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Enrique Timón

CRÍTICA DE LA
REALIDAD ESTABLECIDA
Ensayo sobre los fundamentos
de la ciencia fenomenológica

Biblioteca Universitaria
© Enrique Timón Arnaiz
© Editorial "Novo Século"
Iria Flavia - Padrón
Tfno: (981) 810847
ISBN: 84-87777-31-7
Depósito legal: C-1337-91
Primera edición: octubre 1991
Segunda Edición: octubre 1993
Diseño Colección y Cubiertas: Nel Rodriguez
En memoria de FÉLIX ARNAIZ IBEAS, mi
primer amigo, mi primer maestro, mi abuelo.
Reconocimientos
Quisiera aprovechar este espacio para, antes de nada, agrade-
cer su inestimable colaboración a cuantos me escucharon y co-
mentaron estas ideas, fuese en la rigidez de las aulas, entre la
algarabía de una cafetería o en la intimidad de una habitación.
Agradezco, igualmente, el interés, los valiosos comentarios y
sugerencias de cuantos leyeron y estudiaron el manuscrito en
sus distintas versiones y fases de desarrollo; especialmente a:
Alejandro Bugarín Lago (filósofo), Marta Canto Pérez (psicóloga),
Fernando Gómez Pombo (filósofo), Rafael Baliñas (filósofo),
Álvaro López (filósofo), Simón Fernandez (filósofo), Jose Luis
Gonzalez (Universidad de Santiago), Fernando Montero Moliner
(Universidad de Valencia), Jose Luis Barreiro (Universidad de
Santiago), Juan Vazquez (Universidad de Santiago), Angel
Álvarez (Universidad de Santiago) y Javier San Martín (UNED.
Madrid).
Mis reconocimientos también muy especialmente a Luis Abad
(Universidad Complutense. Madrid), quien me introdujo hace ya
diez años por las sendas de la Filosofía, lo cual nunca podré agra-
decer suficientemente.
Muy particularmente quiero subrayar mi gratitud para con
los componentes del "Grupo de Investigación y Pensamiento" de
la Sociedad Gallega de Filosofía, cuya colaboración, en las sesiones
que sirvieron de soporte a este escrito, tiene para mi un valor
incalculable. Ellos son, principalmente: Ricardo Paz Díaz (filóso-
fo), Belén López Gómez (filósofa), Miguel Martínez Quintanar (fi-
lósofo), Pilar Blanco Tuimil (filósofa), Ramón Sánchez Iglesias (fi-
lósofo) y mi muy estimado amigo Nel Rodriguez Rial (Universi-
dad de Santiago), quien además es, en buena medida, responsable
de la existencia de este escrito, al animarme insistentemente a
llevarlo a cabo; lo cual agradezco muy especialmente.
Por último, agradezco a mi hija Krystal, de cuatro años, lo
mucho que me ha enseñado sobre la constitución del conocimien-
to y de la realidad, a partir de sus experiencias y reacciones en
los primeros años de su vida. Y a Luis Fagundes su esmerada
labor en la versión gallega de esta obra.

Enrique Timón, 1991

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Indice general
PROLOGO ............................................................................... 9
Prefacio (segunda edición) ....................................................... 17
Modificaciones sobre la versión anterior .................................................... 17
Del contenido y la lectura ........................................................................ 20
Prefacio (primera edición) ....................................................... 27

CRITICA DE LA REALIDAD ESTABLECIDA


ENSAYO SOBRE LOS FUNDAMENTOS
DE LA CIENCIA FENOMENOLÓGICA

Capítulo Primero.
EL PROYECTO DEL PERSPECTIVISMO
§ 1. ¿Por qué creemos en una determinada modalidad de lo real? ... 33
§ 2. El «rigor demostrativo» en la investigación teorética ................ 34
§ 3. Los sentidos del rigor ....................................................................... 37
§ 4. Saber y verdad .................................................................................. 39
§ 5. Aceptación y validez ........................................................................ 42
§ 6. Los saberes rigurosos ...................................................................... 43
§ 7. La tarea del perspectivismo ............................................................ 47
Capítulo Segundo.
LA CONSTITUCIÓN DEL METODO
§ 8. Hacia una revisión crítica del método cartesiano ....................... 51
§ 9. Evidencia y genio maligno .............................................................. 53
§ 10. La duda en tela de juicio ................................................................ 54
§ 11. Los sentidos de las creencias ........................................................ 61
§ 12. El papel de la duda ......................................................................... 68
§ 13. Condiciones generales del método ............................................... 72
Capítulo Tercero.
LA BÚSQUEDA DE UN PUNTO DE PARTIDA
§ 14. Genealogía de los datos radicales de la tradición ...................... 77
§ 15. Gnoseontología ............................................................................... 82
§ 16. La hipótesis de la Ilusión y el dato radical ................................. 86

5
§ 17. Las vivencias como dato radical .................................................. 93
§ 18. El mundo vivido ............................................................................. 96
§ 19. Estructura del mundo vivido ..................................................... 100
Capítulo Cuarto.
ANALÍTICA DEL MUNDO VIVIDO
§ 20. Consideraciones preliminares al estudio de las condiciones
constitutivas del mundo vivido .................................................... 105
§ 21. El mundo vivido como problema ............................................... 109
§ 22. Momento del mundo vivido y mundo latente ......................... 112
§ 23. El sentido del mundo vivido ....................................................... 114
§ 24. El sentido y lo sensible ................................................................. 116
§ 25. Estática y dinámica del mundo vivido ..................................... 122
Capítulo Quinto.
EN TORNO A LA REALIDAD EFECTIVA
§ 26. La presencia del «otro» en el «mundo vivido» ........................ 125
§ 27. Mitología de la realidad auténtica ............................................. 128
Primer mito. La «cosa en sí» ......................................................... 129
Segundo mito. Conciencia para sí ................................................ 130
Tercer mito. El ámbito trascendental .......................................... 131
Cuarto mito. El consenso de los otros ......................................... 134
Quinto mito. La intersubjetividad lingüística .......................... 135
Sexto mito. El solipsismo ............................................................... 137
§ 28. En torno a las condiciones de posibilidad de la «realidad
efectiva» ............................................................................................. 138
§ 29. La «realidad efectiva» del centro de referencia ....................... 142
§ 30. Notas para el estudio de la realidad efectiva ........................... 143
§ 31. Conclusiones al estudio de la realidad efectiva ....................... 147
Capítulo Sexto.
FUNDAMENTOS CONSTITUTIVOS DE LAS ENTIDA-
DES EN EL MUNDO VIVIDO
§ 32. Plasticidad e inconmensurabilidad de las entidades ............. 151
§ 33. El imperativo de sentido en el universo de entidades ............ 153
§ 34. Identidad, causalidad y sustancialidad .................................... 154
§ 35. Sobre la movilidad, espacialidad y temporalidad .................. 157
§ 36. Orden y desorden en el universo de entidades ........................ 160
§ 37. Enmascaramiento y dominio de la realidad efectiva .............. 162

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Capítulo Séptimo.
LA CONSTITUCIÓN DEL MUNDO VIVIDO
§ 38. Acerca de toda investigación que pretenda indagar en la
constitución del mundo vivido...................................................... 165
§ 39. El papel del centro de referencia en la constitución del mundo
vivido ................................................................................................. 167
§ 40. El entorno de individuos ............................................................. 170
§ 41. La condición social del mundo vivido ...................................... 173
§ 42. El lenguaje como uso entre los usos ........................................... 175
§ 43. El papel del lenguaje en la constitución del mundo vivido .... 179
§ 44. Posibilidades y límites de la comunicación ............................. 181
Capítulo Octavo.
LA REALIDAD ESTABLECIDA Y SUS MODELOS TEÓ-
RICOS
§ 45. Constitución de la «realidad» en el mundo vivido ................. 185
§ 46. La realidad establecida ................................................................ 186
§ 47. Las construcciones teóricas de la «realidad» ........................... 188
§ 48. El modelo mítico ........................................................................... 189
§ 49. El modelo metafísico .................................................................... 194
§ 50. El modelo científico ....................................................................... 197
Capítulo Noveno.
EL OCASO DE LA VERDAD
§ 51. Constitución de la verdad en el mundo vivido ....................... 203
§ 52. La importancia del rigor demostrativo y la validez de los sabe-
res ....................................................................................................... 204
§ 53. Consecuencias de una Crítica de la realidad establecida ....... 206
§ 54. Recuperación del tema de la crisis del pensamiento .............. 207
§ 55. Algunas notas sobre este bosquejo ............................................ 210
Epílogo.
LA CIENCIA FENOMENOLÓGICA
§ 56. La Critica de la realidad establecida como fundamentación de
la ciencia fenomenológica ............................................................... 213
§ 57. Preliminares metodológicos ....................................................... 214
§ 58. La seguridad gnoseontológica del fenómeno ........................... 217
§ 59. El mundo vivido como ámbito gnoseontológico hermético .. 223

7
§ 60. El problema de la intersubjetividad .......................................... 227
§ 61. Los desarrollos de la ciencia fenomenológica .......................... 231

Glosario ................................................................................. 235


Indice analítico ...................................................................... 241

8
PROLOGO
por Nel Rodriguez Rial
E l libro que tiene en sus manos es, querido lector, la primicia
que, con esperanza y contenida expectación, entrega al público
un joven filósofo. Resulta más bien extraño y paradójico que en
estos tiempos preñados de ansias por alcanzar un lugar bien re-
munerado en la colmena productiva, un joven talento se decida
con resolución a esa labor, en apariencia inútil y estrafalaria, de
hacer filosofía. Es admirable que este saber milenario, este tesoro
que tiene la paradójica virtud de condenar a la miseria a todos
aquellos que lo poseen, consiga todavía hoy seducir la voluntad
juvenil de un mozo y ponerlo a su servicio. En filosofía, las voca-
ciones son también muy escasas.
Los tiempos, sin duda, no son propicios para el ejercicio del
pensamiento. En esta sociedad cada día más pragmática, en la
que los territorios del saber se programan y estructuran por los
poderes públicos en función de las necesidades, cada vez más
diversificadas y concretas que tiene el sistema productivo, el lu-
gar para un pensar teórico, puro, es cada día más reducido y
también, cada vez, menos apreciado.
Sin embargo, éste es un tiempo que necesita del ejercicio filo-
sófico. Vivimos una época apasionante, un tiempo rico en aconte-
cimientos, abundante en cambios y sorpresas. Muchas de las
ideas e instituciones, de los medios y fines que nos parecían más
normales y naturales para entender y gobernar nuestra vida pri-
vada y colectiva, se nos revelan ahora como inservibles, adquie-
ren un rasgo de aparatos ortopédicos que nos molestan mucho
más que nos ayudan. Es en este ambiente de zozobra ideológica,
en el que el pensamiento se hace de nuevo imprescindible y nece-
sario. Todo tiene que ser pensado de nuevo. Esta nueva realidad
que se configura no puede encontrar acomodo en los odres gasta-
dos del viejo pensar. Pensar lo nuevo, supone, casi siempre, un
nuevo pensar; implica tener que renovar los instrumentos con
los que analizar y estudiar esa realidad naciente, con los que
abrir los caminos que nos permitan transitar con confianza por
ese nuevo mundo. Es por esta razón, que el filósofo es un eterno
principiante: el es un Sísifo condenado a comenzar, una y otra
vez, su dura tarea.

9
Pues bien, la obra que usted acaba de adquirir es un ejemplo
paradigmático de cuanto acabamos de decir. Nació de una toma
de conciencia, muy viva y aguda en su creador, de la crisis que
sacude a nuestra civilización. Una crisis que afecta también a la
médula misma de nuestra cultura: la filosofía. Ella encarna de un
modo ejemplar esta crisis, esta zozobra ideológica que vivimos.
Hoy también el filósofo se encuentra en un mar de dudas. Pero
lejos de ser esta una situación desesperada, es, paradójicamente,
la circunstancia más propicia para que tenga lugar ese ejercicio
natatorio de salvación que es el filosofar. Es en las situaciones de
naufragio en las que la labor del filósofo, del pensador, se hace
imprescindible: el está llamado, como decíamos, a esa tarea
sisífica de ir una y otra vez del saber a la ignorancia y de la
ignorancia al saber, tal vez sin garantía de alcanzar reposo algu-
no, por mucho que lo intente, en esa su heroica tarea.
La Crítica de la realidad establecida nació de esa toma de concien-
cia del extravío ideológico y filosófico que sacude a esta
finisecular época de la postmodernidad. Al amparo de la Sociedad
Gallega de Filosofía se gestó en 1990 un equipo de trabajo que se-
manalmente se reunía en recogido pub de la ciudad vieja con el
fin de meditar fraternalmente sobre nuestro tiempo. Aquel grupo
de aprendices de filósofo tenía -y sigue teniendo- como señas de
identidad su permanente inconformismo con la situación de di-
misión del pensamiento: las filosofías de esta postmodernidad
tienen debilitado la razón filosófica y dejado el pensamiento en
una postración e inanición que puede resultar letal para la filoso-
fía; su actitud crítica respecto de nuestra cultura científico-tec-
nológica y del mundo por ella erigido, que lejos de hacer el amor
al hombre y a la Naturaleza, lo viola y destruye; una honda de-
sazón también sobre el rumbo destructivo que el hombre occi-
dental le está imprimiendo a la Historia (grave deterioro
ecológico del planeta, destrucción masiva de culturas, desapari-
ción de pueblos, aumento de las desigualdades económicas, so-
ciales y culturales, progresiva idiotización e orwellización de
nuestras sociedades telemáticas, etc.); preocupación, en fin, por
encontrar y definir un nuevo pensamiento atendiendo, no tanto a
las coordenadas geográficas, sino a los problemas que le dan
cuerpo y rostro a nuestro tiempo -problemas que desbordan el
marco espacial en el que nos toco la suerte de vivir, y que impli-
can ya al conjunto de la humanidad.
Aquel equipo de pensamiento e investigación nació al calor de
una fraternidad filosófica fraguada -¡quien lo diría!- en las aulas

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de la Facultad de Filosofía de Santiago. Si, el espíritu de la Filoso-
fía también puede soplar y hacer oír su voz en los desiertos. La
soledad intelectual sentida y sufrida por algunos de nosotros,
nos llevó a crear la Sociedad Gallega de Filosofía con la sana inten-
ción de que constituyese un foro de encuentro de aquellos que
sienten en nuestro país la orfandad de pensar. Desde su misma
constitución, aquel equipo se dio la tarea irrenunciable de pensar
su tiempo. Elegimos la crisis de la filosofía como hilo conductor
para realizar un análisis más amplio y general de la crisis de
civilización en la que estamos inmersos.
El continente que íbamos descubriendo era inmenso y sabía-
mos que en recorrerlo gastaríamos buena parte de nuestro inme-
diato futuro. Mas un problema nos salió al paso nada más iniciar
nuestra andadura: era la diversidad de mapas, de códigos de
ruta, con los que estábamos operando. Había cierta dificultad
para entenderse, para saber que quería decir, hacia a donde que-
ría apuntar cada quien cuando hablaba. Aquel pequeño grupo de
expedicionarios no hacía sino reproducir en él el babelismo de
escuelas, corrientes y filosofías, que cohabitan en este zoco in-
menso y sobrecargado en el que se convirtió este fin de milenio.
Se necesitaba conjurar la confusión, aunar los lenguajes, elegir
una vía de acceso que concitara la confianza de los más a fin de
hacer posible nuestra investigación. Había que acertar con el ca-
mino; es decir, con el método. Se nos imponía la necesidad de
operar rigorosa, metódicamente, desde el principio. Debíamos
entrar con las armas afiladas y a punto en este renovado esfuer-
zo por pensar. Tomamos conciencia de que nuestro reto era sólo
nuestro, de que no era posible ya pensar desde otros. Debíamos
ser fieles a nosotros mismos, soportar el riesgo de equivocarnos,
resistir la tentación de utilizar los pensamientos de los otros
como lazarillos que nos garantizasen una travesía sin sobresal-
tos ni extravíos. Se imponía aceptar el hecho, siempre compro-
metido, de ser mayores, filosóficamente hablando. Tal como suele
pasar en la vida familiar, había que romper con nuestros padres,
marcar distancias de los maestros que nos precedieron en el duro
y difícil ejercicio de filosofar. Pero estábamos convencidos de que
era éste el primer movimiento en la aventurada carrera de hacer
filosofía: distanciarse del pasado, destruir la obra de aquellos que
nos antecedieron, aniquilar su autoridad midiendo nuestras pro-
pias razones con las razones de ellos, tal como crece el hijo joven
destruyendo los viejos argumentos de su padre. Había que

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sacudirse, pues, el peso de la historia: era menester que los muer-
tos dejasen pensar a los vivos.
Y con este talante tanático frente a los que nos antecedieron,
nos dispusimos a estrenar nuestra vida de filósofos comenzando
de cero, llevando al pensar a sus mismos orígenes. La tarea era
dramática: se trataba de buscar un punto de partida seguro, de
encontrar un camino firme que nos condujese, lo más rigoro-
samente posible, al corazón de los problemas que tiene nuestro
tiempo. Fue entonces cuando uno de los jóvenes que componía
aquel grupo se atrevió a romper el círculo de timidez en el que
suele habitar para insinuarnos que tal vez algo en lo que el venía
trabajando podía ayudarnos en esa voluntad de radicalizar -es
decir, de llevar hasta sus mismas raíces- él pensar. Nunca creí
que, lo que tan modestamente se nos brindaba, tuviese el alcance
y valor filosóficos que resultó poseer.
Aquel joven llegó un miércoles con su haz de cuartillas dis-
puesto a sufrir las iras de nuestra exigencia e inconformismo
metodológi-cos. Comenzó, lo recuerdo bien, por leer un par de
cuartillas en las que se nos recomendaba un cierto espíritu de
renuncia y una buena dosis de paciencia: renuncia a nuestros
viejos hábitos de pensar e invitación a guardar bajo llave nues-
tros prejuicios, nuestras ideas y creencias más firmes; renuncia a
nuestra confianza en una determinada fe filosófica; y, en fin, pa-
ciencia para con él y para con las dificultades que el nuevo cami-
no, que se nos proponía seguir, entrañaba. Fue así, como una vez
ganada -no sin resistencias- nuestra paciencia y habiendo des-
pertado en nosotros el interés por lo que escondían el resto de las
hojas manuscritas, comenzó a exponer el fruto de lo que dijo ser
años de profunda investigación.
Sin duda éste es el lugar más oportuno para reconocer la sor-
presa agradable y la admiración que aquellos trabajo desperta-
ron en mi. Estaba asistiendo, sin duda, a uno de los intentos más
serios y meditados de radicalización del pensar. Aquel joven
comprendió, antes que ninguno de nosotros, que la primera mi-
sión del hombre resuelto a hacer filosofía es poner patas arriba
todas las verdades comúnmente aceptadas; es someter a crítica
todas las evidencias que van «de suyo»; es llevar delante del tri-
bunal de nuestra propia razón a todos los conocimientos y certe-
zas investidos de autoridad y que acostumbramos a juzgar como
indubitables e inamovibles. Él encarnaba con perfección al filóso-
fo que desea comenzar con radicalidad y rigor metodológico su
tarea: su obra era un ejercicio admirable de hacer pasar por el

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molino de la duda y de la sospecha todo cuanto había recibido,
con el fin de comprobar si alguna de las verdades que nos pare-
cen de sentido común o bien alguna de las aceptadas y propaga-
das por la ciencia o la filosofía soportaban hasta el fin la impla-
cable prueba de la duda sistemática. Sólo así -se nos decía- po-
dremos estar seguros de que el edificio de nuestro discurso filosó-
fico no descansa sobre presupuestos y prejuicios aceptados de
manera acrítica, sino que se encontraba instalado sobre verdades
sólidamente conquistadas.
Y era cierto cuanto se nos proponía. Propiamente hablando, el
filósofo sólo comienza a ser filósofo cuando renuncia a todas las
verdades y evidencias heredadas, sea a través del legado hecho
por los demás filósofos o científicos que le precedieron, sea a tra-
vés del rico patrimonio de verdades alcanzadas en la vida coti-
diana. Es por esto que el filósofo debe realizar una auténtica ta-
rea de deconstruc-ción de las filosofías anteriores, con el fin de
sorprender cuales han procedido con ingenuidad y cuales lo han
hecho con rigor metodo-lógico. Era a esta tarea de desescombro,
de dejar limpio de presupuestos, de falsas ideas y conocimientos,
el solar sobre el que el filósofo principiante debe erigir su pensa-
miento; era a librar una batalla contra la historia de la filosofía a
lo que nos convidaba el joven autor de aquellas cuartillas. Se tra-
taba de destruir para construir; se nos proponía aplicar la duda
universalmente a fin de alcanzar una «tierra firme» para el pen-
samiento. El intento no era nuevo: gozaba de una larga y rica
historia. Los pensadores más inconfor-mistas de la filosofía, tal
vez también los más profundos, fueron los más críticos con la
tradición que heredaron. Basta con recordar las figuras de Des-
cartes, Hume, Kant, Nietzsche, Husserl u Ortega. Era en el fuego
de esta tradición, que encarnaba el afán crítico y el rigor
metodológico, donde nuestro joven pensador, durante sus últi-
mos años de formación, templó sus armas filosóficas y donde
adquirió una destreza maestra en el ejercicio de la sospecha. Las
lecturas realizadas sobre alguno de estos pensadores que acaba-
mos de subrayar -sobre todo Nietzsche, Ortega y Husserl-, esta-
ban inspirando muy profundamente su proyecto de elaborar un
pensamiento que alcanzase a realizar el soñado ideal husserliano
de hacer de la filosofía una ciencia rigurosa.
La verdad era que las exposiciones iban sucediéndose meticu-
losamente, con un afán de radicalidad ejemplar. Cada paso era
rigurosamente demostrado y justificado, alcanzando el discurso
una posición tras tener conquistada y asegurada la anterior. La

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lógica y la coherencia demostrativa era admirable: se trataba de
seguir escrupulosamente el camino del rigor demostrativo, vien-
do lo que realmente podía ser demostrado y aquello que no se
sostenía cuando era sometido al ariete de la duda y de la sospe-
cha metodológica. Se articulaba ante nuestros ojos un modelo de
investigación enormemente sugerente con el que se podía iniciar
el estudio y comprensión de acontecimientos y problemas de
nuestro tiempo que era lo que, en definitiva, nos había incitado a
crear aquel grupo. El modelo se me antojaba estrictamente
fenomenológico en su espíritu, aunque no fuese algo intencionado
en el autor. Esta calificación no obedece a un capricho personal,
ni supone, creo, un juicio gratuito con el que intente llevar el
agua hacia un molino -el de la fenomenología- que me resulta
especialmente grato y cercano. Aún reconociendo que era aquella
una obra muy personal, escrita con una auténtica libertad filosó-
fica; aún sabiendo que su autor confesaba que no mantenía com-
promiso alguno con ninguna corriente o concepción filosófica, y
aún admitiendo que no estaba pensada y escrita al amparo del
ideario de escuela filosófica alguna, el lector conocedor de la
fenomenología podrá, sin duda, encontrar abundantes paralelis-
mos y puntos de encuentro entre el pensamiento de nuestro au-
tor y el de ciertos fenomenólogos como Husserl u Ortega. Sé que
las ideas medulares de esta obra eran patrimonio de su autor
hace ya algunos años, antes de descubrir el pensamiento
husserliano y orteguiano, descubrimiento del que en buena me-
dida es culpable el autor de este Prólogo. Estoy convencido de que
el encuentro con el pensamiento husserliano y orteguiano -como
años antes lo había sido el de Nietzsche- fue una «buena suerte»
para la vida filosófica de nuestro joven pensador. La trascenden-
cia de este encuentro tal vez debamos medirla, no tanto por los
temas o ideas que estos autores pudieran inspirarle, sino por la
oportunidad que le brindaron de acercarse a unas filosofías que
pretendían también constituirse en ciencias rigurosas. Es con
ellas, en ellas y también en contra de ellas como creo que se gestó
en su forma final aquel haz de cuartillas que, como tendrá adivi-
nado el lector, forman esta obra que tiene entre sus manos.
Y sería una descortesía con ustedes y con el autor de esta obra
que les revelase o adelantase un contenido que él guardó y prepa-
ró tan celosa y escrupulosamente para ustedes. Este Prólogo tenía
la humilde función de introducirles a la lectura de la obra tal
como yo lo hice, recuperando para eso las circunstancias que
motivaron e hicieron posible las páginas que ahora siguen y re-

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cordando tan sólo aquella aventura intelectual en la que nos em-
barcamos un puñado de jóvenes dispuestos a descubrir nuevos
territorios para la filosofía. La singladura se hizo en la confianza
de que al gobierno de la nave iba un marinero que en todo mo-
mento hacía honor al apellido que acompaña su nombre: Enrique
Timón.
La travesía continúa todavía hoy.

Nel Rodriguez Rial, 1991

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16
Prefacio
SEGUNDA EDICIÓN

H ace ya casi dos años que apareció en Galicia la primera


edición de la Crítica de la realidad establecida, que fue recibida inicial-
mente con cierta frialdad en el mundo académico gallego. Desde
entonces han sido muchas las ocasiones de elogio, crítica y hasta
denuesto, que la obra ha vivido. El interés suscitado y la necesi-
dad de trascender las estrechas fronteras del mundo filosófico
gallego, hacían recomendable una nueva edición, ahora en lengua
castellana, de la obra *. Pero esta nueva edición no podía limitarse
a presentar en castellano lo que en la primera aparecía en galle-
go. Dos años de exposiciones y contrastaciones merecen ser teni-
dos en cuenta. Por eso esta segunda edición incluye importantes
añadidos y correcciones, que la justifican, a todos los niveles,
como una nueva edición.

Modificaciones sobre
la versión anterior

Se ha respetado, en su mayor parte, el texto castellano origi-


nal, que incluye expresiones que no pudieron ser traducidas al
gallego con precisión, por lo que el texto es, en general, más claro
y legible. Si bien se dan también casos a la inversa, como es el
caso del término sentido. En gallego presenta dos formas: sentido y
senso; de tal manera que pudo utilizarse la primera para hacer
alusión al término técnico sentido, como significatividad; mien-
tras que la segunda forma recogía sus otras acepciones como
modalidad o como participio de sentir. En la edición actual utili-
zamos la cursiva para mantener esta distinción.
También se ha modificado la redacción en algunos casos en
que ésta resultaba confusa; si bien, siempre por motivos estéticos
y de claridad de la exposición, sin que concurran cambios sus-

* En realidad, aunque la Crítica de la realidad establecida apareció en su primera


edición en gallego, el texto original fue redactado en castellano e iba a ser
publicado simultáneamente con la edición gallega. Un problema técnico, de
compatibilidad de software, retrasó considerablemente su disponibilidad para
ser publicado, por lo que el texto no llegó a publicarse.

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tanciales en el contenido, que permanece fiel a la edición anterior.
El caso más significativo se ha producido en el § 27, en el que
aparecía la expresión realidad efectiva en dos sentidos diferentes y
difícilmente compatibles; por lo que se ha sustituido en su senti-
do menos técnico por la expresión realidad auténtica.
La modificación más notable, sin embargo, se encuentra en el
subtítulo que en la edición anterior rezaba así: Investigaciones
gnoseontológicas en torno a una crítica de la realidad establecida (desde el
punto de vista de un perspectivismo radical). Y que ahora he cambiado
por el que creo más claro y adecuado de: Ensayo sobre los fundamen-
tos de la ciencia fenomenológica. Siendo algo más rigurosos éste debe-
ría decir: «Ensayo sobre los fundamentos gnoseontológicos de la
ciencia fenomenológica», pero en esta ocasión me incliné por la
fórmula menos engorrosa.
Como puede verse las modificaciones han sido, más bien, es-
cuetas, respetándose en lo fundamental el texto original. Lo
auténti-camente novedoso de esta edición, con respecto a la ante-
rior, no está en sus modificaciones propiamente, sino en los aña-
didos que sobre aquella se han hecho y que describimos a conti-
nuación:
1) Notas al pie.- Se han incluido un gran número de notas a pie
de página, algunas de ellas de considerable extensión, en las que
se ofrecen aclaraciones y comentarios, en ocasiones exhaustivos,
del texto principal; especialmente en aquellas partes en que se
había comprobado que el contenido no era suficientemente nítido
para el lector.
2) Términos clave.- Los principales términos técnicos, definidos
a lo largo de la obra y de los que se hace una utilización frecuen-
te, aparecen en cursiva, para facilitar su localización e identifica-
ción como términos técnicos. Si bien no existe ningún tipo de
coimplica-ción; esto es, no todos los términos técnicos aparecen
en cursiva, aunque si los principales.
3) Epílogo: La ciencia fenomenológica.- Justifica, por sí sólo, la mo-
dificación del subtítulo. Más que un epílogo es un apéndice con la
estructura estética y temática de un capítulo más. En él se expone
el objetivo fundamental de esta obra, a la vez que se sintetiza su
contenido en contraposición con la fenomenología clásica de
Husserl. No es un resumen válido del libro, por lo que no puede
ser segregado del mismo, aunque sí puede ser una buena presen-
tación para los familiarizados con la fenomenología.

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4) Glosario.- Se incluye también, en sus páginas finales, un glo-
sario que recoge los principales términos técnicos definidos a lo
largo de la obra, a los que acompaña con una sucinta explicación
de los mismos. Recomendado especialmente para lectores sin pri-
sas, que hayan olvidado el sentido de los términos definidos en los
capítulos anteriores.
5) Índice analítico.- Como aportación final a la obra se ha inclui-
do un completo índice analítico de materias y autores, que con-
tiene todas las referencias de interés, que facilitará la labor del
que quisiera estudiarla en profundidad. No es recomendable su
utilización por aquellos que previamente no hayan leído la obra;
pues sólo les generará confusión.
Junto a estos añadidos y modificaciones cabe hablar también
de aquello que no hemos añadido, ni modificado, y las razones
que nos han llevado a obrar así.
a) Modificación del capítulo octavo.- En ocasiones se me ha achaca-
do, no sin cierta justificación, el no haber profundizado en las
críticas a los modelos de la realidad establecida del capítulo octavo,
y de hacer una presentación casi dogmática. La presente edición
deja el capítulo básicamente como estaba (aunque a mi tampoco
acaba de gustarme); puesto que mi propósito en él era, más bien,
el de poner de manifiesto tales modelos, más que el realizar una
refutación detallada de los mismos, que además cualquiera po-
dría deducir de los desarrollos anteriores. Si a esto añadimos que
realizar una crítica detallada ocuparía, como mínimo, el espacio
de un libro entero, se comprenderá por qué no lo he modificado.
b) Bibliografía.- Con bastante frecuencia se me ha comentado
que se echa en falta una bibliografía al final y no pocos me han
instado a incluirla en esta edición. Tanto ha sido así que me he
sentido inclinado a hacerlo; pero, llegado el caso, ¿qué bibliogra-
fía poner? y ¿con qué fin? Si la finalidad es la de mostrar aquellas
obras que se hayan podido tener en cuenta en la redacción de la
Crítica de la realidad establecida, la tarea es imposible; pues no sólo se
han tenido en cuenta unos pocos libros especializados, sino las
experiencias de una vida, entre las que se incluyen el contacto
directo con los pensadores más relevantes a través de sus obras
y con otros menos relevantes, pero no menos importantes, que
han sido mis profesores, alumnos, amigos o compañeros.
Listarlos sería una labor casi titánica e inútil. Por otra parte, si
la finalidad de la misma es la de iniciar a futuros investigadores,
resultaría mucho más interesante y puede que algún día me ani-

19
me a ello, pero una bibliografía de iniciación debe ser comentada
y ocuparía más espacio impreso que el presente ensayo.
c) Erudición.- Uno de los aspectos circunstanciales de la Crítica
de la realidad establecida más alabados y, al mismo tiempo,
denostados es su casi absoluta falta de erudición. En los círculos
académicos, y no tan académicos, la erudición es el alimento de
cada día (tanto tienes de erudición tanto vales) y su ausencia se
considera un asunto de falta de seriedad. En un principio estuve
tentado de dotarla de un sólido aparato de erudición*; pero luego
comprendí que lo único que me movía a hacerlo era obtener el
reconocimiento académico, siendo para todo lo demás contrapro-
ducente, pues su inclusión implicaría cuadruplicar el volumen de
esta obra como mínimo, pues su temática es muy amplia, hacién-
dola prácticamente impublicable e ilegible. Y lo peor de todo es
que no creo que ayudase a comprender el texto; al contrario, lo
dispersaría, dificultando su comprensión. Lo único para lo que
parece servir es para demostrar que se conocen bien los textos
clásicos y actuales de la gnoseontología**; pero no creo que a este
respecto tenga que demostrar nada; una investigación de este
tipo no puede hacerse (resultaría ridículo) sin un profundo cono-
cimiento del pasado filosófico. Quien domina la historia de la fi-
losofía y la investigación filosófica sabe que nadie podría haber
esquivado tan bien los errores de la tradición sin conocerla y
conocerla muy bien; y a quien no la domina, estas disquisiciones
no deberían importarle lo más mínimo.

* En realidad el ejercicio de la erudición es divertido y agradable, siendo lo


más satisfactorio el encontrar una unidad en lo que en los textos estaba disper-
so. La investigación historiográfica, cuyo predominio está en su origen, es
una herramienta muy importante en la investigación filosófica y todo pensa-
dor debería de pasar inicialmente por ella, pero tampoco lo es todo, el pensa-
dor aprende a serlo en contacto directo con el pasado filosófico a través de
sus textos, a los que debe conocer bien si quiere ganarse sus aciertos y evitar
sus errores, pero a los que debe superar y trascender si quiere llegar a serlo,
a ser un pensador, de verdad.
** Lo cual no es cierto, conozco unos cuantos profesionales muy eruditos
que son completamente incapaces de comprender un texto filosófico medio.
Por otra parte, últimamente estoy diseñando un programa informático que no
sólo facilitará el aprendizaje de la filosofía a partir de sus textos y la realiza-
ción de Tesis Doctorales (tal cual es su cometido), sino que también permitirá
que cualquier ignorante en filosofía pueda desarrollar una perfecta erudición;
le bastará con seleccionar el tema (y circunstancias opcionales como época,
autores etc.), para que aparezcan ante su vista las principales posiciones al
respecto y las citas más destacadas.

20
Del contenido y la lectura

Lo que aquí se presenta como un libro es el resultado de más


de ocho años (seis en su primera edición) de investigaciones, que
dieron origen a numerosos manuscritos, cada uno radicalmente
diferente del anterior, hasta que fue consolidándose en un pro-
yecto titulado Perspectivismo. Crítica de la realidad establecida, organi-
zado en cuatro volúmenes. Cuando apenas había completado la
redacción del primero de los volúmenes y los otros tres eran sólo
un montón de notas apiladas en varias carpetas, fui invitado por
la Sociedad Gallega de Filosofía a dirigir un seminario sobre el tema*.
Fue a partir de entonces que me vi obligado a resumir el conteni-
do de aquel primer volumen a lo que siguió una presentación
sucinta de los otros tres. De las notas preparatorias del semina-
rio salió el texto que sirvió de base a la edición anterior y que
básicamente hemos respetado aquí.
La anécdota de sus orígenes me sirve para destacar que este
libro no contienen una nueva narración o divagación filosóficas
(si era eso lo que buscaba le recomiendo que devuelva este libro,
si es que aún está a tiempo), sino una investigación en toda regla,
que responde a una vocación y unas inquietudes netamente cien-
tíficas, en el sentido amplio y no instrumental de la palabra; y
que, por tanto, sus teorías son demostradas, una a una, en un
contexto que las hace contrastables e, incluso, refutables.
No voy a adelantar aquí el contenido, ya de por sí escueto y
sucinto, de este ensayo; aunque sí aprovecharé para declarar su
objetivo primordial. Se trata de iniciar de nuevo un proyecto
muy antiguo y con una larga historia de fracasos tras de sí, pero
de una manera completamente nueva y diferente, que no sólo nos
permitirá obtener nuestro propósito, sino que, a su vez, nos ayu-
dará a entender por qué se ha fracasado hasta ahora.
Este proyecto no es otro que el de convertir el ámbito filosófi-
co (o parte de él) en un ámbito científico, convertir la filosofía en
ciencia estricta, como proclamaba Husserl, en una modalidad de
ciencia completamente diferente de la de las ciencias naturales. Y
el único modo de lograrlo también fue diseñado desde antiguo:
procediendo sin supuestos. Entonces, se preguntará el lector
¿dónde está esa novedad de la que hablábamos? Pues en todo el
proceso. Inicialmente realizamos una revisión intensiva del pro-

* Para los detalles del seminario véase el Prólogo de Nel Rodriguez Rial.

21
cedimiento de la duda metódica, encontrando grandes errores en
que incurrieron quienes lo ejecutaban (las investigaciones prece-
dentes fueron de gran ayuda a este respecto); lo que nos dio op-
ción a corregirlo en profundidad; haciendo de aquel método, lite-
ralmente, un nuevo método con el que guiar la investigación
gnoseontológica. No se trata ya de demostrar esto o de demos-
trar aquello de lo que estamos previamente persuadidos, sino ver
qué puede ser en rigor, y sin más, demostrable.
Resulta curioso que hasta ahora la duda sistemática haya
sido utilizada con la finalidad de demostrar la indubitabilidad
de esto o de aquello; cuando un correcto ejercicio de la misma nos
muestra que nada es indubitable; por lo que no puede ser utiliza-
da para resolver cuestiones tales como aquellas que se interrogan
por el ser, las esencias, la realidad o, simplemente, lo que hay.
Ningún tipo de garantía ontológica puede obtenerse mediante un
procedimiento en el que no concurran presupuestos teóricos.
Pero, si sus demostraciones no pueden garantizarnos ciertas de-
terminaciones ontológicas, cualesquiera que sean estas, ¿de qué nos
sirve, pues, ser tan rigurosos? De mucho más de lo que pueda
imaginarse quien no se haya sumergido previamente en estas
aguas. Si el terreno de las determinaciones ontológicas ha quedado
vedado, queda abierto, en compensación, el ámbito aún mayor de
sus condiciones constitutivas, que si bien no nos muestran el qué de
las determinaciones ontológicas, nos muestran su cómo y su por qué, a
los que se supeditan todas las posibilidades del qué. Si no es posi-
ble responder a la pregunta acerca de ¿qué es la realidad?, si pue-
de hacerse con aquella que se cuestiona ¿por qué creemos en una
determinada modalidad de lo real? ¿por qué creemos que el mun-
do es como pensamos que es?, o con cualquier otra pregunta que
se interrogue por sus aspectos constitutivos, como por ejemplo,
¿por qué reconocemos grafías y palabras donde sólo hay, en el
mejor de los casos, unas manchas de tinta? ¿por qué reconocemos
incluso que son manchas de tinta? etc.
Nadie que domine el pasado y la actualidad filosóficas y des-
conozca a su vez lo aquí escrito, puede pensar seriamente que lo
aquí propuesto se haya logrado. Tal escepticismo inicial me pare-
ce más que lógico y muy saludable. Yo mismo, de no ser su autor
y conocer, por tanto, su contenido, no sería capaz de creermelo y
analizaría meticulosamente sus sentencias hasta encontrar el
punto en que, seguramente, se ha dado un paso en falso. Esta fue
también la actitud del grupo de investigación al que se presenta-
ron las notas preparatorias de este escrito; ni uno sólo de los

22
presentes daba el más mínimo crédito a la posibilidad de llevar a
buen puerto lo aquí propuesto; conforme avanzaron las sesiones
y aún más al término de las mismas, la impresión de que se había
alcanzado un suelo firme y seguro para la indagación filosófica
era unánime. Es muy posible, sin embargo, que el lector avispado
encuentre errores y falta de rigor donde nosotros encontramos
aciertos y precisión. De ser así le rogaría se pusiera en contacto
conmigo a través de la editorial; pues no tengo el mayor interés
en sostener las tesis que aquí se proponen, sino que simplemente
pretendo realizar una investigación hasta sus últimas conse-
cuencias; aunque estas contengan la declaración de que la propia
investigación es inviable*.
Para concluir esta presentación a la segunda edición, me gus-
taría incluir algunas recomendaciones a la lectura, que no fueron
hechas en la anterior edición ¡y bien que me he arrepentido de
ello!, por lo que las considero, a tenor de la experiencia pasada,
de gran importancia e interés, casi cruciales, me atrevería a de-
cir. Estas son:
1) Orden de la lectura.- El orden de la primera lectura de esta
obra sólo puede ser lineal, desde la primera página hasta la últi-
ma; pues, aunque está escrita en un lenguaje sencillo, casi colo-
quial, y poco técnico en sus comienzos, éste va tecnificándose y
definiéndose paulatinamente a lo largo de la obra; saltarnos el
orden en que ha sido concebida implica encontrarnos con térmi-
nos que no entendemos (por muy sólida que sea nuestra forma-
ción filosófica), en un discurso que presupone al lector enterado
de las demostraciones previas, por lo que seremos incapaces de
comprender nada de lo que allí se nos dice (aunque para nosotros
aquellas palabras tengan algún sentido y creamos entenderlo).
Sólo cabe una excepción y alteración posibles a este orden, que no
cause serios trastornos a la lectura, y ésta consiste en comenzar
por el epílogo, a modo de introducción, para a continuación se-
guir por el orden preestablecido; pero esta opción sólo es reco-
mendable para aquellos que tengan una sólida formación filosófi-
ca, especialmente en fenomenología, y quieran echar un vistazo
rápido y general de los propósitos y desarrollos de esta investi-

* Esto me sucedió en un comienzo, hace ya muchos años, cuando bajo un


cierto materialismo muy heterodoxo intenté profundizar en aspectos relativos
a las determinaciones ontológicas, sin toda la prudencia requerida por la ausencia
de supuestos. La conclusión no pudo ser más desesperanzadora, aquella tarea
que me había propuesto era imposible. De aquel fracaso, sin embargo, nacie-
ron las ideas generatrices de la presente investigación.

23
gación; en los demás casos, la lectura lineal de la obra es la más
recomendable.
2) Notas a pie de página.- Las notas a pie de página no son un
mero añadido decorativo, ni una colección de curiosidades para
el interesado, sino que forman parte integral del texto; en muchas
ocasiones contienen explicaciones y aclaraciones vitales para la
correcta intelección del texto principal, que se han incluido a pie
de página con el único propósito de no interrumpir el hilo de la
narración. Por lo que una adecuada lectura de esta obra requiere,
inexcusablemen-te, atender a la integridad del texto.
3) Evitar conclusiones precipitadas.- Es preciso encarar la lectura
con paciencia, a lo que podrán acompañar unas adecuadas dosis
de escepticismo, no sacar conclusiones precipitadas y esperar a
finalizar la lectura de la obra, o cuanto menos del capítulo sépti-
mo, para comenzar a juzgarla. En cualquier caso, no debe espe-
rarse que una única lectura sea suficiente para comprender cuan-
to aquí se expone (aunque sí debiera ser suficiente para saber si
merece la pena llegar a comprenderlo), para lo que será conve-
niente realizar sucesivas relecturas, pues más que leerse, debe
estudiarse.
4) Se trata de una investigación.- Al hilo de lo anterior y en todo
momento, se ha de ser consciente de que lo que se está leyendo
son los procesos de una investigación y no una novela; y que, por
lo tanto, el lector ha de convertirse también en investigador y
seguir minuciosamente los pasos que se describen; lo cual es in-
útil si previamente no siente los interrogantes de la investigación
como propios; esto es, si no hace suya la tarea de investigar los
temas propuestos, en cuyo caso le recomendaría encarecidamen-
te que abandonase este libro en algún estante y cogiese una nove-
la de verdad, seguramente lo disfrutaría más.
Por último, y como broche a este Prefacio a la segunda edición, me
gustaría añadir algunos reconocimientos a los ya mencionados
en la edición anterior:
En primer lugar, quiero agradecer a quienes han sido mis
alumnos durante estos dos últimos años, en la Facultad de Filo-
sofía de Santiago, su paciencia e interés mostrados por estas te-
sis. Igualmente quiero hacer constar mi agradecimiento a los
profesores Ángel Álvarez, José Luis Barreiro y Nel Rodriguez por
su presentación de esta obra en la Universidad de Santiago, y a
todos ellos, pero en especial al último mencionado, agradecer el
apoyo, la ayuda y compañerismo demostrados en estos últimos

24
años. No quiero dejar de mencionar mi gratitud a mis compañe-
ros de la Sociedad Gallega de Filosofía, por la labor común y el reco-
nocimiento de estos años, especialmente aprovecho para mani-
festar mi reconocimiento y admiración a Demetrio Díaz Sánchez,
a quien también agradezco sus valiosos comentarios sobre esta
obra. Por último, quisiera reconocer la labor de Verónica Marsá,
que siendo músico y no filósofo, me ha ayudado en la redacción
de esta segunda edición, colaborando en la detección exhaustiva
de errores (mecanográficos, ortográficos y de puntuación) y as-
pectos de difícil comprensión, aguantando mis cambios de hu-
mor, mis tardes encerrado en casa, mis noches sin dormir, ani-
mándome sin descanso a terminar de una vez esta nueva edición.
Por todo ello, se la dedico cariñosamente.

Enrique Timón, 1993

25
26
Prefacio
Primera Edición
Quiérase o no, con favor del contorno o bajo la pre-
sión de su hostilidad, habrá que cumplir en el tiempo
inmediato una gran faena filosófica; porque «todo está
en crisis», es decir, todo lo que hay sobre el haz de la
tierra y de las mentes se ha vuelto equívoco, cuestiona-
ble y cuestionado. Los dos últimos siglos han vivido de
fe en la «cultura» -ciencia, moral, arte, técnica,
enriqueci-miento-, sobre todo de una sólida confianza en
la razón. Esta teología cultural, racionalista, se ha
volatizado. De aquí la forzosidad de extremar el radica-
lismo filosófico, puesto que los últimos puntos de apoyo
hasta ahora firmes se han tornado tremulentos. Es de-
cir, que una vez más la filosofía tiene que dedicarse a
su inexorable oficio y deber -que irrita tanto a las gen-
tes y da al filósofo un cariz sospechoso de merodeador,
de facineroso que entra por el sótano- tiene una vez
más, digo, que ir «por debajo de los cimientos mismos»,
so las cosas que parecían más incuestio-nables y últi-
mas.
ORTEGA Y GASSET

E n el transcurso del último encuentro de este equipo de in-


vestigación *, mientras tratábamos de aproximarnos al problema
de la crisis y, en particular, de la crisis del pensamiento, adverti-
mos como tropezábamos con el mismo y persistente escollo que
acostumbra a acompañar semejantes intentos (y que hace ya
algo más de seis años me guió a encomendarme a las investiga-
ciones cuyos resultados narraré a continuación); nuestros dis-
cursos se sucedían en diferentes lenguajes, con diferentes presu-
puestos, con distintos motivos. En tal confusión no era posible
alcanzar resultado alguno; nos veíamos impelidos a ser actores y

* En el seno de la Sociedad Gallega de Filosofía se constituyó un equipo de


investigación, que aglutinó a un grupo de jóvenes no resignados, que se
resistían a condenar la labor filosófica al enmudecimiento escolástico de las
aulas. Este Prefacio recoge la presentación de las investigaciones de la Críti-
ca de la realidad establecida al mencionado equipo.

27
espectadores únicos de nuestro propio discurso. Éramos como
islas, impulsando mareas sobre aquellas otras de nuestro alrede-
dor, enviando nuestro mensaje inscrito en las olas, que no acaba-
ba de ser visto, pues la mirada procedía de la costa ajena, que
tiene su propio punto de vista; la necesidad de formar juntos un
continente surgió en el horizonte. Nuestra «Torre de Babel» no
podría edificarse si no sentábamos los cimientos de unos mismos
motivos y orientaciones, si no nos esforzábamos por compartir
un lenguaje.
No puedo ocultar que la solución adoptada me satisface do-
blemente. En primer lugar, por el propósito de comenzar desde
una posición de «radical ignorancia», buscando un nuevo punto
de partida que nos sirva de sólida base sobre la que construir el
edificio de nuestras indagaciones. En segundo término, por el he-
cho de que se haya escogido como guía en nuestra aventura a la
Crítica de la realidad establecida, epígrafe bajo el que se recogen
los resultados de mis propias investigaciones en estos terrenos*.
Hemos de estar adecuadamente equipados para sortear los
peligros que nos depara el trayecto que estamos a punto de em-
prender. Las primeras sesiones las dedicaremos a recoger este
instrumental. Como sucede siempre que se adopta un nuevo
punto de vista, aparecerán ante nosotros cosas nuevas y nuevos
hechos a los que será preciso atender. A este nuevo punto de vis-
ta, desde el que vamos a introducirnos en la gnoseontología radi-
cal, lo denomino Perspectivismo, en homenaje a los rigurosos in-
tentos homónimos de Nietzsche y Ortega, en los que mantendre-
mos puesta la mirada. Os preguntaréis, tal vez, ¿qué es eso del
Perspectivismo? Sólo de una manera puedo contestaros con ri-
gor, y será al termino de estas sesiones, cuando os diga: «esto que
hemos visto durante estas semanas es Perspectivismo».
Lo importante es que con esta denominación hacemos referen-
cia a un nuevo modo de pensar que ya no se interroga por el ser,
sino por cómo el ser se constituye; que reemplaza la gastada pre-
gunta acerca de ¿qué es lo real? por ¿en que consiste nuestra con-
fianza en una determinada modalidad de lo real? En definitiva,

* En aquel momento había completado la redacción de un primer volumen, de


un total de cuatro, (cuyo contenido temático tendría su correspondencia aquí
en los tres primeros capítulos) en los que pretendía recoger, de un modo más
dilatado, los resultados de mis investigaciones al respecto; unas veces bajo el
rótulo de Perspectivismo, otras bajo el de Crítica de la realidad establecida. La
presente redacción fue elaborada a partir de un resumen de aquel primer volu-
men, complementado con una exposición sucinta del contenido relativo a las
tres partes restantes (capítulos IV a IX).

28
no se trata de averiguar la verdad, sino ¿por qué creemos en la
verdad? Iniciar una investigación de estas características implica
la necesidad de no tener una concepción previa de «aquello que
ha de demostrarse». No se trata, en ningún caso, de proceder a
demostrar aquello de lo que ya estamos previamente convenci-
dos; sino ver, sin más, qué puede, rigurosamente hablando, de-
mostrarse.
No me liga a lo a continuación expuesto ningún especial com-
promiso (en ningún caso se trata de una particular convicción
mía). No estuvo nunca en mi ánimo postular esta o aquella con-
cepción, sino el de seguir un riguroso camino que nos llevara a
aquello que podría demostrarse (si es que había algo susceptible
de ello); sin importarme cual fuese esto, ni los inconvenientes que
ello acarrease a mis preconcepciones (que fueron muchos). Por
ello, al reemprender conjuntamente con vosotros este camino, no
defenderé a ultranza la precedente andadura, no estoy interesa-
do en mantener como válidos estos resultados, si por sí mismos
no se ganan su posición; están, pues, abiertos a discusión y modi-
ficación. Sólo pido, a este respecto, un cierto espíritu de renuncia
y un poco de paciencia; pues, en estos terrenos, a veces es costoso
abrirse a ideas nuevas.
Dada la importancia que, según estimo, pueden tener algunos
de estos resultados para otras investigaciones, creí necesario
darlos a conocer con acuciante urgencia; por su novedad de con-
junto, los nuevos horizontes que descubren y, sobre todo, las dis-
tintas aplicaciones a que puede dar lugar (así como por el hecho
de que la amplitud del campo que abre a nuestros ojos desborda
con mucho mis posibilidades personales). Se trata, en cierto
modo, de presentar la apertura de un sendero alternativo que
sirva de reclamo para aquellos que deseen seguirlo y continuar
estas investigaciones. Considerarlo una invitación a vuestros
ánimos emprendedores.
Por último, os ruego que olvidéis, al menos por estas semanas,
el lenguaje técnico y mal fundamentado que durante vuestra for-
mación filosófica habéis aprendido. Salvo en aquellas ocasiones
en que resulta imprescindible, es un muro de contención a la
comprensión y al rigor, del que habremos de huir como de la
peste. En este sentido, creo importante, por último, reseñar el es-
fuerzo emprendido en pro de la utilización de un lenguaje que,
siendo riguroso en su empleo, resulte lo menos técnico y lo me-
nos ligado a las corrientes tradicionales de interpretación que sea
posible; para, de este modo, cumplir con tres importantes objeti-

29
vos: 1º) Evitar la ofuscación y falta de rigor a que la exactitud
conceptual de un lenguaje técnico suele conducir; al desligar el
lenguaje y su lógica interna de lo supuestamente denotado; esto
es, de aquello a lo que, presuntamente, el lenguaje hace referen-
cia. 2º) Sortear la necesidad de discurrir por los cauces marcados
y establecidos por la tradición (en este caso) gnoseontológica. 3º)
Eludir la posibilidad de que un lenguaje especializado se convier-
ta en una barrera a la comprensión, que impida el acceso a quie-
nes carezcan de una sólida formación filosófica.
Hoy me siento un poco mendigo, por lo que os haré una peti-
ción más antes de iniciar nuestra marcha por tales derroteros.
Esta consiste en que rebusquéis exhaustivamente vuestros pre-
juicios; cuando hayáis dado con todos ellos los apiláis en un
montoncito. Cogéis una bolsa y los introducís cuidadosamente
(no vaya a ser que se os caiga alguno); luego, la atáis y ya atada
la metéis en una caja, que sea resistente y de color marrón (lo del
color es por «vacilar» un poco). Tras precintar la caja, la soste-
néis cuidadosamente con ambas manos y la posáis, suavemente
(no sea que se os maree algún prejuicio) en el interior de un baúl
que habréis de tener destinado para la ocasión. Después cerráis el
baúl con llave y os la guardáis hasta nuestra llegada a la meta.
Una vez allí, pensáis que hacer con ella.

Enrique Timón
Santiago de Compostela.
Diciembre, 1990.

30
CRITICA DE LA
REALIDAD ESTABLECIDA

ENSAYO SOBRE LOS


FUNDAMENTOS
DE LA CIENCIA
FENOMENOLÓGICA

31
El hombre es la medida de todas las cosas, de las que
existen en tanto que existen, de las que no existen en tanto
que no existen.
PROTÁGORAS

Lo único que siento es una intensa inclinación a conside-


rar intensamente a los objetos desde la perspectiva en que
se me muestran.
HUME

El mundo es algo «cognoscible» en cuanto la palabra


conocimiento tiene algún sentido; pero al ser susceptible de
diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental
sino muchísimos sentidos. Perspectivismo.

NIETZSCHE

... la pretensión de convertir en real el necesario comien-


zo de una filosofía «que pueda presentarse como ciencia»
no se revelará como una autoilusión. En todo caso, quien
durante decenios no especula sobre una nueva Atlántida,
sino que se metió realmente por las selvas sin caminos de un
nuevo continente e hizo los primeros esfuerzos para culti-
varlo, no se dejará extraviar por ninguna negativa de los
geógrafos que juzgan de las noticias por sus propios hábitos
empíricos y mentales, pero que también ahorran el esfuerzo
de hacer un viaje a las nuevas tierras.
HUSSERL

¿Cuando nos abriremos a la convicción de que el ser


definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa
alguna determinada, sino una perspectiva?

ORTEGA Y GASSET

32
Capítulo Primero

EL PROYECTO DEL
PERSPECTIVISMO
§1
¿Por qué creemos en una determinada
modalidad de lo real?

T oda nueva forma de pensar es, decía Ortega, fruto de una


novedad previa en el planteamiento de los problemas. El origen
de este nuevo interrogante tuvo su germen en la observación de
que persistentemente creíamos en una determinada modalidad
de lo real, frente a otras; siendo el caso que ninguna de ellas se
encontraba rigurosamente demostrada; incluso, me atrevería a
decir que aquella inquebrantable adhesión nada o muy poco te-
nía que ver con el rigor de sus procesos de demostración. La cosa
se complica cuando advertimos que esa determinada modalidad
de lo real varía de unos individuos a otros.
Ante tal situación sólo caben dos opciones: O bien, como suele
hacerse en estos casos, optamos por denominar verdadera a una
de estas determinadas modalidades de lo real, haciendo conse-
cuentemente falsas al resto (y nos quedamos tan tranquilos y
contentos con «nuestra verdad»). O bien, prescindimos de su
verdad o falsedad (que sólo podríamos suponer u otorgar a
priori) y nos preguntamos como es posible tal creencia en una
determinada modalidad de lo real; esto es, ¿por qué creemos que
las cosas son de tal o cual manera? Pregunta, que aún podemos
formular de un modo más radical al cuestionarnos la creencia
misma en «lo real» común a todas ellas.
De este modo, frente a la creciente proliferación de doctrinas
acerca del ser, la realidad o la verdad, mi preocupación se inclinó
a considerar no tanto los resultados sino los procesos por los
cuales se llega a ellos. Trataba de buscar no que concepción del
ser o de la verdad me convencía o satisfacía más, sino como al-
canzaban aquellas su legitimación. En ningún momento estuvo
en mi ánimo defender una concreta concepción del ser, sino des-
cubrir por qué tales concepciones del ser eran posibles. Se trata,

33
en definitiva, de sustituir la pregunta por el ser por aquella otra
que se cuestiona nuestra creencia en el ser1. ¿Qué nos hace supo-
ner que haya una auténtica modalidad de lo real y que además
tengamos acceso a ella? ¿Por qué creemos estar siempre en pose-
sión de la verdad, inclusive acerca de quien puede detentarla?
Finalmente, ¿por qué creemos en una determinada modalidad de
las cosas? La investigación retrocede entonces a un nivel más
radical en el que lo real, el que algo exista, en definitiva, no es
presupuesto. Con esta cuestión no se busca indagar en qué es lo
real, sino en como lo real se constituye.
Pero, como ya advertía en la obra que ahora comentamos2,
emprender una investigación de tal envergadura precisa de la
ausencia de una concepción previa de aquello que ha de demos-
trarse. De que busquemos, no demostrar algo que ya nos es pre-
viamente conocido y presente, sino precisamente aquello que sea
rigurosamente demostrable, sin importar cual sea «esto», ni las
consecuencias que acaree para con nuestras convicciones pre-
vias. Lo que exige que nos orientemos en la búsqueda del rigor en
los procesos de demostración; única ruta viable para la resolu-
ción de nuestro interrogante3.

§2
El «rigor demostrativo»
en la investigación teorética

Primeramente echaremos un vistazo al papel que, hasta el


momento, el «rigor demostrativo» ha detentado en la investigación
teorética. Papel que podría definirse en una sola palabra: ausente.
El rigor en los procesos de demostración no era, por lo general,

(1) Me importa considerablemente que no se confunda este preguntarse por


nuestra creencia en lo real (en lo existente) con la pretensión de dar una
explicación psicológica de los procesos de demostración; pues, en tal caso,
nada impediría que nos preguntáramos igualmente: ¿Por qué nuestra creencia
en la mente? ¿Por qué, en definitiva, nuestra creencia en la psicología?
(2) Perspectivismo I. La búsqueda de un punto de partida. § 3. me refiero a aquella
primera redacción de la cual ésta es una síntesis, a la que ya he aludido en el
Prefacio. [En ocasiones, cuando así lo estime oportuno, aprovecharé algunos
fragmentos de aquel texto para este y viceversa].
(3) Quizá me quede por aclarar por qué es ésta la única ruta viable. Como ya
habréis adivinado, pues es obvio, el motivo para realizar tal afirmación es el
siguiente: Puesto que toda determinada modalidad de lo real en la que cree-
mos se caracteriza por no estar rigurosamente demostrada, la pregunta acerca
de ¿por qué creemos en una determinada modalidad de lo real? no puede
responderse desde una concreta modalidad de lo real en la que creemos, sino
a partir de aquello que sea rigurosamente demostrado.

34
requerido en la investigación teorética. El sentido de la pregunta
por lo real, la esencia o el ser así lo pedía. Al presuponerse el
carácter y condición de aquello que debía ser demostrado, la de-
mostración quedaba reducida a engalanarlo a partir de una ar-
gumentación que pudiera resultar convincente. La preocupación
se centraba, por lo común, en demostrar esto o en demostrar
aquello y no en qué podía ser rigurosamente demostrado.
La mayor parte de las investigaciones filosóficas (o científicas)
no tienen por objeto, propiamente, descubrir soluciones a los
enigmas planteados, por vía de una rigurosa demostración, tal
cual es su supuesto cometido; sino que, por el contrario, éste se
orienta preferentemente, a persuadir al lector de que la «verdad»
ha sido por fin hallada. Se pretende, de este modo, justificar y
ensalzar lo que en definitiva no son sino sus propias creencias o
prejuicios; eso sí, disfrazados de una omnipresente objetividad
que más que demostrar da por probado aquello que, sin embargo,
ha sido adquirido por muy distinta vía4.
A este respecto, se dan dos actitudes diametralmente diver-
gentes en el investigador: Una primera, a la que podemos deno-
minar «actitud crítica», tiende a maximizar el rigor en los proce-
sos de demostración, la denomino actitud crítica por ser aquella
que se adopta frente a las concepciones divergentes. La otra acti-
tud, por el contrario, se refiere a nuestras propias convicciones,
por lo que la denominaremos apologética y tiende al abandono del
«rigor demostrativo» en favor de argumentos de fe cuidadosamente
adornados. En este sentido, resulta realmente extraordinaria la
habilidad que muchos autores ejercen en su crítica a concepcio-
nes opuestas o simplemente divergentes; más destacable es toda-
vía el elevado «rigor demostrativo» que suele acompañarla, que con-
trasta con la pobreza probatoria de sus argumentaciones, cuan-
do estas van encaminadas a defender sus propias creencias.
Otro obstáculo al desarrollo del «rigor demostrativo» en la inves-
tigación teorética, ha sido el temor y rechazo pudorosos que tan-
to el relativismo como el escepticismo suscitan en la mayor parte
de los investigadores. Convirtiéndose ambas doctrinas, de este

(4) Lo anteriormente enunciado no debe confundirse con el hecho de que un


investigador comience con una ligera intuición de hacia donde pueden enca-
minarse sus pesquisas, posteriormente corroborada por las consiguientes de-
mostraciones. Lo destacable de estos casos a los que hacemos referencia es
que hay una ausencia total de demostración, en el sentido riguroso del térmi-
no; ésta es sustituida por una detallada explicación de su conveniencia, una
adecuada sistematización conceptual, la exactitud de un aparato matemático u
otros motivos ornamentales.

35
modo, en algo así como la «bestia negra» de toda indagación que
se estime seria -académicamente seria-; en una especie de «lado
oscuro» al que no se debe mirar. ¿A qué pueden deberse tales
apreciaciones? ¿Qué es lo que hace del relativismo o del escepti-
cismo un fantasma tenebroso del que forzosamente hay que huir?
El escaso atractivo que presentan estas doctrinas radica, esen-
cialmente, en la falta de seguridad que provocan en las tesis del
investigador; al serle vedada la verdad o, al menos, obligarle a
compartirla; a lo que podemos sumar su inutilidad en la predic-
ción de acontecimientos y, sobre todo, la ausencia de un rigor
formal en el que el conjunto se encuentre encadenado, explicado
y jerárquicamente ordenado. Pero justamente estos -llamémos-
les- «defectos», de que adolecen las concepciones escéptica y
relativista, son consecuencia directa de su elevado rigor demostrati-
vo; que es, a la sazón, considerablemente superior al de aquellas
doctrinas por las que habitualmente son repudiados (aunque tal
rigor demostrativo devenga, en buena medida, de su actitud belige-
rante y de la vacuidad de sus aserciones).
No es posible ser rigurosos en los procesos de demostración
sin permitir que nuestra vista tropiece con las posiciones
relativistas o escépticas. No como punto de llegada, sino como
parte del instrumental que nos acompañe en la salida. Del
relativismo habrá de quedarnos aquella prudencia y justa medi-
da de las cosas que acompaña a Protágoras. Del escepticismo, la
firme postura de que «lo que jamás ha sido puesto en duda no
puede ser de ningún modo probado», que en palabras de Diderot
define esta actitud. Esto no debe interpretarse como una toma de
partido a favor del relativismo y/o del escepticismo; sino, más
bien, como un reconocimiento del valor de -y de la necesidad de
asomarse a- ese «lado oscuro», al que desde Platón estaba veda-
do mirar.
La ausencia del «rigor demostrativo» en la investigación
teorética es tal, que si procediéramos a poner toda teoría en tela
de juicio encontraríamos que no hay ninguna que resista una ri-
gurosa puesta en cuestión de sus procesos de demostración.
Cómo, se dirá, ¿y las teorías científicas? ¿No es acaso la demos-
tración una cualidad de las ciencias naturales y de la matemáti-
ca? Nótese, que están en juego dos nociones diferentes del rigor y
de la demostración. El rigor que interesa a las ciencias y a la
matemática es el de la exactitud de lo demostrado, conforme
siempre a unos presupuestos implícitamente aceptados. El rigor
que a nosotros nos interesa, y que hemos denominado «rigor de-

36
mostrativo», se refiere a los procesos por los cuales algo llega o no
a ser demostrado; procesos cuya legitimidad crece en proporción
directa a la ausencia de presupuestos; es la precisión de la de-
mostración y no de lo demostrado lo que nos incumbe.
Lo demostrado puede efectivamente ser muy preciso (por
ejemplo, la teoría atómica) y, sin embargo, estar construido a
partir de ciertas hipótesis constitutivas del universo, simple-
mente presupuestas; por lo que no será riguroso en sus procesos
de demostración, pues si lo demostrado es preciso, la demostra-
ción sobre la que se asienta no lo es. Nada tiene que ver el que
una teoría científica funcione, cualquiera que sea ésta, con que la
aludida teoría haya sido rigurosamente demostrada. En todo
caso, lo único que ha sido demostrado de un modo riguroso es
que su modelo explicativo efectivamente funciona. Si además, te-
nemos en cuenta ahora que el rigor demostrativo está en relación
con la ausencia de presupuestos innecesarios o discutibles, ad-
vertimos cuan lejos están las teorías científicas de ser rigurosa-
mente demostradas.
En cualquier caso, téngase en cuenta que la crítica antes reali-
zada ha sido abordada desde el punto de vista del rigor demostrati-
vo; el cual no es, ni mucho menos, el único punto de vista suscep-
tible de guiar la investigación teorética.

