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AVENTURAS DE UN

COCINERO DE A BORDO

Queda hecho el depósito


que marca la Ley.
Prohibida su reproducción
total y/o parcial sin
autorización del autor.
ISBN Nº 987-43-5687-1

A mi esposa Elsa
en nuestras Bodas de Oro

A mi familia

A mi nieta Ludmila

Agradecimiento

Un eterno agradecimiento a la señora Stella Maris Tiscornia y a su esposo Juan José Donadío.
Lazarillos incondicionales, que me hicieron cruzar sin temor el sendero de la ignorancia.

A los Capitanes:
José Manuel Rojas
Rubén Rudenaker
Martín Olmos
Juan Carlos Perani
José Luis Longobardi
Norberto Hugo Filipone
Angel A. Varela
Gustavo A. Martinez
Alberto H. Pisani
José Miguel Verón
Luis Gustavo Guerra

En Memoria
(Mis recuerdos por apodos, nombres o apellidos)

Jose Barrientos ( Pepe)


Schneider (Electricista del Borrasca)
"Tortuga" (Marinero)
Manolo "El chancho" (Contramaestre)
Alfredo (Contramaestre)
Leo (Marinero)
Willy (Fallecido en Alemania)
El Delfin (Buzo táctico de la Prefectura)
España (Bombero del B.T. Presidente Arturo Illia)
Estos jóvenes tripulantes fallecidos en tareas de alto riesgo troncharon sus vidas por los embates del
destino, pero juro que no por el de mis guisos.

PROLOGO

La autodidáctica de este devenido narrador, ha sido la mejor de las pedagogías: la de la vida misma.
Leer las andanzas de este cocinero de abordo, es conocer a un hombre sensible, dotado de un humor
que aligera los trances difíciles y redime con su benevolencia al resto de los hombres.
Sus relatos tienen la frescura de lo no contaminado por la literatura pretenciosa.
Tienen sus frases un ritmo ágil que llevan despreocupadamente a continuar leyéndolo.
"La vida en el mar es dura, yo también" ha escrito casi como una declaración de guerra.
Encontramos y nos adentramos en vivencias que tienen la fuerza de su propia debilidad,
sorprendiéndonos con su plasticidad para resolverlas.
Asocia con holgura, metaforiza sarcásticamente e ironiza con la vastedad de quien conoce el
terreno.
Nos conmueve, hace guiños y habilita a sonreír.
No es menudo emprendimiento.
No es arte menor.
Más allá de la buena fortuna que he tenido al conocerlo, Antonio es un artista en el amplio y
comprometido destino de la palabra. Esta buenaventura de haberlo conocido, no es patrimonio mío.
Los lectores lo compartirán.
Ser artista es estar atravesado por un dinamismo creativo que traspasa y modifica cada letra que se
escribe y cada letra que se lee.
Dice el autor: "Mi ego continuaba empujando mi modestia", otra sentencia premonitoria de luchas.
Batallas que afrontará sin darle tregua a la vida misma.
Adelante, la vida no valoriza al hombre; es el hombre quien debe valorizar a la vida... y Antonio lo
hace naturalmente.

Stella Tiscornia

INDICE

Prólogo 7
Palabras preliminares 13
El Borrasca 19
El Kaleu Kaleu 23
El Cleopatra 27
Primer viaje del Cleopatra 29
Segundo viaje del Cleopatra 33
El Hrengus 47
Sobre la pesca 57
El nuevo Comandante: Portillo 79
El cambio 99
El Alvamar II 103
El Viernes Santo 175
Recetas salvadoras 179
Los petroleros 183
El Ingeniero Huergo 189
El despelote final 217
Un adelanto 219

Marinero errabundo en tu poesía,


comprendí tu sueño de mundial socorro.
Tomé la mano que me tendías,
y escuché los salmos del coro.

Leí en la estela de la nave,


con avidez mi futuro incierto
pero al ver el vuelo de las aves,
supe que no estaba muerto.

...
Mi agradecimiento
Para mi amiga CELINA JULIA SAMPAYO
por su incondicional ayuda

PALABRAS PRELIMINARES
El micro se detuvo en la plataforma número ocho, parecía que la terminal de ómnibus supiese de mi
triste bolso cargado con mis cuarenta y siete años de ser sólo aquello que los demás necesitaron.
Me estaba fugando, con la ansiedad de cambiar esta selva de cemento, donde pasé años trabajando
denodadamente para un gobierno torpe que de a poco descapitalizaba al comerciante, obligándolo a
malvender, lo que después debía adquirir por el precio que los monopolios dictaban.
Cuando el bus se puso en movimiento, mentí un saludo sin lágrimas por la ventanilla a mi señora
que sí lloraba levantando su mano. Apoyé la cabeza en la almohadilla, entrecerré los ojos y
comencé a desenrollar, como si estuviera agonizando, la película de mis recuerdos.
¿Qué me llevaba a esta aventura? me pregunté en tanto se apagaban las luces interiores. No hay
duda, la sangre de mis ancestros me empujaba al mar.
Sin madre, tuve que dejar los estudios para trabajar en la heladería del viejo. Con ese “tano”
incansable, pastelero y creador de la pizza a la piedra, forjé aquella fuerte tenacidad para el trabajo,
desarrollando una temprana libertad en el misterio que clamaban mis hormonas.
La película continuaba en tanto la azafata acomodó la almohadilla en mi cabeza. A los quince años
escribía periodismo deportivo en la columna del diario local “La Libertad” de Avellaneda. Un año
después hacía el reparto de empanadas en un viejo Fargo modelo 1932 por el barrio de la Boca.
El registro profesional, lo obtuve con la firma de mi viejo que haciéndose responsable, me dio
posibilidades de hacer changas en un taxi. Al mismo tiempo en un gimnasio bajé los kilos
necesarios, para realizar dos peleas como boxeador amateur en un club de barrio.
El humor fue para mí la panacea que ayudó en mucho todos los actos de mi vida. Mi afán de
aventuras me llevó a correr como acompañante de un piloto alemán en un antiguo “Richembaker”.
El viejo circuito de Palermo fue escenario de nuestro descabellado andar, solo Dios sabe por que no
nos matamos. El alemán alcoholizado, lo hacía por cuatro gomas nuevas que Perón regalaba a todos
los participantes en mecánica nacional. Arriesgué yo la vida por noviar con la hija de este loco, una
pulposa alemanita que fue mi primer amor. Por estar a su lado le ayudaba al padre a armar y
desarmar ese catafalco. Cuando el viejo se iba a dormir después de tomarse algunas cervezas, yo, en
vez de echarle manos al “Richembaker”, lo hacía con la piba.
En esos años Oscar Gálvez había ganado en Palermo, Pesatti se mató en un entrenamiento y Fangio
comenzaba a correr con un Chevrolet que manejaba como los dioses. Nosotros no nos matamos
porque Jesús de Nazaret estaba metido en los pistones y los despedazó. Menos mal que en otra
revisión al alemán lo expulsaron y yo me salvé.
Tiempo después me dieron a manejar una Ferrari “Monoposto” que le compró Carlos Najurieta a
Enrique Díaz Sáenz Valiente con la guita de mi viejo. Después de ganar el Campeonato Argentino,
este estafador enroscó el coche en un árbol. ¿El dinero?, también quedó enroscado.
Un día de carnaval, en el “Club Progresista” donde tiempo atrás me entrenaba con boxeadores de
gran fuste como Eladio Herrera, Otelo Zemín, Héctor García (campeón Olímpico) César Brión (el
olvidado mejor campeón argentino pesado), que con sólo 84 kilos peleó ganando y perdiendo con
los mejores boxeadores del mundo en aquella época; (Ersard Charles, Joe Walcot, Joe Luis. etc.).
Le ganó a Tami Maurello por knock out en el séptimo round, de la misma forma en una pelea
memorable y sangrienta, destrozó al campeón de Inglaterra. Le robaron las peleas previas al
campeonato mundial; en aquel entonces no estaba Lectoure y tuvo que ponerse bajo el tutelaje de
los mafiosos del norte. Hoy, si no esta muerto debe estar hecho pelota.
En un carnaval del año mil novecientos cuarenta y nueve, en ese club, una mascarita disfrazada de
gallega me llenó la boca de papel picado. Hoy después de 54 años, tengo a la misma mascarita a mi
lado.
Se me ocurrió escribir algunos guiones de humor para una incipiente televisión. Gracias a unos
libretos que me prestó Laura Bove, una niña que trabajaba en telenovelas, me di cuenta como
escribir técnicamente sketches para televisión.
Esos guiones, tenían el sabor y el humor que había en el boliche de mi viejo y servían de inspiración
a mi mollera. En esa pizzería nos reuníamos un grupo de muchachos, para discutir temas de
actualidad, siempre algún mentiroso era blanco de nuestras bromas. “El Cachafaz” que todo lo
exageraba, un diariero fanático hincha de Racing también estaba en la lista de los puntos de la
reunión; yo, soñador empedernido, también era blanco de las pullas, pero lo concerniente a la
discusión, que se podía encontrar en ese boliche o en la puerta de éste, alimentaban mis sketches.
Alguien me aconsejó que los registrara. Mucho tiempo después, el 27 de Diciembre de 1968 los
registré bajo el título “Locabio, Quirina y el cachafaz" El depósito para el registro de la propiedad
intelectual fue pagado en el Banco de la Nación Argentina, en la caja número 2 de la Agencia Carlos
Pellegrini, el depósito legal número 989908.
También el 30 de Julio de 1973 fue registrada una obra inédita “La hibernación. Número 1205356.
Estos certificados todavía están en mi poder, porque el primero de ellos fue copiado por una
secretaria de un canal con el lógico cambio de título, la misma idea, fue un éxito televisivo por
muchos años; Nunca pude hacer juicio, primero, porque era muy difícil que prosperara; segundo,
porque no conocía el tiempo para renovar certificados.
Mientras el micro corre por la ruta 3, sigue la película pasando vertiginosa por mi mente.
Después de venderle mi parte del negocio a mis hermanos, siguieron las aventuras y el deporte:
tenis, natación, ajedrez, etc. Fui uno de esos primeros locos en correr alrededor de una cancha de
fútbol, o por las calles de Mar del Plata, todo para bajar unos kilos. Alguna vez tuve que oír que me
gritaban: “comé menos gordo boludo”. Ahora por todos lados corren hasta los políticos. Estos con
las manos en los bolsillos, para que no se les caiga la plata que robaron.
Compré con los pesos de esa venta, en sociedad con un desconocido, el negocio que seis meses
después se convertiría en la rotisería “Tupac”. El nombre fue una idea genial de mi brillante socio,
militante de izquierda de todo lo que era derecha. Este genio no entendía nada de gastronomía, arte
que yo dominaba desde niño.
Mi flamante socio sabía mucho manejar la caja, con el dinero compraba madera para una carpintería
de su propiedad, ésta engrosaba, mientras que yo a veces tenía que pasar penurias en el banco.
Maestro también en darle manija a los afiliados de su partido. Estos caudillos junto a otros
dirigentes de izquierda, mandaban a los tontos a hacer lío en cualquier parte, mientras ellos
quedaban en la seguridad de sus empresas limpiándose el trasero con los panfletos que sobraban.
Años después, más de uno de esos pibes, fueron desaparecidos o torturados, gracias a los empujones
que les dieron estos piolas. El peligro estaba en el negocio; Mientras yo atendía a mis clientes
(algunos pescados grandes del gobierno de Lanusse), estos tíos se reunían en la cocina a tramar su
malignidad. Tiempo después vino nuevamente Perón, Cámpora, López Rega, la Triple A, la muerte
por nada, Isabelita presidente, los “Borrados”, los militares de nuevo, “La Junta” etc., etc.
En esto tuve suerte, pues en el quilombo de la revolución que derrocó a Perón yo trabajaba tranquilo
en la pizzería con el viejo y mis hermanos, pero en esta ensalada mi vida corría peligro.
Algunos de mis clientes, generales o coroneles vivían en barrio norte, entraban al negocio con sus
custodios, para comprar algún pollo, aquel peceto, ese asadito, alguna guarnición o ensalada,
picoteaban aquí y allá, mientras yo cortaba clavos con el culo en cuatro manos. Primero por el
retrato de Tupac Amarú tallado en bronce en una columna, segundo porque estos tipos eran blanco
continuo de alguna bomba, y tercero porque no tenía ganas de morir; mi expectativa de vida era más
amplia todavía.
El único que venía sin custodia era López Aufranc, este tío compraba todas las semanas alguna
vianda para su hija que vivía en la calle Anchorena. Una vez le dije inconscientemente que se
metiera detrás de la columna, porque si le tiraban la podía ligar yo, éste me contestó con una frase
que un turco la dijo treinta años después: “Nadie muere en las vísperas”. No sé porque me pareció
que el cuadro de Tupac se reía a carcajadas.
El rollo de mi película tiene pasajes velados. Son aquellos en los que casi pierdo los testículos y mi
felicidad.
Cuando vendimos el negocio, por la genialidad de mi socio recuperé menos de lo que puse, pero
tuve la suerte de salir vivo y dedicarme al “Turf". Compré un caballo de carrera.
Lo único que sabía yo de caballos era que son cuadrúpedos y la cola la tienen atrás. No hay dudas,
mi afán de aventuras me enloquecía, por eso entré de lleno en el mundo mafioso de los hipódromos.
El noble animal se lo compré a don Aníbal Giovanetti, sin conocer ni al viejo, ni al caballo. Algún
día escribiré un libro sobre este pingo. “El Papa” ex “Cañitero”, me dio algunas satisfacciones, pero
por la avivada de algunos cuidadores mafiosos, nunca pude aprovechar la calidad de semejante
equino.
Sigue el rollo, la cinta en el camino se va aclarando con la llegada del alba. Algunos marineros
conversan en el fondo, son los relevos de los barcos pesqueros de Ingeniero White.
Paré el rollo de mis recuerdos, en el bolsillo tenía, gracias a un ex Prefecto Nacional, un permiso
que después de numerosos exámenes y cursos de marinería me dieron en Prefectura. Este permiso
se trocó seis meses después en una libreta de embarque que pronto se convertiría en una de cocinero
de primera, pese a las agoreras predicciones de los muchachos del Sindicato, que no me afiliaron
por considerarme demasiado viejo para tan ardua labor.
Tiempo después, entre pastecas y redes, entre cabos, escalas de gato, maquinillas y cabrestantes,
este viejo fue a través de los años el decano de los cocineros de mar en barcos de altura, pesqueros
cargueros y petroleros. Se sobreentiende que en la cocina, entre cacerolas ollas y sartenes obtuve
mis días de gloria, pero a veces desesperanzas. La vida en el mar es dura, yo también.
Los marineros en el fondo seguían charlando y pensé en el párrafo de “Arenas, cumbres y estrellas”
de Antoine de Saint-Exupéry, cuando en un ómnibus que lo llevaba al aeropuerto sentía el parloteo
de alguno de los aduaneros que en voz baja giraban sus confidencias en un mismo tema. Dinero,
enfermedades y menudas cuitas domésticas. Pero yo no soy el viejo burócrata que se sentó a su
vera. No fabriqué mi paz tapando como el “Comején” con cemento todas las grietas y rendijas
donde pudiera entrar la luz. No me acurruqué en ninguna cómoda seguridad burguesa, ni en
ninguna asfixiante vida provinciana. No levanté ningún muro al embate de la vida. Enfrenté con
fiereza los grandes problemas. Por lo que hace a mí, la magia de mi empeño me ha abierto un
mundo en la cresta de las olas y en el fulgor de los relámpagos anunciando las tormentas. En la
serenidad de los astros y en la estela de las naves, leeré como Antoine, mi futuro incierto.
El micro llegó y en un destartalado ómnibus, nos llevaron al Puerto de Ingeniero White, donde
anclaban algunos barcos pesqueros de la compañía Mayorazgo: Kaleu-Kaleu, Borrasca, Aracena,
etc., etc.
El Aracena era un barco de gran porte cuyo capitán, familiar del novio de mi hija, me recibió poco
antes de su partida. Pese a su efusividad me dio a entender que en ese pesquero no podía embarcar,
pues su tripulación estaba completa. El cocinero (el mejor de la compañía) era un paraguayo muy
hábil en su trabajo con muy buenos colaboradores.
El Aracena salía al otro día, pero el capitán Marchese me dio permiso para permanecer en el barco
hasta la salida. Le dio orden al paraguayo que me enseñara todos los rincones de la nave, pues los
víveres estaban a bordo y el tiempo sobraba. Después de comer un bocado en la cocina
comenzamos el recorrido. Nunca había subido a un barco pesquero, menos aún a uno de altura. Me
dijo el paraguayo que para llenarlo de Merluza entera se necesitaban 60 días de navegación. Me
mostró la planta de trabajo, la sala de máquinas, las frigoríficas, el pozo donde cae el pescado, la
maquinilla, los guinches, en fin todo el quilombo más impresionante jamás visto. En el comedor de
marineros, había unos cuantos españoles que casi siempre quedaban de guardia cuando los
argentinos todavía no habían embarcado.
Este barco, como casi todos los barcos factorías, tiene una doble oficialidad. Por cada oficial
argentino tienen un gallego al lado, me dijo el “paragua”, apenas sale el barco los españoles cazan la
manija y los oficiales argentinos colaboran en lo que pueden, aprenden a pescar, pues los gallegos
tienen 400 años de ventaja. Me dejó el cocinero en el comedor no sin antes presentarme a los
marineros. Al sentarme con ellos, vi. con horror sobre la mesa, caminar familiarmente cientos de
cucarachas a quienes ninguno le daba importancia. Alguien dijo que estas forman parte de la
tripulación. Parece que el veneno que a veces le echan, es una fuente de energía para procrearse con
más ahínco, ni el cocinero le daba pelota, a lo sumo las sacaba de las fuentes para que no se
ahogaran. ¡Madre mía!... Salí horrorizado del "Aracena". Al otro día, el jefe del personal me mandó
al Kaleu-Kaleu para que preguntara al oficial de guardia si necesitaba algún cocinero o ayudante en
el pesquero. A instancias del primer oficial permanecí en la nave algunas horas pues había
perspectivas.
Mientras permanecí en la nave salió a navegar el Aracena, me dijeron que Marchese tuvo un
quilombo muy grande con el cocinero y lo echó del barco, el capitán me mandó a buscar por todo el
muelle, como no me encontraron, se llevó a un cocinero que andaba a la deriva como yo.
A todo esto llegó al Kaleu-Kaleu el paraguayo. Nos contó el despelote que tuvo con Marchese.
¡Cómo nos cagamos de risa con la historia! Resulta que el cocinero, a último momento se dio
cuenta que el colador de fideos estaba roto y no tuvo mejor idea que presentarse en la sala de
oficiales. A viva voz exigió que le compraran inmediatamente otro colador, arrojando el viejo sobre
el escritorio del capitán. El paraguayo nos contó que Marchese se puso verde como el increíble
Hulk, “casi le agarra un infarto al petiso” decía, mientras se agarraba la panza de la risa. Tuve que
salir rajando porque creo que fue a buscar el revólver. La paradoja fue que el paraguayo cobró
mayor prestigio quedando como cocinero del barco, mientras yo tuve que rebuscármela nuevamente
en el muelle.
Ahí me di cuenta que cuando un cocinero tiene su fama, puede hacer pata ancha en cualquier lado y
no hay capitán que lo joda. Algunos años después pude sostener esa teoría, pues me tocó a mí
hacerle quilombo a uno.
Sioglin, el jefe de personal, me mandó al Borrasca, me dijo que el capitán Rojas (“Coque”, “el
látigo”) al otro día me concedería una entrevista.
Llamé a mi señora por teléfono y le di las buenas nuevas, para tranquilizarla. Rojas me recibió y
quedó bastante conforme con mi historia, llámese “Curriculum”. Tiempo después este hombre me
cuidó como a un padre. Curó mis heridas y quemaduras, me llevaba a dormir cuando estaba
desfalleciente, alentó mis logros y evitó con consejos algún posible fracaso. Este hombre fue el
poste donde me aferré como un gato, con uñas y dientes, y gracias a él pude superar los primeros
embates de mi vida marítima.
EL BORRASCA
El principal personaje a bordo de un buque pesquero es sin duda el cocinero. El capitán, el jefe de
pesca, el de máquinas etc., etc., pasan a segundo plano cuando los tripulantes encuentran en el guiso
una papa cruda o un pedacito de carne no muy cocida.
Así como a Jesús lo llevaron ante Pilatos, así llevan al pobre tipo frente al capitán. Si éste es
benévolo, no lo tiran al agua, pero sí, lo ponen en un bote con las valijas y lo mandan a puerto. Y no
sube más a un barco ni disfrazado.
Sin duda si el cocinero sabe su oficio, se hace respetar, tiene la comida a horario, el menú bien
equilibrado, las ollas fijas en sus violines, la cocina brillante, los utensillos en su lugar y no
desparramados. (En un barco pesquero vuela todo por el aire). Si hace todo eso, aparte de ser
limpio, forma parte junto con el capitán y el jefe de máquinas en el eje de la nave, pues el estómago
de los tripulantes es la máquina que también hace funcionar al barco.
La prueba de fuego de un cocinero de mar, es su primera vez. Voy a relatar una anécdota de mi
primera vez, que fue por lógica en el Borrasca que estaba en el Puerto de Ingeniero White. Con una
inmensa carga de nervios subí por primera vez, como cocinero de un barco pesquero. A esa edad,
sin experiencia marinera, a bordo no sube ni Mandrake. Subí, y el puerto de Ingeniero White fue
testigo de mi audacia. El Borrasca gemelo del Kaleu-Kaleu era un barquichuelo muy marinero, pero
también supe poco después, muy movedizo. De entrada me habló el capitán. Me dijo que la
tripulación era brava, pero si yo demostraba voluntad y aprendía a cocinar en el mar (que no es lo
mismo que cocinar en tierra) me ponía a los muchachos en el bolsillo.
La cocina era estrecha. El piso de cerámica blanca lisa como azulejos, lo que no aconsejan los
manuales. Amarrado al muelle la nave se movía más que un colectivo, yo me imaginaba como
bailaría ese corcho en el agua; mi corazón quería escapar del cuerpo y en mi estómago tenía una
trenza.
Recibimos los víveres. En las redes de los guinches venían mezclados pollos con dulce de leche,
cajones de huevos con puerros, chorizos con galletitas y así todo. También así todo quedó
amontonado en la tapa de la bodega. Pensar que esto, aparte de cocinar lo tenía que acomodar en
navegación.
De entrada nomás casi voy preso. Frente al ojo de buey saqué de un cajón algunos pollos,
abocándome a la tarea de hacer supremas. Las golondrinas del puerto se arrojaban en picada para
comer lo que yo arrojaba por el ojo de buey. Los guardias de Prefectura veían con sus prismáticos,
por la forma de volar de las gaviotas quien tiraba basura al mar. Se presentaron al capitán para
llevarme preso, pero la persuasión de Rojas, y al saber los guardias que yo era nuevo en estos
menesteres, me salvó.
De lo que no me salvé fue de la bronca que me agarré cuando me di cuenta que lo que yo arrojaba al
mar eran las supremas, y los que quedaban en la mesa eran los huesos de los pollos. Los nervios me
hicieron hacer la primera macana. Rápidamente traté de solucionar el problema poniendo en una
asadera bien condimentados diez pollos al horno. Coloqué sobre la plancha una olla de agua para
hervir algunos paquetes de fideos y con alguna salsa rápida, salir del problema.
Timbres, campanas, órdenes con megáfonos, gritos, largan amarras y allá vamos...
Con el primer sacudón la olla voló. Pasó un tripulante, me gritó que ponga los violines. ¡Qué sé yo
qué eran los violines! Coloqué otra vez la olla con agua en la plancha. Mientras los marineros
seguían con las maniobras de navegación, yo seguía con las maniobras de secar la cocina, fijar las
cacerolas con los violines, pero de lo que no me di cuenta fue que el cierre del horno no estaba
puesto.
El buque en navegación se sacudía como un toro de rodeo, mi estómago empujaba lo que había
comido el día anterior, mi hígado la hiel de la bilis, mientras mi cerebro trataba de recordar a los
antepasados del que me había aconsejado navegar en un pesquero.
De pronto: ¡Blum! ¡Plaf! ¡Chaf! se abrió la puerta del horno. Los pollos, la asadera y el condimento
cayeron al piso de la cocina. Nadie puede imaginarse cuando el aceite y los pollos se desparraman
sobre un piso de cerámica que sucede, sobre todo en un buque brincando como un potro.
Caí de bruces, el aceite no me dejaba levantar, sólo pude arrodillarme y esperar que los pollos a
medio cocer pasaran de popa a proa y viceversa para atajarlos y volverlos a poner en la asadera.
Pasó el capitán, sonrió, me ayudó a colocar los pollos en la asadera, puso sus manos sobre mis
hombros y me dijo sonriendo: “Antonio, a los pollos antes de meterlos en el horno hay que
matarlos”. Gracias a este hombre y al trato que recibí de la tripulación pude continuar durante más
de veinte años mi carrera de jefe de cocina en barcos de todos los tamaños.
Dos días de navegación le bastaron al capitán para saber de mis virtudes y mis falencias. Rojas me
dijo: “la voluntad que usted tiene es encomiable, pero la tripulación quiere que cambie el menú,
porque con zapallitos rellenos, arrolladitos, aspic decorados, chaud froid y ese piripipí que usted
hace no alcanza para llenarles el estómago a los tripulantes”. Yo estaba acostumbrado a cocinar en
rotiserías, el menú requiere de guisos, potajes, bifes, milanesas, papas fritas, puchero, etc. De ahí en
más se acabaron los bouffet froid y los vol au vent, la comida tuvo buena aceptación, hasta cuando
inventaba alguna mezcolanza los muchachos aplaudían.
Seguía el Borrasca con sus derrotas y yo modestamente con mis logros. La pesca era buena, íbamos
en camino a un récord. El mérito aparte de toda la tripulación era del Capitán Rojas, Jerónimo, jefe
de pesca y Jesús el contramaestre, estos dos últimos los únicos españoles del barco.
El haber sido pastelero me daba pie para que la comida tuviera también sus postres; como decían
los españoles, sus mariconadas.
Mis heridas, quemaduras y golpes, aparte de mis quebrantos y angustias fueron curadas por el
capitán y también por Rudenaker (primer oficial), hoy, práctico de puerto en Bahía Blanca.
Jerónimo en sus descansos me enseñó como un gran secreto a hacer la caldeirada. Esto consiste en
pescado hervido con cebolla, papas y ajada, pero tenía razón, tiene sus secretos.
La vida de los tripulantes de barcos pesqueros es muy dura y peligrosa. Un cabo, un gancho o una
pasteca que se suelten, y al que le toca, va a conversar un largo período con San Pedro.
El arrastre de la red tiene su encanto, las olas encrespadas en la turbulencia del arrastre, atraen a
miles de gaviotas y cormoranes que se alimentan de los peces que huyen de la red.
La maquinilla (cabrestante) cuando viraba, producía en mis oídos música similar a órganos de
iglesia a la que acudía yo cuando niño ¿No será que en el mar está uno más cerca del cielo que de la
tierra?
Cuando capeamos una tempestad el barco rolaba como un corcho, se hundía en el mar y volvía a
flotar milagrosamente. La comida había que hacerla igual. Agarrado como un gato a un árbol,
afirmando el culo contra los "Mamparos", este tío hacía las raciones.
Los primeros días fueron de aprendizaje, para adelantar mi trabajo me levantaba a las tres de la
mañana Cuando me pescaba el capitán, me llevaba nuevamente a la cucheta. A veces me retaba
diciéndome que a ese ritmo, con tantas magulladuras yo no terminaría la marea, otras veces me
cargaba cuando terminaba de hablar por radio con mi mujer. Me pestañeaban los párpados, aflojaba
sin pelar cebolla.
Jerónimo, Jesús y el “Griego” seguían comiendo sus pescados y los demás tripulantes sus carnes y
pucheros.
De noche, cuando no capeábamos algún temporal, el barco quedaba al garete para ahorrar
combustible, pero el jaleo era igual o más fuerte, la nave trepaba las olas para caer después a un
pozo interminable. Menos mal que ya había aprendido a usar violines y trapos mojados debajo de
los cacharros, esto para que no volara todo por el aire como cuando pagué, el derecho de piso el
primer día. Las gaviotas y cormoranes se asentaban sobre las olas y remontaban con ellas como si
estuvieran pegadas a la espuma. Es increíble como dormían de esa manera.
En los pesqueros aprendí que ser cocinero de abordo es casi igual que ser médico en la guerra.
Llegaban los problemas en minutos y en minutos tenía que resolverlos. Al cirujano le traen un
soldado casi muerto y con pocos elementos de campaña tiene que resucitarlo, operarlo, coserlo, y si
es posible salvarlo. Al cocinero le cambian horarios distintos pues todo depende de la pesca, del
trabajo de planta, de la virada, de lanzar la red al agua, del capricho del capi, etc., etc. Quedaba la
guardia, los demás a comer, si la comida les gustaba, se sentía el ruido de un masticar despiadado,
el chasquido de las lenguas relamiendo los labios, sonidos de aprobaciones de la garganta profunda
de algunos marineros. Estos a veces parecen pichones de ave abriendo el pico, esperando el
regurgitar de la comida traída por sus padres, ¡Madre Santa! Comen y comen, pero trabajan en
demasía. En el mar, sobre todo pescando, las calorías se escapan del cuerpo como pedo de un
canasto. Después venía el parloteo, las bromas, y el aplauso que a veces recibía. Es porque sabían
que a veces había que manotear las reservas, cuando pasaban dos semanas en el mar y escaseaban
los víveres. Las alacenas quedaban casi vacías, la frigorífica se llenaba de pescado, pero se
terminaba la carne y el cocinero inventaba recetas con lo que quedaba (en la cancha se ven los
pingos) y en la cocina un pintor, que con pocos pomos tenía que plasmar en el lienzo un cuadro que
les plazca a todos. En aquellos tiempos, los víveres los pedía el cocinero, el capitán los aprobaba,
pero el armador y el capitán de armamento hacían los recortes, en lo que les parecía más exagerado.
Ahora bien, allí venía el problema, pues si un cocinero se defendía con todo, cuando terminaba la
marea, para los jerarcas del Sindicato, eras un rufián. Si no te alcanzaba la comida, para los
marineros y para la oficialidad eras un boludo. En estos pesqueros preferí ser algo rufián pero poco
boludo.
Más adelante las cosas cambiaron, pues en los barcos pesqueros de gran porte tienen también los
mismos quilombos, pero el cocinero más atribuciones, hace de “mayordomo”, tiene su ayudante, su
segundo cocinero, sobre todo en los buques extranjeros, donde el orden es más controlable, pues
cuando el marinero es muy quilombero, en la otra marea lo sacan cagando y no sube a ningún barco
de la empresa. Todo esto viene a colación pues estoy recordando hechos acaecidos veintitrés años
atrás, y si alguna de mis neuronas se regenera, creo voy a poder llevar mi relato con la veracidad
que me propongo.
Tirado en mi cucheta con el electricista, el mecánico y el engrasador, todos en el mismo camarote,
sintiendo el ruido de la máquina, el golpe de las olas en el casco, la grabación pasada una y otra vez,
por el familiar de algunos de mis compañeros, sean su esposa o sus hijos, con todo esto yo tenía que
pensar que menú les daría al otro día y como me las tenía que arreglar para que no me tiren al agua.
Todavía recuerdo los alaridos, las bromas y las cargadas cuando estuvo por terminar la marea. El
capitán y Rudenaker, apoyados por el eléctrico y el mozo Britos, vinieron con la factura a pagar por
sobregastos en la energía eléctrica y roturas de platos, vasos, etc., etc.
Britos actuaba, a los gritos decía que él no iba a pagar la cuenta que le vino de jabón y papel
higiénico. Esto me hizo entrar como un tonto. Cuando los muchachos, antes de largar la red
vinieron con las pavas a calentar el agua, se encontraron con las planchas frías. Ante la pregunta:
“¿Por qué estaban las planchas desconectadas?”, conteste que “la cuenta de electricidad me había
venido muy cara y que yo no estaba en condiciones de perder tanta guita”.
Todavía recuerdo a los muchachos tirados en el piso, muriéndose de risa por la joda de Rojas y
Rudenaker.
Esto me demostró hasta que punto le caí bien a los jefes, y al más temible de los capitanes, que
después encontré en la flota de Y. P. F. siguió siendo un amigo, y con su mujer, tuve el gusto de
recibirlos en mi casa y cenar recordando la marea fantástica en tiempo récord, con la bodega hasta
el gañote.
Recuerdo a todos los tripulantes con cariño. Ellos recibían su ración con fruición aplaudiendo mis
logros. También recuerdo con tristeza al electricista Schneider, y al marinero más joven apodado
“Tortuga”, que un tiempo después supe, fallecieron en sendos accidentes.
El mozo Britos era el delegado que junto a “Tortuga” hacían todos los planteos laborales, pero
cuando a Rojas se le hinchaba la yugular, y se le salían los ojos de las órbitas, seguían el trabajo con
normalidad, y la bodega se llenaba en tiempo récord.
Terminamos la marea exhaustos, mi señora me esperaba en el puerto angustiada, pues tuvo que
ayudarme a caminar. La ciudad de Bahía Blanca se me venía encima. Después de unos días de
descanso, ya tenía nuevamente ganas de navegar y sacarle a mi mollera nuevas recetas de cocina.
EL KALEU KALEU
Una de las páginas negras de mi vida fue el haber aceptado una marea en el Kaleu Kaleu. Como ya
dije antes, gemelo del Borrasca pero desgraciadamente con distinta tripulación, sobre todo en la
plana mayor. No se puede creer que en un barco puedan subir tantos hijos de puta juntos, pero,
créanlo o no, me quedo corto.
Nadie le daba bola a la entrada de los víveres a bordo, nadie controlaba nada. Mi ayudante jugaba al
fútbol con los pomelos en la cubierta, cuando yo le protesté al capitán, este me contestó: “Arréglese
Antonio, yo que usted lo voy a buscar, le pego unas cuantas trompadas y lo traigo del cogote a
laburar, estas son cosas que las tiene que arreglar el cocinero, no el capitán ni el jefe de cubierta”,
(que después comprobé que éste era el más ruin de los mortales). “¿Así que yo tengo que ir a
buscarlo?”, contesté, “bueno, présteme un revólver, un trozo de cadena, un par de esposas, un
machete, y yo con algunas cuchillas de la cocina me voy a arreglar”, pues la bestia medía dos
metros y era un mastodonte “patovica” de ciento veinte kilos más o menos.
Sin duda el capitán ya estaba en pedo. Al rato, mientras trataba de acomodar los víveres viene el
Jefe de Cubierta, se presenta y me espeta: “Mirá Antonio, los marineros están haciendo lío con los
víveres, se están comiendo los chorizos colorados como si fueran bombones, hay uno grandote que
se afanó un cacho de bananas y se las manduca una por una casi sin pelar, así que agárralos a
patadas, poné un poco de orden y al chimpancé de las bananas tómalo de los pelos y lo tiras al
agua”. Fui al camarote, me miré en el espejo, sólo ví. a un hombre común, de casi cincuenta años,
con un saco blanco y un gorro de cocina. No vi a “Superman” ni a Joe Lois, ni a Mohamed Alí, ni al
comisario Polo ni a “Meneses”. Pensé que la droga estaba haciendo estragos en la cabeza de este
individuo.
Como pude fui acomodando el quilombo mientras el barco soltaba amarras, menos mal que la
cancha recibida en el Borrasca me ayudo a salir del paso momentáneamente con la cena, algunos
cacharros se fueron amontonando en la pileta y dos o tres ollas en la mesada. ¿El ayudante? Bien
gracias. Trajo una máquina fotográfica, enfocó la pileta para que su familia supiera todo lo que tenía
que trabajar. Después de esto me resigné, tratando de pensar como podría terminar bien la marea sin
cometer ningún crimen.
A la una de la mañana estaba destrozado, dejé todo acomodado; Me tiré en la cucheta casi muerto.
De pronto ¡Zás! El jefe de cubierta me despertó, eran las tres de la mañana ¡no lo podía creer! ¿Qué
quería este loco? “Mirá” me dijo, “Yo estoy llevando el buque a la zona de pesca y necesito que
alguno me cebe unos mates, me haga compañía y me charle un rato, porque al guardia lo mandé a
dormir, el pobre estaba muy cansado, mañana tiene que pescar. Sé que en el Borrasca dormías poco,
quiero ver si eso es verdad, así que venite al puente”. Mientras él subía la escalera, yo hundí un
momento los ojos en la almohada y lloré. Subí después al puente encontrando a López muy alegre y
dicharachero, mientras el buque navegaba con el timón automático sin obstáculos a la vista, me
puso una mano en el hombro y me dijo: “Mirá, aquí todos tenemos que ayudarnos mutuamente, sé
que sos un buen cocinero pero eso solo no basta, en la vida hay placeres que no tenemos que
descartar, a vos te conviene no tenerme de enemigo, en fin, me caes bastante simpático. Ahí nomás
me manoteó el pene y quedé petrificado. ¡No lo podía creer! Este tipo era puto o panqueque. Yo,
que debuté a los doce años empujado por mi viejo, (un glorioso “tano” machista). Yo, que a las
mujeres las considero el almíbar de la tierra. Yo, que cuando veo la cadencia maravillosa de unas
buenas caderas se me paran hasta los pelos, tenía que aguantar a este turro. ¡No!, ¡No! y ¡No! “Me
dejás tranquilo o armo un bolonqui...”
Se calmó bastante pero me dijo: “Desde mañana te arreglás solo en la cocina, a tu ayudante lo
quiero para que me arregle el camarote y de acompañante nocturno”.
Por un lado me salvé, por otro me cagó, pues el trabajo de un cocinero en un pesquero, sin
ayudante, es una tarea ciclópea. Esa obligación la cumplí más o menos satisfactoriamente. Así
quedé, más muerto que vivo, pero una de las causas de mi salvación llegó de parte de un amigo al
cual llamé por “Radio Pacheco”. El primer oficial estaba presente. A las cuatro de la mañana le pedí
permiso para hablar con un amigo por radio. El crápula me dijo: “Me voy a quedar escuchando,
quiero cagarme de risa cuando este tipo te putée a esta hora de la madrugada”.
Cuando le di el número al operador seguía la sonrisa socarrona. Cuando atendieron el llamado se
acabó la joda.
Antonio: - “¿Hablo con el Subprefecto Nacional Naval Ricardo Viekwer?”
Subprefecto: - “Si señor. ¿Quién habla? Cambio”.
Antonio: - “Habla Antonio. Perdone la hora de mi llamada pero este es el buque pesquero Kaleu
Kaleu y no hay muchas horas disponibles durante el día, pero mi llamado aparte de saludarlo y
preguntarle por su familia, a la que tanto recuerdo, era para hacerle una pregunta un tanto delicada.
Cambio”.
Subprefecto: - “Como le va Antonio, cuánto lo recordamos, sobre todo mi hijo, que es Capitán de
Corbeta. Supo en Bahía Blanca (Puerto Belgrano) que usted está haciendo capote, lo felicito,
pregunte nomás. Cambio”.
Antonio: - “Aquí en el Kaleu-Kaleu tengo un problema que por ahora lo estoy solucionando, pero
no sé si lo puedo aguantar mucho tiempo ¿qué me aconseja? Cambio”.
Subprefecto: - “Mire Antonio, sabe cuanto lo aprecio, cuanto recuerdo a su padre y cuanto a su
familia. Cuando le parezca, doy orden de mandar el barco a puerto e iniciar una investigación. Ya
sabe, cuando usted quiera mando una corbeta a buscarlo. Cambio.”
Antonio: - “Bueno Jefe, no creo que esto llegue a mayores, pero me congratulo por tenerlo de mi
lado. Déle un beso a su esposa, un saludo efusivo a los suyos y un abrazo fuerte de mi parte para
usted, que tanto lo recuerdo. Cambio y fuera.”
Subprefecto: - “Bueno Antonio, reciba usted un abrazo fuerte, un saludo de los míos, y ya sabe,
cualquier problema, el barco a puerto. Cambio y fuera.”
No se oyó nada más en el puente, salvo el golpe de las olas en la proa, y el ruido extraño de unos
dedos temblando sobre el escritorio.
Después del llamado al ex Subprefecto Nacional Naval, la cosa cambió, Antonio era Gardel,
Neuman, el capitán se dedicó a su tarea junto al primer pescador, un gallego macanudo que nunca
se metía en problemas. Con una “Caldeirada”, unos cuantos pescados fritos y tortillas estaba
siempre conforme. El contramaestre Rodríguez, siempre en pedo, rompía bastante las pelotas con su
menú de bifes con papas fritas. Este borracho creía que las vacas eran bifes con tetas, para él no
valía el peceto, el vacío, la carnaza, el matambre, etc., etc. ¡No!, para él la vaca era bife. ¡Cuantas
veces me contuve para no pegarle un hachazo en el marote! Rodríguez era borracho, pero no
boludo. Cuando supo lo del puente se dio cuenta que en el menú existían los guisos, albóndigas, los
fideos, etc., etc.
Pero alguna confabulación había. La olfateaba como “pointer” a la perdiz y me puse en guardia por
lo que puta pudiere. El pequeño drama se cernía sobre mí como una nube intrascendente que
después se convierte en un aguacero infernal.
Los marineros encargados de la bodega (-40º) con trajes especiales, se prepararon a recibir el
pescado congelado de los túneles, para estibarlos. Yo a veces aprovechaba que la bodega, tenía la
abertura estanca de la escala abierta.
Me abrigué convenientemente, omití ponerme las botas de cuero forradas (usé las de goma con
medias comunes), me deslicé por la escala para traer algunos víveres perecederos, carne sobre todo.
También a veces ayudaba a los estibadores en su trabajo, tal vez para limar asperezas, otro poco por
fanfarronería (defecto que llevo inserto desde mi infancia) esa resistencia al frío dejaba a los
marineros la sensación de que yo era de otro planeta. Quedé acomodando la carne cuando se fueron
los bodegueros, no sé de quién fue la orden, cerraron la tapa con Antonio abajo. Esta tentativa de
homicidio no pude probarla, podía ser un error, pero supe confidencialmente que el primer oficial,
(el puto), después de dos horas, mando a abrir la tapa de la bodega para ver si el viejo estaba
muerto. El viejo siguió viviendo, pero él, poco tiempo después, murió podrido por alguna
enfermedad que le entró por el trasero. Lo cierto es que esa joda casi me cuesta los dedos del pie.
Para desentumecerlos tuve que hacerlo primero con agua helada, luego con agua natural, para llegar
paulatinamente a la tibia. Esto es lo que aconsejan los libros. Neuman se enteró del intento y guardó
para sí el desembarco de este tío, pensar que éste me sacó al ayudante para que viviera con él en el
camarote; casi me manda al tacho, y se dio el lujo de felicitarme cuando terminó la marea, por ser
tan resistente a los embates de las contrariedades. Creo yo que ni una brizna de hierba crece sobre
su tumba, y los gusanos que lo degustaron deben estar pagando caro su bocado.
También recibí felicitaciones de la empresa, (todo se sabe) por no hacer parar el barco y dejar que la
marea termine con una carga aceptable de pescado. De la pesca, más adelante nos ocuparemos en
un capítulo aparte, pues al familiarizarme con la pesca, me di cuenta de las cagadas que se mandan
eligiendo el tamaño, dañando la fauna en forma miserable. ¿Los inspectores? Bien gracias...
EL CLEOPATRA
Después de la experiencia del Borrasca y el Kaleu-Kaleu, recibí el llamado de un capitán. Me citó
en una oficina de la calle Sarmiento, a la cual acudí con curiosidad pues no sabía por dónde venía la
cosa.
El capitán llamado Antonio Verola me convocaba para formar parte de la tripulación de un buque
pesquero que había comprado la compañía “Bridas S.A.”. En ese momento estaba pescando bacalao
en el Mar del Norte. En seis o siete meses debíamos ir a Alemania a buscarlo. El barco se llamaba
Harengus y la compañía en formación: “Harengus S.A”. Pero mi sorpresa fue cuando dijo que mi
fama había trascendido entre los Capitanes Rojas, Montessi, Neuman, etc. Nunca habían visto a un
cocinero que aguantara con tanta estoicidad a treinta tripulantes de todas las calañas y terminara la
marea con los huesos sanos. Recordando el pasado mi ego empuja mi modestia obligándome a
escribir mis aventuras.
Acepté la proposición, pero le dije que mientras la compañía se formara y el Harengus se ponga a
punto, yo tendría que rebuscármelas de algún modo. Ese rebusque fue un barco mercante que hacía
la línea a Brasil llamado Cleopatra. No voy a dar más detalles para no comprometer a nadie en este
relato, pero el barco ya tenía sus años, los permisos de navegación eran precarios, no obstante fue
también para mí un cúmulo de experiencias y aventuras, las cuales por suerte puedo hoy volcarlas
en mis escritos.
De entrada nomás recibí el primer despelote. El mozo del barco llamado Paone me dijo que antes de
partir el barco hiciera una comida especial. El dueño de la compañía venía a almorzar y me quería
conocer. Además agregó que el tipo era un judío bastante chinchudo. A mi juego me llamaron.
Preparé una “Sopa de remolachas”, “Knishes” y “The filte fish”, todas comidas judías para lucirme.
Cuando el capitán, el armador y los oficiales se sentaron a la mesa, el hijo de puta de Paone les
llevó el menú. De lejos, en la cocina del buque, primero se sintió un murmullo que de pronto se
transformó en un grito y poco después en un bramido, pensé que algún tripulante se había agarrado
la mano con una sierra, o que alguien se había quemado con el fuego de las calderas. Pero no, el
bramido de espanto vino del comedor y el que gritaba era precisamente el armador dueño del barco.
Como María Antonieta preparé el cogote, pues olfateé que el problema venía por la comida. Piense
el lector en seis oficiales parados frente a la mesa de un comedor; Piense el lector en un ciudadano
Alemán (el Armador) subido en una tarima, y piense nuevamente en un humilde cocinero esperando
un tiro, un hachazo, una puñalada o una diatriba de insultos. ¿Qué había pasado? ... Supe
prontamente que el dueño del barco dormía con el retrato de Hitler en la mesita de luz. La broma de
Paone había sido demasiado pesada.
Gracias a mi verborragia (perdón por mi inmodestia) y a mi habilidad artística, no me mataron y
pude seguir ganándome el pan en ese barco atorrante.
PRIMER VIAJE DEL CLEOPATRA
Quiso Dios que quedara indemne de la primera ráfaga en contra que tuve de Paone (el mozo), pero
con tranquilidad y en profundos cabildeos pude, mientras viajábamos a Brasil, sacármelo de encima
merced a un ardid bien enhebrado. Los marineros siempre tratan de llevarse bien con el cocinero,
así también el contramaestre. Estos me dijeron que Paone tenía la llave de la despensa y la
frigorífica. Cuando amarrábamos en los puertos, el se encargaba de vender y cambiar bagayos, vivía
más del afano que del sueldo. A mi juego me llamaron. Con la ayuda del carpintero cambié las
llaves de la gambuza, por ende la de la frigorífica. Cuando supo del cambio puso el grito en el cielo,
pero más grité yo, y tuvo que comprender que el único tipo que mandaba sobre los víveres era el
cocinero, y en cualquier momento se iba a tener que ir por chorro, además yo lo iba a ayudar en esa
empresa.
El desvencijado buque seguía con su derrota, pero nadie podía comprender como siendo tan lento y
viejo, podía echarse a la mar con tanto desparpajo. Aunque era bastante marinero, cuando teníamos
viento en contra con marejada desfavorable, estábamos siempre en el mismo sitio, con los mismos
cerros y faros a la vista.
En el viaje siempre se agregaban algunas mujeres de oficiales y más adelante se agregó la mía, pero
en éste viajaba solo olfateando perspectivas. Lo que me llamó la atención fue que el primer oficial
subió en Montevideo a una dama de impresionante belleza argumentando que era su señora.
Después supe que era la mujer de su hermano.
Con sus shorts apretados y sus corpiños reventando, esta chica hacía poner nervioso a todo el
mundo, sobre todo, cuando a la mañana, el primer oficial daba la impresión que lo había agarrado
un tren eléctrico. A veces a ese pobre tipo no le quedaban fuerzas ni para levantar el largavistas.
Habíamos muchos en el buque que queríamos ayudarlo, entre ellos el capitán, pero nos quedábamos
piolas porque en el mar se respeta mucho la mercancía, y sobre todo cuando ésta es de un oficial,
que aún arrastrando su osamenta por la nave, podía mandar al otro mundo a cualquiera de un tiro.
Después de unos días fondeados frente al Puerto de Santos, atracamos al muelle y comenzaron mis
aventuras en Brasil, tierra tórrida y alegre, cantarina y sensual, donde en una noche puedes ser el
Rey de los sementales o el Rey de los tarados quedando solamente con los calzoncillos y sin un
mango.
Frente a las bodegas estaba la cocina, que con sus barrotes parecía una cárcel en cubierta. Los
estibadores brasileños se apiñaban en los barrotes, y en vez de trabajar, curioseaban como si yo
fuera un gorila. Mientras cocinaba, ellos, aplaudían cada papa que pelaba o bramaban cada pollo
que cortaba. Para granjearse mi confianza me gritaban: “Vocé e o Pelé da coucina” “Vocé patricio e
o mais meior de tudo os cusineiros que pasaron nostra terra”. “Vocé las pelotas...” grité. “Vayan a
laburar que después que hable con el capitán, veré si puedo darles algo de comer”. Sumisos fueron a
la bodega con la promesa de que si se portaban bien, les daría las sobras del guiso. Poco después,
usando el casco como recipiente y las manos como cubiertos, recibieron todos una porción de
comida.
De Santos navegamos a Victoria, un puerto carbonero, donde tuvimos una bodega dispuesta para
una carga de coque hacia el puerto de Necochea, Argentina; pero un desperfecto en un motor
eléctrico nos obligó a permanecer más de cuarenta días en ese puerto. El motor era de corriente
continua y en Brasil no lo tenían ni los chatarreros. Tuvimos que mandarlo a buscar a Buenos Aires.
A la compañía le costó bastante conseguirlo, pues esos motores hacía años que no se usaban más.
La estadía en Victoria nos permitió conocer bastante a los habitantes de la ciudad, sobre todo a las
"Garotas" por las cuales los tripulantes menos comprometidos se enamoraron hasta el cuadril, se
familiarizaron con las madres, los padres, los hermanitos y los tíos de las pibas, en una palabra se
"Juntaron" (como decimos los argentinos). Pero el que pagaba el pato era yo, porque a la hora de
comer los pibes venían con toda la familia, traían sus mesas, sillas, manteles y cubiertos. Afuera de
las alambradas del puerto armaban un comedor. Yo era el que les mandaba la comida, pero lo hacía
contento, pues los muchachos se portaban muy bien conmigo, me respetaban, y casi siempre me
mandaban alguna tía para que me ayudara en la cocina. Esto por el alcahuete de Paone, lo supo mi
mujer y casi me castra con las tijeras de podar. Todo tiene su precio, pues en el otro viaje tuve
suerte, mí señora me acompañó y a Paone lo echaran por alcahuete y chorro.
El bolonqui se armó cuando pegamos la vuelta. La mayoría de los muchachos le había prometido a
las pibas que se quedarían a vivir con ellas. Cuando el barco zarpó los gritos e insultos se
escuchaban hasta en alta mar, el humo de las macumbas se veía por todos los cerros. El Capitán
“Brancato” (sobrenombre que le habían puesto los pibes por su quincho) estaba aterrado. El que era
vulnerable a todas esas boludeces, él que se creía todas las magias y macumbas, él que se creía el
Tarzán del barco (pese a que su mujer lo calmaba bastante cuando enfurecía), los reunió a todos y
les prometió un tiro a cada uno si le pasaba algo al buque.
A veces la vida nos da y nos quita, a veces la vida es injusta y nos quita demasiado, pero al darnos
este capitán nos premió. Conocimos al rey de los cómicos, ni Garrik, ni Olmedo, ni Porcel, ni Fidel
llegaban a las suelas de los zapatos de este tío. Los muchachos, que eran los más hijos de puta que
hay en Buenos Aires, tuvieron la genial idea de hacerle una broma macabra. Una noche tallaron en
madera un “Tótem”, una calavera y un muñeco, colgándolo en la puerta del camarote del capitán,
cuando ya todos dormían, quedaba nada más que la guardia del puente y la cubierta. Yo como
siempre, a las cuatro de la mañana, firme en la cocina amasaba el pan. De repente, el quilombo:
“Brancato” vio los muñecos colgados del cogote frente a su camarote. Ni el grito de los
guacamayos cuando los atrapa una pantera, ni el aullido del “Diablo de Tasmania”, ni el llanto
desgarrador de algunas viudas cuando dejan en una cripta los restos del finado. Nada, nada de esto
se compara al rugido espumoso de “Brancato”. La suerte estuvo de nuestro lado, no murió ninguno
porque el socio del armador (cuñado del capitán) lo contuvo imperiosamente. La mujer lo amenazó
con tirarse al agua si seguía haciendo esas boludeces. Una de las causas de mis cuatro by pass debe
haber sido por contener la risa ese día poniendo cara de póquer cuando por dentro me reventaban
las vísceras.
Seguía el Cleopatra navegando pesadamente pese a venir casi en lastre, esto quiere decir con media
carga, los marineros recordando las locuras de “Brancato”, pero no sólo el capitán era el blanco de
la joda, en la oficialidad también teníamos especímenes raros, entre ellos el jefe de máquinas.
Gracias a Dios el segundo de máquinas era idóneo en su trabajo, si no quien sabe donde habríamos
ido a parar. El jefe era bastante chinchudo, trabajaba sólo dos horas por turno, el resto del día se la
pasaba hinchando las pelotas por todos lados. Bastante parecido a “Brancato”, forreaba
permanentemente en el puente, pero también rompía en la cocina. Sus historias de cogedor
incansable, nos dejaban ver que el tipo tenía dificultades sexuales. Uno de sus mayores defectos era
cuando salía de guardia. Tenía que tener todo el menú sobre la mesa aunque no tuviera ganas de
comer; sobre todo en las parrilladas, que no faltara un chorizo, una molleja, un pedacito de
chinchulín, un riñoncito y sobre todo el asado, que no faltara el asado con sus huesitos. Si faltaba el
asadito el quilombo era infernal; este tipo por un cacho de asado (con huesitos), podía matar a un
cocinero.
Un drama avecinábase lentamente en el Cleopatra. “Brancato” dio la orden de hacer una parrillada
en popa para festejar la flotabilidad del barco al pasar el Golfo de Santa Catalina y aguantarse un
baile de los mil demonios. Yo estaba canchero porque en la pesca el baile era cosa de todos los días
y los temporales en el sur no es moco de pavo, pero los pibes pasaron las de Caín teniendo que
aguantar a “Brancato” diciendo que esto era por no haberle pagado a las putas. ¿Quién le hacía creer
al loco que las brasileñas son decentes? ¿Quién le hacía creer que las macumbas y las supercherías
son boludeces? ... Nadie.
El asado para festejar se puso en marcha. La parrillada estaba lista y la primera consigna: no se
olviden de la guardia, sobre todo el asadito del jefe de máquinas. Los pibes y la oficialidad
devoraron desaforadamente, después de dos días casi sin comer era lógico, pero lo ilógico fue, que
todos comieran el asado y yo, en un abrir y cerrar de ojos me quedara sin un pedazo de (asadito con
huesitos) para el jefe de máquinas ¿Qué hago ahora? ¿Cómo mierda salvo esta situación? ¿Qué
hago Dios mío? De pronto, la lámpara que Dios me puso en la mollera se prendió. La solución
acudió en mi ayuda, corté dos lonjas de vacío bastante carnudas, tomé de las sobras del asado los
huesos que los pibes habían tirado a la basura, con mucho cuidado los limpié, los incrusté
atravesados en el vacío dejando la parte quemada afuera de la lonja, dando la apariencia de dos
riquísimos pedazos de asado que esperaban al jefe.
Es muy difícil controlar la risa de un montón de marineros, pero les prometí una puñalada a quién
largara la carcajada. El jefe se comió el asado y el drama no terminó en tragedia.
Unos días después ya estábamos en Buenos Aires. Saludamos a la familia, echaron a Paone,
seguimos viaje a Necochea donde descargamos el carbón de Victoria. Desembarcó también el
primer oficial casi muerto.
Nuevamente en Buenos Aires, estaba en brazos de mi mujer a la que le hice pagar estos dos meses
de abstinencia (¿?).
Mis hijas reían al ver que los viejos, después de veintiséis años de casados se hicieran arrumacos
como dos pendejos.
SEGUNDO VIAJE DEL CLEOPATRA
Aprovechando la estadía del buque en Buenos Aires, por la magia de las influencias se consiguieron
nuevos permisos para navegar y la compañía me citó para un nuevo viaje.
Por Verola me enteré que el Harengus tardaría un poco, pues los alemanes todavía lo estaban
equipando. Pero el cocinero lo traían ellos, por lógica un paisano. Cuando el buque llegara a Buenos
Aires, yo lo abordaría como segundo cocinero, para atender a la tripulación Argentina y a los treinta
portugueses que también traía la nave. Verola con su parloteo convencía a cualquiera, por ende
quedé a la espera del Harengus y me embarqué nuevamente en el Cleopatra, esta vez con mi señora,
que por primera vez abordaba un buque. El carpintero ensanchó un poco la cucheta del camarote,
con esfuerzo se parecía algo a una cama matrimonial, igual quedaba otro camastro más chico en
caso de “Divorcio”.
La tripulación cambió algunos oficiales. Quedaron en tierra, entre ellos el primero de cubierta,
pensar que este tío siguió viviendo, no lo mató el hermano, ni la debilidad, todos queríamos saber
con qué se daba para tener en marcha semejante camión, pero el misterio quedó develado tiempo
después por la mujer del socio del Armador, que de esto sabía mucho. Fue regente por mucho
tiempo de un prostíbulo en Uruguay. (La fórmula, tengo todo el derecho del mundo de llevármela a
la tumba). Pero mientras escribo estas líneas, pasaron muchos años y ahora me entero que en el
hospital Durán dan la panacea para tener un harén, pero no se hacen responsables de muerte súbita.
También cambió el jefe de radio, porque había tenido lío con un tripulante. La fauna marinera
quedó casi toda, a Paone lo cambiaron por un uruguayo que andaba por el muelle pidiendo laburo.
Al armador no se le ocurrió mejor idea que traerme un ayudante con la condición que lo avivara,
porque el muchacho tenía pocas luces. No sé si a este pibe lo trajeron del Borda, de la colonia
Montes de Oca, o de donde mierda lo trajeron, lo que sí sé es que lo aguanté todo el viaje. La
terapia del trabajo no resultó, pasó mareado y vomitando todo el viaje. Menos mal que mi señora,
con santa paciencia me impidió que lo tirara al agua. Quiso el destino que “Pocas luces” tiempo
después me salvara la vida.
El Cleopatra salió de Buenos Aires con la tripulación completa y con el agregado de cinco mujeres
que viajaban como pasajeras, la señora del Armador, la de “Brancato”, la del jefe de máquinas, la
del contramaestre y la mía. El viaje con una carga de mijo tenía destino el puerto de “Santos”, para
luego llegar más al norte, al de “Bahía de San Salvador” uno de los lugares más encantadores de
Brasil.
Pasando Montevideo todo transcurría normalmente, Elsa (mi señora) se portaba como una gran
marinera, junto con las otras mujeres tijereteaban todos los chismes de la vida. La mujer de
“Brancato” les contaba algunas boludeces del marido y todas reían a carcajadas sentadas en la borda
mientras los primeros morros asomaban en la costa. También después me enteré que no sólo se
reían de “Brancato”, también cada una contaba alguna historia del marido y por ende la mía
(galleguita chismosa), las hacía orinar de risa, sobre todo por mi pelea en un circo con un oso, caso
que yo había velado en el rollo de mis recuerdos pero ahora salía a la luz de los chimentos.
Era un muchacho que hacía guantes en el club Progresista de Avellaneda, me la rebuscaba bastante
dando piñas cuando se daban las circunstancias, como todo fanfarrón me creía invencible. La
necesidad de guita me llevó a un circo “El Americano” que se instaló en un baldío del barrio donde
ofrecían una recompensa de veinte pesos (una fortuna), al que luchara con un oso que tenían
encadenado a una jaula. El que se animaba casi siempre cohibido se caía solo y el oso amaestrado lo
tumbaba con facilidad, pero yo (el rey de los boludos) pensé, “si a éste le pego una buena piña en la
nariz lo desmayo, y aparte de los mangos, me gano unos aplausos”. Las dos piñas, las pegué, pero
después me contaron en el hospital cuando desperté, que el oso se sorprendió un momento pero
gracias a Dios que tenía un bozal, si no me masticaba como un canapé. También me contaron que el
“gitano” que lo cuidaba se cansó de darle fierrazos por el lomo, pero que el oso se entretuvo
bastante en despellejarme como un durazno. En el quirófano no sabían por donde empezar las
suturas, las enfermeras se acalambraron de tanto darme suero e inyecciones contra el tétanos.
Todavía estoy pensando si en esos tiempos no estaba yo con las facultades mentales alteradas. Por
eso en el rollo de la película que pasé en el micro olvidé esta parte como otras que también dejaré
para otra oportunidad.
A la mañana siguiente mientras hacía el pan se me ocurrió la idea de hacerle una broma a mi señora,
para hacerle pagar las cargadas de las minas el día anterior. Entré en el camarote y le digo gritando:
¡Vieja! ... Rajemos que el barco se hunde... Madre mía, la pobre del cagazo no podía sacar el culo
de la cucheta, me pedía que no la abandonara, que le pusiera un salvavidas, que si algo le pasaba
que cuidara a las chicas. Cuando me eché a reír y le dije que era una broma, se armó el bolonqui
más grande que se le puede armar a un tipo, la gallega agarró un pasador de cinco kilos que yo tenía
para cerrar el ojo de buey y por poco me parte la cabeza. Tardé todo el día para calmarla con el
poder de persuasión que tienen mis caricias y arrumacos. En la cucheta arreglé la situación.
Mientras tanto la rutina seguía, yo preparando la comida y el pan, mi señora ayudando al mozo
uruguayo que no daba pie con bola y estaba siempre mareado; “Pocas luces”, pelando la cuarta papa
que había empezado por la mañana, cuando ya era la hora de cenar. También él se la pasaba
mareado y vomitando por todo el buque, pero a veces aparte de loco, tenía destellos de hijo de puta.
Un día me dijo que en el Sindicato le ordenaron que a los cocineros no había que darles mucha bola,
porque empezaban a verduguear y no los paraba nadie; que no pelara más de veinte papas por día y
no lavara más de tres cacerolas. Esta vez la suerte estuvo de su lado, cuando fui a manotear la
cuchilla, el cajón estaba cerrado y no encontraba las llaves, esto le dio tiempo a salvarse rajando al
puente pidiéndole auxilio a “Brancato” y a la mujer, que junto a la señora del armador frenaron mis
ansias homicidas. “Brancato” me dijo que algún marinero le estaba dando manija al loco, y al ser
éste vulnerable, me estaba haciendo volver loco a mí. Me resigné aguantándolo como vino de
fábrica. Cociné para todos los tripulantes con la única ayuda que a veces mi señora me daba.
Nuevamente al pasar el “Golfo de Santa Catalina” tuvimos un baile terrible. El mar barría la
cubierta del Cleopatra con fuerza desenfrenada, éste se mecía entre las olas como una cáscara de
nuez. En la cocina el quilombo era infernal, las cacerolas patinaban por el piso como los jugadores
de jockey sobre el hielo, los utensillos de cocina hacían un ruido ensordecedor en sus habitáculos.
“Brancato” en el puente pedía más máquina para mantener el rumbo. En máquina se preguntaban si
el capitán no estaría borracho o no le había agarrado otra vez alguno de sus ataques de boludez. De
dónde pedía más máquina, si sabía que esta era de antes de la guerra. El buque se quedó en el ojo de
la tormenta bastante tiempo, pero con algunos magullones pasamos el peligro. ¡Peligro!...
¡Peligro!... ¿Qué peligro vamos a pasar? Que estoy diciendo, en este buque, con este capitán, con el
Jefe de máquinas abajo, el peligro está siempre asechando, como una leona esperando a la gacela
que inocentemente pasa por el abrevadero.
Tenía que pasar y pasó, ya le habían dicho a “Brancato” que era muy peligroso guardar pintura en el
camarote que daba a la chimenea del barco. Este y el jefe de cubierta que también resultó ser más
boludo que él, no le dieron pelota a nadie. Una noche estaba yo acomodando los víveres que
necesitaba para el otro día, cuando me asomó por popa y veo salir de la chimenea una lengua de
fuego que me parecía la ignición de un cohete. ¿Qué pasó? Todo el carbón acumulado en la punta
de la chimenea se había incendiado y las llamas alcanzaron el camarote lleno de pintura. Las
chispas caían sobre los chubasqueros. Toco el timbre de zafarranchos, rajo para el camarote a
ponerme el salvavidas, el casco reglamentario y todo lo relacionado a mi rol, que ya lo sabía de
memoria. Cuando entré como tromba desperté a mi mujer, le dije con toda suavidad posible: “Vieja
se está quemando el barco, tenemos que rajar”. Nunca en la vida la escuché a la gallega decir una
mala palabra, pero esta vez me miró y me dijo simplemente: “salí de acá pelotudo ¿Otra vez con tus
bromas estúpidas? Déjame tranquila que tengo sueño”.
La puerta del camarote estaba abierta, comenzamos a escuchar los timbres de alarma y los gritos del
Jefe de máquinas que en ese momento pasó delante del camarote con un matafuegos más grande
que él. “Brancato” bajó casi en bolas del camarote, daba órdenes y contraórdenes sin saber como
siempre qué carajo pasaba. Ahí fue cuando mi mujer se dio cuenta que la cosa era seria y salió de la
cucheta, mejor dicho se eyectó. Como por arte de magia se puso los calzones y el salvavidas, el
camisón ya lo tenía puesto así que pudimos salir del camarote en pocos segundos. Rápidamente me
hice cargo de mi rol y con el contramaestre y el jefe de cubierta estudiamos la estrategia a seguir.
Primero reunimos a las mujeres que ya estaban haciendo quilombo a los gritos, menos la mía que se
había quedado muda; las metimos a todas en la cocina, le alcanzamos cuatro cajas de leche larga
vida y les dimos las órdenes de atender a cualquier tripulante que llegara con síntomas de asfixia.
Rajamos a ayudar a los marineros que ya habían desenrollado las mangueras y pedían a gritos que
hicieran funcionar las bombas de agua. La primera cagada de “Brancato” fue poner el buque de
proa, el viento avivaba el fuego hacia los chubasqueros, si lo hubiera puesto a babor o estribor las
chispas caían al mar. Las bombas de agua casi obsoletas no tenían la fuerza suficiente para inflar las
mangueras y el agua salía del pico como en los pistolines de los ángeles en las estatuas de las
fuentes de Florencia.
Hago un balance de la situación y lo que me dejó tranquilo fue que se notaban las luces del puerto
de Paranaguá. Botes para abandono teníamos, pero lo más importante era salvar el barco.
“Brancato” le prohibió al radio pedir auxilio, ¿El motivo? : Como estaba el barco tenía por lo menos
cadena perpetua. “Pocas luces” trataba de apagar los chubasqueros con algunos baldes de agua que
recogía con una soga del mar. Se me ocurrió que esto parecía una película de “Los Tres Chiflados”,
pero la cosa era seria y había que tomar el toro por las astas. Los marineros actuaban bastante bien,
con matafuegos controlaban el fuego de los chubasqueros, pero lo jodido estaba en el camarote de
las pinturas que ya empezaba a tomar mayor incremento. “Brancato” siguió dando órdenes al revés,
mandó tirar agua sobre unos litros de gasolina que se habían encendido en la cubierta, el fuego en
ese sector se incrementó y gracias a un marinero que trajo un tubo de espuma, controlamos también
esa parte. En el Cleopatra teníamos un traje especial de amianto con una máscara antiflama que por
medio de unas mangueras y un fuelle mandaban oxigeno al bombero, este traje era de la época de
los "Miriñaques", se lo puso el contramaestre y yo, como llevándole la cola a una novia, subimos la
escala que nos llevaba al camarote en llamas. Con el poco líquido que salía de la manguera, los
marineros me tenían que refrescar a mi, yo darle aire al contramaestre y éste, con la espuma, ahogar
el oxígeno que avivaba el fuego del camarote. La operación dio resultado y poco a poco la situación
se estaba controlando. Las mujeres en la cocina atendían con leche a todos los que se sentían
descompuestos portándose muy bien como samaritanas.
Después lo supimos, una chata brasileña se acercó para auxiliarnos y “Brancato” los alejó
diciéndoles que el fueguito era de poca monta, que no necesitábamos ayuda. Con una meada él
arreglaba el asunto. Si la chata nos ayudaba, teníamos que entrar al puerto de Paranaguá,
“Brancato” y el armador se chupaban una cana que todavía hoy, después de veintitrés años, les
estaríamos llevando milanesas a la cárcel carioca.
Nos llevó toda la noche apagar los focos. Cuando todo terminó, “Brancato” nos reunió, nos felicitó
y nos pidió discreción, por supuesto también un pago extra. ¿Las mujeres? Bien, pero con el jabón
que se llevaron, no les alcanzó para lavarse las bombachas.
Después vino la joda, la fiesta, el asado, el brindis y “Brancato” como siempre haciéndose el héroe
y mandándose la parte del “Tarzán de las mareas”.
Me contó el socio del armador (pescado grande de Prefectura), cuñado de “Brancato”, el por que de
los viajes de la mujer del capitán junto a su marido. Esta mujer tan bien puesta, tan apetitosa, estaba
pagando la culpa de tener un marido extremadamente celoso y bastante gil.
La historia fue ésta: En uno de los viajes en que la mujer se quedó en tierra, una noche a las dos de
la mañana al capitán se le ocurrió llamar a su casa para hablar con su Magdalena, su bomboncito, su
caramelito, en este tiempo no existía el contestador telefónico, ni existió quien contestara el
teléfono. ¡Madre Santa! ¿Qué pasó? “Brancato” se desesperó tanto que los oficiales no podían
calmarlo de ninguna manera. “No puede ser...”, gritaba como un loco. “A mi mujer la secuestraron”.
“Si...Seguro que la secuestraron”. No se le ocurría pensar en otra cosa. Sus grietas cerebrales le
impedían pensar en otra posibilidad. Según me contó el cuñado, “Brancato” lo llamó por radio,
llorando le pidió que lo ayudara porque a su mujer, o sea a la cuñada, la habían secuestrado. A esa
hora, con la desesperación del loco, el Comisario de Prefectura no se acordó que su concuñado era
boludo. En pijama con el pito en la boca se llevó un destacamento armado hasta los dientes, rodeó
la manzana donde vivía su cuñada. Ordenes, contraórdenes, pitos y contra pitos. Este hombre
cuando contaba la historia, lo hacía con una gracia fenomenal, nos hacía entrever el resultado. La
dentadura casi me salta de la boca cuando me dijo: Sabés que después de ese quilombo, frente a
todos los vecinos llegó mi cuñada vestida de fiesta y casi se desmaya cuando me vio en pijama con
todo el destacamento en la calle, pasé por estúpido y mi cuñada por terraja. Ahora bien, ¿qué tenía
que hacer yo con este boludo? Lo llamé por radio, le dije de todo y lo amenacé con que si volvía a
hacer esa pelotudez, le hacía retirar la libreta de embarque y tendría que laburar de estibador en el
puerto”.
La vida continuó a bordo con bastante tranquilidad, las mujeres disfrutando el viaje de día con sus
parloteos, y de noche con sus maridos. El aire de mar es el mayor afrodisíaco. Los marineros
esperaban llegar a Santos para ponerse al día. Uno de ellos, “El cacique” hacía ostentación de
machismo en el comedor de marineros en popa, agarrándose el bulto decía: “Tengo la pistola
cargada y sin seguro”. Cuando llegamos a Santos después de preparar al buque para descargar,
quedaron las guardias. Los marineros junto con “el Cacique” salieron a la pesca de “Garotas”.
La agencia marítima que en todos los puertos se ocupan de los papeleos del buque, los víveres y
todo lo relacionado con la carga y los estibadores, nos invitó a todos los oficiales y a los que
llevábamos pareja, a un paseo por la ciudad y a una cena, la verdad que se portaron bastante bien
con nosotros.
Al otro día después del desayuno tuvimos otro quilombo. Vimos subir por la planchada a dos
policías y a una mujer que gritaba como loca. “¿Qué mierda pasa?” gritaba “Brancato”. La mina
seguía puteando en su idioma, gritando que un marinero la había estafado pagándole con cincuenta
dólares falsos, los favores de la encamada. ¿A que no saben quién era el marinero en cuestión? El de
la pistola cargada y sin seguro. Sí, “el Cacique” en cana, el capitán citado por la policía, el camarote
del marinero revisado por los "Botones", cosa que “Brancato” tenía que prohibir, le desarmaron las
almohadas y el colchón, le dieron vuelta la cucheta y le abrieron el armario. La policía tenía que
tener una orden de allanamiento, “Brancato” no se la pidió. Menos mal que algunos de nosotros
salimos de testigos, porque si no estos tíos le metían algunos papeles falsos y nos cagaban la vida a
todos.
“El Cacique” juró y rejuró que a la mina le pagó con cruzeiros y que todo este quilombo lo tenía
preparado la mina con la policía (cosa nada imposible). Pero lo cierto del caso es que “Brancato” y
el marinero tuvieron que pasarse medio día haciendo declaraciones en la comisaría, pagándole en
dólares nuevamente a la mina, aparte una multa (coima) por el trabajo de la policía.
Después de todo el marinero quedó con la pistola descargada, pero con los bolsillos más
descargados todavía.
Cuando los tripulantes salen por el puerto siempre hay que tener cuidado, por que truhanes y
timadores hay en todos lados. Tenemos que darnos cuenta que no sólo los argentinos somos los
vivos, que la argucia y los piolas están en todas partes del mundo.
Los prolegómenos de la carga y descarga, como así también el trabajo de los estibadores son
capítulo aparte. Los brasileños son terriblemente gritones, muy nacionalistas, sobre todo los
estibadores, bastante quilomberos, pero la cocina la respetan porque saben que al finalizar la
jornada ligan un plato de comida.
Dado que la cocina daba sobre la cubierta de popa, mientras yo trabajaba me entretenía viéndolos
vaciar la bodega. Dos o tres estibadores bajaban a poner las bolsas y la carga en los guinches,
mientras diez o quince se pasaban gritando y verdugueando a los pobres tipos que trabajaban. Pero
cuando estos subían a descansar, gritaban más y verdugueaban como locos a los que habían bajado.
Así como en Buenos Aires, en muchos Ministerios y Municipalidades, veinte miran o dirigen,
mientras tres o cuatro trabajan.
El despelote del incendio había dejado sus huellas en el barco, pero los chubasqueros fueron
cambiados, el camarote con la pintura que se pudo aprovechar fue reparado en parte, lo quemado
tirado al mar lejos de la costa. Esto también era pasible de cana; para cagadas nuestra oficialidad
estaba diplomada.
Siguió la joda nocturna. Al otro día nos enteramos que otro gil había caído con una mina. Esta vez
fue un oficial, que todavía después de tantos años al mirarse al espejo, debe cerrar los ojos para no
ver reflejado ochenta kilos de tarado. Resulta que a este tío, (el radio) estaba paseando por Santos
cuando se levanta (lo levantó) una mina. A instancias de ella fueron a comer a un restaurante
“Chino”, por que era bastante barato, según la “Garota”, y además tenía algunos cuartos apartados
para intimar. Después de comer la mina ya canchera lo llevó por un lúgubre pasillo, en un
mostrador le dieron dos toallas y un jabón. Lo llevó a un cuarto con una cama discreta y un placard
algo desvencijado pero con algunas perchas por si quería colgar las pilchas. El baño dejaba bastante
que desear, pero en fin el levante lo valía. Esta le dijo que se desnudara mientras ella se daba una
ducha. La brasileña lo ayudó a sacarse la ropa después de darle algunos chupones, entró al baño a
prepararse. Al rato sale la mina del baño vestida con las toallas en la mano; Le dijo a este boludo
que estaban sucias, que las iba a cambiar. El oficial prendió un cigarrillo y quedó esperando, cuando
cayó en la cuenta que la mina se las había tomado; fue en bolas hasta el placard y se encontró con la
triste novedad de que a la cartera le faltaban trescientos dólares y un montón de cruceiros.
Rápidamente se quiso vestir y también le faltaba el pantalón que la mina se llevó escondido con las
toallas. Demás está decir que el placard también se abría por el baño. A los gritos acudió un “Chino”
que tardó un rato bastante largo para entenderlo, también tardó un rato bastante largo para traerle un
short para salir del paso. Cuando trató de armar quilombo los “Chino”s tampoco entendían nada
haciéndose los estúpidos. Tenía que dar gracias que le dejaron en la cartera los documentos y la
libreta de embarque. El cuarto estaba pago, así que se encaminó a la comisaría, pero en el camino
pensó: ¿Qué mierda voy a hacer la denuncia, si estos tipos ya tienen todo arreglado? Disfrazado
mitad bacán, mitad en short con zapatos de cuero llegó al buque. Cuando el guardia lo vio tuvo que
ir a buscar a tres metros la dentadura postiza que la carcajada le hizo volar. Al final tuvo que contar
la aventura para que no le pasara a otro, gracias a Dios que no se ligó una puñalada, porque con los
“Chino”s, según parece no se jode. Pero van a suceder más adelante otros hechos que el humor
mezclado con algunas tragedias son la salsa con las que salpico este libro.
El que sí la ligó fue “Pocas luces”. Mi ayudante con su escasez de neuronas a cuestas fue a parar a
un cabaret, al cual acudió con unos marineros; éstos se desparramaron por las mesas, pues todos
sabemos que enseguida tienen compañía femenina. “Pocas luces” se sentó, prestamente una
brasileña se acomodó sobre sus rodillas y le dijo: “¿Qué tomás querido? ” este pidió un whisky y la
mina un cóctel (este menjunje casi siempre es un té para que la chica no se ponga en pedo) pero
siguieron las vueltas y a pedido de la garota cuando ya “Pocas luces” no daba más, apareció el
mozo con la cuenta, mi ayudante con el pedo que tenía le explico al mozo que la que lo había
invitado era la mujer, que él no tenía plata, que la que tenía que pagar era la que convidaba.
Me contaron los muchachos que solamente en la película “El hombre lobo”, vieron una
transformación de cara semejante a la del mozo del cabaret. El encargado se acercó para saber que
sucedía, casi le agarra un vahído cuando “Pocas luces” seguía explicando incoherentemente, que la
mujer tenía que pagar porque ella lo había convidado. Les costó bastante a los marineros sacarlo al
pibe de las garras de estos dos tipos, por lo menos lo llevaron vivo, no sin antes dejar en el cabaret
media oreja, tres dientes, una manga de la camisa, tres botones del saco, además de los zapatos.
El que pagó el pato también fui yo, porque en vez de las cuatro papas y tres cacharros que me
limpiaba por día, tuve que hacerle comida especial de convaleciente, porque no podía tragar más
que papilla y comida liviana, pues la garganta la tenía bastante hinchada cuando se la apretaron para
ahorcarlo.
“Brancato” se quejó en la agencia, pero éstos le dijeron que no se hacían responsables de las
avivadas de los argentinos, que antes de embarcar a un tripulante lo hicieran revisar por un
psicólogo o psiquiatra, incluso él tenía fama de tener las facultades mentales alteradas. Cuando la
presión arterial sube demasiado el peligro de una hemiplejía es inminente, pero contra todas las
reglas de la medicina “Brancato” se salvó pese a que la presión ese día le subió a más de 25 de
máxima y 15 de mínima.
Gracias a su mujer y a las demás damas del barco que calmaron los ánimos, el capitán se salvó de
volver en cajón a Buenos Aires.
La descarga terminó y en poco tiempo nos llenaron la bodega con chapas, maderas, y cajones con
maquinarias de distinta índole. Esta carga la debíamos llevar a Bahía de San Salvador, la que alguna
vez fue capital de Brasil y el paraíso de los portugueses negreros que traían a los esclavos para
venderlos y distribuirlos por América.
Soltamos amarras y nos alejamos lentamente de Santos, ayudado lógicamente por el práctico y los
remolcadores. Menos mal que la salida de ese puerto la conduce un práctico, porque en el quilombo
de barcos y barcazas que hay en ese puerto si lo dejan a “Brancato” íbamos a parar a la mierda
llevándonos por delante todos los espigones. Ya fuera del puerto la triste máquina se puso en
marcha lentamente proa a Bahía.
La vida a bordo continuaba tranquila, gracias a Dios me acompañaba mi mujer que aparte de
ayudarme bastante a mí, también ayudaba al mozo uruguayo que seguía sin dar pie con bola, siendo
en esto muy parecido al inútil de “Pocas luces”. Mientras éste se reponía bastante bien de los
golpes, gracias a la ayuda del jefe de cubierta que la oficiaba de enfermero, (esta es una materia que
tienen todos los marinos oficiales) antes de ser pilotines. A “Pocas luces” le quedó una cicatriz
bastante grande en la oreja, tres dientes menos y menos ganas de laburar que antes, así que lo
teníamos de turista.
Ahora bien, pensándolo bastante con algunos oficiales, el único que franeleó, lo masturbaron y
chupó gratis fue él, el único que no laburaba y al que le ponían la comida en la boca fue a él. ¿No
sería que este tío se mandaba la parte de boludo para pasarla bien? ¿No sería que los giles éramos
nosotros? Un tiempo después me di cuenta que estas teorías no tenían nada de descabelladas “Pocas
luces” fue partícipe de un hecho que nos dio la razón.
Por radio nos comunicaron que la lentitud del barco le estaba dando pérdidas a la compañía,
imperiosamente debíamos apurar la marcha. ¿No estarían también en la compañía con los tornillos
flojos? “Brancato” pedía toda máquina en el puente y en máquinas desde el engrasador hasta el jefe
le hacían por el tubo un corte de manga, en el mejor sentido de la palabra, lo mandaban al carajo
diplomáticamente. Cómo podían pedir más velocidad a este pobre cascajo, que a más de siete u
ocho nudos corríamos peligro que se incendiara otra vez la chimenea, o que le salieran las bielas por
el costado del cárter. El jefe de cubierta nos explicó que “Brancato” no le tenía mucha confianza, y
de noche, cuando le tocaba llevar la nave, éste le fijaba una derrota muy lejos de la costa por la cual
se perdía mucho tiempo (el muerto se asustaba del degollado). Así que de noche, en vez de seguir la
línea de la costa, navegábamos cerca de España. De esta manera, con algún temporal en proa, a
Bahía llegábamos cuando a Dios se le ocurriera, y a Dios se le ocurrió que llegáramos con suerte
una semana después de lo previsto.
Después de las maniobras de atraque, una vez amarrado el buque, mientras la descarga estaba en
marcha, los muchachos después de almorzar se tomaron franco disparando para las playas, que
después comprobé, eran de novela. Arenas blancas, mar cálido, negras descendientes de zulúes, con
unos cuerpos increíbles y en top-less, costumbre que en esos tiempos, en cualquier playa argentina
era pecado mortal. Cuando los muchachos vinieron con esa novedad, no me lo quise perder, y sin
contarle nada a la vieja la invité a la playa. Cuando aparecimos en la costa, corrimos al mar y nos
internamos alegremente en las aguas de esa playa maravillosa. Después del baño, mi mujer todavía
no se había dado cuenta de las minas casi en bolas, pero cuando empezamos a pasear por la arena,
levantó la vista y quedó petrificada. Las tetas impresionantes de algunas morochas, se columpiaban
sobre unos cuerpos que parecían esculpidos por el mejor de los escultores. Mi mujer quedó
paralítica, con la cara roja como un semáforo, cuando vio mis ojos lujuriosos, se avivó y me hizo
notar en lo que yo no había reparado, algunos negros andaban con micro slip (taparrabos) con unos
bultos como para humillar al más pintado. Ahora si que me jodió, la gallega relamiéndose con los
negros y yo pensando que Dios a veces es injusto, a algunos le da un pilin común, casi
insignificante, y a otros los premia con un pedazo como para escribirles un autógrafo con tres
nombres y un apellido.
La venganza de mi señora fue mucho para mí, y esa noche en el camarote nadie me sacó de la
cabeza que mientras hacíamos el amor, mi mujer pensaba en los negros, lo tengo merecido por
calentón. Tampoco la pude convencer de que los morochos se ponen una toallita enrollada para
hacer pinta, eso no lo cree ninguna boluda, menos mi mujer, pero la salvación vino de parte de ella,
me contó que le dijeron las otras mujeres que viajaban en el buque, que todos los negros que andan
por la playa en taparrabos son trolos. ¡Qué mujer! Me sacó del paso con una cancha bárbara. Yo
seguía pensando en esas fabulosas tetas. En esos tiempos no existían las siliconas, estas eran de
verdad, nada de plásticos.
Si tengo que describir a Bahía les diré que esta es una ciudad muy pintoresca, una parte muy
antigua y otra moderna, con un elevador (montacarga) que lleva a más de cuarenta personas a la
vez, de la parte baja a la parte alta de la ciudad, donde los punguistas hacen su agosto con los
turistas, todo esto en combinación con la policía, que se hacen los tontos cuando tienen que actuar.
Lo que tienen de bueno es que en una vitrina, en la parte baja, tienen todos los documentos que los
pungas dejan después de sacarles la guita de la cartera. Está todo bien organizado, a alguno de los
pibes les pasó, que en el montón de gente que entra en el elevador se mete una mina adelante y
empieza a mover el culo; mientras el turista se está muriendo con un arrime infernal, el "Punga"
aprovecha y le saca la cartera, que casi siempre la llevan en el bolsillo trasero, porque nadie usa
saco. Menos mal que después devolvían todo menos la guita, así que todavía les tenían que dar las
gracias por su amable atención.
También había un gran mercado persa en el que podíamos encontrar de todo para traer de recuerdo.
En verdad había cosas que en aquel entonces resultaban muy baratas, pero lo difícil era bajarlas en
Buenos Aires. En el mercado se podía comprar desde un mono hasta una balalaika, desde una lanza
zulú hasta un pijama rosado para trolos, vestidos tejidos a mano, arcos y flechas, toda clase de
muñecos y hornillos para macumbas, etc., etc. Los muchachos querían comprar un loro muy
quilombero para ponérselo en el camarote al capitán, otros buscaban una granada, en fin, algo
tenían que inventar, el asunto era joder a “Brancato”.
Después de la cena, en puerto a las 18 horas, para que los muchachos salieran de parranda, fui a la
frigorífica y saqué tres lechones para descongelarlos en el alero de la cocina. A esa hora llegó el
guardia brasileño que por obligación debía cuidar la planchada. El negro después de comerse una
ración fabulosa, en un portugués muy cerrado generalmente es un dialecto zulú, nos agradeció la
cena sentándose al lado de la planchada. Después de un corto paseo por el puerto con las mujeres y
los oficiales, nos fuimos a nuestros camarotes, no sin antes hacerle señas al guardia que cuidara los
lechones.
A la mañana siguiente bien temprano me levanté para adobar los chanchitos y lo único que ví.,
fueron los ganchos donde estaban colgados. La yugular se me hinchó más grande que el cuello. Fui
a buscar al guardia pero encontré otro negro cuidando la planchada, manoteé la cuchilla
preguntándole de buenas maneras dónde estaba el de la noche. Este me explicó como pudo que su
compañero era un relevo suplente, que de vez en cuando le toca vigilar alguna planchada, por lo
poco que le pude entender, era un tipo de avería. Aquí viene la parte boluda mía, con lápiz y papel
le digo al negro que me haga un mapa para encontrar al hijo de puta. ¿Dónde vivía? De cualquier
manera mi calentura quería recuperar los lechones. El negro me hizo un mapa pero me alertó que la
banda de Babá era muy peligrosa, y él no se hacía responsable por mi vida. Yo con mi calentura no
entendía nada, lo llamé a “Pocas luces”, con el mapa en la mano y la cuchilla entre las ropas nos
encaminamos a recuperar los tres lechones. Pasando la ciudad vieja, caminamos como locos,
seguimos un sendero que estaba marcado en el mapa, pero pronto se perdió en lo que ya empezaba
a ser una selva, el grito de los monos y el parloteo de los guacamayos entraban por huesos y nos
hacían apretar el culo, "Poca luces" no entendía nada, pero cada vez caminaba con más sigilo, abría
los ojos como dos huevos duros. De repente una choza, golpeé la desvencijada puerta, salió una
vieja horrible por una ventana, y empezó a gritar como si la estuvieran matando, salimos corriendo
por darnos cuenta que estaba loca, poco después encontramos una casona de barro con techo de
paja, era un templo que entre cruces y muñecos, vasijas y humareda, un montón de negros cantaban
sus salmos. No nos vieron porque estaban en trance, también salimos carpiendo de ese lugar. Un
trecho más adelante vimos un pequeño poblado de indios semidesnudos. Escondidos detrás de unos
árboles vimos como Baba cocinaba a fuego vivo los tres lechones. Ahí fue donde “Pocas luces” me
salvo la vida. Me dijo al oído: Rajemos jefe que si estos negros nos ven nos rompen el culo.
Evidentemente no éramos “Superman”, “Pocas luces” tenía razón, salimos rajando y gracias a Dios
nos salvamos. Cuando llegamos al Cleopatra no le dijimos nada a nadie, pero me sentí tan estúpido
que me puse a la altura de “Brancato”.
Después de esta situación arreglé el problema con dos corderitos que por suerte estaban bastante
descongelados, por estar en la ante cámara, el contramaestre los preparó a la parrilla, mientras
“Pocas luces” y este gil, la oficiábamos de detectives en las afueras de Bahía. Se comentó el
despelote pero ocultamos parte de la verdad para que no nos internen en algún manicomio de Brasil.
Esa noche tuve que aguantar el sermón de la vieja que me dijo: “Mira boludo, si llego a quedar
viuda y no morís de muerte natural, o sea por alguna estupidez, no sólo no voy al velatorio, sino que
en vez de luto me pongo un vestido colorado. Le respondí: “Vieja, lo único que te pido es que me
hagas embalsamar el pene y lo coloques en una repisa por si lo llegás a necesitar”. Otra vez se armó
la rosca, mi señora fue a ver a “Brancato” y le pidió que por medio de la agencia le consiguiera un
pasaje en avión a Buenos Aires. Los oficiales, las mujeres de los oficiales, y el contramaestre,
tardaron varias horas en convencer a mi señora que la cosa no era para tanto, que yo era jodón de
nacimiento, que si seguía en los barcos, de esas bromas tendría muchas más en el futuro.
De noche cuando nos acostamos se me dio por tocarle una teta. Pegó un grito más fuerte que el de
la loca de la choza; los que escucharon creyeron que la había acuchillado; algunos ya querían hacer
la denuncia y traer al forense, pero cuando sintieron que yo me reía y mi mujer me regañaba,
quedaron tranquilos pues se dieron cuenta que las cosas se arreglarían rápidamente.
El calor era insoportable, la frigorífica daba señales de fatiga, los grados subían peligrosamente y el
jefe de máquinas, otro genio, en vez de repararla, buscar alguna pérdida o cambiar alguna válvula,
le pidió a “Brancato” que para reforzar la frigorífica comprara unas cuantas barras de hielo, treinta o
cuarenta serian lo ideal. No sé química, pero me doy cuenta que si mezclamos dos productos
nocivos los potenciamos, de lo que se deduce que si mezclamos la idea de dos tarados, esa idea
seria doblemente estúpida.
El camión que traía el hielo tuvo que parar a 150 metros del buque, porque no pertenecía a ningún
proveedor naval. Los negros que traían el hielo, con semejante calor, mientras caminaban por el
muelle perdían la mitad de la barra, cuando subían la planchada perdían otra cuarta parte, mientras
bajaban a la frigorífica les quedaba un cubito de dos o tres kilos que dejaban cuidadosamente en el
piso. Cuando terminaron la descarga, de las cuarenta barras quedaron cuatro, lo único que le
escuché decir al Jefe de máquinas fue una frase célebre que creo podría estar grabada para la
posteridad en los anales de los mejores legados filosóficos: “Antonio, trate de no abrir mucho la
frigorífica porque se nos puede perder el frío”. Después de esto yo me sentí otra vez normal. Algo
así como el Einstein del barco.
Por suerte algo sé de frigoríficas, con las pocas herramientas que pude encontrar en máquinas le
hice un buen vacío, cambié los filtros y limpié la válvula que se había atascado con gotas de
humedad. En algo la máquina respondió, salvamos un montón de alimentos perecederos. No voy a
contar todos los pormenores que tienen los cocineros a bordo, pero una de las principales cosas es
llevarse bien con la tripulación, mantener la cocina limpia y ordenada, hacerles siempre alguna
variedad de masas o pasteles, churros, empanadas, tortas fritas, etc., etc. Pero en navegación,
cuando el mar está picado, el baile es terrible. La cresta de las olas golpea contra los ojos de buey,
se filtra el agua en los camarotes, la cocina queda como Berlín después de los bombardeos. No hay
sopa que permanezca en una olla, ni comida en una fuente, pero ahí, es donde se ve la mano del
cocinero, nunca a ninguno de mis marineros les faltó la ración de comida. Lo descripto es un juego
de niños con lo que después en los barcos pesqueros de altura tuve que pasar. Esto viene a colación
porque cuando pegamos la vuelta en lastre para el puerto de Montevideo, (la reparación según la
compañía resultaba más barata en Uruguay), tuvimos varios frentes de tormenta que nos hicieron
bailar de lo lindo, mi señora se mantenía piola conmigo en la cocina; cuando más se movía el barco,
más nos divertíamos atravesando el culo contra los mamparos, vigilábamos las ollas que atadas y
fijadas con los violines todavía tenían ganas de escaparse para volcarse por el piso. De más está
decir, toda la cancha se la debía al Borrasca y al Kaleu-Kaleu que más de una vez me hicieron
fruncir el culo. La tripulación marinera se reunía en el comedor de popa y se agarraba por donde
podía, pero a la hora de comer, mandaban a buscar las raciones, al marinero de turno, pero con el
rolido del barco éste perdía la mitad por el camino, yo no sé cómo hacían, pero mareados y todo
igual comían, las mujeres en sus camarotes quedaban verdes con sus vómitos, los maridos les
llevaban queso duro y pan, porque es creencia marinera que esto fija el estómago y se evita el
vómito.
El que se pasó en uno de esos bailes fue (cuando no) “Brancato”, aparte del queso y el pan, le llevó
a la mujer una jarra con agua de mar, se la hizo tomar, porque había oído decir que los mareos se
curaban así. La pobre, aparte de estar verde de tanto vomitar, tuvo que soportar una diarrea que casi
la lleva por el inodoro. Cuando reinó la calma los hijos de puta de los marineros tuvieron otra idea
genial, joderlo a “Brancato” de alguna manera. De noche le escribieron con tempera negra la
palabra “Asesino”. Otra vez quilombo, otra vez Carusso cantando “Vesti la yuba”, otra vez no
aguantar la risa nos podía costar la vida o el desembarco en alta mar.
Esta joda era divertida para los marineros, pero no tanto para nosotros, que al estar cerca, teníamos
que aguantar la risa por todas las maldiciones que escupía. Quería hacerse el grafólogo y adivinar
quien había escrito la puerta, decía que si descubría al autor lo cortaba en pedacitos y lo pasaba por
la máquina de picar, ahí salté yo y le dije: “Por favor capitán, en la máquina de picar no, porque
después la tengo que limpiar yo”. Los oficiales no aguantaron más y el jolgorio de éstos, calmó en
parte las boludeces de “Brancato”. La verdad es que en los barcos mercantes los marineros o más
bien toda la tripulación se la pasaba de maravilla, Generalmente al bajar en los puertos, los que no
llevaban mujeres paseaban, salvo algunos como el "Cacique” y otros que fueron afanados en el
elevador de Bahía, la diversión era continua. En la pesca no pasaba lo mismo, ahí sí que se
trabajaba, ¡Madre mía! Si estos marineros embarcaban en un pesquero, a la semana se suicidaban.
Los días pasaron y penosamente el barco llegó por fin al puerto de Montevideo, atracamos en un
muelle bastante lejos del espigón central, donde estaban los mercantes descargando y cargando
mercaderías a todas partes del mundo. Pero lo que más me llamó la atención fue una flotilla de
barcos pesqueros “Chino”s. Esto me trajo nostalgias y en mi mollera entró el deseo de visitarlos.
La agencia se encargó de mandar gente a reparar el casco, pero en vez de llevarlo a dique seco, la
reparación se iba a hacer superficialmente, evidentemente no querían gastar demasiado dinero, y en
una semana calcularon que cambiarían los aros del principal, desabollaban algunos golpes en el
casco, con una soldadura y un poco de pintura listo el pollo. Los motores de la bomba, del
generador y de los auxiliares, muy bien gracias, total eran tan viejos que no se conseguían
repuestos. Evidentemente este barco junto con el “Desdémona”, gemelo del nuestro, estaban
condenados al desguace. De todos modos en Montevideo nos quedamos diez días. Las mujeres con
sus maridos y los marineros que no estaban de guardia salieron a pasear, el contramaestre con su
señora nos invitaron a cenar una parrillada cerca del puerto. Nos sentamos a la mesa de un negocio
que estaba cerca del puerto que evidentemente el contramaestre ya conocía. El lugar estaba lleno de
parroquianos, la parrilla a full, con toda clase de achuras y carne de primera, yo olfateaba que estaba
todo a punto, pero el que estaba más a punto era yo, que me mandé otra cagada pasando un papelón
que todavía hoy me avergüenza.
Vino el mozo, nos tomó el pedido, por supuesto, una parrillada completa, pero con gran amabilidad
les preguntó a las mujeres: “¿Señoras les gusta el choto?” La vieja enrojeció como un buzón, me
levanté como un rayo, agarré al mozo por la solapa del saco y lo sacudí como a una alfombra,
menos mal que no le pegué. El contramaestre sujetándome me dijo: “Por favor Antonio, el choto es
una exquisitez que se sirve en la parrillada uruguaya.”
No sirvieron las disculpas, la gente miraba asombrada sin entender que sucedía. Los que estaban
más cerca sí entendieron por dónde venía la confusión y la risa brotó como una explosión. La vieja
pensaba que el choto es choto y yo seguía pensando que cuando el primer estúpido vuele al espacio
yo sería el astronauta. Seguramente alguno de mis ancestros romanos, llamémoslos Nerón, Calígula,
Galba, sí seguramente alguno de esos locos dejó su semen idiota en alguna esclava napolitana y
cagó mi árbol genealógico.
Comimos rápidamente y salimos del restaurante, como si no hubiéramos pagado, el contramaestre y
la señora recién cuando pasaron varias cuadras empezaron a llorar de la risa. Mi señora me
regañaba diciéndome: “Tito estoy segura que vos no vas a morir de muerte natural, te reitero que a
vos un día te matan”.
Cuando lo contaron a la tripulación hasta “Pocas luces” festejó la comedia, pero yo en vez de
engranar seguí la joda y todo quedó en una anécdota.
Al otro día los muchachos vinieron con la novedad que muy cerca del puerto había un lugar donde
se divertían y bailaban sin pagar un centavo, la bebida casi al costo, estaba regenteada por un cura.
Todo cerca de la iglesia, que no por casualidad estaba al lado, “La Misión”.
El contramaestre me explicó que “La Misión” estaba en todos los puertos incluso en Buenos Aires,
que es un lugar que tienen los curas para que se diviertan los marineros para no caer en el pecado de
salir con putas.
Las chicas de “La Misión” eran feligresas de la iglesia, algunas bastante aceptables, pero otras, ¡Un
cuco! El cura hacía de “Guarda bosques” y cuidaba el ganado como un perro belga a las vacas. Los
que la pasaban bien eran los marineros que quedaban varados en el muelle, que también por una
costumbre mundial, les daban vivienda y comida gratis. Pero por más que las cuidara el cura, las
minas en algún momento recibían la bendición, por lógica no eran de fierro y cuando terminaba el
baile la que no era acompañada a su casa por los alcahuetes del cura, en algún lugar se bajaban las
bombachas.
La curiosidad me llevó a “La Misión” y un día que mi señora se acostó temprano rajé a conocer al
cura. Cuando me presenté como el cocinero del buque Cleopatra me atendió como si fuera el
capitán, me dijo que conocía el buque por que éste y el “Desdémona” habían estado muchas veces
amarrados en Montevideo. Vio con buen agrado que yo lo invitara a comer, y me prometió la visita
prontamente. Al otro día a las cinco de la tarde, ya tenía al cura a bordo, los oficiales lo recibieron
con efusividad. “Brancato”, como siempre, metiendo la pata con la teología, la Biblia, los
Evangelios y la Eucaristía, hacía una ensalada y el cura para quedar bien asentía todo con la cabeza.
Estoy seguro que pensaba para sus adentros: “¿Qué carajo me está diciendo este tarado?” Sin duda
el hambre lo hacía aguantar cualquier cosa, porque cenó con los oficiales como si al otro día lo
fueran a fusilar ¡Madre Santa! Como lastró ese tío.
Repitió todo el menú y para colmo, me contó el mozo uruguayo, que limpiaba los platos con la
miga del pan y después se la tragaba como un biguá. Recibí la visita del cura en la cocina, me venía
a felicitar por la cena, y mientras mi señora le ayudaba a levantar al mozo los platos en la repostería,
lo invité a sentarse a charlar un poco en popa cerca de la cocina donde también estaba la planchada.
¡Otra vez la cagada! Los muchachos que tenían, el comedor en popa, a treinta metros de la cocina,
habían invitado a comer a unas cuantas chicas ligeras de casco que en un bote arreglaban a los
guardias colándose al mercante por la escala de gato que los pibes le alcanzaban. Comían con los
marineros, después se duchaban y fifaban en los camarotes. Yo lo ignoraba, de repente aparecieron
estos bandidos con las minas para bajar por la planchada justo frente nuestro. El cura quedó verde,
se persignó y dijo a viva voz: “Dios los perdone, pero esto es un pecado”. Uno de los marineros
(creo que fue el “Cacique”) le contestó: “Padre, más pecado es hacerse la paja...”. Me esfumé,
desaparecí, pero me contaron que el cura bajó la planchada antes que las mujeres, se disipó como
por arte de magia. Dijeron los guardias del puerto que el cura pasó frente a la garita hablando solo
haciéndose la señal de la cruz. Pero algún marinero pagó caro el pecado, porque después lo supe,
volvió a Buenos Aires con el pito al hombro (llámese blenorragia). Menos mal que ya existía la
penicilina, porque en mis tiempos la curaban con permanganato y enemas en la uretra que hacían
ver las estrellas, tardando dos meses en curarla.
Mientras duró la reparación tuve que trabajar bastante, porque aparte de la tripulación, alimenté a
los mecánicos, pintores y soldadores uruguayos. La cocina indudablemente en puerto es un
quilombo, a toda hora aparecen los paracaidistas y había que darles de comer. También existían
clientes foráneos que venían a manguear con alguna olla o lata, lo que sobraba. En todos los puertos
es casi ley moral por los cocineros, no dejar a ningún tipo con hambre. Aunque después vi en otros
barcos extranjeros que a los mangueros los sacan cagando.
Me quedó la intriga de los barcos “Chino”s, estos paraban en el puerto uruguayo, después salían a
pescar en aguas cálidas, atún, tiburones y pez espada. Como buen curioso y añorando los pesqueros
me presenté una noche a uno de estos y le expliqué a la guardia con señales y muecas que yo era el
cocinero de un mercante y quería visitar el barco. Cosa rara en ellos, me acompañó al comedor
presentándome al jefe de pesca que por suerte hablaba bastante bien el castellano. Cuando le dije
que yo también navegué en pesqueros, de muy buen grado me invitó a visitar la planta y dejó de ver
unas películas pornográficas que con todos los marineros estaban pasando por el video. Miré de
reojo y otra vez la humillación, yo nunca había visto películas porno, lo confieso, pero me pregunto:
¿Cómo hacen esos tipos para levantar semejantes bichos? ¿Cómo hacen esas minas para tragar esos
nabos? La verdad viendo eso me dolía el traste. Seguí al “Chino” hasta la planta, después vi los
túneles de frío, el pozo de pesca, en fin, todo el buque, bastante ordenado, todo, muy limpio, pero lo
que me llamó la atención fue la cantidad de aletas de tiburón que ensartadas en cuerdas pendían ya
secas a unos cabos en cubierta. Resulta que en china, uno de los manjares más caros y sabrosos es la
sopa de aletas de tiburón. El pez espada y el atún es también para los “Chino”s su fuente de
ingresos. Cocinan rápido y bien, a fuego vivo y con un wok (sartén profundo), aceite de sésamo,
picante a rolete, hacen todo tipo de comidas, fríen camarones, pollos, cerdo, pescados, brotes de
soja, verduras y hortalizas. Preparan chopsuey de toda clase, arroces de todas formas en fin, cocinan
bastante bien aunque me dijeron también que comen escarabajos y escorpiones fritos. También
utilizan hormigas rojas para condimentar, estas son bastante picantes. El pato tiene un trato especial
“Lacado”, tardan bastante en cocinarlo, le pasan un condimento especial y lo pueden dejar colgado
varios días, para que tome más sabor, es una especialidad que tienen los “Chino”s detallados en los
libros de cocina internacional. Pero la cuestión es que le hice un trato al “Chino”, yo le prometí
traerle algunas pizzas (mi especialidad) a cambio de algunos kilos de pez espada, que yo sabía que
era más sabroso que el atún. Hecho el trato, al otro día me presenté con un montón de pizzas, para
mí hacerlas es lo mismo que para una abuelita tejer punto cruz. Los “Chino”s me agradecieron,
comieron, me invitaron ver una porno especial china (se trataba de una violación verdadera) otra
vez me empezó a doler el culo, me disculpé y salí del barco con medio pez espada de unos doce
kilos, algo más que ligero, el contramaestre que de esto sabe bastante me dijo que los “Chino”s
acostumbran a culearse a los cocineros, que me había salvado porque tenía un Dios aparte. No le
creí, pero igual me quedó la duda, también los coreanos y los griegos tienen esa fama.
Los bifes de pez espada fueron un manjar para todos, esa novedad le gustó mucho a la tripulación,
“Brancato” y los oficiales pidieron que les llevara otra vez pizza a los “Chino”s a lo que les contesté
con una frase que luego de mucho tiempo hizo famoso al negro Olmedo: “¡De acá!”.
Pero el contramaestre seguía insistiendo. Como yo sufría hemorroides el hijo de puta me cargaba
diciéndome que si le llevaba pizza a los “Chino”s, me curaba con toda seguridad. Sólo había que
entregar el marrón.
Terminaron los paseos casi turísticos por Montevideo, como así también terminó la reparación y
partimos para Buenos Aires. Nos esperaron en el puerto nuestras hijas que junto a los demás
familiares de la tripulación estaban en el muelle. Radiantes de felicidad las chicas dijeron que por
fin habían podido estar tranquilas dos meses, pero nos habían extrañado bastante.
Después de despedirnos de la tripulación, dejé al mando de la cocina al correntino, que me suplantó.
Pasando por la garita de Prefectura, el gendarme le vio la cara a mi señora, que roja y misteriosa
parecía una contrabandista, la pobre sólo llevaba una sábana y un vestidito tejido por las negras
bahienses, con todos los enseres que lleva cualquier mujer. Le revisaron las valijas, le pidieron
disculpas, pero por la cara que ponía pensaron que llevaba por lo menos 10 kilos de falopa.
Cuando llegamos a casa nos contaron las chicas que Verola me había llamado varias veces, me
quería ver lo más pronto posible.
Al otro día me presenté a la nueva compañía que se había formado “Harengus S.A.” Pero dependía
de “Bridas S. A.” y “Matoil S. A.”. En la oficina había cualquier cantidad de empleados de todas las
categorías, secretarias como para hacer un desfile de "Chanel", jefes y contrajefes, etc., etc. Si esta
era la oficina, como sería la tripulación ¿Cuántos tripulantes tendría el buque? ¡Qué misterio!
Verola tenía una oficina muy lujosa con un sillón parecido al de Rivadavia. Este tío me recibió
como si yo fuera el presidente de Estados Unidos, café, whisky, secretaria bilingüe, faltaba un valet
que me cepillara la ropa. Cuando fuimos al grano me dijo: “Antonio, a usted lo necesitamos con
mucha premura porque el buque llegó, ya se hicieron todos los papeleríos. Mientras usted estaba en
el Cleopatra, el buque salió a pescar como para probar a los tripulantes y tener una idea general de
la eficacia de las maquinarias. Pero de salida nomás se armó la podrida, al cocinero alemán le
pusimos un cocinero argentino recomendado por el capitán, chef de un restaurante que en Puerto
Madryn era el principal, y un ayudante correntino que andaba por el puerto. Le pregunté: “¿Tenían
libreta?” Me dijo que no. En Puerto Madryn se arregla todo con un permiso precario que da la
Prefectura a pedido de la compañía. “Así que yo me tuve que romper el “tujes” para conseguir la
libreta, di exámenes de toda clase, tuve que nadar mil metros en el Río de la Plata, me revisaron
como si fuera un colimba, y me pasé seis meses haciendo nudos y subiendo escalas de gato, aparte
de usar un montón de matafuegos, tuve que explicar como se hacían huevos fritos y salsas blancas,
etc., etc. y en Puerto Madryn todo se arregla con un permiso precario. ¡Bárbaro!”
“Tiene razón Antonio, pero con la premura tuvimos que acudir a la Prefectura, hay problemas de
embarque por la muerte de varios marineros en el puerto el día que se incendio el “Mataco” en el
muelle de Madryn.”
No cualquiera se quiere embarcar en un pesquero, y menos en uno alemán me dijo Verola. Además
el quilombo se armó en la cocina con el jefe de cocina teutón.
Al otro día embarqué en el Aeroparque con Verola y en el avión me contó que la tripulación del
buque se componía de treinta marineros argentinos, treinta portugueses, y treinta alemanes, entre
estos jefes y contramaestres junto con una oficialidad mixta (cada oficial argentino tenía otro
alemán al lado). Entre los portugueses, también había algunos contramaestres y jefes de planta. Dijo
Verola que el barco era de gran porte y tenía unas maquinarias muy modernas. Fileteaban la
merluza con una velocidad asombrosa. Aquí vino el relato de la podrida: El cocinero alemán media
dos metros, era un oso impresionante, muy chinchudo y por ende pasto de alguna broma por
algunos piolas argentinos, siguió Verola con su relato; la cocina tiene una ventanilla que permanece
cerrada cuándo se elaboran las raciones, la cola se iba formando a la hora exacta de repartir la
comida; Como prusiano, ni un minuto antes, ni uno después, el jefe recibía los platos, unos
profundos y otros playos que se encimaban perfectamente, colocaba las raciones que eran
entregadas a los marineros por la ventanilla, no había mozos para los marineros, pero sí un ranchero
que limpia cuando terminan de comer. Al tercer día de navegación cuando había empezado la pesca,
¡Zás! el quilombo. Cuando estaba formada la cola para comer, como siempre primero un portugués,
los argentinos que casi siempre eran madrugados idearon una forma para armar lío, dos minutos
antes de la repartija, golpeaban fuertemente la ventanilla volviendo a la cola. La ventanilla se abría
y el puño del cocinero salía como un rayo rompiendo la nariz o la mandíbula del primero de la fila.
Al tercer hueso roto, el barco volvió a puerto, el alemán en cana y deportado rápidamente.
El cocinero recomendado no daba pie con bola en la cocina porque al querer quedar bien con los
alemanes, quedaba como el culo con los portugueses y los argentinos. Pero lo más triste era verlo
por el suelo cuando rolaba el barco. Ya lo sabía por experiencia que por mejor cocinero que pueda
ser uno en la quietud y en la horizontalidad, todo cambia cuando la sopa, el aceite con los huevos
friéndose y los fideos quieren salirse de su habitáculo, como ya lo describieron en “El nauticomio”,
todo lo que no mancha, quema. Verola se reía contándome esta historia en el avión. Pero yo pensaba
si algún día no tendría que usar la pistola 7,65 que con permiso de tenencia, llevaba en la maleta. Sé
que la vida es corta, pero no estaba dispuesto a que ninguno me la cagara. Le dije a Verola que me
diera amplias atribuciones, ya tenía la estrategia a seguir, entre los dos teníamos que resolver el
problema, porque ya me había tocado en el “Kaleu-Kaleu” cuando todavía era novato, pasar las de
Caín por un hijo de puta.
EL HARENGUS

