre los homicidios
de la zona de L. A. y, cuando reconocía los nombres de las calles y las ubicaciones,
sentía que la patología autodestructiva de los asesinos entraba en mí y se convertía en
absoluto desdén por el éxito y la fama. Luego, cuando mi historia de violencia fatua
retrocedió hasta 1941, saqué la navaja.
Juanita Spinelli, alias «la Duquesa», cabecilla de una banda armada, colgada en
San Quintín el 21/11/41. Navajazo. Navajazo. Otto Stephen Wilson, que degolló a
tres mujeres, ejecutado en la cámara de gas de San Quintín el 18/10/46; navajazo,
navajazo, navajazo. Uno por cada víctima. Jack Santo, Emmett Perkins y Barbara
Graham, inmortalizada en la película Quiero vivir, pero frita en la silla eléctrica por
sus robos con asesinatos el 3/6/55; navajazos múltiples. Donald Keith Bashor, ratero
y asesino que actuaba con un bastón como arma al este de mi antiguo barrio,

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ejecutado el 14/10/57; navajazo, corte profundo, desgarro, por haber sido tan tonto
tan cerca de mí. Harvey Murray Glatman, el técnico de televisores sádico que se
cargó a tres mujeres después de fotografiarlas atadas y amordazadas, liquidado por el
estado el 18/8/59; navajazos de desdén por sus gimoteos camino de la cámara de gas.
Stephen Nash, el desdentado vagabundo que se autoproclamaba el rey de los
asesinos, eliminado una semana después de Glatman, el 25/8/59; apenas un navajazo
suave por haber escupido al capellán y haber inhalado el gas cianhídrico con una
sonrisa. Elizabeth Duncan, que contrató a los indigentes alcohólicos Augustine
Maldonado y Luis Moya para que mataran a la esposa de su hijo, lo cual les valió a
los tres el viaje a la cámara de gas de San Quintín el 11/5/62, muchas páginas
acuchilladas por la ebriedad y la falta de profesionalidad del trabajo.
Y así sucesivamente, hasta llegar a Charlie Manson, cuyo destino aún no estaba
decidido pero quedaba reducido a dos opciones, la cámara de gas o la celda acolchada
de Atascadero: navajazo, corte profundo, desgarro y meada en su cara sonriente de la
portada del Newsweek.
Cuando el montón de papel quedó reducido a confeti, lo escondí tras unas cajas
de leche abandonadas y pensé en lo dulce y tranquila que sería mi vida anónima.

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12

Durante los cuatro años siguientes, me metamorfoseé en objeto,


Me convertí en archivo de imágenes, en banco de memoria. Básicamente, 1970-
1974 se tornó mi período de interpretación del escenario humano que me rodeaba,
pero sin fantasear con él ni convertirlo en variaciones sexualmente gratificantes. Hoy
sé que aquella contención infernalmente astringente fue lo que al final me condujo a
estallar.
Me soltaron de la cárcel el 14 de julio de 1970 y de inmediato me dirigí a casa del
tío Walt Borchard a recoger el talonario y las llaves de la caja de seguridad. La mujer
a la que Borchard había dejado mis pertenencias intentó darme también un gran fardo
con mi vieja ropa, pero ésta llevaba impregnado el olor de la derrota y la rechacé.
Con los intereses, mi cuenta de ahorro arrojaba un saldo de 6.318,59 dólares y el
botín de las cajas de seguridad seguía intacto. Retiré tres mil dólares en metálico y el
contenido de las tres cajas. Estaba a un tiro de piedra del Boulevard, muy cerca del
apartamento de Cosmo Veitch, a quien vendí todo mi botín de relojes, joyas y tarjetas
de crédito por mil quinientos pavos. Al salir, un paseo aún más breve me llevó a un
concesionario Ford de Cahuenga, donde anunciaban una «Venta por Liquidación de
Existencias» de furgonetas usadas. Me quedé una Econoline del 68, de color gris
acero; pagué 3.200 en metálico y conduje hacia L. A. Oeste para buscar un lugar
seguro e inocuo donde vivir.
Encontré un apartamento en una calle tranquila al sur de Westwood Village y
pagué seis meses de alquiler por adelantado. La mayoría de los vecinos era gente
mayor y mi piso de tres habitaciones estaba bien, pintado de un sosegado gris muy
similar al de la furgoneta. Lo único que quedaba por hacer en mi regreso a la
sociedad era presentarme a un agente de la condicional y buscar trabajo.
Mi A. C. era una mujer llamada Elizabeth Trent. Era elegantemente liberal y
derrochó empatía instantánea mientras exponía los términos de la libertad vigilada:
no robar, no mezclarse con delincuentes, no tomar drogas, conservar trabajo estable y
presentarse ante ella una vez al mes. Aparte de eso, me habló de «divertirme», de
«acumular buen karma» y de que la llamara «si necesitas algo». Cuando salía de su
despacho tras nuestra primera entrevista, clasifiqué a la mujer como una posthippie
con problemas sentimentales, alguien que se entrometía en los asuntos de otros con
buena intención para aligerar su propio torbellino personal. La libertad vigilada
resultaría sencilla.
Lo del empleo fue aún más fácil que mi hora mensual de portarme bien con Liz
Trent. Desde el año 1970 hasta 1974 desempeñé una serie de trabajos humildes
escogidos según un criterio: su capacidad para mantenerme mentalmente ocupado y

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alerta, sin adornos fantasiosos. Fui, sucesivamente:
Repartidor de Pizza Supreme, en un territorio que cubría una zona de Hollywood
Oeste habitada mayormente por artistas sin trabajo, escritores y actores, que se hacían
llevar pizza y cerveza las veinticuatro horas del día. Encargado de noche de una
librería pornográfica situada ante el notorio Hollywood Ranch Market, que abría
hasta el amanecer. Friegaplatos en un bar/restaurante para solteros, en Manhattan
Beach. Empaquetador en una casa de venta por catálogo especializada en artículos
para bondage.
Todos estos empleos me permitían observar vidas a las que pillaba desprevenidas
en pequeños momentos de flujo. Cuando trabajaba de repartidor, más de un cliente —
de ambos sexos— me abría la puerta en pelotas; en ocasiones, alguno sin dinero se
ofrecía a sí mismo a cambio de la pizza. El tiempo que estuve en Villa Porno fue un
curso de doctorado sobre los mecanismos del sentimiento de culpa sexual y del
desprecio hacia uno mismo: los hombres que compraban libros de felpudos y de
folla-y-chupa eran lamentables ejemplos negativos de la fuerza que se obtiene
mediante la abstinencia total.
El Big Daddy’s Disco era como Objetivo indiscreto, pero en versión X y
tragicómica. El jefe de cocina había abierto en la pared un agujero que daba al baño
de señoras y, cuando uno levantaba el calendario de Playboy que lo tapaba, tenía una
visión bizca del espejo de maquillarse y de un retrete. Todo el personal de cocina se
turnaba entre malévolas risillas para espiar, aunque yo siempre esperaba a que todos
se fueran a casa, a la una, y me quedaba solo para terminar la limpieza. Entonces
observaba y escuchaba; veía a una sucesión de mujeres jóvenes que se estremecían de
placer ante la perspectiva de la cita que las aguardaba, o que lloraban ante el espejo
tras una larga noche de rechazos junto a la barra. Las mujeres hablaban de hombres
en términos explícitos y recogí su léxico estilizado; esnifaban cocaína para infundirse
valor y luego suavizaban con maquillaje la excesiva dureza facial que ésta producía.
Con un ojo aplicado al agujero, me convertí en cronista mental de la desesperación a
pequeña escala y fue como apisonar mi autocontrol con un martillo de terciopelo.
Yo era un objeto que asimilaba e interpretaba, y codicié el tacto de otros objetos
bruñidos. Atendiendo de nuevo a la Sombra Sigilosa y a mi juventud, llené el
apartamento de acero mate: sacapuntas y perfiles metálicos y cuchillería de cocina y
navajas del ejército suizo de hojas brillantes que yo mismo froté con lana de acero
industrial. Con el paso de los años, mi colección de navajas creció hasta que tuve el
catálogo completo del ejército suizo montado en la pared del salón, en ángulos que yo
cambiaba a voluntad. Después, empecé a interesarme por las armas de fuego.
Pero lo que deseaba eran armas cortas y, como delincuente condenado que era, la
ley me prohibía poseerlas. Además, eran caras —sobre todo si se adquirían
ilegalmente—, y la idea de violar mi preciada invisibilidad para procurármelas me

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resultaba aterradora: una posible apostasía que me devolvería, lo sabía, a todos mis
viejos impulsos peligrosos.
Cuando me dio el enamoramiento con las armas, acababa de entrar a trabajar en
Leather & Lace, la casa de venta por catálogo de artículos de sadomaso. Mi trabajo
consistía en abrir los sobres que llegaban con cheques y pedidos de látigos, cadenas,
collares de perro, consoladores, equipo de mazmorra y demás, preparar los pedidos
mientras se comprobaba el cheque, y embalarlos cuando los de contabilidad daban el
visto bueno. La sala de envíos estaba hasta los topes de productos perversos
fabricados en Tijuana, la mayoría de ellos elaborados con cuero negro barato y
aleaciones metálicas de baja calidad. Los feos objetos me miraban con ira todo el día
y, para mantener a raya las fantasías, puse a trabajar mi mente en la tarea de
convertirlas en algo útil. No se me ocurrían ideas y consumía mi tiempo libre leyendo
catálogos de armas. La avidez que sentía cuando hojeaba fotografías en papel cuché
de los Colt y Smith & Wesson y Rugers era terrible, agravada por el hecho de que
aquellos chiflados sexuales enviaran constantemente en los sobres —lo delataba el
peso de las monedas— dinero en metálico. Podía quedarme con aquel dinero y el
robo se atribuiría a Correos; podía obtener una identidad falsa de fuentes criminales y
usar el dinero sustraído para comprar un buen Magnum o una automática del 45. O
también podía robar más dinero y comprar un arma en la calle. Cuanto más pensaba
en ello, más alicientes le encontraba… y más miedo me inspiraba.
Así que no hice nada, y la nada me correspondió. Se vengó de mí.
Allá donde iba, me observaban objetos feos. Cuando salía de noche a dar largos
paseos, los cubos de basura metálicos gritaban: «¡Cobarde!», y los rótulos de neón
destellaban con los números de los artículos del código penal de delitos tentadores.
Era como si de pronto la zona de mi cerebro más reprimida hubiera desarrollado la
capacidad de pasar películas sin mi consentimiento.
Así que seguí sin hacer nada, y la nada siguió correspondiéndome. Vengándose de
mí.
Conservé el empleo en Leather & Lace y resistí el deseo de fantasear y de robar el
dinero que llegaba. En marzo de 1974 terminé la libertad condicional y Liz Trent me
soltó con un consejo: «Encuentra algo que te guste y dedícate a hacerlo lo mejor
posible.» Aquellas palabras me proporcionaron un «algo» temporal que enseguida
fracasó.
Al día siguiente, estaba preparando pedidos cuando me fijé en el tubo del objeto
número 114 del catálogo de la tienda, el «Asiento del Amor Anal de Anita». Vi que el
diámetro era ligeramente mayor que el de la boca de un S&W Magnum que me
gustaba especialmente y recordé una leyenda carcelaria sobre la confección de
silenciadores caseros. Consciente de que aquél era un antídoto casi legal a la nada,
compré las herramientas necesarias y lo hice «lo mejor posible».

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Una sierra para cortar metales, un ovillo de fibra metálica empleada en
aislamiento de acondicionadores de aire, un roscador de tubo metálico y un pedazo de
tubo de hierro de menor calibre se sumaron a veinte centímetros de «Anal de Anita»
en mi sala de estar y puse manos a la obra con mis navajas del ejército suizo. Primero
serré, corté y monté las piezas; después, con la guía de un Magnum de juguete
«réplica exacta», marqué los filetes para enroscar el artefacto a la boca del cañón.
Cuando vi que quedaba bien encajado, llené el tubo con hebras de la fibra metálica y,
finalmente, introduje el trozo de tubo estrecho justo en el centro. El ánima, calculé,
dejaría pasar una 357 de punta hueca y sobraría medio milímetro, por lo que el
proyectil viajaría hacia su objetivo dando tumbos. Completado el trabajo básico, puse
el silenciador en el suelo y golpeé con un martillo el extremo del tubo, aplastándolo
en torno al ánima hasta que sólo sobresalió un pequeño agujero.
Se convirtió en el objeto más hermoso que había visto en toda mi vida.
Pero con aquel «algo» detrás de mí, la «nada» me golpeó más y más fuerte,
recordándome que el silenciador, sin el Magnum, no era más que un pisapapeles. Lo
llevaba conmigo como talismán en mis paseos de madrugada y ahora, si los cubos de
basura me miraban mal, les daba una patada, y si los coches aparcados me ofendían
con sus colores chillones, usaba el silenciador para grabarles S. S. en la chapa. Era
rebeldía inexperta y rabia hueca, pero sostener aquel pedazo de metal barato
trabajado a mano era lo único que impedía que el alucinógeno 187 del Código Penal
me devorara.
Llegué a creer que un cambio de escenario mejoraría las cosas. La propia
familiaridad con L. A. era peligrosa y, si podía escapar de su telaraña de nostalgia y
tentación autodestructiva, estaría a salvo. Vivir en otra ciudad me infundiría cautela y
acallaría las fantasías delictivas que intentaban destruirme. Tomé la decisión de
marcharme y establecí una estricta fecha límite para hacerlo, al cabo de tres semanas:
sería el 12 de abril, el día siguiente de mi vigésimo sexto cumpleaños.
El tiempo transcurrió deprisa. Dejé el empleo, liquidé la cuenta del banco y
cargué en la furgoneta mi ropa, los artículos de aseo y el talismán/silenciador. Dejé
atrás mis demás objetos de acero para simbolizar la ruptura de los viejos lazos. La
pérdida de las navajas me apenó y me animó al mismo tiempo: sabía que era un
sacrificio consciente, dirigido a evitar una catástrofe.
La noche de mi cumpleaños, di un paseo de despedida por el barrio. No encontré
objetos que me miraran mal, ni centellearon ante mis ojos números extraños; sólo me
asaltaron los truenos y la lluvia, que me caló hasta los huesos. Busqué un sitio para
refugiarme y distinguí el rótulo de neón de la fachada del cine Nuart: «Salvemos las
focas.»
Corrí hasta allí. El vestíbulo estaba desierto y me encaminé a los aseos de
caballeros en busca de unas toallas de papel. Ya tenía la mano en la puerta cuando

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capté un sonido agudo y apremiante procedente del propio local. Me olvidé de
secarme y me encaminé directamente hacia el lugar de donde procedía.
En la pantalla estaban apaleando a unas focas hasta darles muerte. Lo que había
oído momentos antes eran sus gritos, acompañados por los sollozos de los
espectadores. El sonido era conmovedor, pero las imágenes resultaban repulsivas y
patéticas, por lo que cerré los ojos. La ausencia de luz me trajo el sabor de la sangre,
la sangre de todos los que alguna vez había deseado. Pronto, yo también estuve
sollozando, y el sabor se intensificó hasta que una música reemplazó los gimoteos.
Abrí los ojos cuando la gente desalojaba ya el cine y, al pasar delante de mí, me
dedicaba miradas de comprensión y conmiseración. Me daban palmaditas en los
hombros y me tocaban las manos… como si yo fuese uno de ellos. Nadie se daba
cuenta de que el origen de mis lágrimas era la alegría.

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II

San Francisco

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13

La ciudad que elegí fue San Francisco y la única razón que me movió a ello fue
que su topografía era antitética a la de L. A. Las colinas urbanizadas en terrazas y las
casas victorianas no vibrarían con mensajes ocultos de mi pasado, y la relativa falta
de neones significaría una disminución de las alucinaciones del código penal. Los
Ángeles me había formado, poseído y expulsado; San Francisco representaba la
oportunidad de anular mi historia personal y de forjar nuevos impulsos en un entorno
sin recuerdos.
Así, con el mero recorrido de setecientos kilómetros, pasé de unos indicadores de
mi destino cada vez más lúcidos a una amnesia facilitada por la novedad que supuso
San Francisco. Alquilé un apartamento en la calle Veintiséis con Geary, en el distrito
de Richmond, y me pulí el grueso de los ahorros decorándolo con unos inocuos
muebles que no eran de acero y unos cuadros de láminas bucólicas.
Las exigencias de comportarme como las así llamadas «personas normales» me
resultaron tenuemente satisfactorias y empecé a pensar que podría desempeñar aquel
papel durante mucho, mucho tiempo.
Antes de ponerme a trabajar, decidí darme una semana para explorar la ciudad.
Era evidente que se trataba de un lugar extravagante, con solera y bonito; las personas
que veía por la calle parecían dotadas de una gracia especial y, por lo general, eran
mucho más atractivas que los habitantes de L. A.; había una mayor diversidad étnica
y buena parte de las mujeres eran rubias que estaban para parar un tren.
Sin embargo, yo no me paré por ellas; un peso invisible me mantenía el pie
pegado al acelerador cuando aparecían aquellos bonitos recuerdos de mi pasado y
ello era una prueba contundente de que mi amnesia benigna se mantenía. Otras
señales —sueños colmados de colores pastel, tranquilos paseos nocturnos, la pérdida
de mi obsesión por las armas— equivalían a la mágica y sencilla palabra «felicidad».
Y la felicidad continua requería dinero. Mi semana de tranquilidad había
consumido todos mis fondos, menos doscientos dólares, y necesitaba reponer
rápidamente la paga semanal. Mi octava mañana en San Francisco, saqué las Páginas
Amarillas y busqué agencias de empleo que ofrecieran trabajos temporales. Encontré
media docena, todas en el mismo edificio de South Mission. Me dirigí hacia allí
nervioso, impaciente por grabar otra muesca en mi serenidad.
Era un bloque de los barrios bajos, de esos que en Los Ángeles siempre me
deprimían; aquí, sin embargo, su aire andrajoso casi me resultaba encantador y,
mientras cerraba la furgoneta y consultaba mi lista de agencias, experimenté la
sensación de pertenecer a ese lugar. Impulsado por este efecto, empujé una puerta con
el rótulo Mighty-Man Job Shop y me acerqué al mostrador, que estaba cubierto de

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papeles.
Una mujer joven con el cabello negro y largo hasta los hombros alzó la vista de
su escritorio y me sonrió:
—Usted es el hombre de Orinda que quiere tres esclavos…, tres forzudos, quiero
decir, para que trabajen en el jardín, ¿verdad? —Consultó unos formularios que tenía
delante y añadió—: Eddington, ¿verdad? Dijo que enviaría a su chófer a recoger a los
borrachines…, a los trabajadores, quiero decir…
—¿Qué? —Su franqueza me pilló con la guardia baja.
—¿Quiere decir que no es Eddington, pero que necesita esclavos? —prosiguió,
sonriendo ante mi desconcierto.
La miré a los ojos y me pareció que estaba colocada.
—No, yo…
—Entonces, ¿ha venido a invitarme a salir?
Advertí que estaba coqueteando conmigo. Experimenté un «nada» vacío y, por
puro reflejo, busqué el consejo de la Sombra Sigilosa. Entonces advertí que estaba en
San Francisco, no en L. A. y que la S. S. había quedado obsoleta.
—Soy nuevo en la ciudad —respondí—. Necesito trabajo y he encontrado esta
agencia en las Páginas Amarillas.
—Oh, lo siento —replicó—. Es que va tan bien vestido y tan limpio que… Verá,
todos los tipos que vienen aquí a buscar trabajo son borrachos o drogadictos.
¿Duerme aquí, en este bloque?
—He alquilado un apartamento —respondí.
—¿Dónde? —La mujer parecía sorprendida.
—En la Veintiséis con Geary.
—Dios, mi novio vive ahí. —Ahora sí que se había quedado atónita—. Mire,
parece usted de clase media, así que le ayudaré a encontrar algo. A nuestros tipos les
pagamos el salario mínimo por tareas humildes como repartir propaganda, descargar
camiones que no son de los sindicatos, ese tipo de cosas. Nuestro truco básico es que
pagamos al final de la jornada. De ese modo, los esclavos se funden el dinero en vino
y droga cada noche y a la mañana siguiente vuelven. Si usted puede permitirse vivir
en Richmond, no puede permitirse trabajar para esta agencia.
Después de eso, el pasmado fui yo. Esa mujer empezaba a gustarme.
—He gastado los ahorros en el traslado. Ahora necesito encontrar trabajo para
poder mantener el apartamento.
—¡Huau! Un auténtico trabajador en apuros. —La mujer sacó un cigarrillo del
paquete de su escritorio, lo encendió y fumó en silencio durante unos largos minutos.
Luego chasqueó los dedos y se acercó al mostrador. Una vez allí, se inclinó hacia mí
con aire conspirador de modo que sus cabellos me rozaron la cara.
—Vaya a la oficina de empleo del campus de la Universidad Estatal de San

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Francisco y mire el tablón de anuncios que hay en la entrada. Allí encontrará empleos
con pagas decentes. Arranque las tarjetas de los anuncios que le interesen, llame por
teléfono y dígales que es un graduado que asiste a clases nocturnas, por lo que puede
trabajar a dedicación completa. Usted es fuerte y parece listo. Seguro que lo
contratan, ¿comprende?
—Comprendo —asentí y me aparté de la cascada de cabello.
La mujer se incorporó y sonrió, y supe que ella había disfrutado con nuestro
contacto. Me tendió la mano y dijo:
—Por cierto, me llamo Jill.
Yo quería estrecharle la mano con indiferencia, pero se la tomé con suavidad.
—Soy Martin.
—Buena suerte, Martin.
—Gracias por tu ayuda.

Pasé por alto deliberadamente las exquisiteces del encuentro, seguí el consejo de
la mujer y fui al campus de la Estatal. El tablón de anuncios que había mencionado
estaba cubierto de ofertas de empleo y sólo me desvié del plan que ella me había
trazado en que memoricé los teléfonos y el tipo de trabajo, en vez de robar la
información. Llamé a los anunciantes desde un teléfono público. Para tres empleos de
oficina no respondió nadie y, cuando llamé a un anuncio para un trabajo manual,
contestó una desabrida voz masculina.
—¿Dígame?
—Llamo por el anuncio que ha puesto en la universidad —dije.
—¿Estudia a tiempo completo? —preguntó la voz.
—Soy graduado y estoy matriculado en los cursos nocturnos.
—¿Es usted fuerte? Perdone la brusquedad, pero éste no es un trabajo para
enclenques.
—Mido metro noventa, peso noventa y cinco kilos y soy musculoso. ¿Qué tendré
que hacer, exactamente?
—¿Tiene vehículo?
—Sí. ¿Qué…?
—Soy promotor inmobiliario en Sausalito. Necesito un tipo fuerte para desbrozar
el terreno que voy a urbanizar. Es un trabajo duro, pero pago cinco dólares la hora, en
negro, sin deducciones. ¿Cómo se llama?
—Martin Plunkett.
—Bien, Marty. Yo soy Sol Slotnick. ¿Quieres el trabajo?
—Sí.
—¿Puedes ir mañana a Sausalito a ver a mi capataz?
—Sí.

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—Bien, entonces toma nota. Cruza el Golden Gate, sigue por la autopista hasta la
salida cuatro, gira a la derecha y después, en Wolverton Road, coge a la izquierda.
Verás un gran terreno con carteles, Sherlock Homes, y el logotipo de la promotora
con el detective. Mañana a las ocho, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Muy bien. Necesitarás herramientas, un hacha y una guadaña. Yo te las…
—Tengo herramientas propias, señor Slotnik —dije interrumpiendo a mi nuevo
jefe.
—Como quieras. Bien, chico, buena suerte.
Aquella noche me fundí el resto del dinero. En una tienda de excedentes del
ejército compré unos pantalones y una camisa de trabajo de color caqui, un par de
botas impermeables, una canana y mis primeras herramientas de acero mate desde las
que tuve en mis tiempos de ratero: un hacha de mango corto, otra de mango largo y
una hoz de jardinero. Las hojas de las hachas estaban cubiertas de teflón transparente,
y tenían el filo garantizado: cuando más las utilizabas, más afiladas estaban. Sonaba
demasiado bonito para ser verdad, por lo que también compré una piedra de amolar,
por si acaso.
Al día siguiente, crucé el Golden Gate hasta el terreno de la Sherlock Homes. Era
una parcela inmensa de monte bajo, tachonada de tocones de árboles y rodeada por
un denso bosque de pinos; allí había meses de trabajo para un solo hombre. El
capataz me dijo que el señor Slotnick quería que el trabajo estuviese terminado el
diez de septiembre, la fecha prevista en que los albañiles comenzarían a poner los
cimientos; entonces, si tenía suerte y los ecologistas no empezaban a joder la
marrana, quizá tendría más trabajo cortando pinos al otro lado de la autopista, en el
nuevo proyecto de Slotnick de casas adosadas llamado Singles Paradise. Después de
explicarme que lo único que debía hacer era arrancar los tocones de los árboles de la
finca y cortar toda la maleza y dejarla allí para que se la llevaran las excavadoras, el
hombre señaló las herramientas que yo llevaba en el cinturón.
—Pareces un profesional —dijo—, así que no vendré por aquí a controlarte.
Cobrarás los viernes a las cinco. Aquí mismo. —El tipo me estrechó la mano y me
dejó a solas con la naturaleza.
Y la naturaleza, aunque yo estuviera conspirando contra ella, me ofreció cuatro
meses y medio ininterrumpidos de belleza vivificante y de un trabajo para el que,
benditamente, no se necesitaba pensar.
Le di a las hachas y a la hoz de abril a agosto, ocho horas al día, siete días a la
semana, ajeno a las olas de calor y a las lluvias torrenciales. Mientras trabajaba, me
recorrían el cuerpo ondas de choque y noté que cada vez era más fuerte, pero en
ningún momento me preocupé de desarrollar unos músculos que llamaran la atención,
como en la cárcel, pues el aroma del heno y de la madera cortada me protegían, los

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pinos me envolvían y, mientras tajaba con los ojos cerrados, veía bonitos colores
suaves, sombras que se oscurecían cuanto más duro trabajaba pero que, aun así, en mi
mente seguían siendo tiernas y amables. Al final de la jornada, absolutamente
exhausto, los colores permanecían conmigo en la periferia de la visión mientras
conducía de regreso a casa, cenaba y me sumía enseguida en un sueño profundo.
Una noche, a principios de septiembre, mientras aparcaba la furgoneta delante del
apartamento, oí que alguien me llamaba.
—¡Martin! ¡Hola!
Al principio no entendí de qué se trataba. Nadie me había llamado por mi nombre
desde hacía meses; además, estaba fatigado tras una jornada de trabajo especialmente
larga y venía muerto de hambre y de sueño.
—¡Hola, Martin! —repitió la voz.
Yo miré al otro lado de la calle y vi a una bonita mujer con una larga melena
negra. El cabello, iluminado por una farola de la calle, me atrajo como un imán y me
acerqué a ella.
Estaba en la acera con un hombre y se tambaleaban un poco, como si estuvieran
achispados. Tardé unos segundos pero, al final, la imagen de unos cabellos
rozándome la cara me guió al nombre de la mujer. Y la Sombra Sigilosa, que se
materializó de la nada, me susurró: «SÉ AMABLE.»
—Hola, Jill —saludé—. Me alegro de verte.
Jill soltó una risita y se agarró del brazo de su compañero.
—Estamos muy colocados. ¿Has encontrado trabajo? Supongo que sí, porque veo
que aún tienes el apartamento…
La Sombra Sigilosa movía una batuta de director de orquesta y me susurraba algo
que yo no oía.
—Sí, seguí tu consejo. Me salió bien y, desde entonces, tengo trabajo.
—Estupendo —dijo Jill—. Steve, éste es Martin. Martin, te presento a Steve.
Me fijé en el novio, un tipo huraño con unas patillas ridículas en forma de chuleta
de cordero. La Sombra Sigilosa decía SÉ AMABLE SÉ AMABLE SÉ AMABLE.
—Hola, Steve, ¿qué hay? —Le tendí la mano a lo hippie y él me apretó los
huesos estilo contracultura. Respingué de dolor fingido y Jill se rio.
—Steve trabaja de mecánico de aviones y es muy fuerte. ¿Quieres entrar a tomar
una copa o algo?
Al oír el «o algo», la S. S. arqueó las cejas.
—Encantado —respondí y Jill se puso entre su novio y yo, tomándonos a cada
uno por el brazo.
—Estoy tan colocada… —dijo.
Notaba la mano en mi codo, fría y caliente, blanda y dura, alternativamente, pero
el tacto no me producía ningún miedo. Caminamos los tres juntos media manzana y

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subimos la escalera de una casa victoriana de cuatro plantas. Steve sacó la llave, abrió
y encendió una luz. Jill me soltó el brazo y dijo:
—Steve lleva tiempo pidiéndome que haga una cosa, y hoy estoy tan colocada
que creo que ha llegado el día.
Dio unos saltitos por la sala y mis ojos recorrieron automáticamente las cuatro
paredes. Pegados en ellas con cinta adhesiva, había carteles de diversas líneas aéreas
y de los países que representaban. Japón y Tahití me llamaron la atención, como si ya
los hubiera visitado.
—He estado en todos esos sitios un par de veces como mínimo —explicó Steve al
tiempo que cerraba la puerta—. Si trabajas para la Pan-Am, te dan dos viajes al año y
puedes llevarte a tu chica, si quieres. —Señaló el hacha que llevaba al cinto y me
preguntó—: ¿Eres carpintero?
—Soy cirujano de árboles —respondí y estudié de nuevo la habitación,
preguntándome por qué me resultaban tan familiares unos sitios en los que no había
estado nunca. Steve me miraba con aire de extrañeza y, para tranquilizarlo, añadí—:
Jill me ayudó a conseguir empleo. Cuando llegué a la ciudad estaba sin blanca y fui a
la agencia a buscar trabajo. Jill me envió a la oficina de colocación de la universidad.
—Jill, siempre tan amable —comentó Steve, y la S. S. me envió una serie de
instantáneas: Jill coqueteando con otros hombres pero volviendo siempre con Steve,
quien, agradecido de que hubiera vuelto, se la llevaba en largos viajes de
reconciliación a países exóticos por cortesía de la empresa donde trabajaba; Steve,
molesto porque Jill lo trataba como si fuera un trapo sucio, emborrachándose con sus
colegas mecánicos y despotricando de ella, pero llamándola siempre desde el bar para
decirle que llegaría tarde.
—¿Qué te apetece beber, tío?
La voz de Steve me sacó de la película que él mismo interpretaba.
—¿Tienes una cerveza? —pregunté.
—¿Cómo no? Ven, asaltemos el frigorífico.
Seguí a Steve hasta una pequeña cocina. Allí había más carteles de aerolíneas,
pero las fotos cubiertas de grasa de París y los Alpes Bávaros no me despertaron
recuerdos. Steve se fijó en que yo las miraba y dijo:
—Miras los carteles como quien necesita unas vacaciones. —Abrió el frigorífico
y sacó dos latas de cerveza. Me tendió una y añadió—: Sí, tal vez Tahití o Japón. —
Abrió la lata y prosiguió—: Esos sitios son una mierda. La comida es una mierda y
los japos se parecen a los amarillos de Vietnam. —Bebió a grandes tragos, eructó y se
rio—. Cerveza Coors, el desayuno de los campeones. El año pasado, en el trabajo,
hicimos unos Juegos Olímpicos Coors. El tipo que ganó se bebió cuatro paquetes de
seis latas, lo aguantó dos horas y luego empezó a mear hasta llenar un cubo de cuatro
litros. Eso fue el triatlón, ¿comprendes? Tres competiciones en una, como en las

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Olimpiadas de verdad. ¿Has estado en Vietnam?
Me apoyé en la pared salpicada de grasa y fingí beber la cerveza. La Sombra
Sigilosa me envió un teletipo que decía SÉ LISTO SÉ LISTO SE LISTO sobre la cara de
Steve.
—No me aceptaron —respondí—, por una antigua lesión que me hice jugando a
fútbol.
—No te has perdido gran cosa. —Steve eructó—. ¿Jugabas en la línea?
—¿Qué?
—¿Cómo que qué? Eres alto. Jugarías en la línea de ataque, supongo…
—Era tercer quarterback —respondí con modestia.
Steve sonrió ante mi calculada conmiseración.
—Jugador de reserva, la historia de mi vida. ¿Qué estará haciendo Jill? Por lo
general, le gusta vacilar con los visitantes.
—¿Alguien ha mencionado mi nombre?
Volví la cabeza hacia donde había sonado la voz. Jill se encontraba en el umbral
de la puerta de la cocina, cubierta con una bata y con una toalla enrollada en la
cabeza a modo de turbante.
—¿Te acuerdas de esos viejos anuncios de Clairol? ¿Si sólo tengo una vida,
dejadme que la viva de rubia? Pues bien, mirad.
Con un movimiento elegante se quitó la toalla y sacudió la cabeza. Su hermoso
cabello negro se había transformado en rubio oxigenado y la Sombra Sigilosa me
destelló NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS NO SE LO PERMITAS…
Saqué mi hacha de acero mate forrado de teflón con el filo garantizado y le lancé
un golpe al cuello con ella. La cabeza quedó limpiamente separada del tronco y de la
cavidad brotó sangre; los brazos y las piernas se movieron espasmódicamente y, acto
seguido, todo su cuerpo se desplomó al suelo. La fuerza del golpe me hizo girar en
redondo y, durante un segundo, mi visión abarcó la escena completa: las paredes
salpicadas de sangre, el cadáver expulsando un géiser arterial por el cuello, mientras
el corazón seguía latiendo por reflejo, y Steve absolutamente paralizado, poniéndose
azul catatónico.
Invertí el gesto, giré el mango de forma que la hoja quedara plana, y asesté un
golpe de revés con la zurda. El metal alcanzó a Steve en la sien y se oyó un sonido
como de huevos al romperse, pero amplificado diez millones de veces. La hoja se
clavó y, durante unos segundos, sostuvo de pie al hombre ya muerto. Luego, tiré de la
herramienta y el cadáver se precipitó hacia delante mientras el hacha volaba en
dirección opuesta. Los sesos y la sangre lubricaron su vuelo.
Entonces Steve se desplomó emitiendo gorgoteos. Entonces sus extremidades
bailaron la danza de la muerte. Entonces un chorro de sangre brotó de su cráneo y me
alcanzó en los ojos.

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Entonces me corrí y todos los colores que había visto en el trabajo se combinaron
y me arrojaron al suelo para formar un trío.

Desperté horas más tarde. Sonaba un teléfono y noté el sabor del linóleo y de la
sangre. Al abrir los ojos, vi una parte del suelo y dos latas de cerveza caídas de
costado. Empecé a comprender lo que había sucedido y contuve unos sollozos.
Luego, envié mensajes cerebrales a las piernas y los brazos para ver si me los habían
amputado como castigo por mis crímenes. Mis dedos palparon una superficie fría y
mis piernas se sacudieron, y di gracias. El teléfono dejó de sonar y me pregunté a
quién tenía que agradecérselo. Luego, el trozo de suelo y las latas de cerveza
desaparecieron para ser sustituidas por tinta roja sobre papel blanco: YO YO YO YO YO
YO YO.
En la película mental en blanco escribí SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ. DIME QUÉ TENGO QUE HACER.
La Sombra Sigilosa dijo: «Abre los ojos.» Obedecí y Lucretia y él estaban allí,
desnudos. Yo estaba memorizando sus cuerpos cuando la S. S. me increpó con el tono
de voz más duro que había utilizado nunca conmigo. «Somos unos padres de fantasía
a los que has utilizado desde la infancia. Te damos lo que necesitas para que hagas lo
que tengas que hacer. Has experimentado lo que algunos llaman brote psicótico. En
realidad, tarde o temprano habrías hecho premeditadamente lo que acabas de hacer.»
La Sombra Sigilosa calló unos instantes para que yo respondiera y escribí: «¿Por
qué?»
«Eres un asesino, Martin», dijo.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre.
Le rogué que lo repitiera, para saber bien lo que tenía que hacer. Él accedió.
«Eres un asesino, Martin.»
«Eres un asesino, Martin.»
«Eres un asesino, Martin.»
Me gané el título. El destino me tintineaba en el oído y mi padre de fantasía,
como él mismo se había descrito, me conducía paso a paso. Primero limpié todas las
superficies que pudiese haber tocado; luego destruí las pruebas forenses de mis
hachazos profanando los dos cuerpos en los lugares donde los había cortado,
utilizando un cuchillo de cocina y un mazo de la carne para confundir las marcas de
los hachazos y los puntos de impacto. Fue un trabajo chapucero y sucio, pero obligué
a mi cerebro a considerarlo tedioso. Cuando terminé, me lavé las manos, me quité los
pantalones empapados de sangre, me puse un mono que encontré en el armario de
Steve y envolví mi ropa y mi calzado en siete capas de plástico de bolsa de basura.
Con los pies descalzos y libres de material ajeno, recogí el hacha y la canana y
consulté el reloj. Eran las tres y dieciséis minutos. Apagué las luces y salí del

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apartamento. La calle estaba desierta. Fui a casa y me dormí viendo colores.

De la portada del San Francisco Examiner, 4 de septiembre de 1974:

PAREJA ASESINADA EN UN APARTAMENTO DEL DISTRITO DE RICHMOND

Los cuerpos horriblemente mutilados de dos jóvenes, un hombre y una mujer,


fueron descubiertos anoche en el apartamento del hombre. La policía acudió tras
la llamada de los vecinos que se quejaban de «olores extraños» procedentes del
apartamento de la planta baja del número 911 de la calle Veintiséis.
«Sabía que allí dentro había algo muerto», dijo Thomas Frischer, del 914 de la
calle Veintiséis a los sanitarios que acudieron a retirar los cadáveres. Tras echar la
puerta abajo, los agentes encontraron los cuerpos del inquilino del apartamento,
Steven Sifakis, de 31 años, mecánico de la terminal de la Pan-American en el
aeropuerto internacional de San Francisco, y de su novia, Jill Eversall, de 29,
empleada en la agencia de colocación Mighty-Man. En unas declaraciones en
exclusiva a los periodistas del Examiner, el sargento W. D. Sternthall, del DPSF y
jefe de la unidad que respondió a la llamada de «problemas desconocidos», dijo:
«Supe que allí dentro habría personas muertas, por lo que me puse un pañuelo en
la nariz antes de entrar. Cuando vi los cuerpos, lo primero en lo que pensé fue en
los asesinatos de Sharon Tate y sus amigos, ocurridos hace cuatro o cinco años.
La escena era increíble. La cocina estaba cubierta de sangre seca y en el suelo
había un hombre muerto con el cráneo aplastado, pero eso no era lo peor. En el
umbral de la puerta de la cocina había una mujer muerta. La habían decapitado y
la cabeza estaba en la alfombra de la sala. Vi el arma homicida, un cuchillo de
cocina, en el suelo de la cocina, cerca del cadáver del hombre, y mandé a mi
compañero a la patrulla para que avisara por radio a los detectives y al forense.»
Pronto el tranquilo barrio de Richmond se vio inundado por las luces
giratorias de los coches policiales. Ocho equipos de patrulleros empezaron a
peinar la zona casa por casa y Willard Willarsohn, forense adjunto, examinó los
cuerpos y atribuyó la causa a «un trauma masivo causado por repetidos
cuchillazos y la posterior hemorragia». Willarsohn añadió que la pareja llevaba
muerta cuarenta y ocho horas como mínimo, tal vez incluso cincuenta y dos.
Mientras se realizaba un amplio interrogatorio de los vecinos, se contactó con
los amigos, familiares y jefes de los fallecidos. Cuando las expresiones de
conmoción, dolor y rabia remitieron, los agentes encargados de la investigación
se enteraron de lo siguiente:
Uno: Sifakis y la señorita Eversall eran amantes desde hacía mucho tiempo y
fueron vistos con vida por última vez en el Molinari Delicatessen, en North

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Beach, el lunes 2 de septiembre a las 19.30, cincuenta y una horas antes de que se
descubrieran sus cadáveres. Dos: ambas víctimas eran conocidas por sus
inexplicadas ausencias laborales. Por eso, ninguna de las personas que trabajaba
con ellas pensó en denunciar su desaparición. Un amigo de la pareja que quiere
mantener el anonimato dijo a nuestros reporteros: «Stevie y Jill eran unos
fiesteros. Les gustaba colocarse y pasarlo bien, y eran muy descuidados a la hora
de escoger compañía. Recogían autoestopistas y, bueno, a Jill le gustaba cambiar
de pareja. Stevie solía beber con los moteros de Oakland y creo que va a ser un
caso difícil de resolver, porque los dos conocían a mucha gente de paso.»
Mientras, sin ninguna pista clara, la policía está ampliando sus esfuerzos y un
portavoz del DPSF ha anunciado: «Éste es un crimen importante y se le prestará
mucha atención. Llamamos a los ciudadanos de San Francisco para que aporten
información que pueda resultar de ayuda en nuestras investigaciones y no
cejaremos hasta que el asesino o asesinos estén entre rejas.»

De la portada del San Francisco Chronicle, 6 de septiembre de 1974:

SIN PISTAS EN LOS ASESINATOS DE RICHMOND. SE INTERROGA A LOS AMIGOS DE LAS


VÍCTIMAS

A pesar de haber realizado una amplia investigación, la policía apenas ha


hecho progresos en la resolución de los brutales asesinatos de Jill Eversall y
Stephen Sifakis, que el miércoles por la noche fueron hallados muertos a
cuchilladas en el apartamento de Sifakis, sito en la calle Veintiséis. Según el jefe
de detectives Douglas Lindsay, del DPSF, las cincuenta horas transcurridas entre
el crimen y el hallazgo de los cadáveres juega a favor del asesino o asesinos, y el
estilo de vida de las víctimas plantea importantes problemas en la investigación.
En unas declaraciones oficiales hechas esta mañana a los medios en el
ayuntamiento, Lindsay ha dicho:
«Con los elementos básicos corroborados, puedo decirles lo siguiente: el
señor Sifakis y la señorita Eversall fueron vistos solos por última vez el lunes por
la noche en North Beach y se encontraron con el asesino o asesinos en algún lugar
entre el restaurante y el apartamento del señor Sifakis. Pese a los amplios
llamamientos públicos y al interrogatorio de prácticamente todos los habitantes en
un radio de ocho manzanas alrededor del apartamento, no hemos encontrado
testigos. Nadie vio a las víctimas en compañía de otra persona o personas. Las
únicas huellas que se han hallado en el apartamento pertenecen a las propias
víctimas o a conocidos suyos que ya han sido descartados como sospechosos.
Hemos encontrado el arma asesina —un cuchillo de cocina con filo de sierra— en

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el escenario del crimen y creemos que fue lo que utilizó el asesino para decapitar
a la señorita Eversall. Al señor Sifakis, que murió de varios golpes en la cabeza,
le mutilaron el cráneo con el cuchillo una vez muerto, pero creemos que, en su
caso, el arma asesina fue un mazo de acero para la carne, también de la cocina de
la casa. Los técnicos forenses han examinado concienzudamente el apartamento
sin obtener información de importancia y hemos descartado el móvil del robo ya
que, tras hacer un inventario de los objetos de la casa con amigos del señor
Sifakis, se ha llegado a la conclusión de que no falta nada. Ningún vecino oyó los
hechos, que debieron de ocurrir de manera repentina para que nadie oyera la
carnicería.
»Existen pruebas circunstanciales que nos llevan a creer que el asesino o
asesinos se marcharon de la casa durante la madrugada, vestidos con ropa del
señor Sifakis y llevándose sus propias prendas manchadas de sangre en bolsas de
basura que cogieron de debajo del fregadero. Nadie presenció la salida del
apartamento del asesino o asesinos y ahora estamos cotejando datos sobre los
vehículos sospechosos vistos aquella noche en la zona.
»Nuestras investigaciones se centran ahora en el estilo de vida de las víctimas.
Jill Eversall trabajaba en una agencia de colocación de los barrios bajos que
contrataba a individuos de paso con antecedentes delictivos y, a lo largo de los
años en que trabajó allí, trabó amistad con hombres de dudoso historial. Tal vez
debido a ello, recibía llamadas obscenas y contó a sus amigos que algunos de los
hombres que había conocido en el trabajo la aterrorizaban. Se están comprobando
los antecedentes de los trabajadores que han tenido contacto con la agencia
Myghty-Man, así como los de otros habituales de los barrios bajos.
»Steven Sifakis tenía dos condenas por venta de marihuana y contactos con
bandas de moteros de Oakland. De momento, existe la hipótesis de que los
crímenes pueden estar relacionados con la droga. Por ello, en la investigación
participan agentes de la brigada de Narcóticos, mientras que los agentes de la
brigada de Delitos Sexuales están comprobando el paradero de delincuentes
sexuales fichados, conocidos por su uso de la violencia. Aunque las víctimas no
sufrieron abusos sexuales, los psiquiatras forenses que trabajan en la
investigación han llegado a la conclusión de que el asesino o asesinos actuaron
por rabia sexualmente motivada. Tanto la señorita Eversall como el señor Sifakis
habían tenido otras parejas en tiempos recientes y se cree que el desencadenante
más probable ha sido los celos. Esas ex parejas están siendo interrogadas por
nuestros agentes.
»En resumen: hacemos cuanto está en nuestras manos para encontrar al
asesino o asesinos y estamos convencidos de que la respuesta se halla en el estilo
de vida despreocupado de las víctimas. Las pruebas con las que contamos y los

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perfiles psicológicos indican que el asesino o asesinos sólo han cometido este
crimen y que no es obra de un psicópata que haya actuado otras veces.»

Del Berkeley Barb, 11 de septiembre de 1974:

PRESIÓN POLICIAL EXTREMA TRAS CRÍMENES EXAGERADOS POR LA PRENSA


SENSACIONALISTA

El mes pasado dimitió el presidente, Dicky el Tramposo, lo que nos llevó a


pensar que las cosas mejorarían. Teníamos razón, pero ahora viene la de arena. El
2 de septiembre, alguien se cargó a Jill Eversall y a su pareja habitual, Steve
Sifakis, en el piso que éste poseía en el distrito de Richmond. Lamentablemente,
el asesino aún no ha sido detenido, aunque la policía sigue con la investigación.
En algunos aspectos, siguen investigando con demasiada dureza.
El tema es que Steve y Jill tenían una relación abierta y les molaba ponerse
ciegos de hierba y no eran unos estrechos a la hora de elegir con quién se
juntaban. Jill curraba en una agencia del mercado de esclavos de South Mission y
—¿estáis bien sentados?— le gustaba ayudar a los tirados y colgados de los
barrios bajos a encontrar trabajo. Conque…
Así, la pasma de San Francisco ha llegado a la conclusión de que «el estilo de
vida despreocupado» de Steve y de Jill ha sido la causa de su muerte y, aunque
deploran tal estilo de vida, se han lanzado a la búsqueda del artista/artistas de los
descuartizamientos pertinaces como perros de presa. (Al fin y al cabo, Steve y Jill
vivían en el bonito y seguro barrio de Richmond… ¡Caramba, podría haberle
sucedido a cualquier vecino decente!) En el transcurso de la investigación, se
están pisoteando los derechos civiles de cientos de personas pacíficas con «estilos
de vida despreocupados».
Ejemplo: En una batida a primera hora de la mañana, la pasma registró a un
grupo de melenudos que dormía en el parque del Golden Gate y, cuando
encontraron la navaja de bolsillo que tenía uno de los chicos, se pusieron a gritar:
«¡Dime por qué rebanaste a esa pareja de Richmond!»
Ejemplo: La policía detuvo a unos trabajadores que bebían vino a la puerta de
la agencia de esclavos Myghty-Man. Los metieron en una furgoneta, los llevaron
a la prisión municipal y, allí, los detectives de homicidios los cachearon y los
insultaron. Un poli de paisano exigió a un viejo que admitiera que Jill Eversall lo
ponía cachondo. El viejo se negó y el detective le partió una botella de vino en la
cabeza.
Ejemplo: Los agentes han incordiado a unos cuantos inocentes con
antecedentes por delitos sexuales y los han amenazado con hacer público su

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historial entre sus jefes y amigos.
Ejemplo: La pasma interrumpió una ceremonia de cánticos en el templo Hare
Krishna de Delores Street y cachearon a todos los asistentes en busca de drogas y
armas. Cuando el dojo del templo pidió explicaciones, un agente exclamó: «Los
asesinatos de Richmond han de estar relacionados con las sectas. ¡Mi madre vive
en la calle Veintiséis! ¡No me venga con burradas! ¡Yo estoy aquí para hacer
cumplir la ley!»
Desde el Barb de Berkeley queremos protestar ante las ilegalidades
mencionadas y señalar otra ley que pronto puede adquirir prioridad: la de la
reacción igual y opuesta. Transgredir la ley para hacer que se cumpla nunca está
justificado, aun en el caso de que el delito haya sido un asesinato.