§3
Los sentidos del rigor

Acabamos de ver como los caminos seguidos en busca del ri-


gor, de la precisión, no presentan una única dirección, sino va-
rias, que podemos agrupar en torno a dos orientaciones diame-
tralmente divergentes: Una, preocupada por la precisión de lo
demostrado, es la del «rigor formal». La otra, preocupada por la
precisión de la demostración, corresponde al «rigor demostrativo».
Se trata de dos maneras del rigor completamente diferentes pero
no contradictorias (más bien habría que decir complementarias).
El que, salvo en escasas ocasiones, este fenómeno no haya sido
advertido, ha constituido la fuente de muchos malentendidos y
errores.
La mayor parte de las indagaciones que precisen ser riguro-
sas, o lo sean de hecho, presentan este tipo de rigor al que hemos
identificado como rigor formal. Se trata, en estos casos, de dar una
explicación rigurosa de un aspecto o acontecimiento del mundo.
Todo ello, apoyándose en los sólidos pilares que supone el contar

37
con una concepción previa de ese mundo; la cual, no sólo no es
puesta nunca en tela de juicio, sino que sólo esta dogmática adhe-
sión a la misma hace viable la explicación, el cálculo o la predic-
ción (según el caso). Cuando el investigador está interesado en el
rigor formal de su labor no se preocupa de quien es él, ni de cuales
son sus creencias, ni, en definitiva, de si las cosas son auténti-
camente como el las presupone. Su única preocupación reside en
poder dar una explicación satisfactoria de su mundo o de una
faceta del mismo, que lo haga medible y calculable; esto es, asimi-
lable.
Sería, sin embargo, un error considerar a raíz de lo dicho al
rigor formal como algo exclusivo de la investigación filosófica o
científica. Nada más lejos de la realidad: si bien de un modo más
modesto, el rigor formal suele acompañarnos en nuestras pequeñas
pesquisas cotidianas. Sin ir más lejos los niños, en cuanto al rigor
formal se refiere, son investigadores natos. Se encuentran
inmersos en un mundo extraño al que no comprenden. Cada día
se enfrentan a nuevas experiencias que han de interpretar, dotar
de sentido, para hacer de su mundo un mundo asimilable y saber
a qué atenerse.
Por otra parte, lo que hemos denominado rigor demostrativo se
caracteriza, fundamentalmente, por arremeter contra todo argu-
mento de fe, poniendo en tela de juicio nuestras creencias pre-
vias; esto es, por no admitir nada que no haya sido estrictamente
demostrado con antelación. El investigador ya no está ocupado
en saber a qué atenerse, en dar una explicación lo más precisa y
calculable de su mundo; sino que trata de comprenderlo, de ave-
riguar qué puede probarse. En cierto sentido, el rigor demostrativo
es un «lujo» que sólo nos podemos permitir una vez que hemos
desarrollado suficientemente el rigor formal; una vez hemos creado
un mundo lo bastante seguro (desde el punto de vista del saber a
qué atenerse) como para que podamos atrevernos al ejercicio de
ponerlo, todo él, en cuestión.
A fin de aclarar esta distinción podemos destacar las caracte-
rísticas que contraponen uno y otro sentidos del rigor: En primer
lugar, frente a la búsqueda de resultados precisos que caracteriza
al «rigor formal», el «rigor demostrativo» opone la precisión de su
adquisición (esto es, la primacía de un «método preciso»); en se-
gundo lugar, mientras aquél trata de elevar al máximo la carga
interpretativa (cuantas más escalas tenga y más estructurado
esté el patrón más exacta será la medida), éste la reduce a su
mínima expresión; por último, se distinguen también en el senti-

38
do del proceso, si en el «rigor formal» la tesis es siempre previa a la
demostración, en el «rigor demostrativo» la demostración ha de pre-
ceder y dar lugar, en todo caso, a la tesis.
El hecho de que la presente investigación apueste por una pri-
macía del «rigor demostrativo» sobre el «rigor formal» se debe a su
propio campo de investigación y no deberá, en ningún caso,
interpretarse como denostación o desprecio general del «rigor for-
mal». Por si esto no fuera suficiente, añadiremos que sin unos
mínimos de ese «rigor formal» el hombre no sobreviviría; ni mu-
cho menos aún le sería posible hacer uso del «rigor demostrativo»
en sus indagaciones.
Pese a las diferentes características que ambos presentan, no
se puede decir cual de los dos sentidos del rigor es más riguroso.
Sería, algo así, como preguntar entre dos mujeres, una rubia y
otra morena, cual es más mujer. Desde el punto de vista del rigor
formal, el rigor demostrativo resulta -lógicamente- muy poco riguro-
so; y viceversa, desde la perspectiva del rigor demostrativo, el rigor
formal carece de «rigor» alguno. He aquí un primer sentido del
perspectivismo y porqué resulta absurda la pregunta por cual de
los dos sentidos del rigor es más riguroso.
El descubrimiento de estos dos sentidos divergentes del rigor
nos llevará a despejar de nuestro camino a tres de los más gran-
des errores en que se haya sumido la investigación teorética, a
saber: La creencia en un saber único, la creencia en un saber ab-
soluto y, en definitiva, la creencia en la verdad como criterio.

§4
Saber y verdad

¿Qué es un saber? Un riguroso tratamiento de esta pregunta


exigiría a su respuesta mediatizarse a través de aquello mismo
por lo que se pregunta; esto es, de un saber. Lo que siempre nos
situaría en una determinación a priori -desde un concreto saber-
acerca de lo que es o puede ser un saber; proscribiendo a unos y
engalanando a otros, según el ángulo y la proximidad al punto de
vista adoptado; o sea, a la perspectiva desde la cual es abordada
la cuestión por el saber. Estas consideraciones, estimo, legitiman
la siguiente propuesta: Esta consiste en aceptar como saberes, en
principio, a todos aquellos que así se lo propongan, sin que nin-
guno pueda quedar al margen de esta consideración, ni mediar
por mi parte exclusión alguna; ni tan siquiera de aquellos más
estrafalarios y esotéricos.

39
El que no se hayan establecido restricciones a la denomina-
ción de saber, tiene su sentido en tanto que responde al firme
propósito de evitar una discriminación a priori de aquello a lo
que le corresponde o no ser saber. Esto no puede implicar, sin
embargo, que todos los saberes sean iguales (esto es, igual de vá-
lidos o sustentables); pues, equivaldría a imponer un juicio de
valor que de ningún modo podría deducirse o justificarse a par-
tir de aquello. Se trata, de este modo, de no establecer una jerar-
quía a priori y partidista de los saberes; sino que sean éstos mis-
mos quienes, abandonados a su suerte, hagan muestra de su pro-
pia rigurosidad, utilidad u otras excelencias; esto es, al no haber-
se establecido restricciones en la denominación de saber, cada
cual habrá de ganarse su consideración (se entiende, entre los
saberes), por méritos propios.
Con una frecuencia que casi podría tildarse de excesiva, los
saberes se amparan en la verdad como criterio de su propia exce-
lencia, frente y por encima de los demás, como garantía de su
consideración en tanto que saberes. La verdad se convierte, de
este modo, en aquello que justifica la supremacía de un saber
sobre cualquiera otro. Este recurso a la verdad es, curiosamente,
tanto más frecuente cuanto más dudosa es la legitimación del
saber en cuestión y más reducidas, por tanto, sus posibilidades
alternativas.
Con la verdad tiene lugar el curioso efecto de que -por lo gene-
ral- nadie cree encontrarse falto de ella o, cuando menos, todos
creen saber quienes tienen derecho a detentarla. Pero, al mismo
tiempo, ésta no coincide de unos a otros, aunque todos la toman
como exclusiva y única. La verdad es el apelativo y distintivo
que todo saber quiere para sí y que, a la vez, niega para los de-
más; algo que todos parecen saber adecuadamente qué es, en qué
consiste y hasta de qué puede predicarse; pero que ninguno es
capaz de mostrar con plena evidencia si no es adjetivando una
especial convicción.
Todo el mundo parece estar bastante cierto en lo que al tema
de la verdad se refiere y nadie parece dudar a la hora de aplicar-
la, bien sea afirmándola o negándola; sin embargo, rara vez se ha
sido suficientemente riguroso en el tratamiento de la verdad. La
verdad desnuda en cuanto a tal es pura ficción. La verdad en sí
no es nada; la verdad es sólo algo que decimos de algo; esto es, el
atributo que otorgamos a determinadas aserciones. ¿Por qué?
...porque estamos convencidos de ellas.

40
¿Ha visto alguien alguna verdad paseando por ahí? ¿De qué
color son? ¿Qué forma tienen? ¿Alguien se ha encontrado real-
mente con la verdad para después poder compararla con sus
aserciones y, de este modo, asumir que coinciden? Puesto que
nadie ha visto verdades por ahí caminando y, aunque todo el
mundo hable de ella como si se sentara a su mesa todos los días,
no se ha encontrado aún ninguna excesivamente inamovible,
cabe preguntarse por el origen del concepto de verdad; esto es,
¿cuando y por qué se dice de algo que es verdadero? La verdad
nace, paradógicamente, de la realidad opuesta; esto es, de la va-
riedad y pluralidad de opiniones. Y nace como rechazo de esta
realidad, como intento por justificar y hacer valer la propia con-
vicción sobre la de los demás. Hablamos de verdad cuando ob-
servamos diferencias entre lo percibido u opinado por nosotros
(en cada caso) y lo que otros han igualmente percibido u opinado;
con lo cual estamos aceptando que aquellos desconocen o falsean
la realidad que nosotros (siempre en cada caso) hemos aprehen-
dido y, sin duda, otro tanto harán ellos; con la salvedad de que
los que desconocen o falsean seremos ahora nosotros. La verdad
se convierte, de este modo, en patrimonio exclusivo de «el-que-
mira»; esto es, de aquel que en cada caso opina o percibe. No
obstante, también hablamos de verdad y falsedad referida a
nuestras propias creencias cuando abandonamos una creencia
anterior (por ejemplo, tras un espejismo); resulta significativo
observar como la creencia actual siempre es la verdadera, mien-
tras que indefectiblemente las creencias abandonadas son falsas
o erróneas. Tal cambio, sin embargo, no ha operado por virtud de
un repentino encuentro con la verdad; sino por el hecho de que
hemos mudado de convicción y, siendo la verdad aquello que
predicamos de nuestras convicciones, ésta, consecuentemente,
también ha mudado.
¿Cuando decimos de algo que es verdadero? En un sentido ge-
nérico sería posible responder simplemente: «cuando estamos
convencidos de ello». Ahora bien, este «estar convencidos» no
trae ante nosotros la verdad; sino que con ello nos limitamos a
reforzar este convencimiento, apelando a aquella sacrosanta
aliada nuestra (en cada caso) que es la verdad.
Estas anotaciones no pretenden ser un estudio riguroso acerca
de la verdad (al que dedicaremos el último capítulo de esta obra),
ni tan siquiera una anticipación del mismo. Se trata, tan sólo, de
destacar un par de características que, sin negarla propiamente,
deslegitimen el recurso a la verdad como criterio de excelencia

41
entre los saberes; estas son: 1º) El que de ningún modo se da un
acceso directo a la verdad como tal, que nos permita compararla
con las aserciones que la reclaman, sino que de ésta tan sólo tene-
mos la reclamación de su posesión. 2º) Que tal reclamación se
realiza gratuitamente, sin que en ningún momento añada nada a
la especial convicción que la originó.
¿Qué sucede cuando aquello que se erige en criterio es justa-
mente lo que no se tiene, aquello que se busca? ¿Con qué legitimi-
dad puede entonces argüirse de algo que es verdadero, si nunca
tenemos la posibilidad de poder compararlo con la auténtica
modalidad de aquella? Nos encontramos, precisamente, en la si-
tuación de que «eso mismo» para lo que no hay criterio (no hay
comprobación posible y sí distintas acepciones), esto es, la ver-
dad, se erige ilegítimamente como supremo criterio de todo lo
demás. La verdad no es algo ya dado, sino algo, sin más, presu-
puesto. Por tanto, aquello que carece de prueba no puede nunca
ser el criterio y la medida conforme a la cual toda prueba adquie-
re su valor.
Hemos de poner en cuestión el valor mismo de la verdad como
criterio; esto es, hemos de poner en tela de juicio el presupuesto
mismo de la verdad; el que algo tenga que ser necesariamente
verdadero o falso; el que la verdad, aquello que carece de prueba,
se convierta en criterio; el que con ella, en definitiva, pueda justi-
ficarse la jerarquización y discriminación de los saberes.
Los criterios por los que un saber se erige en verdadero pue-
den ser amplios y variados; pero, en todos ellos hay algo de co-
mún: esa supuesta verdad es algo que se añade gratuitamente
sobre sus propias características. La verdad no se demuestra,
simplemente se asume y se identifica con aquello que se sostiene.
Los motivos, cuando concurran, podrán aducir las distintas ex-
celencias del saber, que pueden ser muchas; pero que en cual-
quier caso, prueban, en este sentido, su excelencia y nada más
que ésta. La verdad es, en estos casos, una etiqueta añadida que
no señala sino nuestro convencimiento de los resultados.
Si hacemos caso a lo que los distintos saberes nos muestran
(esto es, tal como se presentan a sí mismos), todos son verdade-
ros; si no lo hacemos y, por el contrario, optamos por una deter-
minada acepción de la verdad, nunca podremos probarla en
cuanto a tal; esto es, en cuanto a tal verdad. Con lo que simple-
mente nos situaremos en disposición de prejuzgar el valor de los
saberes. Con la verdad en los saberes nos sucede algo semejante
a lo que ocurría con el propio concepto de saber: no podemos

42
restringirlo a priori sin adoptar una u otra concepción de la mis-
ma. Todo ello aconseja obrar del mismo modo a como se hizo en
el caso anterior; por lo cual, no determinaremos a priori cuales
sean y cuales no verdaderos.

§5
Aceptación y validez

Hasta el momento, hemos tropezado con distinciones intra-


saberes realizadas todas ellas en función de su poder de convic-
ción; esto es, de su aceptación; pues en ésta consiste toda atribu-
ción de verdad. Cuando estamos persuadidos de la especial exce-
lencia de un saber lo llamamos verdadero; es decir, lo aceptamos.
Ciertamente, hay saberes que gozan de una muy superior acep-
tación que otros y, en este sentido, son mayoritariamente consi-
derados verdaderos. Cuanto más extendida se encuentra la con-
vicción hacia un determinado saber, mayor será el peso del saber
en cuestión en el conjunto de los saberes. Ahora bien, esta mayor
aceptación de un saber puede obedecer a motivos muy diversos
que muy poco o nada tengan que ver con las excelencias propias
del saber, por lo que fuera de lo que de por si implica esta popu-
laridad no es significativa de excelencia. Esta jerarquización en
función de la aceptación y convicción que cada saber despierta,
aunque notoria en el ambiente que se respira, es, sin embargo,
ficticia en lo que a las excelencias del propio saber se refiere. El
que un saber sea mayoritariamente aceptado nada dice relevan-
temente a favor o en contra de su propia excelencia; en todo caso,
lo hará de la de su publicidad.
A tenor de lo dicho, conviene -pues- establecer una tajante
distinción entre aceptación y validez. Mientras la primera es
aquello que gratuitamente otorgamos al saber en función de
nuestras convicciones (como aceptación o rechazo); la segunda, a
la que hemos denominado validez, es aquella excelencia que ema-
na del propio saber. Al hablar de validez, ésta es indiferente de
nuestra aceptación o rechazo del saber en cuestión. En cierto sen-
tido, la validez consistiría en las pruebas que cada saber aporta
de sí, sin importar la vigencia o no de éstas. Tal validez sólo
atañe, sin embargo, a aquellas pruebas susceptibles de ser, en
principio, comprobadas -que no compartidas- por cualquiera
(esto es, cuyo acceso no esté limitado a priori); pero no a su acep-
tación ni a su confirmación. Tales pruebas pueden ser, en efecto,

43
refutadas sin que ello afecte a la validez que les es intrínseca (en
tanto han sido concebidas como tales pruebas).
En pocas palabras, podríamos definir la validez «como la ex-
celencia que el saber hace presente como propia, indiferente a
toda consideración (aceptación o rechazo) o confirmación (vigen-
cia o refutación) del mismo -por nuestra parte». Conviene tener
presente, a fin de comprender lo que por validez se entiende, que
ésta no implica en ningún momento la confirmación del saber;
por lo que a la validez respecta, éste bien podría estar refutado.
Por lo demás, la refutación de las pruebas de un saber deviene
siempre -cuando no se trata de un proceso evolutivo interno- a
partir de las de otro; por lo que para aceptar tal refutación, pri-
mero hemos de aceptar como más adecuado el punto de vista de
aquel otro saber.

§6
Los saberes rigurosos

El mismo concepto de validez conlleva el que no haya una


única manera de concebirla y que ésta pueda consistir en algo
tan diverso como: una supuesta revelación divina, un razona-
miento discursivo, una explicación satisfactoria de los aconteci-
mientos etc., según las distintas modalidades de saberes. De en-
tre éstos y en lo que atañe a la validez, cabe destacar a aquellos
en los que ésta consiste, esencialmente, en intentar alcanzar las
máximas cotas de rigor a que les es posible acceder. Cuando la
validez de un saber consiste en el rigor, cuando se fundamenta
en éste, tenemos un tipo especial de saberes (a los que denomina-
remos rigurosos), contrastables, en los que la refutación interna
es posible. Las búsqueda del rigor les obliga a no permanecer
nunca en una concepción definitiva del mundo (el rigor no impli-
ca ningún estado pleno que se alcanza o se pierde; el rigor es
simplemente una gradación con la que se mide un proceder; por
lo que nunca «es» sin más, sino que siempre es «mayor» o «me-
nor»). Éste es un tipo de saberes no acabados, no conclusos, ni
definitivos; ello hace posible la refutación dentro del mismo sa-
ber.
El propósito de alcanzar las máximas cotas de rigor posibles
hace de éstos, saberes especialmente contrastables, pues depen-
den del grado de rigor y no del compromiso con una verdad pre-
via. El mayor o menor rigor de los procesos es siempre
contrastable y, por lo mismo, refutable cuando no se cumplen los

44
requisitos de rigor previstos. Toda indagación rigurosa, además
de serlo y por serlo, es perfectamente contrastable (en tanto no
puede prefijar a priori sus metas). La excelencia de estos saberes
consiste en ser rigurosos en grado sumo y, en la medida de esto,
en ser internamente contras-tables. Puesto que el rigor se da fun-
damentalmente en dos sentidos (como vimos en los parágrafos
anteriores), son dos también las modalidades de saberes riguro-
sos que podemos destacar; estos son: Saber-Dominio, cuando se
da una primacía del rigor formal; y Saber-Comprensión, cuando la
hegemonía la ostenta el rigor demostrativo5.
Al saber (o conjunto de saberes) cuya validez se fundamenta
esencialmente en sus cotas de rigor formal, lo hemos denominado
Saber-Dominio; pues, sus principales características, que relata-
mos a continuación, le confieren una intención de eficacia, de do-
minio, en la que residen sus pruebas. Cinco son sus rasgos más
destacables: 1º) Tratan de alcanzarse las máximas cotas posibles
en el rigor formal. 2º) El rigor demostrativo queda reducido a los lími-
tes impuestos por el rigor formal. 3º) Prueba su exactitud y su efi-
cacia. 4º) Es falsable, en tanto es falible la prueba de su eficacia y
factible el encontrar una exactitud y una eficacia superiores. 5º)
No hay posibilidad de un Saber-Dominio último, absoluto y defi-
nitivo.
A aquel otro saber (o conjunto de saberes) cuya validez se
fundamenta, esencialmente, en la profundidad y primacía del ri-
gor demostrativo, lo hemos denominado Saber-Comprensión, a raíz
de sus principales características que le confieren una intención
de comprensión, de atender sin presupuestos a cuanto se nos
muestra. Hemos resumido en cinco sus rasgos más destacables,
por contraposición a los ya señalados del Saber-Dominio: 1º)
Tratan de alcanzarse las máximas cotas posibles en lo que al rigor
demostrativo se refiere. 2º) El rigor formal queda reducido a los lími-
tes impuestos por el rigor demostrativo. 3º) Prueba su resistencia a
la duda, su carencia de presupuestos teóricos. 4º) Es falsable, por
ser falible su resistencia a la duda y factible el encontrar un ma-
yor rigor demostrativo (una mayor carencia de presupuestos teóri-

(5) En la actualidad vengo optando por denominar ciencias a los «saberes


rigurosos» y, en consecuencia, atendiendo a los deferentes sentidos del rigor
que instrumentali-zan, distingo entre una ciencia demostrativa, que sustituye al
antiguo Saber-Comprensión, y una ciencia formal, que equivale a lo que deno-
minaba Saber-Dominio (dentro de esta última cabría distinguir a su vez entre
ciencia formal pura y ciencia formal experimental). Si antes rehuí de esta deno-
minación se debió, fundamentalmente, a la tendencia a identificar ciencia con
el sentido formal de la misma aquí descrito.

45
cos); esto es, una superior resistencia a la duda. 5º) La profundi-
dad del rigor demostrativo no puede estar limitada a priori, por lo
que no hay posibilidad de un Saber-Comprensión último, abso-
luto y definitivo.
Acabamos de describir las principales características que
identifican a ambas modalidades de saberes rigurosos, pero lo
que aún no se ha hecho es deslizar una mirada, por furtiva que
esta sea, sobre su cohabitabilidad, sobre el papel que desempe-
ñan juntos o frente a frente: 1º) Se trata de dos saberes que tan
sólo coinciden en lo que respecta a su apreciación del rigor como
fundamento de su validez y en las consecuencias que de esto se
derivan; como, por ejemplo, ser falsables, la imposibilidad de te-
ner una actualidad última y definitiva etc. 2º) En toda disquisi-
ción en donde presumamos el mayor rigor de uno de estos
saberes (no importa cual) sobre el otro, estaremos -sin remedio-
adoptando el punto de vista de éste. Al sostenerse sobre diferen-
tes sentidos del rigor resulta absurda la mera cuestión que, acer-
ca de cual de los dos saberes es más riguroso, pretenda ser im-
parcial. 3º) Las mayores cotas de rigor de que estos saberes hacen
gala pertenece a su validez, pero no a su aceptación. A este res-
pecto tanto pueden ser saberes populares y respetados como eso-
téricos y denostados. La especial excelencia de su validez puede
ser un aliciente para su aceptación, pero no implica necesaria-
mente ésta (en ocasiones, hasta puede ser un obstáculo).
Bocetados los perfiles de los saberes rigurosos, se ha puesto de
manifiesto (si bien de un modo indirecto) la falacia impregnada
durante tanto tiempo en la creencia de que el saber debía ser
único y absoluto. Fundado en los prejuicios que conlleva la no-
ción de verdad, se presuponía que el saber -el auténtico saber-
había de ser único, en el sentido de que si aquel lo era ningún
otro podría serlo sin ser el mismo; y absoluto, en tanto su exce-
lencia no podría ser superada. Tal caracterización del saber se
derrumba, como la vieja casa sin cimientos que es, ante la inmi-
nencia de los saberes rigurosos. La supuesta necesidad de que el
saber sea único se viene abajo al tomarlos en consideración;
pues, aunque restrinjamos el concepto de saber a aquellos que
sean más rigurosos, tropezaremos -al menos- con estas dos mo-
dalidades (como Saber-Dominio y Saber-Comprensión); que, por
lo demás, no son excluyentes (optar por denominar saber a uno
de ellos en exclusiva supondría una arbitrariedad inaceptable).
Por otra parte, la necesidad de estabilidad, de descansar en una
concepción firme y definitiva, que conlleva la exigencia de un sa-

46
ber absoluto, contrasta con la imperiosa falsabilidad interna que
caracteriza a todo saber riguroso, que lo convierte permanente-
mente en un saber inacabado. El asentamiento de este doble pre-
juicio, sobre la unacidad y ultimidad del saber, nos lleva en sus
orígenes a aquel otro -denunciado en el § 4- que imperaba bajo la
denominación de verdad. En definitiva, esta idea de un saber
único y absoluto se deriva de aquel antiguo prejuicio, que hacía
del conocimiento un instrumento en plena correlación con la ver-
dad, a la que se suponía única y absoluta.
En cierto sentido, aunque hayamos dejado a la verdad, en lo
que tiene de prejuicio, a un margen del discurso (por aquello de
evitar complicaciones innecesarias), este trabajo puede conside-
rarse también, en el fondo, una investigación acerca de la verdad;
cuyo requisito primero y fundamental será, pues, el de no supo-
nerla. Decimos que se trata de una investigación sobre la verdad,
en tanto la pregunta con la que iniciábamos, en el § 1, estas re-
flexiones: ¿Por qué creemos que las cosas son de tal o cual mane-
ra? ¿Por qué creemos en una determinada modalidad de lo real?,
es susceptible de traducirse por esta otra: ¿Por qué creemos en
una verdad de las cosas? ¿Por qué creemos en una disposición
verdadera del mundo? O, en definitiva, ¿por qué creemos en la
verdad?
Pero, si cuestionamos el recurso a la verdad, ¿qué criterio
adoptamos, pues, en aquellas afirmaciones sustentadas a lo largo
de la investigación? Para cualquier saber (en cada caso) serán
válidos todos los resultados que procedan según el criterio de
demostración, de prueba, que la validez del saber en cuestión
exige. En el caso, por ejemplo, de un Saber-Dominio, serán váli-
dos aquellos resultados que se rijan por un estricto rigor formal,
que prueben su eficacia y su exactitud. En el caso que aquí nos
ocupa, de un Saber-Comprensión, serán válidos -obviamente-
aquellos resultados que se rijan por un estricto rigor demostrativo,
que prueben su resistencia a la duda y, en la medida de ésta, su
carencia de presupuestos teóricos. Toda otra modalidad de crite-
rio al margen de aquella que ofrece la propia validez de los
saberes resulta superflua y, en ocasiones, equívoca. Otra cuestión
se da cuando lo que se juzga es otro saber; en estos casos, ya lo
advertimos, éste juicio sólo es posible desde otro saber, lo que
implica asumir el punto de vista de este último. No debe, sin
embargo, entenderse por esto el afianzamiento de una impuni-
dad de los saberes (pues un saber sólo puede ser juzgado desde
otro), sino tan sólo como una toma de conciencia de que el recha-

47
zo de un saber (cualquiera que sea éste) se realiza siempre desde
un determinado punto de vista, que implica el compromiso con
un modelo de validez; tal rechazo sólo podrá estar, pues, legiti-
mado cuando se especifique este punto de vista.

§7
La tarea del perspectivismo

El que se haya puesto de manifiesto que el perspectivismo no


es ciencia6; no implica, ni debe implicar, el que -conforme a la
clasificación tradicional de los saberes- se le considere filosofía.
Dar al perspectivismo el sobrenombre de filosofía nos induci-
ría a negárselo a casi la totalidad de la producción tradicional-
mente considerada como filosófica. Esto, sin embargo, en nada
parece inmutar a la filosofía que está sobradamente acostumbra-
da a que, las así denominadas -filosofías-, se denieguen el status
filosófico entre sí. Advertimos, ahora, que el error ya estaba «de
base» en la caracterización tradicional de la filosofía como saber:
a la pregunta ¿qué es filosofía?, deberemos añadirle esta otra:
¿Cuál es el método de la filosofía? Y nos daremos cuenta de algo
que ya sabíamos, pero que por lo general suele pasar inadverti-
do: la filosofía no tiene un método propio y, si lo tiene, se asemeja
mucho al de «todo vale». ¿Cómo es esto posible? ¿Qué significa el
que la filosofía no tenga un método propio (aún cuando circulen
por ahí diversos métodos filosóficos)? Lo advertiremos con ma-
yor nitidez si nos hacemos la siguiente pregunta: ¿En qué consis-
te la validez de la filosofía? Es en este punto donde se rompen los
esquemas tradicionales: la filosofía tampoco tiene una validez
propia (algo que hasta el más insignificante saber mítico posee).
La conclusión no puede ser otra ni más fulminante: «la filosofía
no es un saber». Pero, si la filosofía no es una modalidad de sa-
ber, ¿de qué se trata entonces? Un vistazo atento al panorama
filosófico nos evidenciará la respuesta: La filosofía no es un saber
porque es muchos; no puede tener una validez propia porque en
ella convergen múltiples modelos diferentes de validez; esto es,
estrictamente hablando, la filosofía no es una concreta modali-
dad de saber, sino un ámbito de posibilidad de los saberes. En
este sentido, el perspectivismo es filosofía, en tanto emerge de ese
ámbito de posibilidad de los saberes en que ésta consiste; y es

(6) Atendiendo a lo dicho en la nota nº5, por ciencia debe entenderse aquí a
ésta en su sentido formal, como Saber-Dominio.

48
también filosofía, por cuanto coincide con aquella en el espectro
de la temática a tratar. Pero, no obstante, en tanto se constituye
como saber riguroso y este rigor le permite distinguirse de los
demás, ya no es -sin más- filosofía.
Las posteriores reflexiones, en torno a lo observado, me indu-
jeron a encomendarme la siguiente tarea, consistente en averi-
guar si un saber tal que procediera a través de rigurosas demos-
traciones era posible. No me cabía duda de que tenía que serlo;
no se trataba, sin embargo, de un especial empecinamiento mío,
sino del resultado de haberlo meditado detenidamente. Tal vez,
pensé, un saber de aquellas características no podría encontrarse
en grado absoluto; pero, al menos, debía de haber la posibilidad
de llevar el rigor de la demostración a su máxima expresión; esto
es, alcanzar el mayor rigor posible en los procesos de demostra-
ción, que con toda posibilidad habrá de superar, con mucho, las
cotas hasta ahora obtenidas. No quiere decirse con esto que exis-
ta una cota máxima en la rigurosidad de los procesos de demos-
tración, sino que tal cota máxima ha de ser la tendencia hacia la
que se orienten los esfuerzos del mencionado saber; esta cota
máxima, en tanto que fijada -de facto- por este saber, siempre
será posible. Tal fue la tarea propuesta inicialmente. La presente
obra, que el lector tiene ahora entre sus manos, constituye la cul-
minación de esa tarea.
Al encomendarnos esta tarea no podemos ser ajenos al
gratificante atractivo de la aventura, que supone el ser pioneros
en el terreno que pisamos. Otros lo avistaron antes y otearon sus
alrededores, muchos lo intentaron, se ganaron y perdieron im-
portantes batallas, pero nadie lo conquistó aún. Y es, precisa-
mente, la conquista de este territorio, virgen todavía a su pesar,
aquella labor que bajo el estandarte del perspectivismo nos he-
mos propuesto llevar a cabo. Hacer del perspectivismo un Saber-
Comprensión conlleva, de partida, dotarlo de un método preciso
que nos permita incrementar, al máximo de nuestras posibilida-
des, el rigor en los procesos de demostración. Al desarrollo de
éste método dedicaremos el siguiente capítulo.

49
50
Capítulo Segundo

LA CONSTITUCIÓN
DEL METODO
§8
Hacia una revisión crítica
del método cartesiano

T oda indagación teorética es guiada por un propósito que, a


su vez, exige un modo de llevarse a cabo; esto es, un método. El
hacer explícito el método equivale a descubrir lo más íntimo de
la investigación, a -por así decirlo- «dejar las cartas sobre la
mesa». Se trata, fundamentalmente, de una cuestión de honra-
dez, no sólo para con aquellos a los que va dirigida, sino también,
y sobre todo, para con uno mismo. En la sesión anterior pusimos
de manifiesto cual iba a ser nuestro propósito; nos corresponde
ahora articular el modo de llevarlo a cabo.
La apuesta por el método es también, en nuestro caso, un
asunto de necesidad; pues ya vimos cómo toda investigación, que
se proponga partir de rigurosos procesos de demostración, nece-
sita avanzar sobre demostraciones precisas; esto es, en definiti-
va, requiere de un método preciso. El método se convierte, de este
modo, en un elemento insustituible e inseparable de la propia
indagación. Precisamente por ser esta su condición no podemos
permitir que el método se convierta en una plataforma sobre la
que asentar nuestros prejuicios. Aceptar el método implica el
compromiso de no temer sus resultados, aun cuando estos no
coincidan con nuestras convicciones previas.
Una apuesta por el método no significa, sin embargo, una di-
vinización del mismo. Hay tres notas, a este respecto, que consi-
dero conveniente tener en cuenta: 1º) No hay un método perfecto.
Todo método es susceptible de revisión y perfeccionamiento pos-
terior. 2º) Tampoco hay ningún método que, de por sí, valga para
todo. No hay un único método. 3º) La adopción de uno u otro
método estará en función de las necesidades que en cada momen-
to presente la indagación. No se puede utilizar el mismo método
para investigar por qué creemos que las cosas son de tal o cual

51
manera, que para calcular cuanto tardará el vuelo Madrid-Lon-
dres. Todo ello está en correspondencia con los diferentes senti-
dos del rigor y del saber que destacábamos en el capítulo ante-
rior.
Una investigación que pretende realizarse a partir de riguro-
sos procesos de demostración necesita de un método específico.
No el mejor método, ni el más perfecto, ni el único, sino simple-
mente aquel que sirva con precisión a sus propósitos. Aquel, en
definitiva, que permita elevar el rigor demostrativo a su máxima
expresión. Y esto sólo es posible cuando el método se constituye
en torno a la duda, a la puesta en tela de juicio de todo supuesto
teórico previo.
Antes de abordar la difícil tarea de describir los distintos as-
pectos y momentos del método del perspectivismo, será conve-
niente que echemos un breve vistazo a sus precedentes históri-
cos: La duda, la puesta en tela de juicio, como método fue
instaurada originariamente por Descartes. Pese a las críticas de
algunos de sus contemporáneos, el método fue recibido con gran
satisfacción1; de tal modo que se fue impregnando como tal en el
inconsciente de muchos pensadores -es una manera de hablar-. Y
así continuó, hasta que Hume, Kant, Schopenhauer y, especial-
mente, Nietzsche pusieron de manifiesto diversos errores en el
procedimiento cartesiano. A partir de entonces, aquel método
aparentemente tan prodigioso fue paulatinamente relegado al
«desván» de los métodos inútiles. Pero, final y casi simultánea-
mente, Husserl y después Ortega deciden, cada uno por su cuen-
ta, replantearse el método cartesiano. Lo que dará lugar a dos
nuevas reformulaciones del método que al no estar, tampoco,
exentas de defectos2, aumentarán y consolidarán el rechazo al
intento de convertir la duda en método. Siendo éste el panorama
de nuestros días.
En un primer momento, las críticas al cartesianismo se
instrumentalizaron a partir del propio método introducido por
Descartes. Ninguna de ellas hacía, por lo tanto, referencia a la
esencia del método, sino al modo en que éste había sido aplicado.

(1) Para un estudio pormenorizado de las repercusiones históricas del papel


de la duda en el método cartesiano véase el escrito titulado «En torno a una
revisión crítica de la epojé escéptica radical», que recoge mi propia participación
en la III Semana Española de Fenomenología.
(2) En la primera edición señalaba que estos defectos eran especialmente
predicables de la versión husserliana. Esto, aunque correcto, no era del todo
justo con el pensador alemán, que a su vez bocetaba un proyecto mucho más
pretencioso, detallado y pulido que el de su colega español.

52
Lo cual podía ser utilizado en contra de Descartes, pero no de su
método; todo lo contrario, era la confirmación de que tal método3
permitía la refutación interna de sus resultados cuando estos no
se ajustaban al rigor demostrativo por él requerido. Sólo a partir del
siglo XX surgen las primeras críticas serias al método cartesiano
en cuanto a tal. A partir de esta crítica generalizada, procedere-
mos a su revisión y reconstrucción, sin importarnos cuantos as-
pectos habremos de modificar o de si al final no nos quedará otra
solución que encerrarlo definitivamente en el desván de los mé-
todo fallidos.

§9
Evidencia y genio maligno

Lo primero que habremos de eliminar del método es la evi-


dencia como criterio; pues se trata, a nuestro juicio, de un instru-
mento impreciso y equívoco que Ortega y Husserl comparten con
Descartes.
El criterio de «evidencia», más que un error, viene a ser una
impropiedad, una vaguedad innecesaria, que un método preciso
no se puede permitir. En Descartes, la evidencia se caracteriza
por «admitir exclusivamente aquello que se presente tan clara y
distin-tamente al espíritu que no se tenga motivo alguno para
ponerlo en duda». Para Husserl, «evidencia es la captación en sí
mismo de algo que es o que es de tal manera, en el modo de «ello
mismo», con plena certeza de ese ser, la cual, por tanto, excluye
toda duda» 4. El criterio de evidencia, así formulado, dota a la
duda metódica de un misticismo totalmente innecesario. La bús-
queda de un «suelo firme», del dato radical en definitiva, es inhe-
rente a las características de este método; por lo que un criterio

(3) El método, que Descartes hace explícito en su famoso Discurso del método
(que, al fin y al cabo, es un prólogo a Dióptica, Meteoros y Geometría), contie-
ne otros elementos además de la duda; será ésta, sin embargo, lo único que,
propiamente, nos interese.
(4) Distinto es, sin embargo, el concepto de evidencia en Ortega; dice así:
«La evidencia es el carácter que adquieren nuestros juicios cuando lo que en
ellos aseveramos, lo aseveramos porque lo hemos visto. (...). Ver, visión no
significa aquí sino estar ante nosotros, en presencia inmediata; es decir, en
persona». Este criterio de evidencia, aunque menos técnico, es mucho más
riguroso y preciso que el de sus predecesores, por lo que no es del todo
adecuada a él la crítica desarrollada anteriormente. No obstante, sigue pare-
ciéndome superfluo (ya que un riguroso proceso de duda metódica nos impi-
de siempre tomar algo de lo que no tengamos «presencia inmediata») y peli-
groso (pues puede conducirnos a importantes equívocos), por lo que pres-
cindiremos de él en adelante.

53
de estas características, que hace de la evidencia la vía de acceso
al conocimiento, resulta completamente prescindible. Pero no se
trata sólo de eso, la evidencia también puede convertirse en un
subterfugio para dar validez a nuestros prejuicios más asenta-
dos (como efectivamente sucedió, a tenor de los resultados, en los
casos de Descartes y Husserl). Por el contrario, es precisamente
de aquello que se nos ofrece como más evidente sobre lo que más
enérgicamente ha de ejercerse la duda, pues suele esconder nues-
tras más arraigadas convicciones. La radicalización de la duda
implica dudar incluso y preferentemente de lo más evidente. No
es lo evidente lo que buscamos; si así fuese, no encuentro razón
alguna para que, siendo evidente, no se haya descubierto antes.
El criterio cartesiano de evidencia ha sido con frecuencia obje-
to de polémica, por considerarse que se trata tan sólo de un for-
malismo que en el fondo equivale a esto: «todo aquello de lo que
estoy claramente convencido es verdad»; como advirtió Peirce.
En otras ocasiones se ha señalado que tal criterio tiene los rasgos
básicos de una experiencia mística, resultando tan incomunica-
ble como ésta (Kolakowski). Ambos reproches se encuentran ple-
namente justificados; pero, a veces, el ceñirse sobre este aspecto
suprimible del criterio cartesiano, oscurece y oculta a nuestros
ojos la contrapartida a éste que aquél diseñó con la hipótesis del
«Genio Maligno», relegada al olvido por sus continuadores. Hi-
pótesis cuyo riguroso uso impide la utilización subrepticia de la
evidencia o la convicción como criterios5; y que, a nuestra mane-
ra, rescataremos en su momento.
Con la supresión del criterio de evidencia y el anuncio de un
replanteamiento de la hipótesis cartesiana del «Genio Maligno»,
no hemos hecho sino comenzar nuestra andadura en pos de una
reconstrucción del método cartesiano. Las críticas a éste no se
ciñen exclusivamente al criterio de evidencia o a sus malos resul-
tados; sino también, y muy especialmente (sobre todo en el últi-
mo siglo), a lo que constituye el núcleo de este método, el carácter
mismo de la duda. Críticas, estas últimas, que abordaremos a
continuación.

(5) Descartes tuvo que recurrir nada menos que a Dios para salvar sus
preconcepciones de tan terrible hipótesis. No advirtió que aquella, en su
riguroso uso, impedía también todo recurso a la divinidad; si no le era permi-
tido asegurar la existencia de la taza que sostenía entre sus manos, cuanto
menos segura se encontraría la del Alfa y Omega.

54
§ 10
La duda en
tela de juicio

Con arreglo a una precisa constitución del método y ante las


críticas vertidas sobre su versión tradicional, se requiere proce-
der a la puesta en cuestión de la propia posibilidad y necesidad
de la duda. Para ello no hay mejor comienzo que atender, en pri-
mer término, a lo ya dicho por sus principales críticos y detrac-
tores: 1º) Es un absurdo intentar partir desde «0», pues en ese
caso no habría razón para llegar más allá del primer hombre
(Popper). 2º) Tal escepticismo inicial es un mero autoengaño y no
una duda real. Nadie que siga el método cartesiano se encuentra
nunca satisfecho hasta que formalmente recobre todas aquellas
creencias que ha abandonado en la forma. Los prejuicios, que de
hecho tenemos cuando emprendemos el estudio de la filosofía, no
pueden disiparse mediante una máxima (Peirce). 3º) La duda ab-
soluta desbarata sus propios cálculos al prefijarse el objetivo
metódico de reextraer nuevamente de sí mismo lo que es (Ador-
no). 4º) No se puede dudar de todo y superar después la duda,
sino que la duda misma, como tal, presupone ya algo no dudoso.
La duda presupone certeza y, por ello mismo, cuando quiero du-
dar de todo, no llego siquiera al comienzo de la duda. Una duda
que dudara de todo no sería duda. El que no estuviera seguro de
nada en absoluto, ni siquiera estaría seguro tampoco del sentido
de sus palabras. Es decir, ni siquiera podría expresar la duda. La
duda no puede ser duda total si quiere ser duda. La superación
de la duda está ya en la indubitabilidad de la acción que está a la
base del juego lingüístico (Wittgenstein). 5º) Al no dar nada por
supuesto, habremos salvado el pensar, pero eso es todo. El mun-
do (aquello que se cuestionaba) sigue sin aparecer por ninguna
parte. Para llegar a él hay que retrotraerse al momento en que se
había empezado por no dar nada por supuesto y advertir que se
estaba ya en él (Ferrater Mora).
Pese a los diferentes enfoques, todos ellos concuerdan en seña-
lar la imposibilidad de una duda absoluta y universal (aspecto
éste que compartimos), y en restringir sus posibilidades a las de
una duda relativa y parcial (postura esta última que trataremos
de refutar).
La pretensión de partir de «0» implicaría una especie de «pu-
rismo gnoseológico», por el que se rechaza absolutamente toda

55
creencia o experiencia previas, con la intención de iniciar la inda-
gación desde la más pura «nada», cual si de un recién nacido (o
del primer hombre) se tratase; éste es el sentido entendido por
Popper y no sólo es efectivamente un absurdo, sino que además
es imposible. La amnesia metódica carece de sentido. No se pue-
den anular nuestras experiencias previas o, de lo contrario, ni
siquiera podríamos plantearnos la duda. La misma posibilidad
de la duda exige como condición inexcusable el que se den efecti-
vamente creencias y experiencias previas: Primero, para que sea
posible llegar a la duda; y segundo, para que se de aquello de lo
que dudar. El propósito de carecer de presupuestos no implica
que éste no se lleve a cabo aquí y ahora, y a partir de nuestras
experiencias previas.
La mayor parte de cuantos, por uno u otro motivo, han segui-
do este método no se han encontrado conformes hasta conseguir
reextraer de él aquello de lo que previamente estaban convenci-
dos (entre los que cabría destacar a su propio creador). Todo ello
desemboca en la consideración de la duda como un mero artificio
literario destinado a destacar una ficticia excelencia de los resul-
tados, que tan curiosamente coinciden con aquello de lo que con
antelación se estaba persuadido. Se pone de manifiesto, de este
modo, el papel que en repetidas ocasiones ha representado la
duda como «tapadera», encubriendo, bajo su atractivo semblan-
te, los prejuicios más enraizados de su autor. En el fondo, para
quien así opera, no llega a ser más que un mero autoengaño; por
el cual uno siente realizadas fuera de toda duda posible sus más
íntimas y profundas convicciones, de cuya verdad nunca dejó de
estar persuadido.
La duda que buscamos no puede tratarse, de ningún modo, de
una duda ficticia. Descartes cometió una doble imprudencia al
definir la duda como un «fingir» que todo es «falso». La duda,
como tal, no puede presuponer la falsedad de lo dudado (sea fingi-
da o no esta falsedad); no es su verdad o falsedad lo que nos
interesa, sino tan sólo cuestionar nuestra seguridad al respecto.
Tampoco puede consistir en fingir, no puede tratarse de una mera
duda fingida; pues no habría modo de evitar el carácter igual-
mente ficticio de los resultados. Habrá de tratarse en cualquier
caso de una duda efectiva. Dos son los modos en que puede darse
una duda efectiva (o real): ésta puede ser puntual o sistemática.
Decimos que la duda es puntual cuando ésta viene impuesta o
sugerida por las circunstancias; por así decirlo, surge de ellas
(por ejemplo, cuando al mediodía un reloj marca las nueve, sos-

56
pechamos que algo no anda bien en su funcionamiento). Por el
contrario, la duda efectiva es sistemática cuando, sin que ello sig-
nifique ser independiente de las circunstancias, dudamos de lo
que dudamos porque así lo hemos decidido (por ejemplo, de la
justificación de la última teoría física o, el abogado defensor, de
los testimonios de los testigos de la acusación en un asesinato
etc.). Esta voluntariedad del dudar no implica necesariamente,
sin embargo, merma alguna en la efectividad de la duda (que de
ninguna manera precisará ser fingida). Es sobre esta última mo-
dalidad de la duda efectiva, como sistemática, que se asienta la
duda metódica a que nos referimos. Tal «duda metódica» no pue-
de tener por objeto buscar garantía alguna del mundo, ni asentar
cualquier otra convicción con la que contemos. No podemos
cuestionarnos la totalidad de nuestras creencias, para a conti-
nuación sentirnos obligados, vinculados secretamente a aquello
de que dudamos en la forma, a devolverlas (con el refuerzo que
supone redescubrirlas) a su lugar originario, a fin de que todo
concluya como felizmente estaba previsto. No buscamos, pues,
una garantía para nuestras creencias, sino tan sólo cuestionar-
nos -tan seria y profundamente como nos sea posible- la seguri-
dad de que las suponíamos dotadas.
Las últimas objeciones a la duda, anteriormente reseñadas,
implican una crítica muy dura y rigurosa al carácter pretendi-
damente absoluto de la duda. Tal refutación precisaba, para lle-
varse a cabo, encontrar algo que escapase irremediablemente al
alcance de ésta. El hallazgo tuvo lugar y puede resumirse en cin-
co puntos: 1º) Toda duda, toda pretensión de poner algo en tela
de juicio, presupone ya algo no dudoso; presupone cuanto menos
su superación; esto es, la certeza. Presupone igualmente una si-
tuación, de la que brota, un sujeto que duda y un objeto, aquello
de que se duda. 2º) De ningún modo puede darse una duda total,
pues no sería duda. Quien no estuviese seguro de nada en absolu-
to, tampoco podría estar cierto del sentido de sus palabras, y ni
siquiera podría expresar la duda. La duda presupone también,
pues, un lenguaje por cuyos derroteros camina sin poderlo nunca
alcanzar. 3º) La acción que en cada momento se ejercita escapa a
su posesión por la duda, resulta del todo indubitable (de lo con-
trario dejaría de realizarse). Éste es el motivo por el cual muchos
de cuantos han seguido el camino cartesiano han encontrado en
el acto mismo de dudar el germen mismo de toda indubitabili-
dad; si bien cada cual lo identificaba con el objeto de sus prefe-
rencias (de este modo, por ejemplo, para Descartes la duda es

57
pensamiento, mientras que para Ortega es vida y, para ambos,
indubitable), sin advertir que tal indubitabilidad era la propia
de toda acción que ahora llevamos a cabo. 4º) La duda presupone
un mundo prerreflexivo del que surge, en el que ya se encuentra
al dudar y que no puede apresar. 5º) De cualquier modo, si al-
guien pretendiera dudar también de todo ese mundo preteórico
que la duda presupone, a buen seguro no mantendría su duda en
la práctica.
Sí. Efectivamente, la mera pretensión de una duda absoluta es
absurda o, si se quiere, adolece de una nada encomiable ingenui-
dad. Si, adelantándome unas páginas, me propusiera a mi mismo
y ahora ejercitar la duda metódica y supusiera a ésta absoluta,
me encontraría ahogándome en un mar de dificultades: ¿Cómo
me será posible dudar del propósito que me ha llevado a la duda?
¿Cómo podría dudar yo de mi propia existencia en la habitación
cuando emprendo la tarea del dudar, del papel sobre el que escri-
bo o de la silla en que estoy sentado? ¿Cómo podría dudar de mi
estar dudando o, más simplemente, de mi estar ahora escribien-
do sobre la duda? ¿Cómo me será posible dudar del lenguaje en
que sobre aquella escribo o de los «otros» para los que escribo? Si
dudara efectivamente de todo esto, de un modo absoluto, no me
sería posible ejercitar esa misma duda, no podría comunicarla,
expresarla y ni siquiera llevarla a cabo (pues no podría plantear-
la). Realizar la «duda metódica» no es algo que tenga lugar por
arte de magia, sino que precisa ser hecho por alguien (yo en este
caso) que vive en un mundo y cuya circunstancia lo ha guiado a
dudar de este modo metódico. Su duda ha de ser expresada en un
lenguaje no sólo para que otros puedan entenderla o compartirla,
sino también para que pueda constituirse como tal. Para que una
duda efectiva, cualquiera que esta sea, sea posible, ha de haber
algo no dudoso (en cierto sentido, indubitable) sobre lo que esta
duda se asiente. Todo lo cual concurre en detrimento y como re-
futación definitiva de toda duda que pretenda ser absoluta. De
este modo, toda duda efectiva, cualquiera que sea ésta o su natu-
raleza, habrá de ser siempre relativa, en tanto que «no-absolu-
ta».
Al ser tan claramente refutada la posibilidad de una duda
absoluta y universal, la práctica totalidad de sus detractores
concluyen, demasiado alegremente a mi modo de ver, que sólo
una duda relativa y particular es posible. ¿Cómo puede ser que
les resulte tan obvia esta deducción? Muy sencillo, para aquellos,
las denominaciones absoluta y universal aplicadas a la duda vie-

58
nen a ser prácticamente sinónimas y otro tanto cabe suponer de
relativo y particular. Sin embargo, si como veremos después, el
que la duda sea universal no implica necesariamente la preten-
sión de ser absoluta, ¿será, entonces, posible una duda relativa y
universal?
Deberemos, pues, proceder a comparar las modalidades de
duda que los caracteres absoluto y universal, respectivamente,
implican, con el objeto de destacar la sutil diferencia que entre
ambas opera. «Duda absoluta» es aquella que lo abarca todo, sin
que nada -ni el menor resquicio- quede fuera de su alcance; para
refutarla, según vimos, fue preciso encontrar algo que escapase
irremediablemente al alcance de ésta. Mientras que lo que hemos
denominado «duda universal» consiste en la puesta en tela de
juicio de la totalidad de nuestras creencias, en cuestionarnos
nuestra seguridad en una determinada modalidad del mundo, en
su existencia y en la de nosotros mismos, tal y como la concebi-
mos. La «duda universal», por sí misma, no margina la posibili-
dad de ser también absoluta, pero tampoco la implica. Refutada
toda posibilidad de una «duda absoluta», ¿sugiere esto, rechazar
también la posibilidad de una «duda universal»? De ningún
modo, ésta tan sólo queda privada de cualquier pretensión de
ser, asimismo, absoluta. Lo que forzosamente la convierte en una
modalidad de «duda relativa» o, si se prefiere, «no-absoluta».
Para que la posibilidad de tal duda relativa y universal sea refu-
tada, no será suficiente con encontrar aquello que escape al al-
cance de la duda (ya que no pretende ser absoluta), sino que aho-
ra será preciso encontrar algo que quede completamente excluido
de toda posibilidad de duda; esto es, que impida su universali-
dad; pues sólo de este modo será correcto afirmar que no es posi-
ble una duda relativa y universal. Ahora bien, ¿dónde encontra-
remos aquello que quede completamente excluido de toda posibi-
lidad de duda? La indubitabilidad de mi «encontrarme ahora es-
cribiendo esto», ¿me impide cuestionarme, en cierto sentido, mi
existencia o la del mundo? Mi necesidad de utilizar un lenguaje,
de creer incondicionalmente en un sentido de mis palabras, ¿me
impide cuestionarme los contenidos de ese lenguaje? Mi escribir
para que «otros» lean, ¿me impide cuestionarme mi seguridad en
la existencia de tales «otros»? En definitiva, la indubitabilidad de
la duda, del estar dudando, ¿me impide encontrarme ahora cues-
tionando la posibilidad misma de la duda? De ninguna manera,
ninguno de los argumentos esgrimidos en contra de la posibili-

59
dad de una duda absoluta, puede utilizarse para negársela a una
duda que sea, a su vez, relativa y universal.
La precipitación con la cual, los autores de aquellas objecio-
nes, restringieron esta posibilidad a una duda relativa y particu-
lar, obedece también, en buena medida, a la conveniencia que
todos tenían en que esto fuese así. Cuando hablo de conveniencia
no quiero decir con ello que fuera una estratagema consciente; de
algún modo, debían tener, por así decirlo, su fe depositada en la
exclusiva posibilidad de una duda relativa y particular. Sus teo-
rías, por lo general, se apoyan en una dudosa concepción del
mundo, introducen una respetable cantidad de presupuestos
cuestionables o simplemente intercalan alguna que otra intuición
gratuita (y, por lo común, todo ello). Si sólo una duda relativa y
parcial es posible, si sólo puede dudarse en los casos concretos,
nos encontraremos con que esas dudas son arrojadas ya desde
esos presupuestos, navegan en ellos; por lo que, si bien puede ser
realmente eficaz en este o aquel aspecto, será completamente in-
ofensiva en lo que a nuestra concepción del mundo se refiere6 (e
ilícito su empleo para cuestionar cosmovisiones ajenas a la nues-
tra)7. Quienes tan claramente arremetieron contra el método car-
tesiano, lo hicieron (en su mayor parte) con el fin de salvaguar-
dar sus doctrinas allí donde eran más vulnerables: en la puesta
en cuestión de sus presupuestos.
Las anteriores consideraciones redundan, no ya en la posibili-
dad, sino en la necesidad de una «duda universal». La duda es
necesaria y, en la medida en que quiera ser efectiva (en lo que al
rigor demostrativo se refiere), es preciso que abarque la totalidad de
nuestras «creencias», sin dejar posibilidad para escarceo alguno;
esto es, que sea universal. Esto puede mostrarse fácilmente: Ten-
gamos una teoría cualquiera X, que pretenda proceder a través
de rigurosas demostraciones y posea una serie de presupuestos
intocables; esto es, que de ningún modo serán puestos en tela de
juicio. Llamemos a esos presupuestos A (yo existo), B (existe Dios)
y C (existe el mundo atómico). Cualquier derivación posterior,
en la medida en que no los cuestione, mantendrá un universo que
girará en torno a A, B y C (y sus supuestas relaciones). Toda la
teoría X aparecerá suspendida sobre estos pilares, y se derrum-
bará, consecuentemente, al caer uno de ellos (al tiempo que desde

(6) Pues nunca pondrá en cuestión los presupuestos que lo constituyen, ya


que son también «sus presupuestos»
(7) Pues se trataría de juzgar los presupuestos de «otros» a partir de nuestros
propios prejuicios, antepuestos -eso sí- como la verdad misma.

60
ella se juzgará falsa a toda otra concepción que no los comparta).
El que no sean puestos en duda obedece, en muchos casos, a que
se los considera plenamente seguros, indubitables. No obstante,
esta seguridad, lejos de constituir su excelencia, se debe, con fre-
cuencia, a la ausencia de una rigurosa puesta en cuestión de los
mismos. Toda demostración posterior, sin embargo, será
invalidada al ser refutado cualquiera de los supuestos a partir de
los que se ha construido. Sustitúyase el contenido de los presu-
puestos anteriores por: A (sólo yo existo), B (tengo 2.000 ojos) y C
(soy un elefante rosa). La refutabilidad de estos nuevos supues-
tos y, por tanto, la necesidad de la duda resultan ahora más evi-
dentes; pero, la única diferencia que, en principio, podemos ad-
mitir entre unos y otros presupuestos (en tanto que tales presu-
puestos), estriba en que unos -los primeros- nos resultan más
habituales; esto es, son presupuestos con los que contamos, he-
mos contado alguna vez, o conocemos a alguien para quien cree-
mos son especialmente relevantes. Para cualesquiera individuos,
que compartan los presupuestos A, B y C (no importa cuales sean
concretamente éstos), la teoría X será válida (o, si se quiere, ver-
dadera); aunque será fácil, para quien no comparta alguno de
ellos, refutar (en lo que al rigor demostrativo se refiere) la teoría X.
Pues, al poner en cuestión alguno de sus presupuestos no demos-
trados (ni susceptibles de serlo), aquélla se desmoronará sin re-
medio. Todo ello redunda, insisto, en la inminente necesidad de
la «duda universal» como instrumento del método.
La duda universal no es, sin embargo, una mera suma de du-
das particulares. En la duda universal no se está dudando (efecti-
va y actualmente dudando) de todas y cada una de las creencias
, en el sentido de «una por una» (tal enumeración resultaría in-
terminable). No se duda especialmente de ésta o de aquella otra
creencias, sino de las condiciones mismas de posibilidad y segu-
ridad de las creencias, sin importar la exacta concreción de éstas.
Se cuestiona, en definitiva, la efectiva posibilidad y seguridad de
las creencias (de la totalidad de las mismas), en cada caso; es
decir, indiferentemente de quien sea concretamente «yo», éste
que duda, o de cual sea la concreción de tales creencias.

61
§ 11
Los sentidos
de las creencias

Como paso previo o preliminar a la descripción del papel de


la duda en el método del perspectivismo, hemos de realizar una
distinción entre el sentido práctico y el sentido teórico de las
creencias. Se trata, en ambos casos, de una distinción metodoló-
gica, a fin de evitar lo que han sido frecuentes malentendidos y
errores. De no contemplarse adecuadamente esta distinción entre
los sentidos práctico y teórico del darse de las creencias, la duda
es tomada arbitrariamente por absoluta (cuando vimos que esto
es imposible) o restringida a un ámbito parcial y concreto (cuan-
do para su eficacia precisa de ser universal), y de este modo con-
denada al fracaso. Quien no advierta la diferencia entre los senti-
dos en que las creencias se dan, confundirá la indubitabilidad del
sentido práctico de las creencias con la superación de la duda,
tomará preferentemente aquello que se me presenta como priva-
do (aquello de que sólo yo poseo la prueba, que no consiste sino
en dárseme a mí) y que no precisa del consenso de los «otros»,
como el dato radical indubitable al que los demás se reducen. De
ahí la insistencia de los cartesianos en reducir todo cuanto hay a
conciencia y pensamiento.
Ante la inminente «puesta en marcha» del proceso de la duda,
advertimos como todo cuanto creemos saber, todo cuanto consi-
deramos real o cotidiano, lo admitimos sin que medie prueba ri-
gurosa alguna a su favor. El proceso del método desmitifica el
carácter de realidad del mundo en que vivimos para convertirlo
en mera creencia. Creencia significa aquí que hemos puesto en
cuestión (o, si se quiere, dejado a un margen) aquella seguridad
en la misma que nos la presentaba como realidad, para relegarla
sencillamente a un «posible». La búsqueda de un «punto de apo-
yo» últimamente firme, implica la aceptación de que todo con
cuanto se contaba hasta el momento no son, en principio, sino
creencias.
El deslinde de las creencias en sus sentidos práctico y teórico
se hace especialmente patente en el momento de la puesta en
marcha del método de la duda; no obstante, subsiste con anterio-
ridad a él. Su diferenciación metodológica resulta imprescindible
de cara a delimitar las posibilidades de la duda y su concreto
papel en el método, así como para disipar confusiones innecesa-

62
rias. Con este fin, resulta preciso destacar que no se trata propia-
mente de distintas creencias, sino de distintos modos de darse la
creencia. Dos son, fundamentalmente, estos sentidos: en su senti-
do práctico, las creencias son aquello con lo que contamos, aque-
llo que nos es presente ya al teorizar. Ahora bien, al atenderlas,
en tanto nos ocupamos de ellas, tenemos su sentido teórico. La
importancia de tal distinción radica en el hecho de que sólo en
este último sentido, esto es, de la modalidad teórica de las creen-
cias, es posible dudar. La duda sólo puede afectar efectivamente
a las creencias en tanto que nos ocupamos de ellas; pero nunca en
tanto que contamos con ellas. En definitiva, la puesta en cuestión
del sentido práctico de las creencias es del todo imposible. Será
preciso que profundicemos en esta distinción; pues, sólo de este
modo puede comprenderse como es posible una duda relativa y
universal.
Nuestras creencias se dan, fundamentalmente, en ese sentido
que hemos denominado práctico; esto es, habitualmente no las
cuestionamos, ni comparamos, ni atendemos o nos ocupamos de
ellas; simplemente, contamos con ellas. Contar con ellas significa
que se nos hacen presentes, las tenemos en cuenta y obramos en
consecuencia, sin reparar en las mismas. Hasta este momento,
llevo largo rato escribiendo estas líneas, sin reparar en mi estar
sentado frente a la mesa de mi habitación, agitando el bolígrafo y
manchando de tinta el papel; sin embargo, en ningún momento
dejé de contar con ello. Si de repente apareciese en una piscina, la
experiencia podría resultar traumática; aunque no atendiese a
ello, «contaba con» estar escribiendo en mi habitación; de no
«contar con», sin ese sentido práctico en que se dan las creencias,
me sería imposible seguir escribiendo. Para dejar impresas estas
líneas, no sólo preciso contar con mi estar escribiéndolas, con el
contexto en que las redacto o con el propósito que me ha llevado
a hacerlo; sino que también, entre otras muchas cosas, necesito
contar con el funcionamiento del bolígrafo (no ya que funcione,
sino como funciona y donde ha de usarse), la forma de las grafías
o el sentido del lenguaje que utilizo. Pero no sólo cuento con
aquello que inmediatamente estoy haciendo; entre las intermina-
bles creencias con las que cuento, se dan: el saber quien soy («fu-
lano de tal»), que me propongo, donde están los servicios en mi
casa, quien es el presidente del gobierno, como empieza el Quijo-
te, quien escribió la Crítica de la razón pura, o como se llama el
planeta más alejado del sol etc...

63
El mundo en que vivimos se encuentra constituido, esencial-
mente, por aquello con lo que contamos; entre ello -en mi caso- se
encuentran las circunstancias que me han llevado a estar ahora
planteándome la constitución del método. En definitiva, aquello
con lo que contamos, nuestras creencias en su sentido práctico,
constituye el suelo sobre el que vivimos y del que partimos al
teorizar. De este mundo de mis «creencias prácticas»8 no puedo
desligarme, ni abandonarlo; consiste precisamente en mi mundo
«de todos los días», por el cual se que me llamo «X», vivo en tal o
cual sitio, tengo una cita a las ocho, he de renovar mi carnet de
identidad, estoy leyendo tal o cual libro, comí huevos fritos al
mediodía, por la mañana escuché el informativo, leí la prensa y,
en estos momentos, me encuentro sentado en mi habitación re-
dactando estas líneas. Encontraremos que la fe en el sentido prác-
tico de las creencias es necesaria, que no podemos prescindir de
ella. Es decir, para poder escribir estas líneas necesito, primero y
fundamentalmente, comer todos los días, no estrellarme contra
las paredes (por que tal vez dude de su existencia), ni dejarme
atropellar por un coche en marcha etc. Después, preciso localizar
mi habitación, entrar en ella (a ser posible por la puerta), buscar
la silla, colocarla frente a la mesa, sentarme, encender el ordena-
dor, introducir el procesador de textos, esperar a que el sistema
operativo lo cargue, abrir el fichero correspondiente, colocar el
cursor en la posición deseada y comenzar a pulsar las teclas.
Pero, igualmente, cuando pulso estas teclas no lo hago al azar,
sino de acuerdo con un lenguaje, que no es otro que aquel (o uno
de aquellos) de mi mundo de «creencias prácticas»; esto es, aquel
con el que cuento.
Cuando dudamos, lo hacemos de la creencia, sin tener en con-
sideración a qué sentidos de ésta afecta la duda. Ahora bien, es
momento de cuestionárnoslo: ¿Por qué no es posible la duda del
modo práctico de las creencias?: 1º) De aquello con lo que conta-
mos, podemos seguir contando o dejar de contar con ello, incluso
-si se quiere- contar a medias (esto es, contar con ello como algo
que se dice por ahí o como algo que otros creen), pero no tenerlo
en suspenso. 2º) Cuando contamos con algo no reparamos en ello,
y la duda implica ocuparnos de aquella creencia o creencias que
se pone en cuestión; o sea, atenderla. 3º) No por cuestionarnos

(8) De ahora en adelante utilizaré las denominaciones de «creencias prácticas»


y «creencias teóricas» como sinónimos (o, si se prefiere, abreviaturas) de los
sentidos práctico y teórico de las creencias, respectivamente (la elección de
tales términos obedece exclusivamente a criterios de manejabilidad).