Cuando llegamos nos dirigimos a la agencia (oficina también de la compañía) y de ahí al barco.
Este era imponente, técnicamente perfecto, ideal para la pesca, limpio como un cáliz. La planta con
unas máquinas impresionantes, en vez de túneles tenía placas, estas venían a ser como grandes
guarda bandejas que al apretarse por medio de una maquinaria enfriaban el pescado a -65º en
menos de dos horas, de ahí a la bodega, una vez que se desmoldaban, ésta lo mantenía a -40º hasta
llegar a puerto, y en buques frigoríficos lo transportaban a Alemania, porque el principal comprador
era el socio de “Bridas S. A. ”, dueño también del “Escombus” un barco gemelo del "Harengus".
La sala de máquinas parecía un templo, relucía todo, brillaban hasta los caños de la sentina, que
viene a ser la cloaca de todos los buques. En esta sala de máquinas también estaba la fábrica de
aceite y la de harina de pescado. Más adelante explicaré como funciona todo esto porque en el
segundo viaje que hice en el buque tuve que trabajar dirigiendo la fábrica de harina. Esto también
forma parte de la línea de locuras que transitaron por mi vida.
Después fuimos a la cocina, para tanto buque me resultaba chica, muy limpia, toda acerada y
brillante, con una batería espectacular por lo práctica y moderna, hornallas y horno de muy buen
nivel, una buena mesada de trabajo, ninguna cucaracha, me explicó Verola que si los alemanes ven
una, tocan la campana de alarma, pero ¡Oh Sorpresa! no vi amasadora, ni freidora. Tenían dos abre
latas automáticos que podían cortar desde una latita de tomates hasta un tambor de cincuenta litros.
Eso sí, un pelapapas muy moderno que después a mí no me sirvió, la teoría de usar pela papas es
variable para los cocineros, la papa se pela mejor con un cuchillo muy pequeño y bien afilado, el
aparato golpea la papa y aparte después, por lo menos aquí en la Argentina, hay que sacarle los
ojuelos y se pierde tiempo al pedo. Después que me indicaron mi camarote, que dicho sea de paso
parecía una suite del hotel "Alvear", con heladera, televisor, escritorio, cama matrimonial, todos los
chiches que uno puede imaginar, quedé petrificado, en la puerta del camarote, en chapa de bronce
grabada la palabra “Koch”, evidentemente los alemanes le adjudicaban al cocinero un rango de
oficial (por ese lado vamos bien, pensé). Aparte de estar impecablemente de blanco, el gorro tenía
que ser más alto, según la jerarquía, el del segundo un poco más bajo y el ayudante uno común. Me
presenté al guardia de la cocina que en ese momento era el correntino que las oficiaba de ayudante y
a un portugués que colaboraba en puerto para cocinar para los paisanos. Me contó el correntino que
los portugueses tenían contrato por seis meses y vivían prácticamente en el barco, eran todos de la
misma aldea, no gastaban ni un mango, pero cuando terminaban el contrato, se iban con toda la
guita y el pasaje por lógica se lo pagaba la compañía. Pero cuando llegaban a la aldea, volvían la
misma cantidad de paisanos que habían quedado en su tierra cuidando a las mujeres de los que
estaban navegando.
Después me ocuparé de los portugueses, ahora el asunto era arreglar cualquier problema antes que
se embarcaran todo los miembros de la tripulación y se armaran los bolonquis. Revisé las
frigoríficas de la cocina y quedé impresionado, en la de carne y pescado se congelaban hasta las
lágrimas, la de verduras era algo estrecha para tanta gente, la antecámara, muy buena, la gambuza
(almacén) no tenía que envidiar a ningún supermercado moderno de los que hoy tenemos en la
Argentina, el hecho que la cocina no tuviera amasadora, ni freidora era porque los alemanes habían
traído alimentos envasados por lo menos para un año. Pero para ellos el pan, el chucrut, el puré, las
salchichas, el paté, todo en latas. El cocinero alemán (me contó el correntino) mandaba por el
montacargas un festival de latas y automáticamente en un santiamén hacía la comida, pero para
ellos, los demás que se jodan, los portugueses con papa y pescado, se la tenían que rebuscar por
estar castigados. Ellos cocinaban aparte en la segunda cubierta, pero un día incendiaron el
habitáculo. Esa boludez les costó tener que pelar las papas, salarse el pescado para las caldeiradas y
aguantarse la joda de algunos argentinos que buscaban rosca por cualquier cosa.
Verola y yo hablamos largamente, me dijo que pidiera lo que hiciera falta, la marea sería de por lo
menos sesenta días, (dos mil toneladas de filete no era moco de pavo) y que al otro día nomás
tendría la amasadora, porque ya el correntino les quería hacer juicio, porque decía que le dolía la
espalda por amasar el pan a mano. El pelotudo no sabía que las batidoras que tienen esos buques
adosan un gancho especial para amasar y más o menos se podía salir del paso. Aparte de la freidora
y la amasadora me mandaron un carpintero para hacerme una estantería especial al lado del horno,
también pedí quince bandejas para hornear el pan y las facturas. Cuando Verola escuchó esto se
quiso morir, “Si usted les hace facturas los marineros lo van a llevar en andas”, me dijo y riéndose
me presentó a la plana mayor del Harengus. Faltaban los oficiales y marineros argentinos, así que
empezamos por los alemanes muy ceremoniosos y por los de maestranza tanto portugueses como
alemanes.
Verola me contó algunos problemas que tuvo él en puerto, porque los alemanes navegando y
trabajando son unos fenómenos, pero que en puerto la mayoría se van de joda, se ponen en pedo.
Los milicos los zamarrean y los llevan en cana. El, todos los días tiene que pagar la multa para
traerlos al buque. Se habían acostumbrado tanto a esta rutina que para que no les pegaran, ellos
solos iban a la comisaría del puerto y a media lengua, tipo Tarzán, decían: “Mi borracho, ponerme
preso, mañana Verola traer la plata y sacar”. Papita para el loro, los milicos de Prefectura ganaron
mucha plata con estos boludos. ¡Ah! y las minas también, algunas se llenaron de oro en Puerto
Madryn, los alemanes pagaban hasta para tocar una teta.
El mejor de los alemanes fue, para mí, un flaco formidable, un contramaestre excepcional, un fuera
de serie, este alemán siguió y sigue siendo un amigo, pero hace mucho que no lo veo y no sé si está
vivo o muerto. Dios quiera que este libro llegue algún día a sus manos. Este hombre para no pagarle
a las minas se juntó con una mujer bastante buena moza, la verdad que esta señora lo quería mucho,
pero el alemán un día, porque la cerveza no estaba fría la abandonó. ¡Ay Helmut que boludo! ¡Qué
buena mujer te perdiste! Le pregunté un día la verdad y me dijo que prefería pelitos rubios abajo y
no pelo negro, después de esto, este tipo cayó en otras manos que lo esquilmaron y lo seguirán
esquilmando.
Helmut y todos los alemanes a la pizza la llamaban “Mafia”, al matambre “Frazada”, al mondongo
“Toalla”, al guiso “Todo junto”, sacando la comida de ellos todo lo demás tenía un nombre común
“Scheisse” (mierda). Así que en este buque me iba a tocar bailar de lo lindo, yo estaba preparado
para los quilombos y me puse en guardia permanente, tenía que salir airoso sí o sí porque estaba en
juego mi futuro.
Le pregunté a Verola quién era el mejor marinero argentino, éste me contestó que embarcaba al otro
día y se llamaba Damiano, este muchacho había ido a Alemania a buscar el buque, como marinero.
¡Una maravilla! Un capo hecho y derecho, pero el resto de los marineros argentinos eran una sarta
de ignorantes que había que domesticar pues se dejaban arrastrar por un bravucón apodado “El
“Chino”. Les di de comer a las guardias con lo que pude manotear y con lo que me pudo alcanzar el
ayudante, pero me sentí algo perdido por la cantidad inmensa de frascos, latas y condimentos todos
rotulados en alemán.
Para buscar cualquier cosa tenía que ir con el diccionario Alemán-Castellano o bien correr el peligro
o la suerte de inventar un nuevo plato. Helmut me ayudó bastante a rotular, me enseñó a salir del
paso con los paisanos dándome recetas de cocina. Colaboró mucho en mi convivencia con los
prusianos. Mi audacia le llamaba la atención y cuando yo, en mis menjunjes, le metía algún
condimento equivocado, se tiraba al suelo de la risa. Por ejemplo: Cuando le echaba tilo al guiso,
boldo a la salsa o “crumel”, (que era un condimento para hacer dulces), al chimichurri que
preparaba en un mortero. Después de reírse como loco me aconsejaba: “Tener cuidado... Un día si
no entender escrito, dejar gente culo para arriba, en algunos estantes haber veneno... Y vos vas a
confundir y cagar fuego a tripulantes”. Por eso rotulamos hasta las cebollas. Ese día continué
estudiando a los portugueses que con su parloteo y gritos en el comedor de marineros parecía que se
estaban matando. Correa que me oficiaba de ayudante me dijo: “Maestro, esto es un susurro tiene
que ver en navegación, mientras conversan amigablemente, da la impresión de ver la película
“Pampa bárbara”, gritan como indios pero son un pan de Dios.
Si quisiera hilvanar los hechos por orden sinceramente no podría, porque a un acontecimiento grave
se sucedía otro risueño y no tengo un diario donde los hechos estén ordenados cronológicamente.
En mis recuerdos se enciman todos los quilombos y aventuras, todo el humor y las tragedias que a
veces en un buque de este porte suelen suceder. Fui al comedor de marineros y como yo me
defendía bastante bien en portugués, tuve una conversación fluida con ellos. Me di cuenta que
dentro de su ingenuidad, eran bastante buenos tipos, muy sumisos y a través del tiempo salvo
algunas excepciones fueron muy buenos compañeros. Lo primero que les hice entender era que para
mí son tan atendibles los requerimientos del capitán alemán, (que era el zar del barco), como el más
humilde de ellos. Les dije que me dieran una lista de comidas que ellos acostumbraban a hacer en la
cocina que se les había incendiado, pues yo les iba a complacer de buen grado si ellos no rompían
los huevos, pero el primer quilombo en la cocina, no tenía ningún inconveniente de hacerlos rajar
para Portugal, pues la compañía me había dado amplios poderes. Por la noche fui al camarote de
“Ego”, el capitán de pesca que tenía fama de ser muy chinchudo. Nos entendimos bastante bien, le
expuse mi punto de vista, sobre las falencias que vi en la forma de dar de comer, a lo cual me
contestó que ellos tenían acostumbrados a los marineros a hacerse el rancho, quiere decir hacer cola
en la ventanilla, llevarse la comida a la mesa y después de comer lavarse los platos, los utensillos y
guardarlos en una gaveta numerada con llave. Le contesté que no me parecía mal el orden y la
disciplina, pero esto podía marchar con los portugueses, pero no con los argentinos que eran más
quilomberos y estaban acostumbrados al ranchero por turnos. Y si seguíamos con la política
implantada en Alemania, aquí no serviría.
Con maestranza no había problemas porque eran todos alemanes y pedían la comida por la puerta
trasera de la cocina, ésta se habría por la parte de arriba, así como los boxes de las caballerizas, los
alemanes recibían su ración comiendo en otro recinto destinado a ellos como en casi todos los
barcos de gran porte. Más adelante contaré la manera de comer de estos tíos, es para no creer, la
máquina más rápida, la trituradora más eficaz, el demoledor más cruento, comparable a la
mandíbula de un brontosaurio, así eran las de estos alemanes. El asunto era tratar de arreglar los
problemas del comedor de marineros, algo había pispeado, yo, en la cena.
Vino a la tarde el mediador de los portugueses, con una cacerola inmensa de cincuenta litros por la
mitad de papas peladas a la española, un montón de cebollas en rodajas y por lo menos cincuenta
rodajas de abadejo saladas doce horas antes. Me pidió permiso, con la ayuda de otro marinero
subieron la olla a la plancha cubrieron las papas y las cebollas con agua y como hacen los gallegos,
esperaron que hirviera para hacer la caldeirada.
Esto fue una constante entre los portugueses, ellos pelaban las papas, cortaban la cebolla, salaban el
pescado, en realidad no jodían demasiado, esa caldeirada la hacían dos veces por día, desayuno y
merienda, pero en las comidas centrales no les asustaba comer otra vez pescado, le daban al diente
con lo que viniera, sobre todo con los bifes, finitos y con mucho ajo, bien pasados. Pero con el
tiempo cuando vieron a los argentinos que los comían vuelta y vuelta o a punto, también ellos se
acostumbraron a pedirlo de esta manera. La joda fue cuando la caldeirada estaba hecha, entre los
dos portugueses trataban de volcar el agua de la cacerola, veintiocho portugueses dirigiendo la
maniobra de volcar el agua sin que se cayeran las papas y el pescado, mientras estos dos pobres
tipos en la pileta se quemaban vivos, volcando la cacerola con la tapa semi apretada, escaldándose
hasta las bolas. No sé por qué, pero me hicieron acordar a los estibadores brasileños.
Mi asombro fue en el comedor, seré objetivo tratando de no exagerar. Increíble lo que vieron mis
ojos. La cacerola fue puesta sobre la mesa, en derredor los portugueses llenaban sus platos con una
espumadera. Cuando iban a sentarse a comer, miraban de reojo a los comensales, si alguno tenía
una papa demás, daban vuelta sobre sus pasos agregando otra palada al plato. Volvían haciendo
equilibrio para que no se cayera nada de la pila, para colmo a los gritos como si los hubieran
estafado con un cheque sin fondo. Cuando terminaban el parloteo y el quilombo, el comedor
quedaba como una aldea vietnamita después de las bombas de napalm, tan persuasivas y tan
eficaces que les fueron a los norteamericanos. Las espinas esparcidas por el suelo, algunas papas
aplastadas contra los mamparos, aceite y vino volcados por los manteles, en fin, un verdadero
pandemonium. Pero mal o bien ese despelote lo arreglaban ellos mismos poniendo por turnos sus
propios rancheros. Así que con esta gente no había ningún problema. Más adelante contaré algunas
pintorescas anécdotas donde se mezclan la inocencia y la ignorancia.
Al día siguiente embarcaron los argentinos, en un largo pasillo bolsos y valijas esperaban turno
frente a la cocina, esta permanecía con media puerta abierta, todos miraban de reojo al pasar, por
lógica querían saber quién era el monstruo, Lucrecia Borgia de la cocina, en fin en el pasillo
mientras entregaban su libreta o su permiso parloteaban, como árabes en la feria de los camellos.
Pregunté quién era Damiano, lo mandé citar después del embarque a mi camarote, empezaba el
primer paso para parar los inconvenientes. Pasó un marinero se asomó y espetó: ¡A ver si paramos
con los guisos!
¡Zas! ... pensé; éste es el famoso “Chino”.
Mientras preparaba el almuerzo me dijo Correa que Damiano me esperaba en la puerta del
camarote; fui prestamente, lo invité a pasar y conversar un rato. A mi pregunta si estaba dispuesto a
colaborar conmigo, para hacer una buena marea, me contestó afirmativamente. Ya sabía por Verola
que este muchacho estaba capacitado para ser un contramaestre de primera, necesitaba una mano y
tenía bastantes cojones para dirigir la orquesta. Le pregunté, según Verola, si los muchachos eran
tan quilomberos. Damiano me contestó: “Los muchachos son como las ovejas, se desbandan cuando
hay una negra, por que la confunden con un perro o más bien con un lobo. Bueno le dije, yo voy a
conversar con el lobo, y según el resultado, la vas a oficiar de pastor, necesito un buen colaborador,
me voy a romper todo porque sé lo que es laburar en un barco extranjero y encontrarse con un
cocinero alcahuete que a los oficiales les da lo mejor y a los marineros cualquier cosa”. Le dije
también que trataría de controlar al segundo cocinero que me habían dicho que tenía esa
particularidad. Damiano me contó que el "Chino” era tan hijo de puta que hasta escupía el queso
rallado y el azúcar para que nadie se lo llevara de la mesa.
Como pude di de comer por turnos en forma equitativa a toda la población marinera. También
embarcó el segundo cocinero Don Alberto. Entre él, Correa y yo tendríamos que darle de comer a
noventa tripulantes, en navegación cuatro veces por día. El modo de laburar de los alemanes era el
de (seis por seis), o sea a las cinco y treinta de la mañana se levantaba un turno para desayunar y a
las seis entraban a la planta. Salían a comer o desayunar (que era lo mismo) los que habían entrado
a trabajar a las doce de la noche. Este turno almorzaba a las once y media, y entraba en planta al
medio día. Los que habían entrado a las seis de la mañana almorzaban a las doce. Seis por seis,
cuatro turnos cada veinticuatro horas. Este modo de trabajar según los alemanes, cansaba menos a
la gente y rendía mucho más. Los cocineros trabajaban “doce por doce”. A las siete de la mañana
entraba el jefe, con el ayudante y a las siete de la tarde entraba el segundo cocinero, las tareas eran
bastante equitativas pues las comidas centrales necesitaban mayor atención. Estudié la situación y
preparé una estrategia, como estaba acostumbrado a trabajar mucho y dormir poco le propuse a
Alberto que él trabajara con Correa con las comidas centrales y yo me pasaba al turno nocturno;
primero, colocar en bandejas fiambre surtido en todas las heladeras; segundo preparar el desayuno
para los que se levantaban a las once y media de la noche, pero también podían comer con los que
salían a las doce de la noche. Después de la comida de la noche amasaba el pan y preparaba algunas
facturas o churros o bolachas (bizcochos portugueses). Después del pan preparaba el desayuno para
los que salían y una comida para los que entraban, a las siete de la mañana en punto entraba Alberto
con Correa y seguían la rutina, pero lo que no contaba Alberto era que yo dormía tres horas y me
aparecía en la cocina a las once de la mañana ayudando a repartir las raciones y evitar las
rufianadas, amén de preparar el menú para el día siguiente.
Cuando quedó todo aclarado conocí al mozo de oficiales “Pepe Barrientos”, lo pongo entre comillas
porque este hombre me resultó un gamba fenomenal. Hoy el pobre está formando la larga lista de
finados que por desgracia redundan en la vida marinera. Este hombre “finó” su trayectoria mucho
tiempo después, porque unos pelotudos le mandaron su hijo a las Malvinas, de tristeza volvió al
alcohol y quemó su hígado. Mientras estuvo en el barco fue macanudo, humorista sensacional, supe
también que había sido dirigente del S. O. M. U. (Sindicato de Obreros Marítimos Unidos), quienes
no me afiliaban porque yo, (según los cráneos) era viejo, el pobre después de un tiempo arregló ese
asunto y otros quilombos que tuve en el Sindicato.
Como ya lo había escuchado al “Chino” haciendo un poco de quilombo en el comedor discutiendo
con los portugueses y bravuconeando bastante cuando fueron a descansar todos, averigüé en que
cucheta dormía el “Chino”, me encomendé a Dios y con la pistola en el cinto me fui a su camarote.
Olvidé en el racconto de mi vida que en mis años mozos había estudiado arte escénico, tenía como
cualquier pibe veleidades artísticas, cuando se enteró mi viejo me cagó a correazos, en aquel tiempo
se fajaba hasta los quince años, ahora le dás un bife a un pibe de quince años y éste aspira un raviol
y te pega una puñalada. Pero de algo me sirvió ir de la serenidad a la ira, de la joda al llanto,
ponerse en la piel de cualquier personaje, el loco, el guapo, el tímido, el estúpido, el payaso, etc.,
etc.
Entré como una tromba al camarote del “Chino” con la pistola en la mano. Con los ojos
desorbitados, les grité a los dos marineros que lo acompañaban que rajaran y apuntándole al
“Chino” le metí en la boca la 7,65 “Browning”, el terror se dibujó en los ojos de este tipo, sus
manos cayeron a los costados de la cucheta con una tembladera infernal, no sé por que, presentí que
el “Chino” se había cagado en la cucheta, el olor me lo confirmó. Aproveché la oportunidad
comenzando a hablar firme, pero pausadamente: “Mirá hijo de puta, mientras rezás un padre nuestro
escuchá bien lo que te digo, aquí en este barco se acabó la joda, yo me vine a jugar la vida y la
libertad, no me va a temblar la mano para meterte una bala en el cráneo (poniendo cara de loco)
¿Me entendés?”. El “Chino” lagrimeando asintió con la cabeza. “Se acabó la escupida en el queso,
se acabó el verdugueo al cocinero, se acabó el guapo del comedor”, dije lacónicamente sacando
lentamente la pistola de la boca del desgraciado. “AH!... me olvidaba: tengo ojos en la nuca pero si
se te ocurre alguna pelotudez, igual vas a ser boleta porque estoy respaldado por algunos amigos
que no van a tener ningún reparo en cortarte en pedacitos en la sierra y tirarte al agua”. Dicho esto
salí y juro que en el culo no me entraba ni una tachuela.
Salí del camarote balanceándome a lo Robert Mitchum y mientras enfundaba la pistola vi a los dos
marineros duros como estatuas, con el índice les hice señal de silencio y me dirigí lentamente a la
cocina.
Barrientos el mozo de oficiales fue el primero en enterarse de mi fantochada, cuando le conté que el
“Chino” se cagó en serio, después de reír con ganas, me aconsejó que tuviera cuidado, en cualquier
momento podía recibir un fierrazo. Le dije que ya le había avisado al “Chino” que si se hacía el loco
era boleta.
La noticia corrió como reguero, todo el mundo al enterarse se llamó a silencio y aguardó con
esperanza las buenas nuevas.
Por lógica los turnos y los horarios se ordenaban en navegación, en puerto era un despelote. Víveres
y combustible, elementos de pesca y maquinarias subían a toda hora con los guinches del puerto, la
gente no tenía horario fijo para comer, así que la cocina se convertía en una cantina, los dos
cocineros y el ayudante nos transformamos en máquinas de fabricar raciones. Al trabajar juntos nos
dio la oportunidad de conocer nuestras virtudes, pero también nuestras falencias. Yo me di cuenta
enseguida por donde cojeaba el perro y paré la mano conversando con el segundo. “Mirá Alberto”
le dije, “sé por experiencia que todo cocinero por más internacional que sea, tiene en un barco que
respetar ciertos cánones, es conveniente que te los recuerde. Primero: yo soy el jefe, por lo tanto
mando. Segundo: Es obligación de todo cocinero de un barco argentino darle la misma comida a
toda la tripulación, con excepción del capitán, claro, pero en este barco en particular, como hay tres
nacionalidades distintas me gustaría que entendieras que no podemos arrastrarnos a unos y
perjudicar a otros, aquí la cosa tiene que ser pareja, así que si a los alemanes les gustan las
hamburguesas, el chucrut, las salchichas ahumadas y las papas revueltas con huevo, aparte de la
salsa blanca, picantes cerdo, cordero, etc. A los argentinos les gusta el puchero, las milanesas, los
bifes con papas fritas, los guisos, los asados, chinchulines, chorizos, etc. También a los portugueses
le tenemos que rendir pleitesía. Pescado, papas, cebollas, papas, pescado, tortillas pescado y papas
nuevamente. ¡Ah! olvidaba, bifanas” (bifes finitos con mucho ajo y fritos). Otra costumbre de los
portugueses era pedir una lata de atún con cebolla luego se conformaban con su caldeirada. Les
adelanto que después de tres años de trabajar en el barco, para un fin de año les pregunté qué
comida especial querían que les preparara para festejar el año nuevo. El jefe del grupo Dos Santos,
junto con todos contestaron: “Caldeirada, pero con aceite de oliva”. A veces en el puerto caían los
paracaidistas, jefes, contrajefes, directivos y secretarias de la compañía, invitados de la Prefectura,
etc., siempre fuera de hora, me daba bastante por las bolas, pero no podía cacarear mucho, porque
estos tipos nos mandaban todo lo que pedíamos, en la balanza teníamos que pesar las de cal y las de
arena.
Los víveres que subieron no eran muchos pues el barco había trabajado muy poco por el quilombo
del cocinero alemán, así que el trabajo de acomodarlos no era demasiado.
Revisando los estantes y las taquillas encontré los juegos de loza más lujosos que vi en mi vida, las
marmitas de barro y porcelanas con los mejores dibujos de ciudades alemanas, era un bazar
inmenso que me dio que pensar ¿Son los alemanes tan pelotudos que tanto lujo rompible puede
estar en un pesquero que en el sur tendría que bailar como negro americano? Yo pensé dejar este
lujo en sus cajas bien asegurados y usar en la cocina todo lo irrompible, entre ello dos asaderas
profundas, tan profundas con tapas que parecían sarcófagos de hierro enlozados. La medida justita
para los hornos, con un teflón interior que para ese entonces era una avanzada en la tecnología
alemana.
Anticipé premonitoriamente que estos habitáculos cerrados con tapas, ovaladas, forrados con una
pintura azul (teflón especial) eran la salvación de cualquier cocinero. Y así fue, en estos recipientes
se hicieron e inventaron cualquier cantidad de comidas, hasta pucheros al horno, fue una de las
ideas que tuvieron la aceptación de todos los tripulantes. Alguna vez, me ocuparé de escribir estas
locuras en una serie de recetas para salir del paso lo más rápidamente posible. Tengo en este
momento la mollera un poco abollada con algunas neuronas que si no se despiertan, me va a dar
trabajo recordar con minuciosidad todas mis andanzas, pero por ahora, creo, va todo bastante bien.
Después de la comida a los paracaidistas teníamos que preparar la cena, en puerto a las siete de la
tarde, nos costó bastante ponernos de acuerdo, pero como vieron (perdón por mi poca modestia) que
yo no era ningún gil de goma, tuvieron que agachar el lomo y obedecer; una de las causas era que
mi trabajo superaba lo normal. Para mandar hay que demostrar estar más capacitado
En la cena se reunieron los marineros. En el comedor ¡Oh! ¡Sorpresa! No hubo quilombo, todo el
mundo ordenado como feligreses en un templo.
¿Había dado resultado mi poder de persuasión? Abrimos la ventana, servimos la comida con
celeridad y orden, cuando le tocó el turno al “Chino” le di de comer con la misma atención que a los
demás, pero con cara de póquer. Evidentemente a este tipo lo suplantó un gemelo o el remedio de
mi “charla” había surtido efecto, pero igual quedé a la expectativa. Damiano se avivó que algo
había acontecido, copó la parada con cancha y respeto, fue en adelante el que me comunicaba las
inquietudes de los marineros y el compañero ideal para llevar la manada.
Días después supe que Barrientos, el mozo de oficiales conversando con el “Chino” le dijo: “Mirá
“Chino”, tené cuidado con el cocinero porque me contó Verola que Antonio es un ex-convicto de
Sierra Chica, hace unos años mató a tres tipos en un comedor porque le mandaron a decir por el
maître que en la sopa había gorgojos. Este loco se presentó y comprobó que le habían echado
pimienta negra a la sopa, saco el chumbo y los liquido a los tres. “¿Sí?” respondió el “Chino”, “yo
me salvé cagando, me puso la pistola en la boca y casi me hace boleta, hasta me aflojó dos dientes
con el caño. ¿Cómo es que este tipo anda suelto?” Barrientos le contestó: “Mirá “Chino” después de
unos años en cana, lo visitaron al penal unos capos de Prefectura y en poco tiempo resultó cocinero
de a bordo”. Dicho esto Barrientos se encerró en el camarote, como no aparecía para servir a los
oficiales lo fueron a buscar, lo encontraron en el suelo hecho un ovillo, el ataque era de risa tan
grande, que no se podía levantar. Le lavaron la cara con agua helada, le pusieron el saco blanco y lo
empujaron para el comedor de oficiales. Barrientos apenas podía llevar la bandeja, se le caían los
vasos como si hubiéramos estado navegando en un mar borrascoso.
Así que este turro para ayudarme me hizo pasar por criminal, esto no sólo se lo tragó el “Chino”
sino todos los tripulantes, fue para bien, porque desde ese entonces fui el rey del barco. En la
tripulación teníamos un oficial médico que también las oficiaba de psiquiatra, me citó al consultorio
para analizarme, también este gil se había tragado la píldora, pero quedó todo solucionado cuando
supo la verdad. Lo único que me aconsejó fue que tuviera cuidado con la pistola, una porque estaba
prohibida, otra porque las carga el diablo. Aparte me dijo que jugaba bastante bien al ajedrez, como
sabía que yo también movía las piezas, me invitó a jugar con él cuando tuviera tiempo, porque esto
calmaba los nervios. Evidentemente este tipo quería estudiarme para dar un informe.
Así que de vez en cuando tenía que ir a su camarote para demostrar que la cabeza no la tenía para
ponerme la gorra de cocinero.
Embarcó también el capitán argentino, se presentó en la cocina y dijo llamarse Alvarez, mientras
estrechaba mi mano ceremoniosamente me dijo que iba a tratar de convivir pacíficamente; tenía mis
referencias. Pidió que cuidara a don Alberto porque todos los ejecutivos del Harengus comían en el
restaurante que este hombre tenía en sociedad con otros dos, cocinaba muy bien y además recibían
grandes descuentos. Contesté prestamente que a mí me importaban un bledo las recomendaciones,
una cosa era ser cocinero en tierra firme y otra, navegando. Aquí, en este barco había que mover el
culo y tendría que demostrarme en la cancha como trotaba el caballo, yo le iba a dar toda la ayuda
necesaria, le iba a ceder a mi ayudante perdiendo algunas horas de sueño para darle una mano.
Percibí que había notado perfectamente como venía la mano y se retiró haciendo una mueca de
aprobación. Este capitán era el reemplazo de otro que al ver como lo trataban los alemanes en esos
cortos días de pesca, huyó del buque antes de poner la planchada.
Terminó la carga de combustible y de víveres, también la descarga del poco pescado de las bodegas.
Empezó el quilombo de la zarpada, megáfonos, gritos, remolcadores, cabos sueltos, saludo de la
gente de tierra, Verola al lado de todos los jefes y contrajefes, directores y secretarias. Me
preguntaba yo como podía hacer tanta gente para vivir a costilla de lo que pescáramos ¡Qué
Argentina generosa! Apenas el buque se alejó del muelle tomó la manija Ego. Todos los oficiales
argentinos quedaron a las ordenes de los oficiales alemanes, no había tu tía, los prusianos
consideraban a los oficiales argentinos como inútiles, y éstos se hacían los estúpidos porque
ganaban bien paseando como turistas. Los contramaestres alemanes, salvo Helmut, tenían
desarrollada la herencia prusiana, obedecer y ser obedecidos a rajatabla. Traté de considerar esta
situación y estudiar el problema.
Se formaron los turnos y éstos estaban tan bien programados que ningún argentino estaba fuera de
la vigilancia alemana y ningún portugués fuera de los garfios de ningún contramaestre. La cocina
doce por doce, más dos o tres horas mías funcionaba a las mil maravillas, primero porque había
víveres a rolete, segundo porque le "Encontramos la mano al enterrado".
No voy a exagerar, juro que no voy a exagerar, pero les voy a dar un detalle del desayuno y la
comida del turno que me tocaba atender a las cinco y media de la mañana. Cada alemán se
desayunaba con cinco o seis huevos fritos, panceta ahumada, ketchup, medio litro de café con leche,
pan negro envasado en Alemania con manteca de maní, copos de cereal tostado, alguna salchicha
con mostaza y chucrut, por último más café para bajar todo. Esto para los que entraban. Para los que
salían una sopa de cordero “Lipsenzupe" con repollo y toda clase de verduras con el agregado de
arvejas partidas y páprika. Esta sopa era tan picante y grasienta que tomando dos cucharadas ardía
el ano, seguían papas fritas con huevos revueltos, algo así como tortilla triturada con ketchup
picante, también se manducaban unas hamburguesas crudas mitad carne picada de ternera y cerdo,
mucha pimienta con cebolla picada, un pocito hecho con el dedo, dentro de este dos yemas de
huevo. También hacían cola cuando freíamos en grasa de cerdo unas tortillas que me enseñó a hacer
Helmut “Kartofenpuffer” con puré de manzana. ¡Si! ... todo esto engullían los alemanes, trabajaban
como animales pero comían más que ellos. ¡Ah! ... todo esto a las seis de la mañana, primer turno.
Los portugueses también ponían su cuota de animalidad, ya conté que el desayuno se componía de
Caldeirada, con el agregado de café con leche, "Bolachas", (biscochos) pan con manteca y su
curiosidad era tan grande que hurgaban en la heladera del comedor y barrían con todo lo que había
quedado de la noche anterior. Una vez se comieron hasta un paquete de levadura de cerveza que yo
había dejado para hacer el pan. Los argentinos ya sabemos, todo lo que se puedan imaginar en un
desayuno, café con leche, pan, facturas, manteca, dulce de leche, miel de maíz, pero también
picoteaban la comida que se les preparaba a los que salían de planta, no se privaban de nada,
milanesas, papas fritas. La oficialidad sí me tenía zumbando, porque los argentinos para quedar bien
pedían todo lo que comían los alemanes. Ego ordenaba huevos pasados por agua tres minutos. Los
oficiales argentinos para no ser menos, cuatro minutos, otros cinco y algunos seis. Barrientos que
los llevaba puteaba como loco, pero una vez le agarró el ataque cuando vio que los huevos que
salían de la cocina estaban escritos con la cantidad de minutos que habían estado en el agua, se me
ocurrió a mí hacer esta humorada para parar la mano. Fui hasta el comedor de oficiales y observé
que los alemanes se reían alegremente, pero después de esto, todos los huevos salían de tres minutos
o duros, según el pedido. Barrientos venía con los chimentos del comedor de oficiales levantando el
pulgar, todo marchaba sobre ruedas.
Después de dormir tres horas me disfrazaba otra vez y aparecía en la cocina. Aprobaba el
encañonamiento de la comida, ayudaba a los muchachos a traer de la gambuza por el montacarga
todo lo concerniente al despacho. Al terminar entraba al comedor de marineros como si fuera un
"Maître", ayudaba a alcanzar la comida a algún ranchero que por turno las oficiaba de mozo, nada
de colas al medio día, nada de quilombos, yo trabajaba a la par del pibe mientras las cosas
marchaban al pelo. De vez en cuando pasaba al lado del “Chino” y le preguntaba si necesitaba algo,
casi siempre decía que estaba bien servido, generalmente los marineros no creen en milagros, pero
los del Harengus, sí.
SOBRE LA PESCA
Ahora referiré algunos párrafos al quehacer de la pesca. Los alemanes siendo tan inteligentes no
tuvieron previsión de lo que les podría suceder en Argentina, donde los mares en el sur son tan
abiertos, tan jodidos, donde los demás pesqueros, casi todos gallegos no les comunicaban donde
encontraban un cardumen. Ego se encontraba en el mar perdido como turco en la neblina, para
colmo de males todas las redes estrechas preparadas para el bacalao, pero no para la merluza que
necesitaban otra boca de entrada y otro tipo de arrastre con portones adecuados y los cabos más
largos. No voy a entrar en detalles en los pormenores pesqueros, pero evidentemente algo pasaba
porque las merluzas, salvo alguna suicida, no entraban en la red, por más aparatos para ver el
cardumen (Forunos) o por aviones que colgaban en popa mientras filmaban la entrada de la boca en
la malla. El cabrestante de popa cuando viraba arrastraba la red envolviéndola a una velocidad
inadecuada, ésta se envolvía en el cabrestante matando contra el rollo a unos cuantos cormoranes
que picoteaban la superficie. Helmut que era el que más sabía de pesca me dijo un día: “Ego muy
boludo, pero no toda la culpa es de él, también la compañía tiene culpa, porque cuando fueron a
Alemania a buscar barco, en vez de pasear con putas, tenían que avisar qué tipo de redes se
necesitan en Argentina y mapas especiales donde estar zona de pesca, Ego está con ojos cerrados y
capitán Argentino más ignorante que él, todo muy boludo, Scheisse”.
Damiano que de pesca sabía un montón me dijo: Si los alemanes no cambian las redes y la forma de
trabajar no van a pescar un carajo, deben arrastrar más lento y subir con guinches de popa, cabos de
babor y estribor, uno por vez, sin apresurar la bolsa, igual no van a pescar mucho, porque de esta
forma, como la boca es estrecha, si le imprimen velocidad al arrastre, el pescado raja. Donde
pescaban ellos el bacalao se entregaba con más facilidad, aquí la merluza es más jodida. La suerte
estuvo de parte de Ego un día que navegamos para el lado de las Malvinas. Se sucedían día tras día
entrada de cardúmenes enteros en la red, pero no de merluza, sino de brótolas. De Alemania dieron
el consentimiento de filetear la brótola sin conocerla, tuvimos el tarro de llenar el barco en sesenta y
ocho días. En Alemania mandaron a decir que la brótola la pagarían más barata porque ignoraban
que tipo de consistencia tenía el filet, no había duda que el empresario socio de “Bridas” era un hijo
de puta.
Mientras comían la Caldeirada, el quilombo de siempre, pero después vinieron a buscar todo lo
referente al desayuno, en una de esas vieron el tacho de castañetas, que ya estaban destinadas a
tirarlas al mar, cuando Dos Santos un portugués bastante piola me preguntó por lo que había en el
tacho. Eran tan curiosos estos tipos que me hacían reír, le dije como se llamaban, me pidió unas
cuantas para tomar el café, tomó un puñado con las dos manos y al rato apareció otra vez pidiendo
más castañetas, yo me quería morir, pensé que estos tipos tenían mandíbula de hierro (que los
parió). Al rato vino otro portugués me dijo: “Tito, Castañetas he boa, dele más Castañetas a
portugués” esto ya me intrigaba, le di un montón de castañetas pensando: ¿No las estarán moliendo
para comerlas como gofio? ¿No las remojaran en leche caliente? ¿Con un corta fierro no las estarán
achicando para tragárselas enteras? La duda me carcomió. Cuándo cayó otro portugués le di las
castañetas, pegué la vuelta y lo seguí por la cubierta ¡Casi me desmayo! Los portugueses habían
fabricado dos hondas (gomeras) que usaban para tirarle castañetas a los Cormoranes, así que yo les
fabriqué los proyectiles para un concurso de puntería. La verdad me reí tanto que las lágrimas no
me dejaban ver mis manos que furiosamente los aplaudía, inocentemente estos muchachos
colaboraron con la cuota de humor necesaria en todo los barcos pesqueros.
Quedaron grabados en mi memoria los arrastres interminables de la red con los miles y miles de
Cormoranes, Gaviotas y albatros que seguían al barco, los marineros tejiendo en proa las redes que
se rompían, el pescado saltando en cubierta después que se abría la bolsa. No me voy a olvidar
nunca los brazos nervudos del flaco Helmut tirando los cabos mientras que tres marineros de la otra
banda hacían la misma fuerza.
En la soledad de mi camarote pensé en mi familia, hacía tres meses que no los veía y en unos días
llegaríamos a puerto. Por radio hablé con mi señora como lo hacía todas las semanas, me dijo que
de la compañía había recibido una comunicación. La pasaban a buscar al otro día para viajar a
Puerto Madryn en avión, Harengus S. A. se hacía cargo de todos los gastos. No estaban dispuestos a
darme franco. Me pareció que la idea no era descabellada, por fin la vieja viajaba en avión, para
estar en un camarote de primera con su marido, no dije nada para no levantar la perdiz, mi señora
vendría al barco.
Con los prismáticos del capitán, Barrientos en mi camarote, desde muy lejos barría con su mirada al
muelle, poco a poco el buque se acercaba mientras Barrientos chimentaba en voz alta lo que veía.
Esa voz enronquecida nunca la podré olvidar.
Hay un montón de gente en el muelle, decía. Ahí está Bongiolati el jefe de personal, allá veo a
Verola, el capitán de armamento, también veo a Ernesto el secretario de Bongiolati, allí a fulano, allí
a zutano, también veo una vieja que va de un lado para otro; que carajo tiene que hacer esa vieja en
el muelle, tiene una gorra de piel que parece una moscovita, cagamos, decía, falta que nos reciba la
representante del PAMI, menos mal que tiene un tapado de piel sino con el frío que hace van a tener
que velarla esta noche. Siguió hablando Pepe Barrientos mientras yo asomándome por sobre el
hombro, vi desde lejos quién era la vieja. Juro que me es muy difícil aguantar la risa, la carcajada
me podía salir en cualquier momento hasta en un velatorio, pero esta vez con bastante esfuerzo
aguanté.
A la hora del atraque el que más trabajaba, aparte de los marineros de cubierta, era el mozo.
Preparar y servir café para los inspectores de Prefectura, atender a los jefes, recontra jefes,
secretarios, paracaidistas, etc. por eso aproveché, cuando pusieron la planchada le fui a dar un
abrazo a mi señora, saludé a Verola y a Bongiolati, tomé de la mano a mi mujer, subiendo juntos la
planchada rumbo a mi camarote. La felicidad nos inundaba, me dijo que una prima le había dado el
tapado porque sabía que en Madryn hacía mucho frío, también le había prestado el gorro de piel y
unas botas forradas que las usaba cuando viajaba a Bariloche.
Con este atuendo Barrientos no veía el relleno que Dios me dio como mujer. Después del quilombo
del amarre y el papeleo de Prefectura, quedaron los portugueses y alemanes para la descarga,
desembarcando todos los argentinos para tomarse unos días franco, por lo menos dos semanas. Me
quedé con dos ayudantes portugueses. Correa y Alberto también se las picaron. Me arreglé muy
bien para el almuerzo porque los portugueses ya tenían preparada su Caldeirada, los alemanes dos
jamones al horno con una salsa que si la tiran al suelo hacen un agujero en la cerámica, también
empezaban los pedos y los brindis.
Barrientos terminó de servir a todos bufando como un buey, vino a mi camarote como hacía
siempre, a quejarse de todos los paracaidistas, oficiales y tripulantes, menos de él y del primer
cocinero, que dicho sea de paso era yo. Amigo lector ¿Has visto alguna vez en películas
documentales cómo en el fondo del mar la naturaleza mimetiza algunos peces para no ser comidos
por algún tiburón? ¿Alguna vez vieron como se transforman en piedras los que algunas veces
fueron animales? Bueno eso le pasó a Barrientos cuando entró al camarote sin golpear y vio a la
"Vieja" que él tanto había criticado mirando con prismáticos. Se momificó, se convirtió en mueble,
en televisor, en una llamarada, sus ojos pendían de sus cuencas como dos bolas de un llavero, estiró
su mano temblando, mirándome a los ojos me pidió perdón. Mi señora ya estaba al tanto de lo dicho
por este personaje y lanzamos a coro una carcajada que desestabilizó a Barrientos, el pobre no sabía
que decir, después de varios minutos me reprochó el no avivarlo, pero le contesté que a mi también
me gustaban las bromas, como conocía bien a mi señora sabía que lo tomaría a la chacota.
Cuándo llevé a mi mujer a conocer el barco quedó patitiesa “¡Qué diferencia con el Cleopatra! me
dijo, nunca lo hubiera creído.
A la tarde empezó la descarga y por la noche me arreglé con los portugueses (que no se bajaban del
barco ni para comprar fósforos). Los alemanes dejaron la guardia. Fueron a los boliches a ponerse
en pedo para que los roben. Parece mentira que gente tan viva en el mar sea tan pelotuda en la
tierra. Helmut, como ya lo conté antes, se juntó con una morocha bastante buena moza, parecían
felices y con nosotros salían a pasear por las calles de Madryn, ella estaba aprendiendo alemán en
Buenos Aires y nos decía que Helmut era muy buen marido, pero demasiado chinchudo y muy
testarudo.
Mucho tiempo después, cuando se deshizo la pareja, le dije a Helmut: “Mira flaco a mí no me vas a
engrupir que largaste a la negra porque no te sirvió la cerveza fría, aquí hay otro motivo”. Helmut
contestó: “Mirá Tito a vos sólo yo decir verdad, pero ojo, no decir a nadie, yo largar a Bety porque
ya estaba cansado de pelito negro en concha, a mi alemán ario me gusta pelito rubio. Ella no querer
pintarse de rubio y yo enojar”. Así que este loco quería que Bety se oxigenara el pubis. Al lado de
Helmut el rey del Borda era un nene de pecho, no hay duda, pensé: el mar tan salobre daña las
neuronas oxidándolas, pero este loco como amigo resultó una gran persona. Un día tuve un
accidente (rotura de tibia y peroné), este tío me llevó en brazos más de un kilómetro, para
depositarme en el hospital, después de la operación aparecieron él y Bety con un hermoso ramo de
flores, esos gestos no se olvidan jamás. Mi recuerdo también para la morocha que no quería ser
rubia.
Estos avances de mi relato no llevan un orden cronológico pues temo perderme después en una
maraña de olvidos, como esto va del marote al papel, cuando me acuerdo, lo inserto.
La descarga progresaba normalmente, yo atendía las guardias con mucha facilidad, pero tenía una
yapa que era preparar el pedido de víveres. En estos barcos es el cocinero el responsable, después el
capitán de armamento aprueba y borra las exageraciones, (como expliqué anteriormente). Si faltan
víveres en navegación el cocinero es un inservible para la tripulación. A veces los marineros piden
puerto cuando vislumbran la falta de algún alimento, (esto es cierto) un día pidieron puerto porque
sintieron decir a Alberto que faltaba anís en grano, como lo van a saber más adelante Alberto era el
"Jefe”, yo trabajaba en máquina.
Una noche salimos a pasear con Bety y Helmut, cuando pasamos por el restaurante de Alberto, a
Helmut se le ocurrió invitarme a tomar una cerveza y comer unos langostinos, aceptamos de buen
agrado. Una vez instalados ¡Oh, sorpresa! En una larga mesa vimos a todos los jefes, recontra jefes
y secretarias de los recontra jefes y los directores y contra directores del Harengus. Pero esto no es
nada, el anfitrión, el que invitaba, el que garpaba era Alberto. No voy a decir que me estaba
serruchando el piso, pero que era una rufianada, seguro... Yo me cagaba de risa porque Verola
cuando nos vio se escondió tras un montón de botellas que ya se habían liquidado pero todavía
estaban sobre la mesa.
No se nos movió un pelo, Helmut despacito mascullaba: “Esta gente no tener vergüenza, que hijo de
puta”. Yo lo calmé: “tranquilo Helmut nunca te adelantes a los acontecimientos”. Tomamos la
cerveza, comimos los langostinos, pagamos, y las dos parejas salimos tranquilamente rumbo al
barco. Del restaurante a la oficina, y de la oficina al pesquero había un servicio de taxis que
gratuitamente llevaban a los tripulantes, la compañía se hacía cargo de todos los traslados. Los
alemanes aprovechaban ese servicio y se mandaban a los piringundines, al otro día Verola se
encargaba de pagar las multas para sacar de los calabozos a los curdas. Cuando pasamos con mi
señora por el pasillo del comedor de marineros, ésta quedó congelada, pensó que había una pelea
descomunal en el comedor, el griterío infernal que se escuchaba, parecía una matanza de chanchos
sin apretarle la trompa. Cuando le dije que estaban conversando amigablemente, no me creyó. Tuve
que levantar la ventanilla de la cocina para que pispeara. ¡No lo podía creer! “Tito” me dijo: “te juro
que creí que se estaban matando, nunca escuché conversar de esta manera”.
Fuimos al camarote, nos preparamos a descansar, encendí el televisor. Otra vez la humillación, el
circuito estaba conectado a la sala de máquinas, de la cual mandaron una porno, mi señora empezó
a gritar. ¡Sácame eso de ahí, que asco!. No sé por que pero me parecía verla abrir los dedos para no
perder detalle, por más que trató de convencerme de que lo mío la copaba, esa noche el otro yo de
mi señora me pareció que estaba dentro del televisor. Estos alemanes de máquinas me cagaron la
noche, justo fueron a poner una del legendario Holmes ¡Qué tío! Erecta treinta y ocho centímetros.
¡Mamita...!
Dejando atrás esta humorada, volví al otro día a la rutina diaria con el agregado de la lista de
víveres. Me ayudaba en la cocina un portugués muy trabajador el “Preto”, algo protestón pero
obediente, lo bruto al pobre le salía por los cuatro costados; por ejemplo, para limpiar el piso de la
cocina lo hacía arrodillado, con el trapo de piso en las manos, refregaba como las antiguas negras
esclavas que ellos vendían en épocas remotas. En navegación tenía la costumbre, cuando salía de
planta, sin saber el menú, de gritar a viva voz: “Eu no quero eso, eu no gusta comida, eu quiere atún
y cebola". El cocinero o el ayudante le daban una lata de atún con una cebolla y lo tranquilizaba.
Hecho esto se presentaba con los platos pidiendo su ración, a veces daba ganas de matarlo, salvo
esta avivada era macanudo.
Los alemanes tenían unas bolsas plásticas muy gruesas e impermeables, por más líquido hirviendo
que le echaran no fisuraban ni se agujereaban de ninguna manera. Esas bolsas me servían de perilla
para los tachos de basura, una vez cerradas no perdían ni una gota, eran tiradas en alta mar cuando
el buque salía a pescar. El menú de ese medio día consistía en una sopa de crema de arvejas con
panceta frita y crostines de pan tostado, bifes a la plancha con ensalada de papas a la alemana
(papas hervidas con su cáscara, cortadas en caliente mezcladas con cebolla rayada, mayonesa y
mostaza), por lógica pescado para los portugueses. Una vez despachada la comida le dije al “Preto”:
“ponéle una bolsa al tacho de basura y echale la sopa”, que hirviendo fue a parar al habitáculo. De
pronto caen al buque todos los paracaidistas, Verola, jefes, recontra jefes, directivos y secretarias de
directivos. A esa hora dos de la tarde, puteaba hasta Juan XXIII, Verola me pidió que por favor les
diera de comer a la tropa de paracaidistas. Le dije que no tenía mozo, pero me las iba a arreglar con
el “Preto”. El pobre estaba aterrorizado, lo peiné un poco, le metí un saco blanco de Barrientos, una
bandeja en la mano y lo mandé a preparar la mesa. Como pudo después del mantel puso los platos
de cualquier forma (los hondos abajo y los playos arriba) los utensillos de cualquier manera, las
copas boca abajo, después de las canastillas de pan casi lo mato, acostumbrado como lo hacían sus
paisanos, lo pesqué cuando estaba llevando a la mesa unos cuantos rollos de papel higiénico para
usarlos como servilletas ¡Menos mal que los ví! Después de llevar las verdaderas servilletas, le di la
orden imperiosa de cerrar la cocina con pasador, el “Preto” me miró como si yo lo fuera a acuchillar
por las macanas que sin querer había hecho. Sin decir nada tomé el tacho de basura volcando en las
soperas su contenido que todavía humeante salía de la bolsa, el portugués puso una cara como si lo
empujaran por la puerta de un avión sin paracaídas, movía la cabeza como negando lo que ya
preveía, estaba paralizado. Cuando terminé la tarea le hice seña que abriera la puerta, seguía
negando, pero con firmeza le puse en las manos la sopera y el cucharón, lo agarré de la cintura
empujándolo por el pasillo, no sin antes decirle que lo mataba si decía algo. La resistencia cedía
poco a poco, pero llegando al comedor seguía solamente el temblor que por suerte no alcanzaba a
volcar la sopera. Cuando vino a buscar la tercera sopera se persignó y llevó también los crostines.
Siguió el almuerzo normalmente porque los bifes con papas fritas salieron a la minuta. Es
generalmente la comida normal que se les sirve en todos los barcos a los paracaidistas. Viene esto a
colación para determinar que grado de inocencia tienen los portugueses porque tres mareas después
(me adelanto en el relato) apareció en el comedor el “Preto” pidiendo atún con cebolla porque el no
quería la ración, ya me tenía podrido con su avivada. Entonces dije: Basta se acabó el atún, por un
tiempo no hay atún para nadie. Por la noche a la hora de la cena apareció en la cocina el capitán
Olmos, un tipo macanudo que conmigo se llevaba a las maravillas. Cagándose de risa me dijo:
“Sabe Antonio que el “Preto” me vino a ver al camarote y dijo que usted hace muchos meses le dio
de comer del tacho de basura a los directores de la compañía”. Nos reímos los dos a carcajadas
mientras Olmos decía: “Que pelotudo el “Preto” venirme con este cuento porque usted no le dio el
atún ¡Ja, ja, ja!”, seguía riendo mientras a mi un sudor frío me corría por la espalda.
Vuelvo atrás el rollo. Limpiamos el comedor de oficiales, la vajilla y la cocina, por la tarde después
de una corta siesta apareció Verola, recibió el pedido de víveres que más adelante se realizaría
telegráficamente unas semanas antes de finalizar la marea, lo ojeó rápidamente, me dijo que le
parecía algo exagerado, pero después con el mata burros que tienen en la compañía a lo mejor lo
corregía un poco, pero quería hablar conmigo de un problema que tenía que resolver a ultranza. Me
sugería tomarme franco una marea y hacer por turno una por una; Alberto, como primero en ésta y
yo como primero en la próxima. El problema surgía que Alberto les había pedido a los directores ser
él también primero porque se ganaba más y él se sentía capacitado. De buen grado por poco lo
mando a la puta que lo parió, pero conteniéndome le dije: Verola, usted sabe muy bien que para ser
primero aparte de tenerlo escrito en la libreta, hay que tener ciertas cualidades que creo que este
forro no las tiene, yo le pido hacer la marea en cualquier puesto porque ando mal de guita y usted
sabe muy bien, porque me consta que lo sabe, que soy, perdón por mi falta de modestia, un fuera de
serie. Como no acepté ser segundo se le ocurrió si yo no tenía problemas, que trabajara en la fábrica
de harina. Esta nueva propuesta me pareció interesante y acepté inmediatamente como para
emprender pronto una nueva aventura. Mientras no embarcara Alberto por supuesto la cocina quedó
bajo mi control. Con un sarcófago preparaba la comida para la tripulación que estaba de guardia y
seguía con la descarga. Con estos inventos el tiempo en la cocina se abreviaba, yo por mi parte salía
a pasear con mi señora. Puerto Madryn pese a estar en invierno igual tiene sus encantos, tanto la
ciudad como la parte costera. Nos reservamos para más adelante bañarnos en esas clara aguas,
bucear y ver como se aparean las ballenas. Uno de los pocos lugares en el mundo que tiene esos
privilegios. Le oculté el problema de la cocina, porque consideré que ante esa alternativa ella se
preocuparía demasiado. Sabía que yo era muy peligroso.
La descarga terminó y comenzaron la preparación de la salida. Pedí que embarcaran a Alberto y a
Correa, yo no soy boludo, en el quilombo de los víveres se tienen que hacer cargo los titulares de la
cocina, no vaya a ser que yo les ponga soda cáustica en el lugar donde tiene que ir sal de mesa.
Alberto y Correa embarcaron, también subieron un nuevo cocinero que mandaba el Sindicato, alias
"Bolita" que las iba a oficiar de segundo. Este tío estaba más justificado pues tenía libreta de
embarque que lo habilitaba como cocinero de primera.
Cuando entré a la cocina Alberto tenía la cara de villano de película, una sonrisa de hijo de puta que
hacía que mis testículos se cambiaran de lugar, pero me contuve y gracias a mi habilidad actoral, me
permití recibirlo efusivamente, felicitarlo por sus logros, palmearle la espalda mientras invisible en
la mano tenía un puñal de monte. Le dije que el camarote se lo daba en la salida pues como él vivía
en Puerto Madryn dormía en su casa, yo por mi parte seguiría en el camarote hasta que despidiera a
mi señora. El rufián me dijo: Pero como no Antonio. No faltaba más. Usted para mí sigue siendo el
jefe”. La verdad que este guacho era más artista que yo.
La compañía me envió el pasaje abierto, así que llevé a mi señora al aeropuerto y esperamos el
avión que la llevaría a Buenos Aires, en el barco se despidió de Helmut, le mandó saludos para la
novia, también saludos a Verola y a algunos portugueses que conoció a bordo. Estaba radiante,
después de sesenta días de abstinencia en el camarote se puso al día. Cuando llegó el avión entre los
pasajeros y marineros que descendían arribó también Barrientos, se despidió de mi señora, no sin
antes pedirle por décima vez disculpas, el pobre no se había dado cuenta que mi mujer tenía un
sentido del humor muy desarrollado.
Nos despedimos con un beso a lo Humphrey Bogart e Ingrid Bergman y después de un rato el avión
despegó raudamente, la combi que nos trajo al buque estaba llena de marineros, casi todos se
conocían de la marea anterior, incluso el “Chino” que cuando me vio me saludó como si fuera el
mejor de los amigos. Barrientos se sentó a mi lado y por supuesto se enteró del cambio; Tenía ganas
de hacer un despelote, quería también azuzar a los marineros, y volver para armar lío en el S. O. M.
U. donde él pesaba bastante. Tuve que frenarlo con firmeza porque ya en mí se había adueñado el
bichito de la curiosidad, quería conocer otros oficios incluso el de harinero. Los marineros al
saberlo dijeron que en la marea que Alberto había salido por una semana no había dado pié con
bola; también comentaron que era un forro de los alemanes, salvo abriendo latas de salchichas y
chucrut, no sabía hacer un carajo, que pataplín, que pataplán, por poco decían que yo era el Gardel
del barco. El que más vociferaba era el “Chino”, no sé si para cargarme o lo decía en serio. El
asunto es que pude parar a Barrientos y se calmaron todos por suerte. Nunca describí como era la
carga de víveres en estos barcos. Por un convenio que tienen los estibadores con el Sindicato, los
víveres los llevan al barco y los acomodan como indican los cocineros. Las papas y las cebollas se
acomodan sobre la tapa de la primera bodega, en el túnel que lleva a la cubierta que a su vez tiene
otra tapa de más de una tonelada, que es sostenida por un gancho, cuando el túnel tiene las setenta
bolsas de papa, treinta de cebollas, veinte de carbón, se afloja el gancho y la tapa cierra
herméticamente ayudada por el guinche.
En esta ocasión, cuando fue acomodada la última bolsa un changador se asomó por el túnel, el
gancho se desprendió del guinche, y la cabeza del pobre hombre fue a caer sobre las bolsas de
papas, mientras el cuerpo quedó en cubierta al lado de sus compañeros. ¡Qué tragedia! De estas
desgracias, tiempo después en alta mar tuve que ver algunas, la vida a bordo pende de un hilo en
todos los puestos. Los accidentes son una constante, por eso este buque llevaba un cirujano. Este
tipo en la marea anterior tuvo bastante trabajo, pocas veces pudimos jugar al ajedrez tranquilos, a
veces jodían por una aspirina, pero otras como las de Bécker fueron jodidas. Este apareció una
noche con dos dedos menos mientras en la otra llevaba las dos piezas como si trajera dos caramelos.
El bruto al dar vuelta una bandeja que salía de las placas se olvidó los dos dedos debajo, y con una
tranquilidad asombrosa dijo: “Kaput", mientras se dirigía al camarote del médico sangrando por
todo el pasillo. Al otro día este animal trabajaba en su turno con una mano sola colgando la otra de
un cabresto. Más adelante contaré un accidente parecido que me pertenece, pues, para ganarle a
Bécker, tuve que demostrar que era más boludo.
Tardamos dos días más la salida por el papeleo de la desgracia del pobre estibador, en estos barcos
la muerte es una constante, es tanto el humor negro y la poca importancia que le dan a las tragedias
los alemanes (algunos como Helmut estuvieron en Vietnam) que andaban de joda por el barco
diciendo que entre las bolsas de papas tuvieron que ir a buscar un melón. Supe por Damiano que fue
a buscar el barco, que cuando venía para la Argentina, murió un alemán, lo vendaron como una
momia, los contramaestres brindaron sobre el cadáver, lo metieron en un cajón y de ahí a la
frigorífica. Cuando llegaron a Buenos Aires lo mandaron a Alemania como si fuera un corderito,
previa inspección forense, uno de estos alemanes murió tiempo después Willy y Gustavo en el
“Escombus” cayendo al agua por la popa, una ola impresionante barrio la cubierta y los mando a la
red, cuando recogieron ésta prestamente Willy estaba muerto entre los pescados. Gustavo se salvó,
por quedar flotando fuera de la red.
Largamos amarras y otro capitán, el “Linyera” daba las órdenes en el puente. El cambio de capitán
fue a pedido esencial de Ego porque dijo que “Alvarez no servir un carajo”. Al capitán lo apodaron
rápidamente por su vestimenta, pero, por ser un buen tipo, cometió un error tiempo después y tuvo
que rajar del barco.
Entregué el camarote limpio y ordenado, un prurito de incertidumbre corría por mi espina dorsal,
pero una sórdida alegría con cierta perversidad auguraban un despelote. Pensaba para mis adentros
¿Cómo pudieron poner de primero a un tipo que para salir del paso en la marea anterior tuve que
ayudarlo con mis horas extras? ¿No se dieron cuenta que este tío no sabe todavía caminar en el
barco? ¿El bolita como segundo podrá reemplazarlo cuando se arme el quilombo? ¿Tendrá este
hombre suficientes huevos para pararle la mano a algún chiflado? Todas estas preguntas rondaban
mi cabeza, mientras me designaban mi nuevo camarote, esta vez compartido con un flaco bastante
piola que también las oficiaba de harinero, dijo llamarse Ramón y quedamos en charlar antes de
enfrentar nuestros nuevos oficios.
Embarcaron dos galleguitos que la compañía “Bridas S.A.” los mandó como científicos. En la
salida Helmut repartía los turnos; cuando me encontró dijo con su castellano atravesado: “No
posible en Harengus científicos gallegos, cerebro de Einstein un kilo ochocientos gramos cerebro de
Marconi (haciendo alusión a mi parte tana) un kilo cuatrocientos gramos, cerebro de gallegos
trescientos gramos solamente, no posible, quilombo seguro”. El pobre no se daba cuenta que
"Bridas S. A." los había mandado de espías y los gallegos de pesca saben bastante.
Fui con Ramón a máquinas y nos presentamos al jefe; este alemán era el relevo del de la marea
anterior que se había tomado franco, no sabía nada de castellano así que para entenderlo teníamos
que hacerlo por señas. Alto, flaco, nariz prominente, calzaba sobre ella un par de anteojos de grueso
armazón, nos pareció un buen hombre, pero muy nervioso, fumaba sin cesar cigarrillo tras
cigarrillo. Como no podía explicarnos, no le entendíamos un pomo, nos mandó al electricista para
que nos enseñara nuestro trabajo. Fuimos con éste a la fábrica. Detrás de máquinas está la fábrica de
aceite, parada en la Argentina porque nuestros pescados son magros y detrás, pero un piso más
abajo en la punta de la proa, a estribor, teníamos un pozo, habitáculo de grandes dimensiones donde
caía el pescado de descarte, vísceras, cabezas y todo lo inservible. En éste, un largo y grueso gusano
con un engranaje inmenso, traía al pescado hasta la parte delantera donde una cinta lo transportaba a
una caldera que lo hervía en un cilindro. Teníamos que controlar el hervor y la trituración por dos
ojos de buey con gruesísimos vidrios térmicos, de ahí pasaba el pescado hervido y triturado a una
exprimidora que lo dejaba hecho una pasta seca y caliente. La molienda de esta pasta se realizaba en
un gran cilindro que con zarandas y aire caliente lo transportaba por una tubería a unos silos que a
su vez terminaban en dos bocas donde se embolsaba la harina. Una vez llenas las bolsas, el harinero
colocaba dos vacías y cerraba a máquina las llenas. Todo este trabajo lo tenía que vigilar el obrero,
pero con el cuidado de no estibar hasta que no se enfriaran, pues el alto contenido de fósforo que
tiene este producto, podía ocasionar un incendio por combustión espontánea. La calidad de la harina
era mucho mejor cuando más podrido estaba el pescado, todo esto se manejaba en un tablero muy
complicado que teníamos que memorizar. El problema mayor estaba en el pozo, el pescado de un
día para el otro se apelmazaba en la parte trasera, cuanto más podrido más se amontonaba y era
cuando teníamos que entrar con las botas a patear el pescado sobre el gusano para que lo
transportara la trituradora. Otro de los problemas que podíamos tener estaba en la entrada del
pescado al hervidero, cuyo nivel nunca tendríamos que pasar y el otro despelote era cuando se
atascaba el molino, pues los ventiladores paraban cuando las zarandas se tapaban de espinas.
Teníamos que desarmar la maquinaria con ayuda del maquinista. Al olor nauseabundo nos
acostumbraríamos rápidamente y el seis por seis era potable. Como sería la limpieza de la sala de
máquinas que el maquinista argentino, un gordito mofletón trabajaba en ojotas. Mientras no venía el
pescado los turnos eran fáciles y sin novedad; aprovechábamos para memorizar el tablero y
pasábamos la gamuza a todo lo que no relucía. El jefe sonriente, al lado del electricista conversaba
en alemán, y mandaba el pulgar hacia arriba en señal de aprobación.
En máquinas con nosotros dos la cosa funcionaba, por el momento, muy bien. Mi perversa intriga
rayaba en la problemática del comedor de marineros. El primero que me trajo novedades fue
Barrientos, me dijo que la primera podrida la tuvo "Bolita", quemó el pan y lo mandó igual al
comedor, los muchachos colgaron algunos del techo con un cartel que decía O. V. N. I.
El “Linyera” tomaba la sopa en la cocina para que no protestaran los marineros ni lo fajaran al
"Bolita" porque, a parte de los ñoquis de sémola, no hacía nada más que sopa de verdura, pescado
frito y papas hervidas sin sacarlas luego del agua. Los alemanes tiraban la bronca porque decían que
“Bolita” ser inferior, “Kaput”, “Scheisse”. Helmut como todavía no habíamos entrado en zona de
pesca preparaba en la cocina los “Kartofenpuffer” y los bifes austríacos, hamburguesas crudas
(descriptas con antelación). Por esto el "Bolita" todavía estaba vivo. Pero igual el “Linyera” lo
cambió por Correa. Este ayudante fue un buen panadero, la muchachada lo quería, se defendía
bastante en la cocina salvándolo a Alberto de algún quilombo. Ahora El primer cocinero tenía que
bailar con la más fea, cuando "Bolita" apareció en el otro turno, me contó Barrientos, se presentó al
cocinero y le dijo: “Desde este momento yo soy el jefe, y usted mi ayudante, pues mi libreta dice
claramente Cocinero de primera, muéstreme la suya”.
Barrientos contaba esto con una gracia fenomenal, su voz enronquecida de ex alcohólico le
agregaban a la narración un tinte misterioso, sus pausas provocaban en mí una sórdida incógnita,
esperando la continuación con solemne hipocresía, Barrientos continuó: “Alberto no dijo nada, lo
miró fijo, sus órbitas alejaron sus anteojos hasta la punta de la nariz, Helmut que por casualidad
estaba en la cocina, pudo salvarlo al bola de un hachazo. Su fuerza descomunal pudo vencer la
resistencia que ofrecía Alberto con el hacha en la mano, lo llevó al pasillo central, lo zamarreó
contra los mamparos, y con el médico que le encajó una inyección en el culo, pudieron controlar el
ataque”.
Vino el “Linyera” para terminar el quilombo y salomónicamente puso las cosas en su lugar. Alberto
tendría que dejarle el camarote de primera al "Bolita" porque la libreta lo acreditaba, pero el puesto
de primera lo tendría Alberto porque a él se le antojaba. Así que Alberto tuvo que mudarse al
camarote de Correa, pero siguió siendo el jefe. Cuando Barrientos contaba esto un grupo de
portugueses se asomaron al comedor de maestranza pues creían que al mozo le había agarrado
algún ataque, es lógico lo vieron en el suelo agarrándose el estómago. (Era una costumbre de
Barrientos revolcarse en el piso)
Las apuestas eran para saber cuantos días podían pasar sin que alguno muriese en la cocina. Se
barajaban cientos de posibilidades, para colmo el Sindicato había mandado unos cuantos nenes con
los espolones algo más grandes de lo normal. Barrientos dijo: “A estos tipos los conozco, en cuanto
pare una cinta o deja de funcionar una máquina que le reste comodidad a su trabajo, paran la planta
y no laburan”.
Comenzó la pesca y las primeras viradas traían toda clase de bichos menos merluza, así que el pozo
para fabricar harina se llenó rápidamente. Ya empezamos a tener mucho trabajo, dejamos que el
pescado se pudriera un día y las máquinas comenzaron a full. Al principio me costó un poco
sincronizar la maquinaria, pero una vez que le tomé la mano, todo marchaba bastante bien, las
bolsas se enfriaban en diez horas, después se estibaban en el fondo de la quilla. Teníamos que dejar
paso a una salida de emergencia por las dudas que prendieran fuego.
En mi turno el pescado empezó a quedarse en el fondo del pozo, el gusano traía poco pescado, el
mecánico argentino en la consola con sus ojotas parecía un bacán en una pileta de natación. Si
llamaba a ese boludo iba a perder mucho tiempo así que me puse las botas largas y estaba por entrar
al pozo. Me pareció que la ventana de éste era muy estrecha para mi volumen, pensaba como
entraría para patear el pescado, cuando llegó, siempre sonriente, el jefe de máquinas.
El alemán me hizo señas que no entrara al pozo, me dio a entender que él lo haría, me llevó hasta el
tablero, como pudo por señas, (parecía Marcel Marceau), me enseñó los dos botones principales del
gusano. El pobre como pudo trató de explicarme que cuando el entrara al pozo yo prestara atención
a su silbido, cuando él se colgara de los ganchos del techo, yo debía apretar el botón para poner en
marcha el gusano y el colgado pateaba el pescado apelmazado en el fondo. Hecho esto nuevamente
yo debía parar el gusano de la trituradora, para el poder caminar sobre las hojas del engranaje y salir
por la ventanilla. Dicho esto se mandó por la ventana.
No sé que pasó, mis oídos me tienen que haber fallado, en los barcos debe haber algún enano
maldito que se mete en el cuerpo y te hace hacer cagadas, alguno se tendría que estar acordando de
mí, porque me silbaron los oídos. Apreté el botón. Se sintió un grito desgarrador, tan desgarrador
como el de la Tebaldi en “La forza del destino”. Veo al alemán colgado del techo en la mitad del
pozo, el pobre no había llegado al pescado y yo puse la máquina en marcha. Prestamente apreté
nuevamente el botón. Cuando paré la máquina el pobre tipo se descolgó como pudo.
Lo que salió por la ventanilla no fue una persona, a mí me pareció un tiranosaurio con anteojos
dando dentelladas a diestra y siniestra puteando en alemán, una diatriba de insultos salían de sus
fauces, creo que no se salvó ninguno de mis antepasados. Puteó, el tipo, hasta quedar agotado, el
maquinista y el engrasador aparecieron creyendo que había pasado alguna desgracia. No estaban tan
equivocados. Mientras se sacaba las botas lo masajearon un poco. Yo humildemente me preparé
para morir sin los auxilios de la santa religión, no había tiempo para buscar un cura. Aquí también
me salvaron mis conocimientos actorales, cuando el jefe me vio frente a él, yo parecía la estatua de
la piedad. Falsas lágrimas cayendo por mis mejillas lo conmovieron, me puso una mano sobre la
cabeza y me dijo solemnemente: “Mussolini, Mussolini...” Sonriendo hizo señas como para
cortarme el cogote. La risa de todos calmó las aguas y yo me salvé cagando. Cuando se puso las
botas nuevamente para ir a patear el pescado, en un gesto de humor aparecí atado con una soga por
el engrasador, ahí se descongeló del todo el alemán y entró al pozo cagándose de risa.
Este seguía, el trabajo marchaba sobre rieles, lo que no marchaba bien era la entrada de merluza en
las redes. Las tres fileteadoras automáticas que tenía el Harengus daban fácil cuenta de las pocas
piezas que traía. El abadejo se fileteaba a mano y los salmones gracias a Dios en bastante cantidad
se embolsaban de a dos y se mandaban a la frigorífica todavía vivos. Ego en el puente estaba
desesperado, los dos galleguitos “científicos” se hacían los giles y conversaban entre ellos
misteriosamente. Salaron algunos abadejos, después de unos días los colgaron frente a su camarote.
¡Para qué! Willy el contra suplente de Helmut comentaba: “Gallegos Scheisse, mucho olor podrido”
se tapaba la nariz y seguía diciendo: “parece fábrica de harina”. Yo cuando lo sentía pensaba para
mis adentros: ¡Pobre Willy! , no se da cuenta este tipo que los gallegos son informantes de las
cagadas que ellos se mandan! Una noche cerca de las doce, estaba por terminar el turno cuando veo
caer al pozo un montón de merluza de muy buen tamaño. Esta vez si me agarró bronca, paré la
máquina, me puse las botas, entre al pozo, tiré las merluzas por la ventanilla y llamé por teléfono al
puente. Me dio mucha bronca que algún hijo de puta tirara el mejor pescado al pozo sólo porque
había terminado el turno y tenía que dejar la cinta vacía. Indudablemente esto era un sabotaje.
Vinieron Ego y el “Linyera”. La cara de estos dos me asustó, (vi la cara de mi viejo cuando se le
quemaba una pizza). Ego y el capitán cazaron dos merluzas en cada mano y salieron gritando por el
pasillo como si fueran pescadores vendiendo en las calles de la Boca. El quilombo fue infernal. Ego
en alemán puteaba hasta al que había botado el barco, maldecía y remaldecía con los cuatro
pescados que tenía aferrados por la cola, el “Linyera” también con sus cuatro pescados lo seguía a
Ego, pero puteando en castellano. Esto si lo entendíamos. La más leve fue que se le tenía que partir
en tres pedazos la vagina de la madre a los que tiraron el pescado entero el pozo de la harina. Que si
sabía quién había sido, lo empalaba como hacían los papas en la inquisición, lo cortaba con una lata
oxidada y después lo metía en un cajón con sal gruesa. Mientras Ego vociferaba en un pasillo, el
capitán gritaba por otro. En serio parecía que querían vender el pescado. En esos momentos Helmut
se estaba ocupando con el jefe de planta para averiguar quién había sido el guacho. Todas las
conjeturas cayeron sobre los cuatro sindicalistas que mando el S. O. M. U. porque según ellos hay
que vivir y dejar vivir, la compañía no tenía porque elegir al personal, para eso está el Sindicato que
mandan a los que les falta laburo.
Rápidamente por radio pidieron cuatro reemplazos de marinería, estos serían mandados a las
“Malvinas” para desembarcar a los saboteadores. En aquel entonces teníamos excelentes relaciones
con los ingleses y la entrada a la ría malvinense no tenía complicaciones. Pusimos proa al este y a
toda marcha dejamos la zona de pesca.
Llegamos a la ría treinta horas después. Por radio nos dijeron que nos abordaría una lancha
prontamente con los cuatro relevos que ya estaban en la isla. Yo fui testigo, nadie me lo puede
desmentir, también estaba Barrientos. Eramos varios los presentes para escuchar este diálogo
cuando subieron los relevos y el representante de la isla para firmar los desembarcos. El “Linyera”
tratando de hablar en inglés: "Mi I am cap Harengus gud nait". El representante (en buen
castellano): “Buen día muchachos”, dirigiéndose a Barrientos, que tenía el saco blanco “¿Qué
carajo está diciendo este boludo? Dígale que vaya a buscar al capitán”.
Barrientos conteniéndose le dijo: “Ese es el capitán”. El tipo se quiso morir, no lo podía creer, el
tampoco podía aguantar la risa.
El embarco se hizo y el desembarco fue de rutina, rápidamente se firmaron los papeles y terminó el
problema. El representante se negó a tomar algo en el salón de oficiales y se despidió sin dejar de
reírse por la equivocación.
Unos años después, en otro barco, me tocó ver como nos rajaban de las doscientas millas después
de mostrarnos los misiles que llevaban debajo de los helicópteros.
La pesca siguió nuevamente, pero el problema subsistía; no era fácil hacer entrar la merluza en la
boca tan cerrada de la red, pero algo es algo y poco a poco, de vez en cuando, encontrábamos algún
cardumen.
El quilombo seguía con los cocineros, Correa se salvaba porque era muy voluntarioso y sabía hacer
bien el pan; la joda era con los titulares.
Los alemanes se quejaban, pero ellos eran los que mejor comían, pues el forro se dedicaba por
completo a darles el gusto. Los portugueses chillaban porque los cocineros casi no les daban pelota
y a veces se tenían que conformar con algunas frituras y sus terribles caldeiradas. Los argentinos
poco a poco se estaban preparando para hacer un gran despelote. Azuzados por Barrientos de vez en
cuando gritaban en el comedor: ¡Volvé Antonio! Eso le da por las bolas a cualquier cocinero,
incluso a mí, sólo por temor a que me mandaran nuevamente a la cocina, ya en el estado que habían
subido los víveres y cómo los habían acomodado, no salía del paso ni "Fumanchú". Pero igual
dentro mío estaba escondido mi orgullo, me pavoneaba entre lo portugueses, comía algún pescadito
con ellos, después llevaba al camarote un poco de fiambre, pan y una jarra con naranja o agua con
limón. Otras veces comía con los argentinos y manoteaba alguna milanesa, pero el prurito seguía y
el futuro de los cocineros se hundía en una fatídica tembladera.
El nuevo trabajo a bordo me permitía descansar mucho más que cuando estaba en la cocina,
observaba con atención el trabajo de planta, las maniobras de la planchada, como tejían las redes
deterioradas, como se hacían las costuras en los cabos de acero. Una de las causas cuando no
entraba el pescado, la tenían los cabos que arrastraban la red, un metro de diferencia de la longitud
de éstos hacía que la red trabajara mal y se cerrara lo bastante como para que no entrara el pescado.
Los galleguitos pispeaban por todos lados y hacían anotaciones, los alemanes me miraban y
socarronamente me decían: “los gallegos éstos ser muy inteligentes, saber escribir, esto ser
demasiado”. ¡Cómo no agradecer a dios por hacerme divertir de esta manera!
El comedor de maestranza donde nos reuníamos con los alemanes, era el lugar obligado para las
quejas de éstos y el chismorreo. Barrientos daba manija y más tarde en el camarote tomando unos
mates nos cagábamos de risa. El problema venía por la incógnita de saber que mierda hacían estos
científicos gallegos, Willy, Helmut, Bécker y Dos Santos, un portugués que pasó muchos años en
Alemania y que estaba como jefe en la planta, intuían el bolonqui, pero no sabían por donde vendría
el hachazo. Los galleguitos le daban mala espina. Yo sabía cual era el problema, porque alguna vez
habían conversado conmigo, sabiendo que había trabajado con pescadores gallegos, sobre todo con
Gerónimo en el Borrasca. Me consideraban uno de sus pares. Como con un sacacorchos poco a
poco en su dialecto, les fui sacando información.
Bridas S. A. los contrató como inspectores; consideraban que el Harengus daba pérdidas y ellos
debían informar uno a uno los defectos del barco, por donde venían las falencias, sobre todo, la
mala entrada del pescado en las redes.
Primero: las redes no servían. Segundo: todos los otros barcos se ayudaban. Cuando encontraban el
cardumen por radio se avisaban en dialecto y rajaban a la zona, sobre todo los gallegos que ya se
conocían de las costas africanas. Dejándolas peladas, rajaron a la Argentina. Lo que voy a decir es
un agregado, hoy después de algunos años estamos pagando las consecuencias de esa pesca tan
indiscriminada.
Tercero: los mecánicos de las fileteadoras "Bader" en vez de afilar las cuchillas de vez en cuando,
las tiraban al mar y colocaban otras nuevas. Este despilfarro lo comprobé yo personalmente pues de
las que tenían para tirar les pedí algunas, tenían un filo tan espectacular que sirvieron para, con algo
de ingenio, hacer máquinas para cortar fiambre. Miles de estas hojas fueron tiradas, desechadas.
Cuarto: los cocineros en esta marea estaban sacando al despacho todas las cerámicas y las lozas que
en la anterior teníamos encanutadas en los estantes. Los gallegos haciendo homenaje a mi persona,
dijeron lacónicamente: Están todas rotas, no quedó ninguna, estos tíos van a salir con una patada en
el pandeiro.
Quinto: en la oficina el gasto es infernal, cada jefe gana una fortuna, hay gente de sobra, cualquier
inútil tiene secretaria, en Buenos Aires la oficina parece un follón (en gallego quilombo). No hay
caso, así no vale.
Me costó mucho cerrar la boca y no avivar a nadie, los gallegos eran espías, la cocina también fue
blanco del aguzado espionaje de éstos. El "Bolita" había quemado varias veces el café y lo servía
con un desparpajo increíble. Los alemanes en vez de café pedían tóxico. El turro cuando quedaba
poco le agregaba agua y lo hacía quemar para que quedara negro. Un día lo agarraron del cogote,
casi lo apuñalan. En el aceite de la freidora Alberto hacía las milanesas, el pescado, los huevos
fritos, etc. Con este aceite hacia el fondo de los guisos, nunca lo cambiaba y cuando freía el olor
corría hasta el puente donde Ego se tapaba la nariz y gritaba “¡Scheisse!”
Yo callaba, la tormenta se avecinaba y con siniestra maldad gozaba por anticipado el futuro, como
esos jockeys que sabiendo que tienen un buen caballo van expectantes en la carrera mirando de
soslayo al rival para pasarlo cuando se les da la gana.
Sin duda Barrientos soltó demasiado la lengua e influyó para que el “Linyera” me citara en su
camarote. Acudí a él adivinando el por que de tamaña invitación. Pero en mí estaba la respuesta
anticipada.
Me senté frente al escritorio del capitán y escuché con atención sus palabras: “Antonio, yo no lo
sabía, pero me dijo Barrientos que usted fue el primer cocinero en la marea anterior. Quiero saber
porque está usted fabricando harina”. Le expliqué más o menos los motivos y la sorpresa se fijó en
su rostro. “¿Así que por ser Alberto dueño del restaurante de Madryn estos mangueros le cagan la
vida a toda la tripulación?” Asentí lacónicamente (a turro, turro y medio). El “Linyera” me resultaba
un tipo interesante, pues demostraba más autoridad que sus antecesores, pero tal vez su ingenuidad
lo llevó a preguntarme: “¿No le gustaría pasar a la cocina inmediatamente y lo mandamos a Alberto
o al "Bolita" a la harina?”. “¡No!” le contesté. A continuación le expliqué los motivos que a mi
entender fueron más que suficientes. Primero porque la harina estaba batiendo el récord de
producción y era una falta de respeto hacia el jefe de máquinas abandonarlo en manos de un forro,
menos cuando casi por mí había perdido la vida. Le conté lo sucedido y cagándose de risa me dijo:
“¡Qué lástima!, podíamos tener un alemán menos”. Pero también saqué a relucir los demás
argumentos. El almacenamiento de víveres tiene que estar supervisado por el primer cocinero y no
era raro que este boludo hubiera estibado todo para la mierda.
Es muy jodido para un cocinero que se precie tomar el mando en medio de la marea y ordenar los
víveres, sobre todo en la frigorífica, cuyo frío pasa lo normal de otros barcos. Sabía por Correa que
la verdura y las frutas estaban tan amontonadas que en poco tiempo estaría todo podrido. Nadie se
ocupó de sacar de los cajones la mercadería y colocarla en las estanterías para que se oreara con los
ventiladores que están en la cámara de verduras. También existía en estas frigoríficas un aparato
desodorizador que una vez conectado ayudaba mucho en la conservación de las hortalizas y frutas.
Tengo entendido que estos estaban desconectados. Yo por mi parte le pedí que no me hiciera agarrar
semejante quilombo, y termináramos la marea con esta gente. Cáguelos a pedos cuando pueda, haga
una inspección ocular a las frigoríficas, revise la gambuza porque me dijeron que los fideos y la
harina están llenos de gorgojos. Cuando acomodaron la mercadería los estibadores sin vigilancia los
dejaron en el fondo de los estantes y ahí van a quedar hasta que se desguace el barco. A veces
pienso que estuve mal en avivar al capitán, pero por la forreada que me habían hecho me felicito.
Lo lamentaba por el pobre Correa, que sin comerla ni beberla iba a tener que laburar como loco
cuando el capitán los cagara a pedos.
Así fue, el “Linyera” parecía al otro día un preboste de"Sing Sing". La ligaron hasta los
portugueses, por que las espinas de las Caldeiradas que estaban en el suelo la tuvieron que barrer
con las manos. Para colmo Willy y Helmut le daban manija, en la cocina, me contó Barrientos, hubo
tanto quilombo que faltó poco para que Alberto y el "Bolita" tuvieran que hacer salto de rana.
Hay un viejo proverbio que dice: “Gran satisfacción se siente cuando sentado en la puerta de tu casa
ves pasar frente a ella el féretro de tus enemigos”.
La fábrica seguía a ritmo vertiginoso, a mi compañero muy trabajador y respetuoso, le tocó más
patear el pescado y a mí desarmar el molino, pero una vez entré al pozo a patear y el gas que
desprendía la podredumbre, casi me desmaya, apenas pude llegar a la boca de entrada en planta para
respirar aire puro. Otra vez me salvé cagando, todo por no usar la máscara que tenía colgada frente
al pozo.
Una noche se paró el motor principal, en el Harengus cuando se para el principal lo hace todo el
barco, y el generador. El jefe de máquinas (al que yo casi mato) me llamó para que lo ayudara, puso
un generador auxiliar en marcha, llamo al maquinista que con sus pantuflas caminando parecía un
“Pingüino”. Entre los dos tratamos de ayudar al jefe, pero no le entendíamos el idioma. Otra vez las
señas, otra vez Marcel Marceau.
El problema surgió en el principal por un caño de cobre, el que lleva el gasoil al inyector. Se había
partido, un reguero del fluido caía por el costado del cárter calentándose en su trayectoria a un
receptáculo que pusimos prestamente.
Si bien el tablero de la fábrica de harina lo rotulamos en castellano, al tablero y cajones de
herramientas de máquinas no. El jefe nos pedía imperiosamente una herramienta y nosotros le
llevábamos otra.
No hay caso, era chinchudo, pero cuanto más colorado y gritón se ponía, nosotros hacíamos más
cagadas. Al fin la pegamos llevándole dos cajas metálicas llenas de herramientas de todo tipo. Se
acercó al caño, pero antes de empezar a trabajar, sacó una caja de fósforos y prendió un cigarrillo.
Si bien Isabel La Católica mandó a Colón con un grupo de convictos, no había ninguna duda que
los Armadores alemanes mandaron un manicomio. Este loco trabajaba limando los bordes del caño
que chorreaba gasoil con el cigarrillo en la boca. Como éste de vez en cuando se apagaba, otra vez
prendía un fósforo y lo apagaba en la cubeta del gasoil. Aunque el gasoil no prende en frío con la
llama, el que caía por el cárter humeando, podía provocar una tragedia
Estábamos al borde de la muerte, el “Pingüino” por ser maquinista algo más que yo sabía del
peligro que corríamos. Mirando la humareda se persignaba y fue bamboleándose a buscar un
matafuegos. Yo paralizado me quedé al lado del jefe que seguía fumando y reparando el caño roto
con una frialdad impresionante. Cuando se dio vuelta para buscar la unión, vio al “Pingüino” con el
matafuegos, y a mí que no me entraba un alfiler en el culo. Se empezó a cagar de risa. Cuando
terminó la reparación nos dijo: “No problem", Argentinos (junto los dedos en señal universal de
(“Chucho”). Sé que él no me entendió, pero le dije: “si usted tiene la papa y se quiere suicidar, no
por eso tiene que hacer volar el barco”. El maquinista todavía tenía el matafuegos en sus brazos,
parecía la Virgen María llorando con el niño en su regazo; él sabía mejor que yo que si el fuego
encendía el vapor caliente del gasoil, éramos boleta.
Cuando salí del turno después del baño fui a matear al camarote de Barrientos: Este no venía al mío
porque el olor de la harina de pescado lo descomponía. Le conté lo sucedido. Lacónicamente me
dijo: “estos tipos vieron la muerte tan cercana que no le dan pelota, me contaron que Helmut y este
loco se salvaron por poco en la guerra de Vietnam, colgándose del último helicóptero, mientras los
comunistas los cagaban a tiros. Así que están viviendo de yapa”. Tres días después fue confirmada
esta teoría.
Mientras el barco arrastraba la red, nos sorprendió una tormenta impresionante, Ego no viró hasta
que vio que las olas barrían la cubierta. El afán de pescar lo llevó hasta el límite. Cuando intuyó que
las papas quemaban demasiado, mandó virar, ahí apareció Helmut con algunos marineros para
dirigir la maniobra. Los portugueses amarrados de los cabos no se arrimaban a la planchada ni por
joda. Helmut se acercó al pozo que en esos momentos estaba cerrado, se tomó de la soga que
cruzaba el barco, levantó los brazos e indicó al maquinillero que virara; agarrado de la soga, el
alemán flameaba como una bandera. Bañados por la borrasca, la maniobra continuaba mientras el
barco bailaba al ritmo de la música de la maquinilla, que con mayor esfuerzo parecía reventar. La
forma de virar de este barco en esos días, era mucho más rápida de lo que la hacen los demás
pesqueros, pues la red se envolvía en el cabrestante y no se necesitaban maniobras de los guinches
de babor y estribor como lo hacen los demás pesqueros, pero como ya lo dije antes, aquí no rinde.
La bolsa subió al compás del buque. Helmut como pudo descosió la red y pidió abrir el pozo, una
ola terrible lo tomó por detrás arrojándolo al hueco junto con los pescados. Ego por el micrófono
del puente gritaba puteando como hincha de Racing, los portugueses que estaban en la maniobra no
sabían que hacer, se ataron con sogas cerrando la red. No lascaron por el terrible temporal rajando
todos a planta para saber que había pasado.
El pozo tenía una cinta que llevaba el pescado a las máquinas que manejaban los marineros,
apartaban las merluzas para las “Bader”, cortaban las colas y cabezas a los merluzones grandes y a
los abadejos. Todo lo que no servía, lo serruchaban mandándolo a la harina. De repente en la cinta
apareció Helmut entre los pescados, todavía nosotros no habíamos llegado, pero nos contaron los
marineros que los dos portugueses que estaban en la máquina casi se desmayan ¿Un nuevo
espécimen había caído en al red? ¿Qué clase de pescado con apariencia humana tenían que cortar?...
Cuando limpiaron las algas y la basura que lo cubría se dieron cuenta que era Helmut gritando y
maldiciendo en alemán ¡Se salvó! Estaba vivo. Una pierna rota que el médico enyesó más tarde y
algunos magullones. No hay duda era de hierro; otro del cagazo habría muerto.
Willy se encargó de la maniobra de cubierta y al otro día Helmut enyesado cortaba filet de abadejo.
Los muchachos argentinos junto con Barrientos, que tallaba fuerte en el gremio, dijeron que con los
dos dedos del otro alemán y el accidente de éste, si hubieran sido argentinos al seguro de la
compañía le habría costado un montón de guita.
La vida a bordo continuaba normalmente, no se pescaba la cantidad requerida, pero mejoraba
indudablemente; sobre todo cuando midieron los cabos, una tarea ardua. Tenían una diferencia que
la cerraba más de lo debido. Otro problema era que el “Linyera” vivía más en la cocina que en el
puente, el médico me dijo que más de una vez lo había tenido que medicar al cocinero porque
estaba al borde del colapso. El "Bolita" parece que masticaba hojas de coca con bicarbonato y
aguantando todas las puteadas de los marineros con una indiferencia temeraria. Dos veces me
atendió como el culo, fue por llevarle un termo y pedirle un poco de agua caliente para tomar mate,
me hizo dejar el termo, cuando lo fui a buscar me comunicó que con el rolido del barco se había
roto. Al segundo termo le pasó lo mismo. Pasé horas y horas tratando de seguir la huella de un
jabalí, tengo una paciencia china para esperar una presa; El "Bolita" de alguna forma me las tenía
que pagar. Tiempo después cuando le hizo juicio a la compañía alegando que tenía problemas en la
clavícula de tanto tirar la soga del elevador, Barrientos y yo salimos de testigos a favor de la
compañía, por supuesto lo defenestramos, no cobró un carajo... ¡Ah!... me olvidaba, los termos eran
de Barrientos.
Cuando salía de mi turno a las seis de la tarde el médico del barco me invitaba a jugar al ajedrez, las
partidas eran muy parejas pues los dos teníamos bastante conocimiento de aperturas y finales,
pasábamos dos o tres horas bastante entretenidas. Supo el “Linyera” de mis entretenimientos con el
“tordo” y otra vez me citó al camarote ¿Qué mierda querrá? Pensé.
Estaba en su escritorio el capitán, en su mano un vaso de whisky haciendo sonar en la copa el cubito
de hielo, me dijo amigablemente: “Siéntese Antonio vamos a charlar un poco”. ¡Zás!... pensé, o este
tío quiere entregarme el marrón, o quiere que yo se lo entregue. Un frío me corrió por la columna
vertebral.
No fue así, el problema era otro. Los alemanes le habían contado que yo, como buen mafioso sabía
hacer muy buena pizza y masas italianas que todo el mundo extrañaba. Como me hacía un tiempo
para jugar al ajedrez, si de vez en cuando no tendría tiempo de demostrar mi habilidad culinaria. No
me podía negar. Una, porque soy algo vanidoso y otra, porque el “Linyera” era un buen tipo. Única
condición, lo haría de vez en cuando en el turno de Correa, éste era un buen tipo y me respetaba.
Gracias a mí, este muchacho llevaba el turno muy pero muy bien.
Se corrió la bola, todos esperaron mi regreso triunfal a la cocina, los muchachos en el pasillo
aplaudían, mientras los alemanes a coro gritaban: ¡Mafia!... ¡Mafia!... Por su parte los portugueses
me preguntaban si les haría castañetas, estos turros no podían olvidar de la joda que me hicieron
tirándole con gomeras a los cormoranes, yo me sentía como Charlton Heston cuando en “Ben Hur”
terminó la carrera de cuadrigas, el “Ritorna Vincitore” resultaba chico.
No quiero engañar al lector, pero ya dije que mi ego a veces empuja a un lado mi modestia y me
obliga a no ser hipócrita. En dos horas tenía ya encañonadas más de cuarenta pizzas, gracias a Dios
había bastante muzzarela y pude, con una buena salsa de tomates y condimentos, lucirme a la hora
del despacho. Me alcanzó tanto el tiempo que le enseñé a Correa a preparar “Zepele” una especie de
churros italianos que no van a máquina sino que se trabajan a mano con un poco de levadura, con la
particularidad que llevan puré de papas. Cuando finalice el relato del segundo capítulo, insertaré la
receta junto a otras como el “Kartofenpuffer” una especialidad alemana, algunas comidas
paraguayas, judías, chinas y criollas “el Caballú”. Las pizzas no alcanzaron, media cada uno y
resultaron pocas, las “Zepela” fueron un éxito, de paso le enseñé a Correa a cocinar los huevos en la
plancha, salen mejor y son menos indigestos. Hay alemanes que comen seis huevos con ketchup y
todavía lo rocían con pimienta. Si el médico les dice ojo con el colesterol, ellos responden:... "¡E
igal...!". Me dijeron los muchachos que Alberto y "Bolita” cuando entraron al turno escucharon los
comentarios, tenían la yugular bastante hinchada, sobre todo cuando los muchachos gritaban:
¡Volvé Antonio! No dejo de reconocer que trabajar en la cocina de un pesquero es difícil.
Mi experiencia en los barcos anteriores lo certifican, por eso me hacía yo esta pregunta ¿Cómo se le
ocurrió a Verola y a los demás tarados poner a semejantes giles en la cocina? ¿Por qué tengo yo
ahora que salvar de vez en cuando las papas? No sabían estos estúpidos que la ley de gravedad con
la manzana de Newton, ni la teoría de la relatividad de Einstein, en los barcos de pesca no funciona.
Muchas veces estando yo en la cocina pensaba que algún ángel despiadado se colgaba invisible por
los mamparos, dejaba su cuota de maldad para deleite del diablo que reía y reía en algún rincón de
la frigorífica. En ésta pese al casco, en cualquier momento se caía un lechón o un cordero congelado
sobre la cabeza, que es lo mismo que te caigan dos adoquines. Si caían por casualidad algunas
naranjas, estas rodaban por todos lados esquivando el manotazo como si fueran gallinas en un
amplio patio. Un chorrito de leche que cae en la mesada de acero inoxidable equivalía a limpiar
toda la mesada y cuando la terminaba de limpiar nuevamente caía otro poco del envase.
Cortar rápidamente una cebolla o rebanar una zanahoria, casi siempre se pierde un pedacito de los
nudos del dedo, cuando el baile era intenso el huevo para freír nunca caía sobre el aceite, porque
este, en vez de entrar en la sartén paseaba tranquilamente entre las hornallas, cabe decir que el
huevo tampoco caía donde tenía que caer, sino sobre la pava de agua caliente o por suerte sobre la
tapa de alguna cacerola, que pese a los violines, andaban de acá para allá. Cuando algún utensillo
caía en el piso nunca quedaba más de dos segundos en el mismo lugar, había que ser muy diestro
para tomarlo y, guay, que se cayera un tacho de basura, a veces aunque estuviera atado volaba igual;
si uno no es canchero tiene más o menos una hora para levantar nuevamente la basura, pero en la
desesperanza cualquier maestro debe ser atendido por el médico o el enfermero. Una inyección,
Tranquinal dos miligramos, y algun Zolof o Rivotril a veces no alcanzaba para impedir que el
cocinero rompiera en llanto o intentara quitarse la vida.
Jugando al ajedrez con el médico, un día me dijo: “ya no sé como hacer para poder contener el
impulso homicida de Alberto, quiere matar al "Bolita", dice que lo está volviendo loco. La verdad
es que no concibe ser ayudante, no le da pelota, menos mal que el “Linyera” vive más en la cocina
que en el puente y puede parar un irremediable crimen”. Alberto se salvaba de ser homicida porque
tiene camarote compartido con Correa, porque si le tocara dormir con el boliviano, uno de los dos
es boleta. Yo le decía: “trate doctor que esto no termine en tragedia, no me importa por el finado,
sólo me importa no hacerme cargo de la cocina como está enquilombada en estos momentos” (mi
otro yo despiadado se frotaba las manos).
Con filet se tarda demasiado en llenar el barco. La mayoría de las veces se terminan antes los
víveres. Cuando esto sucede el capitán tiene que tomar dos decisiones: o finaliza la marea o decide
volver a una ría tranquila esperando una lancha con víveres y repuestos.
La decisión fue tomada, volver a puerto, el capitán estaba muy cansado de aguantar tantos
quilombos, cincuenta días navegando y ya no había más comida, record nacional del pelotudismo,
la mayoría de los marineros estaban contentos, pero los alemanes bufaban. El más enojado, Helmut,
se la agarró conmigo y me decía: “Tito, vos tener la culpa, ser cagón, italianos en guerra también,
los camiones Fiat tener cinco marchas, una para adelante y cuatro para atrás, si vos entrabas en
cocina diez días más, bodega llena, ahora armador agarrarse la cabeza”.
“Mirá Helmut” le contesté, “en base a nuestra amistad te voy a explicar el por que de mi negativa”.
Poco a poco le expliqué el problema y más o menos entendió.
Los cabos de bolas son un elemento que en la marinería se usan para arrojarlos como boleadoras al
muelle o viceversa. Esa bola es atada a los cabos que luego acercan el barco al muelle trabajando
lentamente con el cabrestante y fijados en las vitas; después se pone la planchada, la red de
seguridad y recién entran las autoridades de Prefectura para el papelerío.
Hay un dicho marinero cuando quieren rajar rápido del barco: “Me voy con el cabo de bola”, quiere
decir que antes que llegue el barco huye, se "espianta". Eso mismo le pasó a Alberto, rajó
despavorido marcando diez segundos los cien metros, el "Bolita" como gran caradura se quedó
buscando testigos para hacerle juicio a la compañía, (como antes relaté los encontró). Barrientos y
yo le salimos de testigos, pero a favor de la compañía; semejante hijo de puta tenía que pagarlas.
Lo demás, rutina. Volví al camarote donde tres horas después recibí a mi señora. Bongiolati, el jefe
de personal, la había dejado olvidada en el coche. La pobre con gran paciencia esperó que la fueran
a buscar. Todo esto sucedía porque nadie quería que yo me tomara franco, me traían la "Carne" a
bordo, cuando apareció la vieja en la planchada los marineros la aplaudieron. Dicen que a mi mujer
se le encendió el rostro, no sabía por donde huir, como siempre esto fue una constante en ella, al
final se hizo tan canchera que levantaba los brazos y saludaba como una heroína frente a una
multitud.
Después de los chimentos entré a la cocina para hacerme cargo del despelote. Otra vez se fueron los
marineros de franco y quedaron las guardias. Pedí a tres portugueses para ayudarme a acomodar
todo, limpiamos la cámara de verduras; hay que ver la cantidad de cajones con frutas y hortalizas
podridas que tuvimos que tirar. La frigorífica de carne siempre tan ordenada parecía un carromato
de “gitano”s. Los marineros al ir a buscarse los bagayos de pescado que siempre guardaban, dejaron
las cajas de carne tan desparramadas y rotas que se mezclaron los pecetos con el mondongo y los
chorizos con los lomos. Los cocineros como no sabían descuartizar dejaron colgadas las medias
reses de chancho que los alemanes habían traído con el barco. A mí en la marea que me tocó,
descuarticé por lo menos quince. En puerto esta vez las aprovecharía para salarlas en grandes
cubetas y cocerlas después al estilo europeo. Los portugueses me ayudaron mucho en esa tarea,
pues para salar eran maestros. Los potajes y cocidos, con esas carnes resultaban sabrosos.
Al otro día apareció Bongiolati con un ramo de flores para mi señora, forma de disculparse por el
olvido. La verdad, me conmovió, sobre todo cuando me pagó en dólares como rezaba mi contrato.
Dijo que las dos mil bolsas de harina que habíamos fabricado con Ramón, marcaban un récord en la
historia del buque.
Los despachos en la cocina eran fáciles pues aparte de la ayuda de los portugueses, Helmut se
mandaba los “Lipsenzupe de cordero” y los “Kartofenpuffer” con puré de manzana que para los
alemanes resultaba un manjar.
Las Caldeiradas, las tortillas y las bifanas corrían para el lado portugués.
La descarga comenzó. Algunos relevos alemanes comenzaron a ingresar al buque, entre ellos el Jefe
de máquinas titular del Harengus, subió la planchada con una mujer muy voluminosa que apenas
podía pasar la pasarela. Trajo este hombre a su señora para que lo acompañara en la marea, sin duda
la naturaleza no fue pródiga con esta alemana, por cierto bastante fea, pero poco tiempo después nos
dimos cuenta que estaba dotada de valores mucho más importantes que los físicos. Su marido, un
señor macanudo no le fue nunca en zaga. El “loco” se fue mientras seguía la descarga, revisé la lista
de víveres que había mandado Alberto y tuve que modificar hasta el pan rallado, nunca vi tanta
pelotudez escrita.
Todavía hacía mucho frío para bañarse en la playa, pero por curiosidad fuimos a ver como se
apareaban las ballenas. Un número incalculable de turistas alquilaba lanchas para verlas fifar más
cerca. Mi teoría de que en Argentina no se puede fornicar tranquilo, quedó confirmada.
Helmut y Bety cenaron con nosotros, también se agregó el jefe de máquinas con su mujer, las
oficiaba de traductor, pues la señora no sabía ni una sola palabra de castellano, en cambio su marido
hablaba a lo Tarzán como Helmut. Este le contó mis odiseas en la fábrica de harina con el loco y los
pobres festejaron con deleite el relato. También previó que el récord de dos mil bolsas no lo bajaría
nadie por unos años.
Cuando terminó la tertulia el jefe le dijo a Helmut que iba a poner por circuito cerrado una película
familiar “Que bello es vivir”. Yo respiré tranquilo porque si aparecían otra vez esos "zocotrocos",
por mi machismo a la larga me tendría que hacer un trasplante y en aquel entonces éstos eran
difíciles, pero hoy creo que con guita incrustan unos como para presentarse en un circo.
El problema mayor para esta marea lo tenía yo ¿Quién me acompañaría como ayudante? A Correa
lo dejaría como segundo porque se había defendido bastante bien en la marea anterior, amén de
salvarlos a los otros dos tarados.
Bongiolati me dijo que no me hiciera problema pues había un postulante para el puesto que por su
conversación le parecía potable.
Llegaron los víveres, pedí las boletas y pregunté cual era el camión que traía la carne. Me indicaron
el vehículo, tranquilamente me subí al lado del chofer, le indiqué que me llevara mil metros más
adelante del muelle. Estupefacto me miró pensando que me había picado una yarará. Lo miró al
encargado, éste lo fue a ver a Verola, capitán de armamento y por lo tanto, responsable de mis actos.
Verola vino prestamente y me dijo que me apurara, pues los estibadores esperaban en la planchada,
yo le contesté que primero quería sacarme una duda y yo las dudas me las saco sí o sí “¿Cuál es su
duda? Preguntó. “Que en este camión tiene que haber tres toneladas de carne vacuna, porcina y aves
que indican la boleta. Como a mil metros tenemos la balanza del puerto tengo que controlar,
respondí. Verola tomó un tinte violáceo, me di cuenta que no estaba muy lejos el culo del
calzoncillo y tuvo que aceptar.
Pesamos el camión, volvimos al buque, pesamos el camión una vez descargada la carne. ¡Oh! ...
Sorpresa, estaban afanando más de trescientos kilos. Yo tranquilamente firmé la falta y mandé una
nota a la compañía. No sé porque, pero me parecía que esto lo sabía más de uno, por eso no quería
pasar por estúpido. Si en la marea faltaban los víveres, la culpa no era mía por supuesto. Trascendió
esto entre la grey germana y se guardaron el cuchillo bajo el poncho, pues se veían venir la
tormenta con los científicos. El quilombo tenía que ser reciproco, me lavé las manos esperando con
curiosidad a mi nuevo ayudante.
Estábamos a punto de partida, yo había despedido a mi señora, los prolegómenos eran casi siempre
lo mismo, lágrimas, besos, saludos y la promesa de cuidarme, amén de mandarle besos a mis hijas,
que hacia rato que no veía.
Embarcaron los argentinos, entre ellos Damiano dirigiendo la batuta. El “Chino” no embarcó, había
ido en cana por vender “ravioles” en una disquería. Por ese lado quedé tranquilo, pero yo quería
saber quién estaba designado para ayudarme en la cocina. De pronto se presenta el “Linyera” muy
solemne mordiéndose los labios, a su lado un señor de gruesas gafas, saco negro y pantalones
rayados, daba la impresión de un empleado de ministerio, o más bien parecía un bibliotecario, pues
aparte de su maletín debajo de su brazo izquierdo apretaba un libro rojo con letras doradas. El
“Linyera” conteniéndose con brillo en sus ojos me dijo solemne: “el señor es pastor de almas de una
iglesia Adventista; la Prefectura le dio un permiso para trabajar como ayudante de cocina y tratar de
que los tripulantes se acerquen al Señor”. Dicho esto disparó de la cocina, pues no pudo aguantar la
carcajada que igual se sintió como un estampido en el pasillo. Tardé unos minutos en
recomponerme, dije para mis adentros, Bongiolati y Verola ¿Qué estarán tramando estos hijos de
puta para que yo me vuelva loco? ¿Por qué el destino me reserva estas sorpresas? El pastor quedó
en la cocina sin decir palabra, parecía la estatua del Cura Brochero en Mina Clavero.
Respirando profundamente con la mayor calma posible, hablé despacio pero con firmeza: “Señor, si
usted viene aquí a predicar el Evangelio para que las almas de los muchachos no huyan del Señor,
está en el lugar equivocado. En esta cocina se trabaja doce horas sin parar y a un ritmo
desenfrenado, en una palabra, dicho con todo respeto, hay que romperse el culo”. Me hizo acordar
al cura uruguayo, salió de la cocina persignándose y hablando solo.
Media hora después apareció el pastor con un impecable saco blanco, delantal y gorrito, parecía el
Pandu Nehru frente a sus acólitos. Lo hice mover un poco en la cocina y acomodar víveres, la
verdad no me pareció del todo mal. Cuando lo supieron los alemanes y algunos marineros, para
cargarme al pasar frente a la cocina se persignaban. Algunos por joder fabricaron una cruz y la
colgaron en la puerta, yo no engranaba para que no me pasara lo de “Brancato”. Hasta el capitán me
preguntó con sorna si no necesitaba un monaguillo.
Los científicos gallegos no embarcaron. Sin duda estaban preparando un informe para Bridas S.A.
No había duda, el quilombo se avecinaba.
Salió el buque, largaron amarras y cuando navegábamos a la zona de pesca Helmut y Dos Santos
comenzaron a dar los turnos. No era nada fácil establecer los horarios pues los portugueses querían
trabajar juntos, pretendían que los argentinos tomaran el otro turno y de esa forma sabían cual era el
verdadero rendimiento de la gente. En verdad tenían razón, los argentinos son más rendidores en
largo aliento, o sea trabajan desde la mañana hasta que se acaba el pescado a la noche, como en los
barcos chicos; pero los portugueses rendían a full seis horas, después, tiraban la esponja. En una
palabra, seis por seis en este barco rendía más. Se establecieron los turnos y se esperó el lascado de
la red al agua. A toda máquina llegamos prontamente a la zona de pesca. La cocina marchaba
bastante bien porque el pastor demostraba ser bastante voluntarioso, las órdenes las recibía con
humildad. Lo único que le pedí es que no trajera la Biblia a la cocina porque sino se podría ensuciar
con alguna salsa y si ésta es alemana, produce un agujero donde cae. Cuando dejé el turno, por la
tarde, descansé un poco y volví a la cocina. Como responsable de ésta, me sentí con ganas de
ayudar a Correa. Encañonar los víveres para el otro día adelantando algunos menesteres. Un poco
antes de las once y media de la noche se sintió en el comedor de marineros un murmullo que por
momentos se transformaba en carcajadas. Azuzados por la curiosidad abrimos las ventanillas de
despacho y vimos al pastor con la Biblia en la mano, subido a una mesa hablándole a los marineros:
“Hermanos... Acercaos a mí! Os bendeciré!... Alejaos del mal…! Soy vuestro pastor y llevaré mi
rebaño alejándolos del infierno...” Diciendo esto se cayó de culo por un rolido del barco. La risa fue
infernal, a mí me dio lástima, me pregunté: “¿Cómo hago para salvar a este boludo de la cargada
general?”
Correa me dio una idea, en algún momento le tiro la Biblia al agua y que me perdone Dios, aquí se
trata de salvar a un tipo, en el viejo y nuevo testamento está escrito que la salvación es lo
primordial. Entonces en algún momento, la Biblia al agua.
El jolgorio siguió un rato, pero cuando Correa abrió el despacho se acabó la joda, el hambre esta
vez pudo más que las bromas, Arengué después a los muchachos para que pararan un poco la mano,
este hombre evidentemente no sabía donde se metía, me acordé todas las caídas y tajos que me
pegué en el “Borrasca". La piedad hacia este tipo fue mi constante, no obstante cuando yo aparecía
con mi sombrero de cocinero, que por supuesto era el más largo, me llamaban: Papa, Monseñor,
Eminencia, yo seguía la joda porque engranar en esos momentos podía ser nefasto. Correa, mientras
el pastor laburaba conmigo le tiró la Biblia al agua y cual no seria nuestra sorpresa, esa noche
apareció otra vez con sus "Aleluyas" y su Biblia. Este tipo no sólo tenía unas cuantas Biblias, sino
que también las vendía. Me tuve que resignar, de día trabajaba golpeándose por toda la cocina pero
con estoicicidad encomiable. De noche rompía las pelotas en el comedor con sus predicas
evangélicas. Los marineros se llamaban unos a otros “Hermano”, “Bendito seas” y seguía la joda.
Helmut era jefe de un turno y Willy de otro.
Una mañana Willy encontró a un marinero leyendo una revista en el comedor de marineros y le
preguntó: “¿Qué turno tener vos y que puesto?”. “Yo soy engrasador y estoy en el segundo turno” le
contestó.
Helmut también le preguntó y éste contestó que era engrasador y trabajaba en el primer turno.
Como ninguno de los dos era estúpido fueron a máquinas comprobando que en ningún turno
trabajaba este tipo, como tampoco lo hacía en ningún turno de la planta, con cuatro días de
navegación descubrieron que teníamos un polizón. ¡Un polizón a bordo! “Esto no posible gritaban
los alemanes” “Capitán Scheisse ¿Cómo embarcar polizón?”. Los argentinos lo rodearon como si
fuera un héroe, le hacían preguntas, le pedían autógrafos, hasta se ofrecieron para tirarle un colchón
en un camarote. Tomó rápidamente el título de ídolo. Barrientos vino con la novedad, en la sala de
oficiales la reunión tomaba ribetes cómicos, ya sabemos que los mozos tienen oídos biónicos y éste
era un maestro. Su voz enronquecida y con ricos matices cómicos nos hacía mear de la risa. Ego y
el primer oficial alemán Enrique (un tipo bastante colifa) gritaban: “No haber tiempo de volver a
puerto... Portugueses cortar en sierra, pasar por trituradora y tirar al agua, no problema”.
El “Linyera” y los oficiales argentinos se desgañitaban explicando que las leyes argentinas y los
derechos humanos no permiten ningún castigo a bordo. Los alemanes contestaban: “Entonces
aplaudir, ponerle mozo para servir desayuno. Decirle a Antonio que prepare comida especial para
príncipe”. Lo gastaban al “Linyera” diciéndole que le pusieran un sirviente para lustrarle botas.
Otros lacónicamente decían: “Si norteamericano poner alambre de púas en muñecas de vietnamitas,
porque nosotros no podemos hacer lo mismo con polizón”. De pronto el “Linyera” estalló: “¡Basta
carajo!, aquí el que manda soy yo, este barco está lleno de nazis, yo no puedo, aparte de mis
problemas escuchar tantas boludeces, tengo que hablar con este hijo de puta, después voy a tomar
una decisión”. Los alemanes callaron, pero el eco de lo que sucedió dejó un malestar que despertó
la curiosidad de todos. ¿Cómo podía el capitán zanjar esta situación? Barrientos atento a todo
esperaba esa reunión fregándose las manos. Decía: “si este tipo es del Sindicato, algo tramó y puede
cagarlo al capitán, ya se perdieron cuatro días de laburo, cuatro para volver, dos por el papeleo y
declaraciones, esto es mucho para un barco pesquero, así que voy a parar las antenas”.
La reunión se realizó en el camarote del capitán, el polizón con una cara de piedra fenomenal, según
Barrientos, entró con una sonrisa. El mozo no pudo escuchar mucho porque cuando entró a
acomodar el camarote el “Linyera” le pidió que saliera. Se quedó en el pasillo pasando el trapito al
mamparo, pero sólo escuchó un quilombo inaudible. Dijo Barrientos que se escuchaba más al
polizón que al “Linyera”. Tardaron más de media hora. Cuando salieron, el capitán estaba verde con
los ojos inflamados, el polizón salió sonriente como había entrado. Cuando llegó la hora del
despacho el primero que vino a pedir su comida a la ventanilla con platos y cubiertos que le había
dado el ranchero. ¡Oh... sorpresa! el polizón. Me llamo Roque dijo: “por orden del señor capitán
voy a comer con todos los marineros como si fuera uno de ellos”. El cara de piedra dibujó una
sonrisa.
“Yo me llamo Antonio, soy el jefe de cocina y a vos te voy a dar de comer una vez que lo haga con
los marineros, si se me dan las pelotas”, agregué. Esperó pacientemente y cuando le tocó el turno le
di la comida, el pan y todos los chiches como si hubiera laburado toda la mañana.
Algunas ideas raras se me cruzaron por la cabeza, pero eran rápidamente desechadas por mi otro yo.
Si no hubiera sido por éste, el tipo reventaba con alguna albóndiga embrujada.
Cuando le pregunté al capitán que hacía con Roque, éste me dijo: “mire Antonio estoy desesperado,
siga atendiéndolo como si fuera un marinero común, nunca vi un hijo de puta como éste, de alguna
forma con leyes y contra leyes este tipo me cagó la vida de cualquier manera, si lo desembarco
perdemos quince días. Aparte él me lo hizo notar, yo no controlé bien la entrada de los marineros al
buque y menos el embarque. Así que perdería mi libreta de capitán. Si lo hago trabajar como
marinero también estaría cometiendo una infracción porque el no estaba embarcado. Así señor
capitán me dijo: Usted me tiene que aguantar como turista, voy a gozar dos meses de vacaciones.
Ah... me olvidaba cuando desembarquemos si no cobro el mismo porcentaje de los marineros, mi
Sindicato hará el juicio por todas estas anormalidades, sobre todo porque los alemanes a usted lo
tienen de títere”. Continuó el “Linyera”: “si yo fuera un hombre solo, sin familia, doy órdenes de
tirarlo al agua y que sea lo que Dios quiera. Pero los años que me quedan no los quiero pasar en
cana, así que además de aguantar a este tipo, tengo que aguantar a los germanos que me cargan y
me tienen loco. El capitán bajó la cabeza y se le humedecieron los ojos”.
Con el quilombo de Roque las pelotudeces del pastor perdieron fuerza en el comedor y poco a poco
este buen hombre comprendió que en el mar, la vida espiritual a veces tiene poca consistencia, sólo
cuando ven el peligro se acuerdan del Creador y en la soledad del camarote viendo las fotos de sus
seres queridos lloran, pero cuando ven las fotos de las tapas de revistas con mujeres desnudas se
masturban. No olvidemos que los barcos pesqueros de altura nunca tocan puerto, imaginemos a los
portugueses que tienen contrato por seis meses, no bajan del barco ni para tomar agua mineral, su
única diversión es salar pescado y pelar papas para su Caldeirada.
Helmut me pidió permiso para hacer su famosa sopa de cordero. Poco a poco me tiró la lengua, el
misterio del polizón lo tenía intrigado decía: “yo no saber como capitán no mató a Roque, yo no
entender como no hacer trabajar a vago, marineros todos defender y hacer dormir en camarote, lo
felicitan por ser hijo de puta, yo no sé como aguantar tanto "Scheisse". Si esto sigue compañía
“Kaput”.
No se daba cuenta, Helmut, que el capitán tenía un quilombo, que en otro país sobre todo en Corea
o en Grecia, lo arreglan de una manera, le ponen una peluca, le pintan los labios y le dejaban el
marrón como cacerola de pizzería, pero aquí en la Argentina es Gardel.
La cocina marchaba más que bien, el Pastor Sebastián y Correa eran para mí dos colaboradores
voluntariosos, a veces trabajaban algunas horas de más con tal que el orden imperara y la limpieza
se manifestara.
Haber encontrado sanas esas asaderas profundas con el antiadherente de primera calidad, cosa
desconocida en aquella época, me dio a mí facilidad de preparar platos a una velocidad
impresionante, me atrevo a decir que con lo hermético de estos habitáculos la rapidez de cocción
supera la de los hornos a microondas. Lástima fue el no haber encontrado ninguna de las marmitas
de cerámica ni todas las baterías de porcelana que yo había dejado a buen resguardo en cajas de
madera con paja para evitar golpes. Todo fue rápidamente destruido. Así como los alimentos
envasados que los germanos trajeron en cantidades descomunales, que estaban rubricados en
alemán a veces los abrían para ver su contenido (pan, paté con trufas, salchichas ahumadas, arenque
a la crema, papas enteras, en bastón o en puré, frutas de toda clase, verduras de todos los calibres,
etc.). Todo esto se gastaba indiscriminadamente sin comenzar primero con los víveres frescos.
Cuando le echaban manos a éstos, estaban podridos.
Sebastián de vez en cuando se mandaba algún ¡Aleluya! Pero los marineros poco a poco lo fueron
respetando y las cargadas eran cada vez más suaves.
Un día golpea la cocina muy suavemente la mujer del jefe de máquinas y nos pidió por señas si la
dejábamos entrar para cocinar. Helmut entró después para hacer de traductor, creo haber escrito que
la cocina no era muy grande, así que Sebastián y yo tuvimos que acurrucarnos en un rincón porque
media cocina la ocupaba la buena señora. Helmut me preguntó si no tenía inconveniente en que la
mujer del jefe les preparara una especialidad “Kleploke” (empanadillas judías) y un “Gulash”. Les
di mi consentimiento. Me acurruqué con el pastor al otro lado de la cocina y nos dedicamos a
cocinar para los tripulantes, no sin antes decirle a Helmut que para el “Gulash” usaran la cacerola
grande porque la comida era para todos, igual que las empanadas. De buen grado hablaron entre
ellos ¿No nos estarían puteando? Cuando le pregunté esto a Helmut riéndose contestó: “No
problem, mujer del jefe judía buena cocinera, nosotros querer mucho. Se llama Eva y no tener
problema para ayudar, vos ahora ver gorda y fea, dentro de cincuenta días ver hermosa, macanuda,
muy good”.
Eva y Helmut empezaron a laburar como si fueran dos cocineros avezados, nosotros nos dedicamos
al fiambre, preparar papas trozadas y fritas a media cocción, la idea era que cuando el Gulash
estuviera casi listo, a la parte de los marineros le agregábamos las papas, unos Mostacholes
convirtiéndose el Gulash en un guiso Cavallú. Trabajando febrilmente Eva preparó los Kleplokes
para todo el mundo con una habilidad envidiable, rápida, limpia, siempre con una sonrisa a flor de
labios. Le dije a Helmut, con sorna: “tené cuidado con Eva porque si el jefe sabe de tus intenciones
morís aplastado como una cucaracha”. Helmut se sonrojó y me dijo: “yo tener bastante con Bety, yo
respetar mucho mujer de jefe, prefiero muñeca inflable”. Cómicamente ponía sus dedos sobre la
boca y soplaba, la alemana reía sin entender, Sebastián entendía menos que Eva.
Todo al pelo, pero el problema mayor estaba en el comedor de marineros donde reinaba el polizón,
yo lo tenía cortito, le servía como a cualquiera, pero no le daba calabazas, no sea que tuviera que
proceder como con el “Chino”. A veces para hacerse el simpático comía la Caldeirada con los
portugueses, pero estos no le daban mucha pelota, no podían como los alemanes, entender tanto
caradurismo, para colmo había que cuidarlo por las dudas que algún loco no lo tirara al agua y el
problema sería mucho más grave, a los portugueses y alemanes ya se lo habían recomendado.
A propósito de la muñeca inflable, Helmut me contó que en Alemania tienen una textura muy
parecida a la piel humana, el cocinero del “Escombus” tenía una. Un día los marineros se la
afanaron y la usaron todos, luego se la dejaron en el camarote, cuando lo supo entró al camarote con
la cuchilla y en un ataque de celos la descuartizó a puñaladas. Así que en Alemania hay tantos o más
boludos como en el resto del mundo.
Seguía la marea y todas las semanas teníamos a Eva en la cocina, siempre con alguna especialidad,
siempre con una sonrisa, los rolidos y cabezazos del buque no le hacían mella. Era más canchera
que el pastor y no sé por que, cuando pasaron cincuenta días, la abstinencia me hacia verla cada vez
más linda.
¿Tendría que pedirle al pastor que me alejara de Satán con su bendición? ¿Tendría a mi otro yo tan
miserable que de noche, en la soledad, pensaba en ese tremendo culo? Tenía razón Helmut, el
desarraigo a la larga te hace ver alucinaciones. Eva siempre ocupaba la mitad de la cocina, pero en
los marineros ocupaba la mitad del marote, menos mal que pronto terminaría la marea, por ahora el
tanque rubio se salvaba de la violación.
La marea no terminó lo rápido que parecía, tuvimos que soportar algunas tormentas terribles y
según Helmut después de la tormenta algunos días se pierden en encontrar nuevamente el
cardumen, sobre todo cuando uno no está en una flota en la cual se alcahuetean entre todos los
capitanes, cuando encuentran el pescado.
Las tempestades nos atrasaron casi veinte días; el capitán, cada vez más alicaído, me preguntó como
andábamos de víveres. Después de un rápido balance le contesté que podía aguantar siempre y
cuando los portugueses no abusaran de las papas. La verdad que todavía había víveres en demasía
pues las reservas permanecían intactas. Con chucrut, carne de cerdo, salchichón ahumado y
cualquier cantidad de laterío que todavía quedaba me encargaría de los alemanes, siempre y cuando
no rompieran los testículos con los huevos, pues éstos sí podían llegar a faltar. Era impresionante la
cantidad de huevos que gastaban los alemanes. Para el desayuno tendrían que cambiar esa
costumbre, pues se les terminaría la joda de “Vier” (cuatro) Fünf (Cinco) huevos por persona. Con
el pan también podía llegar a tener problemas pues Correa lo hacia muy bien y la harina podía llegar
a faltar. Le di órdenes de mezclar harina de centeno con mijo que los alemanes habían traído en
cantidad, ellos el pan negro lo comen muy bien sobre todo en piezas grandes con horno templado.
Cuando salieron las primeras piezas me acordé rápidamente del pan que tuvimos que comer en la
primera presidencia de Perón cuando se perdió una cosecha de trigo (la famosa pañoca peronista).
Con los portugueses, si cuidaban algo las papas, no tendría problemas. Estos muchachos con
pescado, algo de pescado y después con más pescado se arreglaban. Y a los argentinos con carne
vacuna, guisos y pucheros no tendríamos problemas. Quise poner paños fríos echando una broma y
le dije al capitán: “¿qué le parece si le pregunto al polizón si está conforme?” No sé por que pero
por la forma como golpeó la puerta de la cocina me pareció que el chiste no le había gustado.
Pasamos tres meses navegando y el combustible dijo basta. Quedó lo suficiente para llegar a puerto.
Esta vez le pedí a Correa que se quedara con algún portugués de guardia porque tenía ganas de
viajar a Buenos Aires, ver a mis hijas y pasar fin de año con los míos, estábamos ya en Diciembre
de 1980.
En el cabo de bola se colgó primero para rajar el pobre Sebastián, a lo mejor con sus prédicas y
aleluyas pudo hacerse millonario como un pastor que actualmente engrupe a un montón de
feligreses teniendo un quilombo bárbaro con la pastora su mujer. Parece que les cobra según la
butaca que quieren los giles para estar cerca del Señor cuando la Parca los llame.
Los alemanes recibieron la noticia como un balde de agua fría, todavía no habían puesto la
planchada cuando en las primeras escaramuzas de las maniobras supieron que “Bridas S.A.” la
compañía argentina tenía en su poder el cincuenta y uno por ciento del “Harengus S.A.”. Así que los
alemanes tenían que estar bajo el miembro viril de los argentinos.
¡Madre Santa! Que quilombo se armó. Ego rajó sin despedirse de nadie. Willy sacó el televisor de
su camarote y lo regaló a la primera mina que encontró en el puerto. Helmut no sólo el televisor,
sino también la heladera que tenía en su camarote, la mandó por encomienda al departamento que
Bety tenía en Buenos Aires. Los portugueses como tenían contrato firmado se quedaron "Mosca".
Casi todos los alemanes incluso el jefe de máquinas y Eva prepararon sus bártulos pidiendo los
pasajes lo más rápido posible. Este buen señor me regaló una valija de cuero de chancho que
todavía hoy está en mi poder. Helmut, Bécker, Timer y algunos muchachos más, persuadidos por
Verola y Bongiolati, se quedaron en el buque aparte de los portugueses contratados. El “Linyera”
tuvo su buen quilombo cuando se las tomó. No perdió la libreta de casualidad, pero al polizón le
tuvieron que pagar como si hubiera trabajado. Es el día de hoy y no puedo entender. Tienen razón
los que dicen: “en la Argentina para tener mucha suerte hay que ser hijo de puta”.
Todos los marineros cuando desembarcan tienen derecho a llevarse veinte kilos de pescado, así que
yo también fui a preparar mi bagayo en la frigorífica, tuve la suerte de encontrar el de Ego que le
había preparado Helmut. Este paquete contenía “Cocochas”, uno de los manjares más caros en
España. Consiste esta especialidad en arrancarle de las cabezas a las merluzas y los abadejos, algo
así como si fueran las mollejas, son tan difíciles de sacar que solo lo hacen los especialistas. Tiempo
después este trabajo lo ví hacer en barcos españoles, pero lo exportaban para venderlo a precios
altísimos.
Ese bagayo fue para mí una bendición pues pasamos Navidad y Año Nuevo chupándonos los dedos
con ese manjar, fritas, en empanadas gallegas o rebozadas con huevo, fueron la delicia de toda la
familia. Helmut todavía las debe estar buscando. Volví al barco con premura y con la curiosidad que
me invadía.
¿Quién sería el nuevo látigo en el Harengus? ¿Quién sería el jefe de pesca? ¿Cómo se compondría
la tripulación? ¿Tendremos esta vez doble comando? Todos estos interrogantes bailaban en mi
cabeza cuando el avión aterrizaba en la pista y vino la camioneta a buscarnos para llevarnos al
muelle, no sin antes embarcar en Prefectura.
Helmut me esperaba con los brazos en jarra: “¿Qué paso con cocochas que yo preparé para Ego?”
preguntó. “No sé” contesté, “me parece que se las llevó el polizón”. Enrojeció su rostro y empezó a
gritar: “yo trabajar como loco para sacar cocochas y ese hijo de puta llevar”. Siguió el pobre alemán
maldiciendo en una diatriba de insultos, me hace muy mal contener la risa, mi diástole y mi sístole
me pueden hacer morir en cualquier momento, aguantando la risa tuve que disparar para el
camarote, menos mal que llegué a tiempo, pude desparramarme en el sofá largando una prolongada
carcajada. Si Helmut me descubría yo hace rato estaría convertido en cenizas, pero igual se lo
merece por "forro", él preparó el bagayo para Ego y éste rajó sin la caja y sin saludarlo.
Me preguntó Correa cuando me vio: “¿por qué vino tan rápido, si al barco le faltan algunos días
para terminar la descarga?”. Tuve que explicarle: “a mi me gusta recibir los víveres. Primero para
acomodarlos a mi gusto. Segundo para que no los afanaran porque en el robo perdemos los
cocineros cuando faltan los víveres navegando”. Correa asintió y entendió como debe ser un
primero.
Verola y Bongiolati aparecieron en el barco y dijeron todo el quilombo que se había armado en la
compañía después del informe de los dos galleguitos. Se salvó la cocina, Bécker, Helmut, Timer,
algunos portugueses sobre todo Dos Santos, Damiano y casi todos los argentinos, así que la
incógnita estaba en quien subiría a comandar el barco y quien sería el jefe de pesca.
Verola dijo que pronto embarcarían toda la oficialidad argentina con algunos contramaestres
españoles, también llegarían equipos nuevos de pesca, sobre todo redes y un “Foruno” que filma en
el fondo del mar el cardumen en colores. También la entrada a la red la marcaría un nuevo avión
con más amplia calidad de imagen en la pantalla, la incógnita estribaba ¿Quiénes serían los oficiales
responsables de semejante material?
La curiosidad se develó cuando empezó a subir la nueva tripulación de oficiales y contramaestres
que según Verola sería la salvación de la compañía. “Tranquilo Verola” le dije, “en la cancha se ven
los pingos, después de esta marea charlamos”.
EL NUEVO COMANDANTE: PORTILLO
Una larga fila de gente bastante bien vestida subió la planchada con sus valijas y bolsos, se
destacaba entre ellos un hombre joven, gordo, rubio con aire de tener más tiras que ninguno. En
efecto, era el capitán Portillo. Tenía fama de buen pescador y Bridas S.A. lo contrató junto a un
primer oficial, alto, joven, de pelo enrulado pelirrojo, apodado “Chapulín Colorado”. Le seguía el
jefe de máquinas, un morocho risueño llamado Héctor, la fila continuaba con oficiales y
contramaestres, marineros y algunas autoridades de la Compañía, sin duda para hacer conocer el
barco a la nueva tripulación. Mientras todos se acomodaban en sus camarotes apareció Verola en la
cocina acompañado de un hombre aproximadamente de mi edad, muy pecoso, rubio verdoso, algo
así como una escupida de mate de leche. Verola nos presentó al hombre y dijo: “este señor se llama
Juan Gargiulo, es un recomendado del nuevo capitán pues lo tuvo de cocinero en otros pesqueros,
va a ser su segundo. Como es italiano naturalizado espero, dada su descendencia napolitana, que se
lleven bien”. Una vez que se fue Verola me encerré con el “tano” en la cocina charlando largamente,
éste en castellano muy atravesado, me dijo que conocía a Portillo por haber trabajado con él en un
barco marplatense, tenía muchas ganas de trabajar llevándose bien con sus compañeros, que él sabía
respetar los cargos. No quería problemas pues con Portillo tuvo algunos y hasta lo había echado una
vez, pero después lo había mandado a buscar.
Conozco a los tanos como si los hubiera parido, lo llevo en la sangre y viví con ellos. Desde mi
infancia los mastiqué como un chicle que se lleva de un lado a otro de la boca, pero que no se puede
tragar, hay que tener cuidado, a veces hay que pegarlos debajo de una mesa. Son muy cariñosos, te
pasan la mano sobre el lomo, te besan, te alaban, pero en cuanto te descuidás te cogen con el pene
muerto.
Correa lo llevó al camarote, le dijo que debía compartirlo con él, le mostró de paso el mío y el
“tano” quedó deslumbrado. El correntino me contó que el “tano” murmuró en vos alta: "¿Ma questo
che è, lo capitano?". Correa le contestó: “cuidado con Antonio, es muy difícil serrucharle el piso y
puede desembarcar a cualquiera”.
Cuando se presentó vestido de Chef, Correa y yo nos miramos. El correntino rajó para el cuartito de
víveres, no quiso reventar. Gargiulo se vino con un sombrero de cocina mucho más alto que el mío,
“¡Carajo! pensé, eso que todavía no empezamos”. Con toda tranquilidad, acudiendo a mi paciencia
le dije: “mira Gargiulo, aunque no te conozco te voy a hablar como a un amigo, aquí el jefe soy yo,
el sombrero más alto es el mío, esto es una ley interna que tiene este buque, no la vamos a cambiar
por cualquier boludez, pero es conveniente que cada uno conserve su lugar, de cualquier manera
Correa te va a mostrar las gambuzas, las frigoríficas y todo lo concerniente al trabajo de segundo
cocinero en este buque, hasta hoy lo hacia él con muy buen rendimiento, cualquier problema,
cualquier dificultad, me lo hacés notar y de buen grado entre nosotros arreglamos el problema”.
"Ma sí hombre" me dijo, “eso era lo que quería escucharte decir, ahora mismo me corto el sombrero
y no porque yo conozco a Portillo voy a hacer el alcahuete. Te lo "yuro" por la mía mamma que está
en el cielo”. ¡Cagamos! reflexioné, por las dudas me voy a poner en guardia.
Subieron los víveres y entre los tres tuvimos que trabajar bastante para indicar el lugar de los
alimentos. Las nuevas autoridades vieron de muy buen grado que yo me subiera al camión de las
carnes para pesar la mercadería. El afano de las mareas anteriores fue el detonante del raje de
algunos empleados de la compañía. Uno de ellos después de este embarque fue Verola.
Esta vez las carnes venían bien pesadas, pero igual tiré la bronca con las verduras. ¿Por qué tienen
que traer las verduras en un camión desde Buenos Aires, si aquí en Madryn hay muy buenos
quinteros y la verdura es más fresca? Al camión se le había roto el ventilador y las hortalizas, en
parte vinieron en mal estado. Resolví rechazar todo lo amarillento, tuvieron los proveedores que
comprar por las quintas medio camión de mercadería, yo levantaba puntos mientras presentía, los
proveedores me cagaban a puteadas.
Cayó Barrientos, este tío siempre tenía alguna novedad. Después del despacho le dije que lo
esperaba en el camarote, para charlar un rato. Dejé sacrificado a Correa con el “tano” para que le
explicara todo lo concerniente a su trabajo, fui al camarote y mientras tomábamos unos mates me
dijo: “este capitán es un milico que tiene mucha fama de buen pescador, se trajo un contramaestre
gallego de primera (Julián) que junto a Helmut van a hacer muy buena pareja. También contrataron
a dos jefes de planta de gran renombre por su energía, que junto a Dos Santos van a formar un buen
plantel. Todos los mandos son argentinos, sólo quedó un maquinista alemán (Timer) genio
indiscutible en máquina, pese a su adicción etílica durante su estadía en puerto, y Bécker un
engrasador”. Siguió Barrientos su chismorreo y lacónicamente espetó: “el milico se trajo un
asistente “Valet” que le lava, plancha, lo sirve en la mesa de oficiales, le hace el camarote y no sé si
de noche le entrega el marrón”. Siguió: “parece que estamos en el portaviones "Independencia" o en
la "Fragata Libertad”.
Lo calmé como pude y esperé que me citara el capitán para resolver todo lo concerniente a la
alimentación, era lo que más me preocupaba, estudiar por donde rengueaba el perro.
No se hizo esperar Portillo, me citó en el salón de oficiales, no sólo estaba él, sino toda la
oficialidad. Sin muchos protocolos me recibió como si fuera un amigo ya conocido, me di rápida
cuenta que Verola y Bongiolati le habían adelantado mis defectos y mis virtudes. Aparte me
comentaron ellos, que vieron como yo recibía los víveres, el quilombo que había armado por las
verduras, se dieron cuenta que yo no era ningún gil. Portillo me dijo que me consideraba un chef
oficial, que tuviera cuidado con el “tano”, porque no sería nada raro que quisiera serrucharle el piso,
esto lo dijo riéndose. Cuando le dije que le había hecho cortar el sombrero, las carcajadas se
escucharon por todo el barco, se prepararon para ver una versión de un nuevo dúo cómico que nacía
en este pesquero.
Hablando después en serio le expliqué, aunque ellos lo sabían, la forma de trabajar de los alemanes,
las virtudes del seis por seis, los defectos de las redes y la forma de envolverlas en el cabrestante de
la maquinilla. Me contestó que por el momento dejaría los horarios, pero para hacerlos más
competitivos separarían a los portugueses de los argentinos, como si fuera en una contienda. Esto
me pareció muy inteligente, sin muchos preámbulos les dije que la cocina me esperaba, pedí
permiso, cuando me retiraba Roque, el jefe de máquinas dijo: “guarda con el tano”.
Salió el buque, otra vez soltamos amarras para una nueva marea. Estábamos ya en el mes de
Febrero de mil novecientos ochenta y uno. Ibamos rápidamente a la zona de pesca. Julián y Helmut
repartieron los turnos, el gallego parecía una buena persona. Después supe que era muy divertido.
Algunos muchachos argentinos cantaban en el comedor de marineros acompañados por el sonido de
una guitarra que alguien había traído. Se abrió la puerta de la cocina y apareció el "Valet" del
capitán, “me llamo Salustiano”, dijo bajando humildemente los ojos, no sé por qué pero me hizo
acordar a los Valets de las películas argentinas del año mil novecientos cuarenta donde el personaje
bajaba humildemente los ojos y decía: “señor la mesa está servida”. Tiempo después ese personaje
lo hizo el negro Olmedo en un sketch televisivo. Continuó Salustiano: “el señor capitán me mandó
pedir el menú, dijo que todas las mañanas me ocupara de copiarlo en mimeógrafo y colocarlo en el
comedor de oficiales, a su vez Barrientos lo hará en el de maestranza”. Cagamos dije para mis
adentros. “Dígale que pronto se lo mando, pues debo munirme, aparte de paciencia, de los
elementos necesarios que en estos momentos están en mi escritorio, en cuanto termine el despacho
correré prestamente” dije con sorna. Cuando se fue, Correa se mandó un sapucay que lo escucharon
hasta en el muelle. El pobre se cagaba de risa, pero yo olfateaba que con esta gente la música tenía
algunos bemoles demás. Fui al comedor de oficiales, estaban todos reunidos como un racimo de
uvas, a Portillo le faltaban los laureles para igualar a Nerón en la película “Quo Vadis” y los
oficiales parecían los senadores asintiendo todo lo que él decía.
Había en el comedor, un clima de jolgorio cuando me vieron pararon de reír. El capitán me invitó a
sentarme a su lado, usted está considerado un oficial y tiene todo el derecho del mundo de sentarse
con nosotros. Le agradecí su atención pero le dije que la cocina era muy esclava, no daba tiempo a
esos parates, no iba a faltar oportunidad cuando terminara de acomodar los víveres. La salida
requería mucho tiempo a los cocineros, sólo venía a comunicarle que el pedido de víveres había
sido hecho sin saber de la nueva tripulación, así que prevalecía el cerdo y los repollos en la parte
oficial, amén de todo el laterío germano que todavía primaba en la gambuza. Me excusé de no haber
mandado el menú, pero le dije que al otro día lo tendría bien temprano para que Salustiano lo
colocara en la mesa.
Cuando me retiraba Portillo me dijo que por favor no le pusiera mucha sal a las comidas porque el
cloruro de sodio hace mal al corazón. Asentí pensando para mis adentros, con esta teoría los
gallegos, portugueses y alemanes estarían todos muertos. Pregunté si las ensaladas las alineaba en la
cocina o se ocupaba Salustiano de esa tarea.
El jefe de máquinas (tuteándome) me dijo: “no te preocupes Antonio, nosotros las vamos a poner en
fila a todas las ensaladeras en este comedor”. Rieron. Me fui pensando que ese hijo de puta me
gastó pasando yo por boludo.
Por la noche me presenté subrepticiamente en la cocina. El “tano” después de colocar el fiambre en
todas las heladeras, estaba preparando un bizcochuelo. Le pregunté para quien era y me dijo que le
iba a preparar una torta al capitán porque le parecía que en algún momento cumplía años. ¡Mama
mía! Pensé: éste no es un forro, sino una "Gruesa". Con toda la paciencia que Dios me dio le dije:
“Gargiulo, aquí cuando se hace una torta de cumpleaños es para todo el mundo, con este
bizcochuelo no te va a alcanzar. Tené cuidado con lo que hacés porque el postre, el menú y los
fiambres los dirijo yo, ojo con las forreadas. El bizcochuelo congelalo, mañana preparamos unos
cuantos más cuando nos plazca, torta para todo el mundo”. El “tano”, las comidas las preparaba
bastante bien, sobre todo los fideos, estaba tan acostumbrado a hacer fideos que los agarraba con las
manos del agua caliente para llenar las fuentes, no sé cómo no se escaldaba, le agregaba salsa y se
la rebuscaba bastante con el pescado. Después lo supe, tuvo un restaurante en el Puerto de Mar del
Plata; otro más como Alberto. No hay caso, a mí me tocan todos, como ya sé que todos los tanos
son jodidos ellos también tienen que saber que yo también lo soy, así que a Gargiulo lo puse en la
mira telescópica, se lo hice saber a Barrientos y a Correa.
Cuando salí de la cocina después del despacho nocturno me encontré que iba a la guardia del puente
el jefe de cubierta “Chapulín”, un muchacho alto, bien parecido con el pelo enrulado y rojo no me
extraño el sobrenombre, sobre todo cuando él a veces decía: “¡No contaban con mi astucia!”. Así
que su nombre, Bastidas, quedó en el olvido. Me dijo que pronto se recibiría de capitán, tenía
mucha esperanza en encontrar bastante pescado, le auguré buena guardia y se marchó para el
puente.
Esa noche hubo bastante jaleo, el barco en lastre saltaba como un canguro, la proa se enterraba en
las olas, tardaba bastante en salir, el agua que embarcaba golpeaba en los ojos de buey con fuerza
descomunal antes de volver a caer por la borda. Ese es el momento en que uno piensa en sus seres
queridos, no es nada raro que salten algunas lágrimas. En mis largos años de mar no conozco a
ningún supermacho que no haya llorado alguna vez, algunos del cagazo, otros pensando en quienes
usarían su cama y su cepillo de dientes cuando los comieran los tiburones.
Al otro día cuando tomamos la guardia el temporal había amainado bastante, pero el baile seguía,
Correa y yo nos presentamos en la cocina y quedamos perplejos, el “tano” tenía a tres portugueses
ayudándolo a levantar todo el quilombo que tenía tirado por el suelo, no había quedado nada en pie.
¿No sabía este boludo que cuando hay marejada hay que trincar todo? El despelote era tan grande
que me dio lástima, me hizo acordar a mis tiempos del “Borrasca”, para colmo a los portugueses se
les había volteado la Caldeirada en el comedor.
Llegamos por fin a la zona de pesca y por suerte empezó la fiesta. Julián con destreza en maniobras
rápidas y firmes lascaron la red al agua, siguieron después los cabos y bajaron los portones.
Comenzó el arrastre pese a que todavía seguían los rulitos en las crestas de las olas, señal de que
todavía seguía el baile. Todos mirábamos las maniobras y nos dimos cuenta que las cosas tal vez
iban a marchar mejor. Portillo (Nerón) dio las órdenes con bastante racionalidad, pues estábamos
acostumbrados a los gritos y maldiciones.
Helmut con humildad se acercó a la cocina y me dijo: “Tito vos ahora de vez en cuando dejar
cocinar “Kartofenpuffer” y “Lipsenzupe” para paisanos que quedan”. “Helmut dejate de joder, en
este buque sos mi mejor amigo, la cocina es tuya cuando se te dé la gana, a propósito ¿Qué te
pareció la maniobra?”. “Maniobra muy buena”, contestó, “todavía no haber mucho pescado por
tormenta, pero red con maya muy cerrada, venir mucha cría y mucho pescado chico, en Alemania
eso prohibido”.
Trabajamos febrilmente Correa y yo en la cocina, mandamos por Barrientos el menú para que
Salustiano lo copiara en mimeógrafo y lo repartiera en los comedores.
Sonó la sirena para virar y los encargados de la maniobra salieron prestamente, después que la
maquinilla con su música infernal envolvió los cables con los guinches recogieron a babor y a
estribor el túnel de la red que antes se envolvía con rapidez en el cabrestante. La curiosidad me
embargaba, colocaron los guinches en las bolsas y con un bramido de la maquinilla lentamente
subió ésta por el culo del barco. Tres estrobos, algo así como tres toneladas de pescado, aplausos,
bastante por ser el primer lance, se abrieron las puertas del pozo, desapareció el pescado
rápidamente, cerraron la bolsa, ésta nuevamente al agua y después que bajaron los portones todos
prestamente a planta. Los mecánicos de “Bader” trabajaban a full, a estos dos alemanes se les acabó
el queso de tirar los discos al agua, uno por uno los discos debían ser afilados a mano mientras las
fileteadoras se llenaban de merluza.
El pozo mandaba por la cinta junto a las merluzas también bastantes crías, a estas las llaman
"Cariocas" y son un bocado (fritas mordiéndose la cola). Se presentan en la fuente como uno de los
platos más deliciosos en marinería.
Estábamos en el despacho de medio día, fueron dos las viradas. De pronto aparecieron dos
marineros argentinos con un canasto lleno de langostinos. “Maestro” preguntaron, “¿Usted los
puede cocer?” Me salió un chiste boludo: “Traeme hilo y aguja. Voy a ver si puedo”. Pensé
largamente después del despacho. Esto recién empieza, con esta red voy a tener un quilombo de
langostinos en la cocina, pero de alguna manera tengo que solucionar el problema. Para conservar
en cámara el langostino crudo tiene que ser bañado treinta segundos en sulfito, un ácido especial
que en el barco no había, así que cualquier langostino que se quiera conservar para los bagayos
tiene que hervir si o si, para comer en el buque no había problema, a la plancha, fritos, rebozados,
ensartados en brochetes, con arroz, de cualquier manera eran exquisitos. El problema eran los
bagayos. Este no era el primer canasto, los marineros siguieron trayendo algunos más. Recién
comenzaba la marea y querían conservarlos para llevar a sus hogares. En este buque no había
marmitas de quinientos litros que llevan los barcos petroleros, aquí para lo que después vendría,
había que romperse el "tujes". No me podía negar, pero apretando el kilo cuatrocientos de cerebro
que según Helmut tenemos los tanos se me ocurrió una idea. El culo me lo voy a romper, pero por
algo, me salió el comerciante de adentro, lo consulté a Correa, le pareció una idea brillante, pero
nobleza obliga, había que consultar con Gargiulo. A éste todavía no le pudimos adivinar el peso del
cerebro, pero pongo en dudas que le llegue al kilo.
Fui al comedor de marineros y pareciéndome al pastor les dije: “muchachos, el que quiera conservar
en frigorífica los langostinos crudos, debe sacarles las cabezas y mandarlos rápidamente a placa,
después los podemos guardar en mi frigorífica, que tiene más de treinta grados bajo cero. En la
bodega del barco corren peligro porque en la descarga los estibadores se los afanan. Tampoco tengo
problema en cocerlos en agua hirviendo porque con el punto exacto de salinidad que debe tener el
agua y el momento justo que hay que desparramar al langostino para que no se recocine, bien saben
ustedes si alguna vez los han comprado, que a veces no tienen consistencia o están muy sosos,
bueno esto aquí no va a pasar, pero este trabajo nos va a quitar horas de descanso y no nos va a dar
tiempo a ir al pozo a buscar langostinos para nosotros, así que si a ustedes no les parece mal todo
langostino que se cueza en la cocina debe quedar el veinte por ciento para los cocineros”. Recalqué
“cada diez kilos quedan dos en la cocina ¿De acuerdo?” Un sí unánime salió de la boca de todos, los
portugueses que terminaban el contrato en esta marea optaron por las colas en placas, con suerte en
el avión que los llevara a su patria se los conservarían. Los pobres no sabían que en la Argentina los
aviones salen cuando se le dan las pelotas al aviador, al jefe del aeroparque, al Sindicato de
azafatas, a los empleados de la compañía, a los de la torre de control, al brigadier de turno, etc., etc.
Así que un avión que sale a las seis de la mañana, si tiene suerte sale a las diez de la noche.
Cuando consultamos con el “tano” nos dijo que era especialista en langostinos, en Mar del Plata fue
mucho tiempo su trabajo. “¡Con razón no tienen gusto!” contesté.
Pusimos manos a la obra. Las dos planchas más grandes al rojo barbacoa, las dos ollas más grandes
con sesenta litros de agua de mar sobre las planchas y un kilo de sal gruesa en cada una. El “tano”
me miró y me preguntó: ¿Por qué le ponés sal al agua salada? Entonces me di cuenta que yo tenía