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Mientras se producían los acontecimientos recogidos en los artículos de prensa


precedentes, yo permanecía invisible en el ojo del huracán, lúcido y elegantemente
cuidadoso, como deben ser los aprendices cuando alcanzan, por fin, la categoría de
profesionales.
«Eres un asesino, Martin.»
Al despertar de mi sueño en color postasesinatos, a las 7.30, me afeité y me duché
automáticamente y me preparé para ir a trabajar. Sabía perfectamente lo que había
hecho y lo que tenía que hacer, y me dediqué a ello libre de colores y de películas
mentales. Primero, me puse la otra muda de ropa de trabajo; después, sabiendo que
era improbable que hubiesen descubierto ya los cadáveres, puse el mono de Steve con
mis pantalones ensangrentados, el cinturón y el hacha, cerré bien la bolsa de plástico
y la llevé a la furgoneta. Conduje hasta la parcela como si comenzara una jornada de
trabajo más y enterré el equipo de matar en una zona cenagosa en las afueras de
Sausalito. Completado el primer paso del plan de escape, me senté en una roca y
tomé nota de los siguientes, escribiéndolos con caracteres mentales. Mi tema de
escape básico era: «Como todos los días.»
«Los vecinos pueden haberte visto con el hacha, así que necesitas hacerte
ilegalmente con un hacha idéntica y, luego, desgastar la hoja de modo que se vea
bastante usada, por si la someten a una inspección forense.
»Tu coartada es que estabas durmiendo en tu casa en el momento de las muertes.
Los demás inquilinos corroborarán que te levantas temprano, te retiras temprano y
eres un vecino tranquilo. Por otra parte, nadie te ha visto hablando con Steve y Jill en
la calle. Cuando conociste a Jill en las oficinas de la agencia, no hubo testigos del
encuentro. Si ella le contó a alguien que te había recibido y la policía te pregunta al
respecto, debes negarlo, pues estas pesquisas se harán, lógicamente, después del
primer interrogatorio rutinario de todos los residentes de la zona y, si cambias tu
historia después de haber declarado al principio que no la conocías, te convertirás en
uno de los principales sospechosos.
»La policía anotará la matrícula de todos los vehículos de la zona y cruzará datos
con los registros del Gabinete de Antecedentes Delictivos de California. Saldrá a la
luz tu condición de ex preso y el hecho de que terminaste hace poco el periodo de
libertad condicional y te trasladaste aquí, y serás sometido a intensos interrogatorios
y, posiblemente, a maltratos físicos. Nunca vaciles en tus negativas de culpabilidad,
ni siquiera bajo la máxima coacción, y niégate a pasar la prueba del polígrafo.»
«Eres un asesino, Martin.»
Al final, mis previsiones se tradujeron a la realidad con una fidelidad casi

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perfecta. Robé un hacha idéntica a la otra en una ferretería de Sausalito y desgasté el
filo en los escasos troncos que quedaban en la parcela. Continué mi trabajo de tala
para el señor Slotnick y vino el capataz a decirme que el 10 de septiembre me
quedaba sin empleo porque se iba a aplanar el terreno y porque los «ecogilipollas»
habían conseguido frenar el proyecto Singles Paradise de Big Sol. Mantuve mi plan
de llevar la vida de todos los días y el retraso en el descubrimiento de los cuerpos
hizo que mi confianza creciera a saltos cuánticos.
Entonces, cincuenta horas y diez minutos después del momento, oí las sirenas y
me asomé a la ventana y vi luces rojas que giraban proclamando mi nombre.
Contemplé cómo iba intensificándose el rojo conforme llegaban más y más coches
policiales; me fui a la cama y dormí, y las luces de mis sueños formaban las palabras:
«Eres un asesino, Martin.»
Al amanecer, me despertaron unos fuertes golpes a la puerta. Me puse una bata,
me acerqué y bostecé a la mirilla.
—¿Sí? ¿Qué quieren?
—Policía, abra —respondió una voz rutinaria.
Al instante comprendí que ya habían hecho el cruce de datos de los vehículos y
que conocían mis antecedentes. Me restregué los párpados para quitarme el sueño de
los ojos, abrí la puerta y volví a mi antigua personalidad carcelaria.
—¿Sí, qué pasa?
Tenía ante mí a tres tíos duros. Todos eran corpulentos como yo y todos llevaban
el pelo al uno, traje de verano barato y expresión ceñuda. El del medio, sólo
distinguible por la corbata manchada de grasa, dijo:
—¿No sabe qué pasa?
—Dígamelo usted —respondí—. Son las seis de la mañana, joder, y me muero
por oír lo que tenga que contarme.
—Payaso —murmuró el poli de la izquierda y me indicó que me apartara.
Accedí, fingiendo cierta renuencia, y los tres entraron en fila en la sala de estar. El
de la corbata señaló de inmediato el hacha y la hoz, que estaban apoyadas en la pared
cerca de la puerta.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un hacha y una hoz. —Lo miré a los ojos.
—Eso ya lo veo, Plunkett. ¿Para qué las usas?
Fingí sorpresa ante la mención de mi nombre y vacilé tres segundos, mientras
observaba cómo los otros dos se dispersaban para registrar el apartamento.
—¿Para qué va a ser? Para hacerme la manicura —contesté.
—No me toques los huevos —replicó él y cerró la puerta.
—Entonces, dígame a qué viene todo esto.
—Cada cosa a su tiempo. ¿Cuándo llegaste a San Francisco?

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—En abril.
—¿Por qué tienes esas herramientas?
—He estado trabajando en Marin, en un solar donde van a construir, y las uso
para desarraigar tocones de árbol y desbrozar.
—Ya. ¿Dónde conseguiste el empleo?
—Lo vi en el tablón de anuncios de la universidad.
—¿Eres estudiante?
—No.
—Entonces, ¿qué te llevó a buscar ahí?
—Estaba sin un céntimo. Eso me llevó. ¿Qué…?
—Silencio. ¿Seguro que no encontraste el trabajo en la agencia Mighty-Man?
—Seguro.
—¿Cuántos robos has hecho en San Francisco?
—Tres trillones, la última vez que conté. Yo…
—¡He dicho que no me toques los huevos!
Retrocedí y me mostré amedrentado.
—Cometí un robo con escalo en Los Ángeles hace cinco años y cumplí un año —
dije, cambiando de registro—. Luego, me mantuve limpio y cumplí el periodo de
condicional y me trasladé aquí. Cuando robé era un crío, joder, y no lo he repetido.
Ahora, ¿qué quieren?
El de la corbata se colgó las manos del cinto por los pulgares. La postura me
permitió distinguir la cartuchera con la 38 y una mirada a sus ojos me proporcionó
una idea del cerebro de bajo voltaje que funcionaba detrás de ellos.
—¿Sabes que este asunto es serio…? —dijo.
Me ceñí el cinturón de la bata.
—Sé que es algo más que una investigación de un robo con escalo.
—Eres un tío listo. ¿Viste los coches de la policía en esta manzana, anoche?
—Sí.
—¿Te preguntaste qué sucedía?
—Sí.
—¿Hiciste algún intento de averiguarlo?
—No.
—¿Por qué no?
—He tenido suficiente de policía para lo que me queda de vida. ¿Qué…?
—Te lo diré a su debido tiempo. ¿Te gustan los chochos?
—Sí, ¿y a usted?
—¿Has probado alguno hace poco?
—En sueños, anoche.
—Muy agudo. ¿Te gustan rubias o morenas?

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—Las dos.
—¿Alguna vez le has pedido a una mujer que se tiña el pelo?
Me reí para disimular el desconcierto ante aquella pregunta imprevista:
—¿El del chocho, dice usted?
El poli de la corbata soltó una risita y dirigió la mirada a algo que quedaba a mi
espalda. Me volví y vi que sus colegas inspeccionaban los cajones de la cocina.
Cuando uno de ellos movió la cabeza en gesto de negativa, el Corbata murmuró:
—Pasemos a otro tema.
—¿De qué hablamos ahora, pues? ¿De béisbol?
—¿Qué me dices de los chicos? ¿Eres bisexual?
—No.
—¿No haces tríos?
—No.
—¿Dejas que te follen por el culo?
—No.
—Ya, entonces es que eres un comepollas.
Empecé a enfadarme de verdad y cerré los puños, con los brazos a los costados.
El Corbata captó mi cambio de expresión.
—¿Qué? ¿Te he tocado la fibra sensible, tío? ¿Quizá te pasaste de bando mientras
cumplías tu bala en L.A.? Sí, tal vez ahora te ponen los chicos y te odias por ello.
¿Fue eso lo que pasó el lunes por la noche, sobre las nueve, cuando Steve y Jill te
sugirieron hacer una fiesta? A lo mejor malinterpretaste el asunto y, cuando Jill se
desentendió, la emprendiste contra Steve con un mazo de carnicero y le cortaste la
cabeza a ella porque no te gustaba cómo te miraba. ¿A cuántos has matado, Plunkett?
En el transcurso de un milisegundo sucedió algo asombroso. Mientras notaba que
el color desaparecía de mi rostro, me convertí en mi actuación: mi cólera real se
convirtió en perfecta sorpresa real y fui el inocente falsamente acusado. Balbucí: «O
sea…, o sea que ha habido… ha habido muertes…», y supe que el poli de la corbata
se lo tragaba. Cuando contestó «Exacto», capté su decepción porque no tenía a un
culpable; cuando añadió «¿Dónde estabas tú el lunes por la noche?», comprendí que
el resto del interrogatorio era pura formalidad. La revelación quedó atrás y, mientras
asumía un sentido de culpabilidad normal, cuerdo, me costó hasta el último gramo de
fuerza de voluntad no regocijarme maliciosamente.
—Estaba…, estaba aquí —farfullé.
—¿Solo?
—Sí.
—¿Qué hacías?
—Llegué…, llegué del trabajo hacia las… ocho y media. Cené y leí una hora o
así antes de acostarme.

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—Una velada animada. ¿Es lo que sueles hacer?
—Sí.
—¿No sales con los amigos?
—En realidad, no he hecho amigos aquí, de momento.
—¿No te sientes solo?
—Claro. ¿Quién se cree que…?
—Las preguntas las hago yo. ¿Conoces a una mujer llamada Jill Eversall, o a un
hombre llamado Steven Sifakis?
—¿Son los que…?
—Exacto.
—¿Qué… cómo eran?
—Ella era una morena atractiva, un metro sesenta y cinco, buenas tetas. ¿Te
gustan las tetas?
—Vamos, agente…
—De acuerdo. ¿Qué me dices de Steve Sifakis? Un metro setenta y siete, ochenta
kilos, cabello castaño rojizo y patillas frondosas. Se supone que tenía una polla de
mulo. ¿Te van las pollas grandes?
—Sólo la mía. —Oí que los dos polis de la cocina se reían y me volví a mirarlos.
Uno de ellos sacudía la cabeza y movía el pulgar de un lado al otro del cuello en un
gesto que, evidentemente, iba dedicado al Corbata. Me volví hacia éste y añadí—:
¿Nos queda mucho? Tengo que ir a trabajar.
—Acabaremos cuando yo diga, Plunkett —dijo el Corbata muy despacio.
Fui a por todas, sabiendo que podía ganar a cualquier máquina.
—Esto ya empieza a apestar, así que ¿por qué no lo acabo yo? Como no he
matado a nadie, ¿por qué no vamos todos a comisaría, me hacen la prueba del
detector de mentiras, la paso y me sueltan? ¿Qué me dice?
El Corbata dirigió la mirada al poli jefe. Resistí el impulso de observar sus
señales y me concentré en las manchas que daban al agente su improvisado nombre.
Acababa de decidir que eran de salsa de enchilada cuando el Corbata dijo:
—¿Viste a alguien por la calle cuando volvías, el lunes por la noche?
Reflexioné un momento antes de responder a aquella pregunta, que representaba
mi victoria.
—No —respondí por fin.
—¿Oíste algo raro?
—No.
—¿Viste algún vehículo que no te sonara?
—No.
—¿Te tiraste alguna vez a Jill Eversall o le compraste hierba a Steve Sifakis?
Le dirigí una mirada de desprecio que habría amilanado al propio Papa.

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—¡Oh, vamos, hombre!
—No. Vamos, tú. Responde.
—Está bien. No, nunca he follado con esa Jill Eversall ni le he comprado hierba a
Steve Sifakis.
Uno de los agentes que tenía detrás carraspeó; el Corbata se encogió de hombros
y dijo «Quizá volvamos». El poli jefe murmuró «Sigue limpio» al pasar delante de mí
camino de la puerta. El otro se limitó a guiñarme el ojo.

No volvieron, por supuesto, y durante las semanas siguientes disfruté de mi fama


anónima como «el Descuartizador de Richmond», apelativo que me puso un
reportero del Examiner. Mi consigna era: «Como todos los días», y me imaginaba
sometido a una vigilancia permanente, como si cada uno de mis movimientos
estuviese siendo observado por unas fuerzas igualmente anónimas, impacientes por
cazarme. El cultivo consciente de la paranoia me hizo recluirme en casa por las
noches, cuando me habría gustado andar por la calle y oír a la gente hablar de mí; me
hizo seguir acercándome a los tablones de ofertas de empleo de la universidad para
buscar trabajo, cuando habría querido gastarme en armas el dinero que tenía
guardado. No me permitía coleccionar recortes de prensa sobre mi crimen, ni hacer lo
que más deseaba: trasladarme a otras ciudades y ver cómo me afectaba. Aquel
régimen de vida redujo a ascetismo lo que debería haber sido gozo y celebración, y lo
único que tenía de satisfactorio en el plano emocional era la certidumbre de que
aquello no hacía más que fortalecerme.
Diez días después de las muertes, encontré otro empleo: limpiar de malas hierbas
toda la ladera de una colina situada en el extremo del campus de la Universidad de
California en Berkeley. El trabajo era tedioso —sensación exacerbada por el hecho de
no necesitar el dinero— y las conversaciones de los estudiantes que escuchaba sin
proponérmelo me irritaban: los temas favoritos eran el Watergate y la reciente
dimisión de Nixon y, cuando se dignaban a hablar de mí, terminaban pronto,
tachándome de «psicópata» o «pirado». Decidí que el 2 de octubre, cuando se
cumpliera un mes de las muertes, lo celebraría.
El tiempo transcurrió despacio.
Trabajé en la ladera, oí cháchara de estudiantes y leí periódicos a la hora del
almuerzo. La lectura de la prensa era como estar suspendido de una cuerda de ego.
Los artículos que me comparaban con la familia Manson, «pero más listo», eran
como impulsos que me llevaban a las nubes; los párrafos que atribuían mis muertes al
Asesino del Zodíaco —un psicópata místico que mandaba comunicados
extravagantes a la policía— me hacían sentir como si me echaran al fango. Ocho días
seguidos sin aparecer en la prensa era el abandono absoluto de una madre que
arrojaba a su hijo no deseado a un vertedero de basura.

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Lo peor era la lentitud con que transcurrían las noches.
A veces, camino de casa, veía polis que buscaban las cosquillas a jóvenes de pelo
largo y sabía, no sé cómo, que yo había sido el catalizador de aquel caos menor.
Limpiar de maleza cunetas de calles entre la gente era satisfactorio porque allí sabía
que los transeúntes conocían mis acciones, pero en casa, en el capullo de cautela que
me había creado, sólo estaba yo. Y aunque el «Eres un asesino, Martin» era ahora mi
identidad, aún no había decidido proseguir los crímenes para mantenerme en las
nubes.
Para el 2 de octubre, el caso del Descuartizador de Richmond era noticia rancia
para los medios y el instinto me decía que la policía había pasado a ocuparse de
asuntos de prioridad más urgente. La lógica se unió a la emoción para decirme que lo
celebrara, y así lo hice.
Tardé un día y una noche enteros en encontrar lo que buscaba, y los cuatrocientos
dólares que pagué fueron un precio infinitesimal en comparación con el esfuerzo que
significó hablar discretamente con una larga sucesión de maleantes del sur de San
Francisco, intercambiar pedigríes y amenidades criminales, y pasar luego por media
docena de movidas inútiles, hasta dar con el dueño jubilado de una casa de empeño
que quería liquidar «material caliente». La transacción final fue rápida y fácil y, al
terminar, era el propietario ilegal de un revólver Colt 357 Magnum, modelo Python,
nuevo a estrenar y nunca registrado.
De este modo pasé a tener dos talismanes: uno hecho a mano, el otro ganado con
ahínco. En casa, procedí a unir cilindro y boca del arma. Encajaban perfectamente y
añadían un peso táctil a mi nueva identidad. La mañana siguiente, camino del trabajo,
compré una caja de munición de punta hueca y, con el cañón de mano cargado y
provisto del silenciador bajo la camisa, arranqué malas hierbas de la tierra blanda
hasta que oscureció. Entonces, rodeado de luces de dormitorio y bajo el cielo
estrellado, me dediqué a hacer prácticas de tiro.
Destello de la boca del cañón, retroceso, el ruido sordo del silenciador y el sonido
apagado de las balas al penetrar en el suelo removido con la azada. Olor a cordita y a
tierra; luces de faros de los coches que, desde la calzada que pasaba por encima de mi
cabeza, iluminaban fugazmente el cráter que formaba cada proyectil. Dolor en la
muñeca derecha a causa de la combustión interna del Magnum; acopio en los
bolsillos, después de cada seis tiros, de los casquillos disparados; recarga a oscuras y
disparar, disparar, disparar hasta que vaciaba la caja de puntas huecas y la ladera olía
como un campo de batalla sin sangre. Y por fin, el regreso a casa en la furgoneta,
temblando por dentro e impaciente por llegar a la autopista abierta y, simplemente,
marcharme.

Pero marcharme era, en aquel punto, contrario al «como todos los días», que

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implicaba quedarse. Así pues, me quedé y se me terminó el trabajo de desbroce, pero
continué en la universidad como bedel suplente, dedicado a barrer y pasar la fregona
cuando los empleados habituales faltaban al trabajo. Establecí el día de Acción de
Gracias, 24 de noviembre, como fecha para marcharme y continué viviendo con lo
mínimo. Sólo me permitía un lujo: la munición.
Para no levantar sospechas con compras repetidas de una sola caja, fui a San José
e hice una compra grande, un total de 7.200 balas. Lo guardé en una zona boscosa,
cerca del lado de Berkeley del puente de la Bahía, y todas las noches disparaba a
blancos imaginarios en el agua. Cada fogonazo/retroceso/ruido del
silenciador/chapoteo me acercaba más a la marcha, pero todavía no sabía qué
significaba eso.
Lo descubrí el día antes de mi partida.
Mi silenciador casero quedó prácticamente destrozado por el exceso de uso, por
lo que fui al sur de San Francisco a buscar al hombre de la casa de empeños que me
había vendido la Python, para ver si conocía a alguien que pudiera venderme un
repuesto profesional. El hombre sonrió a mi petición, apartó de la pared un cuadro de
barcos de vela e hizo girar el disco de la caja fuerte que había detrás. Al cabo de un
momento, enrosqué un silenciador Black Beauty de la CIA al cañón de mi Magnum e
hice entrega de quinientos dólares en retribución. Más que satisfecho, guardé el arma
al cinto, la cubrí con el faldón de la camisa y me dirigí a la furgoneta. Vi una máquina
automática de venta de periódicos y me acerqué a comprar un Chronicle con la
esperanza de ver alguna nota del estilo «Sin pistas en el caso del Descuartizador de
Richmond». Me disponía a echar los quince centavos en la máquina cuando vi un
cartel fijado a un poste de teléfonos, al lado de ésta.
En el cartel se leía una exclamación: «¡¡¡El precio del pecado!!!», y debajo de
estas palabras había una reproducción fotográfica perfectamente clara, con la
inscripción «DPSF 4/9/74» al pie. El texto que se leía debajo tenía que ver con la
salvación a través de Jesucristo, pero la foto del centro me causó tal temblor que no
fui capaz de leer el mensaje con exactitud.
La cabeza cortada de Jill Eversall yacía en primer plano en intenso blanco y
negro. El resto del cuerpo estaba caído a la puerta de la cocina. Más allá, se distinguía
a Steve Sifakis despatarrado en el suelo y las paredes manchadas de sangre. La
Sombra Sigilosa mecanografió «amenaza amenaza amenaza amenaza» delante de mis
ojos; luego, borró la línea y la reemplazó por «chifladura sin sentido no amenaza
chifladura de aficionado no amenaza no malo aficionado no amenaza no malo».
Arranqué el cartel del poste, hice una bola con él, lo arrojé a la cuneta y lo pisoteé
con rabia hasta que se me empaparon las botas, sin dejar de ver los carteles de línea
aérea con paisajes de Tahití y de Japón que colgaban de las paredes de la casa de
Steve Sifakis y el recuerdo original que me había eludido hasta entonces: el del

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amante de Season zarandeándome, la oscuridad en la luz, los carteles parecidos en la
pared, y el tipo sacudiéndome de forma humillante. La Sombra Sigilosa adoptó la voz
de Country Joe McDonald y cantó: «Cenizas a las cenizas y polvo al polvo, el tiempo
de tormenta te oxida el corazón.» La voz titubeó a media estrofa, pero entendí que
estaba diciéndome que saliera a comprar una hermosa cámara Polaroid para que
hiciera compañía a mi Magnum. Siguieron a ésta otras instrucciones, no verbales ni
mecanografiadas, sino telepáticas. Sólo durante las catorce horas siguientes, mientras
desarrollaba metódicamente cada tarea, cobraron vida impresa:
«Compra la cámara y película.
»Ve a casa y carga todas tus pertenencias en la furgoneta, incluido el mobiliario
que habías planeado dejar.
»Confíale las llaves de la casa a la vieja que vive abajo.
»Compra una funda para el arma, corta un agujero en la punta para que quepa el
silenciador y sujeta el Magnum a los muelles que hay debajo del asiento del
conductor en la furgoneta.
»Duerme bien y mañana por la mañana, bien temprano, toma la Ruta 66 Este
hacia la frontera de Nevada.
»Cuando hayas dejado atrás la zona de San Francisco, deshazte de todos los
muebles, excepto del colchón.
»Ten a mano la Polaroid.»

Completadas todas estas tareas, realizadas y mecanografiadas y compulsadas


profesionalmente, seguí conduciendo hacia el este a través de frondosos bosques de
pinos de Nevada, en solitario, sin la Sombra Sigilosa. No había tráfico, llevaba el
depósito lleno y guardaba 3.600 dólares en la guantera. Tenía la cámara al alcance de
la mano en el asiento del acompañante. Más allá de los árboles imponentes se alzaban
las montañas. Me sentí muy lleno de paz.
Entonces vi a los autoestopistas.
Eran un chico y una chica adolescentes; los dos tenían el pelo largo y llevaban
cazadoras Levi’s, vaqueros y mochilas. Frené y me arrimé a la cuneta. Al cabo de
unos segundos, el chico llegó hasta la puerta del acompañante, seguido de la chica.
Levanté el seguro con una mano mientras, con la otra, buscaba la funda del Magnum
debajo de mi asiento.
—¡Gracias, señor!
Disparé tres veces, a la altura del pecho y, por el modo en que los chicos saltaron
hacia atrás, supe que los había alcanzado a ambos. Puse el freno de mano, encendí los
intermitentes, me deslicé al asiento del acompañante y me apeé de la furgoneta. Los
adolescentes yacían sobre la grava de la cuneta, muertos. Miré más allá de los
cuerpos y observé que la cuneta terminaba en un pequeño talud. Empujándolos con el

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pie, hice rodar los cadáveres hasta el fondo; después, extendí grava suelta sobre la
sangre que había manado de los orificios de salida. Apareció en mi cerebro un
cronómetro que marcaba diez minutos, saqué la Polaroid de la furgoneta y bajé el
talud con ella.
Los autoestopistas yacían en la tierra blanda del fondo, unidos en una postura
propia de un rompecabezas: la cabeza de ella sobre la corva de la pierna derecha del
chico y las puntas de los dedos de las manos de ambos cruzadas en ángulos
divergentes. Los cuerpos me recordaron banderas de señales que enviaban la palabra
«chifladura» y estuve a punto de olvidar la cautela en mi deseo de hacerlos perfectos.
Pero no. En primer lugar, inspeccioné el pecho y la espalda del chico; después,
hice lo propio con la chica y, cuando vi un orificio de salida en la espalda y desgarros
en la mochila que tenía al lado, supe que las balas estarían dentro de ésta. El
cronómetro indicaba que había transcurrido 1.37 cuando abrí la cremallera y hurgué
entre braguitas y blusas hasta que mis dedos tocaron metal caliente. Guardé los
proyectiles en el bolsillo de la camisa y dejé que ardieran; después, excavé
furiosamente una tumba poco profunda en la tierra que nos rodeaba a los tres.
6.04 transcurridos.
Con la manga de la camisa, limpié de huellas la mochila de la chica. Después,
desnudé los cuerpos y arrojé sus ropas y mochilas a la tumba.
7.46 transcurridos.
Una vez desnudos, coloqué a la chica boca arriba y le abrí las piernas; al chico, lo
puse encima de ella. Cuando la simulación del coito me pareció perfecta, saqué la
primera foto. Me quedé observando la cámara mientras ésta expulsaba la instantánea,
aún en blanco, y esperé.
9.14 transcurridos.
La perfección fotográfica fue cobrando vida y, de forma misteriosa, sobrenatural,
supe que aquella imagen constituía una clave de mi fijación por las rubias, por Lauri
la puta, y de cosas muchísimo más antiguas.
10.00 transcurridos. Sonaron las alarmas. Me di cuenta de que la Sombra Sigilosa
y yo nos habíamos fundido, finalmente, en uno solo. Cubrí los cuerpos con tierra
suelta y coloqué varias ramas gruesas encima para disimularlos.
Tic tic tic tic tic tic tic tic.
Me concedí unos segundos conmemorativos más, guardé la foto en el bolsillo, vi
que la sangre del cuello de mi camisa no era más de la que me habría causado un
corte al afeitarme; también me di cuenta de que la siguiente vez tendría que robar
dinero y, posiblemente, tarjetas de crédito. Cuando fue hora de marcharme, borré las
huellas de mis pisadas caminando de lado sobre ellas en mi regreso talud arriba. En la
carretera, el paisaje estaba absolutamente tranquilo. Al sol del otoño, la furgoneta
parecía nueva y, siguiendo un impulso, la bauticé como Muertemóvil. A continuación,

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me alejé de allí.

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III

Crímenes de oportunidad;
asaltos de pesadilla
(1974-1978)

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De la revista Boss Detective, número del 28 de diciembre de 1974:

EL PERRO DE UNOS CAMPISTAS PROTAGONIZA EL MACABRO HALLAZGO ¡SE BUSCA A


UN MANÍACO SEXUAL!

Sin el agudo olfato de Buford, un basset de tres años, quizá nunca se habrían
hallado los cuerpos de Karen Roget y Todd Millard, desaparecidos desde el día de
Acción de Gracias. Buford, que pertenece al matrimonio Bradley Streep, de
Sacramento, California, jugueteaba sin correa cerca de un terreno de acampada
adyacente a la Ruta 66, en las afueras de Hastings, Nevada, cuando, según el
señor Streep, «empezó a ladrar como un loco y se puso a escarbar la tierra.
Cuando encontró el primer hueso, casi se me cayeron de la mano las galletas».
El hueso era humano y el señor Streep (que había estudiado en una escuela de
quiropráctica hace unos años) lo reconoció como tal, así que corrió a la tienda en
busca de su transmisor de radio. Mientras su amo se ponía en contacto con las
autoridades, Buford continuó cavando y pronto encontró los esqueletos de dos
cuerpos, junto con su ropa y las mochilas, que contenían sus documentos de
identidad, una muda de ropa y una tienda de campaña. El perro estaba royendo
felizmente un hueso del pie cuando el señor Streep regresó con el ayudante del
sheriff del condado de Lewis, J. V. McClain, que se quedó boquiabierto ante la
postura en que fueron hallados los esqueletos.
«Los cuerpos estaban dispuestos de un modo que… en fin… que sugería un
coito —declaró el ayudante McClain a Robert Rice, corresponsal del Boss
Detective—. Aunque el estado de descomposición era completo, era evidente lo
que había hecho el asesino.»
Pese a estar absolutamente conmocionado, McClain solicitó refuerzos por
radio e inspeccionó la ropa que había debajo de los cuerpos en la tumba. Al
descubrir que los permisos de conducir pertenecían a Todd Thomas Millard, de 17
años, y a Karen Nancy Roget, de 16, ambos residentes en Sacramento, recordó
que se había emitido un boletín con la desaparición de los dos jóvenes. «Habían
sido vistos con vida por última vez hacía un mes aproximadamente, el 24 de
noviembre, día de Acción de Gracias —dijo—, y, por el estado de los cuerpos,
deduje que llevaban muertos desde entonces.»
Inmediatamente llegó el forense del condado de Lewis y estableció en seguida
la causa de las muertes: «Por los desgarros y las manchas de sangre en la ropa y
en las mochilas, se puede dar por seguro que murieron por disparos de arma de
fuego.»
Más tarde, una patrulla de agentes rastreó la zona, pero no se encontraron
proyectiles disparados, y se acordonó el escenario del crimen con la cinta
amarilla. Mientras tanto, se retiraron los cadáveres de los jóvenes y los técnicos

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siguieron buscando pistas. El matrimonio Streep y Buford prosiguieron sus
vacaciones tras recibir grandes alabanzas por parte de las autoridades del condado
de Lewis, que enseguida iniciaron una investigación. Tres días después, el sheriff
Roger D. Norman declaró a la prensa:
«Tenemos pocas pistas en los brutales asesinatos de Todd Millard y Karen
Roget. El tiempo transcurrido entre la muerte y el descubrimiento de los
cadáveres constituye un serio obstáculo. Asimismo, no hemos encontrado ningún
testigo, y los familiares, amigos y conocidos de los fallecidos no nos han
proporcionado pistas efectivas. Sin embargo, hemos descartado el robo como
móvil y estamos centrando nuestros esfuerzos en los expedientes de los
delincuentes sexuales conocidos.»
Mientras tanto, familiares y amigos desolados lloran a Todd y a Karen y rezan
para que la policía encuentre al maníaco que los mató.

De True Life Sleuth, número de marzo de 1975:

MANÍACO O MANÍACOS SUELTOS POR LAS CARRETERAS DE NEVADA/UTAH ¿ESTÁN


RELACIONADOS LOS CRÍMENES?

La policía sigue atónita ante la ola de asesinatos perversamente inteligentes y


al parecer aleatorios que ha barrido Utah y Nevada. Desde el día de Año Nuevo,
han aparecido asesinados cuatro jóvenes de buenas familias que se habían
ausentado de casa sin permiso. Los denominadores comunes han sido el robo
como único móvil posible, el hecho de que las víctimas eran ricas y que no habían
informado a la familia de adónde iban. Aparte de estos factores, los cuerpos de
seguridad que trabajan en la investigación no están seguros de que los crímenes
estén relacionados. Los cuatro fallecidos son:
Randall Hosford, de 18 años, al que encontraron en una alcantarilla a las
afueras de Carson City, Nevada, el dos de enero. El muchacho vivía de la paga
que le pasaba su rica familia del norte de California y se sabía que recorría los
estados occidentales en autoestop llevando tarjetas de crédito y grandes
cantidades de dinero en efectivo. Cuando la policía descubrió su cuerpo
estrangulado, le habían vaciado la cartera. Estado de la investigación: sin pistas.
Lee Richard Webb, de 20 años, natural de Las Vegas. Hijo del propietario de
un casino, el joven Webb fue visto por última vez haciendo autoestop a la salida
de la ciudad el 19 de enero. Su cuerpo apareció una semana más tarde en el
desierto, a cuarenta kilómetros de la meca del juego. Le habían robado y lo
habían estrangulado. Estado de la investigación: sin pistas.
Coleman Loring, de 19 años, y su amigo Ralph De Santis, de 21, nacidos en

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la rica población de Moab, Utah, e hijos de empresarios mineros, fueron
encontrados atados juntos. Les habían robado y disparado en el corazón en el
interior de una cueva a las afueras de Moab, el 26 de enero. No se encontraron
casquillos, aunque los grandes orificios de entrada y salida apuntan a que el arma
asesina era de gran calibre. Los chicos iban a Las Vegas en autoestop para pasar
el fin de semana jugando y se sabe que llevaban unos dos mil dólares en efectivo.
Estado de la investigación: sin pistas.
Posdata: En el momento de cerrar la edición, nuestro corresponsal en Carson
City nos ha hecho llegar el siguiente boletín:
«La policía ha recuperado las tarjetas de crédito propiedad del fallecido
Randall Hosford. Un hombre sin identificar (que ha sido descartado como
sospechoso del asesinato) explicó a los detectives del DPCC que conoció en un
bar a un tipo de aspecto corriente, de unos veintisiete o veintiocho años, conocido
como el Sigiloso, y que el tipo le vendió las tarjetas de crédito por cien dólares
cada una, asegurándole que “estaban más frías que la piedra”. El DPCC no ha
podido localizar al Sigiloso y el hombre que compró las tarjetas ha sido acusado
de comercio con bienes robados.»

De la columna «¿Ha visto usted a estas personas?», de la revista True Life Sleuth,
número de junio de 1975:

Nota del editor: Normalmente, en esta columna aparecen fotografías de


personas desaparecidas que nos cede el Departamento de Vehículos a Motor, pero
como todas las personas enumeradas a continuación no tienen la edad mínima
necesaria para poseer permiso de conducir o carecen de él, daremos sólo su
descripción física así como los últimos paraderos conocidos. Desde True Life
Sleuth, queremos alertar a las autoridades pertinentes de que estas cinco personas
han desaparecido de dos estados colindantes en un periodo de ocho semanas.
Everett Bigelow, sexo masculino, raza blanca, natural de Provo, Utah. Visto
por última vez en Provo el 4/3/75. Tiene 71 años, mide 1,77 y pesa 65 kilos.
Cabello gris, ojos azules y constitución delgada. Se sabe que frecuentaba
cervecerías. No posee marcas ni tatuajes que lo identifiquen.
Hazel Leffler, sexo femenino, raza blanca, 67 años, natural de Bostang, Utah.
La última vez que se la vio, el 11 de marzo, estaba hablando con un hombre no
identificado de raza blanca a la puerta del centro comercial Bostang. Cabello
teñido de negro, ojos castaños, mide 1,68 y pesa 70 kilos. Constitución gruesa.
Lleva gafas y utiliza un bastón para caminar.
Wendy Grace Sanderson, de 14 años y su vecino Carl Sudequist, de 16,

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ambos de Putnamville, Nevada. Vistos por última vez en una zona de picnic
próxima a Putnamville, el 9/4/75. Ambos son de raza blanca. La chica mide 1,40,
pesa 42 kilos, tiene cabello rubio y ojos verdes. El chico mide 1,67, pesa 62 kilos,
cabello y ojos castaños. La última vez que se los vio vestían el uniforme azul
marino del colegio Saint Mary, de Putnamville.
Gregory Hall, de 37 años, natural de Las Vegas, Nevada. Sexo masculino,
raza blanca, mide 1,83, pesa 85 kilos, tiene el cabello castaño y los ojos azules.
Visto por última vez haciendo autoestop cerca de la frontera entre Nevada y el
norte de Utah el 30 de abril, y de quien se ha averiguado que tal vez sea un ex
recluso que no se ha presentado a su agente de la libertad condicional. (En el
próximo número de True Life Sleuth aparecerán fotos de la prisión, en la columna
«¿Ha visto usted a estas personas?».)
Nota del editor: Cualquier información sobre el paradero actual de las
personas arriba mencionadas debe dirigirse a la policía estatal de Nevada, la
policía estatal de Utah o al teléfono gratuito de personas desparecidas de True Life
Sleuth, número 1-800-DESAPARECIDAS.

De True Crime Detective, número de julio de 1975:

MACABRA MUERTE DE UN FRIEGAPLATOS SORDO Y DEFICIENTE MENTAL

Salt Lake City, Utah, 16 de junio de 1975:


El cuerpo de un joven sordo y deficiente mental de Salt Lake City fue hallado
esta mañana en las llanuras de sal próximas al Gran Lago Salado. La víctima,
Robert Masskie, de 18 años, trabajaba fregando platos en el restaurante Colonial
Joe, de Salt Lake City, y acababa de cobrar su sueldo de dos semanas. Cuando lo
encontraron, no tenía el dinero y en estas primeras fases de la investigación se
cree que el móvil fue el robo. Los compañeros de trabajo del simpático
discapacitado expresaron consternación ante su muerte y el encargado de la
freidora, Martin Plunkett, de 27 años, dijo: «Bobby era un autoestopista
empedernido y eso es peligroso. Advierta por favor a sus lectores de que vayan
con cuidado y no hagan autoestop.»
Sabio consejo. Todavía no hay pistas, pero los mantendremos al día de los
avances de la investigación en el número de True Crime Detective del mes
próximo.

De la revista Boss Detective, en la columna «¡Desaparecidos!», número de


diciembre de 1975:

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Vistos por última vez el 30/10/75 en la Interestatal 95, a las afueras de Ogden,
Utah, «hablando con un joven blanco alto» que podría ser el propietario de una
furgoneta último modelo de color grisáceo:
Kenneth Neufeld, de 41 años, sexo masculino, raza blanca, mide 1,80, pesa 82
kilos, tiene el cabello y los ojos castaños y un tatuaje del Cuerpo de Marines en el
antebrazo derecho.
Cynthia Neufeld, de 39 años, sexo femenino, raza blanca, mide 1,62, pesa 62
kilos y tiene el cabello rubio y los ojos castaños. Sin marcas que la identifiquen.
El 1/12/75, sus hijos adolescentes denunciaron la desaparición a la policía. Se
encontró su vehículo abandonado en el bosque, a las afueras de Ogden, el
4/12/75. Se ha realizado una batida completa de la zona y no se ha encontrado
ninguna pista. La oficina de Personas Desaparecidas, el Departamento de Policía
de Ogden y la policía estatal de Utah tienen fotos del señor y de la señora
Neufeld. Para cualquier información o consulta sobre estas personas, diríjanse a
los cuerpos de seguridad mencionados.

Del Boss Detective, número de abril de 1977:

¿OTRO ASESINO DEL ZODÍACO ACTÚA EN COLORADO? ¿ESTÁN RELACIONADAS LAS


MUERTES DE LOS UNIVERSITARIOS? ¿SON LAS MARCAS RITUALES OBRA DE
FANÁTICOS DE CIERTO CÓMIC?

Aspen, Colorado, es un centro abierto todo el año que atrae a gente joven que
quiere divertirse y constituye la indiscutible «capital de las fiestas» invernales
gracias a sus pistas de esquí y a sus acogedores albergues para esquiadores. Los
jóvenes van a Aspen para relajarse y escapar de la presión de los estudios o el
trabajo. En Aspen lo pueden pasar muy bien pero, desde enero de 1976, ocho
estudiantes universitarios que visitaban la localidad han desaparecido de la faz de
la tierra. Son los siguientes:
Cindy Keneally, de 22 años, natural de Chicago, Illinois, vista por última vez
el 18/1/76.
George Keneally, de 20 años, natural de Chicago y marido de Cindy, visto por
última vez el 18/1/76.
Gustavo Torres, de 23 años, natural de Sao Paulo, Brasil, visto por última vez
el 26/1/76.
Mills Jensen, de 24 años, nacido en Aspen. Visto por última vez el 1/3/76.
Craig Richardson, de 17 años, natural de Glenwood Springs, Colorado, visto
por última vez el 1/4/76.
Maria Kaltenborn, de 21 años, natural de Akron, Ohio, vista por última vez el

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2/6/76.
John Kaltenborn, de 22 años, esposo de Maria, visto por última vez el 2/6/76.
Timothy Bay, de 16 años, natural de Glenwood Springs, visto por última vez
el 18/8/76.
Los agentes que investigaron las desapariciones se apresuraron a declarar que
en los centros vacacionales como Aspen hay mucha gente de paso y el año
pasado, en la primavera del 76, cuando el número de personas desaparecidas llegó
a cinco, descartaron la idea de que alguien les hubiera hecho daño
voluntariamente. Luego, sin embargo, durante el deshielo de 1976, aparecieron
los cadáveres mutilados del matrimonio Keneally y del señor Torres en los bancos
de nieve fundida y ya no cupo duda de que un maníaco andaba suelto.
Las temperaturas bajo cero que se mantienen todo el invierno conservaron los
cuerpos de una manera pasmosa. El señor y la señora Keneally estaban desnudos
y colocados en una postura explícitamente sexual, y el señor Torres, que
desapareció ocho días después que la pareja, se hallaba a pocos metros de
distancia. Las tres víctimas murieron degolladas y les marcaron las letras S. S. en
el torso.
Las autoridades primero creyeron que las marcas apuntaban a un asesino de
ideología nazi puesto que S. S. eran las iniciales de la policía secreta de Hitler,
pero luego esta hipótesis perdió peso y los homicidios fueron atribuidos al
Asesino del Zodíaco, un asesino en serie que actuó en el norte de California a
finales de los sesenta y principios de los setenta. Las marcas con las letras S. S. en
el cuerpo eran oblicuas, de modo que parecían zetas, y el Asesino del Zodíaco
(que enviaba mensajes a la policía de San Francisco declarando que «se estaba
procurando esclavos para la otra vida») a veces marcaba a sus víctimas de forma
similar.
Martin Plunkett, residente en Glenwood Springs, ofreció una hipótesis
completamente distinta. Plunkett, de 28 años, que trabaja de bibliotecario adjunto
en la biblioteca de la localidad, es aficionado a los relatos de crímenes y de
pequeño había coleccionado cómics; según él, las iniciales podían ser una
referencia a la Sombra Sigilosa, el villano de unas historietas famosas en los
cincuenta y los sesenta. La policía de Aspen agradeció esta teoría al señor
Plunkett y procedió a investigar a coleccionistas de cómics, todos los cuales,
finalmente, fueron descartados como sospechosos. Tras ello, este largo y
frustrante caso de asesinatos/desapariciones ha vuelto a su situación actual: sin
pistas.
En una conferencia de prensa celebrada el mes pasado, Arthur Whittinghill,
jefe de policía de Aspen, declaró: «Las muertes de los Keneally y de Torres
fueron obra de una o varias personas, de eso no cabe duda, y sospecho que el

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componente sexual de los crímenes fue un subterfugio, es decir, una forma de
ocultar el verdadero móvil por parte del asesino o asesinos. Las otras cinco
desapariciones pueden estar relacionadas o no, y dado que los cuerpos no han
aparecido, me inclino a pensar en diferentes asesinos-secuestradores. Las
especulaciones en torno al libro de cómics del Zodíaco son, a mi modo de ver,
absurdas, y ahora lo más importante es que todos los residentes y visitantes de
Colorado sean precavidos con los desconocidos.»

Del Boss Detective, en la columna «¡Desaparecidos!» del número de noviembre


de 1978:

Las nueve personas que se mencionan a continuación desaparecieron entre


abril de 1977 y el día de cierre de esta edición, 15 de octubre de 1978. Todas
fueron vistas por última vez en distintos lugares de Kansas y de Misuri, todas son
de raza blanca y estudiantes universitarios. Los departamentos de Personas
Desaparecidas de las policías estatales de Kansas y de Misuri poseen fotografías
de ellas. Dirijan a dichas policías toda la información que puedan aportar. Los
desaparecidos son:
Janet Cahill, 21 años, estatura 1,59, peso 48 kilos, cabello castaño, ojos
azules. Vista por última vez en Holcomb, Kansas, el 16/4/77.
Walter Cahill, 17 años (hermano de Janet Cahill), estatura 1,74, peso 61 kilos,
rubio, ojos azules. Visto por última vez en Holcomb, Kansas, el 16/4/77.
James Brownmuller, 24 años, estatura 1,89, peso 98 kilos, rubio, ojos azules.
Visto por última vez a la entrada de Wichita Falls, Kansas, el 9/6/77.
Mary Kilpatrick, 20 años, estatura 1,53, peso 45 kilos, rubia, ojos azules, vista
por última vez en Wichita Falls el 11/6/77.
Thomas Briscoe, 22 años, estatura 1,83, peso 80 kilos, cabello y ojos
castaños. Visto por última vez en Wichita Falls, el 7/7/77.
Karsten Hanala, 26 años, estatura 1,87, peso 90 kilos, cabello castaño, ojos
negros. Visto por última vez a las afueras de Tompkinsville, Kansas, «hablando
con un tipo corpulento que conducía una furgoneta», el 6/8/77.
Christine Muldowney, 19 años, estatura 1,68, peso 70 kilos, cabello rubio,
ojos azules, vista por última vez en Joplin, Misuri, el 13/3/78.
Lawrence Muldowney, 17 años, 1,85, 72 kilos, cabello rubio, ojos castaños,
visto por última vez en Joplin, Misuri, el 13/3/78.
Nancy De Fazio, 20 años, estatura 1,60, peso 55 kilos, cabello negro, ojos
castaños. Vista por última vez cerca de Blue Lake, Misuri, el 1/10/78.
Nota final: Dejando de lado la suposición de que hayan muerto, han aparecido

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tarjetas de crédito pertenecientes a algunos de los desaparecidos en transacciones
recientes de todo el país y se ha detenido a dos personas que utilizaron
fraudulentamente dichas tarjetas. Ambas, sin embargo, poseen sólidas coartadas
para el momento de la desaparición de los propietarios de las tarjetas. Estos dos
hombres han sido descartados como sospechosos después de someterlos a una
rigurosa prueba del polígrafo y uno de ellos, durante dicha prueba, afirmó que
«había comprado la tarjeta a un tipo que la había comprado a otro tipo con un
nombre muy raro, algo así como “el Sigiloso”.»

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15

Los maté a todos, y los asesinatos/desapariciones que recogen los artículos


anteriores constituyeron aproximadamente las dos terceras partes de mi cuenta de
cadáveres.
Algunos fueron crímenes de oportunidad y conveniencia; otros fueron ataques
contra las pesadillas que sufría tanto despierto como dormido y el ocasional impulso
recurrente a vivir fantasías de la infancia. Los ejecuté todos a la perfección.
Mi herramienta básica era el Muertemóvil y mi medio básico de evitar la captura
consistía en evitar por completo las pautas de conducta de los criminales. Nunca
hablaba de mis hazañas, no tomaba drogas ni bebía alcohol, no compraba con las
tarjetas de crédito que robaba y sólo las vendía a borrachos y a drogadictos de los
bajos fondos a los que conocía en bares, unos tipos que después me describían como
«grande», «alto», «joven» o «el Sigiloso», pero que serían incapaces de identificarme
en una rueda de reconocimiento. Nunca mataba cuando existía la más remota
posibilidad de que hubiese testigos, y los pocos testigos parciales que me vieron
hablando con las personas a las que conocía por el camino y a las que luego mataba
no podrían identificarme porque siempre me ponía de espaldas a la carretera.
«Grande», «alto», «blanco», sí. Martin Michael Plunkett, no.
Precaución.
Entre 1974 y 1978, los asesinatos con robo me reportaron 11.147 dólares. No
llevaba esa cantidad conmigo, por supuesto, sino que la guardaba en cajas de
seguridad bancarias, en entidades distintas desperdigadas por la mitad occidental del
país y cuyo alquiler pagaba por anticipado para diez años. Las llaves las escondía en
áreas boscosas cercanas, con lo que la llave final era mi memoria.
Ultraprecaución.
El Muertemóvil II, que compré en Denver con los beneficios de las muertes de
Aspen, sustituyó al Muertemóvil I cuando advertí lo imprudente que era conducir con
un arma ilegal escondida debajo del asiento. Si me sometían a un control policial, la
357, las revistas de detectives que guardaba como recuerdos de mis proezas y la
marihuana que normalmente tenía para seducir a los tipos de aspecto hippie
despertarían las peores sospechas. Necesitaba tenerlo todo a mano, pero fuera del
alcance del registro policial más estricto. El Muertemóvil I carecía de escondrijos
adecuados, pero estudiando los manuales del usuario de varias marcas de furgoneta
descubrí que el último modelo de Dodge poseía un bastidor compuesto de «bolsillos»
metálicos de forma rectangular, con la abertura lateral. Supuse que dos o tres bolsillos
bastarían para ocultar todo mi material de contrabando. A fin de conseguir un aspecto
uniforme, tendría que cubrir todos los extremos con alambre o metal, pero la

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tranquilidad mental que eso me proporcionaría bien merecía el esfuerzo.
Así, en marzo de 1977 compré una furgoneta Dodge 300 del 76 y le practiqué una
importante operación quirúrgica en el bastidor, tapando los veinte bolsillos con tela
metálica. Dentro de cuatro de ellos guardé la 357, las revistas y la droga. Detrás del
asiento, con mis pertenencias legales, puse un juego de herramientas y señales
luminosas que me ayudaran en mi papel de buen samaritano de la carretera. La
Polaroid la llevaba siempre delante, cargada, a mi lado.
«Precaución.»
«Ultraprecaución.»
«Preparación.»
Aquellas tres recomendaciones se combinaban para poner en cursiva, entre
paréntesis y subrayada la palabra «metodología». Dentro de este término se
combinaban variaciones de las tres primeras advertencias para formar unas reglas.
«Limpia todas las superficies de la furgoneta que las víctimas puedan haber
tocado.»
«Mata con el Magnum sólo como último recurso y trata de recuperar los
casquillos.»
«Entierra a todas las víctimas tan profundamente como te permitan los diez
minutos de cronómetro.»
«Mata sexualmente sólo cuando las pesadillas y las fantasías empiecen a resultar
dolorosas y rompe las fotos a las cuatro horas, después de catalogar mentalmente y
memorizar hasta el último detalle.»
Entre 1974 y 1978, sólo maté sexualmente/desnudé/coloqué/fotografié un total de
cuatro veces. La primera, después de dejar San Francisco, fue por una necesidad de
rectificar la confusión de Eversall/Sifakis; en los siguientes casos, lo que me impulsó
fueron las pesadillas y un deseo sexual incrustado. Sin embargo, sabía que lo que
buscaba estaba más allá del alivio y del orgasmo, y tenía suficiente presencia de
ánimo para elegir cuidadosamente a mis víctimas. La selección se basaba en la
intuición de cómo quedarían los cuerpos juntos.
El desnudo de los Keneally en las nieves de Colorado anuló mis pesadillas e hizo
que me corriera, pero no satisfizo mi curiosidad, de manera que diez días después
situé a Gustavo Torres junto a ellos y sentí la llamada del antiguo miembro de un trío
a la puerta de mi memoria. Vagamente temeroso de lo que pudiera decir quien
llamase, me retiré hasta que las pesadillas se volvieron terribles y la entrepierna me
dolió como si contuviera estallidos de bombas. Entonces encontré a los Kaltenborn
haciendo dedo cerca de Glenwood Springs y me pasé horas situándolos y haciéndoles
fotos, mientras yo, desnudo, participaba en el trío. De nuevo hubo un instante de
liberación seguido de semanas de consuelo, pero no se produjo penetración del
recuerdo.