64
algo dejamos de contar con ello. Puedo cuestionarme la existen-
cia de la mesa y no por esto dejo de escribir sobre ella. 4º) No
obstante, las «creencias prácticas» -efectivamente- se modifican,
pero estas modificaciones se limitan bien a contar con algo nue-
vo, bien a dejar de contar con algo. Tales modificaciones tal vez
puedan considerarse, en ocasiones, como consecuencia de una
duda; pero tal duda sólo podrá darse referida al sentido teórico
de las creencias (la duda sólo puede afectar a la creencia a partir
de su modo teórico de darse); esto es, en tanto que nos ocupamos
de ellas.
La otra modalidad que pueden adoptar las creencias cuando
efectivamente se dan, a la que hemos denominado su sentido teó-
rico, es aquella que presentan cuando las atendemos, cuando nos
ocupamos de ellas; esto es, las comparamos, las cuestionamos
etc. La duda efectiva sólo es posible de este aspecto teórico de las
creencias; esto no debe confundirnos, el aspecto teórico de las
creencias no consiste sólo en cuestionarlas, sino también en to-
dos los demás modos posibles de atender u ocuparnos de ellas.
Pero, ahora, es su permisivi-dad para con la duda lo que nos
ocupa. De este modo, resulta interesante destacar como al
cuestionarnos, por ejemplo, el sentido del lenguaje, nos estamos
ocupando de esta creencia; pero, en tanto precisamos del lengua-
je para expresar nuestra duda, seguimos contando con ella. Pode-
mos, efectivamente, dudar del sentido teórico de las creencias,
pero en su sentido práctico seguimos contando con ellas. Pode-
mos, en definitiva, cuestionarnos cualquier creencia en tanto que
nos ocupamos de ella, la pensamos por así decirlo, pero ello no
implica que dejemos de contar con ésta; La duda no afecta, al
menos no directamente, a este sentido práctico de las creencias.
Nos es posible, incluso, cuestionarnos la existencia de los
«otros», del mundo e, inclusive, mi propia existencia (en cada
caso); pero en ningún momento dejaré de contar con ellas. La
afirmación teórica «nada existe» puede tener sentido, la «creen-
cia práctica» «nada existe» carece por completo de él.
Al igual que hablábamos de un mundo de «creencias prácti-
cas» para referirnos a todo aquello con lo que contamos, previo a
cualquier indagación teórica (incluida la misma posibilidad de
tal indagación), podemos utilizar la denominación de mundo de
«creencias teóricas», para aludir a la totalidad de nuestras creen-
cias en tanto que susceptibles de que nos ocupemos de ellas (o, si
se prefiere, de que las pensemos); esto es, en tanto pueden darse
en un sentido teórico. Y, es este mundo, en toda su envergadura,

65
el que es puesto en cuestión por la duda universal que aquí pro-
ponemos. De este modo, no puedo dudar efectivamente de mi
existencia (en cada caso), en tanto que cuento con ella; pues, en
ese caso, no tendría ningún sentido que «yo» estuviese ahora es-
cribiendo estas líneas. Pero, en tanto que me ocupo de ella, mi
existencia es un supuesto del que puedo prescindir, como lo son
todo mi mundo (incluida mi habitación o el ordenador con el que
escribo) y los contenidos del lenguaje que uso. En éste, mi mundo
de «creencias prácticas», no dejo de existir, ni de escribir estas
líneas, porque considere que ésta, mi existencia, no está suficien-
temente demostrada y, por lo tanto, la ponga en duda; ni desapa-
rece mi mundo de «creencias prácticas» porque ponga en tela de
juicio a la totalidad de las creencias en su sentido teórico. Y, no
obstante, en la medida en que efectivamente suprima mi seguri-
dad en toda «creencia teórica» previa, esto es no demostrada (eli-
minándolas total y sistemáticamente del discurso), podré decir
que procedo sin supuestos.
Hay algunos aspectos en que, por así decirlo, ambos sentidos
de las creencias se interrelacionan: Es, de este modo comparativo,
como más nítidamente puede comprenderse la distinción pro-
puesta: 1º) El sentido práctico de las creencias es siempre previo
a todo ocuparnos de ellas, a todo sentido teórico de las mismas;
obviamente, necesitamos antes contar con un mundo para poder
teorizar sobre él. 2º) Para que sea posible indagar en el sentido
teórico de las creencias precisamos contar con algo; esto es, he-
mos de situarnos en el sentido práctico de las creencias y contar,
entre otras muchas cosas, con que la indagación debe hacerse y
que es posible; de lo contrario nos encontraríamos completamen-
te desorientados, sin saber a qué atenernos. 3º) Si bien las creen-
cias en su sentido práctico no pueden ser puestas en tela de jui-
cio, esas mismas creencias, en tanto que nos ocupamos de ellas
como tales creencias (esto es, en su sentido teórico), son suscepti-
bles de ser puestas en duda y, por tanto, prescindibles. 4º) No
hay creencia alguna dada en su sentido práctico, con la que con-
tamos, que no sea susceptible de darse también en su sentido
teórico; esto es, de la que no nos sea posible ocuparnos de ella. En
tanto así resulta, y nos ocupamos de ella, es dubitable. 5º) Es cosa
ya sabida que de nuestras creencias en su sentido práctico no
podemos prescindir (todo lo más puede modificarse alguna); pero
en tanto contamos con ellas y desde este contar con ellas, que es
el suelo sobre el que se sostiene toda posible indagación teórica,
podemos efectivamente prescindir de tales creencias en su senti-

66
do teórico. 6º) Luego, de toda creencia puede dudarse; aunque
esta duda sólo afecte a su sentido teórico. La indagación es algo
con lo que contamos, pero como actividad consiste en un «ocu-
parnos de» y no en un «contar con»; o sea, es teórica y, por tanto,
sólo el sentido teórico de aquellas le interesa y sólo de él puede
ocuparse (no es siquiera posible dudar de algo si no lo atende-
mos, si no nos ocupamos de ello). De ahí que la duda metódica
deba, forzosamente, restringirse al sentido teórico de las creen-
cias. Tal duda podrá, quizás, tener alguna consecuencia en su
sentido práctico; pero no referirse a éste. 7º) No hemos hecho
otra cosa, en este último parágrafo, que mostrar la importancia
metodológica de discernir correctamente entre ambos sentidos
de la creencia, con el objeto de aclarar el sentido y posibilidades
de la duda y evitar, de este modo, equívocos innecesarios; consta-
tando, como el investigador vive en un mundo de creencias con
las que cuenta y de las que, en este sentido, no puede prescindir;
pero, también, como su indagación las tiene por objeto en tanto
que se ocupa de ellas; sólo en este sentido puede considerarlas,
siendo falaz toda otra consideración. De todo ello, cabe concluir
que esta distinción es sólo metodológica y que, por tanto, no tiene
efecto considerarla con posterioridad a la puesta en marcha del
proceso de la duda; ya que éste sólo incumbe al sentido teórico de
las creencias, obviándose su sentido práctico.
Una correcta y atenta intelección de los papeles que respecti-
vamente juegan los sentidos teórico y práctico en que las creen-
cias pueden darse, nos permitirá comprender la posibilidad de
una duda relativa y universal. Relativa por cuanto la duda no
puede alcanzar al sentido práctico de las creencias, a aquello con
que de hecho contamos al iniciar la indagación (y con lo que se-
guimos contando a lo largo de ésta); esto es, el dudar de las
creencias precisa que nos ocupemos de ellas, que las atendamos,
por lo que sólo es posible del sentido teórico de las mismas. A
pesar de ello, esta duda puede ser también universal, en tanto
nos es posible poner en cuestión la totalidad de nuestras creen-
cias previas, sin excepción, en su sentido teórico (que es el senti-
do propio de toda indagación); esto es, no hay creencias de las
que no nos podamos ocupar y, en tanto que nos ocupamos de
ellas, no hay creencia que en este sentido sea indubitable. De este
modo, el propósito de partir sin presupuestos, al que aquella
duda relativa y universal conduce, no resulta algo tan irrealiza-
ble como en ocasiones se ha anunciado. En primer lugar, por ser
posible la puesta en tela de juicio de toda creencia previa en

67
aquel sentido en que nos ocupamos de ella y que interesa a la
indagación: su sentido teórico; o, lo que es lo mismo, por ser posi-
ble la puesta en cuestión de todo cuanto nos es posible ocupar-
nos. Y, en segundo lugar, porque esto no implica intentar partir
de la nada, como erróneamente se había pretendido, sino que en
todo momento partimos del sentido práctico de las creencias, de
todo con cuanto contamos al indagar.; lo que, por supuesto, in-
cluye nuestro conocimiento de los errores y aciertos del pasado;
no sólo los nuestros -personales-, sino también los de todo el le-
gado filosófico y científico a nuestro alcance. Este sentido prácti-
co de las creencias no constituye presupuesto alguno de la inda-
gación, sino el lugar desde el que ésta se realiza. Lo que es pro-
ducto de la indagación, precisa de algún modo haber sido atendi-
do, luego es teórico y no meramente algo con lo que contamos. El
mundo constituido por el sentido práctico de mis creencias, esto
es, por todo con cuanto cuento, es la plataforma desde la que me
es permitido iniciar la indagación y abordar el proceso de la
duda.
Esta distinción, que tal vez pueda parecer trivial, puede aca-
rrear desastrosas consecuencias de no contemplarse. En ella se
muestran los límites y las posibilidades del proceso de la duda
metódica. Y es precisamente esta distinción, la que permite expli-
car ese peculiar desdoblamiento del investigador entre su com-
portamiento habitual y su labor teórica. Esto da lugar a que, por
ejemplo, pueda poner en cuestión la totalidad de mi mundo y mi
propia existencia, sin dejar de contar con ellos y, por tanto, sin
riesgo inmediato de ser ingresado en un manicomio; sólo porque
la puesta en tela de juicio de todo supuesto, de toda creencia pre-
via, afecta únicamente al sentido teórico de las creencias y nunca
a su sentido práctico. Sólo por ello, decíamos, puede ser escrita
una obra que proceda a partir de una duda metódica.
Advertíamos anteriormente como de no contemplarse esta
distinción pueden originarse importantes equívocos. Dos de los
más comunes y relevantes, que merecerán ser destacados a conti-
nuación, son: En primer lugar, la pretensión de una duda absolu-
ta (de la que ya hemos hablado); y, en segundo término, la adop-
ción de su refutación como argumento para partir de «lo que
hay», de aquello con lo que previamente contábamos, y restringir
a lo concreto y particular las posibilidades de la duda. Veamos:
1º) La pretensión de una duda absoluta, tan frecuente entre los
seguidores del método cartesiano, tropieza de lleno con la impo-
sibilidad de dudar del sentido práctico de las creencias. Para que

68
la duda sea posible es preciso contar con todo un mundo en el
que ésta se realiza y al que, en este sentido, no puede alcanzar. 2º)
Conscientes de esta imposibilidad de una duda absoluta, se opta
-con denotada frecuencia- por invertir el propósito. Si la puesta
en tela de juicio no alcanzaba al mundo con el que de hecho con-
tábamos al dudar, habría que tomar el punto de partida inverso,
esto es, partir de «lo que hay», de ese mundo en el que de hecho
ya estábamos al dudar, y restringir las posibilidades de la duda
a casos concretos y particulares de ese mundo. Tal conclusión
puede, en efecto, parecer perfectamente razonable, si no se ad-
vierten los distintos sentidos en que se dan las creencias y lo que
esto implica. Aquello que la duda no puede abarcar y que hacía
imposible toda pretensión de ser absoluta, es precisamente todo
con cuanto contábamos al dudar; esto es, el sentido práctico de
las creencias. Al tomarse esto como punto de partida, ya no esta-
mos simplemente contando con ellas, sino que, al tomarlas, las
atendemos, nos ocupamos de ellas; o sea, que al partir de aquellas
creencias, de lo que partimos es ya del sentido teórico de las mis-
mas, que en ningún modo queda fuera del alcance de la duda. Se
comete de esta manera una arbitrariedad, ya que se está toman-
do de un modo completamente acrítico todo un mundo de creen-
cias en su sentido teórico, que es susceptible de ser puesto en tela
de juicio y, por lo mismo, prescindible9. Luego, a modo de conclu-
sión, ni es posible una duda absoluta, ni debe permitirse tampo-
co (se entiende desde el punto de vista del rigor demostrativo) partir
de lo que hay; esto es, de la admisión acrítica de las creencias en
su sentido teórico.

§ 12
El papel de la duda

El papel de la duda constituye el eje central sobre el que gira el


método del perspectivismo. Ante la necesidad de tocar «tierra
firme», se hace preciso avanzar sin presupuestos que condicio-
nen a priori el resultado de la indagación; esto es, sin admitir
nada que no haya sido previamente demostrado. La duda cumple
la misión de limar y despejar de escollos el camino; para que, una
vez libres de obstáculos, podamos avanzar con pasos firmes y
seguros. La posibilidad del rigor en los procesos de demostración

(9) Esto último es válido para cualquier otra postura; ya que el contenido de
una indagación, cualquiera que esta sea, se da en un sentido teórico; siendo
por ello siempre susceptible de ser puesto en duda.

69
depende de un correcto ejercicio de la duda. Esto significa, en
definitiva, de la puesta en tela de juicio de la totalidad de nues-
tras creencias en su sentido teórico, incluso, y especialmente, de
aquellas que nos son más firmes y evidentes.
Una vez puesta de manifiesto la necesidad de la duda, abor-
daremos brevemente alguna de sus principales características.
La duda es, en primer lugar, «duda metódica»; esto es, una acti-
vidad conforme a un método. Responde a unas exigencias
metodológicas propuestas. A este respecto, la duda es un instru-
mento del método y no un contenido del mismo. La duda es tam-
bién «duda radical». Radical porque no teme a sus consecuen-
cias. No depende de contenidos ni orientaciones previas, sino que
ha de fabricárselos por sí misma; es, por tanto, independiente de
todo otro saber constituido, de toda otra ciencia o creencia. La
duda es, así mismo, «duda posible». Duda posible en tanto ésta
alcanza a la misma efectividad de la duda. Se trata de una duda
que se cuestiona incluso a sí misma. La duda, pues, tiene ya -a
priori- sus límites en el sentido práctico de nuestras creencias.
Ahora bien, en tanto que nos ocupamos de ellas, en tanto que
relativa a su sentido teórico, no podemos suponerle -a priori-
limitación alguna. La duda es además «duda crítica». Crítica, por
cuanto no se conforma sólo con dudar. En este sentido, la duda
consiste en «un poner límites», en abandonar (o dejar al margen)
cuanto no se sostenga en pie tras su paso. La duda se convierte
en un drástico instrumento devastador de toda aquello que no
resiste su acometida. La demostración no consiste sino en eso
mismo: en aguantar firmemente la más rigurosa puesta en tela
de juicio. De tal manera, que sólo aquello que -por así decirlo-
sobreviva a la duda, en la medida y en el sentido precisos en que
le sobreviva, podrá consisderarse demostrado. La duda es, por
último, «duda continua». Continua, pues no se detiene con la lle-
gada de el dato radical, sino que ésta habrá de acompañarnos
igualmente a lo largo de todo el proceso.
Caracterizada la duda como método; estamos, ahora, en con-
diciones de poner en tela de juicio el proceso mismo de la duda. O
lo que es lo mismo, de tratar de responder a la pregunta: ¿No es
la duda un presupuesto? Si aquello por lo que se pregunta es si la
duda es una «creencia teórica» más, que no es a su vez puesta en
cuestión (en tela de juicio), la respuesta es un rotundo «no». La
duda, como tal, es una actividad, algo que se ejercita, y nunca un
contenido; lo que no le quita el que podamos ocuparnos de ella e
indagar acerca de su necesidad y posibilidades, como hemos he-

70
cho antes. No obstante, si por el contrario, lo que se cuestiona
con el interrogante anterior, es si el proceso de la duda es inca-
paz de justificarse a sí mismo, la respuesta es un categórico «sí».
En contra de lo que ha venido creyéndose desde Descartes (que
identifica el dudar con el pensar) a Ortega (que lo identifica con el
vivir), la duda no es lo indubitable que la misma duda descubre.
La confusión se origina al no advertirse la diferencia entre lo que
hemos denominado, respectivamente, sentidos práctico y teórico
de las creencias. En cierto sentido, el ejercicio de la duda es efec-
tivamente indubitable; pero no porque sea el punto de partida
alcanzado, sino porque se encuentra ya presente en ese punto de
partida; porque, en definitiva, es algo con lo que contamos; esto
es, pertenece al sentido práctico de nuestras creencias.
Junto al interrogante «¿no es la duda un presupuesto?», pode-
mos encontrarnos este otro: ¿cómo puedo saber que dudo? ¿cómo
adquiero tal certeza? Al reflexionar sobre este punto, caemos en
la cuenta de como, incluso de la duda misma, no podemos obte-
ner certeza absoluta alguna (en su sentido teórico es tan
dubitable como cualquier otra creencia). Al ejercer la duda, sin
embargo, ésta se da efectivamente en nuestro mundo de «creen-
cias prácticas»; esto es, en el mundo con el que contamos, en que
diariamente vivimos y habitamos, y en el que ahora, apoyado
sobre mi mesa, escribo estas líneas. En tanto la duda pertenece al
sentido práctico de las creencias; su propia actividad, como
puesta en tela de juicio, no puede afectarla. La duda, en la medida
en que es un instrumento riguroso, ha de dudar de sus propias
posibilidades; ha de dudar, incluso, de sí misma. Pero en este
dudar de la duda, ese primer «dudar» (que aparece destacado en
cursiva) es una actividad que ejercemos desde éste nuestro mun-
do de «creencias prácticas»; es algo con lo que contamos y nunca
algo a lo que lleguemos a partir del propio proceso de la duda; es
decir, no sé que dudo, simplemente cuento con ello.
Por último, nos resta, a fin de completar la descripción del
papel de la duda, proponer los distintos momentos de ejecución
en el proceso de la duda. Lo dividiremos en tres momentos prin-
cipales, a saber: 1º) Lo que procede, en primer término, es la
marginación de nuestras creencias previas (como ya vimos, en su
sentido teórico); esto es, algo así como dejar entre paréntesis
nuestra seguridad en las mismas. 2º) En segundo lugar, dudar
efectivamente, cuestionarnos en toda su posibilidad, las condi-
ciones generales de las creencias; esto es, no se trata de dudar de
todas las creencias sucesivamente, una a una (sería inagotable),

71
sino de las condiciones generales de posibilidad y seguridad de
las mismas. Me explico, no he de cuestionarme primero, por
ejemplo, mi creencia en la existencia de un libro, luego en la de
otro y más tarde en la de otro, y así sucesivamente; de modo que
cuando he terminado con la biblioteca paso a poner en tela de
juicio el despertador , la mesa, la silla etc. Esto sería muy supe-
rior a las capacidades de mi paciencia y, además, completamente
inútil. Cuando de lo que se trata es de dudar de la totalidad de
las creencias (siempre, claro está, en su sentido teórico) no nece-
sito, por ejemplo, cuestionarme mi seguridad en cada uno de los
objetos que encuentre delante mía o que recuerdo; sino que sim-
plemente es suficiente (y preciso que así lo haga) con que me
cuestione mi seguridad en los objetos en general (esto es, para
cualquier objeto posible) y busque los ejemplos que estime opor-
tunos. 3º) El objeto de la duda no es, como muchas veces se ha
pretendido, buscar lo indubitable; en cierto sentido, en tanto que
contamos con ellas, nuestras creencias lo son. La duda, pues, no
trata de dar con lo indubitable; sino con aquello que, habiendo
sido puesto en duda, la resista.
Establecido el papel de la duda, nos resta por determinar
aquél que representa la «demostración» y que antes adelantába-
mos. Al igual que la duda, la demostración tiene sus límites en el
sentido práctico de las creencias; las cuales, en tanto que tales
«creencias prácticas», no pueden ser demostradas ni refutadas.
La prueba o demostración no tiene otro contenido que el de ser el
resultado de la puesta en tela de juicio del sentido teórico de
nuestras creencias. Lo demostrado, por tanto, no es sino aquello
que ha resistido, o que ha quedado, tras el ejercicio riguroso de la
duda (en sus múltiples aspectos como metódica, radical, posible,
crítica y continua). En sentido inverso, todo cuanto no resista la
acometida de la duda deberá considerarse refutado (en tanto que
problemático o no demostrable).
A lo demostrado ha de dársele un nombre; pero, sea cual sea
esta denominación, habrá de cuidarse de que por tal se entienda
(y se atienda a lo demostrado y sólo lo demostrado, y en el senti-
do mismo en que ha sido demostrado.
¿Qué queda ahí? Una vez eliminadas nuestras creencias, ¿dón-
de encontramos tierra firme? Lo que encontramos, lo que resiste
este primer y más radical momento de la duda, son el dato o los
datos radicales. En él, o en ellos, reside la prueba de todo cuanto
podrá afirmarse o negarse.

72
Esta modalidad de la «prueba» tiene la ventaja de que cual-
quier demostración, tenida por tal, puede ser a su vez refutada
(total o parcialmente) al no resistir a una nueva y más rigurosa
puesta en tela de juicio. Con lo cual, obviamente, deja de ser tal
demostración. El que una demostración, que se presentara como
tal, pueda ser refutada, permite eliminar aquellas afirmaciones o
postulados que no cumplen sus condiciones, sin realizar reserva
o distinción alguna.

§ 13
Condiciones generales
del método

Una auténtica reflexión sobre el método ha de abordar, tam-


bién, el tema de la justificación y límites de éste. Esto es, ha de
analizar el método y su adecuación a las circunstancias. La apa-
rente perfección armónica de un método no es tal que no impli-
que algún tipo de problemas. Hablar de las deficiencias del méto-
do (de todo método), ser conscientes de ellas en definitiva, resulta
ser el mejor modo de paliarlas. Todo ello redunda en la necesidad
de tratar los problemas y deficiencias del método y su realiza-
ción; o sea, sus condiciones generales de posibilidad.
Previamente habremos de tratar de la justificación y de los
límites de la «prueba». ¿En qué reside últimamente la validez de
una demostración? No puede haber nunca una validez última y
acircunstancial de lo probado. No hay nunca una prueba absolu-
ta, toda demostración lo es para un proceder, para un método.
Toda prueba, por el mero hecho de serlo, es relativa en al me-
nos dos sentidos: En primer lugar, es relativa en tanto que «no es
absoluta»; pues siempre está en relación con un proceder (un
método) y es avalada por éste. También es relativa, en un segun-
do sentido, en tanto que «no es eterna». Lo que hoy es una de-
mostración perfectamente válida, mañana (es una forma de ha-
blar) puede ser refutada por otra demostración más profunda.
Nunca podremos descartar esta posibilidad.
La demostración, lo probado, en este sentido (en lo que atañe a
su validez), es algo efectivo, tanto como pueda serlo la mesa que
ahora contemplo; pero para que podamos demostrar con rigor la
efectividad de la mesa es preciso que se de la posibilidad de que
la veamos, de que la experimentemos. En definitiva, para que
algo sea efectivamente probado es preciso (como en el caso de la

73
mesa) que sea susceptible de -por así decirlo- «ser experimenta-
do».
Del mismo modo en que un experimento científico no puede
ser repetido por todos, pero ha de ser susceptible de ser repetido
por quienes lo quieran (y puedan) seguir con rigor; las demostra-
ciones derivadas del método del perspectivismo permiten, a
quienes se ciñan estricta, rigurosa y meticulosamente al mismo,
reconocer lo demostrado o, más exactamente, experimentar la
demostración; y refutar, además, aquellos aspectos en los que la
demostración no sea efectiva. Como en el caso de las ciencias, una
nueva «experimentación» puede refutar a la anterior; pero aque-
lla ha de ser, como ésta, contrastable y correctamente construi-
da. Una «experimentación» mal hecha se refuta a sí misma.
Puesto que toda demostración es tal para un método, la cues-
tión última acerca de la justificación y límites de aquella queda
relegada a los del método. La pregunta ahora es, pues: ¿en qué
reside últimamente la validez del método? El método se justifica
a su vez por sus resultados, esto es por la correspondencia entre
lo demostrado y el propósito que nos llevó a su constitución. Su
adecuación depende de que lo demostrado cumpla con sus objeti-
vos; o sea, con lo que nos proponíamos al introducir el método. Si
toda demostración válida lo es para un método, todo método,
para ser válido, ha de cumplir efectivamente su propósito.
Del método, en tanto que proceso de la duda, ya anticipába-
mos su pertenencia al sentido práctico de las creencias; esto es, se
ejecuta en él, aunque se realice sobre nuestras creencias en su
sentido teórico. Esta es la gran paradoja del método: ha de perte-
necer a nuestro mundo de «creencias prácticas» y al mismo tiem-
po lograr, en la medida de lo posible, ser una especie de «cola-
dor» que impida la entrada de nuestros prejuicios y creencias (ya
en su sentido teórico) en el discurso. Como sucedía con la demos-
tración, su justificación última (no teórica) tiene lugar en aquel
mundo con el que contamos. Como en aquella, el método es sus-
ceptible de contrastación, que -en su caso- consiste en que lo de-
mostrado responda a lo que con él nos habíamos propuesto.
Las anteriores consideraciones nos llevan a establecer dos
conclusiones: 1ª) Las demostraciones pueden ser refutadas, si no
siguen el método (o no lo hacen adecuadamente). 2ª) El método
puede ser refutado, si los resultados válidos por él obtenidos no
cumplen con el propósito para el que fue constituido.

74
Otro problema, ligado al del método, es el del lenguaje. Si de
alguna manera hemos de expresar (comunicar) lo demostrado
habrá de ser por mediación del lenguaje. Pero, ese lenguaje, ¿es a
su vez demostrado? Sobre esta cuestión podríamos destacar tres
puntos: 1º) Que el lenguaje, como el lector al que me dirijo, la
ciudad por la que paseo, la mesa sobre la que escribo, yo mismo o
el método que ejecuto, pertenecen al sentido práctico de mis
creencias. Y, en cuanto que tales «creencias prácticas», cuento
con ellas; esto es, son algo de lo que no puedo prescindir; Luego,
por lo mismo, no puedo prescindir del lenguaje. 2º) Que el len-
guaje también conlleva, o mejor dicho «arrastra consigo», el sen-
tido teórico de las creencias. Que tales «creencias teóricas» care-
cen de legitimación alguna en el proceso de la duda y, por lo
tanto, han de ser supervisadas por él. De donde, los aspectos teó-
ricos del lenguaje son prescindibles y, por lo mismo, tienen a este
respecto idéntico trato en el método que cualesquiera otras
«creencias teóricas». 3º) El método, al tiempo que sigue contando
con el lenguaje, ha de ponerlo en tela de juicio en su sentido teó-
rico; esto no sólo abarca a sus contenidos, sino que le atañe -
incluso- en lo que respecta a su capacidad comunicativa o expre-
siva.
No menos relacionado con el problema del método que el len-
guaje, se encuentra la cuestión del ocultamiento y papel del au-
tor. Con frecuencia, al menos fuera del terreno de la literatura de
ficción, el autor es ocultado, escondido en lo más recóndito, para
que su presencia no concurra en detrimento de la objetividad de
lo expuesto. Pero visible o no, el autor está ahí, detrás de cada
párrafo, de cada palabra; y, al ocultarlo, no por ello va a desapa-
recer. Todo lo contrario, pretender esconderlo corrompe nuestra
imparcialidad y nos ofrece la ilusión de presentar como plena-
mente objetivo lo que también es producto de nuestra subjetivi-
dad.
Mucho menos advertida, pero también importante, es la pre-
sencia del lector. Y no me refiero ya a la presencia indirecta que
el lector tiene en la propia elaboración del autor (en tanto que el
autor «tiene en mente» las características del posible lector), sino
a la presencia directa e inmediata que el lector tiene en la obra al
leerla. Al lector, como antes al autor, le acompañan en su labor
(esto es, la lectura de la obra) unas experiencias y una trayecto-
ria vital propias, posiblemente muy diferentes de las del autor,
que aquél plasma sobre la obra, condicionando en todo momento
lo que en ella supuestamente «se dice». De tal modo, la «obra»

75
leída por el lector y la «obra» escrita por el autor nunca serán
exactamente la misma. Pero no sólo eso: la «obra» leída por dis-
tintos lectores, difícilmente será la misma para todos ellos. En
tanto persista este ocultamiento del lector, cuyo desvelamiento
escapa a las posibilidades directas del autor (mías, en este caso),
la obra leída (cualquiera que sea ésta) lo será bajo unos supuestos
que irremediablemente condicionan «lo dicho», alejándolo de «lo
que se quería decir». Para poner remedio a esta situación, el lec-
tor habrá, en primer lugar, de hacer suyo el método y poner en
cuestión el sentido teórico de sus propias creencias, para, de este
modo, experimentar en sí mismo el proceso. Se trata, en definiti-
va, de hacer que la obra que el lector lee, sea lo más parecida a la
que el autor ha escrito (y en el momento en que la ha escrito).
Como el método o el lenguaje, autor y lector pertenecen a ese,
que hemos denominado, nuestro mundo de «creencias prácti-
cas». Cuando escribo esto, lo hago desde y para mi mundo de
«creencias prácticas», que supongo compartir con él, a su vez,
supuesto e indeterminado lector, a quien me remito, y a quien, en
definitiva, trato de exponer los resultados de esta investigación.
Este último parágrafo, ha pretendido ser sólo un pequeño
puente de reflexiones entre el método ya constituido y su próxi-
ma ejecución. Se ha puesto de manifiesto como las circunstancias
que rodean al proceso de la duda son algo previo con lo que con-
tamos y que hace posible éste; pero también la fuente de sus
principales limitaciones. Todo el escenario en el que tiene lugar el
proceso de la duda, la demostración, el método, el lenguaje, autor
y lector, se constituye en este mundo de «creencias prácticas».
Dicho con otras palabras: es desde este mundo con el que conta-
mos, desde el que determinamos, como tal, una demostración,
desde el que escribo estas líneas o desde el que me remito a un
posible lector, cuya existencia -en su sentido teórico- habré de
poner en cuestión a continuación.
A partir de estos momentos, nuestras creencias -siempre en
su sentido teórico- (las mías y las del lector) deberán quedar sus-
pendidas; esto es, dejaremos de creer en ellas.

76
Capítulo Tercero

LA BÚSQUEDA DE
UN PUNTO DE PARTIDA
§ 14
Genealogía de los datos radicales
de la tradición

D ejamos atrás la elaboración del método, ya resuelta, para


ocuparnos de su puesta en práctica y emprender, de este modo,
la tarea que inicialmente nos habíamos encomendado. La puesta
en tela de juicio del «mundo de creencias»1, en su totalidad y
cada uno de sus aspectos, tiene como objeto encontrar el dato radi-
cal; se trata, por así decirlo, de «ponerlo al descubierto». Sólo
aquello que, habiendo sido sometido al proceso de la duda, lo
resista firme (y en el estricto sentido en que efectivamente lo re-
sista) podrá ser tomado como dato radical. Este carácter de seguri-
dad, de ser lo más seguro de todo cuanto tenemos, nuestro aside-
ro en definitiva, hace de él fundamento y fuente de toda prueba.
En el sentido de que cualquiera otra afirmación que pretenda ir
más allá de él, lo tiene necesariamente como punto de partida;
esto es, lo complica como supuesto.
Antes, no obstante, de abordar la cuestión acerca de cual o
cuales son los datos radicales, sería conveniente que nos ocupára-
mos brevemente, a modo de antesala, de los que han sido datos
radicales en la tradición filosófica. En ocasiones nada resulta tan
ilustrativo como repasar los antiguos errores. No se trata, en
ningún caso, de enredarnos en la telaraña de la escolástica
imperante. El «rigor» histórico o filológico nos trae sin cuidado...
resulta del todo irrelevante para lo que aquí nos ocupa. Se trata,

(1) La distinción realizada entre los sentido teórico y práctico de las creen-
cias, que es estrictamente metodológica, carece de relevancia una vez inicia-
do el proceso de la duda. Todo nuestro mundo de creencias, en su sentido
teórico (esto es, en su traducción a «creencias teóricas»), ha sido puesto en
tela de juicio. El sentido práctico de las creencias queda fuera de toda consi-
deración; toda creencia, en tanto que entra en el contexto del discurso, en
tanto que participa de la duda, se da en un sentido teórico. Por ello a partir de
ahora hablaré simplemente de «mundo de creencias».

77
simplemente, de echar una ojeada, cual vistazo de águila (con la
altitud, lejanía y sobre todo, reducción que esto implica), sobre el
panorama teorético que nos precede. Sin otro propósito, que el de
mostrar como el desarrollo histórico del problema de los datos
radicales puede entenderse como un proceso «evolutivo», en el que
cada nueva propuesta se presenta como reacción crítica frente a
la inmediatamente anterior, como rechazo y superación de aque-
lla.
Los datos radicales de la tradición se han desarrollado a par-
tir del enfrentamiento de dos puntos de vista contrapuestos: el
del sujeto (del que responde el idealismo) y el del objeto (que su-
braya el realismo). Puesto que las posturas y los datos radicales
de tales puntos de vista no han sido siempre los mismos, he des-
tacado tres grandes momentos o períodos a los que denominaré
en orden inverso de proximidad (cronológica): ingenuo, sofistica-
do y crítico, que comparten los datos radicales del realismo y del
idealismo. No nos entretendremos en describirlos ahora2, sino
que meramente extracta-remos algunas conclusiones que puedan
ser de especial interés de cara a la indagación que nos ocupa.
Tales datos radicales de la tradición tienen en común, en to-
dos sus casos, el no haber buscado tanto un auténtico rigor demos-
trativo, como la defensa de un determinado modelo del mundo.
También son comunes: el miedo a las consecuencias de la duda, el
no haber sabido afrontarla, en definitiva, el no haber hecho uso
del proceso de la duda con la precisión y el rigor que eran reque-
ridos. En todos ellos se toma algún aspecto de nuestro mundo de
creencias (entidades, ideas, experiencia, conciencia etc.), que es en-
cumbrado como prioritario frente a los demás, a los que se hace
depender de él; puesto que, inevitablemente, fueron siempre en-
tendidos como derivados de aquel que se había escogido. El que el
proceso de unos a otros aparezca como evolutivo, se debe a que
todo nuevo intento de superación dio siempre por válidas las
críticas que sus inmediatos predecesores hicieron a aquellos que
a su vez los antecedieron. En primer término, se escogieron aque-
llos aspectos más alejados a nosotros mismos y, por tanto, más
evidentes, procediendo sucesivamente hasta los más próximos e
inmediatos; esto es, hasta aquellos aspectos que por ser más par-
ticulares en su modo de darse impedían toda posibilidad de ser
contrastados; lo que, al menos aparentemente, los hacía más se-

(2) A este respecto, véase: Perspectivismo I. La búsqueda de un punto de


partida § 17. (Texto mencionado anteriormente, véase capítulo primero, Cf.
infra nº2).

78
guros. Al advertirse el error que esto suponía y los absurdos a
que daba lugar, la decisión se inclinó a favor de abandonar la
duda y partir del universo preteórico en el que ya se encuentra el
investigador, o bien reducir éste a sus aspectos más particulares
y concretos. Pero, fuese cual fuese el criterio que los llevó a esco-
ger entre uno u otro, todos ellos se embarcaron en la absurda
pretensión de reducir todos los aspectos del mundo de nuestras
creencias a aquel que previamente se había seleccionado:
1º) El «realismo ingenuo» al prescindir de todo proceso explí-
cito de duda, encuentra la mayor seguridad en aquello que le es
más evidente y contrastable, las entidades 3. Todo lo demás se cons-
tituye a partir suyo, los seres humanos son también entidades
(todo lo especiales que se quiera) y los pensamientos o representa-
ciones algo que estas concretas entidades producen. Su error
deviene precisamente de esa ausencia de duda, que le impide ad-
vertir hasta que punto las entidades dependen para su constitu-
ción de los sujetos cognoscentes (y de sus representaciones), para los
que son tales entidades.
2º) Hecha esta advertencia, el que hemos denominado «idea-
lismo ingenuo» cree encontrar en aquello que el realismo ignora-
ba, las ideas o pensamientos, en la actividad cognoscitiva del
propio sujeto, el dato radical 4. Pero, ¿en qué consistía esta mayor
seguridad en las ideas o pensamientos? Esto es, ¿por qué se en-
contraban, ahora, más seguros los pensamientos que las entida-
des? Sencillamente, porque los pensamientos no se nos presenta-
ban comunitarios, ni precisados de contrastación, como si lo ha-
cían aquellas. Todo lo contrario, los pensamientos se me presen-
tan como algo privado, consistente únicamente en dárseme a mi
y, por tanto, cuya seguridad no depende del consenso de nadie.
Este autoengaño, al que conduce la falaz seguridad derivada de la
privaticidad de lo acontecido, ha sido uno de los errores más
insistentemente reproducidos. Si nos atenemos efectiva y riguro-
samente a aquello que se nos presenta, en el estricto sentido en
que se nos presenta, no podremos nunca decir que nuestros pen-

(3) Experimento I: Al golpear fuertemente mi mesa, es ésta la que muestra su


existencia y su dureza (como propiedades que le son inherentes) al resistirse
a mi mano.
(4) Experimento II: Ahora, al golpear fuertemente mi mesa, no obtengo, si-
quiera, la seguridad de que ésta efectivamente exista. Tengo, realmente, la
sensación de su resistencia a mi mano, pero en ocasiones los sentidos nos
engañan por lo que no es posible confiar ciegamente en ellos. ¿Qué tengo,
pues?... Efectiva, rigurosamente, sólo esto... mi pensar la mesa, mi dudar de
su existencia y... el «yo», en tanto ser que piensa y duda.

79
samientos se nos presentan más efectivamente que las entidades
que nos rodean. Yo encuentro ante mi la mesa, tanto como mi
pensarla; pero, ni más ni menos. Si acaso, podré decir que se me
presentan de un modo diferente; aquella como una entidad exte-
rior a mi (en tanto sujeto), que me transciende; ésta, como un
pensamiento interior e inmanente a mi; pero, en ningún caso po-
dré decir que ésta se me presenta con mayor seguridad que aque-
lla, so pena de identificar seguridad con privaticidad.
3º) La reacción del «realismo», en su versión sofisticada, es
buscar esa seguridad de lo privado en el contacto con el mundo
exterior. Es la reivindicación de la experiencia como dato radical 5.
¿En que consiste, pues, esta mayor seguridad que parece emanar
de la experiencia? Sin duda, en su doble condición de privatici-
dad (mi experiencia de la mesa consiste sólo en dárseme a mi) y
exterioridad (lo es de algo exterior e independiente de mi), que
permiten considerarla como algo previo al pensamiento, el cual
precisa de aquella para su constitución (necesito haber tenido
alguna experiencia de mesa, para poder ahora pensarla). Pero,
pronto, esta seguridad se tambalea. Su exterioridad le viene dada
por su carácter de ser impresiones de «algo», que es externo e
independiente de mi; pero qué sea ese «algo», fuera de lo que son
tales impresiones, es una pura incógnita, no está presente, es un
fantasma, un presupuesto en definitiva. Si reducimos esta exte-
rioridad al mero ser «dato», nos encontraremos con que ni si-
quiera es tal «dato»; una vez más, el realismo descuidó el papel
activo del sujeto cognoscente en la constitución de la experiencia;
ésta se nos presenta ya interpretada y nunca como puro «dato».
De este modo, se priva a la experiencia de toda pretensión de
exterioridad (de ser independiente de mi), lo que reduce nueva-
mente su seguridad a su privaticidad; en cuyo caso, no podré
nunca afirmar que tal experiencia se me presente con mayor se-
guridad que cualquier otra actividad cognoscitiva (como pensar)
o que yo mismo.
4º) El «idealismo sofisticado» interpreta esta «no-exteriori-
dad» de la experiencia como interioridad. Convirtiendo, de este
modo, al mundo entero, a mis pensamientos y a mi mismo, en
representación y conciencia. Haciendo de ésta, de la conciencia, el

(5) Experimento III: Al golpear fuertemente mi mesa, no es mi pensarla (ni mi


«yo») lo único, ni lo más indubitable, que tengo; sino la experiencia misma de
golpearla, esto es, las impresiones que de ello se derivan y a partir de las
cuales, y sólo a partir de ellas, se construyen las ideas; incluida la idea de un
«yo» (no puedo pensar la mesa si previamente no tengo impresiones de ella).

80
dato radical por excelencia6. Una vez más, cabe cuestionarse ¿a qué
se debe esta mayor seguridad de la conciencia? En primer térmi-
no, como en los casos anteriores, a su privaticidad. Pero especial-
mente, en segundo término, a haber reducido «todo» a esta
privaticidad. Al hecho de haber convertido en algo interior y pri-
vado (en su modo de darse) tanto al mundo exterior como al pro-
pio «yo» (apercepción). Sin embargo, si nos atenemos de nuevo a
como se nos presentan, no podré nunca decir que la mesa que
golpeo se me presenta como contenido de conciencia (al modo de
mi pensar la mesa). Todo lo contrario, la mesa que golpeo se me
presenta como exterior e independiente de mi, comunitaria y
contrastable. Sólo al reflexionar posteriormente sobre ella puedo,
en este sentido, tomarla como contenido de conciencia; pero mi
pensar o reflexionar sobre la mesa no es el inmediato darse que
ésta tiene para mi. Al presentarla como algo privado falseo su
presencia en aras de una engañosa seguridad. Nada hay que en
virtud de su privaticidad o comunidad se nos presente con ma-
yor seguridad.
Las versiones críticas, tanto del realismo como del idealismo,
se caracterizan ya por no dejar al margen aspecto alguno de
nuestro mundo de creencias, tomándolos todos en consideración.
Si bien, esto se realiza siempre desde el punto de vista de uno de
aquellos. Cuando se opta por el punto de vista del mundo (en el
realismo)7 se olvida uno del hecho de que mis pensamientos no se
me presentan con menor seguridad que las entidades de mi entor-
no; pero, sobre todo, se olvida de que los pensamientos de los
otros (o su propia existencia) no se me presentan de la misma
manera que los míos (o mi propia existencia) y, por tanto, tampo-
co se presenta con la misma seguridad; aspecto éste que es igno-
rado. Cuando, por el contrario, se opta por el punto de vista del
sujeto-cuerpo (en el idealismo)8 se evita este error; pero se olvida,

(6) Experimento IV: Al golpear fuertemente mi mesa, nunca tengo, sin más,
unas impresiones sensibles, sino al objeto «mesa» oponiendo resistencia a mi
mano (toda impresión llega interpretada a la conciencia). Sin embargo, de tal
objeto mesa, ni de su experiencia nada puedo probar si no es como contenido
de conciencia.
(7) Experimento V: De la mesa como polo intencional de un contenido de
conciencia, a la mesa que encuentro frente a mi y golpeo, hay un abismo
insalvable que aquel no puede sortear (parece absurdo preguntar por la dure-
za, el color o los metros cúbicos de un «contenido de conciencia»); si bien
es preciso que yo perciba mi golpear la mesa; puedo hacerlo porque, antes
de cuestionarla, la mesa está ya ahí oponiendo resistencia y me encuentro lo
suficientemente próximo como para golpearla. Luego, hay un mundo en el
que los sujetos actuan cognoscitivamente.

81
a su vez, que tal «sujeto-cuerpo» carece por completo de sentido,
sino no es en mutua relación con unas entidades, que se presenten
como exteriores e independientes de él, y unos pensamientos o
representaciones, como interiores o dependientes del mismo. Sin los
cuales, ni siquiera sería posible distinguirlo como tal «sujeto-
cuerpo». Luego, lejos de ser su determinación, el «sujeto-cuerpo»
no se da con más ni con menos seguridad que aquellos pensa-
mientos o entidades.

§ 15
Gnoseontología

Lo que de común encontramos en los datos radicales de la tradi-


ción -sin excepción- es que en todos ellos subyace (más o menos
encubiertamente) el dualismo «sujeto» (o conciencia) versus «ob-
jeto» (o mundo), origen de la eterna disyuntiva teorética entre
realismo e idealismo. Este dualismo tiene su germen (ahistórico)
en la bipolaridad del esquema epistemológico tradicional. Según
éste, para que se de una acción cognoscitiva es preciso que se den
y, por tanto, han de darse previamente, un sujeto (o sujetos) y un
mundo (en tanto que objetos posibles), en una cierta relación que
es la perspectiva; esto es, el sujeto traba relación con (conoce) el
objeto desde alguna parte.
Esta bipolaridad del esquema epistemológico tradicional va a
dar lugar a que, según se adopte el punto de vista de la concien-
cia (esto es, el idealismo) o el del mundo (esto es, el realismo), se
distorsione la perspectiva y el sentido del conocimiento en gene-
ral. 1º) Desde el punto de vista del mundo (realismo), éste es algo
previo al propio esquema espistemológico, es el lugar en el que
aquél se da; esto es, primeramente hay un mundo en el que los
sujetos actúan cognoscitivamente (conocen). Se antepone, de este
modo, ontología (saber acerca de lo que las cosas son) a gnoseolo-
gía (saber acerca de nuestro conocimiento de las cosas). Primero
se establece lo que las cosas son y luego como alcanzamos nues-
tro conocimiento acerca de ellas. 2º) Desde el punto de vista de la
conciencia (idealismo), ésta es lo previo al esquema epistemoló-

(8) Experimento VI: Al golpear la mesa, tengo primeramente a mi cuerpo


situado en cierta relación espacial con la mesa, en tanto que vista desde aquí
(la mesa no vista desde alguna parte carece de sentido), que se me presenta
como «algo» de lo que me ocupo, en este caso, la golpeo; pero es a partir de
mi visión de la acción y sobre todo de mi mano, que como tal «sujeto-
cuerpo» advierto su resistencia y su dureza. Luego, propiamente hay un suje-
to-cuerpo abierto al mundo.

82
gico; para el idealismo, la conciencia es el lugar en el que acontece
el esquema epistemológico; esto es, lo que primeramente hay es la
conciencia del actuar cognoscitivo de un sujeto referido a un ob-
jeto (en tanto que a cualquier objeto posible, a un mundo). Frente
al realismo que anteponía ontología a gnoseolo-gía, el idealismo
antepondrá ésta (gnoseología) a aquella (ontología). El mundo ya
no es algo previo al conocer, sino aquello como lo que es conocido.
Primero se establecen las estructuras generales del conocer y, a
partir de ello, lo que las cosas son.
Se establece, a pesar de este dualismo inicial, la necesidad de
una identidad estructural (nunca justificada) entre lo que las co-
sas son y su conocimiento. Toda gnoseología deriva en ontología
y viceversa, toda ontología sostiene una teoría del conocimiento.
Unas veces se hace coincidir lo que las cosas son con el conoci-
miento que de ellas tenemos (es el caso del idealismo), otras es el
conocimiento el que es entendido a partir de lo que las cosas sean
(es el caso del realismo). Gnoseología y ontología sólo tienen sen-
tido si seguimos siendo presas de aquel dualismo germinal del
que brotan idealismo y realismo. Gnoseología se opone a ontolo-
gía sólo en la medida en que es prioritaria sobre ésta, en lo que al
idealismo se refiere, o, ya en lo que respecta al realismo, deviene
a partir de la ontología. Pero, en cualquier caso, ambas -ontología
y gnoseología- precisan la una de la otra como complemento in-
dispensable. No importa a cual de ellas se de prioridad, siempre
desembocará en la otra. De hecho, la tradicional distinción entre
ontología y gnoseología carecería de interés, e incluso de demar-
cación alguna, de no ser por las deformaciones a que dan lugar
los puntos de vista del mundo o de la conciencia, que hacen de-
pender lo gnoseológico de la ontológico o lo ontológico de lo
gnoseológico, respectivamente.
Nos corresponde, pues, volver ahora sobre aquel esquema
epistemológico que tantas complicaciones ha originado. En él se
nos presentan los procesos cognoscitivos como fruto de un estar
en una cierta relación (a la que hemos denominado perspectiva)
un sujeto y un objeto (o varios, esto es indiferente); piénsese, por
ejemplo (a riesgo de parecer reiteradamente pesados), en «mi
contemplar la mesa». El problema resulta de que, al ser el esque-
ma bipolar, hay dos modos o puntos de vista desde los que puede
ser abordado, ambos tan defendibles como antagónicos e irre-
conciliables. Tomemos el ejemplo anterior: Desde el punto de vis-
ta del realismo, que es el del objeto, «mi contemplar la mesa»
implica que tengo ante mí una entidad de madera (y hierro) con

83
cuatro patas que consignamos bajo ese nombre (si se quiere,
constituida por átomos en última instancia), sobre la que oriento
mis ojos (la estoy mirando); órganos, estos últimos, que gracias a
su especial constitución y al bombardeo de fotones (partículas de
luz) que sufre la estancia, me permiten ver ante mi la mesa. Por el
contrario, desde el punto de vista del idealismo, esto es, del suje-
to, lo que «mi contemplar la mesa» implica es mi conciencia de
mi mismo contemplando la mesa. El que la mesa se de o no al
margen de mi conciencia de ella es algo que no me es posible
determinar; de aquella sólo tengo su ser polo intencional hacia el
que se dirige mi contemplar. En muchas ocasiones se ha pretendi-
do superar este dualismo, pero uno tras otro los distintos inten-
tos han caído en las garras de aquel viejo esquema, que los forza-
ba a mirar desde uno de sus lados. Tan sólo quedaba un punto de
vista por probar y, cuando por fin se hizo, se descubrió que el
esquema mismo se transformaba a sus pies, revelándose como el
único y auténtico punto de vista desde el que se me presentan las
cosas. Nietzsche y Ortega lo introdujeron (cada cual a su mane-
ra) con bastante acierto en el pensamiento contemporáneo; este
es, el punto de vista de la perspectiva.
Desde el punto de vista de la perspectiva, nos atenemos a lo
que se nos presenta y en el estricto sentido en que se nos presen-
ta. Ahora bien, en lo que respecta a la seguridad, a la puesta en
tela de juicio, ¿qué le queda al esquema tradicional si prescindi-
mos de la perspectiva? Al pronto podremos responder, casi me-
cánicamente, que siempre quedarían los polos entre los que ésta
se daba; a saber «sujeto» (o conciencia) y «objeto» (o mundo).
Teniendo esto en cuenta, convendría que nos hiciéramos una
nueva pregunta, y que meditáramos pausadamente antes de dar-
le respuesta; ésta vendría a ser algo así: ¿qué es lo que nos queda
de éstos? Si en «mi contemplar la mesa» suprimo la perspectiva
en que se me presenta aquella como contemplada por mi, ¿qué me
queda de la mesa? Y si suprimo toda perspectiva, podré añadir
¿qué me queda del mundo? o ¿qué me queda de mi mismo como
sujeto? Nada, absolutamente nada (ni siquiera el consuelo de
unos nombres vacíos). Caemos en la cuenta, ahora, de que toda
prueba, toda evidencia o dato, acerca del mundo o del sujeto, se
encuentra en la perspectiva en que ambos se ofrecen y que fuera
de ésta ni siquiera tiene sentido hablar de ellos. El esquema
epistemológico tradicional sufre una profunda transformación,
la perspectiva deja de ser el resultado de la relación entre sujeto
y objeto (previos) para convertirse en el lugar donde éstos se

84
muestran. «Mi contemplar la mesa» implica, desde este punto de
vista, estrictamente aquello que se me presenta; esto es, la mesa
vista por mi». No obstante, sigue habiendo un objeto (la mesa) y
un sujeto (yo mismo) como polos opuestos de la perspectiva.
Efectivamente así es, pero tales polos opuestos (es una manera de
hablar) de la perspectiva sólo tienen sentido dentro de ésta, en
tanto que mostrados por y en ella. Lo que carece de todo funda-
mento (siempre desde el punto de vista del rigor demostrativo) es la
presuposición presente en el esquema tradicional, de un sujeto
«más acá» de la perspectiva y de un objeto «más allá» de la mis-
ma; que constituye la base, largo tiempo asumida, sobre la que
asentaron sus cimientos realismo e idealismo. Lo que con la
transformación del esquema epistemológi-co nos proponemos es,
en definitiva, abandonar los puntos de vista de la conciencia y
del mundo, por aquel punto de vista del ángulo en que se me
presentan las cosas; esto es, la perspectiva.
El descubrimiento de la perspectiva como ámbito en el que se
muestra cuanto acontece y en el estricto sentido en que así lo
hace, incluidos los que se han tomado como polos opuestos de ese
acontecer (sujeto y objeto o, dicho de otra manera, conciencia y
mundo), abre un nuevo camino -todavía virgen- a la investiga-
ción teorética, permitiendo eludir las trabas y errores que irre-
mediablemente traía consigo la dicotomía realismo-idealismo.
Esta superación, tan anhelada, conlleva otra menos esperada, la
que afecta a la distinción entre ontología y gnoseología; pues ésta
es deudora del mismo esquema tradicional que aquella. Con la
desaparición de los puntos de vista del mundo (y de su consi-
guiente primacía de la ontología) y de la conciencia (y de su con-
siguiente primacía de la gnoseología), desaparece también todo
fundamento para la distinción entre ambas.
Recuérdense los ejemplos, que antes analizábamos, a propósi-
to de «mi contemplar la mesa». Desde el punto de vista del realis-
mo se primaban las consideraciones ontológicas como ser de
madera, tener cuatro patas, el órgano visual, las partículas de
luz, estar ahí etc.; siendo que sólo desde este punto de vista
ontológico se explicaba mi gnoseológico «ver la mesa». Desde el
punto de vista del idealismo sucedía lo contrario, se hacía depen-
der toda consideración ontológica, como la existencia de la mesa,
de consideraciones gnoseológicas como mi conciencia de estar
contemplándola. Para tales realismo e idealismo, que deforma-
ban la perspectiva desde sus respectivos puntos de vista del
mundo o de la conciencia, sí tenía sentido esta distinción entre

85
ontología y gnoseología; pues, de algún modo, la provocaban con
sus consideraciones. Pero no ocurre así cuando se adopta el pun-
to de vista en que se me muestran (el de la perspectiva). De este
modo, de «la mesa vista por mi», qué habremos de decir que es:
¿ontológica? Sí, en tanto se trata de una entidad que me transcien-
de y está ahí; ¿gnoseológica? También, en tanto es vista por mi y
se me presenta así. Cuando se trata de aquello que se nos presen-
ta, en el estricto sentido en que se nos presenta, no es posible
distinguir en ello lo ontológico de lo gnoseológico (y viceversa),
sino que siempre es ambas cosas a la vez y, por tanto, ninguna
propiamente. Lo que hace obsoleta la distinción y necesario en-
contrar una nueva denominación para este ámbito en que ambos
se dan por igual y ninguno propiamente. «Gnoseontología»
(combinación de ambas denominaciones) será ese nombre, con el
que designamos también al ámbito de esta investigación.
No se trata de que las cosas sean y a partir de nuestros órga-
nos las conozcamos, ni tampoco de que tengamos conocimientos
que luego nos permitan determinar lo que las cosas son; sino que
son y las conocemos en la medida en que se nos presentan.
Una «cosa» es optar por el punto de vista de la perspectiva y
otra muy distinta asumirla, sin más. Y esto es, al fin y al cabo, lo
que el perspectivismo (el de nuestros antecesores) hizo hasta
ahora. Se hace precisa y urgente una profundización y un trata-
miento más riguroso del camino que aquellos abrieron. La necesi-
dad de llevar el rigor demostrativo al máximo de sus posibilidades,
nos conduce de nuevo a la puesta en marcha del proceso de la
duda. Comienza, pues, la cuenta atrás.

§ 16
La hipótesis de la Ilusión
y el dato radical

Los puntos de vista del mundo y de la conciencia son, en lo


que se atiene al rigor demostrativo, ficticios. Intentan buscar la se-
guridad «más allá» y «más acá», respectivamente, de «cuanto efec-
tivamente nos acontece» (aquel en los objetos, éste en el sujeto), aun
cuando ambos lo presuponen. El punto de vista que parte del
objeto, precisa, para su seguridad, remitirse al momento en que
éste se encuentra ante nosotros; mientras que, el punto de vista
del sujeto, por su parte, necesita remitirse a la experiencia en la
que se muestra como tal sujeto o conciencia. Tales puntos de vis-
ta no nos ofrecen nunca lo dado efectivamente (los datos) como

86
tal; sino que implican ya una interpretación de la realidad, cuya
seguridad es cuestionable y dependiente de aquello que se nos
muestra en la perspectiva. Toda posibilidad de seguridad se es-
fuma una vez se traspasan las fronteras de aquello que se nos
presenta, en el estricto sentido en que lo hace. Del mismo modo,
todo otro punto de vista, que no sea el de la perspectiva en que se
nos ofrece, es ficticio y, por tanto, falto de rigor. La búsqueda de
seguridad nos fuerza, en definitiva, a considerar las cosas desde
el punto de vista en que se nos muestran.
Nuestra singladura no ha hecho sino comenzar a manifestar-
se. Puede decirse que hemos dado ya con el «dato» o «datos»; esto
es, con aquello que se nos presenta y en el estricto sentido en que
así lo hace. Lo que caracteriza a estos «datos» es su darse efecti-
vamente con inmediatez; de tal modo que su seguridad no nos
remite a nada previo a sí mismos. Los «datos» son, dicho de un
modo estricto, «todo cuanto efectivamente nos acontece»; y... si
bien en ellos alcanzamos la seguridad que le es negada a cuanto
es mediado (esto es, «no-dado-con-inmediatez»), ésta es aún
cuestionable. No debe olvidarse que son los datos radicales y no
meramente los «datos», lo que andamos buscando; el error, a este
respecto, del perspectivismo tradicional fue abandonarse a éstos
últimos.
El objeto de la puesta en marcha del proceso de la duda, ha
sido en todo momento cuestionarnos la seguridad de nuestras
creencias. Con tal propósito no precisamos propiamente de refu-
tarlas; no se trata, en ningún caso, de mostrar su falsedad o error
(o como quiera llamársele), sino de poner de manifiesto la falta de
seguridad de que adolecen. De este modo, sólo de aquello, cuya
seguridad resista la más rigurosa puesta en tela de juicio, podre-
mos estar auténticamen-te seguros y, a esto, lo denominaremos
dato radical. Por lo pronto, la falta de seguridad de todo lo que es
mediado (no-presente), nos ha llevado a reconocer a los «datos»
(a secas) en «todo cuanto efectivamente nos acontece» (y, siem-
pre, en el estricto sentido en que así lo hace). No obstante, pese a
la mayor seguridad de tales «datos» (frente a aquello que no es
dado con inmediatez), éstos siguen siendo cuestionables; por lo
que el proceso no ha hecho sino comenzar. Precisamos, ahora,
poner en tela de juicio la seguridad misma de estos «datos»; para
ello necesitaremos idear casos extremos que interpreten la efecti-
vidad de cuanto nos acontece, poniendo de manifiesto su insegu-
ridad. Nuestros casos extremos girarán en torno a la hipótesis
más radical que hemos podido urdir: «La hipótesis de la Ilusión».

87
«La hipótesis de la Ilusión» nos permite interpretar «cuanto
efectivamente nos acontece» (los «datos») como el producto (su
nombre indica) de una ilusión. Se trata, en todo caso, de introdu-
cir una interpretación factible de la efectividad de cuanto nos
acontece; que, en su radicalidad, nos permita poner a prueba su
seguridad. El hecho de proponer una hipótesis no la implica
como supuesto en la elaboración de los resultados; no necesito
creermelo, ni -efectivamente- me lo creo, ni conozco a nadie que
efectivamente crea que todo cuanto le acontece sea una ilusión.
La hipótesis no es algo que empleamos porque estemos persuadi-
dos de ella (difícilmente abarcarían nuestras convicciones casos
tan extremos), sino algo que utilizamos para incordiar; esto es,
para dejar «a la luz» lo dubitable de nuestra seguridad en cuanto
efectivamente nos acontece. Para que una hipótesis de estas ca-
racterísticas pueda ser efectiva, únicamente ha de cumplir con el
requisito de «ser posible»; es decir, ha de contener una explica-
ción satisfactoria de «cuanto efectivamente nos acontece». Ob-
viamente, para una situación dada, para «todo cuanto efectiva-
mente nos acontece», hay infinidad de hipótesis posibles; noso-
tros hemos escogido, en este caso, aquella que más radicalmente
vulneraba nuestra seguridad al respecto: «la hipótesis de la Ilu-
sión»; con la que nos proponemos poner de manifiesto lo
dubitable de nuestro «mundo de creencias» y de los datos radi-
cales de la tradición.
Podemos abrirnos paso a esta hipótesis radical a partir de
una de sus acepciones más suaves: La «hipótesis del sueño». Ésta
consiste en la posibilidad de que el mundo en el que discurrimos
mientras estamos despiertos no fuese más real que aquel en el
que deambulamos cuando soñamos; esto es, que el mundo de los
sueños. Para lo cual habremos de retrotraernos a la imagen del
momento en que estamos soñando: Pongamos, por ejemplo, que
en mi sueño estoy ejercitando la misma tarea que ahora me ocu-
pa; esto es, estoy sentado frente a mi mesa escribiendo. ¿Qué su-
cede ahí? ¿En qué se distingue de mi actividad ahora? Mientras
estoy soñando, la mesa, sobre la que escribo en sueños, se me
manifiesta como mi mesa real y efectiva (de otro modo no estaría
ya soñando); pero no sólo mi mesa y los objetos que me rodean,
yo mismo como sujeto no soy el que está más o menos apacible-
mente durmiendo en la cama (éste no me acontece mientras estoy
durmiendo), sino aquel sujeto de mis sueños que se encuentra
sentado frente a la mesa escribiendo y que se me presenta tan
real y efectivo como antes la mesa. Es sólo en un segundo mo-

88
mento , en el que despierto, cuando aquel sujeto y aquella mesa
de mis sueños se me presentan como ilusorios; y, por el contra-
rio, me muestra a mi mismo, tumbado sobre la cama (tal vez
bostezando) como lo único efectivo y real. Ahora bien, lo que esta
radical subhipótesis del sueño propone, es que cabe la posibili-
dad de que también este mundo en el que nos encontramos sea el
producto de un sueño, del que todavía no hemos despertado. Y lo
que es aún más grave, que tal vez este gran sueño no tenga soña-
dor (o, caso de tenerlo, resulte ser el sueño de otro). ¿Qué ocurre,
ahora, con la seguridad de «cuanto efectivamente nos acontece»?
¿Qué nos queda ahí? El presentársenos efectivo y real de cuanto
nos acontece, también ocurría en el discurrir del sueño; luego, la
hipótesis del sueño, descubre el carácter «facti-blemente iluso-
rio» de «cuanto efectivamente nos acontece» y, por tanto, su in-
seguridad. ¿Es posible que se de algo de «cuanto efectivamente
nos acontece» que sobreviva a tan radical hipótesis? Tal vez, al-
guien sugiera que tal honor le corresponde al sujeto que sueña;
pero éste es sólo un «supuesto», que de ningún modo se presenta
en «cuanto efectivamente nos acontece» mientras soñamos. Más
acertadamente, podría insinuarse, que mis pensamientos sí pue-
den salvarse del carácter ilusorio, que tal hipótesis imprime en
«cuanto efectivamente nos acontece». No obstante, téngase esto
en cuenta: Suponed que «en sueños» pensáis, por ejemplo, en ase-
sinar al Presidente del Gobierno o en ir a tomar un café con Sir
Isaac Newton (el célebre científico del siglo XVIII); al despertar
(suponiendo también que éste no es vuestro pensamiento habi-
tual mientras estáis despiertos), ¿diríais que pensasteis en asesi-
nar al Presidente del Gobierno o en ir a tomar un café con Isaac
Newton; o, en el mejor de los casos, diríais simplemente que lo
pensasteis en sueños? Luego, si los pensamientos que tenemos
durante el sueño (esto es, del sujeto del sueño) no los reconoce-
mos necesariamente como propios (o sea, del sujeto soñador), ¿no
habremos de considerarlos, como a la mesa y al sujeto del sueño,
ilusorios?
La utilización argumentativa de la ilusión no es, propiamente,
una novedad que nosotros introduzcamos; sino que ha sido siem-
pre uno de los principales instrumentos literarios del idealismo.
Dedicaremos estas líneas a reparar en esta utilización: cuando el
idealismo recurre a la ilusión para perseverar en su punto de
vista (según vimos, distorsionado), tiene «en mente» su modelo
más débil, y menos peligroso en sus consecuencias, del espejismo
o alucinación; esto es, de la ilusión -fundamentalmente- óptica.

89
Esto le permite hacer cuestionable el mundo trascendente al suje-
to y, al mismo tiempo, preservar a éste de los efectos nocivos de
la ilusión. La exclusiva consideración de este modelo de la aluci-
nación (ilusión óptica o sensible) ofuscó al idealismo; que, de este
modo, consideró más seguro aquello que se nos presenta como
más íntimo y privado, frente a lo comunitario y público del en-
torno. De manera semejante, también el sueño ha sido utilizado
como modelo de ilusión por el idealismo (desde Descartes), que
nunca ha sido suficientemente riguroso en este uso; pues, lo ha
hecho aferrándose a la supuestamente segura figura del soñador,
frente a lo ilusorio de lo soñado; sin advertir, que durante el sue-
ño no hay soñador (si todo es sueño, éste es sólo una aventurada
hipótesis) y que el sujeto del sueño se revela, al despertar, tan
ilusorio como el resto de lo soñado.
La recuperación de la hipótesis del «genio maligno», oriunda
como las anteriores del idealismo (si bien, como de costumbre,
nunca fue utilizada con el suficiente rigor), nos situará a un paso
de «la hipótesis radical de la Ilusión» y a salvo de toda posible
lectura idealista. Tomemos esta hipótesis de la siguiente manera:
«Cabe la posibilidad (entre las infinitas posibilidades interpreta-
tivas a que podemos recurrir) de que se de un cierto «genio ma-
ligno», que haga que «todo cuanto efectivamente nos acontece»,
cuanto se nos presenta como realmente sucediendo, no se de efec-
tivamente; esto es, que todo cuanto se nos muestra sea completa-
mente ilusorio». ¿Qué nos queda ahí? ¿Dónde encuentra resisten-
cia esta radical hipótesis del «genio maligno»? La mesa sobre la
que escribo, el mundo que me rodea, pierde su efectividad (esto
es, se hace cuestionable); pero también yo mismo, mis pensa-
mientos o esperanzas se tornan, ahora, ilusorios. Como entrevió
Descartes (motivo por el cual no le quedó otra salida que recurrir
a la divinidad para asentar sus prejuicios), nada parece resistir o
escapar a la acometida de esta hipótesis.
Pasemos ya a introducirnos en la hipótesis general de la Ilu-
sión; la cual podemos formular del siguiente modo: ««todo cuan-
to efectivamente nos acontece» puede no ser más que una gran,
generalizada y radical ilusión; sin correspondencia alguna con la
auténtica realidad. De tal modo, que todo cuanto se nos muestra
sea forzosamente engañoso e ilusorio». Planteada, de esta mane-
ra, la hipótesis de la Ilusión, cabe preguntarse: ¿De qué podemos
estar efectivamente seguros? ¿Hay algo, por menguado que sea,
que resista tan radical hipótesis? Puesto que el carácter mismo de
la ilusión es el de ser vivida como real, sin serlo efectivamente, la

90
hipótesis radical de la Ilusión podrá afectar a «cuanto efectiva-
mente nos acontece», sin excepción alguna. ¿Quien me puede ase-
gurar con absoluta certeza que nosotros y todo nuestro mundo
no somos una gran ilusión, la ilusión de realidad? ¿Qué es lo que
de seguro nos queda? Miremos hacia donde miremos sólo pode-
mos otear inseguridad ontológica. El mundo exterior, desde mi
mesa a la más recóndita galaxia, se me revela -según esta hipóte-
sis- ficticio e ilusorio. Pero, yo mismo, en tanto que toda prueba
acerca de mi mismo radica en aparecer siempre como centro de
referencia en «todo cuanto efectivamente nos acontece», no soy
menos ficticio que aquél; por lo mismo, ni siquiera mis pensa-
mientos serían efectivamente tales. Nada nos impide (al menos
en lo que respecta a esta hipótesis) seguir contando con todo esto;
pero advertimos que nuestra seguridad al respecto era ficticia.
Ahora bien, admitiendo la inseguridad radical de «cuanto
efectivamente nos acontece», ¿no queda absolutamente nada de
que podamos estar seguros? Recapitulemos: El carácter propio de
la ilusión es hacer de «cuanto efectivamente nos acontece» algo
ficticio. Sin embargo, ficticio o no, ilusorio o no, nos acontece;
esto es: si yo me encuentro sentado frente a la mesa de mi habita-
ción, redactando estas líneas, y esto es una ilusión; de tal modo,
que no se dan efectivamente ni la mesa, ni la habitación, ni cosa
alguna exterior; pero tampoco, yo mismo, ni mi pensar, ni mi
escribir estas líneas; tendré al menos esto mismo, a saber: mi
efectivo «encontrarme sentado frente a la mesa de mi habitación
redactando estas líneas», aun cuando todo ello sea ilusorio; esto
es, siempre tendré la efectividad de la ilusión, en tanto que tal
ilusión. Puesto que la ilusión era sólo una hipótesis encaminada a
poner de manifiesto la radical inseguridad de «todo cuanto efec-
tivamente nos acontece», llegó el momento de abandonarla; pues,
ya hemos encontrado aquello que la resiste, que es indiferente al
carácter ilusorio o no de «cuanto efectivamente nos acontece»: su
acontecer mismo9. De este modo, aquello que resiste la más radical

(9) La expresión «su acontecer mismo» es la más estricta y rigurosa, de cuantas


he podido encontrar, para denominar aquello que de común hay entre las
experiencias real e ilusoria. El acto de encontrar el mundo ante mi se da con
total independencia del carácter ilusorio o no del mundo o de mi mismo; esto
es, en el acto de encontrar el mundo ante mi no adquiero ninguna garantía de
la existencia del mundo o de mi mismo, tan sólo el acto mismo se da con total
seguridad. Dicho de otra manera, el acto de encontrar el mundo ante mi,
presenta al mundo y a mi mismo como trascendentes a sí mismo, esto es, al
propio acto; pero tal trascendencia carece de seguridad gnoseontológica (es
negada en la hipótesis de la ilusión) al margen de su inmanencia al acto que la
presenta; siendo éste, el propio acto o, como hemos venido diciendo, su

91
puesta en tela de juicio no es sino: «El acontecer mismo de todo
cuanto efectivamente nos acontece», independientemente del ca-
rácter ilusorio o no de lo acontecido; ya que indistintamente, en
ambos casos, bien en tanto que real, bien como ilusión, acontece.
Por fin, tras una intensa búsqueda, hemos dado con aquello
que, en primer término, buscábamos: El dato radical. El cual no es
otro que «el acontecer mismo de todo cuanto efectivamente nos
acontece»; que también podría formularse como: «El mostrarse
mismo de todo cuanto efectivamente se nos muestra» o «el pre-
sentarse mismo de todo cuanto efectivamente se nos presenta».
De este modo, atendiendo a su seguridad, los «datos» («todo

acontecer mismo, lo único que supera el proceso metódico de la duda y lo


único, por tanto, en que podemos encontrar una seguridad gnoseontológica
plena.
Puesto que la distinción entre el acontecer mismo y lo acontecido, relati-
va a «todo cuanto efectivamente nos acontece», se deriva del proceso metó-
dico de la investigación, puede resultar difícil una aproximación intuitiva a la
misma, cuando no se haya conseguido interiorizar el proceso metódico de la
duda, al que debe su origen (pues no se trata de una distinción con la que
habitualmente contemos). En nuestro cotidiano vivir, la ejecutividad del vivir
(su acontecer mismo) y lo vivido en el acto ejecutivo de vivir (lo acontecido)
se confunden y disuelven en lo vivido, ignorándose la ejecutividad del acto
que lo muestra; siendo que éste, el acto ejecutivo, es descubierto únicamente
mediante la reflexión; de ahí que, con frecuencia, dado el carácter de inmanen-
cia de lo vivido con respecto al acto ejecutivo en el que se manifiesta, el
idealismo tomase, erróneamente, a la totalidad de lo vivido como representa-
ción y al acto ejecutivo mismo como un principio psíquico sustancial. En el
caso hipotético de la ilusión, ésta se limita a lo vivido, sin afectar nunca al
acto ejecutivo en que se muestra, ya que, aun cuando ilusión, necesita del
propio acto ejecutivo para serlo (necesita ejecutarse de alguna manera), para
ser ilusión; de tal modo, sea lo vivido real o ilusorio, el acto ejecutivo que lo
presenta se da igualmente.
La experiencia de la primera edición de esta obra, me ha mostrado que,
salvo en muy raras excepciones, el lector, contrariamente a mis indicaciones,
no interioriza el proceso metódico de la duda. No voy a proponer aquí otros
procesos alternativos, ya que el único camino riguroso para seguir los resul-
tados de estas investigaciones es el ya propuesto en el método; no obstante
y dado el caso, mis alumnos han entendido muy bien el siguiente ejemplo,
que es, pese a su falta de rigurosidad, muy intuitivo: Pongamos que llegamos
a casa y encendemos el televisor, la imagen nos muestra un violento atentado
en el que varias personas parecen haber resultado muertas o mutiladas. Se da
el caso añadido de que no sabemos si lo que estamos viendo es un informati-
vo (y, por tanto, lo que estamos viendo es un acontecimiento supuestamente
real) o una película -film- (y, por tanto, lo que estamos viendo es un aconteci-
miento supuestamente ficticio). Resulta, pues, que lo acontecido, esto es: «lo
que muestran las imágenes», variará sustancialmente según se trate de un
informativo o de una película; en un caso hay personas muertas o mutiladas,
en el otro sólo actores maquillados. Mientras, el acontecer mismo, esto es: «las
propias imágenes que aparecen en el televisor», es idéntico e indiferente en
ambos casos.