razón, los sesos del “tano” no llegaban al kilo. Con mucha calma le dije: “vos mirá como se hace,
después hacé lo mismo a la noche en tu turno, si no mi yugular se va a hinchar y la tuya se va a
cortar”. Tuve que explicarle que el agua tiene que estar más salada que el agua de mar, al echar los
langostinos se espera el primer hervor cuando empiezan a flotar con el canasto de alambre se van
sacando y se desparraman sobre la asadera para que se ventilen rápidamente y se les blanqueen algo
las cabezas mientras toma un tinte rojo toda la parte del cuerpo. Cada tres hervores se cambia el
agua de mar, que en la cocina teníamos en abundancia.
Por lógica se colaron también los oficiales que tuvieron que pagar su tributo. La causa era justa, a
ellos no les importaba un carajo, total los marineros se los juntaban.
Las dos hornallas continuamente ocupadas con las cacerolas, no impedían que la cocina trabajara
con normalidad. Con los sarcófagos y las cuatro hornallas restantes teníamos de sobra. Conteniendo
al “tano” en sus boludeces, la cocina marchaba a full. No voy a entrar en detalles sobre los menúes
y lo que daba de comer, pero con el agregado de los langostinos a la plancha con ajo y aceite de
oliva pelados en brochetes, podíamos tener un puesto asegurado en el “Maxim” de París.
La pesca continuaba con entradas importantes de merluza, pero en aquel entonces no nos dábamos
cuenta que con las “cariocas” arriesgábamos el futuro de la pesca en el país. Una merluza tarda siete
años en ser adulta, en las redes estaban entrando las de meses, las crías y todo lo que en ese
entonces pescábamos lo estaríamos lamentando en el año dos mil uno. La cámara frigorífica se
llenaba de bagayos con el nombre de los marineros y nosotros llenábamos los canastos que
redundarían en nuestro beneficio cuando llegáramos a puerto.
El jefe de máquinas, Roque seguía con sus jodas a la hora de comer. Me mandó a llamar por el Valet
¿Qué mierda quería? Pues bien, este turro me señaló una ensaladera y me dijo: “Antonio hay una
mosca en el tomate”. Me acerqué a la ensaladera y tomándola con los dedos me la comí. “Vos debés
ser corto de vista, es una hojita de estragón” y me fui tranquilamente. Los oficiales quedaron duros,
el capitán abrió la boca incrédulo, cuando caminaba por el pasillo mi súper oído escuchó: “este hijo
de puta para no dar el brazo a torcer se morfó la mosca”; las palabras indudablemente salían del jefe
de máquinas, los demás reían a carcajadas.
Portillo se convirtió de la noche a la mañana en Dios, Gardel, Zar de todos los Zares, cada red que
se viraba seguían los aplausos, esto engrupe a cualquiera, sobre todo a este tío al que todos rendían
pleitesía. Yo no tenía nada contra él, pero pensé que con esas redes, esos contramaestres, esos
nuevos sistemas de detectar el cardumen y por radio todos los datos que recibían de sus amigos
pescadores en barcos gallegos, hasta Salustiano podía pescar.
El rey tenía su título y Bridas S. A. respondía con un contrato fenomenal, hasta el “Chapulín” de
noche lascaba la red a media agua y siempre venía algo.
A buen ritmo el barco llenaba sus bodegas rápidamente. También nosotros modestamente
recibíamos elogios, la comida gustaba y Portillo a cada rato mandaba alguna felicitación. Un día me
dijo: “¿no le parece Antonio que este es un yate?”. Seguía la joda en el comedor de oficiales,
Barrientos me dijo: “en cualquier momento este loco nos va a cagar la vida”.
El “tano” Gargiulo seguía haciendo de las suyas en la cocina. De madrugada usaba a los
portugueses como si fueran siervos, limpiaban la cocina, pelaban las papas, cambiaban el agua de
los langostinos que noche y día cocían las ollas. No había caso, yo no tragaba el anzuelo. Olfateé las
frigoríficas y nada, pero cuando revisé la gambuza, las cajas de atún estaban casi vacías. El “tano”
cambiaba mano de obra por atún, ¡cómo conozco el paño! Lo cagué a pedos, pero sabía que
Gargiulo de vez en cuando se mandaría otra joda.
Pasaban los días y pese a los temporales, la idea de la competencia entre los turnos dio también sus
frutos, el de los portugueses era desenfrenado, pero los argentinos no le iban en zaga, las bodegas se
llenaban rápidamente.
Un día apareció Salustiano con un libro en la mano, me acordé del Pastor. ¿Qué carajo quería
ahora? Mirando el piso, con la humildad cargadora que lo caracterizaba dijo: “me manda el señor
capitán que desde mañana piensa seguir un régimen para adelgazar que este libro describe”. Cuando
terminó su alocución noté que una leve sonrisa se le dibujo en la comisura de sus labios. Apreté el
culo, tragué saliva, me contuve de pegarle una patada, recibí el libro y putié a todos los familiares
de la editorial, al librero que lo vendió, al autor, un médico americano que después supe que era el
fallecido “Scardale”. Cuando lo leí, rápidamente me di cuenta que no era tan jodido ni complicado,
el capitán se vio medio chanchito, tendría ganas de estar hermoso cuando llegáramos. Tomé por el
lado bueno las cosas pensando que quince días más pasan volando. Al otro día, Salustiano en la
cocina: “vengo a buscar unas lonchas de apio y zanahoria como está escrito en el libro”, dijo
bajando los ojos nuevamente. Tenía yo preparada la fuentecita con las lonchas y se las di, mirando
la fuente me dijo: “¿no le parece que el blanco de apio está un poco más verde de lo normal?”.”¿No
le parece que si me sigue hinchando las pelotas le voy a dar una patada en la cabeza?”. Se fue
rápidamente porque sabía que la iba a ligar.
Fui al cuartito de víveres lindero y lo vi a Correa con la cabeza metida dentro de la pileta con la
canilla chorreando por la nuca. ¡Otro cagazo! Se estaba reventando de la risa y para que yo no
engranara más trataba de disimular. “no sé Correa, dije sonriendo, si mañana no voy a tener que
usar la pistola, amasijar a este forro y al “tano”. Me dijo Barrientos que después del pan Gargiulo
hace unos bizcochos y se los lleva a Portillo al camarote, la crotoxina de estos dos tipos no la tiene
ni el Instituto Malbrán”, agregué.
“Mirá Correa” le dije, “yo soy de sangre tana y a éstos los conozco como si los hubiera parido,
cuando son torcidos no los endereza nadie”. Después hablamos de los gallegos, medité un poco y
seguí, bueno los gallegos también son jodidos.
Una madrugada entré de golpe a la cocina y lo encontré al “tano” con los pies metidos dentro de la
cacerola de la Caldeirada, se estaba ablandando los callos con agua caliente. Los gritos míos se
escucharon desde el puente. Dejó el “Chapulín” la guardia y vino prestamente a ver que ocurría.
Cuando le dije me contestó: “del “tano” se puede esperar cualquier cosa, ya nos tiene
acostumbrados en otros barcos, si los saben los portugueses lo matan”. Después que lloró, suplicó,
dijo que no lo haría más, el “Chapulín” asintió. Con la cabeza me pidió que fuera para el puente, el
barco navegaba, el estaba de guardia. Cuando me senté a su lado, me contó esta historia:
El “tano” se había casado con una mina sensacional, veinte años menor que él. La piba tenía un hijo
de padre desconocido, pero el “tano” le dio su apellido al casarse. Esto conmovió a Portillo que lo
conoció en Mar del Plata, lo bancaba, lo visitaba bastante y creo que le salió padrino del nene (el
turro de mi otro yo me hizo fruncir la nariz).
Cuando bajé el “tano” me estaba esperando y me dijo: “yo te quiero como un hermano, cuando vaya
a mi casa le voy a pedir a la Virgen de Lourdes que te proteja, también voy a rezarle a la Virgen del
Carmen que es la que protege a los pescadores”. “No reces por mí Gargiulo que quiero vivir
algunos años más”.
Cuando le conté esto a Barrientos, se ahogó con el mate, le saltó la bombilla al piso y la yerba salió
de la calabaza, al retorcerse sobre sus rodillas, parecía un bandoneonista tocando La Cumparsita,
me preocupaba la salud de este hombre, cuando se calmó me contó: Son terribles los tanos, en Mar
del Plata conocí al patrón de un pesquero de costa, (estos barquitos amarillos que se amontonan en
el puerto, que salen a la madrugada y llegan a la tarde (o al otro día a lo sumo). Este tipo cuando
encontraban una tormenta y las papas quemaban se arrodillaba, le rezaba a la Virgen del Carmen,
Virgencita querida, salvame lo barquito, salvanos a todos, por Dios te lo pido, ma si vos me salvás
yo te voy a prender cinco velitas, una por cada tripulante. Mientras duraba la tormenta se agarraba
por todos lados llorando como un nene. Amainaba la tormenta, renacía la calma y el barquichuelo
volvía tranquilamente al puerto. Cuándo pasaba el espigón, el barquito navegaba frente a la estatua
de la virgen, el “tano” salía a cubierta y gritaba “¿así que querés las velitas?... ésta te voy a dar” y se
agarraba los genitales, “casi nos hacés matar y querés las velitas, tomá” y le hacia un corte de
manga. Esta vez el que se atragantó con el mate fui yo.
Helmut seguía a veces cocinando sus “Kartofenpuffer” y yo aprovechaba para sacarme algunas
dudas, sobre todo, que decía Timer de la sala de máquinas. El alemán dijo: “Tito, por favor no decir
nada a nadie de esto, sala de máquinas todo como el culo, jefe de máquina mucha broma pero no
sabe un carajo, pronto máquina Kaput”. Sabiendo con los bueyes que aro no me extrañaría que a la
brevedad iríamos a dique. Pronto terminaríamos la marea. Los preparativos para pegar la vuelta con
la bodega al tope, llenaron a los tripulantes de júbilo, teníamos a Gardel de capitán.
Tomamos el turno con Correa a la mañana, el “tano” ya había usado a los portugueses para la
limpieza. Por una lata de atún estos portugueses hacen cualquier cosa. Antes de retirarse Gargiulo
me dijo: “¿Qué hacemos con los langostinos?”. Le contesté: “vamos a separar veinte o veinticinco
kilos para cada uno, el resto lo vendemos en puerto y nos repartimos la guita entre vos, Correa y yo
¿Qué te parece?”. El “tano” me besaba las manos, me decía que yo era el mejor de los jefes que
había tenido, que nunca se iba a olvidar de mí. Algo tramaba este hijo de puta.
“Mirá, para que veas que yo te quiero como un hermano, me voy a quitar horas de descanso, voy a
bajar a la frigorífica a preparar los bagayos de langostinos para los tres”. Yo me hice el estúpido y
asentí.
Tardó bastante en subir, la verdad que laburó como loco en la gambuza, la cinta de embalar fue
música de toda la mañana. Me llamó y eufórico me dijo: Ya preparé los bagayos para los tres,
igualitos, igualitos, para vos que sos el primero y jefe, te puse en la cuerda tres nudos, en el bagayo
mío puse dos nudos y en el de Correa le puse un nudo.
No había caso, el “tano” seguía pensando que nosotros éramos estúpidos. Dejé a Correa en la cocina
y me fui a la frigorífica, miré las tres cajas, eran iguales, saqué la cortaplumas y al bagayo mío le
corté un nudo, al del “tano” le agregué uno y al otro lo dejé con uno. Cuándo le conté a Correa lo
que hice me dijo: “el día que yo vaya a Italia me llevo dos guardaespaldas”. “Pensar que de chiquito
yo era el gordito boludo que iba al arco”, le contesté.
Julián el contramaestre gallego me dijo que él tenía un amigo en el puerto que nos compraría los
langostinos, lo llaman "Tortuga". No sabía Julián que yo lo conocía del “Borrasca”. Si se pone con
el precio de los restaurantes se los lleva, le dije.
Sonaron las sirenas, el regreso triunfal de Portillo más parecía al de De Gaulle bajo el Arco de
Triunfo, un séquito de funcionarios lo esperaba en el muelle con satisfacción manifiesta. Detrás
como asombradas Bety y mi señora miraban expectantes. Faltaba Verola, pero Bongiolati tomó la
bandera junto a su séquito, rendía pleitesías al Cesar vencedor. Subieron la planchada y el salón de
oficiales se convirtió en un festival de rufianes; Barrientos y Salustiano parecían dos mozos de
casamiento que no le alcanzaban las bandejas para llevar bocadillos y bebidas. La cocina no se
salvó, pero con lateríos y el arrastre del “tano” asando langostinos, salvamos el momento. Cuando
vino Bongiolati a la cocina me dijo: “traje a tu señora porque me pidieron que te quedaras en el
puerto, parece que la gente no quiere que te vayas del barco”.
“Me quedo con una condición” dije, “la plantilla de la cocina juntó unos kilos de langostinos que
fueron cocidos a bordo. ¿Los kilos que sobraron los podemos vender?”. “Pero, como no, Antonio,
siempre y cuando tengamos todos un poco para llevar a casa”. Le informé que nosotros teníamos
prevista cierta cantidad para oficiales y funcionarios.
Julián llamó por teléfono a “Tortuga” y éste acudió prestamente al barco. Cuando me vio, grande
fue su sorpresa, nos abrazamos largamente mientras le decía a Julián: “vos no sabés como este
hombre se rompió el culo en el “Borrasca”.
Después del asombro de nuestro encuentro, Julián le dijo: “aquí también se lo rompe bastante”.
Fuimos a la bodega a ver la calidad del marisco, quedó conforme. Después de todos los bagayos nos
quedaron ciento sesenta kilos, con algún descarte arreglamos ciento cincuenta a diez dólares el kilo.
Una hora después vino con una camioneta y Correa, el “tano” y yo nos embolsamos quinientos
dólares cada uno, los tres quedamos más contentos que perro con dos colas.
Mi señora me esperó en el camarote, Después de abrazarnos efusivamente me comentó que toda la
familia estaba muy bien y todos querían que mandara algunas cocochas. Le tapé la boca, no sabía la
pobre que Helmut tenía un camarote vecino y los mamparos son parlantes, pero Helmut con Bety
no escucharon nada, en esos momentos estarían hechos un nudo en la cucheta. Le expliqué como
pude, pero le dije que esta vez se llevaría un bagayo especial. Como Bety también viajaría a Buenos
Aires le iba a pedir a Bongiolati que la vuelta a las dos mujeres se las sacara en L. A. D. E. , de esta
forma se ahorrarían unos mangos por el sobrepeso de los bagallos.
Vino el “tano” a despedirse, los quince días de descarga se tomaba franco para llevarse el bagayo
(con los dos nudos que él había preparado), se despidió de nosotros diciéndole a mi señora: “usted
no sabe lo marido tan bueno que tiene”.
Cuándo le dije a mi mujer que el “tano” se llevaba mi paquete, me preguntó “¿por qué le hiciste
llevar el tuyo?”. Pensé para mí... ¡Que inocente!... No conoce a los tanos, eso que tiene uno al lado.
Pese a que máquinas tenía algunos problemas la descarga se hacia normalmente. Los muchachos se
llevaron sus bagayos, pero algunos que los dejaron en la bodega común casi se agarran a piñas con
los estibadores porque ya se los habían encanutado. Cuando la estiba sacó la bolsa de harina de
pescado Bongiolati preguntó por que eran tan pocas. Nadie contestó la incógnita.sólo Timer,
Helmut, Bécker y yo lo sabíamos. Al jefe jodón de máquinas no le gustaba patear el pescado
podrido, ni tampoco mandarlo hacer, porque ni siquiera conocía el molino, sólo cuando le tocaba el
turno al alemán se adelantaban un poco las cosas y movía a los harineros para salvar el turno.
Novecientos cincuenta bolsas eran pocas evidentemente, pero la euforia de los capos borraba las
cagadas.
Los días pasaron rápidamente. El tener a las mujeres a bordo nos daba a Helmut y a mí la ventaja
que los demás no tenían. Estos buscaban carne por los piringundines, las minas extrañando bastante
a los alemanes tuvieron que bajar la tarifa.
Helmut y Bety en su fifada destrozaban el camarote. Los golpes contra los mamparos aterraban a mi
señora. Cuando escuchaba los gritos placenteros de Bety se tapaba la cara avergonzada, la pobre no
estaba acostumbrada a la euforia por que siempre tuvimos a nuestras hijas cerca y antes de gritar
reventaba. Hoy no puedo creer que después de tanto amor Helmut la largó por boludeces.
Terminó por fin la descarga. Junto a la rutina de la despedida embarcaron los víveres y los que se
habían tomado franco, entre ellos Correa y Gargiulo. Este último casi ni me saludó, tenía cara de
cabrero, pero, ni mu del bagayo. Yo estaba preparado para contestarle y darle una patada en el culo
si decía algo.
Correa me contó que el bagayo que él llevó tenía langostinos de todos los tamaños pero abundaban
los chicos bastantes rotos, no podía pretender otra cosa del “tano”, pero teníamos la seguridad que
también se había llevado un bagayo igual. La satisfacción de haberlo cagado prevalecía sobre las
ganas que tenía Correa de agarrarlo del cogote, le pedí tranquilidad, estaba seguro que si le daba
manija el correntino lo mataba.
La salida, como todas, los saludos, los papeleos, subieron la planchada, largaron amarras y triunfal
el gladiador salió en pos de una nueva victoria. Cuando empezaron a repartir los turnos, una orden
de Portillo suspendió la tarea. En esta marea se trabajaría desde las primeras horas de la mañana
hasta que se terminara el pescado, como se trabajaba en casi todos los pesqueros de altura. Para los
portugueses esto les cayó como una patada en el culo, no sin razón los pobres toda la vida
trabajaron seis por seis y rendían formidablemente; en sus cabezas tampoco le entraba el horario de
las caldeiradas. Como se arreglarían para preparar la cacerola. La ceremonia de la Caldeirada era
para ellos como la de los islámicos rezando hacia la Meca, nada más que la "Meca" era el pescado
hervido. La batahola era terrible, “Chapulín” y Portillo no los podían conformar, no entendían
argumentos, sólo se calmaron un poco cuando Portillo les permitió prepararse dos Caldeiradas
diarias dentro del horario de trabajo. Aprovecharon, los argentinos, para pedir dos picadas por día,
el gallego Julián pedía bocadillos a las diez de la mañana, Helmut los Kartofenpuffer. Yo pedía una
ametralladora porque la pistola tenía doce tiros, no alcanzando para todos los tripulantes. El “tano”
pedía la pena de muerte mientras disimuladamente me echaba una mirada. Correa se meaba. Yo
tenía que pensar cómo salir de esta situación. Al “tano” esto no le gustaba nada porque tendría que
trabajar con nosotros y la forreada, imposible de realizar.
Me levanté a las tres de la mañana para estudiar la situación y en un rato amasé el pan, dejé los
bollos para que levaran en las bandejas y preparé rápidamente con más sobrante unas medias lunas,
vigilantes, etc. Cuando llegó Correa no lo podía creer, aparte del pan había doscientas facturas.
Apareció Gargiulo sin decir nada, agarró una bandeja y se dirigió a las latas “¿Qué va a hacer? ” Le
pregunté. “Nada, voy a llevarle algunas medialunas a Portillo, dijo. La mirada gélida que se
desprendió debajo de mis cejas lo frenaron. Sonaron las sirenas para lascar. Una vez que los
marineros de cubierta echaron la red al agua, el comedor se convirtió en un quilombo, menos
máquina que seguían seis por seis todos estaban despiertos, eran las seis de la mañana, el quilombo
del desayuno comenzó en los comedores y siguió en el puente, Barrientos y Salustiano servían a los
oficiales y a maestranza, mientas que un ranchero trataba de servir el comedor de marineros
(parecía Chuenga en la tribuna de boca). Exactamente se sirvieron dos facturas por tripulante. Esto
fue una lección para el rufián que vio que la ley era pareja para todo el mundo. Siguió el parloteo de
la gente en el comedor hasta que las sirenas llamaron a virar. ¡Se acabó la joda! A laburar...
La cocina se convirtió de la noche a la mañana en un loquero infernal, si dos nos llevábamos por
delante, con el “tano” teníamos que cuidarnos de no morir escaldados o accidentados por algún
puntazo cuando andaba con el cuchillo bamboleándose como un borracho al compás del cabeceo
del buque.
A las diez de la mañana vinieron los portugueses para llevarse la Caldeirada. El “tano” fritó un
montón de cariocas para Julián y ya teníamos una picada para todos. A este paso y contando la
comida del medio día la merienda, la cena y el régimen del capitán yo estaba seguro de terminar en
el Borda. Barrientos me contuvo porque me dijo que esto no iba a durar mucho, así la gente no
rendiría; eran muchos los tripulantes despiertos a la misma hora, los comedores estaban hechos un
basural.
Otro de los inconvenientes de esta genialidad era cuando el pozo quedaba lleno de pescado, las
cintas no lo transportaban rápidamente a las máquinas "Bader", éstas no lo fileteaban y si estaba
demasiado blando, lo destrozaban.
Al medio día se me ocurrió una feliz idea, mandé al “tano” a preparar el régimen de Portillo. El
valet ya había llevado las lonchas de apio y zanahoria. Con el bolonqui que había no se animó a
decir nada, pero al medio día apareció otra vez haciéndose el piola mirando el piso dijo: “me manda
el señor capitán, quiere que le lleve la comida al puente, no sin antes supervisarle el régimen”. El
“tano” lo miró fijamente y se le empezó a hinchar la yugular, ya estaba algo engranado con el
cambiazo mío, pero se contuvo. Cuando le alcanzó la bandeja Salustiano le dijo: “el libro dice que
el morrón crudo en julianas que acompaña al atún debe ser verde y este no lo es del todo, está algo
veteado”. Bajó humildemente la cabeza como cargándolo, el “tano” se acercó a mí y me preguntó:
“¿cómo ves este morrón?”. Sin mirarlo dije: “verde”. Apreté el botón que llamaba a Barrientos.
Gargiulo dejó la bandeja en la mesada con una mano le agarró el cogote a Salustiano y con la otra lo
cagó a piñas mientras le gritaba: “¡por qué no vas a cargar a la puta que te parió, figlio de una gran
puta!”. Menos mal que se lo sacamos de encima si no lo mataba. Barrientos llegó justo a tiempo
para ayudarnos a salvar a Salustiano y de paso llevarle la bandeja al capitán diciéndole que el mozo
personal estaba descompuesto. Lo llevamos al “tordo” para que le arreglara un poco la nariz, le
recomendamos a los dos que disimularan el problema, los “Alcahuetes” en los barcos son muy mal
vistos.
Al “tano” estuve a punto de felicitarlo, pero me contuve haciéndole señas de silencio a Correa, si la
risa es salud este muchacho tardaría muchos años en morir. La tarde pasó sin novedad, por la noche
me retiré más temprano porque el turno de la madrugada me lo había adjudicado para poder hacer el
pan a tiempo.
Antes de acostarme fui al puente, en la sala de radio me comunicaron con mi señora, después de
preguntarle por toda la familia, era obvio que siguiera por el bagayo. “¡Vos no sabés querido! ¡Qué
paquete!... Contenía de todo, dos jamones ahumados serranos, un laterío de trufas, angulas,
arenques a la crema, frascos de caviar negro y los langostinos más grandes que vi en mi vida, tenían
por lo menos una cuarta, más de dieciocho centímetros, también había diez cuchillos fileteadores
“Arbolito” que usan ustedes en la planta y una hachuela que una vez te vi en la cocina”. Menos mal
que el “Chapulín” estaba lejos y no escuchaba la conversación, sino voy preso por este guacho. El
mejor laterío, la reserva que teníamos para banquetes de oficiales y armador estaban en casa, los
langostinos extras también, pero lo que me preocupaba era el afano. Cuando al otro día se lo conté a
Barrientos me dijo: “vos sos más inocente que Caperucita, cuando estuviste en máquinas, Alberto
no se robó la hélice del barco porque no sabía nadar, y los alemanes, vos lo sabés bien, se llevaron
los televisores y las heladeras que tenían en el camarote”. Esto me tranquilizó. “Voy a seguir la
flecha, quedaré expectante”, dije. Tiempo después me di cuenta que nadie podía tirar la primera
piedra, menos los directivos y oficiales.
El horario continuó y el quilombo de todos los días no podía durar mucho. Hasta el cerebro más
estrecho se daba cuenta que se perdía bodega, en una palabra, tiempo al pedo. Una semana después
llegó la contra orden, el seis por seis quedaba firme. Una vez adjudicados los turnos hasta el “tano”
quedó más tranquilo, seguía usando a los portugueses y seguía faltándome el atún, se defendía
bastante con sus fideos, polenta y pescados, el pan pasable, aunque en la bandeja del camarote de
Portillo siempre quedaban huellas de alguna forreada, pero algo bueno había pasado, el haber
cagado a piñas al valet. No jodió más en la cocina, esperaba pacientemente la ración del capitán sin
decir palabra. “La descompostura nasal” lo había curado.
El problema de los langostinos lo resolvimos de otra manera. Como estaba prohibido embarcar
sulfito para bañar el marisco resolvimos congelar las colas; por supuesto las cabezas a la harina. Si
el sulfito lo usan racionalmente nadie tiene problemas con el congelado entero, pero es un elemento
tóxico mal manejado, por ende no lo embarqué con las provisiones. Igual que el sulfato de plata
para mejorar el pan, si dejaba al “tano” con la "Pichi" seguro que dejaba el culadero (expresión
marinera que quiere decir intoxicación general). Esto sucedió en el pesquero "Antártida Argentina";
el panadero tenía que mezclar a veinte kilos de harina la mitad de una cucharadita de café (menos
de un gramo). Este estúpido le mandó dos cucharadas soperas, se salvaron de pedo.
Siguió normalmente la pesca, como así también normalmente la joda. No podía faltar un día la del
jefe de máquinas con alguna boludez. Mandó a decir por Barrientos que a las milanesas después de
fritarlas las pasara por agua hirviendo. “Así que en el buque tenemos a Blanca Cotta”, pregunté.
“Parece que sí” me dijo. Fui al comedor de oficiales con la crotoxina en mis colmillos, le dije al
jefe: “conozco de memoria el procedimiento de mojar las milanesas en agua hirviendo cuando salen
de la fritura, pero desde que navego en el buque nunca las milanesas salieron de la sartén, todas
fueron hechas al horno con un procedimiento de mi autoría que por supuesto llevaré a la tumba. Es
lo mismo que te indicara como se hace la harina de pescado, si yo de harina no sé nada, sólo de
casualidad batí el récord del buque con dos mil bolsas”.
Siguió la joda diciendo “¡No te enojes Antonio!, la próxima en vez de una mosca le voy a poner una
cucaracha a la ensalada, a ver si te la comés diciendo que es una aceituna negra”. Me hizo reír. La
verdad es que de estos "Piolas", los barcos están llenos.
El César, seguía con su régimen, pero cuando se encontraba en el salón de oficiales con el racimo
de aduladores, se chupaban hasta la humedad de los mamparos mientras él, para no ser menos, le
daba a la longaniza y al queso como un tiburón masticando hígado.
La marea continuó con algunos altibajos, las bodegas, no con el ritmo de la anterior, guardaban
satisfactoriamente bastante cantidad de toneladas, pero algo no marchaba bien, se olfateaba en el
aire y se escuchaba a Helmut: “pronto barco a dique, sino “Kaput”, no decir nada por favor”.
Un tiempo antes de llenarse la bodega las sirenas marcaron el final de la marea y el pesquero pegó
la vuelta sin el regocijo anterior.
Llegamos a puerto sabiendo todos que después de la descarga el buque tenía que ir a dique, algo le
pasaba, el cálculo para las reparaciones es de cuatro años. A éste le faltaban quince meses por lo
menos. Resolvieron mandarlo a Buenos Aires “Tandanor S A” una empresa que se ocupa de las
reparaciones, nos dio turno para entrar a dique y el Harengus por primera vez salió del agua en
Argentina.
Las reparaciones son por lo general la algarabía de los que quedan de guardia en el barco, de noche
salvo la guardia, todos iban a sus hogares menos los portugueses que al no terminar el contrato
formaban la mayoría de la tripulación en tierra, el “tano” a Mar del Plata y el correntino a su
provincia, quedé casi dueño del barco.
Buenos Aires para mí fue una panacea, todas mis broncas se curaron, estaba cerca de mi hogar. El
trabajo era arduo en la cocina pero ayudado por dos portugueses controlábamos perfectamente a los
paracaidistas de la compañía, a las guardias y a los mangueros de Tandanor que casi todos los días
los tenía de visita. Menos mal que de vez en cuando me ponían algún tarrito de pintura o de
antioxidante en el coche, que por suerte dejaba a cien metros del barco.
A veces la lámpara cerebral se enciende de golpe como las comunes, pero en la mía, se encendía
parpadeando como los tubos de neón, parecía Mirtha Legrand, “lo hago o no lo hago, voy o no voy,
¡Ma si, voy!” Y me aparecí una noche en la Misión de Buenos Aires. En ese entonces estaba en la
calle Independencia cerca del puerto y al lado de una iglesia. Con la cara de piedra que Dios me
premió me presenté al cura bajando humildemente los ojos (parecía el valet de Portillo cuando
venía a tomarme el pelo). “Padre” dije: “en el barco donde estoy trabajando, tengo bajo mi cargo un
grupo de portugueses muy buenos trabajadores y por supuesto creyentes de la santa religión. Como
esta gente está sufriendo un desarraigo de meses, le ruego nos reciba en la Misión para alegrar un
poco sus nostalgias”.
“Hijo mío” me dijo el cura, “nuestra misión es precisamente esa, recibir a nuestros hermanos de
cualquier país y cualquier religión que con respeto vengan a entretenerse para alejarlos del
demonio”. Exactamente lo mismo que decía el cura uruguayo. Por la noche aparecí en la "Misión"
con unos quince portugueses que asombrados veían como un grupo de mujeres bastante guapas
estaban dispuestas a dialogar, cantar y bailar con marineros sanos y trabajadores. Me sentí un
Celestino, pero tuve la sensación de que los muchachos me iban a dejar bien parado. Así fue,
cantaron, bailaron y en chispeantes diálogos contaron un montón de anécdotas, entre ellas por
supuesto las de la cocina. Algunas mujeres riendo miraban al viejito de una manera sensual. Tuve
que salir rajando alegando compromisos maritales y dejando a los portugueses con cinco meses de
abstinencia, pero en manos de unas santas.
Cuando llegué a casa tan tarde, la vieja me empezó a olfatear como perro de aduana. Cuando le dije
que estuve con un cura en la "Misión", ella conociendo la uruguaya me dijo: “vos habrás estado con
el cura, pero igual tenés olor a perfume barato. Mirá Tito si me hacés otra te la corto”...
Helmut y Bety tenían un departamento en Palermo, pero de vez en cuando nos visitaban por las
noches en el buque, como en la frigorífica de la cocina tenía mis langostinos, no me importaba
comerlos con alguna cerveza, siempre y cuando les bajara las de él y las cocochas que sabía tenía
encanutadas”.
El barco hacía días que estaba siendo reparado, el rasqueteo de los dientes de perro que llenaban el
casco dio bastante trabajo. Después comenzaron a pasarle el antioxidante, que el de Tandanor es el
mejor del país. Un día vinieron los inspectores de Prefectura, revisaron las reparaciones de las
máquinas, cuando a un ingeniero se le ocurrió querer inspeccionar el eje al otro día, el prensa estopa
y la brida de unión del eje. Para eso hay que desarmar el prensa estopa, sacar la brida de unión y
tener mucho cuidado con el extremo del codaste, la hélice y árbol porta hélice. En el Harengus todo
esto tenía una precisión de relojería suiza, para este trabajo no sólo se necesitaba ser buen Ingeniero
sino también estudiar el manual de fábrica. Ahí muestra claramente la cantidad de fuerza en
toneladas necesarias para sacar el eje. Creo que en el manual marcaba tres. El nuevo Ingeniero de la
compañía, jefe de la reparación fue el encargado para dirigir la maniobra. En vez de leer el manual
trajo algún apunte de la "Pitman", porque en vez de tres toneladas le mandó, para hacer el trabajo
más rápido, treinta; la cuenta le daba justo, si con tres toneladas tardaban tres horas, con treinta
toneladas, en tres minutos tenían el eje afuera. El gran cráneo argentino puso en duda los
conocimientos de los estúpidos que habían escrito el manual del barco.
Los inspectores de Tandanor esperaron la conclusión del trabajo, a un costado de la popa. Timer,
Helmut, Bécker, los mecánicos de “Bader” y dos engrasadores alemanes que quedaron por contrato
en el buque, charlaban en su idioma, pero Timer se agarraba la cabeza de vez en cuando y esto me
llamó la atención ¿No sería que estaban contando chistes alemanes? ¿Por qué los demás reían? La
incógnita se develó rápidamente, cuando salió el eje de la hélice. Un aplauso general rubricó una
maniobra que en cualquier parte del mundo demora varias horas y aquí en Argentina tuvimos un
genio que la realizó en seis minutos. Ya estaba Bongiolati averiguando cómo se podía hacer para
inscribir este récord en el libro de Guinness, cuando lo llamaron los inspectores de Tandanor y lo
llevaron a ver el eje que tan prestamente había salido con la hélice del "Harengus". Lo que le
mostraron fue una banana. Sí, sí. Mandrake había convertido un eje de acero Krupp en una banana.
Bongiolati sacó de su bolsillo un pequeño pastillero y colocó bajo la lengua una roja en forma de
corazón. Yo la conocía porque mi viejo se la ponía debajo de la lengua para prevenir infartos.
Cuando todos creíamos que Mandrake iba a poner término a su vida dignamente descerrajándose un
tiro o tomando algún cucharón de cianuro, siguió dando órdenes como si nada hubiera sucedido,
Helmut se acercó y me dijo: “Timer dijo que eje “kaput” no arreglar más, no posible, grande
cagada, grande boludo”. Como una gran premonición el eje fue por distintos talleres, trató de
enderezarse de distintas maneras, pero la banana seguía, sin cáscara pero seguía.
Mandrake y su séquito tardaron más de quince días en darse cuenta que del eje del buque no sabía
nada, ni siquiera el procedimiento para colocar uno nuevo. Helmut seguía murmurando: Si no venir
especialistas alemanes junto con eje otra vez cuando meter eje, “kaput”.
En Bridas S. A. alguien dio la orden de mandar a buscar el eje a Alemania y junto a éste dos
especialistas de primera línea y el material necesario para la maniobra. Fue sin duda una feliz idea
porque, de no venir los especialistas, el buque todavía estaría en Tandanor.
Dos semanas después trajeron el eje y vinieron los especialistas, de paso trajeron algunos
televisores y heladeras pequeñas para los camarotes, pues cuando se fueron los alemanes se llevaron
todos los televisores y los regalaron. Vino también en la carga una gran caja con elementos y
herramientas de precisión. Los germanos pusieron rápidamente manos a la obra, abrieron una gran
ventana cerca del túnel por donde debía entrar el eje. Desde la brida de unión podían controlar el
prensa estopa y el tubo del codaste.
En el buque algunos me cargaban porque decían que mi Fitito tenía alerones para correr en el
autódromo, pues no se explicaban porque la carrocería estaba tan cerca del piso. ¿No pensarían que
yo llevaba bagayos a casa? Bueno, todo el pescado que algunos se olvidaban en mi frigorífica
tenían por destino: Avellaneda. Ese pescado le correspondía a los portugueses que por haberlos
llevado a la Misión me lo regalaron. Para esa época les pedí un favor, tenía que mudarme desde
Piñeyro hasta el centro de Avellaneda, si alguien me daba una mano. No sólo los portugueses me
ayudaron si no también Helmut y Timer se sumaron al grupo. En un santiamén subieron los
muebles ocho pisos por las escaleras dándome la sensación que lo hacían en agradecimiento al trato
que yo les daba, sin discriminarlos del resto de la tripulación, amén de haberlos llevado a la Misión,
donde encontraron felicidad y entretenimiento. Se me ocurrió agasajarlos con alguna comida
especial, le pregunté qué comida les gustaría y al unísono contestaron ¡Caldeirada!... Un fin de
semana pasó lo mismo. Trajimos del barco una olla llena de papas y pescados y con gran algarabía
comieron su Caldeirada. El vino y el postre, modestamente, los puse yo.
Dos semanas pasaron y el Harengus ya estaba de salida, fue el trabajo de los germanos de una
precisión increíble. Todos creíamos que a Mandrake lo fusilarían en algún paredón de “Casa
Amarilla” ¡No, no!... lo nombraron director general.
Menos mal que no lo echaron, porque tiempo después supe que fue o es actualmente un funcionario
eficiente, me lo demostró cuando me despedí de la compañía tiempo después.
Recibí los víveres en el muelle tres en Buenos Aires, esta vez el proveedor naval se cuidó mucho de
meterme el perro. A la plantilla de cocina les dejó algunos cajones de gaseosa, para la oficialidad
mandó algunos cajones de vino reserva y una caja de whisky. La cometa está aquí, allá y en todas
partes del mundo.
Cambió en parte la tripulación de oficiales, esta vez de capitán subió un tipo de mucha menta, hacia
poco tiempo había tomado categoría de héroe por haber salvado una tripulación completa de un
incendio acaecido en un mercante, había tenido los cojones suficientes de arrimar el suyo y realizar
un salvamento espectacular.
Fue precisamente a este capitán que un poco después el portugués al que le negué el atún le fue con
la alcahuetería del tacho de basura.
Olmos el nuevo capitán suplantaba a Portillo que en esta marea tomaba franco. Desgraciadamente,
vendría para la otra.
La diferencia era abismal, modesto con la sencillez de los grandes me visitó en la cocina y
charlamos amigablemente, me dijo que traía algunos hombres de su confianza. El contramaestre
que reemplazaría a Dos Santos, que también tomaba franco y el tercer oficial de cubierta. También
hubo cambios en máquinas, el jefecito jodón fue despedido por inútil, lo reemplazó un griego
recomendado por Olmos, este me dijo en franco tren de camaradería: “Ojo que al jefe le gusta la
carne de chancho”. Me reí y le contesté: “no estaría mal perder el invicto”, total pronto tendría que
cambiarme el aro, las hemorroides me tenían loco.
Con la tripulación a bordo y los tramites realizados después que nos largaron los remolcadores
pusimos proa al Sur y nuevamente a pescar. Helmut muy bien mirado en la compañía mandaba la
plantilla de contras y daba los turnos con la sagacidad de los veteranos. Cuando llegamos a la zona
de pesca, Olmos junto al “Chapulín” demostró ser un pescador experto y una tras otra las bolsas
llenaban el pozo de pescados. Nadie fanfarroneaba, la comida fue pareja para todo el mundo. Olvidé
decir que el “tano”, como el capitán no era Portillo, se olvidó de forrear porque Barrientos le dijo
que al capo no le gustaban los alcahuetes ni los chupa medias por lo tanto, si llevaba algo al
camarote, el mismo Olmos lo iba a cagar a patadas. Por lo menos en esta marea el “tano” estaba
tranquilo.
En una de sus incursiones por la cocina Olmos me dijo que por la cantidad de langostinos que a
veces entraban en la red la compañía le había mandado congelar algunas toneladas, para eso habían
traído, con el pedido de cubierta el "Sulfito". Me pareció una buena idea, pero le dije que el baño
eran sólo cuarenta segundos, me contestó que él lo sabía y en puerto había mandado a preparar una
cinta especial que los sumergía automáticamente esos segundos y después los clasificaría con
guantes de goma.
La pesca era fenomenal y los langostinos formaron también parte de la bodega ¿Qué más se podía
pedir?
Una pequeña duda surgió cuando una vez el tercer oficial, Marcos, me preguntó cuanto ganaba.
Cuando le dije el contrato que tenía yo con los alemanes se rascó la cabeza y dijo: “la puta. Así que
yo que soy oficial gano menos que el cocinero”. “Sí” le dije, “aquí los terceros oficiales son casi
siempre tan inútiles que los mandan a cortar cola y cabeza junto a los portugueses. En estos barcos
el cocinero tiene los cojones suficientes para sacar cagando de la cocina a cualquier oficial, como lo
estoy haciendo en estos momentos”. Le cerré la puerta de la cocina en las narices, después le
expliqué a Olmos que el contrato que había hecho con los alemanes no se podía, por ley, rever y si
la compañía estaba conforme, al boludo ese no le importaba un carajo, ni mi sueldo, ni mi contrato.
Asintió, Olmos y me dijo que no le diera pelota, por lo menos el capitán ya sabía que no me gustaba
que me rompieran los huevos.
No tuvimos temporales, pero los pocos que capeamos fueron terribles. En uno vino Barrientos a
pedir un poco de queso duro porque el tercer oficial estaba mareado y vomitaba. Se lo di y le mandé
decir que el queso duro lo comen los marineros de agua dulce.
Terminado el pequeño litigio con el tercero, seguimos con esta marea llenando bodega. El
contramaestre de planta, español, tenía suficientes energías con la gente adoptando un sentido
equitativo con las tres nacionalidades. No era ningún gil por algo lo había traído Olmos. Con
Helmut y Julián teníamos un terceto formidable. Cincuenta y siete días sin alharacas, sin regímenes,
sin estar en el podio del Olimpo, Olmos dio la orden de pegar la vuelta y las tres pitadas del buque
sonaron a glorioso retorno, una explosión festiva nos embargó a los tripulantes y la cocina por no
ser menos preparó una fiesta que todavía hoy se recuerda en el buque.
Esta vez en la llegada no vimos tantos directivos, ni secretarios de directivos, ni secretarias de
secretarias, nos dimos cuenta que en "Harengus S. A. " había pasado la pulidora, pero eso sí, junto a
Bongiolati estaba Churruarín (alias Mandrake) que había sobrevivido al guadañazo y creo que hoy
sigue siendo un directivo de la compañía.
Bongiolati trajo a mi señora porque no quería que dejara la guardia de cocina. Una de las
principales causas era que los empleados de la compañía y los directivos carecían del pase para
comer gratis en el restaurante de Alberto. Durante quince días tendría una clientela selecta de
paracaidistas.
Mi mujer subió la planchada con una cancha terrible, cuando los portugueses aplaudieron, la
conocían de la mudanza, levantó los brazos y saludaba como Isabel Perón cuando la nombraron
presidenta.
Helmut mandó a buscar a Bety porque no quiso viajar a Buenos Aires, les parecía que las fifadas a
bordo tenían una connotación más sexy. Trabajé como loco, pero estábamos a principios de
primavera, otra vez los paseos nocturnos de las dos parejas y algunas picadas con cerveza que
Helmut se encargaba de cambiar por mariscos que le proveía a la confitería más chic de Puerto
Madryn.
Hacer que Helmut dejara de tomar cerveza, era lo mismo que frenar a un tren que recién se pone en
marcha, así que de vez en cuando subía la planchada cantando algún fragmento de “Lohengreen” o
alguna balada de “Hansel y Gretel”.
Cuando Bety no gritaba era porque el alemán se había dormido, la pobre más de una vez tuvo que
conformarse con alguna película que pasaban por circuito cerrado. Al otro día Helmut chillaba
porque la negra no lo había despertado, yo tenía que interceder para explicarle que esa noche no lo
despertaba ni la alarma de zafarrancho, el único consejo era que otra vez no se pusiera en pedo.
Volvía la calma en la pareja, volvieron los grititos de Bety y volvió la vieja a taparse los oídos,
enrojeciendo como si fuera una monja Carmelita.
La descarga, la carga de víveres, la interminable fila de camiones trayendo el combustible, los
papeleos y las despedidas fueron un calco todas las mareas. Tengo que obviar el relato con la
salvedad que en el embarque volvió Portillo. ¡Si!... El gran Portillo, el insuperable Gladiador
(bastante más gordito) volvía al comando del "Crucero del Amor”.
Los huevos me cambiaron de lugar cuando lo vi al “tano” dándole un abrazo de bienvenida con una
sonrisa parecida a una calavera de utilería, pero algo de razón tenía el “tano”, eran compadres y
además el capitán lo visitaba asiduamente, cuando el estaba y cuando no estaba. No olvidemos que
en la marea anterior Portillo de vacaciones se quedó en Mar del Plata.
El "Valet" embarcó también y estuvo apunto de cobrar, esta vez Barrientos casi comete un crimen.
Apareció con su valija, toco suavemente la puerta del camarote y le dijo bajando los ojos de turro:
“dice el señor capitán si por favor me cambia el camarote porque éste tiene un timbre directo al
suyo, cuando me necesite le es más cómodo llamarme”. Como la salida de Madryn se hace sin
práctico, Portillo estaba en esa tarea, Barrientos esperó pacientemente la maniobra y se presentó en
el puente. Como era un tipo bastante chinchudo le dijo al capitán que él no le daba el camarote a
nadie, que si quería timbre que llamara al electricista y le hiciera poner uno al camarote del forro,
porque él por ahora no lo era. Se le hinchó esta vez la yugular a Portillo, le dijo que cuando
terminara la marea renunciara. Pepe que no era ningún boludo le dijo: “mejor me echa. ¿No le
parece?”.
Después de este semi quilombo preparé mis calefactores internos para encender los motores de mi
impulso, en cualquier momento aprieto el mismo botón que usó Barrientos.
Viajaba esta vez en el camarote del armador un inspector de "Bridas" jefe de una torre flotante que
había sido remolcada desde Canadá y trabajaba cerca de la costa. No sé qué funciones tenía en el
barco. Simpatizó conmigo rápidamente y me dio a entender que sus funciones a bordo se debían a
un cambio de estructura de planta, pues la compañía compraría otros barcos y éste sería el buque
insignia. Tendría que estar equipado aparte de las tres Bader de otras con cintas especiales para
empaquetar, pues en el fondo del mar argentino comenzaron a descubrirse, con los forunos
japoneses, toneladas de mariscos, sobre todo muy cerca de la costa Argentina. La pregunta le
pareció risueña. “Perdone mi ignorancia, ¿no se vendrán las flotas de todos los gallegos y japoneses
para quedarnos sin pescado y sin mariscos en poco tiempo?”. “Es una gran posibilidad, pero
medidas preventivas no hay, o son muy escasas, los barcos pescan en el alambrado (zona de cría),
cuando los descubren, con una coima los largan. No hay nada que hacer, tenemos que seguir la
flecha”. Esta frase la escuche en todos los barcos, sobre todo en los petroleros donde, años después,
navegué. Seguimos charlando y continuó: “hace años creímos que se acababa el petróleo, teníamos
reservas para diez años, pero después con nuevas perforaciones, incluso en el mar, descubrimos que
ahora las reservas aumentaron a cincuenta años. ¿Quién le dice que con la pesca pase lo mismo?”.
Otra vez aludí a la frase de Borges: “perdone nuevamente mi ignorancia: si eliminan a todos los
cormoranes, albatros, pingüinos, lobos marinos, delfines y toda clase de depredadores marinos, ¿no
tendríamos reserva de pescados para cien años?”. Ahí sí largó la carcajada... “Maestro” me
preguntó, “¿usted se hizo revisar alguna vez por un psicólogo?”. Le dije que tenía por testigo a mi
ayudante Correa, cuando estuvimos de reparaciones en Buenos Aires le pedí que me acompañara al
Hospital Alvarez, pues sentí que tenía un buen servicio de Endocrinología. Este, con tal de rajar del
barco, lo hizo.
Lo que voy a narrar tenía que ser un secreto, pero hoy resuelvo darlo a conocer: Cuando llegó mi
turno un montón de estudiantes de medicina, predominaban las pibas me sentaron en una camilla,
parecía un ser venido de otro planeta del que todos tenían algo que decir. Unos opinaban que las
glándulas linfáticas no se relacionaban con las celdas perifaríngeas. Dos minas opinaban que el
pliegue ariepiglótico y el cartílago aritenoides estaban algo agrandados. Las pobres no se habían
dado cuenta que los pliegues de la bolsa de mis testículos habían desaparecido. Después de otras
opiniones vinieron las preguntas: “¿Edad?: cincuenta y uno ¿Casado?: Sí”. Una de las pibas
preguntó: “¿Frecuencias sexuales semanales?: Veintiocho” contesté sin inmutarme. “¿No serán dos
coma ocho?” preguntó nuevamente. “No” contesté, “veintiocho, pero a veces me paso y llego a
cuarenta”. El que parecía el profesor me dio una tarjeta con un número y me mandó al psicólogo.
Cuando Correa supo lo que había pasado rajó para el baño para reírse, porque frente a nosotros
estaba el retrato de la enfermera que imponía silencio. Esperó, Correa, que entrara a psicología. No
habían pasado cuatro minutos cuando fui sacado a empujones por un enfermero especializado en
“Furiosos de alto riesgo”. Salió tras mío el especialista que a los gritos espetó: “aquí tratamos de
curar a los locos, no que éstos nos hagan venir estúpidos a nosotros”. Se secó la cara con un pañuelo
y dijo: “¡que día la gran puta!”. Nos fuimos sin hablar una palabra, había canas y patovicas por
todos lados. Cuando subimos al Fitito Correa afligido me preguntó: “¿es muy grave lo que tiene?
Ahora el que se empezó a reír fui yo y le dije: “soy un artista frustrado y a veces actúo”.
El jefe de la torre flotante se fue al camarote dudando de mi cordura, estoy seguro, pero Correa, que
lo tenía de testigo, no me dejaba mentir.
Seguía el Dios enrulado con su coro de ángeles en el puente aplaudiendo las viradas y haciéndose
los idiotas en las cagadas, cuando Helmut o Julián tenían que picar la red porque la maquinilla y el
guinche no la podían levantar. Era un pecado tener que tirar tantos pescados reventados, ahí todos se
hacían los giles. El único que miraba las maniobras con el ceño fruncido era el inspector de Bridas,
que después supe también que era capitán de ultramar y se llamaba Cossio.
Tuvimos un día un baile que no quedaba nada en pié en la cocina. Cuando tomamos el turno esa
mañana el “tano” ni el pan había hecho. “Tito” me dijo, “vos no sabés lo quilombo de la marejada
toda la noche, con decir que lo pescado de lo portuguese se hicieron puré junto con la papa y la
chipola, tenían que comer con cuchara, me traje el pan alemán y un montón de latas, en cuatro
patadas serví el desayuno y en otras cuatro patadas hice la comida”. “Y yo en otras cuatro patadas te
voy a tirar al agua”, le dije. Ya en el camarote, cuando empezó el mar de fondo, presentí que el
“tano” metería la pata, pero nunca creí que era tan cara dura. La cocina del Harengus estaba justo en
el centro del buque, en el medio de la primera cubierta, así que el baile se podía aguantar, pero este
tipo me hacia engranar con todo el laterío que había afanado, una noche de baile, se la había sacado
de encima sin trabajar. Metió a los portugueses en la gambuza y por el montacargas por poco se
comen el barco. El jaleo era intenso, pero el mambo que tenía yo en la cabeza era peor, otra vez
parecía Mirtha Legrand, lo mato o no lo mato, lo hago o no lo hago. Correa lo salvó nuevamente,
“no se haga mala sangre maestro”, y se despachó con una frase que ni el mejor de los filósofos se le
hubiera ocurrido, me dejó helado, nunca la había escuchado, tendría que estar escrita en todos los
mármoles de la cripta de todos los cementerios “La vida es corta” Hacerme reír lo salvó al “tano”.
Poco a poco tratamos de arreglar el bolonqui, con ayuda de los sarcófagos nos preparamos a cocinar
el almuerzo del medio día.
Sentimos la sirena de lascar y nos agarramos la cabeza ¿No querrá este loco largar la red al agua?
Con este mar a ningún tipo cuerdo se le ocurriría pescar, pero nosotros teníamos en el puente al dios
gordito y enrulado, ese dios que no está en el Antiguo Testamento, se llama Portillo.
Temíamos por la vida de Helmut, porque los portugueses y argentinos en cubierta eran más
previsores trabajando sin arriesgarse, pero el alemán, siendo tan temerario alguna ola lo podía tirar
al agua, que es lo que le pasó al pobre Willy cuando fue a trabajar al “Escombus”; cayó al agua con
otro compañero que tenía un pedo fenomenal. El curda se salvó y Willy que estaba fresco murió
atrapado en el fondo de la red. Pasamos dos horas cortando clavos porque con el arrastre en esas
condiciones medio barco trabajaba bajo el agua. Helmut vino a la cocina a tomar un café y dijo:
“con este mar de fondo dentro de la red haber "Scheisse”.
Un poco antes de las once llamaron a virar, el estridente ruido de las maquinillas arrastraba los
cabos que traían los portones, hasta el “Chapulín” se levantó por el ruido extraño del cabrestante,
mientras le alcanzaba un jarro de café lo miré y me hizo una seña con el índice en la sien.
Los portones llegaron y las pastecas se hicieron de goma cuando las levantaron, siguieron los cabos
trayendo la bolsa. Helmut colgado de las cuerdas que atraviesan la popa, parecía un mono haciendo
cabriolas en el zoológico. Si en ese momento se cortaba un cabo, el chicotazo lo parte por la mitad o
por lo menos le saca la cabeza. Conclusiones; la red llegó pero la bolsa quedó en el fondo del mar.
El gran pescador se mandó una cagada que no la hace ni un pilotín.
Julián y el gallego decían: ustedes los argentinos dicen que los gallegos somos brutos, y este que
tenemos arriba ¿Qué es? , Profesor?
Amainó la tormenta y amainaron los comentarios, siguió el zar con su régimen de Scardale y siguió
manducando picadas y whisky.
Como el horario era seis por seis el menú lo tenía que preparar yo, pero esta vez el valet tenía que
venir sin joder, porque si no cobraba otra vez.
Al “tano” no le podía sacar la costumbre de forrear, pero cagándolo a pedos pude conseguir que le
hiciera bizcochitos y algunas masitas de hojaldre que yo le dejaba encañonadas a la tripulación, él
sólo tenía que meterlas en el horno y chau. Cuando las mil hojas salían altas y perfectas se asomaba
al pasillo esperando que subiera Portillo a la guardia para mostrarle la bandeja diciendo: “¡Mirá que
hice!”. Parece mentira, "escupida de mate de leche", me volvió loco.
La planta del barco trabajaba bastante bien, el langostino se bañaba con canastos, se clasificaba bien
pero congelaban en placas, pronto con las mejoras de las cintas la producción sería óptima. Como
no se podían descuidar las merluzas en las Bader, Cossio era el encargado de preparar la producción
de langostinos.
Pepe Barrientos me dijo que éste era un pescado grande de Bridas y le había pedido que se calmara,
que no hiciera quilombo, que todo pasaría. Pero me agregó: “conozco un abogado que de un tornillo
hace un tirabuzón, todas las compañías pesqueras le tienen un miedo atroz, hay una que para que no
le haga más juicio lo nombró jefe de personal y le paga el sueldo sin laburar, lo voy a contratar para
hacer un juicio, sí o sí los voy a cagar”. Estaba tan engranado que me callé la boca.
Los ánimos caldeados, el “tano” rufianeando, Pedroenvidiando mi camarote y mi contrato, el valet
llevando las bandejas como mozo de casamiento, todo esto estaba armando una bomba que
estallaría en cualquier momento.
Una noche jugando ajedrez, el médico me notó distraído, me preguntó por qué no me concentraba
como antes en el juego, cometía algunos errores dejando pasar jugadas fáciles de ver. Cuando le
conté mis cuitas me dijo: “si usted va a un kiosco y pide caramelos, el kiosquero le da caramelos, si
usted pide cigarrillos por guita le dan cigarrillos, pero si usted le pide cien, doscientos, trescientos
pesos de salud el tipo lo va a mirar y le va a decir; aquí no se vende salud, si no la cuidó jódase
boludo”. Le pedí un tranquilizante y me fui a dormir.
Al otro día todo era Piripipi... Buruluru... La vida sonreía nuevamente.
Estaba por terminarse el combustible, pero a la bodega le faltaba bastante, un poco por el marisco y
otro poco por el inútil que teníamos en el puente, así que según los cálculos del Jefe de máquinas la
vuelta la pegaríamos para el veintitrés de diciembre, para el veintisiete a puerto.
Pese al Piripipi y al Buruluru el trabajo se complicaba porque teníamos que preparar el nuevo
pedido de víveres. Por el despelote del “tano” con el laterío, el inventario se me hacía complicado.
En la cámara de verduras dejó podrir un cajón de tomates que le dije que usara para las salsas. Para
las sopas arreglaba todo con verduras deshidratadas, las reservas del buque le servían a Gargiulo,
para hacer cebo toda la noche y jugar a las damas con los portugueses mientras estos esperaban la
Caldeirada. No hay duda esta marea me estaba haciendo volver loco.
Terminé el pedido, otra vez el Piripipi y el Buruluru, de pronto el valet ¡No podía ser! Si todavía no
tenía que venir a buscar el menú ¿qué podía pasar? Sabía bien que si jodía un poco podía ligar una
marimba. Bajó los ojos como era su costumbre y pausadamente dijo: “el señor capitán vería de buen
grado que el día veintitrés de Diciembre, o sea de este mes, el señor maestro preparara una torta de
cumpleaños con canapés y algunas masitas especiales porque es el cumpleaños del jefe de cubierta
o sea "Chapulín”. ¡Ah!... me olvidaba, recomendó también que no faltaran velitas y alguna alegoría
en la torta”. Cuando iba a seguir hablando le tapé la boca, lo di vuelta y lo empujé al pasillo. Justo
cuando termina la marea este hijo de puta maricón quiere la fiestita.
Le dije al “tano”, cuando tomó su turno, que fuera preparando bizcochuelos porque al final de la
marea la fiestita era para todos, aprovechando la del “Chapulín”. Calculamos todos los postres y las
masas para el 24 de diciembre, o sea Navidad, un día después del cumpleaños. Un día más o un día
menos, ¿A quién carajo le iba a importar? El día veintitrés fui al consultorio a jugar ajedrez, pero la
cabeza me dolía tanto que le pedí un analgésico. Igual preparé el tablero.
Estábamos en medio de un juego bastante interesante cuando golpearon a la puerta del consultorio.
El médico acudió prestamente, frente a él, bajando los ojos como era su costumbre, el valet: “¿está
el maestro de cocina? Dígale que el señor capitán lo espera en el salón de oficiales”. Sin mas, dio
unos pasos atrás y se retiró como una Geisha.
Cuando entré al salón de oficiales Pedroal lado de Portillo, parecía Agripina con Nerón, “Chapulín”
con otros dos oficiales se mantenían algo alejados. Imperiosamente como comisario de pueblo, me
preguntó Portillo: ¡¿cuál es la razón por la cual usted no preparó la fiesta de cumpleaños que le
encargué para el día de hoy?”. “Porque la fiesta la preparé para toda la tripulación para el día de
mañana que es Nochebuena, no sólo festejamos el cumpleaños del jefe de cubierta, sino que vamos
a festejar el fin de la marea, la Nochebuena y la Navidad. Además hoy yo estaba con migraña”. Se
puso lívido, le temblaba el labio inferior, no recuerdo si babeaba, pero le salió una bolufrase que
casi me hace reír: “yo no conozco al tripulante Migraña ni me interesa saber que hace usted con él,
lo que sí sé es que usted desobedeció mi orden”.
Llené mis pulmones de aire, con mi mayor calma le conteste: “la cocina no es la confitería "Del
Molino” ni “El Cañón de Santa Fe” ni “Los Dos “Chino”s”, la torta y todos los chiches están
programados para toda la tripulación que mañana festejará el cumpleaños y el retorno a Puerto
Madryn, por suerte. A parte, le digo que terminó el régimen de Scardale porque ésta no es una
clínica para obesos, desde ya le digo que al llegar a puerto pido el desembarco”.
“Délo por descontado” dijo enrojecido, “mientras yo comande este barco, usted no sube”. Nadie
dijo una palabra, sólo se escuchaba el chasquido de las olas golpeando el casco.
Bajé al camarote del médico, le pedí un tranquilizante continuando la partida, antes le pregunté si
conocía al tripulante Migraña. “Pero si migraña es una jaqueca” dijo. “Entonces si encontramos al
tripulante Jaqueca se lo mandamos al capitán, porque no lo conoce”. Después que le conté lo
sucedido inclinó el Rey y me dijo: “vaya a dormir Antonio, por hoy ya tengo bastante”.
En la soledad de mi camarote abrazado a la almohada, comencé a jugar un ajedrez imaginario.
Teníamos que saber de antemano las preguntas que obviamente me harían y las respuestas que yo
daría. Una de ellas, la cuarta era: Si ustedes siguen con ese tarado van a tener más pérdidas que
ganancias. Y esta fue justo la pregunta que me hizo Churruarín (Mandrake) que por suerte había
quedado como jefe absoluto
En la fiesta el “tano” estaba hecho un avión, corría y andaba como loco mandando al valet cargado
hasta la manija. Barrientos se encargó de la maestranza. Correa y yo nos encargamos de los
marineros. Los portugueses eran los que estaban fuera de sí, se les terminó el contrato, todos
pegaban la vuelta a su patria, eso les dio connotaciones de despedida. Los muchachos argentinos
querían hacer con una sábana un "Pasacalles" en joda: "El primer cocinero pirova en el puente”. Les
pedí por favor que no echaran más leña al fuego, porque me podían perjudicar, menos mal que me
obedecieron.
“Chapulín” apareció en la cocina, me pidió disculpas ajenas. Le dije que comprendiera mi situación,
no podía hacer fiestas para uno solo cuando al otro día haríamos una para todos, la torta de él con
las velitas escrita con glacé real la frase: “Feliz cumple Chapu”. Me dijo que él y Cossio no podían
comprender cómo el capitán era tan boludo, pero me pidió discreción.
Sabiendo que me iba a tomar franco, o las de Villa Diego, Bongiolati no trajo a mi señora. Otro que
se tomaba franco era Helmut, así que Bety se quedó en Palermo.
Cuando el barco llegó a puerto sentí que en el bolsillo tenía el as de espadas. La primera pregunta
fue la del capitán Olmos quien fue el primero que embarcó. El ajedrez mental del camarote
comenzó. Mi respuesta ya estaba registrada.
Capitán le dije: “este buque es al revés del Arca de Noé”. “¿Por qué?” me preguntó. “Porque el Arca
de Noé se llenó de animales con algunos cristianos, en cambio, en éste se llenó de cristianos con un
animal”.
El estar liberado, teniendo todo a mi favor me dio cierto aire triunfal que capitalicé tomando todo
con gran sentido del humor.
La segunda pregunta fue la del jefe de personal Bongiolati, la respuesta también estaba prevista:
“Bongiolati, quiero tomarme una marea de descanso, porque tengo que cambiar el aro de popa, las
hemorroides me tienen loco”. Bongiolati que también tenía sentido del humor me dijo: “eso se
arregla fácilmente, llamando al jefe de máquinas que es griego, te lo arregla enseguida.
Seguimos con la ceremonia del desembarco entre argentinos y portugueses que rajábamos. Con
Helmut a mi lado emprendimos el regreso en el micro que nos llevaba al aeródromo, cincuenta
personas con todos los bagayos y barba de dos meses, parecíamos un grupo de guerrilleros, hablar
de guerrilleros en esos tiempos era pecado mortal. Por mis paseos con mi señora tenía un traje
aceptable, sin barba con anteojos, me daba un aire paternal sobre todos, no por la pinta sino por la
edad. Cuando subimos al avión se me ocurrió una broma para distender el nerviosismo. Reuní a las
azafatas diciéndoles: “señoritas, estos muchachos hace tres meses que no ven una mujer, pues
estuvieron embarcados, yo como soy su jefe les recomiendo tener cuidado cuando los atiendan, a
veces se pueden propasar”. Escucharon con atención las chicas agradeciéndome el aviso.
Empezó el carreteo, cuando estábamos en vuelo las azafatas pasaban por los pasillos del avión
frunciendo el culo de costado, como si estuvieran leprosos. Cuando pasaban con los carritos
alcanzando las bandejas fruncían el ceño levantando la punta de la nariz como oliendo caca.
Algunos de los muchachos preguntaba: ¿Qué carajo les pasa a estas boludas, que no nos dan pelota?
Helmut apretó cuatro veces el botón del llamado a la azafata y las cuatro veces lo atendieron
trayéndole whisky en botellitas pequeñas. Sin duda creían que era un turista, pero a la cuarta
botellita se puso en pedo y no le dieron más pelota. Helmut empezó a putear en alemán, si no lo
freno seguro lo bajaban en Bahía aunque el viaje era directo a Buenos Aires. Cuando retiraron las
bandejas las minas parecían aterrorizadas pese a que los pibes asombrados ni las tocaban. En verdad
con el hambre de minas que teníamos si alguna de estas chicas caía en nuestras fauces sería lo
mismo que una gallina caiga en un lugar lleno de cocodrilos, pero nadie tocó a ninguna, sólo el
temor dibujado en sus rostros nos hacia morir de risa.
Uno de los marineros me dijo: “Si estas minas están aterradas, cuando ven una pija ¿Qué pasa, se
mueren?”. “Si” les dije, “¡de risa!”...Entonces les conté la verdad. Se corrió la pelota en el avión,
todos me querían matar, cuando ya me estaban por armar un lío les dije: “que la inocencia les valga,
hoy es veintiocho de diciembre, día de los santos inocentes”.
El avión aterrizó, cuando las minas daban las gracias desde dos metros con el culo contra los
mamparos, hasta los pasajeros comunes se cagaban de risa, pues se había corrido la bola de la
broma. Cuando nos despedíamos mientras esperábamos los bagayos y las valijas, los portugueses
me abrazaron porque la despedida era para siempre. Helmut a Palermo, yo a mi casa. Al alemán lo
dejé solo porque la guita la llevaba en un cheque cruzado, por las dudas le tomé el número al taxi
que lo llevó.
EL CAMBIO
Cuando un marinero llega a su casa después de tanto tiempo idealiza a su mujer e hijos creyendo
estar en el Jardín del Edén.
Al otro día puse los pies sobre la tierra. También los puse en la compañía: “vengo a saludarlos a
todos y a desearles un feliz Año Nuevo”. Todos al unísono me saludaron, entre ellos una rubia
rellenita a la cual yo en mis visitas a la compañía le había echado el ojo, pero contenía mis impulsos
porque esta chica quería pisar en firme y el piso mío estaba bastante resbaloso, aún así, se había
fijado en mí como un amor imposible.
Se acercó Graciela (mi inolvidable amor imposible) y me hizo la tercera pregunta: “¿Qué le pasó
maestro? Me dijeron que se armó un lío en el barco ¿Es cierto?”. “Sí” le contesté, “pero no te
preocupes, de vez en cuanto te voy a ver”. Bajó los ojos, lagrimeando me dijo “de vez en cuando
no. O siempre o nunca”. Como era lógico opté por nunca. La tijera de podar en manos de una mujer
es un peligro latente, yo amo mis testículos.
La cuarta pregunta fue, después de saludarme, la de Churruarín: “¿Como anda el viejo cascarrabias?
¿Qué le pasó?”. Le conté de pe a pa todo lo sucedido, pero él ya estaba enterado de todo. “Tómese
la marea de vacaciones” me dijo, “cámbiese el aro tranquilo, yo pronto le pongo la proa a Portillo y
usted vuelve al buque”. Dejé picando la respuesta y me despedí de todos con gran efusividad. Pasó
fin de año.
La obra social del S. O. M. U. se portó muy bien conmigo, sanatorio, análisis, radiografías, el
médico cirujano una eminencia, doctor Almanza, profesor de la universidad, proctólogo de fama,
pero con un dedo anular más grueso que una morcilla. Cuándo me revisó con una preciosa
enfermera de asistente, transpiré de puro machista, y de puro machista me aguanté el dedo de
Almanza, mientras pensaba, ¡Qué guapos son los putos!
La noche antes de la operación, la santa de mi mujercita me afeitó el culo, pero como es media corta
de vista la faena quedó a medio realizar, la otra media faena quedó en manos de la bonita
enfermera, yo el gran machista tuve que entregar el marrón como un corderito cuando lo degüellan.
La operación fue un éxito, pero mi problema de machista continuaba, no podía orinar en el
papagayo, no había caso tenían que sondarme. Sería posible que un tipo tuviera que pasar tanta
vergüenza. Apareció una piba jovencita recién recibida, traía una cubeta con una sonda, vaselina y
guantes. No había caso, ni con una careta de amianto tapaba el fuego que salía de mi cara. Minuto a
minuto el drama seguía en aumento. La piba, con el guante lleno de vaselina trataba de embocar la
sonda. La cabeza del pene se escondía bajo el prepucio como un gusano de seda en su capullo.
Nunca pasé tanta vergüenza, nunca transpiré tanto, ella, cada vez más nerviosa, transpiraba más que
yo. De pronto apareció la enfermera asistente de Almanza, le sacó la sonda a la piba, agarró el pito
como si fuera el cogote de una gallina y metió la sonda en un segundo. Miró a la chica, seriamente
le dijo: “¡Nena, me extraña que vos a tu edad no sepas agarrar el pito de un hombre!”. Yo, el
machista seguía a merced de las mujeres. No terminó todo ahí, desgraciadamente mis penurias
siguieron, una cucharada de laxante y a esperar el desenlace.
La mujer que alguna vez parió naturalmente, supo del dolor, pero tuvo el premio del bebé en su
regazo, pero yo nunca supe de una mujer que haya parido un puercoespín, yo sí, o el laxante era
poco o mi ano estaba demasiado cerrado, yo parí un puerco espín. Fueron tan grandes los pinchazos
y el dolor, que mirando alguna documental, al ver corriendo a ese animalito, pienso que es mi hijo.
Cuando me dieron de alta me citó Almanza para cinco sesiones de ablandamiento de esfínter. En
una palabra la salchicha de su anular tenía que seguir causando estragos en mi orgullo. A la tercera
visita no fui más, tenía miedo que esas sesiones crearan hábito. Por suerte quedé cero kilómetro y
me salvé de ser gay.
Vino Helmut un día con su pareja y mientras las dos mujeres charlaban, lo invité a conocer un
negocio que había alquilado mi concuñado. Como el “Fitito” necesitaba unos litros de nafta paré en
una estación de servicio y al bajar un pequeño escalón, una mancha de aceite fue motivo de una
caída, esa caída fue el motivo de fractura de tibia y peroné. Esta vez en brazos de Helmut, otra vez
al sanatorio. Seré breve, operación, clavos, yeso y recuperación, total sesenta días. ¿La mancha de
aceite no habrá caído del auto de Portillo, cuando paró a cargar nafta rumbo a Mar del Plata con el
“tano”?
Mientras estaba en casa tuve un llamado importante. Verola quería saber como andaba, yo le
contesté que en silla de ruedas. Creyó que era una broma y continuó: “Estoy en una compañía
importante como capitán de armamentos, lo necesito cuanto antes. La compañía es “Pescasur” y las
perspectivas son muy buenas. Supe de su problema con Portillo, le sugiero que renuncie y venga a
trabajar con nosotros, el barco se llama “Alvamar II” y la compañía es cincuenta y uno por ciento
española y cuarenta y nueve por ciento argentina”. Le dije que tendría que esperar unos días porque
tenía por lo menos treinta días de recuperación; Le conté el accidente, quedé después en verlo lo
antes posible. Con muletas fui al correo y presenté la renuncia.
En tren de recuperación me vino a visitar nuevamente Helmut, esta vez sólo, me contó de la
discusión con Bety. Me pareció raro porque cuando me vinieron a visitar al sanatorio estaban tan
acaramelados que parecían hipocampos. “No Tito, yo no aguantar más, negra sólo tener de noche
dos botellas de cerveza en heladera y a veces olvidar de enfriarlas, eso no posible”. Lo miré y creí
que me estaba cargando, después me dijo lo del pelito negro y pelito rubio. No hay caso la guerra a
este hombre le afectó la parte cerebral donde están alojadas las células de los fascículos esferoidal o
pterigoideo. En una palabra le jodió la libido. Le dije de todo al alemán, pero éste era más duro que
un vasco. Se fue al barco y no lo volví a ver.
Sólo a mi se me ocurrió ir a ver a Verola a la oficina de “Pescasur S.A.”. El día dos de abril de mil
novecientos ochenta y dos. Un quilombo en las calles que yo no captaba, euforia, alegría, aplausos,
etc., etc. ¿Qué mierda pasa? Pensé. Hace una semana en la calle cagaron a todos a paladas ¿Ahora
aplauden a los que les mandaron a romper los huesos? ¿Se volvieron todos locos? Pregunté a unos
tipos y me contestaron “¡cómo no sabés! tomamos las Malvinas. ¡Viva la patria!... Rajamos a los
ingleses...” Algunos gritaban: “que vengan que los vamos a sacar con pavas de agua caliente, a
patadas en el culo los vamos a sacar, los vamos... ¡Viva la Patria!”. No sabía donde estacionar, no
había lugar por ningún lado, en el Correo Central había canas con ametralladoras por todos lados,
de pronto la lamparita, esta vez de golpe. Me metí con el “Fitito” en el correo. ¡Sorpresa! Ninguno
me ametralló. Cuando vinieron a ver quién era el borracho que se había equivocado de cantina,
saqué las dos muletas, con tranquilidad mostré la libreta de embarque, el carnet del destacamento de
Puente La Noria, la libreta de embarque panameña, que tiene la tapa con letras doradas y dije:
“señores, soy funcionario de personal embarcado de la Prefectura Naval Argentina, estoy
accidentado y debo presentar un informe sobre hechos acaecidos en mi nave”. Vieron todos los
carnets y libretas, no entendieron un carajo, pero me hicieron un saludo benevolente, salí con las
muletas exagerando mi renguear, mi actuación fue a mi entender formidable, mi ego por supuesto
subió una escala interminable. Llegué a las oficinas de “Pescasur S.A.”. Después de caminar varias
cuadras y me encontré con Verola. Cuando me preguntó como había hecho para estacionar con todo
el bolonqui que había le contesté: El coche lo dejé en el Correo Central y me lo están cuidando dos
policías con ametralladoras. “Usted está seguro que la operación fue en la pierna. Antes de
embarcar va ser revisado por nuestros psicólogos, porque estoy dudando de su cordura”. Lo miré
con sagacidad y le dije: “Verola, usted sabe que no soy tan gil, si usted me revisa por los psiquiatras
yo le reviso los camiones de víveres”. Sonrió nerviosamente y me dijo: “Antonio, yo lo necesito en
el barco cuanto antes”. Me dió el pasaje y el 5 de abril tenía que viajar a Puerto Deseado vía
Comodoro Rivadavia, donde nos esperaría el micro.
Cuando llegué a casa me dijo mi señora que había hablado Barrientos por teléfono. Que en cuanto
llegara lo llamara. Lo hice. Una voz desesperada me dijo: “sabés Antonio, a mi hijo que estaba
haciendo la colimba se lo llevaron a las Malvinas”. Lo consolé como pude y sólo supe decir “estos
tarados no saben lo que hacen”. La voz se quebró, después supe que ahogando su pena en alcohol
murió. No pude ir a su entierro porque estaba navegando, pero después ayudé a su mujer a cobrar
los francos con el abogado Iturralde, que lo representaba.
EL ALVAMAR II
A las seis de la mañana del día 5 de abril de 1982 estaba yo en la cola de Aerolíneas Argentinas
despachando los equipajes. Detrás mío seguían formando fila un grupo de gallegos que parloteaban
en su dialecto y que yo bien entendía por la ascendencia de mi señora, todos de la Coruña. No lo
hablaba bien todavía pero no me faltaba mucho. Me di cuenta rápidamente que eran tripulantes del
“Alvamar II” y por su conversación supe que pisaban por primera vez suelo Argentino. Detrás de
los gallegos formaron fila un montón de gitanas con el jefe de la tribu, que hablando un idioma
rumano daba órdenes a diestra y siniestra. Calculo yo que entre mujeres y pibes pasaban las
cuarenta personas.
Concentrado en mi embarque no le di bola a nadie para, una vez sentado en el avión, pasar otro
poco de la película que tal vez en algunos puntos olvidé. Me tocó el asiento de la ventanilla sobre el
ala derecha, y a mi lado ¡Oh... sorpresa!, el “gitano”. Con este tío a los gritos con las gitanas tuve
que dejar la película para otra oportunidad.
En la punta del ala del avión vi que una finísima hebra de lana de vidrio salía por el borde de las
costuras. Muchas veces cuando se colocan los chapones, un poco de lana de vidrio queda flotando.
Carreteó el avión y no me preocupé más del ala. Directo a Comodoro Rivadavia en algo más de dos
horas, según las palabras del comandante estaríamos aterrizando. El “gitano” a mi lado seguía
refunfuñando con las gitanas y las pobres, como ovejas se apoltronaban en sus asientos. Una hora y
media volando y yo tenía los huevos por el suelo (del avión por supuesto). Las gitanas iban y venían
del baño, cada una que pasaba al “gitano” tenía algo que decirle. Los gallegos en el fondo reían
como locos, se quejaban porque en el avión las viandas que repartieron las azafatas no tenían
pescado, ni jamón de jabugo, ni tortilla, ni pinchos de chorizo colorado. Esta vez la película la
adelanté un poco y me vi en el barco con estos tíos, si aquí protestan por la bandeja del avión,
cuando falte algún alimento en el “Alvamar II” el bolonqui va a ser terrible. El “gitano” a mi lado
por primera vez me dirigió la palabra, en un castellano medio trabado me tuteó: “¿decime que es
eso que está sobre las alas?”. Miré y vi que el sol daba reflejos rojizos sobre la lana de vidrio, con el
viento se movían como pequeñas llamitas, era obvio que no tenía ninguna importancia. Estoy
predestinado a las jodas, no sé si algún ancestro mío me pasó los genes del humor negro, debe ser
un vicio que llevaré a la tumba.
Le dije al “gitano” con voz grave y los ojos desmesuradamente abiertos: Es fuego, el avión se está
incendiando. Creí firmemente que el “gitano” no era tan boludo. Empezó a gritar como loco en su
idioma contagiando a las gitanas, que histéricamente con sus llantos sembraron el espanto en los
pasajeros. El pánico fue general y los gallegos en el fondo ya estaban arrancando los asientos
porque no encontraban el paracaídas. Yo cada vez me hundía más en el mío y trataba de desaparecer
como si fuera Fu Man Chu.
Rápidamente las azafatas, el comisario de abordo y el copiloto trataron de calmar a los pasajeros.
Con firmeza el comisario de abordo tomó un megáfono, lo agarró al “gitano” de los pelos y le metió
el aparato en la boca mientras le ordenaba que en su idioma, calmara a las gitanas, que no había
ningún incendio, que todo era una confusión, que no fuera tan pelotudo. Mientras tanto las azafatas
calmaban a los demás pasajeros y a los gallegos. Como pude me di vuelta en el asiento y les hice
señales de calma, poco a poco se restableció el orden. Cuando se me acercó el comisario, tuve que
actuar nuevamente y hacerme el tonto: “Señor, si yo creí que era fuego ¿Qué quiere que haga? ¿Por
qué no le dice al personal de mantenimiento que limpie bien el borde del ala? A mi me pareció ver
llamas, pero le dije despacio al “gitano” porque él me preguntó. Yo estoy acostumbrado al peligro y
en estos trances se que hay que mantener la calma, soy hombre de mar y estoy acostumbrado al
peligro”. Con este discurso zafé de ir en cana.
El cachivache que nos tenía que llevar a Puerto Deseado, parecía esos carromatos que en la India
llevan a los intocables cargándolos como gallinas y echándole sus bártulos en la baranda del techo.
Trescientos kilómetros eran demasiado en ese micro, no se si mi culo recién cocido podía aguantar
el traqueteo en el poceado camino por tierras yermas.
No fue sorpresa ver entre los pasajeros del ómnibus a los gallegos que buscaban el paracaídas en el
avión, pero si lo fue cuando vi que subían un montón de japoneses que también venían en el viaje.
Yo en le jaleo no me había dado cuenta de la oblicuidad de sus ojos, algunos me miraban como si
yo fuera un estúpido, pero otros se reían pues se habían percatado de que era una joda. Lo raro es
que todos llevaban bates de béisbol, le pregunté al chofer si los japoneses formaban parte de algún
equipo, este me dijo que eran marineros de dos barcos japoneses que operaban en la zona, el
“Kasuga Marú” y el “Rocco Marú”. “¿Y para que llevan los bates?” pregunté. Me dijo que a veces
cerca del muelle practican algún tirito, pero la mayoría los llevan porque trabajan en el barco con
los argentinos y los usan para dárselos en el marote al que no labura o se hace el vivo. Cada diez
días atraca el barco en la ría y deja algunos lastimados, el cuchillo también se usa bastante y en
Prefectura no dan abasto con los expedientes. En ese barco no se jode, si no laburás hay quilombo
seguro (intento de homicidio).
También subieron algunos pasajeros bien trajeados que viajaban desde Buenos Aires y
representaban a “Pescasur S. A.”. Estos también se habían cagado bastante y no me miraban de
buena manera, pero los que rompieron el hielo fueron los gallegos que al darse cuenta que yo
formaría parte de la tripulación del “Alvamar II” se sentaron a mi lado y en los asientos anteriores y
posteriores para tirarme la lengua y que les explicara que había pasado en el avión.
Les conté en un gallego que aun no dominaba bien todo lo sucedido, se los expliqué así para tratar
de limar cualquier aspereza que pudiera encontrar cuando supieran que un argentino les iba a dar de
comer.
Pero después siguieron en un español correcto, “me cago en la hostia, menudo jaleo, ¡Qué follón
madre santa...! ¿Pero cómo en Argentina los aviones no tienen paracaídas?”. Les expliqué que en
ningún avión de pasajeros, de ninguna parte del mundo llevan paracaídas. “¡Ah no! ¿Y si te caes,
como haces para salvarte?”. Este párrafo corre por mi cuenta y en la actualidad (año 2000) ¿Cómo
hicimos para darle Aerolíneas Argentinas? ¿Me lo puede alguien explicar? -
Seguimos la conversación y comenzaron las presentaciones, el primero, “Manolo” el contramaestre.
El segundo, Alfredo maquinillero. El tercero, Leo, jefe de planta. Cuarto, Iglesias, también
maquinilla. El quinto Paco, también contramaestre. Sexto, Torreira (el vasco), segundo jefe de
planta. El séptimo, Carballese, electricista. El octavo, Piñeyro (“Caldereta”). Pregunté: “¿cómo?
¿nombre y apellido igual?”. “No, también me llamo “Manolo”, pero es para no confundirte”.
“Bueno”, conteste, “sé que cada tres españoles hay un “Manolo”, así que tengo que
acostumbrarme”. El noveno, José, maquinista. El décimo, un tío de mi edad o algunos años más, se
presentó Santos el ranchero y por último Zoto el mozo. Dijeron que algunos más vendrían con
Verola al otro día.
En el barco ya había bastantes tripulantes españoles, pero todavía faltaban los argentinos que por
supuesto estaban de franco y no habían embarcado.
Paramos en Caleta Olivia. En una mesa formada por los españoles se agregó un pasajero del avión,
invitó a todos con un café y dijo “me llamo Alberto Gadea y soy el jefe de “Pescasur S. A.”. En
Puerto Deseado, estoy con el director general de la compañía señor Ordiales. Les deseo una feliz
estadía en nuestra embarcación”. Recién ahí me di cuenta que eran dos los barcos, “Alvamar I” y
“Alvamar II”.
Dirigiéndose a mi me preguntó: “Supongo que usted es el cocinero recomendado por Verola” “Sí”
contesté, entonces tuteándome me dijo: “No se te vaya a ocurrir otra joda como la del avión ¡Qué
cagazo me hiciste pegar! A Ordiales le duele el pecho. Si llega a ser un infarto y se muere, el
director voy a ser yo”. Me di cuenta que este tipo era más bromista que yo, teníamos por suerte un
competidor formidable. Cuando le dije seriamente que había que mandar un telegrama colacionado
a Aerolíneas Argentinas porque estos muchachos buscaron los paracaídas y no encontraron ninguno.
“Te tenés que hacer cargo de la queja” le dije. Aparte me contestó: “ahora son bastante boludos,
pero cuando se aviven te puedo asegurar que les salen unos espolones así, y el índice y el pulgar se
separaron ocho centímetros”.
Recordé que Verola me había dicho que cerca de Puerto Deseado esta la Isla de los Conejos. Si
alguna vez tenía tiempo iría a cazarlos, así que aparte de la pistola traje una escopeta. Otras de mis
locuras fue siempre la cacería, los conejos pronto estarían en cazuelas.
Subimos otra vez al carromato y no se me ocurrió ni por asomo comprar un almohadón para el
“cuyanito”, no vayan a saber los muchachos que ando con el aro nuevo. Gadea se sentó a mi lado y
siguió hablando del barco donde yo tendría que embarcar, “es una nave macanuda, tiene un
cocinero gallego que lo trajimos de A. P. I. un buen tipo no vas a tener problemas con él, porque
quiere tener uno que lo salve de los argentinos. A veces lo quieren matar porque para él no hay otra
cosa que pescado y tortilla, si sabés cocinar un poco sos Gardel”. Siguió hablando Gadea, “el Don
Corleone del barco, Dueño y Señor, Jefe de todos los Jefes, Capitán Pescador, Látigo de los Mares
es el terrible Domingo, si te llevas bien con él te culeas a cualquiera, él y el jefe de máquinas, Pedro
Rondiño son los dueños del cincuenta y uno por ciento de la compañía”.
Menos mal que este tipo me estaba avivando, así yo puedo elaborar mi estrategia. Poco a poco
adelanté algunas jugadas en mi ajedrez imaginario y seguí conversando con Gadea que no paraba de
avivarme sobre los inconvenientes que pudiera tener, “ojo con el jefe de compras que es el capitán
de armamento, se llama Torres y es cubano, lo rajó Castro por chorro y aquí lo contrataron porque
la teoría es: si un tipo es bien chorro e inteligente, afana él solo y no deja robar a nadie” ¿Quién dijo
que los gallegos son boludos?
Me cambié de asiento no por el parloteo de Gadea, sino para ver si encontraba uno algo más
mullido. El culo me estaba pidiendo un cambio. Me senté al lado de “Manolo”, el contramaestre,
morrudo, bajito, con una sonrisa siempre a flor de labios, este muchacho como contra, fue para mí
el mejor pescador que vi en todos los barcos, tanto o mejor que Helmut. Agil, intrépido, tejedor
sensacional, las mejores costuras de los cabos que vi en mi vida. Le pusimos un apodo, el
“Chancho” y él reía y reía, se hacia el enojado y corría a los marineros con una zapatilla haciéndose
el payaso. Hago un homenaje anticipado a este hombre, junto a Leo y Alfredo, porque ya no están
en este mundo, lo dejaron anticipadamente, poco después que yo dejé el barco. Los mejores
hombres que nos mandó España fueron cortados por malditos cabos de acero que a veces no
aguantaban el esfuerzo de tanta carga.
Dejo atrás el recuerdo de estos muchachos y sigo con el relato de mis aventuras con ellos y con
todos los que me acompañaron en el “Alvamar II”. Con esta gente pasé los mejores años de mi vida.
Los argentinos también pusieron su cuota de humor y tolerancia a mi trabajo, y el respeto que recibí
de ellos hacía que me multiplicara y quedara bien con Dios y con el Diablo.
Muchas veces me dijeron: “No te rompas tanto, nunca vimos a ninguna compañía dar la medalla de
oro a ningún cocinero, tampoco te la van a dar a vos”.
El gallego “Manolo” me preguntó sobre mi contrato con Verola, quedó asombrado sobre la garantía
que me daba. “Hostias, joder con este tío, el porcentaje es igual al mío, pero las garantías nos dio
por el culo, menos mal que me dijeron que en Argentina hay mucho pez y pasa la garantía con
seguridad, sino pego la vuelta, la cona (vagina) de la madre”. Siguió conversando este muchacho en
un gallego bastante entendible. “Casi todos son de Vigo menos Paco que vive en las Canarias y es el
más inteligente. Cuando no navega se gana la vida tejiendo hamacas de las que se cuelgan”.
“¿Paraguayas?” pregunté. “Como paraguayas ¿estás tolo? Si las hacen los españoles, si las fabrican
en España, son hamacas españolas. ¡Hostias...Joder!”.
Cerré los ojos un ratito, respiré profundo y me dije: “¡ay! la que te espera Tito”. Siguió “Manolo”
conversando: “El que no es Vigo, pero vive en Galicia es Torreira, el vasco. Ese tío sí es jodido, no
sé si no es de la E. T. A., mira que cuando discute con alguno lo primero que piensa es ponerle una
bomba en el culo a él y a toda la familia”. “Carajo” dije, “entonces con este tipo nadie se la puede
pasar bomba”. Como no entendió el chiste me preguntó “¿dime, estás seguro que no eres tolo o
gilipollas? Ten cuidado cuando cuezas la Caldeirada, el agua, las papas, y el pescado van dentro de
la olla y la barbacoa por debajo”. Por seguir la joda dije: “mirá “Manolo”, yo inventé un sistema
para hacer la Caldeirada al horno, pongo todo sobre las asaderas del pan y a último momento con
una pava de agua hirviendo mojo las patadas y el pescado. Todo esto para no volcar el agua de la
olla con peligro de quemarme”. No se si me entendió, pero riéndose se tomó la cabeza y espetó:
“Caray con este tío, se las trae, menos mal que tenemos cocinero gallego a bordo, sino este hombre
va al agua seguro”. Siguió riendo el pobre “Manolo” mientras yo paraba la oreja y escuchaba en el
asiento trasero a Torreira: “¿cómo pueden tener en la Argentina un vehículo como este?, no tengo
un hueso sano, la madre que los parió, ni en Tanganica van en esto, yo le metería una bomba a la
compañía de estos carros, otra en el garaje donde los meten y la más grande en el automóvil del
gerente para que explote cuando entre al garaje de su casa”.
Los japoneses en el fondo del micro parloteaban en su idioma y reían alegremente. “Manolo” se dio
vuelta y le dijo a Torreira: “por qué ya que estás poniendo tantas bombas no le pones una en el
fondo a estos gilipollas, yo no sé cómo se pueden comunicar entre ellos si no podemos entenderlos
nosotros”. Cuando llegamos estaba todo roto, recibimos nuestras valijas arrojadas desde la
barandilla del techo y formamos fila frente al edificio de Prefectura de Puerto Deseado para sellar el
embarque, sobre todo de los muchachos españoles. Se acerca a mi el señor Ordiales y dándome la
mano se presenta: “Así que usted es el nuevo cocinero que recomendó Verola, le voy a decir algo,
cuando estábamos en Buenos Aires en el salón de embarque de Aerolíneas se me acercó una gitana
y me quiso adivinar la suerte, me negué, pero si me hubiera dicho que se iba a amar ese follón a
bordo yo me hubiera salvado del cagazo que pasé”. No pude decirle que había sido una joda porque
si no perdía el laburo así que lo dejé con la duda. Dije que “me había parecido ver una llamita, pero
que no había armado ningún alboroto, para que no cundiera el pánico, ante la pregunta del “gitano”
no tuve más remedio que decirle que me parecía que era fuego. Tenía todo el derecho del mundo de
equivocarme, pero puedo asegurarle que he tenido muchos zafarranchos y la serenidad y la cordura,
es lo que tiene que privar”.
Se tragó mi discurso y embarqué sin que me agarrara a patadas y me echara a la mierda, pues en
verdad, este tipo tenía dolor en el pecho y fue, luego me dijeron, un principio de infarto. Así que
Gadea siguió siendo el forro de Ordiales por el tiempo en que yo estuve embarcado. El gerente pasó
de largo y fue protagonista de más episodios que más adelante relataré.
Cuando subí al barco me asombré, parecía un yate. La cocina en la segunda cubierta parecía otro
puente con amplios ventanales hacia proa. Amplia, ventilada, con mesadas y alacenas de fórmica
blanca dándole al habitáculo la sensación de laboratorio. Amasadora “Penzotti” que triplicaba la
velocidad del amasijo, freidora de primera calidad, heladeras de acero inoxidable de mostrador y
vertical, para comodidad de cualquier cocinero. El piso, ya sabemos, cerámica blanca, lisa con
azulejos, muy buena para romperse una costilla si no se tenían zapatillas antideslizantes con
ventosas como las de tenis (a mi me salvaron). El que usa otro calzado tenía que saber patinar como
jugador de hockey sobre hielo. Casi todos los barcos de gran porte las ponen en el lugar donde
menos baila el barco. Pues bien, ésta para llevarle la contra a todos los astilleros, la colocaron
debajo del puente y en proa, donde más bailaba el barco. Mientras pispeaba los pros y los contras
apareció el cocinero español, alto, bien parecido, limpio y con uniforme adecuado, me causó muy
grata impresión. Me dio la mano y rompiendo el hielo me dijo: “Me llamo Román García, soy
gallego de Redondela una ciudad de Vigo, te estaba esperando para que atendieras a los argentinos,
porque válgame Dios no hay caraio que les plazca. ¿Me dijo Verola que tú eres pizzero? Pues hazles
pizza todos los días y que se vayan a tomar por el culo la madre que los parió”. Cuando me tocó el
turno dije: “Me llamo Cimmino, no sólo soy pizzero, sino que también soy cocinero y me la
rebusco bastante en pastelería. Trabajé en el Harengus y no me fue del todo mal, ni con portugueses,
ni con alemanes, ni con argentinos, sólo me fui por mandarlo a la puta que lo parió al capitán, pero
quédate tranquilo Román porque voy a ser un buen colaborador tuyo. Soy ítalo-argentino y mi
señora fue gestada en La Coruña, tu eres el jefe y yo fui criado en un ambiente prusiano”. Estoy
seguro que no entendió un carajo, pero quedó más contento que perro con dos colas.
Me llevó al camarote. Recién ahí me di cuenta que los gallegos le dan más prioridad a las bodegas y
a la cocina que a la comodidad de los tripulantes. En un camarote teníamos que dormir los dos
cocineros del barco, a mi mucho no me importaba, pues estaba acostumbrado al “Borrasca” y al
“Kaleu-Kaleu”, pero como el gallego era el primero dormiría abajo, cuando le dije que yo lo iba a
molestar bastante por mi crónico insomnio, no tuvo ningún problema en decirme que él dormiría
arriba, pero con la salvedad de que él acostumbraba a dormir con la luz encendida. Me salió el
Freud que tengo escondido y pensé, “a éste cuando era chiquito se lo cogió el cuco”, menos mal que
las cuchetas tienen una cortina que amaina un poco la entrada de la luz a la cama.
Me disfracé impecablemente, pero esta vez el gorro lo convertí en un triste sombrerito de pintor. Lo
justo es justo, a este cocinero lo estudié y me di cuenta que le había caído bien por no decir que era
totalmente argentino, tuve que rufianear un poco porque los gallegos me tenían que dar de comer y
yo de entrada no les podía morder la mano.
Entré nuevamente en la cocina y encontré a Román con todos los gallegos que vinieron conmigo
cagándose de risa, era lógico, le estaban contando mi joda en el avión, me miró ya menos
ceremonioso y me dijo: “Mira que eres jodido, me cago en la hostia, a ver si alguna vez te mandas
una aquí así nos divertimos un poco”.
Apareció “Manolo” con un serruchito de cortar zapallos, me lo alcanzó y me dijo: “Ve a máquina y
pídele permiso a José para hacerle un agujero al casco para embarcar agua, dile que estamos muy
por arriba de la línea de flotación”. El pobre me estaba gastando sin darse cuenta ni por asomo con
quien se metía. Román me dijo que les preparara unas pizzas a los paracaidistas, entre ellos Gadea,
que comía por tres. “Busca en la alacena a tu derecha que el proveedor con los víveres diarios trajo
un montón de prepizzas y fugazas así que póneles un poco de queso encima, las calientas y a tomar
por el culo”.
Cuando vi la mercadería casi me caigo, las cebollas de las fugazas estaban pasadas y el tomate de
las pizzas mufado. Por supuesto le dije que amasaba yo. “Si te da el tiempo hazlo, coño, pero como
puta pueden haberse echado a perder no hace dos semanas que las trajeron”. “¿Las tenías afuera de
la heladera?” pregunté. “Claro hombre si están cerradas al vacío”. Lo que no tenía en cuenta Román
es que cuando se envasan en caliente las prepizzas se echan a perder si no las ponen
inmediatamente en la frigorífica.
Rápidamente le eché a la “Penzotti” diez paladas de harina, sal, aceite y medio paquete de levadura
con una pizca de azúcar, agua muy tibia y en diez minutos preparé un montón de bollos a ojo, le
tengo tanto la mano a los bollos que salen todos del mismo peso. Los tape con un lienzo y fui a
estudiar el horno. ¡Madre Santa, que hermosura! El piso refractario me dio una idea y la llevé a la
práctica inmediatamente. Preparé una salsa con bastante ajo, orégano, piqué unas hojas de albahaca,
algo de ají molido y listo. Pelé y corté en juliana algunas cebollas, le pregunté a Román si tenía
muzzarella, por supuesto no había en el barco, pero me arreglé con queso gouda, muy parecido al
Mar del Plata, no uso fresco, pues es muy lechoso y tiene que bancarse un calor que lo queme
demasiado. Hasta finalizar el libro no iba a dar ninguna receta culinaria, pero cuando me hablan de
pizzas y fugazas me vuelvo loco y se me va la mano.
Zoto, el mozo apareció en la cocina y me preguntó si necesitaba algo, “Me vienes de perilla pues
me gustaría tener una tablita de madera terciada de cuarenta por cuarenta, pero nuevecita”. Fue el
hombre hasta la carpintería y en menos de quince minutos yo tenía la tablita en la mano.
Román me dijo que en un rincón de la alacena estaban los moldes para que los limpiara y los
aceitara, cuando le dije que no los necesitaba, pues las pizzas y las fugazas las haría a la piedra casi
se cae de espalda. “Pero si éste no es un horno de pizzería” me dijo. “Eso no tiene nada que ver” le
contesté. “Pues arréglate como puedas con los paracaidistas, total si viene Ordiales yo tengo
algunos pescaditos de más y algunos pezuños hervidos” y agregó, “los gallegos pizza casi no
comemos”. Saqué las rejillas que daban sobre los refractarios y calenté el horno. Como tiene
regulador de piso y techo, hacer pizzas era coser y cantar. ”-
Veinticinco de queso y quince de fugazas, algunas rellenas no alcanzaron para veinte tripulantes y
diez paracaidistas inclusive Ordiales, Gadea engulló una completa doblándola por la mitad y
comiéndola como un sándwich, Santos, el viejo ranchero, fue a un depósito donde había tres
toneladas de doscientos litros de vino que por contrato con los españoles tenía la compañía, me
asomé al depósito y el vino lo sacaba chupando de una goma haciendo sifón a las damajuanas,
después de llenar tres el viejo ya estaba en pedo, Santos parecía que había fumado la pipa de la paz
con los “Pieles Rojas”. La farra fue completa, pero como soy modesto, cuando batieron palmas
incliné la cabeza para mantener mi bajo perfil.
Román se acercó y me dijo: “Muy bien Cimmino, la próxima trata de hacer algunas con pescado o
mariscos. yo no sé por qué navegas, si pones una pizzería te llenas de oro” “Tuve veinte años ese
negocio”, le dije “cada cuatro pizzas que salen del horno una es para la comisaría, otra para
impuestos, la tercera para algún paracaidista o inspector manguero, y la cuarta te la tenés que
repartir entre tu familia y el personal”. “Aquí trabajo más contento pues si la gente es buena y
responde no tenés ningún inconveniente, respiro aire puro de mar y me divierto con tus paisanos y
(actuando) si por suerte tengo un compañero de fierro mi cuota de felicidad será colmada. ”-
Román demostrando que era bastante vivo me contestó: “Mira Cimmino yo trabajé en un
restaurante italiano y como los conozco por las dudas me voy a poner una chapa en la espalda para
que se te doble el cuchillo cuando me quieras apuñalar”. “Si vas por derecha dormí destapado y sin
frazada”, contesté. Me fui a hacer un ratito la siesta y acomodar mis bártulos en el armario, el
gallego ágilmente subió a su cucheta y también se echó un sueñito. La luz siempre encendida para
que no entrara el cuco.
Por la noche con unas papas, pescado, bifes y ensalada en dos patadas le dimos de comer a los
pocos marineros que quedaban en el barco los demás habían ido a pasear por el pueblo, cuando
vinieron del paseo los gallegos comieron ferozmente el pescado que quedaba, Román con una
maestría envidiable preparó un montón de omelets. Me dijo que en el hotel donde trabajaba cuando
era un chaval el maestro cocinero le pegaba un coscorrón cuando le salían mal los omelets, tenían
que ser un triángulo perfecto, así que esto para mí es como para tí hacer fugazas y pizzas. Los
gallegos comían y protestaban por los precios que habían visto en los comercios de la zona, pero
más chillaban por los precios de las putas en los boliches, “la madre que las parió”, decía Zoto, “una
tía me pidió cien dólares por una follada, pero que se creen estas putas, ¿qué tienen la cona de oro?
yo esos cuartiños no se los doy ni a la reina de Inglaterra”. Román dijo: “Coño si la reina de
Inglaterra es tan fea que para follarla te tiene que pagar ella a tí”.
“Más fea es la Margaret Tatcher”, contestó Zoto, “en un diario argentino la vi retratada con dos
colmillos afuera”. “Eso es un truco” replicó Román. “No estaba jugando ni al truco, ni al mus, ni a
la baciga, estaba retratada solamente la cabeza”, replicó Zoto y siguió diciendo: “Mira que eres duro
de entendederas Román... ”
La conversación giró en torno a las prostitutas del cabaret de Puerto Deseado, “Manolo” dijo que él
se guardaba los cien dólares, “cuando vuelvo a Vigo le muestro diez dólares a mi señora y la follo
hasta por detrás, los otros noventa dólares los guardamos en el banco”. Iglesias el maquinillero, dijo
que cuando volviera a la Argentina después de los francos iba a traer algunas chicas portuguesas
para explorarlas en Puerto Deseado “¿Y por que no traes españolas? ” Pregunté. “Porque las
españolas no son ningunas putas” contestó, “todas las que están en España son portuguesas”,
asintieron todos los demás y yo me mordí la lengua. “Al final, ¿quién fue el único que folló? ”
Preguntó Román. “Falucho el perro de Domingo”, dijo Torreira, “nos acompañó a todos lados y
cuando veníamos encontró una perra alzada y la trajo a remolque hasta el muelle”. Falucho era un
perro que lo habían traído de España cuando botaron el barco al agua desde el astillero, se
acostumbró tanto al pesquero que a veces dirigía las maniobras con ladridos, cuando el barco
llegaba a puerto salía de joda con los marineros y a veces en los boliches lo ponían en pedo con
alguna copa. Viene este relato a colación porque más adelante relataré el incidente que se produjo
por este animal, no olvidemos que lo había adoptado Domingo, el capitán de pesca, más temible de
todos los mares.
Román se sentó con ellos poniendo sobre la mesa unas copas y un Cognac reserva, copa va, copa
viene empezaron a cantar unas muñeiras que a fuerza de ser sincero, escuché tanto en las casas de
las tías de mi señora que me pusieron las bolas por el piso. Hablaban de una moza que decían que
no tomaban vino y debajo de las polleras tenían el jarro escondido. Carballese, el eléctrico, ya bien
en pedo se puso a bailar tambaleándose, petiso, con anteojos gruesos y boina daba la impresión de
un enano de circo corriendo detrás de los payasos.
Poco después Alfredo puso una porno en la cassetera y todo el mundo se llamó a silencio como si
hubieran estado en una misa. Parece mentira, pero en los barcos de pesca las películas porno son
una constante, tetas, culos y alguna vagina húmeda calmaron los nervios de esta gente sobre todo
cuando se guardaron los cien dólares en el bolsillo, menos a Falucho que le salió la fifada gratis.
“Mañana será otro día” dije: “Me voy a dormir dándoles a todos las buenas noches”, pero estaba tan
entusiasmados con las películas que nadie me contestó. Antes de entrarme el sueño seguí
adelantando los trabajos del ajedrez imaginario que continuamente jugaba en mi mollera.
Me levanté muy temprano, como era mi costumbre, mientras preparaba el desayuno no dejé lugar
sin revisar para ver bien donde estaba parado. En un armario encontré un aparato extraño, por estar
desarmado en un principio no me di cuenta de qué se trataba, totalmente de acero inoxidable, un
tubo, una gran cremallera, una rueda muy parecida a un timón, daba la impresión de que era una
pieza de repuesto del barco, mirándolo detenidamente y viendo el extremo del tubo veo con
sorpresa que era una máquina churrera. Si, esa máquina impresionante era una churrera, válgame
Dios (pensé en gallego) estos tíos si que se las traen.
Revisando al gambuza, otra sorpresa, una máquina moderna para hacer café express, pero no una
máquina cualquiera, esta sería la envidia de cualquier confitería, cuatro picos para ocho pocillos a la
vez. Esta vez pensé “¡Pero qué carajo hace esta máquina aquí abajo! ¿Por qué no la tendrá Zoto en
la repostería? ” Como el barco era nuevo estaba todo impecable, un poco de desorden inevitable en
todos los puertos, lo más impresionante eran las bateas enlozadas que había en la ante cámara con
una inmensa cantidad de cerdo salado. Panceta, morros, orejas, patas, rabos, costillares, ante brazos
(yamboro) y todo lo concerniente al chancho tapado al tope con sal gruesa. Después lo supe, los
gaitas le dan al chancho salado exactamente igual que al pescado y las papas, esto me lo grabé en la
cabeza como el himno nacional en primer grado.
Subí de la gambuza a la cocina y encontré a Román recibiendo los víveres diarios junto con el pan y
dos bandejas de facturas, esto nos facilitaba el trabajo pues en el “Alvamar” las mariconadas (como
las llamaban a las facturas los gallegos) no dejaba Román hacer ningún bizcocho. En el Sindicato
también estaba prohibido. Después del desayuno comenzamos a preparar la comida para el medio
día, esta vez en abundancia pues esperábamos a los demás integrantes de la tripulación.
A las once de la mañana comenzaron a subir la planchada los españoles que faltaban, Verola y más
o menos treinta muchachos argentinos, entre ellos un jefe que yo conocía cuando era un niño y
jugaba al fútbol en mi barrio. Cuando me vio no lo podía creer, el padre un gran amigo mío y él un
alto empleado de “Pescasur”, el mundo es chico me dijo cuando me abrazó. Hoy creo que es un
pescado bastante grande de la pesquera “Conarpesa” pues hace pocos años fui a realizar una
suplencia y él era el jefe del personal y capitán de armamento, el señor Perrone. Este y Verola
comenzaron en una mesa del comedor a hacerles firmar los contratos a los tripulantes argentinos,
los españoles ya los traían firmados desde España. Como tardaban demasiado y no se podía servir la
comida los gallegos protestaban sobre todo el vasco Torreira que ya hablaba de ponerle una bomba
a Verola y Perrone porque usaron el comedor de escritorio.
Teníamos la comida encañonada, Román con su potaje de morros y lentejas, yo una asadera
profunda de bifes a la criolla y algo de pescado frito. Un poco antes del despacho se presenta el
ayudante de cocina al cual Román conocía de la marea anterior, al verlos abrazarse con efusividad
me di cuenta que el muchacho valía y eso me llenó de tranquilidad. Román me lo presentó: “Este
muchacho se llama Modesto Rodríguez es un gran muchacho, lo llamamos “Córdoba” y por el
cantito te vas a dar cuenta que no es correntino”. Me dio la mano presentándose, sí, era cordobés
por el cantito, pero por la lentitud con que se movía más bien parecía santiagueño. Se largó la
comida, Santos ya había llenado algunas damajuanas de vino chupando del cañito para hacerle
sifón. Por supuesto tenía medio pedo encima, venía con la sopera bamboleándose y en dialecto le
decía a Román: “Para nois” este le llenaba la sopera con los mejores pedacitos de morros y panceta,
cuando le tocaba a los argentinos el cucharón no elegía sino muy por el contrario eludía la panceta y
la carne, la discriminación estaba en marcha, el pescado frito llevó un destino más parejo.
Cuando me tocó a mi hacer el despacho apareció Santos con una bandeja y dijo: “Para nois”.
Respiré profundo y le dije: “Mira Santos yo sólo conozco a tripulantes no sé quién es Nois, Vois,
ellos o nosotros, así que aunque estés en pedo (se lo dije en gallego) “No fodas mais sino fazo un
follón de la puta madre, coño”. Creo que el viejo entendió porque salió rajando con las fuentes. Le
pregunté a Román porque el viejo discriminaba y riéndose lo arregló así: “A los argentinos no les
gusta el chancho, sobre todo el morro y las orejas, por eso yo se las aparto ahora que te tengo a ti ya
tengo el asunto arreglado, yo cocino para españoles y tú para argentinos. Eso no quiere decir que lo
mío no lo coman los argentinos y lo que tú haces no lo coman los españoles, aquí todos pueden
comer de todo ¿Vale? ”. “Vale” contesté. Zoto atendía a los oficiales, a Verola y a Perrone con
mucha profesionalidad, pero desde lejos escuché el para nois y el para ellos.
“Córdoba” se apresuró a lavar todos los cacharros, platos y utensillos que le traían del comedor, el
viejo Santos también se las rebuscaba llevando la comida al comedor de maestranzas, cuando todo
terminó agarró las damajuanas vacías y las fue a llenar nuevamente para la hora de la cena, por
supuesto terminó de ponerse en pedo. Me hacía, yo, una pregunta ¿cómo va a hacer este hombre
cuando el buque empiece a bailar en los temporales, que por supuesto el zarandeo sería peor que en
el Harengus? Julián me sacó la duda. “Mira” me dijo: “No te preocupes por el viejo, cuanto más
borracho se pone navegando más derecho camina”. Me acordé que la teoría de la ley de gravedad en
los barcos no camina, Isaac Newton sostuvo que todo cuerpo continúa en estado de reposo o de
movimiento uniforme y rectilíneo si sobre él no actúa ninguna fuerza (principio de inercia).
Aquí todo cuerpo en descanso o en movimiento se cae de culo si no se flexionan las rodillas y se
apoyan contra los mamparos cuando el barco cabecea o se escora o baila. Los muchachos
argentinos fueron a guardar sus bagayos a los camarote, ya tendría tiempo de conocerlos, pues
quería olfatear que clase de gente eran, ya sabemos si no se elige bien a una tripulación los que más
sufren son los cocineros y la producción.
Subieron la planchada dos tipos bien vestidos no muy altos, uno con un bigote espeso, bien
parecidos, el de bigotes mucho más morocho, sus cejas delataban lo galaico de su nacionalidad, sus
sonrisas lo repleto de sus cuentas bancarias y por la forma como corrían los marineros para tomarles
las valijas y pararse a su lado casi militarmente para saludarlos, me di cuenta que eran Domingo
Piñeyro y Pedro Rondiño, dueños del barco, de la compañía y podría decirse que de la vida de los
españoles. El de bigotes, jefe de máquinas; Domingo, capitán y jefe de pesca entraron a la cocina,
Román cuando los vio se desarmó como paraguas de Taiwán, observé y escuché atentamente las
principales reglas para sobrevivir en este pesquero.
Primera regla: hablar dialecto gallego o poner todo énfasis en acento español.
Segunda regla: convidar siempre en hacerles de comer a cualquier hora, pezuños, caldeiradas,
rabos con garbanzos, pescado frito con patatas, etc.
Tercera regla: decirle que el perro comió muy bien orejas y potaje.
Cuarta regla: preguntarle por la familia.
Quinta regla: tutearlo como a un hijo y arrastrarse como una víbora.
Cuando me los presento Román mi actuación hubiera sido la envidia de Orson Welles en “Hamlet”
o de Gary Cooper en “Por quien doblan las campanas”. Poco a poco me tenía que poner a los gaitas
en el bolsillo, pero mi estrategia era ponerme en el bolsillo a los argentinos, esto me resultaría más
fácil, (perdón por mi modestia), por haber sobrevivido hasta ahora.
Román no lo podía creer, cuando terminé de hablar con Domingo y el jefe de máquinas me dijo:
“Mira que eres jodido Cimmino, por poco te follas a los dos, voy a tener cuidado contigo, que
miedo le tengo a los tanos ¡válgame Dios!”.
El reloj marcaba las diez y seis horas y “Córdoba” todavía estaba en la pileta lavando los platos,
Román lo rezongó por su lentitud y el cordobés le contestó con un chiste: “¡Ahora me pongo un
plumero en el culo y de paso limpio los mamparos!”.
Me dijo Román: “Es un buen chaval, pero bastante gilipollas si no lo mueves un poco no termina
nunca”. A propósito Román le pregunté “¿Qué hace esa máquina de café en la gambuza? ” “Nada”,
contestó: “Esta esperando que se la lleve Torres porque dice que es mucho café que gasta y como a
Domingo no le gusta el café se la va a llevar a su casa porque en la gambuza molesta, en cualquier
momento la manda de vuelta a España”. “No conozco a Torres” le dije, “pero hay que ser muy
boludo para creerse ese bolazo. Por supuesto cuando lo conozcas vas a saber bien lo que ustedes
llaman chantapufi”, me dijo.
Aparecieron los muchachos argentinos en el comedor de marineros y me hice una escapada para
presentarme y estudiar el panorama, el primero que vi un muchacho parecido a Correa, el ayudante
que tuve en el Harengus y ¡oh casualidad! resultó ser el hermano y también con el oficio de
panadero. Dijo que me conocía por lo que le había contado el hermano y como se cagaba de risa
cuando recordaba las peripecias con el “tano”, sigilosamente me dijo que lo tuviera en cuenta si
alguna vez necesitaba un ayudante. Me parecieron magníficos muchachos, sobre todo los líderes
que son los que hacen o paran los quilombos. El más amable se presentó como jefe de frío, no
recuerdo su nombre, pero lo apodaban “el Campeón”, fue sparring de Monzón y muy amigo de
Amilcar Bruza. Hurgando en mis recuerdos no creo haber conocido mejor marinero que este
muchacho, cuatro hermanos formaban parte de la tripulación argentina y rápidamente me di cuenta
que los tres mayores eran los jefes del grupo, de apellido Armario estos chicos tenían su apodo
“King Kong”, “Cunta Quinte”, Roberto, el “Chivo” y el más pibe, “Tete”. Seguía la escala con un
ex boxeador de Caleta Olivia peso mosca alias “Petoque”. El enfermero un señor de mi edad
llamado Antonio, sigo con el sobre nombre pues en ese pesquero era una costumbre “Chupa leche”,
“Poca vida”, “Panza”, “El loco”, “El mono”, “Pescadito”, “Corcho”, etc. Tiempo después tuve yo
también el mío “La Chacha” porque amasaba como madre de Patoruzú. Todo por derecha y con
mucho respeto yo nunca me opondría a ningún apodo cariñoso, fui con el tiempo un padre para
ellos, aunque tuve algún problema cuando hicieron abandono del barco cuatro años después y fue
sinceramente por una mala interpretación.
Conversando con todos los muchachos les di a entender que cualquier inquietud la arreglábamos
amigablemente porque yo venía dispuesto a romperme el culo trabajando para los argentinos, pero
que por subsistir en este barco no iba a descuidar a los gallegos, fundamentalmente cuando eran
éstos los que me daban de comer con un buen contrato. Los muchachos me dijeron que ellos
querían mucho a los gallegos y sobre todo a Domingo, primero porque los tenía más cagando a los
gallegos que a los argentinos. Segundo porque era el mejor pesquero argentino a la par del “Kasuga
Marú” y el “Rocco Marú”.
El único problema que tenían era la comida, “King Kong” tomó la palabra y me dijo:
“Sinceramente tenemos los huevos llenos con Román, no sale de las Caldeiradas, los potajes con
chancho salado, tortillas y pescado de todas las maneras posibles, los domingos hace un cocido de
cerdo, repollo y papas, no conoce las batatas, la zanahoria, la falda, el choclo, etc.”. El ajedrez
estaba en marcha y yo dejé mover la primera pieza, cuando me tocó mover a mi contesté: Dejen
todo por mi cuenta una vez que tenga a los gaitas en el bolsillo ustedes van a comer como reyes,
pero todo depende de los víveres que embarquen, porque me dijeron que los dirige Torres, capitán
da armamento, y aunque no lo conozco estoy convencido que trae cualquier cosa. Dicho esto saqué
el pedido del Harengus y se los mostré, cuando lo leyeron “Cunta Quinte” me dijo: “Si le llegas a
mostrar esto a Torres te pone un chaleco de fuerza y te manda al manicomio, el se asoció con la
“Anónima” la proveeduría naval y esta manda todo el clavo que tienen en el negocio, hasta el arroz
lo mandan partido”. Bueno muchachos cuando haya que hacer quilombo ustedes me ayudan dije,
todos asistieron, yo también moví mi pieza.
Dejé a los muchachos y fui a ponerme a órdenes de Román. La cena en los puertos se sirve más
temprano y esta vez teníamos a toda la tripulación.
Román reía con Zoto a mandíbula batiente, a mi pregunta contestó casi lagrimeando: le dimos al
viejo una canela con el tubo de vidrio donde vienen encerradas y Santos se la está fumando porque
le dijimos que era un porro. El humo lo ahogaba al ranchero y tosía como loco.
La forma de divertirse de estos dos me puso sobre aviso por alguna joda que se les ocurriera
conmigo. Por lo menos no me voy a fumar un sorete pensando que es un habano de los que
permanentemente me dijeron que fuma Torres. ¡Estos son cubanos! valen mucha guita, y es seguro
que se los afanó a Castro antes de rajar de Cuba.
Es tanto lo que se habló de este tipo que me salía de la vaina por conocerlo. Román paró de reír y
me dijo que les preparara a los muchachos lo que me viniera en gana, de acuerdo con lo que estaba
descongelado en la ante cámara. “Con tal de no escucharlos a estos “nemos” hazle cualquier cosa”.
Rápidamente trocé unos pollos, una vez fritado preparé un fondo y en menos de una hora bullía en
la marmita un arroz con hebras de azafrán a los cuales le agregué el pollo.
Sin alharaca, tenían los muchachos una comida que a fuerza de ser sincero me dijeron que nunca en
el barco lo habían comido.
De pronto en el comedor un quilombo infernal, los muchachos formaron una rueda y en el medio,
“Manolo” y Alfredo, de frente, hombro contra hombro, como si fueran dos rugbiers formando un
scraum tomados de la mano izquierda. En la mano derecha una zapatilla que la descargaban sobre el
lomo del rival con una fuerza y ruido inusitado. Era tanto lo que se pegaban que fui al comedor para
separarlos. “King Kong” me agarró fuertemente y me dijo: “¿qué vas a hacer Cimmino no sabes
que esto es un juego?”.
“¡A la mierda!” dije: “¿cómo es eso?”.
Este es un juego que inventaron estos dos, se cagan a zapatillazos hasta que alguno afloja, pero esto
es cuando los moretones se revientan.
¡Yo no lo podía creer! ¡Cómo se puede ser tan animal! Menos mal que todavía no se había servido
la comida, sino iba a parar todo al piso.
Cuando Alfredo aflojó fui a hablar con él y le recriminé esa forma de jugar.
Me dijo: “¡cómo, ustedes no juegan al ajedrez, a las barajas, al ta te ti, al tenis, a la bolita! ¿Por qué
nosotros no nos podemos divertir con las zapatillas? ¿Somos seres inferiores? Tenemos todo el
derecho del mundo en tener un rato de distracción. ¡Joder!”.
Nació en mi mente una nueva teoría sobre los espermatozoides que en su carrera hacia el útero, el
que llega primero entra de cabeza al óvulo. En algunos casos, según mi punto de vista, sobre todo
en algunas aldeas donde nació esta gente, una corriente extraña lleva a los últimos a ser los
primeros, y en vez de entrar de cabeza al óvulo, penetran con la cola.
Servimos la comida y la algarabía era inusitada, primero, porque ganó “Manolo”, que en la marea
anterior había perdido dos veces seguidas, segundo, por que los argentinos habían comido el pollo
con arroz, que en la marea anterior no lo habían probado.
Román estaba extrañado por que los argentinos no chillaban y comían tranquilos. El viejo Santos
seguía con el “para nois y para elos” Zoto lo mismo, pero conmigo se cuidaban.
Un petiso argentino que me pareció muy movedizo y le ayudaba al viejo Santos a servir el rancho,
me dijo que se llamaba Aguirre. Y si llegaba a necesitar un ayudante, él estaba dispuesto. También
me contó que “King Kong” cuando Santos le llevaba la comida, la olfateaba y roncaba como el
chancho.
Esto lo ponía al viejo como loco, entonces todos los argentinos hacían el mismo ronquido, y el
comedor parecía un chiquero.
Apareció Perrone y me dijo: “Cimmino, los marineros están contentos, hasta los gallegos se
mostraron conformes. Te voy a contar algo: cuando vos navegabas en el Harengus yo trabajaba en
la compañía de Bridas S. A. y cuando me contaban los despelotes del barco nos meábamos de la
risa. ¡Mira que sos jodido! me dijo Churruarín que si esperabas un poco, a Portillo lo rajaba y vos te
quedabas con el Harengus, pero como te conozco, sé que aquí vas a hacer “capote”.
“Córdoba” comenzó a lavar los platos y según los cálculos de Román, si se apuraba, a la una de la
mañana podía limpiar el piso. Siempre y cuando no hubiera alguna asadera con grasa quemada, eso
le llevaba alguna hora de más. Cuando yo le expliqué que las asaderas cuando están muy sucias se
pueden limpiar en cinco minutos, “Córdoba” me miró como si fuera de otro planeta. Me dijo con su
cántico característico: “estas putas asaderas no las limpia en cinco minutos ni Thomas Edison si
resucitara”.
Si vos le sacas la grasa con un tenedor, como es tu costumbre, no te alcanzan 12 horas para
solucionar el problema. Le pregunté si tenía limpia hornos y me dijo que sí. Me alcanzó el aerosol,
le eché un poquito por toda la asadera, calenté el horno por unos segundos, lo apagué y le puse la
asadera adentro. Cinco minutos después saqué la asadera y la limpié con un poco de agua caliente y
detergente. Quedó nueva.
“Córdoba” me miró y me dijo: ¡Qué piola! Ese aerosol es para limpiar hornos, así cualquiera. Como
tenía ganas de seguirle el tren le pregunté si tenía soda cáustica otra vez me dijo que sí.
Bueno dame un poquito (como él se creía que yo me la quería tomar me la trajo prontamente).
En un baldecito plástico puse un poquito de agua caliente, le agregué algunos granitos al agua y se
la dejé debajo de la pileta. Cuando tengas otra asadera engrasada, le dije, le agregas ese liquido en
su interior, la dejas un rato mientras lavás los platos, te ponés unos guantes de goma y limpias la
asadera sin perder más de cinco minutos. Lo que me dijo “Córdoba” me hizo reír: en “Villa Carlos
Paz, donde me críe, no hay ninguna universidad donde enseñen a limpiar asaderas. Así que me
tengo que arreglar con un tenedor como hasta ahora”.
La teoría de los espermatozoides en la aldea gallega, la tuve que trasladar a la ciudad cordobesa
donde nació Modesto Rodríguez.
Zoto había atendido a los oficiales con una idoneidad envidiable, este hombre, no había duda, que
había sido mozo toda su vida. Le dijo a Román que Domingo no había ido al comedor de oficiales
sino que se había quedado en su camarote. Román prontamente tomó el teléfono y lo llamó. (Paré
las antenas), “¿Duminju, que paisate home? ¿No teins famme? ¿Mándote a Zoto con un po de
pezuños y aljo de peiz?”.
La negativa de comer de Domingo lo dejó tan preocupado a Román que en mi vida vi un arrastre
semejante. ¿Así que para andar bien con Domingo hay que ser caracol? Me pregunté. Prepárate
Cimmino que pronto Victorio Gassman va a ser de madera a tu lado. Con los gallegos tenés que ser
más brutos que ellos, con los oficiales más arrastrado que una yarará y con los argentinos saber
bailar el malambo y ser más gaucho que Martín Fierro. ¡Ah!. Y que ninguno no se avive de tu plan.
El comedor de marineros se convirtió de pronto en una “romería,” gallegos que cantaban,
argentinos que aplaudían, Torreira y “Caldereta” tratando de bailar flamenco, ¡qué caraduras! El
Campeón haciendo sombra frente a un espejo, Petoque (el otro boxeador), dándole piñas a un bolso
de ropa sucia que Santos había colgado de un gancho para mandarlo a la lavandería. Que dicho sea
de paso era de Torres. Algo de kermesse tenía la farra porque en algunas mesas corría el "escolaso".
Las barajas y los porotos, en manos argentinas tienen olor a timba.
El televisor cuando no pasaba una porno, se trataba de unas colegialas con el delantal bastante
cortito, que en una supuesta aula de estudio fifaban y chupaban toda clase de penes.
Santos dejó de bailar flamenco y gritaba: “¡viste que degeneradas que son aquí! ¡Hasta las niñas
follan!” , la película era española y las minas tenían más de treinta años. De lo que se deduce que de
los 300 gramos de cerebro del viejo, 200 estaban humedecidos con el vino de la pipeta.
Sabía que al otro día vendrían los víveres, por mi cuenta fui a la gambuza y a la frigorífica para
limpiarlas y dejar los espacios para una buena estiba. No le dije nada a “Córdoba” porque todavía
estaba lavando el octavo plato, ni a Román que en un romance coloquial con Iglesias, José y Leo
charlaban cosas de “mia terra”. Mi modestia no me permite que escriba como quedó la gambuza,
pero el lector estará seguro que quedó como una patena (platillo de oro para la Eucaristía).
Me levanté bien temprano como es mi costumbre no quería dejar rincón sin revisar. Generalmente
los cocineros tenemos lugares secretos donde a veces incautamos lo que no queremos que otro nos
toque, máxime en un barco como este que cualquier marinero entra y sale como Pancho por su casa.
A Román le gustan las tertulias en la cocina, pero a mi eso no me convence, sobre todo si fuman o
no usan gorro.
Vi subir la planchada a un señor corpulento de gruesas gafas con un gran habano en la boca, con
aires de gran suficiencia se acercó a los dos marineros de guardia: “Oye chico, ve a la gambuza con
tu compañero y tráeme ese aparatejo para hacer café y en el barco no sirve porque le faltan piezas”.
Román me había dicho que las piezas se las había llevado él para que no se gastara mucho café, ese
hombre precisamente era Torres, capitán de armamento, dueño de la lavandería donde por lógica iba
a parar la ropa de los buques, dueño del negocio que intercambiaba los cassettes de video a todos
los barcos de la zona, asociado a la ferretería (almacén naval), asociado a la “Anónima”
proveedores navales de la zona etc.
Torres, el gran Torres entra en la cocina y se encuentra con este humilde segundo, como el habano
era muy grueso su acento cubano se mezclaba con unas gotas de saliva que le corrían por la
comisura de sus labios. ¡Caray con el cocinero que nos mando Verola! Espero que te lleves bien con
el gallego, el pobre hasta ahora tuvo que lidiar con los argentinos que lo tienen loco. Contesté
despacio, pero con firmeza: “Mirá Torres, con un poco de buena voluntad de tu parte nadie va a
tener ningún problema” “¿Y cuál es la buena voluntad? ” Preguntó. “Agregarle al pedido de un
español un veinte por ciento el pedido de un argentino” “Bueno hazme una lista de lo que crees que
vas a necesitar, pero rápido porque hoy mismo vienen los víveres y el combustible, deben salir
cuanto antes a pescar porque a los argentinos se les viene una maroma por tener un presidente
pelotudo que se fue a meter en las Malvinas para disimular las cagadas que se mandaron en el
continente, yo no tendría que decir estas cosas porque soy extranjero. Tuve que escaparme de
Castro por su autoritarismo y cobijarme en esta tierra para ganarme un poco el pan, pero tú no sabes
lo que es el desarraigo. Ante tanta caradurez necesariamente tuve que actuar, hice rodar dos
lágrimas por mis mejillas, le di algo parecido a un abrazo y le dije: “Torres, aquí tiene un hombre
que también sufrió y te comprende”. Mientras hacia esta pantomima pensaba en un personaje que
en mi niñez pasaban en una novela por la radio del pueblo “Soy un perseguido” el cruel personaje
nefasto era Genaro Ferlazzo, no se porque, pero me sentí identificado.
Otra vez tuve que contrariar a la teoría de Isaac Newton, lo de la fuerza proporcional que se ejerce
sobre otra contraria. Con Torres el asunto es al revés, si él ejerce una fuerza contraria a la que una
persona sostiene nunca hay que contrariar esa fuerza porque Torres la larga de golpe y te caes de
culo, muy por el contrario cuando él tira hay que aflojar, cuando más tira más hay que aflojar y
cuando Torres larga de golpe vos quedas parado.
Rápidamente le alcancé una lista no muy extensa y en la que pudiera cambiar algunas carnes, el
asado en Puerto Deseado no es aconsejable porque estaba prohibido embarcarlo con hueso por la
aftosa, si se puede conseguir de mataderos locales el problema no existe, achuras para las
parrilladas, nalga para las milanesas, paleta y sobre todo verduras, choclos, zapallos, zanahorias,
batatas, etc. , a estas últimas el gallego no las pedía porque decía que en España las tuvieron que
comer durante la guerra civil y ahora les tenían bronca, así que el zapallo y el maíz era para los
chanchos, una forma de pensar tan democrática es una constante en los barcos españoles.
El habano pasaba de un lado para el otro de la boca cuando leyó el pedido y dijo que no había
problema, pues él a veces mandaba carnes más caras, lomos, pesceto, colita de cuadril y por las
verduras que no me hiciera problema.
Se levantó Román y le conté mi coloquio con Torres, cuando le dije que se había llevado la máquina
de café no se sorprendió, ya sabía yo que esa máquina con Torres en armamento tenía menos vida
que mosca en un club de madres, esa no va a España ni a ninguna otro país, Torres ya la había
vendido con toda seguridad en algún negocio de Comodoro Rivadavia, como no era ningún tonto no
lo había hecho en Puerto Deseado porque lo habríamos descubierto rápidamente.
Román por favor no le digas que tenemos una churrera encanutada porque sino va a tener el mismo
fin de la cafetera, le dije. Por supuesto que me contestó: “Pero dime, ¿a vos te gusta hacer churros?
” “Por supuesto” dije, “con esa máquina hace churros hasta Santos en pedo. ” “Bueno” contestó:
“Cuando salgamos a navegar la armas y le haces las mariconadas a la tripulación, a ti te toca hacer
el pan y no tengo ningún problema en que te luzcas, la verdad los churros bien hechos tanto les
gusta a los gallegos como a los argentinos”.
Nos preparamos para hacer la comida cuando vinieron los víveres diarios y nos avisaron que por la
tarde llegarían las provisiones para navegación. Vino Perrone a la cocina y me habló casi en secreto:
“Cimmino, Verola anoche tuvo una discusión con Ordiales y se las tomó, el motivo no lo conozco,
pero creo que yo quedé de jefe de personal, todavía no levantes la perdiz, pero casi te lo puedo
confirmar”.
Mientras Román preparaba la sopa española (panceta, gallina, repollo, porotos remojados, rabos y
orejas de cerdo, etc. ) cuando estaba casi lista sacó de la heladera un envoltorio en papel madera, lo
desenvolvió y le puso una rebanada bastante gruesa de color amarillenta que rápidamente formo una
espuma grasienta en el caldo. Todo esto aunque parezca mentira es muy sabroso sobre todo para la
gente española, pero hoy cuando escribo este relato, año 2000 ¿me quieren decir por que se asustan
los cardiólogos cuando pasamos los doscientos sesenta de colesterol? Los que tomaban esa sopa
todos los días ¿cuánto colesterol tenían? , trescientos, cuatrocientos. La salud de estos muchachos
nunca fue cercenada por el colesterol sino lo fue el chicotazo de algún cabo cuando se cortó.
A los muchachos argentinos yo los arreglaba con una sopa liviana con algunas verduritas en
julianas, unos fideítos o un puñadito de arroz y un cucharoncito pequeño de caldo de Román para
irlos acostumbrando. Unas milanesas napolitanas y batatas fritas... Si, batatas fritas. ¿También se
comen? Preguntaron los gallegos. Cuando vieron que los argentinos se las devoraban les picó la
curiosidad y quedaron conformes. Aquí los camotes no sólo los comen los chanchos, le dije a
Román. Zoto y Santos no daban abasto llevando repeticiones. Román preguntaba a cada rato
“¿Chanta Domingo? ¿Chanta Pedro? ¿Están cheinos “Caldereta” y Pedro Rondiño? ” A cada
afirmación de Zoto la cara de Román se iluminaba con un resplandor de alegría, este arrastre ya me
estaba dando un poco de bronca.
Casi no había terminado de engullir el postre cuando vinieron los víveres, una larga fila de
estibadores se prepararon en el muelle mientras Román recibía el papelerío, despacito le dije al
Campeón que con algunos muchachos formaran una comisión de víveres y cuando vieran el arroz
suelto, latas abolladas, verduras amarillentas o carne descongelada tiran la bronca sin
comprometerme a mí porque era el segundo y recién empezaba. Tiré la piedra y escondí la mano
porque sabía que los muchachos para conservarme no me iban a descubrir y yo para quilombos no
estaba todavía preparado. Me hice el boludo y rajé a la gambuza para recibir la mercadería,
“Córdoba” a mi lado parecía esos muñecos mecánicos que ponen en los caminos para señalar algún
restaurante o alguna amueblada, este señalaba donde tenía que ir la mercadería cuando todavía no
había subido los estibadores. Llegaron estos con bastante lentitud y al preguntarles el motivo
dijeron que algunos marineros estaban apartando algunas mercaderías porque no reunían las
condiciones específicas. Ya se estaba armando el quilombo y yo con el culo apretado me hacia el
tonto, como perro abotonado.
Me hice el gil y subí a la cocina bajé la planchada y lo veo a Torres discutiendo con el Campeón y
“King Kong”. El habano completamente mojado bailaba en la boca del cubano, que rojo por la
discusión hacia reír con sus salidas ¿qué mierda quieren? Decía. Precisamente lo que no queremos
es mierda contestaba el Campeón ¿a usted le parece que esto es arroz?.
El cubano con ironía gritaba: “A ver Pedro, mándame un calibre porque los muchachos quieren que
el arroz tengan la medida de una manzana ¿Pero que tiene si viene embolsado?”. “Tiene que esto es
de los paquetes que se rompen en el negocio y lo juntan con la escoba y son de distinta medida, aquí
hay grano largo, grano corto, dos ceros, partidos y sucio”, decía “King Kong” “¿por qué no se lo
manda a Fidel junto con las latas abolladas que se caen de la pila?”.
“Tú has quedado mal de los golpes chico”, le dijo el cubano al Campeón, y tu “King Kong” “¡por
qué no vas a comer bananas a la selva! ” No sé cómo el grandote no le hizo comer el toscano de una
piña, pero pensando que yo era el que prendió la mecha apreté el culo y me fui despacito a la
cocina. Román me dijo: “¿Qué les pasa a estos gilipollas, se volvieron finos? ”. Por fin el cubano
accedió a cambiar el arroz y las latas abolladas, no le convenía a Torres seguir la joda primero
porque se le iban a descubrir el curro y segundo porque los muchachos que tomaron la iniciativa
eran lo mejor en la marinería pesquera.
Le dije a Román que si en vez de estos marineros estaban los del Sindicato el barco no salía ¿tan
jodidos son? Me preguntó. “No solo son jodidos sino que de pescados no saben un rábano. ” Bajé a
la gambuza y “Córdoba” seguía haciendo señas como si estuviera enchufado en algún toma
corriente, vino la mercadería y poco a poco fuimos llenando los estantes y las frigoríficas, la carne
congelada la llevaban a bodega, pues al revés del Harengus las frigorífica de la cocina no tenían el
frío adecuado. Dijo Román que todos los días el Campeón, que era el jefe de frío, cuando bajaban a
los túneles a bodega, traía dos o tres cajas de carne por día y nosotros la descongelábamos de a poco
en la ante cámara.
Una larga fila de camiones descargaba el combustible desde la noche anterior como preludio de la
proximidad de la salida, faltaban embarcar un primer oficial español Castagnola, un capitán
argentino L. Pardini, un primer oficial argentino Omar Rey y un tercero que lo apodaban “Chucho”,
así como en el Harengus teníamos un doble comando, en este barco pasaba lo mismo.
Cuando terminamos de subir los víveres Román y yo nos abocamos a preparar la cena mientras
dejamos a “Córdoba” acomodando las verduras. Rápidamente el gallego se arregló con sus
interminables pescados y la sopa, mientras yo me arreglé con unas albóndigas embrujadas con salsa
de quesos y puré de papas. De postre de acuerdo con Román, hicimos una ensalada de frutas con
todas las que se habían caído de los cajones cuando vinieron las provisiones. La fiesta se completó
cuando la rociamos con dos botellas de Jerez que nos dejaron los proveedores, que dicho sea de
paso se mostraban demasiado contentos pues a nadie se le había ocurrido pesar la carne ni contar la
inmensa cantidad de latas sueltas que nos había mandado “La Anónima”, Torres después del
sofocón quedó conforme y Román recibió de cometa varias cajas de Cognac Reserva se portó bien
conmigo, porque ligué dos cajones y “Córdoba” uno, tanta cometa me resultaba sospechosa. En la
tertulia que hicieron los gallegos después de sobre mesa se destacaban los rezongos de Torreira: “A
estos de La Anónima habría que ponerles una bomba en el depósito, querernos fastidiar (robar) la
comida, eso no tiene perdón”. De pronto se me prendió la lamparita que algunas veces me dio
tantos disgustos, fui a la gambuza y encontré una caja de madera de pequeño tamaño, las que traen
botellitas de condimento y tienen una tapa corrediza, con una pilas viejas, unos cables de luz que
siempre hay en la gambuza preparé una falsa bomba, pero como ingrediente le agregué un trozo de
hielo seco que habían traído con helado, metí el hielo en la caja y la cerré herméticamente.
Pasé por el comedor frente a los argentinos y alcancé a guiñarles un ojo, pero los que estaba de
espaldas quedaron colgados, rápidamente actuando como asustado me senté en la mesa con los
gallegos y le dije a Torreira: “Los japoneses del Kasuga trajeron esto, creen que es una bomba y
quieren que algún experto la desarme”. Corrí lentamente la tapa y se vieron las dos pilas con los
cables y un humo intenso del hielo seco salir de su interior, así como rajan las cucarachas cuando se
enciende la luz, así rajaron los españoles que estaban sentados con Torreira, pero el que más escapó
y se metió debajo del armario donde estaban los platos fue, precisamente, Torreira, el experto.
Algunos argentinos que no me vieron guiñar el ojo también rajaron afuera del comedor, yo me
quedé con la caja en la mano echando humo y me fui al armario donde estaba el vasco y le pregunté
“¿Qué hago con la bomba? ” Ahí todos se dieron cuenta y largaron la carcajada. “métetela en el culo
cabrón, o mejor dicho en el coño de tu hermana... La puta que me he cagado... Mal rayo te parta”.
Román lloraba en un rincón porque no podía contener la risa al igual que el viejo Santos y Zoto que
en la cocina estaban sentados tomando un resto de las botellas de Jerez que le habíamos echado a la
ensalada de frutas. “Córdoba”, en el limbo largó las bachas y preguntaba que había pasado con tanto
jolgorio.
Antonio, el enfermero, Corchito y “Chupa leche” me vinieron a decir que otra vez que se me
ocurriera una joda les avisara porque habían estado a punto de tocar el timbre de zafarrancho y si
esto sucedía yo iba en cana con toda seguridad, en el muelle estaba la Prefectura y con estos no se
jodía. La verdad que no había medido las consecuencias, pero si esto valía para curar al Vasco no
me importaba.
“Manolo” y Alfredo aparecieron con sendas zapatillas y tuve que aguantarme una malteada y unos
cuantos zapatillazos en el lomo, cagándose de risa me decían: “¿Por qué no le llevas el paquete a
Domingo y a Rondiño que están mirando televisión arriba? ” Iglesias vociferaba: “Ahora si nos
ponen una bomba en serio nosotros no le damos pelota y vamos a parar todos a la mierda. Cimmino,
te vamos a poner en una red y vas a ser carnada de los tiburones”. Leo replicaba: “¿Qué mierda te
hicieron los tiburones para cagarles la vida? ” “Manolo” y Alfredo aprovecharon que tenían las
zapatillas en la mano y se pusieron a jugar otra vez a quien le salía primero sangre del lomo.
Algunos muchachos salieron a divertirse un poco pues al otro día estábamos de salida y por dos
meses no veríamos ni una bombachita. Al acostarme corrí la cortina, encendí el velador y repase las
fotos de mi familia ¿por qué será que un viejo tan duro afloja de vez en cuando? ¿Vería alguna vez
mis sueños de contar todas estas aventuras?
Bien temprano recibí los últimos víveres diarios firmé la boleta y vi subir la planchada a Ordiales,
Gadea y Perrone, todo el mundo arriba, en dos horas estaríamos navegando.
Mientras Ordiales y Gadea se reunían con los capitanes en el puente, Perrone se quedó en la cocina
charlando conmigo y haciéndome mil recomendaciones porque había quedado de jefe de personal y
se sentía responsable de mis locuras, dijo que se traería a vivir a la familia si encontraba una casa o
chalet porque la compañía iba a construir una planta en Puerto Deseado, que daría trabajo a cientos
de personas. Los japoneses ya estaban proyectando la suya, Puerto Deseado sería con el tiempo una
gran ciudad pesquera.
“Ojo con Torres”, le dije, “chapa de todos lados por lo menos que te deje algo más que las migas. ”
“Gracias, pero está todo controlado” me dijo.
Prefectura, papeleos, desamarradores de muelle, marineros en las vitas, megáfonos, órdenes y
contraórdenes, suben la planchada, los saludos de siempre algún chiste a los marineros que desde el
muelle alguno grita: “Esta noche duermo en tu casa cornudo” “Pero no uses mi cepillo de dientes,
hijo de puta...” replicaban de a bordo. Falucho con sus ladridos le daba al capitán su
consentimiento.
El capitán Pardini, Rey y “Chucho”, dieron las órdenes de salida, en eses muelle de mar abierto no
se necesitaba práctico y el barco después que largaron amarras salió brincando sobre las olas.
¡Madre mía, como se mueve esta nave!
“El mar es un aceite” dijo Román, “cuando tengamos jaleo hay que fijar hasta las servilletas, vos no
estás acostumbrado a bailar en la cocina porque navegabas en canoa cuadrada el Harengus, pero
este es un barco de verdad y aquí te quiero ver Fred Astaire. ” El pobre no sabía que en los barcos
chicos yo había caminado hasta por los mamparos.
Nos cruzamos con el Alvamar I que llegaba a puerto, las sirenas de los barcos saludaban, los
marineros con banderas y pañuelos hacían lo mismo y a los gritos se deseaban buena suerte,
“Córdoba” lloraba emocionado, cuando lo miré me dijo: “Ojo cuando cortes la cebolla porque tiene
demasiado ácido y te hace llorar como si fuera una criatura”. Le seguí el tren y le dije: “Cuando
peles una cebolla quédate con un buche de agua en la boca y santo remedio”.
Román para evitar la tensión empezó a cantar en dialecto gallego y en verdad lo hacia muy bien,
aunque más me gustaban las canzonetas y las arias italianas, las gallegas tienen un encanto
particular, lo vi en toda la familia de mi señora.
Domingo y Castagnola tomaron el mando del barco y Pedro en máquina le daba mayor velocidad a
la hélice, había que pescar y pronto... Pardini, Rey y “Chucho” quedaron en el barco para hacer
cualquier tarea, menos la de dirigir el barco.
Comenzamos a preparar el almuerzo y en verdad cuando un cocinero tiene un tipo hábil al lado las
cosas salen bien y como tiro y viceversa por supuesto que a Román le pasaba lo mismo. Pues
mucho antes del despacho de comida bullía en las marmitas, en las cacerolas y en las asaderas.
Antes del despacho ya estaba Román colgado del teléfono llamando al puente, el “Rufo” bien en
gallego le daba la lista de todo el chancho y pescado que tenía a mano y a último momento, casi sin
ganas le decía lo que yo había preparado. Cuando Domingo pedía mi comida Román parecía una
suegra cuando el hijo se va a encamar con la nuera. Tomé estas cosas como muy natural, tal vez a
mi me hubiera pasado lo mismo.
Después del almuerzo una ligera sobre mesa y todo el mundo a trabajar, se acabó la joda, casi todos
los gallegos a revisar las redes, los cabos, la pastecas y todo lo concerniente a las maniobras. Los
argentinos más capacitados ayudaban a los gallegos, tejían y hacían costuras como los mejores, el
resto a planta, no dejaban cinta ni motor sin revisar. Canastos, bandejas y transportadores brillaban,
Pedro en máquina hacia engrasar hasta los botones de las braguetas.
Domingo en el puente con micrófono en mano llamaba imperativamente a los contramaestres, el
que más la ligaba era el pobre “Manolo”, no pasaba media hora cuando por los parlantes se sentía el
grito: “Manolo” al puente”. Ahí subía “Manolo” por la escala de hierro que por la parte exterior lo
llevaba al amo, Domingo adoraba a “Manolo”, sabía que era lo mejor que teníamos, pero el “porque
te quiero te aporreo”, Domingo lo aplicaba continuamente.
Cuando “Manolo” caminaba rumbo a la escala algunos siempre le echaban una broma: “Ahora te va
a preguntar ¿cuantos dedos tienen los pies? Dile que le mar está mojado, no vaya a creer que
andamos por la ciudad”. El Chancho reía y se agarraba los testículos.
Aproveché el in pace en la cocina para armar la churrera, en realidad una máquina impresionante
digna de la mejor fábrica, ocupaba mucho lugar, pero valía la pena. La cocina era grande, la
máquina la coloqué en la mesada frente al ventanal que daba al comedor, su volante en forma de
timón hacia recorrer al émbolo que empujaba la mesada por el cilindro más de un metro y medio
por la cremallera. Aparte de hacer churros esta máquina nos sirvió más adelante para hacerles un
chiste a todos los marineros nuevos que subían al barco pues como yo, Román y “Córdoba” éramos
bastante jodidos. La broma consistía en hacerles creer a los novatos que el buque se manejaba desde
la cocina, Román recibía las órdenes del puente, “Córdoba” desde los ventanales las repetía: “Tres
grados barco a babor, seis a estribor, media marcha”. Yo por mi parte con el volante en la mano
hacia mover el embolo para el lado que me indicaban. Al mover el volante en la misma dirección
que me indicaban mis compañeros daba la impresión que nosotros llevábamos el control del barco,
la gente nueva no salía de su asombro. “¡La puta... ! ”, decían es la primera vez que vemos que
manejan un buque desde la cocina, bueno de los gallegos se pude esperar cualquier cosa, es capaz
que la comida la cocinan en el puente. Cuando cerramos los ventanales recién largábamos la
carcajada, Román decía,” mira qué gente manda vuestro Sindicato después dicen que los gallegos
somos brutos ¿Estos gilipollas que son nuestros profesores? ” Estos chistes con la máquina de
churros sucedió varias mareas después, una vez colocada la churrera Román dijo: “Por fin vamos a
comer mariconadas”. “Mira Román”, dije: “Estas mariconadas las inventaron los gallegos, los
argentinos las torta fritas y los tanos, zepeles que son algo parecidos a los churros, pero lo hacen
con puré de papas o mejor dicho patatas”.
Se me ocurrió una idea y a Román no le pareció descabellada, calentamos dos jarras de café y con
una botella de buen Cognac nos fuimos a cubierta, convidamos a los muchachos que por el viento
fresco del sur se estaban congelando entre las redes. Estos gestos la gente de mar nunca los olvidan
y fue una de mis principales preocupaciones. Cuando le dijimos a “Córdoba” que les llevara café y
Cognac a planta empezó a rezongar: “Ahora a los nenes hay que llevarles el café, me voy a sacar el
corpiño a lo mejor tengo que darle la teta”. “No rezongues y mueve un poco el culo”, replicó
Román, “si sigues sin hacer nada ahí parado te puedes acalambrar, coño... ”
De pronto se sintió la voz de Domingo firme, estridente, por los parlantes: “Cimmino al puente”
“¿Qué carajo querrá este tío? ”, me pregunté. Román picado por la curiosidad dijo: “A lo mejor
quiere pasarte de jefe, pero antes tienes que dejarte follar”. Rió nerviosamente mirándolo a Zoto
haciéndole un guiño, este siguió la joda: “A lo mejor lo descompuso tu comida y te quiere echar al
agua”, dijo socarrón. Subí prestamente por la escalera interna y me presenté con curiosidad a
Domingo Piñeyro, el más temido y mejor capitán de todos los barcos pesqueros, estaba sentado en
un sillón similar a los de peluquería, lo alzaba o bajaba a voluntad lo giraba para donde se le diera la
gana. Frente a él un impresionante grupo de aparatejos muy similares a los que se usan para los
electrocardiogramas donde el subir y bajar de las líneas te van marcando el compás del "bobo",
amplias pantallas de televisores mostraban un importante espectro del fondo marino. Con calma me
saludó cortésmente y me hizo sentar a su lado en un mullido sillón, giró media vuelta al suyo y ya
frente a mí me dijo: “Cimmino, tengo que darte malas noticias, pero quédate tranquilo que no son
particulares”. Respiré tranquilo y paré los oídos. “Recibo permanentemente noticias por radio desde
España en particular, ustedes los argentinos se están metiendo en un follón de la puta madre. Mira
que hay que ser gilipollas para hacerles frente a las potencias más grandes del mundo, tienen todo el
mundo en contra, ayer en la Plaza de Mayo se llevó a cabo una manifestación en apoyo del follón y
del Nemo que tienen de presidente ¿No se dan cuenta que la hiena de la Margaret va a probar sus
armamentos modernos con ustedes si hay una guerra? ”
Reagan mandó a un gilipollas a arreglar el asunto y el tío se la pasa jugando al tenis en el Sheraton
y al canciller de ustedes nadie le da pelota. Ahora se vienen todas las fuerzas de Inglaterra y
nosotros no podemos pescar ni a doscientas millas de las Malvinas que es precisamente donde
acostumbramos a pescar el merluzón austral que es la mejor merluza del mundo, el verdadero
calamar, que no es la pota que pescan los coreanos. Todo esto por un estúpido que si sigue con esas
ideas mesiánicas va a ser morir a un montón de chavales. Si todo fuera tan fácil nosotros ya los
hubiéramos sacado a patadas del Peñón de Gibraltar a esos imperialistas, pero en este momento con
estos tíos no se consigue nada por la fuerza. Me comunicaron también que vienen dos submarinos
nucleares que en cualquier momento se van a mandar una cagada.
Nosotros por nuestra parte vamos a pescar bien al sur donde pasa una corriente que viene de Chile y
que lleva al merluzón a las Malvinas, si lo encontramos podemos salvar la marea, agregó
cariñosamente un dicho gallego: “Estos no son checontos que van para feira”. Yo le agregué: ni que
“venen du mercadu. “¿Dónde has aprendido el dialecto si tú eres italiano? ”. Yo soy argentino con
sangre italiana, contesté.
Se encendió con rapidez mi lámpara actoral y actúe: Mira Domingo trabajé tanto desde niño que
hoy estoy sentado a tu lado y me da vergüenza no estar trabajando, pero voy a perder unos minutos
más para contarte. Recién cuando me casé con una gallega encontré en la familia de mi mujer toda
la paz que me faltó en la vida, la madre, mis cuñados y las tías de mi mujer, fueron la sombra del
árbol augusto donde reposó un guerrero herido. Desde entonces me siento tan gallego como
vosotros”. Dicho esto mandé dos lagrimones por debajo de mis lentes. La facilidad de mandar
lágrimas cuando se me diera en ganas, lo aprendí recitando a “Melpómene” de Arturo Capdevila, o
cuando trataba de imitar a Sandrini cuando en “Los duendes cazan perdices” lloraba y decía ¡¡¡La
vieja ve!!!
Domingo el gran Domingo quedó conmovido. “Quédate tranquilo que en la cocina vas muy bien y
si sigues así pronto vas a ser el jefe de la plantilla porque yo necesito más a un jefe de planta
gallego que a dos cocineros gallegos en la cocina, además pronto vamos a buscar el “Alvamar III”
que lo están reacondicionando en el puerto de Vigo y desde ya te prometo el viaje para que
conozcas Miña terra. Bajé las escaleras de madera sintiéndome un canalla, pero Román tenía ya
media verga metida en el culo.
En la cocina, ante las requisitorias de mis compañeros, les dije el quilombo de las Malvinas, el de
los submarinos nucleares, la guerra que se nos podía venir y la de los pelotudos que teníamos en el