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Como notaba que el recuerdo tenía su origen en la infancia y se correspondía con
mi viejo demonio de lo rubio, esperé dos años hasta que encontré una pareja de
amantes potenciales que me parecieron perfectos más allá de la perfección, los
hermanos Muldowney, chico y chica, de Joplin, Misuri. Rubios, de ojos azules y
guapos. Prometiéndoles hachís, los atraje a un tramo solitario de colinas, los
estrangulé, los desnudé, les hice fotografías, los toqué, me toqué e incluso puse en
peligro mi seguridad quedándome con los cuerpos hasta entrada la noche.
El esfuerzo no me iluminó.
El esfuerzo no me iluminó porque, en el fondo, yo mataba por capricho
monetario, por gratificación biológica y para que el dolor me abandonara. Los nueve
meses que siguieron a los Muldowney pasaron en un halo de confusión, y entonces
incluso la exploración de mi memoria se volvió caprichosa, porque una pesadilla se
materializaba en forma de ser humano vivo y yo tenía que matar para sobrevivir.

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IV

El rayo cae dos veces

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16

4 de enero de 1979

Me dirigía al norte por la U.S. 5 bajo una tormenta de nieve, con destino a Lake
Geneva, Wisconsin, una población turística frecuentada todo el año. Andaba corto de
dinero para el viaje, debido a que había equipado el Muertemóvil II para el invierno
con neumáticos de nieve de primera, edredones de pluma para dormir y paneles de
aislamiento que me habían salido caros, y mi reserva de dinero más cercana estaba en
un banco del centro de Colorado. Mientras pasaba de Illinois a Wisconsin, contemplé
los ventisqueros que se formaban y supe que a quien tuviera la mala suerte de
cruzarse en mi camino le esperaba una larga e intensa congelación.
Tomada la decisión, tuve una reunión de trabajo con «cautela» y con
«preparación». Pensé en las patrullas de tráfico que recorrerían las carreteras para
ayudar a conductores en dificultades y recordé ciertas muertes en Aspen, hacía
tiempo, y lo difícil que resultaba estrangular o aporrear con las piernas atascadas en la
nieve. Densos muros de abetos desnudos flanqueaban la carretera y los imaginé como
receptáculos de puntas huecas ensangrentadas. Me vino la respuesta de
disparar/robar/recuperar/enterrar. Detuve el coche en la cuneta y saqué el Magnum de
su escondite debajo de la carrocería.
La nevada arreció y, hacia mediodía, empecé a preguntarme si debería buscar
alojamiento o aparcar a la espera de que remitiera la tormenta. Estaba en el proceso
de decidir qué haría cuando vi un Cadillac situado erráticamente en la parte izquierda
de la autovía, con el morro salido y en peligro inminente de recibir un golpe de
refilón.
Frené y guardé la 357 en la parte trasera de los pantalones, asegurándome de que
la chaqueta ocultaba la culata. No había tráfico y crucé la calzada a la carrera hacia el
Cadillac.
No había nadie dentro y vi un leve rastro de pisadas de una sola persona, ya
medio cubiertas por la nieve que caía, que se dirigían a la cuneta derecha y seguían en
dirección norte. Al acecho, volví al Muertemóvil y continué la marcha despacio, con
un ojo en el espacio que conseguía despejar el limpiaparabrisas izquierdo y el otro en
la cuneta.
Media hora más tarde, vi al hombre, que avanzaba trabajosamente con la nieve
hasta los tobillos. Cuando oyó mi motor, se volvió y la nieve que tenía en la cabeza
me hizo buscar a tientas la Polaroid.
Toqué el claxon y frené. El hombre agitó la mano frenéticamente en dirección a
su presunto rescatador. Puse el freno de mano y los intermitentes y abrí la puerta del

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acompañante para observar a mi víctima.
Era de mediana edad y grueso, y su halo de opulencia en apuros desmerecía la
encantadora corona de nieve que portaba. Entre jadeos, el hombre me dijo:
—Mi mujer no para de insistir en que compre un radiotransmisor y ahora
comprendo por qué. —Señaló la Polaroid y añadió—: ¿Fotógrafo, eh? Dicen que son
ustedes capaces de ir a donde sea por una instantánea, y ya no tengo ninguna duda de
ello.
Saqué la 357 y le puse la boca del silenciador delante de la nariz. «¿Eh? ¿Pero
qué…?», balbuceó el hombre. Sonreí y repliqué: «Sólo quiero tu dinero.»
Temblando, más de miedo que de frío, el tipo dijo que lo llevaba encima y oí el
castañeteo de sus dientes. Le indiqué que se dirigiera hacia los abetos situados a unos
diez metros de donde estábamos. Le dejé abrir la marcha y, cuando estaba a tres
metros de una sólida barrera de troncos, le disparé dos tiros por la espalda.
El silenciador emitió un estampido amortiguado, el gordo voló hacia delante y me
llegó el eco de la madera al astillarse. Puse el cronómetro a ocho minutos, para ser
ultracauto, y conté despacio hasta veinte para que mi víctima tuviera tiempo de morir.
Cuando estuve seguro de que no me molestaría con espasmos reflejos ni rociadas de
sangre, lo agarré por los talones y lo arrastré hasta los árboles en los que era más
probable que se hubieran alojado las balas. Cuando vi las puntas huecas incrustadas,
una junto a la otra, en el tronco de un arbolillo joven, las saqué con los dedos y las
guardé en el bolsillo de la chaqueta. Después, arrastré el cuerpo a través de un claro
hasta un banco de nieve que ya tenía un metro de profundidad. No llevaba guantes,
por lo que me cubrí las manos con las mangas para sacar la cartera del bolsillo
interior de su chaqueta y extraer de ella un fajo de billetes de cien, veinte y diez,
además de una colección de tarjetas de crédito. Guardé billetes y tarjetas en los
bolsillos traseros del pantalón, me aparté del cuerpo, respiré profundamente y
descolgué del hombro la Polaroid.
4.16 transcurridos.
Hice inventario de mi persona y toqué el Magnum, las balas disparadas y las
tarjetas y billetes robados. Las huellas de pisadas y la sangre eran faits accomplis; la
nieve que seguía cayendo no tardaría en cubrirlas. Bajé la vista al muerto y advertí
que la corona de nieve le confería cierto aire de romántico de época, como si fuese un
lechuguino de los tiempos de Beethoven que disimulaba su fealdad bajo una peluca
empolvada. La idea me inspiró, y me incliné sobre el muerto para sacarle una foto, un
primer plano de la parte posterior de la cabeza. La cámara expulsó el papel en blanco
y, cuando apareció en él la imagen de la corona de nieve, guardé la foto en el bolsillo
delantero, le di la vuelta al cuerpo y tomé otra instantánea de su máscara mortuoria,
con los ojos saltones y la boca ensangrentada. Mi memoria centelleó y, con seis
minutos por delante, eché nieve sobre el cuerpo hasta que quedó cubierto con un

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montículo de prístina blancura. Cuando hube terminado el trabajo, estudié la cara de
la foto mientras volvía al Muertemóvil.
Después de guardar de nuevo el 357 en su compartimento de seguridad, continué
el viaje. Coloqué las fotos en el salpicadero, donde pudiera verlas contra la
nieve/peluca empolvada. Avancé despacio, sin apartarme del carril derecho, e
imaginé a la madre naturaleza borrando mi rastro del escenario del crimen. La
tormenta alcanzaba proporciones de ventisca y me di cuenta de que sería imposible
llegar a Lake Geneva antes de medianoche; pronto tendría que buscar abrigo. El
limpiaparabrisas apenas conseguía apartar el polvo que chocaba con el cristal y,
cuando llegué a una larga curva en forma de S, tuve que detenerme y bajar a
despejarlo con las manos.
Entonces vi el control de carreteras.
Estaba a sesenta metros de distancia y al momento comprendí que no podía ser
por mí: había matado al gordo limpiamente, hacía ya una hora y media, y si me
hubieran identificado como el asesino, la policía ya habría hecho un movimiento de
aproximación. Por dentro, me tensé como un tambor. Limpié el parabrisas con la
manga, volví al volante y, haciendo pedazos las fotos de muerte, las arrojé a la nieve
por la puerta del acompañante. Me acordé de las balas y las tarjetas de crédito que
llevaba en el bolsillo y me deshice de ellas también. Después, entré una marcha y me
aproximé al puesto de control.
Junto a las vallas que cortaban el paso estaban apostados numerosos policías del
estado armados con fusiles, y detrás de ellos se alineaba media docena de coches
patrulla azules y blancos. Cuando me detuve, dos polis se acercaron al Muertemóvil
en un movimiento envolvente, apuntándome directamente con las armas. Desde
detrás de la barrera, una voz amplificada electrónicamente gritó: «¡Conductor de la
furgoneta plateada! ¡Abra la puerta del vehículo, ponga las manos sobre la cabeza y
camine hasta el centro de la calzada! ¡Hágalo despacio!»
Obedecí, muy despacio, bajo la nevada. Los dos policías continuaron
apuntándome. Los ojos de sus fusiles del calibre 12 se veían grandes y negros contra
el blanco de la nieve. Cuando llegué al centro de la calzada, un tercer agente me
agarró los brazos por detrás, los juntó a mi espalda y me puso las esposas. Una vez
inmovilizado, una nube de policías saltó las vallas y se lanzó sobre el Muertemóvil
mientras los dos de los fusiles bajaban sus armas y se acercaban. El que me había
puesto las esposas me cacheó por detrás y anunció: «Limpio.» Los otros dos me
indicaron que volviera a la furgoneta. Había agentes encima, debajo y dentro del
Muertemóvil II; aquello me irritó y me di cuenta de que la mejor manera de afrontar
mi primer interrogatorio serio desde el de Eversall/Sifakis, ocurrido cuatro años atrás,
sería mostrarme indignado.
—¿A qué cojones viene esto? —exclamé.

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Los polis de los fusiles me empujaron contra la furgoneta y también ellos se
apoyaron en su costado. Así, los tres tuvimos cierta protección del viento y de la
nieve. El policía de más edad, que llevaba una insignia de teniente en la parte
delantera de su sombrero de agente forestal, me preguntó a bocajarro:
—¿Nombre?
—Martin Plunkett.
—¿Dirección?
—No tengo dirección, en este momento. Me dirijo a Lake Geneva a buscar
empleo.
—¿Qué clase de empleo?
Emití un suspiro de irritación y respondí:
—Ascensorista o barman en invierno y, quizá, caddie durante la temporada de
golf.
Intervino el otro agente:
—¿Eres un transeúnte profesional, Plunkey?
—Llámeme por mi apellido —repliqué.
El teniente me quitó la cartera del bolsillo de atrás y se la entregó a un agente que
había entrado en la cabina del Muertemóvil.
—Informa a todas las unidades —dijo y, volviéndose hacia mí, añadió—: Señor
Plunkett, tiene derecho a guardar silencio. Tiene derecho a que esté presente un
abogado durante su interrogatorio. Si no puede pagarse el abogado, se le designará
uno de oficio.
Me tragué la letanía. Al fondo, oí pronunciar mi nombre, acompañado de los
datos del permiso de conducir, por el micrófono de la radio de un coche patrulla. Al
parecer, el registro de la furgoneta ya estaba terminando.
—¿Quieres hacer una declaración, Plunkey? —preguntó el poli raso.
Le dirigí una sonrisa a lo Bogart:
—¿Me la quieres chupar, mamón?
El agente cerró los puños y el teniente me agarró y me apartó unos metros. Oí que
una voz anunciaba: «¡El vehículo parece limpio, jefe!», y el teniente me previno:
—No se ponga chulo, joven. No es momento ni lugar para eso.
Fingí una expresión dolida y repliqué:
—No me gusta que me acosen.
—¿Que lo acosen? ¿Lo han detenido alguna vez?
—Sí, una vez, hace diez años, por un robo. Desde entonces, no me he metido en
líos.
El teniente sonrió y se limpió de nieve los labios.
—Ésta es la clase de historias que me gusta oír, sobre todo si la corroboran las
comprobaciones que estamos haciendo sobre ti —dijo. Advertí que ya no me trataba

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de usted.
—Ya lo verá.
—Así lo espero, sinceramente, porque en los últimos tiempos han sido violadas y
asesinadas en esta zona tres mujeres jóvenes (la última, esta misma mañana, cerca de
la frontera de Illinois); de ahí el despliegue de controles. ¿De qué grupo sanguíneo
eres, Martin?
No supe cómo reaccionar a la coincidencia y mi expresión de perplejidad debió
de resultar convincente, pues el teniente sacudió la cabeza en un gesto de negativa.
—¿No te parece que eso es lo peor que puede pasar? ¿Qué grupo sanguíneo
tienes, muchacho?
—0 negativo —respondí.
—Eso está muy bien. Ahora voy a decirte lo que haremos. En primer lugar,
siempre que no estés en busca y captura, llevarás esa furgoneta al pueblo más
cercano, Huyserville, y te quedarás en una de las bonitas y limpias celdas de los
calabozos mientras te hacen un análisis de sangre. Y si resulta que eres 0 negativo,
quedas libre, porque hemos encontrado semen del violador hijo de puta que andamos
buscando y es 0 positivo. Agradece tus genes a papá y mamá, chico, porque pienso
interrogar a cualquier desconocido con el grupo sanguíneo 0 positivo que encuentre
en mi jurisdicción del sur de Wisconsin.
Un agente sacó la cabeza por la ventanilla del conductor de la furgoneta.
—El vehículo es legal y el amigo no tiene cargos pendientes ni está en busca y
captura. Sólo una condena por robo en el 69, eso es todo.
El teniente me quitó las esposas.
—Greer —dijo a continuación—, acompaña en su furgoneta al señor Plunkett;
llévalo a Huyserville, búscale una celda en condiciones y llama al doctor Hirsh para
que le haga un análisis de sangre. Martin, conduce con cuidado y resígnate a pasar
una noche en el pueblo, porque las carreteras no están transitables para hombres ni
bestias. Ahora, en marcha.
Subí a la furgoneta y asentí a mi custodio, que tenía el arma reglamentaria en el
regazo, con el dedo por dentro del guardamonte. Las vallas del control fueron
retiradas y aceleré entre el cegador muro de nieve. Concentrarme en la conducción
me mantuvo razonablemente calmado, pero me sentía dividido: una mitad de mí
estaba orgullosa de mi actuación; la otra mitad temía que se descubriera el Cadillac
del muerto mientras estaba inmovilizado en Huyserville… o que aun después de que
me marchara, cuando se descubriera el cadáver, la pasma recordase mi presencia y
me considerara sospechoso de asesinato. Los temores parecían insolubles, como si
fuese inútil especular con ellos. Carraspeé y pregunté al agente si había hotel en el
pueblo.
—El palacio de las cucarachas —respondió, mofándose—. Si has de quedarte esta

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noche, estarás mejor en el calabozo. No tienes domicilio fijo, ¿verdad? A los tipos
como tú sólo os interesa tener tres comidas al día y un techo, y eso te lo dan en el
calabozo… Eso si es que eres inocente y al final te soltamos.
Asentí. El poli tenía un estilo de conversación desagradable, por lo que callé y
dejé que acariciara su arma. La tormenta arreciaba y me llevó una hora al volante
recorrer los quince kilómetros que faltaban para Huyserville, una población que
constaba de una manzana comercial y la subcomisaría de la policía estatal de
Wisconsin, donde me iban a retener. Cuando detuve la furgoneta en el aparcamiento,
el poli dijo:
—Espero que no seas culpable, colega. Lo digo en serio. Dos de las chicas
muertas eran de aquí.
El interior de la comisaría estaba impecable y resultaba sorprendentemente
moderno. Me dieron una celda para mí solo. Apenas segundos después, se presentó
un hombre mayor con el arquetípico maletín negro y la puerta de la celda se abrió por
control remoto. Me levanté la manga automáticamente y el doctor sacó del maletín
unas torundas y una jeringa con un capuchón de plástico.
—Cierre el puño —dijo y, cuando lo hice, me sujetó el brazo derecho y me clavó
la aguja. Cuando la sangre llenó la jeringa, anunció—: Tendré los resultados dentro
de una hora.
Tras esto, se marchó. Cuando la puerta volvió a cerrarse con un chirrido, tuve
mucho miedo.
La hora del doctor se prolongó interminablemente, como mi miedo, que no lo era
a ser descubierto como inveterado asesino en serie, sino a ser contenido; no a que me
tuvieran en custodia, sino en cautividad de todos aquellos pequeños momentos de los
últimos cuatro años; no los largos pequeños momentos dedicados a acechar, robar,
matar y pensar, sino el tiempo dedicado a trabajar en empleos tediosos, cultivando la
invisibilidad, siendo cauteloso cuando en realidad ardía en deseos de actuar más
osadamente. Mi miedo era a que, inexplicablemente, aquellos policías de pueblo
supieran quién era y supieran también —inexplicable y sobrenaturalmente— que la
manera más perversa de castigarme sería que me dejaran suelto pero que no pudiera
volver a tramar/acechar/robar/matar nunca más, condenado a una vida compuesta de
todos los largos, pequeños momentos intercalados que mi libertad me permitía.
La hora se alargó y supe que los sesenta minutos se habían doblado y triplicado, y
que si buscaba corroboración consultando el reloj, perdería hasta el último rastro del
autocontrol que había acumulado en treinta años. Pensé en recurrir a la Sombra
Sigilosa como entidad separada y rechacé la idea, considerándola una rotunda
regresión; empecé a temer que el hecho de matar y refrenarme en el sexo hasta el
punto de la explosión hubiera cambiado de algún modo mi grupo sanguíneo y que
ahora fuesen a castrarme por los crímenes de otro. La idea de tener sangre ajena en

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mi cuerpo casi me hizo gritar y empecé a catalogar largos, pequeños momentos de
interludio, que me demostraran que no estaba volviéndome loco. Pensé en todos los
apartamentos de mala muerte en los que había vivido desde que había dejado San
Francisco, en todos los tramos de carretera solitaria en los que no había encontrado a
nadie, en todas las personas que había conocido y que eran demasiado feas,
demasiado pobres, demasiado carentes de interés o que estaban demasiado bien
relacionadas como para matarlas. La letanía tuvo un efecto saludable y consulté el
reloj. Vi que eran las 6.14. Mi viaje mental había consumido más de cuatro horas.
Entonces, una voz resonó suavemente fuera de la celda:
—Señor Plunkett, soy el sargento Anderson.
Sin pensarlo siquiera, solté bruscamente:
—¿Mi sangre estaba bien?
—Roja y sana —respondió la voz, y el hombre que la emitía apareció al otro lado
de los barrotes.
Mi primera impresión fue la de tener delante el anuncio más inmaculado de la
autoridad que había visto nunca. El hombre, ataviado con el uniforme de la policía
estatal de Wisconsin (pantalones de sarga color caqui, camisa de gabardina parda y
cinturón ancho con correa cruzada al hombro), era un compendio de elasticidad
muscular, atractivo insípido y algo más que no conseguía identificar. Cuando me puse
en pie, vi que medía un poco más de un metro ochenta y que su cabello lacio, de un
castaño rojizo, y su bigote de cepillo le proporcionaban un halo juvenil no del todo
desmentido por la frialdad de sus ojos azules. El uniforme, de corte perfecto,
transformaba su atractivo en otra cosa que no conseguía descifrar y sólo cuando
estuvimos cara a cara, separados apenas por los barrotes, caí en la cuenta de qué se
trataba. Era la presencia de una voluntad excepcionalmente poderosa. Recobré el
aplomo y comenté:
—Roja, sana y 0 negativo, ¿verdad, sargento?
El hombre sonrió y señaló una bolsa de papel que llevaba en la mano.
—0 negativo, sí. Yo, en cambio, soy 0 positivo; nunca me dieron más de cinco
pavos por ella cuando estaba arruinado en la facultad. —Tomó una llave del cinturón,
abrió la celda y, cuando me disponía a dar un paso adelante, me bloqueó la salida.
Los fríos ojos azules se encendieron durante un segundo; después, una sonrisa torcida
contrarrestó su efecto y el sargento preguntó—: ¿Te has fijado alguna vez en que,
cuando dos personas acaban de conocerse, hablan del tiempo, Martin?
Mi propio nombre, pronunciado con suavidad, me aterrorizó. Retrocedí un paso y
respondí:
—Sí.
Anderson acarició la bolsa de papel.
—Bueno, pues esta vez hay motivo para hablar del tiempo: esta mañana se prevén

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setenta centímetros de nieve, se ha declarado la alerta por tormentas en tres estados y
hay carreteras cerradas en un radio de setecientos kilómetros. Mira, no quiero parecer
presuntuoso, pero el teniente Havermeyer ha tenido que ir a Eau Clare, lo cual me
convierte en comandante accidental, y me he tomado la libertad de reservarte la
última habitación libre de Huyserville.
Sacó una llave del bolsillo trasero y me la entregó. Y cuando nuestros dedos se
tocaron, comprendí que él lo sabía.
—Pareces un poco nervioso, ¿no, Martin?
Las palabras, suaves y solícitas, me atravesaron como un cuchillo y empecé a
tambalearme. El propio Anderson se hizo borroso, pero su mano en mi hombro fue
como una raíz de árbol que me sostenía y su voz sonó perfectamente clara.
—El tiempo está fataaal. Esta mañana, andaba patrullando al sur de aquí cuando
vi un Cadillac Eldorado del 79 aparcado en la autovía. Tal como estaba, era un
peligro para el tráfico, así que lo empujé hasta apartarlo del arcén; probablemente, a
estas horas la nieve ya debe de cubrirlo. Me pregunto qué habrá sido del conductor.
Probablemente terminará en la fiambrera de algún lobo gris, como una apetitosa
hamburguesa humana. ¿No quieres saber qué tengo en esta bolsa?
La Sombra Sigilosa me envió señales luminosas de asteriscos, signos de
interrogación y números y, cuando estos computaron a 1948-1979, intenté levantar
las manos y agarrar a Anderson por el cuello, pero no pude. Él sujetaba mis más de
noventa kilos con una mano firme en mi hombro y una advertencia: «Chist, chist,
chist.»
Me cimbreé bajo la mano del policía.
Me acomodé al ritmo y, en cierto modo, le cogí gusto.
La celda estuvo a punto de ponerse del revés, pero lo evitó en el último segundo
una voz de niño de coro:
—No creo que soportes verlo, así que te lo voy a contar. Tengo aquí un Colt
Python con un silenciador profesional, y unas tarjetas de crédito, y algunas revistas de
ésas de True Detective, y unas cuantas fotos Polaroid hechas pedazos, tooodas
reconstruidas y cubiertas de polvo para huellas dactilares que revelan, ¿adivinas qué?,
dos latentes viables que corresponden a Martin Michael Plunkett, varón, blanco,
fecha de nacimiento 11/4/48, Los Ángeles, California. ¿No nieva nunca en California,
Martin?
La mano y la voz me soltaron y me di un golpe en la espalda contra el canto
metálico de la litera de arriba. El contacto me sobresaltó y Anderson apareció ante mí
como lo que era en realidad: un adversario. Recobré la compostura y empecé a captar
las líneas más generales del juego al que se dedicaba. Todavía notaba el tacto de su
mano y aún oía su voz, pero logré despojarme de su calor residual y conseguí
articular:

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—¿Qué es lo que…?
Me detuve cuando advertí que mi voz estaba imitando la de mi interlocutor, con
una suavidad impregnada de amenaza. Anderson sonrió:
—Ése es el halago más sincero que se me puede hacer; gracias, pues. ¿Qué es lo
que quiero? No sé, el chico de Hollywood eres tú: en tus manos dejo lo de escribir el
guión.
Di un tono ronco a mi voz y empleé ásperas resonancias de barítono.
—Pongamos que salgo de esta celda, monto en mi furgoneta y, sencillamente, me
largo…
—¿Eso quieres? Eres libre de hacerlo. Pero no llegarás muy lejos. Ahí fuera
tenemos una tormenta mortal.
—¿Me da…?
—No, no. —Anderson agitó la bolsa de papel—. No vuelvas a pedírmelo.
Las líneas generales del juego quedaron un poco más claras. Se reducían a una
acción de contención.
—¿Qué va a hacer con las cosas de la bolsa?
—Guardarlas.
—¿Por qué?
—Porque me gusta tu estilo.
—¿Y cuando la tormenta se aca…?
Anderson se volvió y su voz se hizo ronca:
—Cuando despeje, serás libre de irte.
Me llevé la mano al bolsillo y toqué la llave que me había entregado.
—El hotel queda al otro lado de la calle, un par de puertas más allá —continuó
Anderson—. Y la policía estatal de Wisconsin se hace cargo de la factura porque
hemos causado molestias a un ciudadano inocente.
Abandoné la celda, recorrí la comisaría y salí a la nieve. Ésta me envolvió y,
mientras cruzaba la calle en dirección al hotel, vi la furgoneta aparcada junto al
bordillo. Su color había pasado del plateado a un blanco polvoriento. Pensé en
lanzarme de cabeza a la tormenta, con el Muertemóvil como vehículo de suicidio;
pensé en largarme, en moverme y punto, pero con cautela. El pánico se estaba
adueñando de mí, un pánico desnudo y amenazador y mezquino… y entonces recordé
el tacto de la mano de Anderson en mi hombro y me di cuenta de que, si huía, aquel
hombre nunca llegaría a saber que yo resultaba tan peligroso como lo era él.
La única salida era quedarme.
Corrí al hotel y entré en la ruinosa cafetería cuando ya se disponían a cerrar.
Hambriento, pedí rosbif, panecillos calientes y patatas y lo engullí todo. Luego, pasé
a la recepción y me senté en un gran sillón que estaba junto a la chimenea a hacer
acopio de agallas.

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En esta ocasión, las horas de espera pasaron deprisa; el miedo que tenía no estaba
impregnado de desazón, sino que era nervioso, masculino, como el que debe de sentir
el torero antes de salir al ruedo. A las 10.00, saqué la llave, vi el 311 grabado en ella,
subí a la habitación y abrí la puerta.
La lámpara que colgaba del techo estaba encendida e iluminaba una estancia
deprimente, sacada de los años veinte: una alfombra raída, una cama grande y blanda,
una mesilla y una cómoda maltrechas. Lo espartano del lugar me impulsó a
retroceder, no a entrar, y comprendí que había esperado encontrar un hombre
desnudo. La imagen se desvaneció al cabo de un segundo y entré en aquel bucle
temporal entre cuatro paredes, cerré la puerta y eché el cerrojo.
El viento batía las ventanas bordeadas de hielo y por los conductos de la
calefacción entraba una vaharada de calor nauseabunda. No había sillas, por lo que
avancé hacia la cama y me disponía a sentarme en ella cuando vi que la colcha ya
estaba ocupada.
Sobre la felpilla blanca había una serie de fotos Polaroid, tres ordenadas hileras
de cuatro instantáneas en color, dispuestas de forma que cubrían toda la cama. Me
incliné a mirarlas y observé vivisecciones en diversas fases: cuatro adolescentes
desnudas —todas morenas y guapas—, intactas en las primeras fotografías y
gradualmente descuartizadas conforme las fotos se acercaban a los pies de la cama.
Los conductos se estremecieron con otro estallido de calor y busqué el baño con
la mirada. Vi uno tras una puerta lateral abierta, entré corriendo y vomité la cena.
Estaba lavándome la cara con agua fría cuando oí un chasquido en la puerta de la
habitación y vi entrar a Anderson.
Cogí una toalla de la barra y me sequé. Anderson apoyó el hombro contra la
pared, adoptando una pose que tenía la gracia de un modelo publicitario de talento.
En aquel instante, advertí que hasta el momento más nimio de la vida de ese hombre
estaba imbuido de elocuencia.
—No me digas que no lo sabías ya —dijo.
Reprimí el impulso de hacer trizas su pose con mis propias manos.
—Lo sabía. ¿Por qué?
Anderson se atusó el bigote y me lanzó una sonrisa que le confería el aspecto de
un adolescente cándido.
—¿Por qué? Porque te vi. Hay una carretera que corre paralela a la autovía al sur
de la frontera de Illinois y cerca de Beloit está elevada. Te vi registrar el Cadillac y te
vi buscar al conductor, y enseguida supe que no llevabas buenas intenciones, querido
amigo. Te di ventaja y luego te localicé por radar. Cuando te detuviste, esperé cinco
minutos, me acerqué hasta estar unos seiscientos metros detrás de ti y aparqué.
Enfoqué la furgoneta con los prismáticos y te vi guardar de nuevo el Magnum en su
escondite. En ese momento comprendí que me gustaba tu estilo.

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1969 se impuso a 1979 y pensé: «Carga, apunta y dispara.» Puse el cuello del
policía en el punto de mira y casi había encontrado las agallas necesarias para hacerlo
cuando Anderson sonrió y dijo:
—Mala idea, Martin.
Consciente de que eran unos labios carnosos y un bigote encrespado —y no la
advertencia— lo que me detenía, lo observé de pies a cabeza y algo externo a mí me
forzó a decirle:
—Tíñete de rubio.
Anderson soltó un bufido despectivo y señaló la cama.
—Las rubias son para maricones. Lo mío son las morenas.
Vi una imagen enmarcada de mi padre con una mujer desnuda, los dos con
pelucas blancas empolvadas. Conmocionado de que aún fuera capaz de recordar las
facciones de mi padre y temeroso de adónde me llevaba la imagen, la ahogué
pensando en mi víctima de los cabellos nevados, cien kilómetros al sur. Tenía
directamente delante de mí la pose perfecta de Anderson, que me obligaba a
mantener los ojos abiertos y me limitaba el pensamiento. Reuní por fin el valor
necesario para actuar y le lancé un derechazo a su nariz perfecta.
Esquivó el golpe perfectamente, me agarró por la muñeca, me retorció el brazo,
llevándolo a la espalda, y me inmovilizó, rodeándome el pecho con firmeza. Envuelto
por una fuerza perfecta, una voz perfecta alivió mi miedo:
—Vamos, queridísimo amigo, vamos. Eres más grande y más fuerte, pero yo
estoy entrenado. No te culpo por estar furioso, pero no tienes nada de qué
preocuparte. Ven, te lo demostraré.
Aflojó el abrazo y me dejó volverme hasta que estuvimos frente a frente. La
ausencia de presión me produjo una sensación de vacío y, para atenuarla, me
concentré en los movimientos del hombre. Se llevó las manos a los bolsillos
delanteros y traseros y las sacó con fajos de billetes.
—¿Ves esto? Es tu dinero. Al registrar tu furgoneta, vi que la guantera estaba
forzada. En los escondites del vehículo no encontré dinero y sabía que un chico listo
como tú no viajaría sin un buen fajo, por lo que supuse que algún abnegado agente de
la policía de Wisconsin te había desplumado. Como conozco a mis colegas, he sabido
enseguida quién. Lo he dejado en paz con una reprimenda. Más de lo que te llevas
tú… y por mucho menos.
Tomé el dinero y me lo guardé en los pantalones.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque me gusta tu estilo. —Anderson sonrió.
—Entonces, ¿qué quiere?
—El Python y el silenciador; ya sabes, recuerdos. Y un poco de conversación,
respuestas a unas cuantas preguntas.

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—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo, a cuánta gente has matado…
Miré a mi alrededor, convencido de que había de ser una trampa, que el florero
agrietado de la cómoda escondería un aparato de escucha, o que la ventana con las
cortinas echadas serviría de punto de mira para francotiradores con visores de rayos
X en los fusiles: verdugos de pueblo de mala muerte que dispararían en cuanto yo
declarara que era un asesino. Al cabo de un momento, supe que estaba pensando en la
Sombra Sigilosa de una forma infantil y volví a mirar a Anderson, repasando los
ceñidos contornos del uniforme en busca de grabadoras ocultas. El policía se rio al
verme.
—Tengo la nítida impresión de que te estás fijando en algo más que en si llevo
encima un transmisor pero, en cualquier caso, deja que calme tu paranoia, ¿de
acuerdo? Para empezar, declaro que soy el sargento Ross Anderson, de la policía
estatal de Wisconsin, y también el asesino al que los periódicos llaman el Matarife de
Madison. Ya está. ¿Te sientes mejor ahora?
Así era, pues a pesar de aquella pose suya y de su halo de peligro, sabía que aquel
hombre y yo no competíamos en lo que más nos importaba a ambos. Dejándome
llevar por la atrevida sensación de haber alcanzado la paridad con la perfección,
respondí:
—Unos cuarenta. ¿Y tú?
Lo dejé boquiabierto. Acababa de eclipsar su perfección.
—¡Dios santo! Yo, cinco. ¿Quieres hablarme de los tuyos?
Recordé sus palabras cuando le había pedido que me devolviera el Magnum.
—No. No vuelvas a pedírmelo.
—Touché. ¿Por qué?
—Porque son míos.
Ross Anderson se desperezó y murmuró:
—Entonces, creo que hemos llegado a un punto muerto.
Se acercó a la cama y empezó a recoger sus fotos de muerte y, cuando se dirigió a
la puerta del baño, le corté el paso:
—Háblame tú de los tuyos.
Con una sonrisa, Anderson guardó las imágenes en los bolsillos de la camisa y se
los abrochó. Enarcó las cejas en un remedo de mirada seductora, volvió a la cama y
se sentó en el borde. Eché otro vistazo a la habitación y comprobé que no había
ninguna silla. Consciente de que Ross lo había preparado de aquella manera, le seguí
la corriente y tomé asiento a su lado. Evité su mirada, pero nuestras rodillas se
tocaban.
—No pretendo hacer juegos de palabras, pero he estado agonizando por
contárselo a alguien, alguien especial y que no fuese peligroso, así que mejor un

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monólogo que nada, supongo.
»Cuando aún no había cumplido los veinte, tenía un colega con el que salía a
cazar faisanes cerca de Prairie Du Chien. Él le daba a las drogas y era un tío cutre,
pero me dejaba mandar y siempre estaba dispuesto a lo que fuese. Pasábamos mucho
tiempo hablando de los nazis y de los campos de concentración, y él tenía una
colección de dagas y brazaletes. Realmente, se tomaba muy en serio lo de la raza
superior, los judíos y los comunistas. A mí todo aquello me fascinaba, pero él… él se
lo creía de verdad.
»Un día de 1970, justo después de Acción de Gracias, estábamos cazando
faisanes con armas del calibre doce y perdigones doble cero, que, si sabes algo de
caza de volátiles, son una munición demasiado grande para esas aves. En fin, que no
éramos deportistas ni amantes de los platos de caza; sencillamente, nos gustaba
disparar a lo que fuese.
»Estábamos a cero grados y no había más cazadores por las inmediaciones. No
llevábamos perro para levantar las presas y, en resumidas cuentas, sólo buscábamos
algo en que entretenernos. Utilizábamos carabinas de carga manual, en lugar de
escopetas de dos cañones, así que nos alegraba que no hubiera nadie por allí; éramos
dos críos y cualquier cazador deportivo habría deducido enseguida, por nuestro
armamento, que no pertenecíamos al gremio.
»Al atardecer, apenas habíamos iniciado el regreso al coche cuando se materializó
de la nada un tipo, un vejestorio grande, de rostro encendido, con una escopeta
Browning de cañones montados de mil dólares al hombro y otros mil en ropa de
cacería de L. L. Bean. Empezó a recriminarnos que lleváramos aquellas armas, que
no respetásemos las tradiciones de la caza, y nos preguntó dónde estaban nuestras
licencias de caza… y justo en ese momento, ¡zas!, miro a mi colega, tenemos un
momento de telepatía y mandamos volando al viejo al otro mundo: pam, pam, pam,
pam, pam, cinco balas cada uno y liquidamos al mamón.
Miré fijamente la pared y me agarré al colchón con las dos manos; capté la
respiración entrecortada de Ross, a mi lado. Por último inspiró profundamente y
continuó:
—No es preciso que te diga que no nos pillaron por esa muerte, aunque los dos
anduvimos cagados de miedo hasta que les colgaron el muerto a dos negros que
habían asaltado una armería en Milwaukee y que se habían llevado media docena de
carabinas Mossberg del mismo modelo que las nuestras. Los negros fueron
condenados con pruebas circunstanciales y mi colega y yo tomamos diferentes
caminos porque teníamos miedo de lo que significaba que siguiéramos juntos.
»Así pasan cinco años, dejo de pensar en el asunto y entro en la policía de
Wisconsin. Me encanta ser patrullero: ahora formo parte de la policía, estoy por
encima de toda sospecha. Para acabar de mejorar las cosas, mi colega se traslada a

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Chicago y se casa. Alejados y sin pensar el uno en el otro, no nos hemos vuelto a ver
desde el día que los acusados fueron condenados a cadena perpetua y lo celebramos
con dos cajas de cerveza y nos dijimos au revoir. Todo va de maravilla y me
dispongo a sacar el examen de sargento y entonces, ¡pam, pam, pam, pam, pam!
»Resulta que el colega había vuelto a Wisconsin. Cultivaba hierba en las afueras
de Belait y vivía en una habitación amueblada barata de Janesville. Me lo contaron
los amigos de unos amigos y fui a buscarlo. Inspeccioné su cubil: fotos de Hitler en
las paredes, bolsas de hierba ya empaquetada y preparada para el transporte, literatura
racista sobre la cómoda. Totalmente inaceptable. Me enteré de que cada tres días, más
o menos, viajaba por la Interestatal 5 a Lake Geneva para vender maría a los turistas
y conseguí los datos del vehículo en el Departamento de Vehículos a Motor de
Illinois. Aquel tramo de carretera estaba en mi jurisdicción; sabía que me lo
encontraría tarde o temprano y te aseguro, amigo, que estaba preparado.
»Al día siguiente, estoy aparcado haciendo controles por radar y hete aquí que
pasa el colega con su viejo cacharro. Enciendo las luces y la sirena y le ordeno parar,
y el tío empieza: “¡Eh, Ross!”, y yo sigo: “¡Eh, Billy!”, me apeo, nos pasamos unos
minutos pegando la hebra por la ventanilla, y entonces le digo que tengo que volver
al coche patrulla para hablar por la radio.
»Ya en el coche, respiro aceleradamente para dar la impresión de que estoy
alarmado y envío un 415: Sospechoso Armado, Agente Necesita Ayuda, I-5 al norte
de la salida dieciséis. Vuelvo al coche del colega y le disparo dos veces en la cara;
después, saco un revólver del bolsillo, lo limpio de huellas y se lo pongo en la mano
derecha; le saco el brazo por la ventanilla y, con su dedo índice en el gatillo, hago un
disparo, ¡pam!, contra un campo de coles. Cuando llegan las otras unidades, me
encuentran llorando porque he tenido que matar a mi viejo amigo de juventud, Billy
Gretzler, con el que había ido tantas veces a cazar faisanes. Naturalmente, todas las
pruebas me respaldan y los agentes de paisano que investigan todos los tiroteos en
que participan policías registran la habitación de Billy y encuentran a Der Führer y la
hierba y llegan a la conclusión de que, visto lo visto, mi control de natalidad
retroactivo está justificado. Antes del incidente tenía fama de frío, pero después de lo
sucedido la tuve de sensible. “Vaya con Ross Anderson, chico. Mató a un antiguo
colega en el cumplimiento del deber y aquello lo destrozó, pero se ha recuperado y ha
llegado a sargento, a pesar de todo. El sargento Ross, qué gran tipo.”
Levanté las manos del colchón; las tenía entumecidas de tanto apretar mientras
Ross largaba su monólogo. Deseaba apartarme de él y, con la vista fija en la pared,
me moví un poco para evitar el contacto físico. El regusto que me dejó su relato me
afectó por oleadas, un ponche progresivo —uno, dos, tres— de inexperiencia, alarde
y pose. Me di cuenta de que faltaba algo fundamental, pero lo dejé de lado y, cuando
Ross me dio un codazo y me dijo: «¿Qué?», yo también expuse mi relato mortífero.

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Sin embargo, no hablé de las muertes en sí.
De lo que hablé fue de los largos, pequeños momentos intercalados entre ellas; de
las temporadas en que cumplía la ley y que resultaban incriminatorias a mi propio
corazón; de la condena autoimpuesta al movimiento constante, a cambiar de ciudad y
alquilar habitaciones de hotel y apartamentos para parecer normal, cuando me habría
bastado con dormir en el Muertemóvil; de la dudosa fama de salir mencionado en
revistas de detectives escritas por semianalfabetos; de despistar a la policía con pistas
autoincriminatorias, como sustitutivo de quinta categoría de un Martin Plunkett
anunciado en rótulos de neón por todo el mundo; de ser relegado a estúpidos títulos
aliterativos como el Rebanador de Richmond, el Asesino de Aspen o el Carnicero de
Carson City; de sentir las pesadillas siempre ahí, detrás de la excitación, esmaltadas
en el neón en el que debería estar escrito mi nombre.
Me interrumpí cuando el discurso empezó a parecer una gigantesca genuflexión
ante la elegancia propia de modelo masculino de Ross Anderson. Me volví a mirarlo
y sentí el impulso de estropear su belleza, de grabar mi nombre en su cuerpo para que
el mundo lo viera. Entonces, él sonrió y me di cuenta del vigor de nuestros
respectivos poderes: yo emasculaba con pistolas, cuchillos y mis propias manos; él
era capaz de hacerlo con un guiño o con una sonrisa. Me vino a la cabeza la parte de
su relato que aún faltaba y le dije:
—¿Qué hay de las chicas, de las morenas? Eso no me lo has contado.
Ross se encogió de hombros.
—No hay nada que contar. Después de liquidar a Billy me di cuenta de lo mucho
que me gustaba el deporte de la sangre. Siempre me han gustados las morenas
jovencitas y el deporte es el deporte.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. La suerte quedó echada en algún momento y la verdad es que pensar
en ello me aburre. Manzanas y naranjas. A ti te van las rubias, a mí las morenas; a ese
tipo al que pillaron el año pasado, el Pistolero de Pittsburg, le gustaban las pelirrojas.
Como decían en los sesenta, «cada uno a su bola».
Me acerqué más a Ross; mis zapatos de trabajo rozaron sus botas de patrullero,
lustrosas e inmaculadas.
—¿Podrías cambiar…?
Me interrumpió a media frase con un guiño:
—¿Que si podría variar mi modus operandi? Claro. Si quieres rubias, te daré
rubias. Dentro de poco tengo que desplazarme por trabajo. Dentro de un mes empieza
a buscar en los periódicos del Este.
—¿Qué?
De nuevo, el guiño; un guante de terciopelo que suavizaba cualquier posible
cuestión.

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—Ya he hablado suficiente. Escucha, Martin, en realidad, esta habitación es mía.
La tengo para los turnos largos y las nevadas como ésta. Puedes quedarte si quieres,
pero sólo hay una cama.
Sopesé su mirada y llegué a la conclusión de que estaba hablando de camaradería
y estilo, no de lo que se entiende normalmente. Me descalcé y me tendí en el lecho;
Ross se quitó el cinturón del arma y lo colgó en torno a la cabecera, a pocos
centímetros de mi cabeza. Se tendió al lado, apagó la luz y pareció quedarse dormido
en cuanto se hizo la brusca oscuridad. El agotamiento me invadió y, cuando el día
más increíble de mi vida concluía ya, tuve miedo y acaricié las cachas de la 38,
aliviado al saber que podía asesinar al asesino que yacía junto a mí.
Así tranquilizado, me dormí.
Al cabo de unas horas el sol y el ruido de maquinaria pesada me despertaron de
un sueño sin pesadillas. De inmediato, palpé la cama para ver si estaba Ross y, al
encontrarla vacía, me incorporé de un salto. Me disponía a echarme agua fría en la
cara cuando apareció en la puerta del lavabo con un pequeño revólver en la mano.
Me agarré al borde de la pileta, creyendo que me traicionaba, pero Ross me
dedicó una de sus sonrisas lascivas de adolescente y volteó el arma hasta que ésta
quedó con la empuñadura hacia mí. Me la entregó y dijo:
—Smith & Wesson del 38 Special. Un arma útil y fiable, muy fría. No iba a dejar
que te marcharas desarmado, ¿verdad? El sargento Ross, qué gran tipo.
Abrí el tambor del arma, vi que estaba cargada y la guardé en el bolsillo trasero.
No podía darle las gracias, pues habría sonado condescendiente, de modo que
pregunté:
—¿Las carreteras están despejadas?
—Las están abriendo ahora. Deberías tener paso libre hacia mediodía.
Me quedé pensando en las fotos recompuestas y pegadas con cinta adhesiva y en
mi Magnum, sin saber qué decir o qué hacer. Como si estuviera leyéndome la mente,
Ross comentó:
—Tus cosas están seguras conmigo. Nunca te delataré, pero quizá te necesite
algún día y las pruebas materiales son un seguro.
Todavía resonaban en mis oídos las implicaciones del «te necesite» cuando Ross
se inclinó hacia delante y me besó en los labios. Yo le correspondí y noté el sabor a
cera de su bigote y el de café amargo de su lengua y, cuando él rompió el contacto y
dio media vuelta para dirigirse a la puerta, me dejó acalorado y con ganas de más.
Entonces aún no sabía que ese beso me empujaría y me acosaría y me dolería y me
motivaría durante los dos años y medio siguientes de mi vida.

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V

El rayo se dispersa

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Del Milwaukee Tribune, 19 de febrero de 1979:

LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL «MATARIFE DE MADISON» PIERDE FUELLE ¿ERA EL


ASESINO UN HOMBRE QUE HA MUERTO?

Han transcurrido ya seis semanas desde que el Matarife de Madison, el


violador y asesino que aterrorizó el territorio entre Janesville y Beloit durante los
meses de diciembre y enero, se cobró su última víctima.
La nevada mañana del 4 de enero fue descubierto en un campo de coles
próximo al límite de Illinois el cuerpo despedazado de Claire Kozol, de 17 años,
de Huyserville, Wisconsin. La habían violado, matado a golpes y descuartizado,
exactamente igual que a Gretchen Weymouth, de 16, cuyo cuerpo fue descubierto
a pocos kilómetros de distancia, el 16 de diciembre, y a Mary Coontz, de 18,
también de Huyserville, a quien encontraron en un parque de observación de aves
a las afueras de Beloit, el día de Navidad. Las tres jóvenes eran morenas, esbeltas
y atractivas, y los psiquiatras forenses de la sede central de la policía estatal de
Wisconsin, en Madison, se mostraron convencidos de que en el sur del estado
actuaba un asesino psicópata muy motivado y excepcionalmente retorcido. El
perfil psicológico elaborado por los peritos (basado en casos anteriores y en las
pruebas materiales de las tres muertes) apuntaba que el asesino seguiría matando
al mismo tipo de víctimas con el mismo método hasta que lo capturasen o hasta
que se suicidara.
Se asignó a la investigación una brigada especial de veinte detectives de la
policía estatal, a tiempo completo, que contaba con la colaboración de las policías
locales de Janesville y de Beloit. En previsión de otro inminente intento de
asesinato, se establecieron complejos señuelos y trampas para cazar al asesino. La
red se iba cerrando y la policía estaba segura de que el sanguinario criminal
pronto caería en ella.
Sin embargo, no ha sido así, y no se han registrado más muertes que encajen
con el modus operandi del Matarife de Madison desde que se encontró el cuerpo
de Claire Kozol, el 4 de enero. El sargento Ross Anderson, de la policía estatal de
Wisconsin, quien supervisó el establecimiento de los señuelos, tiene una hipótesis
acerca de lo sucedido:
«Es una teoría basada en el curso elemental de psicología que seguí en la
universidad y en pruebas circunstanciales —declaró el sargento, de 29 años, a los
reporteros—. Pero la intuición me dice que es acertada.
»El 5 de enero, el día siguiente al descubrimiento del cadáver de Claire Kozol,
estaba supervisando el trabajo de los quitanieves en la I-5, al sur de Huyserville,
cuando distinguí en una cuneta la parte trasera de un coche, medio cubierto por la
nieve. Cuando retiré ésta, vi que se trataba de un Cadillac del 79, con matrícula de

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Illinois. No había nadie atrapado en el interior y registré la guantera, donde
encontré documentos de identidad de un hombre llamado Saul Malvin, de 51
años, de Lake Forest. Cuando vi en una tarjeta de donante que el hombre era 0+,
se me erizó la piel, pues habíamos encontrado y analizado muestras de semen del
violador y asesino, y resultaba que el grupo sanguíneo coincidía.
»Hablé con el Departamento de Policía de Lake Forest y me dijeron que la
mujer de Malvin había informado de su desaparición esa misma mañana; el
marido había salido el día antes a visitar a unos amigos en Lake Geneva. Recogí
un chaleco que encontré en el asiento trasero, fui a Huyserville a buscar los perros
del equipo de rastreo canino, volví a la zona e inicié la búsqueda. Al cabo de unas
ocho horas, los animales y yo realizamos el hallazgo.
»Los lobos habían devorado buena parte del torso del hombre, pero aún se
veía lo que había sucedido. Malvin estaba muerto, a unos diez metros de la
cuneta. Tenía en la mano un 357 Magnum. Su cartera estaba intacta, llena de
billetes. Volví enseguida a mi coche y pedí por radio una ambulancia. Luego, me
puse a pensar.»
La teoría del sargento Anderson —en esencia, que el difunto Saul Malvin era
el Matarife de Madison y que se había suicidado en un momento de
arrepentimiento por sus crímenes— ha creado furor entre sus colegas de la policía
estatal, aunque existe división de opiniones respecto a la culpabilidad del hombre,
un ejecutivo de seguros. El teniente W. S. Havermeyer, comandante de la
subcomisaría de Huyserville, resumió los pros y los contras en una conferencia de
prensa, la semana pasada. «De momento, consideramos que el asesino, en el caso
de que no fuese el señor Malvin, está ahora mismo recluido en alguna cárcel o
manicomio, o se ha marchado a otra parte. Los psiquiatras de Madison dicen que,
a veces, estos psicópatas que actúan repetidamente tienen un momento de lucidez
y se dan muerte, sobre todo después de haber cometido un asesinato
especialmente brutal, por lo que la teoría encaja circunstancialmente. Y Malvin,
en efecto, tenía el grupo sanguíneo 0+. Hemos comprobado dónde estaba en el
momento de los tres asesinatos. Su coche apareció a pocos kilómetros de donde
se encontró el cuerpo de Claire Kozol y, respecto a las fechas de las dos muertes
anteriores, 16 de diciembre y Navidad, se dice que en la primera estaba
trabajando en casa, solo, y que en la segunda también estaba en casa, esperando a
que volviera su mujer de celebrar la festividad con su hermana inválida.
»Así pues, circunstancialmente, Malvin podría haber sido el autor de los
crímenes, aunque no encaja como sospechoso. No tenía antecedentes, estaba
felizmente casado con hijos ya mayores, disfrutaba de una buena posición y era
apreciado por parientes y amigos. Todo eso está a su favor.
»Pero es evidente que se suicidó con un arma cuya procedencia, hasta el

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momento, no hemos podido determinar, y sus familiares y amigos nos han dicho
que no tenía ninguna razón lógica para quitarse la vida. Por desgracia, los lobos
habían atacado el cadáver antes de que el sargento Anderson lo descubriera y, si
había en el cuerpo alguna prueba material que lo vinculase con Claire Kozol, es
probable que los animales la destruyeran. En resumen, doy gracias de que no se
hayan producido más asesinatos.»
El sargento Anderson, quien, en opinión de muchos de sus colegas, ha
«resuelto» el caso, se dedicará próximamente a otras labores, como la
presentación de órdenes de extradición en ciudades del Medio Oeste y del Este,
además del traslado a Wisconsin de los detenidos en busca y captura por las
autoridades del estado. Anderson agradece el cambio de destino y ha contado a
los reporteros: «El caso del Matarife ha resultado muy exigente. Me agrada la
idea de un cambio de aires y de ejercer mi profesión en otros lugares.»