92
cuanto efectivamente nos acontece») se escinden en dos aspectos:
«el acontecer mismo de todo cuanto efectivamente nos acontece»
y «lo acontecido en cuanto efectivamente nos acontece». Sólo el
primero de ellos es radicalmente seguro (resiste las más atrevi-
das hipótesis en su contra) y es, por tanto, dato radical; mientras
que el segundo, más inseguro, es aquello que los datos radicales
presentan o muestran. Sólo este último puede ser afectado por
hipótesis como la de la Ilusión. Adviértase que si bien lo soñado,
el producto del sueño, se desvanece en lo onírico; el sueño, la
ilusión mismos, se dan en cuanto a tales; esto es, mientras lo acon-
tecido, lo que acontece, se torna dudoso, su acontecer mismo resiste
la más rigurosa puesta en tela de juicio. Es posible (que no proba-
ble) que todo nuestro mundo y nosotros mismos no seamos sino
una ilusión, algo ficticio; pero, al menos, en tanto que tal ilusión
se dan; esto es, se da su acontecer mismo, para el que es irrelevante
toda consideración de realidad o de ficción para con lo acontecido.
La distinción entre el acontecer mismo y lo acontecido, en relación
con «todo cuanto efectivamente nos acontece», no es previa al
descubrimiento del dato radical. De hecho, es puesta de manifiesto
por el proceso de la duda; al ser lo acontecido dudoso (o, si se pre-
fiere, radicalmente inseguro) y quedar algo en «todo cuanto efec-
tivamente nos acontece», que resistía toda duda posible al res-
pecto: su acontecer mismo. Esta distinción, no obstante, no es nada
trivial y de no contemplarse estrictamente puede dar lugar a
importantes equívocos. Para «el acontecer mismo de todo cuanto
efectivamente nos acontece», el que a lo acontecido se lo suponga
como ilusión no acarrea alteración alguna, es completamente in-
diferente de toda consideración semejante; ya que, ilusión o no,
acontece igualmente. Mientras que, para lo acontecido, la hipótesis
de la Ilusión pone de manifiesto su radical inseguridad.

§ 17
Las vivencias
como dato radical

«Vivencia» es el vocablo castellano que, en este sentido, más


precisa y rigurosamente designa aquellas características del dato
radical, que hemos tomado como punto de partida 10. Ahora bien,

(10) También pensé en otros términos como fenómeno o experiencia (en su


sentido más amplio, como experiencia exterior e interior), pero los encontré
poco adecuados, en especial por la inmensa carga teórica que soportan, ya
preconfigurada por la tradición; lo que los hacía poco permeables a una nueva

93
al proceder a denominar vivencias a los datos radicales, no hemos
pretendido -en ningún momento- añadir contenido alguno a lo
ya efectivamente demostrado. Se trata, simplemente, de encon-
trar una denominación que sea: En primer término, susceptible
de expresar aquello mismo que ha sido descubierto como dato ra-
dical; y, en segundo lugar, que simplifique en un único término la
larga sentencia en la que se recoge el mismo. En este sentido, las
vivencias son, rigurosamente hablando, «el acontecer mismo de
todo cuanto efectivamente nos acontece, en el estricto sentido en
que así lo hace» y nada, absolutamente nada, más. Toda interpre-
tación o utilización del término habrá de ceñirse, estrictamente,
al sentido demostrado y sólo a él; en esta línea, deberá descartar-
se toda lectura intelectualista (o subjetivista) que hace de las vi-
vencias contenidos de conciencia, así como cualquier otra que se
desvíe de lo rigurosamente demostrado al respecto.
El término vivencias hace referencia al acontecer mismo de
todo cuanto nos acontece (esto es, de cuanto pensamos, imagina-
mos, experimentamos, fabricamos...), y en el estricto sentido en
que nos acontece. Adviértase, que lo que se da como vivencia es el
acontecer, el soñar, el pensar, el experimentar etc., pero no lo
acontecido, lo soñado, lo pensado, lo experimentado; que ya no
son propiamente vivencias, sino aquello que éstas presentan.
A las vivencias les corresponde la paradógica situación de que
siendo lo patente, lo más seguro que hay, sea tan difícil reparar
en ellas. ¿Por qué? 1º) Las vivencias, en tanto son «el acontecer

instrumentalización de los mismos. En particular, en el caso de la expresión


fenómeno, me parecía muy adecuada para designar el dato radical del que ha de
partir una ciencia fenomenológica; fue su propia virtud, la de su afinidad con la
tradición filosófica, la que me desaconsejó su uso; no obstante, lo utilizaré
para referirme conjuntamente al dato radical (vivencias) y a lo presentado por
éste (mundo vivido). La adopción del término vivencia, me vino sugerida por
su aproximación intuitiva con aquello que se ha demostrado como dato radi-
cal: «el acontecer mismo de todo cuanto efectivamente nos acontece» (en cada
caso); siendo que, a su vez, carecía de una fuerte implantación filosófica o, al
menos, ésta no era tan densa como en el caso de otras expresiones; sin
embargo, será preciso desvincularla específicamente de la tradición
fenomenológica, donde el término vivencias (erlebnis) es usado en un sentido
intelectualista, al modo de contenidos de conciencia. El parentesco de estas
investigaciones con la fenomenología es tan amplio que, sin duda, podría
denominarse fenomenológicas a las mismas; pero, precisamente por esa
proximidad es preciso que destaquemos las diferencias que nos separan de la
fenomenología clásica a fin de evitar confusiones innecesarias. Y éste es uno de
esos casos. Tomamos el término vivencias en el sentido que recomendaba
Ortega: «libre de toda interpretación intelectualista»; pero antes que eso, lo
tomamos en el estricto sentido que marca el dato radical demostrado en el
parágrafo anterior.

94
mismo de cuanto efectivamente nos acontece», están permanen-
temente ahí, por así decirlo «ante los ojos», sin que haya momen-
to alguno en que se las pueda echar en falta. 2º) Por otra parte, al
serlo también de todo cuanto nos acontece, no hay otra modali-
dad de «acontecer» frente a la que poder distinguirse (salvo qui-
zá imaginando su negación: la nada). 3º) Si esto no fuera ya sufi-
ciente, las vivencias son además (utilizando una acertada metáfo-
ra orteguiana) «transparentes»; esto es, no se presentan a sí mis-
mas, sino que nos presentan el mundo con sus diversos conteni-
dos, incluidos nosotros mismos y nuestros pensamientos, senti-
mientos e imaginaciones. Nuestra atención se limita a pasar a
través de aquellas (de puro ser transparentes) para ir hacia los
objetos y sucesos del mundo. Ciertamente, sólo un auténtico pro-
ceso de duda, que no tema la radicalidad de sus consecuencias,
puede llevarnos a reparar en ellas.
Aclaremos un punto importante a este respecto. Decíamos de
las vivencias que son «el acontecer mismo de todo cuanto efectiva-
mente no acontece y en el sentido mismo en que lo hace»; matice-
mos: Lo que les corresponde a las vivencias de cuanto nos acontece
es el acontecer mismo, en el estricto sentido en que acontece;. lo acon-
tecido en cambio, aquello que el acontecer de las vivencias nos pre-
senta, por ejemplo subiendo a una facultad, viajando en un co-
che, escuchando la radio, haciendo el amor o leyendo un libro
sobre los secretos del universo etc., no debe ser nunca confundi-
do con las vivencias propiamente dichas; éstas, en tanto que son lo
único que resiste un riguroso proceso de duda, consisten única y
exclusivamente en acontecer; lo acontecido, aquello que nos presen-
tan, es ya, sin embargo, perfectamente dubitable. Las vivencias, en
definitiva, no son aquello que muestran, sino el ejecutivo mos-
trarse. De ahí que destaquemos al carácter puramente ejecutivo
de las vivencias; consisten únicamente en acontecernos y en ser
todo cuanto nos acontece. No obstante, las vivencias son también
el único vehículo por el que se nos hacen presentes «lo dado», lo
acontecido, que adquieren su sentido en tanto que «lo mostrado»
por aquellas.
Las vivencias no se limitan, sin embargo, a ser lo único seguro.
Son también el fundamento y la fuente de toda prueba, todo lo
demás las presupone. Vayamos por pasos: 1º) En tanto que son
aquello que resiste el más riguroso proceso de duda, son lo único
efectivamente demostrado, lo único de lo que puede decirse radi-
calmente que se da efectivamente y lo único, por tanto, que puede
ser, sin más (esto es, independientemente), demostrado. 2º) Por lo

95
mismo, toda otra demostración posterior dependerá, forzosa-
mente, de las vivencias. 3º) Al hacersenos presente lo acontecido (y
todo lo acontecido) a partir de ellas, todo lo demás se dará efectiva-
mente en el estricto sentido en que lo presenten las vivencias; esto
es, no podrá darse al margen de éstas. 4º) Toda prueba acerca del
mundo, de nosotros mismos o, en general, de todo cuanto nos
muestran las vivencias, tiene en ellas su fuente y fundamento. 5º)
Luego, efectivamente, las vivencias son fundamento y fuente de
toda prueba y todo lo demás depende de ellas, las presupone.
Para mayor seguridad intentad buscar algo (cualquier cosa) que
se de efectivamente con independencia de (en cada caso) nuestras
vivencias. Os garantizo que no lo encontraréis.
Hemos utilizado frecuentemente expresiones tales como
«nuestras» vivencias (en cada caso), cuanto «nos acontece, o
«nuestras» creencias. Estas continuas alusiones a nosotros mis-
mos (siempre en cada caso), tienen su sentido en que todo cuanto
nos presentan las vivencias, todo cuanto acontece, se da en rela-
ción a un centro de referencia que somos, en cada caso, nosotros
mismos; y esto es, simplemente, lo que queremos expresar con
ello. Tales «nos», «nosotros» o «nosotros mismos», sin embargo,
no deben interpretarse como referencia a algo previo del que las
vivencias proceden o forman parte. Nosotros mismos, ese centro de
referencia de todo cuanto acontece, no somos sino parte de cuanto
presentan las vivencias y, por tanto, dependiente de ellas (lejos de
poder ser lo seguro, no superamos la hipótesis de la Ilusión).
Toda prueba acerca de nosotros mismos, una supuesta concien-
cia o cualquier otra cosa que pretenda suponerse como previa a
las vivencias, tiene en éstas su fundamento y sabemos de ella en la
medida en que nos la presentan; por lo que de ninguna manera
podrá justificar sus pretensiones. Las vivencias, en tanto que dato
radical, son independientes de todo otro, no dependen, ni pueden
depender de nada previo.
Pretender información acerca de lo que las vivencias «son», al
margen de lo derivado de su resistencia a la duda, es un absurdo;
ya que ellas son lo que nos muestran cuanto es (en ellas reside
todo prueba) y, por tanto, todo prueba acerca suyo sólo puede
concurrir a partir de sí11.

(11) Lo cual no tiene únicamente el inconveniente de ser mediado y, por


tanto, secundario con respecto a aquellas, sino que, además, la seguridad
teorética que nos ofrecen las vivencias no puede, de ningún modo,
extrapolarse al mundo de determinaciones ontológicas que estas presentan.

96
§ 18
El mundo vivido

Hasta ahora hemos hablado de ese mundo, en el que nosotros


mismos (en cada caso) nos hallamos, que las vivencias nos presen-
tan o muestran, sin ocuparnos de él directamente. Vamos -por lo
pronto- a darle un nombre, en tanto es aquello que nos muestran
las vivencias, lo denominaremos mundo vivido. Este mundo vivido se
caracteriza, en principio, por ser aquel que en cada momento nos
presentan las vivencias. Pero, más bien, habríamos de caracteri-
zarlo como aquel que nos imponen las vivencias; pues, la presenta-
ción que éstas hacen del mundo no deja ningún margen de elec-
ción por nuestra parte (ni el más mínimo), por lo que adecuada-
mente habremos de decir que nos lo imponen.
Las vivencias, pues, nos imponen el mundo vivido. El hecho de que
todo cuanto nos imponen, el mundo vivido, sea ilusión o real (o si se
quiere, verdadero o falso) carece de toda relevancia. Hemos de
atenernos «siempre» a lo que aquellas nos impongan; no sólo ya
porque su imposición sea ineludible (que lo es); sino también por-
que en las vivencias reside toda «posibilidad de prueba» (nos
muestran «todo cuanto nos acontece»); lo que nos impide total-
mente ir más allá de ellas y acceder por otros medios a la autén-
tica modalidad de las cosas. Cuando soñamos, podemos encon-
trarnos a nosotros mismos haciendo determinadas cosas que se
nos presentan como reales y que sólo al despertarnos, tumbados
sobre la cama, se convierten en ilusiones de un sueño. Pues bien,
imaginad que también este mundo que consideramos real, y no-
sotros mismos con él, no es más que un sueño, con la diferencia
de que al despertar no habrá soñador. ¿Cambia esto en algo el
mundo vivido que las vivencias nos imponen? Sea realidad o sueño,
nunca lo sabremos (mientras que el mundo que nos imponen es el
mismo en cualquiera de los casos). ¿Tiene esto alguna importan-
cia? De ninguna manera, en absoluto, el que el mundo vivido, más
allá de lo que las vivencias nos imponen, sea realidad o ilusión no
cambia un ápice ese mismo mundo vivido. Luego, toda cuestión al
respecto nos es indiferente. Las vivencias, en definitiva, no nos
garantizan el mundo, simplemente nos lo imponen.
Según acabamos de ver, las vivencias nos presentan el mundo,
pero no nos lo garantizan; sino que más bien nos lo imponen. No
nos demuestran la auténtica realidad del mundo vivido; hacen que
éste sea, para nosotros (en cada caso), la única y auténtica reali-
dad. Estamos en el punto en el que tanto el escéptico como el

97
dogmático abandonan la investigación. El escéptico, satisfecho de
que las vivencias no nos garanticen el mundo, concluirá que nues-
tra labor ha terminado y que nada más podemos indagar acerca
de nuestro mundo o de por qué creemos en él; ya que no hay
garantía alguna de que realmente exista. El dogmático, por idén-
ticos motivos (aunque bajo diferentes propósitos), nos tachará de
locos por haber puesto en cuestión el mundo, de cuya certeza él
se encuentra persuadido. Obra en ambos, escéptico y dogmático,
una misma actitud, la de presuponer que el mundo precisa de
una garantía absoluta para ser tal; cuando carece de legitimidad
alguna presuponer siquiera que el mundo precise, para ser esto
mismo -mundo-, de alguna garantía. Efectivamente, las vivencias
no nos garantizan el mundo que ellas mismas presentan e impo-
nen; éste bien podría ser una ilusión. Ahora bien, en la medida en
que nos lo imponen como real, como siendo efectivamente nuestro
mundo y no tenemos modo alguno de salir de este mundo que
aquellas nos imponen, para -de este modo- comparar nuestro
mundo con una auténtica modalidad de las cosas; aquel mundo
vivido es real, todo cuanto de real tenemos, en tanto así se nos
muestra; indiferentemente de que coincida o no con una «supues-
ta» auténtica modalidad del mundo. Por ficticio que supongamos
que sea este mundo, no dejará de ser, para nosotros12, la única y
auténtica realidad.
Mis vivencias me imponen ahora a mi mismo sentado frente a mi
mesa redactando estas líneas; éste es mi mundo vivido. La única
prueba que tengo de él radica en mis vivencias. Todo, incluso mis
más firmes creencias acerca de mi mismo o de mi entorno, depen-
de de las vivencias. Puedo mudar de creencias, mi propio mundo
vivido (en cada caso) puede cambiar de aspecto o de composición,
pero no puedo evitar creer, y creer firmemente, todo cuanto (en
cada caso y en cada momento) me imponen las vivencias; esto es,
creer en el mundo vivido resulta inevitable. Aun cuando todo este
mundo vivido y yo mismo con él no fuéramos más que una ilusión
producida por estas vivencias, en modo alguno se me presentaría
este mundo menos real de lo que se me presenta.
Pero, en ningún caso, se trata de una creencia opcional sino
que es precisamente «cuanto nos acontece y en el estricto sentido

(12) La expresión «para nosotros» (en cada caso) no implica nada más allá del
punto de vista en que se nos muestran las cosas; en tanto el mundo vivido se
organiza en torno a un centro de referencia, que somos en cada caso nosotros
mismos (no se entienda por ello la presuposición de un sujeto más acá de las
vivencias).

98
en que así lo hace». El mundo que las vivencias imponen bien podría
ser una ilusión; pero no podemos elegir, para nosotros es real, lo
más real que hay. En este sentido, las vivencias son el criterio de lo
real, el que nos muestra lo que para nosotros ha de ser realidad,
incluida esa parte de la realidad que somos nosotros mismos. No
tenemos opción alguna. Del mundo vivido no podemos demostrar
que exista tal y como aquellas nos lo imponen (salvo el hecho de
esta imposición); pero estamos condenados a que para nosotros
sea lo real, la realidad, la único que real y efectivamente hay. En
definitiva, no tenemos más realidad que aquella que (en cada
caso y en cada momento) me imponen las vivencias. Preguntarnos,
prescindiendo de éstas, por la realidad o ilusión del mundo vivido
es una cuestión absurda (además de imposible). Sea real o ilusión
nos es completamente indiferente, ya que en nada cambia el
mundo que aquellas imponen, ni su inevitable realidad.
Tendremos, pues, que partir de su inevitable realidad, pero
como mundo vivido; esto es, como aquel que nos imponen las viven-
cias. Esto implica aceptar tres demostraciones: 1ª) Las vivencias
como dato radical. 2ª) El mundo vivido como lo impuesto por las vi-
vencias. 3ª) La inevitable realidad del mundo vivido. Pero ni una
sola cosa más.
Aceptar la inevitable realidad del mundo vivido, en tanto que
impuesta por las vivencias, no implica aceptar lo dado en tal mun-
do vivido como demostrado. Recuérdese que estamos aún en un
proceso de duda, un proceso que ya advertimos no termina con el
descubrimiento de aquello que la resiste. Ni uno sólo de los con-
tenidos del mundo vivido ha sido todavía demostrado (salvo como
formando parte de un mundo vivido) y la mayoría no lo serán nun-
ca. Tan sólo se ha demostrado que aquel mundo que nos imponen
(en cada caso) las vivencias se presenta ineludiblemente como «lo
real». Adviértase la diferencia entre que las vivencias nos impon-
gan el mundo vivido como «lo real», a que la condición de ser «lo
real» sea rigurosamente demostrada.
No podemos salirnos del mundo vivido, en tanto es aquello que
las vivencias (que son el dato radical y, por tanto, fuente de toda
prueba) nos presentan. La indagación habrá de continuar a par-
tir de este mundo vivido, en tanto que lo impuesto por las vivencias,
dada la imposibilidad fáctica de ir más allá de él, . Ahora bien,
este mundo vivido se trata siempre, en cada caso, de mi propio
mundo vivido (esto es, aquel que me tiene a mi como centro de referen-
cia); aunque cada cual tenga su propio mundo vivido, sólo me es
posible demostrar el mío, en cada caso. Los otros son parte de

99
cuanto encuentro en mi mundo vivido, como formando parte de él,
pero nunca sus propios mundos vividos (aquellos que los tienen a
éstos como centro de referencia). Tales mundos vividos de los otros son
sólo un supuesto, en tanto se me presentan como siendo centro de
referencia de sus propias experiencias, pensamientos, emociones,
dolores etc.; lo único que, por lo pronto, tengo es mi propio mundo
vivido y la presencia de los otros en éste; por lo que no puedo ad-
mitirlos como demostrados en la indagación (tan sólo puedo con-
tar con ellos de ese modo práctico con el que también cuento con
el lector; en lo teórico son sólo «posibles»); que, de este modo,
habrá de realizarse a partir de mi propio mundo vivido (en cada
caso). Si bien, se tratará de tomar sólo aquello que se me presenta
como propio de cualquier mundo vivido semejante (se de o no tal
caso)13 y, por tanto, susceptible de demostración.
De cualquier manera, no podemos escapar a las vivencias y a lo
que éstas imponen. No hay un fuera donde huir. Estamos, por así
decirlo, presos del mundo vivido. Este mundo vivido es para nosotros
(en cada caso) lo real, lo que efectivamente hay. Estas considera-
ciones, sin ir más lejos, forman parte de mi mundo vivido (en este
momento) y hasta puede que lo transformen, pero nunca podrán
privarle de su carácter de realidad y de ser la única realidad. En
las vivencias y por ende en el mundo que estas imponen reside toda
posibilidad de prueba. Hemos, pues, de partir del mundo vivido
para poder continuar nuestras indagaciones, como consciente o
inconscientemente ha hecho todo investigador a lo largo de la
historia. Estamos encerrados en él y no podemos salir, pero nada
nos impide conocer y comprender la cárcel. Si bien esta prisión
no es precisamente angosta; pues, incluye todo cuanto para noso-
tros ha sido y es la auténtica realidad: desde la ropa interior que
llevamos puesta (si es el caso) hasta las innumerables constela-
ciones del Universo. Ahora bien, partir del mundo vivido no impli-
ca aceptar acríticamente lo que en él se ofrece, sino tan sólo acep-
tar las limitaciones de la investigación; pues el proceso de la
duda sigue vigente y nos acompañará hasta el final.

(13) Con esto me refiero: a que, obviamente, no podré tomar mis concretas
circunstancias o creencias personales como propias de cualquier mundo vivi-
do; sino tan sólo aquello susceptible de ser válido para cualquier otro. Lo cual
jamás encontraré en las concretas determinaciones del mismo, sino tan sólo
en las condiciones que lo constituyen como tal mundo vivido.

100
§ 19
Estructura del
mundo vivido

De este mundo vivido, lo primero a que hemos de acceder es a su


estructura; esto es, a como se encuentra organizado; ateniéndo-
nos, siempre, a aquello que nos imponen las vivencias. El mundo vivi-
do se encuentra estructurado de tal manera, que no puede descu-
brirse ningún aspecto del mismo, sin descubrirse simultánea-
mente aquellos con los que se da relacionado. En beneficio de la
claridad expositiva, los presentaremos, sin embargo, uno a uno.
Comenzaremos por aquél que ya hemos mencionado en anterio-
res ocasiones: El centro de referencia.
Todo mundo vivido se organiza en torno a un centro de referencia,
que somos en cada caso nosotros mismos. Si bien, aludiremos a él
siempre como centro de referencia de un mundo vivido; pues, es el
único carácter hasta ahora demostrado; esto deja fuera de lugar
las innumerables interpretaciones de «nosotros mismos», con las
que contamos. De este modo, «todo cuanto nos acontece» lo hace
siempre en relación con un centro de referencia (que forma parte de
lo acontecido, en cada caso). He aquí el porqué de la apercepción
(esto es, de que el «yo» acompañe a todas mis representaciones) que
tanto ha explotado el idealismo, especialmente a partir de Kant.
Siempre hay un centro de referencia con relación al cual se da el
mundo vivido; pero este mismo centro de referencia forma, a su vez,
parte integral de ese mundo vivido, es uno de sus aspectos, y nunca
el lugar desde el que se da (como presuponía el idealismo).
Un segundo aspecto estructural del mundo vivido, lo tenemos
en aquello que las vivencias nos imponen como exterior e indepen-
diente de ese mismo centro de referencia: a lo que denominaremos
entidades. Las entidades poseen la característica de mostrarse en el
mundo vivido como públicas y comunitarias; esto es, como accesi-
bles a los otros que también se muestran en mi mundo vivido (como
una modalidad muy particular de entidades, aquellas que se me
presentan como teniendo su propio mundo vivido -si bien nunca
éste-, del que son centro de referencia). entidades, en definitiva, son
todo aquello que se nos presenta como trascendente a nosotros
mismos, en tanto que centro de referencia; esto es, como exteriores e
independientes de éste.
El último de los aspectos estructurales del mundo vivido adquie-
re también su sentido, en estricta relación con el centro de referen-

101
cia. A él corresponde todo aquello que se nos presenta como inte-
rior y dependiente del propio centro de referencia (tal como pensa-
mientos, sentimientos, imaginaciones, emociones etc.) y lo deno-
minaremos representaciones. Tales representaciones se nos presentan
siempre como privadas e intransferibles (sólo «yo», en cada caso,
puedo tener acceso a ellas). representaciones, en definitiva, son todo
aquello que las vivencias nos imponen como inmanente a un centro
de referencia; esto es, como interiores y dependientes de éste.
Los que hemos visto: entidades, representaciones y centro de referen-
cia, son aquellos aspectos en torno a los cuales se organiza el mun-
do vivido. Todos ellos cumplen con la condición de ser sentidos
impuestos por las vivencias en el mundo vivido. Su distinción radica
en el diferente modo de dársenos, de hacérsenos presentes; unas
como inmanentes, otras como trascendentes, éste como centro de
referencia. Pero aquí culmina toda distinción; en tanto que «lo
mostrado» por las vivencias sólo se distinguen en su modo de dar-
se, en la presentación que de ellas hacen, pero no en su darse; a
este respecto, de ninguno de ellos puede decirse que se de ni más
ni menos que los otros; aunque, por ejemplo, entidades y representa-
ciones se den en mutua relación con un centro de referencia, no cabe
insinuar siquiera que éste tenga cierta primacía gnoseontológica
sobre aquellas, en tanto que dadas a partir suyo; este centro de
referencia no se me presenta ni más ni menos que aquellas represen-
taciones o entidades (y lo mismo cabe decir de cualquiera otro as-
pecto del mundo vivido que se pretenda tomar como prioritario).
De este modo, dar primacía a unos sobre otros es el mayor error
de perspectiva que se puede cometer. En tanto todos ellos forman
parte del mundo vivido, no se trata nunca de que se den unos más
radicalmente que otros, sino tan sólo de que se dan de un modo
diferente.
Para concluir conviene que echemos un breve vistazo a cuan-
to resulta de lo dicho acerca del mundo vivido: 1º) Que el mundo
vivido, frente a la tradicional concepción de mundo, no abarca
únicamente al universo de entidades; sino que además de abarcar-
las a éstas, en la medida en que se nos muestran, incluye igual-
mente a mis representaciones y a mi mismo, en tanto que centro de
referencia; articulado, en cada caso, en torno a aquello que -en cada
momento- las vivencias nos imponen. 2º) Puesto que todo mundo vivi-
do se da con relación a un centro de referencia; cada cual tiene su
propio mundo vivido (esto es, vive en un mundo diferente). Si bien,
sólo podemos atender a aquello que, en cada caso, se nos muestra
en nuestro propio mundo vivido (entre ello a los otros como siendo

102
el centro de referencia de sus propios mundos vividos). 3º) En el mundo
vivido, al ser lo impuesto por las vivencias, atendemos sólo a aque-
llo que se nos muestra, tal y como efectivamente se nos muestra.
Este es, precisamente, el punto de vista de la perspectiva. De este
modo, no podemos salirnos de nuestra perspectiva, estamos en-
cerrados en ella. 4º) De nuestro mundo vivido no podemos salir, ni
tampoco entrar en mundos vividos ajenos al nuestro (toda aprecia-
ción sobre aquellos la realizamos desde nuestro propio mundo vi-
vido); no podemos ser centro de referencia más que de nuestro propio
mundo vivido. Esta es una imposición fáctica derivada de la propia
condición del mundo vivido, en tanto que lo impuesto por las viven-
cias, de girar en torno a un centro de referencia; esto es, a su carácter
perspectivo. Si a esto quiere denominarsele solipsismo, llámeselo
-yo no lo haría- es una mera cuestión de nombres; pero recuérde-
se que en nuestro mundo vivido está «todo cuanto nos acontece»,
incluidos los demás.

103
104
Capítulo Cuarto

ANALÍTICA DEL
MUNDO VIVIDO
§ 20
Consideraciones preliminares al estudio de las
condiciones constitutivas del mundo vivido

A bordar una analítica del mundo vivido exige, que echemos un


breve vistazo a las implicaciones derivadas del camino recorrido
hasta el momento; especialmente, a aquella que hace de las viven-
cias la condición de posibilidad de «lo existente». Éstas, en tanto
que datos radicales, son el fundamento y la fuente de toda prue-
ba. Ellas nos muestran lo que ha de ser o no realidad y en la
medida en que ha de serlo. Todo cuanto podamos saber acerca de
«lo real», de «lo existente» 1, habrá de ser a partir suyo. No tene-
mos otra presentación de lo real al margen de aquella que éstas
realizan. No hay modo de compararlo con una auténtica modali-
dad de lo real (con independencia de aquellas). Real, existente,
dado, no es sino aquello que caracteriza a lo que así presentan las
vivencias.
Real, existente, en definitiva, no es sino el carácter que las vi-
vencias confieren, en cierta medida, a cuanto presentan2. Ser pre-
sentado como tal por las vivencias es condición «sine qua non»
para que podamos considerar a algo como «real» o «existente»,
seamos labradores, poetas, físicos, músicos o filósofos. Dicho con
otras palabras: El presentar (vivencias) impone la medida de reali-
dad de lo presentado (mundo vivido). En cierto modo, pues, ser real
(existir) equivale a ser presentado como tal por las vivencias.

(1) Tomaremos indistintamente las denominaciones de «lo real» y «lo existen-


te» para aquello que así se nos presenta en su más amplio sentido (ocasional-
mente utilizaremos también las nociones de «mundo», «realidad» o «dado»
para referirnos a esto último).
(2) En este «conferir» no debe entenderse ninguna intencionalidad o voluntad
por parte de las vivencias (este extremo sería injustificable), sino simplemente
una constatación factual: «Lo que las vivencias imponen bien podría ser una
ilusión, pero basta con que nos lo impongan como existente para que lo sea».

105
Las anteriores reflexiones no han de hacernos perder la origi-
naria orientación de nuestras pesquisas. Al hilo del rigor demostra-
tivo habíamos dado con las vivencias («el acontecer mismo de todo
cuanto efectivamente nos acontece»), que, sin embargo, no son
nada semejante a una realidad absoluta3; pues ni son absolutas
(aquello que presentan bien podría ser una ilusión), ni son pro-
piamente realidades; sino aquello en que reside todo dato, toda
prueba y el único fundamento de que lo real sea real4. El existir,
por ejemplo, de mi mesa como encontrándose frente a mi, como
siendo aquello sobre (encima de) lo que escribo, el existir de mi
habitación e, incluso, mi propia existencia, no consisten por lo
pronto sino en serme de este modo presentadas por las vivencias.
Ser real, existir (de algún modo) no es algo ajeno a las vivencias,
sino aquello que éstas imprimen en cuanto presentan. La existen-
cia consiste precisamente en ser presentada así por las vivencias y
no tiene, por tanto, sentido al margen de éstas. Ni puede decirse
tampoco, consecuentemente, que las vivencias sean algo real o
existente. No pueden ser existentes, ni proceder de lo existente,
porque en las vivencias reside el carácter constitutivo por el cual
«algo» es o puede ser existente. Las vivencias son, pues, previas
(gnoseontológicamente hablando) a todo existir y la condición
misma para que «algo» exista.
Considero muy importante reparar en esto. El hombre se ha
preguntado a menudo por la realidad, por el ser, por aquello que
constituye su mundo y, sin embargo, de su realidad, de su mun-
do, no tiene nada que no sea el serle impuesto por las vivencias.
Preguntarse por la realidad al margen de las vivencias es un ab-
surdo al que nunca podrá responderse; pero, preguntarse por la
realidad atendiendo a las vivencias reduce aquella a lo que éstas
presentan. Chocamos en este punto con uno de los errores más
perseverantes de la tradición: La presuposición de lo real como
fundamento. El investigador tradicional al preguntarse por la
realidad estaba realizando una pregunta absurda, producto de
un mal planteamiento del problema. Al preguntarse por «lo que
hay», por la realidad o el ser, se estaba, en cierto modo, presupo-

(3) Si bien sería absoluta en el sentido hecho explícito por Ortega (al referirse
a la vida), al cumplir la doble condición de «existir con independencia de toda
otra cosa» y «comprender en sí todo lo demás». Pero, incluso en estos con-
cretos sentidos, tendría mis reparos a semejante atribución; pues ni su «inde-
pendencia» consiste en existir, ni propiamente contienen en sí mismas todo lo
demás, sino que su acción se limita a presentarlo.
(4) Ya que toda garantía acerca de la realidad, de cuanto se nos presenta como
existente, reside en que así nos lo impongan.

106
niendo el carácter, condición y naturaleza de aquello por lo que
se interrogaba; pero de lo que, sin embargo, no se hacía cuestión.
Latía bajo su pregunta una determinada concepción de lo real;
esto es, al interrogarse por lo real sólo pretendía descubrir aque-
llo cuya figura y textura había sido prefijada de antemano y
nunca cuestionarse su propia concepción de lo real 5. La presupo-
sición de lo real como fundamento, presente en la tradición, lo
convierte también en lo buscado, en aquello por lo que se pregun-
ta; sin advertirse que real es lo que ya está presente (en el modo
que sea) y que su fundamento no reside en nada de lo real, sino en
el presentarse mismo.
En el mundo vivido presentársenos como real y ser real (serlo
efectivamente) se identifican. Pues, no hay otro modo de acceder
a lo real que el que así se nos presente. En tanto así nos lo imponen
las vivencias, es la obligada realidad de la que no podemos pres-
cindir (éste y no otro es el genuino sentido de existir, de ser real).
Real y ser presentado como real (por las vivencias) son, pues,
equivalentes. Y lo son en sus dos sentidos, ya que no hay otra
modalidad de realidad, de existencia, que la que así presentan -en
cada caso- las vivencias (toda otra pretensión resulta absurda) y,
por otro lado, todo cuanto se nos impone como real tiene la con-
dición de ser ineludiblemente. De tal modo, todo cuanto alguna
vez haya sido ofrecido como real habrá cumplido con la condi-
ción de ser aspecto de un mundo vivido; esto es, de presentarse (en
cada caso) como real en el mundo vivido6. No obstante, la identifi-
cación anotada entre ser real y presentársenos como real en el
mundo vivido, no implica un abandono del proceso de la duda que
nos ha venido acompañando. Muy al contrario, no es lo real lo
que buscamos (en esto, como en otras cosas, nos distinguimos de
la investigación tradicional), sino ver por qué creemos en una
determinada modalidad de lo real. El primer paso se ha dado,
pero éste no implica asumir sin más la realidad de mundo vivido
(en el modo de realidad absoluta), ni adoptar un modelo concreto

(5) Las consecuencias son más graves si consideramos que cada investigador
habita su propio mundo vivido; esto es, es centro de referencia de un mundo
vivido. Al tomar el problema de lo real en el modo de lo existente (en lo que
así se le presenta), se estaba tomando el modelo de realidad de su propio
mundo vivido como paradigma de ser; pues no lo advierte como su propio
mundo vivido, sino como la realidad absoluta misma. He aquí el origen de las
interminables disputas acerca de lo real, de las que la filosofía no ha podido
zafarse.
(6) También, cuando el investigador habla de realidad lo hace de la de su
propio mundo vivido.

107
de realidad; sino constatar su imposición como «lo real» por las
vivencias, su ser real para nosotros7, lo único y todo lo real y, por
lo tanto, el ámbito en el que ha de proceder la investigación8.
Lo importante aquí no es qué sea eso real que las vivencias me
presentan, sino su dependencia (en cierto modo, podría decirse
«demostrativa») para con el presentar mismo. La indagación ha-
brá de realizarse -sin remedio- en y desde mi mundo vivido (en
cada caso); esto es, desde aquel que tiene al investigador9 como
centro de referencia (no otra cosa significa la partícula mío aplicada
al mundo vivido); pues es el único del que puede tener presencia
inmediata. La cuestión acerca de si se dan otros mundos vividos
además de aquel que tiene al investigador como centro de referencia,
es cosa imposible de probar (al menos por el momento), ya que
toda prueba al respecto habrá de venir dada en mi propio mundo
vivido (lo que la invalidaría como tal «prueba»). No obstante, en
mi mundo vivido se dan «otros individuos» opinando en ocasiones
diferente de mí, perteneciendo incluso a otras culturas, como te-
niendo divergentes concepciones de la realidad etc. Atendiendo a
como se ha caracterizado el mundo vivido, podremos decir que se
me presentan como siendo ellos a su vez centro de referencia de sus
propios mundos vividos (en cierto modo, también podría decirse
esto de los animales, pero dejemos la cuestión por el momento);
pero lo que nunca se me presentan son sus propios mundos vivi-
dos (para hacerlo tendría que ser yo mismo también su centro de
referencia), sino que siempre lo hacen, como todo lo demás, desde
mi propio mundo vivido. Lo que disculpa su «no-presencia efecti-
va» en mi mundo vivido, pero me condena definitivamente a ceñir-
me a los límites de éste; en cualquier caso, sin embargo, los otros
posibles mundos vividos constituyen un límite negativo a la inves-
tigación. Haya o no tales otros mundos vividos, los resultados de
la investigación habrán de ser válidos para todo otro mundo vivi-
do semejante. Para ello habré de tomar mi mundo vivido como
cualquier mundo vivido; limitándome exclusivamente a aquello que

(7) El mundo vivido tiene la condición de ser para nosotros. Pero, ¿qué somos
nosotros? por lo pronto sólo eso: «algo que aparece (en cada caso) en el
mundo vivido», como su centro de referencia; y, por tanto, ni anterior, ni poste-
rior, al mundo vivido (ni su causa, ni su producto).
(8) El mundo vivido es aquel que las vivencias imponen y el ámbito, pues,
donde concurre toda prueba posible. Nuestra indagación, como toda indaga-
ción (lo reconozca o no), habrá de continuar a partir del mundo vivido,
buceándo en él.
(9) Investigador es también el lector o cualquiera otro, que se encuentre
siguiendo estrictamente estas indagaciones.

108
se me presenta como constitutivo de cualquier mundo vivido10. Elu-
diendo de este modo cualquier compromiso de mi mundo vivido
con alguna determinada modalidad de «lo real».

§ 21
El mundo vivido
como problema

Las nociones de «existente» y «real» utilizadas anteriormente,


aunque útiles para lo que se quiso expresar, resultan, sin embar-
go, enormemente deficientes. ¿Son los pensamientos, las represen-
taciones en general, «existentes», «reales»? En el sentido en que
antes hacíamos uso de estas nociones, la respuesta no puede ser
sino afirmativa (en tanto las representaciones forman parte tam-
bién de ese contingente de lo impuesto o presentado por las vi-
vencias). No obstante, alguno de vosotros ha podido sentirse ten-
tado de considerar la respuesta en un sentido negativo. Esto no
es extraño, pues «existente» y «real» son nociones confusas, que
tienden a ser interpretadas según el propio modelo de existencia
o de realidad del mundo vivido de que se trate. Urge, pues, susti-
tuirlas por otra terminología más adecuada y rigurosa en su
empleo.
Con anterioridad hemos utilizado la expresión: «todo cuanto
efectivamente nos acontece y en el estricto sentido en que aconte-

(10) La variación imaginativa y las diferencias culturales (sean estas reales o


hipotéticas) pueden servirnos como «hipótesis para incordiar», como en su
momento hicimos con la hipótesis de la ilusión. Las concretas determinaciones
ontológicas del mundo vivido se hacen problemáticas ante la indeterminación
de la infinidad de mundos vividos posibles; su seguridad se reduce a la esfera
del propio mundo vivido, siendo inaceptable, por justificada y razonable que
nos parezca, su extrapolación más allá de las fronteras del propio y concreto
mundo vivido. El rigor que preside la orientación de estas investigaciones nos
obliga, pues, a renunciar al postulado de concretas determinaciones ontológicas,
por carecer éstas de la seguridad que el proceso metódico en que estamos
inmersos requiere. La indagación habrá de centrarse en torno a las condiciones
constitutivas de todo mundo vivido, que resulten independientes de la concre-
ción adoptada por las determinaciones ontológicas de cualquier mundo vivido.
Pero éste es justamente el propósito que nos ha guiado desde el comienzo de
estas indagaciones, al renunciar a la pregunta tradicional por la realidad, por
las determinaciones ontológicas, imposible de solventar con rigor, en benefi-
cio de aquella otra que se interroga por nuestra creencia en una determinada
modalidad de lo real, por cómo se constituyen las concretas modalidades de
lo real. Al referirse a las condiciones constitutivas del mundo vivido en cuanto a
tal mundo vivido, con independencia de sus concretas determinaciones
ontológicas, estas investigaciones podrán legítimamente alcanzar validez para
cualquier mundo vivido o, lo que es lo mismo, para todo mundo vivido posible.

109
ce» para referirnos a aquello que las vivencias (en tanto son su
acontecer mismo) nos presentan e imponen (el mundo vivido). La fór-
mula, aunque rigurosa, es excesivamente larga y engorrosa.
Nada nos impide, sin embargo, adoptar la expresión, más breve,
«dado efectivamente» (y sus derivadas), para referirnos al carác-
ter que las vivencias imprimen en cuanto nos presentan.
De este modo, podremos decir que las vivencias nos imponen el
mundo vivido como «dado efectivamente». Ahora bien, todo cuanto
nos es, de este modo, «dado efectivamente» lo hace en un deter-
minado sentido que nunca es el mismo para todos los casos11. De
ahí que cuando hagamos referencia a lo «dado efectivamente», lo
hagamos en el sentido estricto en que efectivamente se da: como
presente ante nosotros, contando con ello, viendo su imitación
gráfica, como algo de que nos hablan, como recuerdo, como fic-
ción, como creencia de otra cultura, como superstición de otros
etc. (los diferentes sentidos en que algo puede «darse efectiva-
mente» son innumerables e imposibles de describir con rigor).
El hecho de que lo «dado efectivamente» lo haga en un deter-
minado sentido, y que éste sea diferente de unos casos a otros,
constituye, precisamente, el factor diferencial que permite que
una analítica del mundo vivido sea posible. Esto mismo nos permi-
tió, en su momento, distinguir, a grandes rasgos, la estructura
del mundo vivido. Pero, mucho más allá de esto, los diferentes sen-
tidos de lo «dado efectivamente» nos suministran la posibilidad
de sumergirnos en una analítica del mundo vivido, con la que co-
menzar el camino hacia el desvelamiento de su constitución mis-
ma o, lo que es lo mismo, hacia la resolución del interrogante con
el que comenzamos estas indagaciones: ¿Por qué creemos en una
determinada modalidad de las cosas? Para llevarlo a cabo, no
precisamos de otros aditivos que un poco de paciencia y atener-
nos estrictamente a lo «dado efectivamente»; siempre en los es-
trechos márgenes del rigor demostrativo con el que nos hallamos
comprometidos.
Ateniéndonos a lo «dado efectivamente», en el estricto sentido
en que así lo hace, habremos de decir, en primer término, que el
mundo vivido se constituye en perspectiva. El universo de «lo que
hay», de lo «dado efectivamente» gira en torno a un centro de refe-

(11) No todo se nos da con la misma inmediatez, ni con la misma seguridad,


ni nitidez. El Centauro, por ejemplo, puede «darse efectivamente» como una
figura de la mitología griega, como presente ante mí si lo estoy viendo,
como un grabado, como el recuerdo de un personaje de ficción, como pesa-
dilla etc.

110
rencia (a la sazón, parte a su vez de lo dado efectivamente). De este
modo, el mundo vivido tiene el carácter de una perspectiva, se pre-
senta como la realidad misma sostenida, vista, desde un punto -
el centro de referencia (nosotros mismos en cada caso). Se trata, sin
embargo, de una perspectiva muy particular, pues engloba en sí
mismo tanto al espectador como al espectáculo. Nada queda fue-
ra. Incluso las otras perspectivas no tienen más papel que el de
formar parte del espectáculo. Sólo hay perspectiva; esa determi-
nadísima perspectiva que es el mundo vivido.
Acontece al mundo vivido, en segundo lugar, el ser continuo;
esto es, en él los acontecimientos se suceden sin interrupción. Dos
son las notas implicadas: 1º) Los acontecimientos del mundo vivido
(lo «dado efectivamente») se suceden unos a otros remitiéndose
entre sí; cada nuevo acontecimiento («momento del mundo vivido»)
se instala en relación de continuidad en la corriente de aconteci-
mientos. 2º) Tales acontecimientos se suceden sin interrupción12.
En definitiva, el mundo vivido se encuentra en continuo e ininte-
rrumpido proceso de cambio.
Por último, en tercer lugar, el mundo vivido acontece en indiso-
luble comunidad. El «darse efectivamente» del mundo vivido no
ofrece compartimentos estancos, aislados del resto y sin contacto
alguno entre sí, sino que todo en él se desarrolla en comunidad,
indisolublemente unido a lo demás. La mesa sobre la que escribo,
el bolígrafo, la mano al esgrimirlo, la bombilla que ilumina el
papel, las voces de los vecinos, aquello en lo que en estos momen-
tos estoy pensando etc.; no acontecen aisladamente unos de otros
sino formando una comunidad indisoluble.
El proceso en que nos encontramos, la puesta en marcha de
una analítica del mundo vivido, exige que problematicemos éste;
esto es, que convirtamos el mundo vivido en un problema, en obje-
to de estudio. Esta problematización del mundo vivido conlleva
también su deformación. Para analizarlo, para estudiarlo, hemos

(12) Tal vez, alguno de vosotros piense que efectivamente se dan interrup-
ciones en el continuo acontecer del mundo vivido. Tal vez, igualmente, se os
ocurra pensar en el sueño o en la muerte como acontecimientos que implican
una clara interrupción de la continuidad del mundo vivido. Sin embargo, y
contra lo que pueda parecer, esto no es así: el sueño, en el mejor de los
casos, tan sólo implica una ausencia de recuerdo; la muerte (se entiende la del
centro de referencia), caso de que implique una interrupción del mundo vivido,
ya no forma parte del mismo (no es una acontecimiento del mundo vivido) y
por tanto no hay tal interrupción. La razón por la cual la interrupción no es
posible, radica en que toda prueba acerca de su interrupción habría de darse
en mi (en cada caso) mundo vivido y esto no es posible, en el momento en
que hay prueba ya no hay interrupción.

111
de atenderlo y atender es siempre, en cierta medida, deformar,
manipular. Sólo siendo conscientes de las deformaciones que de
por sí implica la atención -contrarrestándola, advirtiéndola
como tal atención- será posible evitar sus consecuencias nocivas.
Atender a lo «dado efectivamente» implica las siguientes defor-
maciones del mundo vivido: 1ª) Olvido y descomposición de la
perspectiva. 2ª) Interrupción de la corriente de acontecimientos
del mundo vivido (o sea de su continuidad); se atiende a un momento
del mundo vivido y se le extrae (abstrae) del proceso. 3ª) Aislamien-
to y separación de uno o varios aspectos del mundo vivido de aque-
llos otros con los que se encontraban en comunidad. Supongo que
ahora se comprenderá porqué insistí antes en la triple caracterís-
tica del mundo vivido de ser una perspectiva [1], en continuo cam-
bio [2] e indisoluble [3]. Advertidos a este respecto, contamos ya
con el instrumental necesario para emprender la analítica del
mundo vivido.

§ 22
Momento del mundo vivido
y mundo latente

Comencemos, atendiendo siempre a lo «dado efectivamente»,


por observar aquello que encuentro ante mí, en este caso mi
mesa, sobre la que hay un montón de desordenados papeles, en-
tre los cuales trato de encontrar un bolígrafo con el que seguir
entintando estos folios, narrando aquello de la manera en que lo
estoy pensando. A esta actualidad del mundo vivido, a «todo cuan-
to efectivamente nos acontece» ahora, lo denominaremos momento
del mundo vivido. Tal actualidad, que implica una ficticia acota-
ción del proceso, nos permite referirnos en cada momento a aque-
llo de que tenemos presencia (en el modo de lo «dado efectiva-
mente»).
Continúo frente a mi mesa de trabajo cuando ciertas necesi-
dades naturales me obligan imperiosamente a dirigirme hacia el
servicio (dispuesto para estos menesteres) más próximo; sin em-
bargo, no tendré necesidad de buscarlo o de preguntar a alguien
por su localización, inmediatamente ésta me es presente, se me
impone (se supone que cada uno tiene estas elementales nociones
de su propia casa). Los servicios, así como su función, forman
ahora parte de la actualidad del mundo vivido, aún cuando no lo
hacían unos momentos antes. No obstante, antes también sabía -
por así decirlo- donde estaban los servicios (y muchas otras co-

112
sas se supone), pero lo que me ocupaba (y, por tanto, tenía pre-
sente) era encontrar el bolígrafo entre los papeles de mi mesa. Ni
los servicios, ni su necesidad, ni su localización se «daban efecti-
vamente» en aquel primer momento del mundo vivido al que hemos
hecho alusión; ni tenían, por tanto, presencia alguna. Se nos ha-
cen presentes, sin embargo, en un segundo momento, cuando toda-
vía continúo sentado frente a mi mesa buscando el bolígrafo. De
este modo, si bien no eran (los servicios) efectivamente presentes
en el momento anterior, contábamos de algún modo con ellos13. Del
mismo modo, no necesito tener presente en toda momento que,
por ejemplo, París es la capital de Francia; no obstante, si alguien
me habla de París inmediatamente tendré presentes ésta y otras
connotaciones. De todo aquello con lo que contamos y de lo que
no tenemos presencia, en el modo de lo «dado efectivamente» (sin
importar de que se trate concretamente), diremos que tenemos
una presencia implícita.
Denominaremos mundo latente14 a aquel que, no siéndonos aho-
ra presente, contamos con él de un modo implícito. Si pudiéra-
mos detener puntualmente el proceso del mundo vivido, tendría-
mos por un lado su momento, lo actualmente presente; por otro
lado, su mundo latente, lo actualmente compresente 15. Puede decir-
se, en este sentido, que la actualidad del mundo vivido tiene estos
dos componentes: lo presente y lo compresente (o sea, lo implíci-
to); y que tanto forma parte del mundo vivido su momento como su
mundo latente16. Si bien este último resulta imposible de determi-
nar (precisamente por no ser actualmente presente), constituye -
más bien- el horizonte17 en que se inscribe el momento del mundo
vivido, en el que éste encuentra su sentido. De este modo, nuestro
mundo vivido es fundamentalmente latente. Siendo el carácter de

(13) Hasta tal punto contábamos con ellos que de no hallarlos allá donde los
esperamos constituiría una experiencia tremendamente traumática. Si bien mu-
cho menor que aquella que resultaría si, como propone Ortega, al abrir la
puerta de nuestra habitación no encontrásemos nada, absolutamente nada, ni
servicios, ni pasillo, ni casa, ni calle, ni monte ni árboles. La sola imaginación
de esta situación podrá ilustrar adecuadamente hasta que punto contamos im-
plícitamente con todo ello.
(14) Por utilizar una terminología orteguiana.
(15) Seguimos utilizando la terminología de Ortega, si bien es preciso que se
utilice sólo en el sentido en que aquí se hace explícito.
(16) Aquél como su actualidad, éste como su fondo residual. En cierto senti-
do, podría decirse que la actualidad del mundo vivido brota de su fondo
latente. Ambos constituyen el mundo vivido, siendo el momento la cara visible,
mientras la cara oculta es encarnada por el mundo latente.
(17) Continuamos de prestado. Tomamos ahora el término de Husserl (aplí-
quese aquí también lo dicho en la nota nº 15).

113
lo latente no sólo el de darse de un modo implícito, sino -además-
el de ser susceptible de hacerse, de un modo efectivo, presente.
A alguien podría habérsele ocurrido cuestionar: ¿dónde está el
mundo latente mientras no nos es presente? Pues, ni fuera, ni den-
tro. Acompaña a todo momento del mundo vivido, se modifica con él.
La actualidad presente del mundo vivido se constituye siempre so-
bre el mundo latente. El sentido de aquello que nos es, en cada momen-
to, presente le viene dado por aquello con lo que implícitamente
contamos. Al abrir la puerta de nuestra habitación, no podría-
mos reconocerla, ni sabríamos que es lo que en ella hay o para
qué sirve, ni quienes somos, ni para qué estamos allí, ni que hacer
etc.; estaríamos perdidos en un inmenso desierto de sentido, sin la
participación de lo latente. Pero no sólo lo latente influye en lo
presente; también esto último (al generar nuevos sentidos) modifi-
ca y actualiza lo latente (la permanencia de lo latente le confiere
al mundo vivido el sentido de continuidad). El mundo latente, sin
embargo, no se limita a conferir sentido a lo actualmente presente,
sino que también determina qué podemos o no esperar, que pue-
de o no suceder y en la medida en que puede hacerlo; esto es,
marca la posibilidad de lo susceptible de ser efectivamente pre-
sente. El fallo de su pronósticos no puede sino producir sorpresa;
por ejemplo, de un compañero podemos esperar incluso que se le
caiga la taza del café (aunque, si no es especialmente torpe, no sea
muy probable), pero no que levite o que, agitando los brazos,
comience a volar.

§ 23
El sentido del
mundo vivido

Hemos anticipado ya como el sentido de toda actualización del


mundo vivido se constituye a partir del mundo latente. Ahora bien, el
mundo latente se modifica, de tal modo que no es siempre el mismo
en todo momento; consiguientemente, tampoco lo será el sentido
que imprime sobre lo actualmente presente. En definitiva, la
significati-vidad es algo cambiante en el mundo vivido, el sentido de
lo que en él se nos presenta varía, no es nunca algo fijo, termina-
do; sino que siempre está constituyéndose.
Tropezamos, ahora, con un aspecto muy importante del mundo
vivido: su hacersenos significativo, su organización, su interpre-
tación, su ordenación, su categorización o, como hemos venido
diciendo, su dotación de sentido. El mundo vivido es ordenado, in-

114
terpretado, categorizado, organizado, todo en él tiene significado;
a la conjunción de estos caracteres lo denominamos sentido18. Por-
que tiene sentido puedo encontrarme a mi mismo, en mi habita-
ción, sentado frente a mi mesa redactando estas líneas; porque
tiene sentido veo unas reflexiones expresadas donde ni siquiera
podría -en su defecto- ver manchas de tinta (pues ser manchas,
ser de tinta, estar sobre un papel son ya interpretación, sentido).
Al problematizar el sentido del mundo vivido advertimos que
todo en él tiene sentido, que «todo cuanto nos acontece» tiene sen-
tido, que incluso lo que es latente no es otra cosa que sentido. El
mundo vivido no admite sin-sentidos, éstos son imposibles en él,
salvo -precisamente- en aquella medida en que tienen sentido. Sólo
aquello que tiene sentido (cualquiera que sea este) puede entrar a
formar parte del mundo vivido y, viceversa, todo cuanto «se da
efectivamente» en el mundo vivido tiene sentido19. Diríase, a juzgar
por lo enunciado, que el orden, la organización, la categorización,
el tener sentido, en definitiva, constituye una condición esencial
(una necesidad, un imperativo) del mundo vivido.
Hasta ahora nos hemos limitado a otear las características del
sentido en el mundo vivido, pero el auténtico problema, muy empa-
rentado con nuestro interrogante originario, es mucho menos
obvio: ¿cómo se constituye el sentido en el mundo vivido? Paciencia,
no lo resolveremos en este parágrafo, pero una pequeña reflexión
sobre el modo de presentarse las «entidades» tal vez pueda darnos
algunas pistas acerca del camino a seguir.
Supongamos que me encuentro fuera, lejos de mi habitación,
con un amigo, al que estoy hablando acerca de mi mesa (como
conversación es un poco tonta, pero como ejemplo es sencillo, útil
y fácil de emparentar con los que han venido haciéndose). Cuan-
do hablo de mi mesa me refiero a aquella que está en mi habita-
ción; esto es, perteneciente al universo de entidades. Pero, este «re-
ferirme a mi mesa» es «representación»; difiere, sin embargo, de
aquella representación que se agota a sí misma (como -por ejemplo-
la idea de un triángulo, entidades de ficción, un centauro, un ángel
etc.). La primera no es sólo representación, sino que hace referencia

(18) Utilizaré indistintamente cualquiera de ellos para referirme a esta conjun-


ción; si bien, tomaré preferentemente la denominación de sentido, que he
venido empleando.
(19) Hágase la prueba. Nada podrá hallarse sin sentido en el mundo vivido.
Incluso los clásicos sin-sentidos se incorporan a nuestro mundo vivido en la
medida en que tienen sentido (su sin-sentido nunca nos es presente, sino tan
sólo su ser sin-sentidos. vg. el triángulo de doce lados). Pero hay más, caso -
imposible- de hallarse no podría comunicarse (no hay lenguaje sin sentido).

115
a una «entidad»; esto es, trae ante mí la entidad. Si bien, esta pre-
sencia es diferente de aquella otra efectiva presencia que tiene (en
este caso, la mesa) en el entorno de entidades. Al referirme a la mesa
(hablando con mi amigo), traigo a la «entidad» «mi mesa» ante mí;
este modo de estar ante mí la mesa es, sin embargo, un estar sin
estar; esto es, en la modalidad de ausente; pues, estrictamente
sólo tengo este «mi referirme» a la mesa y no su efectiva presencia;
ésta sólo es posible cuando de vuelta a la habitación la encuentro
ante mí; esto es, cuando se haga presente, no a partir de una
representación sino, en el entorno inmediato de entidades
Supongamos, ahora, que vuelvo a mi habitación, pero que en
lugar de la mesa me encuentro sólo sus cenizas humeantes.
Cuando de nuevo me refiera a ella ya no traeré ante mi aquella
entidad (salvo como recuerdo de lo que fue) sino, en el mejor de los
casos, a sus cenizas. Con este estúpido ejemplo he querido poner
de manifiesto como el entorno inmediato de entidades es la fuente a
partir de la cual se modifica el universo de entidades del mundo
vivido. La observación hecha exige que se estudie y analice aten-
tamente lo «dado efectivamente» en el entorno inmediato de entidades

§ 24
El sentido y lo sensible

Centremos, pues, nuestra atención en «cuanto efectivamente


nos acontece» y, especialmente, como se ha hecho mención, en el
entorno inmediato de entidades ¿Qué diferenciaba el presentarse de mi
mesa cuando meramente me refería a ella y cuando la veía en mi
habitación? El sentido en ambas presencias es muy semejante,
pues de mi mesa tengo siempre en lo fundamental (en rasgos ge-
nerales) su sentido aunque no la esté viendo y me encuentre a mi-
les de kilómetros de ella; sin embargo, las semejanzas se agotan
en el sentido de efectiva presencia que presenta la mesa cuando la
veo en mi habitación y que, por el contrario, no se da cuando sólo
me refiero a ella. ¿En qué consiste esta efectiva presencia de la mesa?
¿Qué la constituye?
Atender a la efectiva presencia que mi mesa tiene en el entorno
inmediato de entidades implica retornar al antiguo interrogante de
los empiristas (por favor, que nadie utilice esta inocente referen-
cia para achacarme algún género de neoempirismo): Observar
atentamente aquello que tenemos ante nosotros y preguntarnos
críticamente ¿qué hay ahí? ¿Qué es lo que encontramos ante noso-
tros? ¿Qué es, en definitiva, lo que vemos? En un primer momento

116
podré decir que ante mí encuentro la mesa sobre la que hay una
lámpara y algunos papeles dispersos... ¡Ah! y.., hacia el fondo, un
despertador. Sin embargo, al problematizarlo, la mesa, la lámpa-
ra, los papeles, el despertador se volatilizan. ¿Qué tiene de mesa
esto que estoy viendo? ¿Qué tiene esto de papel o aquello de des-
pertador? ¿Donde está su meseidad o su papeleidad? ¿Donde está,
siquiera, su coseidad? No las veo. Si, efectivamente, yo sé que esto
es una mesa, esos son papeles y aquello es un despertador (y así
se me presentaron en un primer momento); pero lo que esto tiene
de mesa, eso de papel o aquello de despertador no puedo verlo.
Tan sólo veo ante mí manchas de color, pero ni siquiera el color
marrón de la mesa o el blanco del papel; éstos son ya interpreta-
ción, sentido y no propiamente las luces y sombras que efectiva-
mente veo ante mí. A aquello que constituye su efectiva presencia, al
margen de todo sentido, del que -sin embargo- se da indisociado, a
aquello que propiamente «veo» ante mí, lo denominaremos sensi-
ble o, simplemente, efectivo20.
Prescindiendo de todo sentido, en lo «efectivamente presente»,
hemos tropezado con lo efectivo; esto es, con lo sensible; pero esto
mismo es ya un sentido (una interpretación, la de ser precisamen-
te lo efectivo, lo que resta al substraerse toda interpretación,
categoriza-ción o sentido en la efectiva presencia, que caracteriza al
entorno inmediato de entidades, pues nada que no lo tenga puede pre-
sentarse en el mundo vivido, si no es desde el perfil en que tiene
efectivamente sentido. Y es precisamente desde este ángulo que se
presenta: no tenemos nunca propiamente a lo efectivo como tal,
sino a su condición de ser lo efectivo. Lo sensible, en la medida en
que se presenta en el mundo vivido tiene sentido; pero este sentido no
le es propio sino añadido, extraño; pues ello mismo se muestra
como siendo otro que sentido y como siendo lo que queda de elimi-
nar el sentido (más bien habría que decir «lo que quedaría», pues
es virtualmente imposible prescindir de éste).
Si ahora me desplazo unos pasos hacia la izquierda de mi
mesa (o hacia la derecha, o hacia atrás, tanto da), el sentido en que
ésta se me presenta (su significatividad si se quiere) práctica-
mente no ha variado; mientras que cambia completamente «lo
sensible» que ante nosotros encontrábamos. Lo mismo sucede si
encendemos la lámpara: «lo sensible», no sólo de la bombilla sino
de toda la zona iluminada, muda totalmente su aspecto -¡Hágase

(20) El que el ejemplo se halla ceñido a los aspectos visuales, no debe


ocasionar el que se entienda por ello una reducción de lo sensible a estos.