gobierno que se mostraban intransigentes. Román, Zoto y Santos se quedaron con la boca abierta
“¡Hay caraio! ” Dijo Zoto “A ver si estos filos de puta nos confunden con alguna nave de guerra y
nos mandan a tomar por el culo”. La única preocupación de Santos era que con algún cohete no le
agujerearan los toneles de vino “¿Qué mierda les voy a dar de tomar a la gente si me rompen los
barriles? ” gritaba fuera de si. “La madre que los parió”. Román era de la idea de cambiar la
bandera y en vez de la argentina ponerle una norteamericana, no una inglesa porque si nos veía una
fragata o un avión argentino nos podía cagar la vida, la española también estaría a tope porque
nosotros no tenemos ningún follón con los ingleses, al contrario le regalamos al Peñón de Gibraltar
para que vigilaran todo lo que entraba en el Mediterráneo. , pero a ningún gilipollas se le iba a
ocurrir sacarlos a patadas si no lo hacía un organismo internacional, mirándome me dijo: “¿Ustedes
son los que hacen chistes de gallegos? Mira el chiste que se mandaron con el mundo, con cuatro
flechas, diez litros de aceite y cincuenta litros de agua hirviendo quieren follarse a los ingleses y a la
Tatcher, ahora por vosotros tenemos que estar pescando con el culo en cuatro manos”.
En verdad cuando se corrió la pelota los gallegos estaban bastante asustados, los argentinos no le
daban pelota al problema, yo sólo pensaba en el pibe de Barrientos y en la muerte del padre. Con
todo no me daba mucha cuenta del quilombo que se vendría, creía firmemente en el Tratado
Internacional de Asistencia Reciproca TIAR ante la OEA, sinceramente no pensaba en lo que
vendría.
Llegamos a la zona de pesca y a las órdenes de Domingo y Castagnola las redes fueron al agua, lo
curioso de estas redes eran de que su malla eran de trama lo suficientemente amplias como para que
escapara cualquier pescado que no tuviere la suficiente medida. Paco, que por casualidad estaba a
mi lado, me dijo que lo que buscábamos nosotros era la verdadera Merluza Austral que en esa trama
quedaba enganchada, pero se escapaba la Merluza Polaca (azul) que no valía nada y sólo servia para
hacer puré o harina. Los barcos polacos la pescaban, de ahí su nombre, pero el Merluzón era mucho
más caro y redituaba más en nuestro porcentaje. Hace unos años esta Merluza abundaba en las
costas africanas, pero fueron tantos los barcos pesqueros que las persiguieron que no había quedado
ninguna.
“Entonces, lo rajaron del Africa y se vinieron acá”, le pregunté a Paco. “Sí”, contestó: “Pero si se
sabe pescar no pasa nada, el problema es cuando se barren las costas y se pesca en los alambrados
(zona de cría) La Merluza necesita siete años para criarse”. Eso ya lo había escuchado, pero
mientras haya gobiernos provinciales y gubernamentales que acepten coimas de las compañías
pesqueras, seguro vamos a terminar como en las costas africanas. Paco salió rajando a planta a
preparar a la muchachada y yo, a la cocina.
La chapa de acero inoxidable algo curva enclavada sobre el mamparo, espero mi rostro, su brillo y
curvatura me devolvieron la figura retorcida de Sparafuccile el cruel personaje de Rigoletto.
Mientras preparaba con Román la comida llamaron a virar. La primera virada de una marea es la
que más curiosidad despierta, así que todo el mundo estaba al lado de Iglesias que manejaba la
maquinilla, con estridente ruido los cables traían los portones, cuando estos subieron, maniobras
rápidas las fijaron al costado de la popa. “Manolo” dirigía la maniobra con una rapidez
impresionante, enganchaba la red por babor y estribor, como una saeta, ayudado por verdaderos
marineros subieron la bolsa. Cuatro estrobos es un verdadero récord en el primer lance, nunca vi en
mi vida merluzones tan grandes, pesaban por lo menos de ocho a diez kilos. En planta le
aprovechaban las cabezas, las cocochas, el collar y el tronco, todo se encajonaba, nada se
desperdiciaba.
Siendo las cocochas tan difíciles sacar, Leo, Paco y Torreira lo hacían con una velocidad fantástica.
Los muchachos argentinos cortaban cabeza y moldeaban los troncos en los túneles, dos horas
después tendrían sesenta grados en la espina.
La red en el agua esperaba la próxima virada y los muchachos en planta ya habían terminado,
Domingo llamó por teléfono y preguntó si ya estaba la comida. El motivo, darles de comer a la
gente porque en cuarenta y cinco minutos viraba nuevamente. Por lógica todo estaba encañonado,
Román aprovechó para rufianear un poco “¿Duminju que mandote por Zoto, un po de pezuño co as
patatas, alju de bersa o fazote un pez? Mándote prontamente as barbillas fritiñas que mandome Leo
de planta, buena pesca Duminju”. Hoy, año 2000 me río, pero este sainete lo tuve que hacer yo un
tiempo después para poderme ganar la vida, apliqué anticipadamente la teoría de la obediencia
debida.
Comieron los muchachos con angurria desenfrenada, argentinos y españoles le dieron a las cabezas
y collares de Merluza con todo menos los ojos y las espinas saquearon las fuentes. Sin duda el
pescado fresco de tan buena calidad influyo para este orgasmo estomacal colectivo. Zoto después de
darles de comer a los oficiales y llevarle la bandeja a Domingo que no dejaba el puente ni para ir al
baño, se sentó con Santos y Román al cual yo también me acoplé. Caras, barbillas, cocochas y
collares fritos. Fueron engullidos despiadadamente por nosotros y en verdad era la primera vez que
comía cabezas de pescados con tanta fruición.
Siguieron por la tarde dos lances más bastantes aceptables, pero cuando el poniente se llevó la
claridad, el último fue fallido, es tan misterioso el fondo marino que en las pantallas vio Domingo
una entrada formidable de peces en la bolsa, el color y la forma espectral del foruno daba la
similitud del merluzón, cuando llegaron los portones con tanta rapidez nos dio la sensación de
“papa” después de los enganches, con la orden de Domingo y los ladridos de Falucho Iglesias
levantó una abultadísima bolsa, siete estrobos demasiado livianos subieron por la popa. “Manolo” y
Alfredo hicieron señas que no abrieran la puerta del pozo pues lo que había en la bolsa no valía la
pena. Domingo por los parlantes puteaba en su lengua a la madre, al padre, a la abuela y al abuelo
del japonés que había fabricado el foruno que le había marcado merluza y en realidad cuando
abrieron la bolsa se encontraron con esponjas marinas. Tantos estrobos al pedo, es una carta que
tienen que aceptar todos los jefes de pesca, pero para Domingo Piñeyro era un fiasco, ni el perro se
animó a subir al puente, para no recibir alguna patada en el culo. Cuando se terminó el pescado en
la planta, como la bolsa de esponja fue al agua, los muchachos subieron al comedor a descansar y
distraerse con alguna broma. El Campeón se quedó en la primera bodega a preparar un ring le
boxeo. Colgó una bolsa de arena y armó un gimnasio, la segunda bodega casi nunca se enfriaba y
servia para guardar los cartones, elementos del barco etc. , etc. , pero cuando promediaba la marea y
se llenaba de pescados la primera, había que salir rajando con todo porque en tres horas teníamos
treinta grados bajo cero, en la segunda.
El fiasco de la última redada les dio tiempo a toda la muchachada a permanecer una horas más en el
comedor, por supuesto la joda estaba a la orden del día, Santos fue el primero en ligarla porque un
rato antes fue a llenar las damajuanas con la pipeta, el pedo era casi pleno y daba para la joda. Con
un mantel rojo enseñaba como hacían en España los toreros, para eludir las cornadas del toro, el que
hacía de animal era precisamente “King Kong”, pasó varias veces debajo del mantel hasta que se le
ocurrió darle un topetazo al viejo y lo mandó de culo debajo de la mesa “No seas animal”, le gritó
“Cunta Quinte”, “A ver si lo matas al viejo”. Alfredo lo fue a buscar a Santos lo sacó de donde
estaba y le preguntó: “¿Qué pasó viejo te ha cogido al toro? ” “No, pero el culo me duele como si lo
hubiera hecho”. La risa fue general, pero el Campeón que recién subía de la bodega le dijo a “King
Kong” que otra vez tuviera más cuidado con los viejos, hay que tener más respeto por los ancianos,
dijo esta vez señalándome a mi. “Anciano las pelotas”, le contesté, “un día de estos bajo al gimnasio
que armaste en la bodega y te cago a piñas”, le dije. Los muchachos empezaron a gritar como los
pibes en el colegio: “Que lo faje... Que lo faje... ” Si, dijo el “Chivo”, hermano de “Cunta Quinte”,
pero primero lo tenemos que atar como a un matambre y sostenerlo entre tres o cuatro, porque si se
suelta con Román solo, nos cagamos de hambre. La risa fue general y la cena ya estaba preparada.
Cuando terminaron de comer “Cunta Quinte” dio la orden de bajar a los túneles y preparar las
bandejas en los cartones para comenzar a llenar la bodega. Cuando en otros barcos se tarda hora y
media por túnel, estos muchachos en el mismo tiempo hicieron dos, parecía mentira la rapidez de
estos chicos, no trabajaban, volaban, el porqué lo supe mucho tiempo después cuando empecé a
trabajar en barcos petroleros de Y. P. F. Uno de los tripulantes me dijo que en algunos pesqueros de
aquel entonces corría la “Falopa”.
Con la rapidez de esta gente los teníamos a cada rato en el comedor, la cocina trabajaba a full, pero
nos divertíamos bastante. Cuando el último lance venía aceptable se terminaba la joda y el laburo
seguía hasta las diez u once de la noche, los túneles trabajaban después del primer lance de la
mañana cuando la red estaba en el agua.
Como ya se había terminado el pan de salida me levanté muy temprano para fabricarlo, pero como
era mi costumbre, esta vez lo acompañé con un montón de churros que en esa máquina con la
rapidez de la Penzotti para mi era lo mismo que hacer un té. Cuando se levantaron los muchachos el
desayuno les fue servido como si estuvieran en la churrería de Galicia, por lo menos esto es lo que
dijeron los gallegos. Zoto llevó rápidamente la bandeja de churros con el desayuno al puente Román
y Santos diciendo que estas son mariconadas comían como si ese hubiera sido el último día de sus
vidas, recibí los aplausos como siempre, modestamente.
La pesca continuó con suerte variada, pero aceptaba, a veces entraban en la red salmones de buen
tamaño y abadejos que abiertos en canal salábamos para después de siete días colgarlos para su
secado (bacalao argentino). De vez en cuando un robalo que Román preparaba al horno con jugo y
rodajas de naranjas, algún pulpo que también entraba en la red tenía su destino a la gallega con
papas, al puente y desde el puente también venían las malas noticias. Los ingleses habían tomado
las Georgias, Astiz había salido rajando y ciento ochenta y cinco civiles que laburaban en la isla
quedaron prisioneros.
Seguimos pescando supimos el primero de Mayo del primer ataque a las Malvinas, el dos de Mayo,
por la noche, supimos del hundimiento del General Belgrano con la muerte de trescientos veintitrés
pibes, para colmo fuera de las doscientas millas.
Todos los marineros, incluso los tripulantes españoles quedamos consternado, los oficiales
argentinos salieron con una tirita de luto en sus solapas, los gallegos, aparte estar de cagados, nos
dieron muestras de solidaridad.
Domingo tomó la drástica medida de rajar para la costa argentina pues ese lugar estaba muy cercano
a los hechos y el quilombo recién empezaba. Como si fuera una premonición, después que los
argentinos hundieron al Sheffield tuvimos que meternos dentro de las doce millas del litoral
marítimo, seguimos pescando, pero el ánimo no era el mismo. Por el lado argentino las noticias eran
favorables y creaban falsas expectativas, pero desgraciadamente por radio desde el exterior las
noticias eran agoreras. El correntino Correa me dijo que de su pueblo, Empedrado, se había llevado
unos cuantos muchachos diciéndoles que a los ingleses los íbamos a sacar a patadas en el culo, pero
no les dijeron que los ingleses tenían mejores armas y apoyo internacional y nos iban a amargar la
vida. Recuerdo que a Silvina Bullrich por decir que se oponía a la guerra por poco la defenestran.
Hoy Galtieri toma whisky en el balcón de su departamento y un montón de pibes toman sombra
debajo de cruces blancas.
Pasábamos algunos días pescando muy cerca de la costa, esta vez la malla de la red era distinta y no
sólo entraban merluzas chicas, sino que teníamos abundante pesca de langostinos, esto le llamó la
atención al mismo Domingo, como no era ningún gil dejó bien grabado en su mente el lugar donde
más abundaban.
Las malas noticias seguían, el nueve de Mayo los ingleses hundieron el barco pesquero “Narwal”,
nos invadió el cagazo, no lo podíamos creer, Domingo me llamó al puente Cimmino me dijo:
“Vuestro gobierno gilipollas se metió con los ingleses y estos no sólo hundieron al Belgrano sino
que ahora se metieron con los pesqueros, voy a esperar el parte de España porque sinceramente no
entiendo cómo se puede ser tan hijo de puta. Por las dudas vamos a puerto, pero espero noticias,
luego te comunico”. Juro por Dios que estuve a punto de ser cocinero del “Narwal” antes de
embarcarme en el “Alvamar II”, llegué tarde al embarque y se llevaron un cocinero de la marina de
guerra, me salvé por un pelo, pero el que no se salvó, lo supe después, fue por Tortuga, el marinero
que nos había comprado los langostinos en Puerto Madryn: una de las bombas que explotó perforó
su camarote y le llevó una pierna, el pobre murió desangrado. Dicen los partes que hasta las
embarcaciones de salvamento fueron ametralladas.
Desde España recibió Domingo una noticia que por lo menos lo dejó más tranquilo, los aviones
ingleses hundieron el “Narwal” porque llevaban pertrechos de guerra y estaban llenos de militares
que escudándose bajo la fisonomía del barco pesquero navegaban para la zona de guerra. El servicio
de inteligencia de nuestros hermanos chilenos, no hay duda, estaban a disposición de la Tatcher,
esto lo confesó ella en la actualidad, año 2000.
Con todo navegamos a puerto las papas quemaban y estábamos todos con ganas de rajar, cuando
volvíamos veíamos aviones argentinos que pasaban raudamente para tratar de parar a la flota
inglesa y al inevitable desembarco de estas en la isla. De estos, por desgracia, la mitad no regresaba
los únicos que sabíamos la verdad éramos nosotros y los jugadores de fútbol que estaban jugando el
mundial en España.
El diez de Mayo estábamos en puerto, media carga por todos estos quilombos era bastante
aceptable. Ordiales, Gadea, Perrone y Torres nos esperaban con las autoridades de Prefectura como
era costumbre, esta vez por lógica salvo los saludos no le dimos paso a ninguna broma ni alegría,
ellos todavía creían en lo que escuchaban en los noticieros argentinos. Parece que los estábamos
echando con gomeras y a los pibes argentinos, como se aburrían, los Kelpers les estaban enseñando
a jugar al Críquet.
Dejamos la guardia y la descarga en manos españolas, despertamos de sus sueños a los cuatro
angelitos y pegamos la vuelta a casa llevándonos los bagayos de pescado congelado. La idea fue de
Poca Vida, un marinero que vivía en Comodoro Rivadavia “¿Por qué no nos vamos al aeródromo
local y en vez de aguantarnos trescientos kilómetros en ese catafalco, nos vamos con unos cuantos
pesos en el avión de los milicos? En veinte minutos estamos en Comodoro y el pescado llega mejor
a Buenos Aires”. ¡Que genial idea! Por poco lo besamos.
Llegamos al aeródromo y nos quisimos morir, una casilla de chapa y un viejo hangar donde
guardaban un destartalado avión que L. A. D. E. era para el museo, la pista de tierra me puso
nervioso, se parecía a una calle de Gerli. Una señora mayor nos vendió los pasajes que por supuesto
eran muy baratos, nos dijo que el avión que tenía que venir de Comodoro no llegaría porque al
aviador lo habían llevado a pilotear un Pucará para terminar de darle una paliza a los Británicos, así
que su marido nos iba a llevar con el viejito que tenían en el hangar “¿Y quién es su marido? ”
Pregunté “Es un viejo copiloto que anduvo en este avión un Douglas D. C. 3 en el año 1940, y tiene
que ver que bueno era. De vez en cuando lo ponemos en marcha para moverle el aceite, gasolina
tiene así que ahora lo llamo porque esta durmiendo la siesta, revisa los motores y los lleva, mientras
tanto les voy a servir un café”. En un rincón junto a dos bolsas de correo y algunos trastos había
cuatro damajuanas de vino que también esperaban el relevo, el hecho de estar vacías quería decir
que alguno se las había tomado, si en ese lugar vivían dos personas casi todos llegamos a la misma
conclusión, pero como somos hombres que día a día desafiamos la muerte nadie, ni por asomo,
salió rajando.
Apareció el hombre, edad indefinida sesenta o setenta años, su renguera podía disimular su pedo, su
nariz violácea no. “Buenas tardes señores, me dijo mi señora que ustedes son marineros, esperen un
poco que con el tractor saco el avión y los llevo”. Nadie dijo una palabra, todos esperamos que
alguno tomara una determinación, pero nuestro machismo nos llevó a una intrépida curiosidad.
Sacó el viejo el avión a la pista y me hizo acordar a los que estaban en el museo de Aeroparque,
llevamos nuestros bagayos al borde de la pista y junto a ellos las bolsas de correo y las damajuanas.
Mientras el viejo golpeaba las gomas como si fuera un camionero nosotros subimos por la parte
trasera en una escalerilla que la mujer nos había alcanzado. La mujer también nos pidió que le
acomodáramos las bolsas, las damajuanas nuestras valijas y paquetes, todos sueltos fueron
acomodados en la parte trasera los bagayos y el correo. Cuando nos fuimos a acomodar en los
asientos, otra sorpresa, polvo en los asientos como para llenar alguna maceta, le pedimos trapos
mojados a la mujer para limpiar tanta mugre, esta subió con un balde y limpió medianamente la
tierra acumulada durante décadas. El piloto subió trastabillando por la parte delantera y nos dijo con
su voz enronquecida. “Señores pónganse los salvavidas que están colgados al lado de sus asientos
porque vamos a volar por la costa, si pasa algo acuatizamos”. Me acerqué al piloto “¿Señor tiene
Brevet? ”, le pregunté. “¡Cómo voy a ser breve con esto! ” contestó, “más o menos calcule una hora
y cuarto. ” Regresé a mi asiento sin decir palabra, pero los muchachos escucharon, se levantó “King
Kong” que era el más chinchudo y le dijo fuertemente. “Nada más que me moje los pies antes de
ganar la orilla nadando, te cazo del cogote y te ahogo”. Nos atamos todos el cinturón de seguridad y
“King Kong” que estaba regresando a su asiento preguntó “¿Para que se atan el cinturón? ” Antonio
el enfermero dijo lacónicamente: “Para que no se desparramen los cadáveres”. Todos aceptamos el
chiste riendo nerviosamente, pero teníamos los huevos de moñito. Se puso el avión en marcha, dos
arrancaron con bastante estridencia, el tercero del ala izquierda quería, pero no podía, casi gasta el
acumulador hasta que por fin con alguna dificultad arrancó, esperamos unos minutos y empezamos
a carretear por la pista. Con los tumbos a medida que tomábamos velocidad las cuatro damajuanas
se hicieron pelota, dentro de sus esterillas quedaron los vidrios acumulados, los paquetes valijas y
bagayos bailaban en el fondo un malambo desenfrenado. A nosotros nos interesaba más el frente
que el fondo y en ese frente veíamos que al final de la pista había un bosque. Cuando el avión tomó
bastante velocidad y el bosque se acercaba “Cunta Quinte” gritó “Guarda los árboles... Boludo... ”
El avión levantó, pero estoy seguro que algún pájaro finó su vida con el tren de aterrizaje.
Por un lado el ronroneo del avión nos tranquilizaba, pero cuando este museo volador daba un
respingo por algún pozo de aire nos volvíamos a poner lívidos. Morir en el mar para nosotros podía
ser aceptable el destino en el agua nos podía jugar una mala pasada en cualquier momento, pero
aquí no era el destino fuimos nosotros los estúpidos que por un falso machismo teníamos que ir con
los huevos en la garganta. El piloto nos dijo: “Si quieren caramelos colgada al costado del baño hay
una canastita”. Las fui a buscar, masticando algo podíamos aflojar la tensión. Grande fue mi
sorpresa cuando en la canastita había caramelos pegoteados con tela de arañas cruzadas en distintas
direcciones. “Piloto... ” le grité. “Estos caramelos son viejos. ” “Bueno” dijo: “Los últimos que los
comieron fueron los soldados que apoyaron el desembarco de Normandía en el 44” “¿Qué vas a ser
idiota? ” Le grité a “Chupa leche” que se había levantado para fajarlo, “¿Quién va manejar el avión
si lo desmayás de un golpe? ¡Sos loco! ” Y lo que tenía que pasar pasó, el motor del ala izquierda se
plantó, dijo basta, el piloto maldecía: “Ya sabía yo que este hijo de puta no iba a aguantar”. “Y si no
iba a aguantar ¿por qué carajo nos trajiste? ” gritó el “Chivo” Roberto, hermano de “King Kong”.
“Con dos motores el avión vuela perfectamente”, dijo el piloto, “lo único que tienen que hacer es
ponerse todos del lado derecho porque se esta ladeando mucho para la izquierda y cuando
aterricemos tenemos que emparejarlo. “Cuando aterricemos si es que lo hacemos te vamos a
emparejar a vos” decía el Campeón que nunca se metía con nadie, pero esta vez la cantidad de
adrenalina lo había puesto sumamente nervioso. Al museo lo tuvimos que emparejar sentándose
unos arriba del otro en el lado derecho del avión, lo único que faltaba, parecíamos un montón de
putos de viaje en placer. “Tenemos un frente de tormenta”, dijo el curda piloto, “No se si podemos
pasarlo por arriba, pero de cualquier manera creo que vamos a aguantar”. “Lo único que nos
faltaba” dijo “Chupa leche”, “que este borracho nos gaste. ” Pero el frente apareció y como no lo
pasamos por arriba lo sentimos abajo. Debe haber sido un buen avión este Douglas, porque brincaba
en la tormenta y con dos motores el pobre se mantenía entre las nubes, con el traqueteo Yo, que
estaba sentado encima del “Chivo”, sentí que este tenía una erección “¡Eh! ” Le dije “¿Qué
hacemos? ” “Perdóname Chacha es que estoy nervioso” ¡Qué raro! yo cuando estoy nervioso no se
me para ni a palos. Por fin llegamos, con una leve llovizna aterrizamos con el ala izquierda casi
tocando el piso, como no tenía radio el borracho no pudo pedir un liquido que piden los pilotos
cuando hay peligro de incendio por del roce de alguna parte metálica por la pista, si rozaba el ala y
producía una chispa éramos boleta porque este avión tenía un combustible sumamente volátil en las
alas.
Cuando el avión paró recogimos los bagayos desparramados por todos lados y el Campeón con toda
su seriedad agarró al piloto por un brazo y lo llevó a la policía militar de L. A. D. E. y con la firma
de todos nosotros labramos un acta y lo dejaron en cana.
Cuando subimos al avión de Aerolíneas Argentinas las azafatas sonrientes nos dijeron: “Que tengan
un feliz viaje señores”. Todos nosotros las miramos y largamos una carcajada, las pobres se
creyeron que éramos pacientes de algún Instituto Psiquiátrico que por falta de dinero nos internaban
en el Borda.
Aterrizamos en Bahía Blanca se quedaron los cuatro Armario y el resto seguimos a Buenos Aires.
Cuando esperamos las valijas algunos giles comentaban el pesto que le estábamos dando a los
ingleses, tuvimos que aguantarnos para no armar un quilombo en Aeroparque, pero nos dimos
cuenta que ellos tampoco tenían la culpa, las falsas noticias de los medios les creaban falsas
expectativas.
Cuando llegué a casa después de los efusivos saludos de mi familia llamé a la señora de Pepe
Barrientos para preguntarle si tenía noticias de su hijo. Me dijo que en la última carta el chico le
había dicho que estaba en un lugar seguro y que no me preocupara. El chico no sabía que su padre
había muerto, la madre se lo ocultó.
Después de establecer una cabecera de playa el 21 de Mayo pese a resistir ferozmente, la suerte
argentina ya estaba echada. Con armas técnicamente superiores el avance inglés no se hizo esperar,
según dicen la mitad de nuestras armas, eran las que ellos en un tiempo nos habían vendido por
obsoletas, nuestros cañones no llegaban ni a la mitad de la distancia calculada. El avance inglés, la
llegada del Papa, la manifestación de boludos pidiendo que Argentina no se rindiera y la
capitulación de Menéndez pusieron fin a una descarada utopía mesiánica.
Rápidamente fuimos convocados por la compañía, el “Alvamar II” nos estaba esperando para una
nueva salida. En el avión que nos llevaba a Comodoro Rivadavia encontré a mis compañeros,
Correa el hermano del que tuve de compañero en el Harengus me dijo que Churruarín (el genio de
Bridas) lo había echado a Portillo y Olmos había quedado como capitán y mandamás del barco. En
la fábrica de harinas tuvieron un incendio por apilar bolsas calientes y en la cocina tuvieron otro,
por tener cocineros idiotas. Los portugueses querían que volviera Cimmino, pero cuando terminaron
el contrato rajaron quedándose los dos jefes de planta. Helmut como siempre soldado en el barco.
Parece que iban a comprar dos barcos chicos y el “Mataco” gemelo del “Patagón”, el primero fue
reparado después del cruento incendio en Puerto Madryn, el segundo también fue comprado para
desguazarlo y aprovechar los repuestos. En el “Patagón”, antes de embarcarme en el “Cleopatra”,
hice un viaje de diez días que no mencioné en mi relato porque era increíble la cantidad de tarados
que componían la tripulación, a los pocos días se quedaron sin frío en las bodegas y tuvieron que
volver a puerto. El capitán de armamento Raúl Motessi me dio una carta de recomendación para
que me embarcara en el “Cleopatra” o en el “Desdémona”, de ahí mis viajes a Brasil.
Perrone viajó con nosotros y me dijo que había conseguido un chalet bastante cómodo en Puerto
Deseado y en breve llevaría a toda la familia. Tenía proyectado construir una planta industrial en
Puerto Deseado similar a la que estaban construyendo los japoneses “Pespasa S. A. ” dueños del
“Kasuga Maru” y del “Rocco Maru”, los pesqueros más grandes que andaban en la zona. En unos
viajes más tenía planeado eliminar la plantilla de la cocina porque necesitaba más gallegos en las
redes. La parte argentina con mi jefatura no tendría ningún problema porque los gallegos me
consideraban paisano. Que mezcolanza jodida me dio la vida, soy argentino, tengo sangre italiana y
me consideran gallego, si llego a subir al “Rocco Maru” (como después pretendieron los japoneses),
seguro que me tenían que hacer cirugía plástica y disfrazarme de “Yacamura”.
Esta vez en Comodoro Rivadavia nos esperaba una Combi nuevita, era lógico venía con nosotros el
jefe de personal.
Cuando subí al pesquero, luego de los saludos de práctica, nadie ni siquiera Román mencionó
nuestro fracaso en las Malvinas, es encomiable el respeto que le dieron los gaitas a nuestra boludez.
Algunos días después de la salida sólo José, el maquinista, me dio su opinión, por supuesto
desfavorable, pero respetuosa, estuve totalmente de acuerdo con él. Los argentinos a veces, aparte
de engreídos, somos bastante tontos, por no decir pelotudos, en vez de recibir a los pibes que
quedaron vivos como héroes, los recibimos por la puerta trasera con vergüenza. Según parece
fueron tratados mejor por los ingleses que por las autoridades argentinas. Nos va a resultar una tarea
ciclópea revertir tanta desidia y menos aun recuperar las islas.
Me puse otra vez el uniforme de combate con mi modesto sombrero de segundo y me presenté a
Román que ya estaba poniendo algunos pescados al horno y preparando su colesterol en la olla.
“Hazte unos bifes con ensalada y cuéntame que pasó en vuestro viaje de ida pues lo que cuentan en
el comedor los argentinos no lo podemos creer”. Cuando les dije que era todo verdad Zoto, Santos y
él tuvieron que rajar al baño para no orinarse encima de tanto reír, sobre todo cuando les dije que el
“Chivo” casi me folla por estar sentado arriba de él.
Después de almorzar los tripulantes no tuvieron descanso. Primero Perrone los conminó a firmar el
contrato. Segundo los víveres estaban llegando y los camiones de combustible formaban una larga
fila en el muelle. Gadea en la cocina daba cuenta de tres bifes de chorizo con papas fritas, me dijo
que tenía un hambre feroz porque su mujer lo tenía a lechuga y tomate, Coca cuando supo que este
loco tenía trescientos de colesterol, diecinueve de presión y ciento treinta kilos de peso, le cortó los
víveres y lo cagó a pedos, esta maravillosa mujer (después aclaro el porque) no tenía ganas de ser
viuda todavía. Este hombre cuando llegaba al barco arrasaba con todas las fuentes, no perdonaba ni
los huesos.
Apareció Torres con los víveres y otra vez se armó la comisión de víveres, con el habano en la boca
Torres se paseaba nerviosamente mientras los muchachos revisaban la mercadería, “Cunta Quinte”
lo llamó porque las latas de arvejas y tomates venían sueltas y no en cajas de cartón. “Dime chico
¿tú andas mal de la cabeza como el Campeón? ¿Qué comen los tripulantes? Lo que esta adentro de
las latas o comen el cartón y la hojalata, si es así me pongo un circo, total animales nos sobran y
parece que faquires también”.
“Cunta Quinte” consultó con el Campeón y sus hermanos y por esta vez lo dejaron pasar, el
problema radicaba en la estiba, una cosa es poner las cajas bien acomodadas en la gambuza y otras
amontonar las bolsas de latas desprolijamente y para saber que contenían, el peligro era que con el
mambo del barco se desparramaran por todos lados. Esto a Torres le importaba un bledo y parece
que a Román menos. Siguieron bajando mercadería, cuando revisaron los lechones otra vez se armó
la rosca, al “Chivo” Roberto le pareció que en las costillas había unas manchitas sospechosas, lo
llamaron a Torres nuevamente y otra vez el quilombo. “Ustedes me quieren hacer volver loco ¿Qué
carajo tienen dos manchitas en las costillas? ¿Por qué no llaman a Perrone y con la goma de borrar
se las sacan? ” “Mire Torres, no nos tome el pelo, ahora llamamos a Cimmino para que los revise, el
tuvo una rotisería y de lechones sabe bastante”. Me gritaron: “Chacha vení... ” “Cagamos”, me dije
“vamos a ver que pasa”, cuando miré los lechones me jugué el puesto. “Para mí estas manchas
negras son de Triquinosis además le falta el sello en el culo, tendríamos que traer a un veterinario
para verificar”, dije. “Tendríamos que traer un médico psiquiatra para verificarte a vos” gritaba
Torres con el habano tan mojado que se le apagaba continuamente, “además cuando te subamos al
barco, te miraremos el culo para ver si tienes el sello. Si es por el sello voy al correo y le pido
prestado uno al jefe y les sello el culo a los lechones, al “Chivo” y a tí que sos bastante lechón”.
“Torres” le dije tranquilamente, “Yo acepto los chistes porque a mi me gusta el humor y estoy
continuamente de joda, pero en la comida soy y seré muy cuidadoso. Si viene bromatología a usted
lo mandan de vuelta a Cuba y se le acaba el queso, estos lechones están en mal estado y listo. Ahora
si es un curro suyo y los quiere cocinar Román es otra cosa, pero los muchachos argentinos los van
a tirar al agua, cámbielos y no se arriesgue al pedo”.
Dos horas después subían al barco quince lechones blanquitos, frescos y sellados en el culo, lomo y
orejas. El cubano gritaba “A ver si ahora vienen con que tienen el rabo muy corto”.
Cuando terminaron la carga el Tete, cuarto hermano de los Armario, le dijo a Torres que los videos
que traía su hijo eran muy repetidos y mal copiados, porque lo hacían clandestinamente y algunas
películas no se sabían si eran pornos o La Pasión. A Torres ya no le quedaban fuerzas, pero
contestó: “A hora voy a pedirle permiso a Domingo para subirles algunas putas al barco, en vez de
las películas las tienen en vivo y en directo”.
Apareció Zoto y agregó la gota para rebalsar el vaso: “Torres las sabanas que trajeron de la
lavandería están más sucias que cuando las llevaron”. Torres escupió el habano “¡Giripollas! ”
Gritó, con lo ultimo que le quedaba de voz: “No confundas suciedad con percudido. ¿Entonces
porque no las cambian? ¿Entonces porque no te vas a la puta madre que te parió? ” Dijo Torres, se
subió al coche y desapareció a gran velocidad.
Zoto dio media vuelta, nos miró y sonriendo dijo: “Que tío, me parece que se enojó”. El otro follón
se armó cuando trajeron el vino para los gallegos, estos por contrato reciben dos litros por día y por
persona, los toneles de abordo parcialmente se habían acabado y el camión que traía las damajuanas
estaba en el muelle. Bajaron todos los gallegos a inspeccionar el vino, rápidamente le hicieron señas
al guinchero y comenzaron la tarea de poner las damajuanas en una gran red que el guinche elevaba
a bordo, las primeras cincuenta damajuanas llegaron a la cubierta, rápidamente el guinche bajo la
red al muelle, siguieron subiendo el vino con la red y los gallegos abajo continuaron la inspección.
Cuando a Paco se le ocurrió subir a la cubierta no encontró las primeras cien damajuanas, sus
aullidos se oían hasta en Comodoro, más parecían al desgarrador grito de la madre cuando en la
Tosca de Puccini encontró a su hijo muerto Turidu. “Fastidiaron nos os garrafons... Fastidiaron nos
os garrafons... ” seguía gritando como loco. Los gallegos subieron al barco atropellándose por la
planchada, como si fueran invisibles las garrafas no se encontraban en ningún lado. Aunque
desguazaran el barco los quinientos litros de vino no los iban a encontrar porque para encanutar los
argentinos son maestros. Menos mal que subieron vigiladas las otras seiscientas damajuanas, si no,
no las hubieran encontrado. El problema era que los argentinos recibían como bebida naranjada en
polvo y esto, según parece, oxida los estómagos. Santos tranquilizó algo a los gallegos diciéndoles
que todavía tenían algunos litros en un tonel. Estoy seguro que si el ranchero no hubiera tenido los
cien litros en el tonel los gallegos se habrían vuelto a España. Román en un alarde explosivo
filosófico dijo la frase más ingeniosa que jamás se me hubiera ocurrido escuchar: “El vino es vino”.
Al día siguiente muy temprano los oficiales argentinos y Falucho, el perro de Domingo, dieron la
orden de salida. La técnica, los gritos y los saludos eran los mismos, el buque pegó un respingo y se
encaminó nuevamente al oriente rumbo a la zona de pesca. Domingo dijo que por última vez
íbamos a la merluza pues en la marea siguiente estaríamos en el golfo pescando langostinos, el
merluzón tenía sus problemas pues teníamos que acercarnos a las Malvinas y los ingleses nos
podían sacar cagando aunque estuviéramos a doscientas millas de la isla.
Bailamos bastante por ir en lastre, pero también arrasaba la ventisca. El día transcurrió
normalmente, dimos de comer a horario y los gallegos todavía seguían con la bronca del vino, los
muchachos argentinos se hacían los giles y los españoles seguían puteando a los chorros, pero no
podían culpar a nadie pues las damajuanas seguían encanutadas.
Por la noche en la cucheta corrí la cortina, en la soledad de mi habitáculo abracé a la almohada
como a un fetiche, medité sobre algunos puntos cruciales de mi vida ¿Qué es lo que me lleva,
siendo ya un hombre grande a enfrentar tanto peligro en el mar? La respuesta la tuve a comienzos
de mi relato con Antoine de Saint Exupery en “Arenas, cumbres y estrellas”.
“¿Qué es lo que me lleva a tomar las cosas con humor? ” La respuesta me la di yo mismo: “Porque
no quiero ser un viejo gagá, quiero, siendo casi viejo, sentirme un pendejo”. Cuando volví a mi casa
después de una marea me sentía un Gladiador, cuando recibía a mi señora en el muelle la idealizaba
en una paranoia de fantasías, el Gladiador levantaba su llama sagrada y subíamos juntos al podio
del amor.
Seguía en mi meditación y seguían las respuestas, así como un niño hace despelotes ante el
nacimiento de un hermanito para llamar la atención, a mí también se me ocurría alguna humorada
en la que con el tiempo perdurara como recuerdo.
Al día siguiente cuando estábamos en la zona, pero muy lejos todavía del límite puesto por los
ingleses vimos aproximarse un helicóptero, el cagazo de los gallegos era inimaginable, corrían por
la planchada como cucarachas a las que fumigan.
Sintiéndome “Polichinela” se me ocurrió cargarlos, en la cocina tenía el mango de una cacerola a
presión con una abrazadera, rápidamente fui al camarote y encontré la escopeta que lleve para matar
conejos en la isla, coloqué el mango debajo del caño y lo fijé con la abrazadera, asemejaba a una
ametralladora antigua, la dejé bajo la frazada de la cucheta y esperé los acontecimientos.
Se reunieron todos en el comedor y en verdad hasta los argentinos estaban asustados. Domingo a
los gritos por los parlantes los conminaba a salir a cubierta para saludar amistosamente, sólo falucho
andaba a los ladridos. Los gallegos atrincherados en el comedor por primera vez no le daban bola a
Domingo.
Algunos marineros argentinos se animaron a salir y vieron como el helicóptero pegaba una
inclinación y nos mostraba los misiles, no sabíamos si era un saludo o nos intimidaban para que
rajáramos. A los españoles expectantes no le entraba un alfiler en el culo, para colmo el helicóptero
seguía con sus pasadas rasantes.
Por el pasillo interior pasaba yo con la escopeta y empuñándola por el mango les gritaba a los
gallegos que iba a voltear al helicóptero.
Mi modesta lexicográfica no alcanza a poner el verbo justo al cagazo de los españoles y a la
incredulidad de los argentinos. El primer tacle lo recibí de “Manolo”, cuando me deslizaba
lentamente por el pasillo, por lógica no estaba en mi mente asomarme a cubierta ni loco, pero tras
“Manolo” me cayeron encima como si fuera un partido de rugby todos los gaitas y algunos
argentinos. Mi risa los extrañaba, pero honestamente creí perder la respiración, después que largué
la escopeta me fueron dejando libre y pude respirar un poco. Le hice un guiño a los muchachos
argentinos y seguí un dialogo en joda con los españoles; “¿Me quieren decir por que no me dejan
voltear un helicóptero hostil? ” Pregunté. “Antonio... Antonio... ”, gritó Alfredo: “Trae rápido algún
medicamento e inyéctaselo a este tolo que quiere moriros nos”.
Seguí la discusión esta vez ayudado por los argentinos que se habían avivado y no podían aguantar
la risa. “Déjalo que se saque el gusto” le decía “King Kong” a “Manolo”, “A lo mejor lo voltea y
nos ganamos un premio”. “Aquí hay otro gilipollas” espetó “Manolo” “Parece que le contagiaron la
locura, hostia que sois jodidos coño”.
El helicóptero siguió pasando, Domingo a los gritos para que los marineros salieran a saludar, que
era precisamente lo que ellos no querían. Algunos marineros argentinos y oficiales gallegos se
asomaron y levantaron sus manos para que por lo menos nos dejaran pescar a doscientas millas más
cerca. Ni en pedo...
Se fue el helicóptero, se les fue el miedo a los gaitas, pero Torreira seguía diciendo que había que
ponerme una bomba en el cerebro, pero esta vez de cobalto, pues según él tenía algún quiste
maligno que perturbaba mi masa encefálica y el músculo esternocleidomastoideo. Cuando se acercó
“Manolo” vio que el vasco leía un folleto de un remedio que tomaba el para la memoria.
Entré por fin a la cocina, Román, Zoto y Santos discutían acaloradamente, les pregunté el motivo y
me dijo Román: “Estos tíos quieren buscar un buen lugar para encerrarte por si llega a venir otra
vez el helicóptero. Yo opino que tú lo puedes voltear porque una vez vi una película de guerra
llamada El Sargento York, en el que Gary Cooper mata a cinco mil soldados alemanes con un rifle
de aire comprimido”. “No era de aire comprimido”, dijo Zoto “era calibre veintidós, yo también vi
la película, coño”.
La joda terminó cuando les dije que la broma era para “Manolo”, porque cuando me conoció quería
que con un serrucho de cortar zapallo fuera a nivelar el buque haciéndole un agujero al casco.
Román lo recordó y dijo: “Mira que eres hijo de puta Cimmino” y siguió en gallego “Casi cágome e
miccione do susto... ”. Vamos a trabajar Román y seguí en gallego: “Son checontos que van para
feria e venen du mercado” yo también me había contagiado el lenguaje.
La mañana transcurrió en preparativos, el comentario sobre el helicóptero y sus misiles fue el tema
central a la hora del almuerzo, Alfredo decía: “Me cagó en la hostia, con esas dos bombas si nos
pasamos de las doscientas millas nos mandan a pique”. Esas no son bombas animal”, contestó
Torreira “Bombas son unos paquetes cuadrados que se envuelven con papel madera, se atan con
hilo grueso y llevan un despertador adentro”. Cuando llegamos a la zona de pesca Domingo por los
parlantes y Falucho con sus ladridos llamaron a lascar; “Manolo”, Alfredo, “King Kong”, y Roberto
tomaron la iniciativa y con Iglesias en la maquinilla largaron la red al agua. El run run del motor en
su esfuerzo las olas enfrentando con ferocidad la proa, la persecución implacable de albatros y
cormoranes en la popa nos ponían otra vez en circulación después del parate pesquero.
La marca en los forunos no era la mejor, pero el verdadero merluzón estaba más cerca de la isla,
Domingo a las puteadas miraba la marca en el puente y yo de casualidad a su lado. “Siempre es
bueno estar cerca del sillón de Rivadavia” dijo Quijano.
“¿Qué te ha pasado ahí abajo?” preguntó Domingo. “Nada, fue una brigadera como dicen los
portugueses, lo hago para mantener el espíritu alegre, me descargo la tensión con esto”. “Al que van
a descargar un montón de hostias es a ti si sigues haciendo asustar a la gente”.
“¡Mira a estribor...!” dijo Domingo cambiando la conversación, “ahí tienes al Harengus, este loco
va a toda marcha a la zona prohibida” ¿Quién esta de capitán? Pregunté, voy a averiguar, pero me
parece que es Olmos. Tomó el micrófono del aparato de radio y se comunicó con el Harengus, la
operación es simple entre buques. Rápidamente contestaron y era precisamente el capitán Olmos en
el aparato. “¿A dónde vas tan apurado, coño?” le preguntó Domingo.
“Trataré de meterme un poco más adentro de la zona porque aquí hay poca marca, dijo Olmos”.
“Mira ten cuidado con estos locos porque a nosotros se nos acercó un helicóptero y menudo jaleo se
armó en el comedor de marineros. Para colmo un amigo tuyo por hacer una chanza casi nos hace
morir de un susto”. Al preguntar quién era el amigo contestó “Cimmino”
Pidió hablar conmigo.
“Aquí Cimmino. ¿Cómo le va Olmos?, el mejor capitán del mar, después de Domingo”.
“¿Qué tal Cimmino? Así que anda haciendo de las suyas en el “Alvamar II”.
“A veces nos divertimos un rato”, dije, “pero trabajamos mucho y muy bien. Nadie rompe las bolas
y Domingo no es Portillo”. “Hablando de Portillo ¿sabe Cimmino que lo echamos a la mierda?”
preguntó.
Le pedí que me contara y esta fue su explicación: “Cuando pasó lo de Malvinas, en vez de seguir
pescando por la costa como lo hicieron ustedes metió el buque en el golfo San Jorge y le hizo
perder un montón de dólares a Bridas S. A”.
“¿Así que el macho o menos se cago encima?”
Así es Cimmino, ahora Churruarín espera que usted vuelva cuanto antes.
Olmos, yo a usted lo aprecio mucho, lo tengo en alta estima, pero aquí encontré una familia gallega,
especialmente un jefe de pesca que es como un hermano para mí y aunque me ofrezcan el triple de
lo que gano hasta que no me echen, no voy a dejar este buque.
Así me gusta Cimmino, que tenga principios, igual si usted ve la cocina se muere, entre el “tano” y
el que lo suplantó después, la incendiaron dos veces. Ahora lo dejo porque voy a mirar la marcas,
no sin antes mandarle un fuerte abrazo, un saludo a Domingo, cambio y fuera”.
“Chau Olmos, gracias por su atención, saludos a todos los muchachos que los recuerdo siempre y
espero algún día darle el abrazo que se merece, cambio y fuera”.
Dicho esto, miré a Domingo la cara de satisfacción que se dibujó en su rostro me dio la tranquilidad
que pisando firme la tabla no aflojaba.
Transcurrió la mañana con los preparativos del almuerzo, el pan y los churros fabricados a las
cuatro de la mañana, con los nervios de la tripulación, desaparecieron en un masticar implacable.
Tuve que amasar, otra vez, pan para la tarde. Román me dijo con sorna: “Si a tí te quitan la harina te
mueres”. Mira Román yo salí a mi padre, lo llamaban Perón, porque dominaba las masas. Como no
entendió el chiste pasé por gilipollas.
Después del almuerzo llamaron a virar, Falucho, el perro de Domingo, que estaba comiendo un
potaje de garbanzos con orejas, salió para dirigir con ladridos la maniobra. Román me dijo, “tira lo
que dejo el perro porque si Domingo sabe que dejo la comida por la mitad nos mata”. “¿Tanto
quiere al perro?” Le pregunté. “Primero esta el perro, segundo su mujer, tercero los argentinos y por
ultimo nosotros los españoles”, contestó Román.
La intrepidez de “Manolo” en las maniobras nos ponía a todos nerviosos, siendo algo gordito subía
y bajaba por todos lados, las pastecas sueltas le rozaban la cabeza, él las esquivaba como si fuera un
boxeador, cuando la bolsa estaba en cubierta la trepaba como un gato. Alfredo lo seguía y todos los
argentinos que estaban en la maniobra con Iglesias en la maquinilla, teníamos los huevos de moñito.
Los dos estrobos que vinieron a la bolsa no fueron gran cosa, pero algo era algo y por ser el primer
lance estábamos satisfechos.
“Cunta Quinte” se llevo a la gente a planta y al cabo de noventa minutos estaban otra vez de joda en
el comedor.
Zoto y Santos conversaban con Román mirando por los portillos como los paisanos tejían las redes
en las partes averiadas con una velocidad asombrosa, pero los argentinos de cubierta no le iban en
zaga. El mar estaba calmo, teníamos tiempo de sobra para preparar la cena, me sumé al grupo y les
comenté mi conversación por VHF. con Olmos en el Harengus. Román me preguntó si Olmos era el
mismo capitán que había salvado a un montón de tripulantes en el incendio de un pesquero. Asentí.
Me dijo como consolándome: “Cimmino vos caíste bien con nosotros, el Harengus es un barco sin
línea, parece un remolcador antiguo, es un cajón cuadrado con un puente y una chimenea” Zoto
continuó: “Es una lata gigante rellena de alemanes, portugueses, argentinos y algún gallego
descastado sin moral y sin principios”. Faltaba Santos para preguntarme “¿Tienen toneladas de vino
con manguera y pipeta? ” No, le contesté. “Entonces ese barco no vale una mierda” dijo. Me reí de
buena gana al escuchar ese pandemonium de boludeces, pero para hacerlos engranar un poco les
dije: “Ese barco tiene los mejores camarotes de cualquier pesquero, la cocina está en el lugar justo
como para que no bailen tanto las cacerolas y los cocineros, además no tiene, como éste, el baño de
oficiales frente al comedor, cuando estos están comiendo, tienen que sentir el ruido de los anos
despidiéndose de sus contenidos. ” “¡Hostias! ” dijo Santos, “peor sería si se sintiera cagar”. Me
llamé a silencio, si bien me divertía con esta gente, nunca dejé de extrañar al Harengus, con un
camarote espectacular y el mando prusiano sobre el estomago de los tripulantes. Sólo por un capitán
estúpido que quería una atención preferencial tuve que dejar ese hotel flotante. Román se acercó y
viéndome meditar en silencio me tomó del hombro y me llevó hacía el portillo de estribor y me
mostró al Harengus que venía de la zona prohibida. “Parece que a tu amigo lo sacaron cagando los
ingleses”, me espetó “Coño que este Olmos es más cabeza dura que el vasco Torreira”.
Llamaron a virar nuevamente el chirrido de los cables enroscándose en el cabrestante despertó de su
larga siesta a “Córdoba”, mientras se iba desperezando, Román le echaba una filípica infernal. Sin
contestar “Córdoba” fue a las bachas para lavar un montón de platos que le habían quedado del
almuerzo, el barco dio un respingo y a “Córdoba” se le cayeron dos platos al suelo. Román le grito:
“A ver si te despiertas coño, si seguimos así vamos a tener que comer directamente de las ollas,
cuando lleguemos a España en vez de hacerte trabajar en el hotel te voy a llevar a una fábrica de
colchones para que los pruebes ¡Nemo! ”.
Me picó la curiosidad y, sin poderme contener, le pregunté a Román si había escuchado bien.
“Cimmino” me dijo: “Lo que te voy a contar espero que quede entre nosotros, de esto depende mi
vida. Hace diez años que la hermana de Paco y yo somos pareja y estábamos a punto de casarnos, la
ultima vez que estuve en España conocí a una mujer que casi me atropella con un Mercedes Benz
de la puta madre. Como me tocó un poco con el paragolpes me invitó a subir al coche y llevarme a
una clínica, la mujer era gordita, pero bastante simpática. Yo subí al coche sin pensar en la clínica
porque en realidad ni me había tocado. Allí me contó que era mexicana y que tenía en Vigo y en
Redondella, donde yo nací, cuatro hoteles y un salón de baile ¡Hostias! Esta mujer tiene más cuartos
que Rockefeller, me dije. Al ataque Román. A las dos horas estábamos follando en su casa, jardines,
pileta de natación, etc., etc. Mitad en castellano y mitad en gallego siguió. “Esta mujer trepouse en
mí como una pantera e dejome cheino, la satisfacción fue tan grande que enamoreme de ella, (y de
sus cuartos, acoté). Bueno esos también, pero no cuenta. Me propuso matrimonio después de follar
una semana seguida, acepté. Así que este es mi ultimo viaje a la Argentina porque tengo que
escaparle a Paco para no tener un follón con él, la hermana es una buena chica y va a encontrar
consuelo, también me llevo a “Córdoba” a trabajar en uno de los hoteles y de noche ponerlo de
portero en el salón de baile, así que espero discreción de tu parte. No creo que Domingo traiga otro
español en la cocina porque él te cree muy capaz para atender a los paisanos y a los argentinos. ” Y
agregó en broma: “Duminju enmorose de ti, pero primero tienes que entregar o pandeiro”.
El lance vino algo mejor Domingo poco a poco fue encontrando marcas y el optimismo fue en
aumento. La única mala noticia la recibió un tripulante argentino, el Mono, cuyo padre agonizaba
en terapia intensiva del hospital local. Zoto vino con la novedad de que Domingo había prohibido
darle ni siquiera en sándwich jamón a Pardini y a Rey, el capitán y el primer oficial argentino. Esto
nos cayó a Román y a mí como una bomba, sobre todo porque a la madrugada cuando estaba de
guardia Pardini siempre venía a la cocina para comerse un sándwich ¿cómo le íbamos a decir que
tenía prohibido el jamón? Menos mal que Zoto nos sacó del compromiso, el cara dura reunió a los
oficiales argentinos y les comunicó la novedad.
Las casualidades son muchas y este mundo es chico, por lógica se juntan los quilombos y a veces
todos en el mismo día. Antonio el enfermero nos dijo que si el barco volvía a puerto era porque el
padre del Mono había muerto.
Sonó la sirena estridente del pesquero después de virar y enfilamos para Puerto Deseado, nuestro
pesar fue en aumento, sin duda el padre del Mono (creo que se llamaba Pérez) había finalizado su
trayectoria. La plantilla de la cocina junto con algunos marineros fuimos a consolar al Mono por la
muerte de su padre. Generalmente en estos casos yo tomaba la iniciativa porque en mis ensayos
actorales aprendí a poner bien cara de velorio. Abracé al marinero y le acompañé el sentimiento,
con la congoja que se usa en estos casos, todos en fila esperaban hacer lo mismo ¿Qué pasa?
Preguntó el Mono “si me acaban de avisar que mi viejo esta mejor, salió de terapia y se esta
recuperando bien. ¿Ustedes están en pedo? ¿Qué mierda les pasa? ” No había manera de pedirle
disculpas, el muchacho nos decía de todo creyendo que lo estábamos cargando.
¿Qué había pasado? Nos queríamos morir, el barco rajaba a puerto y el finado había resucitado, o
algo grave pasaba en el puente y nosotros no sabíamos nada. Zoto vino con la novedad, pero lo que
dijo no era creíble, Román le quería hacer oler amoniaco para hacerle pasar la embriaguez.
“¡Hostias! , que te la has agarrado buena, ¡Coño! , si te ve Domingo que le bebiste el Brandy te
mata, ¿o es que le chupaste la pipeta al tonel de vino? Habla de una vez, pero di al verdad ¡Coño! ”.
“Pero me cago en la hostia, ¿por quién me has tomado? Crees que soy un gilipollas” dijo Zoto: “El
capitán argentino Pardini, Rey y “Chucho” tomaron el barco y destituyeron a Domingo y lo
desembarcan, las leyes argentinas permiten a un capitán desembarcar por oficio a cualquier
tripulante en cualquier barco con bandera Argentina”.
Santos preguntó: “¿Domingo, no los mató todavía? Ve al puente y ayuda a refrigerar los cadáveres.
No puede ser que hayan pasado treinta minutos que tomaron el mando y todavía vivan, voy contigo
y te ayudo, los muertos pesan más que los vivos, Cimmino ven tu también que a lo mejor Domingo
quiere que los botemos al agua y nos ahorremos el trabajo de traerlos a la bodega”. Al darse vuelta
lo tuvo a Pardini de frente “¿A quien va a llevar usted a la bodega? ” Le preguntó el capitán. Santos
se desinfló, quedó desparramado como un títere que le aflojan los hilos. Creí firmemente que se
desmayaba. Zoto más canchero lo agarró por los sobacos y lo mantuvo en pie mientras yo le
preguntaba a Pardini actuando cancheramente “¿Qué paso capi, hay bronca en el conventillo? ”,
“Pero a usted le parece Cimmino, este hijo de puta nos quiere tener cagando, hasta nos quiso
prohibir comer jamón”.
“Zoto... ” gritó: “Vaya a decirle a Domingo que no se mueva del camarote, que se considere preso”.
Salió Zoto de la cocina como un perro cuando le encuentran un sorete en la pieza. Se dirigió luego a
Román que se hacía el gil al lado de la máquina de fiambre. “Ya que esta ahí hágame doce
sándwiches de jamón crudo y me lo manda por Zoto al puente cuando nos lleve la merienda. Ah...
que tenga bastante jamón por favor. Esto último lo dijo con sorna”.
Subió Pardini al puente, Román comenzó una serie de improperios y maldiciones casi todos
desconocidos en el diccionario de la Real Academia Española, mientras manejaba la máquina de
fiambres con su rosario: “Me parece que me desembarco con Domingo, yo no voy a aguantar que
este Nemo me venga a gritar como si fuera un chaval”. La máquina gastó medio jamón empujada
por los brazos cansados de Román que a los gritos llamó a Zoto y le pidió que le hiciera los
emparedados. “Llévales estos al puente junto con la merienda, pasa por el camarote de Domingo,
dile si va a comer la Caldeirada o el cocido de rabos que le preparé. Luego lo visitaré para
presentarle mis respetos”. Ya lo hice yo dijo Zoto: “Me pidió tranquilidad, que no descuidaran al
perro porque si sabe lo que paso se puede entristecer y perder el apetito”. “No va a perder un caraio,
dijo Román, ya comió lentejas y dos morros con algunas patatas”. Román estaba tan engranado que
no se me ocurrió hacerle ningún chiste. En el comedor los comentarios eran diversos, casi todos
apoyaban a Domingo, pues gracias a él estábamos pescando donde casi no había marcas.
Mientras cocinábamos la comida le dije a Román que me acompañara al camarote de Domingo para
ponerme bajo sus órdenes, le pareció buena la idea y subimos. El arrastre fue memorable, si
Domingo le daba un puñal a Román, este subía al puente y hacía una carnicería. Yo también me
mandé una buena actuación, los dos quedamos a las órdenes del gran pescador.
Pero faltaba un toque de cinismo al personaje y rajé al puente por las dudas. “Hola, ¿cómo va la
nueva comandancia del barco?” pregunté. “Bien”, dijo Pardini: “ahora que nos sacamos de encima a
los gallegos, creo que vamos a estar más tranquilos”. Rey y “Chucho” aprobaban lo que decía el
capitán y sonreía como si estuviera todo cocinado.
Me moría para hacerles alguna cargada, íbamos a toda máquina a la ría del puerto para dejar a
Domingo y a todo el que lo quisiera seguir. Según los cálculos estaríamos al otro día por la tarde en
zona.
El mar estaba picado, la velocidad del barco era excesiva, los tripulantes en el comedor tejían toda
clase de comentarios, sobre todo los gallegos que no tenían consuelo, eso que a ellos los tenía bajo
un yugo dictatorial asombroso.
Los argentinos generalmente creen que los gallegos son de pocas luces, a veces los chistes y cuentos
los hacen pasar por giles, pero tenemos que saber y lo comprobamos los que trabajamos a su lado
que no es verdad. Grandes dramaturgos, poetas, escritores, etc. , lo corroboran. Esos fue lo que nos
llevó a los argentinos a pensar que alguna maniobra se cernía sobre Pardini y compañía, no se iban
a quedar los gallegos sin Domingo y sin Pedro que también desembarcaba. Román echaba chispas,
lo llamaba por teléfono al camarote y le ofrecía a Domingo toda clase de servicios, faltaba que le
ofreciera una Felatio. Llegamos por fin a la ría, no tocamos puerto, pero quedamos a la espera de la
lancha con las autoridades para el desembarco. Los muchachos argentinos prepararon una sabana
escrita con pintura negra con la siguiente frase “VOLVE DOMINGO TE QUEREMOS” Llegó la
lancha con autoridades de Prefectura, Ordiales, Gadea y Perrone subieron la escala y conversaron
brevemente con el capitán. Este lo desembarcó a Domingo y a Pedro sin contemplaciones y por
oficio, Perrone vino a saludarme, me guiñó un ojo y sonriendo me dijo para que escuchara Román:
“Ahora si que están jodidos los españoles, Pardini los va a tener bajo su miembro. Se acabaron los
pezuños, se acabaron los cojones... ” Saltó Román y dijo: “Domingo se los va a follar sin condones
a estos gilipollas. La madre que los parió... ” Perrone salió de la cocina riéndose y tomándose de la
cabeza me dijo: “Chau Cimmino, hasta pronto”.
Domingo y Pedro bajaron la escala acompañados por las autoridades de Prefectura, Ordiales,
Perrone y Gadea. Los marineros argentinos desplazaron la sabana y saludaban a viva voz, junto a
los españoles: “¡Domingo sí, otro no! ¡Domingo si, otro no...!”. Yo por mi parte me quedé mudo,
uno nunca sabe.
Pardini, Rey y el Segundo de cubierta dieron la orden de virar el ancla y volver a la zona de pesca.
Los tripulantes seguían saludando, Falucho a los ladridos parecía comprender la suerte del amo.
Navegamos algunas millas, los churros que había preparado para el desayuno desaparecieron como
por encanto, cuando pregunte porqué no había quedado ninguno Zoto me dijo que Gadea se había
comido un canasto y se había llevado en un bolso todos los que quedaban. Tuve que apelar
nuevamente al agua hirviendo, aceite de oliva y harina, en un momento tenían los tripulantes las
bandejas llenas, gracias a la máquina formidable que teníamos en la cocina. Seguían los
comentarios del desembarco, Román lo rezongaba a “Córdoba” porque había puesto jamón crudo
en la máquina de cortar fiambre para hacerse un sándwich. “Mira tonto, si llega a venir Pardini y se
le ocurre comer jamón porque lo ve en la máquina, te mato y te tiro al agua”. El pobre “Córdoba”
con el cantito que caracteriza a los de su provincia dijo inocentemente: “Que culpa tengo yo que
nosotros los argentinos nos hagamos dueños del navío y en un alarde de valentía jamás vista
rajamos a un dictador” Zoto y yo no podíamos contener a Román, que con el palo de amasar quería
matar al cordobés, pero lo que tenía que pasar, pasó, Pardini recibió por radio la orden de volver a
Puerto Deseado.
“Manolo” que estaba en el comedor con casi todos los paisanos dijo al ver que pegábamos la vuelta:
“Mejor que nos desembarquemos todos, porque con estos tíos pescando lo único que atraparíamos
sería un refrío”.
Llegamos otra vez a la ría. Esperamos nuevamente a las autoridades que prontamente subieron la
escala con Ordiales y dos personajes desconocidos, Falucho les ladró como saludándolos, se
presentó Pardini con sus compañeros oficiales y recibieron a los desconocidos: “Somos inspectores
de bromatología y venimos a labrar un acta por tener un animal a bordo, cosa completamente
prohibida en barcos que transportan alimentos”. Los jefes de Prefectura Nacional Naval
desembarcaron inmediatamente a los oficiales argentinos por tener un perro abordo.
Mientras preparaban sus valijas los oficiales argentinos para desembarcar por orden superior dado
el grave delito de tener un perro a bordo, otra lancha traía a Domingo, a Pedro, un capitán argentino
y dos oficiales que reemplazarían a Rey y “Chucho” como así también a Perrone y Gadea para
firmar el papelerío.
Subió Domingo con la gente por la escala y faltó que los marineros le cantaran la Marcha triunfal de
Aída de Verdi. Todos aplaudimos a rabiar, pero Román lloraba de alegría, mientras pegaba saltitos
como las minas cuando cantaban los Beatles. Uno a uno fue saludando en un apretón de manos a
toda la tripulación dándoles las gracias por tanto fervor. Cuando me dio la mano le dije en una
explosión de cinismo “Ritorna Vincitore”. “Gracias, muchas gracias” replicó Domingo. Román de
ninguna manera podía rufianear más que yo.
Aparecieron los desembarcados con sus valijas, pero antes de bajar la escala me acerqué, les di la
mano deseándoles suerte. Jugar a dos puntas es casi obligación de un cocinero de abordo. Demás
está decir que Falucho también fue desembarcado, pero no por oficio, su destino era embarcar en el
Alvamar I.
El capitán argentino se llamaba Perani, Gabotto, el primer oficial y Raffo, el segundo de cubierta.
Mientras los primeros oficiales argentinos se retiraban a sus camarotes acompañados por Zoto,
Pedro, el jefe de máquinas se confundía en un largo abrazo con “Caldereta”, al cual le unía un
parentesco. La gente de máquinas fuera de sí, lo vivaba alegremente. Euforia total en el buque. Y
esta vez sí, rumbo a la zona de pesca.
Después de la cena el comedor se convirtió en un gran gallinero, el cacareo partía más de los
españoles, sin duda estaban más agrandados que galleta en el agua. José el maquinista vociferaba:
“¿Por qué no hacen chistes ahora sobre nosotros? Vieron la chispa de ingenio que tenemos los
gallegos. Mira que un perro haga echar a tres oficiales argentinos. Esos son chistes, coño... ”.
A Santos se le acabó el tonel, pero siguió sacando el vino de las damajuanas con una manguera, en
vez de volcar los garrafones a las jarras, ponía a estas en el suelo chupaba la manguera, los primeros
tragos pasaban por su garganta antes de hacer sifón. El pedo de Santos encendía la chispa, la
muñeira tomaba partido en las gargantas ibéricas. Nuestros oídos aguantaban con estoicismo el
canto etílico. Nuestra venganza fue terrible, el genio, a veces cruento, nos hace inventar la peor de
las torturas, para hacer sufrir a los gallegos le pusimos por los parlantes un disco de Palito Ortega.
Me fui a dormir temprano, tenía que hacer el pan y los churros. Cuando fui a despedirme de Román,
me dijo que los gallegos iban a poner una porno gay en la que un Taxi Boy gallego se follaba a tres
argentinos. Me reí de buena gana, el que hace bromas también tiene que saberlas recibir.
Si bien Copérnico en el año 1500 escribió la teoría revolucionaria en la cual describe que el sol es el
centro del universo y la tierra gira a su alrededor, en este barco esa teoría la colgaron al lado de los
inodoros, aquí todo el mundo giraba alrededor de Domingo, argentinos y españoles, sabíamos que
con el en el puente, en las zonas más difíciles, las marcas de cardumen las veía mejor que nadie. Por
algo el “Kasuga Marú” y el “Rocco Marú” lo seguían como perros pordioseros al igual que el
Harengus con Olmos en el puente, tuvo que meter la cola entre las piernas y pescar fuera de las
doscientas millas de las Malvinas.
Cada dos o tres horas virábamos, siempre algo venía, no era gran cosa, pero encontrar el merluzón
en ese lugar era una tarea difícil. Buscamos algo más al sur y las cosas mejoraron bastante, la
bodega tardaba en llenarse, pero se llenaba. Perani, el capitán argentino, junto con Gabotto y Raffo
daba muestras de una docilidad encomiable. El capitán era bastante bravo y Domingo le tomó
simpatía, sobre todo porque con el primero de cubierta trabajaban en planta con la misma velocidad
de los marineros. Raffo por su parte lo ayudaba en el puente y demostraba bastante curiosidad por
aprender lo que Domingo enseñaba, este muchacho fue con el tiempo un gran jefe de pesca.
Los días se acumularon en un invierno cruento, zanjábamos con habilidad el baile en la cocina,
Santos de vez en cuando se pegaba algún golpe, Zoto alguna vez aterrizó por los escalones que
llevaban al puente, pero donde más se sentía la ventisca era en cubierta. La nieve cubría las vitas,
las redes que esperaban su turno para ser reparadas y a los muchachos que con estoicismo ligaban
alguna gasa hacían costuras en los cabos, o tejían con las manos entumecidas de frío. Román y yo
enfundados en gruesos sacos de abrigo, le llevábamos café en termos y una botella de Cognac
Reserva que se pasaban unos a otros como la pipa los Pieles Rojas. Contrastaba la terrible crueldad
de la naturaleza con la enternecedora escena de dos humildes cocineros tratando de energizar al
motor humano.
Cuando volvíamos a nuestro lugar de trabajo mandábamos a “Córdoba” a planta para llevarles el
termo y la bebida, quien, como siempre, de mala gana y con su cantito provinciano decía: “¿Quién
me trae a ni siquiera una mamadera cuando estoy trabajando en la bacha de la mañana a la noche? ”
“¡Hostias que eres duro! ”, dijo Román: “Tu en vez de mamadera vas a tener que tomar algo por
detrás, una patada en el culo, por no decir una polla a ver si te avivas un poco”.
Promediaba el mes de Julio cuando el combustible llegó a la reserva, con la primera bodega al tope
nos podíamos llamar satisfechos. Domingo podía sentirse satisfecho en pleno invierno y en ese
lugar llevar novecientas toneladas de merluza austral. Las tres pitadas del buque nos dieron aviso
del retorno a Puerto Deseado.
Como siempre la limpieza y la lista de víveres fue nuestro objetivo, mientras que los mineros tenían
no sólo que lavar el buque y las redes con agua dulce, sino dejar las plantas de trabajo más limpia
que un quirófano. Perani dirigía la limpieza y los gallegos le pusieron de sobre nombre Látigo
Negro.
Por la noche después de la cena mientras estábamos mirando el juego de “Manolo” y Alfredo con
las zapatillas Domingo por los altavoces: “Cimmino, al puente”. “¡Coño! como te quiere papá”, dijo
Zoto, “ve y dale la teta”, me cargaba, con algo de envidia. Cuando subía la escalera que llevaba al
puente un largo signo de interrogación se enroscaba en mi mollera. Saludé a Domingo y lo felicité
por el fin de la marea, de reojo vi al jefe de radio en su oficina mandando telegramas con el tip tip
característico que a veces escuchaba en las oficinas de correo, salvo que en este lugar la incógnita
de los marineros al escuchar el morse nos producía cierto grado de inquietud. Todos los chimentos
del barco se mandaban a la compañía y los de esta al pesquero.
Gabotto y Raffo llevaban el buque a puerto con el marinero Pescadito en el timón. Domingo
sentado en su escritorio firmaba unos informes que le llegaban de la sala de radio, al notar mi
presencia dio vuelta el sillón giratorio y me dijo amistosamente: “Hola Cimmino, ¿cómo se siente el
Borgia de la cocina? Mira que eres duro caraio, cuando te veo llevar el café y la bebida a cubierta
con el loco Román pienso que un día los pierdo, con lo fría que esta el agua si una olas los atrapa
duran sólo sesenta segundos, así que tengan cuidado cuando llevan el café, no se pongan tan cerca
de popa porque pueden caer por el tobogán en algún cabeceo del buque. Te llamé para comunicarte
algunas noticias y preguntarte si estas dispuesto a darme una mano, pues tengo algunos problemas
para resolver. Primero, Román se va y necesito que te quedes de guardia en puerto. Perrone va a
traer a tu mujer como hacía en el Harengus en Madryn. De noche se van a alojar en el mejor hotel
de Puerto Deseado. Por nuestra parte te diré que vienen, mi señora, la de “Caldereta” y la de Pedro.
La próxima marea nos acompañaran en la pesca, si quieres invitar a tu mujer puedes traerla. Coca
Rodríguez la mujer de Gadea las va a llevar a pasear por los mejores lugares de Santa Cruz”.
¿Como negarme? “¿Quién viene en lugar de Román en la cocina? ” Le pregunté: “Tienes que
firmarme tu la plantilla, Zoto se queda contigo, pero Santos, el viejo se va con Román. Así que
fórmate tu la plantilla no voy a traer un cocinero gallego, cuando necesito en cubierta marineros
gallegos experimentados”.
Estos tíos me ponían en un brete, sabía que Román volvía a España, pero ignoraba lo de la invasión
de gallegas. Cuando me encontré con Román le pregunté el porque de tanta premura, me dijo: “Si
no me voy en esta marea pierdo la oportunidad de casarme con la gordita mexicana, aparte Paco
tiene ganas de cortarme la polla porque le follé a la hermana diez años, si no me voy enseguida que
llego a puerto voy a tener problemas. Me lo llevo a “Córdoba” porque hace rato me esta pidiendo ir
a España, en algún lugar va a resultar útil”.
Rápidamente convoqué a Correa y Aguirre para preparar la plantilla de trabajo en la próxima marea,
supe también que Antonio, el enfermero que trabajaba tan bien en el pesquero, sería cambiado por
una doctora que navegaba en el Alvamar I, el motivo era obvio, si las gallegas tenían algún
problema lógico era que las atendiera una doctora. Aguirre y Correa se reunieron conmigo en la
cocina mientras Román en su camarote preparaba las valijas.
Aguirre aceptó de buen agrado pasar a las bachas de la cocina mientras dejábamos de ranchero a
Poca Vida. Correa como su hermano era panadero profesional, con un poco de experiencia
trabajando a mi lado podía ser un buen segundo cocinero. Me quedé tranquilo pues ninguno puso
objeciones. Con el tiempo los haría cambiar de lugar para que todos tuvieran su oportunidad, el
principal objetivo era no traer gente extraña al buque, pues a veces los que mandaban de Buenos
Aires eran de terror y en la cocina, un espanto. Cuando vino Román al camarote le pedí que dejara a
los dos muchachos en la cocina para familiarizarse con el nuevo trabajo porque ya no se pescaba y
la cocina estaba sobrecargada de laburo.
Román en dialecto gallego me dijo: “Ti tenes todo feito filo de tu mai, que pillo eres mi deus”.
Por la ventanilla de la cocina se asomó “Caldereta” el gallego que tenía la suerte de recibir a su
señora que viajaba directamente de la Coruña en compañía de la señora de Domingo y la de Pedro.
“Tengo hambre” dijo “¿No hay ni un puto hueso, en este puto barco? ¿Tienes hambre y estás
nervioso? ” Le pregunté. “Las dos cosas” contestó: “Hace dos años que no follo, eso que ustedes los
argentinos dicen hacer el amor, dame si puedes un hueso de paleta de cerdo con bastante carne
“Yamboro”, para ponerme en condiciones y hacerlas, eso que dicen ustedes, de goma”. Le alcancé
un hueso de jamón que tenía bastante carne, sobresalían diez centímetros del plato al cual le
agregué unos garbanzos con repollo del caldo de Román.
Mientras “Caldereta” comía recordé que tenía entre mis bártulos un libro de una mujer llamada
Támara Levi, no recuerdo mucho el nombre, pero creo que se llamaba “El amor tántrico” o “El
amor oriental”, fui al camarote lo encontré y me senté a la mesa con “Caldereta”. “Manolo”, le dije
“Como yo soy más viejo que vos puedo darte un consejo”. “Sí hombre, habla”, contestó mientras
engullía los garbanzos haciendo un chasquido infernal. “Nosotros los humanos tenemos ciertas
falencias, cuando hacemos el amor generalmente las dejamos insatisfechas por el apuro en tomarlas
como un objeto sexual y no tratarlas como en realidad ellas se merecen, este libro enseña una nueva
manera de hacer el amor. Los lamas, los hindúes y los serpas antes de hacer el amor tienen un ritual
místico que sublima al espíritu y enriquece el contacto físico”. “Coño, eso si que esta bueno”, dijo
“Caldereta”, “pero dímelo en fácil, porque en difícil no te entiendo un caraio”. “El libro lo explica
bien” dije, “te sientas frente a ella con las piernas cruzadas, la miras a los ojos y con ternura tomas
una aceituna y se la pones en la boca. Luego le das un beso en la frente. La tomas de la mano, la
miras nuevamente a los ojos y la convidas con un pedacito de pescado. Levantas tus manos e
invocas al dios del Amor, para que penetre en tu cuerpo y te haga digno, la noche será larga y
apacible. El libro va a explicar mejor que yo léelo y veras. A veces una flor puede más que una
polla”. “Manolo” “Caldereta” terminó de comer y se llevó el libro al camarote. Con dos personas
más en la cocina el tiempo nos sobraba para hacer el pedido, acomodar las frigoríficas, las
gambuzas y dejar nuestro sector con una limpieza llamativa. Cuando piensi en esta cocina, al igual
que en la del Harengus recuerdo en los millones de cucarachas del “Aracena”, me parece que fue un
sueño.
A medida que la nave se acercaba a Puerto Deseado crecían nuestra ansiedad, máxime ahora, que
algunos recibíamos a nuestras esposas. Aguirre me comentó que su mujer también lo esperaría en el
muelle, el muchacho era recién casado y quería pasar una Luna de Miel en Puerto Deseado, el pobre
había tenido que rajar de la iglesia al buque para no perder la marea.
Cuando el “Crucero del Amor” tocó el muelle, no sin antes llevarse un pedazo de este, pusieron la
planchada y antes que vinieran las autoridades tres gallegas atropellándose y a los gritos subieron a
bordo. Menos mal que los encontraron vivos. Si la vida se lleva primero a los tres gallegos, estas
mujeres con sus alaridos podrían empardar a los que ya describí de la opera “La forza del destino”
de Verdi, en la cual la soprano en el papel de Leonora pega unos alaridos que le ponen la piel de
gallina a cualquiera de nuestros más crueles torturadores.
La mujer de Aguirre y la mía se quedaron en el muelle rojas como un semáforo esperando que
nosotros fuéramos a buscarlas. Cuando las abrazamos me di cuenta lo petisita y delgadita que era la
señora de Aguirre, bueno, él no media más de un metro cincuenta, pero la piba parecía una nena de
once años. Cuando terminaron los besos y abrazos, subimos la planchada para tomar y hacerles
comer algo a las mujeres porque el viaje, en esos cachivaches era bastante cansador, pero grande
fue nuestra sorpresa cuando nos dijeron que el viaje lo habían realizado en coches pagados por la
compañía, pero hambre tenían igual y la reunión se realizó en el comedor de maestranza con Zoto
vestido con saco blanco y moñito. Se sumó a la reunión la señora de Domingo, una hermosa mujer
impecablemente vestida. El dialecto galaico de las españolas, alegre y entendible, sus cantos y vivas
nos hizo preguntarnos ¿Son tan así de alegres las mujeres españolas? ¿Viven sin los problemas
nuestros, con la guita y los gobernantes? La respuesta la tuve un tiempo después, cuando fui a
buscar con los muchachos el “Alvamar III”, el pequeño pesquero que estaban alistando en Vigo. No
tenían desocupación y al que no laburaba, el gobierno no los dejaba morir de hambre. Al extranjero
que busca trabajo lo mandaban a tomar por el culo, salvo algunos artistas argentinos que por suerte
mojan algunos personajes en películas y bolos novelescos. Eso porque en Argentina los artistas
españoles actúan a gusto y son bienvenidos en teatros y televisión, pero esto es harina de otro
costal. Las gallegas, los gallegos y nosotros brindamos con alegría por la vida y por un gobierno
democrático que pronto se avecinaba. Pese a todos nuestros contratiempos teníamos la esperanza de
tener pronto un nivel de vida digno y la envidiable estabilidad que en otros lugares del mundo se
afianzaban. Hoy año 2000 todavía seguimos esperando.
Zoto se cansó de llevar bocadillos, pinchos, pescado frito, morcillas, regados con tacos de
manzanilla y jerez que Domingo tenía encanutado en el puente y habían aparecido como por arte de
magia. Gadea vino con su mujer, Coca Rodríguez, que con su gracia y simpatía nos copó invitando
a todas las mujeres del grupo a dar un paseo por los mejores lugares de Puerto Deseado, sobre todo
a la Gruta donde los fieles dejan notas con pedidos. Algo muy parecido a lo que pasa en Lourdes.
Después de la reunión en la que participaron todos los tripulantes, los que teníamos nuestras
mujeres fuimos invitados al hotel, el único que se quedó en el buque fue Domingo por tener un
camarote de primera categoría. Correa ocupó mi lugar en el camarote con Román, que dormía como
siempre con la luz encendida.
Cuando llegamos al hotel, quedamos asombrados por lo menos era de cuatro estrellas. La mujer de
“Caldereta” y la de Pedro, simpáticas y dicharacheras, seguían a sus maridos con la ansiedad en sus
genitales de seis meses de abstinencia y el calor del Mediterráneo. Las nuestras también sabían de
sobra lo que les esperaba.
Al día siguiente nos levantamos temprano pues empezaba la descarga y Aguirre y yo teníamos que
ayudar a Correa que había quedado solo en la cocina dado que Román y Santos rajaban para España
lo antes posible.
Las mujeres, “Caldereta” y Pedro desayunarían en el hotel y vendrían al pesquero más tarde, pues
no tenían ningún apuro, el barco estaba parado y la caldera podía esperar unas horas más. El hotel
estaba a sólo ochocientos metros del muelle, así que llegamos rápidamente y comenzamos nuestra
tarea, a la hora del almuerzo estaríamos todos a la mesa.
Transcurría la mañana normalmente, la descarga era algo lenta, pero lógica. Domingo no había
salido del camarote. Pero, cuando se desabotonara y apareciera en cubierta los estibadores tendrían
que cambiar de velocidad o se quedarían sin trabajo.
Subieron la planchada los tres mosqueteros, Gadea, Perrone y Torres este último vino directamente
a la cocina su voluminosa humanidad se desplomó en una silla, el habano apagado y la cara
enrojecida demostraba su enojo, desplegó una carpeta y me llamó como para que le diera
explicaciones: “¿Cuándo quieres que Pescasur S. A. presente quiebra? ¿Cómo quieres que me
suicide? Con un tiro, ahorcándome o comiendo algo de lo que tu cocinas ¿Cómo es eso de ponerle
al pedido la marca del frigorífico que quieres la carne? ¿Te han golpeado mucho los muchachos en
el gimnasio que armó el Campeón en la segunda bodega? ¿Estas haciendo algún “Chivo” para
alguna empresa? Si es así, porque no te escribes en el delantal la marca del frigorífico como hacen
los jugadores de fútbol. A ver, necesito una explicación” “Torres” dije, “desgraciadamente para vos,
tenés en la cocina a un tío que se las sabe todas. En Avellaneda de donde soy oriundo hay un
frigorífico clandestino, compra todo lo que afana el cuatrerismo y lo vende a mitad de precio con la
salvedad que te podés encontrar en las cajas con pecetos de toro, bifes de vacas viejas o matambres
agujereados que parecen camiseta de croto. Y ¡oh casualidad! justo son las cajas que recibí la marea
anterior, aquí la gente tiene que comer y salir a trabajar rápidamente, no se puede tener a un
marinero masticando un pedazo de carne desde las doce del medio día hasta las tres de la tarde.
Cuando hago las milanesas los golpes que le doy con la masa ahogan las ordenes de Domingo
cuando viran, si hago matambre me paso media mañana cosiendo tremendos agujeros. “Debe ser
porque a los animales los matan ametrallándolos” contestó irónicamente Torres. Le contesté: “es
porque a los animales no los despostan en lugares adecuados con gente idónea, sino que lo hacen en
cualquier lado o en el piso y en vez de cuchillos afilados para que no se corten un dedo les dan un
suncho o una lata”. Generalmente los que hacen ese trabajo son los mismos hijos de los cuatreros.
Aprovechando que Torres encendía su habano, continúe. “Yo no soy ningún tonto y me doy cuenta
que llevás buena tajada en la carga de provisiones, pero te doy la oportunidad de ahorrar por otro
camino. ” “¿Cuál es tu propuesta, “tano” mafioso? ” Pregunto amistosamente Torres. “Mándame el
veinticinco por ciento menos de provisiones con la salvedad de que yo te dé las marcas, a mi me
conviene trabajar con provisiones de primera línea, todo lo barato resulta caro, con las marcas
“Pirulo” gastas el doble”.
Torres largó dos largas bocanadas de humo y dijo: “Trato hecho”. “Déjame la carpeta que te
modifico el pedido”, le dije y continúe, “otra vez no me fumes en la cocina porque lo tengo
prohibido, ahí tenés el cartel “Prohibido Fumar, No Smoking”, si no comprendés ponemos una en
cubano. ” “¡Vete al carajo! ” Contestó.
Mientras bajaba la planchada venían las mujeres del hotel acompañadas de Pedro y “Caldereta”,
Torres pregunto: “¿Quién de ustedes es la mujer de Cimmino? ” yo dijo mi señora. “Bueno vaya
probándose ropa negra porque un día de estos la dejo viuda”. La vieja quedo con la boca abierta,
pero cuando sintió la risa del grupo quedo más tranquila.
Pedro y “Caldereta” fueron a trabajar, vino Coca Rodríguez se unió al grupo de mujeres y las invitó
para dar un paseo después del almuerzo. En el comedor de maestranzas se les reunió la mujer de
Domingo que venía con unas ojeras impresionantes, por lógica las otras gallegas la hicieron de
goma. Junto con un café, les mandé Zepeles, por la forma de masticar tuvieron buena aceptación.
De pronto, una explosión de risa inundó el comedor, una de las gallegas se había mandado alguna
ocurrencia y las demás mujeres saltaron de sus asientos haciendo caer dos pocillos de café y unas
cuantas Zepeles por el suelo. Mi señora muy, propensa a atragantarse, quedó casi sin respiración, la
carcajada fue infernal, cuando acudí a golpearle la espalda la señora de Aguirre lloraba de la risa.
Intrigado, pregunté el motivo de tanto jolgorio; todas se llamaron a silencio, Aguirre interrogó a la
mujer y tampoco obtuvo respuesta. Después, a solas, mi mujer me contó que la mujer de
“Caldereta” había dicho que la noche anterior había tenido un follón con su marido, como todas
querían conocer el motivo Consuelo, que así se llamaba la mujer, contó: “Anoite cuando fuimos a
dormir eu me prepare con una camisola transparente sin corpiño y sin bragas para follar como Dios
manda. Eu estaba cachonda y ardía de quente, cuando llego a la cama “Manolo” hizome cruzar as
pernas y sentose frente a mi da misma forma, saco da valija unos paquetiños de bocadillos e
convidome con una aceituna, después siguió con un trozo de pez y empezó a levantar las manos
diciendo pavadas. Ahí reventé ¿Dime gilipollas? ¿Ti crees que eu viaje 10. 000 kilómetros para que
me convides con una aceituna y un pedacito de pez? ¿Ti crees que soy estúpida? Si tenés otra
dímelo ya que me vuelvo a la Coruña, pero antes te la corto. Pónmela ya y si no se te pone dura la
polla puedes considerarte muerto. Menos mal que me follo rápidamente y me dejo cheina tres
veces, sino lo mato” Aguirre supo la novedad por su mujer y desapareció de la cocina. Román me
contó un rato después que el chaval entró como una tromba al camarote, se tiró sobre la cucheta, se
puso a reír tanto que tuve que golpearlo un poco pues había empezado a tener convulsiones. Las
mujeres cuando se juntan son bastante confidentes, el temor me invadió de pronto ¿Habrá
confesado la vieja que a mi me había pasado lo mismo que a Calderata cuando ella había ido al
Harengus? Sentí de pronto que mi radiografía estaba colgada en todos los mamparos.
A la hora del almuerzo vino “Caldereta” de máquina me tiró el libro por la puerta de la cocina y
gritó: “Aquí tenés este libro de mierda, dile a la autora que se vaya a la puta que la parió. Buen
follón tuve por esa estúpida” Me salvé, no se la agarro conmigo.
Por la tarde Coca Rodríguez llevó a pasear a todas las mujeres del grupo, fueron a Punta Médanos,
recorrieron parte de Santa Cruz, vieron grupos de elefantes marinos, encontraron puntas de flechas
que según dicen las hacían los indios hace ciento cincuenta años, fueron a la Gruta a pedir por
nosotros. Cuando le pregunté a mi señora cual fue su pedido me contestó: “Fui a pedir que no te
faltara trabajo”. Casi me agarra un infarto, faltó poco para darle una pateadura, aquí el trabajo sobra,
¿por qué no le habrá pedido que no faltara guita? que es lo que siempre escasea.
La descarga duró dos semanas, Correa como segundo aprendía rápidamente y Aguirre se la
rebuscaba bastante en las bachas, con el tiempo sería un segundo cocinero. Tardaron una semana
más para colocar las cintas para el langostino, las mesas de clasificación y la bañera para el sulfito,
un material que hay que manejar con cuidado, pues, como expliqué antes, es sumamente tóxico.
Recibíamos información que en el golfo San Jorge salían langostinos de buen tamaño, pero ya los
japoneses estaban rastrillando el mar y sacaban toneladas de mariscos. Domingo apuraba los
trabajos, estaba como los caballos de carrera en la gatera. Los tres camarotes de los españoles que
irían acompañados de sus esposas habían sido bien acondicionados con una cama matrimonial,
heladera y televisor, faltaba la doctora, esta tendría un camarote con su pareja, un mecánico del
Alvamar I. Cuando vino la doctora nos quisimos morir, era un churro terrible ¡que mujer! Su cuerpo
ondulante, el rubio de sus cabellos, sus pechos firmes, no nos hacían pensar que esta mujer era
medica, más bien parecía una sirena rubia para ponerla en el barco como mascarón de proa, pero no,
era de carne y hueso y lo primero que se le ocurrió apenas subió al pesquero, fue hacer una
revisación general a todos los tripulantes. Los marineros estaban desconcertados.
Todos fuimos tranquilos a la revisación pues creíamos que nos tomarían la presión arterial y revisar
la dentadura. No lo primero que dijo: “Todos desnudos y en fila, por favor”.
Los marineros eran renuentes a desnudarse, sobre todo los gallegos ¿Cuál fue el motivo de esa
decisión? Nosotros veníamos de una revisación completa en Prefectura, también en la clínica de la
compañía. Los gallegos refunfuñaban por un lado y nosotros por otro, la doctora dijo con autoridad:
“Muchachos yo sé que a ustedes ponerse en bolas les da vergüenza, en esos caso cierren los ojos
porque sí o sí tengo que revisarles los genitales”. Resignados como cuando fuimos a la colimba nos
desnudamos, el que más tardaba era Aguirre, se quedó en calzoncillos, pero recibió el reto de la
doctora. “Ya le dije, todo”. Cuando lo hizo quedamos asombrados, su figura baja y esmirriada
contrastaba con un pene impresionante, aquí sin duda la naturaleza jugó con la teoría de lo relativo.
La medica sin guantes y con un desparpajo asombroso, con una mano apartaba los pendorchos y
con el índice del otro apretaba la zona inguinal y nos hacía toser. Mientras realizaba esta tarea dijo:
“No se preocupen si tienen alguna erección, porque a veces sucede y estoy acostumbrada. Cuando
le tocó el turno al petiso la doctora puso cara de asombro y emulando una propaganda que en esos
momentos estaba en boga por televisión dijo: “Poderoso el chiquitín”. El muchacho rojo como una
barbacoa tragaba saliva constantemente mientras la mina lo revisaba. A casi todos se nos fue la
cabeza pensando en la mujer chiquitita de este marinero ¿cómo podía con ese cuerpo aguantar ese
burrito? el interrogante tenía su respuesta, después del oro el material que más se estira debe ser el
labio vaginal.
Correa, Aguirre y yo una vez revisados salimos disparando para la cocina pues nuestro trabajo tenía
un horario y esto se lo hicimos saber a la médica. Me contó luego confidencialmente: “Cuando era
muy pibe mi mamá veía que no crecía normalmente, me veía de muy bajo peso y demasiado
pequeño, por su cuenta y aconsejada por el farmacéutico, me empezó a dar hormonas para el
crecimiento. Pasó un largo tiempo un día a los diez años, me estaba bañando, cuando entró mi
mamá. Después oí que le decía a mi viejo: “El nene la tiene más grande que la tuya. ¿Qué hago? ”
“Nada mujer, déjalo tranquilo y no le des más las hormonas. Hay un dicho que dice, siempre es
mejor que Soso a que Fafa (mejor que sobre y no que falte)”.
No sé por qué, pero cuando vi a la nena que parecía de once años me acordé de las viboritas que
abren la boca y se tragan una rata sin masticarla.
Llegó la hora de las despedidas, mientras las gallegas se acomodaban en el barco, las nuestras
fueron llevadas a Comodoro Rivadavia en una Combi muy cómoda, esa misma noche estarían en
Buenos Aires. Mi señora no pudo quedarse porque mis hijas trabajaban y debían ser atendidas, dos
o tres meses eran mucho tiempo, aunque ellas no tenían ningún problema. Ahora viene una frase
mía que por su genialidad debe ser por la inmensa cantidad de neuronas que funcionan
permanentemente en mi cerebro: “La madre es la madre”.
Torres no faltó a su promesa de mandarme víveres de primera línea, pero fiel a su costumbre de
turro, algo tenía que maquinar y lo hizo, faltaba el chancho salado. Cuando le pregunté por el cerdo
me dijo que el salado salía de los limites de sus gastos, el que salió de los limites fui yo que
apelando a mis dotes actorales acudí al camarote de Domingo y lo levanté de su siesta. El riesgo
que se corre interrumpiendo el descanso o el Romance de Domingo es el mismo del que le pega una
patada en la trompa a un león cuando duerme la siesta. Antes de masticarme se le ocurrió preguntar,
por casualidad, qué pasaba, ahí fue donde yo me salvé del cable eléctrico. Puse cara de tragedia,
abrí desmesuradamente los ojos y dije casi desfalleciente: “Duminju, faltome o salado, Torres
diciome que me foda. Como fazo eu sin cocido e sin potages para os gallegos, ahora mismo
matome”. George Orson Welles, al lado de mi actuación indudablemente era un sorete. Es tan
grande mi modestia que casi no puedo escribir que la Argentina se perdió conmigo al más grande de
los comediantes. La prueba estaba en que Domingo no me mató, muy por el contrario, con el frío
que hacía apareció casi en bolas en la cubierta y con un alarido, muy parecido al de Tarzán en la
selva, llamó a Torres quien acudió mordiendo el habano y agachado como sacristán cuando lo reta
el cura, escuchó a Domingo que gesticulaba como Hitler en sus terribles discursos.
Cuando Torres pasó a mi lado me dijo: “Oye cuero, si yo hubiera sabido que tu eras tan pillo me
quedaba con Castro en Cuba. Tengo una ulcera que la bauticé con tu nombre”. Cuando bajaba la
planchada hablaba solo y decía: “Puede ser que un Mussolini mande más que yo en este puto
barco”.
Dos horas más tarde paró un camión, los estibadores comenzaron a subir treinta medias reses de
cerdo que dejaron en unas cubetas sobre la cubierta. Cuando apareció Torres le pregunté: “¿Qué es
esto?”. “Dime loco ¿qué tienes en los ojos? ¿Eres ciego o tienes huevos fritos en la antiparras? No
son tranvías ni catamaranes, son chanchos, boludo”.
Los muchachos comenzaron a rodearnos y aprovechando que estaba cerca la doctora, para sacarlo
de algún problema cardíaco le dije a Torres: pero no están salados. Ahí reventó, los gritos se
escuchaban hasta la Prefectura, miraba al cielo y decía: “¿Qué hice yo para merecer esto? Tiene los
chanchos, tiene más de mil kilos de sal, tiene un kilo de salitre ¿Qué más quiere este demente, que
le frote la verga? ” La médica se acercó y le preguntó: “¿Esta nervioso Torres? ” Este la miró y le
contestó mordiendo el habano: “No, estoy tan alegre que bailaría un malambo en la cabeza del
cocinero” Los marineros argentinos y gallegos gozaban como, locos cuando yo hacía engranar a
Torres, pero de cualquier manera me jodió, tenía que descuartizar quince chanchos y salarlos en la
antecámara, cuando la costumbre era traerlos ya salados. De cualquier manera Poca vida era
carnicero y nos ayudaría a despostar y salar las media reses.
No quise echar más leña al fuego, pues temía que a Torres le agarrara una fibrilación y no lo sacara
ni Magoya.
Cuando ya estaba acomodada toda la carga en la gambuza y la carne en las frigoríficas apareció en
el muelle el coche de Ordiales, detrás una camioneta que paró justo frente a la planchada. Subieron
Ordiales y dos japoneses, cuando pasaron frente a mí se inclinaron como si yo fuera un emperador,
la ceremonia duró varios segundos. Ordiales rompió el silencio y me dijo: “Estos señores, Kamata y
Nagacima son inspectores de la compañía pesquera que nos comprará el marisco. El señor Kamata
es por la parte vendedora y el señor Nagacima viajó desde el Japón por pertenecer a la parte
compradora. Los dos viajaran en el camarote del armador y trajeron víveres especiales para su dieta.
Por supuesto le pedirán permiso a usted para utilizar la cocina, espero Cimmino que usted no se
niegue y haga honor a sus antecedentes”.
Por supuesto di mi consentimiento y comenzó la descarga de algunos víveres que trajeron en la
camioneta. Melones, arroz en bolsa de procedencia japonesa, algas en cajas del mismo tenor, fideos
entre finos de un largo superior al común, frascos de toda clases de salsas, soja, sésamo, “Nori”
(Hoja de alga negra para sushi), bebidas a base de arroz, etc.
Correa, Aguirre y yo esperamos en la cocina la aparición de los hijos del Sol Naciente, estos se
presentaron creyendo que nosotros éramos los dueños de la compañía. Kamata tomó la palabra en
un castellano apenas entendible: “Yo esperaba que señor jefe y compañeros honorables no
problemas, señor Nagacima no habla castellano, pero con diccionario inglés-castellano aprender
rápidamente”.
Kamata era un tipo corpulento, serio, parco en sonrisa, pero de correctos modales. Nagacima muy
por el contrario, pequeño, de gruesos anteojos, con una sonrisa permanente. Supimos después,
cuando nos mostró varias fotos, que fue recibido en el Sheraton y le metieron en la cama a unas
minas espectaculares. Sin duda era un pescado importante muy recomendado por la embajada del
Japón.
El hecho de que yo saliera como jefe con un sombrero parecido al del Papa le cayó muy bien a todo
el mundo, pero mi olfato indicaba cierto desconsuelo en Carballese y Torreira. Los tres nuevos
gallegos que vinieron no alcanzaban a olvidar la amistad que tenían con Román y Santos, el único
que andaba a las puteadas contra Román era Paco, cuando supo que Román se casaría con una
mexicana le agarró un ataque de bronca, “la madre que los parió” gritaba, “se folló diez años a mi
hermana y ahora se casa con otra, hay que ser canalla. ¡Filo da puta! ¿Ahora a quien le presenta la
cona mi hermana, si la tiene rota? ” Decía el atrasado de Paco. “Mi hermana no se casa jamás”.
“King Kong” era tan o más bruto que Paco, se acercó para consolarlo de esta manera: “Paco, ¿sos o
te haces el boludo? No sabes que para encontrar una virgen tenés que ir al jardín de infantes,
además si tu hermana quiere volver a ser virgen lo va a ver a un conchero (ginecólogo) y con unas
cuantas puntadas le deja la argolla como culo de muñeca”. La conversación con el troglodita dejó a
Paco mucho más tranquilo.
Cuando subieron las autoridades, todos los argentinos firmaron su contrato y la orden de salida no
se hizo esperar, nosotros debíamos apurarnos pues esta vez la zona de pesca estaba muy cerca y
teníamos que laburar toda la noche despostando y salando los chanchos. Mientras estábamos en ese
menester Correa, Aguirre y yo batimos el récord mundial de puteadas, todas las dirigimos a la
madre de Torres, Poca Vida nos salvó porque había sido un gran despostador en un frigorífico de
cerdos. Terminó él de frotarlos con salistre y tapar las piezas con sal en las cubetas enlozadas.
Esta vez el trabajo en el barco se haría por turnos, pues el langostino tiene un trato especial de
clasificación que dura mucho más que la merluza, así que, como en el Harengus, se trabajaría 6 x 6.
Quedé un poco dolido porque Román, “Córdoba” y Santos se habían rajado sin saludar, pero tiempo
después en España me dijo Román que Paco lo andaba buscando para achurarlo y él no quería morir
en el “Alvamar II”.
Por la mañana aparecieron en la cocina los japoneses, cuando iban a comenzar nuevamente con las
inclinaciones y las ceremonias los corté rápidamente: “Mirá Kamata, aquí vos no tenés problemas,
esta pileta, esta mesadita y esta plancha les pertenece, nosotros con el resto de la cocina nos
arreglamos. ” Kamata asentía y Nagacima sonreía permanentemente agradeciendo, rápidamente se
prepararon un té de rosas, cuando los convidé con unas empanaditas de hojaldre con dulce de batata
empezaron otra vez a llegar con las cabezas hasta el piso. ¿Cómo hago yo para decirles que no
rompan más las pelotas con tanta ceremonia? “Kamata, no más así”. Le dije haciendo yo también la
inclinación, parece que entendió porque cuando entraron a cocinarse el arroz, lo hicieron como
Pancho por su casa diciendo, hola, permiso y yendo directamente al grano. “Parece que se curaron”
le dije a Correa. Aguirre puso agua en el termo, nos empezó a convidar con unos mates y le alcanzó
uno a Nagacima, este para sorpresa nuestra lo probó por compromiso, pero siguió firme en la rueda,
con el diccionario en la mano este japonés en poco tiempo hablaba castellano mejor que Kamata.
Llamaron a lascar y se acabó la joda, los dos japoneses salieron rajando como si escucharan las
sirenas de un bombardeo. Los tres galleguitos nuevos Darregueira, Castelo y Jesusiño corrían por la
cubierta, mientras “Manolo” y Alfredo, los más cancheros, los cagaban a pedos. Después me
contaron que Darregueira se llevó por delante a “King Kong” y casi lo hace caer de culo, este le dio
un cachetazo. Cuando terminaron la maniobra Darregueira se acercó a “Cunta Quinte” y le dijo:
“Oye, ¿quién es ese hijo de puta? ” señalando a “King Kong”. “Cunta Quinte” lo miró y le dio un
trompazo, el gallego se levantó y cuando se iba agarrando la cara pasó Roberto, le preguntó que le
pasaba y el pobre tipo tuvo la mala suerte de señalarle a los dos hermanos y siguió: “A esos dos
hijos de puta habría que matarlos”. El “Chivo” lo dio vuelta y le dio una patada en el culo que lo
mandó de boca al piso. Vino Tete corriendo y les recriminó a sus hermanos, lo levantó al gallego y
le preguntó si se sentía bien y que le había pasado. “Hombre, que mala suerte tengo, quien iba a
saber que estos tres hijos de puta son hermanos, ojalá se les muera toda la familia”. La doctora
debuto cosiéndole la oreja al pobre gallego porque la piña del Tete se la despegó un poco, además
tuvo que ponerle un apósito en la nariz de paso lo revisó por las dudas que no se hubiera herniado.
Los gallegos por poco se agarran a piñas con los hermanos Armario. “No es posible” decía
“Manolo” “que un tipo ligue tantas hostias por putear, termínenla con Darregueira sino vamos a
tener un follón, ese hombre vino a ganarse la vida, es un poco bruto, pero no merece tanta leña,
coño”. Domingo por los parlantes preguntó que pasaba y Alfredo con las manos le hizo señas
negativas.
Pasaron dos horas de arrastre, mientras la gente de planta preparaba las cintas y la bañera con el
sulfito Domingo llamó a virar, el ruido de los cabos enrollándose en el cabrestante nos dio pautas
que la red venía pesada. Iglesias en la maquinilla puteaba como loco: “Para qué mierda espera tanto
cuando hay mucha marca, si se rompe un cabo alguno de nosotros pierde la cabeza”. Cuando
subieron los portones trayendo la red con miles de aves picoteando la superficie, la cantidad de
mariscos que traía la bolsa debía ser impresionante. Así fue, cuatro estrobos subieron con un
esfuerzo terrible, pero tres quedaban en el agua y no había manera de hacerlo subir. “Manolo” y
Alfredo en temeraria acción picaban la bolsa para que al caer alguna tonelada al mar esta pudiera
ser levantada por completo. La popa del pesquero se hundió casi hasta el pozo cuando la bolsa llegó
a la planchada, la cantidad de langostinos fue impresionante. Con rápidas maniobras abrieron el
pozo y echaron por el seis toneladas de langostinos, los muchachos argentinos que trabajaban en
cubierta ayudaron a “Manolo” a coser y cerrar la bolsa para lascar lo antes posible. Abajo en planta
el trabajo era infernal, la cinta traía al pozo cualquier cantidad de langostinos, lógicamente
mezclados con algunas merluzas y calamares, la clasificación se hacía de la siguiente manera:
Primero; de la cinta del pozo se descartaba la basura, los langostinos aplastados y rotos. Segundo;
los mariscos se ponían en otra cinta que los llevaba previo paso por la bañera de sulfito a la mesa de
clasificación donde los muchachos con guantes especiales (por el sulfito) los elegían por número
tamaño, extra, uno, dos, tres y cuatro. “Cunta Quinte” dirigía la mesa de empaque y las cajas de
cartón llegaban con los langostinos en fila y bien acomodados a la mesa de Kamata que los revisaba
y daba su aprobación, Nagacima se paseaba por la mesa de clasificación, cuando veía un langostino
con el cogote desprendido lo descartaba con una sonrisa sobradora siempre a flor de labios.
Tuvieron que venir los oficiales argentinos y el primero de cubierta español para ayudar a la gente
de planta que no daba abasto.
La alegría era general, cuando más langostinos mejor paga, pero me quedó un interrogante que
después de muchos años está todavía: ¿era necesario levantar seis toneladas para aprovechar solo
dos? ¿Cuántas toneladas de cría quedaban aplastadas bajo las huellas de los portones? ¿No podían
de una manera menos cruel evitar las gallinas de los huevos de oro? Menos mal que Kamata y
Nagacima estaban a bordo, cuando vieron la cantidad inmensa de descarte hablaron por radio al
“Kasuga Marú” y le propusieron a Domingo otro negocio. Del descarte elegir todos los langostinos
rotos o aplastados y congelarlos a granel en bolsas de veinte kilos previo paso por el sulfito, los
japoneses comprarían todo a precio razonable. Domingo agarró viaje y por lo menos no se tiraron al
mar dos toneladas de mariscos rotos, el precio era ínfimo, pero valía la pena, se tiraron solo dos
toneladas de basura.
Que boludos los japoneses ¿no? Tiempo después cuando ya no estaban los nipones en el barco nos
mandaron una muestra del trabajo que le hicieron al descarte. Cajas de un kilo de carne de
langostino en barritas congeladas que valían más que las de langostinos extra que envasábamos
nosotros. Esta vez Domingo en un esfuerzo supremo de su mente privilegiada dijo una frase que no
se le hubiera ocurrido al más inteligente de los filósofos: “Los japoneses son japoneses...”.
Siguió el barco pescando normalmente, esta vez con más prudencia, Domingo viraba con menos
tiempo de arrastre, pero esto tenía también su contra, cuando caía el marisco al pozo, éste no estaba
vacío. Arreglar el problema, o bien se traía más gente al barco o se dejaba la bolsa colgada con el
marisco en el agua hasta terminar el pozo, se eligió esto último y la pesca siguió normalmente.
Dejé a Correa preparar la comida para los argentinos, yo por mi parte me ocupé de los gallegos y
emulando a Román forreaba por teléfono con Domingo. Kamata preparaba la comida con celeridad,
ellos no podían dejar la inspección porque eran bastante desconfiados, un poco de arroz hervido,
alguna sopa de algas, fideos con alguna lata de pescado en salsa, regaban todo con aceite de soja y
con habilidad envidiable manejaban sus palillos comiendo rápidamente, pero dejaban la mitad de la
comida para la noche, los nipones no perdían tiempo ni para ir al baño.
Las que sí perdían tiempo eran las mujeres, como se acercaba la primavera se acomodaban con la
doctora en la terraza del puente, le daban a la tijera y de vez en cuando explotaban en sonoras
carcajadas, se ve que las gallegas estaban bien surtidas, pero la médica no les iba en zaga, pués ella
viajaba con su pareja. Por alguna infidencia, las minas, cuando pasa el enano lo miran como si fuera
Víctor Mature”.
Si bien la cocina trabajaba normalmente mi olfato me daba a entender que Torreira y Carballese
extrañaban a Román, cuando tenían media damajuana de vino encima siempre largaba alguna
indirecta. Fiel a mi costumbre de adelantarme en las jugadas de ajedrez, fui a mover mi ficha al
puente, esta vez emulando a Laurence Oliver en “Enrique V” mandé al frente de batalla a Torreira y
Carballese, mi voz firme y dramática, mi gesto de desesperación y desconsuelo sin duda
conmovieron a Domingo que tomó el micrófono pegando tres alaridos ¡Torreira... ! ¡Carballese...!
¡Al puente...!
Mientras yo bajaba las escaleras dos sombras parecidas a monjes capuchinos la subían. Por suerte el
micrófono del puente quedó abierto y toda la tripulación escuchó esta filípica: “Si ustedes quieren
algún cocinero español se mandan a mudar del barco. Tenemos uno que es tan bueno como el mejor
de los españoles. Así que si Cimmino les da mierda ustedes se la comen ¿Entendido?”. Torreira y
Carballese bajaron del puente como si los hubieran torturado en alguna comisaría. Vinieron a mí y
con un hilo de voz me pidieron perdón.
Cuando Poca Vida sirvió la comida en la mesa donde comía “King Kong” festejaban una humorada.
Todos se tapaban la nariz haciendo alusión a los gritos de Domingo. Sin duda si un cocinero en un
pesquero no tiene la suficiente habilidad para esquivar las contrariedades no durará mucho en su
puesto. Por suerte en mi sangre corrían algunos leucocitos mafiosos de mis ancestros napolitanos.
Una vez por semana “King Kong” y “Manolo” encontraban debajo de su almohada una botella con
Cognac Reserva. Otras veces la recibían “Cunta Quinte” y Alfredo, esto me aseguraba una
permanencia feliz como jefe de cocina sin que nadie pusiera la menor duda a mi gestión.
Habíamos pasado más de la mitad de la marea, el trabajo seguía con la misma intensidad, pero de
vez en cuando en la cocina poníamos alguna gota de humor para distender algo los nervios. A
Kamata, los clasificadores de vez en cuando le hacían alguna broma, en las cajas de langostinos
extra le metían cola de merluza, éste bufaba como los nipones en la película de guerra, pero en la
cocina yo tenía que pensar en alguna joda para Nagacima. Ya se hacía el canchero, cebaba mate y
nos cargaba mostrándonos la fotografía con las minas en el Sheraton. Un día vino con una bandeja
de Chipirones, bichos algo más chicos que los calamares, pero mucho más sabrosos, nos pidió la
plancha prestada y en la pileta limpió uno por uno los bichitos sacándoles el pico, las plumas y los
ojos con una pulcritud que rayaba a lo exagerado. La plancha fue limpiada minuciosamente, una
vez caliente Nagacima puso los chipirones uno por uno en fila con algo de salsa de soja. Se me
ocurrió una broma y les dije a Correa y al petiso que me esperaran un rato mientras yo iba al
camarote, tenía entre mis bártulos una pinza que asemejaba una dentadura postiza, la había
comprado en un bazar de bromas que estaba en la calle Libertad en Buenos Aires, traje la dentadura
y frente a Nagacima y los muchachos fui dando vueltas con la dentadura los chipirones. La cara del
japonés fue de espanto, los ojos saliendo de sus órbitas casi empujaban los anteojos a la punta de su
nariz. Con chillidos histéricos pegaba saltitos, parecía correr una carrera de embolsados. Aguirre y
Correa se tiraron al piso, yo también quedé asombrado ante tanto aspaviento, después de todo no era
tan grave dar vuelta los chipirones con una pinza, lo que creía Nagacima era que la dentadura era
verdadera. De pronto tomó una espátula y la pala de basura, recogió los bichos de la plancha los tiró
al tacho y se fue de la cocina con la cabeza mirando el techo. “Parece que se fue enojado”, dije.
Correa y Aguirre seguían con su ataque en el piso.
Por la noche cuando fuimos a dormir sentí que mi cucheta se movía violentamente ¿Qué le pasa a
Correa? ¿Se estará masturbando? Corro el cortinado y veo que el pobre tenía fuertes convulsiones
de risa imparables. No puedo olvidarme de la cara de Nagacima, decía mientras se agarraba el
estomago y lloraba, tuve que acudir a la torda para que me diera un Tranquinal para Correa. Por la
mañana tuve que hacer yo el pan porque al correntino no lo despertaba ni con el timbre de
zafarranchos. Al otro día vino Kamata a preparar su arroz y me dijo lacónicamente: “Nagacima
muy, pero muy humillado. Única reparación honorable, Harakiri”. “Kamata por favor decile que no
vaya a hacer ninguna boludez, la broma no es para que se suicide”. “No”, dijo Kamata “él quiere
que usted se haga el Harakiri “. Ahí engrane yo, “decile a Nagacima que se vaya a...” y ahí paré.
Kamata se estaba cagando de risa, al japonés también le gustaba la joda y me había hecho engranar.
Lo cierto es que Nagacima tardó tres días en entrar nuevamente a tomar mate. El pobre no era
rencoroso y nuestra amistad siguió toda la marea. Un día la pregunté a Kamata cual era la palabra
más ofensiva que se le puede decir en japonés a una persona. Este sin titubear me dijo “Baka” con
esta palabra un japonés lo puede llegar a acuchillar, es sin duda la ofensa más grave que para ellos
se le puede inferir a una persona. Quiere decir poco inteligente, tonto. Esto lo supieron los
marineros y entre ellos se decían “Baka”.
Cuando estaba por terminar la marea tuvimos que despedirnos de Kamata y Nagacima, una lancha
del Rocco Marú los vendría a buscar por la tarde, los tripulantes hicieron una formación en cubierta
y los oficiales organizaron una ceremonia de despedida. Los japoneses enfundados en salvavidas
anaranjados y con cascos parecían revisar tropas de combate. Mientras se acercaba la lancha
cargada de nipones con salvavidas y cascos uno a uno fuimos saludando a Kamata y Nagacima,
luego bajaron por las escala y mientras se acomodaban levantaban sus manos saludando, cuando la
lancha no había más hecho más de veinte metros todos los marineros por joda comenzaron a gritar:
Baka... Baka...! La lancha pegó la vuelta y todos los japoneses querían subir la escala para pelear,
mientras los dos inspectores trataban de convencerlos que era una broma. Cuando se alejaban otra
vez del barco nuevamente se escuchaban los gritos y la escena volvía a repetirse, tres o cuatro veces
sucedió hasta que cansados se fueron al “Rocco Marú”. Todo lo que sucede cuando termina una
marea vamos a obviarlo, pero si bien la pesca resultó fructífera, no por ello dejamos de pensar que
el gobierno tenía que tomar medidas de prevención. Bien decía Domingo, si los dejan a todos pescar
de esta forma no vamos a ser nosotros los gilipollas, lo que hay que hacer es no aceptar coimas de
nadie. O la ley es pareja o no es ley.
Domingo tenía mucha razón el descontrol provenía directamente de las autoridades que otorgaban
permisos de pesca indiscriminadamente, en épocas de veda los barcos pesqueros, sobre todo los
chicos, entraban de noche en zona prohibida, trabajaban con la red a media agua sin vigilancia.
Cuando amanecía salían de la zona y pescaban fuera del golfo haciéndole pito catalán a los aviones
de vigilancia. No voy a cargar las tintas sobre los que me dieron de comer durante años, pero
cuando trabajé en barcos de menor porte (de altura) tuve que irme despavorido al ver la forma cruel
de pesca que tenían o tienen todavía las compañías, cuando se busca el marisco todo lo demás no
cuenta. Si bien tienen la obligación de pescar un cupo de merluza, este es ínfimo y se llena en tres
días de arrastre. El langostino cuando se vira la red se busca en el pozo por algunos marineros con
baldes y a mano, lo demás no cuenta, merluza, abadejos, centollas, brótolas, etc. son arrojados al
mar sin vida y sin triturarse, pues las trituradoras generalmente no funcionan.
El Viernes Santo, un barquichuelo en el que navegué unos meses antes de pasar a trabajar en Y. P.
F., por la noche quedaban a mi pedido agonizando los abadejos más grandes. Cuando terminaba la
faena en planta a las doce de la noche les daba de comer a la gente. Con un hacha que me regalaron
en el Harengus, y un cuchillo especial para estos menesteres, los habría en canal, les cortaba la
cabeza y los salaba en una caja que tenía en la terraza del puente para luego colgarlos al sol. Gracias
a los galleguitos que fueron de inspectores al Harengus aprendí la técnica del salado. Adelanté este
relato pues mi conversación con Domingo siempre giraba al tema de la pesca indiscriminada.
Cuando la Secretaría de Pesca mandaba inspectores de navegación todo estaba muy, pero muy bien.
¿Qué raro, no?
La mujer de Domingo mientras nosotros conversábamos nos convidó con algunos bizcochitos
españoles, su don, gracia y simpatía me dio pautas de ser una dama de primera línea, no en vano
dirigía una finca con el donaire que contrastaba con la rigidez de su marido. También supe que doña
Paula quedó embarazada desde el primer día que subió a la nave, recibió mis felicitaciones con una
amplia sonrisa, extendida por supuesto a su marido que apoltronado en su sillón giratorio las recibió
con verdadero beneplácito.
La rutina de recibir a nuestras mujeres en puerto cuando terminaba la marea era una tarea sencilla.
Máxime cuando estas pernoctaban con nosotros en el hotel, las despedidas eran un poco más
complicadas. , pero una vez hecha la descarga las despedidas de las gallegas, William Shakespeare
(si viviera) no la podría describir. Otra vez el desgarrador llanto despiadado de Leonora atronó el
muelle. Paula, Consuelo y doña Clara, la mujer de Pedro casi tuvieron que ser arrancadas de los
brazos de sus maridos para llegar a tiempo a Comodoro Rivadavia. Nuestras mujeres después de
pasear con ellas y Coca nuevamente por todos lados quedaron apichonadas en el rincón de la
camioneta mientras las gallegas hacían semejante quilombo.
Se fueron; la doctora también se tomó “el olivo”. Poco tiempo después fue reporteada por Victor
Hugo Morales en un popular programa televisivo (“El Espejo”) como la única médica en buques
pesqueros.
Se fueron las mujeres, terminaron las despedidas, rápidamente nos abocamos a la carga del buque
para salir lo antes posible el Alvamar I atracó muy cerca nuestro con bastante carga, Falucho el
perro que había echado a los oficiales argentinos nos hizo una visita, saludó a Domingo como si
fuera un familiar y se fue de parranda con los marineros él también tenía que ver a sus hijos que
según parece andaban desparramados por el pueblo.
Era una constante que Gadea viniera justo a la hora de comer, Perrone traía los contratos y como
siempre Torres traía la lista que le había mandado por radio para chillar por alguna anomalía. Venía
con el habano apagado llevándolo de un lado al otro de la boca, como siempre tuvo que poner algún
bocado de su autoría: “Ven cuero y siéntate a mi lado, si mis ojos no leyeron otra cosa aquí dice
bien clarito, queso fresco sin cáscara “Port salut” cincuenta kilos. Supongo que lo pediste por
hacerme una broma. En ese caso espera que me ría un poco Ja, Ja, Ja... ”. Dejé que terminara con su
locución boluda y contesté: “yo sé que el Yunque y el Estribo de tus oídos no están del todo bien, tal
vez el humo de los habanos taparon la trompa de Eustaquio o la caja de tímpano, si es así te
acompaño al hospital para que te revisen en otorrinolaringología”.
Torres bajó los ojos, chupó un poco de su toscano apagado, miro el letrero que prohibía fumar,
guardo los fósforos y dijo resignado: ¡Habla de una vez coño!”. “Sé que los quesos frescos que
vienen con cáscara generalmente cuestan un veinte por ciento menos que el Port salut que viene sin
cáscara. ¿Pero vos tenés en cuenta el rendimiento? ¿Sabes que una pieza de tres kilos, cuando le
sacas la cáscara queda de dos, pero ahí no para la cosa, cuando los estibadores traen las piezas
encimadas de a cinco, generalmente de las dos últimas queda nada más que la cáscara, de lo cual se
desprende del cálculo de cualquier estúpido que de los cincuenta kilos de queso fresco con cáscara
me queda veinte a lo sumo y con suerte, prefiero sin embargo que me mandes algo menos de Port
salut y algo más de muzzarella, eso si no está madura”. Torres se tomó la cabeza con las dos manos,
dijo resignadamente: “Si yo matara a este tío la policía de puerto me tendría que dar un premio y
alguna medalla al mérito, también un diploma felicitándome por los importantes servicios
prestados, pero no, capaz que me llevan en cana y tenga que pagar una pena injusta de dos o tres
semanas por matar a este malandrín”. Emulando a mis actuaciones miró al cielo y dijo: “Dios mío
cógeme” A lo cual yo agregué: “Dudo que se le pare...”. Los entredichos de Torres y yo agregaban
un ingrediente más al humor de nuestra estadía en puerto, pero lo que a mí me salvaba de un
despido o una pateadura era mi amistad con Domingo, por eso se resignaba Torres y bajaba los
brazos. Rápidamente dejábamos el pesquero en condiciones de salida y apenas llegaba la tripulación
de franco salíamos nuevamente a la zona de pesca, esta estaba tan próxima a la costa que a veces
veíamos el cerro con una torre petrolera y un camino surcado de camiones. Otra vez éramos
llamados por el “Kasuga Marú” que había encontrado más marca y nos alejábamos de la costa
poniéndonos a su vera, en aquellos tiempos la pesca era fructífera, hoy después de tantos años, lo
dudo. No creo que se hayan reproducido los langostinos como en aquella época, al menos si esto no
fue acompañado por una fuerte vigilancia.
Tuve que poner en una de las mareas un paréntesis a mi actividad en el pesquero, una hernia
inguinal se asomó peligrosamente por un esfuerzo y para beneplácito de Torres, tuve que partir a
Buenos Aires. Después de los análisis de rutina fui al quirófano del Hospital Fernández como si
fuera a sacarme una muela. Para sorpresa mía la anestesista era una amiga íntima y clienta de la
rotisería que tenía en la calle Anchorena. Una larga mirada, un apretón de manos y una historia para
contar. Atendía, yo, la rotisería cuando un día una señorita olvidó sobre el mostrador una carpeta al
revisar su contenido tenía un flamante diploma recientemente otorgado por la Facultad de Medicina,
una doctora recién recibida, su nombre y dirección en una tarjeta adjunta. Prestamente le llevé la
carpeta a su departamento que no distaba mucho del negocio, una fuerte amistad nació entre
nosotros que se profundizó con un hecho acaecido al poco tiempo. Una mujer acudió
desesperadamente al negocio preguntando si no conocía a un médico, pues un anciano que vivía en
la vereda de enfrente estaba dejando este mundo, rápidamente fui a buscar a la médica, quien tomó
su maletín y siguió a la mujer. Yo con mi saco verde pálido corría tras de ellas como si fuera un
enfermero. Al subir a su departamento un viejito en el suelo estaba dando sus últimos suspiros.
Rápidamente la doctora le aplicó una aguja descomunal a la altura del corazón, extrajo un poco de
sangre, me hizo indicaciones para que le apretara el tórax con fuerzas mientras ella le colocaba un
tuvo plástico en la boca y soplaba con fuerzas, me recomendó que lo hiciera con energía. De pronto
¡Zas...! las costillas inferiores de este pobre viejito se rompieron bajo la presión de mis dedos. El
susto que me pegué fue impresionante, un temblor como eléctrico recorrió mi humanidad, miré a la
doctora que al sentir el ruido me dijo: “no se preocupe, porque en estos casos la rotura de las
costillas es normal, además el señor ha tenido un síncopa irreversible”. La mujer comenzó a llorar
resignadamente, pues esperaba este desenlace de un momento a otro.
Me pidió como último favor que la ayudara a poner a su padre sobre el lecho y si podía sacarle los
zapatos. Cuando lo hago uno salió rápidamente, pero el otro me costaba demasiado, de pronto se
desprende la pierna y me caí de culo al piso con la pierna en la mano, no me desmayé por
casualidad. La pierna era de madera, poco después la doctora tuvo que calmar mi angustia en su
departamento con una inyección que al dilatar mis vasos sanguíneos provocaron una erección que
también tuvo que calmar esta magnifica doctora. Después de tantos años, ahora sí, en el quirófano
tuvo que dormirme, cuando desperté la enfermera me dijo: “la doctora le manda muchos saludos
estaba muy apurada, pero aquí está su señora que lo va a cuidar con mucho cariño”. Dicho esto me
miró fijo y su muda expresión decía: “Que hijo de puta sos”. La bicha se había dado cuenta de todo,
o la anestesista le había contado mi historia.
Generalmente yo no podía estar en casa más de sesenta días, inquieto me levantaba en las
madrugadas salía al balcón y en vez de aspirar el aire puro del mar, mirar a los albatros y los
cormoranes, escuchar el ruido de las olas rompiendo en el casco del buque aspiraba el humo de los
colectivos, escuchaba el ruido de los coches con los escapes abiertos y miraba pasar a la gente que
resignadamente hacía largas colas esperando el micro que los llevara a sus trabajos.
Antes de embarcarme nuevamente para Puerto Deseado fui a saludar a los muchachos de la oficina
del Harengus, después de conversar un rato con ellos al señor Jones, jefe de personal, se le ocurrió
traerme a Graciela para saludarme. Cuando me dio un tembloroso beso me dijo: “dentro de tres
meses me caso”. El trago me cayo bastante amargo, pensé para mis adentros ¿Por qué no habré
nacido musulmán? Aunque tuviera que rezar seis veces por día a “La Meca” por lo menos esta mina
sería mi concubina y a nadie se le hubiera ocurrido decir que yo soy un hereje. Le auguré a esta
mujer toda la felicidad que yo por cuestiones religiosas no pude brindarle, un apretón de manos,
nuevamente un beso y mi promesa de que en el otro mundo no se me escapa.
Cuando volví al “Alvamar II” la desesperación de Domingo era terrible, Correa se había vuelto loco
con un cocinero que le había mandado el Sindicato, tuvieron que desembarcarlo en la ría para no
morir ahorcado en manos del gallego. Correa y Aguirre quedaron agotados porque el gran cocinero
que había mandado Perrone por imposición de los gremios, se hizo más cagadas en el buque que los
cormoranes y los albatros juntos. Supe después que los muchachos se arreglaban con lo que
preparaba Aguirre y Correa se mandaban las gallegadas. El cocinero fue desembarcado a los quince
días y por suerte no lo mataron, como hubieran querido algunos, menos mal que Correa a mi lado se
había avivado con la comida para los españoles y se apuntó un poroto.
Después de pasar varias mareas fructíferas con entradas a puertos triunfales, con salidas
complicadas por la tozudez de Torres y por la insistencia mía en hacerlo volver loco, llegamos a un
fin de año en navegación que fue memorable.
Teníamos al primer presidente democrático después de muchos años, precisamente este estadista era
hijo de gallegos, se llamaba y se llama todavía Raúl Alfonsín, toda la tristeza que nos había
embargado en las Fiestas de 1982 por nuestros problemas en Malvinas fue trocada por un hálito de
esperanzas en este fin de 1983. Apelé a todos mis conocimientos culinarios y ayudado por mis
compañeros de plantilla brindé una cena memorable a los tripulantes. Sin actuar, ninguno de
nosotros pudimos ocultar nuestra emoción, la humedad de nuestros ojos no fue por pelar cebollas,
sino por el aplauso cerrado que nos brindaron todos los tripulantes encabezados por Domingo.
A mediados de Febrero de 1984 terminamos la marea y al llegar a puerto Perrone me dijo que no
había traído a mi señora pues debía viajar a Buenos Aires para iniciar los tramites para mi viaje a
Vigo en cuyo puerto estaban acondicionando al “Alvamar III”, un pesquero de poco porte, pero de
gran utilidad para la compañía, este podía operar mucho más cerca de la costa, por supuesto donde
el Alvamar I y II no entraban. El Harengus también había traído barcos chicos y algunos
barquichuelos japoneses ya barrían la costa.
Opté por quedarme los quince días de guardia, primero porque tenía tiempo para el trámite, segundo
quería preparar bien a Correa para el cargo de jefe. Tenía sumo interés en saber que víveres traía
Torres, este cuando supo que yo me quedaba hasta la entrada de los víveres a bordo le agarró un
ataque, sabía que estando yo en el buque no podía maquinar ninguna estrategia para meter el perro,
pero esta vez cuando subieron los víveres el problema vino por otro lado: las papas en vez de sucias
con tierra vinieron lavadas. Cuando le indiqué a Torres que yo no había pedido las papas lavadas y
las quería negras. Le pidió prestado el revolver a Domingo, pero este se lo negó. Le preguntó a
Perani si le permitía darme alguna puñalada, pero también obtuvo su negativa, entonces preguntó:
“¿cómo puedo hacer yo para eliminar a este tipo?”. Perani le contestó: “La oportunidad la perdiste
hace unos años. En aquel tiempo por unos pocos pesos te lo tiraban al agua desde un avión”.
Resignadamente nos vino a preguntar a Correa y a mi porque quería las papas con tierra y no
lavadas. Le contesté con otra pregunta: “¿decime: no te hace mal aspirar tanto humo? ¿Estas seguro
de no conocer el motivo? ¿Si cuando las traías con tierra yo no chillaba? ¿Creías que estaba ciego?
El motivo es simple, las papas lavadas brotan mucho más rápido, sirven solo para hacer puré, pero
cuando las fríes se ablandan rápidamente. Por supuesto no te las voy a cambiar, pero debes
mandarme algunas bolsas más de carbón para mezclarlas con las papas”. Ahí este hombre se brotó.
“¡Hay que ser hijo de puta!” decía, “la primera vez que le mando papas lavadas y este cuero las
quiere ensuciar con carbón, algo habré hecho yo en mi vida anterior para pagar en ésta tanto
castigo”. Los tripulantes como siempre comenzaron a agolparse al escuchar los gritos de Torres.
Acudieron Domingo y Perani y le preguntaron al cubano el motivo de tanto quilombo este se
descargó: “el turro del cocinero que ustedes tienen quiere ensuciar las papas que yo le mandé
lavadas ¿Vieron alguna vez estúpido semejante?”. Domingo me dirigió la palabra y muy seriamente
me preguntó el motivo. Dije tranquilo y respetuoso: “Científicamente está comprobado que el
carbón impide el crecimiento de los brotes en las papas y las cebollas, en casi todos los barcos
cuando pasan cuarenta días generalmente las papas y las cebollas se pudren y hay que tirarlas al
mar, pero por suerte aquí, gracias al carbón las papas y las cebollas, duran hasta el final de la marea
y se usan en la estadía en puerto hasta que suben los víveres”. Actuando acoté: “Ben sabes Duminju
que eu tenyo que ahorrar hos cuatiños para ti que eres ho manda mais da compañía”.
Gané otra batalla, los muchachos reían con ganas mientras Torres bajaba la planchada puteando
como siempre, a Fidel que lo echó y a Cimmino que encontró.
Los tres Armario mayores, “King Kong”, “Cunta Quinte”, el “Chivo”, “Panza”, Gabotto, Pedro,
Domingo y yo formamos parte del contingente de viajantes a Vigo para traer el “Alvamar III”, otros
tripulantes incluso un sobrino de Perrone, que nada tenía de marinero pescador, un capitán y un jefe
de máquinas argentino del Alvamar I ya estaban en España hacía una semana. El viático era muy
bueno, cien dólares diarios hasta que se empezara a cocinar en el barco, una vez que comenzara a
cocinar y dar de comer a bordo la paga se reduciría a la mitad (cincuenta dólares), por este contrato
yo era el malo de la película.
Cuando nos estábamos despidiendo de la tripulación, a Domingo se le ocurrió llevarse a España con
nosotros a “Manolo” (el Chancho) e Iglesias (el Maquinillero). Doble fue mi alegría, pues los dos
marineritos se merecían el viaje, pero Alfredo también. Cuando le pregunté a Domingo por qué no
viajaba Alfredo la contestación fue obvia: “Porque es lo mejor que me queda como contramaestre
en este barco y al que más confianza le tengo para pescar con Castagnola, cuando retornemos lo
mando a España con todos los gastos pagos”. Mi alegría fue grande, ese tío valía oro.
Los Armario en Bahía Blanca y nosotros en Buenos Aires nos dedicamos al papeleo del viaje. Con
pasaporte y el boleto en la mano nos dirigimos radiantes de alegría al Aeropuerto de Ezeiza, el 22
de mayo de 1984.
Con un traje bastante ajustado, un anillo de oro que podía ser envidiado por el Papa, mi cara de
“tano” cincuentón seguido por un grupo de marineros bulliciosos, al llegar al aeropuerto más bien
parecía “El Padrino” seguido por un grupo de maleantes a punto de robarse un Jumbo. Mientras
caminábamos para embarcar, una cámara de un canal de televisión con un notero y micrófono en
mano se nos iba acercando. “¡A la mierda...! dijo “King Kong”, parece que somos famosos”, pero
no, el notero y la cámara pasaron de largo y se dirigieron a un tío con campera negra seguido por
unos tipos que también como nosotros parecían los nenes de la metralleta, mientras lo reporteaban
nosotros entrábamos a la manga que nos llevó al Jumbo. Grandiosos súper Jet que en esos días
comenzaron a volar para nuestra Aerolíneas Argentinas, orgullosa empresa que hoy perdimos por
obra y gracia del genio incomparable de algunos gobernantes.
Elegí un asiento delantero para no fumadores, mientras los muchachos se desparramaron por los
posteriores, eran tantos mis nervios que no podía abrir el habitáculo para poner mi maletín, cuando
lo empecé a golpear como si fuera un teléfono público, una azafata con delicadeza me enseñó la
fórmula, un aplauso de cargada partió de los pasajeros, para seguir la joda me di vuelta y comencé a
levantar los brazos agradeciendo. Mientras estaba en ese menester se levanta desde el fondo el tío
de la campera y viene hacía mí con una sonrisa gardeliana, en eses momento me di cuenta que el
tipo que me abordaba era Saúl Ubaldini, Para mi sorpresa me abrazó mientras me decía: “Gordo
querido viniste”. Cuando al oído le dije que yo no lo conocía ni era peronista Ubaldini me contestó:
“Seguí conversando conmigo porque sino pasamos por boludos”.
El viaje resulto una sorpresa para mi, Ubaldini viajaba a Bruselas como Secretario General de la
Confederación del Trabajo de la República Argentina (C. G. T.). Se mostró locuaz y amigable. Le
comenté que lideraba a los pescadores de altura, que íbamos a buscar un pesquero a Vigo, le
presenté a los muchachos y nos quedamos conversando con él toda la noche. Cuando los
muchachos le contaron que yo lloraba con facilidad porque había estudiado arte escénico y que
gracias a esto salía de los quilombos con facilidad, él aseguró tener también esa costumbre, se la
había copiado a Karadajian cuando se arrodillaba y le pedía al Hombre Montaña que no le pegara.
Esto le sirvió mucho porque hoy en el año 2000 todavía está encima del puré. Antes de llegar al
aeropuerto de Barajas en Madrid me dio su tarjeta por si algún día lo necesitaba. En esos tiempos la
C. G. T. estaba en la calle Brasil 1482. Saúl querido... nunca necesite tu tarjeta, pero nunca hay que
decir nunca. No sé si no te voy a necesitar para promover mi primer libro de aventuras, o por lo
menos vendérselo a los muchachos.
De Barajas partimos a Vigo en un avión de Iberia, la algarabía de los muchachos iba en aumento y
las bromas también. Cuando una de las azafatas con acento madrileño dio las instrucciones de
salvamento y aproximadamente la hora de arribo, Panza que estaba muy cerca de ella le dijo:
“Señorita, ¿Por qué no les dice a mis compañeros, que son bastante ignorantes, en que número va el
palito chico del reloj y en que número va el palito grande?”. La hermosa madrileña lo fulminó con
la mirada y le dijo: “¿por qué no se calla usted la boca y deja de ser un bruto?”. La carcajada fue
general, “King Kong” que imitaba muy bien a cualquier animal, lanzo un relincho para echarle más
leña al fuego. Al “Chivo” se le ocurrió sacar un salvavidas debajo del asiento, mientras lo inflaba
apareció el copiloto ¿Que coño esta usted haciendo? El “Chivo” le contesto: “Quiero saber si no
esta pinchado”. El que va a estar pinchado es usted si cuando lleguemos a Vigo lo espera la guardia
civil, dijo el gallego y siguió poniéndose colorado de bronca, esta vez dirigiéndose a todos: “Si no
dejáis de hacer este follón, vais a ser apresado y os van a follar en la cárcel, ¡Vale...! Vale dijo, el
“Chivo”. No se porque, pero me pareció que la madrileña, mientras nosotros quedamos calladitos se
puso la mano en la vagina como diciendo “Toma”. Cuando bajamos del avión la azafata sonriendo
nos dijo: “Tengan vosotros una feliz estadía señores”. Sin duda la madrileña nos estaba cargando.
“Cunta Quinte” se dio vuelta de la escalerilla y le sacó la lengua, la mina con un desparpajo
impresionante le gritó: “Anda a tomar por el culo gilipollas”. El pasaje que todavía no había bajado
nos gasto con una carcajada.
Iglesias y “Manolo” fueron recibidos por sus mujeres, con gritos y palmas, besos y abrazos. Estaban
los dos gallegos radiantes de felicidad, conociendo el terreno estos nos indicaron el lugar donde un
tío nos esperaba con un cartel que decía “Pescasur”. Después de la presentación de practica nos
dijo: “Vais ahora hasta la sala de espera en diez minutos Conchita los coge y los lleva al hotel,
mañana temprano voy al hotel y los cojo yo”. No se si por ignorancia o por chiste “King Kong”
contesto: “¿No seria mejor que vayamos al hotel y nos cojamos a Conchita? Y esos de que nos coja
usted a nosotros esta por verse, por lo menos yo no me dejo”. El señor Martínez, que así se llamaba
el representante de la compañía, lo miró perplejo. “Dígame, “¿Ha sido revisado de la mollera
últimamente? ¿Tiene usted esa enfermedad que a veces ataca a los argentinos que se llama Piola? Si
es así no tenemos ningún inconveniente en internarlo, el instituto neuropsiquiátrico de Vigo es de
primera línea”. Antes de que “King Kong” resolviera el problema con un mal golpe sus hermanos lo
contuvieron. Por supuesto mi verborragia actoral convenció a Martínez para no mandarnos de
vuelta a Buenos Aires, el hecho de nuestra alegría de estar en nuestra Madre Patria nos llevaba a
Bla... bla... bla... etc.
“Nos salvamos, bueno muchachos paremos la mano, los gallegos no son tan brutos como pensamos,
aquí los chistes los hacen ellos y nosotros estamos considerados boludos”, acoté.
Apareció Conchita nos saludó con un garbo especial, la belleza de esta secretaria me llevó a pensar
de que “King Kong” no estaba lejos de nuestras intenciones, pero la sabiduría de mis cincuenta y
cuatro años me hizo cerrar la boca. Llegamos al hotel que no distaba mucho de ser mediocre, pero
consideramos que tampoco podíamos pretender un cinco estrellas internacional. Por ser el veterano
logré una habitación con balcón a la calle y baño privado, la matrona que atendía la conserjería se
desarmó detrás del mostrador cuando me quejé por la falta de agua caliente. “por favor cuando
usted la pida se la mandamos al instante, moviendo su corpulencia me dijo: “Dígame a que hora
quiere el agua caliente porque no podemos tener la caldera encendida todo el día”. No señora,
solamente la necesito por la noche o en la mañana cuando me ducho. “Pero como, ¿usted se baña
todos los días?” preguntó. Por supuesto fue mi respuesta. “Está usted enfermo, mire que bañarse
todos los días...” dijo.
A las veintidós horas bajé a conserjería para preguntar nuevamente por el agua caliente, esta vez el
encargado, un galleguito sonriente y muy amable, cuando le pregunté se tomó la cabeza. “Hostias,
me olvidé doña Concepción me dijo que por la noche encendiera la caldera. ¡Menos mal que usted
me hizo acordar! ”. Cuando terminó con esta tarea me preguntó: “¿Todas las noches hay que hacer
este trabajo?”. “Lógico” le contesté, “si usted enciende la caldera hasta la madrugada, el agua
caliente dura hasta la mañana”. “Si yo le gasto combustible demás, el que no dura toda la mañana
soy yo”, me contestó y agregó: “¿A qué se debe esos de lavarse tanto? Con razón los argentinos son
tan pálidos. Joder... si se la pasan refregándose” En verdad reí de buena gana, pero no olvidé de
preguntarle al galleguito: “¿Hay algún inconveniente si viene mi secretaria para hacer el balance de
las mercaderías que tienen que entrar al buque?”. “No”, me contestó “Pero trate de hacerlo cuando
estoy yo de guardia porque doña Concepción, que es la dueña, lo tiene prohibido”.
Al día siguiente la camioneta conducida por Conchita nos llevó al puerto donde amarrado al muelle
de una pintoresca ría se bamboleaba cual si fuera un yate el “Alvamar III”, el pesquerito había sido
construido en 1981, pero esperaron un tiempo para acondicionarlo pues querían mejores
condiciones para la pesca de mariscos. No arrastraba por la popa sino que lascaba y viraba por la
banda de estribor, era sin duda más pequeño que el “Borrasca”, por lo tanto el baile en este
pesquerito no sería un Minué sino un Rock and Roll violento. Cuando los marineros del Alvamar I,
que ya estaban en el pesquero me vieron, vieron al diablo, algunos se acercaron y me pidieron de
rodillas que desapareciera. “Hacete humo, por Dios”. Bastante cabrero pregunté: “¿Qué mierda
pasa? ¿Tengo lepra, peste bubónica, cólera? Hablen carajo...”. “¡No te enojes gordo! me dijo el que
parecía el jefe del grupo, te voy a explicar, la cocina todavía no esta terminada, la batería, vajillas,
víveres, etc. te los van a hacer comprar a vos, en este menester tenés que tardar el mayor tiempo
posible, mientras estés alejado del buque nosotros ganamos cien dólares diarios, cuando coloquen
las planchas y el horno no tenemos escapatoria, pero no es nada raro que si te ven en el pesquero
traigan un calentador, una lata de dulce vacía y te hagan cocinar una caldeirada en el muelle.
Apenas vos peles una papa cagamos la mitad del viático. ¿Entendiste?”. “Entender, entendí”,
contesté, pero para mis adentros comenzó otra vez el juego de ajedrez, tenía que adelantar varias
jugadas. “vos andá al hotel o fundite” me dijo Raffo que era el tercer oficial, yo me voy a encargar
de defender tu postura. Me acordé que los gallegos echaron a un capitán con un perro, aquí no es
nada raro que me espiante un gato.
Rajé para el hotel a pensar mi estrategia, el parto venía de culo. Primera medida, encontrar a
Martínez el representante de la compañía en Vigo. La robusta doña Concepción me indicó que el
señor Martínez vivía a sólo trescientos metros del hotel, me dio la dirección y salí volando, lo
encontré en su oficina haciendo algunos escritos que paso a Conchita para atenderme. Le pregunté
si sabía donde podía encontrar a Domingo o por lo menos hablarle por teléfono. El no había viajado
con nosotros, pues lo hizo unos días antes acompañado por Pedro y el ejecutivo de Pescasur. Me
dijo que Domingo vivía en una finca en las afueras de Vigo un lugar residencial donde sólo
habitaban los poderosos, me dio una tarjeta con el número y dirección, pero me aconsejó que le
hablara por teléfono primero. Le pedí permiso para hablar desde la oficina a lo cual accedió no de
muy buena gana. “Tiene que ser algo muy importante” dijo, “mire que es “Arautado” agregó.
“¿Hola quien habla?”. “Habla Cimmino ¿eres Dominju en el tubo?”
Aquí siguió una conversación amigable mitad en lenguaje gallego y mitad en castellano que en
verdad sorprendió a Martínez y a Conchita. Luego fui al grano, le dije que estaba algo preocupado y
que discretamente quería hablar con él.
Me contestó que no tenía que preocuparme por nada, que fuera a pasear por todo Galicia como me
había prometido, que pronto me vería, que hasta que no estuviera acondicionado el barco no
apareciera. Luego pidió hablar con Martínez, le dijo que me adelantara quinientos dólares o su
equivalente en pesetas para gastarlos en paseos. También me comentó que Román y “Córdoba” se
alojaban en el hotel “México” de Pontevedra. Cuando le pasé el tubo, al escucharlo se cuadro y al
seguir escuchando habría desmesuradamente los ojos, cuando colgó estaba al borde del desmayo.
“¡Hostias! Joder... ¡La madre de Dios! ¿No será usted el presidente Alfonsín disfrazado? Coño que
se las trae, mira que para sacarle una peseta a este hombre hay que anestesiarlo, ahora quiere que le
adelante a usted quinientos o seiscientos dólares para gastarlos en Vigo”. Cuando Martínez me decía
esto Conchita comenzó a moverse en la silla como si tuviera hormigas en el culo, para ella no era
Alfonsín creía que yo era Alain Delon. Cuando Martínez me daba los dólares sufría como si le
estuvieran sacando las uñas, “No se lo digan a sus compañeros porque si lo saben me tengo que
suicidar, dijo con voz quebrada” ¿Dónde habrá estudiado arte escénico este hombre? No solo a mi
me gusta actuar, artistas hay en todos lados.
Llegué al hotel alrededor del medio día, doña Concepción cuando me vio comenzó a moverse en su
sillón como una gallina clueca encima de sus huevos, sonriendo me preguntó: “¿Ha terminado usted
su gestión? ¿Se siente cómodo con el agua caliente? ¿Quiere tomar usted conmigo un taco de jerez
con algunos pinchos? ” “Le agradezco señora es usted muy amable”, para no despreciarla bebí dos
sorbos de vino y unas rodajas de chorizo sobre pequeñas rodajas de pan. La mano venía pesada,
sobre todo cuando le pregunté si tenía caja fuerte para guardar unos dólares. Brillaron sus ojos,
guardó mi dinero y al darse vuelta de la caja fuerte por casualidad tres botones de su blusa se
desprendieron, la mitad de dos tetas impresionantes se asomaron de un corpiño estrecho. Sonriendo
se abrochó los botones y dijo algo ruborizada: “Hostias, se han agrandado algo los ojales, perdone
usted”. Opté por una retirada honrosa, pero dejé picando la pelota por si escaseaba la carne. “Por
favor señora, mi veteranía hace idóneo mis conceptos, por eso sé apreciar el encanto de una dama. ”
No se desmayo, pero estuvo a punto, sintiéndome Robert Mitchum le pregunté a doña Concepción,
Robustiana, dónde se podía comer mariscos o pescado. Me dijo que en “La Piedra” un lugar
pintoresco distante muy cerca del hotel, hay unas cuadras plagadas de pescaderías con mesas en las
calles donde se podían comer recién traídos de la ría.
Mientras caminaba hacía “La Piedra” mi curiosidad me imponía fijarme en el rostro de las personas
que pasaban a mi lado, que contrastaban en mucho a las que pasaban en cualquier lugar de nuestro
querido país. Su alegría, sus cantos, los bailes callejeros de niños y niñas agitando sus panderetas al
compás de las gaitas sopladas por unos tíos disfrazados con trajes regionales gallegos. Así como en
Brasil movíamos el culo al compás de las zambas, aquí en la madre patria movía yo las piernas y los
brazos al compás de las Muñeiras. En Buenos Aires esto me hubiera costado un encierro en el
Borda (no hago mención de los salones bailables donde se baila al compás de los patovicas).
Muy lógico era que los españoles desparramaran alegrías, había muy poco desempleo y el que no
trabajaba recibía una paga de un fondo que le alcanzaba para vivir. No le robaban a los jubilados,
pescaban de nuestro mar y vendían el producto a todas partes del mundo, tenían en mente una
inversión de doscientos cincuenta millones de dólares en nuestro país para comprar bancos,
telefónicas, empresas de todo tipo, ah... me olvidaba, pensaban llevarse gratis a Aerolíneas
Argentinas. Hoy, año 2. 000, cumplieron todos sus deseos y de Aerolíneas Argentinas quedaron
cuatro hélices, dos timones, tres escritorios, algunos aviones alquilados y una deuda exactamente
igual a la que pagamos cuando les regalamos la empresa. , sin embargo nosotros, los piolas,
seguimos haciendo chistes gallegos, total son unos tontos. Pero ya que nos follarían en la Argentina,
se me puso en la cabeza follarme algo aquí, aunque sea doña Concepción, la Robustiana.
Llegué a “La Piedra” estaba en una calle singular donde varias pescaderías ofrecían sus productos
crudos o cocidos en su interior o en la vereda, donde con gran habilidad alegres meseras abrían
ostras, ofreciendo su afrodisiaca valva, pescados fritos, pulpo a la gallega cortados a tijera, vieiras,
percebes, gambas, mejillones, chipirones fritos, etc. Después de comer un plato de ostras, me
ofrecieron uno de pulpo regado con un vaso de buen vino al que le siguió una manzanilla (vino
blanco de Andalucía) que me dejó algo mareado. Al bajar de las pescaderías me llevé por delante a
un negro senegalés que ofrecía su "bijouterí" en una precaria mesada que fue a dar al piso. En un
español mezclado con acento africano me dijo: “¿Qué pasar abuelo, se olvidó bastón blanco? yo
acompañar ciego a casa, yo buen hombre”. Sinceramente no sabía si el negro me gastaba o lo hacía
de boludo, opté por pensar esto ultimo y de buena manera le pedí disculpas, una buena siesta me
reconfortó. Bien entrada la tarde vinieron los muchachos, sería el último día de hotel para ellos pues
ya tenían acondicionado los camarotes, salvo el mío, que por rara coincidencia ni siquiera tenía la
cucheta ni la pileta. No había caso, los muchachos no me querían ver en el pesquerito ni disfrazado
de Caperucita Roja.
Por la noche se fueron todos de parranda al fondo de una callejuela donde en algunos caseríos
chicas portuguesas que se masticaban marineros. No se asombre el lector, porque en Portugal las
que masticaban marineros son españolas. Muy bueno es el dicho “Nadie es profeta en su tierra”.
Decidí por dar una vuelta por las cercanías, al encontrar un Bingo cambié diez dólares por pesetas y
entré, otros diez los había cambiado en la pescadería donde me habían dado algunas más, el cambio
en ese tiempo era ciento treinta pesetas por dólar. Al sentarme en una de las mesas me encontré con
un engrasador del Alvamar I que hacía rato estaba perdiendo cartón tras cartón, cuando le dije que
me enseñara la manera de jugar se asombró mucho“¿Cómo? ¿No jugaste nunca a la lotería casera?”
preguntó. Al asentir me dijo: “Bueno esto es igual” Con tres cartones en menos de diez minutos
saqué línea y bingo, el engrasador por poco se desmaya cuando una galleguita encantadora me dio
treinta mil pesetas, pero casi se muere cuando lo saludé y me fui, mi experiencia ya me había
enseñado que el desquite en el juego es problemático y poco probable, entonces hay que ganar y
rajar.
Julio el engrasador se encargó de desparramar mi suerte y al otro día tuve que pagar una mariscada
para todos en las pescaderías de “La Piedra”. Después de dar una vuelta por “La Lonja”, un caserío
importante del lugar, bajamos la escalinata y nos encontramos de pronto frente al negro senegalés
que al reconocerme hizo unas señas incomprensibles para todos menos para mí. El negro movía una
mano con el puño cerrado paralelamente al piso a la altura de su cintura, con la otra se tapaba los
ojos. Interpreté claramente que el morocho senegalés preguntaba en broma si yo había encontrado
el bastón. ¿Quién le hacía comprender a estos turros que el negro no me hacía señas obscenas? ,
para todos que reían y me cargaban, el negro me quería follar, que gastada me ligué, todos se
divertían costillas mías, pero también lo hacían los transeúntes que pasaban por el lugar sin saber lo
que había pasado. Cuando llegamos al hotel me desquité, como ellos seguían para el puerto les
grité: “Vayan a trabajar esclavos, Mientras tanto yo descanso”. La joda termino, rumbo al puerto los
muchachos se pusieron serios, pero no terminaron ahí mis desvelos, cuando entre doña Concepción
me esperaba con la sonrisa de la Gioconda, indeciso como Hamlet me hacía yo esta pregunta:
“¿Qué hago Dios mío? ¿Me sacrifico o no me sacrifico?”. Bueno, seguí derecho a mi habitación
devolviendo antes una sonrisa a la Gioconda, esto debió ser mal interpretado, pues cuando me
estaba desvistiendo golpearon la puerta. En short atendí y era ella. Majestuosa y atrevida entró a mi
habitación cual si fuera una soprano al escenario para interpretar Madame Butterfly llorándole su
amor al capitán de la opera. Esas dos tetas impresionantes me ahogaron, la tarea de apagar el fuego
de cinco años de viudez fue ciclópea, finar tanto fuego era lo mismo que mearle a los bosques de
Bariloche cuando se incendian, pero mi machismo deja entre ver que por lo menos la dejé
humeando.
A mi agotamiento se sumaba el terror de que los muchachos se avivaran y mi prestigio quedara
reducido a una cargada universal. Opté por huir de día y llegar después de las diez de la noche
cuando quedaba el conserje de guardia.
Pasaron dos días, Domingo sin aparecer y yo dando vueltas por los alrededores del hotel sin
atreverme a entrar durante el día, se me ocurrió viajar a Pontevedra donde me dijeron que había un
hotel del cual era dueña una mexicana y Román.
Me llamó la atención en la autopista ver que en cualquier espacio verde de una casa familiar había
plantada siquiera una calabaza, todo lo que para nosotros son jardines para los gallegos son quintas.
Mientras en las afueras los pastorcillos pasean sus rebaños al compás del sonido de una gaita lejana.
Llegado ya el vehículo a la playa de estacionamiento, pregunté por el hotel México, dos cuadras me
bastaron para llegar. El edificio constaba de varios pisos con estilo señorial, su pórtico daba la
impresión de un lugar agradable. Pregunté en la conserjería por el señor Román y el empleado con
gesto solemne juntando las palmas de la mano dijo: “¡Que contrariedad, el señor Román y su señora
esposa están descansando en la finca que poseen en Redondela, algo distante de aquí! ¿El señor