Del Herald de Louisville, Kentucky, 18 de abril de 1979:

HALLAZGO DE UNA MUJER ASESINADA EN EL DISTRITO DEL PORNO

El cuerpo de una mujer de 20 años que trabajaba de bailarina en un club fue


descubierto esta mañana por su novio, quien al ver sus restos desmembrados
llamó de inmediato a la policía entre sollozos. La víctima, Kristine Pasquale, que
trabajaba en el bar Swinger’s Rendezvous, situado en las proximidades, apareció
muerta a cuchilladas y descuartizada. Los policías que han visto los restos de la
mujer, rubia y atractiva, quedaron muy impresionados. El sargento James Ruley,
uno de los primeros agentes en personarse en el ensangrentado apartamento de la
fallecida, contó a los informadores: «Éste es, sin duda, el peor crimen que he visto
en toda mi vida contra una mujer, y sé lo que me digo. Podemos estar tanto ante
un caso de fácil solución, de abrir y cerrar, o ante todo lo contrario, pues la
señorita Pasquale no era precisamente una inocente flor, ya me entienden. Yo
mismo la detuve por prostitución cuando estaba en la brigada Antivicio y el local
donde trabajaba es un conocido lugar de reunión de delincuentes. La primera
teoría que me viene a la cabeza es que su asesino era un conocido de la chica,
alguien de confianza, de lo contrario no lo habría dejado subir a su piso. Kristine
conocía bien la calle y era selectiva con sus clientes.»
Tras el levantamiento del cadáver, la policía clausuró el apartamento. Los
técnicos forenses se pusieron manos a la obra y el novio de la chica, David
Komondy, de 27 años y apagabroncas del local donde trabajaba ella, fue
interrogado y posteriormente puesto en libertad. En el apartamento no se
descubrieron pistas y, ocho horas después, el doctor Winton Walter, forense

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municipal de Louisville, anunció sus hallazgos:
«Kristine Pasquale fue violada y, posteriormente, asesinada. La causa de la
muerte fue un trauma masivo con hemorragia severa, por degüello. Se ampliarán
detalles más adelante.»
Entretanto, la policía de Louisville está batiendo los bajos fondos de la
ciudad, en busca de un hombre que el sargento Ruley ha descrito como «un tipo
muy enfadado».

Informe de seguimiento del Homicidio 116/79, 18-4-79, presentado el 27-4-79


por el detective sargento K. M. Ruley, placa 212, Departamento de Policía de
Louisville. Con el título de «Informe de Progresos: Violación/Asesinato — Pasquale,
Kristine Michelle», se distribuyó a todas las unidades de detectives de Louisville el
28-4-79.
INFORME DE PROGRESOS:
Violación/Asesinato — Pasquale, Kristine Michelle, fecha de la muerte 18-4-79.
Nota: Este informe actualiza los realizados previamente por el grupo de Investigación del
Escenario del Crimen, el Servicio Médico Forense, el Grupo de Reconocimiento del Terreno e
Interrogatorio de Testigos, la brigada de Delitos Sexuales y la de Delitos contra la
Propiedad, así como los partes complementarios de la brigada de Detectives (ver expediente
116/79 bajo estos títulos). Éste es mi primer informe resumen, en calidad de agente encargado
del caso.
Caballeros:
Actualización del expediente 116/79, abierto hace diez días. La víctima fue violada y
degollada mientras el autor le cubría la cabeza con una almohada. A continuación, le seccionó
brazos y piernas con un instrumento distinto del cuchillo con el que le cortó el cuello (ver
detalles en el informe de Escenario del Crimen 116/79). No se encontraron armas en el lugar
de los hechos ni en la zona circundante. Se busca: 1— Un cuchillo de caza de hoja afilada de
18 cm de longitud, posiblemente de la marca «Buck» (todas las armas blancas de este tipo
confiscadas a detenidos o encontradas a varones sospechosos en los interrogatorios de campo
deberán someterse a pruebas químicas para determinar la presencia de sangre). 2— Un cuchillo
de sierra, con dientes de 0,8 mm, también afilado. La profundidad de las incisiones indica
que se trata de un hombre de considerable fortaleza física. Están investigándose las compras
recientes de tales cuchillos. Respecto al presunto autor, también es posible que su grupo
sanguíneo sea 0+ (digo que es posible porque el semen encontrado en la vagina de la víctima
era de este grupo y las abrasiones indican una penetración forzada). (Nota: El
proxeneta/amante de la víctima declaró que ésta tomaba la píldora pero que, a veces, pedía a
los clientes que usaran condón. No se han encontrado otros restos de semen en la cúpula
vaginal, por lo que esto puede no ser concluyente.)
Cómplices conocidos: nada hasta el momento (ver Interrogatorios de Testigos 116/79 y
Partes Complementarios 116/79).
Reconocimiento del Terreno: nada, tampoco (ver Reconocimiento del Terreno 116/79).
Delitos contra la Propiedad: el inventario efectuado con el novio indica que no falta
nada; confiscadas sustancias narcóticas (cocaína, hachís).
Pruebas materiales: interesante. Apuntan a un asesino listo. Huellas: descartadas tras
diversas comprobaciones; todas explicables. Sin rastros de sangre que conduzcan a la planta
baja, ni latentes en el timbre de la puerta que debió de utilizar el asesino para acceder al
apartamento. La ausencia de todo lo anterior apunta a mi personal reconstrucción de los
hechos:
La víctima, con nueve detenciones previas por prostitución y con fama de ser muy
cautelosa, sólo habría franqueado la entrada a tres tipos de hombre: policías, chulos y
amigos, o clientes. Descartados los dos primeros (el chulo y antiguos novios han quedado
descartados, ver Interrogatorios 116/79), sólo quedan los clientes. Según mi reconstrucción,
el asesinato fue perpetrado por un antiguo cliente que le guardaba rencor, el cual llevó al
apartamento ropa de repuesto y actuó con guantes. Como ya se ha interrogado —o se procede a
hacerlo en estos momentos— a la mayoría de los delincuentes sexuales de la zona de
Louisville, y como no existen registros de muertes parecidas, ahora dirijo mis esfuerzos al

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interrogatorio de prostitutas locales y de hombres condenados o detenidos por hacer
proposiciones indecentes. Cualquier agente que tenga conocimiento de posibles sospechosos
debe ponerse en contacto conmigo en la Sede Central, extensión 409.
¡A por él!
Sgto. J. M. RULEY

Del Eagle de Evanston, Illinois, 8 de mayo de 1979:

DESCUBIERTO EN UN VERTEDERO EL CADÁVER DE UN HOMBRE SIN IDENTIFICAR

Un grupo que se disponía a deshacerse ilegalmente de unos escombros realizó


esta mañana un macabro descubrimiento cuando llevaba el contenido de su
volquete a una parcela vacía del vertedero municipal de Kingsbury Road. Se
trataba de un cadáver, que encontraron tendido en el suelo. La sangre coagulada
manchaba la tierra junto a su cabeza. Catherine Daniel, la única mujer del grupo,
se desmayó al verlo, y su marido, Daniel Daniel, con domicilio en Muirfield
Road, Evanston, se quedó a tratar de reanimarla mientras su vecino, Jason
Granger, corría a llamar a la policía.
Los agentes no tardaron en llegar y determinaron que el cadáver correspondía
a un hombre que había muerto de un disparo en la cabeza. Le habían revuelto los
bolsillos y, en aquel primer momento de la investigación, consideraron que el
móvil del homicidio podía ser el robo.
Sin embargo, de momento, el problema más apremiante es identificar al
muerto. Se trata de un hombre blanco, de unos treinta años, 1,85 de estatura y 85
kilos de peso, cabello castaño oscuro y ojos marrones. Quien tenga información
sobre desaparecidos que encajen con esta descripción debe ponerse en contacto
con el Departamento de Policía de Evanston.

Memorándum enviado el 11/5/79 por el capitán William Silbersack, jefe de


detectives del Departamento de Policía de Evanston, a Thomas Thyssen, jefe de
policía:
Señor:
Aquí tiene la actualización que ha solicitado sobre el homicidio de Kingsbury Road. Para
empezar, hemos identificado al muerto. Se trata de Robert Willard Borgie, nacido el 30/6/51,
1,85, 92 kilos, pelo castaño y ojos marrones. Dirección: el albergue y casa de caridad de
Kingsbury, 814. (A cuatro manzanas del vertedero.)
Borgie era retrasado mental. Iba a cualquier parte con cualquiera y a veces pasaba varios
días seguidos por ahí, lo cual explica el retraso en identificarlo (la supervisora del
albergue se presentó cuando vio la noticia sobre el homicidio en televisión). La mujer
comentó a los sargentos Lane y Vecchio que Borgie solía rondar con homosexuales y que hacía
sexo oral con ellos por dinero. Según parece, se fiaba de todo el mundo.
En cuanto al informe del forense: a Borgie le dispararon dentro de la boca con una 38. Un
solo disparo que le causó la muerte. Examinamos el casquillo que el médico extrajo del
cráneo: las estrías eran extremas y el disparo sólo podía haberlo efectuado un 38 de cañón
corto, con éste y el tambor mal alineados. Naturalmente, difundiré un boletín de balística
por todo el estado.

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Sobre el móvil: el robo parece improbable, aunque a Borgie le habían revuelto los
bolsillos. ¿Un subterfugio? Probablemente, porque la víctima nunca tuvo más que un puñado de
dólares. Lo que me intriga es el tiro en la boca. El asesino lo mató en el vertedero (había
dos rastros de pisadas en dirección al lugar donde se encontró el cuerpo, pero uno solo
regresaba de allí; por las marcas que dejó, era un hombre que llevaba unos zapatos de trabajo
del 45,5) y parece evidente que le ordenó que abriera la boca antes de meterle el arma en
ella. Todos estos factores (la deficiencia mental de Borgie, su natural confiado y su
historial de trato con homosexuales, así como la naturaleza manifiestamente perversa de la
ejecución) apuntan a un asesino homosexual.
Hasta el momento, los sargentos Lane y Vecchio han llevado su investigación por los
derroteros normales (ver expediente 79-008-H para más detalles). No se han encontrado pistas
y, en la actualidad, estoy dando instrucciones a los agentes para que se concentren
especialmente en la hipótesis homosexual.
Atentamente,
BILL SILBERSACK

Del Register de Des Moines, Iowa, 2 de octubre de 1979:

ASESINATO SEXUAL SACUDE LA CIUDAD

Anoche apareció en un silo de grano abandonado, a las afueras de Des


Moines, el cuerpo de una joven brutalmente violada y asesinada a cuchilladas.
El cadáver fue descubierto por dos adolescentes que se colaron en el silo para
ensuciar las paredes con pintadas. Cumpliendo con su deber cívico, los chicos
llamaron a la policía y confesaron su propio delito al tiempo que informaban de la
espantosa escena. Al llegar, la policía de Des Moines se olvidó de la falta menor
de invasión de la propiedad privada en el mismo instante en que vio los restos de
Wilma Grace Thurmann, de 19 años, con domicilio en Brewster Street, en Des
Moines.
«A la chica le habían rajado el cuello de oreja a oreja y le habían amputado
brazos y piernas, que estaban tirados por el piso del silo», contó a la prensa el
agente John Belton. «La identificación resultó fácil porque yo mismo conocía a
Wilma, no personalmente, pero sí de vista.»
Cuando se le presionó sobre qué sabía de la difunta Wilma, el agente Belton
rehusó hacer más comentarios. Más tarde, nuestro reportero se enteró de que la
fallecida era una «buscona» que solía abordar a los camioneros en el parador
situado tres kilómetros al sur del vertedero. Se sabía que Wilma tenía una llave
del local abandonado y que, a veces, llevaba allí a sus clientes.
«La ocupación de la víctima puede dificultar la investigación —escribía un
portavoz policial no identificado en una nota de prensa distribuida esta mañana—.
Sin embargo, tengan la seguridad de que perseguiremos al asesino de Wilma
Thurmann por todos los medios.»

Ficha de investigación de homicidio, distribuida a todo el personal del

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Departamento de Policía de Des Moines, el 4/10/79:

Delito(s): Asesinato (en primer grado); agravante de agresión sexual.


Lugar de los hechos: R. F. D., número 71-A (cerca de la salida y parada de camiones
Sagamore), Des Moines Este.
Víctima: Thurmann, Wilma Grace; mujer blanca, pelo rubio, ojos azules, 1,53, 48 kilos,
nacida en 3/7/60.
Momento de los hechos: las 21.00 horas, aproximadamente, del 1/10/79.
Descripción de la víctima en el momento del hallazgo: Víctima encontrada por dos jóvenes
que habían entrado ilegalmente en propiedad privada. El agente que acudió al lugar de los
hechos declaró, en el informe de la escena del crimen 79-14-H: «Entré en el silo con una
linterna del coche patrulla y vi a una mujer joven, blanca, con los brazos y las piernas
seccionados y degollada. Examiné el cuerpo y determiné que se trataba de Wilma Thurmann, una
prostituta local. Registré el resto del silo y encontré los brazos y las piernas colocados
sobre montones de heno.»
Descripción forense: violada antes de la muerte. Las marcas de corte detrás de la oreja
derecha indican que el violador/asesino apoyaba el arma allí mientras cometía el coito. El
semen encontrado en la vagina de la víctima en el momento de la autopsia (grupo sanguíneo 0+)
difiere de las trazas de semen halladas en el estómago de la víctima (AB+ y 0-). En los
antecedentes de la víctima constan cinco condenas por prostitución y se sabe que utilizaba el
silo para practicar sexo oral a clientes, por lo que es probable que el grupo sanguíneo del
violador/asesino sea el 0+.
Causa exacta de la muerte: asfixia por ahogamiento en sangre de la herida de la garganta.
Indicios encontrados en el escenario del crimen: ninguno. La tierra del exterior y del
interior del silo había sido removida para borrar huellas de pisadas. Huellas dactilares
latentes en el escenario: ninguna (explicable por la ausencia de superficies que pudieran
sostenerlas).
Testigos: ninguno.
Crímenes anteriores en la zona con modus operandi relacionados: ninguno desde 1947.
Conexión improbable.
Descripción del arma: no encontrada en la batida de la zona; se está investigando entre
los minoristas locales. A todas las unidades: se busca cuchillo de un solo filo, de 18 cm de
longitud, y sierra de cortar metales de acero al cadmio, dientes de 0,9 milímetros. Detengan
a todos los varones sospechosos de encubrimiento o encubridores conocidos.
Situación actual de la investigación: sin resolver, sin sospechosos claros, ocho
detectives asignados a tiempo completo. Todos los agentes que hayan detenido o interrogado en
alguna ocasión a Wilma Grace Thurmann o a alguien relacionado con ella deben comunicar
cualquier información relevante, llamando por teléfono al teniente detective H. V. Miller,
Comandancia de Brigada, comisaría de Des Moines Este.
Para más información sobre el progreso de esta investigación, véase expediente 79-14-H.
Los informes con esta referencia están a disposición de todo el personal del DPDM que desee
conocer los detalles de esta agresión sexual/homicidio.

Del Plains-Advocate de Lincoln, Nebraska, 10 de diciembre de 1979:

MUERTE A TIROS EN UN CAMPO PREOCUPA A LA POLICÍA

Hace una semana, en un campo de trigo a las afueras de Lincoln, se encontró


el cadáver de Russell Luxxlor con un tiro en la cabeza. Las pistas son escasas y la
policía está desconcertada.
Al principio, las autoridades consideraron que la muerte formaba parte de un
intento de robo frustrado. Luxxlor tenía la cartera en el bolsillo del pantalón,
aunque faltaban los documentos de identidad y las tarjetas de crédito, pero en la
cazadora de la víctima, en un «bolsillo secreto», se encontraron intactos
trescientos dólares en billetes. Más adelante, cuando se supo que Luxxlor era
homosexual y habitual desde antiguo de los bares de «ambiente» de Lincoln, se

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abandonó tal teoría.
El teniente Mills Putnam, portavoz del Departamento de Policía de Lincoln,
declaró a los reporteros del Plains-Advocate: «Basamos la teoría homosexual en
un hecho relativo al modo en que fue tiroteado el señor Luxxlor. No revelaremos
de qué hecho se trata, con el objeto de poder utilizarlo en futuros interrogatorios.»
En un comunicado de prensa posterior, el teniente Putnam señalaba: «En estos
momentos, hemos corregido ligeramente nuestra hipótesis homosexual. Creemos
que el móvil del asesinato fue el robo de la documentación. Para ello, nos
basamos en el hecho de que, cuando se encontró el cuerpo, faltaban todos sus
documentos de identidad y en que el fallecido fue visto con vida por última vez
en un bar de Lincoln, en compañía de un hombre cuya descripción física
concuerda con la suya. Hemos pasado a buscar a un hombre blanco de treinta y
pocos años, 1,85 a 1,90 de estatura, 85 a 95 kilos de peso, pelo y ojos oscuros, y
constitución robusta.»
El señor Luxxlor fue enterrado por el rito metodista el día de ayer y el padre
del difunto, reverendo Maddox Luxxlor, de Cheyenne, Wyoming, declaró a un
grupo de periodistas y policías congregado en la funeraria: «¡Ustedes no tienen
derecho a difamar a mi hijo! ¡Su trabajo es capturar a su asesino, no juzgarlo a
él!»
El esfuerzo por atrapar al asesino continúa.

Adenda remitida por el sargento detective Joseph Stinson al teniente detective


Mills Putnam, ambos adscritos a Homicidios Sector Tres, Departamento de Policía de
Lincoln:
18/10/79
Teniente:
Aquí tiene otra actualización sobre el caso Luxxlor.
1— Hemos mostrado fotos a habituales de bares gays y nadie identifica al tipo con el que
estaba Luxxlor.
2— Amigos, parientes, conocidos: nada. Rastreo del casquillo del 38 con las extrañas
estrías: nada en el estado, pero, si esto no se resuelve pronto, emitiré un boletín nacional.
Lo mismo para el modus operandi del arma en la boca; pronto redactaré un aviso urgente al
respecto y lo difundiré a los estados limítrofes y a los federales.
***¡¡¡— Un hombre que encaja con la descripción de Luxxlor y del sospechoso fue visto
anoche. Un informante anónimo nos comunicó que el hombre, de 1,85, 90 kilos, ojos castaños y
pelo moreno («alto y de aspecto tremendo»), intentaba vender tarjetas de crédito «frías» en
el bar Henderson’s Hot Spot (en Cornhusker Road, 11819). El individuo receló y se marchó
cuando el informante preguntó por el nombre que constaba en las tarjetas. El informante
añadió que el sospechoso podría conducir una furgoneta azul metalizado. He emitido una orden
de detención del conductor y del vehículo a todas las unidades del condado y he indicado a
los hombres de la brigada que expriman a sus informantes.
Esto es todo, de momento.
JOE

Del South Carolina Clarion de Charleston, 2 de junio de 1980:

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SIN PISTAS DEL SALVAJE ASESINATO DE UNA CAMARERA: SE BUSCA RELACIÓN CON
HECHOS SIMILARES

Sin pistas en la investigación del espantoso asesinato de Candice Tucker, de


18 años, la encantadora camarera rubia a la que encontraron violada y
sanguinariamente asesinada en su piso de Magnolia Street la semana pasada. La
policía de Charleston concentra ahora la atención en dos muertes idénticas,
cometidas en diferentes estados a lo largo de los últimos catorce meses.
El 18 de abril del año pasado, apareció en su piso de Louisville, Kentucky, el
cuerpo de Kristine Pasquale, bailarina de un club, que había sido violada y
descuartizada. Y Wilma Thurmann, una prostituta, fue encontrada con idénticas
mutilaciones en un silo a las afueras de Des Moines, Iowa, el 1 de octubre de
1979. Las pruebas materiales, según expuso a la prensa la policía de Charleston,
son idénticas en los tres casos. En una conferencia de prensa celebrada ayer, el
fiscal de distrito de Charleston, Timothy Kleist, declaró: «En interés de la
seguridad pública y de la eficacia en la lucha contra el crimen, mantendremos la
discreción sobre la investigación conjunta que realizamos con los Departamentos
de Policía de Louisville y Des Moines, pero revelaré a los medios lo siguiente:
nos hallamos ante un caso excepcional. Casi con toda certeza, las tres muertes son
obra de un mismo hombre, de un asesino al que sin duda atraparemos.»
En una nota relacionada con el suceso, el concejal Michael Cleary acusó al
fiscal Kleist de emplear el caso Tucker para su promoción política. «Todos
sabemos que Tim se dispone a presentarse al Senado, y una buena y jugosa
sentencia condenatoria por un triple asesinato sería un tanto importante a su favor.
Esperemos que, en sus prisas por llegar a Washington, no vaya a encarcelar a
nadie con falsos cargos. Su partido tiene fama de recurrir a tales artimañas y,
desde luego, me repugnaría ver encerrado a un inocente.»

Memorando complementario, realizado el 6/6/80 como adjunto al expediente del


Departamento de Policía de Charleston 80-64-Violación/Homicidio, secciones
Interrogatorios de los Testigos y Pruebas Materiales.
A: Todos los agentes investigadores.
De: Sargento detective W. W. Brown, Comisaría 19.
Mientras realizaba un segundo reconocimiento de la zona de Magnolia Street, interrogué a
un varón negro llamado Steven Washington, alias Sterno Steve, un vagabundo sin medios de vida
conocidos. Me contó que la noche que mataron a la chica Tucker estaba tomando vino bajo un
porche, al otro lado de la calle, y que «a medianoche» vio entrar en el vestíbulo «a un
hombre blanco con pinta de poli», con guantes y cargado con una bolsa de basura de plástico.
Washington abandonó el porche, que quedaba justo delante de la entrada, mientras el hombre
pulsaba un timbre y subía al piso. (El testigo dijo que temía que el hombre le quitara el
vino cuando bajase.)
Como sea que se ha mencionado la presencia de jirones de plástico entre los elementos
encontrados en el escenario del crimen, creo que podría ser una pista importante. (Washington
está detenido en el calabozo de borrachos de la comisaría por si se estima necesario seguir

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interrogándolo.)

W.W. BROWN, sargento, Comisaría 19

Del Standard-Leader de Kalamazoo, Michigan, 10 de septiembre de 1980:

ENCONTRADOS LOS RESTOS DE UN VECINO DE KALAMAZOO EN EL LAGO MICHIGAN;


SE BUSCA AL «SOBRINO»

Hace tres días, el cuerpo de un vecino de Kalamazoo, un hombre conocido


por sus excentricidades, fue descubierto en las aguas poco profundas del lago
Michigan, cerca del malecón de Benton Heights. Aunque el cuerpo estaba casi
totalmente descompuesto, las balas incrustadas en el cráneo apuntan a que la
causa de la muerte fueron varios disparos. Tras enviar un teletipo a los
laboratorios dentales de la localidad con la descripción de sus inusuales puentes
dentales, se consiguió rápidamente su identificación. La víctima era Rheinhardt
Wildebrand, de 72 años, de Kalamazoo.
Wildebrand, vecino de Kalamazoo de toda la vida, era un inventor que vivía
de las patentes de varias máquinas que desarrolló allá por la década de 1930. Era
un «personaje» local que vivía en un ostentoso caserón, en el número 8493 de S.
Kenilworth, izaba la bandera de su Austria natal en las festividades
norteamericanas, rara vez salía de su manzana y tenía un Packard de 1953 en el
garaje, pero nunca lo sacaba. Se creía que no tenía parientes vivos (sus padres y
su única hermana habían muerto en la década de 1940) pero, recientemente, vivía
con él un hombre al que había presentado a sus vecinos como su «sobrino». La
policía de Benton Heights y la de Kalamazoo buscan ahora a ese hombre como
presunto asesino de Wildebrand.
Los vecinos del inventor jubilado contaron a los cuerpos de seguridad que el
sobrino llegó a primeros de agosto y que solían verlo con Wildebrand en el
porche delantero de la casa de éste, pero que el hombre, como su supuesto tío, era
muy reservado. Lo describen como «un hombre alto y de constitución fuerte,
treinta y pocos años, cabello moreno, ojos oscuros y barba rala».
El teniente Loren Kelleher, del Departamento de Policía de Kalamazoo, que
colabora con el de Benton Heights en la investigación, declaró al reportero Bob
Shaeffer, del Standard-Leader: «Hemos comprobado los registros de la familia
Wildebrand. El viejo tenía una hermana, soltera, que murió en 1941, bastante
antes, con toda certeza, de que naciera nuestro sospechoso. Así pues, sabemos
que no es cierto que fuera el “sobrino”. Creemos que el móvil es el robo. Muy
probablemente, el supuesto sobrino se ganó la confianza de Wildebrand, le robó
el dinero y lo mató. Se rumoreaba que el viejo tenía grandes sumas de dinero

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escondidas en el sótano. Ahora mismo estamos inspeccionando la casa en busca
de pruebas materiales y enseñando a los vecinos fotografías de criminales de
Michigan, Illinois y Ohio con el fin de identificar al “sobrino”.»
Respecto a los vecinos, todos lamentan el hecho de que, al parecer, nadie se
encargue del funeral del difunto inventor. «Rheinhardt era un bicho raro —
comentó a nuestros reporteros un residente en Kenilworth Avenue—, pero nadie,
ni siquiera un viejo excéntrico como ése, se merece que le peguen un tiro y lo
echen al agua.»
Seguiremos informando de los detalles de la investigación.

Memorando de enlace, remitido a la brigada de Homicidios del Departamento de


Policía de Benton Heights por el teniente Loren Kelleher, del Departamento de
Policía de Kalamazoo:
15/9/80
Agentes:
Por la zona de Kalamazoo del caso Wildebrand, Rheinhardt J.: un cero respecto a novedades
de interés.
A— Las cuentas bancarias de la víctima no se han tocado: 41.000 dólares en libretas de
ahorro, 12.000 en cuentas corrientes (el difunto pagó anticipadamente cuantiosas cantidades a
compañías de tarjetas de crédito antes de su desaparición).
B— No hay rastro de ninguna 38 con piezas defectuosas robada o vendida, ni coincidencias
en los casquillos (he pedido informes de todo el estado).
No tenemos identificación del «sobrino» y nadie vio al sospechoso con un vehículo.
C— Interrogatorios a vecinos y residentes locales: nada.
D— En el registro de la casa de la víctima no apareció su cartera ni su documentación
(probablemente, estarán flotando en el lago Michigan). No se encontró dinero, lo cual
confirma el robo como móvil.
E— El argumento decisivo para considerar que el «sobrino» es nuestro hombre: las doce
habitaciones de la casa, los tres pisos, estaban completamente limpios de huellas latentes;
se encontraron marcas de paño de limpieza por todas partes. El sobrino sabe lo que se hace.
F— ¿Me llamarán ustedes pronto para contarme los progresos por su parte?
Tte. L. KELLER

Del Sun de Baltimore, Maryland, 19 de mayo de 1981:

LA MUERTE DE UNA PROSTITUTA, RELACIONADA CON OTROS TRES ASESINATOS


SEXUALES

El espantoso asesinato de Carol Neilton, brutalmente violada y acuchillada en


su apartamento la semana pasada, parece ser la cuarta de una cadena de muertes
que empezó en Louisville, Kentucky, hace más de dos años.
En abril de 1979, Kristine Pasquale, una bailarina de club, fue descubierta en
su piso de Louisville, asesinada sanguinariamente de manera idéntica a la de
Neilton; Wilma Thurmann tuvo un destino similar en Des Moines, Iowa, el 1 de
octubre de ese año, y el 27 de mayo pasado, Candice Tucker, de Charleston,

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Carolina del Sur, encontró una muerte igualmente horrenda en esa ciudad. Las
pruebas materiales son idénticas en los cuatro homicidios, e idéntica la ausencia
de pistas. Desconcertadas, las cuatro fuerzas policiales involucradas en las
investigaciones han propuesto compartir sus informaciones con la esperanza de
evitar una quinta muerte.
Sin embargo, el tiempo corre contra las fuerzas del orden. El capitán
Reynolds Conklin, segundo al mando de la división de Homicidios del D. P. de
Baltimore, declaró anoche en una reunión con la prensa: «Estos cuatro homicidios
han ocurrido en el intervalo de dos años y las investigaciones oficiales de los tres
primeros están, en la jerga policial, “frías”. En todo el volumen de documentación
recopilado hasta ahora, no aparecen nombres de sospechosos que coincidan en
más de una ciudad. En ninguna lista de reservas de aviones, autocares o trenes
aparece un mismo nombre que visitara las cuatro ciudades en las fechas
correspondientes y, hoy por hoy, nos limitamos a seguir con el papeleo y
plantearnos hipótesis. Así es como se resolverá el caso.»
Pero, capitán, ¿después de cuántas víctimas?

Memorando interoficinas, archivado bajo el epígrafe «Informes Diversos» en el


expediente 199-5/81 del Departamento de Policía de Baltimore:
Skipper:
Decías que debía ser sincero, así que allá voy: no tengo nada, salvo alguna teoría
aceptable tras la lectura de fotocopias de expedientes de los casos de Louisville/Des
Moines/Charleston y un par de charlas telefónicas con dos agentes que participaron en las
investigaciones (el sargento Ruley, en Louisville, y el sargento Brown, en Charleston).
Estos dos (perspicaces) agentes sugieren que el hombre pudo hacerse pasar por policía para
tener acceso a las víctimas, amenazando con chantajes o con la detención si no accedían a sus
deseos sexuales. Esto explicaría cómo entró en los domicilios de las víctimas 1, 3 y 4.
Además, hacerse pasar por policía parece estar de moda entre los psicópatas: recuerda el
terrible caso del Estrangulador de Hillside, en Los Ángeles.
Llevaré la reconstrucción un paso más allá. Supongamos que el asesino es un policía de
verdad. Como las muertes se iniciaron en Louisville, quizá sería interesante comprobar los
movimientos de la plantilla del Departamento de Policía (incluidas las ausencias del trabajo
injustificadas o inusuales), comparándolos con los registros de viajeros de
aviones/trenes/autocares de las fechas correspondientes. Sería como buscar una aguja en un
pajar pero, por lo menos, haríamos algo.
En mi opinión, y guárdame el secreto, deberíamos seguir los procedimientos normales y,
después, echar tierra sobre el asunto. Carol Neilton era una buscona, el tipo no volverá a
matar en nuestra jurisdicción y en el Departamento tienen por resolver ocho casos importantes
de homicidios de bandas y de robos con homicidio que deberían ser prioritarios. He oído que
los federales están montando algo gordo que se llamará Grupo Especial contra Asesinos en
Serie (se dedicará a solicitar datos de los departamentos de policía estatales y municipales
sobre viejos casos sin resolver, los cotejarán por ordenador, etc.). Tal vez sea nuestra
mejor apuesta.
Nos vemos para ir al partido de los Orioles, el martes que viene.
JACK

Del Telegram de Columbus, Ohio, 30 de mayo de 1981:

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EXHUMADO EL CUERPO DE UN VAGABUNDO EN UN SOLAR EN EDIFICACIÓN

Sunbury, Ohio, 29 de mayo:


El cuerpo enterrado de un ex preso vagabundo fue descubierto ayer por la
mañana por unos obreros que abrían una zanja en un solar con potentes
excavadoras. El hombre llevaba muerto un mes, según declaró a la prensa el
forense del condado de Columbus, Roger Diskant, y aunque «descompuesto en
un noventa por ciento», se ha obtenido su identificación gracias a las huellas
necrodactilares. Se trata de William Rohrsfield, de 33 años, vagabundo con
condenas por robo y por proposición de actos homosexuales. Se ha determinado
que la muerte fue un «homicidio por arma de fuego» y la policía estatal de Ohio
se encarga de la investigación.

Informe Resumen de Homicidio realizado por el teniente D. D. Bucklin, de la


Oficina del Sheriff de Sunbury, Ohio, 1 de junio de 1981:
Jefe:
He aquí el resumen detallado sobre el cadáver encontrado cerca del Seven Eleven que hay
junto a la carretera 3:
Nombre: Rohrsfield, William Walter.
Raza: blanca.
Fecha de nacimiento: 4-5-48.
Descripción física: 1,88 de estatura, 95 kilos, cabello y ojos castaños, constitución
robusta.
Causa de la muerte: disparos en la cabeza. Se han encontrado en el suelo, junto al cuerpo,
varios casquillos del 38 (marcas y surcos inusuales; véase informe de balística anexo,
realizado por agentes de la policía del estado). El cuerpo estaba enterrado a cuatro metros
de profundidad (circunstancia extraña).
Investigación preliminar: a cargo de detectives de la policía estatal. Aunque,
técnicamente, el caso es nuestro, el informe del hallazgo del cuerpo lo realizó la unidad de
la policía estatal que acudió a la llamada de los obreros y, como Rohrsfield era un ex preso
y no residía en Sunbury, propongo que les dejemos el caso a ellos.
He aquí los antecedentes de Rohrsfield:
Como menor de edad: robo con escalo, 12-12-65 (recibió asistencia sociopsicológica).
Posesión de marihuana, 8-1-66 (seis meses en el reformatorio de Chillicothe).
Adulto: robo en domicilio y receptación de bienes robados, 2-8-67 (un año en la prisión
para adultos de Chillicothe, tres años de condicional). Robo en primer grado: dos condenas,
una el 20-4-69 (tres años en la penitenciaría estatal de Ohio) y otra el 2-7-74, con los
cargos añadidos de proposición indecente con propósitos de prostitución masculina, merodeo
cerca de retretes públicos y exhibicionismo (cinco años en la misma penitenciaría estatal de
Ohio; rechazó la libertad vigilada y cumplió hasta el último día de condena). Puesto en
libertad el 14-7-79. Una decena de detenciones por ebriedad desde entonces.
Por mí, que se encarguen los detectives de la estatal. Nos libraremos de un buen marrón.

Teniente D. D. BUCKLIN,
comandante de guardia

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VI

Como fugitivo:
llenando el mapa
(enero 1979 — septiembre 1981)

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17

Y así, el beso me convirtió en fugitivo y concedió al hombre que me lo había


dado libertad para matar con la facilidad y el estilo que yo había poseído antes.
En aquel momento, desde luego, no tenía ni idea de lo que Ross andaba haciendo.
El pánico y un deseo sin nombre lo mantenían excluido pero cercano, como un viento
seco en la espalda, un viento que me cegaría si miraba en su interior. Hoy, al ver el
montón de páginas manuscritas y documentos policiales apilados sobre la mesa y mi
recorrido marcado con alfileres en el mapa de la pared de mi celda, advierto que las
líneas que conectan nuestros respectivos asesinatos subrayan la dicotomía: Ross
elegía discretamente a sus víctimas, pertrechado con una placa y unas órdenes de
extradición, y siempre regresaba a la seguridad del Wisconsin rural; Martin se movía
a campo través para escapar del sexo real, buscaba al perfecto no-Martin en quien
convertirse, pero se quemaba como una hormiga atrapada bajo una lupa que un niño
sádico sostuviera al sol.
Quemaba mi camino de regreso a la infancia.
Alimentaba fuegos de sacrificio con un abuelo y tres hermanos.
Saboteaba mi cautela de siempre con saltos al borde de las llamas…
Salí disparado de Huyserville y me dirigí hacia el este por enfangadas carreteras
locales hasta Lake Geneva. El centro vacacional estaba lleno de jóvenes atléticos
ataviados con ropa deportiva de llamativos colores y, después de lo de Ross, no me
sentí capaz de actuar entre ellos. El 38 de cañón corto, guardado en el compartimento
debajo de la carrocería, resultaba un pobre sustituto del Magnum y supe que, si ponía
las manos en una víctima —masculina, femenina, joven, vieja, fea o atractiva—, mi
presa me parecería Ross y no sería capaz de terminar el trabajo. No me quedaba más
remedio que olvidar a ese hombre, su aspecto, su contacto con mi cuerpo, su estilo.
Aquella noche hice algo absolutamente impropio de mí.
Alquilé una suite en el Playboy Club de Lake Geneva y me pasé la velada
celebrando una feliz ocasión sin nombre, durante la cual me obligué a actuar como un
juerguista que quiere echar una canita al aire. Tomé una cena exageradamente cara en
el Sultan’s Steakhouse, dejé una generosa propina y asistí al espectáculo del Jet
Setter’s Lounge. Unas jóvenes camareras con escotados vestidos de conejita
contemplaron con desaprobación mi indumentaria, totalmente ajena al estilo que allí
se llevaba, pero cambiaron de opinión cuando les mostré la llave de mi habitación,
que llevaba grabado «Piso del Potentado» en el reverso. Entonces aceptaron con
adecuada humildad los billetes de veinte dólares que les tendí con sumo estilo y me
acompañaron a una mesa de la primera fila en la zona VIP. Pedí champán Dom
Perignon para mí y para los otros VIPS, y mi gesto fue acogido con aplausos. El

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hombre que estaba sentado a mi lado no tardó en ofrecerme cocaína y, ya que
celebraba una ocasión sin nombre, la esnifé y bebí con avidez de la botella de mi
mesa.
El espectáculo lo protagonizaba un vulgar bufón llamado Profesor Irwin Corey.
El número consistía en dobles sentidos improvisados y despropósitos dirigidos a los
espectadores de las primeras filas y, aunque al principio me resultó tedioso, a medida
que esnifaba y bebía, se convirtió en lo más divertido que había visto en toda mi vida.
Mi arraigado concepto de control no me permitió exteriorizar la risa hasta que Corey
señaló a un gordo borracho que roncaba con la cabeza apoyada en la mesa. Con voz
de sabio oriental, el Profesor dijo: «¿Bebes para olvidar, Papa San?», e
instintivamente pensé en Ross y excavé en mi mente en busca de una imagen. Lo que
encontré, en cambio, fue la cara de un chico guapo de un anuncio de Calvin Klein.
Entonces me reí a carcajadas, rociando saliva y lágrimas al otro lado de la mesa, hasta
que Corey se fijó en mí, se acercó y, con unas palmaditas en la espalda, me dijo:
«Tranquilo, grandullón, tranquilo. Píllate un chute de metanfetamina, un par de
conejitas y cuatro Excedrin, y mañana por la mañana llama a tu agente de bolsa.
Tranquilo, tranquilo.»
No sé cómo conseguí regresar a la suite; la última imagen que vi estando
despierto y consciente fue la de las conejitas abriendo, solícitas, una puerta que daba
a un aire helado. Cuando desperté, me dolía la cabeza y estaba tumbado,
completamente vestido, sobre una cama de satén rojo en forma de corazón. Pensé en
Ross y vi la imagen de otro modelo, cuyo atractivo se me antojó vacuo, seguida del
recuerdo de la juerga nocturna, rodeado de signos de interrogación y el símbolo del
dólar. Esto me llevó a una serie de especulaciones de cuatro cifras seguidas de «???»
y me consolé con la idea de que nunca más repetiría lo de la noche anterior. Luego,
repasé mentalmente los saldos de mis cajas de seguridad y los lugares donde tenía
escondidas las llaves, y descubrí que me faltaban tres.
Ross apareció con todo detalle, atusándose el bigote con extrema frialdad al
tiempo que murmuraba: «Martin, eres un idiota de mierda.»
Golpeé la cama con los puños y las rodillas, mientras Ross decía: «Creías que
podrías librarte fácilmente de mí, ¿no? Ay, queridísimo amigo, ¿quién puede olvidar
una cara como la mía? El sargento Ross, qué gran tipo.»
Me levanté y revolví la suite hasta que en una mesa, junto al teléfono, encontré
papel y bolígrafo. Con manos temblorosas anoté los nombres de los bancos, las cifras
y los escondites, y obtuve un total de cinco cajas y 6.214 dólares. Una simple resta
me informó del coste de mi prosaico desenfreno de la noche anterior: 11.470 menos
6.214 igual a 5.256 dólares.
«Nunca conseguirás ser un juerguista, Martin. Sin embargo, si te marchas sin
pagar la cuenta, te ahorrarás unos cuantos dólares. Cuando alquilaste la habitación no

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vieron la furgoneta. Lo único que tienen es tu nombre… Y ESO SE PUEDE CAMBIAR.»
Al cabo de diez minutos ya estaba en la carretera y Ross, sin rostro pero enorme,
era como un viento seco que me impulsaba por detrás.

Nunca recuperé el dinero perdido en el olvido y me pasé el resto del mes viajando
por el Oeste para vaciar mis cajas de seguridad. Sólo puedo describir ese mes como
algo salvaje. Circular por ciudades donde antes había matado era salvajemente
estúpido; guardar el dinero en la guantera del Muertemóvil me parecía necesario, pero
salvajemente arriesgado. Ross se cernía sobre mí como un consejero, sin rostro, pero
salvajemente bello y peligroso cuando no le prestaba atención.
Había otras caras, siempre en la cuneta de la carretera. Hombres, mujeres, viejos,
jóvenes, guapos, feos, todos tenían grandes bocas abiertas que gritaban: «Ámame,
fóllame, mátame.» Ross, sin rostro, sólo una voz, me impedía que los destruyera y me
grababa en la mente la idea de una nueva identidad. En el papel de consejero que
antes desempeñaba la Sombra Sigilosa, me recomendaba que me tomara mi tiempo y
evitase los asesinatos hasta que encontrara al hombre absolutamente anodino en quien
convertirme, un hombre idéntico a mí y en el que nadie reparase. Sabedor de que
Ross sólo seguiría siendo asexual si lo obedecía, esperé.
Después de vaciar mi última reserva de dinero, cambié de dirección y me dirigí de
nuevo hacia el este, conduciendo todo el día y durmiendo en moteles baratos. La
presencia de Ross me acompañaba constantemente y su obsesión en que matara para
hacerme con una personalidad no-Martin Plunkett iba creciendo en mi cerebro,
apuntalada por unas preguntas despiadadas:
«¿Y si descubren al muerto y su coche en Wisconsin?»
«¿Y si la poli estatal recuerda que estabas retenido al mismo tiempo que él
desaparecía?»
«¿Y si relacionan los dos hechos?»
«¿Y si encuentran los casquillos que tiraste en el control de carretera?»
«¿Y si el Playboy Club te denuncia por impago y relacionan el hecho con otros y
emiten una orden de búsqueda?»
Tales preguntas me infundieron el valor para actuar con independencia de Ross, el
consejero sin rostro, y, sorprendentemente, la belleza que yo creía que me embargaría
no lo hizo.
Pero, a solas, fracasé.
Pasé una semana en Chicago, recorriendo garitos de los bajos fondos con la idea
de comprar identificaciones falsas. Nadie quiso vendérmelas y, después de seis
intentos, comprendí que mi antiguo aire de criminal estaba colmado de miedo y que
la gente me tomaba por un chivato o por un loco. Salí de la ciudad del viento

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perseguido por la risa burlona de Ross y sus «ya te lo había dicho».
Primero, me detuve en Evanston, encontré una habitación amueblada y pagué dos
meses de alquiler por anticipado. A continuación, me dirigí a la oficina local del
Departamento de Vehículos a Motor y, con todo el descaro, les enseñé la licencia de
Colorado y los papeles de registro de la furgoneta. Les dije que quería placas de
matrícula de Illinois y, después de llenar varios impresos, el funcionario hizo
exactamente lo que yo sabía que haría: fue directo al ordenador y comprobó mi
nombre para ver si había órdenes de búsqueda. Mientras el hombre esperaba la
respuesta de la máquina, empuñé el 38 recortado dentro del bolsillo y observé su
expresión. Si me buscaban en Wisconsin o en otra parte, el funcionario reaccionaría;
entonces yo le dispararía y mataría también a los otros dos empleados que estaban
junto a la máquina de café, robaría uno de sus carnets y me marcharía.
No tuve que vivir tal melodrama, pues el hombre regresó sonriente; pagué el
importe y presté atención mientras me comunicaba que la placa de matrícula
provisional me llegaría al cabo de una semana, y la definitiva, en el plazo de un mes y
medio. Le di las gracias y salí en busca de un taller de pintura de automóviles.
Encontré uno en Kingsbury Road, cerca del vertedero de la población, y maté el
tiempo leyendo revistas mientras le hacían la cirugía estética al Muertemóvil, que
pasó del plateado al azul metálico. Cuando salió del quirófano con un aspecto tan
distinto, un joven latino sentado a mi lado, me dijo:
—Menudo coche, joder. ¿Cómo lo llamas?
—¿Qué?
—Pues eso, tío. Su nombre. Como el Vagón del Dragón, el Picadero o la Cueva
del Amor. Un carro tan bonito ha de tener un nombre.
Con la audacia que me había dado mi visita al Departamento de Vehículos a
Motor, le dije:
—Lo llamo el Furgón de la Muerte.
—¡Fantástico! —dijo el chico, dándose palmadas en los muslos.

Me instalé en Evanston. Era una población rica, próxima a Chicago, en la que


abundaban las pequeñas universidades, que me proporcionaron el camuflaje del
perpetuo estudiante graduado. Tras establecerme temporalmente, pensé cada vez
menos en Ross y empecé a advertir que su presencia física y auditiva no eran sino
formas especulares de amor por mí mismo: si estaba colgado de ese hombre era
porque los dos destacábamos en nuestro quehacer y éramos espartanos en otros
aspectos de la vida. Yo siempre cambiaba de escenario; él ejercía una profesión que,
obviamente, conllevaba muchas horas de aburrimiento. Cuando mi reserva de amor
por mí mismo se agotaba por las exigencias de vivir en la carretera, Ross acudía en
mi ayuda como antaño hacía la Sombra Sigilosa en momentos de pánico.

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Simbióticamente, si yo le era igualmente útil, pues bien, pero si no, me daba igual.
Además, había otras caras que mirar. Los campus de Evanston estaban colmados de
ellas. Una vez determinado el simbolismo de la cara/voz de Ross, poco a poco me fui
convenciendo de que se hacía imperioso abandonar a Martin Plunkett, que había
estado en la cárcel por ladrón y que siempre estaba de paso, por otra identidad, y
empecé a buscar un hermano gemelo al que matar.
La tranquila lucidez de la idea, concebida desde el terror pero corroborada por el
tiempo a través de distintos estados emocionales, me permitió avanzar
metódicamente hacia mi primer fratricidio. Construí un silenciador con un trozo de
tubo de metal y alambre y lo probé en el 38 disparando contra boyas en el lago
Michigan. Con el revólver en el bolsillo, recorría los campus a primera hora de la
noche con la idea de disparar a mi presa en un rincón tranquilo, robarle la cartera y
marcharme en silencio. Tenía localizadas a cuatro posibles víctimas y me hallaba en
pleno proceso de selección cuando me fijé por primera vez en el idiota.
Enseguida supe dos cosas de él: que era deficiente mental y que su parecido físico
conmigo, aunque destacable, iba más allá. Supe que estábamos vinculados
hipotéticamente y que de haber crecido inocente, en vez de irremediablemente
hastiado, yo habría sido como él.
Sin intención de hacerle daño, durante una semana seguida lo observé mientras
jugaba en el vertedero. La casa de huéspedes en la que vivía estaba a tres manzanas
del lugar, colina arriba, y con unos prismáticos veía a mi hermano híbrido lanzar
piedras a los coches abandonados y buscar piezas oxidadas de automóvil para
utilizarlas como juguete. Hacia el atardecer, una trabajadora del «Hogar» se lo
llevaba y fue a ella a quien quise hacer daño.
Había reducido mi lista de objetivos a dos; me dirigía al campus de la Evanston
Junior College para tomar la decisión final cuando de pronto me encontré cara a cara
con el podía-haber-sido-Martin. Acababa de ponerse el sol y sólo una hora antes me
había divertido viendo al tipo esconderse entre los arbustos, escapando de la
desagradable mujer con pinta de solterona que acudía a privarlo de su diversión. Esta
vez, cuando pasé despacio junto al vertedero, salió de entre las sombras y me hizo
una señal para que me detuviera.
Lo hice y encendí la luz interior de la furgoneta. El hombre se acercó y asomó la
cabeza por la ventanilla del pasajero. Al tenerlo tan cerca vi que sus rasgos eran una
versión flácida y repugnante de los míos.
—Soy Bobby —se presentó con una voz chillona de tenor—. ¿Quieres ver mi
casa de jugar?
No podía rechazar la oferta, habría sido como negar mi infancia. Asentí, me apeé
de mi furgoneta y seguí a Bobby por el vertedero. Nuestros hombros se rozaron y lo
noté blando y débil. Me descubrí deseando que alguien le enseñara a cultivar el

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cuerpo; de hecho estaba a punto de ofrecerle unos fraternales consejos al respecto
cuando él señaló una luz que centelleaba más adelante.
—¿Ves? —dijo—. Es mi casa.
La «casa» en cuestión consistía en dos coches podridos dispuestos uno frente al
otro, con un quinqué en el medio. La luz iluminaba directamente hacia arriba y
formaba un túnel que bañaba la cara de Bobby, cuya flacidez y defectuosa postura
sugería que no podía mantenerse erguido sin ayuda.
Le apoyé las manos en los hombros; él se cuadró a lo militar y dijo:
—¿Señor?
La cabeza parecía colgarle de lado. Bajé la vista al suelo y volví a alzarla para
observar la cabeza torcida del idiota, que le confería un aspecto como de animal de
juguete en la luna trasera de un coche.
—No tienes que llamarme así —dije, agarrándolo más fuerte—. Ni a mí ni a
nadie.
Bobby sonrió y noté que su cuerpo de esponja temblaba entre mis manos. Su
sonrisa, más amplia y torcida, expresaba una suerte de éxtasis de idiotez. Finalmente,
consiguió coordinar los movimientos de lengua, paladar y labios, y dijo:
—¿Quieres ser mi amigo?
Empecé a temblar; las manos con que agarraba a Bobby temblaban y el brillo del
quinqué quemó las lágrimas que me corrían por las mejillas. Volví la cabeza para que
mi hermano idiota no me creyera débil y le oí emitir unos sonidos húmedos, como si
también llorase. Lo miré y vi que los sonidos procedían de la obscenidad de la gran O
redonda que formaba con la boca; también vi que ondeaba un billete de dólar, como
si fuera una bandera, delante de mí.
Aparté las manos de sus hombros y empecé a alejarme, pero oí sollozos
entrecortados y un «por favor». Me volví y vi que seguía moviendo el dólar,
suplicando amistad al tiempo que insistía en su espantosa insinuación. Saqué el 38
del bolsillo y Bobby intentó sonreír al tiempo que cerraba los labios alrededor del
silenciador. Apreté el gatillo y mi hermano híbrido aterrizó en el suelo. Le robé la
cartera sólo para guardarla como recuerdo de mi primer asesinato por compasión.