117
la prueba!-. En tanto lo efectivo (o sea, «lo sensible») cambia conti-
nuamente de aspecto, especialmente si se modifica la posición,
aquella panorámica que ante mi ofrece no podrá ser nunca la
misma para cualquier otro posible centro de referencia 21; lo que, en
cierto modo, me convierte -en tanto que centro de referencia- en su
exclusivo espectador22. Pero, por otra parte, al presentarse como
lo efectivo, como fundamento de la efectiva presencia, como indepen-
diente de todo sentido, se presenta, también, como independiente
del propio mundo vivido, de cual sea éste o su centro de referencia. Se
presenta como lo efectivo para cualquier mundo vivido semejante y,
por tanto, como independiente de éste23. Podré cerrar los ojos o
mirar para otro lado, pero cuando vuelva a mirar hacia mi mesa
encontraré a aquello que tiene de sensible imponiéndoseme como
exterior y completamente independiente de mí -en tanto que cen-
tro de referencia-24. La exclusividad del espectador es el efecto de la

(21) Este perspectivismo de lo efectivo o sensible no afecta únicamente a la


panorámica visual, sino también a la auditiva, a la táctil, a la olfativa y a
cualquiera otra modalidad de «lo sensible» (lo que oigo lo oigo desde aquí, y
lo mismo lo que huelo, lo que toco o lo que siento).
(22) Esta condición es la que ha ahuyentado constantemente de «lo sensible» a
los menesterosos de objetividad.
(23) Si bien esta independencia no implica -en ningún caso- un encontrarse
más allá del mundo vivido, sino que tal caracterización como independiente se
muestra en el propio mundo vivido, del que no puede desligarse. Lo que este
presentarse como independiente del mundo vivido le confiere es la condición
de ser lo efectivo para cualquier mundo vivido. Me explico: si bien nadie puede
ver, ahora mismo, la pared que tengo frente a mi desde donde la estoy vien-
do, lo que tiene de sensible o efectivo se impone a cualquier otro, independien-
temente de su cultura o del sentido que pueda adquirir en su propio mundo
vivido, todos la encuentran ahí y nadie puede pasar a su través (todo esto
visto desde mi propio mundo vivido; esto es, se den o no se den los mundos
vividos de los otros).
(24) Alguien puede estar recordando la lección bien sabida de que lo sensible
es producto de nuestros órganos de los sentidos. Frente a tal argumentación
fisiologicista, que como es costumbre coloca el carro delante de los bueyes,
hay un elocuente pasaje de Nietzsche que reproduzco a continuación: «Para
cultivar la fisiología con buena conciencia hay que sostener que los órganos
de los sentidos no son fenómenos en el sentido de la filosofía idealista: ¡en
cuanto tales no podrían ser en efecto causas! Por tanto, hay que aceptar el
sensualismo, al menos como hipótesis regulativa, por no decir como princi-
pio heurístico. ¿Cómo?, ¿y otros llegan a decir que el mundo exterior sería
obra de nuestros órganos? ¡Pero entonces nuestro cuerpo, puesto que es un
fragmento de ese mundo exterior, sería obra de nuestros órganos! ¡Pero en-
tonces nuestros órganos mismos serían -obra de nuestros órganos! Esta es a
mi parecer, una reducción al absurdo radical: suponiendo que el concepto
«causa de sí mismo» sea algo radicalmente absurdo. ¿En consecuencia el
mundo externo no es obra de nuestros órganos-?» [Más allá del bien y del mal
§ 15]. Los órganos de los sentidos (y su papel cognitivo) no son más que, en
el mejor de los casos, una hipótesis. Nunca se dan ante nosotros los proce-
sos del ojo o del cerebro; mientras que «lo sensible» es la realidad efectiva

118
perspectiva. Lo efectivo ofrece sus caras según el punto de vista -la
posición- del espectador. El mundo vivido vendría a ser (visto de
este modo) la ordenación, interpretación o sentido de esa perspec-
tiva. Puede no haber más mundo vivido que el mío (siendo, por
ejemplo, meros autómatas los demás) y, por tanto, en tal caso
solo a mí -en tanto que centro de referencia- se dará «lo sensible»; sin
embargo, no por ello dejaría esto mismo -«lo sensible»- de
presentárseme como lo efectivo para cualquier mundo vivido y como
independiente de todo sentido.
El hecho básico que nos permitirá realizar una rigurosa de-
marcación entre lo que se da, en lo «efectivamente presente»,
como sensible y lo que se da como sentido reside en la imposibili-
dad -digamos fáctica- que atañe a «lo sensible» para formar parte
del mundo latente25. Veámoslo gráficamente: Primero, contemplo
atentamente la mesa, estudio cada uno de sus detalles26. Después
cierro los ojos; como estoy a una prudente distancia (no puedo
tocarla) su «presencia efectiva» se esfuma. Trato, ahora, de traer
de nuevo a mi presencia la mesa, pero sin abrir los ojos; esto es,
recuperarla del mundo latente (como hacíamos cuando no estába-
mos en la habitación). Tengo ya ante mí la mesa, si bien en esa
modalidad de la ausencia en que no está «efectivamente presen-
te». Ahora, por fin, abro otra vez los ojos y comparo ambas pre-
sencias. Aquella que tenía con los ojos cerrados es tremendamen-
te más pobre que su efectiva presencia ante mí. ¿Qué le falta? Preci-
samente su efectividad, lo que en ella hay de efectivo, de sensible.
No se trata de que me haya olvidado de aquellos lápices de la
esquina, al cerrar de nuevo los ojos podría tenerlos presentes. No
se trata del color de la mesa o del papel, éstos también estaban
presentes en ambas; pero, echemos un detenido vistazo a la mesa
en su efectiva presencia: el color (marrón) que tenía mientras man-
tenía los ojos cerrados, no coincide con aquél; podemos, efectiva-
mente, decir que es marrón, pero lo que propiamente encuentro
ante mí son manchas de distintas tonalidades salpicadas aquí y
allá, además de continuos cambios de luces y sombras. Puedo
hacer un gigantesco esfuerzo y fijarme detenidamente en todas

misma que encontramos ante nosotros (sin mediación de la cual ni siquiera


podríamos formular tal hipótesis). En el fondo está latiendo el prejuicio, tan
antiguo como estúpido, que hace de «lo sensible» algo enteramente subjetivo,
por el mero hecho de poder cerrar los ojos o poder ver desde aquí lo que tú
no ves.
(25) Hablando de un modo más casero diríamos: la imposibilidad de recordar
«lo sensible».
(26) Es conveniente que vayáis siguiendo cada uno de estos pasos.

119
esas irregularidades, e intentar presentarlas tras cerrar de nuevo
los ojos; pero, ¿estaba esta zona tan iluminada? ¿Estaban estas
manchas así distribuidas? ¿No estaba esa sombra un poco más a
la izquierda? Aunque de este modo acumularé muchas más inter-
pretaciones sobre la mesa, nunca conseguiré que lo efectivo, «lo
sensible», esté (se) presente fuera de lo que hemos denominado la
efectiva presencia (esto es, aquello que caracterizaba al entorno inme-
diato de entidades. Sólo aquello que se da como sentido puede formar
parte del mundo latente y presentarse fuera de (en otra modalidad
que) la «presencia efectiva». Aquello que se da como sensible, pre-
cisamente por constituir la efectividad que caracteriza la modali-
dad de acontecimiento que hemos denominado efectiva presencia,
no puede darse en otra modalidad de presencia, ni formar parte
del mundo latente.
Ha sido una preocupación excesivamente frecuente la de su-
poner que podemos tener presencia de «lo sensible» (o al menos de
parte) fuera de la efectiva presencia27. Dos han sido las principales
fuentes de que ha bebido tamaño prejuicio, nunca suficientemen-
te cuestionado. La primera, ya aludida con anterioridad, hace
referencia a la posibilidad de traer a presencia (fuera de la moda-
lidad que hemos denominado efectiva presencia) colores, formas o
sonidos. Su error radica en no advertir que «lo sensible», riguro-
samente hablando, no son los colores, las formas o los sonidos
(éstos son el sentido en que «lo sensible» acontece en la «presencia
efectiva», pero sentidos al fin y al cabo y no sensibles), sino las
manchas, las sombras o los ruidos etc. (e incluso estos mismos, al
aludir así a ellos -al denominarlos-, contienen ya una interpreta-
ción que va más allá de lo efectivo). La segunda fuente de equivo-
cación, subsiste en el prejuicio que cree poder reconocer «lo sensi-
ble»; por ejemplo: la cara de un amigo. Pero lo que reconocemos
no es «lo sensible», sino el sentido. Puedo reconocer la cara de un
amigo con diferente iluminación, desde distintas perspectivas
(en que «lo sensible» cambia) sin ningún problema. Pero, sobre
todo, puedo ver un retrato suyo a carboncillo (en el que «lo sensi-
ble» ya no tiene nada que ver) y -si el retrato es bueno- recono-
cerlo (ciertamente, la identificación precisa de un soporte sensible,
mas lo identificado es siempre sentido). Como en el caso anterior
se confundía el sentido en que «lo sensible» acontece en la efectiva
presencia, con «lo sensible» mismo.
(27) En términos más coloquiales: Ha sido un tremendo error, un voraz pre-
juicio de consecuencia incalculables, la presuposición tácitamente aceptada
en todos los terrenos (científicos, psicológicos o filosóficos) de que, al me-
nos parcialmente, era posible recordar «lo sensible».

120
A pesar de todo lo aquí estudiado, no debe olvidarse que «lo
sensible» y el sentido no se dan aislados (ni separables) en la efectiva
presencia. Lo sensible se da siempre interpretado, ordenado; esto es,
con sentido. Mediante un proceso ficticio (pues es artificioso y fic-
ticio separar lo que se da unido) hemos tratado de separar lo que
hay de sentido en la efectiva presencia, para así mostrar la presencia
bajo ese sentido del fondo insobornable de lo sensible.
Esto mismo, «lo sensible», es el material caótico sobre el que se
constituye el sentido. Pero en el mundo vivido sólo podemos funcio-
nar con sentidos, sólo aquello que tiene sentido -y en la medida en
que lo tiene- puede obtener cabida en él. Por eso, a «lo sensible»
sólo podemos entenderlo, aun restándole todos los sentidos, dán-
dole un sentido, como «resto caótico». Nunca podremos tener ante
nosotros a «lo sensible» desnudo de toda interpretación, de todo
sentido, todo lo más a que llegaremos será a mostrar ese
incoercitible fondo que late bajo el sentido de cuanto tenemos efec-
tiva presencia, pero al que nunca podremos separar nítidamente
del sentido en que se ofrece28.
Hemos descubierto, en el entorno inmediato de entidades el punto
en el que el mundo vivido se abre a lo efectivo, apresándolo. Pero,
esto, lo efectivo, aunque se muestra a partir del mundo vivido, no es
ya -sin más- una parte de éste (o sea, del mundo vivido); si no que,
en cierto modo, lo trasciende 29. Ya veremos, más adelante, en qué
medida lo hace.

(28) Lo cual, por lo demás, sería inútil, ya que para que este proceso pudiera
darse en el mundo vivido, habría de tener a su vez sentido; pues el mundo
vivido es «todo cuanto efectivamente nos acontece» y esto mismo consiste
en tener sentido. Sólo en la medida en que tiene sentido puede darse «lo sensi-
ble» en el mundo vivido. (En otros términos, menos rigurosos, podríamos
decir que «lo sensible» es por su propio carácter incognoscible -en tanto cono-
cer, en su uso habitual, implica encontrar cierto sentido).
(29) Demetrio DíazSanchez, seguido en esto por Nel Rodriguez Rial, ha
observado -a mi juicio con bastante acierto- que en este punto: en el descubri-
miento analítico de lo efectivo en el mundo vivido, se produce la apuesta
teorética más fuerte y arriesgada de toda la obra; lo cual exige que se presen-
te la cuestión con mayor claridad y precisión, desde el punto de vista del
rigor demostrativo. Aunque me ocupo de desarrollarla en mi curso sobre
Fenomenología del conocimiento (Santiago, 1993), y espero ocuparme de ello
en otros lugares, aprovecharé esta reflexión a pie de página para arrojar ma-
yor luz sobre el procedimiento seguido: 1º) El procedimiento es en todo
momento una analítica del mundo vivido y, por tanto, se realiza siempre den-
tro de los márgenes de lo impuesto por las vivencias. 2º) Se ha visto como
todo cuanto sucede en el mundo vivido cumple con la condición de tener
sentido, cualquiera que sea éste. 3º) El que a lo efectivo se le haya dado el
nombre de sensible (a fin de hacerlo más intuitivo) no debe confundirnos, por
sensible ha de entenderse única y exclusivamente lo demostrado acerca de lo
efectivo y nunca vincularse a una determinada acepción tradicional de lo sensi-

121
§ 25
Estática y dinámica
del mundo vivido

La ininteligibilidad propia de «lo sensible» hace que sólo poda-


mos acceder a la «garra» que lo aprehende en la efectiva presencia;

ble. 4º) A lo efectivo llegamos única y exclusivamente a partir del análisis de la


efectiva presencia que caracteriza el entorno inmediato de entidades; esto es,
nunca viene dado sin más. 5º) Tiene razón, nuevamente, Demetrio Díaz
Sanchez al advertir que el sentido de efectiva presencia, que caracteriza el
entorno inmediato de entidades y que nos permitía descubrir analíticamente a lo
efectivo, no es propiamente un sentido, en cuanto a tal no debería de ser impo-
sible su presencia en el modo de representación, sino que más bien se trata de
un «modo de darse». 6º) Es este diferente «modo de darse», que caracteriza la
efectiva presencia, el que nos permite descubrir lo efectivo latiendo bajo el senti-
do con el que se presentan las entidades en el entorno inmediato. 7º) Lo efectivo
se da indisolublemente unido al sentido con el que se presenta en el entorno
inmediato de entidades. 8º) Si la operación de sustraer todo el sentido con el
que se presenta el entorno inmediato de entidades fuera posible (que no lo es)
tendríamos ante nosotros a lo efectivo. 9º) Podría sostenerse que este encuen-
tro con lo efectivo sólo sería posible en la experiencia primigenia del niño. Al
retrotraernos a la experiencia primigenia nos movemos en un terreno oscilan-
te de especulaciones e hipótesis. No obstante, a tenor de lo ya demostrado,
me atrevería a decir que ni siquiera en el caso de una supuesta experiencia
primigenia del recién nacido (o del recién concebido, como se prefiera) se
daría lo efectivo en cuanto a tal (desnudo de sentido). Me explico: por muy
primigenia que sea esta experiencia, se trata de una experiencia en un mundo
vivido y todo cuanto se da en el mundo vivido, hemos visto, tiene sentido; esto
es, precisa de sentido para darse en el mundo vivido; por tanto, sólo aquello
que tenga sentido (aunque sea algo más que sentido), y en la media en que lo
tenga, formará parte de aquella experiencia primigenia. Lo que no tiene senti-
do, ni es susceptible de mostrarse bajo la forma del sentido, sencillamente, no
existe. 10º) La presencia de lo efectivo es lo que impide que, teoréticamente
hablando, puedan confundirse sueño y realidad. En el modo de la representa-
ción, como recuerdo, pueden confundirse perfectamente lo soñado y lo real
(a mi me ha pasado más de una vez); sin embargo, en el modo del entorno
inmediato de entidades, como actualmente vivido, lo efectivo no forma nunca (al
menos no directamente) parte del sueño, aun cuando lo vivido en el sueño
sea vivido como real. 11º) La efectividad de la pared de mi entorno inmediato de
entidades me impide pasar a su través, como también se lo impide a los otros
de ese mismo entorno. Cosa que no sucede cuando la pared se da en el modo
de la representación (modalidad en la cual ni siquiera es compartida). Ante la
sugerencia de Demetrio Díaz Sanchez de que aquello que caracteriza el darse
del entorno inmediato de entidades es simplemente una mayor riqueza de
sentidos, yo añadiría que además de esto y sobre todo lo caracteriza la ineludi-
ble efectividad con que se presenta, que de ningún modo es reductible a
simple sentido, aunque su modo de darse sea siempre un darse con sentido.
12º) La efectividad con que las entidades se presentan en el entorno inmediato
les confiere el carácter de comunitarias, en tanto son efectivas para los otros de
ese entorno. Sin embargo, aunque no hubiese tales otros, en su efectividad se
presentan como efectivas para cualquier otro (ya veremos esto en el próximo
capítulo); éste es el sentido en que anunciábamos que lo efectivo trasciende el

122
esto es, el sentido, por así decirlo, el «estuche» en que el mundo
vivido presenta «lo sensible». Este sentido posee siempre la caracte-
rística de ser impulsado por una imperiosa necesidad estática. El
sentido, en la medida en que se hace comprensible, es estático.
Incluso para referirnos a «lo cambiante» fosilizamos su sentido
sobre nociones estáticas como «devenir» o «movimiento». Por el
contrario, la producción de sentido es dinámica; pues, se encuen-
tra en continuo cambio.
Hemos concluido ya la presentación estática de los distintos
componentes del mundo vivido desvelados por la analítica. Proce-
de, ahora, que los pongamos de nuevo en marcha y analicemos
sus relaciones; esto es, que pongamos de manifiesto la dinámica
del mundo vivido.
Si atendemos al sentido, veremos (sin necesidad de establecer
categorías o jerarquías, que no serían sino otra forma de dar sen-
tido al sentido), que hay sentidos que se constituyen en contacto con
lo efectivo; esto es, son el modo en que «lo sensible» aparece en la
efectiva presencia30. Pero también hay sentidos que se constituyen a
partir de otros sentidos, sin mediación alguna de lo efectivo31. Aque-
llos son siempre previos a éstos. ¿Por qué? es muy sencillo, por-
que estos últimos presuponen siempre aquellos; lo que no implica
que no puedan a su vez influir en la constitución de aquellos. De
hecho, toda nueva constitución de sentido en «lo sensible» partici-
pa de los sentidos previos.
Para comprender esto adecuadamente habremos de echar un
vistazo más general a la dinámica del sentido. Frente a «lo sensi-
ble», el sentido no se nos presenta -críticamente hablando- como
siendo el mismo para todo mundo vivido semejante (de lo contrario
las discusiones no existirían); pero, incluso en un mismo mundo
vivido el sentido tampoco será siempre el mismo, pues continua-
mente está cambiando. El sentido presente en la actualidad o mo-
mento del mundo vivido se constituye a partir del mundo latente y de

mundo vivido. Pero entiéndase bien, este trascender no es un darse al margen


del mundo vivido, lo efectivo sólo puede darse en el mundo vivido e
inseparablemente unido al sentido con el que se presenta en éste, lo que tiene
de trascendente es un presentarse como trascendente y como tal presentarse
sólo tiene lugar en el mundo vivido. Es más, no es propiamente lo efectivo,
sino las entidades en la efectiva presencia, lo que se nos presenta como trascen-
dente; sólo la analítica nos muestra a lo efectivo como caracterizando la efectiva
presencia y, por tanto, lo trascendente al mundo vivido.
(30) Por ejemplo, el estar ante mí de la mesa y lo que sobre ella hay.
(31) Por ejemplo, al hilo del anterior, la meseidad como siendo una idea de la
que participan las mesas y que habita en un «cosmos-noetos» (al estilo platóni-
co).

123
«lo sensible» o «efectivo». El sentido así constituido es siempre, en
alguna medida, nuevo y desde su novedad influye a su vez en la
propia constitución del mundo latente. El proceso del sentido en el
mundo vivido es semejante a un flujo continuo que se retroalimen-
ta (los anglosajones lo denominarían feedback); el mundo latente
interviene en la constitución del sentido en la actualidad del mundo
vivido y, a su vez, el sentido así constituido influye en la conforma-
ción del mundo latente y así sucesivamente. No debe olvidarse, sin
embargo, que las constituciones básicas de sentido se realizan en
contacto con «lo sensible», que viene a ser la apertura del mundo
vivido a la realidad efectiva, que, dándose en él, traspasa sus lími-
tes al darse para cualquier mundo vivido semejante; burlando des-
de dentro las barreras que hacen del mundo vivido mi mundo vivido
(girando, en cada caso, en torno a un determinado centro de referen-
cia).

124
Capítulo Quinto

EN TORNO A LA
REALIDAD EFECTIVA
§ 26
La presencia del «otro»
en el «mundo vivido»

H emos visto como el mundo vivido es una cárcel sin ventanas,


pues nuestras miradas no pueden alcanzar nada ajeno a él; pero,
también es una cárcel sin muros; en el doble sentido, de no tener
fronteras y de ser dado en ella todo lo demás. Esta inclusión de
todo lo demás en el mundo vivido afecta también a los otros. Esta
efectiva presencia de los otros en el mundo vivido genera uno de los
problemas más graves a que habremos de enfrentarnos: el de la
realidad auténtica. Para hacerlo no precisamos sino continuar como
hasta ahora: esto es, seguir el método propuesto y atender al
mundo vivido tal y como se me presenta.
La presencia del otro no es posible si no es en y a partir de (en
cada caso) mi propio mundo vivido. Conviene, pues, que analice-
mos en qué consiste tal presencia. Lo denomino otro (u otros, pues
son muchos más de uno), por presentárseme como siendo centro
de referencia de un mundo vivido distinto del mío (lo que le da cierta
condición de semejanza). Ahora bien, es preciso realizar aquí una
importante matización: En mi mundo vivido (cualquiera que sea el
caso) sólo se da un centro de referencia, que soy -en cada caso- yo
mismo. Aquellos a los que hemos denominado los otros se dan
«como siendo» (subrayo el «como siendo») a su vez centro de refe-
rencia de su propio mundo vivido. En mi mundo vivido (cualquiera
que sea el caso) nunca son tales centros de referencia, sino -en el
mejor de los casos- una modalidad muy particular de «entidades».
Diré, pues, que son una modalidad especial de entidades de mi
mundo vivido, que se me presentan «como teniendo» sus propios
mundos vividos. Sin embargo, lo que de ningún modo se presenta
en mi mundo vivido son sus mundos vividos; para hacerlo habría de
ser yo su centro de referencia y en tal caso ya no serían sus mundos
vividos sino mi mundo vivido.

125
Como acabamos de ver, nunca tengo el mundo vivido del otro
(no puedo demostrarlo); si bien, esto es disculpado por el propio
carácter del mundo vivido, pues al acontecer siempre con relación a
un centro de referencia, la imposibilidad de que se presente en él el
mundo vivido de otro (supuesto) centro de referencia es una imposibi-
lidad fáctica.
Este carácter de imposibilidad fáctica, de la presencia del mun-
do vivido del otro en mi mundo vivido, disculpa efectivamente su
«no-presencia», pero tampoco lo demuestra; esto es, no prueba
que haya tales mundos vividos de los otros. A este respecto lo único
que de un modo riguroso se ha demostrado es: 1º) Que los otros se
me presentan «como teniendo» su propio mundo vivido. 2º) Que
nunca podré, por ser una imposibilidad fáctica, demostrar el
mundo vivido de los otros. Atendiendo a lo dicho podremos descar-
tar dos aserciones igualmente absurdas (en el sentido de su rigor
demostrativo): La primera, es aquella que afirma que «sólo hay mi
mundo vivido»; pues, es refutada por aquello que mi propio mundo
vivido impone; esto es, a los otros como teniendo sus propios mun-
dos vividos. La otra aserción insostenible es aquella que dice que
«hay los mundos vividos de los otros», pues nunca será posible
demostrarla. En lo que respecta al rigor demostrativo los mundos
vividos de los otros son una «posibilidad» inherente a mi propio
mundo vivido.
El mundo vivido de los otros no es necesario, pero si una posibi-
lidad que nunca podré descartar. Pudiera ser que los otros (los
que así se me presentan) no fuesen sino autómatas que se com-
portan como si tuvieran su propio mundo vivido (esto es, de aque-
lla manera en que hacen los otros) o bien que una hecatombe aca-
bara con todos ellos y sólo quedara yo. Pero, en ningún caso,
podré descartar su posibilidad; ésta me viene impuesta en mi
propio mundo vivido. Es posible (que no probable) que aquel que se
me presenta como otro en mi mundo vivido no tenga efectivamente
su propio mundo vivido (aunque se me presente como teniéndolo).
Pero esto en nada cambia mi mundo vivido y cuanto en él se pre-
senta. Y muchos menos cambiará la efectiva posibilidad de otros
mundos vividos.
Al admitir la posibilidad de otros mundos vividos, tal y como
se hace presente en mi propio mundo vivido (siempre en cada caso),
al imponerse los otros «como teniendo» sus propios mundos vivi-
dos, nos encontramos con un interesante problema... Pues, por
un lado, nos sitúa en la necesidad de cuestionar la realidad única
de mi mundo vivido (probablemente haya muchos otros mundos

126
vividos diferentes de él). Pero, de otro lado, sigue limitando a
éste, mi mundo vivido, toda prueba posible (ya que no tengo, ni
puedo tener, presencia directa de otros mundos vividos).
Mi mundo vivido, en cada caso, no es necesariamente el único, ni
siquiera se presenta como tal; sin embargo, presenta a los demás
(a los otros) en una realidad inequívocamente única: Los demás se
dan siempre en el marco gnoseontológico de mi propio mundo vi-
vido. Puesto que los otros se dan en mi mundo vivido, éste (especial-
mente su universo de entidades) se me ofrece como hilo conductor,
como unidad de los demás mundos vividos. Pero esta unidad es
ficticia. Atendiendo a mi mundo vivido, los otros están inmersos en
los sucesos y acontecimientos de mi propio mundo vivido. Pero, si
atendemos a la posibilidad de que el otro tenga su propio mundo
vivido, seré yo, en este caso, quien esté inmerso en los sucesos y
acontecimientos de su mundo; lo que, sin probar necesariamente
el mundo vivido del otro, desmitifica el carácter de realidad inequí-
vocamente única de mi propio mundo vivido1 (y concretamente de
su universo de entidades).
Dicho de otra manera: En tanto admito otros mundos vividos,
aunque sólo sea en su posibilidad, mi mundo vivido pasa a ser uno
más de éstos (uno más de los posibles) y no el marco gnoseonto-
lógico en el que todos los demás acontecen2.
Admitida, en su posibilidad, una pluralidad de mundos vivi-
dos, tal como aquella que (en cada caso) me presenta mi propio
mundo vivido (aunque nunca me presente directamente tales otros
mundos vividos), habremos de admitir, consecuentemente, que
en cada uno de ellos los demás se dan en la unidad de su mundo
vivido, como teniendo a su vez otros mundos vividos distintos de
aquel. He aquí el origen del problema anunciado: Si es posible
una pluralidad de mundos vividos y ninguno de ellos tiene ma-
yor prioridad sobre los otros, salvo la de ser el mío en cada caso...
¿Cómo es posible, si es que efectivamente lo es, la comunicación
entre diferentes mundos vividos? Más urgente aún: ¿Cómo es
posible la presencia de los otros en mi mundo vivido, si este no es
necesariamente único? Puesto que los otros se nos ofrecen en el
contexto de una realidad única y ésta no puede ser estrictamente
nuestro mundo vivido (aun cuando lo sea de hecho; pues, recorde-
mos, mi mundo vivido se presenta como aquella realidad inequívo-

(1) Esta cuestión ha forzado el que se ignorase la condición misma del mun-
do: la de ser «mundo vivido».
(2) Aun cuando, por defecto, quepa la posibilidad de que sea efectivamente
único.

127
camente única en la que se dan los otros); nos vemos impelidos a
buscar una realidad auténtica común a todo mundo vivido y válida
cualquiera que sea el otro y su mundo vivido. La alternativa, la
hipótesis de que sólo se den una pluralidad de mundos cuya uni-
dad (o realidad única) no exista o consista simplemente en pre-
sentarse los unos a los otros, en cada caso, desde sus respectivos
mundos vividos, resulta a nuestros ojos, acostumbrados a una
realidad inequívocamente única, espeluznante, aberrante; y, sin
embargo, quizá sea lo que realmente ocurre.
Las anteriores consideraciones me obligan a tratar de buscar
una realidad auténtica común a los diferentes mundos vividos posi-
bles, que les confiera una cierta unidad; esto es, que haga posible
la presencia del otro en mi mundo vivido. ¿Cómo es posible sino
que el otro actúe con las cosas de mi mundo vivido, se atenga a ella
-vg. no choca con las paredes y si lo hace paga las consecuencias-
, si de algún modo no son también cosas -entidades- de su propio
mundo vivido? Sin embargo, esto no es suficiente para probar que
haya tal realidad auténtica; ésta está aún por demostrar y quizá
nunca lo sea rigurosamente. En todo caso, me encontraré en la
aparente paradoja de que cuanto pueda averiguar acerca de tal
realidad auténtica habré de hacerlo a partir única y exclusivamente
de mi propio mundo vivido.

§ 27
Mitología de la
realidad auténtica3

La necesidad de esta realidad auténtica ha forjado en su derredor


una extensa mitología. Su perentoria necesidad ha impregnado
de grandes habilidades inventivas a muchos investigadores. Tan
horrible es la pluralidad de mundos al investigador menesteroso
de la verdad y de la objetividad, que se entregará sin dilaciones a
su firme creencia en una realidad auténtica o sucumbirá en el más
extremo de los escepticismos. En el primero de los casos y ante
las dificultades para hallar tal realidad auténtica no vacilará en in-
ventarla, en agarrarse al primer espejismo salvador que surja

(3) En la primera edición, lo denominaba Mitología de la realidad efectiva. Tras


observar las confusiones y dificultades de interpretación que conllevaba utili-
zar la denominación de realidad efectiva en dos sentidos diferentes: como
búsqueda de una realidad única en la que se dan los diferentes mundos vividos
y como aquella que se manifiesta en lo que encontrábamos como efectivo en
el mundo vivido, he optado por sustituir esta denominación, en el primero de
los sentidos, y cambiarla por la de realidad auténtica.

128
ante él. En el segundo caso, fiel a los mismos presupuestos que el
anterior, pero resignado a no encontrar tal realidad auténtica,
abandonará presto la investigación. Ninguno de estos es nuestro
caso; no obstante, antes de abordar de un modo riguroso
(demostrativamente hablando) las condiciones de posibilidad de
la realidad auténtica, conviene encararnos con la mitología resul-
tante de aquellas posturas. Pues, como suelo decir: «No hay me-
jor medio de evitar tropezar con una determinada piedra que
apartándola primero». Estos son los principales mitos que trata-
remos a continuación:
1. La cosa en sí.
2. El sujeto para sí.
3. El ámbito trascendental.
4. El consenso de los otros.
5. La intersubjetividad lingüística.
6. Solipsismo.

Primer mito
LA «COSA EN SÍ»

La primera tentación a la que puede sucumbir el «buscador»


de la realidad auténtica, consiste en tomar el mundo vivido como
«mundo aparente», más allá del cual se encontraría el «mundo
verdadero» del que aquel es sólo la apariencia que presenta ante
nosotros. De este modo, más allá de la mesa «para-mi-mundo-
vivido», esto es de la mesa que encuentro ante mí, se encontraría
la mesa en sí misma, independientemente de todo mundo vivido.
Pero, ¿qué sucede con tal mesa en sí misma? ¿Con la mesa más
allá de todo acontecerme? ¿Qué sucede, en definitiva, con la mesa
más allá del mundo vivido?
Por lo pronto, ocurre que carece de prueba alguna (siempre
desde el punto de vista del rigor demostrativo). Existir o, más estric-
tamente, «darse efectivamente» es el carácter que confieren las
vivencias a cuanto presentan; esto es, al mundo vivido. Fuera de esta
«presencia» nada puede probarse; de hecho, ateniéndonos a lo
anteriormente dicho ni siquiera podría existir. No hay un más
allá del mundo vivido. No tiene fronteras. Todo cuanto podamos
saber acerca de la mesa, por ejemplo, incluida su pretensión de
independencia, de encontrarse más allá del mundo vivido, procede
del propio mundo vivido. No hay otra forma de acceder a la mesa o
a cualquier otra cosa, suceso o idea, que partir de su presencia en

129
el mundo vivido. Hemos de atenernos estricta y rigurosamente a lo
que en éste se nos presenta, pues no hay otro camino por el que
pudiéramos acceder a una auténtica modalidad de lo real y pro-
ceder después a compararlo. Si suprimimos la apariencia de
cuanto nos acontece en el mundo vivido ¿qué queda de ese supuesto
«mundo verdadero».
La «cosa en sí», la realidad más allá del mundo vivido, es tan
sólo un fantasma fabricado en el propio mundo vivido, que al pre-
sentar a las entidades como exteriores e independientes del centro
de referencia genera la ilusión de un más allá exterior e indepen-
diente del propio mundo vivido, olvidándose de que esa presencia
de las entidades como exteriores e independientes del centro de refe-
rencia tiene lugar también en el mundo vivido.
La imposibilidad de demostrar cualquier género de «mundo
verdadero» o «cosa en sí», de trascender las fronteras del mundo
vivido, no implica hacer de este mundo vivido la realidad absoluta,
ni tan siquiera la única; sino tan sólo volver a tropezar con lo ya
demostrado anteriormente, a saber: 1º) Que no tiene sentido ha-
blar de existente o, más rigurosamente hablando, de «dado efec-
tivamente» al margen de su presencia en el mundo vivido. 2º) Por
lo mismo, que toda prueba al respecto corresponde al mundo vivi-
do en tanto que lo impuesto por las vivencias. Y 3º) Que ni siquiera
este mundo vivido tiene garantizado su «darse efectivamente», sal-
vo en el sentido de que así lo imponen las vivencias.
El que lo «dado efectivamente» (o existente) se encuentre per-
manentemente ligado a su presencia en el mundo vivido (en tanto
«darse efectivamente» es el carácter que las vivencias imponen a
cuanto presentan), no conlleva el que algo deje de «darse efecti-
vamente» (de existir, podría decirse de un modo menos preciso)
cuando ello deje de tener efectiva presencia; esto es, que mi mesa no
deja de «darse efectivamente» porque mire para otro lado, aban-
done la habitación o deje de pensar en ella; pues, en tanto sigo
contando con ella, sigue «dándose efectivamente» en mi mundo
vivido; si bien su presencia no es siempre efectiva, sino latente;
perteneciendo a ese otro aspecto del mundo vivido que acompaña a
toda actualidad del mismo y que hemos denominado mundo laten-
te.

130
Segundo mito
SUJETO O CONCIENCIA PARA SÍ

Muy ligado al anterior surge en el panorama gnoseontológico


un segundo mito, el de el sujeto o conciencia. Probada la imposi-
bilidad de recurrir a un más allá del mundo vivido se ensaya otra
salida por la parte -aparentemente- más próxima: el más acá del
mundo vivido; aquello que -supuestamente- tiene vivencias y que
por tanto vive ese mundo vivido. Pero... ¿Puede haber algo previo a
las vivencias? ¿Son necesariamente las vivencias producto de algo?
¿Es posible vivir el mundo vivido desde fuera de él? En definitiva,
¿puede probarse un «más acá» del mundo vivido?
La cuestión fundamental que está planteándose es la siguien-
te: ¿Puede haber un yo previo a las vivencias? Sea afirmativa o
negativa, la respuesta sólo puede venir a partir de estas, ya que
en tanto que «datos radicales» reside en ellas toda prueba. De
donde nos encontramos que, en el mejor de los casos, las vivencias
(lo único seguro) nos presentan al sujeto o conciencia como pre-
vio a sí mismas (lo cuestionable, en tanto que carece de garantías
al margen de ser así presentado por las vivencias). Ahora bien, en
tanto nos es presentado por las vivencias, forma parte del mundo
vivido, se encuentra en él y, por tanto, no «más acá» de éste. Y si
no es presentado por las vivencias carece de sentido hablar de él (ni
siquiera podríamos hacerlo). Luego, por lo mismo, es imposible
(desde el punto de vista del rigor demostrativo) un «yo», «sujeto» o
«conciencia» más acá de las vivencias.
Al igual que la «cosa en sí», el «sujeto para sí» es un fantasma
fabricado en el propio mundo vivido. Si aquella se generaba
-presumiblemente- a partir del carácter exterior e independiente
con que se presentaban las «entidades» en el mundo vivido, ésta (la
idea de «sujeto») tendrá su génesis a partir del papel del centro de
referencia y de las representaciones como dependientes de éste. Desde
esta perspectiva, da la impresión de que el mundo vivido depende
del centro de referencia (es de algún modo su producto), que sería de
este modo previo (gnoseontológicamente hablando) a aquél. Sin
embargo, como ya vimos, el centro de referencia no es de ningún
modo previo al mundo vivido sino que se da en él, es uno de sus
componentes; pero ni anterior ni posterior a éste (ni su causa ni
su producto). Como el resto del mundo vivido es parte de cuanto
nos imponen las vivencias; sin otra garantía acerca de su «darse
efectivamente» que este ser impuesto por aquellas.

131
Tercer mito
EL ÁMBITO TRASCENDENTAL4

En la desesperada búsqueda de algo así como una realidad au-


téntica, de un bastión últimamente firme que nos permita superar
la diversidad de mundos, surge una propuesta muy peculiar, que
desde Kant ha gozado de gran aceptación; me refiero a la subjeti-
vidad trascendental. En cierta medida, esta noción participa del
mito, anteriormente desechado, del «yo» o «conciencia»; por lo
cual nos ceñiremos a lo que sobre aquel añade; esto es, a su pre-
tensión de trascendentalidad. En nuestra terminología (salvando
las menciones al mito de la conciencia), se trataría de algo así
como proponer un mundo vivido trascendental.
¿Es posible ese mundo vivido trascendental, que no siendo nin-
gún mundo vivido concreto es común a todos ellos? Vista superfi-
cialmente esta propuesta no parecería muy distinta de aquella
otra que nosotros proponíamos de tomar nuestro mundo vivido
como cualquier mundo vivido semejante; sin embargo, analizada
con atención las diferencias se hacen patentes; laten bajo aquella
propuesta importantes «pasos» no justificables. Un breve estu-
dio comparativo de ambas nos permitirá responder con mayor
precisión al interrogante anterior.
En primer lugar, sólo me es posible partir de ese «concreto»
mundo vivido que es el mío, en cada caso; y en él no encuentro nada
semejante a un mundo vivido trascendental, pero tampoco lo en-
cuentro fuera de él, «como siendo» diferente de mi propio mundo
vivido concreto. ¿Dónde está ese mundo vivido trascendental? Fuera
del mundo vivido no es posible, pues carecería de prueba alguna;
luego, en caso de darse, habría de hacerlo en el propio mundo vivi-
do concreto. Pero, a su vez, si se identifica ese mundo vivido tras-
cendental con este mundo vivido concreto o con una parte del mis-
mo... ¿Qué queda de su pretendida trascendentalidad? Si se iden-
tifica con el mundo vivido concreto, mío -en cada caso-, la posibili-
dad de otros mundos vividos desmitifica su carácter trascenden-
tal. Esto sólo deja posibilidad a la suposición de que el mundo
vivido trascendental sea un aspecto del mundo vivido particular;

(4) En la edición anterior denominaba a este mito como el de la subjetividad


trascendental; aunque el tema sigue siendo el mismo prefiero hablar de ámbito
trascendental, pues el mito de la subjetividad ya ha sido tratado y aquí me
ciño a mostrar el mito de la trascendentalidad o, como digo más arriba, el
mito del ámbito trascendental.

132
esto es, que se identifique con aquello que el mundo vivido presenta
como propio de cualquier mundo vivido.
La última sentencia ha reducido las posibilidades de un mundo
vivido trascendental a aquello que el mundo vivido presenta como
propio de cualquier mundo vivido. Pese a tan drástica limitación,
parece haber quedado un estrecho margen que permita trascen-
der el mundo vivido concreto (mío, en cada caso) hacia una especie
de realidad auténtica común a todo mundo vivido. Sin embargo, tam-
poco esto es posible. Cuando antes hablábamos de tomar aquello
que mi mundo vivido me presenta como propio de cualquier mundo
vivido nos referíamos tan sólo a sus condiciones constitutivas;
nunca a sus determinaciónes ontológicas; éstas últimas jamás
podrán justificarse desde mi propio mundo vivido (siempre será
posible imaginar posibles mundos vividos cuyas determinacio-
nes ontológicas sean diferentes de las del mío). No puedo decir
(desde el punto de vista del rigor demostrativo) que, por ejemplo, mi
mesa (en la plenitud de sus determinaciones) se dará para todo
mundo vivido, ni que las entidades sean materiales, ideales, mágicas
o divinas etc. En definitiva, si ninguna de las determinaciones de
mi propio mundo vivido puede probarse como necesaria de todo
mundo vivido, desaparece también la posibilidad de encontrar en
ese supuesto mundo vivido trascendental una realidad auténtica co-
mún y subyaciendo a todo mundo vivido5.
Una cuestión de procedimiento: Los mundos vividos de los
otros -ya vimos- pueden no «darse efectivamente»; de tal manera
que sólo haya propiamente mi mundo vivido; pero, en caso de dar-
se, cuya posibilidad me es presente y no puedo descartar, ten-
drán los mismos fundamentos constitutivos que el mío (en cada

(5) Tenemos, pues, una nueva restricción a la posibilidad de un mundo vivido


trascendental; éste, sólo podrá hacer referencia al carácter constitutivo de
cualquier mundo vivido (y nunca a su determinación como tal). Pero, ni tan
siquiera esto le es dado. La subjetividad trascendental pretendía ser común a
toda cualidad y variedad de entes pensantes (ángeles, extraterrestres,
divinidades etc.); traducido a nuestro lenguaje supondría que tal mundo vivido
trascendental (ya tan restringido) fuese común a cualquier mundo vivido posi-
ble (esto es, que tales aspectos constitutivos serían válidos para cualquier
mundo vivido impuesto por unas vivencias). No me parece posible encontrar
claras objeciones a este respecto. Ahora bien: ¿puede realmente hacerse tal
afirmación? Una cosa es que nos sea completamente imposible imaginar un
mundo vivido cuyos fundamentos constitutivos (por ejemplo, el darse en tor-
no a un centro de referencia) no coincidan con los de el nuestro (pues no
tenemos otra fuente que nuestro propio mundo vivido en cada caso) y otra,
en cierto modo distinta, es negar tal posibilidad. Por ello, en nuestra pruden-
cia, añadimos la coletilla de «semejante» para aquellos posibles mundos vividos
cuya constitución es indagable desde el nuestro (en cada caso).

133
caso) o, de lo contrario, no serán tales mundos vividos semejan-
tes. Para evitar, sin embargo, que junto a tales fundamentos
constitutivos se nos «cuele» alguna determinación ontológica,
que no resistiría el proceso de la duda, procederemos de un modo
similar a como hicimos en su momento con la hipótesis de la
Ilusión. Para incordiar, en este caso, escogeremos (explícita o im-
plícitamente) las divergencias culturales más extremas, las de-
terminaciones más opuestas, las opiniones más enfrentadas, a las
que los fundamentos constitutivos del mundo vivido han de ser
indiferentes.
Pero, volvamos con el asunto que nos ocupa: ¿Es posible ese
mundo vivido trascendental, que no siendo ningún mundo vivido
concreto es común a todos ellos? Vimos como tal mundo vivido
trascendental no puede darse al margen del mundo vivido. Vimos,
también, como no podía contener nunca el carácter propio de las
entidades; esto es, había de prescindir de cualquier determinación
ontológica que la aproximase a una realidad auténtica (no hay enti-
dad imaginable a la que -por ejemplo- no quepa suponerle dife-
rentes interpretaciones y, por tanto, determinaciones culturales).
De este modo, fuimos reduciendo su posibilidad hasta -casi-
equipararla a la de nuestro propio propósito de tomar nuestro
mundo vivido (en sus aspectos constitutivos) como cualquier mundo
vivido semejante. Pero, en tal caso, ¿tiene sentido seguir hablando
de un mundo vivido trascendental? ¿En qué queda su trascendenta-
lidad? No puede hallarse, ni justificarse. No aporta nada nuevo
al mundo vivido concreto, ni permite trascender la pluralidad de
mundos en contra de la cual fue ingeniado. Es sólo otro fantasma
más en la búsqueda de una realidad auténtica.

Cuarto mito
EL CONSENSO DE LOS OTROS

La falta de resignación y la patente debilidad de los anteriores


mitos para ofrecer garantías de una realidad auténtica fuerza al in-
genio hacia posiciones desesperadas: una de ellas -curioso caso
patológico- es la que fundamenta la determinación de una realidad
auténtica en el consenso de los otros.
Al tomar como determinaciones de una realidad auténtica aque-
llas sobre las cuales es posible conseguir algún consenso por par-
te de los otros, se está apelando a los respectivos mundos vividos
de éstos; los cuales, según ya vimos, no podemos demostrar. Es
posible que aquellos que se me presentan como otros, como te-

134
niendo su propio mundo vivido, no lo tengan efectivamente. ¿Dón-
de queda entonces ese consenso? Más aún, caso de que efectiva-
mente los otros tengan su propio mundo vivido, el consenso, toda
noticia acerca de él, se dará siempre en mi propio mundo vivido.
Esto implica una doble objeción: 1º) Que el consenso no puede
apelar a otros mundos vividos por no ser estos demostrables. Y
2º) Que el consenso sólo puede darse en mi propio mundo vivido
(cualquiera que sea el caso). Cuando los que se me presentan
como otros (que bien pudieran ser autómatas) parecen coincidir
en sus determinaciones sobre la realidad auténtica6.
Pero, aun dejando de lado todas estas objeciones, aun supo-
niendo que podemos encontrar un gran consenso efectivo en los
otros; nada dice este «consenso» acerca de la realidad auténtica de
algo, salvo tal vez el de ser una creencia compartida. El que cua-
tro -lo mismo da decir un millón- concuerden acerca de algo y
uno discrepe nada dice, como tal, a favor de la concordancia de
los cuatro (salvo el hecho de que el consenso de los otros reforzará
mutuamente la confianza en «su» verdad); bien podrían estar
equivocados (la historia está surtida de ejemplos). Ni siquiera el
consenso de los cinco (con la suma del discrepante) avalará aque-
lla determinación. El consenso de los otros se revela, como los an-
teriores intentos, como un nuevo fantasma en el desesperado in-
tento por dar con una realidad auténtica.
Podrá decirse, sin embargo, que si bien, ciertamente, el con-
senso de los otros no puede avalar una realidad auténtica común a
todo mundo vivido posible (o semejante), si podrá avalar una espe-
cie de realidad auténtica regional; esto es, para aquellos mundos vi-
vidos que -supuestamente- han entrado en el consenso. Esta nue-
va versión nos lleva, por su similitud, a un nuevo mito de una
imaginación sin descanso: me refiero al mito de la intersubjetivi-
dad lingüística o cultural.

(6) Si a todo esto añadimos que es difícil -si no imposible- encontrar determi-
nación ontológica alguna de la que quepa esperar cierto consenso, de la que -
a su vez- no sea (cuanto menos) imaginable la discrepancia de otros. ¿Qué
justificaría que se incida más sobre el consenso que sobre la discrepancia, si
de toda determinación de mi mundo vivido cabe la posibilidad de discrepar o
concordar? (Dicho con otras palabras, puesto que no hay ninguna entidad de
mi mundo vivido cuya determinación, esto es la estricta modalidad en que se
me presenta, pueda juzgar -con rigor- como válida e idéntica para cualquiera
otro mundo vivido, resulta absurdo el recurso al arbitrio del consenso).

135
Quinto mito
LA INTERSUBJETIVIDAD LINGÜÍSTICA

El último y más sofisticado intento por mostrar vías de escape


a la «cárcel» del mundo vivido, viene a apostar por un relativismo
cultural. Se renuncia a encontrar algo así como una realidad autén-
tica común a todo mundo vivido y por el contrario se refugia en una
cierta «realidad intermundos», que si bien no es válida para todo
mundo vivido, si lo es para algunos y les permite, de este modo,
funcionar colectivamente. Esta «realidad intermundos» se funda-
menta en el consenso de algunos, en la pertenencia a una misma
cultura, en operar bajo un mismo paradigma o, simplemente, en
utilizar un mismo lenguaje.
Quienes así operan se han resignado, de algún modo, a la im-
posibilidad de encontrar una realidad auténtica y se contentan con
encontrar algunas similitudes con otros mundos vividos. Sin em-
bargo, al obrar de este modo, han introducido ya, subrepticia-
mente, una modalidad de realidad auténtica, sea ésta el «consenso»,
la «cultura», el «paradigma» o el «lenguaje» (y en todos ellos el
mundo vivido del otro); en tanto, se les supone a estos «eventos» su
trascendencia con respecto a mi propio mundo vivido. Pero tanto el
consenso, como la cultura, como el paradigma o el lenguaje, se
dan -en cada caso- en mi propio mundo vivido, como se dan la silla
o la piedra; y si de éstas últimas no me ha sido posible demostrar
su trascendencia más allá de mi propio mundo vivido ¿Por qué ha-
brían de tener aquellos otros mejor suerte?
La suposición de un lenguaje compartido por distintos mun-
dos vividos no es demostrable; pues, ni pueden demostrarse
otros mundos vividos, ni mucho menos que entre ellos haya un
lenguaje común. Del mismo modo en que no tengo acceso al mundo
vivido de los otros, tampoco tengo acceso a su lenguaje. El lenguaje,
como la piedra, la silla o el otro se da en mi propio mundo vivido (en
cada caso) y depende de él tanto como lo demás. No se trata, en
ningún caso, de que desde mi mundo vivido acceda a algo así como
una realidad auténtica (un tercer mundo) del lenguaje; sino que éste se
da ya en mi mundo vivido con sus peculiaridades que difícilmente
serán exactamente las mismas que las de cualquier otro posible
mundo vivido; pero que, en cualquier caso, será tan indemostrable
como cualquier determinación ontológica (en cuyo apoyo habría
sido reclamado).

136
Ni el consenso de algunos, ni la cultura, ni el paradigma, ni
tampoco el lenguaje nos llevan más allá del mundo vivido, de mi
particular mundo vivido en cada caso. Ciertamente mediante su
paticipación creemos entendernos con los -supuestos- otros; pero
siempre en mi mundo vivido y sin posibilidad de acceder a los
mundos vividos de estos. Como en los intentos anteriores, la pre-
tensión de encontrar una realidad auténtica, común a cualquier
mundo vivido, más allá de éste, está condenada a la producción de
fantasmas y mitos.
La respuesta a la posibilidad de una realidad auténtica sólo po-
drá venir dada a partir del propio (y «concreto») mundo vivido. El
recurso a los otros, al «lenguaje» o a la «cultura», es un recurso a
entidades espectrales; pues no se refieren a los otros que aparecen
en mi -en cada caso- mundo vivido (sino a sus propios mundos
vividos), ni se refieren al lenguaje del mundo vivido (sino a un len-
guaje exterior e independiente de cualquier mundo vivido, y que
jamás podrá demostrarse). Es curioso, sin embargo, como buena
parte de cuantos han advertido esto (de uno u otro modo) y se
han resignado a la imposibilidad de trascender el mundo vivido en
busca de la realidad auténtica, se han refugiado en otro mito no
menos fantasmagórico que los anteriores; con él se han abando-
nado al más atroz de los escepticismos; me refiero ahora al últi-
mo de los mitos que abordaremos, el mito del solipsismo.

Sexto mito
EL SOLIPSISMO

Cuando todas las posibilidades, se cree, han sido ensayadas;


cuando los intentos por encontrar algún tipo de determinación
ontológica, al margen de cuales sean las concreciones del mundo
vivido, resultan reiteradamente infructuosos; cuando no es posi-
ble -rigurosamente hablando- trascender el mundo vivido, es el
momento en el que el dogmatismo germina con más fuerza, en
que la fe ciega en una determinada modalidad del mundo se tor-
na más necesaria. Es también la hora del resurgimiento de aquel
hijo rebelde del dogmatismo, me refiero, como no, a aquel que
bebe de sus mismas aguas, al escepticismo. La negación por par-
te de este último de toda posibilidad de realidad auténtica (a la que
se ha identificado según el modelo de aquel dogmatismo frustra-
do del que nace) conduce, inequívocamente, al solipsismo. El cual,
no obstante su carácter negativo, será el último de los mitos que

137
pondremos de relieve (lo que no quiere decir que no puedan des-
tacarse otros).
Aquello que el solipsismo sostiene puede resumirse en una
sola sentencia: «sólo mi conciencia existe», «sólo existe mi men-
te». Pero, al decir esto, está participando de ciertos prejuicios,
tales como identificar mundo vivido y conciencia o prescindir del
otro por el hecho de no tener presente su propio mundo vivido; en
definitiva, lo que el solipsista hace es deformar lo «dado efectiva-
mente» en el mundo vivido; pues, es un absurdo, que de ninguna
manera responde al modo como se me presentan, decir que las
entidades o los otros sean producto de mi mente. En el mundo vivido,
los otros y las entidades en general se me presentan como exteriores
e independientes de mí, en tanto que centro de referencia (esto es,
precisamente lo que las caracteriza como tales entidades), y no
como representaciones; nada más fácil para ejemplificar esto que
comparar la presencia que tiene la mesa cuando la encuentro
ante mí (en la modalidad de entidad) con aquella que tiene cuando
simplemente pienso en ella (en la modalidad de representación).
Ciertamente, parece no haber modo alguno de trascender el
mundo vivido, entendida esta trascendencia como un ir más allá
del propio mundo vivido (esto es, de lo que las vivencias imponen).
Pero esto, sin embargo, no implica ningún género de imposibili-
dad para una realidad auténtica que se presente en el propio mundo
vivido; ni mucho menos hace del mundo vivido un producto de la
mente. El mundo vivido no es la «conciencia» del idealismo; no sólo
consiste en pensamientos y representaciones, en él también se dan
los objetos exteriores, incluido todo el vasto universo de galaxias
y constelaciones; y, por supuesto, en él también se dan los otros.
El solipsismo es sólo un escepticismo resignado que, fiel a los
viejos prejuicios de la mitología de la realidad auténtica, renuncia,
sin embargo, a encontrarla; refugiándose en lo que no es, según
acabamos de ver, sino otro mito más.

§ 28
En torno a las condiciones de
posibilidad de la «realidad efectiva»7

Si pudiéramos establecer algún común denominador entre las


distintas mitologías de la realidad auténtica, estos serían dos: En

(7) Para desligar la efectividad de lo sensible, descubierta en la analítica del


mundo vivido, de la mitología de la realidad auténtica, denominaré a aquella
realidad efectiva (titulo que originariamente utilicé para ambas).

138
primer lugar, el tratar de localizar tal realidad auténtica fuera del
mundo vivido; llevados por la pretensión de asegurar su trascen-
dencia con respecto al mundo vivido de que se trate, se sitúa a
aquella realidad auténtica en un punto inalcanzable para éste, más
allá de sus fronteras -es una manera de hablar- y, por tanto,
indemostrable (lo que implica, desde el punto de vista del rigor
demostrativo, carecer de justificación alguna)8. En segundo térmi-
no, encontraremos que todos (o casi todos) ellos buscan la realidad
auténtica a partir de sus determinaciones ontológicas o, lo que vie-
ne a ser lo mismo, del sentido en que las entidades se hacen presen-
tes en el mundo vivido. Pero justamente esto, el sentido, sus determi-
naciones -si se quiere-, es lo menos seguro -desde el punto de
vista de su realidad auténtica- en la «presencia efectiva» de las enti-
dades en el mundo vivido; esto es, de lo que cabe sea diferente según
el mundo vivido de que se trate.
Nos encontramos, en cierto modo, con aquello que ya había-
mos descubierto en los capítulos anteriores: que toda indagación
se encuentra sujeta a los estrechos -o anchos, según se mire-
márgenes del mundo vivido (por tanto, que toda posibilidad de dar
con algo así como una realidad auténtica se encuentra en él); y que el
sentido (esto es, cualquier determinación ontológica -o de otro
tipo- de las entidades) lo es de un mundo vivido, por así decirlo le
pertenece; de tal modo que éste (el sentido) pueda ser diferente de
un mundo vivido a otro, e incluso en distintos momentos de un
mismo mundo vivido. De hecho, la presentación de esa «escueta»
mitología de la realidad auténtica era innecesaria, desde el punto de
vista del rigor demostrativo ambos aspectos habían quedado sufi-
cientemente claros e incluso se mostró el camino hacia una reali-
dad efectiva alternativa a aquellos; se me ocurrió, sin embargo, que
con su contextualización sería más fácil entender por qué, para
proceder de acuerdo al rigor demostrativo, es preciso ceñirnos a los
límites del mundo vivido9; a lo que en él se nos presenta y en el

(8) Dicho con otras palabras: tan ávidos suelen estar, los menesterosos de
objetividad, de una realidad auténtica que transcienda los estrechos márgenes
del mundo vivido de que se trate, que no dudan en hacer ya, a priori, trascen-
dente a aquello que toman como tal; sin advertir que de este modo privan a
aquello que sostienen de toda posibilidad de ser demostrado.
(9) Estrictamente hablando, con independencia de cuales sean nuestras preten-
siones de rigor, nunca es posible transgredir esos límites (aunque si lo es
hacerse la ilusión de haberlo hecho); pues incluso quien imprudentemente
habla de una «realidad» más allá de su mundo vivido y de cualquier otro mundo
vivido, está hablando, sin embargo, de una «realidad» de su mundo vivido, en
el que se le presenta con tales características, incluso si finge. De otro modo
no podría hacerlo.

139
estricto sentido en que así lo hace. Si podemos encontrar algo
semejante a una realidad auténtica, ésta habrá de darse en el mundo
vivido, estando, por lo demás, sometida a las mismas restriccio-
nes que éste; esto es, carecer de toda garantía al margen de ser así
impuesta por las vivencias.
En lo que atañe al sentido en que las entidades se presentan, va-
ría conforme lo hace el propio mundo vivido. De ahí que, incluso
con referencia a un mismo (lo de que sea o no ya el mismo es
matizable) mundo vivido, el sentido en que se presentan las entidades
no sea necesariamente único (si nos atenemos a sus diferentes
«momentos»). Si ahora atendemos al sentido de las entidades para
aquellos mundos vividos posibles (prescindiré a partir de ahora
de la particularidad de semejantes, por considerarla obvia), difí-
cilmente encontraremos alguna (entidad) de cuyo sentido podamos
afirmar -rigurosamente hablando- que es, sin ningún género de
duda, válido para cualquier mundo vivido. Un simple recurso a las
posibles diferencias culturales, de las que la antropología cultu-
ral aporta innumerables ejemplos, bastará para poner de relieve
la imposibilidad de encontrar un sentido único para las entidades
de cualquier mundo vivido.
Tengamos, por ejemplo, una radio. Es muy probable que el
sentido con que ésta se presenta a nuestros vecinos (caso de que
tengan tales mundos vividos, claro) no difiera excesivamente;
aún así, nuestras propias experiencias para con estos aparatos
influirían ya de un modo apreciable; esto es, no puede ser exacta-
mente el mismo el sentido que un radiocassete barato tiene para
quien está acostumbrado a utilizar los más lujosos y sofisticados
aparatos de alta fidelidad, que para quien hasta el momento sólo
los vio anunciados. No obstante, de tales sentidos, en cierto modo,
se podría decir que tienen aspectos comunes. No ocurre así si a
quien se le presenta esta particular entidad10 es un indígena de un
perdido lugar que jamás vio o escuchó hablar de radios. En este
caso (atendiendo a las propias divergencias culturales de nuestro
mundo vivido), el sentido en que se le presenta la «radio» ha de ser -
forzosamente- diferente de aquel que pudiera tener para noso-
tros. Posiblemente -como hay casos documentados- aquella enti-

(10) Al hablar así podemos generar un cierto equívoco; ya que, para enten-
dernos, hemos ido traspasando la entidad de un mundo vivido a otro; lo cual
puede dar la falsa impresión de que la entidad es la misma en todos los casos -
sólo en un sentido muy restrictivo, que aclararemos a continuación sería
aceptable este supuesto- y no sucede así: la entidad es inseparable del sentido
en que se presenta.

140
dad «radio» sea en su mundo vivido una entidad de la modalidad
«divinidad parlante», a la que invocará por mediación de ciertos
ritos, etc. Alguien podría decir que el sentido auténtico de la enti-
dad es «radio», puesto que -por así decirlo- ha sido fabricada en
nuestra cultura, que el indígena simplemente se equivoca; pero,
entonces, ¿qué diremos de un pedazo de madera tallada que el
indígena toma como su dios «Nerbhu»?, ¿que es el dios Nerbhu o
que el indígena tiene un pedazo de madera por divinidad? En este
caso lo ha fabricado su cultura y no cabe el alegato anterior -por
no aludir a aquello cuya formación no se puede atribuir a una
cultura determinada-; sin embargo, no estaríamos dispuestos a
afirmar que nos equivocamos y que lo que erróneamente creía-
mos una tablilla de madera era en realidad un dios -no un dios
para ellos, sino un dios en sí-. Lo único que, desde el punto de
vista del estricto rigor demostrativo, puede tenerse en cuenta es el
sentido en que se presentan las entidades y éste nunca es necesaria-
mente único; por lo que es inútil pretender encontrar en él la
realidad auténtica.
El camino hacia la realidad efectiva (voy a denominarla así para
desligarla de las pretensiones de la tradición filosófica) fue ya
trazado cuando nos propusimos una analítica de la efectiva presen-
cia11 en el mundo vivido. Frente a lo que en aquella había de sentido
encontrábamos lo que se presentaba como no siendo sentido, como
siendo diferente del sentido (si bien, en tanto se presenta en el
mundo vivido, su presencia sólo era posible arropada de sentido, del
que nunca se da, sin más, disociada). Lo denominamos lo sensible
(por acercarlo a la tradición) o efectivo (por cuanto era el funda-
mento que caracterizaba la efectiva presencia); al denominarlo de
este modo ya estábamos adelantando su carácter de realidad efecti-
va. No sólo se presenta como indiferente al mundo vivido de que se
trate, sino que además los otros de mi mundo vivido, en cada caso,
no pueden hacer nada por evitarla y en todo caso se atienen a
ella12.
De este modo, alguien podría entrar donde ahora me encuen-
tro y pertenecer a una cultura cuyas costumbres divergen extre-
madamente de las nuestras; pongamos, por ejemplo, que desco-

(11) No deben confundirse las denominaciones efectiva presencia, que se refie-


re a aquella que presentan las entidades en el entorno inmediato (esto es, sin
mediación de la representación), y realidad efectiva, o lo efectivo, que es lo que
caracteriza aquella (lo que la distingue). En definitiva, la realidad efectiva es lo
que quedaría de la efectiva presencia si le restáramos el sentido.
(12) De no ser por ésta, ni siquiera podría constatar las aparentes divergen-
cias de sentido para con los otros.

141
noce la función de las paredes, que para él estas cumplen una
función meramente decorativa; pero, en cualquier caso, nunca
podrá pasar a su través (al menos no sin sufrir sus consecuen-
cias); pongamos, también, que desconocen las mesas, pero que un
artilugio semejante sobre cuatro patas les sirve de trono, lo que a
mi se me presenta como una mesa a aquel lo hará como un trono
(diferentes sentidos); pero ambos encontraremos mesa o trono
donde el otro encuentra la opuesta. Jamás habrá visto un ordena-
dor, pero evitará tropezar con esa «caja de lucecitas» o, de lo
contrario, probablemente lo rompa, etc.
Lo sensible cumple de este modo todas las características que
habría de tener como realidad efectiva: al presentarse fuera de toda
duda a partir del mundo vivido, como exterior e independiente del
centro de referencia, como siendo aquello que quedaría de suprimir
el sentido (no contiene determinaciones ontológicas) y susceptible
de ser común a cualquiera otro que tenga su propio mundo vivido.
Si bien esto tiene sus limitaciones, en tanto se presenta en con-
creta relación con un centro de referencia (esto es, lo que yo veo, oigo
o toco desde aquí no puedo hacerlo desde allí), pero indistinta-
mente de cual sea éste. En cualquier caso, la realidad efectiva se
presenta siempre interpretada y ordenada (o sea, con sentido) y
nunca como tal realidad efectiva desnuda de toda determinación;
sino siempre pudorosamente vestida de sentido (sólo de este modo
es posible la realidad efectiva en el mundo vivido). Consecuentemente,
ésta es propiamente inaprehendible para el mundo vivido, en tanto
que para capturarla es preciso envolverla en cadenas de sentido y
sólo bajo las forma de estas cadenas se presenta en el mundo vivi-
do.
En cierto modo, podría decirse -de ésta- que es incognoscible,
en tanto que conocer consiste -gnoseontológicamente hablando-
en encontrar sentido y éste es ajeno a la realidad efectiva. En defini-
tiva, lo que se ha puesto de manifiesto conduce al siguiente pos-
tulado: la realidad efectiva es la «realidad en sí para nosotros» -en
cada caso- o, más estrictamente, «es la realidad en sí para el mun-
do vivido».

§ 29
La «realidad efectiva»
del centro de referencia

En principio, la realidad efectiva sólo se da en el mundo vivido, en


lo que denominamos el entorno inmediato de entidades (esto es, aque-

142
llo que se presenta en un momento dado como exterior e indepen-
diente del centro de referencia), sustentando el carácter propio de la
efectiva presencia. Sin embargo, podemos encontrar otra modalidad
muy especial de realidad efectiva que, aunque se da también en la
efectiva presencia, no se presenta como exterior e independiente del
centro de referencia, sino constituyéndolo. Al margen de cual sea la
interpretación o sentido con que nos encontremos a nosotros mis-
mos, lo sensible en el centro de referencia constituye su realidad efectiva
(el cuerpo sentido desde dentro, dolores etc.). A esta realidad efectiva
del centro de referencia, que -repito- no debe confundirse con su sen-
tido como tal centro de referencia, lo podemos denominar -para
abreviar- cuerpo; si bien, esto implica tener presente que cuerpo
sólo puede aplicarse a la realidad efectiva del centro de referencia
(siempre en cada caso) y nunca a la propia de los otros en el mundo
vivido. Es importante recalcar que por cuerpo (en tanto que realidad
efectiva del centro de referencia) no pueden entenderse las interpre-
taciones de éste, ni siquiera las consideradas como más objetivas,
como siendo bípedo, sexuado, con costillas, corazón, estómago,
neuronas etc.; sino sólo el cuerpo como cuerpo sensible, como cúmulo
de sensaciones internas, como aquel cúmulo de sensaciones que
se presentan «haciendo» el centro de referencia, como aquello que
quedaría de eliminar el sentido del centro de referencia, como su reali-
dad efectiva. En definitiva, no se trata del cuerpo que vemos -que
podría asemejarse al de los otros- sino del cuerpo que ve, el cuerpo
que sentimos.
El cuerpo, como realidad efectiva del centro de referencia, que se pre-
senta en mi mundo vivido (en cada caso), no puede ser común a
otros mundos vividos (como si puede serlo la realidad efectiva que
se presenta como exterior e independiente de éste; esto es, lo que
propiamente hemos denominado realidad efectiva); sin embargo,
para cualquier mundo vivido se dará un cuerpo como realidad efectiva
del centro de referencia, si bien -claro está- este cuerpo no será el
mismo en todos los casos. Esta importante divergencia del cuerpo
con el resto de la realidad efectiva13 tiene su origen en las diferentes
modalidades de ambas; mientras el cuerpo se muestra «por den-
tro», esto es como interior, la realidad efectiva se manifiesta como
«vista por fuera», como exterior. Esto se debe a que la realidad
efectiva se manifiesta -se muestra, si se prefiere- a partir del cuer-
po; su particularidad la debe a ser el mediador de la aparición de
la realidad efectiva en el «entorno inmediato de entidades (pruébese a

(13) A menos que se explicite lo contrario, reservaré la denominación reali-


dad efectiva para este «resto».

143
estar en una habitación de pie, con los ojos cerrados y los oídos y
la nariz tapados); por ello es el cuerpo el único aspecto de la reali-
dad efectiva que se da internamente y por ello también el resto de
la realidad efectiva está condenada a ser sólo exterioridad; en tanto
es vista desde aquel, a partir suyo. En definitiva, el cuerpo es una
ventana abierta a la realidad efectiva.
Aunque pueda parecer claro e incluso obvio cuanto acabamos
de poner de relieve (especialmente después de Nietzsche y
Merleau-Ponty) es importante evitar recaer en una de las equivo-
caciones tradicionales a las que una lectura parcial de alguno de
los aspectos mencionados podría dar lugar. Me refiero, especial-
mente, al mito de la materia sustante: El que la realidad efectiva se
presente estrictamente como exterioridad, no nos legitima -desde
el punto de vista del rigor demostrativo- a suponerle una interiori-
dad al modo de materia o substancia, que permanecería oculta al
mundo vivido y cuya manifestación exterior sería la realidad efectiva.
Cuando así se opera esa interioridad forma parte del mundo vivi-
do, pero ya no como realidad efectiva, sino como sentido añadido14.

§ 30
Notas para el estudio
de la realidad efectiva

En tanto la realidad efectiva es ajena al sentido y al mismo tiempo


no es posible que se presente desnuda de sentido en el mundo vivido,
(ni podemos siquiera mencionarla o hacerla significativa sin re-
currir, de un modo u otro, a un cierto sentido), todo estudio de la
realidad efectiva (incluso el arroparla bajo una denominación) im-
plica ya una falsificación de su objeto, por cuanto da interpreta-
do y ordenado lo que de por sí no tiene orden ni sentido. No obs-
tante, cabe distinguir dos tipos de interpretaciones al hacer men-
ciones sobre la realidad efectiva: En primer lugar, estarían aquellas
interpretaciones «legítimas»; aquellas que, por así decirlo, la rea-
lidad efectiva permite; esto es, que se limitan a describir estricta-
mente las características que ésta presenta, a hacerla significati-
va, sin tratar de ir más allá de esta misma realidad efectiva. En
segundo término, tenemos por el contrario aquellas interpreta-

(14) Pero, podría añadirse: Así como no es posible trasponer la «interioridad»


con la que se presenta el cuerpo en el mundo vivido a las entidades (aunque se
trate de los otros), del mismo modo en que no hay posibilidad de probar una
materia sustante detrás de las manifestaciones de la realidad efectiva, tampoco
puede tomarse el cuerpo como «substancia».