Nota del autor: habiéndole prometido al editor ser veraz en un noventa y ocho por ciento dejo en la imaginación del lector el dos
por ciento restante. Mis cuarenta y ocho años de matrimonio merecen el beneficio de la duda.
quiere dejarle una nota? ” Pregunté por el señor Rodríguez (“Córdoba”) a lo cual el conserje
contestó: “El señor Rodríguez es el barman del hotel y está descansando en su suite”. “A la mierda”,
dije yo “¿Por favor puede llamarlo?”. “Si es algo de mucha urgencia, sí, de lo contrario debo
agendarlo”. Ya medio chinchudo le dije que venía de la Argentina para llevarlo preso por desfalco,
pálido el gallego lo llamó por un interno a lo cual “Córdoba” arreglándose el moñito negro en una
camisa impecablemente blanca, cuando me vio casi se desmaya, pegó un salto y me abrazó llorando
como si fuera al paredón de fusilamiento. ¡Pobre “Córdoba”! Como extrañaba, a tal punto llegó su
emoción que por unos minutos no pudo hablar. Cuando acabó su congoja me dijo que extrañaba
mucho, pero que estaba muy bien, Román lo trataba con afecto y lo hacía trabajar en el hotel por la
tarde y en un local bailable por las noches. Con un acento mezclado español gallego y canto
cordobés me preguntó por todos los muchachos, cuando le dije que estaban en la ría de Vigo me
prometió llegarse hasta el muelle con Román para saludar a todos, me mostró varias fotografías con
el entusiasmo de un adolescente entre las que había una del brazo con la cantante Rocío Jurado.
Otra de las fotos lo mostraban con una galleguita simpática diciéndome que era su novia, se
casarían al conseguir la carta de ciudadanía española, la mujer trabajaba en tareas de limpieza y
planchaba en el hotel. Nos despedimos luego con la promesa de un próximo encuentro. Abordé el
micro que me devolvería a Vigo, cuando llegué unas adolescentes muy vestidas con ojos casi
obnubilados me pidieron algunas pesetas para comprarse algún porro, sin duda me sorprendió en
aquel entonces la consecuencia del famoso destape.
En un restaurante cené unos pinchos de jamón, queso Cabrales y tortilla mientras tomaba un chato,
miré de mala gana en un programa televisivo una corrida de toros. Todavía no entiendo ni entenderé
nunca este deporte donde la chance no es pareja, si así fuera la mitad de la gente esperaría que
ganara el toro.
Pasadas las 22 horas emprendí la marcha hacía el hotel, al pasar frente a la oficina de Martínez
encuentro la incomparable figura de Conchita, la secretaria que salía de su trabajo con una gran
carpeta en la mano. Esta muchacha menuda con gráciles curvas y voz aterciopelada me saludó con
entusiasmo “¿Cómo le va señor? ¿Tan temprano al hotel? ” Quedé perplejo cuando siguió “¿Cómo
es que no va de putas con los demás marineros?”. Después de tragar dos veces saliva desparramé mi
rubor y saqué a relucir mi verborragía actoral, señorita acoté: Soy un hombre que al dar amor espera
recibir la misma respuesta, cosa que no puede darme una prostituta, sin vanidad puedo decirle que
al elegir a una mujer para hacer el amor la mistifico tanto que hasta mis lagrimas dejo sobre sus
senos, mi aliento sobre su cuerpo, si es necesario mi vida sobre la suya para recibir de ella el aroma
sublime de su perfume de hembra que perdure en mi hasta mi muerte”.
“¡Qué va!, como fala usted ojalá encuentre la mujer que haga feliz su estadía en esta ciudad”, dijo
Conchita. Dejé pasar unos segundos de suspenso pensé mientras tanto mientras tanto que trebejo
jugar en el tablero imaginario de una partida difícil. Haciendo temblar algo mis labios hacer que mi
boca a su oído y le dije con suavidad: “La única mujer que podría llevarme a un éxtasis
inimaginable y transportarme al oasis celestial donde un coro de ángeles nos acompañaran, eres tú
Conchita”. Me miro de reojo y dijo con vivacidad: “¿No querrá usted una fiesta negra? Si eso
quieres conmigo no va, aunque sean ángeles. ¡Joder!”.
La galleguita no mordió el anzuelo, pero la dejó picando como para tomarla de la mano y llevarla al
hotel. Sin duda casi me da jaque mate, el rey quedó bailando sin caer en el tablero.
Me deslicé por el zaguán del hotel creyendo que estaba el gallego en la conserjería, apareció de
pronto frente a mí la corpulenta e inconsolable doña Concepción “¿Qué haces aquí y a estas horas?
Canalla”. A lo que siguió una diatriba de insultos “Sátrapa, mórbido, mentiroso. ¿No sabes que
tengo prohibido traer una golfa, no sabes que este es un hotel decente?”.
Tuve suerte la secretaria de Martínez quedó en la sala de espera acomodándose el pelo sin escuchar
nuestra conversación. Aproveché esta circunstancia para elaborar mi estrategia.
No te permito ni le permitiré a ninguna persona decirle golfa a la secretaria que la compañía me
mandó para hacer el balance de las mercaderías que deben entrar a la nave, por desgracia se han
atrasado los pedidos y debemos trabajar en horario nocturno. Mientras le daba esta explicación a la
mujer que lagrimeaba lastimosamente saqué mi billetera y deposité sobre el mostrador dos mil
pesetas. “Esto cambia la cosa, si yo sabía lo de la nave no armaba ningún follón, ve a trabajar
tranquilo”, dijo. Secándome con un pañuelo la transpiración no dejé de pensar que en Vigo, como
en toda parte del mundo, con guita se puede cambiar hasta la dirección del viento.
Cuando pasé con la chica delante de la conserjería, doña Concepción le alcanzó un tohallón y un
jabón diciendo: “Tenga usted esto para lavarse la carpeta cuando termine el balance”. A la ponzoña
de la gorda siguió la de Conchita que le contesto: “Lástima que no puede ayudarnos, porque el
balance no debe usted recordarlo”. Seguía yo transpirando por el terror de una confesión y tener que
poner punto final a mi vida suicidándome en la ría.
No consumé un Himeneo, pero fui el halcón que tomó entre sus garras a una trémula paloma
palpitante con corazón de colibrí, la deglute lentamente. De halcón mutante me transforme en
Pegaso, la paloma, en amazona, desplegué mis alas y atravesamos juntos grises nubarrones
cargados de crepitante electricidad, que al pasar por mi medula produjo varias explosiones
prostáticas.
Abrazado a mi amazona soñé en la involución de la vida, poco a poco mis células se regeneraban.
El proceso de nacer me encontró volviendo al útero maternal. Desperté llorando, pensé que Alá era
más permisivo que mi Dios.
Salimos del hotel a las ocho de la mañana cuando la dueña se había retirado no quería saber nada
con ella. Desayunamos algunos churros con leche en un bar, acompañé a Conchita tomándola del
hombro, esta me tomó por la cintura y al hacerlo su cabeza se apoyo en mi pecho. La oficina donde
trabajaba por las mañanas no eran de Martínez sino que estaban algo más distante, en la calle
Castelar. Un negocio de efectos navales al que por casualidad tuve que acudir toda mi estadía. Un
largo beso y la promesa de un nuevo encuentro, desenfadada entró al negocio no sin antes dejarme
su número telefónico y un mohín cómplice.
Rumbeé para el hotel, el haber probado fruta tan dulce y jugosa dejó en mí, viejo atorrante, la
euforia de un adolescente. 
En el hotel me alcanzaron una nota en la que decía que tenía una reunión en el “Alvamar III”.
Presuroso me dirigí al puerto con la curiosidad lógica aunque previsible, pues no sólo vine a pasear
y follar a España ¡Joder! Un Mercedes Benz y un BMW cruzados en el muelle frente al pesquero
me daban a entender que la reunión tenía como participes a directivos.
En el comedor del pesquerito estaban los tripulantes reunidos, frente a ellos el directivo de Pescasur,
Domingo y Pedro daban pautas para una pronta finalización del armado del barco. se les comunicó
a los directivos que faltaban sólo algunos detalles, pero la tardanza en el armado de la cocina los
preocupaba. ¡Que hijos de puta! Pensé. La cocina eléctrica y el horno fueron traídos y rechazados
tres veces por motivos muy boludos, esto no lo sabía Domingo y ninguno se lo alcahueteó para
evitar una matanza atroz.
Pedro se comprometió a dirigir la última parte de la construcción y de recibir él personalmente la
cocina eléctrica y el horno, incluso colocarlo. Cuando terminó la filípica se dirigieron a mí para
saludarme y preguntarme si estaba conforme con la estadía y si me había gustado pasear por Vigo.
Aunque ya mi rostro le daba la respuesta, era obvio que me tenía que mandar alguna arrastrada,
“miren señores”, contesté: “No se como agradecerles tanta generosidad, es tanto lo que me gusta
esta tierra alegre y cantarina que si no fuera por mi edad me quedaría a vivir definitivamente, sólo
les voy a pedir un favor, denme una tarea en el barco para acelerar los trabajos, me voy a retirar del
hotel para no ocasionar más gastos, total con la paga puedo pagarme yo uno más barato. “Tú sí eres
duro de entendederas, coño” dijo Domingo prontamente: “Si quieres cambiar de hotel eu tengio un
apartamento de puta madre, para aljuna reunión que fasso muy de vez en cuando, dista cerca de
donde tens que travallar para acondicionar el pesquero. Ten a llave y ve a Luis Taboada 36 Apto 2
piso 14, muy cerca de Andrade efectos navales y suministros industriales, donde a partir de mañana
ten que facer as compras tal como si fueras capitán de armamento. Como no soy gilipollas no te voy
a buscar, sino que tu tens que venir al pesquero a las ocho de la mañana ¡Vale! ” “Vale”, contesté.
Quedé pasmado con la boca abierta, algo habré hecho bien para merecer esto, sin duda los gallegos
me apreciaban, por el trato recíproco que yo les brindaba en el “Alvamar II”. Iglesias y “Manolo”