Robert Willard Borgie me fastidió mis planes en Evanston, de donde me marché


después de un único interrogatorio rutinario por parte de la policía. De allí me dirigí
hacia el oeste con matrículas de Illinois en el Muertemóvil azul, sin Ross ni la
Sombra Sigilosa que me aconsejaran, sólo con un olor nauseabundamente dulzón,
asqueroso, pegado a mi persona. Me sentía demasiado cerca de visiones de
autoaniquilación y, mientras circulaba a toda velocidad por unos tramos brutalmente
largos y llanos y calurosos de terrenos de cultivo, urdí planes, tuve ensoñaciones y
hasta pasé viejas películas mentales para conservar el control.

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«Borgie tenía una inteligencia subhumana y te quería de ese modo…»
«Lo elegiste como hermano y no tenías planeado matarlo, aunque se pareciera a
ti…»
«Te hizo llorar…»
«Si te hizo llorar por empatía, eso significa que tu voluntad se desmorona…»
«Si te hizo llorar por ti, entonces estás acabado.»
Terminé aquel tramo largo, llano y caluroso de mi viaje en Lincoln, Nebraska,
donde alquilé un diminuto apartamento de soltero lleno de trastos y caluroso, en la
parte norte de la ciudad. Encontré empleo como vigilante nocturno y mi trabajo
consistía en sentarme en el vestíbulo de un edificio de oficinas del centro de la ciudad
desde medianoche a las ocho de la mañana, con un uniforme de galones dorados, una
porra y unas esposas en una funda de plástico. Aparte de las rondas por los pasillos
cada hora, podía disponer del resto del tiempo. La noche anterior, un hombre había
dejado una decena de cajas llenas de revistas y, en vez de volverme loco pensando en
retrasados mentales muertos y en lo que presagiaban, devoré ejemplares de Times,
People y Us.
Fue una educación completamente nueva a la edad de treinta y un años. Había
transcurrido mucho tiempo desde que explorase por última vez la palabra escrita, y la
cultura entre la que me movía había sufrido unos cambios tremendos, unos cambios
que me habían pasado totalmente inadvertidos porque mi visión era muy limitada.
Entre junio y finales de noviembre de 1979, leí de cabo a rabo cientos de revistas.
Aunque los fragmentos de información que absorbía abordaban temas muy amplios,
había uno que dominaba: la familia.
La familia había vuelto con fuerza, estaba de moda, de hecho nunca había dejado
de estarlo. Era el antídoto contra las nuevas cepas de enfermedades de transmisión
sexual, contra el comunismo, el alcoholismo y la drogadicción, contra el
aburrimiento, la desazón y la soledad. Músicos andróginos y predicadores fascistas y
payasos negros musculosos con la cabeza medio afeitada al estilo de los indios
mohawk y cadenas doradas proclamaban que, sin familia, estabas jodido. Los
filósofos mediáticos decían que, en Estados Unidos, los años de desarraigo habían
terminado y que la familia nuclear era el viejo-nuevo electorado, y punto. Todos
anhelaban una familia, trabajaban, se esforzaban y se sacrificaban por ella. Todos
volvían a casa para estar con la familia. La familia era lo que todos tenían, excepto la
escoria que vagaba por el país sufriendo pesadillas y matando y llorando cuando
algún idiota de imagen especular le ofrecía mamadas por un dólar. La falta de familia
era la raíz de todos los males y de todas las muertes.
La ira hirvió en mí a fuego lento, chisporroteó, burbujeó y se coció durante todos
esos meses de lectura, y Ross aparecía de vez en cuando para ofrecer comentarios
como un coro de tragedia griega.

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«Martin, si creyera que eso iba a ayudarte, sería tu familia… Pero ya sabes… la
sangre es más espesa que el agua.»
«Lo que ocurre con la familia es que no podemos escogerla.»
«Lo que ocurre con una soledad como la tuya es que puedes tomar lo que quieras
de cualquiera.»
«Ohhh, pobre Martin, su mamá tomaba pastillas y su papá se largó, y ese
deficiente asqueroso lo ha hecho llorar. Ohhh.»
«¿No te dije en enero que te procurases otra identidad?»
Empecé a buscar una genealogía que usurpar. La revista People decía que los
bares eran «los nuevos lugares de encuentro para solteros con ganas de encontrar
pareja» y, como yo quería establecer contacto con un hombre para matarlo, sólo me
servía ir a bares donde los hombres solteros quisieran encontrar pareja masculina. La
revista Christian Times llamaba a esos lugares «antros de perversión sexual que
deberían estar prohibidos por la constitución», y la verdad estaba probablemente en
algún lugar entre los dos extremos. En cualquier caso, no me importaba. Y la idea de
andar por bares de gays en busca de una nueva identidad era mi antídoto contra la
voluntad de matar. Así pues, leí revistas de moda masculina, me compré ropa
elegante y me metí de lleno en el ambiente, que, en una ciudad como Lincoln, situada
en el feudo de los fundamentalistas protestantes, estaba formado por dos bares en la
zona este de un barrio industrial.
Me impuse un plan estricto: sólo cuatro noches de búsqueda, salir de los bares a
las 23.30 y estar en mi trabajo a medianoche las tres primeras noches. Los paseos
fuera de ese horario sólo estarían permitidos la cuarta noche, la del viernes, que era
cuando libraba. Si durante las cuatro noches no daba con nadie adecuado,
abandonaría el plan. Un artículo de prensa que había leído mencionaba que, con
frecuencia, los universitarios recorrían la «calle de los maricas» para hacer pintadas
en los coches de los clientes de los bares, por lo que aparqué el Muertemóvil II a un
kilómetro y fui caminando. No tenía que dejar huellas en la barra ni en los vasos, y
debía procurar que nadie, excepto mis objetivos, me viera la cara.
Acudía bien organizado en cuanto a la precaución y al control, pero me faltaba
preparación para las distracciones que encontraría, las variaciones sobre Ross y la
gente de pelo rubio. Tommy’s y The Place eran salas cochambrosas con largas barras
de roble, diminutas mesas de hierro forjado y gramolas, tugurios con una música
disco tan fuerte que era prácticamente imposible entablar una conversación. Sin
embargo, estaban llenos de rubios clones de Ross Anderson: músculos compactos
que sólo se desarrollaban con el trabajo físico, pelo corto, bigote de cepillo y ajustada
ropa masculina: camisas Pendleton, Levi’s gastados y botas de trabajo. Tardé dos
noches, en las que me dediqué a beber soda en la barra mientras buscaba a un tipo
alto y moreno como yo, en darme cuenta de que en ese antro de homosexuales de

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clase obrera —camioneros, albañiles y estibadores— los rubios eran tipos del este de
Europa, con los pómulos prominentes y gélidos ojos azules. Constituían una
subcultura para la que ni mis viajes ni mi reciente fiebre lectora me habían preparado
y, como blanco anglosajón protestante de cabello moreno, vestido con polo y jersey
de cuello redondo, me sentí totalmente desplazado. Había esperado encontrar tipos
afeminados que se sentirían atraídos hacía mí como mariposas nocturnas a la llama y
que serían eliminados con la misma facilidad. En cambio, me encontré con palurdos
fornidos que no me pondrían fácil un mano a mano.
Así pues, me dediqué a beber soda durante dos noches, como un florero asexual
en una fiesta de gays. Los hombres altos y morenos a los que localicé eran demasiado
delgados o demasiado jóvenes para mí: mis ojos, que patrullaban constantemente,
eran rechazados en cuanto contactaban con otros; los Ross y los clones rubios me
ponían nervioso y me descubría toqueteando el vaso para tener algo que hacer con las
manos. Me había concienciado de que podría asustarme y enfadarme y,
probablemente, sentir tentaciones, pero ahora algo más se asentaba en mi interior, una
suerte de corriente subterránea en la música que vibraba constantemente. Era como
un peso que se parecía al dolor. Los hombres que me rodeaban, frívolos pero
masculinos, me hacían sentir viejo y aturdido por mi historial de experiencias
brutales.
Al principio de mi tercera noche de misión, descubrí por qué me evitaban. Me
estaba lavando las manos en el baño cuando oí voces al otro lado de la puerta.
—Es un poli, te lo aseguro. Ha estado aquí y en el bar de al lado estas últimas
noches, haciéndose el simpático… Pero se le nota.
—Lo que te pasa es que te ha entrado la paranoia porque estás en libertad
condicional.
—¡No, no me ha entrado nada! Pantalones de algodón y un suéter. ¡Qué pasado
de moda! Es de Antivicio, seguro. Tú mismo, ya sabes a qué te arriesgas.
—¿Y crees que lleva esposas y buen pistolón? —Se oyó una risita.
—Sí, guapo, eso seguro. Y también tendrá mujer y tres hijos, aparte de dedicarse
a incitar delitos.
Las dos voces se rieron y luego guardaron silencio. Pensando en Ross y en cómo
habría reaccionado a la conversación, volví a mi taburete en la barra. Me preguntaba
si mi misión seguiría siendo factible cuando noté que alguien me tocaba el codo. Me
volví y allí estaba yo.
—Hola.
Era la voz de mi admirador. Bajé del taburete, vi que medía prácticamente lo
mismo que yo, pesaba lo mismo, cinco kilos más o menos, y nuestra edad coincidía,
dos años arriba o abajo. Entorné los párpados y advertí que tenía los ojos castaños. Le
di la espalda, limpié la barra del bar y el vaso con la manga y me volví de nuevo con

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la gracia de un modelo masculino.
—Hola —dije.
—Me gusta cómo te mueves —gritó el tipo para hacerse oír por encima de la
música. Ross se movió por mi mente y dijo «mátalo por mí». Me llevé la mano a la
oreja y señalé la puerta. El hombre captó la insinuación y salió, precediéndome.
Cuando llegamos a la acera, eché un rápido vistazo alrededor por si había testigos.
Como no vi nada salvo una calle fría y vacía, me convertí mentalmente en el sargento
Anderson y dije:
—Soy agente de policía. Puedes venir conmigo a dar una vuelta por los trigales o
a la comisaría. Tú decides.
—¿Es una incitación a cometer un delito o una proposición? —preguntó casi-
Martin, riéndose.
—Las dos cosas, encanto —respondí, riéndome como lo habría hecho Ross.
El hombre me pellizcó el brazo.
—Qué fuerte. Soy Russ.
—Yo, Ross.
—Russ y Ross, qué gracioso. ¿En tu coche o en el mío?
—En el mío —respondí, señalando calle abajo, donde esperaba el Muertemóvil II.
Russ se inclinó hacia mí con afectación, luego se apartó y comenzó a caminar. Yo
me mantuve a su lado, pensando en entierros a medianoche y en si mi vieja pala sería
capaz de hundirse en la tierra helada plantada de trigo. Russ permaneció en silencio y
supuse que me estaba imaginando desnudo. Al llegar al Muertemóvil II, abrí la
puerta, le pellizqué el brazo y él soltó un gruñidito de placer. La expectación y el
regocijo se apoderaron de mí y, cuando me senté al volante, reventé de necesidad de
conocer la historia de Russ/Martin.
—Háblame de tu familia —le pedí.
—Muy romántico, agente gay. —En esta ocasión le salió una risa burda y su voz
fue un rebuzno del Medio Oeste.
Me enojó que me llamara «gay». Puse en marcha el coche, pisé el acelerador y
dije:
—Soy sargento.
—¿Forma parte de tus jueguecitos eróticos de policía gay?
El segundo «gay» acentuó el tacto del 38 que llevaba en el cinturón y me contuvo
de atacarlo.
—Exacto, encanto.
—Un hombre que me llama «encanto» puede oír mi relato de infortunio. —Russ
tocó unas notas en una trompeta imaginaria, luego se rio y proclamó—: ¡Ésta es su
vida, Russell Maddox Luxxlor!
El nombre completo me sentó como una declaración de libertad. El barrio

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industrial quedaba atrás, y en su lugar se abrían unas llanas praderas y un inmenso
cielo estrellado.
—Cuéntamelo, encanto —cuchicheé, excitado.
—Bien, soy de Cheyenne, Wyoming. —El gangueo del Medio Oeste le salió
teatral y socarrón—. Sé que soy gay desde siempre, y tengo tres hermanas
encantadoras que me arroparon en los momentos más duros. Ya sabes, cuando la
gente me criticaba y esas cosas. Mi padre es ministro de la Iglesia congregacionalista;
es muy estricto, pero no tan fanático como los cristianos renacidos. Mi madre es
como una hermana mayor y siempre me ha aceptado…
Debido a los tintes sexuales del monólogo, mi excitación se hizo desagradable y
me produjo picor.
—Cuéntame más —pedí, conteniéndome para no gritar—. De Cheyenne, de tus
hermanas, de cómo es tener un padre ministro.
—Pues imagínatelo —replicó Russ con una mueca—. En fin, Cheyenne era un
aburrimiento y Molly es mi hermana favorita. Ahora tiene treinta y cuatro años, tres
más que yo. Laurie es mi segunda favorita, tiene veintinueve y está casada con un
granjero, un tipo nefasto que la maltrata; Susan es la pequeña, tiene veintisiete. Tuvo
problemas con la bebida y se apuntó a Alcohólicos Anónimos. Papá es un buen tipo,
no me juzga, y mamá dejó de fumar hace unos meses. ¡Oh, Dios, qué aburrido es
esto!
Agarré el volante con más fuerza hasta que creí que los nudillos me iban a
estallar.
—Cuéntame más, anda.
—Te morirás de aburrimiento. —El rebuzno decadente del muerto resonó en toda
la cabina—. Mi familia aburriría a los corderos. Bueno, Susan es la más bonita y es
dentista; Laurie es gorda y ha tenido tres enanos con su horrible marido, y yo soy el
más listo y el más sofisticado y el más sensi…
—Enséñame las fotos que llevas en la cartera. —Pronuncié las palabras en el
mismo momento en que se formaba la idea.
—Cariño, ¿no crees que estás llevando esto demasiado lejos? —preguntó
Martin/Russ—. Tengo ganas de fiesta, pero todo esto me parece cada vez más raro.
Miré por el retrovisor, no vi nada excepto una oscura pradera, levanté el pie del
acelerador y me detuve en la cuneta. El muerto me miró intrigado y yo saqué el 38
del cinturón y se lo puse delante.
—Dame la cartera o te mato.
La sacó del bolsillo trasero con manos temblorosas y la dejó en el salpicadero.
Con manos tranquilas, dignas de Ross Anderson, dejé el arma en el regazo y busqué
en los compartimentos de las fotos y las tarjetas de crédito. Al ver a tres jóvenes
vestidas para la fiesta de graduación y a una pareja de novios de los años cuarenta,

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solté un bufido. Cuando encontré un permiso de conducir de Nevada sin fotografía,
un carnet válido de reclutamiento y tarjetas Visa, American Express y Diner’s Club,
sonreí y le dije:
—Bájate.
Martin obedeció y se quedó junto a la puerta, temblando y murmurando plegarias.
Me guardé la cartera en el bolsillo y me acerqué a él, al tiempo que saboreaba
imágenes mentales de mis tres hermanas hasta que su hermano, a punto de ser
excomulgado, se echaba a llorar. Entonces le clavé el cañón con el silenciador en la
espalda.
—Camina —le ordené.
Lo llevé a sesenta y dos pasos exactamente, un paso por cada uno de los años de
nuestra vida.
—Date la vuelta y abre la boca —exigí.
Obedeció, aunque le casteñeteaban los dientes; luego le metí el cañón y apreté el
gatillo. El salto que dio hacia atrás casi me arrancó el arma de la mano, pero conseguí
sujetarla.
El aire frío de la pradera me quemó los pulmones mientras me reorganizaba
mentalmente. Pensé en buscar el casquillo, pero descarté la idea. El único asesinato
que había cometido con la pipa de Ross había sido en Illinois hacía siete meses. Era
imposible que relacionaran las muertes.
Me dirigía al Muertemóvil II en busca de la pala cuando vi los faros de un coche
que se acercaba, procedente de Lincoln. Lo repentino de la aparición me sobresaltó,
por lo que subí a la furgoneta, di un giro de ciento ochenta grados y me fui al trabajo.
Llegué temprano y me pasé todo el turno memorizando las fotografías de mi nueva
familia. Por la mañana las reduje a cenizas en el lavabo de hombres de la planta baja
y, cuando tiré de la cadena sobre los restos ennegrecidos, supe que las caras habían
quedado grabadas para siempre en mi banco de memoria.

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18

«Para siempre» fueron once días.


Unos días felices, apacibles. Había ganado una familia con la que llenar vacíos de
mi pasado y, aunque el cuerpo de Russell Luxxlor fue descubierto y ello me impidió
robarle la identidad, continué teniendo a papá y a mamá y a Molly, Laurie y Susan
como premios de consolación. Las tarjetas de crédito vendibles eran una ventaja
añadida y decidí desprenderme de ellas cuando dejara Lincoln definitivamente,
quince días después de la muerte, como había previsto.
La muerte de Luxxlor fue noticia en los medios locales y, según narraba un
periódico, la policía especulaba con la hipótesis de que lo hubiesen matado para
apoderarse de sus documentos de identidad; incluso se mencionó que me habían visto
con él en el bar. De todos modos, no fui interrogado ni me inquieté; sería la
comunidad homosexual la que soportaría el peso de la presión policial.
Así, durante once días, me moví en un mundo de fantasía realista, en el que no
había violencia ni impulsos sexuales. Me reí con mi hermana favorita, Molly, y
consolé a mi hermana Laurie cuando su marido la abroncaba; animé a Susan a que se
mantuviera sobria y tomé el pelo a papá y mamá por su fervor religioso. Funcionaba
con una mezcla compuesta por un 80 por ciento de fantasía y un 20 por ciento de un
distanciamiento que conocía a qué estaba jugando el resto de mí. La proporción de
los ingredientes se combinaba armoniosamente en mi interior y mi nueva familia se
desenvolvía en mis sueños en un revoltillo que propiciaba que me parecieran
conocidos de toda la vida.
La duodécima mañana después de la muerte, desperté y no logré recordar la cara
de Molly. Ni exprimiendo la memoria fui capaz de recuperarla, y entregarme a tareas
menores para aligerar mi mente no sirvió de nada. Al fantasear con otros miembros
de la familia mi 20 por ciento de distanciamiento se amplió a más del 90 por ciento y,
hacia el atardecer, cada vez que buscaba a Molly en mis recuerdos topaba con los
rostros ensangrentados de antiguas víctimas femeninas.
Esa duodécima noche, fui presa del pánico.
La hermana Laurie empezaba a difuminarse y cargué todas mis pertenencias en el
Muertemóvil II y me largué de Lincoln por la autovía Cornhusker. Recordé un
artículo de periódico sobre la comunidad delictiva local y sus puntos de encuentro y
me detuve en un bar de carretera llamado Henderson’s Hot Spot. Allí intenté vender
las tarjetas de crédito de Russell Luxxlor a dos hombres que jugaban al billar.
Nervioso y crispado, no dije más que inconveniencias, de manera que acabé
ahuyentándolos. Cuando fijaron en mí sus ojos impasibles y recelosos, corrí al
Muertemóvil II y salí zumbando de Nebraska, a quince kilómetros por hora más del

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límite permitido.

El incidente me hizo caer en barrena y donde antes habría matado con


atrevimiento para contrarrestar mis sentimientos de impotencia, ahora buscaba solaz,
comodidad y saciar una curiosidad extraordinaria por ver cómo vivían otras personas.
Durante ocho meses, viajé poco a poco hacia el este. A veces me quedaba
semanas seguidas en costosos moteles de carretera y exploraba el territorio local.
Dormía en grandes camas blandas, veía televisión por cable y tomaba comidas caras
que esquilmaban mis reservas de dinero. Los restantes miembros de mi familia de
adopción desaparecieron de mi mente, uno detrás de otro, conforme yo cubría
kilómetros en dirección este; para sustituirlos, recogía autoestopistas, los colocaba de
marihuana y les pedía que me hablaran de sus familias. Cuando los dejaba marchar
incólumes, después de haberme apropiado de su pasado en la habitual proporción
80/20, siempre me sentía un poquito más seguro, más a salvo. Ross empezó a
resultarme una aparición lejana.
Entonces, el 80/20 se revolvió contra mí y se convirtió en un cien por cien de
pesadilla.
Sucedió de pronto. Estaba durmiendo en la cama amplia y cómoda de un motel de
Clear Lake, Iowa, y mi sueño estaba poblado de autoestopistas recientes, cuyos
rostros iban cobrando nitidez paulatinamente. Mi expectación aumentaba al
percatarme de que todos ellos eran rubios. Me acercaba a ellos y entonces advertía
que llevaban pelucas empolvadas; a continuación, caía en la cuenta de que todos eran
versiones infantiles de gente a la que había matado. Todos me mostraban unos
colmillos largos y afilados y se lanzaban a mis genitales.
Desperté gritando. Al cabo de dos minutos, ya estaba de nuevo en la carretera.
Mientras huía de otra ciudad, volví a debatirme en un pánico inusitado.
Estuve despierto 106 horas seguidas; no me afeité; me corté el pelo. Fumé
grandes pipas de mi propia marihuana, experimentando sus efectos por segunda vez;
bajo su influencia, me reí atolondradamente y comí como un cerdo. Cuando,
finalmente, comprendí que no podría seguir consciente, aparqué en una cuneta, pero
lo único que conseguí fue que Ross Anderson se acurrucara a mi lado en mis sueños.
«Estás ablandándote, ablandándote, ablandándote cada vez más»;
«Estás ablandándote con la gente»;
«Estás ablandándote con la gente para no tener que matar»; «Si dejas de matar,
morirás»;
«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;
«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;
«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;

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«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;
«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ.»

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19

Al cabo de una semana de pesadillas, conocí a Rheinhardt Wildebrand y al final,


soberbiamente revitalizado, lo maté sin un titubeo, pese a la admiración que me
inspiraba su soberbia falta de atractivo.
El prólogo a mi abuelo simbólico fueron siete días de sueños intermitentes, en los
que animales con las caras de las víctimas me increpaban y en los que Ross me
incitaba constantemente a matar. Mi caída en picado estaba llegando a su nadir. Se
me terminaba el dinero, la barba me crecía desigual y de un color incongruentemente
claro, y el Muertemóvil II tenía problemas de motor, acompañados de ruidos
chirriantes y de traqueteos que reflejaban mi propio diluvio interior/exterior. Al llegar
a Benton Heights, Michigan, perdió un pistón y tuve que empujar la furgoneta hasta
un taller cercano. Allí me gasté la mitad del dinero que me quedaba en un anticipo
para que cambiaran las juntas y reparasen el motor. El jefe de mecánicos me tendió
una lista pormenorizada de todos los problemas de la furgoneta y dijo:
—Has conducido muy mal, chico. ¿Nunca has oído hablar del cambio de aceite y
de los líquidos de la transmisión? Has tenido mucha suerte de que no haya volado por
los aires contigo dentro, joder.
Si el mecánico hubiera sabido…
En aquel momento, se trataba de encontrar un sitio donde instalarme y un trabajo
para poder pagar la reparación del Muertemóvil. Con el 38 en el bolsillo, di un paseo
por Benton Heights, que se alza sobre una plataforma rocosa que domina el lago
Michigan, y la visión constante del agua oscura y encenagada me recordó a Bobbie
Borgie, muerto en Evanston, a unos cientos de kilómetros al otro lado del lago.
Sabedor de que su presencia me acosaría, subí a un autobús y fui a Kalamazoo, la
ciudad grande más cercana.
Y allí, deambulando sin rumbo fijo por sus aledaños, me encontré con
Rheinhardt. Yo salía de un supermercado con un paquete de leche cuando me vio y
me soltó una de sus memorables sentencias:
—¿Qué hace un subversivo como tú en un barrio tan aburrido como el mío?
—Ando en busca de víctimas —respondí, complacido por sus halagos. El tipo
tenía un estilo brusco que me resultó simpático.
—Pues las encontrarás. —El viejo se rio—. Y eso que llevas en los pantalones ¿es
un Colt o un Smith and Wesson?
Me miré el cinturón y vi que asomaba la empuñadura de la 38.
—Un Smith & Wesson Special —respondí, cubriéndolo para que no se viera.
—¿Con un cañón tan largo?
—Es el silenciador —respondí, tras dudar un instante.

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—¿Y te lo has hecho tú?
—Sí.
—¿Eres inventor?
—No.
—¿Viajero?
—Sí.
—Yo soy inventor. Ven a mi casa. Tomaremos un trago y hablaremos.
Dudé de nuevo, pero el viejo insistió:
—No te tengo miedo, así que tú no debes tenérmelo a mí.
Lo seguí calle abajo hasta su casita de mazapán, un edificio viejo y algo rancio,
lleno de recuerdos.

Y me quedé.
Años antes, el tío Walt Borchard me había aburrido con sus historias. Ahora, el
abuelo Rheinhardt Wildebrand me cautivaba con las suyas. La dinámica de su relato
resultaba simple: la necesidad de público de Borchard era indiscriminada, mientras
que la de Rheinhardt era específica. Se estaba muriendo lentamente de una
enfermedad cardiaca congestiva y quería que alguien tan idiosincrásico y solitario
como él supiera lo que había hecho.
Así me convertí en su «sobrino», supuestamente motivado por las solapadas
insinuaciones de Rheinhardt respecto a que me legaría sus bienes. En realidad, para
mí aquella dinámica representaba un refugio. Mientras dormía en la casita de
mazapán y escuchaba al viejo, no sufría pesadillas.
Rheinhardt Wildebrand había sido contrabandista durante la Prohibición y
transportaba whisky en barca por los Grandes Lagos. Había vendido aparatos
inventados por él a agentes del régimen de Hitler establecidos en Canadá,
embolsándose el dinero, y luego había ofrecido la misma tecnología al ejército
estadounidense. Había escondido a Dillinger en su casita de mazapán después del
tiroteo entre el enemigo público número uno y la policía en el hostal Little Bohemia
de Minnesota, y el Packard Caribbean de 1953 nuevo a estrenar que tenía en la
calzada de acceso había sido un regalo del difunto dictador cubano Fulgencio Batista,
en agradecimiento por unos favores. El mismísimo Meyer Lansky había subido el
coche desde Miami.
Yo me creía aquellas historias al pie de la letra y Rheinhardt se creía las mías: que
era un ladrón que robaba a mano armada y que había huido después de violar la
libertad condicional y que había fallado un golpe en Wisconsin, donde había querido
hacerme con la paga semanal de una empresa. Por eso, precisamente, compartía de
buen grado su estilo de vida ermitaño; por eso toleraba que me creciera la barba
irregular y mantenía la cara oculta de las insistentes miradas de los vecinos cuando

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hablábamos en el porche. Mi otra única mentira fue en respuesta a una pregunta
directa que me hizo después de tomar un trago de Canadian Club.
—¿Has matado alguna vez a un hombre?
—No —contesté.
Al cabo de dos semanas en su casita de mazapán, conocía las costumbres del
viejo y sabía que iba a matarlo por la ventaja que me supondría apropiarme de ellas y
utilizarlas. Guardaba varios miles de dólares en el sótano, y pensaba llevármelos.
Compraba toda la ropa, los utensilios domésticos y los libros por catálogo, y pagaba
con tarjetas Visa, American Express Oro y Diner’s Club que tenían unos límites muy
altos, mediante un cheque anual al 19,80 por ciento de interés de esos que a las
compañías de crédito tanto les gusta. Como dichas compañías estaban acostumbradas
a sus excentricidades, le vaciaría la cuenta enviando cuantiosos cheques falsificados
por un año de futuras transacciones con las tarjetas, acompañados de notas
falsificadas en las que declararía, en el inconfundible estilo de Rheinhardt, que «voy a
hacerme a la carretera hasta que estire la pata y este cheque servirá para cubrir todos
los posibles cargos, así no tendrán ustedes que importunarme». Limpiaría mis huellas
de la casa, le daría un sedante al viejo, lo llevaría al lago Michigan, le pegaría un tiro
y lo lanzaría al agua con un peso apropiado. Tardarían semanas en echarlo en falta y,
para entonces, haría mucho que yo me habría marchado.
El plan era brillante, pero organizarlo destruyó mi afición por los relatos de
Rheinhardt y las pesadillas regresaron.
Ahora eran los vecinos del viejo los que me atacaban, monstruos con pelucas
empolvadas y dotados de poderes telepáticos. Sabían que iba a matar a Rheinhardt y
decían que me dejarían escapar si les daba el dinero del viejo pirata. Yo me negaba y
entonces adoptaban las caras de mis víctimas de Aspen, tentándome con la
contención de la melodía de una big band: «¡Tengo un Karto-ffen en Kalamazoo!
¡Kalamazoo! ¡Kalamazoo! ¡Ka-lama-zoo-zoo-zoo!»
Nueve mañanas seguidas me desperté gritando y pataleando y agitando los
brazos. De pie, pero aún soñando, cargaba contra los muebles de mi cuarto y volcaba
sillas y mesitas de noche. La primera vez, Reinhardt acudió corriendo, preocupado.
Luego, cada día se fue inquietando más y, a medida que las mañanas de pesadilla
continuaban, éstas eclipsaban nuestras horas de contar historias. Finalmente advertí
que la preocupación del hombre se convertía en disgusto. Yo no era el tipo duro que
él había imaginado; Lansky y Dillinger me habrían considerado un mariquita y él
también lo era por compartir sus secretos con alguien tan débil.
Rheinhardt pasó a contarme sus historias en un tono vago y Ross adoptaba los
muchos rostros de sus personajes. Supe que había llegado la hora de cargarme al
viejo o largarme de allí.
Como sabía que un episodio más de gritos y golpes en mi cuarto impulsaría a

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Rheinhardt a decirme que me marchara, desbaraté las pesadillas potenciales
quedándome despierto para planificar. Al cabo de una noche sin dormir, había
aprendido a imitar perfectamente la caligrafía del viejo; al cabo de dos, había escrito
notas a Visa, Diner’s Club y American Express. Mi tercera noche consistió en un
viaje al lado sur de Kalamazoo, donde me agencié media docena de pastillas de
Seconal de un gramo y medio. La cuarta noche, sucio, atontado, exhausto y aturdido
por llevar 108 horas sin dormir, sería cuando atacaría.
Primero eché el Seconal en el vaso de leche con Canadian Club que Rheinhardt se
tomaba antes de acostarse. Se lo bebió como cada noche y, al cabo de media hora, lo
encontré dormido en el suelo de su habitación, con el pijama a medio poner. Lo dejé
allí y recorrí la casa con un paño húmedo, limpiando todas las paredes y los muebles
de las habitaciones en las que había estado. Después de haber destruido estas pistas
básicas, bajé al sótano y me agencié el dinero de Rheinhardt, metiéndome los gruesos
fajos de billetes en los bolsillos. Luego corrí los dos kilómetros cuesta arriba que
llevaban a la terminal de autobuses de Kalamazoo y cogí el último autobús nocturno
a Benton Heights, sin que me sobrara ni un minuto. Una hora más tarde, y con
ochocientos dólares de Wildebrand menos, me hallaba sentado al volante de un
Muertemóvil II que ahora circulaba suave como la seda, dirigiéndome de nuevo a la
casita de mazapán.
Cuando volví a entrar en el edificio fue como si me frotaran las terminaciones
nerviosas con papel de lija y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que temí
que me estallara en pedazos antes de completar el asesinato. Notaba un nudo en la
garganta, las manos me temblaban y el sudor me zumbaba en la piel como si yo fuera
un cable cargado. Lo único que me impidió implosionar fue la necesidad de
concentrarme en no tocar nada.
Subí corriendo los peldaños que llevaban al dormitorio de Rheinhardt. Éste seguía
en el suelo y una venita que le palpitaba en el cuello me indicó que aún estaba vivo.
Fui a mi habitación, cogí las tres cartas a las compañías de las tarjetas de crédito y
volví al cuarto del viejo para registrar el escritorio y el armario en busca de los
talonarios de cheques.
—¡Impostor! —oí, cuando iba a cogerlos, y al volverme vi que Rheinhardt me
apuntaba con un rifle de dos cañones—. ¡IMPOSTOR!
Nos acercamos el uno al otro. Agarré el 38 por el cañón y lo saqué del cinto.
Rheinhardt apretó los dos gatillos. Los percutores golpearon las dos cámaras vacías y
él me sonrió antes de caer muerto a mis pies. Al cabo de otra hora, en un saliente
rocoso que dominaba el lago Michigan, le di la ejecución formal que su dignidad
merecía: dos disparos en la cabeza y una sepultura. Con su legado en la guantera, me
largué cumpliendo el límite de velocidad de cincuenta kilómetros la hora y
sintiéndome fresco y descansado. Pensé en Ross y murmuré:

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—Mira, papá, no temas.
Y seguí buscando a alguien con documentos de identidad apropiados a quien dar
muerte.

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20

Las siguientes máximas conforman un sumario de los meses posteriores y


describen epigramáticamente ciertos peligros inherentes a rondar por Estados Unidos
matando gente:

«Busca y encontrarás.»
«Es el viaje, no el destino.»
«Cuidado con lo que deseas.» «Puedes huir, pero no esconderte.»

El hombre perfecto apareció tambaleándose delante de mi parabrisas en un tramo


desierto de la U.S. 6, al este de Columbus, Ohio, una tarde de abril de 1981. Al cabo
de diez kilómetros, ya había oído toda la historia de su vida: las desavenencias
familiares, los hurtos en tiendas, los robos, los reformatorios, la cárcel, la libertad
condicional y la búsqueda del «gran golpe». Al anochecer, nos desviamos de la
carretera para compartir una botella que yo aseguré tener y, momentos después, le
pegué dos tiros en la cabeza. En los bolsillos encontré documentos de identidad
pertenecientes a William Robert Rohrsfield, nacido un mes después que yo y que
pesaba tres kilos más: lo único que nos diferenciaba. Enterré a Martin Plunkett bajo el
duro suelo cerca de la Interestatal y me convertí en Billy Rohrsfield. La ironía de
transformarme en un colega ladrón, combinada con el crédito infalible del abuelo
Rheinhardt, me hicieron sentir relajado, engreído y elegante. De allí pasé a una
euforia muda e insomne que era como un billete de ida permanente a Panacealandia,
a la Ciudad de la Abundancia, a la Gran Satisfacción. De haber sido capaz de
articular palabra en mi trance, me habría dicho a mí mismo que, a los treinta y tres
años, todas mis necesidades estaban cubiertas, había alcanzado todos mis destinos,
había saciado todas mis curiosidades y deseos. Y en lugar de aplicar los ingeniosos
epigramas espirituales con los que arranca este capítulo, habría exhibido el ethos de
un jugador de Las Vegas en racha: «Lo he conseguido.»
Pero sucedió algo.
Acababa de cruzar la frontera entre Ohio y Pennsylvania cuando me vi arrancado
de la cabina del Muertemóvil. Transportado por los aires, tuve una visión del cielo
azul, de la U.S. 6 y de la furgoneta continuando sin mí. Después, volví a estar en la
cabina, zigzagueando a un lado y otro de la línea discontinua amarilla; después, rocé
una valla metálica en la cuneta derecha; después, frené y me di con la cabeza en el
parabrisas.
Cuando pasó el susto, rompí a llorar. «Demasiados días de dormir poco», me dije
entre lágrimas. «Sé bueno contigo mismo», añadió otra voz. Dije que sí con el acento
alemán que ponía cuando usaba las tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand,

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seguí conduciendo muy despacio hasta un motel y dormí.
La mañana siguiente, lo primero que encontré al despertar fue una perfecta
imagen mental de mi «hermana», Molly Luxxlor, perdida desde diciembre de 1979.
Lloré de gratitud y entonces recordé que era Billy Rohrsfield, no Russ Luxxlor, y que
la hermana de Billy, Janet, era una arpía que maltrataba a los hijos. Molly se esfumó
y ocupó su lugar un facsímil de Janet, con rulos en el pelo y un rodillo de amasar en
la mano. Me reí de mis lágrimas, me afeité, me duché y me dirigí a la recepción del
motel para devolver la llave. El encargado me despidió con un «Auf Wiedersen, Herr
Wildebrand», y escapé del saludo a la carrera para montar en el Muertemóvil II,
directo a otro vuelo por los aires.
Aerotransportado, vi carteles de viales y anuncios de los Jook Savages y de
Marmalade; aterrizado en el asiento del conductor, vi a los sheriffs del condado de
L. A. cacheando a un joven asustado. Al principio, éste se asemejaba a Billy
Rohrsfield; luego, se pareció a Russ Luxxlor. Después me instalé automáticamente en
mi juego 80/20 por ciento fantasía-distanciamiento y vi lo que sucedía.
Puedes huir, pero no esconderte.
Mi primer impulso lúcido fue destruir las tarjetas de crédito de Wildebrand y los
documentos de identidad de Rohrsfield. Un segundo pensamiento, más lúcido, me
detuvo: deshacerme de tan valiosas herramientas sería un reconocimiento implícito
de que no era capaz de controlar mi propia personalidad. Una tercera idea, más
persuasiva, se impuso a partir de ahí: eres Martin Plunkett. Seguí camino y, detrás de
la letanía que me permitía sujetar el volante con firmeza y mantener el Muertemóvil
II a unos constantes 80 por hora, se acumularon colores. Las palabras eran «Soy
Martin Plunkett» y los colores me decían exactamente lo mismo que en San
Francisco en 1974.

Aterricé en Sharon, Pennsylvania, logré articular palabra más allá de la letanía y


tomé el control de mi destino. Los días de colores me habían infundido lucidez y me
habían dado el coraje para aceptar ciertas cosas y para llegar a conclusiones sobre
cómo restaurar el orden en mi vida. Antes de hacer una declaración formal al respecto
al aire estival, quise dejar resueltos los asuntos prosaicos de volver a situarme y
compré tres habitaciones llenas de mobiliario de precio medio con la tarjeta Visa de
Rheinhardt Wildebrand y alquilé un piso de tres habitaciones en el lado oeste de la
ciudad, utilizando el nombre de William Rohrsfield. Los juegos malabares con las
dos identidades falsas no me produjeron momentos de esquizofrenia ni de euforia
perturbadora y, cuando estuve a solas en mi nueva casa, hice la declaración:
«Desde Wisconsin, no has hecho más que huir de tu singular vena de sexualidad,
de naturaleza guerrera; has estado huyendo de antiguos miedos y de viejas
indignidades, con lo cual has experimentado alucinaciones casi psicóticas; has

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perdido la voluntad de matar fríamente, brutalmente y con tus propias manos; matar
simple y anónimamente te ha convertido en una no entidad, te ha privado de tu
orgullo y ha relajado tus costumbres. Te has convertido en un ser acomodaticio de la
ralea más despreciable y el único modo de invertir esta tendencia es planificar y
llevar a cabo una serie perfecta, metódica y simbólicamente exacta de asesinatos
sexuales.
»Puedes huir, pero no esconderte.»
Cuando terminé la confrontación conmigo mismo, me caían por las mejillas unas
lágrimas de alegría y lloré sobre el objeto que tenía más a mano: una caja de cartón
llena de platos y utensilios de cocina.

Durante los cuatro meses siguientes, me hice con los elementos simbólicos que
necesitaba: carteles de líneas aéreas y anuncios de rock idénticos a los que adornaban
las paredes del picadero de Charles Manson en 1969, un juego de herramientas de
ladrón y un equipo de maquillaje de teatro. La tecnología de las cerraduras había
mejorado desde mis tiempos de ratero, así que compré e instalé una serie de cerrojos
que abarcaban el nuevo abanico tecnológico, y ensayé la forma de neutralizarlos.
Horas de práctica delante del espejo del baño me hicieron experto en maquillaje y en
narices postizas, que me proporcionaban unos rasgos no-Martin Plunkett, y conforme
avanzó el verano en mi ciudad de acero, lo único que quedó por hacer fue encontrar a
las víctimas perfectas.
Fue más fácil decirlo que hacerlo.
Sharon era una población industrial tosca, de composición étnica básicamente
rusa y polaca, y de estilo de vida tosco. Por la calle se veían muchos rubios que
proyectaban auras de «mátame», pero después de andar todo un verano deambulando
en busca de una pareja rubio-rubia, no conseguí nada más que dolor de ojos. Para
combatir la frustración y mantenerme en contacto con la realidad mientras me
dedicaba a ello, di otro paseo por la cultura popular, por cortesía de People y
Cosmopolitan.
La familia todavía constituía un gran tema, como la religión, las drogas o la
política de derechas, pero lo que parecía estar haciendo furor entre los
norteamericanos era la forma física. Los gimnasios eran lo último en «nuevos lugares
de encuentro» para solteros; el cuidado del cuerpo había generado el «nuevo
narcisismo», y el equipo y las técnicas de musculación habían progresado hasta el
punto de que un gurú del «nuevo fitness» declaraba que las sesiones de levantamiento
de pesas eran «el nuevo servicio religioso», mientras que las máquinas de
tonificación muscular se habían convertido en «los nuevos tótem, objetos de culto,
porque liberan en todos nosotros la perfección física divina». Toda aquella locura
apestaba a la excusa de los que quieren resultar atractivos para follar con los de clase

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superior, pero si era allí donde se reunían los guapos…
En Sharon había tres gimnasios: el Now & Wow Fitness, el Co-Ed Connection y
el Jack La Lanne European Health Spa. Una serie de llamadas por teléfono me puso
al corriente de sus respectivas virtudes: el centro de Jack La Lanne era para
levantadores de pesas que iban en serio; los otros dos eran tugurios de ligoteo donde
hombres y mujeres hacían ejercicio con equipamiento Nautilus y tomaban saunas
juntos. Mis tres interlocutores telefónicos me invitaron con voces estimulantes a
acercarme por su local para una «sesión introductoria gratuita» y acepté la oferta de
los dos últimos.
Now & Wow Fitness, en palabras del aburrido hombre de color que me entregó
una toalla y un «equipo cortesía del gimnasio» a la entrada, era «un eliminagrasas.
Todas las chicas polacas quieren estar delgadas para deslumbrar a algún obrero de
una fábrica de acero y, en cuanto se casan, vuelven a engordar a base de comer». Las
dos salas llenas de mujeres rechonchas en mallas de colores pastel confirmaban la
opinión del hombre y me largué de inmediato. «Ya se lo dije», comentó cuando le
devolví la toalla y el equipo de gimnasio, sin estrenar.
El Co-Ed Connection, a una manzana del anterior, desde el primer instante me
produjo la sensación de ser un filón. Todos los coches del aparcamiento eran últimos
modelos ostentosos, a juego con los instructores de ambos sexos que esperaban en el
vestíbulo para recibir a los posibles futuros miembros. Armado de nuevo de toalla y
el consabido «equipo de ejercicio», me condujeron a una sala del tamaño de un
campo de fútbol llena de relucientes aparatos metálicos. Sólo unos cuantos hombres y
mujeres se esforzaban bajo poleas y barras, y la instructora, al reparar en mi mirada,
comentó: «La hora punta a la salida del trabajo empieza dentro de un rato. Es la
locura.»
Asentí; la esbelta joven sonrió y me dejó a la entrada del vestuario de hombres. El
esbelto joven asistente que encontré dentro me asignó una taquilla y me cambié de
ropa. Me puse los pantalones cortos de gimnasia y una camiseta que llevaba grabado
el logo del Co-Ed Connection: una esbelta silueta masculina y una esbelta silueta
femenina asidas de las manos. Estudié mi aspecto en uno de los numerosos espejos de
cuerpo entero del vestuario y vi que yo era más robusto que esbelto, más tosco que
estilizado. Satisfecho, crucé la puerta y me puse a levantar pesas.
Me sentí a gusto y me complació comprobar que todavía era capaz de levantar
ciento diez kilos veinte veces. Me moví de máquina en máquina experimentando
agradables dolores, entrando en sincronía con el rechinar del metal, el siseo de las
poleas y el olor de mi propio sudor. La sala empezaba a llenarse y pronto habría colas
delante de los diversos aparatos. Machos de poderosa presencia daban estímulo a
mujeres de similar poderío que levantaban pesas, hacían flexiones y trabajaban en las
máquinas a mi alrededor, y me sentí un visitante de otro planeta que asistía a los

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pintorescos rituales de apareamiento de los terrícolas. Entonces los vi a ELLOS, dejé de
hacer cargas de hombros y me dije: «Muertos.»
Eran hermanos, no cabía duda. Los dos enfundados en uniformes púrpura
satinados de monitor, los dos rubios y con unas figuras soberbias que seguían los
cánones clásicos masculino/femenino, los dos algo más que fatuamente guapos,
transpiraban una larga historia de intimidad familiar. Viéndoles instruir a un
esmirriado adolescente acerca de una de las máquinas, observé que los gestos de uno
se acomodaban a los del otro. Cuando él bajó una mano como si diera un tajo para
subrayar lo que decía, ella repitió el movimiento, aunque con más suavidad. Cuando
él levantó las palmas rectas para mostrar cómo funcionaban las poleas, ella lo imitó,
un poco más despacio. Estudiándolos, enseguida comprendí que mantenían relaciones
incestuosas y que esto era lo único de lo que nunca hablaban.
Desmonté de la máquina de cargas de hombro y me dirigí al vestuario. Sudando
—en esta ocasión, de regocijo— me quité el atuendo de gimnasia y me vestí de calle;
entonces, volví a la zona de ejercicio. Los hermanos explicaban el desarrollo
muscular a un grupo cerca de la cinta de andar, señalándose mutuamente laterales y
pectorales, al tiempo que sus dedos tocaban los puntos que indicaban. Al tocar los
mismos puntos de mi propio cuerpo, sentí que mis músculos doloridos vibraban y
que, luego, latían con la palabra «Muertos». A la entrada de la sala había un tablón
con las fotografías y nombres de los instructores del club. George Kurzinski y Paula
Kurzinski sonreían, uno al lado del otro, desde la fila superior. Programé su muerte
para nueve meses después: el 5 de junio de 1982, fecha en que se cumplirían catorce
años del día que vi a mi primera pareja haciendo el amor. Al salir del Co-Ed
Connection, puse en marcha mi cronómetro mental. Complacido con el sonido de sus
resortes en movimiento, dejé que corriese mientras activaba mi plan paso a paso.
Tic tic tic tic tic tic tic tic tic.
Septiembre de 1981:
Averiguo que los Kurzinski viven juntos, duermen en habitaciones separadas y
visitan a su madre viuda en el sanatorio todos los domingos. Tic tic tic tic.
Noviembre de 1981:
La vigilancia desplegada revela que Paula Kurzinski duerme en casa de su amigo
los miércoles y viernes; esas noches, la novia de George Kurzinski duerme con él en
el piso de los hermanos. Tic tic tic tic tic.
Enero de 1982:
Consigo el plano del piso de los Kurzinski en la Oficina de Planificación
Urbanística de Sharon. Tic tic tic tic tic tic.
Febrero de 1982:
Me hago experto en abrir cerraduras idénticas a la deslustrada Security King de la
puerta del piso de los Kurzinski. Tic tic tic tic.