144
ciones que la realidad efectiva no permite -siempre desde el punto
de vista del estricto rigor demostrativo- y que por esto denominare-
mos «ilegítimas»; éstas son aquellas que pretenden ir más allá de
la realidad efectiva, añadiendo interpretaciones que no pueden de-
rivarse descriptivamente de la presencia de ésta en el mundo vivi-
do; esto es, cuando el sentido no se atiene con precisión a lo que
muestra la realidad efectiva, como sucedía -por ejemplo- en el caso
de la materia substante.
El estudio de la realidad efectiva no puede evitar la utilización
del primer tipo de interpretaciones, en la medida en que preten-
da tener sentido; pero debe apartar de su camino las interpreta-
ciones «ilegítimas» del segundo tipo. Teniendo esto en cuenta
podemos proceder al estudio de la realidad efectiva, atendiendo
únicamente a sus interpretaciones legítimas. A parte de la ya
mencionadas de realidad efectiva (propiamente) y cuerpo, sólo en-
cuentro tres más que puedan ser permitidas por aquella; me re-
fiero a: el cambio (efectivo o sensible), la configuración (efectiva o
sensible) y la interacción, por este orden, ya que su sentido procede
gradualmente de unas a otras.
La primera nota destacable de la realidad efectiva, y que a su
vez ésta permite como descripción rigurosa, es que se encuentra
en perpetuo proceso de cambio. La realidad efectiva se presenta en
continuo devenir. El aspecto de lo «sensible» no sólo varía al ha-
cerlo mi posición (o la de las entidades del entorno), sino también
al variar la iluminación, el sonido, el olor etc. La realidad efectiva
de las entidades de nuestro entorno inmediato presenta constantes
variaciones. De ahí que digamos que se encuentra es perpetuo
estado de cambio, en continuo devenir.
Otra nota a reseñar, que se encontraría a caballo entre la ante-
rior y la señalada en segundo lugar, sería la propia de la «organi-
zación efectiva», no mencionada con anterioridad por ser ésta
exclusiva del cuerpo. La organización efectiva se deriva de la sen-
sibilidad interna del propio cuerpo y consiste en la experiencia de
unidad interna. De este modo, el hecho de que el cuerpo se nos
presente como «organización efectiva» (así entendida) significa
que podemos trasladarlo, moverlo etc. todo él de un modo con-
junto, que no puedo enviar mi mano a recoger un objeto que está
a tres metros sin desplazar todo mi cuerpo; en definitiva, que es
separable y distinguible del «entorno». No obstante, no debe ol-
vidarse que esta unidad interna u «organización efectiva» sólo
puede predicarse del cuerpo, en tanto que realidad efectiva del centro

145
de referencia, y no de las entidades del mundo vivido, ni tan siquiera de
los otros.
La mención de la organización efectiva es importante para
mostrar la condición propia de la segunda de las características
de la realidad efectiva: La «configuración efectiva» (o sensible).
Cuando experimentamos exteriormente nuestro propio cuerpo
(cuando nos miramos a un espejo, nos vemos o palpamos etc.), se
nos presenta de un modo muy distinto de aquel otro de la sensi-
bilidad interna y, siempre, en perspectiva (esto es, desde el punto
de vista del propio cuerpo). A la unidad interna le corresponde
una cierta unidad externa (se traslada conjuntamente, etc.). Con
referencia al propio cuerpo, puede decirse que a la organización
efectiva (unidad interna) le corresponde una configuración efecti-
va (unidad externa); sin embargo, esto no es en modo alguno
traspasable a las demás entidades que muestran una cierta confi-
guración efectiva, que no tienen por qué tener a su vez una orga-
nización efectiva (de hecho ésta no se nos presenta).
Lo que sí se nos presenta, por el contrario, es la realidad efectiva
organizada en configuraciones (efectivas o sensibles). Tomemos,
por ejemplo, la efectiva presencia de mi mesa de trabajo; lo sensible
(esto es, aquello que la constituye al margen del sentido) de ésta
variará conforme a la disposición de mi cuerpo; ahora bien, tanto
la contemple desde su parte anterior o desde la posterior o «de
lado», la mesa se presenta ante mí como «algo completo» [unidad
externa] (de lo cual, por condiciones de disposición, sólo veo una
parte) y lo mismo parece sucederle a cualquiera que se encuentre
aquí conmigo (lo tome como «mesa» o como «trono»). El que con-
sidere lo sensible de aquella -su realidad efectiva en último término-
como formando parte de una unidad «mesa» es interpretación,
sentido; de esto no cabe duda. No obstante, aquel sentido que se
limita a presentar la realidad efectiva de la mesa con una cierta
unidad externa (es conjuntamente transporta-ble: si la cogemos
de una pata y la arrastramos -suponiendo que no tengamos la
mala suerte de que rompa, en cuyo caso nos encontraríamos con
dos o más configuraciones efectivas-, el resto de ella se vendría
conjuntamente con ésta); esto es, como configuración sensible, al
margen de su sentido como «mesa», «tabla», «trono» o «banqueta
para titanes»; este restrictivo sentido, decíamos, es permitido por
la realidad efectiva como descripción apropiada, en tanto no aporta
más información de la que aquella ofrece. Ciertamente, sin inter-
pretarla, sin dotarla de sentido, no puede decirse que la realidad
efectiva se presente frecuentemente en configuraciones sensibles;

146
sin embargo, no por ello este sentido es caprichoso, pues no sería
posible si la realidad efectiva no lo sostuviera.
Atendiendo a lo dicho, la realidad efectiva se presenta frecuente-
mente en configuraciones sensibles (o efectivas, ambas expresio-
nes son sinónimas); si bien han de tomarse tales configuraciones
en tanto que esto mismo y nada más. De este modo, el que la
realidad efectiva de mi mesa presente una cierta configuración, al
igual que hacía ayer, no me permite suponer que tales configura-
ciones sean la misma. Dicho con otras palabras, lo demostrado es
la organización de la realidad efectiva como configuración, no su
inmutabilidad como tal. Si cojo un vaso que hay sobre mi mesa
[momento 1] y lo transporto hasta el otro extremo de la mesa
[momento 2], podré decir que en ambos «momentos» se me pre-
senta como configuración efectiva (en tanto al transportarlo, no
ha llegado al otro lado sólo aquella parte del vaso que estaba en
contacto con mis dedos, sino éste en su integridad) 15, pero lo que
de ninguna manera podré afirmar es que se trate (exactamente)
de la misma configuración efectiva.
La última de las características de la realidad efectiva que pode-
mos destacar es su perpetua interacción. Las configuraciones de
la realidad efectiva se encuentran en continuo cambio, afectándose
unas a otras; a esta interinfluencia que mutuamente se ejercen
los distintos aspectos de la realidad efectiva, la denominaremos
interacción (si se quiere, interacción efectiva) y se manifiesta a
partir del cambio sensible en las configuraciones; esto es, su sentido
se sustenta sobre los anteriores y como aquellos es legítimo, el
último de los que así pueden obtenerse (salvo que me equivoque
en este aspecto).
Toda configuración efectiva (de un modo más extenso y preci-
so podríamos decir: «toda realidad efectiva») es afectada por su
«entorno», en el que a su vez influye. Tomemos, por ejemplo, una
pelota en una serie divergente de entornos [experimentales] para
ver como sus cambios de dan en función de cual sea su entorno.
De este modo: 1) La pelota en un cuarto trastero con luz artificial.
2) La pelota en un cuarto trastero con ventanas abiertas y du-

(15) Podría añadirse a este respecto un surtido de ejemplos: a) Cuando cojo


este cenicero no sucede que nada más se venga conmigo por las dos partes
que lo he tocado, sino que se viene entero. b) Doy un puntapié a una pelota y
no se desplaza únicamente la superficie de contacto, sino la pelota entera. Y
esto sucede porque los aspectos sensibles me permiten reconocerlo así. c) El
despertador presenta una configuración sensible, independientemente de que
se lo considere un despertador, un reloj, una máquina diabólica, un portador
de espíritus, un tormento, etc...

147
rante el día. 3) La pelota en ese mismo cuarto al atardecer. 4) La
pelota al recibir un puntapié. 5) En un patio lleno de niños. 6)
Bajo el agua. 7) Si la pinchamos. 8) En un río con fuertes corrien-
tes. 9) Tras cinco minutos en un microondas y 10) En un cubeta
de ácido sulfúrico [atendiendo siempre a su realidad efectiva]. Posi-
blemente no eran necesarios tantos ejemplos para algo tan obvio
como es la interacción; esto es, la constatación de la influencia
que entre sí ejercen los distintos aspectos y configuraciones de la
realidad efectiva16, que resulta aún mucho más clara si, en lugar de
una pelota, consideramos al propio centro de referencia.

§ 31
Conclusiones al estudio
de la realidad efectiva

El breve estudio de la realidad efectiva -tratándose de ésta difí-


cilmente podría ser muy extenso- del parágrafo anterior queda-
ría incompleto si, a modo de conclusión, no abordásemos algunos
temas suscitados por aquel. Como son: la relatividad de los senti-
dos de configuración e interacción, la «comunidad» de la realidad
efectiva y, por último, el problema de la «Nada». Los trataremos
por éste orden.
Los sentidos de configuración e interacción [como en otros ca-
sos obvio la coletilla de efectivo o sensible] aunque legítimos (esto
es, permitidos por la realidad efectiva) son relativos -que no arbi-
trarios-. De este modo, si la realidad efectiva de un perro presenta
una cierta configuración sensible y este perro se muere, dándose el
caso de que le practican una autopsia y le extraen el corazón; éste
último presentará también una cierta configuiración efectiva y
puede suponerse -en lo que atañe a su realidad efectiva- que forma-
ba parte del perro cuando sólo se nos presentaba la configura-
ción efectiva de éste; lo mismo podría decirse -con mayor niti-
dez- de una casa, vista por fuera, y los muebles que hay dentro.
A esto nos referimos al hablar de un cierta relatividad de la con-
figuración efectiva; la cual, a su vez, nos lleva a la relativización
de la interacción; pues, con respecto a cualquier configuración

(16) No debe confundirse, sin embargo, la interacción con «fuerzas» o «cam-


pos magnéticos» u otras interpretaciones semejantes, distantes de poder apo-
yarse -de un modo legítimo- en la realidad efectiva. Tampoco debe
confundirsela, por otro lado, con el esquema causal; en la interacción no hay
causas y efectos, éstos son un sentido añadido e ilegítimo que, en todo caso,
supone como previa la interacción.

148
efectiva, siempre podrá distinguirse una interacción interna (los
órganos de un ser vivo, las piezas de un reloj, etc.) y una
interacción externa y si aquella era relativa, ésta -forzosamente-
también lo es17. Ahora bien, estas relatividades se refieren tan
sólo a estas características de la realidad efectiva y no a la realidad
efectiva como tal; ya que ésta no tiene forma (puesto que toda for-
ma es sentido) y por tanto tampoco un dentro y un fuera (que
sustentaba toda relatividad).
En segundo lugar, cabría destacar como de la interacción se
deriva la exigencia de «comunidad» en la realidad efectiva; esto es,
de que nada se de aislado e indiferente al entorno. En tanto toda
configuración -o aspecto de la realidad efectiva- se encuentra
interactuando con su entorno, compuesto a su vez por otros as-
pectos de la realidad efectiva, que tienen su propio entorno con el
que interactúan y así sucesivamente, nada puede haber que per-
teneciendo a la realidad efectiva permanezca aislado; de ahí que, en
este sentido, puede hablarse de una «comunidad» de la realidad
efectiva.
Por último, trataremos uno de los problemas que más litera-
tura (filosófica se entiende) ha suscitado en el siglo XX, me refiero
al polémico tema de la «Nada». ¿Donde encaja la «Nada» en
cuanto hemos visto acerca de la realidad efectiva? Preliminarmente
habremos de distinguir dos sentidos fundamentales 18 a que la
«Nada» puede hacer referencia. El primero de ellos como nega-
ción, en este caso, de la realidad efectiva; el segundo, como negación
del mundo vivido. Comencemos por aquél: la «Nada» como ausen-
cia de realidad efectiva no puede -de ningún modo- adquirir el mis-
mo status que ésta; pues, mientras la realidad efectiva es esto mis-
mo (léase: realidad efectiva) la «Nada» es simplemente sentido y,
además, sentido constituido no sobre la realidad efectiva, sino sobre
otro sentido (no hay efectiva presencia de la «Nada»); como negación

(17) Como dato meramente anecdótico podrían destacarse las comprensibles


divergencias entre el modo de presentarse la interacción del centro de referen-
cia con el entorno y la de las configuraciones efectivas de este mismo entor-
no.
(18) Pueden distinguirse otros dos: como negación -o ausencia- del «ser» y
como negación del ente (este último podría traducirse por entidad). La prime-
ra -so pena de identificar «ser» con realidad efectiva o con mundo vivido- al
apoyarse en una noción defectuosa de la tradición -por el momento no hemos
encontrado nada semejante a eso que la tradición filosófica denominó el
«ser»- carece en anclaje en el rigor demostrativo [en el capítulo octavo tratare-
mos ésta y otras nociones]. La segunda es, en lo fundamental, identificable
con aquella otra que tratamos en primer lugar (como ausencia de realidad
efectiva).

149
del sentido de «dado efectivamente» (o existente) otorgado a una
entidad (cuando, por ejemplo, una explosión destruye una casa).
En el mejor de los casos -como ocurre en el ejemplo- se transfor-
ma bruscamente o desaparece una cierta configuración (que al fin
y al cabo es sentido y se encuentra -como tal configuración- en
continuo cambio), pero la realidad efectiva no desaparece; ésta, con
otro aspecto, sigue encontrándose ante nosotros. La «Nada» no
corresponde al ámbito de la realidad efectiva sino al del sentido,
como negación de un sentido previo, que cierta tradición filosófica
hipostasió ontológicamente.
El otro sentido de «Nada» como ausencia de mundo vivido pre-
senta una diferencia cualitativa con respecto del precedente, en
tanto no abarca únicamente a las entidades y a la realidad efectiva
(que se da en el mundo vivido), sino que alcanza también, como
negación, al centro de referencia y, en definitiva, a las vivencias. Esta
noción es inspirada por la muerte de los otros en el mundo vivido;
pero, rigurosamente hablando, la desaparición de los otros no es
diferente de la de las demás entidades en el mundo vivido (salvo en el
plano afectivo o en consideración a su supuesto mundo vivido),
sólo en la medida en que -atendiendo a los posibles mundos vivi-
dos de los otros- sugiere la desaparición del propio mundo vivido
encuentra su diferencia cualitativa. Sin embargo, sigue tratándo-
se de sentido; pues, aun cuando sea posible la desaparición del
mundo vivido -tal y como sugiere la denominada «muerte» de los
otros- tal acontecimiento no pertenece ya al mundo vivido; es sólo
una hipótesis, subsiste en el mundo vivido sólo como hipótesis; por
mucho que contemos con ella -en tanto que tal hipótesis es senti-
do-, no hay modo de probarla en una modalidad diferente de
ésta.

150
Capítulo Sexto

FUNDAMENTOS
CONSTITUTIVOS
DE LAS ENTIDADES
EN EL MUNDO VIVIDO
§ 32
Plasticidad e inconmensurabilidad
de las entidades

E l precedente estudio de la realidad efectiva no debe hacernos


olvidar que ésta no se da, sin más, aislada en el mundo vivido, sino
siempre ordenada e interpretada; esto es, dotada de sentido. Esta
realidad efectiva pletórica de sentido constituye, en nuestro entorno
inmediato, lo que hemos denominado entidades. Bien entendido, lo
dicho no significa que toda entidad tenga su -digámosle- «base» (o
fundamento último) en la realidad efectiva (de hecho, pueden darse
entidades abstractas, tales como patria o dios, que carecen de vin-
culación directa con ésta) o que aquellas no puedan darse en la
modalidad de representación desvinculadas de toda realidad efectiva.
Aclarado este punto, estamos en condiciones de advertir como el
sentido, que envolviendo la realidad efectiva constituye las entidades,
no forma parte de ésta, ni puede decirse que se trate de una inter-
pretación legítima de tal realidad efectiva. Ese sentido añadido en la
presentación, en el mundo vivido, de la realidad efectiva en entidades
es, constituye, nuestra forma de apresarla1. No se trata, sin em-
bargo, de un sentido otorgado arbitrariamente, sino de un sentido y
unas entidades que encontramos ante nosotros en el mundo vivido,
pero para las que no hay modo de hacerlas derivar necesaria-
mente de aquella realidad efectiva a la que envuelven. Siendo el
caso, de que, una vez constituida, la entidad puede conservar su

(1) Si nos atenemos a los resultados de la investigación realizada en el capítu-


lo anterior y los comparamos con los del mundo vivido, cualquiera que sea
éste; destaca de inmediato la incomparablemente superior riqueza de éste
último frente a la realidad efectiva. Esta última, constituye, en el mejor de los
casos, tan sólo un exiguo esqueleto de aquél.

151
sentido y presentarse incluso en ausencia de la realidad efectiva, en
la modalidad de representación. De ahí que, en buena medida, el
sentido de las entidades en el entorno inmediato dependa, además
del carácter propio de la realidad efectiva, del mundo latente2.
Lo que encontramos, pues, en el mundo vivido no es una realidad
efectiva en cuanto a tal (esto es, desnuda de sentido), sino unas
entidades rebosantes de sentido. A este respecto, la primera caracte-
rística destacable de las entidades en el mundo vivido es su «plastici-
dad». En tanto el sentido que éstas presentan no es -de ningún
modo- exigido por la realidad efectiva, sino que esa misma realidad
efectiva es susceptible de presentarse también arropada por toda
otra variedad indeterminada de sentidos; en tanto, el sentido de las
entidades no sólo puede variar de un mundo vivido a otro (esto es,
según el mundo vivido de que se trate), sino también en diferentes
momentos de un mismo mundo vivido; no hay un sentido único de
las entidades en el mundo vivido, de ahí su plasticidad3. Esta plastici-
dad de las entidades implica que sus determinaciones como tales,
su sentido en definitiva, no sean necesariamente las mismas de un
mundo vivido a otro, ni siquiera en distintos momentos de un mun-
do vivido.
La plasticidad de las entidades en el mundo vivido nos lleva aho-
ra, al considerarla en relación a diversos mundos vividos, a desta-
car su «inconmensurabilidad»; esto es, la imposibilidad de deter-
minar o juzgar -desde el punto de vista del rigor demostrativo- las
entidades de un mundo vivido a partir de las de otro, puesto que una
«misma» realidad efectiva puede abrigar diferentes sentidos -o sea,
manifestarse como diferentes entidades, atendiendo a distintos
mundos vividos-. En la medida de su plasticidad, en la medida en
que las entidades pueden variar de un mundo vivido a otro e incluso
en diferentes «momentos» de un mundo vivido y en ninguno de los
casos se derivan estrictamente de la realidad efectiva, no puede ha-
ber un patrón exacto y único de las entidades (por ejemplo, esto
sobre lo que escribo es una mesa, mi mesa, pero puede ser otras
cosas y tener sentidos muy diferentes de aquel con el que se pre-

(2) Una vez más se pone de manifiesto la enorme importancia del mundo
latente en la constitución del mundo vivido. Es gracias a ese mundo latente que
la actualidad del mundo vivido se encuentra tan ostensiblemente pletórica de
sentido, sin el cual sería imposible incluso reconocer aspectos de la realidad
efectiva como la configuración o la interacción. Sin el cual sería imposible
también eso mismo que solemos denominar «conocer».
(3) De este modo, aun cuando consideremos que tal entidad o «hecho» (acon-
tecimiento relativo a las entidades) tiene su correspondencia en la realidad
efectiva, ésta puede sustentar otras muchas posibles entidades o hechos.

152
senta ante mí), sus determinaciones no son necesarias; en defini-
tiva, atendiendo a su presencia en distintos mundos vividos, las
entidades son inconmensurables 4.

§ 33
El imperativo de sentido
en el universo de entidades

La constatación de la inconmensurabilidad de las entidades no


debe alarmarnos en exceso; en el fondo no es sino la extrapola-
ción de aquello mismo que ya habíamos advertido: que no es po-
sible encontrar determinaciones ontológicas (entidades) válidas
para cualquier mundo vivido. No obstante, esta inconmensurabili-
dad de las entidades no implica una absoluta relativización de las
mismas (relativo nunca significa arbitrario), y no sólo en lo que
atañe al insobornable fondo de la realidad efectiva al que todas han
de atenerse5, sino también en lo que afecta a sus fundamentos
constitutivos como tales entidades.
Siendo el universo de entidades aquel que engloba a la totalidad
de las mismas en un momento dado de un mundo vivido (conside-
rando, potencialmente, también las de su mundo latente), podría
constatarse que en todo universo de entidades, cualquiera que sea
el «momento» (dejando ahora a un margen supuestos momentos
originarios) o el mundo vivido de que se trate -siempre desde nues-
tro propio mundo vivido, en cada caso-, se dan «cosas» (esto es,
entidades) y «hechos» (esto es, acontecimientos que les suceden a
esas entidades). Por enormes divergencias culturales que desta-

(4) El no advertirse el mundo vivido como tal mundo vivido, genera el que -
salvo raras excepciones: Nietzsche, Ortega, Feyerabend etc.- se confunda
esta inconmensurabili-dad de las entidades con divergencias a la hora de con-
cebirlas; lo que de ningún modo es lo mismo. En este último caso se trata de
una misma entidad (en todas sus determinaciones) que uno conoce «mejor» o
«peor» que otro, de ahí la disputa y la constatación de las divergencias. Mien-
tras lo que sucede es que se trata de dos entidades distintas si bien referidas a
una «misma» (entre comillas) realidad efectiva. Sobre aquellas cabe el recono-
cimiento, el error y el acierto -puros-, sobre ésta no.
(5) El hecho de la plasticidad de las entidades no debe llevarnos a la errónea
creencia de que todo sentido vale. Si bien, la realidad efectiva admite en su
constitución en entidades una multiplicidad indeterminada (podría decirse, in-
cluso, que casi infinita) de sentidos diferentes, esto no significo que admita
cualquier sentido; esto es, aunque la realidad efectiva no establece determina-
ciones de sentido, si pone límites a las posibilidades de éste: el despertador
que hay sobre mi mesa puede presentar múltiples determinaciones de sentido
diferentes, atendiendo a la variedad de mundos vividos posibles, pero, entre
otras muchas cosas, no puede ser una nave espacial con 47 pasajeros, 28
variedades de plantas y un perro.

153
quemos o imaginemos, por mucho que el carácter de las entidades
pueda ser «material» en unos, «espiritual» en otro, viviente, di-
vino en otros, etc., en todos los casos tendremos unas entidades a
las que les sucede algo o, como dijimos antes, tendremos «cosas»
y «hechos» como componentes elementales de todo universo de
entidades.
El asunto de que en todo mundo vivido se den unas entidades a las
que les sucede algo, más allá de la estricta realidad efectiva de los
acontecimientos, implica la emergencia de unos mismos funda-
mentos constitutivos de las entidades en el mundo vivido. ¿Cómo es
esto posible? La realidad efectiva, ya vimos, no permite -al menos
de no de modo legítimo- la constitución de entidades como des-
cripción propia. Habremos de mirar, pues, en dirección a la otra
cara de la moneda: el sentido. Ciertamente, el sentido depende del
mundo vivido de que se trate y nunca puede asegurarse que sea
idéntico de un mundo vivido a otro; sin embargo, en la medida en
que las entidades de cualquier mundo vivido tienen unos mismos
fundamentos constitutivos, se dan unos mínimos de sentido váli-
dos para cualquier mundo vivido, son los «imperativos de sentido».
El imperativo de sentido es una exigencia propia de la necesidad
de sentido del mundo vivido. Para que la realidad efectiva pueda for-
mar parte del mundo vivido precisa de unos mínimos de sentido (sin
los cuales no podría ser asimilada), que son estos imperativos de
sentido. El hecho de que se refieran a la realidad efectiva, así como el
que sean reclamados por el propio carácter del mundo vivido, ga-
rantizan su validez para cualquier universo de entidades. No obs-
tante, debe tenerse en cuenta su origen como imperativos de sentido;
esto es, impuestos por la condición misma del mundo vivido y no
derivados -directa y legítimamente- de la realidad efectiva.

§ 34
Identidad, causalidad
y sustancialidad

El principal de estos imperativos de sentido, pues sostiene a todos


los demás, es el de la identidad. De él y por imperativo de sentido, se
derivan los de causalidad y sustancia, de éstos a su vez el de
movimiento, que da lugar a los de espacio y tiempo 6. Esta

(6) El que se trate de imperativos de sentido no deducibles de la realidad efecti-


va, no implica que pueda considerárseles, al modo kantiano, como «juicios
sintéticos a priori». Tal consideración sólo puede realizarse si media previa-

154
jerarquización de los imperativos de sentido viene dada por la de-
pendencia -en lo que al sentido se refiere- de los últimos para con
los anteriores (en cualquiera de los niveles), cuyo sentido presupo-
nen. De este modo, aunque en el mundo vivido conviven conjunta-
mente todos ellos: identidad, causalidad, sustancia, movimiento,
espacio y tiempo; el sentido, por ejemplo, de espacio depende -
como el del tiempo- del movimiento, que a su vez no necesita de
aquél, si bien si del de identidad etc. Los trataremos por el orden
antepuesto.
La identidad es el eje mismo de los imperativos de sentido y el
lugar donde se da el salto cualitativo de la realidad efectiva al senti-
do propio de los fundamentos constitutivos de las entidades. Se
conforma a partir de las configuraciones de la realidad efectiva,
como interpretación ilegítima de ésta (el que un cenicero, o una
mesa, presente reiteradamente una cierta configuración efectiva
no implica que ésta sea la misma); esto es, va más allá de cuanto
estrictamente presenta la realidad efectiva7. Sin embargo, nos es
imposible obrar de otro modo: no puedo concebir la configura-
ción efectiva de la mesa, del cenicero o del otro, sin presentarlo
bajo la forma de la identidad, como siendo el mismo «cenicero»,
la misma «mesa» o el mismo «prójimo»8. Precisamos de cierta
constancia en las entidades para que puedan tener sentido, que es
tanto como decir: para que puedan darse en el mundo vivido. Preci-
samos de algo que permanezca en el proceso del cambio, aun
cuando esta constancia sea en cierto modo, un añadido gratuito

mente una fe incondicional en tales «juicios». Aunque imperativos de sentido,


no son de ningún modo indiferentes a la realidad efectiva (pese a no ser
derivables directamente de ésta), sino que se constituyen, precisamente, a
partir de la necesidad del mundo vivido de dotar de sentido a la realidad efectiva;
esto es, son imperativos de sentido, pero lo son sobre un realidad efectiva, a la
que se ajustan y que los condiciona.
(7) La atribución de identidad a las configuraciones de la realidad efectiva
podría tener su presunto origen en la identificación del centro de referencia; en
tanto, el mundo vivido gira, en todo momento, en torno a un centro de referencia
(lo que tampoco implica que éste sea el mismo). Pero todo esto es ya espe-
culación.
(8) La lámpara que tengo a mi lado seguirá siendo la misma esté apagada o
encendida, a mi izquierda o a mi derecha, pintada de amarillo o de azul. Aun
en el caso de que se caiga y rompa la bombilla no habrá perdido su identidad
como «mi lámpara». Sin embargo, es absurdo pretender que desde el punto de
vista de la realidad efectiva sea en todos los casos la misma. Nada tiene, pues,
que ver la identidad con una permanencia de la realidad efectiva; aquella es una
imposición de sentido añadida sobre ésta; fundada, no en la rigurosa descripción
de la realidad efectiva, sino en la imperiosa necesidad del mundo vivido de
tener sentido. Tanto es así que si en un momento de descuido alguien me
cambia la lámpara por otra de semejantes características, seguiré encontrando
en ésta la identidad propia de aquella otra.

155
para poder saber a qué atenernos. Ni siquiera habría entidades si
previamente no se nos impusieran ciertas configuraciones o as-
pectos de la realidad efectiva como siendo los mismos en todo mo-
mento. Sin la identidad, sin una cierta permanencia, no es posi-
ble el sentido, y sin sentido no es posible el mundo vivido. Luego, a
este respecto, la identidad es el imperativo de sentido por excelencia.
Ahora bien, las configuraciones de la realidad efectiva se en-
cuentran en continua interacción, lo que da lugar a cambios en
aquellas; en la medida en que estos cambios se van haciendo
cualitativamente apreciables, la identidad impuesta tiende a ha-
cerse problemática. Las modificaciones de la identidad (por
ejemplo, cuando una lámpara se rompe) precisan ser arropadas
por un nuevo sentido: el esquema causal. Cuando a una entidad o
situación A le acontece transformarse en una entidad o situación
A’, apreciablemente diferente de A, A’ se presenta como negación
de la identidad de A. Puesto que A era idéntico e igual a sí mismo
y ahora no lo es A’ (efecto) es preciso, por imperativo de sentido, que
otra entidad o circunstancia B (causa) haya originado -esté en el
origen de- la perdida de identidad (total o parcial) de A9. Desde el
punto de vista de la realidad efectiva no tiene sentido hablar de
«causas» o «efectos», ésta es sólo una imposición de sentido sobre
la interacción; como justificación -o, mejor dicho, como arreglo
de sentido- de las alteraciones de la identidad. En definitiva, se
trata de un imperativo de sentido reclamado por la propia identidad
(y sus ajustes sobre la realidad efectiva).
La introducción de la causalidad, como imperativo de sentido de-
rivado de las alteraciones de la identidad, nos lleva de la mano al
imperativo de sentido inmediato. Cuando no se de el caso de una
desaparición total de la identidad -y con ella de la entidad-, como
sucedería si sumerjo la lámpara en una cubeta de ácido sulfúrico,
las modificaciones de la identidad justificadas causalmente con-
llevan la necesidad de una relativa permanencia de la identidad,
algo así como su substrato último, independientemente de las
variaciones que presente. Este es el papel de la sustancialidad
como imperativo de sentido: ser el residuo último de la identidad en
las constantes alteraciones de la realidad efectiva. Por supuesto, al
igual que la identidad o la causalidad es un imperativo de sentido, al
margen de la realidad efectiva, y derivado de aquellos. El que se
trate de imperativos de sentido, sin embargo, no les da menor vigen-

(9) Lo que hace que, como acertadamente observo Nietzsche, la «causa»


tenga lugar, curiosamente y contra todo pronóstico, después del «efecto».

156
cia en el mundo vivido que la propia realidad efectiva. No obstante,
distinguirlos con precisión de ésta es decisivo; pues, implica
comprender, en este caso, que no hay tal identidad, ni tal
causalidad, ni tal sustancia como propiedades de una realidad efec-
tiva; pero, al mismo tiempo, que no podemos prescindir de ellos
(inclusive al tratar con esa misma realidad efectiva), que son
irrenunciables para cualquier mundo vivido.

§ 35
Sobre la movilidad,
espacialidad y temporalidad

Estos tres: identidad, causalidad y sustancialidad no son los


únicos imperativos de sentido del mundo vivido. A partir de ellos,
como su consecuencia necesaria, se configura el cuarto imperati-
vo: el movimiento (tomamos aquí movimiento en su acepción
griega como todo tipo de cambio o alteración relativo a la entidad),
para el cual es imprescindible la presuposición de la sustanciali-
dad. Sólo esa relativa permanencia de la identidad (la sustancia)
que, tras su alteración, avala el esquema causal permite y recla-
ma el movimiento como imperativo de sentido; sólo en tanto haya
algo que permanezca a través de las alteraciones es posible el
movimiento10; esto es, concebir a la entidad como la misma y, al
mismo tiempo, como variando.
No debe confundirse esta noción de movimiento (de movili-
dad) con la propia de cambio relativa a la realidad efectiva. Aun
cuando el movimiento se asiente como interpretación del cambio,
es una imposición de sentido ilegítima desde el punto de vista de
la realidad efectiva, que además se sostiene sobre los imperativos de
sentido de identidad, causalidad y sustancialidad. El movimiento
no implica, sin más, cambio; sino, también, algo que permanece
en esa variación. De este modo, al movimiento puede oponérsele
su negación (toda negación sigue siendo sentido), como reposo,
que también presupone algo como permaneciendo; pero, en cual-

(10) Tengamos un suceso A (la lámpara sobre la mesa) y una alteración de


ese suceso A’ (la lámpara sobre el armario) o A» (la lámpara rota). La pérdida
de identidad de A y la subsecuente introducción de la causalidad permiten
cierta permanencia de la identidad de A en A’ y A» que es su sustancialidad
como An. Esta permanencia de la sustancialidad de A a través de sus alteracio-
nes exige un nuevo imperativo de sentido que atienda, a una vez, a esa
permanencia cambiante: es el movimiento, que a la vez que introduce el
sentido de la alteración, precisa de un «móvil» (en cierto sentido, permanen-
te) que sea alterado

157
quier caso, la oposición «movimiento-reposo» sólo tiene sentido
referida al universo de entidades del mundo vivido y nunca a la rea-
lidad efectiva (donde nada permanece y la interacción es continua
no puede haber reposo, pero tampoco movimiento).
Del movimiento, en lo que se atiene a la constitución de las
entidades, se derivan los últimos imperativos de sentido (esto es cues-
tionable, más acertadamente debería decir que al menos no he
encontrado más, de momento). Uno de ellos, nace de la considera-
ción del movimiento de una entidad en relación con otras entidades,
en la modalidad que distingue un «aquí» de un «allí», es el espa-
cio (o si se prefiere, en tanto es imperativo de sentido, la espaciali-
dad). El otro se origina en la consideración del movimiento de
una entidad con relación a sí misma, en la modalidad de un antes
y un después, es el tiempo (o, de nuevo, si se prefiere, la tempora-
lidad). Puesto que ambos imperativos de sentido se dan en considera-
ción al movimiento, nunca se dan separadamente (excepto en el
ejercicio de la abstracción); esto es, todo movimiento es, en este
sentido simultáneamente espacial y temporal, aun cuando suela
prevalecer una consideración sobre la otra.
Los imperativos de sentido de espacio y tiempo no pueden com-
prenderse independientemente del de movimiento, del que se de-
rivan; ambos precisan del movimiento para su constitución11,
siendo una consecuencia necesaria de los imperativos de sentido pre-
cedentes. Nada podrá encontrarse en la realidad efectiva semejante
a un espacio o a un tiempo, sólo hay cambio, interacción, pero no
un «aquí-allí» o un «antes-después»; éstos son ya sentido y sentido
ilegítimo, constituido a partir de la permanencia de la identidad
en el movimiento (esto es, de los imperativos de sentido precedentes).
Sólo en tanto una entidad permanece siendo sustancialmente la
misma tras alterarse su disposición con relación al entorno de enti-
dades a su vez idénticas a sí mismas (la lámpara en la mesa, la

(11) Alguien podría pensar que, a su vez, tampoco nos es posible tener una
noción del movimiento independientemente de las del espacio y el tiempo.
Efectivamente, en nuestro mundo vivido espacio, tiempo y movimiento (y
muchas cosas más) se dan indisolublemente unidos; pero, atendiendo exclusi-
vamente -en el transcurso de la investigación- a sus fundamentos constituti-
vos, excluido el movimiento, ni el espacio, ni el tiempo se derivan de los
otros imperativos de sentido -sin más-, ni nos llevan, necesariamente, a esta
noción; mientras que el movimiento nos obliga, por imperativo de sentido, a
considerar el espacio y el tiempo. Lo que lo hace, constitutivamente hablan-
do, previo a toda espacialidad o temporalidad. Salvo que se tenga especial fe
en las formas a priori de la sensibilidad, espacio y tiempo sólo pueden consti-
tuirse como imperativos de sentido en el universo de entidades como derivados
del movimiento, nunca al revés.

158
lámpara en el armario), puede haber un «aquí» y un «allí»; esto
es, para que haya espacio (para que se constituya) es preciso que
se de el movimiento de una entidad, en la que algo permanece, con
relación a otras entidades, que permanecen inalteradas. Única-
mente, en tanto una entidad permanece siendo sustancialmente la
misma tras sufrir modificaciones en relación consigo misma (la
lámpara en la mesa, la lámpara rota), puede haber un «antes» y
un «después»; esto es, para que haya tiempo (para que se consti-
tuya como tal) es preciso que se de el movimiento de una entidad,
en la que algo permanece, en relación consigo misma.
Una vez constituidos, espacio y tiempo se independizan, en
cierta medida, del movimiento; en el sentido, de no ser ya preciso
éste para que las entidades se desenvuelvan en la espacialidad y la
temporalidad 12. Si bien ha de tenerse en cuenta que tales espacio
o tiempo, como imperativos de sentido, son indiferentes a las deter-
minaciones espacio-temporales propias de cada mundo vivido, así
como de la particular concepción de éstos13. No obstante, cabe
distinguir, por ejemplo, en el espacio, entre la espacialidad del
centro de referencia, en tanto ocupa una posición en el universo de
entidades y la propia de las entidades entre sí, de algún modo aque-
lla fundamenta a ésta. También, en el caso del tiempo, puede dis-
tinguirse la temporalidad propia del centro de referencia y de sus
representaciones (en tanto también con relación a ellas es posible
organizarlas en torno a un «antes» y un «después») 14 de aquella
propia de las entidades.
Estos imperativos de sentido sobre la realidad efectiva conforman
los fundamentos constitutivos del universo de entidades en el mun-
do vivido. Son, por tanto, válidos para cualquier mundo vivido, que
habrá de constituirse con su sentido propio a partir de aquellos.
No obstante, éstos sólo son los pilares sobre los que aquel se
asienta; la constitución definitiva de las entidades en el mundo vivi-

(12) Si bien, esto sólo en un cierto sentido, ya que en todo caso dependen,
sino de la actualidad si de la posibilidad, del movimiento; e incluso, sus medi-
das, que es en lo que propiamente consisten -en ser medida- siguen siendo
medidas del movimiento, dadas con relación al movimiento.
(13) Así como la concreta determinación del espacio (euclidiano,
riegmanniano, etc.) o del tiempo (lineal, circular etc.) no afecta a la espaciali-
dad o a la temporalidad como imperativos de sentido; del mismo modo, la con-
creción de las dimensiones, derivaciones de sentido del espacio y del tiempo,
que nada tienen que ver con la realidad efectiva, es también ajena a aquellos
imperativos.
(14) No tiene sentido distinguir un «aquí» de un «allí» en lo que atañe a las
representaciones, puesto que su movimiento no se da en un entorno en el
que su disposición pueda variar (en tanto no hay tal entorno).

159
do, y de éste en general, está aún por descubrir; en todo caso, el
sentido del mundo vivido (o de cualquier acotación de éste) no tiene
por qué ser el mismo de un mundo vivido a otro; por lo que no será
el sentido -puntualmente hablando- definitivo de las entidades o del
mundo vivido en general lo que nos interese 15, sino como se consti-
tuye el sentido del mundo vivido y, por tanto, como se constituye el
mundo vivido mismo. Esto es, no nos interesa su concreta determi-
nación, que siempre respondería a un mundo vivido particular y
no sería extrapolable al resto, sino cómo se constituye, cualquie-
ra que sea su concreta determinación, el mundo vivido.

§ 36
Orden y desorden
en el universo de entidades

El estudio precedente podría ayudarnos a solventar muchas


de las eternizantes disputas acerca del universo de entidades como
podría ser el carácter finito o infinito de éste16, su origen o eterni-
dad, su materialidad o espiritualidad, su sometimiento a leyes o
su libre albedrío (caos) etc., las cuales, casi siempre, son fruto de
un mal planteamiento del problema. No es, sin embargo, éste el
cometido de la presente obra por lo que lo dejaremos para otra
ocasión. No obstante, si aclararemos la polémica suscitada entre
la prevalencia del orden o del desorden en el universo de entida-
des17; pues, por su generalidad y sus repercusiones, no es conve-
niente dejarla pasar de largo.

(15) Recuérdese que en ningún momento hemos buscado saber que es la


realidad -o cuales son las entidades verdaderas- sino averiguar por qué cree-
mos en una determinada modalidad de la misma.
(16) No puedo resistir la tentación de realizar una breve, pero concisa, intro-
ducción en esta polémica: 1º) Finito o infinito se refieren tan sólo al universo
de entidades -o al numérico etc.-, nunca podrán predicarse de la realidad efecti-
va. 2º) La noción de infinito aplicada a la actualidad es absurda, en la medida
en que sean contables nunca puede haber infinitas entidades, por muchas que
haya. 3º) Infinito sólo tiene sentido como posibilidad, así se dice de los
números naturales que son infinitos porque siempre es posible imaginar uno
mayor, pero no porque de facto puedan registrarse infinitos números. Infinito
sólo tiene sentido como posibilidad, como ausencia de límites. 4º) El univer-
so de entidades es, en este sentido, finito e infinito. Finito puesto que se
encuentra determinado en sus componentes (son finitas las entidades). E infini-
to por cuanto carece de límites (no termina en ninguna parte).
(17) Puede que alguien, despistado, mantenga la reserva de que se trate del
universo de entidades de un mundo vivido y, por tanto, no del mismo universo
de entidades que estudia la «física»; quien así opera se olvida de que el físico
también habla del universo de entidades de un mundo vivido (del suyo).

160
La cuestión acerca del orden y el desorden en el universo de
entidades es, en el fondo, muy simple. Para comprenderlo nada
mejor que comenzar por advertir que sólo el «orden», lo «ordena-
do», tiene propiamente sentido; mientras que el «desorden», el
caos, sólo tiene un sentido negativo, como ausencia de «orden». El
«orden» en el universo de entidades no es otra cosa que el sentido
con que éstas se presentan en el mundo vivido; esto es, el hecho de
que tengan sentido. Ahora bien, el universo de entidades, en parti-
cular el entorno inmediato, se constituye a partir de la realidad
efectiva (en cierto modo falsificándola, pero sobre ella al fin y al
cabo) y ésta se encuentra, carente de sentido, en continua
interacción, lo que reiteradamente obliga a modificar el sentido de
las entidades: he ahí el «desorden». El sentido de las entidades es rela-
tivo al mundo vivido de que se trate, pero no arbitrario; siempre
está sujeto a los imperativos de sentido y a la mudable realidad efecti-
va. Hay «orden» en el universo de entidades porque precisa -como
todo en el mundo vivido- de sentido para constituirse; pero, en la
medida en que este sentido se impone sobre una realidad efectiva
que, además de encontrarse continuamente mudando de aspecto,
no se somete a aquél, hay también «desorden».
La realidad efectiva en cualquiera de sus acotaciones puede ad-
mitir multitud de sentidos diversos, aun cuando estos sean ilegíti-
mos (sin que pueda justificarse, a este respecto, prioridad alguna
de unos sobre otros), pero también puede denegarlos (por mucho
que me esfuerce a nadie persuadiré que mi bolígrafo es un auto-
bús con capacidad para doscientos pasajeros) e incluso puede
admitirlos y posteriormente denegarlos (el mar estaba calmado
y se produjo una tempestad). El orden es el caprichoso sentido que
el mundo tiene para nosotros -en cada caso-, cuando ese sentido es
denegado o alterado por la realidad efectiva (o por un nuevo sentido,
tal vez) tiene lugar el «desorden»; que desaparecerá con la impo-
sición de un nuevo sentido y así sucesivamente. Nunca podremos
librarnos de la presencia de ambos, son fruto del ajuste y des-
ajuste de la realidad efectiva en el mundo vivido.
Uno de los asuntos más sorprendentes de esta necesidad de
«orden» del mundo vivido lo representan las denominadas -quizá
desafortunadamente- «entidades matemáticas». Siempre ha sor-
prendido la exactitud y regularidad de éstas, así como el hecho
de que cualquiera, al menos elementalmente, pueda acceder a
ellas (vg. el esclavo del Menon); lo que ha dado lugar a que en
muchas ocasiones se haya hecho de ellas el modelo de conoci-

161
miento por excelencia (Platón, Descartes, Spinoza, Husserl,
Russell, etc.).
Aún cuando no deba entretenerme demasiado con este asun-
to, dedicaré unas líneas a mostrar -desde el punto de vista del
rigor demostrativo- en qué consiste el secreto de la regularidad y el
perfecto «orden» de las matemáticas. Dicho con la mayor breve-
dad: Las «entidades matemáticas» no sólo son sentido (a este res-
pecto no se diferenciarían de las del universo), sino que tan sólo
se refieren al sentido. Son, por así decirlo, construcciones puras de
sentido, ordenaciones puras18. No se trata, sin embargo, de impera-
tivos de sentido, no tienen por qué darse para todo mundo vivido;
ahora bien, en la medida en que siendo sentido se refieren exclusi-
vamente al sentido (son «orden» del «orden», sentido del sentido),
son susceptibles de llegar a darse en cualquier mundo vivido; pues
son indiferentes, tanto a la realidad efectiva, como a cualquier de-
terminación particular de un mundo vivido 19.

§ 37
Enmascaramiento y dominio
de la realidad efectiva

A modo de conclusión a este estudio sobre los fundamentos


constitutivos de las entidades en el mundo vivido, podemos consta-
tar como éstos consisten en un enmascaramiento continuo de la
realidad efectiva. Si bien, ésta se encuentra condicionando (admi-
tiendo o denegando) la constitución del sentido de las entidades;
éste, una vez admitido, ocupa el lugar de aquella, ocultándola
bajo sus ropajes. No obstante, para que podamos vestirla, no
importa cual sea el modelo, el color o el tejido, éste ha de enca-
jar 20 .
Tal enmascaramiento, sin embargo, es totalmente necesario.
Sólo de este modo puede la realidad efectiva formar parte del mundo

(18) Las formas de la geometría, por ejemplo, no dependen de la realidad


efectiva, ni siquiera del universo de entidades, son formas de «orden puro»
(recta, triángulo etc.). La aritmética, por su parte, se apoya en operaciones
(relaciones de sentido) referidas a la unidad (asimilable a la identidad abstraída
de toda determinación), etc.
(19) Para distinguir más explícitamente esta imposición de sentido referida al
propio sentido, de los imperativos de sentido (referidos a la realidad efectiva),
que sí se dan para todo mundo vivido; podemos denominar a aquellas «deriva-
ciones del sentido».
(20) Es la limitación que la realidad efectiva impone a su recubrimiento de
sentido (dejando siempre lugar a múltiples posibilidades).

162
vivido. Tal realidad efectiva sólo es -por así decirlo- cognoscible a
partir del sentido de las entidades con que la revestimos. Conocer,
que en un contexto gnoseontológico viene a equivaler a encontrar
sentido, no implica llegar a la última esencia de esa realidad efectiva,
sino -una vez más, como decía Nietzsche- adquirir dominio so-
bre ella, asimilarla. La constitución de las entidades en el mundo
vivido no se realiza como «reconocimiento» de la realidad efectiva
(éste no es posible), sino imponiéndola un sentido que la encubra
y, en definitiva, nos permita operar con ella21; esto es, como en-
mascaramiento y dominio de la realidad efectiva.

(21) Esto no implica que la única actividad teórica posible sea aquella que
caracteriza al saber-dominio (entre otras, está la propia actividad -ésta- que
descubre la constitución de las entidades en el mundo vivido como dominio de
la realidad efectiva); sino tan sólo poner de relieve como aquello que en su
momento se creyó un acceso a las esencias de la auténtica realidad, no era
sino nuestro modo de dominar la realidad efectiva.

163
164
Capítulo Séptimo

LA CONSTITUCIÓN
DEL MUNDO VIVIDO
§ 38
Acerca de toda investigación que pretenda indagar
en la constitución del mundo vivido

L o primero que deberíamos preguntarnos es, tal vez, si es


posible ocuparnos de la constitución del mundo vivido; esto es, si
tal investigación es factible. Recordemos la paradoja de
Nietzsche -ya mencionada en otra ocasión- que ponía de mani-
fiesto como aquello que es «dato» no puede nunca serlo de sí mis-
mo1. El mundo vivido como tal, sin embargo, no nos presenta la
modalidad de su constitución; muy al contrario, al presentarse
ya constituido, continuamente la encubre. Afortunadamente el
mundo vivido no es «dato» propiamente2 (en tal caso no podríamos
pretender indagar en su constitución sin ahogarnos en la para-
doja de Nietzsche), sino aquello que los «datos radicales» (las vi-
vencias) nos imponen. Son las vivencias, las que nos permiten acce-
der a la constitución del mundo vivido, siendo que la indagación
procede a partir de cuanto éstas nos muestran3. No obstante, a
través de tal indagación sólo es posible acceder, en el mejor de
los casos, al modo en que se constituye el mundo vivido (que al fin
y al cabo es lo que nos interesa); pero, de ninguna manera nos
permitirá averiguar nada relativo a la constitución de las viven-
cias; éstas escapan a nuestras posibilidades más optimistas. En
tanto las vivencias son el dato radical nada pueden mostrarnos
acerca de sí mismas como tales «datos»4 (de nuevo la paradoja de

(1) Algo semejante sostenía Ortega con relación a la noción de «conciencia


de» (propia de la fenomenología), al advertir que toda «conciencia de» no
podría ser nunca conciencia de sí misma (como sostuvo el idealismo).
(2) Siempre puede ser «dato» en sentido impropio, en tanto que, por ejemplo,
sustentador de una elucubración teórica etc.
(3) Adviértase la diferente perspectiva de quien se enfrenta al mundo vivido
como la realidad misma (esto es, tal cual se presenta) y quien lo hace de un
modo crítico, considerándolo en tanto que imposición de las vivencias.
(4) Recuérdese que lo único seguro son ellas mismas y no lo que muestran;
esto último que carece de mayor garantía, al margen de ser lo impuesto por

165
Nietzsche). La constitución de las vivencias queda por completo
oculta a nuestros «ojos» 5 . De ellas nada podemos decir, son
transparentes, nos muestran lo demás; de ellas ya lo hemos dicho
todo -cuanto era posible decir- al reconocerlas como «datos radi-
cales», con todo lo que ello implica.
Jamás podrá llegar a indagarse en la constitución del mundo
vivido si previamente no se le comprende como tal mundo vivido;
esto es, como aquello que nos imponen las vivencias6. Este ha sido el
camino recorrido hasta el momento. En él hemos descubierto: la
estructura del mundo vivido, su composición como actualidad y
mundo latente, la realidad efectiva y, finalmente, los fundamentos
constitutivos de las entidades como imperativos de sentido. Precisa-
mente, será a partir de aquello ya demostrado, desde donde pre-
cederemos a aclarar definitivamente la constitución del mundo vi-
vido. Nos resta analizar como se constituye el sentido en el mundo
vivido para dar por finalizada esta tarea.
Sólo una advertencia más: No es conveniente olvidar que nos
movemos en terreno gnoseontológico y, por tanto, que la indaga-
ción se sitúa en un nivel superior al de las disputas entre lo
gnoseológico y lo ontológico. La presencia de un realidad efectiva
no debe servir de reclamo para una recuperación de la ontología
(en ella no hay entidades, ni esencias que conocer). Como tampoco
el papel del centro de referencia en la constitución del sentido del
mundo vivido ha de entenderse como invitación al retorno de la
teoría del conocimiento (nada tiene que ver ese papel con lo que
tradicionalmente se ha entendido por conocer). Realidad efectiva y
centro de referencia intervienen en la constitución del mundo vivido,
pero esta intervención en nada se parece a la de «conocido» y
«conocedor». Ambos son integrantes indisolubles (salvo de un
modo analítico) del mundo vivido que se constituye gnoseontológi-
camente.

aquellas, difícilmente podrá ilustrarnos la constitución de aquellas; la cual,


forzosamente, permanecerá oculta a nuestros «ojos».
(5) Aprovechando esta misma metáfora del «ojo», podría decirse que las vi-
vencias vienen a ser el «ojo» a partir del cual todo nos es presente, excepto
éste mismo; siendo el caso de que para este «ojo» tampoco tenemos espejos.
(6) De otro modo, convertiríamos al mundo vivido o alguno de sus aspectos
en «dato», invalidando de este modo los resultados.

166
§ 39
El papel del centro de referencia
en la constitución del mundo vivido

Los imperativos de sentido no sólo afectan al universo de entidades,


sino también al mismísimo centro de referencia. A partir de la orga-
nización (unidad interna) del cuerpo como realidad efectiva del centro
de referencia se constituye la identidad de éste. Como en el caso de
las entidades, a pesar de que en esta ocasión se configure a partir
principalmente de la organización y no de la configuración como
sucedía en aquél, esta identidad no es sustentada como descrip-
ción propia -o sea legítima- por la realidad efectiva, en este caso por
el cuerpo (el que siempre presente una cierta unidad interna -or-
ganización- no implica, en ningún caso, que ésta sea la misma).
Se trata, como en aquél caso, de un imperativo de sentido,
presumiblemente previo -y en tanto que previo, fundante- a la
propia identidad de las entidades; ya que, en este caso, el imperativo
de sentido no sólo se apoya en una cierta organización (unidad
interna) de su realidad efectiva, sino también en el factor estructu-
ral de que el mundo vivido siempre gire en torno a un centro de
referencia (aunque ninguno de ambos casos lleve emparejada la
necesidad de que éste sea el mismo); lo cual, ante la menesterosi-
dad de sentido propia de aquél, facilita la consecuente imposición
de la identidad.
La participación de la identidad por parte del centro de referen-
cia, conlleva la del resto de los imperativos de sentido que afectaban a
las entidades. Si bien, ahora, con las particularidades propias del
centro de referencia. A partir de estos imperativos de sentido y los pro-
pios de las entidades (por supuesto, organizados en torno a la rea-
lidad efectiva) se constituye el centro de referencia como sujeto; esto
es, como encontrándose en el universo de entidades y atendiendo a
él, viviéndolo en definitiva. Tal constitución del centro de referencia
como sujeto tiene su fundamento último en el papel del cuerpo
como mediatizador de la realidad efectiva; sin embargo, precisa
para su constitución de los imperativos de sentido; es más, es un
imperativo de sentido, presumi-blemente el último de ellos. Del mis-
mo modo en que las entidades encuentran su fundamento último
en la realidad efectiva, pero precisan de los imperativos de sentido para
constituirse como tales, el sujeto encuentra su fundamento últi-
mo en el cuerpo (que no olvidemos es la realidad efectiva del centro de
referencia), pero precisa igualmente de los imperativos de sentido para
constituirse como tal. La constitución del universo de entidades

167
conlleva pareja la del sujeto7 como posición desde la cual es con-
templado. La trascendentalidad e independencia mutuas confor-
me a las cuales se constituyen las entidades, por un lado, y el suje-
to, por otro, van a ocultar la condición del mundo vivido como tal
mundo vivido.
A partir de la constitución del centro de referencia como sujeto,
las potencialidades del mundo vivido se convierten en, por así de-
cirlo, «facultades» de aquel; esto es, se presentan como propias
del sujeto así constituido8. Tras un análisis exhaustivo, éstas son:
1ª) La «facultad sensible»: aquella que permite que la realidad efecti-
va aparezca ante el centro de referencia (se limita a presentarla, sin
poder ejercer influencia o modificación alguna, aunque siempre
podamos mirar para otro lado o cerrar los ojos). 2ª) La «facultad
de sentido»: aquella que encuentra9 y produce sentido, la que res-
ponde a la necesidad de sentido; esto es, aquella que permite al
sujeto ordenar, interpretar, hacer significativo el mundo en el
que se encuentra. 3ª) La «facultad de retención»: aquella que per-
mite la posibilidad del mundo latente. Al margen del propio papel
del mundo latente, el que algo sea propiamente una retención o no,
depende de que así se nos presente; sin que sea estrictamente
necesario que responda a un momento anterior del mundo vivido10;
en cualquier caso, sólo el sentido es susceptible de retención, nun-
ca la realidad efectiva; ni tan siquiera arropada de sentido, cual suce-
de en la efectiva presencia11. 4ª) La «facultad de combinación»: aque-
lla que permite que el mundo latente influya en la constitución del
sentido de la actualidad del mundo vivido y, a su vez, que el sentido

(7) Es curioso que, contra toda forma de idealismo, el sujeto precise para su
constitución de la constitución previa de las entidades.
(8) Espero que las líneas anteriores hayan dejado bien claro que no se trata de
que el centro de referencia, sea propiamente sujeto, sino que así se constituye
por imperativo de sentido (sin identidad y sin una cierta permanencia de las
entidades no puede haber sujeto).
(9) Considero más preciso decir que «encuentra» el sentido, refiriéndose es-
trictamente al centro de referencia -y no al mundo vivido-, que decir «dota» de
sentido; pues su actividad responde más a un «encontrar» (al que su participa-
ción no es indiferente) y actuar en consecuencia, que a un creativo (y cons-
ciente) «dotar». El sentido no lo inventamos propiamente, lo encontramos ya
en las entidades. Sólo la reflexión posterior problematiza y destaca el papel del
centro de referencia. Tampoco, en este sentido, es menester destacar determina-
das categorías (al modo de Aristóteles o Kant) como modalidades del senti-
do. Pues, vendría a ser una clasificación según sentido del encontrar sentido
(un proceso siempre convencional e innecesario).
(10) Bertrand Russell, ponía el ejemplo de alguien que comenzara a existir tan
sólo cinco minutos antes, pero con todos los recuerdos de un adulto. No
habría diferencia alguna con aquel otro que supuestamente si los vivió.
(11) Esto es, sólo permite al sentido ingresar en el mundo latente.

168
propio de la actualidad del mundo vivido pueda ingresar en el mun-
do latente, reorganizándolo; esto es, dotándolo de nuevo sentido12.
5ª) La «facultad volitiva»: aquella que permite la presencia de
distintas posibilidades de actuación a las que efectivamente pue-
do acceder y entre las que puedo escoger (en tanto que centro de
referencia). Tal «facultad volitiva» tiene dos tipos de limitaciones:
unas las debidas a la realidad efectiva (puedo querer volar, pero por
mucho que agite los brazos no lo conseguiré; querría estar ahora
mismo en París pero, estando en estos momentos en Santiago de
Compostela, no es posible); las otras derivadas del mundo vivido,
en tanto el sujeto sólo puede escoger entre las distintas posibili-
dades que éste efectivamente le ofrece (por ejemplo, me ofrece la
posibilidad de seguir redactando esto o descansar un poco etc.,
pero hasta ahora no me había presentado la posibilidad de po-
nerme a bailar sobre la mesa y gritar como Tarzan -aun cuando
desde el punto de vista de la realidad efectiva fuera factible-) 13. Con
esta «facultad volitiva» se termina la lista de las potencialidades
del sujeto. No pude encontrar ninguna más; si bien, si di con dos
instrumentaliza-ciones de estas «facultades» (no son propiamen-
te potencialidades, sino modalidades de utilización de las ya se-
ñaladas), consistentes ambas en construir nuevos sentidos a par-
tir de los ya dados. La primera (el orden es aleatorio), es aquella

(12) De algún modo, el mundo latente se encuentra continuamente


reconstruyéndose, renovando su sentido, según las propias modificaciones de
la actualidad del mundo vivido; en este sentido, todo recuerdo es reconstruc-
ción. No obstante, últimamente, esta facultad me parece innecesaria y que
bastaría con incluir en la «facultad de sentido» la influencia del mundo latente;
ya que la otra dirección es, de algún modo, recogida por la «facultad de
retención». Finalmente, me he decidido por conservarla, aunque quizá se trate
tan sólo de un cariño paternal.
(13) Esto deja fuera de lugar las dos posiciones, históricamente encontradas,
en torno a las posibilidades de volición: el «determinismo» que las negaba y
la «libre voluntad» que las hacía absolutas. Tanto uno como la otra sólo pue-
den sostenerse a priori, como presuposición del carácter propio de la voli-
ción. Desde el punto de vista del rigor demostrativo, ambas posturas son
insostenibles. El «determinismo» nunca podrá probarse en tanto el mundo vivi-
do me ofrezca diferentes posibilidades de actuación (puedo mover esta mano
a la derecha, ahora a la izquierda, puedo sentarme encima de la mesa, poner-
me la bata o escuchar música). Pero tampoco podrá hacerlo la «libre volun-
tad», en tanto sólo puedo escoger entre aquellas posibilidades que se me
imponen en el mundo vivido, siendo vedadas el resto de las opciones supues-
tamente posibles (hace un momento el mundo vivido no me ofrecía la posibili-
dad de coger el manuscrito de la Crítica de la realidad establecida de su estante
y quemarlo -seguramente más de uno se habría sentido aliviado-, ni tampoco
orinar en la moqueta etc.; aun cuando eran «supuestamente» acciones posi-
bles). Cómo se constituyen esas posibilidades que ofrece el mundo vivido es
tarea para una Crítica del valor establecido (sin el cual esta investigación queda-
ría coja); por ahora, nos bastará con constatar el papel de la «volición».

169
en que los nuevos sentidos se derivan de los ya dados (como impli-
cación del sentido previo), la denominaré instrumentalización re-
flexiva. La otra, es aquella en la que los nuevos sentidos se cons-
truyen azarosamente, como combinación de los ya dados, la lla-
maré instrumentalización imaginativa14.
El papel del centro de referencia, así constituido, conjuntamente
con el de la realidad efectiva son cruciales en la constitución del
sentido en el mundo vivido. De hecho, estricta y rigurosamente ha-
blando, el mundo vivido se constituye a partir de la «interacción»
del centro de referencia con la realidad efectiva (estrictamente, con
aquella porción de realidad efectiva de su «entorno»), constituidos
a su vez, aquél como sujeto, ésta como entorno inmediato de entidades
Esto es, en definitiva, el sentido se constituye a partir de la realidad
efectiva y los imperativos de sentido, como interacción del sujeto en el
entorno inmediato de entidades conforme a la actividad propia de las
facultades de aquél antes mencionadas15.

§ 40
El entorno de individuos

En el entorno inmediato de entidades, el centro de referencia constitui-


do como sujeto no encuentra nada semejante a sí mismo como tal
sujeto. Sólo encuentra, como exteriores e independientes de él,
aquello mismo que define su entorno: entidades. Si bien, hay un
tipo muy particular de entidades de las que cabe esperar respuesta
(si le damos una patada a alguien es presumible que se queje y
quizá hasta que nos la devuelva), que actúan con las entidades de
nuestro entorno y se atienen a ellas: son los otros.
En el interactuar con ellos, el sujeto se reconoce semejante -tal
vez en su configuración externa- a, al menos, algunas de esas
entidades que hemos denominado otros: son los «individuos»16. Es

(14) Aunque afecte a muchos esquemas preconcebidos, no se me ocurre


ninguna razón para negarles esas facultades, incluso esas instrumentalizacio-
nes, a la mayoría de los animales. Claro que, tampoco puedo demostrar que
las tengan (como no puedo hacerlo del «vecino»), aunque sí sea presumible.
(15) De por sí, esto ya explicaría las enormes diferencias de sentido que pue-
den darse de un mundo vivido a otro (en tanto el contacto con la realidad
efectiva no es nunca el mismo y las divergencias de sentido generan nuevas
diferencias). No obstante, éstas, así como muchas de las coincidencias podrán
entenderse mejor cuando veamos el papel que en la constitución de sentido
juega ese entorno inmediato de entidades, constituido como entorno de individuos
y los usos que de aquel se derivan.
(16) No todos los otros se constituyen necesariamente como «individuos»
(por lo general no ocurre así; vg. un perro etc.); pero sí algunos de ellos,

170
en este punto, donde se produce la primera transposición. Aque-
lla que hace -en virtud de la semejanza encontrada- que el centro
de referencia se constituya, a su vez, en entidad, en «individuo». La
constitución del centro de referencia en individuo conlleva empare-
jada, como segunda transposición, la constitución de los indivi-
duos en sujetos -en virtud de aquella misma semejanza-17. A par-
tir de estos momentos el centro de referencia deja de ser el centro del
universo (que no del mundo vivido) para convertirse en uno más de
sus focos.
De este modo, el mundo vivido pasa a constituirse a partir de la
interacción del sujeto con su entorno inmediato, que ya no es
simplemente un entorno de entidades sino, fundamentalmente, un
entorno de individuos. El sentido, pues, se constituye a partir de la
actuación del centro de referencia en el entorno de individuos,
interactuando con éstos. Tal actuar aparece ahora medido según
el actuar de los demás -de los otros individuos- y de cómo los
demás esperan que actuemos (sigamos o no ese actuar). Así, la
constitución de sentido se encuentra permanentemente condicio-
nada por la actuación de los individuos en el entorno (tanto la
relativa a las entidades o a terceros individuos, como para con el
propio centro de referencia) y la propia actuación en el mismo del
centro de referencia.
Fruto de esta interacción con el entorno de individuos (y de estos
entre sí) son los usos18. Para realizar una aproximación explicati-
va al concepto técnico de uso es preciso que lo comparemos con
otra noción: «costumbre». Por costumbre vamos a entender todo
aquello que el sujeto realiza con cierta frecuencia (que suele lle-
var a cabo en su actividad cotidiana), por ejemplo, hacer
pajaritas de papel en la bañera. Se dan, sin embargo, ciertas cos-
tumbres que no son particulares, sin más, del centro de referencia;
esto es, que suelen ser practicadas y se esperan de nosotros en un
determinado entorno de individuos (de hecho, no seguirlas puede
ocasionarnos -en muchos casos- un grave perjuicio): son los usos.

entre los que el centro de referencia puede encontrar relaciones de semejanza.


(17) La constitución de los otros como «individuos» y como sujetos (especial-
mente ésta última), no implica un acceso a su mundo vivido. Éste sigue perma-
neciendo oculto al nuestro, en cada caso, y ni siquiera podemos probar que
lo haya. Lo que no es óbice para que, en virtud de la transposición menciona-
da, el centro de referencia se constituya en «individuo» y, como consecuencia
de esto, los «individuos» -en tanto el centro de referencia lo es- se constitu-
yan en sujetos.
(18) Tomo esta expresión, en lo fundamental, de Ortega, con quien a este
respecto -como en otros asuntos- tengo una importante deuda.

171
Esta modalidad de costumbre, como «costumbre social», que son
los usos19 consiste en todo aquello que realizamos, que hacemos,
porque lo hacen los demás, porque así se establece (explícita o
implícitamente, es lo de menos) o simplemente porque así lo es-
peran los demás. Usos son desde los simples como el saludo (ana-
lizado excelentemente por Ortega), hasta salir vestido cuando
hace un calor insoportable, no vestir de acuerdo a la moda del
siglo XVI (en algunos casos, ni a la del año pasado), poder hacer
lo anterior en el escenario de un teatro o en carnavales etc. uso es
también comer sobre un plato y con cubiertos; uso son las con-
cretas grafías que utilizo en estas líneas; uso es, en definitiva, el
lenguaje o ir a defecar a los servicios. En cualquier caso, los usos
(que, no olvidemos, se constituyen a partir de la interacción del
centro de referencia con el entorno de individuos) son el acontecimiento
social por excelencia, lo que define propiamente un entorno de indi-
viduos20.
Los usos se constituyen mediante la participación de los otros
constituidos como individuos y sujetos, en el entorno inmediato de

(19) No debe confundirse esta utilización técnica del término uso, con el
sentido del vocablo como instrumentalización (como cuando decimos la baye-
ta se usa para limpiar); pues, aunque sean sentidos familiares, éste último no
recoge el sentido social de aquél.
(20) Hemos hablado en todo momento de entorno de individuos y no de socie-
dad o «entidad social», aparte de por exigencias del «rigor», para evitar ciertos
equívocos que suelen acompañar a estas nociones. La «entidad social» sea
ésta un instituto, un hospital o una nación, se constituye como cualquier otra
sobre una cierta realidad efectiva, sólo que en este caso la carga de sentido es
más abundante y aleatoria. Puede decirse que un instituto o un hospital no son
una serie de entidades e individuos puestos unos junto a otros, sino su particu-
lar forma de interaccionar y organizarse; lo que, de algún modo, los convier-
te en una entidad diferente de las que lo componen y de la que cabe que se
constituya con sentido propio en el mundo vivido. Pero, ¿qué sucede cuando
en lugar de referirnos a un hospital o a un instituto, hablamos de una nación?
¿Qué fundamento de realidad efectiva tiene una nación? El sentido de entidades
de este tipo es extremadamente arbitrario y sobrecargado por el papel de los
usos, siendo una construcción suya. El colmo de estas extrapolaciones se lo
lleva el mito de la sociedad pensante, tan reiteradamente utilizado en nuestros
días. De este modo, parece como si esa sociedad (en buena medida, una
entelequia fabricada a partir del uso) tuviese honor, voluntad propia e incluso
pensase. Esta no es sino una inadecuada transposición de la subjetividad a la
«entidad social». En el fondo, se trata de construcciones de sentido que muy
poco o nada tienen que ver con una realidad efectiva. Podría ser interesante
analizar la sociedad desde el punto de vista de su realidad efectiva, como
producto de la interacción de los individuos. Nociones como «poder» (hasta
ahora un fantasma muy significativo) podrían anclarse rigurosamente en térmi-
nos de realidad efectiva; en este caso, como «interacción». Detentar no el
poder (que como tal sería impersonal forzosamente) significaría las mayores
o menores posibilidades de controlar, en la actualidad, determinada
interacción. etc.