Nota de autor: en este capitulo esta encuadrado el dos por ciento que me corresponde, por el beneficio de la duda.
terminaron su franco y acudieron al buque con sus esposas, dos bellas mujeres que aun sin
conocerme cuando supieron que yo era el cocinero de sus maridos comenzaron a cachondear
riéndose de algunas peripecias que sin duda sus maridos le habían contado sobre mí. Un Peugeot
último modelo paró en el muelle y bajaron Román y “Córdoba” para unirse al grupo y saludarme
con gran alboroto. Cuando los gallegos le contaron todos los follones que le había armado a Torres,
no lo podía creer, me dijo con sorna: “Ah... figlio da putana ¿Tu quieres estar en la mordida?”. “Eso
no cuenta”, dijo “Manolo”, “yo no sé qué tiene este hombre con Domingo que le encargó comprar
todos los suministros de Andrade, para mí que uno se folla al otro sin duda”. Las mujeres seguían
riendo y yo era el blanco de la joda. Me salvaron los tripulantes argentinos que vinieron a saludar a
Román y al Cordobés, este cuando los abrazaba se hundió en un mar de lagrimas. Román nos dijo
que “Córdoba” extrañaba mucho, pero cuando se casara esos le pasaría. Luego les contó la historia,
resulta que en el hotel tenían a una mujer para hacer limpieza y de tarde planchar, estaba esta
limpiando los baños una mañana cuando entró “Córdoba” y sin verla se puso a mear en el
mingitorio. Pepa quedó pegada a la pared sin creer lo que veía, una manguera impresionante pendía
de la mano del muchacho, mientras silbaba tranquilo, al expeler su chorro amoniacal, ya sabía la
gallega Pepa que “Córdoba” era virgen pues Román en sus conversaciones lo había dado a entender.
Salió el chaval del baño sin verla, Pepa se pasó toda la tarde pensando en él quemando con su
plancha algunas prendas. Cuando “Córdoba” terminó su trabajo en el salón de baile se retiró a
descansar. Ya desnudo en su lecho fue violado con vehemencia por Pepa. La mujer con cancha
extrema le enseñó al muchacho los secretos del amor y le extrajo hasta la última gota de ahorro
seminal que durante veinticinco años el chaval había guardado. Pepa lo depositó en su útero y
programó un galleguito que, a no dudarlo, sería la alegría de la pareja recién formada.
Román nos contó que esto le venía de perilla, de esa manera podía blanquear la situación de
“Córdoba” pues era obvio la facilidad para conseguir la carta de ciudadanía española. Cuando los
marineros argentinos supieron la novedad lo llevaron al muchacho al hombro gritando vivas al
macho argentino. Este levantaba los brazos y agradecía los aplausos de un grupo de turistas que
paseaban por el puerto sin entender de qué se trataba.
Las mujeres de “Manolo” e Iglesias estaban ya por dejar a sus maridos trabajando en el pesquero,
cuando a Román que ya las conocía llamó a la mujer de Iglesias y le mostró una foto de su marido
cortada a la mitad, la parte faltante dejo un brazo sobre el hombro. Lógico era de suponer, la duda
de una mujer sumamente celosa cuando Román le dijo: “¿Adivina quién esta tomando del hombro a
tu marido?”. Bastó esa insinuación para que la gallega montara en cólera sin escuchar a su marido
que el daba toda clase de explicaciones. Engranó tanto la mujer que Román no pudo, al ver que la
cosa pasaba a mayores, convencerla que el brazo que posaba sobre el hombro de su marido era de
un marinero.
Dime todo gilipollas poco lúcido, ¿dónde están los pelos? Cuando vistes que los brazos de un
marinero no tienen pelos. Tuvimos que acudir varios tripulantes para salvarlo a Iglesias a mostrarle
los brazos a la gallega para convencerla que no todos los marineros tienen pelos en ellos, sino que
algunos resultaban sospechosos. Así y todo la gallega acompañada por la mujer de “Manolo” se fue
refunfuñando. El maquinillero nos miró a todos y dijo: “A esta mujer no la mato porque tengo
miedo de estar tres días preso antes de que me declaren inocente”.
Cuando estaban todos reunidos comentando el quilombo armado apareció Domingo, todos nos
cuadramos. En España el hombre era más permisivo, de muy buenas maneras mandó a todos a
trabajar al pesquero y a “Manolo” le ordenó que me acompañara hasta lo de Andrade, este debía ser
el encargado de comprar todo lo concerniente a la pesca, redes, cabos, pasadores, defensas,
cuadernales, pastecas, etc., etc. yo por mi parte debía esperar que Andrade me indicara el bazar
gastronómico donde debía realizar las compras. Cuando entramos al comercio quedé asombrado, la
cantidad de elementos para la navegación que pendían de los techos, colgaban de las paredes y se
repartían por los mostradores nos daba nuestra de una prosperidad adquirida por la calidad de los
materiales que vendían. En el fondo del comercio detrás de una pila de rollos de cabos estaba el
escritorio de Conchita que al vernos saltó de su asiento, tropezó con cuanta caja encontró en su
camino y me estampó en la boca un largo beso de apasionada amante, cerré los ojos, mordí su
lengua olvidando que “Manolo” a mi lado se desplomaba sobre una pila de cordeles.
Apareció un señor alto bien parecido que alargó su mano para presentarse como el dueño del
comercio, rápidamente Conchita dijo: “Señor Andrade le presento a mi novio, espero que le haga un
buen descuento pues su compra va a ser bastante importante”. Mi cara demostraba mi embarazo a lo
cual Andrade le restó importancia. “Manolo” que ya conocía al dueño lo saludó efusivamente
tuteándolo como viejo conocido. Perdona que no acudí antes a saludarte, pero no puedo salir de mi
asombro por lo que acabo de ver ¡la madre que me parió...!
Si es por la Conchita te diré que es una mujer muy, pero muy seria y no veo nada malo que tenga un
amor, no olvides que en España se acabaron los prejuicios. “Que la virgen del Carmen me proteja”.
Acotó “Manolo”, viendo que la secretaria desde su escritorio no escuchaba. Siguió “O bien este tío
tiene una polla considerable o una lengua de camaleón, o le dio de beber a esta muchacha algún
brebaje que la dejó estúpida”. “Coño...”, dijo Andrade “no fales tanto y deija tranquilo al cocinero,
Domingo dijiome por teléfono que ten que facer”.
Dirigiéndose a Conchita le ordenó: “Conchita, coge al señor y llévalo al bazar gastronómico para
que elija toda la vajilla y los cacharros que necesitan en el “Alvamar III”
Prestamente la secretaria me tomó del brazo y nos dirigimos al coche que tenía las siglas “Andrade
Efectos Navales”. Antes de subir al coche lo miré a “Manolo”, me puse el índice sobre los labios
implorándole silencio.
El vehículo marchaba lentamente por una ancha avenida, sin duda para tener tiempo suficiente a
una plática amorosa. Rompió el silencio Conchi diciéndome: “Sabes mi amor que estoy pensando
en alquilar un departamento por el tiempo en que vivas en Vigo y estar contigo todas las noches”
No te preocupes mi vida contesté: “El departamento ya lo tengo y está a unos metros de Andrade,
cuando terminemos de comprar los cacharros lo exploraremos”. La moza me tomó las manos y las
besó como si fueran las del Papa cuidado nena, prestá atención al tránsito que tiempo tenemos de
sobra. Llegamos por fin a un gran bazar hotelero que estaba en esa misma avenida. Cuando
entramos ya el gerente nos estaba esperando pues Andrade lo había llamado diciéndole que yo no
sólo era el cocinero del pesquero sino su capitán de armamento. Me acordé de Verola y Torres sin
pensar en que me estaban mirando me hice la señal de la cruz ¿qué misterio tendrá hacer una
compra importante en semejantes comercios? El gerente me dijo que eligiera todo lo concerniente al
“Alvamar III”, mientras él se preocuparía en hablar con Domingo para ofrecerle el doble de mi
pedido para los barcos que ya estaban operando en Argentina con un descuento considerable.
Mientras él se comunicaba con Domingo una empleada me mostraba la batería de cocina, al dar mi
aprobación sobre un artículo Conchita anotaba el número en su carpeta, ollas, cacerolas, sartenes,
paelleras, asaderas, coladores, cucharones, espumaderas, cuchillos y cuchillas de todas las medidas,
incluso seis cajas de navajas para repartir entre los marineros, etc., etc. En otra sección del bazar
seguimos acumulando al pedido platos, hondos y playos por lógica irrompibles, tenedores, cucharas
y cuchillos de mesa los que se le agregaron vasos, copas, jarras, especieros, servilleteros, etc.
Cuando ya estábamos por la tercera página de una larga lista de pedido vino el gerente con la
novedad que había recibido una orden de Domingo para que yo eligiera una freidora y una batidora
que se adaptara a la pequeña cocina del pesquerito quedé maravillado con la cantidad y calidad de
las maquinarias expuestas, pero dada las medidas de la cocina no debía exagerar con mi pedido,
elegí una freidora de quince litros y una multiprocesadora comercial que, sabiéndola usar, reducía el
trabajo en un treinta por ciento. Cuando ya nos despedimos, el gerente en un apartado me preguntó
nombre y cargo para mandarme según él una mordida. Sin querer pensé en la dentadura postiza que
me servia de pinza en el “Alvamar II”.
Conchita pidió prestado el teléfono, con dos llamados arregló rápidamente la situación. Andrade
tiene el negocio cerrado y Martínez me dio permiso para faltar pues sabía que estaba encargada de
todo lo concerniente al “Alvamar III”. Teníamos por lo menos dos horas para comer algún bocado,
fuimos a “La Piedra” a comer ostras y mariscos, las mesas en la calle, lo típico del lugar me
hicieron entrar en un mundo de fantasía y miel. Sin duda psicológicamente esto le sucede a todo
hombre que apunta a la madurez y se encuentra con una gacela tierna que se deshace en quejidos al
apretarla con los dientes. Al comer las valvas de las ostras, Conchita daba la impresión de estar en
un mundo de maravillas, de vez en cuando me ponía una ostra en la boca y me hacía comer la valva
con la delicadeza de una enfermera dándole de comer a un minusválido. A la vez que probaba el
marisco, seguía un beso de aprobación. Este rito conceptual aumentaba sin duda mi fogosidad a la
vez que disminuía mis prevenciones.
Cinco pares de ojos desde una mesa algo alejada miraban perplejos la escena y descubrieron a un
legendario dinosaurio jugar con una gatita siamesa. Los tres hermanos Armario, “Manolo” y
“Panza” se portaron con bastante discreción, pero mi pensamiento volaba más lejos de la gastada
que me harían en el barco.
Como soy bastante práctico dejé para más adelante los problemas, cerré los ojos, tomé a Conchita
del brazo y nos fuimos a conocer el departamento. Teníamos a la fuerza que pasar frente a los
tripulantes, afronté la situación con valentía Conchita y yo los saludamos al pasar con la
tranquilidad de una pareja ya concertada.
Estábamos en el menester de los saludos cuando la secretaria se apretó más junto a mi, desenfadada
e insidiosa espetó: “Vamos, mi pirata Regio, que se nos hace tarde...”. Este bautismo fue el ladrillo
para que cayera la pila, “Panza” expulsó de la boca tres o cuatro gambas que estaba masticando
antes de largar la carcajada, los hermanos Armario salieron corriendo al interior de una pescadería,
“Manolo” apoyo los codos contra la mesa, tapó su cara con las manos dejando ver sus ojos llorosos
acompañado por las convulsiones de la risa ¿Qué cirujano plástico podría cambiarme la cara? ¿Qué
institución nacional trocaría mi nombre? ¿Dónde encontrar un psiquiatra para cambiar mi
personalidad? Dejé de lado mi agoreras predicciones sobre el nuevo apodo de “Pirata Regio”, tomé
a Conchita del brazo, le di un beso en la mejilla y le dije risueño: ¿Te das cuenta mi amor que tu
bautismo va a cruzar el Océano?
Bajando la escalinata compré un ramo de claveles y al negro senegalés una medallita con la frase
“No me olvides”. La muchacha quedó deslumbrada y hasta se le asomó una lágrima.
Llegando al negocio dejamos el coche en la puerta, Andrade recién habría sus puertas, dejamos el
pedido sobre el escritorio esperando nuevas órdenes que fueron benignas. Andrade habló con
Domingo telefónicamente comunicándole que el pedido mío estaba completo, pero a él le faltaban
algunos elementos para el de “Manolo”. Andrade colgó y dijo con cancha: “vayan a descansar pues
hasta mañana no tienen ninguna tarea”.
Caminamos cuarenta metros y fuimos a conocer el departamento que nos había prestado Domingo,
describir una suite de un buen hotel resultaría fácil, pero agregarle todas las comodidades de este
departamento no se pondrían describir con objetividad. Heladera cargada con bebidas, frutas y
alimentos, equipo musical con sonido envolvente, televisor y video, una cama cómoda con colchón
de agua, el toilette con grifos dorados, bañera con yacuzzi, etc., etc. Con tres palabras se define el
departamento “Bulín de lujo”.
Cuando se describe un tórrido amor vivido, no puede caer en la chabacanería y la mediocridad,
creyéndome el león de la metro o el troglodita que mastica la carne cruda con sonidos guturales,
sólo me sentí un dios, un tótem mistificador de una áurea mujer. Envueltos en perfumadas sábanas
nos atrapó la noche, recuperé por momentos la juventud, agradecí a Dios por anticipado el perdón
de mi pecado, haciéndole la salvedad que de merecer el infierno, no me arrepentiría. Por la mañana
después de bañarnos con las burbujas en yacuzzi Conchita preparó un desayuno americano, ¿qué
más podía pedir? Sólo pensé que al dar mi último suspiro Conchita también tendría un lugar en mis
recuerdos.
Andrade nos esperaba para comunicarme que por orden de Domingo doblara el pedido del bazar
gastronómico, tarea que le dejamos a Conchita, mientras nosotros nos dirigimos al otro negocio, no
sólo para conocerlo sino para hacerme una proposición. El negocio en cuestión no distaba de la casa
central y estaba atendido por serviciales empleados. Un número interesante de motores de lancha de
distintas marcas y cilindradas, gomones, remos, salvavidas, balizas, faroles etc., etc. En un salón
lindero con amplia entrada se veían alineadas dos lanchas cerradas con potentes motores. Según
Andrade la Prefectura española las había secuestrado a contrabandistas, que dada su velocidad casi
siempre se le escurrían a los Guarda costas. La Prefectura Española las vendía por su intermedio a
cualquier persona que las llevara fuera del país. “Si tienen el conocimiento de patentarlas en
Argentina, te vendo una a buen precio” dijo. En verdad no me animé, pero al interesarme por dos
motores fuera de borda de distintos HP junto a un gomón para seis personas, Andrade me lo vendió
a un precio que me pareció conveniente. Esta operación afianzó mi amistad con Andrade, un tío
macanudo que por su idoneidad en el ramo, había amasado una considerable fortuna. Prometí
volver a visitarlo, pasaron dieciséis años, por obra y gracia del gobierno y una estafa, todavía no
pude realizar el viaje.
Cuando volvimos al negocio central, Domingo y “Manolo” nos esperaban, me preguntó el primero,
que tal la había pasado en su departamento, pero mi cara fue más locuaz que mil palabras. Bien
dijo, úsalo hasta tu partida, pero que no lo sepa mi mujer si la llegas a ver algún día, porque ella no
entiende de reuniones.
Otra de las causas por la cual Domingo llegó tan temprano al negocio fue para dar conformidad a
mi pedido y firmar un análogo para el “Alvamar I y II”. Le comuniqué mi compra de los dos
motores y el gomón para frenar cualquier inconveniente a mi llegada a Puerto Deseado. Torres
podía ser un escollo difícil de resolver. Con boleta puedes llevarte lo que te venga en ganas, el
bajarlos de la nave corre por mi cuenta. “Hostias” dijo Andrade, “llévate a Conchita ya que os
queréis tanto”. “Si yo supiera que mi mujer después de tantos años de casada necesitara una ayuda y
me permitiera una concubina, como lo hacen los musulmanes, de buena gana la llevaría, pero tengo
la desgracia que mi señora se cree dueña de mi polla y mis cojones, antes de prestarlos arma un
follón y me los corta. Créeme amigo la tijera de podar la usa como el más diestro de los jardineros.
” La conversación giro en torno a la poca comprensión de las mujeres. Andrade dijo que la suya le
había prometido una puñalada ante el menor desliz, Domingo aportó lo suyo: “Si la mía se entera
del departamento que tengo a media cuadra espera que me duerma, abre la llave del gas, cierra las
puertas y se va a follar con el senegalés de “La Piedra”, que, dicho sea de paso, tiene tanta fama que
algunas turistas vienen de distintas partes del mundo para intimar con él”. Seguí echando un poco
más de leña al fuego aportando a la conversación algunas ideas machistas que dejaron a los dos
gallegos arrobados.
Si en el reino animal, el macho tiene su manada, ¿por qué nosotros que pertenecemos a este reino
no podemos tener la nuestra? ¿Por qué el Papa no se manda una encíclica y deja que el hombre
tenga dos o tres mujeres sin cometer pecado? ¿Por qué ellos sí y nosotros no? Deje picando la
pelota para escuchar la opinión de los gallegos. Domingo dijo: “Que bien me vendría a mi, que
pronto no voy a poder follar tranquilo para no dañar a la criatura”.
Andrade la completó: “A mi también me vendría de perillas la encíclica porque da la casualidad que
cuando tengo la polla bien dura a mi mujer le duele la cabeza y cuando ella esta cachonda la cabeza
me duele a mí. Para colmo no puedo tocar a mi secretaria porque hay un dicho que dice, donde se
come no se caga, además parece que a esta le gustan los viejos” Me jodió, este palo fue para mí.
Contesté: “Si a la vejez le agregás sabiduría y a ésta una dosis de poesía, cuando bebés un seno te
sientes un niño, una lagrima puede llegar a convertirse en un néctar y un beso beatificar una
doncella”, dije esto entrecerrando los ojos (actuando). “Hostias que falas”, dijo Andrade
“Domingo... manda a este tío alguna tarea porque yo me estoy por bajar los pantalones ¡coño!”.
Domingo riendo me dijo: “Cimmino, estás haciendo furor en España, pero algo tenemos que hacer,
tienes que preparar el pedido de provisiones, Andrade te indicará la dirección del proveedor naval y
te mandará con la secretaria en el coche. Ordiales y yo completamos el pedido con algunas
provisiones particulares en la que tu puedes agregar las tuyas, ten por seguro que vas a tener la
mordida”.
Andrade llamó a Conchita para que me llevara al proveedor naval, un comercio de grandes
proporciones que estaba muy cerca del puerto, un cartel rezaba “Reymarza S. A.” en su interior nos
esperaba un funcionario de la empresa que estaba al tanto de nuestra llegada. Andrade los había
llamado. Por lógica yo tenía un mata burros que anticipadamente había preparado para facilitarme
el trámite, su fluidez verbal acompañada de ceremoniosos gestos nos daba que pensar que este
hombre nos confundió con los Reyes de España, pero el sabía bien que yo venía a gastar un montón
de pesetas.
De fácil la tarea se convirtió en difícil, pues la cantidad y calidad de las provisiones superaba lo
imaginable, el contraste con las que mandaba Torres era considerable, el laterío de primera calidad,
el fiambre fuera de lo común sobre todo los jamones serranos marcados con los lugares de origen,
me llamó la atención el jamón Jabugo fabricado en una villa de España, provincia de Huelva en
Andalucía, estos jamones son famosos en el mundo, los cerdos son de patas negras criados bajo los
robles, comiendo bellotas, estos animales tienen en su carne un gusto particular, estacionados con el
tiempo justo según cantidad de estrellas, son vendidos con garantía.
El calculo de las provisiones debía basarse en la cantidad de tripulantes que cruzaríamos el
Atlántico, Domingo, el ejecutivo de Pescasur y Pedro volverían en avión, pero teníamos que
calcular un capitán, un jefe de máquinas y un maquinista, todos argentinos que se agregarían a la
tripulación en unos días. Tenían también que calcular las provisiones diarias hasta la partida, pero
debían estar en suspenso esperando la colocación de la cocina, el horno y el compresor de la
frigorífica, que no sé porque tenían sus problemas.
Elegí sin vacilaciones las provisiones del viaje, pero cuando llegamos a los fiambres el gerente y los
empleados de Reymarza S.A. casi se caen de culo. Anoté quince jamones Jabugo de tres estrellas,
cinco con boleta a mi cuenta, dejé en suspenso un pedido de diez más para los tripulantes que
quieran llevar ese manjar a sus domicilio, el precio no me pareció desopilante, ya que el precio de
los jamones no distaba mucho del que mandaba torres al “Alvamar II”, por ende no dejé de
sorprenderme, la cara de la gente que me rodeaba creyendo que había escapado de un manicomio,
hasta Conchita me miraba sorprendida. Mi cuenta mental no me podía fallar, quince jamones de esa
calidad y bien estacionados no pasaban los mil trescientos dólares, por la misma cantidad en la
rotisería que tuve un tiempo atrás me mandaron quince jamones de la mejor calidad en Argentina,
tan frescos que tuve que estacionarlos varios meses, cuando estaban a punto el peso descendió un
cincuenta por ciento, perdiendo un dineral al venderlos. Reiteré el pedido con la salvedad de parte
de ellos de poderlos conseguir a la brevedad. Los chorizos sumergidos en grasa, los colorados, las
morcillas fueron también blanco de mi atención, el salado de buen aspecto fue agregado al pedido
con generosidad, pues calculé que algo tendríamos que pasar al “Alvamar II”, Domingo no me
perdonaría un olvido semejante.
Las verduras serian elegidas en las quintas y el pescado en un lugar del puerto llamado O Berbes.
Terminada la tarea el funcionario de la empresa me pidió nombre y cargo para mandarme la boleta
de los jamones del pedido particular. Una linda mesa con pinchos y quesos, unas copas de buen
jerez fueron el obsequio de la compañía por la compra realizada, cuando retiré todas las miradas se
dirigían a Conchita cuyo halo y frescura contrastaba con le medio.
Apoltronada en el coche diestra y grácil con un beso apasionado me dejó cerca del muelle donde me
esperaba el infierno de la cargada segura. Cuando llegué al pesquero, caminando sobre algodones,
los muchachos habían pergeñado la primera joda, un gran cartel tapando el nombre del barco rezaba
la sigla “Mi Pirata Regio”. Estos hijos de puta no solo le cambiaron momentáneamente el nombre al
barco sino cuando subí la planchada se escucharon los acordes de la marcha nupcial que los
tripulantes me ofrecían en joda. No hay duda que los muchachos tenían un ingenio, pero la envidia
estaba enquistada, pues la sonrisa con los dientes apretados los delataba. Seguí la joda sonriente y
divertido, es la mejor manera de capear el temporal, pero para frenarlo tuve que aguzar el ingenio.
Viendo que sobre las mesas del comedor había una cantidad considerable de latas de alimentos
envasados para paliar la hambruna sin gastar un dineral en restaurantes y boliches de los
alrededores les traje la novedad que al otro día haría traer las provisiones y yo cocinaría aunque
fuera con un “Primus”. Se acabó la joda, casi de rodillas me pidieron que no cometiera esa crueldad
para seguir cobrando el viático entero. Mi compromiso de aparecer cuando la cocina estuviera
terminada, con el cacharrerio completo y las provisiones a bordo fueron cambiados por el de
terminar la joda y no levantar la perdiz cuando llegáramos a Puerto Deseado.
De la sala de máquinas salían los gritos de Pedro que renegaba con los mecánicos de la fábrica de
compresores que no podían hacer funcionar debidamente la frigorífica. El peligro venía por el lado
de la trituradora, esta funcionaba a la perfección y si Domingo descubría al que demoraba la
reparación, sería muy posible que su vida finara en esa endemoniada máquina.
Casi todos los tripulantes aprobaron la compra extra de jamones Jabugo, por lo tanto volví al
proveedor naval y confirmé el encargue, luego caminé por la calle que me llevó a la oficina de
Martínez, le pregunté si tenía alguna novedad a lo cual me dijo que sí. Primero que me había
rescatado del hotel la valija con mi ropa, segundo que Ordiales me había dejado una nota en la cual
me comunicaba que pasara por una casa de video del lugar para retirar las películas para el
“Alvamar II” y las reposiciones que llevaríamos para los otros pesqueros de la compañía. Al no
estar la secretaria ni la camioneta no quise alborotar el avispero preguntando por ella y salí a
cumplir la orden de Ordiales.
El comercio de video exhibía no sólo las películas en boga, sino que vendían toda clase de aparatos
electrónicos, parlantes, micrófonos, videocassetteras, etc. Númerosos clientes, en su mayoría
mujeres y niñas, estaban comprando; daban pautas de una economía sólida en beneficio del pueblo
español. A esa hora todo el mundo trabajaba, menos las amas de casa que por la tarde salían de
compras. Esperé pacientemente con mi número en la mano hasta que me atendió la vendedora.
-“Señor, ¿qué se le ofrece a Usted”?
-“Vengo de parte del agente de navegación, el señor Martínez, para retirar los videos”.
-“¡Válgame Dios!” dijo la empleada, una mujer de buena presencia, pero con un vozarrón que
repercutía en todo el comercio. “Usted va a llevar las películas, pero el televisor y la cassettera la
alcanzaremos nosotros en le muelle”. Recién ahí caí en la cuenta que el pedido era mayor del que
yo creía.
-“¿Usted es tripulante del buque?”
-“Si señora”, contesté.
-“¿Qué le ha parecido a usted la ciudad? ¿Ha visitado “La Piedra”? ¿Ha visitado “La Lonja”? ¿Ha
ido usted de putas? ¿Vio que chavalas hermosas son las portuguesas?”. Con el vozarrón de la mujer
todas las miradas de los clientes se clavaron en mí. No sabía donde esconderme, no encontraba una
careta para taparme la cara, ni siquiera un antifaz. Esta hija de puta me estaba arruinando la vida.
-“Enseguida le traigo su pedido”, dijo la mujer y salió para la trastienda.
La clientela me miraba como si yo fuera un oso panda traído de la china, vi mi rostro reflejado en
dos espejos, que de rojo, se había tornado en gris verdoso, sin duda mi bilis se estaba derramando.
Llegó la mujer con una gran caja y dijo vociferando:
-“Aquí tiene usted las películas elegidas, las pornos están abajo, la casa le agregó tres más de
obsequio”. Con gran desparpajo agregó: “mire que títulos señor “Todo por el culo”, “El macho de
los tres cojones” y “Las mimosas chupan la polla”.
Pude por suerte sostenerme del mostrador para no desplomarme, miré a la mujer fulminándola.
-“¡Señora!” dije con un hilo de voz: “tenga cuidado con lo que dice, me esta haciendo usted pasar
vergüenza”.
-“Que vergüenza ni ocho cuartos, hombre. No sabe usted que Franco murió en 1975. Vaya usted con
Dios y no sea retrógrado que con la llegada de la democracia en Argentina pronto van a tener
prostitutas, travestis, gays y lesbianas ofreciéndose en las calles y no van a poder pararlos ni
prohibirlos, ni siquiera a la droga”. Desfalleciente, sin contestar, culpable de mi vergüenza me retiré
del local ante la mirada de la gente. No podía caminar, las piernas me flaqueaban, paré un taxi y le
pedí que me llevara al muelle para entregarle la caja a Pedro para que la encanutara en su camarote.
Cuando llegué los muchachos habían terminado su tarea y se preparaban a tomar unos mates con
churros que había mandado a comprar a una confitería cercana, cuando me vieron la cara se
asombraron “¿Qué te pasó Cimmino? ¿Te violaron los estibadores? ¿Te largó la secretaria?”. “King
Kong” agrego con sorna: “Acaso Domingo te saludó sin palmearte la espalda ¿Qué pasó Pirata
Regio?” Cuando conté mi odisea los muchachos no lo podían creer, Pedro se agregó al grupo, le
entregué la caja, la puso a un costado de la mesa y nos dijo: “Vosotros sois unos gilipollas, ¿no
sabéis que en España hace rato comenzó el destape? ¿No sabéis que desde el jardín de infantes los
niños reciben educación sexual? ¿No sabéis que en España lo que es culo es culo y lo que es teta es
teta? Tened en cuenta que vosotros estáis atrasados veinte o treinta años, ¡Joder!”. “Tiene razón”
dijo Panza, “cuando mi viejo debutó le preguntó a la mina si podía comer de todo. Eso me lo contó
mi abuelo que lo había llevado al quilombo”.
Ya más distendido para no escuchar más boludeces crucé el muelle y me dirigí a la agencia,
encontré a Martínez que ya se retiraba, me alcanzó la valija no sin antes preguntarme como había
ido. No quise contestar, pero le recomendé comprarme a mi cuenta una videocassettera que por la
compra para el buque tenían un gran descuento. Martínez no sólo no se negó sino manifestó que
primero pasaría por el pesquero para tomar nota de algún otro encargue. Me preguntó antes de
retirarme si yo no tenía algún parentesco con Domingo, pues este le había ordenado que dejara libre
por las tardes a Conchita para que me ayudara a organizar el trabajo.
Y agregó en tono confidencial: “Dígame la verdad señor. ¿Cuál es la fórmula para mantener
tranquilo a Domingo? ¿Es cierto lo que dicen los tripulantes, que usted y Domingo? ¡Hum...! usted
sabe...” No tuve más remedio que cagarme de risa. Al llegar al departamento puesto que ella se
había quedado con las llaves encontré a Conchita alegre y esplendorosa, un camisón transparente,
una vincha incaica, un perfume “Madame Rochelle” y una música suave y envolvente me
transportaron a un oasis fuera de este mundo. Sin duda esta era Panacea que la burocracia papal me
quitaba por seguir mis principios. En una semana estaría navegando, dejando atrás el Paraíso y
entrando en un tome y daca con los tripulantes que harían olvidar el bocado celestial que me había
otorgado la Providencia.
En forma bíblica narraré que las noches siguieron a los días y éstos a las noches. El trabajo
reemplazó el ocio, Pedro que hace dos mil años se apoyaba en un largo bastón, ahora se apoya en
una + para repartir fierrazos al que no laburaba. El horno y cocina esta vez entraron con vaselina y
encajaron a la perfección, el compresor de la frigorífica funcionó por la magia de los gritos de
Domingo, el radar, el navegador por satélite, el radio transmisor y todos los chiches del puente,
fueron colocados funcionando gracias a los rezos de Ordiales, que según se comenta, llegó a la
compañía electrónica con una pistola nueve milímetros, prometiendo un festival de balas,
conmemorando las Fiestas Mayas que en esos momentos celebraban por las calles.
Tuve por fin que ponerme el sombrero Papal, el saco blanco y recibir todo el cacharrerío comprado
al bazar gastronómico. La tarea resultó algo complicada pues a sabiendas que este corcho bailaría
en el mar algunas Guarachas, debíamos fijar todo hasta el tacho de desperdicios, los violines
doblemente cruzados y todo lo concerniente a evitar caídas y roturas estrepitosas, fueron puestos a
mi disposición. Por último se presentó ante mí el gerente del bazar. “Señor”, dijo: “el directorio del
bazar me encomendó obsequiarle a usted esta caja con algunos elementos para llevarlos en forma
particular a su hogar, acéptela usted junto a la listas firmada por mí, avalada por el directorio”
Llamé a Domingo para comunicarle la novedad y al recibir su aprobación, acepté de buen grado el
presente.
Llegó también el pedido de Andrade y esta vez le tocó a “Manolo”, Iglesia y a los marineros de
cubierta, acomodar el despelote de los cabos y redes. Llegada la tarde estábamos agotados, Ordiales
trajo cinco empanadas gallegas, que fueron liquidadas antes de sacarles el papel que las envolvía.
Todos teníamos nuestro camarote, pero mi privilegio continuaría hasta la salida del barco. También
“Manolo” e Iglesias marchaban a sus hogares, los demás tripulantes salían de juerga todas las
noches, hasta ahora la paga era cien por ciento y las jodas nocturnas resultaban un regalo, pero a
partir de la llegada de las provisiones cobrarían la mitad de los viáticos.
Conchita y yo salimos esa noche a cenar a las pescaderías a “La Piedra”, pedimos algunas vieiras
rellenas, encargamos pulpo a la gallega y medio litro de buen vino. Llegábamos al final de nuestra
cena cuando el grupo de todos los marineros del barco, Iglesias y “Manolo” con sus mujeres
inclusive se sentaron a la mesa para festejar la despedida.
Todo el mundo se portó de maravillas, las mujeres en un apartado reían, tal vez por alguna pregunta
indiscreta que la mujer de Iglesias le hacía a Conchita.
Las copas chocaban, pero no vacías, de la alegría se llegó con facilidad a la nostalgia, de esta a la
emoción, Conchita con gran serenidad envuelta en un áurea mística que la destacaba en el grupo
cual si fuera una Madona en un atrio, tomó un librillo evangélico, con voz de soprano cantó las
primeras estrofas de un himno religioso:
“A casa vete y cuenta allí,
que Cristo te libró,
que tus amigos vean en tí
lo que El, por gracia obró.
A casa vete y cuenta allí
que Cristo comprendió
tu gran necesidad, y así
Su Sangre derramó.
Ve y cuenta a los de en derredor
que El satisfará
sus almas puesto que en su amor
la cruz sufrido ha.
Ve cuenta a los de más allá
que en Cristo hay perdón
y que El todo salvará,
si quieres salvación.
Quedamos todos con las gargantas apretadas, pero lo que rompió el hielo fue la mujer de Iglesias
que dijo con fuerte voz: “coño... ¿así que Jesucristo perdona todos los pecados? Pues te diré, si yo
pesco a mi marido pecando no lo salva ni Jesucristo, ni la madre que lo parió”. A medida que
hablaba la gallega engranaba levantando la voz hasta que se le acercó al marido y le gritó: “ten
cuidado zorro. Que todavía tengo que averiguar de quien es ese brazo que te rodea el hombro en la
media foto que me dio Román, con pelo o sin pelo la otra medias foto tiene que aparecer, sino tu
mueres, ¡Joder...!”.
No quisimos echar más leña al fuego y todo terminó en paz, también yo quedé tranquilo porque
sabía que Jesucristo me salvaría, pero por las dudas trataría de mantener el silencio y quedarme en
el molde.
Por la mañana aparecí temprano en el pesquero, tenía que recibir y controlar los víveres, también
llegarían los diarios por lo tanto los tripulantes debían comer a bordo. El trabajo resultó arduo, sobre
todo por ser la primera carga del pesquero y buscar los lugares óptimos, fijarlos y acomodarlos para
que no se desparramaran en el primer malambo del corcho. Una carga extra fue fijada en la bodega
principal y una extraordinaria cantidad de vino cuyas botellas envueltas en telas, numeradas y
selladas en bodega, demostraban su calidad. También llegaron los jamones Jabugo y en este
menester el que los había encargado tenía que ponerse. Sacarle la plata a los marineros no fue muy
difícil porque ya habíamos cobrado buena plata, pero la sorpresa fue cuando mi boleta vino pagada.
Teniendo los víveres diarios en la estrecha cocina ayudado por el “Chivo” preparé unas tortillas,
costillas de cerdo a la riojana y leche frita en verdad los gallegos se mataron con este postre, en
Buenos Aires se llama Torrejas. Por la tarde recibí una gran caja que el bazar gastronómico me
mandaba de obsequio.
Faltaban todavía los pescados y las verduras frescas, pero mi orden fue recibirlos el ultimo día, poco
antes de la partida. Entrando la noche serví un laterío sobrante, chorizos colorados de primera
calidad, un Strudel de queso y un montón de mariconadas de las cuales soy especialista, según los
gallegos.
Cuando llegué al departamento estaba desecho, Conchita me recibió como Cleopatra a Marco
Antonio. Un baño tibio en el remolino del yacuzzi con sales perfumadas, una enérgico masaje con
aceites balsámicos, me transportaron a épocas anteriores a Cristo, donde los Césares eran
masajeados por doncellas desnudas.
Desgraciadamente el reloj no detiene sus agujas, ni el almanaque sus hojas. Pasaron unos días
cuando después de unas pruebas de navegabilidad, nos dieron día y hora de partida. Aparecieron
tres nuevos tripulantes argentinos. Un capitán marplatense desconocido por nosotros, el jefe de
máquinas del Alvamar I y un maquinista que por su volumen, tendría serias dificultades para
moverse en la sala de máquinas y yo para conformarlo con una ración normal.
Realizaron una última prueba en la propia ría, Monteagudo, el capitán Argentino fue el encargado
de dirigir la maniobra, casi todos los barquichuelos de pesca que en esos momentos venían al puerto
después de recoger sus redes mandaron por radio un mensaje acordándose de la mamá y de la
abuela del que casi se los lleva por delante. Don Nicolás, un nuevo tripulante andaluz que se agregó
a los gallegos dijo lacónicamente: “Si con este tío de capitán llegamos a la Argentina tendríamos
que hacer una peregrinación al santuario de Santa Lucía para agradecerle el milagro de hacernos
cruzar el Atlántico con este ciego”. El jefe de máquinas entró a la cocina, ya conocido por los
muchachos del Alvamar I, tenía fama de ser bastante jodón, pero un gran jefe. Dijo llamarse Osuna,
pidió un café, extendió su mano y me felicitó, sorprendido le pregunté el motivo y me expresó lo
siguiente: “Usted tiene suerte de haber llegado a su edad y recién ahora morir en la travesía, pero
me da mucha bronca que nosotros que somos más jóvenes tengamos que ahogarnos en manos de
este boludo”. Iglesias y “Manolo” se acercaron, venían bastante chinchudos. “¿Dónde corno fueron
a buscar a este capitán?” dijo “Manolo”.
Se me ocurrió enfriar el caldero con un chiste: “quédense tranquilos muchachos, el capi se quiso
mandar un chiste, le gusta julepear a los gallegos, en Buenos Aires anda en moto y zigzaguea entre
los automóviles”.
“En la Argentina andará en moto, pero en Vigo va a andar a los golpes este gilipollas” dijo Iglesias,
cerrando los puños. Aparecieron los marineros argentinos en el comedor y siguieron los chistes,
cuando apareció Gabotto, el primer oficial aclaró todo, el timón tenía un problema y el barco
guiñaba demasiado, tuvimos mucha suerte no en llevarnos algunos pesqueros por delante, mañana
el astillero arreglara fácilmente el problema.
Al otro día Domingo con dos mecánicos y un buzo arreglaron el timón, por supuesto después de
escuchar estos una diatriba de insultos dirigidos a todos los antepasados de los que armaron el
timón. Por suerte no tuvieron que llevar el pesquero a dique seco y la reparación terminó en
veinticuatro horas. Esto me valió estar veinticuatro horas más en el departamento de Domingo, si
algo tengo que agradecer a la providencia es que la despedida de Conchita no fue nada traumática,
muy por el contrario sabía que lo fugaz para nosotros sería perdurable. El pájaro de Vigo encontró
un nido y el ramo de estrellas (que cito Capdevila), me embriagó dulcemente. Cuando le entregué
las llaves a Domingo estaban mojadas de tanto haberlas apretado.
Llegaron las verduras y el pescado comprado directamente donde llegan las lanchas que casi le
pasamos por arriba. Una hora antes de la partida Andrade mandó un camión con los dos motores y
el gomón, todo embalado en una gran caja de madera, “Manolo” la fijó al lado del mástil, se acercó
y me dijo: “Filo de puta, te llevas la lancha, te llevas los jamones, te llevas un montón de cacharros
y navajas del bazar. Puta que has mordido ¡coño...! ¿No te pensaras llevarte a la secretaria debajo de
la cucheta? Porque de ti se puede esperar cualquier cosa”.
El Mercedes de Domingo y el BMW de Pedro atravesados en el muelle, las mujeres de Iglesias y
“Manolo”, Román y “Córdoba”, Martínez, Conchita y Andrade, nos vinieron a despedir. El papeleo
de siempre y a último momento una caja de banderines de todos los países del mundo para adornar
el barco a nuestra llegada a Puerto Deseado. Tres pitadas y el pesquero se puso en marcha sin
necesidad de práctico ni de remolcadores, Domingo, Pedro y el ejecutivo de Pescasur se
adelantarían a nuestra llegada, pero nuestro destino debía ser primero Montevideo. La última
instrucción que recibió Monteagudo fue no parar en las Canarias por ser puerto libre, pero si hacerlo
en Montevideo para recibir una mercadería que vendría de Alemania en un avión de Lufthansa.
Un día de navegación y el calor resultaba insoportable, el aire acondicionado sería colocado en
Argentina. Primer inconveniente, dormir con los colchones en cualquier parte fresca del buque.
Panza se avivó y fijó su dormitorio en la bandeja donde debía caer el pescado cuando levantaran la
red. Casi todos dormían desnudos en cubierta, pero con la orden estricta de Monteagudo de atarnos
a la baranda o a las vitas, porque el pesquero saltaba más que el colectivo 398 cuanto transitaba por
las calles empedradas de Avellaneda.
El sobrino de Perrone bajó del puente al día siguiente con la novedad de que el navegador por
satélite no funcionaba. Este es un aparato muy útil que les da la posición a los barcos en navegación
y les facilita la tarea de usar reglas de cálculos, compases, etc. Menos mal que teníamos radar, sino,
cruzar el Atlántico con un vigía. Los cálculos de Monteagudo no eran lo mismo que los de Gabotto,
una Z impresionante dibujamos en el mar, en lugar de una derrota recta por las noches navegamos
hacía Africa y de día corregíamos el rumbo y apuntábamos a Norte América. Don Nicolás con la
gracia natural de los andaluces zapateaban cantando: “Hay leré, leré, leré... ¿con estos gilipollas a
donde mierda iré? (batiendo palmas) Hay leré, leré, leré...”. La risa de todos fue total, peligro no
había porque por donde nosotros navegábamos no era ruta de ningún barco.
“Manolo” se acercó una noche al mástil donde yo dormía y me dijo seriamente: “tú que duermes en
este sitio puedes ver claramente la punta del mástil, de vez en cuando pégale una ojeada a esas
cuatro estrellas. Son la cruz del sur, cuando la punta del mástil no concuerda con la ultima de éstas,
sube al puente y despierta a Gabotto porque seguramente se ha quedado dormido”. “¿Así que aparte
de cocinar tengo que manejar el barco? Dime “Manolo” ¿tu estás tolo?”.
Cuando teníamos alguna tempestad, e intensos nubarrones cubrían el cielo el baile era terrible.
Menos mal que estábamos fogueados y el motor funcionaba a las maravillas, capeábamos con
destreza el temporal, pero después no sabíamos donde estábamos. Por la comida no había problema,
la cocina era lo bastante estrecha como para atravesar el culo contra los mamparos, el barco podía
brincar, pero la comida no faltaba nunca. Cuando volvimos a encontrar le rumbo volvimos a la joda
y a la cargada.
Pasaron quince días y recién comenzamos a escuchar una radio brasileña que transmitía desde una
isla al norte del país hermano. Cerca ya del continente pasó muy cerca nuestro un barco italiano
“Canta Nápoles” y a Monteagudo se le ocurrió preguntarle por radio nuestra posición. Los tanos
creyeron que el capitán los estaba cargando y lo mandaron a "fanculo". Monteagudo sintió que lo
insultaban y no podía creer lo que escuchaba por radio: “Figlio da putana” decían “¿Aquí vay a
pillar pe fessa strunsso?”. Que gente tan mal educada, decía el capitán. Me parece que me están
insultando. Gabotto que también estaba con los auriculares tuvo la ocurrencia de contestarle en su
propio idioma “¡Hieten o sangue, mascalzone, o navio nostro se quiama Santa María e o capo e
Cristoforo Colombo!”. Fue tanta la explosión de carcajadas que hasta el mismo capitán tuvo que
reírse de la ocurrencia. Supongo que los tanos todavía deben estar puteando.
Después de unos días llegamos al norte de Brasil y comenzamos a seguir la línea de la costa.
Respiramos algo más tranquilos porque le peligro de llegar a Alaska había pasado. Diez días de
atraso no eran nada, al lado de lo que nos podía haber pasado. Como yo conocía la costa brasileña
sabía que en el golfo de Santa Catalina el baile tendría connotaciones peligrosas. Los hermanos
Armario tuvieron la idea de almorzar y cenar con el vino que había comprado Ordiales y estaban
estibados en la gambuza, cuando terminaban la botella como estas estaban envueltas en un género
sellado rompían el vidrio y lo dejaban en el forro, una idea fantástica, el baile que tendríamos en
Santa Catalina llevaría la culpa de tantas roturas. Casi todos los tripulantes copiaron la idea de los
Armario y de vez en cuando rompían la botella, total la culpa la tendría el golfo.
Pasamos Santa Catalina y el baile no llegó, ese día el mar era un aceite, la salvación vino por el lado
de Monteagudo que nos reunió en el comedor y nos dio a entender que no levantemos la perdiz que
él por su parte haría lo mismo. Era lógico su temor de pasar por boludo, me pidió por favor que
sacara un cuadro de la entrada de la sala de máquinas donde yo había dibujado al pesquerito
clavado en el obelisco y la caricatura de él preguntando ¿Dónde coño estaremos? ¿Dónde estará
Buenos Aires? Dos horas atracados en un muelle del puerto de Montevideo bastaron para subir una
carga misteriosa, cincuenta cajones muy bien zunchados escritos en japonés. Rápidamente un
remolcador nos sacó del puerto y seguimos viaje a Puerto Deseado. Seis días más y culminaríamos
una proeza que sería la envidia de Solís y Magallanes.
Después de capear un fuerte temporal en el cual el “Alvamar III” demostró sus dotes marineros,
avistamos la costa. Desplegamos los banderines de todos los países Monteagudo y Gabotto se
vistieron de gala y en un clima de fiesta nos preparamos a embestir el muelle, si dije bien embestir,
porque el muelle lleno de gente, la banda de música que nos esperaba con una marcha militar y las
autoridades de Prefectura eclesiásticas, etc., etc. vieron con horror como el pesquero se les venía
encima sin poner la contra marcha para frenarlo. Quiso Dios que un golpe de timón que dio Gabotto
a último momento hiciera que le pesquero pasara a diez centímetros de la punta del muelle que por
suerte era el último de Puerto Deseado. Tuvimos que dar un a vuelta completa por la ría y después
de una maniobra algo complicada hacer descansar al “Alvamar III” contra las defensas, mientras los
músicos de la banda otra vez agrupados después del julepe tocaban la marcha de San Lorenzo.
Nunca imaginé una llegada tan festiva, en verdad resultó emocionante, cuando terminaron los
aplausos colocaron la planchada y aparecieron los apreciados rostros de Gadea, Perrone y Torres
que nos recibieron con grandes muestras de alegría. Por las dudas encanuté los bártulos de la
mordida, sobre todo los jamones, una dentellada de Gadea o del maquinista el peligro con los
Jabugo era que desaparecieran.
Bienvenidas, abrazos, saludos y la pregunta infaltable de Torres: “¿Qué han traído de regalo para
nosotros que nos quedamos trabajando mientras ustedes se pasaban la gran vida en Vigo?”. “King
Kong” se tomó disimuladamente los genitales, los demás se hacían los boludos. A mí se me ocurrió
ir al camarote y traerle una estampita de San Cayetano que me había regalado mi señora para que no
me faltara el trabajo. “Mira cuero, no me vengas con este tipo de bromas que me han dicho que te
has traído unos jamones de la puta madre, por lo menos larga uno chico”. “A mí me han dicho que
de Cuba te has traído cien cajas de habanos y que yo sepa no has convidado ni uno, por lo menos
larga dos o tres cajas ¡chico!” contesté. Cuando le mostré la boleta con el sello de “Pagado” quedó
más tranquilo. Además agregué las de los motores, el gomón, las del bazar gastronómico y la de la
videocassettera ¡Hay, hay, hay...! con el cocinero se ha traído la mitad de España, dijo Torres ahora
me gustaría saber como hace para bajar todo esto cuando vengan los aduaneros.
Saludé efusivamente a Perrone, nos unía desde hace años una gran amistad, obvia fue mi pregunta:
“¿Cómo hago para bajar los bagayos?”. “Tranquilo”, contestó. “Dentro de un rato vienen los tres
capos, están en Prefectura haciendo los trámites para bajar la carga, además recién mañana al medio
día vienen los funcionarios de aduana”. Aparecieron al rato los capos con el prefecto de Puerto
Deseado, al pasar por la cocina Domingo y Ordiales me saludaron tan afectuosamente que al
prefecto le llamó la atención. “Debe ser un buen cocinero este hombre. Me lo van a tener que
prestar para cocinar una paella en mi casa, pronto me jubilo y voy a organizar una cena de
despedida”. “Con mucho gusto”, agregué, “siempre y cuando Domingo lo disponga”. Este
rápidamente asintió quedando el compromiso formalizado.
Maestro dijo el prefecto: “Si tiene que bajar alguna gaita que trajo de España hágalo con la carga de
Domingo y Ordiales antes del medio día de mañana”. Cuando por la noche los guinches trabajaban
a full bajando los bagayos de todos Torres cruzado de brazos decía: “El cocinero nunca va a morir
ahogado, los soretes flotan”. Mientras los muchachos reían yo guardé la onda en el bolsillo para
tirar el remache en el momento oportuno.
El “Alvamar II” según los cálculos de Perrone tardaría veinte días más para llegar a puerto. Por vía
terrestre mandé las cajas a Buenos Aires mientras yo en el avión trataba de lavar mis culpas con
largos pensamientos filosóficos.
“No conozco a ningún marino que al percibir un perfume se tape la nariz”
“No conozco a ningún marino que la escuchar un silbido se ponga algodón en los oídos”
“No conozco a ningún cocinero que no pinche una papa cuando hace un guiso”
“No vi a ningún marino con la aureola de santo en la cabeza”
Con estas citas de gran contenido filosófico blanqueé mis pecados y llegué a Buenos Aires.
Al lógico alboroto de mi familia por mi llegada se le agregó el de mis amigos que lógicamente
preguntaban y repreguntaban mis vivencias en la madre patria. Justo a mí que trataba de olvidarlas.
Contesté con evasivas, la excusa fue que mi trabajo era tan intenso que no pude salir del barco. En
el seno de mi hogar encontré paz y felicidad, mi mujer me olfateó como perro de aduana sin
encontrar ningún vestigio de mis aventuras (recuerde el lector del dos por ciento de ficción que
lleva mi relato).
Adelantando los trebejos de partida de ajedrez que tengo permanentemente con Torres, fui a visitar
al intendente de Avellaneda, en ese entonces, Luis Sagol, que me conocía desde la época de
comerciante en la zona, sabía él de mis andanzas en los pesqueros, pues de vez en cuando comía
algunos langostinos traídos del “Alvamar II”. No tuvo ningún inconveniente de darme una carta de
recomendación para entrar a la flota petrolera de Y. P. F. donde sabía que mi gran amigo el capitán
Rojas militaba en esa empresa. El cambio tal vez era drástico, pero la pesca, aunque redituables ese
entonces no brindaban la seguridad de una continuidad, la falta de visión de los funcionarios de
turno, la desidia de los inspectores, la poca vigilancia en zona de veda, el tonelaje mayor que el
permitido para la exportación, etc., etc. resultaban el escollo principal para no hacer caso a mis
predicciones agoreras.
Llevé mi Curriculum Vitae junto a la carta de recomendación del intendente a las oficinas de Y. P. F.
quedando a la espera de un posible llamado.
En la jugada de ajedrez imaginario esperaba que Torres moviera la pieza, si este no veía la celada,
mi juego enmarañado lo haría caer rápidamente.
Volví a Puerto Deseado cuando el “Alvamar II” atracaba en el muelle, Alfredo colocó la planchada
y tras las autoridades los paseantes subimos a saludar a nuestros compañeros. Correa y Aguirre me
entregaron el “Cucharón de Mando” y salieron corriendo como si hubieran sido perseguidos por los
Gurkas, los pobres dejaron la cocina un desastre, pero los tripulantes, incluso Perani, los trataron
con sumo respeto, el único problema lo tuvieron con algunos marineros que había mandado el
Sindicato en reemplazo de los que hicieron el viaje a Vigo. A toda costa querían comer bifes todos
los días hasta que los gallegos, encabezados por Castagnola les hicieron comprender que los bifes
los podían ligar en la cara, que le pescado era un buen sustituto del rumiante y si no les gustaba la
comida que se tiraran al agua y se vayan nadando a la costa.
Aguanté el cimbronazo de la estadía en Puerto y esperé pacientemente quince días la vuelta de mis
huidizos ayudantes. Correa volvió, pero Aguirre quedó secuestrado por la enana.
Zoto, que añoraba tanto su terruño, no dejaba de preguntarme por Román y “Córdoba”. Cuando le
conté que a este último lo habían violado y estaba a punto de casarse, se mostró sumamente
contento “¡Hostias! ¡Caray! Por fin conoció el pesebre, jarajajay, y justo con una española”.
Tenía que buscar un suplente de Aguirre, a Petoque lo dejaríamos de ranchero. Cuando llegó el
pesquero subió un pibe rubio, llamó la atención sus facciones delicadas, un largo pelo rubio lo
delataba más del otro lado de lo viril. Todos los marcaron como familiar de alguna autoridad que
había subido al barco para la inspección, pero no, era un paracaidista que empezó a ayudar en el
comedor sin que nadie lo mandara. “Manolo” y “King Kong” vinieron con la novedad de que el
pibe les había pedido que lo dejaran comer una ración. “A nadie se le niega un plato de comida y
menos cuando yo cocino”, dije. “Me dediqué a observarlo detenidamente y sí, casi con seguridad,
este mancebo era gay; su forma de caminar, su pulcritud, la suavidad de su voz, la forma de mover
el cuerpo cuando escuchaba música lo delataba.
Rápido como un rayo servia la mesa de los marineros como el mejor de los rancheros, consulté con
“Manolo” y “Cunta Quinte” el desempeño del pibe y me dijeron: “Este chico es un fenómeno, pero
aquí corre peligro, le va a quedar el culo como el de un Mandril”.
“Vamos a estudiarlo un poco más, el pibe esta muerto de hambre y yo necesito un ayudante como
él, rápido y limpio. Por el permiso para navegar no me preocupo, Domingo y yo conseguimos uno
para una monja con varices. ” “No me extraña”, dijo “Manolo”, “si conseguiste llevarte a tu casa
todo lo que bajaste del barco, ahora quieres subir al pibe para follártelo”. “Eso se llama estúpido,
estupro, gilipollas, dije riéndome, cuatro años en Argentina y todavía no sabes castellano, ¡hay que
ser gil!”
“Tú di lo que quieras, pero esta noche lo vamos a invitar al “Gato Negro” el boliche del puerto y
nos vamos a dar cuenta si es o no marica”.
Al día siguiente vinieron los inspectores espías, se atropellaban para contarme lo que había pasado.
Tomó la delantera “Cunta Quinte”: “Mira Cimmino, si algún día este pibe duerme en la cucheta de
tu camarote, ponete un corcho en el culo porque podés quedar ensartado como pollo de rotisería.
Cuando entramos al boliche algunas minas vieron al pibe y se lo llevaron a la mesa, al rato una de
ellas, la más jovencita, lo llevó a un apartado, corrió la cortina, pero algo espiamos. Con la cancha
del más cojudo se mando dos o tres paginas del Cama Sutra y lo más lindo que la piba después le
pago la copa” “Manolo” continuó: “Este chaval se llama Marcelo, lo busca un comisario de Bahía
Blanca porque le dejó preñada a la hija y tuvo que rajar para no casarse. En cana no podía ir, pero
según él el costo sería demasiado, así que optó por venir a buscar laburo en cualquier barco que lo
alejara un poco del quilombo”.
El tiempo urgía, cerré los ojos y fui a ver a Domingo, éste dudó unos momentos, me dijo que le
habían comunicado que tenía malas costumbres, le pregunté a qué llamaba malas costumbres. “Pues
hombre, que le guste la polla”. Nada de esos Domingo quédate tranquilo, yo me hago responsable,
el chico vale y si yo te digo que vale. Además yo no discrimino, la famosa frase “Cada uno hace de
su culo un pito” cuadraba perfectamente.
Después de la aprobación de Domingo me lo trajeron a la cocina. “¿Cómo te llamás?”, le pregunté:
“Marcelo Salamida”. “¿Cuántos años tenés?”. “Diecinueve”, dijo. “¿Estas dispuesto a trabajar de
ayudante de los dos cocineros?”. “Con mucho gusto” contestó y agregó, “no sabe usted cómo
necesito este laburo, tengo mis problemas, pero mi viejo está enfermo del bobo y tengo de alguna
manera que parar la olla. Mi mamá trabaja, pero no le alcanza el sueldo para los remedios de mi
viejo” Correa se acercó para escuchar lo que yo le estaba diciendo. “Primero, yo no tengo nada
contra el pelo largo, pero en la cocina o te lo cortas o te pones una cofia de enfermera que te tape
por completo la cabeza. Segundo, tenés que aprender el rol de zafarrancho, la instrucción te la van a
dar los muchachos, pero tenés que memorizar bien el letrero que hay al lado de tu cucheta. Tercero,
una sola vez te despierto, a la segunda va un baldazo de agua fría ¿entendido?”. “Si, pero no me
podría llamar dos o tres veces, porque yo soy algo dormilón y a veces me tengo que desperezar un
poco” “Aquí te vamos a curar enseguida”, dijo Correa. “Al que se quede dormido Carballese, el
electricista, le pone dos cables en el culo y lo conecta a las 220, al otro día se lo tiramos a los
tiramos a los tiburones, untados con manteca resultan unas tostadas riquísimas para los escuálidos”.
La ropa de Aguirre le quedaba chica al pibe, pero se tuvo que arreglar igual, así ajustadito, la verdad
que a los quince días de marea podía encender pasiones desenfrenadas, yo tendría que estar con los
ojos bien abiertos.
Pedí desinfección porque había descubierto en los estantes algunas cucarachas, si hay algo que me
da bronca es cuando los venenos no surten el efecto deseado, pero en los barcos donde estuve
siempre luché denodadamente para que las desinfecciones fueran con materias primas de primera
calidad. El más eficaz es un gas que cerrando bien la cocina se destapa la válvula y se sale rajando
por dos horas, no daña a los alimentos y cagan fuego hasta las lauchas o ratas si las hay, cual no
sería mi sorpresa cuando vi venir al hijo de Torres que traía dos tubitos caseros de mata cucarachas
marca Pirulo y una latita de conserva con una pasta rara hecha con harina y azúcar, según dijo no
era venenosa y la podía probar, lo hice y era bastante dulce. Presentía el quilombo cuando le
pregunté por qué no venía el equipo de desinfección que la empresa tenía contratada para los tres
pesqueros cuya eficiencia fue siempre comentario de toda la flota pesquera, la respuesta nos hizo
caer de espaldas. “Mi viejo compró la empresa de desinfección y yo soy el gerente, como tenemos
que recortar algunos gastos compramos en la Anónima donde él es el dueño, algunos spray que la
fábrica nos dio con gran descuento”.
Así que el hijo de Torres que truchaba las películas de video, que llevaba la ropa para la lavandería,
que también era de ellos. La Anónima que estaba asociada con ellos, el taller de reparaciones que
también les había cedido algunas acciones a ellos. Y ¡Torres mandaba al hijo a desinfectar el
barco...!
Correa tuvo la intuición de que yo había perdido la cordura y me dirigía al cajón de los cubiertos a
buscar el hacha que me habían regalado los alemanes. El pobre bastante más fuerte que yo me pudo
contener, el hijo de Torres se salvó, pero fue a buscar al padre. Alguien llamó por VHF. a Domingo
y Perrone, que en ese momento estaban reunidos con Ordiales y Gadea en las nuevas oficinas de
Pescasur S. A. , acudieron los cuatro prestamente porque les habían dicho que tenían que evitar un
crimen, me llevaron al salón de oficiales y la pregunta tuvo una rápida respuesta: “Tuve siempre el
orgullo de presentar una cocina limpia, sin cucarachas ni ratas, gracias a una desinfección prolija
con drogas de primera calidad, sin perjudicar los alimentos, las pulverizaciones se hicieron siempre
con picos que llegaban a todos los rincones del pesquero y aun así con máscaras especiales cerradas
herméticamente la gambuza, largaban un gas letal para cualquier laucha o rata que se pudiera haber
colado cuando se carga mercaderías. ¿cómo vienen estos tipos con tres aerosoles y una pasta a
desinfectar el barco diciendo que Torres compró la compañía y para ahorrar gastos desechó las
mejores drogas? Cuando estaba haciendo esta exposición apareció Torres con su infaltable habano,
pero esta vez apretándolo con los dientes”.
Me miró un instante y con autoridad preguntó: “¿Qué paso cuero que no has dejado desinfectar el
barco?”.
Con presteza contesté: “Tú le llamas desinfectar a desparramar esa porquería que lo único que hace
es multiplicar a las plagas, esos aerosoles son los mismos que en el “Aracena” fortalecen a las
cucarachas y algunas ratas se recibieron de contramaestres luego de comer esa pasta misteriosa”.
“Esa pasta misteriosa es un invento científico que mi hijo registró en el registro de marcas e
inventos”. Domingo se interesó y preguntó: “¿En que consiste ese invento? ¿Cuál es la fórmula?”.
“La fórmula es secreta” dijo Torres.
No pude más tenía que decirlo y lo dije: “¿así que tu hijo es científico? Que orgullo vas a sentir
cuando reciba el premio Nobel, Milstein se va a agarrar una bronca bárbara de la envidia. Yo sin ser
científico probé la pasta y les voy a decir la fórmula, en la farmacia se compra un tubito de pastillas
anticonceptivas, se machacan bien y se mezclan con trescientos gramos de azúcar, quinientos
gramos de harina y se hace una pasta con medio litro de agua. Esta secreta pasta la probamos en la
rotisería, cuando las cucarachas se avivaron que no podían procrear se hicieron preñar in vitro y las
lauchas practicaban la fertilización asistida. Intentamos con ácido bórico mezclado con azúcar y
mejoramos bastante el control. Nunca se va a poder eliminar, existen desde la época de los faraones,
pero la compañía que compró Torres lo hacía eficazmente, ahora Dios nos libre y nos guarde”.
Una espuma blanca rodeó el habano de Torres que lo mordía casi hasta cortarlo en dos,
fulminándome con la mirada le dijo a Domingo: “¿Oye, hasta cuando tengo que soportar este
cuero? ¿Por qué no me das permiso para matarlo? ¿Por qué me vine de Cuba? ¿Por qué tengo que
aguantarme este mafioso? ” Domingo con una tranquilidad desconocida en él dijo: “tu has venido
de Cuba porque Fidel te quería fusilar, y tienes que aguantar a Cimmino, porque no es ningún
gilipollas, así que lo tienes que aguantar quieras o no”.
Luego dirigiéndose a mi, buscando una solución me dijo: “Yo sé que tienes razón, pero hay males
que por uno o por otro motivo tenemos que aguantar, desgraciadamente el problema de ustedes dos
ninguno de los cuatro directivos lo podemos solucionar, sin poner ustedes algo de buena voluntad.
El cubano es un pescado grande que nos impuso el gobierno argentino”.
“El monopolio que el cubano se mando en Puerto Deseado es increíble”, le dije más tarde: “Si no lo
bajan de la higuera, un día se queda con los barcos”. “Tranquilo Cimmino, cuanto más alto suba el
cubano más fuerte va a ser el golpe cuando se caiga de culo”, dijo Domingo con seguridad. “Los
gallegos no somos tan estúpidos, vamos a dejar que desinfecten el barco, después de quince días de
navegación tenemos que entrar en la Bahía Camarones para que nos alcancen los cartones que
faltan para las cajas de Langostinos, como tienen un nuevo formato y otra impresión tardaron más
de lo que nosotros podemos esperarlos. Una vez en Bahía estudia la multiplicación de las
cucarachas y el embarazo de alguna laucha putita que puede haber por la gambuza, después tienes
todo el derecho de armar un follón”.
Antes de la salida apareció el “Super Milstein” y lo dejé poner el anticonceptivo que posiblemente
con el tiempo lo llevaría a obtener el premio Nóbel. Torres se cuidó mucho de no mandarme víveres
defectuosos, sobre todo cuando Domingo le exigió los importados en el “Alvamar III” para el
pesquero nuestro.
Torres bufaba como un buey cuando pasaba a mi lado, pero casi le agarra un ataque cuando frente a
él “King Kong” para hacerlo engranar me alcanzó una caja de preservativos y me gritó:
“Cimmino... si falla la pasta anticonceptiva repartiles condones a las cucarachas” Hasta los
estibadores que subían la mercadería aplaudían la ocurrencia.
Las cartas estaban echadas, casi estaban convencidos que esta sería la ultima marea que me tendrían
como jefe de cocina. Almacenamos los víveres y embarcamos algunos marineros que suplían a los
que quedaron de franco, entre ellos Alfredo el gallego que merecía de sobra un viaje a España.
Levantamos el ancla, largaron los cabos, en cinco horas de navegación ya teníamos marca,
“Manolo” y todos los muchachos de cubierta lascaron la red. Cuando los portones llegaron al fondo
del mar el ronroneo del motor en su esfuerzo arrastrando llegó a mis oídos como una música
distinta a la que hace un tiempo escuchara. Seguía lo estrecho de la malla trayendo toneladas de
langostinos, pero junto al marisco perdíamos cualquier cantidad de peces, entre ellos la merluza,
que por ser chicuela no era comercializada. A veces la marca era equivocada, estrobos de sardinas o
congrios eran levantados equivocadamente ante las puteadas de Domingo. Desgraciadamente nada
de esto era recuperable, salvo algunos kilos que llegaban a la cocina para ser deglutidos por los
tripulantes. El resto era alimento de las aves marinas que, por millones, seguían al barco. El método
de clasificación del marisco era rápido, pero el descarte era tan grande que un veinte por ciento se
envasaba sin cabeza y cola, mientras que el resto, o sea la mitad aplastada, cuando no había oferta
de los japoneses, volvía al mar. Esta desidia no era controlada por las autoridades argentinas que
hacían oídos sordos a cualquier denuncia por parte de los marineros. La pesca siguió hasta que a los
veinte días pusimos rumbo a la Bahía Camarones para recibir el cartón. Correa preparaba el
desayuno mientras yo fui a despertar a Marcelo, el pibe trabajaba a la perfección, los mareos de los
primeros días le habían pasado, pero su pereza para levantarse persistía, de pronto un fuerte temblor
seguido de un seco cabeceo del barco me tiró de culo al suelo, el timbre de alarma sonó con
estridencia marcando el zafarrancho, una colisión. Disparé hacía la cocina y encontré a Correa
levantando la olla de café que había desparramado su contenido por el piso. El barco escorado a
babor hacía difícil el tránsito de los tripulantes que trataban de correr por la cubierta para saber que
había pasado. La costa cercana me dio bastante tranquilidad, pero el motivo del siniestro fue
llevarnos por delante una roca y lo escorado del buque nos hacía intuir un desastre. Primera medida:
casco y salvavidas. El cagazo de los argentinos contrastaba con la tranquilidad de los españoles.
Domingo con las manos en los bolsillos dirigía las maniobras, por radio se llamó al Alvamar I que
acudió rápidamente pues estaba en las inmediaciones, la proximidad del Alvamar I, más la cercanía
de la costa nos daban la seguridad de un pronto rescate en caso que los necesitáramos. Me acerqué a
Domingo para preguntarle los pasos a seguir por lo menos saber qué había pasado, me dijo que
Gabotto se había llevado el pico de una piedra por delante, pero que nadie tenía la culpa porque no
estaba marcada en la carta marina. Por lo pronto el rumbo producido en el doble fondo del buque
debía ser importante pues el barco se escoraba a medida que bajaba la marea. Esperaríamos media
hora más y si no subía la marea para estabilizar el pesquero teníamos que hacer abandono.
Pedro se coló por la tapa de registro y observó que el doble fondo embarcaba toneladas de agua,
cerró el compartimento estanco y puso las bombas de desagote a full, si el agua llegaba a las
bodegas el buque estaba perdido.
Con todo este quilombo yo me había olvidado de despertar al pibe, me golpeé la frente y como pude
llegué al camarote de Marcelo que dormía plácidamente casi cayéndose de la cucheta debido a lo
escorado del barco. tenía los auriculares puestos de un walkman que dejaba debajo de la almohada.
Cuando lo desperté al principio no me dio pelota, me hizo acordar a mi señora cuando en el
incendio del “Cleopatra” primero me mandó a la mierda y después parecía la mujer maravilla
cuando vio las primeras llamas.
Me acerqué otra vez al oído del pibe y le dije tranquilamente: Marcelito, me vengo a despedir
porque dentro de media hora vas a estar muerto, tenía en la mano una jarra de agua y se la tiré al
cara, cuando pegó el salto se dio cuenta de lo escorado del buque porque se cayo de la cucheta ¿Qué
pasa? ¿Qué pasa? Gritó desesperado. Nada le contesté, dentro de un rato te van a comer los
pescados si no te ponés el salvavidas, le dije chau y me fui.
Una saeta en pelotas pasó por mi lado cuando iba a cubierta para recibir instrucciones del
contramaestre como marcaba mi rol. Marcelo desnudo y llorando como un nene pedía a gritos que
le pusieran el salvavidas y no lo dejaran morir. La verdad es que teníamos algunos marineros
nuevos que estaban más asustados que Marcelo, pero al ver la tranquilidad de los gallegos
disimulaban el susto sin saber ni siquiera el rol que les correspondía.
“Manolo” me dijo que me dirigiera al bote número dos, si en diez minutos no se comenzaba a
estabilizar el buque haríamos abandono. Antes pasé por mi camarote tomé lo esencial y mis
documentos, llené de aire una bolsa especial que los mantendría a flote en caso de tener que
arrojarme al agua y me acerqué al bote. El Alvamar I expectante y la cercanía de la playa nos daba
seguridad, pero nuestra alegría fue mayor cuando nos anunciaron que subía la marea. Cuatro horas
después el buque estaba casi estabilizado. Fue cuando el Alvamar I nos tiró dos cabos y comenzó la
tarea de zafarnos de la piedra con paciente remolque. Menos mal que hacía calor porque Marcelo
todavía en bolas seguía pidiendo que le pusieran el salvavidas, me dio lástima me compadecí de él,
lo llevé a su camarote, lo hice vestir, lo llevé a la cocina y después de una lógica filípica le ordené
que limpiara los cacharros que, por el golpe, se habían desparramado por la cocina.
La avería del barco debía ser muy importante pues la compañía de seguros por radio mandó a decir
que dos buzos y un inspector estaban en camino para evaluar los daños y comenzar la reparación.
Los marineros se reunieron y casi todos estaban contentos de abandonar el barco. Los que más
daban manija eran precisamente los marineros extraños que habían venido a suplantar a los que se
habían tomado franco. Era de suponer que primero debíamos esperar la inspección, valorar los
daños y no meternos en problemas de abandono, hasta que decidiera la Prefectura.
Al otro día seguían los quilombos porque algunos marineros al ver tan cerca la costa creían que al
bajarse la compañía les tendría que pagar la marea como bodega completa. Mientras que los
veteranos, incluso los gallegos, sabían que el abandono de un barco permite la posibilidad a que te
den una patada en el culo y que no te paguen ni el café con leche.
Cuando vinieron los buzos, el inspector de seguro y las autoridades de Prefectura, siete marineros
hicieron abandono del pesquero alegando miedo de hundimiento, pese a que la estabilidad del barco
estaba segura.
Estos marineros generalmente son los que al ver la costa comienzan a picarles el bicho del
desarraigo, inventan cualquier excusa para desembarcarse a los pocos días de navegación, no son
pescadores sino a veces rejuntados sin trabajo que manda el Sindicato por obligación, simplemente
por que hay que obedecer algunas leyes. El verdadero pescador trabaja denodadamente para llenar
la bodega en el menor tiempo posible, con esto gana la compañía, pero también él le lleva más pan
a u familia. Muchas veces nuestro afán de pescar también es contraproducente, pues el rebasar el
cupo de lo permitido logramos con el tiempo aniquilar prácticamente las especies y hoy después de
quince años largas caravanas de pescadores marplatenses llegan hasta la Casa de Gobierno a pedir
que se deje sin efecto una veda que los deja sin fuente de trabajo, sin una ley estricta y un cupo
reglamentario cumplido a rajatabla, podemos quedar como en las costas africanas que en el año
1975 dejaron pescar indiscriminadamente y buques de todos los países no les dejaron ni una
mojarrita. Cuando a nosotros no nos quede ni un bagre con toda seguridad la flota pesquera de gran
altura seguirá su tarea en los países que repoblaron sus mares. Nos queda también como espada de
Damocles la piolada que nos mandamos en Las Malvinas. Si queremos pescar en nuestro propio
mar, tenemos que pagar canon, meternos la bandera en le culo y decirles a los ingleses que ellos son
lindos, macanudos y extremadamente generosos.
Aparecieron los buzos, subieron los inspectores, vino la Prefectura con sus expertos, no podían
faltar los cuatro cráneos de Pescasur S. A. que debían tomar resoluciones difíciles. En el mismo
remolcador que los trajo, se fueron los quilomberos que nos gritaron de todo: “Forros, rufianes,
alcahuetes” Mientras nosotros replicábamos: “Cagones, pelotudos, vayan a cobrarle a Magoya” El
ruido del motor de la lancha apagó el de los insultos, rápidamente los buzos comenzaron su tarea,
enfundados en sus trajes de neoprene sus tubos en la espalda, parecían astronautas a punto de
revisar un satélite, pero tenían que evaluar los daños producidos en la quilla de la nave. Media hora
en el fondo subieron por la escala y dieron su opinión.
El pesquero tenía un rumbo de dos metros y medio, reparable en un ochenta por ciento, siempre y
cuando las bombas de achique trabajaran a full como lo estaban haciendo hasta ahora, el método era
el siguiente: Primero se soldarían la planchas de acero sobre el rumbo que por suerte no había
dañado la quilla. Segundo una vez soldadas las planchas las bombas achicarían el doble fondo. De
la parte interna del buque se haría un encarenado para luego con cemento ultra rápido reforzar la
reparación. Si todo salía bien tendríamos tiempo suficiente para continuarla marea, sin peligrar la
estabilidad del pesquero. El inspector de seguros dio el okey y la Prefectura su permiso, en dos
semanas los trabajos terminaron. La plantilla de cocina, el mozo Zoto y el ranchero tuvimos que
aguantar a los paracaidistas que no dejaban de mover las mandíbulas día y noche, sobre todo Gadea
cuyas dentelladas horrorizaba a cualquier milanesa o matambre que descansara en un plato.
El remolcador que trajo los cartones faltantes sirvió para llevarse a los paracaidistas, antes de bajar
la escala a Torres se le ocurrió preguntarme con tono burlón: “Dime cuero ¿cómo anda la pasta que
mi hijo inventó?”. “Muy bien” le dije, “las cucarachas me alcanzan el dulce de leche y me ayudan a
cocinar, mientras las ratas se pasean por los tirantes levando en andas una estatuilla de Mickey
Mouse ¡Ah! me olvidaba en la gambuza pusieron un cartel”. “¡Viva el hijo de Torres que reivindica
nuestro derecho a nacer!”.
Eran varios en el remolcador, pero les costó mucho poderlo contener al cubano que me puteaba
como si yo fuera un referí de fútbol, la risa de los tripulantes lo hacían engranar más y nosotros
tuvimos gratis un espectáculo circense de llevar el ancla y echarnos nuevamente a la mar.
Siguió la pesca. Tuvimos que trabajar el doble de lo previsto por la ausencia de los disidentes, pero
nos arreglamos para llevar las bodegas en un setenta por ciento llenas. Teniendo en cuenta el
siniestro y su reparación esto constituía casi un récord. El Loco, Mono y Corcho que se unieron a
los desertores, estarían bien arrepentidos de haberse unidos a los cuatro marineros suplentes, pues el
Campeón en un mensaje radial, escuchó que no solo no habían cobrado sino que Pescasur S. A. les
había iniciado juicio por abandono con peligro de perder la libreta de embarque. Se corrió la pelota
entre los gallegos que todo los tripulantes tendríamos un premio extra, pero esto no cambió mi
decisión de cambiar de rumbo. El monopolio que había constituido Torres en Puerto Deseado, no
me daba la confianza suficiente como para poder luchar con él sobre todo cuando supe que
Domingo volvía a España para estar en el nacimiento de su primogénito.
Un dolor terrible en la rótula que se desplazó un centímetro a raíz de un golpe en la gambuza, me
dio posibilidad de una revisaron exhaustiva en el hospital local una vez que atracó el buque.
Antonio el enfermero un sabio en su especialidad me dijo, el desplazamiento de la rótula, si no me
operaban me iba a causar muchos problemas y sería posible que me quedara rengo.
“A la mierda, ¿Estas seguro?” le pregunte. “Sí” fue su respuesta. “O el cuchillo o la muleta, no hay
vuelta que darle”.
Medité largamente mi decisión, la mastiqué hasta dejarla una papilla digerible y la engullí se
producirme ningún escozor. El trabajo que tenía que mover en mi partida de ajedrez imaginario se
movió solo para dar un jaque. Cuando el pesquero se apoyo en el muelle, todo fue alegría y
felicitaciones. A la hazaña de no perder el barco se le agregaba la de haber pescado con siete
tripulantes menos. Domingo fue el primero en despedirse pues su mujer lo esperaba lo antes
posible, trató de disuadirme de mi retiro, pero mi renguera lo convenció de mi imposibilidad para
afrontar una nueva marea.
Las radiografías en el hospital confirmaron el diagnóstico de Antonio, pero revelaron también rotura
de meniscos. Una nueva operación se avecinaba. Otra más para este cuerpo que, a través de los
años, los cirujanos se habían empeñado en visitarlo, estudiarlo y cortarlo en todas direcciones.
Llegué al pesquero para preparar las valijas, aproveché una caja de langostinos que me sobraba, lo
llevé hasta el mercante frigorífico que llevaba el marisco a España, precisamente a Vigo. Pregunté
por el cocinero y le encargué que le alcanzara la caja de veinte kilos de gambas a Andrade, también
le mandé una carta para que le diera unos kilos a Conchita y la promesa de una pronta visita. La
despedida con los muchachos no tuvo visos de alegría, muy por el contrario, agoreras predicciones
rondaban al pesquero, pues esa mañana un buzo, al bajar para inspeccionar la avería, olvidó poner
la bandera roja. El capitán suplente de Perani, un tipo macanudo, que por su edad sólo hacía relevo
en Puerto, dio orden de mover el buque. El pobre tipo fue atrapado por la hélice y sus pedazos
quedaron flotan alrededor del casco. Otro quilombo... el papeleo de la desgracia fue impresionante,
pero Ferrer, el capitán se salvó de la cana por la cantidad de testigos que salieron a su favor.
Me despedí de los gallegos “Manolo” y Alfredo que habían llegado de España y Torreira, me
dijeron en secreto que ellos estaban seguros que yo en la rodilla no tenía ninguna lesión, muy por el
contrario, mi actuación como rengo debía merecer un “Oscar” en el próximo festival de cine
americano. Torres por su parte fue al hospital para saber de que pierna era la radiografía que yo
había llevado. Cuando se despidió de mi dijo: “Tienes mucha suerte, en el hospital no me quisieron
decir de quién era la rodilla que en la radiografía figuraba con tu nombre, pero que alguna artimaña
usaste para engañarnos de eso estoy seguro”.
El pensamiento de los gallegos me dio pie para dejar caliente al cubano, siempre llevo en mi valija
una venda elástica como prevención a cualquier magulladura, apreté bien mi rodilla con la venda,
tomé dos potentes analgésicos y esperé el momento para actuar en una comedia cuyo argumento lo
había estudiado mientras esperaba la Combi que nos llevaría a Comodoro Rivadavia, cuando llegó,
paró a cincuenta metros del pesquero esperando al chofer que le llevaran las valijas y los bagayos
de mariscos congelados que siempre llevamos a nuestros hogares. Los míos los llevó el galleguito
Leo, servicial como pocos y hábil marinero de planta. Torres y Gadea volvieron a saludar a los
pocos marineros que tomaban franco, yo me quedé cerca de la planchada saludando a Correa y
Salamida cuando escuché la bocina de la camioneta que me llevaba para iniciar el viaje, corrí como
un atleta los cincuenta metros que me esperaban de la camioneta, ante la mirada atónito de todos.
Cuando me zambullí en la Combi Torres recién reaccionó y empezó a golpear los vidrios gritando
todo el abecedario de puteadas y maldiciones que hasta Castro se hubiera sonrojado. Yo en mi cubil
asegurado con vidrios irrompibles le hacía pito catalán, las carcajadas de los marineros contagiaron
al chofer de la camioneta que también reía sin saber por qué.
Llegamos por fin a Comodoro Rivadavia, la rodilla me dolía tanto que los muchachos tuvieron que
ayudarme para subir la escala del avión. Un hermano me recibió en le aeroparque traía un par de
muletas que facilitaron mi traslado hasta el coche que me llevó a casa.
Cuando mi señora vio las muletas se persignó, sabía lo que le esperaba, como tantas veces la
amansadora de esperar mi salida del quirófano para preguntarle al cirujano que parte de mi cuerpo
había quedado en la cubeta, o que posibilidades tenía de quedarse viuda. Como yo nunca quise darle
el gusto salía siempre de los quirófanos haciéndole un corte de manga. Este juego es hasta el día de
hoy una constante en nuestras vidas, pero por ningún motivo quise darle el gusto.
Estaba yo casi completamente rehabilitado cuando recibí un llamado del jefe del personal de la
pesquera “Santa Cruz”, sus palabras me convencieron que yo era uno de los pocos que podían
salvar una vida humana, a mi lógica pregunta me dijo: “En uno de nuestros barcos pesqueros el
“Viernes Santo”, que hace quince días está en alta mar se está por cometer un crimen. El
sentenciado a muerte es un cara dura que embarcó como cocinero y no sabe hacer ni un huevo frito,
para colmo no pone voluntad para ayudarle a los marineros. El capitán me pidió por radio que le
mandara urgente un relevo para evitar una desgracia”.
“¿Cuál sería la metodología?” pregunté. Dijo: “muy sencillo, viajaría usted esta noche a Bahía
Blanca, mañana se embarca en el “Kaleu – Kaleu” que sale a la misma zona de pesca donde se
encuentra el “Viernes Santo”, pasado mañana hace el trasbordo y usted salva una vida”. No me
pareció mala la idea, muy por el contrario tomaría ritmo nuevamente para preparar mi ingreso a la
flota petrolera.
EL VIERNES SANTO
Fui a la pesquera a firmar el contrato, recibí mi pasaje y esta vez mientras el micro devoraba la cinta
del camino, no pasé la película de mi juventud, sino más reciente vivida en los barcos de pesca.
Obviaré mi llegada a Ingeniero White, mi viaje en el “Kaleu – Kaleu” y mi trasbordo al “Viernes
Santo”, pero no dejaré de contar que por revolear mal mi pierna operada, casi la pierdo al pasar de
un pesquero al otro. “¿Qué le pasó maestro? Casi deja la pierna entre los dos barcos”. Me dijo un
tripulante enfundado en un pulóver que en su larga vida nunca había conocido el jabón ni el
lavarropas. Se presentó como el capitán, después de explicarle que todavía estaba en convalecencia
por mi gamba operada le pregunté si tenía algún inconveniente para dejar mi bolso y cambiarme de
ropa. Muy por el contrario me indicó una estrecha escalera. “Vaya tranquilo y busque una cucheta
en el barrio “Chino” lo cual no distaba mucho de ser verdad. Los camarotes para seis tripulantes
rebasaban de botas, sacos de agua, cachivaches, valijas, elementos de pesca, almohadas, sábanas y
frazadas, en un revoltijo que espantaría a cualquier preso de Caseros o Villa Devoto. El estrecho
pasillo alfombrado de redes húmedas y llenas de escamas me llevó nuevamente al lugar que daba a
los baños, al comedor y a la cocina. Cuando entré al comedor un aplauso cerrado me hizo pensar
que me estaban cargando, cuando estaba por engranar el capitán se acercó y me dijo: “A usted lo
conocemos por ese marinero que está en aquel rincón”; cuando agudicé la mirada, lo veo sentado a
Marcelo Salamida, mi carilindo ayudante del “Alvamar II”, junto a unos barbudos y corpulentos
marineros. Mi sorpresa fue mayúscula, pero dejé para más adelante las preguntas y fui derecho al
grano, pregunté donde estaba el cocinero que hasta ahora les estaba dando de comer. Un marinero
se levantó y dijo con bronca: “Maestro ahí adentro hay un hijo de puta que nos esta matando de
hambre, sáquelo a patadas de la cocina porque nosotros tenemos prohibido tocarlo y se nos puede ir
la mano. No creo que esté en su sano juicio y es el atenuante que tiene el capitán para que no lo
matemos. Haga algo por favor”.
Cuando entré a la cocina tan o más chica que la del “Alvamar III” quedé horrorizado, retrotraje mi
memoria a mi niñez cuando espiábamos en los vagones abandonados del ferrocarril a los crotos, que
en las latas oxidadas cocinaban alguna porquería que habían encontrado en los tachos de basura, en
aquel entonces sesenta años atrás también había crotos. La suciedad, la desidia, el quilombo era tan
grande que ni dando vuelta el barco de campana se podía arreglar. Me hice la señal de la cruz y para
preguntarle algo le dije: “¿Cómo te llamás?”. “Me llamo Tereso”, dijo y agregó: “para no decirme
Sorete”, recién ahí me di cuenta que este tipo tenía los tornillos flojos y había salido de algún
hospicio, pero lo extraño era ¿por qué lo habían tomado? La respuesta no dejaba de ser obvia:
Porque en Argentina pasaron, pasan y pasaran transgresiones que en otros países merecerían la
cárcel.
Le pregunté a “Tereso” que estaba haciendo de comer, pero la respuesta se presentó sin
contestación, pues con mis propios ojos vi sobre la plancha mugrienta unos treinta pedazos de
Garrones cociéndose como si fueran bifes. ¿Cómo podían los tripulantes masticar eso? ¿qué mano
extraterrestre salvó a “Tereso”? ¿Cuál fue el motivo de que este hombre no muriera en las fauces de
los tiburones? No pude darle respuesta a mis conjeturas y tomé una drástica resolución. Primero,
tirar en una olla todo lo que había en la plancha. Segundo, decirle a “Tereso” que rajara al camarote.
Tercero, acomodar algo las cosas y llamar a Salamida para hacerle algunas preguntas.
Cuando vino el pibe le pregunte donde estaban los víveres, la heladera y la bodega donde guardaban
los víveres congelados. Mientras me indicaban donde estaba la heladera tuvimos que pasar todo el
Barrio “Chino” para encontrarla. Le pregunté por qué estaba trabajando en este pesquero y su
respuesta me partió el alma. “Tuve que desembarcar del “Alvamar II” porque tuvimos una terrible
desgracia y el barco tuvo que regresar a puerto. Un chicotazo de un cabo de acero se corto cuando
estaba virando mató a “Manolo” y le cortó la cabeza a Leo que estaba a mi lado mirando la
maniobra, me cagué tanto cuando vi la cabeza de Leo rodando por la cubierta que al llegar al barco
a puerto pedí el desembarco, volví a mi casa, arriesgué mi pellejo y le prometí casamiento a la hija
del comisario, siempre que el padre me dejara trabajar algunas mareas en los barcos pesqueros que
paran en Ingeniero White”. Se aflojaron mis piernas, en mi derredor se agruparon los recuerdos
como un enjambre de abejas en una colmena, cerré los ojos y vi la cabeza de Leo con sus pecas y su
sonrisa rodando por la cubierta por el zarpazo mortal del cabo de acero que también troncho la vida
del temerario “Manolo”. Tuve que consolar a Marcelo que se puso a llorar desconsoladamente.
Apareció Faciano, el capitán, me preguntó con la mirada sabía de la desgracia en el “Alvamar II”,
guardó silencio un instante, pero después me dijo agudo: “A veces la angurria puede más que el
acero”. Aproveché que estaba el capitán a mi lado, le pedí que me dejara un día al pibe para que me
ayudara a acomodar el quilombo de la cocina y ponerme al tanto del lugar de los víveres. No tuvo
ningún inconveniente, pero me recomendó: “Por favor déle de comer algo a la gente porque ya
desapareció el fiambre, las conservas, el queso y todo lo que sirve para poner entre dos pedazos de
pan.
Al garrón lo dejé hirviendo en una olla mientras preparé rápidamente un fondo con cebollas, ajíes,
zanahorias, tomates, etc. pelé un montón de papas, las corté y marqué en una freidora que por suerte
“Tereso” ni la conocía. En menos de una hora preparé un Caballu pues al jugo le agregué las papas
y dos paquetes de fideos Mostacholes que encontré en los armarios. Aproveché un canasto de
langostinos crudos que por tener la cabeza rota lo habían desechado, los pelé en crudo, los hice al
ajillo con una base de arroz blanco. Cuando todo esto fue llevado por Marcelo al comedor les dijo a
los marineros que aplaudían: “No les dije yo que en el “Alvamar II” teníamos a un mago” Un
marinero apodado Cuasimodo, por lo lindo, levantó una damajuana de vino y con la voz ronca de
un pedo crónico gritó: “Vivan los magos, Carajo”.
El problema se iba aclarando de a poco, el zamarreo del pesquero no me incomodaba en absoluto, a
los tripulantes los fui conociendo de a poco, tenían en el puente un jefe de pesca español que vivía
pegado al timón y que tenía sus serias desavenencias con Faciano, el capitán argentino. En la
tripulación también había un ciudadano gallego que lo denominaban Garantía. No era un apodo,
sino precisamente un inspector que mandaba la compañía pesquera para evitar quilombos.
Menos mal, me hice cruces pensando que hubiera pasado si no estaba este tío en el barco. Otro de
los personajes interesantes resultó el contramaestre, un gallego grandote, macanudo que vivía
largando carcajadas por cualquier boludez, si alguno se caía de culo ¡Zas! la carcajada, si alguno
decía un chiste estúpido él lo festejaba con una carcajada, si Marcelo no podía levantar un cabo
porque era muy pesado Paco, que así se llamaba el gallego, reía sin parar. Un día después de
levantar la red, un tiburón moribundo había quedado en cubierta, cuando Paco lo fue a patear
creyendo que estaba muerto, este de una dentellada le llevo un pedazo de bota y el dedo grande del
pie, cuando lo colocaron en la lancha que lo llevaría al hospital, todos los tripulantes lo despidieron
con una larga carcajada.
Era tan croto el barco que los inodoros no tenían mamparos y estaban a ras del piso. Por lógica
había que defecar agachado sin posibilidades de levantarse fácilmente si uno tuviera la desgracia de
perder el equilibrio. Un día agachado para aliviar mis tripas, escuché a mi lado un jadeo seguido de
un poderoso pedo, acompañado por el ruido de un montón de mierda cayendo en el water, miré al
costado y agachado a mi lado estaba el capitán “Buen día maestro ¿cómo amaneció?”. “Bien
gracias”, contesté disimulando la fuerza para despedir un bolo fecal rebelde. La conversación de dos
tipos agachados defecando en este barco era cosa corriente, pero a mi no me cerraba esa modalidad.
Estaba acostumbrado al camarote y al baño propio, pero a esto no, sinceramente no.
El altruismo que una persona puede tener para salvar una vida, tiene sus límites y estos estaban
sobradamente colmados. A la incomodidad se le agregaba la forma indiscriminada y rara de pescar
sólo una especie: langostino. Todo lo demás no contaba, cuando la red se abría en la planchada
arrojando al pozo su contenido, los marineros con baldes elegían a mano los mariscos, en veinte
minutos eran clasificado. Durante horas el comedor se convertía en una romería, mientras en el
pozo algunos abadejos de más de diez kilos esperaban, agonizando, la piedad de mi filosa hacha
alemana que los decapitaba para luego abrirlos en canal y salarlos como Bacalao Argentino. Por
suerte pude aprovechar una tonelada de estos bichos que me rindieron cien kilos de abadejo salado.
El encono de Faciano con el capitán de pesca español que se empecinaba en pescar en zona
prohibida fue tan grande que temí un quilombo mayúsculo. Todo terminó cuando recibimos un
pedido de auxilio del pesquero “Sábado Santo”, un gemelo del nuestro que se había quedado sin
motor. El pertenecer al pesquero a la misma compañía nos daba prioridad para el auxilio y el
derecho a remolque, esto tiene connotaciones legales diferentes y el cobro del arrastre se hace por
separado lógicamente por la perdida de comisión en la pesca.
El remolque del “Sábado Santo” demoró siete días, esos días salvo las guardias fueron de un dolce
far niente. Se redobló mi trabajo por tener todo el día a los marineros en el comedor, menos mal que
Salamida me ayudó y pude tener a raya a los más quisquillosos, pero el colmo de los colmos se
llamaba “Tereso”. Ese hijo de puta, al que yo salvé de morir triturado, era el que más pretensiones
tenía: “Cocinero, a esto le falta sal. Maestro... este bife se lo pedí a punto, pero se le pasó un poco.
Jefe... el tuco de los fideos esta un poco picante”. Los muchachos estaban esperando mi lógica
reacción, pero no sabían cómo ni en qué momento. Esperé al último día de arrastre y cuando
faltaban pocas horas para llegar a muelle y desembarcar le pedí a Cuasimodo que cuidara la entrada
del comedor para evitar la de algún oficial. Marcelo grité: ¿Me podés traer el tachos de basura?
“Tereso” con el sarcasmo de un ruin me dijo: “Tiene razón, maestro de hacer limpiar. Es hora de
mover el culo en el comedor. Ah me olvidaba, dígale a Salamida que hoy el café estaba frío”.
Marcelo acudió con el tacho de basura y yo tranquilamente se la enterré por la cabeza hasta la
cintura. El apagado grito de “Tereso” sólo lo escuchamos nosotros, así lo dejé varios minutos hasta
que me pareció que se ahogaba, le saqué el tacho antes que un reflejo vagal le produjera un paro
cardíaco. No tenía yo muchas ganas de ir en cana por un tarado, le pegué algunos cachetazos para
hacerlo reaccionar, lo arrastré hacía el baño y le metí la manguera. Nunca vi a Marcelo Salamida
limpiar tan contento un montón de basura que estaba desparramada por el suelo. La reacción de
“Tereso” fue muy positiva, se dio cuenta que conmigo no se jodía, pero tuve que cuidarme bastante
de algún palazo traicionero.
Antes de llegar llamé por radio a mi mujer para comunicarle mi próximo arribo, esta me dijo que lo
hiciera cuanto antes pues me había llegado el telegrama de Y. P. F. para presentarme a una
revisación médica y psicológica. Cuando lo supieron los marineros festejaron alborotados. Preparé
una torta de despedida, una picada memorable y cuando el vino rebasó la medida normal
comenzaron los discursos boludos. Algunos proponían poco menos que nombrarme almirante, otros
que se acuñaran monedas con mi efigie, pero el más cuerdo fue el del capitán Faciano, dijo que no
dudaba que yo pasara bien el examen médico, pero que tenía muchas reservas en cuanto al
psicológico, pues que él supiera ningún tipo que había trabajado en la pesca había podido pasar el
test Freudiano.
Cuando Salamida dijo que lo que más quisiera era que yo antes de viajar a Buenos Aires fuera a
conocer a sus padres en Ingeniero White, los muchachos lo trataron de loco y tarado. Faciano le
dijo: “Yo conozco a tu vieja personalmente cuando viniste a embarcar. Justo al viejo le querés
presentar a tu mamá. , pero decime pibe ¿vos sabes lo que estas diciendo? Irresponsable, este
atorrante la ve a tu vieja y tu viejo que anda mal del bobo se va atener que limar la frente”.
Pobre pibe le llenaron tanto la cabeza que al bajar al muelle después de desembarcar tuvo sus serias
dudas de llevarme a su casa. Conocí a su familia, me agradecieron todo lo que había hecho por el
hijo y quedamos en encontrarnos en Buenos Aires porque el señor Salamida debía hacerse otra serie
de estudios cardiológicos.
Siguió visitándome el pibe después de radicarse con su mujer y su hijo en la Capital Federal, como
un buen cara dura y tener ángel consiguió trabajo de extra en distintos canales de televisión. Un día
me llamó por teléfono y me dijo: “Sabe Cimmino que me nombraron Jefe de Risas de canal 9”
“¿Cómo? ¿Qué mierda es eso?”. “Muy simple, Calabró hace de Jony Tolengo y yo con un grupo de
gente nos reventamos de carcajadas, pero eso si yo doy las órdenes, soy el jefe”. Colgué, no lo
podía creer hay tipos que no consiguen trabajo ni crucificándose en el obelisco y a otros lo tocan
con la varita mágica y le pagan para cagarse de risa.
Recibí otro llamado, era Perrone que había llegado a Buenos Aires para visitar a su padre que estaba
enfermo, aprovechó para decirme que lo habían rajado al cubano Torres, pero la noticia más triste la
recibí cuando me dijo que Alfredo, el buen galleguito de la risa franca, el que jugaba a los
zapatillazos con el finado “Manolo” murió por el maldito golpe de una pasteca que al desprenderse
de un gancho le partió el cráneo. El recuerdo de los tres gallegos muertos, juntos con el del buzo de
Prefectura me dio la verdadera dimensión de lo que es adelantarse treinta o cuarenta años a los
irreparable, cuando en este momento y en tantos otros casos vidas jóvenes son cortadas injusta y
prematuramente por las Parcas (las hermanas que gobiernan el hilo de nuestras vidas y Melpómene
la musa de la tragedia).
Recetas salvadoras