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Abril de 1982:
Me procuro disfraz, drogas y armas; trazo una ruta de huida y cuatro alternativas.
Tic tic tic tic tic tic tic tic.
15 de mayo de 1982:
Realizo con éxito una inspección del piso de los Kurzinski. Guardo armas blancas
auxiliares bajo las alfombras del dormitorio y del salón. Encuentro una Beretta de
calibre 25, cargada, en el cajón superior de la cómoda de Paula. Localizo un revólver
Smith & Wesson del 32, cargado, bajo el colchón de George. Tic tic tic tic tic.
28 de mayo de 1982:
Segunda inspección del piso de los Kurzinski. Cargo cartuchos de fogueo en las
dos armas; como seguridad añadida, fuerzo los percutores dos milímetros a un lado
para asegurarme de que las armas no disparen como es debido.
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic…

Del Law Enforcement Journal del 30 de mayo de 1982:

UN GRUPO ESPECIAL DEL FBI «ATACARÁ» A LOS ASESINOS EN SERIE MEDIANTE UN


PLANTEAMIENTO ESTRATÉGICO DIVERSIFICADO

Quantico, Virginia, 15 de mayo:


Los fenómenos delictivos, por antiguos que sean, no quedan realmente
certificados hasta que reciben un nombre. Los términos «asesino en masa» y
«asesino aleatorio» forman parte de la jerga policial y del lenguaje corriente y se
emplean para designar, respectivamente, a gente que mata a más de una persona
en un único acceso de violencia y a los que (casi siempre hombres) matan sin
razón aparente. A partir de revelaciones recientes, y principalmente del caso Ted
Bundy (ver L. E. J. 9/10/81), se ha acuñado un nuevo término, una expresión de
moda, que parece haber cautivado la imaginación humana. El FBI, conocedor del
problema desde hace algún tiempo, será probablemente el medio que populizará
dicho término, pues se dispone a ser la primera agencia de seguridad nacional que
«ataque» concertadamente al tipo de criminales al que hace referencia: los

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Asesinos en Serie.
Según el inspector del FBI Thomas Dusenberry, el asesino en serie se define
como: «Un homicida que mata repetidamente, eligiendo una víctima o grupo de
víctimas cada vez. El prototipo de asesino en serie es un varón, blanco, de
inteligencia superior a la media y de entre veinticinco y cuarenta y cinco años. Lo
anterior es una constante, mientras que todo lo demás relacionado con este tipo de
homicida difiere, por lo que resulta muy difícil detenerlos.
»Para empezar, los asesinos en serie suelen cambiar su modus operandi para
adecuarse a la víctima en cada ocasión. Pueden matar a una persona por
gratificación sexual y a otra por dinero. Pueden estrangular a una y matar a tiros a
otra. Se sabe de asesinos en serie que han violado a media docena de sus víctimas
femeninas y, a continuación, han ignorado sexualmente a otra media docena.
»Además, estos hombres tienden a viajar y a deshacerse de sus víctimas de
modo que no se encuentren los cuerpos. Aparte de la compleja psique del asesino
en serie y de los cambios en el modus operandi, su estilo de vida errabundo
contribuye a que resulten tan escurridizos, pues aprovechan las deficiencias en la
comunicación entre los cuerpos de seguridad.
»En este país hay cincuenta estados, a los que sirven incontables cuerpos
policiales. La comunicación entre cuerpos dentro de cada estado hace ya bastante
tiempo que es la adecuada, en cuanto a identificaciones. En cambio, la
comunicación de información entre diversos estados se halla en una situación
lamentable y constituye la principal dificultad en la investigación de posibles
correspondencias entre diversos homicidios y desapariciones.»
Así pues, ¿cómo se propone afrontar el problema este nuevo Grupo Especial
del FBI contra los asesinos en serie?
Según el inspector Dusenberry, «cuando un asesino cruza una frontera estatal
después de cometer un homicidio, se convierte en delincuente federal. Así pues,
lo que haremos será comparar en el ordenador los datos estadísticos de
homicidios y desapariciones sin resolver de los cincuenta estados durante los
últimos diez años. Si se establecen vínculos entre crímenes cometidos en
diferentes estados, solicitaremos a los cuerpos policiales correspondientes los
expedientes completos de los casos y mantendremos comunicación telefónica con
los agentes que realizaron tales investigaciones. Tendremos registros
comparativos de modus operandi, de pruebas materiales, de probabilidades
circunstanciales y de media docena de características más, recogidas de los
informes realizados por los psicólogos forenses adjuntos al Grupo Especial. Es
probable que de toda esta información surjan pautas y sobre ellas plantearemos
hipótesis que nos lleven a iniciar investigaciones concretas, de las que se
encargarán experimentados agentes de la División Criminal».

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Este Grupo Especial ocupa hoy un ala entera de un edificio del complejo de la
Academia del FBI en Quantico. Los despachos están abarrotados de resmas de
papel en blanco, de escritorios y terminales de ordenador conectadas a un
superordenador central que recoge datos de las policías de los cincuenta estados.
Conocido por los agentes como «Sally Serie», este cerebro artificial será el punto
de partida de todas las posibles investigaciones. Programada ya con datos de
veintisiete casos resueltos de asesinos en serie, «Sally Serie» contará con la ayuda
de media docena de destacados psicólogos forenses con amplia experiencia de
campo, tres patólogos forenses especialistas en indicios criminales y cuatro
agentes de la división criminal, hombres con quince años de experiencia y bien
relacionados con el Buró, que serán los encargados de rastrear vínculos,
conexiones y pistas.
«Estoy impaciente por empezar —declaró a L. E. J. el inspector Dusenberry,
de 47 años, agente al cargo del Grupo Especial—. Ya he leído un informe
preliminar sobre el tema. Resulta un asunto deprimente y las cifras son pasmosas.
Un hombre de Alabama mató a veintinueve mujeres en dos años; Gacy, en
Chicago, mató a treinta y tres. Está nuestro amigo Ted Bundy, por supuesto, y
luego tenemos las estadísticas de niños desaparecidos y presumiblemente
asesinados. Éstas son más que pasmosas. La policía de Anchorage, Alaska, tiene
un sospechoso al que acusa de sesenta y una muertes, perpetradas en un plazo de
dieciocho meses. El dolor que todo esto implica es pasmoso y creo que el
problema de los asesinos en serie es la prioridad principal de las fuerzas de
seguridad en Estados Unidos.»
El inspector Dusenberry, que ingresó en el FBI en 1961, es licenciado en
Derecho por la Universidad de Notre Dame y cuenta con dieciséis años de
experiencia en la División Criminal, dedicados principalmente a investigaciones
de robos a bancos. Casado y padre de un chico y una chica, los dos universitarios,
se alegra de que la asignación al Grupo Especial haya llegado en un momento de
su vida en que sus hijos ya son mayores y su mujer ha vuelto a la facultad para
sacar un título avanzado en Historia del Arte. «Tendré que dedicar muchas horas
a ello —declaró a L. E. J.—. Mis hijos y mi mujer van a clase, y la naturaleza
burocrática del trabajo me facilitará mucho la labor. Si pasara tanto tiempo en la
calle, haciendo investigaciones de robos, me preocuparía que ellos se preocuparan
por mí.»

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VII

Implosión

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21

Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Fin de la cuenta atrás.
00.16 de la madrugada, 5 de junio de 1982.
Introduje la ganzúa en el cerrojo del apartamento de los Kurzinski. Noté que
cedía levemente y empujé la puerta justo hasta donde sabía que la cadena la frenaría.
Oí un chasquido y el tintineo de la cadena al tensarse, tiré de la puerta hacia mí para
dejar la cadena floja y la hice saltar con el mango del cincel. El extremo suelto golpeó
el marco y oí un inconfundible sonido procedente de la habitación de George
Kurzinski: estaba amartillando su revólver del 32.
Cerré la puerta con cuidado y anduve a tientas por la sala a oscuras. Luego me
arrimé a la pared opuesta, junto al pasillo, al lado del interruptor de la luz. Solté el
hacha que llevaba colgada de mi cinturón para herramientas, la empuñé y esperé a oír
pasos que se acercaban. Cuando capté el primero de ellos, me estremecí. Desde el
dormitorio de George Kurzinski hasta donde yo estaba había exactamente nueve
pasos, exactamente el número de segundos que le quedaba a su vida.
Los crujidos se oyeron más cerca y, al noveno paso, encendí la luz y descargué a
ciegas un hachazo hacia el pasillo. El impacto y la rociada de sangre me indicaron,
incluso antes de ver al muerto, que había alcanzado el objetivo. Avancé un paso, oí
gorgoteos líquidos y noté que una mano fuerte tiraba de la hoja. Miré hacia el
vestíbulo y allí estaba George Kurzinski, apoyado en una pared, intentando hacer con
una mano un torniquete para detener la hemorragia del tajo que le abría el cuello de
lado a lado. Trataba de gritar al mismo tiempo, pero la laringe seccionada no se lo
permitía.
La sangre me salpicó el mono de trabajo de plástico negro; un chorro me alcanzó
la cara y chupé el reguero que me bajó a los labios. George cayó al suelo, alzó la
pistola y me disparó seis veces. Con el chasquido del último tiro fallado oí un débil
«¿Georgie?, ¿Georgie?», procedente del dormitorio de Paula y, después, el ruido del
cajón de la cómoda que la hermana abría en busca de su Beretta. Dejé a George

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agonizando en el vestíbulo y me aproximé al fascinante ruido metálico de una bala de
fogueo al introducirse en la recámara para no conectar jamás con la aguja del
percutor.
Paula me saludó desde la cama. Con orgullo y fuego en los ojos me soltó una
advertencia estilo serie de televisión:
—No te muevas, mamón.
Desobedecí y me fui acercando a ella despacio, enseñando los colmillos como
cuando la Sombra Sigilosa y Lucretia salían a por combustible. Paula apretó el gatillo
y no ocurrió nada. Movió la guía y disparó de nuevo. Sonó otro clic. Miré los
músculos de su cuello en busca del grito que estaba a punto de llegar y, saltando
encima de ella, dije:
—Soy invulnerable.
Paula se resistió como una gata panza arriba, toda rodillas y codos, pero la agarré
por el cuello en el preciso instante en que de sus labios surgía finalmente la primera
sílaba de «madre». Apreté con todas mis fuerzas y vi colores. La mordí en el cuello
con todas mis fuerzas y me corrí. Cuando se quedó flácida, la agarré por un tobillo y
la hice girar por la habitación en círculos perfectos sin permitir que sus extremidades
tocasen las paredes. Cuando dejé su forma laxa en la cama, sentí que mis
indignidades pasaban a su cuerpo, un-dos-tres, con la misma naturalidad que un
apretón de manos.
Puse mi reloj mental a las tres de la madrugada, saqué del bolsillo interior del
mono los carteles de compañías aéreas y de conciertos de rock, y a continuación me
miré en el espejo de la pared. Me devolvieron la mirada los rasgos severos y
aguileños de la Sombra Sigilosa. Mi arte de maquillador era extraordinario, aún sin
viñetas de El Hombre Puma como ayuda visual. Autotransformado, validado por la
sangre, por fin el único álter ego que contaba, encontré unas chinchetas en la cocina y
fijé los carteles a las paredes de la sala. Luego, hundí mis manos cubiertas con los
guantes quirúrgicos en la sangre de George Kurzinski y escribí en la pared, encima de
su cuerpo: «La Sombra Sigilosa Vencerá.» Diez minutos antes, al entrar en el
apartamento, era un muchacho-hombre de treinta y cuatro años que esperaba resolver
una crisis de identidad; al marcharme, me había convertido en un terrorista.

TITULARES:

Del Philadelphia Inquirer, 7 de junio de 1982:


HERMANOS BRUTALMENTE ASESINADOS EN UN APARTAMENTO DE SHARON

Del Sharon News-Register, 7 de junio de 1982:

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BRUTAL DOBLE HOMICIDIO CONMOCIONA A LA CIUDAD; LOS AMIGOS Y LA FAMILIA,
DESOLADOS

Del Philadelphia Post, 10 de junio de 1982:


SIN PISTAS EN LOS BRUTALES ASESINATOS DE SHARON: LA POLICÍA CREE QUE UN
«MENSAJE DE SANGRE» ES «LA CLAVE DEL MISTERIO»

Del Sharon News-Register, 13 de junio de 1982:


EL FUNERAL DE LOS KURZINSKI CONGREGA A UNA MULTITUD; LOS GIMNASIOS LOCALES
CIERRAN EN SEÑAL DE LUTO

Del Philadelphia Inquirer, 17 de junio de 1982:


AÚN SIN PISTAS DE LOS ASESINATOS DE SHARON; LA CIUDAD DEL ACERO VIVE INDIGNADA
Y ATERRORIZADA

Del Philadelphia Post, 19 de junio de 1982:


EL MÓVIL DEL ASESINATO DE LOS KURZINSKI SIGUE DESCONCERTANDO A LA POLICÍA:
ABUNDAN LAS FALSAS CONFESIONES

Del Sharon News-Register, 14 de Julio de 1982:


SE FORMAN PATRULLAS CIUDADANAS PARA DAR CAZA AL ASESINO DE LOS KURZINSKI

Del Sharon News-Register, 1 de agosto de 1982:


EL ASESINATO DE LOS KURZINSKI DESENCADENA UNA OLEADA DE PÁNICO: UNA MUJER
DISPARA A SU MARIDO POR ERROR

Del Sharon News-Register, 8 de diciembre de 1982:


TODAVÍA NO HAY PISTAS DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI

Del Sharon News-Register, 6 de enero de 1983:


EL CASO KURZINSKI CONTINÚA DESCONCERTANDO A LA POLICÍA LOCAL

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Del Sharon News-Register, 11 de marzo de 1983:
UN AÑO DESPUÉS, EL CASO KURZINSKI SIGUE ABIERTO; SHARON AÚN LLORA A LOS
HERMANOS

Del Sharon News-Register, 14 de mayo de 1983:


EL RASTRO DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI SE HA PERDIDO, RECONOCE EL COMISARIO
DE POLICÍA

Del Sharon News-Register, 20 de mayo de 1983:


LA POLICÍA NO REVELARÁ LA «PISTA DE LA SANGRE» EN EL CASO KURZINSKI. «HAY QUE
CONSERVAR LA ESPERANZA», DICE EL COMISARIO

Del diario del inspector Thomas Dusenberry, del Grupo Especial del FBI contra
Asesinos en Serie:

22/5/83

Genio y figura, empiezo a escribir este diario un año más tarde de lo que me
había propuesto. Si Carol no estuviese fuera, estudiando a esos floridos tipos del
Renacimiento con universitarios a quienes dobla la edad, la tendría detrás de mí,
observando lo que escribo. Y al ver la frase con la que empieza el diario,
comentaría: «Como en todo lo demás de tu vida personal, querido.» Genio y figura,
y yo no sabría si se trataba de una pulla o de una expresión de amor, porque Carol es
un poco más lista que yo y mucho más competente en todo, salvo en dar caza a
delincuentes y en ganar dinero. Y si alguna vez decidiera mover el culo (que, a los 44
años, conserva túrgido y curvilíneo) y se dedicara al negocio inmobiliario, también
me superaría en lo segundo. Y si Mark y Susan decidieran dejar los estudios y
convertirse en delincuentes, mejor ni pensemos en lo que pasaría.
Volviendo la vista atrás, hace unos diez años, inmediatamente después de la
muerte de Hoover, todos los agentes en cautividad empezaron a escribir sus
memorias. Alguna incluso llegó a publicarse. Todas estaban llenas de fantasías, de
autobombo y de anécdotas sobre el Gran Hombre, al que el autor conocía de oídas.
Yo envidiaba a los que habían conseguido publicar, pero me enfurecía que se
calificaran de liberales sensatos, cuando la mayoría estaba más a la derecha que el
típico dictador de república bananera que grita consignas anticomunistas y trafica
con cocaína. Los miraba a ellos (diez mil, veinte mil dólares en concepto de anticipo,
derechos de autor, versiones para películas y la gloria por algo que yo siempre he

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creído que podía hacer bien) y luego me veía a mí, viviendo por encima de mis
posibilidades para compensar de alguna manera a mi familia por hacerla ir de acá
para allá con mis cambios de destino y diciéndole a Carol: «No busques trabajo,
cariño. Daré más clases en otra escuela nocturna», y pensaba: «Mierda, llevo años
deteniendo a atracadores de bancos; escribiré un libro y ni siquiera mencionaré a J.
Edgar.»
Pero la verdad es que los atracos a bancos son un aburrimiento, a menos que
sientas una satisfacción personal al meter entre rejas a los atracadores. Yo la siento y
éste es el quid de la cuestión. A los cabrones los detienen los departamentos de
policía municipales y nosotros entramos en acción cuando ya se han inculpado. O
bien, como criaturas previsibles que son, con unas pautas de conducta bien
establecidas, van a donde sabemos que irán y entonces los pillamos. Aunque
resultase satisfactorio en el plano personal e incluso a veces excitante, la mayor
parte de mi trabajo consistía en leer informes en la oficina y en pensar adónde irían
aquellos cabrones si de repente se hicieran ricos. «Escribe, pues, un best-seller sobre
un brillante investigador de atracos de los federales. O escribe el libro sobre un tipo
corriente de la brigada de Fraudes, donde uno trata con delincuentes de guante
blanco.»
Creí que al trabajar en el Grupo Especial me resultaría más fácil llevar este
diario (¿que se convertirá en libro algún día, quizá?). Mis esperanzas no se han
hecho realidad y el Grupo ha cumplido ya un año. Pensé que Carol me apoyaría y
que me ayudaría a corregir lo que escribo, pero está absorta en sus estudios y cada
vez que menciono posibles cadenas de desapariciones infantiles, se congela por
completo y nos pasamos una semana sin hacer el amor. Cuando intento ponerme
intelectual y relacionar algunos de los monstruos que salen de Sally Serie con Van
Gogh (pobre desgraciado) o con el Bosco, Carol me deja helado con almibarados
paisajes de sus textos. La oculta verdad es que mi mujer lamenta no haber tenido una
profesión y envidia mi dedicación a la mía. También ha empujado a Susan y a Mark
hacia las artes, con lo cual nunca saldré de pobre y daré clases hasta que cumplan
los treinta y se gradúen. Y por mí ya está bien así, aunque sospecho que Mark sería
más feliz haciendo de carpintero o contratista de obras, y que Susan lo sería también
como esposa y artista diletante.
Pero estoy yéndome por las ramas y lo que quería decir es que el Grupo Especial
representa el trabajo más importante de mi vida, el más satisfactorio y problemático,
y que me sigue resultando difícil escribir sobre el tema. Para ser sincero, es la
frialdad de Carol lo que me ha permitido llegar hasta aquí. Regreso tarde a casa,
todavía tenso, todavía con ganas de trabajar, y la nívea artista (soy injusto, querida,
pero permíteme esta pequeña licencia) apila unos cuantos copos de nieve más. El
Grupo Especial me lleva a pensar en la familia, por lo que utilizaré a Susan para

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pasar de un tema a otro.
Anoche, Susie nos llamó (a cobro revertido) para pedirnos dinero. Después de
hablar un rato de tonterías le pregunté si tenía novio y cuál era su filosofía general
acerca del matrimonio: «Bueno, papá —me dijo—, creo en la monogamia en serie y
pienso seguir practicándola.»
Me puse hecho una furia y empecé a gritarle, algo que siempre procuro evitar.
Fue por la expresión «en serie» y las connotaciones que implica, por supuesto. No fui
muy coherente en la discusión y nos despedimos a los pocos minutos, pero esta
mañana lo he encajado todo. Lo que me disgustó fue su falta de ilusión romántica.
Susie tiene veintidós años y se acuesta con sus ligues, pero no es eso lo que me
preocupa. Lo malo es que siempre parte de la base de que tarde o temprano la
relación terminará; carece de ese sentimiento juvenil de «para toda la vida» que, de
todas formas, uno pierde enseguida. Me gustaría que, en lugar de regirse por esa
horrible expresión, siguiera el ejemplo de Gretchen, la secretaria ejecutiva del
Grupo. Gretchen tiene treinta y un años, dos hijos de un matrimonio fracasado que
ella había creído que sería para siempre, y mantiene aventuras con hombres
inadecuados que al final se largan porque les dan pánico los críos. Es lista, es
divertida, es una gran madre, tiene amigos gays que son más divertidos que Bob
Hope, Jackie Gleason y Richard Prior juntos, y no ha perdido la esperanza. Nos
abrazamos de vez en cuando y, si yo no fuera un perro tan fiel, llegaría a donde
Gretchen parece desear que lleven los abrazos.
La expresión «en serie» significa que uno siempre pasa al siguiente. Ya se trate
de amante o de víctima de asesinato, uno pasa al siguiente y punto. Esta mañana,
mientras hacía acopio de valor para empezar este diario, he querido ver mi nombre
en letra impresa y he hojeado un número del Law Enforcement Journal del año
pasado. Allí estaba el inspector Thomas Dusenberry, utilizando el estilo verbal
aprendido en el FBI, lleno de términos como «perpetrar» «incautar» y
«circunstancial». También utilizaba mucho la palabra «pasmoso», lo cual me
permite pasar al verdadero objetivo de este diario.
Es más que pasmoso. Soy un veterano investigador criminal y, por el bien de la
realidad, me gustaría que hubiese adjetivos que superasen «pasmoso»,
«desconcertante», «increíble», etcétera. Hace dieciséis meses os habría dicho que lo
único que merecía el mencionado calificativo era la altivez de mi esposa en el cóctel
del Buró. Hoy pediría perdón a Carol y le diría: «Lo siento, pequeña, pero ahí fuera
hay seres humanos con formación universitaria y trabajo de ejecutivo que matan a
gente a palos, les roban los gemelos de la camisa como recuerdo y luego se van a
casa, recogen a los niños y los llevan al entrenamiento de béisbol y, antes de volver
al hogar, a la esposa y al tierno sexo conyugal, invitan a todo el equipo a tomar
helado.» Si Carol protestase, le recordaría los tres asesinos en serie a los que ha

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detenido nuestra brigada en su año de existencia. Expediente federal 086-83:
Whalen, William Edmund, alias el Homicida del Hudson.
Entre los años 1976 y 1982, Willy, ejecutivo de alto nivel en una agencia de
publicidad de Nueva York, mató a un total de catorce personas en las afueras de
Nueva York y en Nueva Jersey. Frecuentaba las zonas de parque a orillas del Hudson
y buscaba a aficionados a la naturaleza solitarios (viejos, jóvenes, hombres, mujeres,
blancos, negros: como asesino, Willy creía en la igualdad de oportunidades), los
mataba golpeándolos con una piedra, les robaba algo como recuerdo y los tiraba al
río. Lo pesqué por pura chiripa. Descubrí que todas las calles laterales en dirección
al parque que él recorría tenían aparcamiento sólo en un lado de la calzada, así que
comprobé los tíquets expedidos en los días que el forense determinaba que habían
muerto las víctimas y ¡bingo! De las catorce veces, Willy se despistó en tres.
Poseía una hermosa casa colonial en Chappaqua y su salario bruto el año
anterior había sido de 275.000 dólares, más opciones sobre las acciones de la
empresa. Cuando llamé a su puerta, no estaba seguro al cien por cien de que fuera
culpable, así que le pregunté directamente: «Señor Whalen, ¿es usted el Homicida
del Hudson?»
Su respuesta: «Sí, soy yo. Iré con usted sin oponer resistencia, pero ¿le
importaría tomar primero un martini conmigo? Mi esposa y mis hijos tienen pensado
ir al teatro dentro de un rato y no me gustaría aguarles la fiesta. Les diré que es
usted de la agencia donde trabajo.»
Ahora Willy está en Lewisburg y viste el uniforme de la cárcel federal en vez de
sus trajes de Paul Stuart. Le gente se reía con admiración cuando conté que me
había bebido unos cuantos Beefeaters con él y que, en cierto modo, aquel hijoputa
me había caído bien. Luego, enojado conmigo mismo por ello, revisé las fotos que el
forense había sacado a las víctimas. Willy ya no me cae bien.
Tampoco lo comprendo.
Los otros dos arrestos fueron obra de mi colega Jim Schwartzwalder, que antes
fue agente especial en Houston. Es un mago de la ciencia forense y pidió trabajar en
Niños Desaparecidos (un destino que nadie más quería). Jim obtuvo datos de
menores desaparecidos en el norte de Louisiana y de dos niños muertos (violados y
cubiertos de marcas de mordiscos) cerca de Baton Rouge. Partiendo de la hipótesis
de que el asesino era alguien de paso y, probablemente, un ladrón de coches, Jim
estudió las denuncias de robo de automóviles de la zona de Shreveport, encontró uno
que le pareció «perpetrado por pánico» y luego se hizo enviar el informe forense con
las marcas de los dientes en los niños muertos, junto con expedientes de delincuentes
reincidentes detenidos por robo de vehículo. Las marcas dentales coincidían
exactamente con la dentadura postiza que le habían hecho en el talego al ex recluso
Leonard Carl Strohner mientras cumplía condena por robo de automóvil a finales de

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los setenta. Tras emitir una orden de busca y captura, Strohner fue detenido al cabo
de unos meses en Nuevo México. Confesó haber mordido, violado y asesinado a
veintidós niños en los estados del Sur y del Suroeste, con la ayuda de Charles Sydney
Hoyt, que había sido compinche suyo un tiempo. Hoyt cayó al cabo de una semana
en una redada rutinaria de indigentes en Tucson, Arizona. Mientras confesaba sus
crímenes, se reía, y cuando uno de los agentes que lo detuvo le preguntó por qué
mordía a los niños, Hoyt dijo: «Cuanto más cerca del hueso, más tierna es la carne.»
Me he ido por las ramas otra vez. Bueno, de perdidos al río: seguiré divagando
un poco antes de volver al tema que nos ocupa. Divagación número uno: para ser
policía, soy bastante liberal. La pobreza es la causa número uno de la criminalidad,
y punto. Todo ese rollo sobre la corrupción moral y el fracaso de la familia es pura
tontería. Aparte de la pobreza y de su correlación directa con el consumo de drogas
duras, tenemos la motivación psicológica individual, que es prácticamente
indescifrable, aunque los psicólogos forenses que trabajan con el Grupo Especial son
muy competentes a la hora de extrapolar a partir de las pruebas materiales y de los
exámenes diagnósticos. Como policía, la motivación psicológica siempre ha sido mi
principal interés profesional. Willie Roosevelt Washington, un negro adicto a la
heroína de la zona sur de Filadelfia, se hizo atracador de bancos. Los padres de
Willie eran buena gente y no le pegaban nunca. El vecino de Willie, Robert Dewey
Drown, recibía palizas regulares de sus padres, unos sádicos alcohólicos, y ahora es
un brillante químico forense del Buró. ¿Qué sucedió?
Los polis metropolitanos suelen tener una respuesta estereotipada. Trabajando en
colaboración con ellos durante muchos años, la he oído a menudo: «Es el Mal.» La
relación de causa y efecto y los episodios traumáticos no significan nada; lo que es,
es. Busca la causa y el efecto y lo que obtendrás es que lo que es, es; eso y el bien y
el mal atenuados por distintos tonos de gris. Soy un hombre lógico y metódico que
sólo cree en Dios nominalmente, y esa respuesta siempre me ha ofendido.
Divagación número dos: aparte de casarme con Carol contra el deseo de mis
padres, el principal acto de rebeldía de mi vida ha sido repudiar la fe en la que me
crié. Tenía diecisiete años cuando dejé de creer en los principios de la Iglesia
holandesa reformada. La santidad de Jesucristo, el bien y el mal sin matices, y Dios
en el cielo moviendo los hilos y haciendo su numerito de predestinación en el instante
del nacimiento de los miembros de su grey, eran algo demasiado feo, demasiado
malvado y estúpido para un muchacho metódico y lógico que quería ser abogado o
policía. Así pues, me matriculé en una universidad de los jesuitas, fui a la Facultad
de Derecho de Notre Dame y me hice abogado y policía; sigo siendo lógico y
metódico y, a punto de cumplir los cincuenta, aún me obsesiona saber. Y tal vez —y
ésta es la frase que remacha el clavo—, lo que es, es, y el bien y el mal son lo
auténtico y los datos de los asesinos en serie con los que he trabajado constituyen la

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prueba irrefutable de ello.
He aquí algunos fragmentos de información que apoyan esta tesis:
En los asesinatos en serie en los que el robo fue, como dicen los psicólogos
forenses, el móvil del momento, la cantidad total robada en 1981 no llegó a los veinte
dólares por víctima.
Un hombre acusado de nueve asesinatos, perpetrados en tres estados durante un
periodo de cinco años, fue objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam y
estuvo en la cárcel por organizar seminarios sobre la resistencia al reclutamiento, lo
cual violaba la ley federal. En vista de ello, se le preguntó cómo pudo matar a sangre
fría a nueve personas. «Adapté mi filosofía para que cupiera en ella mi deseo de
matar», respondió.
Un hombre, detenido en el momento en que violaba a una mujer mayor a la que
había matado momentos antes, resultó haber sido sospechoso de otros asesinatos y
haber quedado libre después de pasar la prueba del polígrafo. Cuando le
preguntaron cómo lo había logrado, dijo: «Es evidente; me gusta matar. No me
siento culpable por ello, conque ¿cómo va a delatarme un aparato que sirve para
detectar la culpa?»
Ninguno de los seis asesinos en serie de niños juzgados en Estados Unidos
durante el año 1981 había sufrido abusos durante su infancia.
Es frecuente que los asesinos en serie tengan relaciones sexuales monógamas
normales.
Un último detalle chocante que aporta el doctor Seidman, jefe de psiquiatría del
Grupo Especial: los sociópatas con un historial de violencia que se detiene antes del
asesinato superan a los asesinos en serie condenados en las pruebas psicológicas
destinadas a determinar la falta de control moral y la falta de conciencia criminal. El
doctor Seidman dice que, mientras que el sociópata típico te robará hasta los ojos y
abusará de ti de todas las maneras posibles, desde la más mezquina hasta la más
brutal, porque experimenta un impuso patológico a actuar con absoluto egoísmo, los
asesinos en serie no lo harán. Dice que a veces son capaces de sentir pasión y amor
verdaderos. Ese «dato» me animó y se me antojó una buena herramienta de caza y
un amortiguador contra la depresión. El hecho de leer informes de sodomía,
descuartizamiento y asesinatos, asesinatos y más asesinatos puede hacer mella en ti.
A veces, la pasión es lógica. Casi puedo explicar lógicamente por qué quiero tanto a
Carol, pese a que muchas personas la consideren un mal bicho. Entonces, buscando
más fundamentos lógicos, lo solté: «¿Cómo son capaces, doctor?»
«Tienen un sentido del estilo muy exaltado», respondió.
Así que aquí estoy, a vueltas con el bien y el mal, la emoción de la captura contra
la depresión que conlleva el oficio, la causa y el efecto, y la pasión y el estilo del
doctor. Se está haciendo tarde; Carol debe de estar a punto de llegar y quiero ser

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capaz de hablar con ella de sus cosas, por lo que anotaré las correlaciones que he
establecido hasta aquí, junto con algunas observaciones puramente policiales:
1. Dos series diferentes de violación con descuartizamiento. La primera serie
(tres adolescentes, todas morenas) ocurrió en el sur de Wisconsin a finales del 78 y
principios del 79, y podría ser atribuida a un tipo de Chicago, Saul Malvin, que se
suicidó inmediatamente después del tercer asesinato y muy cerca del escenario de
éste. Malvin tenía grupo sanguíneo 0+, como el asesino (según las muestras de
semen de éste recogidas en sus víctimas), pero no hay ninguna otra prueba material
que lo relacione con los asesinatos. Circunstancialmente, encaja: estaba cerca del
escenario del tercer crimen y se hallaba en su casa, solo, mientras ocurrieron los
otros dos. Malvin no tenía antecedentes delictivos ni historial psiquiátrico, lo cual,
en los asesinos en serie, no constituye un dato determinante. Los loqueros de la
brigada dicen que el suicidio después de un asesinato especialmente brutal no es
infrecuente y que es el resultado de un momento de claridad. (Está bien que lo
tengan, lástima que sea demasiado tarde y que a la última víctima no le sirva ya de
nada.)
2. Cuatro chicas de veintipocos años, violadas y descuartizadas de forma similar.
Fecha de las muertes: 18/4/79, Louisville, Kentucky; 1/10/79, Des Moines, Iowa;
27/5/80, Charleston, Carolina del Sur; 19/5/81, Baltimore, Maryland. Las cuatro
eran rubias, busconas con varias condenas por prostitución. El asesino/violador
también era 0+ (un grupo sanguíneo muy común) y las pruebas materiales (marcas
de cuchillo y dimensiones de la hoja de la sierra) eran idénticas en los cuatro casos.
Las anotaciones interdepartamentales incluidas en los expedientes de los cuatro
casos y el expediente general que crearon los cuatro departamentos de policía
cuando formaron su propio «grupo especial» (de corta existencia) apuntan a que el
asesino fue un policía auténtico o alguien que se hacía pasar por policía. De
momento, sólo es una teoría, basada en las observaciones de un viejo borracho que
declaró haber visto a un tipo «con pinta de poli» entrar en el vestíbulo del edificio de
apartamentos de la víctima de Charleston la noche de su muerte, unas observaciones
que no sé hasta qué punto son de fiar. Ahora quiero ver si podemos acusar a Malvin
de ser el asesino de Wisconsin o si por el contrario podemos descartarlo y, en el caso
de descartarlo, quiero comparar las pruebas materiales de los crímenes de Wisconsin
con los otros cuatro. Pedí los expedientes a la policía estatal de Wisconsin hace
cuatro semanas, pero todavía no han contestado. El contraste rubia-morena es
interesante. Los asesinos en serie suelen resultar engañosos y si un mismo autor es
responsable de las siete muertes, tal vez sintió la necesidad de cambiar de «estilo».
3. Jim Schwartzwalder tiene cinco eslabones sobre niños desaparecidos, todos en
los estados del oeste, sur y sudoeste. Algunos de los nexos se cruzan y plantean
problemas a la hora de determinar a cuántos perpetradores se enfrenta. Sin

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embargo… cuenta con la descripción del vehículo de uno de los eslabones y ahora se
enfrenta a la verdadera mierda de trabajo que resuelve los casos: comparar los datos
de los registros de automóviles con los movimientos del dueño del coche y con sus
historiales delictivos y psiquiátricos. «Gracias por hacerte cargo de los chicos
desaparecidos. Estoy en deuda contigo.»
4. Tengo eslabones de varios asesinatos cometidos por alguien de paso que se
remontan a nueve años. Los modus operandi son distintos, pero se mueven de oeste a
este cronológicamente y he relacionado dos de ellos. Retrocediendo: trece
desapariciones/asesinatos en la carretera en Nevada y en Utah, desde finales de
1974 a finales de 1975. Algunas víctimas murieron por disparos de arma de fuego,
otras fueron apaleadas y a casi todas les robaron los objetos de valor. Los dos
primeros eslabones de la cadena, un chico y una chica descubiertos por unos
campistas en una zona rural de Nevada en diciembre de 1974, murieron por disparos
de un 357 Magnum y fueron dispuestos, desnudos, en una postura sexual. A
continuación, cuatro jóvenes de familia rica que hacían autoestop aparecieron
muertos por arma de fuego (no se encontraron los casquillos), apaleados y
estrangulados en Nevada y en Utah en enero de 1975. A todos les habían robado y
las tarjetas de crédito de una de las víctimas se recuperaron en Salt Lake City. El
hombre que las tenía, que fue descartado como sospechoso, declaró que se las había
vendido un tipo alto y de aspecto corriente, de veintitantos años, conocido como el
Sigiloso.
Salto a: cinco personas, hombres y mujeres, de edades comprendidas entre los 14
y los 71 años, desaparecieron de las carreteras de Utah y de Nevada en primavera de
1975. Sin pistas. Esfumados.
Salto a: Ogden, Utah, 30/10/75. Dos ciudadanos honrados, automovilistas, son
vistos por última vez hablando con un joven alto, de raza blanca, en las afueras de
Ogden. Luego, puf, desaparecen.
Con esto hemos sumado trece muertos y presuntamente muertos. Ahora, demos
un gran salto, geográfico y de estilo de vida: ocho jóvenes desaparecen de Aspen,
Colorado, entre enero y junio de 1976. Entre ellos hay dos parejas, gente rica.
Las desapariciones nunca llegan a vincularse, aun cuando tres de ellos son
encontrados en la nieve, conservados, durante el deshielo de la primavera del 76.
Están mutilados; dos de ellos, marido y mujer, son hallados desnudos y dispuestos en
la postura del coito, mientras que al otro hombre desaparecido (¡visto por última vez
ocho días después de la pareja!) lo descubren a pocos pasos de ellos, también
desnudo.
Sumamos ocho y trece y tenemos veintiuno. Ahora, otro gran salto. Las letras
S. S. marcadas en las piernas de las víctimas. Al principio, la policía local pensó que
se trataba de un nazi; luego, un aficionado a los cómics dice que puede ser una

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referencia a la Sombra Sigilosa, un villano de cómic famoso en los años cincuenta.
Relación: el que vendió las tarjetas de crédito se llamaba el Sigiloso. ¿Es posible que
la Sombra Sigilosa lo inspirase a marcar esas iniciales en sus víctimas? He buscado
ambos motes en los ficheros de todo el país y ahora estoy esperando las fichas de
apodos de la policía local. La relación es muy tenue, pero merece la pena seguir
investigándola.
Salto a: nueve estudiantes de raza blanca que desaparecen de distintas zonas de
Kansas y Misuri entre abril de 1977 y octubre de 1978. Uno de los jóvenes es visto
por última vez «hablando con un tipo robusto, de raza blanca, posiblemente
propietario de una furgoneta» y sus tarjetas de crédito se recuperan en Saint Louis.
El defraudador que intentaba utilizarlas es sometido a la prueba del polígrafo y
declara: «El tipo al que se las compré dijo que se las había comprado a un tío con un
nombre extraño, el Sigiloso.»
Con esto llegamos a las treinta víctimas y la relación ya es un poco menos tenue.
Algunos asesinatos con trasfondo sexual y la recurrencia del hombre «alto»,
«robusto» y «de raza blanca», junto con el vendedor de las tarjetas llamado el
Sigiloso, apuntan a un solo perpetrador. La línea de la Sombra Sigilosa es dudosa,
pero voy a preguntar a la policía de Aspen por el aficionado a los cómics que los
llamó para darles esa información. Quizás el tipo tenga algo más importante que
contar. Todos estos datos los introducimos en Sally Serie y, por otra parte, los
psiquiatras están leyendo mis informes sobre la cadena de asesinatos. Ellos llevarán
a cabo sus propios estudios y comprobarán los expedientes de cárceles y hospitales
psiquiátricos previos a la fecha de los primeros asesinatos, pues es posible que al
Sigiloso lo hubieran puesto en libertad condicional o le hubiesen dado el alta de un
hospital. La putada es que todo esto va a llevar tiempo. Afortunadamente, sin
embargo, el Sigiloso se ha portado bien desde finales de 1978. Jack Mulhearn tiene
una serie de cuatro asesinatos que en su opinión fueron perpetrados por alguien que
se movía de un lado a otro, pero tanto cronológica como geográficamente quedan
fuera del radio de acción del Sigiloso (Illinois, 8/5/79; Nebraska 15/12/79; Michigan
9/80; Ohio 5/81). Los cuatro hombres recibieron disparos en la boca con la misma
pistola barata y el doctor Siedman dice que podría tratarse de un asesino
homosexual, por lo que creo que no es el que yo busco. ¿Dónde estás, Sigiloso?
¡Aquí está Carol! Voy a decirle que hoy he escrito doce páginas y que la he
mencionado, como mínimo, otras tantas veces.

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22

El 5 de junio de 1983, un año después de mi momento culminante como asesino,


salí de Sharon y conduje sin parar hasta el condado de Westchester, Nueva York. Al
cruzar el puente de Tappan Zee, arrojé al río Hudson mis muy utilizadas y ya
peligrosas tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand. Me dirigí al sur por la Ruta
22 en busca de clubes de campo y náuticos que ofrecieran empleos de verano, y me
sentí como un adolescente que abandona una fiesta temprano para hacerse el
interesante, sin darse cuenta de que no tiene adónde ir.
La «fiesta» era mi condición de ser lo más fuerte que había sucedido nunca en
Sharon, Pennsylvania, y el motivo de que tuviera que abandonar la población era un
lento y constante tictac que sonaba en mi cabeza. En la carretera o en el refugio
seguro del área metropolitana de Nueva York donde pensaba establecerme, el sonido
sólo sería el de mi reloj cerebral de siempre; allá, en Sharon, era el de una espoleta.
Tarde o temprano, habría tenido que retomar mi transformación en la Sombra
Sigilosa no por sed de sangre, sino para sentir una vez más el tronido del atemorizado
asombro de la ciudad. Y, dada la vigilancia que había suscitado, el intento habría
podido resultar suicida.
Como ocurrió en San Francisco después de Eversall/Sifakis, había oído lo que se
decía sobre mí. Pero en Sharon, diez veces menor en tamaño y cincuenta en
sofisticación, los ecos habían resonado diez mil veces más potentes. Los Kurzinski
eran ampliamente conocidos, apreciados, envidiados y admirados; al matarlos, había
destruido con ellos una parte de la ciudad. Mi presencia era, en sí misma, la ciudad,
en un proceso muy similar a como la figura de un amado poderoso llena cada rincón
del espacio que rodea al amante. Lo único que veía Sharon, Pennsylvania, era a mí;
durante el año post-muertes que pasé allí, me erigí en el que regulaba sus latidos.
De día era Billy Rohrsfield, empleado de la biblioteca y levantador de pesas de
gimnasio, mientras que de noche me convertía en la Sombra Sigilosa. Durante
trescientos sesenta y cinco anocheceres consecutivos, efectué el cambio de identidad
ritual: pantalones, camisa y chaqueta al cesto, sustituidos por un mono negro y una
nariz aguileña formada y aplicada con un complejo maquillaje. Pómulos y cejas
difuminados, de modo que todo mi rostro se viera anguloso. La radio, sintonizada en
la frecuencia de la policía, hablaba de MÍ. Me preguntaba cuándo se dejarían de
rodeos sobre una «pista misteriosa» y proclamarían al mundo mi nombre nocturno.
Se me ponía dura cuando las viejas chismosas me adoraban con voces temerosas y
me corría cuando los hombres hablaban de mí con rabia. Era el paraíso, hasta que
algo comenzó a hacerme sss/tic, sss/tic, sss/tic en los oídos, y empecé a pensar en
desconcertar a las patrullas de seguridad que yo mismo había provocado,

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infiltrándome en sus redes vecinales para acabar con una familia entera. Por debajo
del sss/tic, sss/tic, sss/tic, comprendí que eso sería una estupidez, por lo que abandoné
discretamente la ciudad, lamentando y al mismo tiempo agradeciendo el retorno del
humilde tictac de siempre. Al sur de White Plains recogí a un joven que hacía
autoestop; él me comentó que podía trabajar de caddie durante la temporada en
cualquiera de la media docena de clubes de campo de Westchester. El único requisito
era ofrecer un aspecto presentable y cordial. También mencionó una agencia de
alquileres de Yonkers que buscaba alojamiento a temporeros en los apartamentos de
los estudiantes del Sarah Lawrence College durante las vacaciones. Seguí el consejo
en ambos asuntos y, al terminar el día, Billy Rohrsfield había encontrado acomodo en
un pisito de soltero en el límite del Bronx con Yonkers y había cubierto nueve hoyos
como caddie en el Club de Campo Siwanoy.
Esa misma noche, Billy se convirtió en la Sombra Sigilosa por primera vez en
Nueva York.
Privado de fama local y de escucha de radio, no me quedaba nada que hacer
excepto escuchar el tic tic tic tic tic, cada vez más potente, y preguntarme quién,
cuándo y dónde. Así lo hice: Billy en el campo de golf de día; mi yo transformado de
rasgos angulosos por la noche. El tictac continuó y una calurosa jornada a mediados
de julio detuve el reloj en el mismísimo corazón de Manhattan: estrangulé a un
borracho que se había quedado dormido en un banco de la catedral de San Patricio.
Los titulares del Post y del Daily News convirtieron el tictac en un lloriqueo y
seguí siendo Billy/Sombra, Billy/Sombra, Billy/Sombra hasta agosto, cuando decidí
emprender otra excursión por la Gran Manzana. En esta ocasión la alarma se disparó,
BLAAAAAR, cuando andaba paseando por Central Park y un mendigo me pidió
limosna. Rodeado de otros paseantes, lo llevé detrás de unos matorrales y le rajé la
garganta. El retrato robot que adornó la segunda página del Post del día siguiente me
hacía poca justicia y esa noche, como Sombra Sigilosa, me dispuse a instaurar un
prolongado reinado de terror.

Del diario de Thomas Dusenberry:

17/8/83

Aquí estoy otra vez; he salido a respirar después de dedicarme durante tres meses
a hurgar en papeles, ayudar a Jim Schwartzwalder a realizar entrevistas de campo
en Minneapolis, reunirme con los psiquiatras y lo que equivale a reunirme con Carol
(así de formal y severa se ha vuelto). Llego a casa tarde, agotado y nervioso de tanto
café, y la encuentro estudiando. Cuando pongo reposiciones de la serie The
Honeymooners o de Sergeant Bilko —agradables antídotos frívolos para los informes

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forenses llenos de destripamientos y de penes amputados—, ella me dice que la
naturaleza frenética de las comedias de los cincuenta creó toda una generación de
chicos propensos a la risa tonta, a la gratificación rápida y a la violencia. Como sus
diatribas suenan programadas, supongo que las ha sacado de alguno de sus
profesores. Es innegable que todo eso le está sentando mal; tendremos que hablar en
serio, y pronto. Espero que toda esa cólera de Carol contra mí tenga una causa
clínica: la menopausia sería una respuesta lógica y metódica que lo englobaría todo.
Echo de menos su antigua manera de ser.
Hablando de englobar, el cotejo de vehículos llevó a Jim Schwartzwalder al
nombre de un sospechoso al que atribuye trece secuestros/asesinatos de niños en el
Medio Oeste. Anthony Joseph Anzerhaus, de Minneapolis, un viajante de comercio de
una compañía de artículos de escritorio. Acompañé a Jim a Minneapolis y el jefe de
Anzerhaus nos comunicó que éste estaba de viaje y que esa noche probablemente se
encontraría en Sioux Falls, Dakota del Sur. Llamamos al agente especial de Sioux
Falls, le di el nombre del motel donde solía alojarse Anzerhaus y le pedí que lo
esperase allí. Después, registramos el apartamento del sospechoso. Encontramos el
cuero cabelludo de seis niños en una cubitera de hielo. Jim perdió el control por
completo e hizo trizas el lugar, tirando muebles y rompiendo botellas. Al final
conseguí calmarlo, pero justo entonces llamó el agente especial de Sioux Falls para
informar de que Anzerhaus no había aparecido. Imaginé que su jefe lo había puesto
sobre aviso, así que dejé a Jim en un bar para que se calmara y fui a ver al tipo, que
admitió haberlo hecho. Entonces fui yo quien perdió el control y denuncié a aquel
gilipollas por obstaculizar una investigación federal y por auxilio en la huida a un
fugitivo de la justicia. Habría añadido una acusación de complicidad de haber creído
que podría mantenerla.
Cuando volví al bar, Jim estaba borracho. Me dijo que si Anzerhaus mataba a
otro crío antes de que lo pilláramos, él mismo se ocuparía de matar al jefe. Estoy
seguro al 40 por ciento de que hablaba en serio. Jim se queda en Minneapolis a
supervisar la investigación y tú, Anthony Joseph Anzerhaus, mi consejo profesional
es que te suicides, porque te cogeremos y, entre Jim Schwartzwalder y esos
muchachos del crimen organizado tan moralistas que mandan en los penales
federales, te vas a ver metido en problemas muy, pero que muy serios.
Basta de hablar de eso: Anzerhaus no es un fugitivo profesional y no durará una
semana más. La gran noticia, el gran salto, es que mis indagaciones sobre el Sigiloso
y la Sombra Sigilosa están al rojo vivo. El 5 de junio pasado, dos hermanos, chico y
chica, fueron asesinados en su apartamento de Sharon, Pennsylvania. Él murió de
una herida en el cuello causada por un hachazo; ella fue estrangulada. El asesino
escribió «La Sombra Sigilosa vencerá» en la pared con la sangre del hermano, y la
policía de Sharon había ocultado el detalle para descartar falsas inculpaciones.

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Ninguno de los que se confesaron autores de los hechos (hasta 611 se presentaron)
hizo referencia a las palabras escritas, y los agentes supieron mantener el secreto.
Ahora dispongo del expediente entero del Departamento de Policía de Sharon sobre
el caso: 1.100 páginas, 784 fichas de identificación, ni más ni menos, y voy a
repasarlo con los loqueros y con Jack Mulhearn. Ninguno de los nombres de las
fichas se corresponde con los de los expedientes de anteriores
desapariciones/asesinatos que atribuimos al Sigiloso, y he llamado a los agentes de
Aspen para obtener información sobre el tipo que hizo el primer comentario acerca
de la Sombra Sigilosa. Allí nadie recuerda al individuo; no aparece en ningún
expediente y han tenido un gran ajetreo de personal desde 1976. Especulando mucho
sobre el tema, el doctor Seidman sugiere que el hombre que ofreció la información
podía ser el propio Sigiloso, que tiene una inteligencia de genio y un ego enorme, y
que probablemente sea bisexual con una ligera preferencia por los hombres. El
doctor se agenció varios ejemplares de El Hombre Puma, el cómic que
protagonizaba la Sombra Sigilosa. Dice que es pura basura de tono sadomasoquista
y necrófilo. Más allá de lo anterior, cree que el Sigiloso tiene entre 32 y 37 años y
que procede de un «entorno de cultura automovilista»: el Suroeste o California. El
doctor se inclina por el sur de California porque El Hombre Puma se distribuía
principalmente allí y porque deduce que el Sigiloso viene de un ambiente en el que
prima el atractivo y la buena forma física. Quien despedazó a la víctima masculina
en Sharon era tremendamente fuerte, pues la víctima y su hermana eran culturistas,
por lo que la teoría encaja con los indicios existentes.
¿Dónde estás, Sigiloso?
He ordenado a un equipo de Denver que vaya a Aspen y que no deje piedra sobre
piedra hasta dar con la persona que aportó la información sobre el Sigiloso; otro
grupo de la oficina de Filadelfia se desplazará a Sharon mañana para hacer
entrevistas de apoyo. Por consejo del doctor, he solicitado información sobre
homicidios sin resolver en California inmediatamente previos al primer crimen
probable del Sigiloso, en 12/74. Si Aspen no aporta un nombre en el plazo de una
semana, iré allí en persona. ¿Quieres que te halaguen ese enorme ego tuyo, Sigiloso?
Entrégate y te convertirás en toda una estrella.
El doctor se encarga de la mayor parte del trabajo de teorizar sobre el Sigiloso,
pero yo no me he mantenido ocioso respecto al vínculo/vínculos que ahora llamo
«rubias/morenas». Es una hipótesis repleta de supuestos, de teorías y de hechos
circunstanciales, pero doy por buena la impresión general que transpira.
En primer lugar, ahora me inclino por la existencia de un solo asesino policía
para las siete víctimas. Revisando los expedientes, he visto que las cuatro rubias
habían sido arrestadas poco antes por prostitución, lo que las convertía en blancos
extremadamente susceptibles a la intimidación policial o pseudopolicial, lo cual

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explicaría por qué unas damas tan conocedoras de la calle dejaron entrar en sus
domicilios a unos desconocidos. En segundo, no creo que Saul Malvin matase a las
morenas. Acepto que lo suyo fuese un suicidio (el informe escrito por el agente que
encontró el coche, primero, y después el cuerpo, era un modelo de claridad y de
sagacidad policial, aunque un tanto excesivo en la exposición de sus propias teorías),
pero el grupo sanguíneo 0+ es muy corriente e hice unas llamadas discretas al
agente especial de Chicago, quien se enteró de que Malvin tenía un lío con una
amiga de su mujer y que la amiga le exigía que se comprometiera con ella. Una
situación suicida para cierta clase de hombres.
Tercero, un gran salto —grande e inconcebible— que resulta de lo más
estimulante: la policía estatal de Wisconsin y los dos departamentos de policía
locales que colaboran con ella en la investigaciones de los asesinatos de las morenas
no encuentran los expedientes de estos tres homicidios, lo cual es una de las cosas
más increíbles que he oído en mis veintidós años de investigador.
Creo que estamos ante un asesino-policía con base en Wisconsin, autor de los
siete homicidios de rubias/morenas.
Y creo que ese hombre ha destruido los tres expedientes de las morenas para
evitar que se establezca una relación, basada muy probablemente en la existencia de
idénticas pruebas materiales. Y, destruidos los vínculos de las pruebas materiales
desde un punto de vista legal (es probable que algún forense o patólogo de Wisconsin
recuerde todavía las características del arma, etc., pero eso no se sostendría ante un
tribunal), lo único que me queda es si tuvo la oportunidad de perpetrar los crímenes.
Así pues, cualquier policía del sur de Wisconsin que hubiese faltado al trabajo
exclusivamente en las fechas de los cuatro asesinatos de rubias podía ser mi asesino.
Ya he presentado solicitudes de investigación al Departamento de Asuntos Internos
de la Policía del Estado de Wisconsin y el agente especial de Milwaukee está
haciendo lo mismo con los directores de personal de las policías locales de Janesville
y Beloit. Sólo me queda esperar. Jack Mulhearn opina que mi teoría no se sostiene;
cree que algún policía vendió los documentos a los medios o a un autor de novela
negra. Hemos apostado cien dólares al resultado de mis indagaciones. No puedo
permitirme perder, pues se acerca el pago trimestral de los estudios de Mark y Susan,
pero me siento totalmente seguro de la apuesta. Son las 11.23. ¿Dónde estás, Carol?