172
entidades La convivencia con el otro requiere siempre de unos usos,
no importa cuales sean concretamente éstos, pero, o bien se sus-
tenta sobre unos usos ya constituidos, o bien constituye unos
nuevos (o ambas cosas). Supongamos que alguien de nuestro en-
torno social es abandonado en una isla desierta, en algún lugar
remoto de la Tierra, junto a él abandonan a un habitante de una
tribu perdida, que desconoce absolutamente todo lo relativo a la
cultura occidental; pues bien, abandonados a su suerte, puede
suceder que se maten o uno se coma al otro, pero si consiguen
superar la hostilidad inicial a lo desconocido y conviven
armónicamente en la isla, comenzarán a generar sus propios
usos, comunes a ambos (independientemente de que el trato sea
amistoso o distante). En el origen de las divergencias culturales
encontraremos siempre usos diferentes.
Toda relación con los otros en el entorno inmediato de entidades
precisa de unos usos (constituidos o por constituir), de un sentido
común otorgado a sus acciones y a las nuestras, a partir de los
cuales sea posible entendernos (a este respecto los otros tanto
pueden ser: un vecino, un amigo, un desconocido, un indígena de
una tribu perdida o, incluso, un animal de compañía, etc.). Tal
constitución, la de los usos, además de realizarse a partir de nues-
tra actividad y la de los otros en el entorno inmediato de entidades
resulta siempre mediatizada por la realidad efectiva y los imperati-
vos de sentido, que, al ser aspectos comunes a todo mundo vivido,
permiten sustentar la constitución de un sentido relativamente
común a las acciones; el cual fundamenta, a su vez, la constitu-
ción de los usos como tales.

§ 41
La condición social
del mundo vivido

Quizá más que de entorno de individuos deberíamos haber ha-


blado -en el parágrafo anterior- de entornos de individuos, puesto
que no se trata de un acontecimiento único. El centro de referencia
puede participar de varios entornos de individuos, siendo el caso que
cada uno de ellos genera y tiene sus propios usos, que pueden ser
semejantes a otros en algunos aspectos y específicos en otros. A
aquellos entornos de individuos de los que el «sujeto» puede partici-
par los denominaremos, en tanto tienen sus propios usos, mundos
sociales. Los cuales, a su vez, (y al margen de que el centro de
referencia pueda participar de varios de ellos), no se encuentran

173
aislados, sino que en cierta medida participan unos de otros21. De
este modo, podemos hablar, por ejemplo, del «mundo social» de
los químicos, de los farmacéuticos, de los filósofos etc.; pero tam-
bién del «mundo social» de los habitantes de determinados su-
burbios, de los que viven en las grandes urbes europeas, de los
habitantes del rural gallego o de los que malviven en los desier-
tos de Etiopía; del «mundo social» de los sanitarios, de aquellos
que profesan determinada confesión religiosa, de los rockeros, de
la policía etc.
El sentido, vimos, se constituye en el trato del centro de referencia
con su entorno inmediato, a partir de su actividad en él; los usos
que no son sólo de por sí sentido (en tanto a su constitución como
tales usos), sino que también marcan un modo de actuar para con
el «entorno», condicionan esa constitución de sentido. De este
modo, los mundos sociales y más concretamente los usos partici-
pan activamente en la constitución del mundo vivido. La interac-
ción del sujeto con su entorno se encuentra orientada por el uso
que lo impregna de sentido. Piénsese, por ejemplo, en qué entende-
mos por «silla», por «mesa», por cómo deben ser los baños, cómo
la distribución de una habitación, cómo un libro; pero también
porque el sonido «silla» evoca el sentido de la entidad [silla] o la
grafía «mesa» el sentido de [mesa], o por qué 1492 es la fecha del
descubrimiento de América etc. Posiblemente, la aportación de
los usos a la constitución del mundo vivido presenta mayor rele-
vancia en los denominados genéricamente «productos cultura-
les» y, entre éstos, especialmente en el uso de los usos: el lenguaje.
La contribución de los usos a la constitución del sentido en el
mundo vivido implica la condición social de éste. No obstante, los
usos no son la única mediación de los individuos en la constitu-
ción del mundo vivido; si bien, generalmente, toda otra influencia
de los individuos en la constitución del mundo vivido se encuentra
mediatizada por los usos; esto es, se realiza a partir de ciertos
usos compartidos y especialmente a partir del uso del lenguaje.
Estas situaciones en las que se da (más allá de la estricta consti-
tución del uso, aunque a partir de él) la mediación de otros indi-
viduos en la constitución del sentido en el mundo vivido, son muy
frecuentes y, por lo general, están continuamente aconteciéndo-
nos; son del tipo de cuando, por ejemplo, un amigo nos narra
algo que le aconteció el día anterior, cuando leemos un libro,
cuando un profesor explica una teoría, cuando vemos las noticias

(21) Pero, incluso entre los que participan de un mismo mundo social no
tienen porqué hacerlo del mismo modo.

174
por la televisión o las escuchamos por la radio -pero también
cuando vemos una película o simplemente un espacio de dibujos
animados etc.-, cuando simplemente conversamos con alguien
etc. En tales casos, se nos presentan -relativamente- nuevos senti-
dos acerca del mundo (independientemente de nuestra confianza
en la fuente, pues ésta se plasmará en la propia constitución del
sentido) que influyen en la constitución del propio mundo vivido22.
No obstante, no debe olvidarse que esta mediación de los indivi-
duos en la constitución del mundo vivido sólo es posible a partir de
los usos23.

§ 42
El lenguaje como
uso entre los usos

Sólo se me ocurre un modo de comenzar este parágrafo; y es


con un interrogante: ¿qué es o en qué consiste el lenguaje? Tan
convencidos solemos estar de su aproblematicidad, que a más de
uno le extrañará que nos hagamos cuestión de algo tan consabi-
do. Sin embargo, creo no equivocarme si digo, que nada ha pasa-
do tan desapercibido, tan ajeno a nosotros que aquello en lo que
el lenguaje consiste. Trataremos de ser especialmente rigurosos a
este respecto.
¿Cómo encuentro el lenguaje en el mundo vivido? Éste puede ser
un camino, tan bueno como cualquier otro, para indagar en este
asunto. Por lo pronto, tomemos un caso concreto; por ejemplo,
una amiga que me pregunta por el informativo de ayer 24. Ella me
dice: «¿viste el informativo de anoche?» Aparte de que efectiva-
mente viese o no el citado informativo ¿Qué tengo ahí? ¿En qué
consiste «¿viste el informativo de anoche?»? Desde el punto de
vista de la realidad efectiva, que es lo único que de común -conjun-
tamente con los imperativos de sentido- podemos tener aquella «in-
dividuo» y yo (en tanto que centro de referencia), no son sino una

(22) Podemos no dar el más mínimo crédito a una historia que nos relatan;
pero, no por ello dejará de tener sentido; en este caso, como «cuento del
narrador».
(23) De ahí que sea precisamente la constitución de los usos (al menos, de
algunos) el primer resultado de la interacción en el entorno de individuos; esto
es, la primera mediación de los otros en la constitución del mundo vivido.
(24) En la edición anterior tomé como ejemplo la primera situación lingüística
con que me encontré al redactarlo; por ser ésta un tanto atípica opté por
sustituirla. El lector puede hacer otro tanto con esta última, ya que es irrele-
vante.

175
serie de «ruidos», que se me presentan con un cierto sentido; en
primer lugar, con el sentido de ser lenguaje (distinguiéndolos, por
tanto, de otros ruidos) y, en segundo lugar, con el sentido de sonar
como: «¿viste el informativo de anoche?» [póngasele voz en cas-
tellano]; esto es, como las determinadas palabras de la sentencia,
indiferentemente de cual sea su tonalidad o intensidad. Todo ello,
inmerso en el sentido en que se me presenta la circunstancia, evo-
ca a su vez el sentido de cuestionarse si yo he visto el informativo
y, posiblemente evoque también, si quiero o no contestar a la
pregunta o el sentido de aquello que suscita su interés, etc.. Éste,
como cualquier otro ejemplo que pudiera ocurrírsenos, nos lleva,
así analizado, a la primera gran cuestión que, desde el punto de
vista del rigor demostrativo, podemos hacernos: ¿Cómo se constitu-
ye el lenguaje en el mundo vivido?
El lenguaje se constituye en el mundo vivido, ya lo anunciamos,
como uso; siendo su constitución, por tanto, semejante a la de los
otros usos. En todos los casos los usos se constituyen a partir de la
actividad de los individuos en el entorno, lo mismo sucede en el
caso del lenguaje; si bien, éste presenta algunas peculiaridades.
En primer lugar, su constitución se da en dos niveles (lo que no
implica que ambos niveles no se den conjuntamente): el propio de
su constitución como lenguaje (como entidad lingüística) y el de su
función vehicular de sentido. En la presencia -llamémosle- plena del
lenguaje en el mundo vivido, ambos niveles se dan íntimamente
ligados, formando un todo; del que, sin embargo, siguen siendo
distinguibles, analíticamente, los niveles señalados. Incluso,
cuando la presencia del lenguaje no es plena (en el sentido antes
aludido), como -por ejemplo- cuando escuchamos un idioma ex-
tranjero que reconocemos como tal pero no entendemos, puede
darse aquel tan sólo y parcialmente en el primero de los niveles
(en otras ocasiones, aunque resulte más aparatoso, también pue-
de resultar al revés).
Comencemos, pues, con la constitución del lenguaje en el pri-
mero de sus niveles, como entidad lingüística. El lenguaje se consti-
tuye, a este nivel, a partir del uso en el entorno de individuos de
ciertos «ruidos» o «manchas» fundamentalmente. Derivado de la
utilización comunicativa que se les da se imprime su sentido como
lenguaje. Estas entidades lingüísticas precisan para su constitución
de un substrato de realidad efectiva sobre el que apoyarse (ruidos,
manchas...) y sin el cual no son posibles. Toda presencia del len-
guaje en el entorno de individuos, sólo puede darse bajo un soporte
de realidad efectiva; sólo, en el caso de que se de para el propio

176
centro de referencia -en exclusiva-, en la modalidad de la representa-
ción, es posible la presencia del lenguaje sin soporte de realidad
efectiva (si bien, en este caso, suele tratarse de lenguaje ya consti-
tuido). Sobre ésta realidad efectiva (ruidos, manchas...) constituida
como lenguaje, se imprime el sentido que permite su reconoci-
miento e identificación, al margen de las variaciones de la realidad
efectiva, tales como el tono, el tipo de voz, el color de la tinta o el
tipo de letra etc. (manchas y ruidos se convierten, por así decirlo,
en «grafías» y «sonidos»). Hasta aquí, el proceso de constitución
de las entidades lingüísticas tiene lugar de un modo semejante, sal-
vando las especificidades, a como ocurría con las entidades de uni-
verso. Incluso, la propia organización de las entidades lingüísticas
se atiene no sólo a los usos, sino también a los propios imperativos
de sentido. A este nivel, tan sólo los distingue, más que su carácter
convencional (esto es, ser un producto generado por los usos), su
pretensión, su utilización comunicativa.
La entidad lingüística es tan sólo el esqueleto sobre el que se
asienta el lenguaje; éste no será propiamente tal si no contempla-
mos su constitución, en un segundo nivel, como «vehículo de sen-
tido». Considero, a este respecto, decisivo destacar, en primer tér-
mino, que el lenguaje no se constituye propiamente como sentido,
al margen de su constitución como entidad lingüística, sino como
referido a un sentido25. Sin embargo, de este sentido al que hacen
referencia las entidades lingüísticas no tengo nada más que su uso.
No hay modo de que en el entorno de individuos se me presenten
algo más que unos ruidos o manchas constituidos como entidades
lingüísticas y su uso en relación con el entorno (recuérdese que de

(25) Conviene relegar al olvido las principales confusiones que han padecido
las concepciones del lenguaje, en especial la filosofía del lenguaje y la se-
miótica de este siglo. En primer lugar, al pretender estudiar el lenguaje al
margen de su contexto, de su darse en un mundo, con todas las connotacio-
nes gnoseontológicas que ello conlleva, han hecho del lenguaje el «gran
gato pardo», «todo es lenguaje», «el mundo entero es lenguaje». Han confun-
dido sentido con lenguaje, se han olvidado de indagar en su constitución y
constatar que éste es convencional, derivado de los usos. Han creído en el
significado propio e intrínseco del lenguaje (gran ilusión óptica, apoyada por
la existencia de diccionarios, que al fin y al cabo se limitan a poner unas
grafías en relación con otras) e, incluso, en un lenguaje más allá del mundo
vivido y sus determinaciones, en una especie de «cosmos noetos» platónico
o «tercer mundo» a lo Popper o Frege. Estimo que ésta ha sido quizá una de
las consecuencias de la sobreespecialización que la filosofía, en un burdo
intento de imitar a las ciencias, ha practicado en éste siglo. Pues, ya en el
siglo XIX, un pensador de la talla de Nietzsche, había puesto de manifiesto el
carácter propiamente metafórico de todo lenguaje. Lo que, traducido, signifi-
ca que el lenguaje no tiene un sentido propio, sino que es su dinámica la de
una metáfora donde un sonido ocupa el lugar de lo representado.

177
ninguna manera tengo acceso a otros mundos vividos ni, por tanto,
a los sentidos de otros, si no es a partir de la realidad efectiva y el
sentido de mi propio mundo vivido, en cada caso). El sentido al que
hace referencia el lenguaje es siempre el sentido del propio mundo
vivido (el lenguaje, de por sí, jamás fabrica sentido, si bien si puede
intervenir en sus procesos de producción, como -por ejemplo- en
la reflexión etc.). Es el uso el que permite a las entidades lingüísticas
vehicular el sentido del mundo vivido26.
Conviene aclarar lo que esto significa27. Partiendo de cómo uti-
lizan los individuos del entorno aquello que se me presenta como
lenguaje (como entidades lingüísticas, condición indispensable),
conforme a ciertos usos, para referirse a las entidades, al actuar
para con ellas o para con otros individuos; partiendo de cómo
suelen utilizarlo los demás y cómo esperan que yo lo haga, el
lenguaje se constituye como uso, referido siempre a aconteci-
mientos y situaciones de mi propio mundo vivido, en cada caso.
Cuando escucho, por ejemplo, el sonido «mesa» acude a mi
presencia, conjuntamente con esta entidad lingüística el sentido de
la entidad mesa (nunca su realidad efectiva, a menos por supuesto
que la tenga delante, pues el lenguaje, que precisa un soporte de
realidad efectiva, sólo puede vehicular sentido) ¿Por qué sucede así?
¿porque el ruido «mesa» posee intrínsecamente el sentido de esa
entidad, usualmente de cuatro patas y sobre la que acostumbro a
leer, escribir, comer etc.? No, en absoluto. Su origen no es otro
que la continua utilización por parte de los individuos de ese
sonido para referirse a la entidad de mi mundo vivido, «mesa». Del
mismo modo, se constituyen las demás denominaciones, inclui-
das las más abstractas (si bien el uso puede encontrarse por vía

(26) Si bien, en la relación del centro de referencia consigo mismo, no es


preciso la participación del uso para que las entidades lingüísticas vehiculen
sentido; ya que puede en todo momento innovar en su utilización y relacionar-
la con nuevos sentidos. Sin embargo, nadie podrá entenderle, a menos que se
reserve esto para una escueta noción -a ser posible de un modo explícito- y
en lo demás se atenga al uso; pues, aquellas entidades lingüísticas no podrían
vehicular sentido alguno que se asemeje en otros posibles mundos vividos.
(27) Compréndase que son muchos años de investigaciones, en algunos ca-
sos aún por pulir, y muy reducido el espacio con que cuento para sintetizar-
las. De ahí que en ocasiones, pese a mis esfuerzos en sentido contrario, lo
expuesto no goce de toda la claridad que precisa. No obstante, estoy prepa-
rando otra edición más extensa y detallada, de la que ya completé el primer
volumen, que, en buena medida, ha servido de base a la redacción de los tres
primeros capítulos de este texto. [Nota a la segunda edición: últimamente me
he decidido por no completar aquella obra, cuya estructura era idéntica a ésta,
y dejar los posteriores desarrollos de los temas aquí investigados para un
próximo tratado sobre la ciencia fenomenológica].

178
indirecta, como en el caso de la lectura etc.) y los enunciados que
a partir de aquellas se constituyen. En todos los casos, el sentido al
que hacen referencia (vehiculan), relativamente identificable, lo
toman del mundo vivido.
En tanto no hay un único entorno de individuos, también el len-
guaje, uso entre los usos, se constituye según los mundos sociales.
De este modo, no sólo se dan diferentes idiomas28, sino que tam-
bién lo que denominamos comúnmente un mismo idioma puede
tener diferentes usos (y ser, en este sentido, diferentes lenguajes)
conforme a los distintos mundos sociales. De este modo, los quími-
cos tienen su propio lenguaje y lo mismo sucede con los filósofos
o los sanitarios, pero también con los habitantes de ciertos su-
burbios urbanos, la «jet set» o los políticos. Sólo en la medida en
que comparten ciertos usos referidos a unas determinadas entida-
des lingüísticas puede hablarse de una misma lengua.

§ 43
El papel del lenguaje en la
constitución del mundo vivido

Hemos puesto de manifiesto, en el parágrafo anterior, como el


lenguaje no crea, ni introduce, sentido en el mundo vivido, sino que
vehicula el propio sentido de éste (esto es, el lenguaje cobra sentido
a partir del sentido propio del mundo vivido en que se presenta);
pero sí puede intervenir -e interviene de hecho- en la constitu-
ción de sentido en el mundo vivido. Trataremos de indagar, en el
presente parágrafo, acerca de cual es su papel en esta empresa.
Comenzaremos destacando el carácter «circunstancial» de la
presencia del lenguaje en el mundo vivido. El sentido vehiculado por
el lenguaje no sólo lo toma del mundo vivido, sino que se ciñe (so-
mete) a la situación del mundo vivido en que acontece, que contri-
buye a su determinación como tal; esto es, la presencia del len-
guaje en el mundo vivido no es indiferente del «quien», «cuando»,
«donde» y «cómo». De este modo, atendiendo a su carácter cir-
cunstancial, el lenguaje vehicula y, por así decirlo, adquiere su
(28) El grave problema que supone siempre la traducción, no reside tanto en
la utilización de diferentes entidades lingüísticas, como por ejemplo «table»
por «mesa», cuanto en los «usos», cuando éstos no coinciden y, por tanto, no
hay modo de vehicular el mismo sentido. Posiblemente haya una mayor dife-
rencia de sentido en la mención a la entidad mesa, entre un mendigo y un
multimillonario que utilizan la misma entidad lingüística para referirse a ella,
que entre dos individuos con semejantes profesiones y nivel adquisitivo,
utilizando «table» el uno y «mesa» el otro.

179
sentido en un determinado momento del mundo vivido (en aquel en
que se presenta). Siendo esta presencia (del lenguaje) condiciona-
da tanto por el mundo latente (al que remite y del que cobra sentido),
como por los acontecimientos que caracterizan esa actualidad del
mundo vivido (que constituyen puntualmente su circunstancia). La
configuración puntual del sentido del lenguaje a partir de su pre-
sencia en el mundo vivido, nos permitirá comprender sus contribu-
ciones a la constitución de éste.
El lenguaje, pese a adquirir un sentido constituido a partir del
propio del mundo vivido, no se encuentra «impedido» para cons-
truir nuevos sentidos; todo lo contrario, al establecer continua-
mente nuevas relaciones entre los sentidos previos (que toma del
mundo vivido) genera reiteradamente nuevos sentidos sobre aque-
llos. Prácticamente, cualquier situación en la que intervengan en-
tidades lingüísticas nos sirve de ejemplo (siempre y cuando el centro
de referencia participe de sus respectivos usos), como atender al
telediario, escuchar el relato de un amigo, el último libro que he-
mos leído etc.
El sentido que vehiculan las entidades lingüísticas, en todos los
casos, corresponde -atendiendo a su carácter circunstancial- al
sentido del propio mundo vivido. De este modo, si hablan -por ejem-
plo- de «volcanes», será el sentido que éstos tengan en nuestro
propio mundo vivido el que vehiculen las respectivas entidades
lingüísticas; lo mismo sucede si nos hablan de «mesa», «libertad»,
«marxismo», «partos» o «gamusinos» etc. Pero, a partir de esa
presencia del lenguaje en el mundo vivido, en la que su sentido se
organiza conforme al de éste, pueden introducirse nuevos senti-
dos; en tanto se establecen nuevas relaciones entre los sentidos
previos, que los generan. Como la noticia de que, atendiendo a los
anteriores ejemplos, el «volcán» ¥ ha entrado en erupción, nues-
tro hermano se ha comprado una «mesa» nueva, los estudiantes
chinos reclaman mayor «libertad», el «marxismo» ha caído en el
Este, una amiga nuestra está de «parto» o a determinado pardillo
le han invitado a cazar «gamusinos». Creo que estos ejemplos
son suficientes para mostrar como la principal importancia del
lenguaje no radica solamente en vehicular sentido, sino en permitir
constituir sentidos nuevos a partir de otros ya constituidos. De
aquí arranca su papel mediador en la constitución del mundo vivi-
do. Cuya concreción habremos de analizar más detenidamente.
El hecho de permitir la constitución de sentidos nuevos a partir
de los ya constituidos hace del lenguaje el gran creador y
objetivador de realidades (y también de pensamientos o fanta-

180
sías). El lenguaje puede objetivar realidades en tanto trae ante
nosotros situaciones ajenas a nuestro «entorno inmediato»
(pues, al vehicular sentido permite traer ante nosotros entidades y
situaciones nuevas); pero, en tanto así lo hace, también puede,
sencillamente, inventarlas; pues, la constitución de nuevos senti-
dos, nuevas realidades o situaciones, no implica necesariamente
su constitución como tales en el, por así decirlo, mundo vivido del
narrador (pero tampoco en el del oyente). Lo mismo cabe decir en
el caso de pensamientos (desde el más riguroso al más extrafala-
rio) o fantasías, donde también actúa como catalizador en su
constitución originaria (permitiendo establecer relaciones de sen-
tido difícilmente practicables sin él) 29.
De cara, no obstante, a perfilar el papel del lenguaje en la
constitución del mundo vivido, queda un asunto importante por
aclarar: La vehiculación de sentido a través del lenguaje y la consti-
tución, a este respecto, de nuevos sentidos a partir de los ya cons-
tituidos, no implica que éstos pasen a formar parte del mundo
vivido en la misma modalidad en que han sido vehiculados, sino
que lo harán en aquel sentido en que se presentan; lo que redunda
en la relevancia del carácter circunstancial de la conformación
del lenguaje en el mundo vivido, para su papel en la constitución de
éste. Me explico: Alguien -por ejemplo- me narra una catástrofe
ocurrida en la otra parte del mundo. El «alguien» en cuestión es
un conocido «cuentista», que, en el transcurso de la narración,

(29) Con el fin de evitar algunas confusiones, en torno a la relación pensa-


miento-lenguaje, cabe distinguir entre un nivel interno y un nivel externo de
lenguaje. Este último, es aquel que tiene un soporte de realidad efectiva, pro-
piamente se trata del lenguaje de los individuos y de nuestra interacción con
ellos -en todas sus variantes. A este nivel, el sentido (relativo a lo que suele
denominarse pensamiento) precisa estrictamente de su vehiculación por me-
dio del lenguaje. Sin embargo, a un nivel interno (en la relación del «centro
de referencia» con sigo mismo) del lenguaje, nos podemos tropezar con, por
ejemplo, pensamientos para cuyo sentido no encontramos las entidades
lingüísticas adecuadas que los vehiculen y, cuando por fin creemos hacerlo,
podemos encontrarnos con que su sentido es distorsionado por éstas (la sen-
sación es suficientemente frecuente para que precise extenderme más). Un
texto de Nietzsche (perteneciente a La Gaya Ciencia) lo expresa a la perfec-
ción, dice así: «Tomé aquella idea al vuelo y eché mano de las primeras
palabras que se me ocurrieron para fijarla, temeroso de que se me volara otra
vez. Y ahora la han matado aquellas palabras vanas, y cuelga flojamente de
este guiñapo verbal, y apenas me doy cuenta de la alegría que sentí al coger
aquel pájaro». A un nivel interno del lenguaje, el sentido (me refiero especial-
mente al de los pensamientos) no precisa con absoluta necesidad de entidades
lingüísticas que lo vehiculen. Si bien, no hay otro modo de explicitarlo, inclu-
so en relación consigo mismo, que la de su vehiculación en entidades
lingüísticas; ni, por tanto, otro modo de constituirse en teoría que a través del
lenguaje.

181
aprovecha cada «toma de aire» para «empinar el codo» de una
botella -ya semivacía- de vino, al tiempo que da muestras de un
lamentable estado de embriaguez; pongamos que, además, «me
cae mal». Total, que no le creo. Aquella catástrofe se constituye
con el sentido, no de una gran tragedia real, tal cual pretendían
vehicular las entidades lingüísticas utilizadas por aquel, sino como
fantasía de mi interlocutor, que por encima está borracho; esto
es, tal y como se presentaba en mi mundo vivido. El que, desde el
punto de vista de la realidad efectiva, hubiese tenido o no lugar un
acontecimiento tal que justificase su narración, resulta irrelevan-
te a este respecto. Éste es el auténtico papel del lenguaje en la
constitución del mundo vivido, el que se deriva de su presencia en
el mismo.

§ 44
Posibilidades y límites
de la comunicación

El papel de los usos, del entorno de individuos, del lenguaje, de los


mundos sociales, sólo nos muestran las derivaciones de la presen-
cia de los otros en el mundo vivido, de cara a la constitución de éste.
En ningún momento, hemos encontrado ocasión de dar el salto al
mundo vivido de los otros. Ni el lenguaje, ni los usos, nos muestran
el mundo vivido de aquellos; aunque de un modo indirecto aludan a
un supuesto mundo vivido de los mismos, con el que se presupone
-igualmente- una cierta comunicación. Su influencia en la consti-
tución del mundo vivido es indiferente de que efectivamente se den
tales mundos vividos. Para nosotros (en cada caso), ateniéndonos al
rigor demostrativo, habrán de seguir siendo una posibilidad que nos
impone nuestro propio mundo vivido; lo cual no mengua la presen-
cia de los otros en éste, ni su papel en la constitución del mundo
vivido, ni -obviamente- su propia constitución en el mismo como
sujetos; esto es, como teniendo su propio mundo vivido.
Por tanto, de cara a analizar las posibilidades de comunica-
ción (se entiende entre diversos mundos vividos) habrá que dejar
asentado en primer término, que el mundo vivido de los otros sigue
siendo una incógnita, una posibilidad impuesta por el propio ca-
rácter del mundo vivido, pero imposible de probar por lo mismo
(por ese impedimento fáctico del que hablamos). De ahí que cuan-
to podamos referir a la posibilidad de la comunicación, habrá de
hacerse contando con ésta situación; esto es, que cuanto llegue a

182
afirmarse sólo tiene validez en tanto efectivamente se den otros
mundos vividos.
Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, nos encontramos
en la situación de que lo único que propiamente pudiera mediar
entre dos supuestos mundos vividos, que quisieran entrar -o sim-
plemente entran- en comunicación, es la realidad efectiva. De este
modo, sólo el ruido (o cualquiera que sea la manifestación de la
realidad efectiva de que se trate) pertenece, de alguna manera, a
ambos mundos vividos. Tan sólo los imperativos de sentido, pero sobre
todo, el uso, cuando se comparta y en la medida en que se com-
parta, permiten a ese «ruido» vehicular cierto sentido semejante
en ambos casos. Ahora bien, sea cual sea ese sentido y suponiendo
que participan de unos mismos usos, el sentido que la entidad lin-
güística efectivamente vehicula, se constituye en cada mundo vivido
conforme a las experiencias previas al respecto (me refiero ahora
tan sólo a la condición del mundo latente en la configuración del
sentido de la entidad lingüística, eludiendo la condición de su carác-
ter circunstancial); por lo cual, unas ligeras y mínimas diferen-
cias de sentido serán siempre inevitables. No obstante, mientras
se compartan los usos conforme a los cuales se constituye la mo-
dalidad de lenguaje en cuestión; y, por tanto, se comparta tam-
bién un trato con el entorno; esto es, en la medida en que se par-
ticipe de un mismo mundo social, la comunicación será relativa-
mente posible. Por el contrario, cuanto más diferentes sean los
mundos sociales y, por tanto, los usos, más complicada será ésta (la
utilización de unas u otras entidades lingüísticas -por ejemplo, en-
tre diferentes idiomas- es también cuestión de los usos).
En definitiva: 1º) Nunca hay comunicación absoluta, entre
otras cosas, porque el sentido con que se constituye, en cada mo-
mento, el lenguaje es el propio del mundo vivido (en cada caso), que
no tiene porqué ser idéntico al de otro mundo vivido (aun cuando
se comparta el uso de ese lenguaje). 2º) La comunicación es posi-
ble, en tanto se compartan unos mismos usos30 (y en relación con

(30) Esto mismo afecta también a otro tema vinculado al lenguaje y que tanto
ha llamado la atención; me refiero al carácter general de éste (a pesar de que
utilicemos particularizadores tales como éste, aquel, mío etc., el lenguaje
parece recoger o vehicular el sentido en su carácter más general; así la enti-
dad mi [mesa] es «mesa», pero también lo es todo artilugio semejante que
pueda utilizar como tal). El carácter genérico del lenguaje se deriva de su
constitución como uso (que ha de ser indiferente a las concretas experiencias
de quienes participan del él). No obstante, el lenguaje se particulariza al confi-
gurarse su sentido en el mundo vivido (conforme al mundo latente o, si se
prefiere, a sus experiencias previas). Así: «esta es mi mesa», conlleva como

183
aquellos) [los cuales siempre se pueden crear, pues la mera convi-
vencia entre individuos los genera]. Pero esto es lo mismo que
habitualmente podemos observar; en tanto podemos, en alguna
medida, hacernos entender (más fácil si hablamos de coger aquel
bolígrafo, que si lo hacemos de la libertad), pero nunca de tal
manera cual si se tratara de comunicarnos con nosotros mismos
(en cada caso).

tal enunciado caracteres generales; sin embargo, al constituirse en mi mundo


vivido, lo hace bajo caracteres muy particulares. No se trata pues, de que el
lenguaje sea totalmente incapaz de vehicular sentidos particulares; sino que tal
particularidad sólo puede adquirirla a partir de su presencia en el mundo vivido
y nunca en lo que respecta al uso.

184
Capítulo Octavo

LA REALIDAD ESTABLECIDA
Y SUS MODELOS TEÓRICOS
§ 45
Constitución de la «realidad»
en el mundo vivido

P ara cualquier mundo vivido (siempre en aquel sentido de «se-


mejante» al que aludíamos), lo que en él se presenta y en el estric-
to sentido en que lo hace es cuanto «se da efectivamente» en su
respectiva modalidad1. De este modo, aquello que se presenta en
el mundo vivido como fantasía, «se da efectivamente» como tal fan-
tasía, aquello que se presenta como realidad, «se da efectivamen-
te» como tal realidad etc. Y en todos los casos en la estricta mo-
dalidad en que se nos presenta (como presente ante mí, como
pesadilla, como especulación teórica etc.) Igualmente, podríamos
decir, de un modo menos riguroso, que el mundo vivido -más es-
trictamente, las vivencias- retiene en sí mismo el sentido de lo
existente (en su modalidad más genérica), siendo la medida de lo
que existe y lo que no existe (y de lo que puede o no existir), así
como de la estricta modalidad en que algo puede existir 2 (sea
como pensamiento, recuerdo, ficción, hipótesis, suceso etc.).
La «realidad» 3 es tan sólo una porción del mundo vivido, de lo
dado efectivamente en él. Estrictamente, «realidad» es aquello
que el mundo vivido presenta como tal (que no tiene por que ser la
misma de un mundo vivido a otro); fundamentalmente, abarca el
universo de entidades, pero también, de un modo especial, el entor-
no de individuos, sus relaciones y acontecimientos etc. La «reali-
dad» era el «objeto» de nuestra pregunta originaria. Si bien, no
se trataba tanto de ésta en su determinación ¿qué es la realidad?,
cuanto, de un modo más radical, su constitución; esto es, ¿por

(1) Esto ya lo veíamos en el § 20.


(2) Para una versión más rigurosa, tradúzcase «existir» por «dado efectivamen-
te».
(3) Por «realidad» o «auténtica realidad» no debe entenderse nunca (ni por
tanto confundirse con) la realidad efectiva.

185
qué creemos en una determinada modalidad de lo real? La res-
puesta se encontraba en comprender cómo se constituye el mundo
vivido; pues su constitución implica la de la «realidad». A gran-
des rasgos podemos resumirlo diciendo: La «realidad» como tal
se constituye como sentido a partir de la interacción del centro de
referencia con la realidad efectiva (constituido, aquél como sujeto,
ésta como entorno de entidades, a partir de los imperativos de sentido),
de su actuación en la misma, mediatizada por los usos y en parti-
cular por el uso del lenguaje.
Esta «realidad», en la medida en que cada mundo vivido se cons-
tituye a partir de unas actuaciones concretas, guiadas por unos
usos determinados etc., será siempre diferente de un mundo vivido
a otro (nunca puede ser nadie el centro de referencia de mi mundo
vivido, en cada caso, ni interactuar en la misma modalidad y con
la misma -exactamente- realidad efectiva con la que me ocupo). No
obstante, en la medida en que pertenezca a un mismo «mundo
social» o se participe de ciertos usos comunes, las diferencias, en
lo que atañe a la «realidad», de un mundo vivido a otro serán
salvables y todos tendrán la impresión de estar hablando de una
misma «realidad» (sin necesidad de presuponer que el otro está
loco, es idiota o retrasado). Sin embargo, puesto que atendiendo a
su constitución, es del todo imposible que dos mundos vividos sean
exactamente iguales; presumi-blemente, tampoco será posible
una idéntica «realidad» para diferentes mundos vividos (aun cuan-
do se den aspectos, los derivados de los usos que se comparten,
relativamente comunes).

§ 46
La realidad establecida

Reservo la denominación de realidad establecida (noción que su-


pongo esperada por su alusión en el título) para la «realidad»
constituida a partir de los usos y cuyo fundamento reside en és-
tos. En buena medida, esta realidad establecida, derivada de los usos
(propuesta por éstos, sería más adecuado), sustenta la «realidad»
constituida en el mundo vivido, especialmente en sus aspectos más
consensuados. Por esto mismo, es aquella que más fácilmente
puede ser adoptada por los miembros de una comunidad («mun-
do social») que comparten determinados usos. Sobre ésta se
asienta la constituida a partir de nuestras propias experiencias
(nuestro propio mundo vivido), como su núcleo, a partir del cual
cobra sentido todo lo demás; ya que nuestro actuar, fundamento

186
de toda constitución de sentido, es guiado por los usos; lo que hace
que la realidad establecida se presente, en nuestra cotidianidad,
como la más auténtica y genuina realidad4, sobre la que cabe es-
perar el consenso de los demás.
El epígrafe de esta obra como Crítica de la realidad establecida,
adquiere su justificación en la incompatibilidad entre realidad es-
tablecida y rigor demostrativo; así como por el hecho, derivado de
aquella incompatibilidad, de que toda investigación que no siga
un estricto rigor demostrativo, queda irremediablemente prisionera
en las «redes» de la realidad establecida. Siendo el rigor demostrativo,
enarbolado en esta tarea, el único antídoto a la inevitable sumi-
sión a la realidad establecida; permitiéndonos desenmascarar su
inautenticidad como tal «realidad», poniendo de manifiesto su
derivación de los usos5 (y su reducción a los mismos); esto es, en
definitiva, mostrándola como tal realidad establecida. Por eso deno-
mino a esta investigación: Crítica de la realidad establecida.
No obstante, la realidad establecida, aquella que debe su configu-
ración al uso, que es así pero que podría ser de otra manera si
mediaran otros usos, es un componente fundamental del mundo
vivido y de su constitución como tal (sin ella cuestiones tales
como la comunicación serían imposibles y otro tanto sucedería
con esta investigación). Esto deberá dejar claro que, la denuncia
con respecto al carácter propio de la realidad establecida, se limita a
mostrarlo para comprenderlo; para comprender, en definitiva,
por qué creemos en una determinada modalidad de las cosas. En
ningún momento, se aboga por una supresión -por lo demás, ab-
surda- de la realidad establecida. Todo mundo vivido precisa, por así
decirlo, de su realidad establecida (incluso el del investigador que
procede por rigor demostrativo). La labor de esta investigación con-
sistirá, pues, en desmitificarla.

(4) Ella es la principal responsable de que se planteen como fundamentales


cuestiones tales como ¿qué es la realidad? (en sentido esencialista); pues las
hace creíbles.
(5) Otras utilidades derivables de su desenmascaramiento, podrían estar liga-
das a la comprensión y tolerancia de otras modalidades de «realidad». La
intransigencia y varias formas de violencia, vinculadas a ella, están derivadas
de la credulidad para con la realidad establecida. La confrontación de distintas
realidades, compartiendo una (entre comillas) «misma» realidad efectiva; sin
advertir que no se debe al error, la ceguera o la perversión del otro, sino que
obedece a diferentes usos; conlleva, en muchas ocasiones, violencia, ganas
de imponer la propia «realidad» (los propios «usos») -a la fuerza si es preciso-,
con el fin de que prevalezcan. Pero, en tanto que «usos» (mientras no medien
otras excelencias), independientemente de lo compartidos que sean, ninguno
es mejor que otro (esto, sin embargo, no implica eliminar el criterio, sino
privar al uso de ejercerlo).

187
§ 47
Las construcciones teóricas
de la «realidad»

Toda construcción teórica de la «realidad» (o de cualquiera


otra cosa) es, ante todo, una construcción de sentido. Como tal se
realiza a partir del sentido del mundo vivido. Sólo cuando previa-
mente hay un sentido de la realidad se puede teorizar sobre ella.
Teorización que habrá de llevarse a cabo a través del lenguaje;
pues, no es posible trazar construcciones teóricas de sentido sin la
vehiculación de las entidades lingüísticas; lo que no quita que una
misma construcción teórica pueda vehicularse a partir de dife-
rentes entidades lingüísticas. Toda construcción teórica precisa
del lenguaje, pero no es lenguaje (confusión harto frecuente).
Por su propio carácter peculiar de ser «construcción teórica»
y, por tanto, destinada a ser válida para otros «individuos» (el
que luego lo sea o no es indiferente), precisa asentarse especial-
mente en los usos; lo que, desde el punto de vista del sentido, impli-
ca asentarse en la realidad establecida6. Por extraño que en un prin-
cipio pueda parecer, es propio de toda construcción teórica de la
realidad, en la medida en que pretenda serlo, sustentarse en la
realidad establecida. Requisito imprescindible si quiere tener la po-
sibilidad de ser válida para otros «individuos». Ahora bien, una
cosa es asentarse sobre la realidad establecida (propio de toda cons-
trucción teórica como tal) y otra, muy diferente, es referirse tam-
bién a esa realidad establecida; esto es, tomarla por objeto, utilizarla
como material en la construcción de sentido, tenerla como presu-
puesto, teorizando a partir suyo. Aunque toda actividad teórica
conlleva ajustarse a unos usos y vehicularse a través de un len-
guaje (propios de esa realidad establecida), el sentido por aquella
construido no tiene por qué ser -o derivarse de- el sentido de la
realidad establecida. Sin embargo, es lo que ocurre (que el sentido
producido por la actividad teórica procede o se refiere a la reali-

(6) Este es uno de los motivos que hacen de esa «realidad», que se impone
coercitivamente al centro de referencia -sin necesidad de coacción externa- a
partir de la actividad de los otros en el mundo vivido (sin ser averiguación
suya la toma como propia), a la que hemos denominado realidad establecida,
algo -en todo orden- imprescindible. No obstante, claro está, en la medida en
que se dan diferentes mundos sociales, con sus propios usos, se darán igualmen-
te distintas realidades establecidas (no necesariamente comunicadas entre sí).
Incluso el mundo social de los filósofos tiene su propia realidad establecida
(más bien, habría de decirlo en plural), en la jerga, en los filósofos reconoci-
dos, en las relaciones académicas etc.

188
dad establecida) cuando la indagación teórica no va acompañada de
un estricto rigor demostrativo. Sólo al poner en cuestión el sentido -
de forma exhaustiva-, aquellos sentidos derivados del uso pierden
su valor 7. En los demás casos, la vigencia de la realidad establecida
es ineludible.
De ahí que las construcciones teóricas de la «realidad» (excep-
tuando aquellas que se rigen por el rigor demostrativo) no sólo se
asientan sobre la realidad establecida, sino que además se refieren a
ésta. Las construcciones teóricas así caracterizadas (la mayoría)
pueden agruparse en torno a diferentes modelos, atendiendo a la
distinta modalidad de sentidos propuestos; destacaremos funda-
mentalmente tres, sobradamente conocidos: me refiero a los mo-
delos mítico, metafísico y científico8. Por supuesto, son sólo mo-
delos, fruto de una clasificación que realizamos entre las distin-
tas construcciones teóricas de la realidad establecida; la cual, como
tal clasificación, es convencional9.
Aun cuando todos ellos son modelos teóricos derivados de la
realidad establecida, puede destacarse cierta gradación entre los
mismos: En el primero, la actividad teórica se reduce a meras
conjeturas, partiendo de la realidad establecida; la actitud es de su-
misión. En el segundo, que supone al primero a la vez que preten-
de transcender-lo, la actividad teórica elabora concepciones que
justifican la realidad establecida; la actitud es de contemplación. En
el tercero, que supone al segundo, al que pretende trascender, la
actitud teórica construye rígidas estructuras de sentido que per-
mitan explicar la realidad establecida; la actitud es de dominio 10. A
pesar de esta relativa gradación, desde el punto de vista del rigor
demostrativo todos ellos obedecen (ciegamente, estoy tentado de
añadir) a la realidad establecida; esto es, carecen de aquél. Analiza-
remos con más detalle estos modelos en los próximos parágrafos.

(7) En tanto éste es conferido por el uso, que no resiste la puesta en cuestión.
(8) El que coincidan con los tres estadios de Comte puede que sea algo más
que casualidad.
(9) Tal vez puedan encontrarse otros modelos, establecer una clasificación
diferente, destacar otras características de los mismos etc. No obstante, tratar
con una u otra clasificación no altera sustancialmente lo que de ellos diremos.
(10) De este último, puede destacarse un cierto rigor formal, en tanto consi-
gue -en alguna medida- dominio sobre la realidad efectiva (a tenor de su efica-
cia). No obstante, aunque esto pueda hacer loable la precisión de sus cálcu-
los, no lo hace menos deudor de la realidad establecida.

189
§ 48
El modelo mítico
No será de ningún modo posible tratar aquí las diferentes va-
riaciones que presenta cada uno de estos modelos en sus múlti-
ples determinaciones, ni tampoco pertinente hacerlo. Nos limita-
remos a destacar para cada caso (esto es, para cada modelo)
aquellos elementos que nos parecen esenciales al mismo11, para
después analizarlos a la «luz» del rigor demostrativo. En todos los
modelos podemos encontrar: un «fundamento», aquello hacia lo
que se encuentran orientadas las construcciones teóricas del mis-
mo (es decir, lo que se busca, de lo que se habla...); un «partici-
pante», aquello que se orienta hacia el «fundamento», para acce-
der a él (esto es, lo que busca el «fundamento»); y, finalmente, un
«medio», aquello que permite al «participante» orientarse hacia
el «fundamento» (o sea, lo que posibilita al «participante» acce-
der al «fundamento»). Este es el esquema:

(11) El lector puede encontrar otros; en cualquier caso, sólo cumplen el papel
de «ejemplares». Puesto que no cuento con el espacio que sería pertinente
para abordar tamaña cuestión, me limitaré meramente a indicar unas notas
significativas.
(12) No es posible escoger determinaciones que satisfagan por igual a todas
las construcciones teóricas a las que representa como modelo. Escogeremos
aquellas que nos parezcan más representativas. En cualquier caso, tomemos
aquellas o tomemos éstas (cualesquiera que sean) el resultado es el mismo;
pues, todas ellas son fruto de la realidad establecida y carecen de rigor demos-
trativo.

190
Utilizaremos esta estructura triangular para analizar cada
una de los modelos en torno a esas tres figuras: su fundamento,
su participante y su medio. Comenzaremos por el modelo mítico:
su «fundamento» lo encontramos en la divinidad (o divinida-
des) 12. El «alma» (o espíritu) encarna (nunca peor dicho) el «par-
ticipante». Mientras, el «medio» lo constituye habitualmente la
«fe» en la revelación (cualquiera que sea lo revelado).

De la «divinidad», como del alma, del Elefante Rosa o de todo


lo demás, puede decirse que «existe» en la estricta medida en que
se presenta en el mundo vivido (lo que es lo mismo que decir: «exis-
te» en la misma medida en que se crea en ella)13. Ahora bien,
desde el punto de vista del rigor demostrativo, este «existir»... ¿en
qué consiste? ¿Cómo se constituye la divinidad? Acaso... ¿como
realidad efectiva? De ninguna manera, la «divinidad» es una de esas
entidades14 que carecen de vinculación alguna -directa, se entien-
de- con la realidad efectiva (como, por ejemplo, «patria»). Se consti-
tuye como sentido y como tal se presenta en el mundo vivido. La
divinidad, por lo tanto, es sentido (y no realidad efectiva) y sentido
derivado de los usos (producto de éstos); esto es, de la realidad
establecida.
El asunto merece que nos detengamos un poco con él (no lo
haremos en ningún otro caso). En el estudio de la constitución del

(13) La divinidad nunca «existe» como tal en el mundo vivido del ateo, sino
como superstición del creyente.
(14) No debe utilizarse el fácil recurso argumental de aludir a una supuesta
interpretación de la divinidad como entidad para deslegitimar el estudio. Si-
túese cualquier otra interpretación de la misma en su lugar; no hará variar la
conclusión (elegí esta acepción por ser la más común).

191
mundo vivido no hallamos nada semejante a una divinidad; ésta se
constituye como sentido (ajena a toda realidad efectiva) a partir de
los usos15; lo que la convierte en un caso claro de realidad establecida.
Ahora bien, un celoso defensor de este modelo podría advertir-
nos, que la divinidad a la que se refiere, se encuentra más allá de
todo mundo vivido. A lo que podríamos responderle: 1º) Que no
tiene sentido hablar de nada más allá del mundo vivido, no sólo
porque careceríamos de prueba, sino porque es imposible, puesto
que el sentido mismo de «existir», de «darse efectivamente», viene
dado por la presencia en el mismo. 2º) Que la divinidad de la que
hablamos (de la que podemos hablar) es la divinidad presente en
el mundo vivido, la divinidad de teólogos, de monumentos eclesiás-
ticos, de la Biblia, del Corán, del creyente (cualquiera que sea su
credo), de la «guerra santa» y de la inquisición etc.; pero tam-
bién, la divinidad de la que nos habla este supuesto defensor (en
tanto nos habla de ella como dada más allá de todo mundo vivido,
nos habla aquí, en el mundo vivido, y no en ningún hipotético más
allá), constituidas todas ellas como sentido. 3º) Que, atendiendo al
punto anterior, toda divinidad que se de, de la que hablemos o
tengamos en cuenta en el mundo vivido, es forzosamente un fraude
(equivocada, desde el punto de vista del rigor demostrativo) en sus
pretensiones, especialmente en la de ser la «auténtica realidad».
Se trata, simplemente, de productos de la realidad establecida. 4º)
Que el propio agnosticismo se constituye a partir de la errónea
distinción entre lo ontológico y lo gnoseológico, ya refutada en su
momento16; fruto de considerar limitado el alcance de la gnoseo-
logía sobre la ontología (nuestro conocimiento, según éste, ten-
dría límites, cosas a las que no puede alcanzar) -pero tampoco
hay nada tal como el conocimiento así concebido-. 5º) Que siem-
pre cabe recurrir a la posibilidad de una supuesta divinidad
muy poderosa (no digo «omnipotente» para evitar la paradoja
del diablo)17, que no quisiera saber nada de nosotros, que se en-

(15) Esta es la consecuencia de analizar la presencia de la divinidad en el


mundo vivido. Disculpen que por cuestiones de espacio haya obviado los
detalles (que, sin embargo, creo evidentes a tenor de lo demostrado).
(16) Tal distinción no era rigurosa: Nada hay que se de y no se presente en la
misma medida, y todo cuanto se presenta es conocido en el mismo sentido.
Por ello, el rigor demostrativo exige una perspectiva gnoseontológica. No se
trata de que haya tales cosas y nosotros las conozcamos, sino que las hay y
las conocemos en la medida en que se nos presentan (para más indicaciones
ver § 15).
(17) Para quien no la conozca, esta paradoja venía a consistir en lo siguiente:
«El diablo le pide a Dios que construya una roca inamovible, para así refutar
su omnipotencia; puesto que si la consigue crear, consecuentemente no po-
drá moverla y ya no será omnipotente; mientras que, por el contrario, si es

192
cuentre allende los mundos vividos, siendo el creador de las viven-
cias. Ahora bien, tal divinidad, puesto que se encuentra más allá
del mundo vivido no cuenta con mayores posibilidades que un
gran Elefante de color rosa o un caracol de tres conchas en la
misma situación (o cualquier otro ejemplo, menos agradable, que
se nos ocurra). Pero, aún hay más, de tal divinidad no podríamos
suponerla (pues de ese modo se daría ya en el mundo vivido y no
podría pretender tratarse de una «auténtica realidad»), ni tan
siquiera mencionar su posibilidad. Tal divinidad, como el Elefan-
te Rosa etc., en definitiva, resultará irrelevante al mundo vivido. Y
6º) Leibniz sostenía que si Dios es posible, entonces Dios existe.
Aparte de ser esta una tonteria como las que a veces logran sedu-
cir a los filósofos -me incluyo en esto, por supuesto-; puede decir-
se frente a éste, con todo rigor, que su Dios, la divinidad de la que
hablan las religiones, los teólogos etc... es imposible18.
El «participante» se caracteriza por su necesidad del «funda-
mento»; en este caso, el «alma» precisa de la «divinidad». De he-
cho, el principal carácter del alma (no en todas las mitologías), la
inmortalidad, depende por completo de aquella. Sin la divinidad,
la inmortalidad del alma se desvanece como atribución total-
mente carente de justificación; pero, ¿qué sucede con el alma?
¿Cómo se constituye? El alma se constituirá, en principio, a par-
tir del dualismo que germina con la constitución del centro de refe-
rencia como sujeto; en tanto, permite distinguir dos géneros de
relaciones del centro de referencia: una externa, que lo liga a las enti-
dades, y otra interna, que une al centro de referencia con las represen-
taciones. Sobre ésta última se constituye el alma; si bien, en su
constitución va mucho más allá de aquél dualismo originario,
puesto que incluye (entre otras) las siguientes suposiciones: 1º) le
corresponde el conocer; esto es, en definitiva, toda atribución de
sentido. 2º) Caracteriza lo que propiamente «es» el centro de referen-

incapaz de crearla, tampoco será omnipotente por esto mismo». ¡Y los teólo-
gos aún se esfuerzan por darle solución!
(18) Desde ámbitos teológico se ha venido reclamando persistentemente (a
los pensadores marcadamente ateos) una demostración de la no-existencia de
Dios. Personalmente creo que no es necesaria, puesto que lo cuestionado es
su existencia, ésta es la que debería ser demostrada (para la cual no hay
ningún argumento medianamente válido) y no al revés. No obstante, lo dicho
en este parágrafo (en el contexto de la obra, claro está) puede perfectamente
constituir susodicha demostración. Ahora bien, esta debe entenderse como
demostración de que la divinidad no se da en un sentido ontológico pleno (tal
cual es la pretensión de la mitología que la sostiene), sino como construcción
de sentido derivada de los usos; Dios seguirá existiendo en el mundo vivido de
quienes crean en él (y en el estricto sentido en que así lo crean).

193
cia. 3º) Distinguible y separable del «resto» del centro de referencia
(cuerpo). 4º) Se encuentra prisionera en el cuerpo. 5º) Su pureza se
define en virtud de su fidelidad a los dogmas. 6º) Es inmortal
etc... Todas ellas -estas suposiciones- tienen en común el no deri-
varse -sin más- de aquel dualismo originario (así como de care-
cer del más mínimo rigor demostrativo), sino constituirse como aña-
didos de sentido derivados de los usos sobre aquél. Como en el caso
anterior, el alma también se constituye a partir de la realidad esta-
blecida.
Por último, el «medio»; la «fe» en la revelación queda desen-
mascarada, como burdo recurso a la credulidad en tales aspectos
de los realidad establecida. También el medio, en este caso, la fe en la
revelación se constituye a partir del uso, como sentido que implica
la más absoluta renuncia al rigor demostrativo más elemental, a la
vez que una absoluta sumisión a las «realidades establecidas» de
la mitología.
Lo acabado de resaltar con respecto al «modelo mítico», no
debe entenderse como muestra de desprecio o repugnancia por
éste, de ningún modo la implica19. Sólo he tratado de poner de
manifiesto, como aquello, que este modelo presenta como la «au-
téntica realidad», es un producto de los usos (o se deriva de ellos),
sin otro apoyo a su legitimación que el de una determinada reali-
dad establecida.
El «modelo mítico», que no tiene porqué responder exacta-
mente a este esquema, se caracteriza por ser el más genuino mo-
delo de las construcciones teóricas de la realidad establecida; lo que
en él es presentado como la auténtica realidad no tiene otro ori-
gen que los usos de los que es producto (y de las derivaciones
teóricas que de estos usos pueden hacerse). En cambio, los mode-
los metafísico y científico, aunque deudores también de una reali-
dad establecida, poseen ciertas características, que permiten distin-
guirlos de aquél. De este modo, el «modelo metafísico» se asienta
fundamentalmente en los principales caracteres constitutivos del
mundo vivido, tales como: «darse efectivamente», sujeto, entidades,
imperativos de sentido, etc. Mientras, el modelo científico se caracte-
riza, a su vez, por ser el único que se constituye atendiendo a la
realidad efectiva. De ambos «modelos», frente al mítico, puede de-
cirse, en este sentido, que van más allá de la estrecha dictadura
de los usos; pero ello no les priva de su condición de modelos de

(19) En nada debe alterar esto el debido respeto a las creencias personales de
cada uno; pero si puede ser útil para desenmascarar a quienes se sirven de la
sumisión a la realidad establecida para subyugar a los demás.

194
las construcciones teóricas de la realidad establecida, tan sólo justi-
fica su respectiva clasificación en una modalidad aparte.

§ 49
El modelo metafísico

Con el modelo metafísico de las construcciones teóricas de la


realidad es aún más difícil encontrar estructuras comunes entre
éstas; las variaciones son tan grandes que en ocasiones no sólo
introducen nuevos elementos representativos, sino que se cam-
bia -e inclusive, invierte- el papel de los previos. No obstante,
creo haber escogido unas estructuras que responden adecuada-
mente a sus formas más clásicas20. El papel del «fundamento»
(desde Aristóteles e, incluso, desde Parménides) le corresponde al
«ser»21. El «participante» es quizá el elemento más polémico del
modelo metafísico. La autoconciencia es -creo- quien mejor lo re-
presenta; sin embargo, nos encontramos en la paradójica situa-
ción de que unas veces se ha entendido como mero reflejo del
«ser» y otras como la determinadora del mismo. Por último, el
«medio» es inequívocamente la «razón» (el problema surgirá

(20) No voy a quedarme con las ganas de mencionar aquí -aunque sea muy
brevemente- uno de los elementos de la metafísica moderna que mayores
confusiones -estimo- está sembrando. Me refiero a determinadas concepcio-
nes de la «historici-dad». A partir de la constatación de importantes diferencias
históricas en el modo de pensar, de actuar o de relacionarse, se ha llegado a
inferir -tal vez por una mala observación- algo así, como que cada época
cobrase vida y no permitiera ver el mundo sino desde el determinadísimo
ángulo que le corresponde. A este respecto sólo puedo realizar algunas
puntualizaciones, espero que sean suficientes: 1ª) Que la historia se constru-
ye a partir de los usos, como realidad establecida. 2ª) Que la «temporalidad» no
tiene correspondencia en la realidad efectiva; se trata, tan sólo de un imperativo
de sentido. 3ª) Que lo único que sucede, desde el punto de vista de la realidad
efectiva es cambio, interacción. 4ª) Que cada pensador realiza su labor desde
su propio mundo vivido y que éste se constituye en interacción con el entorno
de individuos y usos de ese entorno. 5ª) Que las diferencias históricas aprecia-
das en el pensamiento, las relaciones o las acciones, se deben a los diferentes
usos y circunstancias del entorno y no al broche mágico de una época. La
«temporalidad» cumple su papel como imperativo de sentido en la constitución
del mundo vivido; pero ni ella ni sus añadidos de sentido se encuentran en
condiciones de determinarlo. Concluyendo, posiblemente haya mayores dife-
rencias, a este respecto, entre un «buti» (no «contaminado» por la coloniza-
ción) y un europeo, ambos actuales; que entre un occidental contemporáneo
y un habitante de la Hélade clásica. Esto nos podría a llevar a otro equívoco
como es el de la exageración del relativismo cultural; pero eso es otra histo-
ria.
(21) Aunque ahora pueda decirse aquello de «el ser se dice de muchas mane-
ras», en un sentido muy distinto del originalmente propuesto por Aristóteles.

195
cuando trate de concretarse ¿qué razón?, pues, como el ser, razón
se dice también de muchas maneras).

Tenemos, pues, que el modelo metafísico tiene como funda-


mento al «ser». Ahora bien, ¿qué es el ser? ¿en qué consiste? En
definitiva, ¿cómo se constituye? En este caso, nos encontramos
con alguna dificultad por encima de las debidas; pues, al enten-
derse de diferentes maneras su constitución varía, según se trate
de una u otra. En primer lugar, si por ser entendemos mundo vivi-
do, realidad efectiva, sentido o vivencias (en el estricto sentido en que
han sido utilizados aquí) la denominación resistirá la exigencias
del rigor demostrativo y en ningún caso podrá decirse que es un
producto de la realidad establecida. Eso sí, convendría abandonar
inmediatamente tal denominación, sobrecargada de sentidos equí-
vocos por una larga tradición, y sustituirla por aquella, más ri-
gurosa, (mundo vivido, realidad efectiva, sentido o vivencias) a la que se
refiere.
Sin embargo, en segundo lugar, ninguno de aquellos se corres-
ponde con el sentido de lo que habitualmente -en filosofía- se en-
tiende por «ser». El «ser» viene a constituirse de diferentes mo-
dos, según cual sea la noción de «ser» en juego: desde el «ser»
como determinación de las entidades (aquello que verdaderamente
son), a el «ser» como aquello que es común a todas las entidades
por el hecho de que «son». En todos los casos, el «ser» se constitu-
ye a partir del sentido de «dado efectivamente» propio de la pre-
sencia en el mundo vivido; pero, no se limita, en ningún caso, a
recoger este sentido; sino que añade sus propias implicaciones de
sentido derivadas, en cierta medida, de los imperativos de sentido (es-
pecialmente en el primero de los casos señalados), pero sobre

196
todo de los usos (particularmente en el último). No obstante, tan-
to cuando se constituye como determinación de las entidades
(como auténtica realidad) como cuando lo hace de aquello de que
participan las entidades por el hecho de que son (como realidad
más allá de toda apariencia) o en cualquier otro caso derivado de
éstos, son construcciones de sentido derivadas de los usos (sobre
todo la última) y en especial del uso lingüístico de la partícula
«es». Y, por tanto, productos de la realidad establecida22.
No está demasiado claro el papel de la «autoconciencia» como
«participante» (en algunos casos podría considerársela como
fundamento, si bien puede ser perfectamente entendida en todos
ellos como «participante», variándose el papel de su participa-
ción y así la consideraremos). De todos modos, así como el «ser»
participaba del mito de la «cosa en sí» más allá del mundo vivido
(ya refutado en su momento), la «autoconciencia» también parti-
cipa de otro importante elemento de la mitología de la «realidad
auténtica», me refiero al mito de una conciencia más acá del mundo
vivido (también refutado en aquel mismo § 27). No obstante, nos
resta aún preguntarnos por su constitución, por cómo se consti-
tuye la autoconciencia en el mundo vivido. Ésta se deriva, sin duda,
de la constitución del centro de referencia como sujeto; entendiendo,
a partir de éste, la presencia del mundo vivido como «conciencia
de». Ahora bien, este añadido de sentido, no sólo participa ya del
propio sentido de «ser», sino que de ningún modo se deriva de la
constitución del centro de referencia como sujeto; por lo que sólo es
atribuible al uso (en tanto tampoco es producto de un estricto
rigor demostrativo). Lo mismo cabe decir de la noción «conciencia
de sí» (o conciencia de ser «conciencia de»)23, que toma la relación

(22) Si bien, la presencia de un cierto rigor, considerablemente superior que


en el caso del modelo mítico, merece destacarse. Esta mayor rigurosidad
obedece (al margen de la tendencia a una más elevada presencia del rigor
demostrativo en los saberes filosóficos) al hecho de que, si bien una Crítica de
la realidad establecida pone de manifiesto que no hay propiamente una deter-
minada «realidad auténtica» y que las que así se presentan en el mundo vivido
son producto de los usos, la noción de «ser» presupone una «realidad auténti-
ca», pero no una concreta determinación de la misma; por lo cual, aunque su
presuposición de una «realidad auténtica» puede refutarse desde el punto de
vista del rigor demostrativo» no es tan deudora de la realidad establecida como
en aquellos otros casos.
(23) La cual es, por lo demás, una noción absurda. Pues, introduciéndonos en
su terminología, si un acto de conciencia es concebido como «conciencia
de» no es posible describir ese mismo acto como conciencia de sí mismo. Ya
que el acto de conciencia que pueda presentarse como «conciencia de ser
‘conciencia de’», ya no es el mismo acto que se presentaba como «conciencia
de» (el último acto de conciencia presenta el hecho, el anterior presenta -sin
embargo- el hecho como vivido por la conciencia).

197
de la presencia del mundo vivido en torno al centro de referencia,
como la emergencia de un sí mismo consciente de cuanto se le
presenta. La «autoconciencia» constituida sobre ambas nociones,
la de ser «conciencia de» y «conciencia de sí» (por increíble que
parezca, a un tiempo), va más allá de cuanto permite un estricto
rigor demostrativo e, incluso, le contraviene. Por muy enraizado que
se encuentre en nosotros hemos de constatar que, una vez más, se
trata de una noción derivada del uso (es especial del uso que nos
presenta como «conocedores» y, muy particularmente, del uso fi-
losófico de considerar al «yo» como lo más seguro); producto, por
tanto, de una realidad establecida.
Nos queda, por fin, ocuparnos del «medio» en la estructura de
este modelo metafísico; lugar ocupado inequívocamente por la
«razón». Ahora bien, ¿qué es la razón? ¿en qué consiste? ¿cómo se
constituye en el mundo vivido? Como en el caso del «ser», podría
tratarse de aproximar esta noción a términos acordes con el rigor
demostrativo; tales como «facultad de sentido» o como instrumenta-
lización reflexiva de aquellas que se constituyen como facultades
del centro de referencia (en cualquier caso se debería abandonar el
término «razón» por resultar equívoco). Pero, resulta que en el
contexto del «modelo metafísico» la razón adquiere un papel y
un sentido que van mucho más allá de los propuestos como estric-
tamente rigurosos. De este modo, la razón permite distinguir al
hombre de los animales, captar las esencias, alcanzar el conoci-
miento superior, tiene leyes, se rige por categorías (o, en su caso,
ideas regulativas), conocer el «ser» (o incluso la divinidad), saber
de la propia existencia y misión en el mundo; le permite igual-
mente, reconocer lo valores, distinguir el bien del mal, ser res-
ponsable de sus actos, etc. Todos éstos y otros muchos más senti-
dos añadidos que se la atribuyen (y que por tanto la determinan
como tal) carecen de justificación alguna desde el punto de vista
del rigor demostrativo; son todos ellos derivados de los usos. La ra-
zón es tan sólo otro mito más de la realidad establecida24.
Lo puesto de manifiesto en relación con la estructura del mo-
delo metafísico, no implica un rechazo para con los modos de la
metafísica (el «ser» o la «razón» se «dan efectivamente» en el
mundo vivido de quien así los considere, especialmente al asentar-

(24) Espero que a nadie se le ocurra, a raíz de lo dicho, achacarme ningún


género de irracionalismo. Desenmascarar la «razón» como mito no es irracio-
nal (en el sentido en que suele usarse el término); lo es, sin embargo,
empecinarse en sustentarla en una modalidad en la que ha sido claramente
refutada.

198
se sobre los caracteres constitutivos del mundo vivido), sino, más
bien, destacar la ausencia de rigor demostrativo en su actividad, así
como desmitificar sus pretensiones sobre lo que es supuesto
como auténtica realidad, que resulta no ser sino una ilusión pro-
ducto de la realidad establecida.

§ 50
El modelo científico

El modelo científico tiene varias particularidades que lo des-


tacan; entre ellas la de encontrarse en «boga» y considerarse, en
muchos ámbitos, incuestionable. Por lo que puede parecer toda
una osadía, el atreverme por mi parte a cometer el sacrilegio de
incluirlo entre los modelos teóricos de la realidad establecida. Pero
tal incuestionabili-dad es sólo fruto del pleno apogeo de que
goza. Su otra particularidad, su eficacia, justifica ciertamente su
rigor formal, pero nada nos dice de su rigor demostrativo y, en la
medida en que pretenda ser descripción de la «auténtica reali-
dad», habrá de someterse a él. Los elementos de la estructura del
«modelo científico» son mucho más fácilmente identificables que
en los casos anteriores25: Como «fundamento» cuentan con las
«leyes de la naturaleza» (en cualquier caso diferente de la física,
se trata también de leyes). En el papel de «participante» encon-
tramos al científico «observador». Mientras que el «medio» por
excelencia -y del que hace gala- es el «experimento».

La ciencia trata de someter la realidad efectiva a leyes. Como


«modelo teórico» busca afanosamente descubrir las leyes de la

(25) Tomo como guía las ciencias físicas.