Como corolario del relato de mis aventuras en el mar daré la forma de cocinar con rapidez comidas
que leídas en un recetario resultan tediosas.
Mis reglas sobre pesas y medidas son hacerlas a ojo, con algo de práctica se ahorra mucho tiempo,
eso de 40 gramos de esto o 553 gramos de aquello conmigo no corre. A Vicente Van Gogh nadie le
dijo cuantos gramos de pintura debía cargar el pincel, y era loco. Así como el artista pone sobre el
lienzo tal o cual toque de su paleta para un mayor equilibrio en lo que expone el o la cocinera debe
poner tal o cual toque de su imaginación para servir un buen plato.

Algunas recetas que me salvaron.

CALDEIRADA

Se cortan postas de pescado y se salan con tres o cuatro horas de anterioridad (sal gruesa). En una
cacerola preferentemente baja se le agrega agua hasta la mitad, papas cortadas a la española (rodajas
gruesas) dos cebollas en juliana y se pone a hervir.
En una sartén se pone al fuego una buena cantidad de aceite de oliva, se le agregan algunos dientes
de ajo en rodajas.
Cuando las papas están a medio coser se le agregan las postas bien sacudidas, la sal que tomo el
pescado sirve para salar el agua, las papas y la cebolla.
Cuando los dientes de ajo en el aceite toman color, antes de agregarle pimentón se le agrega una
cucharada de agua de la caldeirada, para que no se queme, se revuelve y se deja aparte.
El pescado de la caldeirada no debe excederse de su cocción pero tampoco estar crudo en su espina.
El procedimiento es el siguiente: con la punta de las uñas se trata de arrancar algunos de los pelillos
que casi siempre tiene las postas en su lomo, cuando esta sale se corre un poco la tapa a un costado
y se vuelca el agua sobrante.
El pescado, las papas y las cebollas en una fuente y sobre ellos la ajada.
El español que invento esta comida por lo complicada recibió innumerables premios, algunas
medallas de oro y el rey de España le brindo una audiencia especial para que le explicara a la
Infanta que todos los días debía servirle Caldeirada a su marido para ser feliz y dejarlo satisfecho.

KARTOFENPUFFER

En un bol se rayan algunas papas y la misma cantidad de cebollas, se salpimienta mientras se le


agregan algunos huevos (5 o 6).
Se mezcla medio paquete de harina con una cucharada de polvo de hornear, se le agrega la harina a
la preparación de a poco y revolviendo continuamente para evitar grumos.
En una sartén mas bien grande se derrite grasa de cerdo y cuando ésta está bien caliente, siempre
que la preparación tenga verdadera consistencia, se le agrega de a cucharadas la grasa y con la
misma cuchara se redondea como si fueran panqueques. Cuando están cocidos de un lado se dan
vuelta con cuidado.
Se sirven con puré de manzanas o con chucrut.
Helmut el alemán del “Harengus” me dijo: “Hitler perdió la guerra porque en el frente de batalla el
cocinero no sabia hacer este complicado plato”.

CABALLU

En una marmita con un buen aceite se ponen a dorar trozos de carne mas bien chicos, algunos
dientes de ajo picados y zanahorias en pequeños trozos. Una vez dorada la carne se le agrega a
voluntad trozos de cebollas en pequeños cuadraditos como así también ajíes y tomates, si no hay
suficiente jugo se le agrega caldo en cantidad suficiente como para aguantar algunas papas cortadas
en cuadraditos y marcadas en freidora u horno (marcadas y no cocidas)
Cuando se echan las papas, se le agrega sal, ají molido, comino, laurel, vino blanco no le haría mal
y uno o dos paquetes de Mostacholes de sémola de buena calidad. Si lo desea jugoso una latita de
puré de tomate soluciona el problema.
Cuando están los Mostacholes es seguro que también esta la papa y la carne.
Según cuenta la historia San Martín ganó sus batallas porque los granaderos comían continuamente
Caballu.

PAELLA VALENCIANA

Preparar un caldo liviano perfumado con un poco de tomillo, laurel, apio y puerro, poner poca sal.
Si no se usa arroz pervorizado marcarlo en un buen aceite de oliva.
Dorar en una paellera trocitos de pollo deshuesados, pedacitos de cerdo, daditos de jamón crudo,
cebolla, ajo fileteado, ajíes rojos en trocitos. Tapar y cocinar.
Preparar los pescados y mariscos. Congrio, langostinos, mejillones abiertos y limpios de arena,
calamares previamente cocidos.
En el momento deseado se mezclan todos los elementos y se le agregan guisantes, cuartos de
alcaucil, punta de espárragos, chorizos colorados y azafrán.
Agregar el caldo a la paella y el arroz justo para dejarlo casi seco. Se hace una provenzal con ajo y
perejil. Cuando la paella esta lista a fuego lento y parejo se le agregan sobre ella trocitos de
morrones y la provenzal. Se deja descansar unos minutos y se sirve en la misma paellera.

Según dicen por los pagos de Avellaneda de donde es oriundo el autor, la libreta de embarque la
pudo conseguir por haber cocinado una paella en la Prefectura Nacional Naval, pero esto sólo lo
dicen las lenguas viperinas.