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23

Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic
Atardecer del 7 de septiembre de 1983. Cuando llegué a casa del campo de golf y
de hacer unas compras en Bronxville, llevaba el ruido del reloj en la cabeza y, en la
mano, una bolsa con nueve tortitas y maquillaje de teatro. Al abrir la puerta,
impaciente por empezar mi transformación nocturna, estuve a punto de pasar por alto
las hojas de un álbum de recortes esparcidas sobre mi cama.
Intuyendo lo que debía de haber ocurrido, contuve una exclamación y lancé un
vistazo hacia el baño y detrás de las puertas del armario, los únicos lugares donde
podía estar esperando. El tic tic tic tic tic tic tic tic no sonaba tan fuerte como la
adrenalina que me estallaba en la cabeza. No sé cómo, conseguí contenerme y no
correr hacia ninguno de los dos lugares, sabiendo que traicionar mi impaciencia sería
una afrenta a mí mismo como Sombra Sigilosa. A punto de estallar en todos los
niveles sensoriales, me obligué a leer el mensaje.
Era un artículo de prensa, fechado el 19 de febrero de 1979, donde se detallaban
las brillantes maquinaciones que había llevado a cabo Ross Anderson para
salvaguardarnos a los dos de ser descubiertos en nuestros últimos asesinatos. Leí y
releí el relato en rápida sucesión y una visión en tecnicolor de todos los puntos clave
me engulló por entero. Tuve que sentarme en la cama.
Ross al localizar el coche del muerto, al ver el carnet de donante con el grupo
sanguíneo 0+, al gritar «¡Eureka!».
Ross, al volver a Huyserville en busca de un equipo de perros rastreadores,
aunque ya sabía dónde estaba el cadáver.
Ross, al meter su propio dinero en la cartera del muerto y al ponerle mi vieja 357,
sin silenciador, en la mano.
Ross, al profanar el pecho del hombre para que los patólogos no supieran que la
causa de la muerte habían sido dos disparos.
El estallido se apagó y volví a la película mental. La pasé al revés y en cámara
lenta. En todas las versiones se veía genio puro… y algo más.
—Y creías que yo sólo era otra cara bonita. El sargento Ross, qué gran tipo.

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Me sobrevino una ola de calor que se extendió por mi cuerpo y me devolvió el
equilibrio. Me levanté de la cama, di media vuelta y sonreí.
—Bravo, sargento.
Ross se atusó el bigote y acarició el emblema del cocodrilo de su polo azul. La
ropa de paisano, cuatro años y medio y dos mil kilómetros no lo habían cambiado en
absoluto: todos los fragmentos del hombre habían salido intactos del bucle temporal.
—Teniente —dijo—, pero gracias.
Tranquilo al ver su tranquilidad, contuve la andanada de preguntas que quería
formularle y me limité a murmurar:
—Felicidades.
—Gracias —replicó, cerrando la puerta del baño—. Por cierto, soy el teniente
más joven en la historia de la policía estatal de Wisconsin. Dale la vuelta a esos
recortes. Lo de atrás te gustará.
Lo hice. Allí, pegados con cinta adhesiva, había otros artículos de prensa,
acompañados de unas desvaídas fotos Polaroid de rubias descuartizadas. Mientras
mis ojos leían el texto y mi mente pasaba una película en la que Ross viajaba y se
arriesgaba y mataba por mí, él habló muy despacio y sus palabras flotaron en el aire
como música de fondo.
—Ha sido fácil localizarte, querido amigo. Sé abusar del poder policial como
nadie y aún soy mejor rastreador. El 38 que te di me ha servido para eso. Hice unas
muescas dentro del cañón, la probé disparando en un depósito de balística y guardé
los cartuchos gastados. Unas estrías y marcas muy distintivas: ni siquiera las iba a
alterar el silenciador que sabía que te agenciarías. Sólo he tenido que buscar los
informes sobre cadáveres archivados como «muertos por arma de fuego» y leer los
informes de balística correspondientes para saber por dónde andaba mi viejo amigo
Martin. He tenido que hacer muchísimas llamadas telefónicas, pero soy un hombre
perseverante. Te he atribuido el retrasado mental de Illinois y el maricón de
Nebraska. ¿Ya has salido del armario, queridísimo amigo? Ambos eran tipos morenos
de tu misma edad y pensé: «Vaya, Martin quiere una identidad nueva porque sabe que
Ross, qué gran tipo, lo tiene controlado.» Después te cargaste al viejo alemán de
Michigan; habían pasado casi dos años. Supuse que si habías matado así a un viejo
era porque ya tenías la identidad nueva de un fiambre que no habías matado tú o que
la policía no había encontrado. También tuve la corazonada de que estabas
volviéndote cauteloso y suspicaz, y que debías de tener alguna razón para liquidar al
viejo, por lo que hice fotocopias del expediente del caso que tiene la policía de
Kalamazoo.
»Lo que sí me sorprendió fue descubrir que eras un falsificador bastante bueno.
¿Doce mil pavos en cheques a compañías de tarjetas de crédito? Los idiotas de la
pasma de Kalamazoo ni siquiera se molestaron en llamar a esas compañías, pero yo sí

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lo hice. ¿Transacciones futuras con tarjetas de crédito? Querido amigo, tienes unos
huevos de platino… y he estado siguiendo esos huevos por todo el país, por cortesía
de Telecredit. Ahí está Martin, en Ohio, y seguramente también pegando unos
hachazos en Sharon, Filadelfia. Después, me entero de la existencia de ese informe
sobre el cadáver de Rohrsfield, llamo al teléfono de la lista de alquileres de vehículos
a la que tiene acceso la pasma para seguir la pista a quienes han violado la libertad
condicional… y, oh sorpresa, descubro que un tal William Rohrsfield vive cerca de
esa reunión familiar tan aburrida. El de Rohrsfield fue un buen trabajo, Martin, pero
no deberías haberlo enterrado donde iban a levantar una tienda Seven-Eleven.
¿Quieres dejar esas fotos, amigo mío, y mirarme?
La petición me hizo apartar los ojos de los retratos de muerte. Sin más que
admiración temerosa por la manera en que me había tendido la trampa, le dije:
—¿Cómo has conseguido eso? ¿En diferentes ciudades? ¿Y espaciándolo en el
tiempo?
—Gracias a las órdenes de extradición —respondió Ross, acariciando el cocodrilo
del polo—. Iba a las policías municipales, presentaba mis documentos, pegaba la
hebra con los agentes que llevaban la investigación y luego echaba un vistazo a los
expedientes de Antivicio en busca de carne rubia y bonita con condenas recientes por
prostitución. Un procedimiento sencillo: conseguir la información, llamar a la puerta
de las rubias, decir que eres el sargento Plunkett o cualquier otro, hacer el trabajo,
tomar las fotos y largarte. Espaciar las intervenciones y actuar en ciudades distintas.
Después de cuatro actuaciones al final se estableció una relación, y entonces lo dejé.
Una nueva raza de asesino, capaz de controlarse. También compré con nombres
ficticios los billetes de avión para ir y venir de las ciudades donde tenía que hacer la
extradición y luego entregaba documentos falsificados míos y del extraditado, así que
no consto en ninguna lista de pasajeros. Saul Malvin se comió el marrón de las
morenas y además me ocupé de destruir los expedientes sobre ellas, no vaya a ser que
alguien relacione al Matarife de Madison con el «Asesino de Putas en Cuatro
Estados» y decida empezar a comparar informes forenses. He pensado algo sobre
nosotros dos, Martin. Al final, estamos empatados: tú ganas en cantidad y yo, en
calidad.
Pese a mi admiración temerosa y a ese algo más, su tono condescendiente me
irritó y pregunté:
—¿Y en el uno contra uno?
Ross sonrió y también capté en él un destello de admiración temerosa.
—No lo sé, amigo mío. Sinceramente, no lo sé. ¿Quieres que vayamos a dar una
vuelta? ¿Te apetecería conocer a una parte de mi familia?

Ross había llegado en taxi, por lo que cogimos el Muertemóvil II para ir a la casa

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de veraneo donde estaba el grupo más joven de la reunión. Llevarlo a mi lado en el
asiento del acompañante me excitó levemente. Mientras nos dirigíamos al norte por la
autovía Saw Mill, lo oí hablar en tono apacible.
—De niño, pasaba los veranos aquí. La fiesta la dan los Liggett, que son la
familia de mi madre. Gente de mucha pasta. Todos pensaron que mamá se había
casado con un hombre que no estaba a su altura: Lars Anderson, un pueblerino guapo
y estúpido, ebanista de un pueblo de Wisconsin, un hombre sin futuro. Me lo hacían
saber de maneras sutiles, abrumándome de amabilidad al mismo tiempo. Cada
septiembre por esta misma época, antes de que me mandaran de regreso a Beloit, me
compraban un montón de ropa de otoño para la escuela y me acompañaban a la tienda
Brooks Brothers como si fuera el pequeño lord Fauntleroy. Los vendedores me
odiaban porque creían que era un rico heredero. Los Liggett se gastaban una fortuna
para humillar a mi padre, y yo siempre lo compraba todo demasiado grande o
demasiado pequeño para poder venderlo o librarme de ello en cuanto llegase a casa.
¿Te acuerdas de aquel colega mío, el difunto Billy Gretzler? Deberías haberlo visto
con aquella chaqueta de cachemira de quinientos dólares cuando trabajaba de
camionero. Al final, quedó tan negra y sucia de grasa que le dije: «Una broma es una
broma, tírala», pero no me hizo caso. La cortó y utilizó los pedazos como trapos para
limpiar la pistola. Casi hemos llegado a Croton. Toma la salida siguiente y dobla a la
izquierda.
—¿Qué se siente al tener una familia? —pregunté al tiempo que reducía la
velocidad para enfilar la rampa de salida.
—¿Tú no la tuviste, amigo mío? —Ross acarició el cocodrilo.
—Me quedé huérfano enseguida —respondí.
—Pues yo te lo diré. Estoy de los Anderson, los Liggett y los Cafferty hasta el
gorro; casi todos son gente transparente, que se ve cómo es. Mi madre y mis
hermanas son débiles, mi padre es estúpido y orgulloso, y mi primo Richie Liggett, al
que seguramente conocerás, es listo, pero con su concepción de la vida, propia de
estudiante graduado, está más perdido de lo que podrías imaginar. Otra prima, Rosie
Cafferty, es la típica adolescente salida aficionada a los italianos y a los coches
potentes. Menos mal que es rica, porque si no sería puta. Mi pri…
—Pero ¿qué se siente? —insistí, mientras dejaba atrás la autopista.
Ross meditó la respuesta mientras, a lo largo de dos kilómetros, íbamos pasando
por delante de unas enormes casas blancas. De las calzadas de acceso salían
furgonetas llenas de gente con equipaje y en algunos patios delanteros había
inquilinos devolviendo las llaves. Las luces de las casas me recordaron los robos con
escalo.
—¿Me lo dirás de una vez? —espeté.
—¿Quieres una definición de familia? —Ross se rio—. Vale. Familia es sentirse

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más o menos cercano a unas personas porque sabes que están vinculadas contigo por
la sangre, lo cual te obliga a soportarlas, al margen de lo que pienses de cada una de
ellas. Así, con el paso de los años, al final acabas a acostumbrándote y resulta
interesante observarlos y saber que tú eres más listo. Además, están obligados para
contigo y pueden hacerte favores. Dobla a la izquierda en la esquina y aparca.
Reduje la velocidad, doblé la esquina y aparqué delante de una enorme casa
blanca que sería de la época de la guerra de la Independencia.
—Bonita casa, ¿eh? —dijo Ross, señalando la montaña de juguetes tirados en el
césped inmaculado—. Familia y dinero en un mismo paquete. En esta zona hay
mucha pasta, pero los chicos todavía se comportan como salvajes. Vamos.
Cruzamos la hierba y el porche y entramos por la puerta, abierta de par en par. La
casa estaba llena de alfombras y muebles caros que necesitaban que les quitaran el
polvo, y había ropa deportiva, raquetas de tenis y palos de golf diseminados por el
vestíbulo y el salón.
—Vaya pandilla de patanes. Richie y Rosie están aquí con sus amantes y yo tengo
que alojarme en una habitación pequeña como un cuarto de limpieza. La reunión
empieza mañana por la noche en el club náutico de Mamaroneck y los primos
solteros se han instalado aquí para poder follar a sus anchas sin molestar al gran papá
Liggett. ¡Eh! Achtung! ¡Aquí llega el gran Ross!
Oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos momentos, dos parejas vestidas
con prendas de tenis blancas bajaron la escalera. Los chicos eran la gimnasia integral
personificada, uno al estilo blanco, anglosajón y protestante; el otro al estilo italiano.
Las dos chicas eran una morena y una pelirroja sacadas de los anuncios de Ralph
Lauren que había visto durante mis accesos de lectura. Los cuatro dijeron «hola» y
«hola, Ross» al unísono y me miraron de soslayo, como si de entrada no hubiesen
reparado en mi presencia. Ross estrechó las manos a los muchachos y abrazó a las
chicas; luego, se llevó los dedos a la boca y silbó. El sonido agudo interrumpió todo
el palique y Ross me presentó:
—Eh, chicos, un poquito de educación. Primos, éste es mi amigo Billy
Rohrsfield. Billy, de izquierda a derecha tenemos a Richie Liggett, Mady Behrens,
Rosie Cafferty y Dom de Nunzio.
Pensando en los modales, estreché las manos masculinas y besé las femeninas.
Los muchachos se quedaron boquiabiertos y las chicas soltaron unas risitas. Al ver
que Ross se acariciaba el polo, me caldeé de nuevo.
—¿Dobles mixtos al aire libre y también bajo techo? —preguntó Ross con un
guiño. Todos se rieron ante el ingenio de ese hombre al que era evidente que
adoraban y, tras coger bolsas de deporte del suelo y raquetas, se marcharon. Cruzaron
la puerta en una cacofonía de «hasta luego» y «adiós» y «ha sido un placer
conocerte».

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La escena terminó de una manera tan repentina que tuve que parpadear y hundir
los pies en la alfombra para orientarme.
—El choque cultural —dijo Ross, al ver mi expresión—. Ven, te enseñaré la casa.
Ahora la tenemos toda para nosotros solos.
Se tocó el cocodrilo del pecho y de pronto comprendí que lo hacía para no
tocarme a mí.
—Primero enséñame tu habitación —pedí.
Los dos supimos a qué me refería.
—Connie la Cocodrilo. —Ross se tocó el pecho—. La única mujer que no me ha
defraudado nunca; por eso la llevo tan cerca del corazón.
Señaló la escalera y me guiñó el ojo.
—Camina, queridísimo amigo —dije, haciéndole una reverencia, y Ross encajó
de mala gana el tanto, riendo en voz alta y revelando un pequeño defecto en sus
dientes casi perfectos que siempre quedaba camuflado bajo las tensas sonrisas y los
pelos del bigote. Abrió la marcha y yo respingué ante la epifanía del amante.
Lo seguí al dormitorio sin sentir mis propios pasos, y cuando entró y buscó el
interruptor de la luz, apenas me oí decir «No». El «adiós, Connie» de Ross retumbó
en la oscuridad y luego se oyeron cremalleras y hebillas de cinturón y zapatos que
golpeaban el suelo. Los muelles de la cama crujieron. Ya estábamos juntos.
Nos abrazamos, nos acariciamos, nos besamos. Sentimos el peso del otro y nos
frotamos con las manos. Éramos impacto en vez de fusión, fuerza en vez de ternura.
Nuestra fiebre aumentó al tiempo que crecía la presión de nuestros músculos. Nos
debatimos en abrazos en los que cada uno trataba de ser más fuerte que el otro, y
cuando ambos notamos que éramos unos combatientes iguales, nos concentramos en
nuestras entrepiernas y nos empujamos hasta que hubimos terminado, acabado, ido
más allá y muerto… juntos.
Permanecimos tumbados, jadeantes y sudorosos. Mis labios rozaban el pecho de
Ross, que se movió para interrumpir el contacto. Yo quería establecer de nuevo el
vínculo, pero noté en su respiración que Ross se recomponía, que buscaba una
explicación racional, que huía de lo que aquello nos hacía, de lo que le hacía a él.
Comprendí que pronto diría algo intrínsecamente amable para diluir la fuerza del
«nosotros» y no me sentí capaz de escucharlo. Me encogí como un ovillo, me cubrí
los oídos y cerré los ojos con fuerza hasta que quedé aturdido. Oía tenuemente los
latidos del corazón de Ross, muy tenuemente lo oía murmurar elegantes desmentidos
de lo que acabábamos de hacer. Pese a todo, las palabras sacudían mi cuerpo y las
excluí con todas mis fuerzas, con mi músculo y con mi voluntad, enroscándome cada
vez más hasta que perdí el control de los sentidos y mi propio control.
Tic/latido, tic/latido, tic/latido, la extraña música rítmica cuya cadencia me dice:
«Esto es un sueño.» Enroscado en mi ovillo, sé que soy un niño, tengo cuatro o cinco

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años, estamos en 1953, en un mundo distinto. Estoy en la cama y una presión en lo
que mi madre llama «ahí» me obliga a ir al baño y aliviarme. Me dispongo a volver a
mi ovillo, pero unos pasos que suben la escalera me distraen y me quedo en la
penumbra del pasillo, a la espera de ver los lugares secretos de mis padres. Cuando
los pasos llegan al descansillo, veo que son un hombre y una mujer que llevan
pelucas empolvadas y unos trajes sacados de mis libros de láminas del jardín de
infancia, unas prendas como las que, en un mundo distinto, llevaban George
Washington y la realeza europea. Huelo a licor y sé que el hombre es mi padre, pero
la mujer es demasiado bonita para tratarse de mi madre.
Van al dormitorio principal y encienden la luz. Mi padre dice: «Está en San
Bernardino, en casa de su tía, y el niño duerme.» La mujer dice: «¿Nos dejamos la
peluca? Será más excitante. Siempre he querido ser rubia.» Mi padre alarga la mano
para apagar la luz y la mujer dice: «No.»
Pesados corsés, zapatos y hebillas de cinturones caen al suelo produciendo unos
ruidos sordos y mi padre y la mujer quedan desnudos. Ambos tienen pelo oscuro en
los sitios secretos. Él tiene lo mismo que yo, pero más grande. Ella, sólo pelo. Las
pelucas claras y el pelo oscuro quedan mal, lo que siento está mal, pero de todos
modos me acerco de puntillas y miro.
Lo que veo es feo y agradable. Mi padre es fuerte y está en forma, tiene los
hombros y el pecho anchos y la cintura fina. Él está bien, pero la mujer tiene las
piernas gordas, los tobillos gruesos, unos grandes dientes de caballo, una cicatriz en
la barriga, y lleva el esmalte de uñas picado. Se meten en la cama y ruedan de un lado
a otro, y el colchón hace tic tic tic. La mujer dice «Métela», mi padre lo hace y lo que
se ve es horrible, por eso cierro los ojos y escucho el tic tic tic. Oigo que están a gusto
y yo también estoy a gusto allí, cada vez mejor mientras mi padre gruñe con el TIC TIC
TIC. Mi padre gruñe cada vez más fuerte, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC y yo también me
toco. Cada vez estoy más a gusto y corro al baño porque sé que tiene que salir algo.
No sale nada, pero la tengo grande.
Quiero más tics para que se me ponga más grande, pero ya no hay ninguno. Me
acerco a la puerta del dormitorio y veo a mi padre dormido, roncando. La mujer me
ve y me llama haciéndome una seña con el dedo. Orgulloso de lo que tengo, voy a
enseñárselo.
Ella es fea y le apesta el aliento, pero su peluca es bonita y su mano me da gusto.
Quiero que mi padre lo vea y alargo el brazo para tocarlo, pero la mujer me detiene
poniendo la boca en ese sitio.
Tic tic tic tic al tiempo que ella se mueve en la cama, cerrando los labios
alrededor de mí; tic tic tic tic cierro los ojos; tic tic tic tic me muerde, y abro los ojos,
y mi madre está allí blandiendo una espátula de acero mate y una sartén, y yo me
aparto y la mujer tiene sangre en los labios. Empuja a mi madre y echa a correr, se le

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cae la peluca. Mi padre ronca y mi madre me pone la peluca en la cara y yo me
duermo, aplastado bajo un asfixiante aliento de licor que hace tic tic tic tic.
Todavía estamos en 1953, pero más adelante. Mi madre me da pastillas para que
no recuerde. Las pastillas salen de un frasco con una etiqueta que pone fenobarbital
sódico y, cada vez que me da una, introduce una nota en otro frasco. En las notas pide
a Dios que me perdone por haber hecho lo que hice con la mujer de la peluca.
Unas manos ásperas me sacaron del ovillo de mi sueño y una voz, antes
perfectamente encantadora, ahora destilaba agitación:
—¡Eh! ¡Eh, tío! ¿Te estás poniendo gilipollas conmigo?
Salí del útero que yo mismo me había creado, llorando y agitando los brazos, y un
manotazo de revés alcanzó a Ross en la mandíbula y lo tiró de la cama. Se puso en
pie y vi que ya estaba vestido. Desnudo, me sentí con ventaja.
—Mejor así —dijo Ross, atusándose el bigote—. Llevaba rato preocupado por ti.
Nos quedamos donde estábamos. Ross hizo el numerito del cocodrilo y yo me
enfrenté a lo que me había ocurrido treinta años atrás. El calor de la diminuta
habitación me secó las lágrimas y la única cosa del mundo de la que estuve seguro
fue que el siguiente ser humano perfecto que se cruzara en mi camino iba a morir de
una manera tan horrible que no se podría describir con palabras… o se alejaría
indemne, conmutada su pena de muerte por mi madre en su tumba y por el asesino
que tenía delante de mí. Me vestí bajo la atenta mirada de Ross y pensé que lo único
terrible sobre las dos posibles resoluciones sería esperar a conocer cuál era.
—Gracias —le dije, devolviéndole la mirada, y él me respondió con su mueca
patentada de niño al que han pillado con la mano en la caja de las galletas.
—De nada. La juerga espartana es un buen deporte, de vez en cuando. ¿Has
tenido pesadillas?
—Rollos del pasado. Nada importante.
—Yo no sueño nunca. Supongo que es porque llevo una vida llena de aventuras.
Si me hubiera pegado cualquier otro hombre, lo habría matado.
—Podrías haberme matado, teniente. Podrías haberme matado y hacerlo pasar por
lo que hubieras querido. Y podrías haber sacado provecho del acto.
Ross esbozó una ancha sonrisa, mostrando sus dientes imperfectos. En ese
momento, lo amé.
—Lo dices porque sabes que yo nunca te haría daño, queridísimo amigo.
Un compasivo atajo para salir del dilema centelleó en mi mente y se lo transmití a
Ross, pues conocía demasiado bien todas las implicaciones del plan.
—Conoces esta zona a fondo, ¿verdad?
—Como la palma de mi mano, amigo mío.
—Pues hagamos un trabajo juntos. Rubias, morenas, no me importa, siempre y
cuando sean perfectas.

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—Pásame a recoger mañana hacia mediodía —dijo Ross, acariciando a Connie—.
Iremos a las actividades de verano del Vassar y del Sarah Lawrence. Ponte camisa y
corbata para que parezcas policía y te garantizo una buena diversión.
Me acerqué a él y lo besé en los labios, sabiendo que si no podía matar a nuestra
víctima perfecta, tendría que concluir mi viaje sangriento matándolo a él, mi
libertador y único testigo. Aquel pensamiento me tranquilizó, deshice nuestro abrazo
y me marché de la habitación. Mientras bajaba la escalera, la casa era un hervidero de
charlas y risas, y lo último que oí antes de abrir la puerta de la calle fue una excitada
voz de soprano que decía: «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?»

Del diario de Thomas Dusenberry:

8/9/83
1.10 horas
A bordo del vuelo 228 de la Eastern Flight
De Washington, D.C. a Nueva York

¡Tengo a uno!
Voy de camino a Croton, Nueva York. Un equipo de agentes de la oficina de
Westchester vendrá a recogerme al aeropuerto de La Guardia y luego iremos a una
casa de veraneo de Croton a arrestar a un teniente de la policía estatal de Wisconsin
por los homicidios de las siete chicas rubias y morenas y, por increíble que parezca,
también el de Saul Malvin.
Ha ocurrido así. El jefe de Asuntos Internos de la policía estatal de Wisconsin me
ha llamado a Quantico hace tres horas. Me ha dicho que su único posible sospechoso
era el teniente Koss Anderson, comandante de puesto de la subcomisaría de
Huyserville. Como sargento encargado de extradiciones y búsquedas y capturas,
estuvo en las ciudades donde murieron las cuatro rubias las noches de los homicidios
y había llegado a ellas en avión entre uno y tres días antes de cada asesinato. En
cada caso, regresó con su preso entre 24-48 horas después de la hora de la muerte de
las víctimas, según estimaciones del forense. Y para colmo:
1.— El grupo sanguíneo de Anderson es 0+.
2.— Como sargento de patrulla a finales de 1978 y principios de 1979, Anderson
trabajó en la zona donde se encontraron los cadáveres de las tres morenas.
3.— Anderson supervisó el despliegue de vigilancia para detener al asesino de
las morenas.
4.— El 11/3/76, en el cumplimiento de su deber, Anderson disparó contra un
traficante de marihuana armado. El hombre, William Gretzler, era amigo suyo de la
infancia.

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5.— El expediente de la policía estatal de Wisconsin sobre los asesinatos de las
morenas estaba archivado en la sala de la brigada de detectives de la subcomisaría
de Huyserville, donde Anderson había desempeñado distintos trabajos durante seis
años, los últimos ocho meses como comandante de puesto.
6.— Desde su ascenso a teniente, hace ocho meses, Anderson ha sido visto a
menudo en las salas de brigada de los departamentos de policía de Janesville y de
Beloit, de donde han desaparecido los expedientes de las otras morenas.
7.— Anderson fue visto leyendo los expedientes de las brigadas Antivicio de
Louisville y de Des Moines veinticuatro horas antes de los homicidios ocurridos en
esas ciudades.
8.— El no va más: Anderson fue el agente que descubrió el coche, el carnet de
donante y, más tarde, el cadáver de Saul Malvin, a quien la policía estatal de
Wisconsin consideraba, extraoficialmente, el asesino de las morenas.
¡Asombroso, joder! En una página anterior de este diario, escribí que el informe
de Anderson sobre el descubrimiento del cadáver de Malvin me parecía «un modelo
de sagacidad policial». ¡Menuda audacia la suya!
He aquí mi reconstrucción del asesinato de Malvin. Anderson acaba de matar a
Claire Kozol, su tercera víctima morena. Continúa su patrulla, ve el Cadillac de
Malvin en la cuneta de la I-5 y se acerca a investigar. Malvin está en el coche y
Anderson, al buscar los papeles del vehículo en la guantera, encuentra el carnet de
donante del grupo 0+. Piensa «cabeza de turco» y le dice a Malvin que lo llevará al
pueblo de al lado. Le indica que vaya al coche patrulla y luego, haciendo que
parezca accidental, empuja el Cadillac fuera de la carretera.
Nieva mucho y circulan pocos coches. Tal vez Anderson interroga sucintamente a
Malvin sobre su paradero cuando ocurrieron los dos primeros asesinatos; o tal vez
no lo hace y decide dejar el tema abierto y confiar en el factor suerte. En cualquier
caso, tiene el 357 en el coche patrulla (así llevó a cabo el asesinato, ahora
presumiblemente premeditado, de William Gretzler) y con algún pretexto detiene el
coche y obliga a Malvin a internarse en el bosque. Le dispara en el pecho y luego le
pone la pistola en la mano, sabedor de que la nevada tapará los dos rastros de
pisadas e impedirá que alguien descubra el cadáver, al menos esa noche.
Al día siguiente, cuando deja de nevar, Anderson realiza el falso descubrimiento
del coche de Malvin con la tarjeta de donante, expone su brillante e improvisada
hipótesis, hace la comedia de ir a Huyserville a buscar un equipo de perros
rastreadores, «encuentra» el cadáver de Malvin y, a partir de ahí, interpreta hasta el
final al policía joven y listo. Le acompaña la suerte en cuanto al paradero de Malvin
en el momento de los dos primeros homicidios y todo le sale a pedir de boca.
Asombroso, joder.
Mientras escribo, los agentes de Milwaukee están consiguiendo una orden para

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registrar el apartamento de Anderson en Huyserville. Si confiesa esta noche o los
agentes de Milwaukee encuentran armas que coincidan con las que mataron a las
rubias, está muerto y enterrado. Sólo me queda una pregunta: ¿qué ha estado
haciendo el muy hijo de puta en los dos años transcurridos desde el ultimo
asesinato? Miedo me da pensarlo.
Y, para colmo, tengo una lista de seis nombres que el agente especial de Denver
me ha dado por teléfono hace menos de una hora. Un poli de Aspen ha localizado
unas notas antiguas del compañero que atendió la llamada del hombre que dio
información sobre la Sombra Sigilosa. Ese agente murió el año pasado y las notas
que dejó están escritas en una suerte de taquigrafía extraña, pero en una columna,
bajo un encabezamiento que reza «S. S.», se leen seis nombres: George Magdaleno,
Aaron BeauJean, Martin Plunkett, Henry Hernández, Steven Hartov y Gary
Mazmanian. Ahora mismo los están rastreando en todas las bases de datos del país y
Jack Mulhearn llamará más tarde a la oficina de Westchester con el resultado.
Siento un hormigueo especial. La detención de Anderson va a ser cosa del Buró,
sólo nosotros, cuatro agentes con escopetas. Él es el teniente más joven de la historia
de la policía estatal de Wisconsin. ¿Qué sucedió?
Y el cerco al Sigiloso se va estrechando. Dos de los nombres son latinos y cuatro
son lo bastante infrecuentes como para que no salgan veinte posibles sospechosos
por cada uno. Si le añadimos fuerte, alto, de pelo oscuro y de entre treinta y cinco y
cuarenta años, la lista aún se reducirá más: queda enviar la foto de la ficha policial
o del carnet de conducir de los sospechosos a los agentes de las ciudades donde
están los testigos del fraude de las tarjetas de crédito, y apuesto tres contra uno a
que confirmarán y no negarán. Ya he ganado cien dólares a cuenta de Anderson y
todavía me dura la racha de suerte. ¿Quién eres, Sigiloso? ¿Dónde estás? Ven aquí.
Nosotros te detendremos, te acusaremos, te llevaremos ante el juez y, cuando te
condenen, te buscaremos una buena celda en una buena prisión federal. Si tienes
suerte, a lo mejor coincides con el ex teniente Ross Anderson. Estoy seguro de que
los dos tendréis mucho de qué hablar.

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24

Nervioso como el sheriff de Solo ante el peligro a la espera del duelo, me pasé la
mañana preparando el gran momento.
En primer lugar, fui a Brooks Brothers, en Scarsdale. Ross quería que pareciese
un poli y, como no tenía trajes ni combinaciones adecuadas de chaqueta y pantalones,
decidí comprar un atuendo convenientemente elegante para mi debut como policía.
Al entrar en la tienda, caí en la cuenta de que no llevaba traje y corbata desde que era
niño y, cuando le pedí a un vendedor que me enseñara las chaquetas cruzadas de
verano de talla extragrande, experimenté la misma sensación de humillación que
Ross en su juventud. Con aire de superioridad, el vendedor replicó que las chaquetas
cruzadas venían por tallas numeradas y sugirió que me probara alguna de la 52.
Irritado ahora, le hice caso y me decidí por una chaqueta de lino azul marino que a mi
entender tenía suficiente clase para desarmar a una alumna de Vassar. El vendedor
hizo un gesto de impaciencia ante mis modales y cuando le dije «pantalones, cuarenta
y ocho», señaló unas hileras de percheros metálicos y se alejó. Encontré unos azul
claro que combinaban con la chaqueta y los cogí; camino del cajero, escogí una
camisa blanca y la primera corbata que vi, roja oscura con un estampado de palos de
golf cruzados. El precio total de mi indumentaria para el reto definitivo fue de 311
dólares y cuando dejé la tienda me sentí como si saliera de la cárcel.
Me cambié en la parte de atrás del Muertemóvil II y solté una maldición cuando
descubrí que no recordaba cómo se hacía el nudo de la corbata. Me la colgué del
cuello abierto de la camisa, conduje hasta una armería de Yonkers y me gasté noventa
dólares en algo útil: una pistolera de cintura, de cuero negro, para mi 38 de cañón
corto. Dediqué el resto de la mañana a pasar el arma del compartimento de seguridad
del Muertemóvil II a mi hermoso y flamante complemento, que me ajusté al cinturón
para poder sacar el arma con la mano contraria. Hecho esto, me dirigí a Croton.
El caserón de veraneo parecía distinto a la luz del día y cuando llamé a la puerta
advertí la causa: todo en mí, desde mi ropa a mi pasado y mi futuro, estaba
cambiando a una velocidad tan desbocada que modificaba sutilmente cuanto veía.
Mady Behrens abrió la puerta, modificada hasta resultar casi irreconocible: la
rubia burbujeante en ropa de tenis del día anterior se veía ahora ojerosa y suspicaz,
una arpía al acecho envuelta en un albornoz empapado.
—Anoche detuvieron a Ross —soltó—. Unos policías armados se lo llevaron. El
padre de Richie dice que es por un asunto muy grave.
El porche se volvió arenas movedizas bajo mis pies y la boca abierta de la arpía
pareció una invitación a la resolución más fácil del mundo. Me disponía a echar mano
a la pistolera cuando ella me fastidió el objetivo:

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—Sabía que Ross tenía una vena ruin —espetó—, pero no puedo creer que…
Eché a correr al Muertemóvil II. Mientras volaba a esconderme, unos monstruos
danzaban en el parabrisas.

Transcripción del interrogatorio inicial de Ross Anderson. Realizado en la sede


central del FBI del condado de Westchester, New Roch, Nueva York, 14.00 horas,
8/9/83. Presentes: Ross Anderson; su abogado, John Bigelow, contratado por Richard
Liggett, tío del teniente Anderson; el inspector Thomas Dusenberry y el agente
especial John Mulhearn, del Grupo Especial Federal contra Asesinos en Serie; agente
especial Sidney Peak, agente a cargo, oficina de New Rochelle:
Sospechoso retenido en custodia desde las 03.40 horas, 8/9/83; informado de sus derechos en
presencia del abogado, 12.00 horas, 8/9/83; accede a ser interrogado tras consulta con el señor
Bigelow, 13.30 horas. El interrogatorio queda grabado en cinta y transcrito en taquigrafía por
Margaret Wysoski, estenógrafa, División 104, Tribunal Superior del Condado de Westchester.

INSPECTOR DUSENBERRY: Señor Anderson, empecemos por…


ROSS ANDERSON: Llámeme teniente.
DUSENBERRY: Muy bien, teniente. Empecemos por aclarar un punto, si le parece. ¿Ha realizado
voluntariamente alguna declaración desde su detención, la pasada madrugada?
ANDERSON: No. Sólo el nombre, graduación y número de serie.
DUSENBERRY: ¿Ha sufrido malos tratos físicos en algún momento, sea en el transcurso de su
arresto o durante el período de detención?
ANDERSON: Me ha traído usted un café instantáneo al calabozo. Vulgar. La próxima vez, lo trae
recién molido o me voy a otro hotel.
JOHN BIGELOW: Menos bromas, Ross.
ANDERSON: No bromeo. Usted no lo ha probado, abogado. Una auténtica mierda.
BIGELOW: Esto es muy serio, Ross.
ANDERSON: ¡Vaya si lo es! Soy un adicto al tueste francés. Pronto empezaré a tener el mono y
entonces lo lamentarán.
BIGELOW: Ross…
DUSENBERRY: Teniente, ¿le ha explicado el señor Bigelow las acusaciones que pesan sobre usted?
ANDERSON: Sí. Asesinato.
DUSENBERRY: Exacto. ¿Tiene idea de cuál o cuáles asesinatos?
ANDERSON: ¿El de Billy Gretzler? Me lo cargué en el cumplimiento del deber allá por el 76. Es
la única persona que he matado.
DUSENBERRY: Vamos, teniente. ¿Cuánto tiempo lleva en la policía?
ANDERSON: Diez años y medio.
DUSENBERRY: Entonces, sabrá que los homicidios dentro de una única jurisdicción policial
municipal no son delitos federales.
ANDERSON: Lo sé.
DUSENBERRY: Entonces, estoy seguro de que sabrá que, según los estatutos federales, para que
nos interesemos por usted tiene que haber matado a un empleado del gobierno federal o haber
cruzado la frontera de un estado después de haber matado a un ciudadano corriente.
ANDERSON: Soy un tipo interesante en general.
DUSENBERRY: Desde luego. ¿Sabe usted qué trabajo desempeño en el FBI?
ANDERSON: No. Cuéntemelo, haga el favor.
DUSENBERRY: Estoy al mando del Grupo Especial contra Asesinos en Serie, en Quantico, Virginia.
¿Sabe qué es un asesino en serie?
ANDERSON: ¿Un psicópata que asesina bajo la influencia de las palomitas de maíz?
BIGELOW: ¡Ross, maldita sea…!
DUSENBERRY: Está bien, señor Bigelow. Teniente, ¿le suenan los nombres de Gretchen Weymouth,
Mary Coontz y Claire Kozol?
ANDERSON: Corresponden a tres víctimas de asesinatos cometidos en Wisconsin a finales de 1978 y
principios de 1879.
DUSENBERRY: Exacto. ¿Quién cree usted que las mató?
ANDERSON: Creo que fue un hombre llamado Saul Malvin. Yo descubrí su coche abandonado y, más
tarde, su cuerpo. Se suicidó.
DUSENBERRY: Ya. ¿Le suenan los nombres de Kristine Pasquale, Wilma Thurmarm, Candice Tucker y

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Carol Neilton?
ANDERSON: No. ¿Quiénes son?
DUSENBERRY: Son unas jóvenes que murieron asesinadas de idéntica manera que las de Wisconsin.
ANDERSON: Es una lástima. ¿Dónde las mataron?
DUSENBERRY: En Louisville, Kentucky; Des Moines, Iowa; Charleston, Carolina del Sur; y
Baltimore, Maryland. ¿Ha estado alguna vez en esas poblaciones?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: ¿En qué circunstancias?
ANDERSON: Me desplazaba en cumplimiento de órdenes de extradición y para custodiar a varios
presos en el viaje de vuelta a diversas ciudades de Wisconsin.
DUSENBERRY: Entiendo. ¿Recuerda las fechas exactas en las que estuvo en cada sitio?
ANDERSON: De memoria, no. Entre principios del 79 y finales del 81, eso sí. Fue el periodo en
que estuve a cargo de las extradiciones. Si quiere las fechas exactas, busque en los
registros.
DUSENBERRY: Ya lo he hecho. Usted estaba en esas ciudades en el momento en que las cuatro
mujeres fueron asesinadas.
ANDERSON: Vaya, qué coincidencia.
DUSENBERRY: También estaba de patrulla y cerca de la zona en el momento en que mataron a Claire
Kozol.
ANDERSON: Vaya…
DUSENBERRY: Y patrullaba usted la zona donde fueron descubiertas las dos primeras víctimas de
Wisconsin, y también fue usted quien encontró el cuerpo de su presunto asesino.
ANDERSON: Inspector, me considero un tipo paciente, pero todo eso ya es mierda muy rancia. Los
dos somos hombres con formación y agentes con galones, de modo que le daré mi opinión
informada de lo que tiene usted. ¿Preparado?
DUSENBERRY: Adelante, teniente.
ANDERSON: Ha estado cruzando datos cronológicos de los dos grupos de homicidios y ha compilado
listas basadas en si los sospechosos tuvieron la oportunidad de actuar. Yo estuve involucrado
en la investigación del Matarife de Madison y parece que me encontraba en las demás ciudades
cuando mataron a esas otras chicas, por lo que encajo en su patrón, de forma circunstancial.
Pero tendrá que conseguir mucho más si quiere presentar una acusación formal. Con lo que
tiene, lo echarían del juzgado con una carcajada.
DUSENBERRY: Jack, ¿tú o yo?
AGENTE MULHEARN: Tú, Tom. Es todo tuyo.
DUSENBERRY: Teniente, desde anoche, un equipo de diez agentes está poniendo patas arriba
Huyserville. Han registrado su apartamento…
ANDERSON: Y no han encontrado nada que me incrimine, porque no he hecho nada delictivo.
DUSENBERRY: ¿Conoce a un tal Thornton Blanchard?
ANDERSON: Claro, el viejo Thorny. Es guardagujas jubilado de la línea de los Grandes Lagos.
DUSENBERRY: En efecto. También es aficionado a dar paseos por los bosques contiguos a Orchard
Park. ¿Conoce la zona?
ANDERSON: Claro.
DUSENBERRY: Anoche, el señor Blanchard le contó a uno de los agentes de Milwaukee que lo vio
cavando entre los árboles en tres o cuatro ocasiones. Indicó la zona aproximada a los agentes
y, hacia las tres de la madrugada, instalaron allí unos focos y empezaron a excavar. Hacia
las once, han encontrado dos bolsas de plástico. Una de las bolsas contenía un cuchillo Buck
y una sierra. Hemos encontrado una huella latente en el mango del cuchillo. Es suya. En los
dientes de la sierra había una sustancia pardusca y otros residuos que están analizando ahora
mismo. Sin duda, la sustancia es sangre y ahora intentaremos averiguar a qué grupo pertenece
para compararlo con los de las siete chicas. Las dimensiones de la hoja del cuchillo y de los
dientes de la sierra se corresponden exactamente con las dimensiones de las marcas
encontradas en las cuatro últimas víctimas. En la otra bolsa había fotografías de las cuatro
chicas, desnudas y descuartizadas. Hemos encontrado semen seco en tres de las fotos y lo
estamos analizando. Tenemos un total de cinco latentes viables en las fotografías. Todas son
suyas.
BIGELOW: ¿Ross? ¿Ross? Maldita sea, llamen a un médico.
DUSENBERRY: Ve a buscarlo, Jack. Que conste en la transcripción que, a las 14.24, el teniente
Anderson sufrió un ataque de náuseas y se desmayó. Lo dejaremos aquí, por el momento. Señor
Bigelow, hable con su cliente. Lo acusamos de huir del estado para evitar el proceso por
asesinato. Mañana por la mañana lo llevaremos ante el juez. En este momento vuelan hacia aquí
representantes de las fiscalías de Louisville, Des Moines, Charleston y Baltimore para tratar
conmigo las acusaciones por asesinato y los trámites de extradición, de modo que si Anderson
decide hablar, quiero su declaración esta tarde, ¿entendido?
BIGELOW: Sí, maldita sea. ¿Dónde está el médico? Este hombre está enfermo.
DUSENBERRY: Sidney, quédate con Anderson. No dejes que se le administre ninguna pastilla y,
cuando lo lleves de vuelta al calabozo, ponle las esposas y los grilletes. Señorita Wysoski,
finalice la transcripción. Son las 14.26.

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Transcripción del segundo interrogatorio y declaración formal de Ross Anderson,
efectuados en la sede del FBI en el condado de Westchester, New Rochelle, Nueva
York, a las 21.30 del 8/9/83. Presentes: Ross Anderson; John Bigelow, abogado del
señor Anderson; Stanton J. Buckford, fiscal general jefe de la Oficina Metropolitana
del Distrito de Nueva York; inspector Thomas Dusenberry; agente especial John
Mulhearn; y agente especial Sidney Peak. Este interrogatorio-declaración se grabó en
cinta magnetofónica y fue transcrito en taquigrafía por Kathryn Giles, estenógrafa,
División 104, Tribunal Superior del Condado de Westchester.
INSPECTOR DUSENBERRY: Teniente Anderson, ¿el facultativo que lo ha tratado del desmayo le ha
administrado algún medicamento que altere la conciencia?
ANDERSON: No.
DUSENBERRY: ¿Ha sufrido usted maltratos físicos o amenazas desde nuestra primera sesión de esta
tarde?
ANDERSON: No.
DUSENBERRY: ¿Ha hablado con su abogado durante este rato?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: ¿Está dispuesto a prestar declaración?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: Señor Bigelow, ¿ha tratado el asunto de la declaración del teniente Anderson con el
señor Buckford?
JOHN BIGELOW: Sí, lo he tratado.
DUSENBERRY: ¿Con qué fin?
BIGELOW: Con el de conseguir inmunidad para mi cliente en las acusaciones de asesinato en
Kentucky, Iowa, Carolina del Sur y Maryland.
DUSENBERRY: ¿Pero no de las posibles inculpaciones en Wisconsin?
BIGELOW: En Wisconsin no hay pena de muerte, inspector. En dos de los otros estados, sí.
DUSENBERRY: Señor Buckford, ¿tiene alguna declaración que hacer?
STANTON J. BUCKFORD: Sí. He solicitado una transcripción de este proceso de acuerdos con el
fiscal, con agentes federales como testigos, por si más adelante surgen disputas. Sólo tengo
una ligerísima idea de lo que se propone decir el teniente Anderson, pero si sus pruebas son
tan concluyentes como afirma el señor Bigelow, y si dan por resultado otras detenciones,
estaré dispuesto a acusar al teniente sólo de los delitos de Wisconsin y del delito federal
de huida del estado. Como muestra de su buena fe, señor Bigelow, requeriré una declaración
previa del teniente Anderson; si éste confiesa, y si la sentencia que dicta el tribunal de
Wisconsin es inferior a tres cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad
condicional, pediré al juez que presida el juicio por el delito de huida del estado que
imponga él dicha condena. ¿Queda entendido, señor Bigelow?
BIGELOW: Sí, señor Buckford. Entendido.
BUCKFORD: Teniente Anderson, ¿lo ha entendido usted?
ANDERSON: Sí.
BIGELOW: Haz tu declaración, Ross.
ANDERSON: El 16 de diciembre de 1978 violé y maté a Gretchen Weymouth. El 24 de diciembre de
1978 violé y maté a Mary Coontz. El 14 de enero de 1979 violé y maté a Claire Kozol. El 18 de
abril de 1979 violé y maté a Kristine Pasquale. El 1 de octubre de 1979 violé y maté a Wilma
Thurmann. El 27 de mayo de 1980 violé y maté a Candice Tucker. El 19 de mayo de 1981 violé y
maté a Carol Neilton. Esta declaración la hago por mi propia voluntad.
DUSENBERRY: Jack, dale un poco de agua.
BIGELOW: Ross, quiero que te tomes tu tiempo para el resto.
BUCKFORD: ¿Está dispuesto a continuar, señor Anderson?
ANDERSON: (Pausa larga) Sí.
BUCKFORD: Proceda, pues.
ANDERSON: No maté a Saul Malvin, ni éste se suicidó. Inmediatamente después de matar a Claire
Kozol, iba en mi coche patrulla por la carretera de doble sentido que corre paralela a la I-
5. Vi que un hombre inspeccionaba el Cadillac abandonado de Malvin, se metía en su furgoneta
y conducía despacio hacia el norte. Seguí el vehículo por radar y tuve la sensación de que
aquel hombre buscaba al conductor del Cadillac para robarle. Me quedé unos seiscientos metros
más atrás y, cuando la furgoneta se detuvo, yo también lo hice, busqué un lugar adecuado
entre las peñas y observé el vehículo con los prismáticos. Al cabo de unos cinco minutos, vi
que el conductor volvía de la espesura, portando un revólver. Guardó el arma en algún
escondite, debajo de la furgoneta, y continuó su marcha hacia el norte. Yo…
DUSENBERRY: Dígame cómo se llamaba el hombre, Anderson.

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BUCKFORD: Deje que lo cuente a su manera, inspector.
ANDERSON: En aquel momento, recibí aviso por la radio de que se había descubierto el cuerpo de
la chica y de que estaban estableciendo controles de carreteras en la I-5. Yo me quedé en la
de doble sentido y vi que la furgoneta se acercaba al primer control, situado en una curva.
Cuando estaba a unos doscientos metros, el hombre frenó y arrojó algo a la nieve de la
cuneta. Esperé mientras él pasaba los trámites; ya sabe, registro del vehículo, comprobación
de posibles órdenes de busca y captura, traslado a la comisaría de Huyserville para un
análisis de sangre y más preguntas si resultaba que ésta era del grupo que buscaban. Cuando
se calmó el revuelo en el control de carreteras, pasé a la I-5 y busqué lo que el hombre
había arrojado por la ventanilla. Eran (pausa) fotos hechas pedazos de un hombre muerto,
tirado sobre la nieve. Verán, entonces supe que debía conocer a ese hombre. Fui a
Huyserville, encontré la furgoneta en el aparcamiento de la estación y di con el 357 Magnum
que guardaba en un escondrijo del chasis. Terminé encontrándome con él cara a cara; hablamos
y me dijo que había matado a un gran número de personas, sin motivo alguno o por el dinero y
las tarjetas de crédito, y…
DUSENBERRY: ¡Su nombre, Anderson! Por favor, señor Buckford, hay un motivo para esto.
BUCKFORD: Está bien. ¿Cómo se llama ese hombre, señor Anderson?
ANDERSON: Martin Plunkett. Es…
DUSENBERRY: Dios del cielo, que me jodan… ¡Plunkett es el Sigiloso, Jack! Está en la lista de
sospechosos de Aspen. Da aviso a todos.
AGENTE MULHEARN: ¡Joder!
BUCKFORD: Conténganse, caballeros. Esto es un documento federal. ¿Y de qué coño están hablando,
por todos los santos?
DUSENBERRY: Es que no me lo puedo creer… Plunkett es un asesino en serie con un largo
historial, cuyo rastro llevamos siguiendo desde hace meses. Es demasiado complicado para
abordarlo aquí y quiero más confirmación. Descríbalo, Anderson.
ANDERSON: Blanco, 1,88, 95 kilos, cabello castaño oscuro, ojos pardos.
DUSENBERRY: Es él. ¿Vehículo?
ANDERSON: En el 79, tenía una furgoneta Dodge plateada.
DUSENBERRY: ¿Cuándo lo vio por última vez?
BUCKFORD: Deje que termine a su aire.
DUSENBERRY: Ya termino yo. Fingió que encontraba el cuerpo de Malvin y le puso en la mano el
Magnum de Plunkett con el fin de tener un cabeza de turco para lo de las chicas y para que la
policía no se acordara de su compinche y lo relacionara con la muerte de Malvin, ¿verdad?
ANDERSON: Verdad.
BUCKFORD: Siéntese, inspector.
DUSENBERRY: ¿Por qué, Anderson?
ANDERSON: «¿Por qué?» ¿A qué se refiere?
BUCKFORD: Siéntese y guarde silencio, inspector. Éste es un documento federal.
DUSENBERRY: ¿Dónde está, Anderson?
ANDERSON: No lo sé. Fue hace mucho…
DUSENBERRY: Acabas de salvarte de la silla eléctrica. Dímelo, cabrón.
BUCKFORD: Siéntese ahora mismo, Dusenberry, o lo suspendo del caso. (Pausa) Así, eso está
mejor. No acabo de entender ese detalle, señor Anderson. ¿Está en lo cierto el inspector?
¿Simuló el suicidio de ese tal Malvin para que Plunkett pudiese escapar?
ANDERSON: Para que los dos pudiéramos escapar.
BUCKFORD: ¿Por qué Plunkett?
ANDERSON: Porque me gustó su estilo.
BUCKFORD: ¿Lo ha vuelto a ver desde entonces, desde 1979?
ANDERSON: No. Se esfumó cabalgando hacia el sol poniente, como el Llanero Solitario.
BUCKFORD: ¿Tiene idea de dónde está ahora?
ANDERSON: Estoy cansado. Quiero dormir. Plunkett y yo fuimos un ligue de una noche. No sé dónde
está, así que déjeme en paz.
BUCKFORD: Acabemos, pues. Inspector, tengo que hablar con usted de todo esto. Rubrico el final
de esta transcripción a las 21.15 horas del 8 de septiembre de 1983.

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25

Pasé la noche aparcado en un terreno de acampada de Upper Westchester.


Enroscado en un ovillo, dormí y soñé con Ross; cada vez que el duro suelo de metal
me despertaba con una vibración, en los primeros momentos de conciencia pensaba
en él y sentía su cuerpo. Al amanecer, después de haber pasado tantas horas en
posición fetal, tenía los músculos agarrotados y doloridos. Cuando me incorporé,
tenía las piernas tan débiles como las de un bebé y tiritaba, a pesar de que la
furgoneta parecía un horno. Me pregunté cómo había terminado todo… sin que yo
estuviese presente siquiera.
Con calambres en los músculos, avancé hasta la cabina y le di a la llave de
contacto. Luego puse la radio, busqué una emisora de noticias y oí: «… y en las
investigaciones realizadas en Wisconsin, las autoridades han descubierto, envueltos
en plástico y enterrados en el bosque, cerca de su apartamento, un cuchillo y una
sierra con las huellas de Anderson. Los agentes federales creen que se trata de las
armas que utilizó para matar y descuartizar a sus siete víctimas. Aquí, en Nueva
York, hemos grabado unas declaraciones hechas por una prima de Anderson,
Rosemary Cafferty, de diecisiete años: “Me… me alegro de que Ross esté en la
cárcel, donde no podrá hacer daño a nadie salvo a otros criminales. Debe de ser…
muy malvado. Me cuesta creer que sea miembro de la familia. Podía… podía
habernos hecho daño a cualquiera de nosotros. Todos…”»
Apagué la radio, ahogando aquel trino de soprano que había tratado de reducirnos
a Ross y a mí a un vulgar estereotipo con las palabras «Richie, ¿no te parece que
Ross tal vez sea gay?» Entonces supe que ella y sus colegas vestidos de tenistas
habían traicionado a mi amigo. La palabra FAMILIA apareció impresa en mi campo
visual y me dispuse a convertirme en la Sombra Sigilosa a plena luz del día.
En una tienda de artículos deportivos de Mt. Kisko compré una navaja de gran
tamaño y una funda de cuero. Después, entré en una ferretería cercana y me hice con
una sierra de dientes afilados como cuchillas. En un viaje a una tienda de punk-rock
de Yonkers, me agencié un mono negro de vinilo; la chica de pelo verde que me lo
vendió se fijó en el traje de Brooks Brothers que llevaba y dijo:
—A eso se le llama cambio de estilo.
Desde Yonkers, me acerqué en un salto a Lord & Taylor de Scarsdale, donde
compré una capa de mujer de seda negra y maquillaje. Con el resto del equipo de
maquillaje de teatro ya en la guantera, tenía todo lo necesario.
Al salir de Lord & Taylor, vi un coche patrulla de la policía de Scarsdale aparcado
junto a la acera.
—Joder, el teniente más joven de la historia de su departamento —le decía el poli

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del asiento del copiloto al conductor. Después, dio unos golpecitos al fajo de papeles
que tenía encima del salpicadero y añadió—: Y ahora los federales han emitido la
orden de búsqueda de un compinche suyo.
En lo que fuera el movimiento más audaz de mi vida, me acerqué al coche, miré
fijamente a los ojos al poli que había hablado y dije:
—Perdone, agente. ¿Está hablando de Ross Anderson, el asesino?
—Sí, señor —replicó el poli, observando sin interés mi aspecto de alumno de una
universidad elitista.
Al ver que los papeles del salpicadero eran carteles de «Se busca», con la tinta
todavía fresca, le pregunté:
—¿Puede darme uno? Mi hijo los colecciona.
El poli soltó un cloqueo y me tendió el primero del fajo.
—Gracias —dije y me dirigí a la sombra del Muertemóvil II a saborear mi
presentación pública oficial.
El gran recuadro de tinta negra rezaba: «Se busca. Asesinato y huida del estado.»
Debajo había dos fotos mías de cuando me habían arrestado por robo con escalo en
1969. Se me veía inexperto y sensible. Debajo de mi descripción física, las palabras
de la jerga policial me produjeron un cosquilleo: va armado, es extremadamente
peligroso y existe riesgo de fuga; es posible que conduzca una furgoneta Dodge
plateada, un modelo anterior a 1980; sospechoso de múltiples asesinatos en
numerosos estados.
Sólo lo de «riesgo de fuga» sonaba falso. Todo había terminado; no había
escapatoria posible. Pensando en Ross, añadí unas bolsas de plástico a la lista de la
compra. Fui al supermercado del otro lado de la calle y compré un paquete de una
docena. Al volver al Muertemóvil II, consulté el reloj del salpicadero y vi que era casi
mediodía. Me pasé todo el trayecto a Croton cantando «No me abandones, querida, el
día de nuestra boda», una y otra vez.
En los jardines delanteros de todo el bloque de casas de veraneo, las fiestas
cerveceras estaban en pleno apogeo juerguista y circulé despacio en busca de los
primos de Ross y sus parejas. No los vi y me dirigí a un centro comercial; allí
encontré un teléfono público y llamé a Información. La telefonista me dio los
números de Richard Liggett en Croton y marqué el de la casa de veraneo, dejando
que la señal sonara veinte veces. El tono parecía más un tictac que un zumbido.
Colgué y regresé a la calle de la juerga.
Aparqué a una manzana de distancia, pasé a la parte trasera de la furgoneta y me
quité el traje de universitario. Desnudo, sostuve el espejo con una mano mientras con
la otra me aplicaba la cara de la Sombra Sigilosa, convirtiendo mi nariz chata en
aguileña con masilla de maquillaje, mis pómulos planos en angulosos con colorete y
las cejas en dos trazos oscuros y amenazantes con máscara de ojos. Me alisé el pelo

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hacia atrás con saliva, envolví el cuchillo y la sierra en una bolsa de papel y me puse
el mono negro y la capa. Recordé que tenía un par de mocasines negros gastados
debajo de la rueda de repuesto, los saqué y me los calcé. Luego, goteando sudor y
oliendo a vinilo y a maquillaje, salí de mi armario de Sombra Sigilosa para que el
mundo me viera.
Los niños de los coches que pasaban me hacían gestos y un viejo que bebía
cerveza sentado en su porche exclamó: «¡Falta un mes para Halloween, compadre!»
Hice una reverencia y abrí la capa en un gesto dedicado a todos mis admiradores y,
cuando me volví hacia la manzana de casas de veraneo, los fiesteros me señalaron y
me recompensaron con pequeñas salvas de aplausos y estallidos de risas. Mientras
cruzaba el patio delantero de los Liggett, un chico que asaba perritos calientes en el
jardín de la casa contigua gritó:
—¡Eh, Alex! ¿Eres tú, tío?
—¡Sí, tío! —grité yo.
—¿Esa ropa te la han hecho poner los de la fraternidad Delta, tío?
—¡Sí!
—¡Entra un momento, hombre! Richie y Mady están en el club, pero en el
frigorífico hay cerveza.
—Sí, tío —grité y, haciendo ondear la capa, crucé el porche y entré. En la casa, el
ambiente era fresco y tranquilo, y fui de habitación en habitación memorizando el
desorden y recordando lo mucho que había ofendido a Ross. Los ceniceros
rebosantes, las camas sin hacer, la ropa por el suelo y los juegos de ordenador
amontonados en los sofás y las sillas me fascinaron y me enfurecieron a la vez.
Continué recorriendo la casa, arriba y abajo, buscando más pruebas de la ruina
conocida como VIDA FAMILIAR FELIZ.
Pelos de barba y espuma de afeitar en maquinillas desechables, un tubo de pasta
de dientes aplastado y enrollado hasta arriba, un diafragma en su estuche. Bodegón
tras bodegón tras bodegón, viví en un torbellino durante horas, hasta que las sombras,
cada vez más alargadas al otro lado de la ventana, me proporcionaron una tenue
conciencia del paso del tiempo. Entonces, cuando estaba examinando unas novelas de
bolsillo que se desparramaban de una estantería, oí una voz:
—Alex, ¿estás aquí?
Era Richie Liggett, que hablaba desde la planta baja. Miré a mi alrededor en
busca de la bolsa que contenía el cuchillo y la sierra, la vi sobre un tocador del
dormitorio y grité:
—¡Estoy aquí arriba, Richie!
Unos pasos atronaron en la escalera y, cuando llegaron al descansillo del primer
piso, yo ya tenía el cuchillo en la mano derecha, oculto a la espalda.
Richie Liggett apareció en el umbral y se echó a reír.

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—Dios, Alex. ¿Delta? Tu familia siempre ha sido Sigma O. Se te está corriendo
el maquillaje, por cierto.
—¿Dónde está Mady? —pregunté, disfrazando la voz con un gruñido de
monstruo de película.
—En la cocina. ¿Te has enterado de lo de Ross?
—¡Traidor! —dije con un gruñido de monstruo, y entonces agarré a Richie por el
pelo, saqué el cuchillo y, con un solo movimiento, le rajé el pescuezo hasta la tráquea.
Se llevó la mano al cuello y se precipitó hacia delante en otro único movimiento, al
tiempo que yo me apartaba para evitar mancharme de sangre. Cayó al suelo de golpe,
empezó a gorgotear y lo puse boca arriba. Siguió intentando hablar y la boca se le
movía en un contrapunto espasmódico con las sacudidas de sus piernas. Cogí una
almohada de la cama y se la arrojé a la cara. Pisé los dos extremos de la almohada
sobre su cabeza y mantuve firme la máscara funeraria con todo mi peso. Cuando el
movimiento cesó y la tela blanca empezó a empaparse de sangre, limpié el cuchillo y
me dirigí a la cocina.
Mady Behrens estaba friendo hamburguesas. Cuando me vio, soltó un gañido
femenino.
—Tú no eres Alex —dijo.
—Tienes razón —repliqué y le hundí el cuchillo en el estómago, en el pecho y en
el cuello. Con los últimos estertores, tiró la sartén del fogón y lo último que sintió
antes de cerrar los ojos fue la rociada de grasa ardiente que le salpicaba las piernas
bronceadas de jugar a tenis.
TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO.
Subí las escaleras tropezando, respirando sangre y vinilo. Richie Liggett era ahora
una pieza de desorden inanimado que hacía juego con el resto de detritus de la VIDA
FAMILIAR FELIZ. Le marqué SS en las dos piernas, luego se las corté con la sierra y las
arrojé sobre una silla polvorienta llena de pelotas de tenis. El olor a sangre superaba
ya cualquier otro; agarré las herramientas y bajé a la cocina a hacerme cargo de Mady
Behrens. Cuando también estuvo marcada y mutilada, tiré las piernas al fregadero
con los platos sucios.
LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC
Exhausto, paseé la mirada por la cocina. El desorden que había creado me pareció
delicado y bonito; el calendario y los aforismos enmarcados, que colgaban torcidos
en las paredes, desmerecían mi arte y me zumbaban como abejitas furiosas.
Enderezarlos me llevó a pensar en Ross y con su imagen llegó una nueva descarga de
energía. Empecé a ordenar la casa.
Pasé horas recogiendo, ordenando y cambiando cosas de sitio, dejando la MORADA
DE LA FAMILIA FELIZ en un orden que ponía de relieve la presencia de la Sombra
Sigilosa y su venganza. Con las luces de todas las estancias encendidas, me dediqué

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al trabajo, obligando a mi cerebro a alejarse de Ross, y sólo hice una pausa para
consultar el reloj y recordarme que Dom de Nunzio y Rosie Cafferty estaban a punto
de llegar. Cuanto más recogía, más cosas veía que era preciso ordenar, y cuando oí
voces en el porche pasada la medianoche, todavía me faltaba mucho para terminar.
Los liquidé en el vestíbulo, en una barahúnda de tajos y chillidos, penetrando con
el cuchillo entre los brazos con que se protegían hasta alcanzar el rostro de los
traidores. Rosie Cafferty ya estaba muerta y yo alzaba el arma para darle a su novio
un tajo final en el gaznate cuando recordé que Ross me había presentado como Billy
Rohrsfield, lo cual significaba que había sido otra persona quien nos había
traicionado a los dos. Dudé y, durante una fracción de segundo, Dom de Nunzio,
inmovilizado bajo mis rodillas, me pareció absolutamente perfecto… y perfectamente
parecido a Ross.
—Lo siento —susurré con voz ronca, y le cerré los ojos al tiempo que lo
acuchillaba, acuchillaba y acuchillaba hasta matarlo.
Mientras grababa SS en dos pares más de piernas bonitas con zapatillas de tenis,
no se produjo ningún tic ni tic/latido. Las serré y luego me acerqué a la pared de la
sala y dejé mis huellas ensangrentadas en ella, manchando toda la zona con sangre
para que ni siquiera al poli más lerdo le pasaran por alto las pruebas. Recogí la sierra
y el cuchillo y regresé al Muertemóvil. La capa ondeaba en el nocturno viento estival
y, ya en la furgoneta, volví a ponerme el traje de Brooks Brothers, me restregué la
sangre de las manos y me arranqué la Sombra Sigilosa de la cara. Con pulso firme,
apreté los dedos en el mango del cuchillo y del hacha para que quedasen las huellas
bien marcadas y metí las armas en tres bolsas de plástico. Busqué entre las
herramientas de la furgoneta hasta encontrar una pala, la llevé a la cabina conmigo y
después fui a buscar un sitio donde dejar los instrumentos que servirían para
administrar una justicia rápida.
Enterré la sierra al pie de un árbol, junto a la biblioteca de Bronxville, y el
cuchillo junto al lago de Huguenot Park, en New Rochelle. Recordé una casa de
huéspedes que varios caddies habían mencionado, conduje hasta el número 800 de
South Lockwood y llamé a una puerta, sobre la cual había un cartel que rezaba: «Se
alquilan habitaciones por semanas.»
La vieja que respondió a mi llamada fingió enojo por lo intempestivo de la hora,
pero cuando le dije que quería una habitación y que le pagaría dos meses por
anticipado, se deshizo en amabilidades y señaló un escritorio con un gran libro de
registro. Le tendí un fajo grande de billetes de cien. A mí ya no me servían de nada.
—Me llamo Martin Plunkett. No lo olvide: Martin Plunkett.

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26

Tardaron tres días en dar conmigo.


Pasé la mayor parte de aquellas setenta y dos horas durmiendo, saciando el
cansancio provocado por una de las giras más largas de la historia, y cuando oí que
los helicópteros daban vueltas justo encima de mi cabeza, me sentí aliviado por que
todo hubiera terminado. Miré por la ventana y pude ver las luces de una decena de
coches patrulla; al cabo de un momento, unos cuchicheos, unos gruñidos soñolientos
y unos pasos apresurados me indicaron que la casa de huéspedes estaba siendo
desalojada. Después, se dejaron oír las pisadas de unas botas recias, tic/tump,
tic/tump, tic/tump, a mi alrededor, y el aviso ritual sonó por el megáfono:
—¡Estás rodeado, Plunkett! ¡Ríndete o entraremos por ti! Anduve hasta la puerta
y, a través de ella, grité:
—¡Estoy desarmado! ¡Quiero hablar con el jefe antes de entregarme!
Retrocedí, dispuesto a arrojarme al suelo, y me llegó la respuesta: eran unas voces
discutiendo. «Está usted loco, inspector», conseguí entender, y una réplica: «Es mío.»
A continuación, echaron la puerta abajo y un hombre de mediana edad y de aspecto
corriente, con un traje gris, me apuntó directo a la cabeza con una 38.
No dijo «¡No te muevas, hijo de puta!», ni «¡Contra la pared, cabrón!» Solamente
se limitó a presentarse: «Me llamo Tom Dusenberry», como si acabáramos de
conocernos en un cóctel. «Martin Plunkett», respondí. Y cuando desamartilló el arma,
sonreí.
No me dio la impresión de que estuviera decidiendo si debía dispararme; parecía
un hombre concentrado en sí mismo que se preguntara hasta dónde podía permitirme
llegar. Sonriendo todavía, le dije:
—¿Es de la policía de New Rochelle?
—Del FBI.
—¿Las acusaciones concretas?
—Para mí, delito de huida del estado tras el asesinato de Malvin; para los demás,
lo de los cuatro de Crown.
Hubo en aquella declaración algo que me golpeó bajo y con fuerza, pero no
conseguí determinar qué. Traté de concretarlo, procurando ganar tiempo, y entretanto
evalué a Dusenberry. Empezaba a antojárseme un tipo extraordinario… y no sabía
por qué.
Permanecimos en silencio casi un minuto: yo, pensando; él, mirando. Por fin,
dijo: «¿Por qué, Plunkett?», y lo comprendí. El hombre era, simplemente, la
moderación en persona: voz, cuerpo, ropas, alma. Era algo que no podía haber
cultivado; era así, y punto.

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—¿Por qué qué, señor Dusenberry?
—Por qué todo ello.
—No sea tan ambiguo.
—Seré concreto. ¿Por qué ha matado a tanta gente y ha causado tanto dolor,
joder?
En ese momento capté que estaba perdiendo la calma, impaciente por que
sucediera algo enseguida. El sudor le oscurecía el cuello de la camisa y le obligaba a
entornar sus insípidos ojos azules. Pronto las piernas empezaron a temblarle de
tensión y el único reducto de tranquilidad en su persona fue el dedo que se apoyaba el
gatillo. Estaba poniéndose febril en su deseo de respuestas francas.
—Haré una declaración formal —dije—. Entonces lo sabrá. Y no haré esa
declaración a menos que sea divulgada al público en general, al pie de la letra.
¿Entiende lo que digo?
—Lo deja usted muy claro.
—Lo dejo muy claro porque sé que usted quiere saber y, a menos que me deje
confesar a mi manera, nunca podrá averiguarlo.
Dusenberry bajó el arma y sentenció:
—Hace mucho que desea contarlo. Lleva años dejando pistas.
Si creía que acababa de jugar una baza ganadora, se equivocaba; no se me había
pasado por alto que dentro de mí venía creciendo desde hacía mucho tiempo el deseo,
cancerosamente autodestructivo, de alcanzar la gloria.
—¿Por eso ha dado conmigo?
—En parte —respondió Dusenberry y sonrió; la insipidez de su dentadura
perfecta me dejó helado mientras aclaraba su desconcertante declaración. La
acusación por huida del estado estaba relacionada con la muerte de Saul Malvin… y
eso sólo lo conocía Ross.
—¿Y el resto? —susurré.
Ahora, los dientes eran afilados y puntiagudos: el insulso agente federal se había
convertido en un tiburón.
—Anderson te ha delatado para librarse de la pena de muerte —anunció—. Te ha
arrojado a manos del fiscal federal más voraz y ambicioso que ha existido nunca…
para salvar su propio culo de marica, sádico y depravado. —El tiburón dio paso a un
monstruo que abría las mandíbulas de par en par para engullirme con sus palabras—:
Tú le querías, ¿verdad, cabrón? Has matado a esos cuatro porque sabían lo que
Anderson y tú erais y no podías tolerarlo. ¡Tú lo amabas! ¡Reconócelo, maldita sea!
Di un paso adelante y Dusenberry alzó el arma. La boca del cañón ya estaba a dos
dedos de mi nariz y el gatillo a medio recorrido cuando lo comprendí: si lo atacaba él
saldría ganando; si me retiraba vencería yo. Sonriendo como Ross en su momento
más radiante y hablando como Martin Plunkett en su momento más resuelto,

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mascullé:
—Lo utilicé a él y te utilizaré a ti; al final, yo venceré.
Dusenberry bajó el arma y yo le presenté las manos para que me esposara.

Del New York Times, 4 de febrero de 1984:

EL JUICIO DE PLUNKETT LIQUIDADO EN UN DÍA; CONTINÚAN LAS INTRIGAS LEGALES


Y DE LA INVESTIGACIÓN

El juicio de Martin Michael Plunkett, asesino confeso de cuatro ciudadanos


del condado de Westchester, apenas ocupó cuatro horas de la jornada de ayer,
pero la controversia legal que lo rodea puede ser tan compleja y trascendente
como breve ha sido su paso por el tribunal… y parece estar tomando cuerpo cierta
mística en torno al propio acusado.
Detenido en New Rochelle el pasado 13 de septiembre por el asesinato con
arma blanca de Dominic de Nunzio, Madeleine Behrens, Rosemary Cafferty y
Richard Liggett, Plunkett se negó a hablar con los investigadores, con los
psiquiatras designados por el tribunal y con el abogado que se le asignó. De
hecho, no habló con nadie ni realizó ninguna declaración escrita hasta dos
semanas antes del juicio de ayer, cuando reconoció ser autor de las cuatro muertes
en un documento notarial que dirigió a los investigadores a los lugares donde
había enterrado las armas letales. Ayer, renunciando a la asistencia legal, repitió la
declaración ante el juez y el jurado y fue condenado tanto como consecuencia de
esta declaración como por las pruebas materiales correspondientes. El jurado
emitió su veredicto tras deliberar apenas diez minutos y el juez, Felix Cansler, lo
sentenció a cuatro condenas de cadena perpetua consecutivas sin posibilidad de
libertad condicional. A continuación, Plunkett fue conducido a la prisión de Sing
Sing y encerrado en una celda para presos protegidos, donde guarda silencio
sobre los detalles de sus cuatro asesinatos y sobre todo lo demás.
Plunkett fue capturado como resultado de la declaración prestada por otro
asesino reconocido, Ross Anderson, de 33 años, ex oficial de la policía estatal de
Wisconsin y primo de los asesinados Richard Liggett y Rosemary Cafferty.
Anderson, que afrontará la próxima semana en Wisconsin el juicio por tres
acusaciones de violación y asesinato que se remontan a 1978 y 1979, no fue
llamado a declarar contra Plunkett porque las autoridades lo consideraron
«logísticamente complicado». Stanton J. Buckford, fiscal federal jefe para el área
metropolitana de Nueva York, declaró a los periodistas la semana pasada: «Si
Plunkett no hubiera presentado su declaración y no la hubiese respaldado con
pruebas que la corroboraban, habríamos requerido el testimonio de Anderson. En

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la presente situación, sin embargo, no vamos a necesitarlo. El testimonio de
Anderson guarda relación con un asesinato que atribuye a Plunkett, cometido en
Wisconsin en 1979, y como Plunkett recibirá, muy probablemente, la condena
máxima en Nueva York, no queremos que viaje a Wisconsin, un estado sin pena
de muerte, sólo para que lo condenen a más años de cárcel. Este hombre tiene una
gran inteligencia y es sumamente peligroso y, en mi opinión, presenta un
importante riesgo de fuga. Mi deseo es que permanezca en un recinto de máxima
seguridad en Nueva York.»
El presunto asesinato de Wisconsin lleva a la pregunta más apremiante sobre
el caso: ¿a cuántas personas ha matado Martin Plunkett? Dado que las primeras
sospechas acerca de él surgieron como resultado de investigaciones llevadas a
cabo por el Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie, la pregunta se la
están haciendo ahora agentes de policía de todo el país.
El inspector Thomas Dusenberry, jefe del Grupo Especial, a quien se debe la
resolución de la cadena de homicidios perpetrados por Anderson y Plunkett,
considera que serán muchos más. «Yo diría que Plunkett ha matado a cuarenta
personas, por lo menos, y que sus primeros asesinatos se remontan a 1974, en San
Francisco. Creo que mató a George y Paula Kurzinski en Sharon, Pennsylvania,
en 1982, un caso que estaba abierto, y que si se incluyen desapariciones no
denunciadas, sus asesinatos pueden alcanzar el centenar. Cabe pensar que, una
vez entre rejas y enterrado legalmente, carece de importancia el número exacto de
personas que haya matado, pero sí la tiene. Por un lado, a los familiares de los
desaparecidos les aliviaría su zozobra saber con exactitud qué ha sido de ellos;
por otra parte, y más importante, si los homicidios que se atribuyen a Plunkett
todavía están siendo objeto de una investigación activa, podremos cerrar los casos
pendientes y ahorrar muchas horas de trabajo a los agentes. En el momento de la
detención, Plunkett dio a entender que expondrá todos los hechos relativos a sus
asesinatos. Sólo espero que lo haga pronto.»
Los departamentos de policía municipales de cuatro estados, por lo menos,
están instruyendo investigaciones sobre Plunkett. Las autoridades de Aspen,
Colorado, sospechan que fue autor de ocho asesinatos/desapariciones en 1975 y
1976, y las policías de Utah, Nevada y Kansas lo consideran sospechoso de entre
quince y veinte asesinatos más en sus jurisdicciones.
La semana pasada, el inspector Dusenberry declaró: «He compartido los datos
que poseo sobre Plunkett con todos los departamentos que lo han solicitado.
Merecen conocer lo que tenemos. Pero los fiscales están presentando acusaciones
con demasiada alegría y eso es ridículo. Sin una confesión de Plunkett, todo
queda en el aire. No hay testigos, ni pruebas materiales. He hablado con los dos
hombres a los que Plunkett vendió tarjetas de crédito de las víctimas hace años.

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No han podido hacer una identificación positiva basada en su aspecto actual.
Todo es demasiado antiguo y demasiado vago y, en el fondo, está motivado por la
indignación y por la ambición personal. Plunkett será juzgado en un estado sin
pena de muerte y ningún juez de Nueva York permitirá que sea extraditado y
ejecutado en otra parte, por mucho que lo merezca y por mucho que un puñado de
fiscales voraces quieran ajustarle las cuentas.»
En cuanto al caso Anderson, el ex policía será juzgado esta semana en
Wisconsin. Se ha declarado culpable en un acuerdo con el fiscal y se espera que
reciba la sentencia máxima que permite la ley del estado: tres cadenas perpetuas
consecutivas. Anderson ha reconocido haber violado y matado a mujeres en
cuatro estados más (dos de ellos con pena de muerte), y los fiscales de Kentucky,
Iowa, Carolina del Sur y Maryland están buscando resquicios legales que
permitan procesarlo.
Anderson ha guardado silencio sobre sus crímenes y sobre su relación con
Plunkett y, a través de su abogado, ha respondido con un «sin comentarios» al ser
interrogado por agentes de policía y fiscales de distrito de otros estados. «Ellos
tienen la palabra —ha dicho el inspector Dusenberry—. Si alguno de los dos
quiere hablar, mucha gente, entre la que me incluyo, seremos todo oídos.»

Del Post de Milwaukee, 12 de febrero de 1984:

ANDERSON, CONDENADO A CADENA PERPETUA

Ross Anderson, el ex teniente de la Policía del Estado de Wisconsin que


también ha resultado ser el asesino conocido como «el Matarife de Madison», fue
declarado culpable de la violación y asesinato, en 1978-1979, de Gretchen
Weymouth, Mary Coontz y Claire Kozol, en un breve juicio celebrado ayer ante
el Tribunal de Distrito de Beloit. El juez Harold Hirsch condenó a Anderson, de
33 años, a tres cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad
condicional, determinando que sea recluido en una institución que ofrezca
«custodia protectora plena», término empleado para referirse a cárceles de alta
seguridad que cuentan con instalaciones especiales para delincuentes de «alta
visibilidad», como agentes de policía, famosos y figuras señaladas del crimen
organizado, que podrían ser objeto de ataques si se los alojara entre los internos
comunes.
Una vez pronunciado el veredicto, el fiscal de distrito de Beloit declaró ante la
prensa: «Es una vergüenza. Tres chicas de Wisconsin están muertas mientras su
asesino pasa el resto de su vida jugando a golf en una prisión privilegiada.»

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Del artículo editorial del Milwaukee Journal, 3 de marzo de 1984:

¿EL SALARIO DEL ASESINATO?

Ross Anderson asesinó a siete personas. Su amigo Martin Plunkett asesinó a


cuatro, por lo menos, y algunos policías que conocen el caso afirman sin vacilar
que el número de sus víctimas asciende a unas cincuenta. Los dos individuos han
tenido la fortuna de ser juzgados en estados que no contemplan la pena capital y
son considerados criminales tan espantosos que no se les permite convivir con
otros delincuentes, pues incluso los más endurecidos atracadores y traficantes se
tomarían tan a mal su presencia en el patio de la prisión que su seguridad estaría
en peligro.
Así pues, Ross Anderson, alias el Matarife de Madison y asesino de mujeres
en cuatro estados, se halla recluido en una sección para presos bajo protección
especial, donde levanta pesas, lee novelas de ciencia ficción y construye caras
maquetas de aviones. El preso de la celda contigua es Salvatore DiStefano, el jefe
de la mafia de Cleveland que cumple quince años por extorsión. Él y Anderson
charlan de béisbol durante varias horas al día, hablando de celda a celda.
Martin Plunkett se encuentra en la prisión de Sing Sing, en Ossining, Nueva
York. No habla con nadie, pero se rumorea que está pensando en escribir sus
memorias. Mantiene correspondencia con varios agentes literarios de Nueva
York, todos los cuales han mostrado interés en representar cualquier libro que
escriba. También llegan ofertas de Hollywood: se rumorea que algunos estudios
le han ofrecido hasta cincuenta mil dólares por una semblanza biográfica de
veinte páginas. Cincuenta mil dólares divididos por cincuenta víctimas sale a mil
dólares por cabeza.
Es una obscenidad.
Plunkett no podría quedarse el dinero, pues las leyes del estado de Nueva
York prohíben que los delincuentes condenados obtengan beneficios económicos
de la publicación, escrita o filmada, de sus crímenes. Sin embargo, no parece que
sea esto lo que busque; desde su detención, ha manipulado brillantemente al
estamento legal y a los medios para tenerlos esperando a que él contara su historia
a su manera. Parece que eso es lo único que quiere y tanto a juristas
bienintencionados como a voyeurs literarios se les cae la baba de expectación.
Todo ello es obsceno y contrario a los conceptos norteamericanos de justicia
ciega y de castigo adecuado al delito. Todo ello es obsceno y subraya las perfidias
de llevar la libertad de expresión al extremo. Es obsceno y apunta a la necesidad
de que exista un Estatuto Nacional de la Pena de Muerte.

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Del diario de Thomas Dusenberry:

13/6/84

Hace ya nueve meses que retiré de las calles a Anderson y Plunkett. He estado
muy atareado trabajando —nuevos eslabones y cadenas— y tratando de reconstruir
sus vidas. Del primero no he sacado nada y del segundo, todo lo que sale es malo.
Actualizando: Buckford fue el artífice de la acusación contra Plunkett. Elaboró
una lista de testigos, a los que no hubo necesidad de recurrir debido a la declaración
del reo, y estableció las estrategias de ataque del mediocre fiscal de distrito de
Westchester. Se guarda un gran as en la manga por si otros estados emiten alguna
vez órdenes de extradición: acusaciones por huida del estado que le garantizan, a él,
mantenerse bajo los focos y a Plunkett, seguir a salvo de la silla eléctrica. Este
hombre y sus maquinaciones me provocan sentimientos contradictorios. Él sabe, y yo
también, que la pena capital no disuade de los crímenes violentos, y el aristócrata de
Southampton que lleva dentro la considera vulgar. Bien, pero Buckford también es
una promesa del partido Demócrata, se lleva entre manos una operación de gran
alcance contra la extorsión que le dará popularidad, y procura mantener sus
credenciales liberales impolutas para aspirar en algún momento a un escaño en el
Senado. A mí, y a otra media docena de agentes, nos ha dicho: «Estados Unidos
oscila entre el calor y el frío, entre el yin y el yang, entre la izquierda y la derecha, y
la próxima vez que se incline hacia la izquierda estaré preparado para saltar a la
arena y aprovecharlo.»
Así pues, Ducky Buckford es un oportunista; yo también lo sería, si no estuviese
tan deprimido. Después de la detención de Anderson y Plunkett, recibí un telegrama
de felicitación del propio director del Buró. Calificaba mi labor de «magnífica» y
terminaba con una pregunta: «¿Piensa continuar en el servicio activo hasta la edad
máxima de jubilación?» En mi respuesta me mostré evasivo, aunque la pregunta era
un ofrecimiento velado de una dirección adjunta y, tal vez, del mando de toda la
División Criminal.
¿Y a qué vienen estos sentimientos contradictorios y esta depresión?
A que deseo ver muerto a Plunkett.
Anderson no me molesta como Plunkett; ¡si hasta se echó a llorar cuando le
comuniqué que dos de sus primos habían sido asesinados! Plunkett, en cambio, no
puede albergar tales sentimientos, ni ninguno que no sea su propia intransigencia.
Parece como si me estuviera justificando, de modo que voy a hacerlo. No soy un
hombre vengativo, ni de ideología ultraderechista, y sé distinguir entre la necesidad
de justicia y la sed de venganza. No me atenaza ningún sentimiento de culpabilidad
irracional por no haber puesto bajo vigilancia la casa de Croton, pues di crédito a

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Anderson cuando me dijo que no había visto a Plunkett desde 1979. Pese a ello, sigo
queriendo que Plunkett muera. Lo quiero muerto porque nunca sentirá
remordimiento, ni culpa, ni la menor pena o ambivalencia respecto al dolor que ha
causado, y porque ahora se dispone a escribir su biografía, representado por un
agente literario que le aportará documentos oficiales de la policía para ayudarle a
contarla. Lo quiero muerto porque está explotando aquello en lo que más creo para
dar satisfacción a su propio ego. Lo quiero muerto porque ahora ya no me pregunto
por qué. Ahora, sencillamente, lo sé: el mal existe.
Un mes antes del juicio de Plunkett, Ducky Buckford y yo mantuvimos una charla
con el director del Buró. Éste comentó que me veía muy agotado y me ordenó que me
tomara unas vacaciones y viajara. Carol no podía acompañarme porque tenía clases,
de modo que me marché solo. ¿Dónde estuve? En Janesville, Wisconsin, y en Los
Ángeles, donde crecieron Anderson y Plunkett. ¿Qué descubrí? Nada, salvo que lo
que es, es, y que el mal existe.
Hablé con unas cuarenta personas que los conocían. Siendo adolescente,
Anderson obligaba a chicos de menor edad a practicar actos homosexuales; también
torturaba animales. Plunkett merodeaba por el vecindario mirando por las ventanas.
El traficante de marihuana al que Anderson mató en el cumplimiento del deber era
un antiguo amigo suyo convertido en enemigo y estoy seguro de que lo hizo
premeditadamente. La primera muerte de Plunkett tuvo lugar, casi con certeza, en
1974, en San Francisco: el DPSF lo interrogó tres días después de que un hombre y
una mujer que vivían delante de su casa apareciesen asesinados a golpes de hacha.
Revisando sus informes escolares, encontré al típico chico americano y al chico
extraño de inteligencia superior, pero ninguna mención de nada parecido a un
trauma significativo, de los que se arrastran toda la vida. De regreso a casa, en el
avión, me emborraché y brindé por la Iglesia holandesa reformada. El mal existe,
preempaquetado desde el nacimiento, predestinado desde el útero. Si, como sugiere
el doctor Seidman, Plunkett y Anderson son homosexuales sádicos, su mutua pasión
no se basa en el amor, sino en el reconocimiento del mal por parte de un mal
equivalente. Mamá, papá, reverendo Hilliker, Calvino, teníais razón. Por más que me
pese, os la concedo.
Ya en casa, enseguida que llegué, hice algo que no había hecho en veinticuatro
años de matrimonio. Inspeccioné los cajones de la cómoda de Carol. Descubrí que el
diafragma no estaba en su caja y empecé a tirar cosas por todas partes. Cuando me
serené un poco, volví a recogerlas y en ésas llegó Carol. No dijo una palabra y yo no
le pregunté nada, y últimamente se ha mostrado tan cariñosa y atenta que todavía no
puedo decirle nada. Es evidente que algo ha de pasar, pero temo que si doy el primer
paso, nos llevemos una buena sorpresa.
Unas reflexiones finales sobre Plunkett:

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A veces pienso que lo único bueno que ha salido de lo que ese monstruo me ha
enseñado es mi decisión de continuar mirando al mal cara a cara. Si mi destino es
convertirme en un típico policía de Homicidios implacable, sea. Si Plunkett ha sido
un indicador de dirección, un villano preempaquetado que me mandaba Dios para
impulsarme a seguir buscando asesinos, sea. Si todo eso es verdad, seré capaz de
reconciliar mi propia faceta lógica y metódica con la parte mística y desilusionada
para seguir adelante.
Lo único que no está a la altura de todo ello soy yo mismo. Tengo casi cincuenta
años y no me considero con la energía necesaria para volverme frío, duro y
motivado. Eso queda para los jóvenes… y para Plunkett.

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27

15 de junio de 1984.
Estaba tumbado en el camastro cuando oí movimiento en el pasillo de delante de
la celda. Pensé que se trataba de otro funcionario o de un administrador curioso por
ver al asesino silencioso en carne y hueso y no aparté la vista del techo. Entonces olí
a alcohol, miré hacia fuera y vi a Dusenberry agarrado a los barrotes.
—Háblame —ordenó.
Decidí no hacerlo. Había roto mi silencio durante la contratación de mi agente
literario y había hablado con los administradores de Sing Sing presentes en el acto,
pero el agente del FBI que me había capturado, borracho a las dos de la tarde, no
merecía respuesta. Continué mirando al techo y pasando películas mentales de
colores.
—¿Le diste por culo a Anderson, o te dio él a ti?
Los remolinos que veía eran rosa pastel y beis.
—Seguramente lo segundo. Van a por ti, muchacho. Ronnie ha llenado el
Tribunal Supremo de jueces despiadados. Colorado ha formado un equipo de los
mejores abogados para que encuentren la manera de freírte el culo.
Ahora, el marrón oscuro y el rojo se fundían suavemente.
—Si te fríen, nunca llegarás a escribir el libro. Serás olvidado.
El marrón y el rojo se convirtieron en azul y éste se volvió más intenso.
—¡Mírame, hijo de puta!
Los colores seguían intensificándose y se separaban lentamente para regresar a
los tonos originales, sólo que más bonitos.
—¡No permitiré que me vuelvas como tú!
Más intensos, más tenues, más bonitos.
—¡Hijo de puta! ¡Nunca, nunca! ¡No seré nunca una mierda como tú!
Mientras oía a los carceleros que se llevaban a Dusenberry, los colores se
difuminaron, más bellos que nunca.

Del diario de Thomas Dusenberry:

19/6/84

Lo sucedido con Plunkett llegó a oídos del Director. Éste envió una reprimenda
vía Ducky Buckford. «No permitas que vuelva a suceder nada parecido.» Ducky
recomienda que me mantenga en segundo plano y algún resultado rápido y
espectacular en el Grupo Especial, aunque haya de hurtarle el mérito a otro agente.

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Esto no puedo hacerlo, por supuesto; sería demasiado pragmático, al estilo Plunkett.
Anoche me encaré con Carol. Reconoció que tenía una aventura con uno de sus
profesores. Fui capaz de mantener la calma hasta que empezó a racionalizar por qué
había ocurrido. Tenía razones lógicas para todo y, cuando comenzó a enumerarlas,
le pegué. Lloró y lloró y, al cabo de diez minutos, recuperó la lógica y la
racionalidad y me dijo: «Tom, no podemos seguir así.»
Yo lo sabía antes incluso de que lo dijera.
Una buena noticia, si así puede decirse: ayer, Anthony Joseph Anzerhaus, el que
arrancaba el cuero cabelludo a los niños, murió de un disparo cuando cruzaba la
frontera mexicana para entrar en Tejas. Un agente de fronteras lo reconoció y fue a
sacar la pistola. Al verlo, Anzerhaus metió la mano bajo el asiento y el agente,
creyendo que escondía un arma, le disparó. No era un arma; era un oso panda de
peluche. Anzerhaus murió acunándolo como un bebé.
Llamé a Jim Schwartzwalder, le di la noticia y se derrumbó; entonces se puso al
teléfono su esposa y repetí la historia. Cuando le pregunté por qué Jim se lo había
tomado tan mal, me contestó: «No quieras saberlo.»
Tiene razón. No quiero saberlo.
Lo que sí quiero saber es si alguien honrado puede sacar provecho del punto
muerto al que he llegado con Plunkett. En cuanto logre determinarlo, me olvidaré
para siempre de ese maldito hijo de puta.

Del New York Times, 24 de junio de 1984:

EL JEFE DE LA INVESTIGACIÓN PLUNKETT-ANDERSON ENCONTRADO MUERTO CERCA


DE SU CASA: ES UN SUICIDIO

Quantico, Virginia, 23 de junio:


El inspector Thomas Dusenberry, de 49 años, jefe que fue del Grupo Especial
del FBI contra Asesinos en Serie y agente responsable de las capturas de los
asesinos múltiples Martin Plunkett y Ross Anderson, fue encontrado muerto ayer,
en el bosque cercano a su casa de Quantico. En la mano derecha tenía un revólver
del calibre 38 con un silenciador de tosca factura y una sola herida de bala en la
cabeza. Los agentes que investigan el caso han encontrado una nota de suicidio,
escrita de su puño y letra, en la mesa del comedor de su casa y la muerte ha sido
oficialmente catalogada de «homicidio autoinfligido».
Los agentes del FBI expresaron su perplejidad ante la muerte de Dusenberry,
pero no quisieron especular acerca de los motivos que lo llevaron a quitarse la
vida. La policía de Quantico reveló que, junto con la nota de suicidio, había dos
cheques de veinticinco mil dólares cada uno, extendidos a nombre de los hijos del

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inspector. Dusenberry había comentado a un colega, el agente especial James
Schwartzwalder, que había vendido —por la cantidad que dejaba a sus hijos— un
diario que escribía sobre el caso Plunkett al mismo agente literario que representa
a Martin Plunkett en la venta de su autobiografía.
«Tom me habló del trato hace tres días —ha dicho el agente Schwartzwalder a
los periodistas del Times—. Parecía feliz por ello. Yo no tenía ni idea de lo que
estaba planeando.»
Dusenberry será enterrado tras un funeral que se celebrará en la capilla de la
Iglesia holandesa reformada la próxima semana. Deja esposa, Carol, de 45 años,
un hijo, Mark, de 22, y una hija, Susan, de 23.

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28

Salvo este epílogo, mi relato está completo. Llevo catorce meses en Sing Sing;
Dusenberry lleva nueve muerto. No se han cursado órdenes de extradición contra mí
y en el mapa que adorna la pared de mi celda hay clavados sesenta y dos alfileres.
Ayer cumplí treinta y siete años.
Milton Alpert está leyendo las primeras páginas de mi manuscrito en una celda
enfrente de la mía, al otro lado del pasillo. Llevo una hora observándolo y parece
asustado.
Ya se ha acabado. Estoy tan muerto e inanimado como esos alfileres de cabeza
roja que adornan mi mapa. Al repasar estas cuatrocientas y pico páginas, veo que
estuve, sucesivamente, asustado y enfurecido, que fui atrevido y cobarde, depravado
y poseído de una nobleza de guerrero. Luché y huí y, cuando amé, mi emoción
respondió a una voluntad de poder similar a la mía. Que él resultara débil y traidor
carece de importancia; como todos los seres humanos, me uní a un amante bien
parecido que llenó de gracia mis propios espacios en blanco, dejando partes de mi
voluntad en suspiros y abrazos. Pero, a diferencia de la mayoría de los seres
humanos, no permití que mi deseo me destruyera. Mis últimas muertes fueron por él,
y por él estuve a punto de dejar con vida a mi última víctima, pero al final mi
voluntad se mantuvo intacta. Poseí la experiencia, pero no pagué el precio final.
Otros lo pagaron por mí.
Al quitarles la vida, los conocí en los momentos más exquisitos de su existencia.
Al acabar con ellos cuando eran jóvenes, ardientes y llenos de salud, asimilé una
impetuosidad y un sexo que habrían languidecido de no haberlos usurpado para mi
propio uso. Lo que hice fue en parte para acallar mis pesadillas y calmar mi rabia
terrible, y en parte por la pura emoción y la sensación de poder de alto voltaje que me
proporcionaba el asesinato. No puedo resumir mis impulsos con una perspectiva
mayor que ésta.
Así, busca causa y efecto; participa de mi brillante recuerdo y de mi absoluta
sinceridad y llega a la conclusión que quieras. Construye montañas de elipses y
bastiones de lógica de interpretaciones de la verdad que te he dado. Y si he ganado tu
credibilidad retratándome abiertamente, con fragilidades incluidas, créeme si te digo
lo siguiente: he alcanzado puntos de poder y de lucidez que no pueden medirse por
ningún parámetro lógico, místico o humano. Tal era la santidad de mi locura.
Ahora se acabó. No me someteré a la duración de mi sentencia. Completada esta
despedida en sangre, mi tránsito en forma humana ha llegado a su punto culminante;
subsistir más allá resulta inaceptable. Los científicos dicen que toda la materia se
dispersa en una energía irreconocible pero penetrante. Me propongo averiguarlo

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volviéndome hacia adentro y cerrando mis sentidos hasta que implosione en un
espacio más allá de toda ley, de toda carretera, de todo límite de velocidad. De alguna
forma oscura, continuaré.

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James Ellroy nació en 1948 en Los Ángeles, ciudad que le ha servido como telón de
fondo de su narrativa. Su vida se vio marcada por la muerte violenta de su madre
cuando él contaba diez años. Es uno de los grandes escritores de novela negra
contemporánea, deudor de maestros como Hammett y Chandler. Gracias al crudo
retrato que hace de la Norteamérica racista y conservadora, se le conoce como el
«perro rabioso de las letras norteamericanas». En Ediciones B ha publicado Jazz
blanco, Réquiem por Brown, La colina de los suicidas, L. A. Confidential, La Dalia
Negra, A causa de la noche, Sangre en la luna, América, Clandestino, Ola de
crímenes, Seis de los grandes, Destino: la morgue y Loco por Donna.

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Notas

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[1] Charles Manson utilizó esta canción de los Beatles para inspirarse durante sus

rituales satánicos antes de asesinar. (N. de los T) <<

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[2] De la canción de los Beatles. (N. de los T) <<

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[3] El personaje hace una adaptación de la letra de Revolution, de los Beatles. (N. de

los T) <<

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[4] Manson altera de nuevo la canción de los Beatles. (N. de los T) <<

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