Termino este pequeño recetario porque la infinidad de recetas marineras que pudiera yo escribir
están detalladas en todos los libros y revistas especializadas, pero no dejo de recomendar que la
imaginación ayuda al cincuenta por ciento del éxito.
LOS PETROLEROS
Pocas veces tuve la oportunidad de pasar fin de año con mi familia, unas, por la atención del
negocio en mis años mozos, y otras por estar navegando, lo que requería de mí, un esfuerzo mayor
para que los tripulantes celebraran las fiestas a bordo amainando el lógico desarraigo.
Sonaron los pitos, las sirenas dejaron escapar su estridencia dándole la bienvenida al año mil
novecientos ochenta y siete. Alcé la copa por los que estaban y los que ya no estaban, cerré mis ojos
y pedí tres deseos: Salud para todos (tiempo después tuve que llevar la manija de cuatro féretros);
dinero (mi hermano me comunicó telefónicamente que mi valioso Padrillo “El Papa” murió de un
síncope en el campo), seguir navegando ¡Veré!
Debía presentarme en Y. P. F., Roque Sáenz Peña 777, al jefe de personal embarcado. Este, un señor
muy amable me felicitó anticipadamente por engrosar las filas de la flota, siempre y cuando pasara
las pruebas médicas y psiquiátricas.
Calle Uruguay cuarenta y tres, cerré los ojos, y con la orden de un examen preocupacional me dirigí
al departamento de medicina laboral.
Sangre, orina, radiografías, electrocardiogramas, audiometría, por supuesto, la revisión
génitourinaria de la que no me podía salvar. Le miré el dedo anular de reojo y me pareció algo
menos grueso pero más largo que el del Dr. Almanza, el cirujano que me operó de hemorroides. No
voy a decir que me dolió, pero me intrigó la manera de revolverlo para todos lados.
“¿A qué se debe tanto revoltijo doctor? ¡No me venga con que estoy embarazado!”. El Dr. Rossito
rió de buena gana, me contestó mostrándome el anular: “este es mi instrumento de trabajo, Y. P. F.
me paga para que a Ud. lo revise a fondo. Por lo que siento, Ud. ha sido muy bien operado”. “Y por
lo que sentí yo” contesté, “el “Aro” me quedó bastante agrandado”.
La revisión médica iba a resultar exitosa, faltaba el resultado del Laboratorio, Neurología y
Neuropsicología Clínica.
El electroencefalograma no me preocupaba, en una ocasión me habían hecho uno y había salido
muy bien. Lo que me inquietaba eran las preguntas estúpidas que a veces hacen los psicólogos y
psiquiatras.
Cuando entré al consultorio me di cuenta que me salvaba. La psicóloga, al ser mujer, me daba más
seguridad. No sé por qué, el psicólogo me despierta más desconfianza. Ante la pregunta más
estúpida, temo contestarles mal. Ya me había pasado en el Hospital Alvarez y me sacaron a
empujones.
Entré sonriendo, le di la mano, me presenté, y a la primera insinuación de sentarme, lo hice.
Delgada, veterana, rubia natural, ojos inquisidores tras gruesas gafas sobre una nariz fina y
alargada, esta mujer me hizo la siguiente pregunta: “Dígame ¿por qué quiere Ud. trabajar en nuestra
flota?”
Mi respuesta fue rápida, pues ya la tenía construida, por que la pregunta caía de madura.
“Licenciada, hace años que trabajo en el mar, me gusta navegar, trabajar y lucirme como cocinero.
Pero sobre todas las cosas, el orden y el respeto que hay en los barcos petroleros. Yacimientos
Petrolíferos Fiscales es una empresa en la que cualquier argentino estaría orgulloso de servir”.
La mujer asintió, tomó un compás y dibujó un círculo en un papel.
“¿Qué le parece esto?”
“¡Obvio, un círculo!”
“Tome un lápiz y complete esta figura”.
Me contuve, casi hago una barrabasada, pero por suerte sé dibujar bastante bien y completé un
sombrero mexicano.
“¿Señor, si Ud. fuera un ave, cuál le gustaría ser y por qué?”
“Un águila, volar planeando sobre las cumbres, plegar mis alas posando sobre un risco; gritarle al
mundo: ¡Estúpidos!, al envenenar la tierra y el mar, están extinguiendo especies, y al fin lograrán
hacer desaparecer hasta la humana”.
Antes de salir del consultorio, descontaba yo una resolución favorable, aproveché al despedirme dar
rienda suelta a mí galantería. “¿Sabe señora que Ud. tiene unas lindas piernas?”. La respuesta no se
hizo esperar. “¿Sabe viejito ecólogo, que en vez de gastar energías mirando piernas, las va a tener
que emplear en los entrenamientos que le esperan en la Prefectura Naval Argentina dónde tendrá
que aprobar las exigencias del curso de familiarización con buques tanques petroleros acorde a lo
dispuesto por la OM 14/87?”.
Tuve que acudir a los cursos en la Planta Petrolera que Y. P. F. tiene en Ensenada. El profesor,
acorde a los cursos que dictaba, le faltaba una oreja, tenía parte de la cara con cicatrices de
quemaduras, era manco y una renguera crónica, lo acompañaba en sus paseos didácticos.
¡Que mejor ejemplo de lo que no se tenía que hacer en un petrolero para no quedar así! ¡Una
genialidad sin duda!
Después de insuflar aire en la boca de un muñeco, hacer presión con la palma de la mano para que
expulse aire, tuve que aprender a vendar y entablillar a otros y ponerme y sacarme un montón de
máscaras autónomas Pero algo tenía que suceder y sucedió. Nos pusieron a todos los aspirantes un
traje de “Bombero”. Nos llevaron frente a un gran tanque de gasoil. Desenrollamos una larga
manguera a nuestros pies y la lógica espera de instrucciones. De pronto una voz autoritaria gritó:
“¡Guarda con el viejo. Traten de que tome la manguera lo más lejos posible del fuego!” Miré
sorprendido a todos y pensé: ¡La puta que lo parió, el viejo soy yo!
Salí prontamente de la fila, me presenté al que gritó y le dije “el viejo quiere agarrar el pitón de
manguera, estoy familiarizado con el fuego, y si no alcanza el agua, lo orino”. El que estaba
primero de la fila me cedió su lugar, tomé el pitón de la manguera y me sorprendí, era bastante
pesado, “Ya que estamos en el baile, bailemos”, me dije.
Las últimas instrucciones recibidas fueron “¡Ojo con el viento, les puede mandar el humo a la cara!
El puntero debe mantener el pitón al hombro y no aflojar hasta apagar las llamas”. Le prendieron
fuego a una antorcha y la arrojaron al tanque... ¡Mamita! Una llamarada inmensa y un humo
infernal se elevaron como en una explosión. La manguera se infló por la fuerza del agua, vivoreó en
el hombro de los marineros que nada hacían para asirla con firmeza sino que miraban sorprendidos
como si fueran fuegos artificiales.
La fuerza impresionante del chorro de agua llevaba el pitón de un lado al otro como si fuera la
punta de la cola de un perro cuando está contento pero el pitón estaba en mi hombro, y el zarandeo
me estaba haciendo bailar una “Guaracha” desconocida. Nadie hacia fuerza para empujar hacia
delante, mientras yo parecía el payaso de un circo tratando de tranquilizar a un elefante furioso
tomándolo de la trompa. El grito del instructor los llamó a todos a la realidad: “¡Empujen Carajo!”.
El envión fue bastante violento y por poco me achicharro en el inmenso tanque. Cuando enfoqué el
chorro al fuego el viento se arremolinó y me mandó una llamarada a la cara. Por suerte me agaché
prontamente y evité la humareda que pasó como un tornado sobre nuestras cabezas.
Consecuencias: Un incipiente bigote y las cejas desaparecieron, mi cara quedó rosada como una
manzana deliciosa. Cuando pasó el cagazo el instructor me dijo: “Tardaron demasiado en apagar el
fuego. ¿Por que no peló y le echó una meada?” me dijo. “Mire “Profe” le contesté, “si yo tuviera la
edad de los que estaban en la fila, y me pasa lo que les pasó a ellos, me corto los quinotos y se los
tiro a los perros”. “Tiene Ud. Razón” dijo, “hay cuatro de los ocho que tienen que repetir el curso.
Vaya a su casa a descansar y le doy aprobado el curso de espuma por que es mucho más sencillo”
Cuando la vieja me vio se quedó muda. “¿De que te disfrazaste Tito? ¿Por qué te afeitaste las cejas
y los bigotes? ¿Por que te pintaste la cara?... No me digas que te hiciste “Travestí”.
A veces cuando nos sucede un pequeño accidente y nuestras mujeres nos dan manija, no sabés si
apretarle el cuello o explicarle que pasó.
Opté por lo último y cuando terminé, tuve que aguantar una larga perorata de las que nunca me
pude librar después de tener algún problema.
“¡Ya te dije: vas a morir quemado! ¿Te acuerdas del incendio en el “Cleopatra”? ¿Te acuerdas
cuando te explotó el horno de la pizzería de tu padre y con la espalda rompiste todos lo vidrios del
vestíbulo? ¿Te acuerdas cuando hiciste volar la chimenea del mismo horno y todo el barrio se llenó
de hollín?”.
“¡Basta carajo!” grité, “traeme un tomate maduro y no hinches las pelotas”.
“¡Pero cómo! ¿Venís quemado y querés comer? ¿Te golpeaste también la cabeza?”. Cuando por fin
pude calmarla, me pasé el tomate maduro por la cara y en dos o tres horas se me había calmado el
ardor.
Mi mujer quedó bastante asustada por el incendio en el buque mercante “Cleopatra”, pero más
consternada por el del “Perito Moreno”, un petrolero que se había incendiado en Dock Sud y ardió
durante una semana, mientras yo navegaba en el “Alvamar II”. Vio las llamas desde el balcón de mi
casa.
No voy a dejar de relatarle al amigo lector lo que mi señora me señaló como la locura de la
chimenea de la pizzería. Esto sucedió hace muchos años, pero tengo el orgullo de que en la pizzería
de mi viejo se inventó la primera bomba voladora que con el tiempo, muy mejorada, la
aprovecharon los alemanes para azotar a Inglaterra. (Si bien exagero un poco, no estoy muy lejos de
la verdad). Para limpiar el horno tapado de hollín y cenizas, hay que llamar a un especialista. Este
practica dos boquetes en lugares marcados por el constructor del horno, se enfunda en trajes de
arpillera mojados, penetra por la boca aún caliente, y con alambres y estopa va limpiando la
chimenea, luego con las palas especiales, por los boquetes abiertos saca las cenizas.
Este trabajo, en aquel tiempo y aún en éste, cuesta una barbaridad. Con mis doce años, quise
ahorrarle dinero a mí padre y se me ocurrió una idea que me pareció sensacional. Si abro los tirajes,
meto una lata de nafta en el horno, le arrojo un papel encendido y cierro rápidamente la puerta del
horno. ¡El hollín y las cenizas por algún lado tienen que salir! Lo más lógico, por la chimenea.
¡Créase o no, lo hice! Aproveché que el viejo atendía el negocio, cuando llegó el momento de
arrojar el papel encendido tuve la suerte de cerrar la puerta a tiempo. Pasaron unos segundos antes
de que el interior del horno se escuchara, no una explosión, sino un ruido sordo y prolongado que
aumentaba a medida que pasaban los segundos; como una liebre corrí a la calle. Lo arrastré a mí
viejo y a un cliente llevándolos a la vereda de enfrente. Con los ojos desorbitados, un grupo de
vecinos y por supuesto nosotros, observamos por primera vez la miniatura de “Saturno”. La
chimenea voló seguida de una lengua de fuego, a ésta lo seguía el hollín y tras de éste las cenizas. A
los cien metros de altura el cohete pegó la vuelta y cayó produciendo un desbande en el medio de la
calle. Demás está describir el cagazo de los vecinos.
Para limpiar los patios linderos, el viejo tuvo que contratar a un grupo de operarios. Para apaciguar
el quilombo de las vecinas, tuvo que pagar calzones, calzoncillos, camisas, etc., etc. que colgaban
de las sogas recibiendo el impacto de las chispas y el hollín.
El viejo revoleaba el cinturón con la misma destreza que los gauchos las boleadoras, pero esta vez
el avestruz era yo; que tuve que correr varias cuadras para esconderme en un vagón del ferrocarril
Roca, atrás de la cancha de Independiente. Gracias a la intervención de un vigilante italiano,
paisano de mi viejo, se calmó la tormenta y pude regresar al hogar, dos días después de vivir con los
“Linyera”s. Yo en aquel tiempo trabajaba como un buey y era bastante útil en el negocio.
La explosión que me recordó mi señora sucedió mucho tiempo después, pero esta vez la culpa no
fue mía, sino de un aparato infernal que le vendieron al viejo para no usar quebracho ni otro tipo de
leña.
El aparato funcionaba a kerosene. Un compresor mandaba aire por una cañería y por la otra, se
regulaba el combustible. El lanza llamas funcionó bien unos meses pero de vez en cuando
necesitaba un mantenimiento. Una vez realizado éste por primera vez, lo encendí. Abrí la llave de
aire, esperé unos minutos, cuando lo hice con la de combustible una explosión terrible me mandó de
culo contra el mamparo del vestíbulo que por ser antiguo era de vidrio. Las conexiones habían sido
cambiadas. Me salvé cagando, sólo recuerdo el ardor en la cara, las cejas, el bigote y el pelo
desaparecieron con un olor desagradable. Sané mis quemaduras en un pequeño hospital vecino,
donde alguna vez tuvieron que curarme de las heridas del oso. Seguí con los años mi incurable
adicción al peligro y a punto de embarcar en un tanque de combustible con motor.
Una nueva visita a la clínica, donde fui convocado, casi puso en peligro mi ingreso a Y. P. F. Una
recepcionista me dio un turno para una nueva revisión de rutina donde me informarían de todos los
resultados de los análisis efectuados. Tranquilo, ingresé al consultorio, donde un médico muy
risueño me alargó la mano para saludarme afectuosamente. “Todos los resultados son satisfactorios”
me dijo, “pero debo hacerle una revisión general de rutina, para una aprobación general. Desnúdese
por favor”.
En bolas me presenté ante el galeno, recordando cuando, en una fila, tuve que hacerlo frente a la
doctora del “Alvamar II”. Presión arterial, auscultación, etc. todo normal. Pronto vinieron las
preguntas:
“¿Qué le pasó en el dedo gordo del pie izquierdo?”
“Se me congeló en la bodega del “Kaleu-Kaleu” y perdí la uña”.
“¿Esta cicatriz?”
“Fractura de tibia y peroné, con clavos”.
“¿Esta otra?”
“Rótula y meniscos”.
Me puso el dedo en las dos ingles. Me hizo toser.
“¿También lo operaron de hernia?”
“Si” contesté, “de dos”.
“¿También, vesícula?”
“Sí” afirmé
“¿Esta es apendicitis, verdad?”
“Si, pero hace muchos años” justifiqué.
“¿A su mano izquierda que le pasó?”
“El dedo meñique y anular fueron aplastados por una “Sobadora” y por pegar una trompada en una
reyerta, tuve fractura de “Brenec” en el mayor”.
“¿En el codo derecho que le pasó?”
“Fui operado de un tendón, por tener epicondilitis. El mal del tenista”.
“Dése vuelta” me dijo, “¿qué le paso a su espalda?”
“Hace muchos años un oso casi me mata en un circo”.
“¿Está operado de hemorroides, según veo?” dijo el médico.
“Si” le contesté. “Doctor: ¿Por qué no me pregunta lo que tengo sano así ahorra tiempo?”.
El médico rió de buena gana y me dijo: “Por ahora le voy a firmar aceptando el ingreso, pero a Ud.
le falta muy poco para ser “Robocop” o ingresar al libro de “Guinness”
Cuando llegué a casa y le dije a mí señora que había ingresado quedó sumamente sorprendida.
“¡Cómo! ¿No te mandaron al manicomio?” preguntó.
Otra vez me tuve que contener para no apretarle el músculo esternocleidomastoideo del cogote.
¡Nadie sabe cuánto extraña un marino el mar, cuando está mucho tiempo encerrado entre las cuatro
paredes de una casa!
El trece de febrero de mil novecientos ochenta y siete a las seis de la mañana, el avión de Aerolíneas
Argentinas carreteó por la pista llevándome como pasajero, pero esta vez con distintas
connotaciones de las que diez años antes, en un modesto micro, soñaba con navegar. El destino, el
mismo, Bahía Blanca, el lugar, distinto, Puerto Rosales. Este lugar es paso obligado. Desde su
muelle salen lanchas especiales para hacer los relevos de los marineros, que cada treinta días
abordan los buques petroleros que se mantienen en la ría cargando y descargando combustible en
dos enormes boyas que se mantienen a dos millas de la costa. Estos enormes buques pocas veces
amarran, y esperan su turno bastante lejos de la costa. El abordaje se realiza con escalas de gato
colgadas a babor o estribor, o bien, cuando el mar esta picado, en canastos transportados por un
guinche.
Era de prever que no todo sería fácil en mi gestión. Después de embarcar en Prefectura nos llevaron
al muelle de Puerto Rosales para abordar el lanchón que nos llevaría al “Ingeniero Huergo” buque
tanque gemelo del “Silveira”. Ambos, construidos en los astilleros de Río Santiago, cuyo costo fue
diez veces superior del que costaría en cualquier astillero del mundo. No voy a entrar en detalles,
pero cuatro buques tanques Italianos “Meanito” “C. Seco” “P. Rosales” y “C. Durán” de treinta mil
toneladas costaron lo mismo que el “B. T. Ingeniero Huergo. ” Exactamente ocurrió lo mismo con
el “B. T. Silveyra”, cuyo costo equiparó al de su gemelo.
El buque tanque “José Fuchs” y el “Presidente Arturo H. Illia”, también construido en Argentina de
cincuenta mil toneladas fueron pasto de los coimeros de turno y costaron el doble o el triple de lo
que en realidad valían. Teníamos en la flota al “San Martín”, “Escurra”, “Ingeniero Villa” de quince
mil toneladas, el “M. Güemes”, gemelo del “Perito Moreno” un barco que se incendio en un muelle
de Dock Sud y estuvo varias semanas ardiendo. Esta descripción viene a colación por la pregunta
que miles de personas se hacen a diario ¿Por qué Y. P. F. era deficitaria? La contestación era obvia:
Porque en Y. P. F. había chorros, no precisamente de agua. Tuvieron que vendérsela a los gallegos
casualmente sobre quienes nosotros, los piolas argentinos, fabricamos los mejores chistes. Hoy
estos tontos nos enseñan cómo con la quinta parte del personal ganan miles de millones de dólares,
les cambiaron la bandera a los barcos “Panameña”, “Liberiana”. Hoy, año dos mil uno en
compañías Uruguayas con la mitad de los tripulantes algunos de esos barcos, el “José Fuchs “y
“Presidente Illia”, etc. atraviesan los mares del mundo llevando y trayendo el oro negro. Ya no hay
chorros, bagayos, sindicalistas defensores de los derechos de los trabajadores. Estos quedaron
tranquilos con el “Silveyra” un precio bastante bueno para ponerse un broche en la boca.
EL INGENIERO HUERGO
Una embarcación nos dejó a la vera del “Ingeniero Huergo” por estribor. El contramaestre de turno,
desde cuarenta metros de altura nos arrojó una escala de gato y una cuerda para atar las valijas de
los marineros. El lanchón bailaba al compás de las olas, la escala se alejaba o acercaba según el
antojo del meteoro que en ese momento movía el mar con bastante intensidad. “¿Cómo tengo que
hacer para subir?” Pregunté. El marinero que maniobraba los cables que transportaban la valija me
devolvió la pregunta. “¿Sabe cómo se llama eso que cuelga?” “Sí” le dije ingenuamente, “escala de
gato”. “Bueno” me contestó, “haga de cuenta que usted es un gato. ¿Cómo subiría?”. No tenía
ningún fierro a mano para dárselo por la cabeza, opté por esperar que la lancha se acercara a la
escala. Me aferré a ésta como un gato al árbol cuando lo corren los perros, la puta escala se movía
para todos lados pero, menos mal que no daba toda la vuelta porque unos palos largos pegaban en
los costados del buque. Cuándo había subido más o menos a la mitad, siento que desde la lancha me
gritan “¡Fuerza viejito! Un esfuerzo más y llegas vivo”. La palabra viejito ya la había escuchado
varias veces y no me gustaba mucho, lo único que grité fue: “Viejito la puta que te parió, y vivo voy
a llegar tenelo por seguro”.
Cuando llegué a la borda y pisé la cubierta casi sin aliento le pregunté al contramaestre: “¿No hay
otra manera de subir a estos buques?” “Sí” me dijo: “hay una escala mecánica, pero está
descompuesta”. Recuperando nuevamente el aliento dije: “¿habrá algo que ande en este buque?”
Poco a poco me fui acomodando en el más grande de los buques tanques de la flota e insignia de Y.
P. F. Este monstruo era una ciudad flotante describirlo llevaría varios capítulos, parecía un
portaviones, en la popa tenía un helipuerto, en proa una pileta de natación, sala de conferencias y
teatro, la cocina inmensa con una máquina de fabricar helados que yo conocía a la perfección, pues
era similar a la “Super-producción” que tuvimos y tienen aún mis hermanos en Avellaneda.
Anexo a la cocina teníamos la panadería, esto para mí era el “Summun”. Mesa para pastelería
(torno). Después de presentarme a diestra y siniestra a un montón de tripulantes y compañeros me
insinuaron llegar hasta la Comisaría para dejar mis credenciales y recibir órdenes del comisario.
Lógico, mi curiosidad fue en aumento cuando supe que había comisario, mayordomo, cocinero,
segundo cocinero, ayudante, repostero, delegado del Sindicato, bomberos, mozos de tripulantes,
mozos de oficiales, mozo del capitán, pilotín de puente y de máquina, contramaestre, encargados de
combustible,(bomberos) primero, segundo, tercer oficial, amén del capitán, jefe de máquina,
segundo y tercero, maquinista y engrasador, cebadores de mate de oficiales, cebadores de mate de
delegados, carpinteros, enfermeros, etc.
Este buque venía de reparaciones desde España, en Argentina no entraban en ningún dique, un viaje
a Argelia y otro a Norteamérica. El capitán Marchant y el capitán José Manuel Rojas, el mismo del
“Borrasca”, el que tanto me alentó en la pesca, fue de primer oficial. Marchant y Rojas volvieron en
avión. Lo fueron a buscar Jorge Luis Longobardi capitán, y R. Véspoli como primer oficial. El
buque tenía en el momento en que abordé una tripulación suplente, pues como es lógico, los que
vinieron del país del norte tenían franco.
Generalmente en los buques petroleros se trabajaba un mes y otro se descansaba. En éste, por
supuesto, éramos toda tripulación de relevo.
Después de designarme un camarote le entregué mi libreta al comisario. Este en una breve reseña
me hizo algunas indicaciones. “Primero: seguir la flecha”. A mí lógica pregunta me contestó:
“Respetar la antigüedad, según los estatutos del Sindicato S. U. P. E. vale más la antigüedad que la
idoneidad, así que usted va a ser el cocinero pero si el ayudante tiene una hora más en la compañía,
tiene autoridad sobre usted, yo no estoy de acuerdo con esas resoluciones pero... Hay que seguir la
flecha”.
De entrada no más tuve que darle mi opinión: “Comisario” dije, “yo no creo que si Favaloro tiene
que operar en algún hospital primero lo hagan empujar las camillas en la morgue y los enfermeros
lo “Caguen a pedos”.
“Estoy de acuerdo con usted” me dijo, “pero estas disposiciones son aprobadas por la compañía y
por lógica hay que aceptarlas”. Me presenté en la cocina; tenía suma curiosidad saber que me
depararía el destino en esta ciudad flotante.
El cocinero me tendió la mano y me dijo: “me llamo Marcelo, espero que nos llevemos bien y que
sepas cocinar porque aquí son muy exigentes. Como yo soy nuevo en el buque me tienen las pelotas
por el suelo. El ayudante se la pasa bailando y cantando, pero como tiene dos meses más que yo en
la empresa no me da bola, así que él es jefe mío y yo, el tuyo”. ¡Ah qué bien! El sello de mi libreta
“Cocinero de primera” en la Prefectura Naval Argentina me lo puso un bizco con hipo o un cartero
que se encontraba ese día en la dependencia. Pero había que seguir la flecha, cuando me presentaron
al delegado, éste también era nuevo en el buque, pero me dijo que la plantilla de la cocina que había
hecho el viaje la habían dejado como palo de gallinero, el capitán Longobardi los había sacado
cagando y no los quería en el barco. “Lo voy a afiliar al Sindicato y espero que pronto tenga el lugar
que se merece, a usted lo conocemos porque tenemos un delegado que ya nos habló de su
trayectoria, se llama Britos” concluyó. “¿Así que Britos es delegado del S.U.P.E.?” “Sí” me
contestó, “es el más quilombero, hace poco le tiraron unos tiros, pero por desgracia le erraron, es sin
duda hijo, nieto, biznieto y chozno de putas”. “¿A qué se debe este titulo?” pregunté. “A usted le
parece, maestro, que un delegado se tenga que oponer a los mandatos de sus dirigentes”. Le devolví
la pregunta: “¿a usted no le parece que eso es democrático? Con una cara de piedra impresionante
contestó: “democracia es cuando todos están de acuerdo”. ¡Cagamos! Pensé, Voy a tener que buscar
esa palabra en el diccionario porque esa manera de pensar ya la tuvimos en distintos gobiernos y
precisamente muy democráticos no eran. Seguiremos la flecha, me dije, pero voy a tener cuidado de
que esta no venga con el indio pegado.
Dios me ayudó, mis compañeros de cocina para hervir una papa o hacer un churrasco tenían que
leer la receta, su vocación de servicio era la misma que la mía para destapar inodoros, por lo tanto
me convertí de pronto en el Mesías del “Huergo” mientras mis compañeros me agradecían poder
leer el diario, tomar mate y charlar de fútbol.
Cuando pude desarmar la máquina de helados, que gracias a Dios conocía de memoria, sacarle la
mugre con elementos cáusticos, limpié también la conservadora de helados y aparte de cocinero me
convertí en heladero pastelero. De lo que no me daba cuenta era que me estaba convirtiendo
también en el gil que trabaja mientras los otros cobran.
El delegado también mostró las uñas y después de unos días de mi estadía en el buque me dijo:
“Antonio usted está excediendo en las normas que tenemos en el Sindicato, en la sección cocina hay
unas disposiciones que se las voy a hacer llegar para que las estudie y sepa los días que se puede
fabricar el pan, que días se amasan los fideos, cuando se pueden fabricar facturas, cuánto hay que
cobrar por las horas extras que estos menesteres requieren, los días que se hacen pizzas (sólo una
vez a la semana) también se cobran aparte. El horario de trabajo en puerto no es el mismo que en
navegación, porque esta prohibido hacer pan, bizcochos, medialunas, ni churros. Para limpiar la
frigorífica se cobran horas extras, el primero, segundo y tercer plato debe ser acompañado por un
postre simple, flan, ensalada de frutas, helados, etc. En la cena el postre debe ser especial, pasta
frola, gateaux, selva negra, arrollados de dulce de leche, panqueques acaramelados, etc.”
El comisario, de acuerdo con el mayordomo, preparaba el menú, los reposteros y mozos servirán el
desayuno y las comidas. Nadie puede sobreponerse al trabajo de otro sin el consentimiento del
delegado. Se me ocurrió una pregunta: “¿Me puede decir señor delegado a qué hora puedo hacer
mis necesidades fisiológicas y lavarme las manos? ¿Los dientes, me los tengo que cepillar antes o
después de bañarme? Si me sale un pastel de más ¿cuál es el castigo, gatillo o inyección letal?”
Sonrió sin ganas y contestó rápidamente: “a los que no les gusta que se trabaje de más, es a los
propios cocineros porque cuando sale un tipo como usted que viene de la pesca, se pasa de
revoluciones y los tripulantes se acostumbran a verduguear a los que se aferran a las leyes dictadas
por el Sindicato”. Menos mal que los dos salames que tenía de compañeros no venían con ninguna
directiva y me dejaban trabajar tranquilo. El delegado también estaba de paso haciendo la vista
gorda cuando yo me excedía en el trabajo. Al cocinero Marcelo, como le sobraba tiempo, con pincel
y pintura, le pasó más o menos quince manos a la puerta de la cocina que daba al helipuerto. “Es
para cobrar algunas horas extras que me hacen falta” me dijo sin que se le moviera un pelo. Me
faltaba conocer al enfermero Pereyra, casualmente el inventor de la pasta anticonceptiva para
cucarachas por las cuales tuve tantos problemas en el “Alvamar II” con Torres, el capitán de
armamento.
También conocí al capitán titular Jorge Luis Longobardi, un señor capitán dicho con todas las letras;
Su rectitud autoritaria para sus oficiales contrastaba con su magnanimidad ecuánime con los
marineros. En el salón de actos del “Ingeniero Huergo” su brillante oratoria nos conmovió en
muchos viajes.
Su primer oficial R. Véspoli lo secundaba con bastante eficiencia y tenía una virtud, estudiaba canto
lírico, pero sus ensayos los realizaba en la proa del buque a más de doscientos metros, donde el
yunque de nuestros oídos de ninguna manera podían ser martirizados.
No sé por qué cuando Véspoli ensayaba tenía la impresión de que Enrico Caruso y Beniamino
Gigli, en el otro mundo se tapaban los oídos.
Otro de los personajes interesantes de la tripulación era el comisario Degrott, descendiente de
holandeses, este hombre fue para mí un gran consejero que me ayudó mucho a soportar tremendas
boludeces y un sinnúmero de injusticias. Sabía jugar muy bien al ajedrez y sólo fruncía el ceño
cuando en alguna partida le hacia inclinar el rey.
Por unos meses el “Ingeniero Huergo” se dedicó a transportar petróleo desde Caleta Olivia a Puerto
Rosales o desde éste al Río de la Plata donde con alijes de buques de muy pequeño porte le
pasábamos la carga en una maniobra llamada “Topof”. No voy a entrar en detalles sobre derrames y
operaciones mal hechas, pero más adelante daré algunas versiones sobre tragedias que sucedieron,
no precisamente por culpa de la tripulación, sino por estar mal marcados los escollos en los mapas
costeros y en las rutas de estos monstruos flotantes.
Degrott me comunicó que muy pronto haríamos un viaje al exterior, no sabía precisamente la
rumbo, pero estaba yo designado a realizar el viaje. El jefe de cocina sería reemplazado, porque el
capitán Longobardi traería uno conocido de él a quien yo secundaría en una dupla que le parecía
ideal. Cuando le echaron “flit” a Marcelo me dio lástima, pero no cuando dijeron que un día para
ganar unos mangos hizo correr la bola que una tormenta le había hecho volar las chapas del rancho.
El S. U. P. E. organizó una colecta en la flota y le entregó el dinero. Tiempo después se supo la
verdad: el rancho era el chiquero del chancho que él tenía en el fondo de su casa que era de material
con terraza embaldosada, las chapas del chiquero cayeron al piso y al otro día ya estaban colocadas
nuevamente. Así que, aparte de inútil, era un delincuente.
Esa misma noche en mi camarote me sumí en extraños cabildeos: ¿Para que me hicieron tantos
exámenes y revisiones? Tanto escudriñar mi modesto cerebro, cuando en sus filas Y. P. F. tenían
tantos locos sueltos, aunque algunos simulaban ser locos para no trabajar, uno de ellos, por supuesto
mi ayudante.
En la gambuza teníamos una máquina de cortar fiambre, otra por supuesto en la cocina. Mi
psicodélico ayudante fue a cortar un poco de salame de Milán para hacer un sándwich. Al pelar el
fiambre se pinchó un poquito el dedo con la punta del cuchillo, ni siquiera le había sangrado. Pues
bien como se puso nervioso no tuvo mejor idea que tomar la máquina de fiambres y estrellarla
contra el piso haciéndola pelota. Sin duda sus ojos brillantes y acuosos delataban su adicción a
cualquier droga pesada, cuando le comuniqué la novedad al mayordomo, mi superior inmediato
porque ya Marcelo no estaba, me dijo tranquilo: “hay que seguir la flecha”. El delegado me dijo lo
mismo, pero agregó: “esto no es nada, hay otros peores. En el viaje anterior tuvimos un marinero
que cuando cruzamos el Ecuador se pasó toda la noche con una tijera en proa para cortar la línea.
En el “José Fuchs” hay un repostero que cuando embarca agarra un palo y rompe todos los tubos
fluorescentes de la repostería, después sigue con los platos y si lo dejan sigue la joda hasta que lo
desembarcan y lo mandan al sanatorio. Le dan tratamiento psiquiátrico un año en su domicilio,
cobrando el sueldo como si navegara. Todo el mundo sabe que se hace el loco, pero siguen la
Flecha”. “¿Puede Y. P. F. ganar plata de esta manera?” fue mi pregunta. “Por supuesto que no” me
dijo un día el comisario. En el último viaje este buque perdió el ancla en Europa, la agencia repuso
una por veinte mil dólares, Y. P. F. pagó por ella doscientos mil dólares, la guita sobrante la
cobraron los intermediarios. Cualquier motor que va a reparaciones aunque sea para cambiar un
espárrago, vuelve pintado de negro y se paga como flamante, motor recién fabricado”.
Señor Degrott, le pregunté: “¿no cree usted que un día pagaremos todos los argentinos este
estropicio?”. “Por supuesto” me contestó, “ya se habla de su venta y dentro de pocos años en la
flota no queda ni el loro”.
En uno de mis embarques después de un mes de descanso Longobardi me presentó a mí nuevo jefe
de cocina. Lo llamaremos Juan B. Un pesado delegado del Sindicato con fama de muy limpio y
buen cocinero, pero también la de muy envidioso, crápula de primera categoría, feroz rufián
sindicalista, con el estatuto colgado en el cinturón, listo para delatar a cualquiera que se le ocurriera
trabajar dos minutos más de lo necesario. Vino este sujeto acompañado de un mayordomo que por
tener mala fama y estar mal conceptuado lo usaban de forro, lo apodaban “Diez y diez” por caminar
con la punta de los pies separados, también tenía el apodo de “Ciento veintiuno” porque parece que
en una huelga de los trabajadores de Y. P. F., la de más sentido social, todos los que tenían legajo
con el número ciento veintiuno fueron los más carneros y estuvieron repudiados por mucho tiempo
por todos los empleados de la empresa.
Créase o no aguanté a pie firme haciendo pelotudeces para conservar el puesto y poder mostrar las
uñas cuando llegara la ocasión, Degrott y Véspoli me apuntalaron. Como el comisario conocía mi
sagacidad en ajedrez me aconsejó que agrupara bien las piezas, que esperara el ataque con una
buena defensa y el contraataque los tomara de sorpresa. Cambiaron el ayudante “Psicodélico” por
un ex suboficial ayudante exonerado del Ejército Argentino. Su situación procesal: “Homicidio
culposo”. El hecho: un superior lo mandó a probar una pistola nueve milímetros en el polígono,
mientras caminaba los doscientos metros que lo separaban de la dependencia se le ocurrió tirar un
tiro al aire para ir calentando el arma. Consecuencia, un operario telefónico que estaba haciendo
reparaciones en un poste cayó como un pajarito. Absuelto y echado por boludo, aterrizó en el
“Ingeniero Huergo” No se por qué y con que extrañas maquinaciones, lo cierto es que no podía
olvidar sus costumbres castrenses. Cuando pasaba un oficial cerca suyo se cuadraba militarmente,
lo mismo hacía cuando Juan B., “Diez y diez” y yo le pedíamos alguna tarea. Pero el colmo de los
colmos era que cuando entraba Longobardi en la cocina, se cuadraba y con fuerte voz gritaba:
“¡Atención!”. Este tarado sin duda me quería hacer pasar mi tercera colimba a bordo. Juan B. un día
me dijo que no era mala idea cuadrarnos y retirarnos discretamente al helipuerto, mientras él
conversaba con Longobardi. Aunque parezca mentira esta genial idea tenía la anuencia del
mayordomo, otro boludo que seguía la flecha, pero la que tiraba Juan B.
Por supuesto mi negación fue motivo de muchos desencuentros, Longobardi no estuvo ajeno al
problema, de vez en cuando sabiendo que yo venía de los pesqueros tiraba algunas líneas al mar y
me hacía cocinar lo que enganchaba, merluzas, abadejos, salmones, etc. Esta actitud ponía las cosas
en su lugar, dándome a mí el lugar que me correspondía. Con mis especialidades, helados,
pastelería, comidas marineras con toques españoles, alemanes y portugueses, amén de la
especialidad de mis ancestros, pizza a la piedra. Cuando, a través de los mozos el capitán me
enviaba alguna felicitación, la ulcera de Juan B. agrandaba su orificio y cumplía inexorablemente su
cometido.
Llegó el día de nuestra partida al exterior, desde la Ría de La Plata tuvimos un viaje al Uruguay
para vacunarnos contra el cólera, por mi viaje a España yo tenía por diez años la de Fiebre Amarilla.
Las provisiones para el viaje las trajeron en una lancha especial de la empresa y ¡Oh...sorpresa!, el
proveedor naval era el mismo que coimeaba a Verola y a todos los capitanes de armamento de todos
los barcos que ellos surtían. Mi celo en la pesca tuve que guardármelo en el bolsillo porque en
materia de coimas y los retornos en Y. P. F. era obligación seguir la flecha. Así que al ver las
barbaridades que aceptaban Juan B. y “Diez y diez” tenía que morderme la lengua para conservar el
trabajo, esto también tenía su recompensa y con el tiempo el seguir la flecha tenía su premio, un
bagallito con algún chorizo, un poco de azúcar, unas latas de arvejas y algún paquete de fideos. Los
pescados grandes (algunos oficiales), también tenían su premio representación, jamones, whiskys,
provolones, etc. Había sí o sí que seguir la flecha.
El sólo hecho de opinar cuando estibaban los víveres me costó una fuerte discusión con Juan B.
Dije nada más que me parecía incorrecto apilar el queso fresco en estibas de diez unidades, pues en
aquel entonces al ser muy cremosos y venir con cáscara almidonada se aplastan dejando chorrear su
contenido por el piso de la heladera de lácteos. También acoté que me parecía incorrecto guardar
cincuenta litros de crema de leche en la frigorífica de treinta grados bajo cero, pues inexorablemente
la crema de leche se cortaría. Esto me costó una filípica de Juan B. y “Diez y diez”, por supuesto
recordé las palabras del comisario Degrott y retrocedí los alfiles en este juego diabólico. Quería de
todos modos hacer el viaje y tuve que seguir la flecha, el ataque de mi juego lo maquiné con varias
jugadas de anticipación, secretamente le comuniqué al comisario que en navegación se iban a cortar
cincuenta litros de crema de leche y se perderían la mitad de los quesos cremas estibados en la
cámara de lácteos. Como buen zorro le pedí al comisario que esperara el momento en que le
comunicaran la pérdida de la mercadería. Y que en ese instante me llamara a mí que haciéndome el
estúpido trataría de salvarla, Degrott sonrío y asintió sin decir palabra.
Antes de la partida ocurrió un hecho risueño, los dos ayudantes embarcaron, pero uno sobraba, el
Psicodélico era más antiguo, por supuesto le preguntó al mayordomo a “Bella vista” (apodo que le
pusieron al ex sargento) si quería hacer el viaje de repostero, éste asintió de buena gana creyendo
que el puesto era para hacer postre y masitas, Cuanta sería su sorpresa cuando le dieron un balde,
jabón en polvo, lavandina y un montón más de artículos de limpieza indicándole que había que
limpiar los baños, hacer los camarotes y lavar la vajilla en la repostería que no tenía nada que ver
con la cocina sino que era una dependencia ajena a ésta (el pez por la boca muere). Cuantas veces
este hombre cuando era sargento habrá preguntado a los colimbas ¿quién de ustedes sabe manejar?
y al que levantaba la mano lo mandaba a fregar los pisos de la cuadra.
Longobardi dio la voz de partida, sonaron las sirenas estridentes, una extraña muestra de
incertidumbre y alegría me apretó el pecho como una pitón amistosa cuando en un circo se la pasan
por el cuerpo a los dispuestos a cortar clavos. Salimos “En lastre” (vacío) ¿No era que nos
autoabastecíamos? ¿Cuál será nuestro destino? Era la pregunta de todos. Dos días de navegación
cuándo la orden de Longobardi fue reunirse en el salón de actos. Todos los tripulantes menos la
guardia nos reunimos en el salón de actos. El capitán nos comunicaría nuestro destino, su gran
locuacidad sería escuchada por la mayoría de los tripulantes con mucha atención.
Llenamos la sala cincuenta tripulantes cómodamente sentados, Longobardi se presentó con un
puntero en la mano, se iluminó el escenario mostrando a sus costados dos grandes mapas, este
hombre tenía la misma presencia que los generales en las películas americanas, cuando mostraban a
sus oficiales cómo y dónde tenían que atacar. La explicación de Longobardi fue larga, pero
entretenida, más parecía a la de un profesor de geografía frente a los alumnos de una secundaria.
“Nuestro destino: Rumania” dijo, “el puerto petrolero de Constanza nos espera para una carga
especial destinada a las principales usinas Argentinas”. Siguió luego su larga explicación de nuestro
rumbo, pasaríamos desde el océano Atlántico por el Estrecho de Gibraltar al Mar Mediterráneo. Con
su puntero indicaba los países limítrofes, Marruecos, España para bordear las costas de Argelia, el
sur de Italia, el sur de Grecia para internarnos en el mar Egeo. Seguiremos por las costas de Turquía
cruzando el estrecho de Bósforo, costearemos Bulgaria y llegaremos a Rumania por el Mar Negro,
para amarrar al puerto petrolero de Constanza, lindero a la Unión Soviética. Nos recomendó que
nos cuidáramos mucho porque estaban bajo un régimen muy severo. En mil novecientos ochenta y
cuatro Nicolás Ceausescu fue reelegido presidente y Secretario General del partido Comunista por
cinco años más. Después de esta clase didáctica nos recomendó prudencia pues seríamos
continuamente vigilados, la policía era muy severa y a las nueve P. M. solamente caminaban los
turistas o los que estaban embarcados en las naves del puerto. ¡Mucho ojo!
El viaje seguía placentero y muy tranquilo, el dar de comer a una tripulación, disciplinada, muy
ordenada, contrastaba en mucho con la de los barcos pesqueros, donde una papa cruda podía ser
motivo de un motín. Interpretemos también que en el “Ingeniero Huergo” (perdón por mi
inmodestia) viajaban los dos mejores cocineros de la flota, uno más hijo de puta que el otro, pero su
idoneidad culinaria no se ponía en duda. Lo que tampoco se ponía en duda es que si dos víboras
caen en un pozo, una no sobrevive. De cualquier manera él con sus ravioles y yo con mis helados y
pasteles teníamos a la tripulación al borde del paroxismo.
Muy pronto pasaríamos la línea del Ecuador y por supuesto debíamos preparar la fiesta que siempre
se estila en los barcos de todas las naciones. El psicodélico le vino con la novedad a Juan B. que al
descongelar la crema de leche cuando la quiso batir para hacer el chantillí se había cortado. Juan B.
le comunicó a “Diez y diez” que la crema estaba en mal estado y éste le informó al comisario que
debía firmarle una orden para arrojar al mar cincuenta litros de crema de leche congelada, pero en
mal estado. El comisario se hizo presente en la cocina y comenzó a mover las piezas de una partida
ya concertada. Preguntó “por qué habían congelado la crema de leche”. La contestación fue
obviamente risueña: “porque la crema de leche tiene vencimiento de diez días y si no se congela se
echa a perder”. Ahora “¿por qué se cortó?” fue la pregunta. “Debe haber venido en mal estado de
fábrica dijo el mayordomo demostrando su ignorancia”. “¿Por qué la quieren tirar al agua?”
preguntó el comisario. “Porque es lo que se estila” contestó Juan B casi enojado. “En todos los
barcos de la flota cuando la crema de leche se corta se tira al agua, firma el comisario dando su
conformidad, firma el mayordomo y listo”.
Degrott con mucha tranquilidad y no menos astucia me llamó, estaba yo alejado del diálogo
haciéndome el tonto y acudí al llamado con cara de boludo. “¿Señor?” pregunté. “¿Qué le pasa a
esta crema?”. “La pobre está cortada le dije”. “¿Pero está en mal estado?” preguntó. “No, está en
buen estado pero toda crema de leche que se congela se corta inexorablemente”.
Juan B. y el mayordomo empalidecieron. “Pero si se corta hay que tirarla”. El mayordomo había
pisado el palito. “¿Qué hacia usted?” me preguntó Degrott “cuando recibía la crema fresca en los
pesqueros”. “Primero hacía crema chantillí con algo más de azúcar que lo normal, luego la
congelaba en panes de kilo, de esta manera la crema no se corta”. “Ahora qué haría con los
cincuenta litros que tenemos? Según los señores hay que tirarlos”. “Yo haría manteca, dije sin que
se me moviera un pelo”.
“¡A la mierda!, aparte de un cocinero tenemos a “Fumanchú” dijo el mayordomo. Juan B. lo miró
como haciéndolo callar porque siendo más vivo veía venir el guadañazo.
La orden de Degrott fue terminante: “La crema no se tira y usted Antonio tiene mi autorización para
hacer manteca”. El psicodélico reía mirando la crema cortada sin creer que se podía hacer manteca
de esa grumosa mezcla, me daba bronca avivar giles, para colmo enseñar lo que para mí era un
secreto pastelero y muchas veces con mi viejo lo hacíamos para darle más densidad al helado.
Gracias al estudio de arte escénico pude poner cara de estúpido y salvarme de morir ahorcado en
manos de estos dos tíos, cuando mandé al ayudante dejar fuera de la congeladora toda la crema. Al
otro día puse la batidora comercial cinco litros de crema de leche y le agregué las dos del día
anterior, batí sin azúcar hasta cortarla, seguí batiendo y ¡Oh... magia! el suero se separó dejando una
pasta dura que sin duda era manteca. Lo mismo hice con la crema restante guardando para el pan y
pastelería treinta kilos de manteca casera. Esto tuvo gran repercusión entre los oficiales, Longobardi
me puso en la mira telescópica, para otros menesteres, pero dos grandes enemigos estaban
atrincherados esperando cualquier descuido para enterrarme su bayoneta envenenada. Seguimos
trabajando como si nada hubiera sucedido y cada uno guardó su encono para alguna otra
oportunidad. La fiesta se aproximaba y cada uno presentó sus especialidades con manjares
lógicamente tropicales. Cruzamos el Ecuador y el bautismo con huevo y engrudo en la pileta de
natación. Pese a saber que yo había cruzado el Ecuador fui bautizado con el nombre de “Pez
Globo”. Por la noche en el helipuerto servimos una cena fría, donde el capitán Longobardi con una
boina especial de General de Campaña, nos entregó los diplomas acreditando nuestro bautismo.
Faltaba un desfile de Granaderos y una formación de Patricios para completar una escena castrense.
Por suerte este buque navegaba sereno aún con aguas encrespadas, su rompe olas aunque
navegábamos en lastre, no lo dejaba rolar facilitando cualquier tarea gastronómica. De ahí nuestro
lucimiento cuando los cocineros y su ayudante recibieron los aplausos y plácemes del capitán, la
verde palidez con sonrisa forzada de Juan B. denotaba muy a las claras que él sabía muy bien a
quién se dirigían los aplausos.
El viaje continuó sin novedad, sólo el calor reinante en cubierta con un sol a plomo molestaba en
algo nuestro paseo turístico, con cuarenta y cinco grados en cubierta sólo los camellos podían
sentirse cómodos fuera de los comportamientos que por supuesto tenían una fuerte refrigeración. De
vez en cuando teníamos zafarrancho. Estos consistían en ejercicios del manejo de mangueras y
monitores en caso de incendio, de primeros auxilios en caso de accidente y de salir rajando en caso
de abandono. Lógicamente saber bajar los botes especiales de escape, poner en marcha las lanchas
cerradas muy parecidas a pequeños submarinos que podían atravesar el fuego producido por el
petróleo en la superficie del mar, su estructura “Antiflama” lo certificaban. Otros de los ensayos,
saber manejar bien los extinguidores A-B-C-D (Para distintos tipos de ignición), las señales
luminosas, amén de aparatos especiales que se arrojaban al agua y emitían señales de radio. En los
derrames hay largas esponjas chupadoras que arrojadas al mar absorben en lo posible el petróleo
derramado completando la maniobra con un polvo químico que solidifica el derrame y puede
aislarse con facilidad. Pese a todo en los grandes derrames, esto no cuenta, manejar con idoneidad
los equipos autónomos, etc.
En el salón de actos Longobardi de vez en cuando convocaba a la tripulación, tomaba el micrófono
en sus manos y lo hacia de goma, parecía Alejandro Romay cuando Mirtha Legrand lo invita a sus
legendarios almuerzos.
Degrott quedó con la incógnita de saber que había pasado con los quesos estibados en la cámara de
lácteos, pidió las llaves y realizó una inspección. Juan B. y el mayordomo lo siguieron. Me quedé
en la cocina con el ayudante haciéndome realmente el estúpido, si bien yo había estudiado arte
escénico, el comisario seguramente lo había hecho en la escuela de Laurence Olivier. Sabía como
venía la mano, pero cuando subió a la cocina me llamó y frente a toda la plantilla me cagó a pedos.
“Explíqueme Antonio, ¿cómo puede ser que un cocinero experimentado como usted pueda hacer
estibar los quesos frescos de semejante manera?”. Contesté actuando de idiota: “Señor comisario
¡cómo me dice esto!, apilé los quesos para ocupar el menor lugar posible ¿qué pasó?”. Sabía
Degrott que yo también estaba actuando para que él pudiera entender hasta donde pueden ser hijos
de puta dos crápulas que le echan la culpa a otro cuando se mandan algunas cagadas; el comisario
siguió su actuación. “Escuche Antonio, trate de arreglar todo el quilombo de quesos aplastados que
por su culpa se están perdiendo en la cámara de lácteos”. “Está bien” contesté bajando la cabeza.
Nuestro diálogo teatral debía sin duda haber obtenido algún premio, por lo menos quedó en
evidencia el caradurismo de Juan B. y el mayordomo. Fue tan buena nuestra actuación que cuando
se fue Degrott recibí el agradecimiento de los dos estúpidos que no se habían dado cuenta de mi
celada.
Tardé varias horas en lavar el almidón y sacarle las cáscaras que en aquel tiempo venían en los
quesos baratos, pero por lo menos rescaté el setenta por ciento de los quesos que inevitablemente
iban a tirar a la basura.
Poco a poco me fui poniendo en el bolsillo a estos dos personajes y muchas veces fui objeto de
preguntas gastronómicas que en otro momento ni por asomo se les hubieran ocurrido.
Seguimos navegando en esa ciudad flotante sin darnos cuenta de inclemencias y temporales, de
encrespadas olas o tormentas que en un pesquero producirían indudablemente una reducción de
esfínter. Comentando esto con el Contramaestre Tarducci me dijo: “con lo que este barco costó yo
creo que tendría que volar también” agregó “y me quedo corto”.
Véspoli el primer oficial de vez en cuando en el pañol de proa pegaba sus alaridos infernales, tanto
que Longobardi lo mandó callar cuando pasamos cerca del Peñón de Gibraltar para entrar al
Mediterráneo, el motivo era obvio, si los ingleses escuchaban los gritos se podían creer que los
estábamos cargando y nos podían cagar a tiros.
Una conversación cómica se suscitó en el salón comedor con un marinero de ascendencia española
“¿Qué les pasa a los españoles que no los sacan cagando a los ingleses del Peñón?” le pregunté.
“Porque no son tan boludos como vosotros que los quisieron pelear con rifles de aire comprimido y
creían lo que por radio y televisión decían”.
Longobardi era un capitán fenomenal, magnánimo con los marineros y exigente con sus oficiales,
pero un defecto tenía que tener y era sin duda su adicción al micrófono. En el salón de actos nos
señalaba puntero en mano sobre un mapa iluminado, las costas Argelinas por donde el buque iba
pasando. Lo mismo, cuando pasamos por el sur de Italia, el de Grecia, nuestra entrada en el Mar
Egeo. Pasando por Turquía entramos con práctico en un estrecho canal. El Bósforo que separa a
Europa de Asia y comunica al Mar Negro con el de Mármara su ancho de más o menos trescientos
metros nos permitió ver las costas más maravillosas que puedo describir. Mezquitas incrustadas en
una vegetación de tonos variados, colinas multicolores, serpenteantes caminos bordeados de
viviendas blancas con techos de tejas rojas, en realidad quedamos fascinados. Un buen puente
espectacular que une las dos orillas era recorrido permanentemente por un tráfico bastante espeso.
Poco antes de desembarcar Véspoli le regaló al práctico un cartón de cigarrillos y Juan B. le mandó
dos milanesas con papas fritas. El turco por poco nos besa las manos, repartió los cigarrillos en su
ropa y en una bolsa vacía guardó la comida para su familia. Quedamos helados. Nos dijo que la vida
para ellos era muy dura y él como práctico ganaba sólo ochenta dólares por mes, nos comunicó que
en Rumania vivían amordazados bajo un régimen muy severo, vigilados por rusos que los tenían
cagando. Explicó como pudo que las mujeres rumanas tenían prohibido alojarse en hoteles y si
querían tener unas horas de placer, debían hacerlo en su domicilio, las mujeres de cualquier
nacionalidad por lógica tenían mayor libertad. El práctico turco bajó por la escala más contento que
“Puta en la cuaresma” Bordeamos las costas de Bulgaria y nos encontramos frente a las de Rumania
donde un nuevo práctico y dos remolcadores nos atracaron a uno de los muelles petroleros de
Constanza, la tercera ciudad en importancia de esta República socialista limitando al norte con la
Unión Soviética. Mi relato es sobre cómo se hacían las cosas en mil novecientos ochenta y siete. En
la actualidad año dos mil uno supongo que deben haber cambiado las metodologías aplicadas en
aquel entonces.
El buque debía recibir en ese puerto un producto muy espeso, casi parecido al alquitrán que debía
cargarse caliente para no atascarse en las mangueras. Mientras Véspoli y los bomberos preparaban
los trámites de la carga, la tripulación iba recibiendo sus credenciales para poder transitar por la
ciudad, las autoridades con gesto adusto no muy amigable nos cambiaron dinero para nuestras
necesidades momentáneas, el problema era que el cambio distaba mucho del que los “Arbolitos” lo
cambiaban por la calle en forma clandestina, por diez dólares nos dieron treinta “Ley” (pesos
rumanos), por lógica nos debíamos turnar en nuestros paseos y según Degrott él trataría de visitar
bellezas arqueológicas, lugares históricos, etc. que había estudiado en alguna facultad de mentes
elevadas. Tratamos de escapar de su lado y también del capitán, no nos extrañaría que nos llevaran a
cualquier gruta o alguna casona donde había muerto Alejandro Cozza en mil ochocientos sesenta y
seis. Garitas sólidas al costado de la planchada albergaban policías. Recios moscovitas provistos de
un armamento espectacular, vistosos trajes militares, medallas y cruces colgando de sus pechos y
unas gorras verdes y rojas envueltas en un cordón dorado cuyos flecos caían graciosamente al
costado de la misma. De más esta decir que las tiras en su brazo decían de su rango, pero lo más
sorprendente radicaba en la altura de sus botas y la cantidad de cinturones que los rodeaban, uno
para sujetar las polainas, otro para llevar los proyectiles y otro para colgar la pistola automática.
Alguien largó esta pregunta que nosotros la festejamos: “¿Si esta gente se descompone y tiene
diarrea? seguro se caga encima, no hay tiempo para ninguna emergencia”. Reímos todos de buena
gana. En el primer turno en el que me incluyeron bajamos la planchada para hacer una visita a la
ciudad, cuando pasamos cerca de la garita de vigilancia casi nos caímos de espaldas, una rusa joven
de espectacular belleza, rubia y sonriente con su atuendo policíaco era el vigía que nos había tocado
en el “Ingeniero Huergo”.
Atravesamos en lancha un canal, un pequeño ómnibus nos llevó a la ciudad, la gente limpia, pero
muy pobremente vestida nos daba señal de la miseria que padecían. Al ser latinos su idioma era algo
comprensible por tener algunas palabras italianas, pero de cualquier manera había que aguzar
mucho el ingenio para entenderlos. Sólo diré que al ver a un extranjero cualquier mujer se acercaba
a mangar un cigarrillo, algunas por dos atados lo llevaban a su casa. Los negocios mostraban su
pobreza ofreciendo trastos por muy poco dinero, el colmo fue cuando vi un negocio para arreglar
“Carucitas” (encendedores que hace mucho tiempo en Argentina desechamos). En plena calle
peatonal los “Arbolitos” ofrecían un cambio muy ventajoso que contrastaba en mucho al oficial,
pero también nos aconsejaron que tuviéramos cuidado porque esta gente eran truhanes de cuidado y
cuando hacían el cambio, el “Perro” era su habilidad, hasta ese momento el dinero nos alcanzaba.
Entramos a una confitería para tomar algo, ese algo era un naranjín asqueroso o un vermut
importado de Italia. El calor era insoportable, un triste ventilador donde un aspa le pedía permiso a
la otra para pasar, en un escenario, una gruesa mujer vestida con ropas antiguas y un micrófono
obsoleto en sus manos, atormentaba una canción que sólo ella entendía, el gruñido nos castigaba,
pero dos hermosas mujeres sentadas muy cerca nos hacían olvidar la tortura. Por lógica nos pidieron
cigarrillos, las convidamos con un vermut y supimos que eran italianas. Venían invitadas por el
gobierno rumano para un desfile de peinados en la residencia presidencial. La bebida estaba
caliente, cuando le pedimos al mozo cubitos de hielo nos miró como si hubiéramos ordenado trufas,
vaciló unos momentos y después de largos minutos apareció trayendo un plato con dos cubitos de
hielo casi derretidos haciendo equilibrio para que no se cayeran al suelo.
Las italianas al saber que yo las entendía a la perfección me usaron de intérprete para decirles a
todos que en esta confitería tenían una heladera antigua del año cuarenta. También que les
comunicara a mis compañeros que después del desfile ellas se podrían despeinar en algún hotel sin
ningún inconveniente. A Véspoli que nos acompañaba le pedimos de rodillas que no se le ocurriera
cantarles algún fragmento de ópera para no arruinar nuestra conquista. Las tanas saldrían esa noche
para Bucarest, la capital; Quedamos en encontrarnos dos días después en esa misma confitería por
la noche. Volvimos por la peatonal y a uno de los marineros se le ocurrió cambiar cincuenta dólares
con un “Arbolito” exactamente un calco de los que en aquel entonces teníamos en la calle
Corrientes. Cambió ventajosamente a cuarenta Ley por dólar, en total dos mil ley. Cuando los contó
nuevamente el tío había desaparecido, ya no estaba, le había dado solo mil quinientos ley, tuvo que
perder para saber cual era el secreto del “Perro” que le metieron y nos lo contó: Estos tíos tienen
una libreta negra en cuyos pliegues alojan fajos de quinientos ley, doblados algunos por el medio.
Cuando cuentan, con una velocidad asombrosa el dinero, te entregan el fajo dando vuelta la libretita
sin que uno se avive; esa habilidad los hace ganar un veinte por ciento sobre el cambio favorable
que proponen. Volvimos al canal en el mismo trasto que nos había llevado y al barco en el mismo
bote que nos había cruzado.
El grupo siguiente para el paseo por la ciudad encabezado por Degrott contaba por supuesto con el
mayordomo y Juan B. , antes de bajar “Diez y diez” me dijo muy en secreto: “cuando nos bajemos
asómate con el gorro de cocinero por la borda y fíjate en la mina de la garita, se llama María, Juan
B. ya le bajó la caña, es una debilidad que tiene por los cocineros”. Se despidió sonriendo. Cuando
Juan B. pasó por la garita la guardia soviética lo saludó con efusividad y le dio la mano. En verdad
me dio bronca, como esa beldad le había dado pelota a este nabo. Le conté a Véspoli la novedad,
me dijo que me pusiera el gorro de cocinero y probara. Con saco blanco, el gorro más alto, muy
parecido a los que usan los obispos en ceremonias de gala, me asomé por la borda. María con el
fusil al hombro marcaba sus pasos por el muelle, alzó su vista y al verme una sonrisa plena iluminó
su rostro. ¡Carajo! Es verdad. La “mina” pegó otra vuelta esta vez sin el fusil, me miró otra vez, con
la punta de los dedos me tiró dos besos y descaradamente me mostró la garita haciéndome una señal
obscena. Véspoli y uno de los bomberos que estaba de guardia en la cubierta vieron la escena, se
acercaron, me dieron manija. “No hay nada que hacerle” dijo el bombero, “a esta “mina” le gusta
culear con los cocineros, ya lo hizo con Juan B”.
A tantas millas de Buenos Aires ¿Qué le hace una mancha más al tigre? Rápidamente preparé un
bagayo café, milanesas, pan, vino y un cartón de cigarrillos Véspoli me recomendó una barra de
helado porque el bombero dijo que Juan B. también se lo había llevado. Bajé la planchada
temblando de ansiedad ¿Cómo sería fornicar a una vigilante soviética de tanta belleza? Sin duda no
se desvestiría totalmente ¿Cómo sonarían sobre sus pechos tantas medallas cuando la empujara
sobre el escritorio con mi miembro erecto? ¿Tendrá el “Kamasutra” las posiciones que en ese
momento maquinaba mi cerebro privilegiado? ¡Cuánta ansiedad, mi Dios! Llegué a su lado, su
sonrisa me desarmó, me besó la mano, caminé junto a ella rumbo a la garita, cuando entró se dio
vuelta, rápidamente con el dedo índice me impuso silencio, dijo algunas palabras en ruso y me di
rápida cuenta de que otros escuchaban, esperé los acontecimientos un minuto más. De pronto
aparecieron tres colegas de la mina, el más chico media dos metros y tenía un lomo impresionante.
La rusa hizo una presentación bien maquinada como si yo fuera un amigo que le había traído el
bagayo para todos. Me dieron la mano efusivamente, se tomaron el helado los cuatro, se repartieron
los cigarrillos, se guardaron las milanesas, el café y me despidieron dándome palmadas en el
hombro. Mientras subía nuevamente la planchada mi volátil pensamiento navegaba en extrañas
incógnitas. ¿Cuándo algún escultor de gran fama tenga que esculpir la estatua o el monumento al
boludo, ¿no podría yo posar para la posteridad? Cuando arribé a cubierta el bombero me consoló.
“No te preocupes Antonio, todos los cocineros de todos los barcos que atracan en este muelle caen
como chorlitos, a Juan B. le paso lo mismo”. El que es piola se la aguanta pensé, pero no dejé de
sentirme bastante estúpido. Cuando volvieron los paseantes del segundo grupo no vi en Juan B el
placer de haberme hecho entrar en la chanza de los rusos. Le pregunté a Degrott que había pasado
que Juan B. y el mayordomo venían con cara de culo. Me contestó con seis palabras: “les afanaron
cien dólares a los dos”. “¿Cómo fue?” le pregunté con cruel placer. “Simplemente” dijo Degrott,
“los cagó un “Arbolito”, fueron a cambiar cien dólares y para que no les metiera la mula lo
encerraron en el baño de un hotel, cuando vieron que el rumano daba muchas vueltas con la libreta
negra se negaron a hacer la operación y le pidieron los cien dólares imperiosamente. El rumano se
los devolvió y se marchó maldiciendo, Juan B. tuvo tiempo de gritar: ¡Pero que te crees hijo de
puta, como podés pensar que podés cagar a un argentino! Cuando fue nuevamente a cambiar los
dólares se dieron cuenta que el billete que le devolvieron era falso”. El veneno que destilaron Juan
B. y el mayordomo podía ser aprovechado por el profesor Vidal para fabricar unos litros de
“Crotoxina”. Mi satisfacción fue tan evidente que pese a mí simulación Degrott no pudo ocultar una
sonrisa.
Al otro día en nuestro paseo habitual yo tenía que cambiar cien dólares y debía parar bien las
antenas para que no me pasara lo que a los dos estúpidos. Mi grueso anillo de oro, mi traje negro,
mis anteojos ahumados, mi chaleco ceñido y mi corbata roja. Tenía la personalidad de un gangster
de película. Por suerte los dos pilotines, el de cubierta y máquinas eran dos roperos que me
respetaban como a un padre. Si les pedía un favor se desvivían por hacérmelo. “Chicos” les dije,
“tengo que cambiar dólares, pero necesito que ustedes me sigan, cuando cambie la plata se fijen
bien en la maniobra que realizan estos “Arbolitos” porque en cualquier momento me pueden meter
la mula”.
Caminaba por la peatonal con mis dos guardaespaldas cuando escuché a los rumanos ofrecer su
cambio le pregunté a uno ¿Cuánto? Me dijo que me daba cincuenta Ley por dólar. En bastante buen
castellano me dijo que era turco y quería disparar de Rumania porque la vida era muy dura. Lo
arrinconé entre dos paredes bastante oscuras por la poca luz que les reflejaban, el turco empezó el
juego de todos, daba y recontradaba vueltas a su inseparable libreta negra, contaba rápidamente,
cuando me iba a alcanzar el dinero, uno de los pilotines le frenaba la mano y se la volvía a hacer
contar, pues se había dado cuenta que la plata no era la pactada. Una y otra vez pasó lo mismo, con
gran audacia saqué de mi chaleco una navaja sevillana de grandes dimensiones que me había
regalado Román cuando estuve en España. Al abrirla un ruido a matraca rompió el silencio, tomé al
turco por los pelos. Le impuse silencio con la vista. Yo creo que se cagaron más los pibes que el
turco, le pasé muy cerca la navaja por el cogote y le dije en italiano: “Io te amazzo per la Madona”.
El turco pálido y tembloroso se arrodilló y me preguntó: “¿Mafia?”. Sin responderle asentí con la
cabeza. Me besó mi grueso anillo implorando perdón y esperando también mi bendición.
Le puse la mano sobre la cabeza y con gran seriedad le dije: “Io te benedico”. No hacía falta darme
vuelta para saber que le pasaba a los pilotines. Como estarían sufriendo para aguantar la risa, pero si
esto sucedía se pudriría todo y se arruinaría la escena. El turco no sólo me cambio a cincuenta por
dólar sino que me dio sesenta ley por dólar y no dejó de agradecerme el no haberlo matado. Cuando
el pobre tipo se fue los dos pilotines reventaron en carcajadas, apoyaron sus brazos sobre la sucia
pared y vomitaron una espesa baba contenida durante varios minutos.
Nada sucedió esa noche, salvo entrar a comer en una grasienta “Pizzaría”, así denominada por los
rumanos en un triste cartel poco iluminado, sinceramente era incomible, el naranjín caliente y el
humo que fumaban los que allí estaban rompía los pulmones, pues los cigarrillos rusos deben estar
hechos de un tabaco especial que les sirve de pólvora cuando ésta escasea ¡Madre Santa! Son
infumables. Por eso cuando un extranjero camina por las calles son innumerables las mujeres que
piden un cigarrillo y por dos o tres atados son capaces de entregar el marrón o hacer una “felatio”
Dejé a los pibes para que dieran rienda suelta a su interés en estudiar anatomía, debían igual
cuidarse y tener sus credenciales a mano, pues en cualquier parte y en cualquier lugar había
operativos policiales con perros entrenados para atrapar a cualquier fugitivo. La policía femenina
también llevaba perros. En los hoteles revisaban y pedían documentos a los turistas, si encontraban
a cualquier rumano o rumana, iban en cana con toda seguridad.
Cuando me acosté esa noche en el camarote el balance de mi boludez con la vigilante y mi avivada
con el turco me dio un resultado bastante aceptable: “empate”. Al día siguiente mi paseo con los dos
pibes resultó una sorpresa para todos los que nos acompañaban, por todos lados los “Arbolitos” se
acercaban a mí, me saludaban con gran respeto y me besaban el anillo. “¡Mafia! ¡Mafia!” decían
como si yo fuera Al Capone o Lucky Luciano resucitados. Los tripulantes, cuando querían cambiar
me daban la guita y no hacía falta ni contarla, de cualquier manera debía tener cuidado porque a los
mafiosos también les caben las balas o le penetran los cuchillos.
Para nuestro paseo de la noche siguiente contábamos ya con la cita de las modelos italianas que por
supuesto habrían desfilado en la embajada de Italia
En Bucarest con la asistencia de varios funcionarios soviéticos y de Ceausescu, el presidente a
quien un tiempo después, en la revolución rumana, lo fusilaron junto a su mujer. No sólo las dos
modelos italianas nos esperaban, sino algunas de otros países que las acompañaron al desfile y
tenían que realizar una muestra fotográfica en Constanza. Dos búlgaras, dos alemanas y dos
cubanas completaban el contingente de bellezas presididas por una veterana directora de la escuela
de peluquería.
Las chicas dieron rienda suelta a su alegría cuando nos vieron. Las alemanas que entendían a la
perfección el idioma rumano pidieron permiso para bailar y brindar con algunas bebidas que ellas
habían traído de la embajada. Obtenido éste, cada una se ocupó de seleccionar al compañero que las
despeinaría. De más esta decir que a mí me toco la vieja, una robusta napolitana que demostró su
alegría cuando supo que yo conocía su dialecto.
Nadie quiere asumir sus años, el principio de la vejez comenzaba a rondarme en mis nocturnas
meditaciones, en la soledad de mi camarote, pero al ver que las modelos me ignoraron
olímpicamente me di cuenta que quisieron quedar bien con la directora, para que las dejara
despeinarse tranquilas cuando llegara la ocasión. Está bien que en mi filosofía casera haya una
cláusula que reza: Todo lo que pesa más de cuarenta kilos y se mueve vale. Lástima que me olvidé
del máximo, cerré los ojos y me lancé al libre albedrío de la joda. No hay que rechazar la carne de
vaquillona cuando escasea la de ternera, justifiqué mi actitud con una pregunta que acentuó en parte
mi actitud frente a las mujeres. “¿Si uno de los diez mandamientos dice: no fornicar, por qué en un
apartado no agregaron el límite de la cantidad de millas marinas en la cual denote derogación?” A
todos los tripulantes de todos los barcos del mundo le cabe esa pregunta, por eso cada cual
interpreta el límite a su manera, algunos creen que el mínimo debe ser de cien metros, otros creen
que este mandamiento debe derogarse definitivamente. A los marinos, nos queda el beneficio del
último recurso, arrodillarse en el confesionario de una iglesia, largar el rollo y beneficiarse con la
absolución. Según Pereira, el enfermero del buque, otro pastor de almas, el diablo, esta encendiendo
la hornalla para quemarnos el culo cuando lo visitemos.
Seguimos la joda un rato en la confitería, pero la continuamos en el hotel. Cuando por la mañana
regresamos al buque no podíamos ni siquiera caminar, nos hicieron de goma. El más estropeado fui
yo, la napolitana hizo el amor como si fuera el último día de su vida, sus gritos de placer me
hicieron acordar a los de la mujer de Helmut en el “Harengus” cuando la mía se horrorizaba. Tuve
que ponerle un pañuelo en la boca simulando un juego sexual para evitar que algún conserje nos
sacara a patadas. En la calle los muchachos me preguntaron por qué gritaba tanto la tana, (que ellos
en su cubil escuchaban) a lo cual contesté: “le pasé la navaja por el cogote como lo hice con el
turco”. El jolgorio terminó cuando pasamos por la garita de María, la vigilante. Yo, casi en pedo, la
puteaba de arriba a abajo mientras ella sonriente me agradecía los obsequios que le había alcanzado
a sus colegas. La escena mía puteando y la mina agradeciendo quedó grabada como la más histórica
del “Huergo”. Hasta Longobardi, cuando Véspoli se la narró, lo festejó con gran hilaridad. Al otro
día cuando salieron los muchachos del otro turno sucedió un hecho diferente a éste.
Paseaban por la peatonal cuando a Luque, un marinero de los mejores, se le ocurrió cambiar
algunos dólares. Una razia policial con perros entrenados para tal fin dejaron la peatonal vacía,
cayeron “Arbolitos”, turistas, tripulantes y algunos vendedores de cigarrillos extranjeros que
llevaban la mercadería suelta en el plegado de las mangas de sus camisas. En la comisaría cobraron
todos menos los extranjeros, piñas, trompadas y cachetazos ligaron los “Arbolitos” y vendedores de
cigarrillos. La gran paradoja del quilombo fue que junto a Juan B. y el mayordomo sentado en la
dependencia policial esperando que lo interrogaran de la manera tan cortés a lo que los tenían
acostumbrados los comunistas se encontraba el mismo truhán que les había afanado los cien
dólares. ¿Cómo podían apretarle el cuello al que dos días atrás los había afanado? Tenerlo al lado y
no poderle dar siquiera una piña, debe ser más tortura que estar entubado en una sala de terapia
intensiva y que la enfermera se desnude poniéndole la bombacha al costado de la nariz. Juan B. y
“Diez y diez” no tenían consuelo. De ninguna manera podían recuperar lo perdido, sólo se
conformaron cuando se llevaron de los pelos al “Arbolito” para hacerle algunas preguntitas,
mientras que ellos, mostrando las credenciales salieron sin problemas.
El otro yo canalla que casi todos los mortales tenemos, dio rienda suelta a su alegría, máxime
cuando supe que se divirtieron mucho comiendo pizza en el mugriento negocio, tomando naranjín
caliente en la lúgubre confitería, escuchando melódicas canciones de la dama antigua transpirando.
Por suerte las modelos ya se las habían tomado. Otras de sus diversiones fue pasear en trolebús con
vagón, una especie de tranvía con remolque. Quedaron encantados con el paseo, Degrott los llevó a
un museo donde vieron la cama donde había muerto Carlos Hobenzollern, un príncipe que había
expulsado a Alejandro Cozza. La diversión de los muchachos llegó al “summun” cuando en un gran
salón Degrott les mostró barbudos retratos de antiquísimos ancestros del rey Miguel y del
presidente Ceausescu. No podían faltar las banderas comunistas y rumanas. En una vitrina se
arrobaron los muchachos viendo algunas lanzas de tribus Berevistas, dos escudos romanos
capturados en épocas lejanas y algunos huesos fósiles de quién sabe qué animal.
Cuando llegaron al buque Degrott fascinado trajo al buque tripulantes aburridos mascullando entre
dientes un montón de puteadas.
En el muelle lindero al nuestro había atracado el buque tanque “Nápoles Canta” (el mismo que nos
puteó en el Atlántico perdidos en el “Alvamar III”). A mí juego me llamaron. Una vez que
conectaron la manguera y terminaron las maniobras los fui a visitar para intercambiar revistas y
videos, charlar un rato y preguntar por un primo hermano mío, capitán de ultramar, del cual hace
años no tengo noticias. Después de servirme una picada de salame y provolone regado con un buen
vino me contaron que ellos hace años cargaban en este muelle. También me comunicaron que mi
primo hermano era un capitán retirado de mucho fuste en las autoridades napolitanas. Se extrañaron
mucho de que no tuviera contacto con él, pero de cualquier modo le iban a transmitir mis saludos y
mi afecto. Le mandé una esquela donde le prometí una pronta visita en la vía Panorámica donde
residía con su familia. Hacía veinticinco años que no lo veía, desde su llegada a Buenos Aires como
primer oficial de un buque mercante. Aquella vez hice de rufián llenándole de minas el barco. Me
prometieron una visita al “Huergo” y llevarme algunas revistas. Cuando bajé la planchada el
cocinero en dialecto burlesco me preguntó si yo había visitado a María la rusa de la garita. Le
contesté una barbaridad y el se cagó de risa, hacía años había caído en el mismo truco. Los guardias
hijos de puta tienen a las minas de carnada, afanan a los cocineros de la misma manera que me
jodieron a mí.
Cuando esta gente vino al buque a visitarme Juan B. y el mayordomo, sabiendo que tenían cierta
amistad conmigo, no les dieron pelota. En su dialecto tuve que explicarles que estos dos tipos tenían
un diploma de “Figli de putana, mascalzoni”. Comprendieron de inmediato. Con el tiempo pagaron
caro su crapulismo, “Diez y diez”se mató y Juan B. nunca pudo ponerse un sombrero sin hacerle
dos agujeros. Pasaron unos días más y en la última salida no encontramos nada para llevarles de
regalo a nuestros familiares, todo muy barato, pero de mala calidad, una cartera labrada y un juego
de ajedrez fueron mi compra. En una farmacia compré un montón de cajas de las famosas cápsulas
de la doctora Aslan que según la propaganda de aquel entonces, reconstituía los tejidos. Cuando
vieron diez dólares, por poco me llenaron un cajón y me lo llevaron al barco.
Faltaba muy poco para la partida. Las maniobras de carga habían terminado cuando por la
planchada junto a las autoridades de la agencia para el papeleo subieron un grupo de policías con
perros. La mayoría de los tripulantes estaba descansando en el comedor mirando por televisión una
película pornográfica. El julepe fue bastante fuerte ¿A qué mierda venían estos tipos?, era la
pregunta. Nos tranquilizaron Longobardi y Véspoli. Las autoridades de Rumania revisan todos los
camarotes de todos los buques que parten de los muelles, para evitar la evasión de polizontes.
Quédense tranquilos y dejen abiertos los camarotes, fue el consejo. Pasaron los policías con sus
perros por todos los camarotes y cuando lo hicieron en el comedor quedaron pasmados. En su vida
habían vistos películas porno. En Rumania estaban prohibidos los videos condicionados.
Consecuencia: los policías se sentaron con sus perros a ver la novedad; los pobres se calentaron con
lo que nunca habían visto. Hasta los perros con sus lenguas colgantes asomaban su botón rojo y
parecían alzados. Estuvieron un buen rato en ese menester y se fueron sonriendo.
De lo que estábamos preocupados fue primero: no poder subir víveres a bordo, segundo: estábamos
por sacar la planchada y nuestro ayudante psicodélico no había llegado. Cuando estábamos largando
la última puteada apareció jadeando, colgaba de su espalda una Balalaika (especie de mandolín
ruso). Nuestro viaje de vuelta debía de todos modos sufrir la tortura de los alaridos de Véspoli y el
sonido de esta guitarrita que en buenas manos puede ser entretenida. Saliendo del puerto, vimos en
la ría dos buques tanques japoneses anclados, pero aparentemente sin tripulación. Longobardi
aprovechando que tenía al práctico a bordo y a Véspoli de guardia, se mandó otra clase didáctica
magistral con su verborragia incontenible. Comenzó diciendo que estos buques tanques habían sido
construidos en Japón, son los más grandes del mundo (quinientos mil toneladas de carga convertía
al nuestro de setenta mil en una lancha). Estos monstruos habían sido construidos en la época de la
guerra árabe-israelí, la tercera en mil novecientos sesenta y siete. Nasser había cerrado el canal de
Suez, que comunica el Mediterráneo con el Mar Rojo, entre la ciudad de Port Said y Suez, de ciento
sesenta y ocho kilómetros. El canal era paso obligado de todos los buques mercantes, sobre todo los
petroleros que ahorraban miles de millas marinas para llevar su producto a la parte oriental del
mundo. Al cerrar el canal Japón había construido estos monstruos para recibir el producto
bordeando la parte sur de Africa. Abierto nuevamente el canal en mil novecientos setenta y cinco
estos buques quedaron inutilizados porque su mantenimiento era costoso y porque su envergadura
no pasaba el canal. Eran usados como contenedores anclados (depósitos flotantes) Por suerte la
perorata terminó ahí. No dio ninguna explicación de la guerra y el nombre de los barcos hundidos
por los egipcios para que no pasara ni un bote.
Continuamos nuestra vuelta sin novedad por el mismo rumbo de la ida, del Mar Negro al estrecho
de Bósforo, de éste al Mármara, al Egeo y al Mediterráneo. Al faltar víveres optamos por anclar
varias horas frente a las costas sicilianas para que una agencia nos mandara una lista de víveres
perecederos, que por lógica, dada la mala calidad de lo que nos traían en Buenos Aires bajo la
anuencia de Juan B. y el mayordomo, no podía durar mucho tiempo. Sobre todo las verduras.
Mientras esperábamos la carga miraba yo las colinas sicilianas, sus pueblos incrustados entre las
piedras, pero rodeados de una campiña poblada de diversas especies de animales de consumo.
Recordé que desde ese lugar llegaron a Norte América los primeros “Capo mafia” que tuvieron en
vilo a los yanquis por mucho tiempo. Tampoco olvidé que yo pasé por uno de ellos pues son
respetados en muchas parte del mundo. Pero no nos rasguemos las vestiduras, estos maestros
tuvieron en América del sur, entre ellos a la República Argentina sus mejores alumnos no sólo
italianos sino de diversas nacionalidades. Hoy son venerados, aplaudidos, votados, como un mal
necesario porque los opositores de esa gente tienen también su mafia personal y gane quien gane,
todo hacen las mismas cagadas y los mismos robos. No voy a ahondar en detalles, porque en las
grandes librerías han editado libros y en todos los canales de televisión tocan el tema con toda clase
de denuncias. ¿Las autoridades? Autistas, desgraciadamente autistas.
La lancha trayendo toda clase de hortalizas y frutas de primera calidad. Algunos cajones con peces
y frutos de mar muy frescos completaron la carga. Levamos anclas y del Mediterráneo volvimos al
Atlántico por el estrecho de Gibraltar. Pensaba yo en los ingleses que en las garitas del peñón
miraban con sus prismáticos ondear nuestra bandera en la punta del mástil ¿No estarían
pertrechados cuidándose de que algún marinero nuestro no les arroje algún remache con una honda?
¿No estarían temblando temiendo que Juan B. les tire una albóndiga? Proyectil peligroso, muy en
boga en los buques de alta mar.
Llegamos por fin al Río de la Plata donde barcos de alije retirarían la carga, la explicación del por
qué importamos ese producto sabiendo que nosotros nos autoabastecemos la dio Longobardi en una
de sus clases magistrales. En Argentina todavía no existía un producto de tanta densidad como el
que necesitaban las usinas eléctricas. Cuando se realizaban los alijes todos los tripulantes
mirábamos los fósforos (las altas chimeneas de Y. P. F. que día y noche permanecen encendidas por
el gas que expelen). Esperábamos con ansiedad el relevo, para abrazar a los nuestros y disimular
nuestras lógicas felonías.
Cuando abordamos la lancha que nos llevaría a los muelles de Ensenada, Longobardi y Véspoli me
dieron a entender que ellos no estaban ajenos al problema mío con Juan B. y el mayordomo. Tenían
una solución que estudiaron entre todos los oficiales. Serenamente el capitán me dijo: “Antonio,
todos sabemos que su capacidad excede en mucho lo normal, pero desgraciadamente la antigüedad
de Juan B. (peso pesado del Sindicato) lo frena a usted para desarrollar sus ideas e idoneidad
gastronómica. Nos parece que Juan B. y usted juntos son demasiado para un solo turno ¿Qué le
parece si lo dividimos y a cada uno le cambiamos el compañero?” En realidad me pareció una idea
brillante en la que Degrott había sin duda puesto su granito de arena.
Llegué a mí hogar, pero antes de entrar, tiré en el tacho de basura del encargado del edificio mis
felonías rumanas. Abracé y besé a los míos. Pasaron dos semanas y ya me picaba el culo, mi señora
me dijo que la mujer de Rojas cuando el marido se ponía inquieto extrañando un embarque había
que tirarle sal, pero como no le había dicho el procedimiento la vieja me la tiró en la cama. Cuando
por la noche me fui a dormir sin querer me convertí en faquir, la sal gruesa me dejó la espalda hecha
un rallador. El abogado me pidió una barbaridad para iniciar juicio de divorcio. Menos mal que
tengo un balcón. Con unos buenos prismáticos me entretenía viendo pasar por el río los buques
tanques que van desde La Plata a las dársenas de Dock Sud y Norte. Otro hobby era y es pintar
cuadros al óleo, pero como mi departamento no tiene “Atellier”, las pinturas en los manteles y el
olor a trementina, lo dejaban hecho un chiquero. Nos reuníamos en la pizzería de mis hermanos.
Nuestras conversaciones siempre terminaban igual: con la suplica de parte de ellos para que la
cortara con las narraciones de mis andanzas en barcos. En realidad estaban podridos de escuchar
mis aventuras. “Algún día escribiré mi libro” les decía “y tendrán que escuchárselo leer a las
enfermeras cuando sea obligatorio tenerlo en las bibliotecas de los geriátricos”. Otro de mis
pasatiempos era jugar al tenis con algunos pibes de la tercera edad o que poco les faltaba en el club
Regatas de Avellaneda. Indudablemente me faltaba mar. Grande fue mi alegría cuando fui citado
para un nuevo embarque. En septiembre del año 1987 aborde nuevamente el “Huergo” en Puerto
Rosales (previo el paseo en lancha y la colgada en la escala de gato). Esta vez otra persona me fue
presentada como compañero en la cocina y el ayudante por suerte era Bellavista, el ex militar que
por errar un tiro al aire lo dieron de baja en el ejército. Me di cuenta rápidamente de las
características de mi nuevo compañero, un entrerriano grandote y tranquilo como todo buen
paisano, no muy refinado en la cocina, pero con las características que a mí me convenían.
Tranquilo sin la soberbia de los estúpidos, pedía siempre mi opinión como si fuera socio de un
negocio que a todos nos convenía.
Mi simpatía fue en aumento cuando Pérez el cocinero entrerriano lo cagó a pedos a “Bellavista” la
primera vez que se cuadró “¡Decíme boludo! ¿Te has creído que soy milico? ¿Por qué te cuadrás
cada vez que entra uno de nosotros o el capitán? ¿No sabes que aquí somos todos compañeros?”
Largó después un “Sapucay” como para distender su reprimenda. Entre embarcos y desembarcos
llegamos con este buen compañero a abordar el buque en Puerto Rosales el veintiocho de diciembre
de mil novecientos ochenta y siete. Rápidamente tuvimos que hacer los preparativos para pasar un
fin de año como yo tenía acostumbrado a los tripulantes. Combiné el menú con Pérez, trabajando
mucho y contando también con Bellavista, hicimos pasar a los tripulantes el mejor Año Nuevo de su
vida.
El cerrado aplauso que recibió la plantilla de cocina fue causa de algunas lágrimas que recorrieron
las mejillas de este rudo entrerriano.
Pasamos el mes de enero sin novedad en un ir y venir de boya a boya donde se carga y descarga el
oro negro de nuestra patria. Se demoraron nuestros relevos unos días y llegamos el diez de febrero
de mil novecientos ochenta y ocho al Cabo San Antonio muy cerca de La Plata donde debíamos
hacer un alije. Por la mañana le pedí al carpintero que le pusiera un nuevo mango a la mejor
cuchilla y más afilada que tenía. Desgraciadamente se había aflojado demasiado y era mi mejor
herramienta. Por la tarde me trajo la cuchilla y la dejé en el cajón de la mesada. Al otro día llegó un
remolcador para descargar víveres y a la vera del buque comenzaron la maniobra.
Recibí por el mozo de Longobardi el pedido de medio pollo a la plancha con limón. Trabajando de
memoria abrí la heladera tomé la cuchilla la coloqué en el medio del pollo por la parte de la
pechuga. Con la mano izquierda abierta le pegué fuertemente a la cuchilla para que el pollo se
cortara en dos de un sólo golpe.
La desgracia sucedió en menos de cuatro segundos, el filo de la cuchilla se enterró en la palma de
mi mano hasta la mitad del hueso de la muñeca, cortando venas, arterias, cartílagos y músculos.
Enterrada la cuchilla hasta casi cortar la mano se la mostré a Pérez y este se desmayó. Ahí me di
cuenta que el asunto era grave (la cuchilla fue puesta sobre el pollo con el filo para arriba) Aparecí
como una tromba en la enfermería y Pereyra sin querer cometió un error que casi me cuesta la vida.
Rápidamente desenterró la cuchilla de la mano que quedó casi colgada chorreando por arteria y
venas espumosa sangre. Al ver esto el enfermero me arrimó la mano a la muñeca, me la envolvió
con dos toallones y me envió al remolcador lindero para que me trasladaran al hospital. El pobre del
julepe se había olvidado de hacerme un torniquete. En el puente del remolcador me senté en un
banco esperando que alguien me acompañara cuando de pronto entró el patrón y a los gritos por
radio llamó al capitán armando un quilombo que yo mareado no me daba cuenta del porqué.
Cuando apareció el capitán acompañado por Pereyra, traía éste un tensiómetro y al ver los toallones
bañados en sangre se dio cuenta de la cagada que se mandó. Me colocó de torniquete la loneta del
tensiómetro. Longobardi nada dijo cuando el patrón del remolcador llamó por radio a Prefectura y
pidió auxilio con lancha rápida o helicóptero, mientras levaba anclas para ganar tiempo navegando
hacia el muelle. Sólo recuerdo haber mirado a Longobardi y débilmente pedirle perdón. Sumido en
un paradisíaco sueño yo también vi el túnel que vio Víctor Sueiro, nada más que el se lleno de guita
describiéndolo en un libro.
Desperté en una sala de terapia intensiva de un hospital de la ciudad de La Plata. Después de haber
sido compensado y operado por un cirujano de mano traído especialmente por el S. U. P. E.
directamente desde Buenos Aires, la mano fue casi transplantada en un trabajo admirable, pero el
principal problema que encontraron los cirujanos fue mi tensión arterial. Llegué al lugar con solo
tres de presión, quiere decir muerto. Sin sangre. Algunos médicos no saben como pude reaccionar.
La luz que vi, no se si fue la del túnel de Sueiro o la del quirófano, pero la que no vi fue la de
Pereyra, que por no ponerme el torniquete de entrada casi me hace cagar fuego. Tampoco vi las
luces del carpintero, que puso el mango del cuchillo al revés y yo por tomarlo de memoria puse en
el pollo el filo para arriba. Pasé dos semanas en terapia intensiva. Según los médicos mi mano
quedó muy bien implantada, pero tendría que tener muchas sesiones de masoterapia y rehabilitación
quinesiológica. Me visitaron las autoridades del Sindicato petrolero y a un hermano le mandé la
noticia, pero le pedí que no alborotara todavía el avispero porque mi señora rompería bastante con
sus premoniciones. El yeso cubría todo el brazo, por la parte exterior tal como si fuera el cascarón
de una langosta. Me causaban gracia las visitas enfundadas en verdes guardapolvos con cofia y
barbijo ¿Tan jodido estuve? La pregunte un día al cirujano que me vino a practicar una pequeña
costura que me faltaba y dijo: “amigo, usted volvió de la muerte”. “¿Entonces la luz del túnel que
vio Víctor Sueiro no era mendaz?”. “Puede ser” contestó, “pero a mí me parece que la luz que
vieron los dos es la que se desprende de la linterna que se ajustan en la frente los cirujanos cuando
operan. En algún momento de sueño que produce el pentotal, el paciente aun inconsciente ve las
luces del quirófano y la de la frente del cirujano que produce el efecto del fondo de un túnel”.
Entonces a mí junto con la anestesia me dieron alguna “falopa” porque yo cuando salí del túnel me
sentí un fauno corriendo a mujeres vírgenes alrededor de una laguna en la cual nadaban cisnes
sonrientes. “¡A la mierda!” dijo el joven cirujano, “o usted tiene un gran sentido del humor o va a
tener que revisarlo un psicólogo. ¿Sabe cuantos dadores de sangre necesitó cuando lo operaban?”
No le contesté. “Sepa que del Sindicato se presentaron cinco, los otros quince los tuvimos que traer
del manicomio”. Quedé duro, cuando se fue el cirujano una de las enfermeras vio que el
tensiómetro marcaba algunas alteraciones, se acercó a la cama me acaricio la frente y me dijo:
“quédate tranquilo viejito, el médico te devolvió el chiste, el también es un gran humorista”. Lo de
viejito no me gustó mucho, pero me dejó más tranquilo.
Treinta días y me dieron de alta. El resto de mi curación seguiría en Buenos Aires. Sin duda con mi
mano el especialista había hecho un milagro. Con bastantes sesiones de kinesiología y una pelotita
continuamente apretándola, poco a poco la mano se iba componiendo. Mi señora ya más tranquila
me preguntaba sarcásticamente: “Tito, ¿cuál será tu próximo tajo?”. Me mordía la lengua para no
contestarle una barbaridad, no creo que ninguna mujer pueda tomarle el pelo a un tipo hablándole
de tajo.
Llegué a las oficinas de Y. P. F. en Ensenada para recibir mi libreta con el desembarco marcado, me
entregaron una bolsa con mis pertenencias, el uniforme de cocinero ensangrentado y con olor a
podrido, algunas modestas pertenencias, pero lo esencial la guita, un valioso pulóver, un gabán de
cuero y un reloj, no aparecieron. Los encargados de limpiar el camarote sin duda bajo la dirección
del delegado suplente (el titular era Juan B. ) cobraron extra.
Subió Juan B. a suplantarme después del accidente y pidió la cuchilla que me había cortado la
mano, Pereyra se la alcanzó, pues había quedado en la enfermería. Juan B. cuando vio que el mango
de madera estaba colocado al revés llamó al carpintero y entre los dos tiraron la cuchilla al agua.
Primero para que yo no armara ningún quilombo y segundo para hacerme pasar por boludo. Sin
duda una genialidad. Cuando Pérez en la oficina me contó la maniobra maquiavélica resolví pedir
un cambio de buque cuando me dieran de alta.
En cuatro meses mi mano quedó en un noventa por ciento curada y lista para continuar mi labor. El
segundo día del mes de junio de mil novecientos ochenta y ocho un remolcador me llevó
nuevamente a embarcar a un nuevo buque tanque, el “José Fuchs” gemelo del “Presidente Illia”.
Cuando lo abordé encontré una recepción fantástica, el pilotín que fue compañero mío del “Huergo”
y me sirvió de guarda espaldas en Rumania, se había recibido de tercer oficial y trabajaba en el
“Fuchs”. Me contó que me había pedido en la oficina porque si bien había un buen cocinero en la
tripulación no pasaba lo mismo con el relevo.
Me contó también que el Capitán Angel A. Varela y su relevo Norberto H. Filippone eran personajes
de otro planeta, rectos, austeros, magnánimos. El chico se despachó en elogios de los que después
comprobé se había quedado corto, en estos dos capitanes no sólo encontré señores oficiales sino
también dos amigos.
Realicé varios viajes en este buque y en realidad encontré muchas mejores comodidades en éste que
en el ”Huergo”. La cocina contaba con una marmita eléctrica de por lo menos ochocientos litros que
llegaba al hervor en menos de diez minutos. Como tenía más puntal, contaba con un ascensor para
ir a los camarotes o al puente, las dependencias y el comedor de oficiales. Cuadros valiosos de
conocidos artistas plásticos adornaban los mamparos. Si bien el “Presidente Illia” hacia más viajes a
Norteamérica que el “José. Fuchs”, esto se debía a que estaba castigado. Cuentan que el único barco
en el mundo que se llevó el puente de Brooklyn por delante fue éste. Por supuesto, en manos de un
capitán que fue despedido de la empresa y el práctico americano que dirigía la maniobra todavía
estaba en cana. Los camarotes, de primera, con baño privado escritorio y circuito cerrado de
televisión.
Mi segundo cocinero tenía dos meses menos que yo en la empresa, de ahí que me ascendieran. El
muchacho resultó un magnifico colaborador que aprendió rápidamente todas las enseñanzas que le
pude suministrar y las argucias de viejo zorro para salir del paso cuando las papas quemaban.
Si bien el Sindicato se había portado bien con mi accidente tenía en sus filas a muchos ruines que
escuchaban alcahueterías de los delegados, para arruinarle la vida a cualquiera. Al saber el cocinero
del otro turno que mi segundo, José Martínez era un excelente colaborador y que la cocina
marchaba a la perfección, no tuvo mejor idea que concurrir al Sindicato y protestar por mi grado de
primero tan rápidamente obtenido. No sé con que argucia ni por qué motivo ni con qué fin, cuando
abordé el barco para iniciar un nuevo ciclo de viajes por aquel entonces de boya a boya, me
presentaron a un nuevo cocinero de muchos años en la empresa, que el Sindicato lo tenía de reserva
porque no le subía muy bien el agua al tanque; en una palabra, al pobre le faltaban varios tornillos.
Apenas lo vi creí conocerlo, pero no de los barcos sino del Gimnasio “Royal” frente al “Luna Park”
en el cual algunos boxeadores de renombre lo usaban como sparring. A este hombre, con el correr
del tiempo lo dejaron atrofiado mentalmente. Fue un alcohólico crónico por mucho tiempo hasta
que refugiado en la religión leyó la Biblia y se proclamó pastor. Ahora bien, si en Y. P. F. revisaban
tanto a los postulantes, ¿Por qué abordaban semejantes idiotas al barco? ¿Por qué Y. P. F. permitía
subir a bordo a un pobre hombre que se proclamaba el Mesías y se hacia llamar San Félix? No creo
que Varela ni Filippone, los dos capitanes del “Fuchs” supieran de esta maquinación, pero de
cualquier manera mi juego de ajedrez imaginario tendría, por supuesto, que encontrar la jugada
adecuada.
Aráoz, el primer cocinero del otro relevo, estaría en su casa gozando su maquinación de haberme
colado como jefe al pastor Félix, todo un logro. El primer día sin trabajar todavía me empezó a
contar que él en la selva de la Pampa cazaba jabalíes con tenedores y ciervos haciéndoles tacles
como jugando al rugby. Mientras yo trabajaba él hacía sombra por los rincones de la cocina
sonando su nariz con el clásico ruido con que lo hacen los boxeadores.
Mi primera jugada fue hablar con el tercer oficial, le conté sus sesiones de sombra y sus sonadas de
nariz, desparramando moco por todos lados. El crápula del delegado, un platense, lo vio varias
veces y nada dijo. Esa noche dije que para el día siguiente haría un guiso de lentejas a lo cual él
respondió: “El guiso de lentejas lo hago yo porque soy maestro lentejero”. Tengo que confesar que
no fue culpa mía hacerlo caer como cayó.
Por la noche puso a remojar en una olla las lentejas. Generalmente, para esa tripulación, alcanzaban
seis bolsitas de medio kilo. El “Pastor San Félix” por su cuenta remojo veinticinco. Como yo sabía
lo que al otro día iba a pasar, le dije al tercer oficial, sabiendo que él estaba de guardia, que a las
seis de la mañana, pasara disimuladamente por la cocina.
Las lentejas se hincharon, salieron de la cacerola, se desparramaron por la cocina, llegaron al pasillo
y casi llegan a la cubierta. Consecuencia: un quilombo del tercer oficial, otro del primero, y un
desembarco en navegación por el capitán Filippone, cuando llegamos a la ría de Puerto Rosales.
Llamaron nuevamente a Martínez y siguió la dupla con el beneplácito de todos menos la del
“Delegado” que rumió su bronca sin poderlo ocultar. Otro de los personajes aceptables era el
mayordomo, Don Benigno, un gallego piola que sabía mucho de cocina y había ayudado en sus
“Comunicaciones” con Felippone para rajarlo al “Mesías San Félix”. Largas maquinaciones
tramaba mi tocayo. El reveló que, mes a mes sentía en sus oídos el martirio de escuchar mis logros.
Pudo al fin lograr que en un mes de viaje a Filadelfia, yo lo acompañara de segundo. El ocho de
agosto de mil novecientos ochenta y ocho partimos cargados de un producto que aun siendo
petróleo, era mucho más liviano que el corriente.
En el viaje nos respetamos mutuamente. El “Chancho Negro”, así apodado mi compinche, elogiaba
mucho mi trabajo. Con la misma hipocresía le devolvía sus atenciones. Por supuesto sabía que el
capitán Varela me cobijaba y yo que él era rufián del S. U. P. E. Llegamos una noche y atracamos en
un muelle destinado a la descarga del combustible. Se alejaron los remolcadores y el práctico,
quedando sólo un guardia americano en la planchada. Unas horas después llegaron las autoridades,
analizaron el producto y autorizaron la descarga, no sin antes revisar el barco metro a metro. La
cocina centímetro a centímetro. Tres grandes tanques con tapas herméticas, pintados de verde, con
inscripciones en castellano y en ingles “Degradables”, ”Biodegradables”, ”Vidrios”. Varela, gran
conocedor de las leyes americanas no había dejado nada al azar. Nunca en el viaje había dejado de
recomendarnos que en aguas americanas ni siquiera la orináramos, pues las leyes eran muy severas.
Nosotros tuvimos el privilegio de romperles un pedazo del puente de Brooklyn y estábamos
considerados subnormales.
Cuando nos entregaron las credenciales con foto incluida, sin saber el por que, al primer oficial le
fue negada. Nadie nunca le preguntó nada, pero la orden de no bajar fue respetada a rajatabla.
Estábamos, después de la maniobra de conexión, reunidos en el comedor cuando entró con varias
valijas y una caja, un personaje muy conocido por los que ya habían hecho un viaje anterior,
“Gola”. El grito se filtró entre los mamparos y llegó hasta los camarotes. ¡Gola… Gola...!
En la cocina también escuchamos y Aráoz, mi compañero, que había hecho varios viajes a
Filadelfia, me explicó: “Gola es el bagallero autorizado por las autoridades del puerto para vender
su mercadería a bordo. Es un comerciante judío que tiene un negocio en el centro de la ciudad, de
los más variados artículos, habla muy bien castellano y tiene una capacidad de venta que llama la
atención”. Fuimos al comedor para ver como operaba.
En una larga mesa “Gola” desparramó todos los artículos que traía en las valijas. De la gran caja
sacó algunos electrodomésticos, los acomodó en otras mesas y una cantidad de catálogos con
fotografías de artículos que no había podido traer, completaban la muestra. Cada artículo tenía su
precio, pero me llamó mucho la atención la forma vivaz, genial y original de ofrecer su mercadería.
En un sillón, con su carpeta en una mano y su radio llamado en la otra no ofrecía verbalmente su
mercadería sino lo original era que todos se amontonaban alrededor de ella y nuestra admiración iba
creciendo a medida que la pasábamos de mano en mano. Entró Varela, siendo un capitán tan serio,
se le ocurrió una frase: “este Gola es Cristóbal Colón con los espejitos”. Por lo cual deduje que
nosotros éramos los indios deslumbrados por la cantidad inmensa de boludeces que se esparcían por
las mesas. Ni hablar de los microcomponentes, cuanto más grandes y vistosos, resultaban más
baratos
Lógico, por nuestros ojos entraba el tamaño, pero la marca era “Pirulo”, nada de primera línea, solo
“espejitos” como dijo el capitán. Pero casi todos los giles cayeron, incluido yo. Los pedidos los
hacía por radio y a los diez minutos una camioneta entraba al puerto trayendo lo encargado, yo caí
con una filmadora, le pedí una batería más de repuesto, como no tenía me dio la dirección de su
negocio, con su tarjeta la hermana que atendía el local me daría una sin cargo.
Nuestra estadía debía ser sólo de cuarenta y ocho horas, pero ¡Oh… casualidad! Los aros del motor
principal, que fueron colocados en Buenos Aires con una garantía de cincuenta mil millas sólo
duraron tres mil. Debíamos ir a reparación. Nuestra estadía sería por lo menos de una semana.
Nadie pensó siquiera en el gasto que demandaría la reparación a Y. P. F.
Solamente pensábamos en los paseos, en conocer el centro de la ciudad y por mi parte ir al negocio
de “Gola” y pedir mi batería.
Voy a insinuar que al que se le ocurra pasear por Filadelfia, sepa hablar inglés, por que no encontré
a ninguna persona, salvo “Gola” que hablara castellano. Unicamente por teléfono podía, alguien,
salir de una duda. Para colmo de males, el ochenta por ciento de su población son negros. Por
supuesto no discrimino, pero puedo asegurar que en esa ciudad son bastante chinchudos. Cuando no
entendían lo que alguien les preguntaba, negaban con malos modos. Un hecho significativo me
ocurrió en un baño público. Mi ignorancia me llevó a entrar en un baño de mujeres, por el cartel no
me di cuenta y por la soledad del lugar tampoco. Cuando estaba en mi “Misión”, apareció una
corpulenta negra que por sus gritos parecía haber visto a Mefistófeles en pelotas. Como sabía pedir
perdón en inglés, empeoré la situación, me sacó a empujones gritando toda clase de improperios. Mi
salvación fue la poca cantidad de transeúntes que pasaron por el lugar, agregando las carcajadas de
varios “Morochos” que pasaron en ese momento. La democracia logró que a través de los años,
esta gente antes carnada para tiburones y pasto del Ku Klux Klan, puedan hoy sacarlo a empujones
y cagarse de risa de un tipo que se equivoca. Ojo que yo soy hincha fanático de Mandela y sufrí
demasiado cuando mataron a Lumumba y a Luther King.
Otro de los episodios anecdóticos me sucedió en el negocio de “Gola”. La hermana me alcanzó la
batería. En ese preciso momento. Otra vez tuve ganas de orinar. ¿Cómo le pido a esta mujer el
baño? Le pregunté por el “Water”, no entendió. Algunos clientes ya se interesaban por mis
preguntas. Le pregunté por “La toilette”, tampoco entendió. Se acercaron los empleados y yo casi
desesperado le dije: “quiero pissss”, acentuado las eses, dije nuevamente “pisssss!”. Entendió
perfectamente, fue al interior de una dependencia y me trajo un vaso con un sifón helado
Al final tuve que mostrarle la bragueta, con el dedo índice hacia delante hacerle nuevamente la seña
clásica de mear. Las carcajadas de los clientes, empleados y de la propia mujer, me dieron a
entender que habían logrado descifrar la incógnita. La señora aún riendo, me condujo a través de un
laberinto a un baño repleto de televisores, radios y toda clase de electrodomésticos descompuestos.
Casi no se veía el agujero del inodoro y apenas emboqué el orín en él. Por lo tanto tuve el honor de
bautizar todos los artefactos que estaban en ese baño
Las otras salidas siempre fueron en grupos, y para decir verdad, salvo una visita a un barrio
“Chino”, muchas veces preferimos quedarnos en el Buque. Menos Aráoz mi colega, que se tomó los
últimos días para visitar un hermano que residía en la ciudad. Una vez finalizada la reparación,
pusieron en la planchada Día y hora de salida. Fue cuando a todo el mundo que había viajado al país
del norte se les ocurrió hablar por teléfono. ¡Que raro, pensé! ¿Qué puede estar pasando?
Rápidamente traté de esclarecer el misterio. La viveza criolla, tan festejada y comentada en los
centros de piolas, mostró sus “ranadas” en la sala de máquinas. Los marineros del “Presidente Illia”,
que habían hecho varios viajes a Estados Unidos, y éstos, que ya conocían el sistema, con un saca
bocado de la medida de una moneda de cincuenta centavos antigua se podía fabricar en una chapa,
la cantidad de fichas telefónicas que se nos antojara.
La noche anterior a la salida o el mismo día, casi todos hablaban gratis con sus familiares y el
tiempo que se les ocurriera. Por eso, en todo el mundo nos tenían gran simpatía. Salvo en España
que (por tener un gallego presidente) nos daban un poco de bola, en otros lados éramos
considerados “Sudacas” y no nos engañemos. El treinta de octubre de mil novecientos ochenta y
ocho estaba de vuelta en casa. Cuando mi mujer me abrazó, se alejó unos pasos, me miró con
curiosidad y me preguntó: “¿viniste entero, no te falta nada, no tuviste ningún accidente?”. La pobre
lo decía en chiste, pero algunos años después falló una angioplastía, y en un Hospital de Bernal, me
tuvieron que abrir en “canal” y hacerme cuatro “By pass”.
Embarqué nuevamente el veintiocho de noviembre, esta vez con José Martínez de segundo
La dupla en la cocina y el gallego de mayordomo tenía el aprecio de toda la tripulación, y fueron
muchas las felicitaciones que recibimos de parte de los oficiales, por que pasaron una Navidad muy
sofisticada”.
Entrando al año mil novecientos ochenta y nueve nos encontramos con la novedad de que todo
tripulante en condiciones de jubilación debían hacer los trámites necesarios. Todo el que quería
retirarse, podía hacerlo voluntariamente, pues la empresa sería vendida. ¿Quiénes eran los
compradores?... ¡Justo, los españoles! Y nosotros seguíamos con los chistes. En la tripulación lo
sentí a más de uno cargarlo al mayordomo. Le preguntaban: “¿es cierto que un gallego se tiró en
paracaídas y no lo abrió para llegar primero que los otros?”. El gallego reía con ganas y contestaba:
“ustedes jodan gilipollas que dentro de un tiempo, y no falta mucho, como nos vamos a quedar con
la Argentina, les vamos a poner un Virrey como el que tenían en mil ochocientos diez, después
traigan a San Martín para que los salve”. Ya el S. U. P. E. despacio, estaba “entregando el marrón”,
y el gallego no estaba muy lejos de su vaticinio.
Si bien la edad de jubilación de privilegio para los navegantes era en ese tiempo de cincuenta y dos
años, la mía sería a los sesenta y uno pues no me alcanzaban los años navegados y debía
completarlos con las de autónomos que en mi comercio fue la otra parte de mi vida.
Seguí navegando hasta fines de agosto de mil novecientos noventa y uno donde presenté mi
renuncia para acogerme a mi jubilación. Creí que en sistema de reparto que rigen o regían en ese
entonces, tomaba con beneficio los tres mejores años de los diez últimos navegados, pero no, en la
craneoteca de los genios del ANSeS, las cuentas las hicieron en alguna calculadora especial traída
de los talleres del “Borda”, donde surgió que yo debía cobrar la tercera parte de lo que me
correspondía. Formulada la queja, con fundamentos incluidos, todavía no pude siquiera comenzar el
juicio porque mi expediente archivado lo entregan con cuenta gotas. En lo que respecta a Y. P. F. no
me queda más que agradecerles haber trabajado con la libertad que merecía, pues mis principios
fueron duros en el “Ingeniero Huergo” que merece un comentario relativo al último de sus viajes.
Unos meses antes de mil novecientos noventa el barco capitaneado por el relevo de Longobardi,
escuchó por radio un pedido de auxilio. El “Meanito” un buque tanque de la empresa se encontraba
en serias dificultades muy cerca de unos arrecifes linderos a Puerto Deseado. Acudió el “Huergo”
de inmediato con serias consecuencias. El “Meanito” salió por sus propios medios, pero el “Buque
insignia”se llevó las piedras por delante. Dado su gran calado, quedó destrozado y a punto de
zozobrar. Por suerte la tripulación fue rescatada y el barco muy averiado pudo ser remolcado a
Buenos Aires, pero tan estropeado e irrecuperable, que sólo servia para desguace. ¡Cuántos
recuerdos tristes se fueron y se irán en ese desguace! Me contaron que en el salvamento, el
mayordomo “Diez y diez” se robó los videos y lo descubrieron. Fue despedido por esta acción, y
con la plata que había juntado, como les sucedió a muchos, yo incluido, fue estafado por una
compañía financiera. Reunió a todos sus familiares, y frente a ellos se pegó un tiro.
A mí me robaron de otra manera, y el tiro, si hubiera justicia, se lo tenía que tirar a otras personas.
Pero aquí las leyes generalmente son benignas con los chorros, pues si uno mata a un estafador, se
“chupa” injustamente por lo menos veinte años.
Pienso con el humor que me caracteriza, dicho con fina ironía, que me gustaría a mí redactar las
leyes penales. Por lo menos erradicaría una enfermedad que desde hace años es epidemia en
Argentina la “Crapulina” Está formada por virus crápula que pulula sin antídotos por todas las
dependencias del país.
Voy a explicar el porqué de mi bronca.
Un ingeniero de “Almagro Construcciones” llamado Delea, y un estafador atorrante llamado
Almada, se asociaron en el proyecto de lo que luego fue una estafa convertida en “quiebra.
Alquilaron un predio en Barracas de inmensas proporciones, firmaron un contrato por diez años con
opción a otros diez. Construyeron con el mismo techo de cincuenta años, veinte canchas de
“Paddle”, 15 de fútbol 5, una de fútbol 8, una cancha de paddle de vidrio y una escuela de fútbol
donde el jugador Diego Latorre (que en ese momento coqueteaba con Zulemita) y Bogani un
arquero de Boca, oficiaban de maestros y fueron coincidentemente o no, puestos de “pantalla” para
atraer a los inversionistas. Cuando vi que las obras se construirían, alquilé un espacio en el patio de
comidas por diez años con opción a otros diez. En la revista anunciaron que Latorre y Pogani eran
los dueños de la escuela. Para colmo, algunos jugadores de Boca realizaban sus prácticas sobre el
césped sintético de la cancha grande. Construí en el patio de comidas una pizzería de primera
calidad, horno, heladeras, mostradores de virapitá, cuadra de elaboración, amasadora, mesadas de
madera blanca, moldes pizzeros, estanterías de primera calidad, azulejos y mayólicas de lujo, cartel
luminoso de grandes dimensiones, valiosos cuadros del profesor Garmendia, etc.
El predio se inauguró entre gallos y media noche, los permisos fueron precarios y “coimeados” por
estos caras duras. Si no se pagaba rigurosamente el alquiler, cortaban la luz y el gas. A los dos
meses de la inauguración, una fuerte lluvia y una sudestada inundaron el predio arruinando las
canchas y por supuesto todos los negocios ocasionando muchísimos daños. Pero esto fue lo de
menos. Un día, la policía y Gas del Estado, cortaron el suministro de gas, por ser las instalaciones
clandestinas. Al otro día cortaron la luz por que las conexiones eran robadas. Opté por cerrar el
negocio e iniciar un juicio. Pero al mismo tiempo lo iniciaron los dueños del predio por que el
alquiler, que nosotros pagábamos religiosamente, estos dos estafadores, que habían formado una
sociedad anónima, nunca lo habían pagado. Mientras tanto, cualquier lluvia fuerte, seguía
arruinando las instalaciones y con nuestra justicia, a los juicios ellos le hacían “pito catalán”. El
dueño del predio les declaró la quiebra y recuperó su espacio. Remataron todo y era tanto lo que
debían al fisco y al personal que todo quedó en pérdidas. Uno de estos crápulas, viajó a Estados
Unidos y depositó en una cuenta dos millones de dólares. Hace ocho años de esta estafa, mi juicio
quedó frenado en la quiebra, y ni mis choznos van a cobrar un centavo. Al tiempo del trabajo de la
construcción de la pizzería, le compré a una agencia de automóviles “Rota Motor Camino al Futuro
S. A.” un automóvil importado marca “Toyota”. El dueño que la representaba era Mario Rubén
Lewenberg. L. E.Nº 8. 315. 546, nacido el 2/03/50. Estos datos, consultado el padrón general CDI:
23083155469.
Este sujeto, me estafó vendiéndome un automóvil con los papeles truchos. Le gané un juicio
después de siete años por siete mil ochocientos dólares. El domicilio que había dado en la D. G. I.
no era el correcto, “Mandrake”se hizo humo y quien sabe si puedo recuperar la guita porque la
velocidad de estos tránsfugas es mucho más rápida que nuestra justicia. Pero yo no hice como el
mayordomo, para ganar lo perdido, tuve que salir nuevamente a navegar.
Vislumbrando ya que esa enfermedad mencionada anteriormente la “crapulina” estaba haciendo
estragos en mi economía, conseguí una nueva libreta de embarque gracias a que mi
electrocardiograma no presentaba ninguna novedad, mi operación del corazón fue hecha con
anterioridad a un posible infarto. Estaba cero kilómetros y pese a que en la radiografía salían los
“clips” quirúrgicos la libreta fue autorizada.
Llamé por teléfono a Puerto Madryn a la empresa “Conarpesa“, donde yo sabía que Perrone era jefe
de personal. Le dije que me tirara una soga porque en Buenos Aires el virus de la “crapulita” había
invadido mi hogar, y necesitaba unos pesos para pagar la tasa de justicia para los juicios. Su ayuda
no se hizo esperar y el 16 de mayo de mil novecientos noventa y cinco embarqué en un
“pesquerito”, el “Julián Alvarez”. Pescar langostinos en esa época con algunas zonas prohibidas por
la veda de invierno, era lo mismo que encontrar mojarritas en los bidones de agua mineral. La
perspectiva era no ganar más que el básico en estos menesteres. Diez días de puerto para los
preparativos y salimos a pescar en ese “corcho” tan marinero, que se hundía entre las olas,
trocándose en un pequeño “submarino”. Tardaba un rato en salir cuando ya estábamos cortando
clavos. Muy poco era lo que se pescaba por los intensos temporales que tuvimos que capear.
Cuando arrastrábamos la red, eran más las centollas y peces de variedades distintas que los
langostinos esperados.
Pero la empresa quería langostinos, y las demás especies eran desechadas. Años pescando, nunca
pude entender el por que de esta falacia.
Por las noches y sacándole horas a mí descanso, hervía centollas y dos marineros chilenos me
enseñaron a sacar la carne con una técnica muy especial.
Cincuenta y siete días navegando entre tormentas y temporales, parecíamos dados dentro de un
cubilete agitado por Neptuno.
Terminamos la marea a los sesenta días, con solo veinte toneladas de langostinos cuando según
nuestros cálculos, para ganar algo más que el viático, había que pescar por lo menos cien toneladas.
Consecuencia, sólo gané mil quinientos dólares para pagar la tasa de justicia.
Seguí mi búsqueda acuática y por casualidad me encontré con un marinero compañero del “Fuchs”
que me dio una idea fantástica. Ofrecí mi curriculum a una compañía extranjera que tenía su oficina
en el centro y era satélite de “Astra”. Sus barcos tenían bandera panameña o liberiana. Algunos
fueron comprados a Y. P. F. Tenían también el “Antares” y el “Aldegaran II”, amén de otros barcos
de alije y un barco “Gasero” que ¡Oh…Sorpresa! comandaba el capitán “Coque”Rojas, mi amigo
del “Borrasca”. Había también un proyecto de comprar un excelente buque tanque de la “Shell”
rebautizado “San Jorge”.
Otro de los buenos barcos de la compañía era el “San Sebastián”, asiduo visitante de los puertos
brasileños. Pero mi sorpresa mayor fue cuando supe que tenían navegando al “Presidente Illia” y al
“José Fuchs”.
Cuando en “Canopus Internacional” leyeron mi “Curriculum”, rápidamente me mandaron a
revisación médica. ¡Soné! Pensé. Cuando me vean la cantidad de operaciones que tengo, van a creer
que me masticaron los caníbales en Mato Grosso. En los análisis pasé al frente, en audiometría
aceptable, en la radiografía vieron los ganchos pero mi electro los dejó tranquilos. En la encuesta de
preguntas me equivoqué y en vez de catorce operaciones sólo puse cuatro.
El médico que me revisó no le dio importancia a las cicatrices. Me dijo “ojo con la presión arterial y
baje un poco de peso”. Hay cuatro categorías: apto A-B-C-D. Para sorpresa de todos me pusieron
“Apto B” Cuando llegué a la compañía el beneplácito del jefe de personal me dio nuevas fuerzas
para volver a empezar. Sin duda ya me veían como el Decano de los cocineros, solo uno se acercaba
a mi edad, lo apodaban “Pucherito” y estaba considerado como un gran chef. No me quedaron
dudas de estas aseveraciones pues al reemplazarlo en un viaje en el “Antares I” vi que en la
heladera tenía los alimentos encañonados de la misma manera que lo hacía yo. Simplemente con ver
como tiene un cocinero ordenado los alimentos, limpias las verduras, las cacerolas brillantes, etc. ,
etc. , se puede juzgar la calidad del maestro.
Pasé treinta días en la reparación del “Aldegaran II” en los talleres de “Tandanor” Este barco con
bandera panameña, había roto uno de sus tanques al encallar en el sur de nuestro país y derramar
bastante petróleo. Los peces y cormoranes de la zona, muy agradecidos. Tuve bastante éxito en mi
gestión y al poco tiempo de desembarcar me citaron nuevamente para abordar el “Antares I” donde
tuve que reemplazar al famoso “Pucherito”. En este buque recorrí el Paraná con un grupo de
marineros de río, en su mayoría correntinos y entrerrianos con características distintas a las de los
marineros de mar. Aquellos, más tranquilos y expertos en alije, remontaban el Paraná, llegaban al
puerto petrolero de San Lorenzo. Comían con fruición el caballú. El pescado de río (nada de mar):
dorados, bogas, surubí, etc., mateadas interminables, tortas fritas, reviros, pastelitos y empanadas. A
los tripulantes guaraníes: sopa paraguaya, chipá, y pirucaldo. En verano, el tereré era un rito
obligatorio; como también lo era escuchar interminables chamamés. De Dock Sud a San Lorenzo el
capitán contaba sólo con las maniobras de “Topof”, alijes, lavado de tanques y recuperación de
“Tank Cleaner” y “Eslop” Una equivocación en estas maniobras le cuesta el puesto y una grave
sanción de Prefectura Naval. Pero la navegación por el río las dirigen dos baqueanos que conocen el
fondo del río más que los sábalos evitando encalladuras y lo impredecible. Cuando terminé mi
suplencia en ese magnifico y campechano barquito, fui convocado a la reparación del buque
“Presidente A. Illia” que demandaba más o menos treinta días. Sin haber navegado nunca en él, yo
conocía de memoria su estructura pues era gemelo del “José Fuchs” en el cual yo había realizado
tantos viajes, y se reavivaron tantos recuerdos. Me partía el corazón verlo navegar con bandera
extranjera, pero esto entraba dentro de los vericuetos de los negociados. En estos barcos se habían
acabado los delegados, comisarios, mayordomos, los fiambres, primero, segundo, tercer plato,
postres de confitería y especialidades gastronómicas de alta categoría. El jefe indiscutible en la
cocina era el único cocinero, y si éste era un inútil que con seis dólares diarios por persona, no
podía satisfacer todas las necesidades diarias de la tripulación, le daban una patada en el culo y lo
echaban sin miramientos. ¿Los grandes delegados de los grandes Sindicatos? ¿En donde estaban?
¿Los recibieron? Por que ahora un solo cocinero de sesenta y siete años, sin que le rompieran las
bolas podía darle de comer a una tripulación que día a día los mantenía satisfechos, y recibía
permanentemente las felicitaciones de los oficiales. Si de algo estaba eufórico era que hacía las
facturas el día que se me antojara, los postres cuando yo quería, las fiestas de Navidad y Año
Nuevo, como si tuvieran en el mejor de los restaurantes. Todo bajo el control de las computadoras
que en ese momento estaban tan adelantadas que día a día reflejaban en sus pantallas mis gastos
diarios. Estuvo algo más de treinta días en la reparación. Su capitán Alberto H. Pisani estaba
designado para ir Nueva York a buscar el nuevo buque adquirido, el rebautizado “San Jorge”. No
pude acompañarlo porque fue designado otro capitán que se llevó a su cocinero. Precisamente el
que Longobardi había despedido del “Ingeniero Huergo”
El “Arturo Illia” fue tantísimas veces a Norte América comandado por el Capitán Luis Gustavo
Guerra, precisamente el que reemplazó al capitán Pisani cuando a éste le echaron “Flit”. No voy a
abundar en elogios para este Señor, dicho con mayúsculas y el respeto que me merece, está
considerado como uno de los capitanes que fueron mis grandes compañeros de aventuras al igual
que su relevo José Miguel Verón. Sin olvidar a Varela, Filippone y Rojas (“Coque”) el primero que
me vio caer de culo en la cocina.
Mientras estábamos en “Tandanor” supe que en Dock Sud, frente al taller, había muerto “Pucherito”
de un síncope fulminante, mientras discutía con un proveedor naval la calidad de la mercadería con
cuarenta grados de calor. Su responsabilidad lo llevó a enojarse tanto que produjo el desenlace. El
otro candidato, según algunos, era yo. Primero por que me enchinchaba demasiado cuando las
provisiones no venían de primera calidad. Segundo porque, modestamente, le daba duro al trabajo,
por mi adicción a la perfección. ¿Así que el Supremo me tiene en la mira telescópica? Pues bien, lo
voy a cagar, por que pienso vivir treinta o cuarenta años más, pensé.
Navegué en el “P. A. Illia” durante un tiempo entre boyas, pero de vez en cuando hacíamos viajes a
Brasil. Teníamos en la tripulación un maquinista ruso llamado Vladimir. Pidió permiso para traer de
su país a su esposa para navegar con él y lo obtuvo. Cuando vino la mujer casi nos desmayamos.
Era un monumento, digna de la tapa de cualquier revista. A Tatiana no le faltaba nada, al contrario
tenía todo. Seria, pero no boluda, fue para la oficialidad y la marinería una compañera
incomparable. Formaba con su marido una pareja ideal, por lo tanto a nadie se le ocurría, salvo a
mí, ningún pensamiento morboso. Pero la “Rusita”, cuando terminaba sus baños de sol en nuestros
viajes a Brasil, venía en infartante “Bikini” a tomar algo fresco en la cocina y me decía a media
lengua: “Mirá Antonio como yo tostar”. Bajaba un poquito su estrecho corpiño y dejaba ver su parte
blanca, o bien bajaba un poco su mallita y me mostraba parte de su colita. Si el ruso, que era más
celoso que “Otelo”, la pescaba, la piba moría descuartizaba y yo con la lengua colgando como
novillo en el matadero.
Por suerte nos llevábamos a las mil maravillas. Vladimir tenía una filmadora casera, pero de buena
definición. Un día le pedí que mi hiciera un “piloto” filmando una clase de cocina para algún
auspiciante o editor televisivo. Tenía la esperanza de salir siquiera cocinando alguna vez en la
pantalla. Mi ego seguía a través de los años, empujando mi modestia. Una tarde vino con la
filmadora y realicé un “Piloto” aceptable. Más adelante aproximándose fin de año en navegación,
también filmó la fiesta de Navidad y Año Nuevo. El menú, digno del mejor hotel fue también
filmado con las palabras del capitán y la ovación que me brindaron. El canto lírico del tercer oficial,
un estudiante de tenor, que nos conmovió con sus arias y nos rompió los oídos sonando una
trompeta. El no estar acostumbrado a beber, (prohibido terminantemente). Solo una copa en esos
días festivos, mareado por su falta de costumbre, tuvimos que aguantar el “New York, New York”
más o menos hasta bien entrada la mañana. Entre nuestros tripulantes se destacaba por su
educación, su don de buen muchacho, espíritu de colaboración, etc., etc., un joven bombero de gran
altura y físico imponente. Con modestia tomaba su alimento y lo agradecía como lo hacen los
grandes, en el mejor sentido de la palabra. Cuando llegamos al puerto petrolero brasileño de Angra
Dos Reis, por la noche, un remolcador tomó los cabos, lo enganchó en la vita y comenzó su
remolque. Al lado del cabrestante que manejaba un marinero se colocó España, el bombero antes
mencionado, para darle una mano. El tirón del remolcador rompió el cabo y el chicotazo lo degolló.
Nada lo pudo salvar. Toda la tripulación quedó con un profundo dolor. Perdimos a un compañero
incomparable. Otra víctima en aras de un trabajo harto peligroso.
De ahí en más, nuestros viajes no fueron tan alegres y divertidos. Los zafarranchos fueron más
seguidos como práctica de salvamento y el máximo de cuidado para evitar nuevos accidentes.
En uno de mis francos tuve que ir a Prefectura para obtener mi diploma de experto en práctica de
primeros auxilios. Cuando el profesor explicaba los accidentes que pueden ocurrir
involuntariamente, un tripulante de no sé que buque acotó a viva voz: “¡Hubo un cocinero en el
“Ingeniero Huergo” tan boludo que puso el cuchillo al revés en un pollo y casi se corta toda la
mano”.
Me levanté de mi asiento medio cabrero y dije: “Permiso señor, el boludo soy yo”. Ante las
carcajadas de todos, le expliqué al maestro punto por punto lo que había sucedido. Ahora, antes de
pegarle con la palma de la mano a un cuchillo, primero lo miro con una lupa.
Siguieron mis viajes en el “P. Illia” con Guerra y Verón en un idilio que, según ellos, se debía a que
la tripulación comía satisfecha y el viejito trabajaba sin la presión de ningún sindicalista.
Un día subió un mozo y ! Oh! Sorpresa era Britos. Mi viejo conocido del “Borrasca” y rajado
violentamente del S. U. P. E por ser el primero que cantaba las cuarenta. Charlamos largo y tendido,
nos pusimos se acuerdo en muchas cosas, pero en otras no. En realidad nos llevamos bien. Trabajó
un tiempo en los “Aliscafos” que van a Montevideo y por lo que contó, le rompió las bombachas y
fornicó a todas las mujeres que subieron a esas naves. Por las dudas no digo las fechas, por que
pueden ligarla algunas virtuosas señoras por culpa de este macaneador. Al otro día de llegar a Brasil
se había fornicado a todas las mujeres, menos a la señora del Presidente, por que estaba de gira por
Australia.
En otro de mis viajes, frente a las costas de Montevideo hicimos un “Topof” con el nuevo buque
tanque “San Jorge” recién adquirido por la empresa y otra sorpresa. ¡Pero esta vez de las grandes!
Su capitán era José Manuel Rojas.
El mismo que me desvirgó en el “Borrasca”. Con él, a través de los años nunca pude navegar. Por
lógica, nuestro encuentro fue muy emotivo y los recuerdos se agolparon como bolillas en el sorteo
del “Loto”.
Después de charlar un rato, evocar gratos recuerdos y reírnos de algunas de mis humoradas, se
despidió para llevar al “San Jorge” frente a Punta del Este y recibir combustible para seguirnos en el
viaje que realizábamos a Brasil.
Cuando estábamos frente a los morros de Porto Alegre, Guerra me comunicó que el “San Jorge”
tuvo la desgracia de encallar en una gran piedra frente a las costas de San Ignacio en Punta del Este.
La avería era grave y el derrame, muy importante. Estaban evaluando los daños. Rápidamente
buques de alije acudieron a desagotar los tanques sanos. Las noticias recibidas decían de la
gravedad de la situación, pero a mí me preocupaba la situación embarazosa en la que se encontraría
en esos momentos mi amigo Rojas.
En la descarga en San Sebastián, a mí preocupación por Rojas, se sumó que al llamar a mí casa por
teléfono no encontraba respuesta por varias horas. Llamé a una hermana que me comunicó que a
una de mis hijas la había atropellado una moto rompiéndole la rodilla, amén de una fisura en el
hombro. Estaba siendo operada en el Hospital Francés y por lógica mi señora la acompañaba.
Cuando acudí a la cocina para realizar mis tareas, cortaron el aire acondicionado por una avería y el
calor pasaba los setenta grados. Cuando llegó Britos el mozo acostumbrado a comer solo en un
apartado, como no podía soportar el calor, fue a hacer quilombo en el puente, pero no tuvo mejor
idea que acordarse de sus tiempos de “Sindicalista”. Comenzó su discurso de la siguiente manera:
“Señores, en la cocina tienen a un pobre viejo que está trabajando con un calor impresionante, si se
les muere los hago responsables, por que nadie puede trabajar en esa cocina con semejante calor”.
Era él, el hijo de puta que no aguantaba el calor y me tomó de “perejil”. La lógica preocupación por
Rojas, la terrible noticia de mi hija en el quirófano, y el calor reinante se aunaron para que el primer
oficial me tomara la presión arterial. Sabíamos el oficial y yo que el tensiómetro adelantaba unas
líneas, en una palabra, estaba descompuesto. Una vez tomada la presión el primer oficial dijo: “si el
tensiómetro anduviera bien, vos estarías clínicamente muerto”. “¿Quiere decir que esta mierda no
vale nada?” dije. “En realidad algún poco de presión debes tener después de tantas malas noticias”,
dijo el oficial. Cuando hablé con mi esposa, esta vez en navegación, le pedí después de saber que mi
hija se encontraba convaleciente, que me mandara un tensiómetro nuevo, pues el que teníamos en el
barco no andaba. El pedido me llegó al buque, pero no fue muy del agrado de las autoridades de la
compañía. En Puerto Rosales desembarqué sin novedad y al llegar a casa por lo menos supe que mi
hija quedaría afectada sólo en un treinta por ciento de su rodilla a la cual le colocaron dos clavos de
platino.
Otra de mis preocupaciones se disipó al hablar telefónicamente con la señora del Capitán Rojas, que
me tranquilizó sobre los estudios hechos en el accidente del “San Jorge”. Los peritos en accidentes
de este tipo determinaron que la única culpabilidad la tenían los dos países. Argentina y Uruguay.
Sobre todo este último, pues en la carta de navegación no figuraba semejante escollo. Tampoco se
encontraron en las cartas de navegación treinta y cinco escollos de la misma dimensión que había
destrozado al “San Jorge” y podían haber causado otras averías semejantes.
En todo el mundo, de vez en cuando suceden catástrofes con buques tanques, pero pocas son las
veces que suceden por causas humanas, llámense bomberos, primeros oficiales, capitanes etc. , etc.
Muchas veces la mala construcción de un casco, la mala calidad de una válvula, o un inesperado
meteoro arrastra al buque a un arrecife y lo parte como un huevo. El peligro de incendio es
permanente pese a que las medidas de seguridad en todas partes del mundo son estrictas. En nuestro
buque, estaba prohibido fumar hasta en los camarotes. Los detectores de humo y de calor, daban
una alarma al puente, Los marineros de turno acudían al lugar con suma rapidez. Desgraciadamente
a veces revientan por la presión, las mangueras de conectar las boyas con el buque, pero son
rápidamente detectadas y paran automáticamente la carga o descarga del combustible hasta su
reparación. El problema principal humano es en el lavado de tanques cuando se cambia el producto,
o cuando el buque debe entrar a reparación.
El remanente del lavado de los tanques con solventes especiales y productos altamente cáusticos,
debería ser alijado y eliminado o recuperado en tierra. Pero se arroja el producto al mar por falta de
vigilancia en nuestras costas y ríos, y mucho más en alta mar fuera de las doscientas millas marinas.
Esa desaprensión existe en fábricas cercanas a los ríos donde arrojan toda clase de desechos,
venenos, mercurio, cianuro, etc., etc. En el conurbano donde los gases tóxicos de los camiones,
colectivos y automóviles envenenan al ciudadano. Los mismos ciudadanos que a veces dejan las
bolsas de basura en cualquier lado y los cartoneros se encargan de desparramarla para que cuando
caigan dos gotas de lluvia se inunde la ciudad por que los desagües son de la época colonial. Por eso
creo que el virus de la “Crapulina” está en casi todos los que desgarran sus vestiduras.
Rechacé un nuevo pedido de embarque pues las cosas en mi casa no marchaban bien. Mi hija
enyesada debía ser cuidada por mi señora. Mi mujer que me necesita a su lado para ayudarla en
todo. Una nueva revisada dio como resultado que estaba algo tensionado, pero una cámara gamma
confirmó mi buen estado de salud. Así que momentáneamente abandoné la navegación. Mi “piloto”
grabado en video, fue analizado en el canal siete, que devastado por anteriores gestiones lo dejaron
solo con su cascarón. Un nuevo “piloto” dio como resultado ser aceptado en el programa “El
Parlamento de Lita”. Roberto Monford y Becerra, en esos momentos conducían el canal, y tuvieron
la deferencia de recomendarle a la señora Teresa Figari, productora asociada, a grabar dos
programas en el “ISER” donde ella era profesora. El gusto de salir al aire me lo di.
Dos programas editados y siete en vivo me dieron la oportunidad de que, por lo menos, la “Liga de
amas de casa” en sus parlamentos me aplaudieran y esto no es ficción, está grabado. Y yo me di el
gusto que había soñado muchas veces.
Pero una cosa es soñar y otra sacarle un mango a Lita, Monford y Becerra. (A un ladrillo es
imposible escurrirlo como toalla mojada).
En el canal siete había menos plata que en el monedero de mi señora antes de cobrar su jubilación.
Monford, me dio el gusto y se lo agradecí profundamente.
Pero en busca de nuevos horizontes, escuchando las voces que hace tantos años me aconsejaron que
escribiera un día mis aventuras, Tomé mi vieja máquina de escribir, y hoy, en el año dos mil uno
todavía sueño evitar la “Crapulina”.

NOTA DEL AUTOR:

Harengus S. A. fue y sigue siendo una compañía de vanguardia en la República Argentina. Gracias
a la conducción del señor Mario Ordiales (Ex de Pescasur S.A.), “Mandrake” Churruarín, Martín
Olmos y otros, que agregaron al pesquero de mis amores “Harengus”, una importante flota de otros
barcos que dieron muchas satisfacciones al grupo “Bridas”. Mis recuerdos a todos.
Al pedir información a Pescasur S. A. por fax, no me dieron bola. Sin duda, mi barco inolvidable
“Alvamar II”, sin Domingo y Ordiales, fue comido por ratas y cucarachas.
EL DESPELOTE FINAL (Capítulo agregado)
Cuando puse punto final a mi libro, creí merecer un descanso en mi atormentada vida marítima.
Pero una cosa es creer y otra la realidad. Varios quilombos se amontonaban y se siguen apilando en
esta Argentina pródiga en presidentes corruptos, legisladores chorros, jueces de mala entraña, la
Corte Suprema digna de dar fallos en las cloacas del "Palacio de Justicia", banqueros ladrones,
sindicalistas millonarios, doscientas o trescientas familias dueñas de la república, y el resto de los
ciudadanos tratando de sobrevivir en equilibrio o debajo de la línea de pobreza. Lógico es pensar
que en esta maraña de sinvergüenzas hay y hubo moscas blancas, pero éstas sucumben en la
telaraña de la política indecente. Mis perspectivas de editar se diluyen en la inflación despiadada y
el tono humorístico de mis recuerdos, se desinflan cuando en las librerías veo la mesa de saldos.
La miseria está golpeando a la clase media, la desocupación aumenta todos los días, y las
perspectivas de una mejora se ven cada día más lejanas.
Después de olfatear el quilombo que venía, llamé por teléfono al capitán Guerra para comunicarle
que estaba dispuesto a navegar nuevamente. El PAMI y los delincuentes que lo dirigían tenían
mucho que ver en esta decisión.
Después de saludarme efusivo me preguntó: ¿Tiene su libreta de embarque al día?
El censo está al día, me falta la revisión médica y listo dije inocentemente.
Ojo que ahora las exigencias de Prefectura son rigurosas, acentuó.
Capitán: Usted sabe que soy un "Perro de presa", no arrugo ante ninguna dificultad, y de salud estoy
bien, pese a tener en el cuerpo algunos metros de cicatrices, acoté.
También debe poner al día sus exámenes de supervivencia, lucha contra el fuego, primeros auxilios,
familiaridad en buques tanques.
Siguió: En Prefectura dan estos cursos sólo dos meses en el año, en el Sindicato S. O. M. U. son
gratuitos todo el año, póngase al día porque tengo algo para usted, continuó, lo felicito por su
interés y téngame al tanto de sus progresos. ¡Suerte!
En Prefectura los cursos se dictaban sólo dos meses en el año. Distaban mucho del día que
pregunté.
En Y. P. F. me dieron todos los títulos obtenidos. Prefectura los rechazó por tener más de diez años
pese a exceder horas (Clase).
En el S. O. M. U. me atendió un “opa” después de haber pasado por el tamiz de dos guardias de
seguridad.
Todo lo que pretende usted es imposible. Primero porque los cursos se “dan a lo muchacho de
nosotro se dan”, aparte sos viejo, tenés que jubilarte y no sacarle el pan a “lo muchacho que están
cagado de hambre están”.
Para no llegar al crimen contesté:
“Sos el menos indicado para decir tantas boludeces. Primero porque estás bien jubilado gracias a los
acomodos de los muchachos (del Congreso). Segundo porque sos más viejo que la injusticia y le
estás sacando el pan de la boca a un verdadero empleado. Tercero, me subió la “tanada” a la cabeza,
¡Te vas a la puta que te parió!”
Los guardias impidieron un trompazo, invitándome a rajar cuanto antes, y el viejo se salvó por que
yo no tenía un arma en la cintura.
¿Dónde mierda darán los cursos? me pregunté. La contestación provino de "Colminsur" la última
compañía en que trabajé. Los cursos se dictan particularmente en la calle Uruguay 911 P. 3 "Bureau
para guardias y gente de mar"
"Panamá Marítime". Servicios de documentación internacional. ¿Costo? Doscientos cincuenta
dólares.
Supervisado y examinado por gente de Prefectura. ¡Jarajajay...! ¿Cuándo no? El “Curro” en marcha.
¡Otra vez la guita, otra vez los cursos, otra vez insuflar muñecos, otra vez al agua agarrándose los
huevos!
“¿A propósito? le pregunté al profesor, “¿por qué hay que agarrarse los huevos antes de tirarse al
mar en caso de abandono?”
“Porque al ser la parte más delicada del cuerpo, es la que más sufre al chocar con el agua” contestó.
“Dígale a sus alumnos que en caso de abandono se agarren la garganta, por que ahí es donde tienen
los huevos los tripulantes cuándo se arrojan al mar. Lo sé por experiencia”, respondí ante la
carcajada general.

Pese a mi edad, los cursos los rendí con amplitud y la guita la largué con tristeza. La revisión
médica, aunque muy rigurosa fue óptima. El único signo de interrogación se incrusta
permanentemente en mi mente y me deja atónito y es lo que después comprobé navegando. ¿Cómo
hacen para pasar el curso dictado en el Sindicato, algunos tripulantes que no saben donde están
parados y tienen menos neuronas que un gato? ¿Cómo pasan la revisión médica? , si en la sangre
tienen mas alcohol que glóbulos. En Cuba, Puerto de Cienfuegos, hace unos meses, fueron echados
del país seis tripulantes, entre ellos tres oficiales. Algunos por borrachos irrespetuosos, otros por
boludos. A esta lista le voy a agregar algunos oficiales más, llámense maquinistas, jefe de cubierta y
capitán, casi todos por inútiles, éste último por presunción de afano.
En otro libro brindaré detalles de un viaje truculento por el Caribe en el "ASTRA VALENTINA”.
UN ADELANTO
El "Astra Valentina" es un buque carguero de "Transportes Navales" perteneciente a la Armada
Argentina, gemelo del buque "Astra Federico" que está esperando su desguace en el muelle.
El primero fue arrendado por "Celta Mar", una compañía que debía por contrato hacerse cargo de la
reparación y por suerte para los que fuimos sus tripulantes, depositar una garantía de seiscientos mil
dólares para cubrir cualquier despelote. Algo no raro en esta clase de transacciones. Por supuesto
los quilombos existieron, los inútiles pulularon, los chorros no faltaron, pero gente buena y proba
tampoco. (Marineros, mecánicos, engrasadores, pilotines, que después tuvieron que reemplazar a
oficiales inservibles).
Por suerte mi aventura en el "Astra Valentina " de julio a diciembre del año dos mil dos terminó
felizmente.
Dejo en suspenso mi compromiso de escribir una nueva historia, donde se mezcla lo canalla con la
grandeza, lo sutil con la brutalidad, y la burrada con el ingenio.
No puedo pasar por alto, la intervención de "Transportes Navales" que tomando el "Toro por los
cuernos", salvaron en cierta manera nuestro peculio, y por que no decirlo, nuestras vidas.
En esta fantochada, con veinte días al garete en alta mar, un capitán estúpido, y los motores sin
repuestos, vimos muchas veces a los tiburones con tenedor y cuchillo esperándonos en el mar para
almorzarnos.
Poner al día un libro y editarlo en esta época, año dos mil dos, es una tarea casi imposible en este
país de gobernantes delincuentes, con una inflación terrorífica, amén de una moneda desvalorizada.
Esperaré con paciencia un cambio fundamental en Argentina, trato de creer que alguna vez los
delincuentes vayan en cana sin que los saquen los amigos diputados de turno, sueño con la
estabilización de la moneda, con niveles normales de ocupación, añoro los años en los que
Argentina ocupaba un nivel preponderante en el mundo, sigo soñando que algún día mi libro sea un
“Best-seller” y no vendido en una mesa de saldos.
Pero antes de poner punto final, exprimí mi cerebro buscando al culpable de nuestras desdichas.
Hurgué la historia, analicé la vida de nuestros próceres y encontré al culpable: fue Santiago de
Liniers, el marino francés que frenó dos veces las invasiones inglesas.

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