199
naturaleza. Pero, ¿qué son tales leyes? ¿en que consisten? ¿cómo
se constituyen? Podría decirse que la búsqueda de una regulari-
dad proviene de la necesidad de sentido, propia del mundo vivido.
Ahora bien, las leyes de la naturaleza van mucho más allá de esa
elemental necesidad de sentido (aun cuando pueda sugerirse que
se apoyan en ella). Tales leyes jamás podrán derivarse de la reali-
dad efectiva que carece de sentido propio, mientras que aquellas
consisten precisamente en ser sentido perfectamente ordenado.
Las «leyes de la naturaleza» se refieren a relaciones de sentido
entre los comportamientos de entidades constituidas por el uso26.
Se establecen relaciones puras derivadas del sentido (matemáti-
cas) sobre la realidad establecida (no sobre la realidad efectiva, éstas
nunca se refieren a la realidad efectiva). La realidad establecida es aquí
medible y calculable, pero no por eso pierde su carácter como tal
realidad establecida.
El ingenuo papel del «observador» como «participante», con-
cebido como un neutral espectador de lo que exteriormente a él
ocurre, se debe a no advertirse el universo de entidades como inte-
grante de un mundo vivido. El observador se cree neutral, sin em-
bargo, son los usos de los que participa (y la condición previa de
su mundo latente) los que van a determinar el carácter de las «enti-
dades» que observa. Lo que el observador tiene ante sí no es la
realidad efectiva en sus determinaciones (ésta no tiene determina-
ciones), sino entidades constituidas conforme a ciertos usos (inclui-
dos aquellos correspondientes al «mundo social» de la ciencia a
la que pertenece); las hipótesis que construye se forjan sobre las
determinaciones de la realidad establecida de que se trate. Las «le-
yes» que encuentra se constituyen como regularidades referidas
a la realidad establecida en cuestión. El observador mismo, es otra
figura constituida conforme a ciertos usos.
¿Qué papel le queda, pues, al «medio»? ¿Qué sentido le resta al
experimento? ¿En qué consiste? En definitiva: ¿cómo se constituye
en el mundo vivido?27. El «experimento» es el único momento en que
las construcciones teóricas del modelo científico traban contacto
con la realidad efectiva. El procedimiento es el siguiente: Tenemos
ciertos aspectos de la realidad efectiva, que aparecen (al observa-

(26) Nociones como materia, protones, fuerza, aceleración, isótopos, etc.


No se derivan, sin más, de la realidad efectiva, ni siquiera de los imperativos de
sentido (por lo demás carecen de un estricto rigor demostrativo). Su determina-
ción viene dada por el uso.
(27) El lector habrá observado que he utilizado una fórmula ritual semejante
para abordar todos los casos.

200
dor) bajo las determinaciones de cierta realidad establecida, consti-
tuidos como entidades, sometidos a ciertas mediciones (relaciones
derivadas del sentido). Tenemos igualmente una hipótesis que es-
tablece cierta relación de mediciones o ciertas variaciones en las
determinaciones de la realidad efectiva etc. (en cualquier caso, siem-
pre conforme al uso) dada cierta interacción (medida en términos
de la realidad establecida). Se provoca la mencionada interacción y
si las variaciones en la realidad efectiva, medidas -eso sí- en térmi-
nos de la realidad establecida, confirman lo anticipado por la hipó-
tesis (amén de las repeticiones del experimento) ésta se convierte
en «ley» (y si no, en teoría sucede... pero.., eso es otra historia). El
contacto con la realidad efectiva no justifica el experimento a los
«ojos» del rigor demostrativo28; pues aquél sigue siendo configurado
por el uso, conforme al uso y para establecer dictamen sobre rela-
ciones referidas a la realidad establecida.
No podemos concluir este abreviado estudio del «modelo
científico», sin intentar aclarar, a la luz del rigor demostrativo, un
asunto que tiene harto confundidos a científicos, filósofos y a esa
subespecie que no son ni lo uno ni lo otro y que se hacen llamar a
sí mismos epistemólogos o filósofos de la ciencia: ¿Qué es la cien-
cia? o, mejor dicho, ¿en qué consiste la ciencia? ¿Por qué se consi-
dera a la ciencia el modelo de saber riguroso por excelencia? Tra-
taré de aproximar -brevemente- una respuesta a estas cuestio-
nes: El especial valor de la ciencia consiste en que ésta demuestra
su dominio y su eficacia sobre la realidad efectiva (los televisores
funcionan, la bomba atómica explota, la bombilla ilumina etc.);
pero esto nada tiene que ver con que medie un mayor «conoci-
miento» o «comprensión» de la realidad efectiva, ni mucho menos
con un estricto seguimiento del rigor demostrativo. Lo que la ciencia
hace es construir un modelo de realidad sobrecargado de sentido,
a partir de las determinaciones de cierta realidad establecida, al
margen de toda pretensión de derivarse de la realidad efectiva. A
esta «realidad» así constituida, la utiliza a modo de plantilla,
aplicándola sobre la realidad efectiva; de esta manera, establece
mediciones y regularidades que le permiten calcular y dominar
la interacción en términos de una realidad establecida (la constante
de gravitación universal, E=mc 2, el átomo de Bohr etc.); para lo
cual fija las relaciones de la realidad así constituida a través de
derivaciones puras de sentido (aquellas que constituían propia-
mente la matemática); haciendo de aquella una «realidad mate-

(28) Pues, entre muchas otras cosas, tal realidad efectiva aparece medida en
patrones de la realidad establecida.

201
mática» y, en tanto que esto, medible con precisión y exactitud.
Lo único, pues, que la ciencia «conoce», «mide» o «comprende» se
refiere a la «plantilla» que ella misma construye y que responde
a determinaciones de cierta realidad establecida. Ahora bien, en la
medida en que la plantilla se aplica sobre la realidad efectiva, le
permite calcular, predecir, dominar en definitiva, con cierta efi-
cacia a ésta (aunque los cálculos y las predicciones se realicen
siempre en términos de la realidad establecida, se refieren a la
interacción). Éste es el gran secreto de la ciencia, un secreto que la
propia ciencia en cuanto a tal nunca ha ocultado (en todo caso
han sido los anhelos de los hombres), el de ser un saber técnico y
para la técnica (entendida en un sentido amplio), cuyo objeto es
tan sólo conseguir un dominio preciso y eficaz sobre la realidad
efectiva y nunca una comprensión última acerca de que son o en
qué consisten las cosas; aunque para ello haya de renunciar a un
estricto rigor demostrativo y someterse a un modelo de realidad es-
tablecido. La crítica anteriormente vertida no anula, en absoluto,
el legítimo papel de la ciencia como «Saber-Dominio»; tan sólo
desmitifica sus pretensiones cuando éstas no se ciñen estricta-
mente al rigor formal, y toman la «realidad» construida a partir de
ciertos usos (o, lo que es lo mismo, de cierta realidad establecida)
como la «auténtica realidad».

202
Capítulo Noveno

EL OCASO DE
LA VERDAD
§ 51
Constitución de la verdad
en el mundo vivido

E ste último capítulo hace más bien las veces de una conclu-
sión, que de un apartado más en el desarrollo de la investigación
(del mismo modo, podría decirse que los dos primeros capítulos
ocupan el lugar de una introducción). En él, trataremos en pri-
mer término el tema de la verdad; pues, decíamos al comienzo de
estas indagaciones, que éste era también, en cierto sentido, un
estudio acerca de la verdad (se entiende, en un sentido extramo-
ral). Veamos que nos depara a este respecto...
Nuestro tema, como en todos los casos, no es ¿qué es verdad?
¿cual es la verdad? si bien, de un modo indirecto, también esto
termina siendo contestado. Preferentemente, nuestro tema es:
¿cómo se constituye la verdad en el mundo vivido? He aquí que, en
primer lugar, la verdad se constituye como uso, como denomina-
ción que aplicamos en determinadas circunstancias. En segundo
lugar, la verdad se constituye como referencia a las determina-
ciones de una «realidad auténtica»; pero resulta que no hay tal «rea-
lidad auténtica», cuyas determinaciones sean válidas para cual-
quier mundo vivido. Luego, la verdad se constituye como referencia
a la «auténtica realidad» de mi mundo vivido en cada caso. Esto es,
en definitiva, que la verdad se constituye como verdad de mi
mundo vivido, referida a éste y aplicable sólo a él.
Sucede, sin embargo, que la verdad no «luce», si no puede
trascender las fronteras del propio mundo vivido. Ya nos lo advir-
tió Nietzsche al asegurar que «uno nunca tiene razón: más con
dos comienza la verdad; uno no se puede probar a sí mismo: mas
dos ya no pueden ser refutados». La necesidad de la verdad
(como apelativo) nace de la patente discrepancia de los otros (sin
la cual resultaría inútil) y de una presumible concordancia de
algunos. Se constituye como apelativo de la «auténtica realidad»

203
(que en el fondo es siempre nuestra «auténtica realidad») frente a
otras pretendidas «auténticas realidades» que no son tales (tra-
tándose siempre de «auténticas realidades» opuestas a la que se
pretende sostener). Ahora bien, la persistencia en una determi-
nada modalidad de «auténtica realidad», depende también de la
medida en que ésta se presente como compartida. De ahí, que las
Verdades (con mayúscula) menos cuestionables sean aquellas
que se corresponden con la realidad establecida; esto es, aquellas que
se derivan directamente de los usos. Pero, incluso las verdades
(con minúsculas), que se constituyen a partir de la experiencias
particulares del centro de referencia, son deudoras, en alguna medi-
da, de la realidad establecida; en tanto se constituyen en el mundo
vivido y éste se constituye, en sus determinaciones, a partir de los
usos1.
Para concluir, dos notas: Primera, la verdad se refiere funda-
mentalmente a la realidad establecida o, en su caso, se deriva de ella.
Y, segunda, la verdad, en cualquier caso, se constituye siempre
como verdad de mi propio mundo vivido (incluso su ser o no com-
partida se da en él).

§ 52
La importancia del rigor demostrativo
y la validez de los saberes

Llegó el momento de aludir a lo que hasta ahora hemos calla-


do. El rigor demostrativo al que continuamente nos hemos referido y
del que hemos hecho «gala» de principio a fin (al menos esa ha
sido la pretensión), no es un «guía mágico», que casualmente ha-
yamos encontrado encerrado en su botella; sino aquello que la
filosofía tradicionalmente caracterizó como propio de sí, bajo la
denominación de «ausencia de presupuestos», y que casi nunca
se atrevió a cumplir. A este respecto, merece una alusión especial
la fenomenología, que hizo suyo el propósito de construir una
filosofía como ciencia estricta, carente de presupuestos teóricos;
identificable, en cierta medida, con aquél que ha guiado nuestros
pasos. No obstante, su propio mentor (Husserl) lo traicionó tan
pronto como trató de ponerlo en práctica. El mismo método

(1) Nos quedaría aún por tratar una modalidad de VERDAD (todo mayúscu-
las), aquella que es en sí, indiferente de toda determinación; pero ésta, tan
sólo es un fantasma producido a partir de la abstracción de aquellas.

204
fenomenológico se asienta sobre importantes prejuicios; en bue-
na medida, fruto de una determinada realidad establecida.
El rigor demostrativo se ha encontrado en la paradójica situación
de ser frecuentemente deseado y casi nunca practicado. La cues-
tión es obvia, mientras las construcciones teóricas se limitaban a
defender una determinada modalidad de lo real, asentada en
cierta realidad establecida; querían para ésta el mayor rigor demostra-
tivo y engalanaban de todos los modos a su alcance la pretendida
demostración; pero nunca se arriesgaban a poner en cuestión esa
determinada modalidad de lo real que se trataba de defender; por
lo que el rigor demostrativo no llegaba nunca a aplicarse (o, al me-
nos, no hasta el punto en que pudiera poner en peligro la realidad
establecida de que se participaba).
Sólo el seguimiento de un estricto rigor demostrativo permite
trascender el ámbito de la realidad establecida (en tanto que presu-
puesto teórico)2. Lo que hace realidad establecida de la realidad estable-
cida no es -sin más- su derivación de los usos; sino no encontrar
otra justificación, desde el punto de vista del rigor demostrativo,
que la del uso. En este sentido, el seguimiento de un estricto rigor
demostrativo, nos permite desenmascarar la «auténtica realidad»
como derivada de la realidad establecida; su efecto es semejante al
de quitar una venda que cubría los ojos o, dicho en términos de la
famosa alegoría platónica, abandonar la caverna. Lo más
destacable, sin embargo, no son sus repercusiones desmitificado-
ras (más sonoras e impactantes en un primer momento), sino las
posibilidades que nos ofrece para comprender en que consiste
cuanto ocurre en el mundo vivido, a partir de su constitución en el
mismo.
Atendiendo, ahora, a lo dicho -en el capítulo primero- acerca
de la validez de los saberes, lo hasta aquí demostrado sólo afec-
tará a aquellos saberes cuya validez consista en un estricto rigor
demostrativo. Ahora bien, siempre desde este punto de vista, ha
quedado de manifiesto, no sólo que el rigor demostrativo es aquello
que -en sus anhelos- la filosofía frecuentemente ha caracterizado
como propio de su indagación; sino que aquellos saberes, que no
se rijan por un estricto rigor demostrativo, están condenados a la
esclavitud en manos de la realidad establecida, a tomar por «autén-
tica realidad» aquella que es producto del uso. Resultaría absur-

(2) A un nivel práctico (el que se correspondería con el que denominamos -


en el capítulo segundo- sentido práctico de las creencias), toda construcción
teórica precisa vehicularse a partir de ciertos usos, entre ellos, el del lenguaje.

205
do negar desde aquí, por ejemplo, la mecánica cuántica; pero,
como se ha puesto de manifiesto, no resultaría menos absurdo
tomarla por la «auténtica realidad».

§ 53
Consecuencias de una
Crítica de la realidad establecida

¿Qué puede ocurrir con una Crítica de la realidad establecida, como


la que aparece aquí bocetada? Dada la altitud de sus pretensio-
nes, puede suceder, de un modo generalizado, una de estas dos
situaciones: 1ª) Que se lea de un modo superficial o no se lea. Y 2ª)
Qué se lea atenta y meditadamente, paso a paso. En el primero de
los casos, ocurrirá simplemente, que pasará desapercibida, tal
vez adornando algunas bibliotecas, haciendo bulto en unos al-
macenes o bien como papel higiénico (tanto da); acabando, por
aquello de la ecología, convertidas estas hojas impresas en papel
reciclado. En el segundo de los casos, mi preferido, por aquello
del optimismo juvenil, surge una nueva bifurcación de posibili-
dades: 1º) Puede suceder que sea refutado, desde el punto de vista
del rigor demostrativo, alguno de los procesos de demostración se-
guidos. Pero 2º) También puede suceder que, al margen de inevi-
tables cuestiones de matiz, se reconozca el estricto «rigor» de sus
procesos de demostración, en todos los niveles de la investiga-
ción. En esta ocasión cualquiera de las posibilidades me satisface
(si bien, la segunda lo hace algo más); La primera porque permite
la construcción de una nueva Crítica de la realidad establecida (o
como quiera llamársele) más estricta, desde el punto de vista del
rigor demostrativo. En el caso de la segunda, porque coincide con mi
propia estimación de los resultados de estas investigaciones.
Que nadie se tome con demasiada seriedad cuanto acabo de
decir en este parágrafo, tan sólo trataba de ironizar conmigo
mismo; las situaciones no suelen comportarse de un modo tan
geométrico como el antes expuesto. Las principales consecuen-
cias que una Crítica de la realidad establecida puede acarrear, una vez
asentada, se relacionan con la posibilidad de permitir un desa-
rrollo del rigor demostrativo a todos los ámbitos, con la consecuente
comprensión de problemas de toda índole (incluidos los más
intrascendentes y cotidianos); pues, el desarrollo del rigor demos-
trativo (y del Saber-Comprensión que por el se guía, en este caso el
Perspectivismo) permitirá comprender los acontecimientos del
mundo vivido a partir de su constitución en el mismo (en cierto

206
modo, se trata de una actividad genealógica). Tal comprensión
sólo podrá desarrollarse a partir de lo demostrado en esta Crítica
de la realidad establecida (o, en su caso, la investigación que, desde el
punto de vista del rigor demostrativo, la sustituya) y en una próxi-
ma Crítica del valor establecido, que complementa axiológi-
camente lo demostrado a nivel gnoseontológico3.

§ 54
Recuperación del tema de
la crisis del pensamiento

La disculpa para abordar este esbozo de una Crítica de la reali-


dad establecida, fueron precisamente (como ya se indicó en el Prefa-
cio) unas sesiones tituladas de «investigación y pensamiento» en
la SOCIEDAD GALLEGA DE FILOSOFÍA, en las que se trataba el
tema de la «crisis del pensamiento». Si bien, esta exposición co-
menzó bajo unos objetivos puramente instrumentales, centrados
en el interés por dotarnos de una base teórica común, rigurosa-
mente asentada, desde la que abordar el problema; no quisiera
terminar ésta, sin antes hacer una breve mención al tema de la
«crisis del pensamiento».
No es mi intención tratar de resolver aquí, de un plumazo, en
qué consiste la actual crisis del pensamiento a todos los niveles.
Son muchas las especulaciones que podrían hacerse al respecto,
sobre sus causas sociológicas, históricas, políticas, económicas,
ideológicas, académicas etc. Me limitaré a destacar aquello que he
podido observar. Bastará para ello con que echemos una mirada
al paraje filosófico, que nos ayude a comprender, un poco más, la
crisis desde dentro 4.
En contraste con sus pretensiones de rigor en sus procesos de
demostración (hecho explícito en al menos algunos casos), el pen-
samiento ha seguido asentándose en la realidad establecida, refirién-
dose a ella. La cosa se agrava al considerar que, en la actualidad,
se puede hablar, no de una, sino de varias realidades estableci-
das de la filosofía, que han dividido a los filósofos por sendas y
escuelas. Si a esto añadimos el carácter personalista y acabado

(3) Toda axiología se fundamenta en una gnoseontología. Toda «orientación


hacia la acción» parte de un mundo ya constituido (si bien, interviene también
en su constitución).
(4) Un estudio más detallado exigiría primero delimitar, que puede entenderse
por «crisis». En este caso, lo daremos por sobreentendido (aludiendo con
ello a lo que comúnmente se entiende por tal).

207
de las mayor parte de las producciones del pensamiento, que no
permiten -en algunos casos- la inteligibilidad de sus expresiones
(al vehicular sentidos individuales, creados en la soledad del centro
de referencia, y no derivados de los usos)5, ni mucho menos desarro-
llos ulteriores; ya que sus obras se presentan como terminadas
de una vez para siempre y sin visos de continuación, ni aplica-
ción, de ningún tipo. Se da una hiperinflacción de sentido; las teo-
rías aparecen sobrecargadas de sentido, sin que éste haya sido ri-
gurosamente asentado; deudoras de una realidad establecida que no
siempre es la misma, hinchadas de sentido, no pueden conducir
sino hacia su inconmensurabilidad.
Tal inconmensurabilidad teórica, unida a la instrumentaliza-
ción del rigor demostrativo en la crítica, que pone en evidencia los
prejuicios y las traiciones al mismo, cometidas por aquellas op-
ciones teóricas opuestas a la que ejerce la crítica (y que, a su vez,
harán otro tanto con respecto a ésta y entre sí); ponen de mani-
fiesto el panorama caótico de los actuales productos del pensa-
miento. Si ninguna teoría se encuentra rigurosamente demostra-
da; si no pueden ser comparadas entre sí sin admitir previamen-
te, como válidos, los presupuestos teóricos de una de ellas; si to-
das ellas son gigantescas construcciones de sentido asentadas en
el aire, sin otro soporte que una determinadí-sima realidad estable-
cida; si, en definitiva, ninguna resiste una rigurosa puesta en
cuestión de sus procesos de demostración. ¿No se habrán traicio-
nado sus pretensiones de alcanzar un mayor rigor demostrativo?
Ante tal panorama, ¿no habrá de sumirse, el pensador, en el ma-
yor de los escepticismos? ¿o, por el contrario, optar por el más
férreo dogmatismo hacia una de estas concepciones teóricas? ¿No
sería acertado pensar, como se ha hecho últimamente, que la filo-
sofía es sólo un juego de palabras?
Frente a esta situación, la ciencia goza cada día de un mayor
apogeo social (aunque, en lo que respecta al pensamiento científi-
co, éste también parece haber entrado en crisis), asumiendo el
papel de saber por excelencia y único propiamente tal, reducien-
do a la filosofía al (papel) de mera opinión poética (o ilustrada). El
auge, a su vez, de las ciencias sociales, herederas del prestigio
forjado por las ciencias de la naturaleza, ha hecho que la filosofía

(5) Esta es la condena de todo investigador que pretenda seguir un estricto


rigor demostrativo: Sólo atendiendo -en lo fundamental- a los usos del lenguaje,
puede ser entendido; pero sólo poniendo en cuestión el sentido impuesto por
los usos, puede ponerse en práctica este rigor demostrativo (Esta puede ser una
visión a posteriori de aquello mismo, que ya advertíamos con respecto a los
sentidos teórico y práctico de las creencias).

208
vea, en buena medida, sus terrenos usurpados por esta modali-
dad de saberes6. Todo ello confina a los filósofos a recluirse en su
condición de historiadores de la filosofía. Los convierte en
destripadores de cadáveres, a los que ya no pretenden devolver-
los a la vida; sino justificar su trabajo, despedazándolos minu-
ciosamente. Su consecuencia inmediata es la renuncia a pensar.
La renuncia a que el ámbito filosófico sea algo más que una mo-
dalidad específica de literatura (perdida, tal vez, entre los avata-
res de la «ciencia ficción»).
La creencia de la -mal llamada- modernidad en la libre volun-
tad, en la autoridad de la razón, en el ser, en la verdad y en otros
grandes mitos de la realidad establecida, que han ido sucumbiendo
uno a uno, ha sumido al pensamiento en un profundo escepticis-
mo. Caldo de cultivo para una autodenominada postmoderni-
dad, que no por abandonar los grandes metarrelatos, que carac-
terizaban a la modernidad, es menos sumisa a la realidad estableci-
da; muy al contrario, su renuncia al pensamiento radical en favor
de la opinión privilegiada, no sólo implica el sometimiento a la
realidad establecida (e incluso su exaltación), sino también, y princi-
palmente, la renuncia expresa a trascender los márgenes de esa
realidad establecida.
La solución, pues, no puede venir dada desde la modernidad,
ni desde la postmodernidad, ni tampoco de sus disputas. Tal vez
busquemos solución para algo que no la tiene o tal vez, por el
mero hecho de buscarla, estemos ya en ella. No creo que sea tan
importante encontrar soluciones mágicas a una crisis, como bus-
carlas y cobrar conciencia de ella. Si observamos el texto de Or-
tega con el que habríamos, en el Prefacio, estas investigaciones,
podremos ver como en él se «intuye» nuestra andadura, como el
camino para la comprensión de la crisis es el de su superación.
Estas investigaciones no sólo facilitan el instrumental para com-
prender la crisis; sino que ellas mismas abren ya un camino para
ir más allá de ésta. De este modo, la Crítica de la realidad establecida,
más que permitirnos comprender la crisis del pensamiento,
vertebra su posible superación; que ha de ir unida al reconoci-
miento de la filosofía, no como un saber, sino como un ámbito de
posibilidad de los saberes; en el que tengan cabida: desde aque-

(6) Cabría realizar una seria reflexión sobre el papel que desempeñan las
ciencias sociales. Pues, en tanto que ciencias, no ofrecen la más mínima
comprensión acerca de la sociedad, el ser humano o su entorno; se limitan a
intentar (persiguen, más bien) conseguir dominio sobre los individuos (ya
que son su objeto). Lo cual, al margen de su mayor o menor rigor formal, los
convierte en saberes -éticamente- cuestionables.

209
llos más radicales, cuya validez se fundamenta en el rigor demos-
trativo (que en nada han de envidiar a las ciencias), hasta aquellos
otros que, sumisos y obedientes a la realidad establecida, expresan
un pensamiento acondicionado a las circunstancias. Cuando se
haya conseguido esto, independientemente de cual sea su acepta-
ción social7, podrá decirse, que el pensamiento ha superado la
crisis en la que se encontraba inmerso.

§ 55
Algunas notas
sobre este bosquejo

En lo referente a relatar los procesos de las investigaciones,


que recojo bajo el título de Crítica de la realidad establecida, siempre
he tenido un encendido temor a precipitarme. Nunca acaba de
contentarme una determinada exposición, siempre veo la forma
de pulirla más, de ahondar más profundamente en el tema en
cuestión: ¿Por qué, entonces, no me he contenido? ¿Por qué no he
esperado a tener completados todos los pormenores de esta in-
vestigación antes de hacerla pública? Los motivos a aducir por
mi parte pueden ser muchos: Primeramente, porque tratándose
del rigor demostrativo no creo que pueda hablarse nunca de algo
definitivo y «para siempre jamás»; pero también, por las nove-
dades que aporta en el terreno de la investigación teorética y la
necesidad de una transformación radical de la filosofía; para, en
definitiva, ofrecer a otros la oportunidad de ampliar estas inves-
tigaciones o guiar las suyas partiendo de un estricto rigor demos-
trativo. Se me ocurren centenares de motivaciones más a las que
poder aludir; ¡escoged aquella que os brinde la imaginación y
menos os disguste!
En cualquier caso, estimo que era necesario, realizar esta pri-
mera aproximación a una Crítica de la realidad establecida, puesto
que, entre sus novedades, presenta un nuevo modelo de indaga-
ción rigurosa, diferente de la de las ciencias naturales, que per-
mite abrir un camino a la comprensión de acontecimientos y
problemas. Si bien, me reservo la posterior realización de am-
pliaciones o profundizaciones en los temas de este libro (como de
hecho tengo previsto), tales indagaciones tendrán un interés li-
mitado al especialista que desee profundizar en ellos; para los

(7) La mayor o menor aceptación social puede ser una consecuencia de la


crisis, pero no es la crisis.

210
demás, creo que la presente obra es lo suficientemente clara y
precisa como para hacerse inteligible, al menos en sus aspectos
fundamentales, sin necesidad de que concurran ulteriores expli-
caciones.
He procurado, que el lenguaje empleado fuera a un tiempo
preciso y coloquial; pues, de este modo, se protegía el estricto
rigor de las investigaciones por un lado, mientras que por otro se
evitaba el entorpecimiento excesivo de un lenguaje demasiado
técnico. Cualquiera que sea la circunstancia, la lectura de este
escrito sólo puede realizarse de una manera: lineal; esto es, en el
estricto orden en que ha sido concebida; de otro modo, los pro-
pios términos se harán ininteligibles y el discurso se asentará
sobre sentidos diferentes de los propuestos. Por supuesto, éste es
sólo el orden, en que el lector debe realizar su función (o sea, la
lectura); pero no necesariamente el del autor en el momento de su
concepción; para el autor, la Crítica de la realidad establecida nunca
puede ser una sucesión de capítulos, sino que de principio a fin se
encuentra mezclada, interactuando, cada parte en su papel (de
este modo, las modificaciones afectan siempre al conjunto); sólo
cuando pretende aclararla para los demás, necesita dotarla de
esta estructura.
Esta primera aproximación a una Crítica de la realidad establecida
ha sido realizada a partir de las notas escritas para el seminario
de la S.G.F. (al que ya he aludido); con ella me he propuesto dejar
meramente sugerido o señalado el camino seguido en estas inves-
tigaciones; pero con la suficiente precisión como para demostrar
que un saber que se rija por un estricto rigor demostrativo es posible
y necesario. No obstante, para quien sea aficionado a la literatu-
ra, al margen de sus intereses como investigador, no puede dejar
de horrorizarle la lectura de las páginas precedentes. La falta del
más elemental gusto estético o refinamiento literario, resulta de
lo más patente. Este es el precio a pagar en beneficio del rigor de
la exposición. La precisión obliga a la utilización de un lenguaje
reducido, a la reiteración, a las fórmulas rituales, a la abundan-
cia de paréntesis y explicaciones marginales, etc.;lo que la hacen
incompatible con una adecuada estética literaria, a la que forzo-
samente habremos de renunciar, si nuestros compromisos se en-
cuentran de la orilla del rigor. Lo siento por aquellos paladares
delicados, pero lo preferí de esta manera. En mi defensa puedo
añadir aquello mismo que Ortega dijo de Heidegger, cuando lo
acusaban de haber destrozado la lengua alemana: «El pensador,
ciertamente, escribe o habla, pero usa de la lengua para expresar

211
lo más directamente posible sus pensamientos. Decir es, para él
nombrar. No se detiene, pues, en las palabras, no se queda en
ellas». No se crea, sin embargo, que con ello trato de exculpar mis
propias deficiencias; teniendo en cuenta las circunstancias deri-
vadas de las pretensiones de rigor y precisión, los defectos de
estilo (o, en lo que atañe a mi labor, de cualquier otro tipo), cuan-
do concurran, habrán de achacarse a las propias limitaciones del
autor 8.

(8) Al decir esto, mi propósito no es otro que el de centrar la atención crítica


sobre el contenido de estas investigaciones, y evitar que se desvíe sobre sus
motivos ornamentales.

212
Epílogo

LA CIENCIA
FENOMENOLÓGICA
§ 56
La Critica de la realidad establecida
como fundamentación de la
ciencia fenomenológica

L as investigaciones recogidas en la Crítica de la realidad estable-


cida contienen mucho más que una nueva instrumentalización
metodológica del ideal filosófico de proceder sin supuestos (de la
epojé), que el descubrimiento de un dato radical firme y seguro, que
la prueba de la condición misma de la realidad de ser tal realidad
en un mundo vivido, que el desvelamiento del mundo vivido como un
ámbito gnoseontológico perspectivo y hermético, que el encuen-
tro en éste con lo efectivo, que el papel de los imperativos de sentido en
el mismo, que los fundamentos constitutivos de todo mundo vivi-
do, que la denuncia de la condición misma de la realidad de ser
constituida conforme a unos usos, sin otra justificación que el
derivarse de éstos, de ser, en definitiva, una realidad establecida,
etc... Las investigaciones gnoseontológicas recogidas en la Crítica
de la realidad establecida contienen, además, los fundamentos para
la constitución de una ciencia, distinta de las ciencias naturales,
que se rija por el seguimiento de un estricto rigor demostrativo. A
tal ciencia demostrativa1 le corresponde, en justicia y atendiendo a
su objeto, el nombre de ciencia fenomenológica.
La patente discrepancia de lo expuesto en estas investigacio-
nes con relación a la ortodoxia de la fenomenología clásica2, hace
cuestiona-ble denominar fenomenológicas a las mismas y ha sido
la causa que me contuvo a hacerlo hasta ahora. No obstante, en-
tre la fenomenología clásica y la ciencia fenomenológica que propone-
mos se da una considerable identidad de propósitos, al margen

(1) Entiéndase por ciencia demostrativa aquel saber riguroso que en el capítulo
primero describíamos como Saber-Comprensión.
(2) Utilizaré la denominación de fenomenología clásica para la practicada por
Husserl y sus más inmediatos seguidores.

213
de la identidad propia de su objeto. En este sentido, seguimos
siendo fieles al ideal de filosofía como ciencia estricta, a la reivindica-
ción de la condición de ciencia, en una modalidad distinta de la
de las ciencias naturales, para aquella parcela, de la tradicional-
mente denominada filosofía, que se rige por estrictos procesos de
demostración (o mostración, si se prefiere). Del mismo modo,
consideramos la eliminación de lo problemático, la ausencia de
presupuestos, como la condición primera y fundamental de una
ciencia filosófica que pretenda ser tal; así como la necesidad de
practicar una suerte de epojé radical a fin de alcanzar aquel pro-
pósito. Pero aquí acaban las coincidencias con la fenomenología clá-
sica3, si bien nos mantendremos algo más próximos a la corriente
heterodoxa del perspectivismo fenomenológico descrito por Or-
tega y Gasset.
A continuación, procederemos a describir los fundamentos de
la ciencia fenomenológica propuesta y lo haremos en permanente
diálogo con los principales fundamentos de la fenomenología clási-
ca, con lo cual esperamos cumplir con un triple objetivo: 1º) Vin-
cular a la tradición filosófica, en contraste con ella, las investiga-
ciones recogidas en la Crítica de la realidad establecida. 2º) Permitir y
explicar la transición de la fenomenología clásica a la ciencia
fenomenológica y 3º) Desvincular la Crítica de la realidad establecida, y
la ciencia fenomenológica que fundamenta, de los contenidos de la
fenomenología clásica.

§ 57
Preliminares metodológicos

Las consideraciones metodológicas, lejos de ser irrelevantes,


pueden llegar a determinar las posibilidades de ejecución de una
ciencia fenomenológica, e incluso negar su condición como tal. Con-
viene advertir con total claridad y nitidez el tipo de ciencia que
se pretende fundamentar, así como sus semejanzas y diferencias
para con el modelo de las ciencias naturales.
Para la fenomenología clásica la diferencia fundamental entre
ambas modalidades de ciencia la constituiría el hecho de que se
apoyan en distintas actitudes; aquellas en la actitud natural, que
vendría a ser la de nuestro actuar cotidiano, en la que el mundo

(3) En cualquier caso, el abundante material proporcionado por las investiga-


ciones fenomenológicas de Husserl, seguirá siendo, por su riqueza y profun-
didad, una ayuda irremplazable y un punto de referencia que no podremos
olvidar.

214
es tomado como trascendente e independiente al actuar
cognoscitivo del sujeto; la fenomenología, por el contrario, se
apoyaría en la actitud filosófica o fenomenológica, que vendría a ser
aquella que problematiza la actitud natural, poniendo entre parén-
tesis la trascendencia e independencia del mundo, tematizándolo
como relativo e inmanente al fenómeno, como su polo intencional.
La distinción entre ambas actitudes, en cuanto a tal distinción,
no es problemática (incluso podría decirse que es muy intuitiva),
pero se hace problemática cuando sobre ella trata de fundamen-
tarse la condición de la fenomenología como ciencia estricta. De
este modo, justifica su carácter científico en un mero cambio de
actitud, lo cual implica, a la vez que se suprimen los presupues-
tos específicos de la actitud natural, aceptar y absorber los pre-
supuestos comunes a ambas actitudes. No es de extrañar, pues,
que al problematizar la posibilidad del conocimiento, Husserl ol-
vidara cuestionarse el carácter mental del mismo, que no pudiera
prescindir de la trascendentalidad del yo (Ego puro) o que, al
modo tradicional del más puro idealismo, convirtiera el mundo
en conciencia.
La distinción entre un «rigor formal» (basado en la primacía del
cálculo, la exactitud y el dominio) y un «rigor demostrativo» (basa-
do en la eliminación del contenido problemático, en la ausencia
de supuestos), que propusimos como el principal factor diferen-
cial entre las ciencias formales (ciencias naturales) y la ciencia demos-
trativa (ciencia fenomenológica), no es mejor, en cuanto a tal distin-
ción, que la ya aludida entre una actitud natural y una actitud
fenomenológica (incluso, hasta es menos intuitiva); pero, en tanto
se fundamenta sobre ella la condición científica de la ciencia
fenomenológica, tiene la ventaja de ser aproblemática; pues no in-
troduce contenidos previos a la investigación, sino que se limita
a destacar el compromiso de la ciencia fenomenológica para con la
ausencia de supuestos; siendo ésta (la ausencia de presupuestos),
en proporcionalidad directa, la que marca el mayor o menor ni-
vel de rigor demostrativo.
El firme propósito de proceder sobre un suelo seguro y firme,
sin que concurra presupuesto teórico alguno, precisa para su eje-
cución de una epojé (desconexión) universal o duda metódica. Sin
embargo, este proceso no es tan aproblemático como Descartes o
Husserl supusieron. ¿Qué podía ser más razonablemente indica-
do para proceder sin supuestos, que someterlo todo a una duda
absoluta, eliminando todo aquello de lo que cupiera imaginar la
más pequeña duda? ¿Quién habría imaginado que el instrumento

215
diseñado para eliminar todo presupuesto fuese a su vez el encar-
gado de reintroducirlos? Embriagados ante la evidencia que im-
plicaba la necesidad metódica de la duda, olvidaron cuestionarse
si ésta es posible y, si lo es, en qué medida lo es; esto es, cuales
son sus limitaciones. No advirtieron el hecho de que las creencias
(todo cuanto previamente creemos) se dan en, al menos, dos sen-
tidos diferentes4: En un sentido fundamental, que hemos denomi-
nado práctico, las creencias son todo con cuanto contamos, sin
tenerlas especialmente presentes, sin ocuparnos de ellas; cuando
nos ocupamos de ellas, las pensamos, cuestionamos o tematiza-
mos, se dan en un sentido diferente, al que hemos denominado
teórico. La importancia de observar este doble sentido en que se
dan las creencias radica en la imposibilidad de dudar de nues-
tras creencias en su sentido práctico; en tanto que contamos con
ellas son indubitables: por mucho que dude de mi existencia, de
la de los demás, de la del mundo, de la del bolígrafo con el que
escribo, del lenguaje que utilizo etc... no podré dejar de contar
con todo ello. De este modo, quienes trataban de instrumenta-
lizar una duda absoluta no advertían que su empeño era imposi-
ble (en tanto no es posible dudar del sentido práctico de las
creencias), y erróneamente confundían la indubitabilidad del
sentido práctico de las creencias con el hallazgo de un suelo firme
y seguro desde el que asentar sus indagaciones; el que éste coinci-
diese con sus convicciones más íntimas no logró alarmarlos; más
bien, al contrario, los persuadió aún más de encontrarse en el
buen camino.
La fenomenología clásica no consiguió superar satisfactoriamen-
te este asunto; no pudo evitar la entrada subrepticia de los pre-
supuestos más asentados, que lograron adueñarse del propio
aparato metodológico. De ahí la necesidad de una trascendencia
en la inmanencia, de la reducción del fenómeno a mera representa-
ción, de la captación de esencias como objeto de la fenomenología.
La primera, como presuposición de una posición ontológica (el
Yo puro) en la que tendría lugar el fenómeno (las vivencias); la se-
gunda, como presuposición del fenómeno como contenido inma-
nente a la conciencia; la tercera, como presuposición, inducida
por la ingenua creencia en la ontología escolástica, de que la des-
conexión de las determinaciones ontológicas relativas a la existencia
nos conduce al desvelamiento de las esencias puras. En la reduc-
ción fenomenológica, sea ésta eidética o trascendental, encontramos
el mecanismo metodológico que las justifica y encubre; la cual

(4) Véase § 11 (Los sentidos de las creencias).

216
opera como falsificación de lo dado, a partir de la ejecución de
una epojé parcializada y arbitraria, que se limita a apartar del
«juego» a aquellos elementos molestos al esquema preconcebido,
para así poder reducir lo dado a éste.
Cuando finalmente Husserl descubrió, aunque fuese muy par-
cialmente, la traición a la epojé radical contenida en la reducción
fenomenológica, lejos de abandonarla, se inclinó a favor de supri-
mir la epojé o, más exactamente, de prescindir de su carácter
universal5; pues entendía que en caso de abarcar al «yo» tal epojé
se anularía a sí misma, por lo que la duda nunca podría ser uni-
versal. Una vez más, Husserl, cegado por sus convicciones y el
papel que éstas representan en su idea de la fenomenología6, se
niega a aplicar, con toda radicalidad y sin temor a sus conse-
cuencias, el tipo de epojé universal, que la búsqueda de un conoci-
miento seguro y aproblemático reclama, por afectar ésta a sus
esquemas preconcebidos. Frente a tales suposiciones de la
fenomenología clásica, resulta ser la duda absoluta la que se anula a
sí misma, al no poder alcanzar el sentido práctico de las creen-
cias; mientras que, en tanto toda creencia es susceptible de darse
en un sentido teórico y, en tal modalidad teórica, no hay razón
teorética alguna que nos impida cuestionarla, la duda universal
no sólo es perfectamente ejecutable, sino, también, de obligada
ejecución, atendiendo al compromiso de la ciencia fenomenológica
con la ausencia de presupuestos o lo que es lo mismo con el rigor
demostrativo.

§ 58
La seguridad gnoseontológica
del fenómeno

La exaltación de la seguridad de la apariencia, del fenómeno, en


tanto que dada de un modo absoluto, es casi tan antigua como la
filosofía misma y se remonta a Protágoras7. Su propio carácter

(5) Lo que finalmente le llevaría a diseñar nuevos caminos, distintos del carte-
siano, para la fundamentación de la fenomenología.
(6) Es curioso como el propio Husserl rechazó inicialmente la idea de un yo
puro (Investigaciones Lógicas), diciendo que en él no encontraba nada semejan-
te, y que, sin embargo, unos años después (Ideas) encontrase en el yo puro
una evidencia apodíctica, de la cual no podía imaginar la más pequeña duda.
¿Cómo no podía imaginar la más pequeña duda sobre aquello que le costó
tanto tiempo y entrenamiento llegar a ver?
(7) Su posición al respecto está excelentemente reflejada en el Teeteto platóni-
co.

217
intempestivo hizo que fuese abandonada entonces y sólo recupe-
rada paulatinamente en épocas recientes, a partir de Berkeley,
Kant, Nietzsche... (entre otros). Finalmente, ya en el presente si-
glo, la fenomenología clásica cimentó el edificio de sus indagaciones
sobre el suelo firme y seguro del fenómeno. ¿Qué podía ser más
razonable? ¿Dónde podría encontrarse una seguridad superior?
¿Cómo podían imaginar que aquella noción de fenómeno contenía
también una determinada interpretación del mismo, a la que no
era extensible aquella seguridad? ¿Por qué tendrían que
cuestionarse si la seguridad propia del fenómeno pertenecía a éste
en su integridad o tan sólo a una parcela del mismo? Se entendió,
erróneamente a mi parecer, que la seguridad del fenómeno, en tan-
to lo dado en el se daba de un modo absoluto, carecía de la más
mínima problematicidad; de este modo, no fue difícil convertir al
fenómeno, y por extensión al mundo, en representación, ni tampo-
co lo fue el añadir una posición ontológica (Ego puro) desde la cual
tiene lugar y se sostiene el fenómeno.
La seguridad gnoseontológica del fenómeno no se revelará, sin
embargo, como una mera quimera fruto de la fantasía del filóso-
fo, antes bien el fenómeno es lo seguro, lo más seguro de cuanto
podamos encontrar. Todo de cuanto es predicable el existir cobra
su sentido a partir de la apariencia que lo muestra como existente.
El fenómeno sostiene el mundo-verdad, afirmaba Nietzsche. El
lado perspec-tivo de lo fenoménico define el carácter y condición
de la realidad, la cual sólo puede variar a partir de una nueva
apariencia, que en su revelarse como la verdad relega a la aparien-
cia anterior a ser esto mismo: mera apariencia; pero entre la una
y la otra tan sólo hay una diferencia temporal y la circunstancia
de encontrarse, la última, vigente. Esta seguridad del fenómeno
reside en el hecho de que todo lo demás, todo cuanto hay, pensa-
mos, imaginamos o sentimos, depende de él, se da en el fenómeno;
esto es, encontramos una mayor seguridad gnoseontológica en el
fenómeno porque la seguridad de todo lo demás es dependiente de
la suya, su seguridad se encuentra implícita en la del fenómeno8.
Ésta, sin embargo, no es la única razón de su seguridad, la cual se
apoya también en su carácter absoluto: el fenómeno lo es absolu-
tamente; esto es, se limita a ser eso mismo: fenómeno, apariencia,

(8) Sólo la apariencia nos es dada, si la apariencia no es segura, aquello que


está más allá de la misma resulta inalcanzable. La seguridad de cuanto hay
precisa de la seguridad del fenómeno que lo muestra. Parafraseando a
Nietzsche una vez más, nada nos queda del mundo-verdad si suprimimos el
mundo-apariencia.

218
sin precisar de nada para serlo, sin ninguna pretensión de tras-
cendencia.
Ahora bien, si esto es así, ¿qué nos permite extrapolar esa se-
guridad al yo? ¿Porque cuestionándonos su seguridad anularía-
mos nuestra propia puesta en cuestión, como argumentaba
Husserl? 9 Cuando traspasamos la seguridad gnoseontológica
propia del fenómeno al «yo» (por muy puro que éste sea), comete-
mos un grave atentado contra el proceso metodológico orientado
a la ausencia de presupuestos; pues nos guía a ello la confianza
en nuestra propia existencia (y la necesidad de esa misma con-
fianza), sin que podamos encontrar pruebas sólidas a su favor.
Cuanto acontece en el fenómeno lo hace, efectivamente, con rela-
ción a un centro de referencia (que somos, en cada caso, nosotros
mismos), pero ese mismo centro de referencia es parte de cuanto
acontece en el fenómeno, por lo que difícilmente podrá ser
gnoseontológicamente previo a éste. Si a esto añadimos que nada
puede encontrarse para justificar rigurosamente que el fenómeno
precise de la posición ontológica del «yo» para ser tal fenómeno10,

(9) Este tipo de proposiciones maximalistas son tan abundantes en filosofía


como ingenuo su contenido; en ellas, lo demostrado, lo es en virtud de su
definición, ya que su negación entra en contradicción con la misma. Lo que
no se advierte es que si en cualquiera de ellas prescindimos de suponer tal
definición, su negación o su mera puesta en cuestión ya no aparecen bajo el
estandarte de la contradicción. En el caso concreto que nos ocupa, se está
presuponiendo que dada una tesis, hay alguien, un «yo», que sostiene esa
tesis, que si se cuestiona algo hay alguien que cuestiona. ¿Qué podría ser más
razonable y de sentido común que esto? Pero, para la ciencia fenomenológica
lo razonable y el sentido común tienen muy poco valor, si no van acompaña-
dos del rigor demostrativo requerido. Que nos sea del todo imposible dejar de
contar con nuestra propia existencia es una cosa, pero negar por ello que
podamos cuestionarla, cuestionar nuestra seguridad en la misma en un sentido
teórico, es otra cosa muy distinta. En la Crítica de la realidad establecida nos
hemos cuestionado nuestra propia existencia (junto con todo lo demás), inclu-
so hemos demostrado que carecemos de una garantía última y absoluta acerca
de la misma, atreviéndonos a analizar como se constituía ésta en el mundo
vivido,.. y, sin embargo, no nos hemos visto anulados en ningún momento.
Operando en la ciencia fenomenológica nada sabemos mientras no sea demos-
trado, por obvio que esto parezca.
(10) Al hilo de la nota anterior, el único dato que nos permite suponer una
esfera ontológica previa al fenómeno y donde éste acontece (el «yo» del que
venimos hablando), proviene de aquello mismo que muestra el fenómeno y no
de un «yo», sujeto o conciencia más acá del mismo. Cuando la fenomenología
clásica señala al «yo puro» como siendo distinto del fenómeno, como no dado
en éste, sino como independiente del fenómeno, está hablando de fantasmas y
de mitos que jamás podrá demostrar rigurosamente, pues la única prueba posi-
ble ha de venir dada por el fenómeno y para ello hemos de dar previamente por
válido lo mostrado en éste. Curiosamente, la fenomenología clásica al tomar, en
sus comienzos, la noción de conciencia como conciencia de parecía pretender
reducir a la esfera del fenómeno el reducto de sus seguridades, rechazando

219
advertimos cuales son los peligros de semejante extrapolación.
No se trata, por lo pronto, de un «yo» al que le es dado el fenómeno
sino de un fenómeno que muestra un «yo». Tal idea puede resultar
aberrante a nuestro pensamiento egocéntrico; sin embargo, aten-
diendo única y exclusivamente a aquello que con total rigor po-
demos demostrar, la seguridad del «yo» es mediatizada por la
propia seguridad del fenómeno, el cual determina el carácter y
condición de lo que hay11.
Ligada a la suposición de una posición ontológica previa al
fenómeno se encuentra su errónea identificación como representa-
ción. En nuestra vida cotidiana nos encontramos continuamente
con dos modalidades de lo dado efectivamente: aquello que existe
con independencia de nosotros mismos, en cada caso (del centro de
referencia, diríamos), las entidades y aquello que existe con depen-
dencia de nosotros mismos, las representaciones. Puesto que lo mos-
trado por el fenómeno lo hace con relación a un centro de referencia y
podría ser falsado por una mostración posterior, se entiende que
el fenómeno no puede darse en la modalidad de entidad, luego, se
concluye, debería de darse como representación. Lo que nos lleva de
nuevo a suponer una posición ontológica previa (un «yo», sujeto
o conciencia) desde la cual se da aquel. Pero esto es un gravísimo
error, el fenómeno no es representación. Las representaciones son parte
de cuanto se da en el fenómeno, como también lo son las entidades o
el propio centro de referencia. Resulta absurdo entender todo lo
dado en el fenómeno exclusivamente como representación; lo cual
sólo puede hacerse falsificando lo mostrado en el fenómeno12. El
origen de la equivocación está en que utilizamos categorías coti-
dianas para juzgar lo que no es un elemento de nuestra vida co-
tidiana, sino lo que muestra a éstos y los hace posibles. Se había
supuesto que el fenómeno tendría que ser o bien entidad o bien repre-
sentación (en disyunción exclusiva), cuando no es ni lo uno ni lo
otro, sino aquello en lo que las modalidades de lo dado efectivamen-

expresamente cualquier tipo de principio psíquico sustancial al modo cartesia-


no; sin embargo, la conciencia de se convirtió a su vez en conciencia de si,
recayendo en el recurso a un «yo» (ahora puro e insustancial) que es el
consciente, el que tiene conciencia de, tan gratuito e injustificado como en su
momento lo fuera el cartesiano.
(11) Por utilizar una expresión de moda entre los analíticos, desde que Russell
y Quine (y después Ferrater Mora) la utilizaran para sustituir la equívoca
expresión de realidad.
(12) Por ejemplo, la mesa sobre la que escribo estas líneas se manifiesta en el
fenómeno pero se da como entidad, en una modalidad muy distinta de cuando
meramente la pienso.

220
te se hacen patentes; esto es, lo que muestra aquello como entidad,
esto como representación, eso como centro de referencia.
No obstante, hay un sentido de fenómeno en que éste puede ser
inmanente, ¿pero inmanente a qué? Tan sólo entre lo presentado
en el fenómeno para con el acto de darse el fenómeno tiene sentido
hablar de una relación de inmanencia; lo que nos lleva a dar un
paso más y cuestionarnos la propia seguridad gnoseontológica
del fenómeno.
En el fenómeno podemos distinguir dos tipos de relaciones, las
que se dan entre las distintas modalidades de lo presentado en él
(de trascendencia entre entidades y centro de referencia, y de inma-
nencia entre representaciones y éste) y la que se da entre lo presen-
tado en él (independientemente de su modalidad) y el acto de
darse el fenómeno. Esta última nos resultará especialmente signifi-
cativa, ahora, ya que nos permite distinguir entre la seguridad
de lo mostrado por el fenómeno y la seguridad propia del acto de
darse el fenómeno. De este modo, siendo lo mostrado en el fenómeno
inmanente al acto mismo de darse el fenómeno, su seguridad es
mediatizada por la de éste. De lo mostrado en el fenómeno no po-
demos tener garantía alguna, a no ser del hecho de ser así mos-
trado; como vimos, la hipótesis de la Ilusión cuestiona gravemente
su seguridad. ¿Y si todo cuanto se nos presenta en el fenómeno no
fuera sino una ilusión? ¿Qué garantía podemos tener de que las
cosas son tal cual las muestra el fenómeno, tal como aparecen?
Ninguna. Incluso el carácter absoluto de lo mostrado en el fenóme-
no, del que antes hablábamos, es absoluto con relación al acto que
lo muestra, pero no absoluto por sí, cosa que sólo puede
predicarse del acto mismo, en el que reside la seguridad
gnoseontológica del fenómeno. Por ello, nos vimos obligados a dis-
tinguir ambos componentes del fenómeno, denominando vivencias
al acto de darse el fenómeno (con independencia de su contenido) y
mundo vivido a lo mostrado en éste.
De este modo, vivencia y mundo vivido vienen a ser algo así como
las caras del fenómeno; siendo las vivencias el lado firme y seguro
del mismo, en el que reside su seguridad gnoseontológica; mien-
tras el mundo vivido carece de garantía, gnoseontológicamente ha-
blando, al margen de ser así presentado (impuesto) por la viven-
cia13. De todo esto podremos extraer algunas consecuencias im-

(13) Es muy importante que no se confundan estos términos, pese a su simili-


tud, con los utilizados en la fenomenología clásica. De este modo, vivencia
(erlebnis) tiene un sentido en ésta muy diferente del aquí propuesto. Para
Husserl la vivencia viene a ser el modo de darse el fenómeno a la conciencia,

221
portantes para el camino a seguir por una ciencia fenomenológica.
En primer lugar, la relatividad de lo dado efectivamente atendiendo
a cada mundo vivido, lo que implica la relatividad de la realidad
para con el mundo vivido de que se trate. En segundo término y en
el contexto de marco gnoseontológico sostenido por el mundo vivi-
do, la realidad es ofrecida como dada, inclusive en sus posibilida-
des o modalidades (como existente, como recuerdo, como fanta-
sía, etc...). Por último, la falta de una garantía definitiva de que
adolece el mundo vivido es extensible a la realidad que en él se da.
Estas consecuencias conllevan la imposibilidad de instaurar una
ciencia demostrativa (por tanto, no formal) acerca de las determinacio-
nes ontológicas (inclusive aquella que se interroga por el ser, la
realidad o las esencias), pues éstas son relativas al mundo vivido,
dadas por éste como tales determinaciones ontológicas (están ahí,
ante nuestras narices) y carecen de una garantía última acerca
de su seguridad, que les permita ser objeto de las indagaciones de
una ciencia fenomenológica, basada en el seguimiento de un estricto
rigor demostrativo. De este modo, no es posible establecer una ciencia
demostrativa que responda a la pregunta ¿qué es la realidad?, simi-
lares o derivadas. Esta es la causa de que, uno tras otro, fracasa-
ran todos los intentos de convertir a la filosofía en una ciencia
estricta, en tanto los interrogantes se referían casi siempre a las
determinaciones ontológicas14.
Pero, si las determinaciones ontológicas no pueden ser el objeto de
la ciencia fenomenológica, ¿cuál podrá ser éste? ¿O habremos de
renunciar a la pretensión de instaurar una ciencia demostrativa de
este tipo? De ninguna manera, si bien habremos de tener buen
cuidado de renunciar a establecer criterios sobre las determinacio-

teniendo todas las características de éste que antes se han señalado como
erróneas; mientras que vivencia se ha reservado aquí para denominar única y
exclusivamente al acto de darse el fenómeno (con independencia de su conte-
nido), en el que reside la seguridad gnoseontológica de éste. Otro tanto cabe
decir con respecto al mundo de la vida (lebenswelt) de la fenomenología clási-
ca; el mundo vivido del que aquí hablamos no debe confundirse ni identificarse
con aquel (el cual, entre muchas otras cosas, es ambiguo, difuso, no es pro-
piamente perspectivo, no tiene un único centro de referencia, ni tampoco
aparece nítida y rigurosamente demostrado), sino que debe entenderse en el
estricto sentido en que aquí se utiliza, como aquello que imponen las viven-
cias, como lo mostrado en el fenómeno.
(14) Como es la causa de muchos malentendidos, de actitudes racistas o
xenófobas e, incluso, de no pocas guerras. El hecho de que la realidad sea
dada en el mundo vivido, pero al mismo tiempo ésta pueda ser sustancialmente
diferente de un mundo vivido a otro y no exista método riguroso alguno para
poder dirimir entre una y otra (pues su seguridad carece de garantías últimas),
está en el origen de la mayor parte de las intolerancias.

222
nes ontológicas, nada nos impide asentar la ciencia fenomenológica
sobre la otra cara del fenómeno, su lado firme y seguro, las viven-
cias, cuya seguridad gnoseontológica ya fue demostrada en su
momento. Apoyándonos en la seguridad gnoseontológica de las
vivencias podremos elaborar una ciencia demostrativa estricta, que
estudie lo dado en el mundo vivido no como realidad, sino como lo
impuesto por las vivencias; esto es, que en lugar de sus determinacio-
nes ontológicas, sobre las que no cabe ninguna seguridad, estudie
sus condiciones constitutivas, que ofrecen un suelo firme y seguro a
la indagación. ¿Qué queremos decir con estudiar sus condiciones
constitutivas? .. pues, que si bien no podemos responder con rigor
al interrogante ¿Qué es la realidad?, si podemos hacerlo con res-
pecto a interrogantes del tipo ¿por qué creemos en una determi-
nada modalidad de lo real? o ¿cómo se constituye la realidad?
Cuestionarnos por los fundamentos constitutivos del mundo vivido
implica preguntarnos, en definitiva, por cómo se fabrica, cómo se
hace la realidad del mundo vivido, de cualquier mundo vivido. Puesto
que en este proceso de hacerse el mundo vivido no hay propiamente
un hacedor, lo denominaremos, más rigurosamente, proceso consti-
tutivo, y como lo que nos interesa no es propiamente el proceso
constitutivo de éste o aquel mundos vividos (aunque en definitiva,
también estos), sino el de todo mundo vivido, cualquiera que sea
éste, hablaremos de condiciones o fundamentos constitutivos del mundo
vivido. Este será, pues, el tema inicial y fundamental de la ciencia
fenomenológica, indagar en la constitución del mundo vivido par-
tiendo de las seguridades gnoseontológicas que puedan ser de-
mostradas, siguiendo un estricto rigor demostrativo. La Crítica de
la realidad establecida (§§ 17-48) constituye, estimo, un ejemplo
muy adecuado de tal proceder.

§ 59
El mundo vivido como
ámbito gnoseontológico hermético

El contenido inicial y fundamental de la ciencia fenomenológica


consiste en analizar las condiciones generales constitutivas del mun-
do vivido. De ello se ocupó, si bien de un modo un tanto sucinto, la
Crítica de la realidad establecida, por lo que no trataremos de repro-
ducir aquí las demostraciones relativas a la constitución del mun-
do vivido, para las que nos remitiremos al texto aludido. Nuestra
tarea será ahora la de destacar su papel en el desarrollo de la

223
ciencia fenomenológica, así como sus diferencias cualitativas con la
fenomeno-logía clásica15.
Lo primero que puede demostrarse con respecto al mundo vivi-
do es que éste constituye un ámbito gnoseontológico hermético.
¿Qué queremos decir al hablar del mundo vivido como un ámbito
gnoseontológico hermético? Pues, dicho en términos más colo-
quiales, que siempre estamos en él y nunca salimos, ni nos es
posible salir, del mismo. Porque, si bien carece de garantías, al
margen de ser así impuesto por las vivencias, el mundo vivido es
todo cuanto hay. Todo cuanto existe, todo cuanto se da efectivamen-
te, sea cual sea su modalidad, e incluso su mera posibilidad, se da
en el mundo vivido, cualquiera que sea éste. No conocemos otro
modo de existencia, ni siquiera podemos imaginarlo, que la dada
en un mundo vivido.
A partir de aquí, el primer paso en el descubrimiento de los
fundamentos constitutivos del mundo vivido lo obtendremos atendien-
do a éste y a lo que en él se da, tal como se da. Como resultado de
esta atención descriptiva daremos con la estructura del mundo vivido.
Lo primero que podremos constatar es que éste siempre gira en
torno a un centro de referencia. Todos los acontecimientos del mundo
vivido nos tienen a nosotros mismos, en cada caso, como su eje,
como lo que vemos, escuchamos, imaginamos, etc., de ahí su ca-
rácter perspectivo. En lo que resta, resultará fácil distinguir los
demás elementos que componen estructuralmente el mundo vivido
(basándose en la distinta relación que mantienen con aquel);
puesto que en él encontramos siempre algo como exterior e inde-
pendiente del centro de referencia, lo movemos, nos toca, me impide
pasar etc., a lo que denominamos entidades e, igualmente, encon-
tramos siempre algo como interior y dependiente del mismo, la
pensamos, lo imaginamos, etc., a lo que llamamos representaciones.
Esta triple estructura, aunque obvia (en tanto se deriva de la
mera descripción del mundo vivido), es ignorada por la fenomenolo-
gía clásica, que la atribuye a la actitud natural, pues tiene su propia
estructura preconfigurada desde su aparato metodológico16.

(15) Llegado a este punto no es fácil concluir cuales son las principales
semejanzas o divergencias con la fenomenología clásica, ya que las diferencias
metodológicas y en los primeros pasos, desviaron a ésta de tales plantea-
mientos, sumiéndola por derroteros de conocida y tematizada problemati-
cidad. No obstante, encontraremos algunos interesantes paralelismos con la
fenomenología trascendental husserliana, que será conveniente tratar en su mo-
mento, obviando las diferencias en los planteamientos originarios.
(16) El procedimiento de la reducción fenomenológica parte de la acertada ob-
servación de que lo que sea el mundo y el conocimiento del mundo no
pueden desligarse, que el mundo exterior al sujeto no es independiente del

224
Continuando el proceso descriptivo podríamos obtener otros
caracteres pseudo-estructurales del mundo vivido como son su co-
munidad, continuidad y perspectivismo17; cuya nota más destacable es
que se verán forzosamente suspendidos al practicar una analíti-
ca del mundo vivido, que implica un segundo paso en la indagación
de sus condiciones constitutivas.

Lo primero que nos revela una analítica del mundo vivido es que
todo momento del mismo, toda actualidad, nos está remitiendo a
otros momentos no actuales de los que cobra su sentido. Lo que nos
lleva a distinguir en todo mundo vivido entre su momento o actuali-
dad del mismo, lo que ahora nos presentan las vivencias (lo que
ahora nos acontece), y un mundo latente o ámbito de todos los
otros momentos no actuales posibles a los que cabe se remita la
actualidad del mundo vivido. El hecho de que los momentos no ac-

fenómeno que lo muestra. Pero erróneamente confunde fenómeno con represen-


tación, al hacer a éste dependiente del sujeto. Lo cual no sólo no puede
probarse, sino que dota a la fenomenología clásica de una estructura falsificada
que la impedirá constituirse como ciencia estricta. Es el propio fenómeno el que
sostiene la tesis de la actitud natural; negando las entidades como componente
estructural de éste (y no como mero polo intencional de una representación),
no hacemos otra cosa que falsificarlo.
(17) Véase Critica de la realidad establecida § 21.

225
tuales posibles que componen el mundo latente, hayan sido o no, a
su vez, actualidades, carece de relevancia. Del mundo latente tal
sólo tenemos la referencia de la actualidad propiamente dada18.
Un segundo paso en la analítica del mundo vivido nos lleva a
constatar la necesidad de sentido de éste. Todo cuanto se da en el
mundo vivido tiene sentido y es visto desde la perspectiva de éste; lo
que no tiene sentido no tiene cabida en el mundo vivido, salvo en la
medida en que se presenta con sentido. Esta necesidad de sentido
nos conduce al núcleo mismo de la analítica del mundo vivido: el
encuentro con lo efectivo o sensible. Tomado un objeto cualquiera
presente en el modo de entidad, puede observarse que su sentido es
básicamente idéntico, cuando se presenta en el modo de represen-
tación, de aquel que tenía en el modo de entidad, pero con una dife-
rencia básica en el modo de darse, que impide que confundamos
ambas modalidades. En el modo de entidad conlleva también el
sentido de efectiva presencia, derivado de su modo de darse, del que
carece en el modo de representación. Esta diferencia descubre un nue-
vo componente analítico del mundo vivido que, aún no pudiendo
darse sin sentido, es diferente de éste: lo efectivo o sensible 19, que
caracteriza la efectiva presencia de lo dado en la modalidad de enti-
dad.
El descubrimiento de la realidad efectiva (de lo sensible) resulta
crucial para el desarrollo de las indagaciones en torno a las condi-
ciones constitutivas del mundo vivido y, por lo tanto, para la instau-
ración de una ciencia fenomenológica. La fenomenología clásica al con-
vertir el entorno de entidades en representación, en función de su pro-
pio proceso metodológico, ignora la distinta modalidad de aque-
llas, cegándose de este modo al descubrimiento de lo efectivo o
sensible20.

(18) Podría encontrase aquí un justificado paralelismo con la noción


husserliana de horizonte; no obstante, en tanto esta última me parece más ambi-
gua e imprecisa (obviando el contexto errado en que se arropa), por cuestio-
nes de estricto rigor, prefiero que tal mundo latente se entienda tan sólo en el
sentido hecho explícito.
(19) Para más detalles, véase: Crítica de la realidad establecida capítulo IV.
(20) A ello contribuyó, sin duda, el terror y aborrecimiento teoréticos que
Husserl profesaba hacia quienes, desde el empirismo inglés a Russell (pasan-
do por Avenarius y Mach) tomaban las impresiones o sense-data (datos de los
sentidos) como lo dado, haciendo del conocimiento un edificio construido a
partir de aquellos. Como ya hiciera con anterioridad Nietzsche radicalizando
a Kant, Husserl demostró que lejos de ser lo sensible lo dado, sólo se podía
acceder a ello a partir de un cierto esfuerzo intelectual; pues propiamente no
percibimos datos sensible, sino objetos que son de éste o aquel color, de ésta
o aquella forma. Si bien , en el mundo del pensamiento analítico, aquella tesis
siguió vigente hasta que Sellars puso de manifiesto en su propio lenguaje el

226
La necesidad de sentido propia del mundo vivido y su apertura a
la realidad efectiva (denominación con la que hago referencia a lo
efectivo o sensible) conforman los pilares sobre los que se constitu-
ye el mundo vivido. Sin embargo, se trata de unos pilares muy
estrechos; pues, de un lado, la realidad efectiva, pese a tan impre-
sionante denominación, en tanto no es propiamente sentido y, no
obstante, sólo puede darse en el mundo vivido en la medida en que
es arropada de sentido, no puede mostrarse desnuda en cuanto a
tal21. De otro lado, la necesidad de sentido, en tanto éste es ajeno a
la realidad efectiva (que en su momento se demostró como común a
todo mundo vivido), no puede garantizar que este sentido sea el mis-
mo, cualquiera que sea el mundo vivido de que se trate. Pese a tan
nefasto panorama, ambos caracteres conjuntos: necesidad de sen-
tido y realidad efectiva, dan lugar, a partir de su contacto en el mun-
do vivido, a lo que se denominó imperativos de sentido. Estos son cons-
trucciones de sentido ajenas a la realidad efectiva, pero que se refie-
ren a ella y se derivan directamente de la necesidad de sentido
propia del mundo vivido, por lo que son indiferentes al mundo vivido
concreto de que se trate (indiferentes, por tanto, a las variaciones
culturales más extremas) y válidas, consecuentemente, para todo
mundo vivido. El primero de estos imperativos de sentido es el de iden-
tidad (para que la realidad efectiva pueda constituirse con sentido
en el mundo vivido necesita de la identidad) y de él se derivan, por
este orden, los de causalidad, sustancialidad, movilidad, espacia-
lidad y temporalidad22.
Con lo visto podría decirse que, al menos a un nivel elemental,
el mundo vivido se constituye como sentido a partir de la interacción
del centro de referencia con la realidad efectiva, guiada por los imperati-
vos de sentido. Y efectivamente así es, no obstante, el mundo vivido
así constituido apenas podría contener algunas semejanzas con
otros mundos vividos; éstas, en su mayor parte, vienen determina-

mito de lo dado. Volviendo a Husserl, su critica de los datos sensibles era


correcta, pero no así su extrapolación que le llevó a ignorar y despreciar el
tema de lo sensible; pues si bien lo sensible no se da en el mundo vivido, ni
siquiera en la efectiva presencia, desprovisto de sentido (sino que siempre se
presenta convenientemente arropado de sentido), esto no anula su papel carac-
terizando la efectiva presencia, en todo caso lo hará de su consideración como
dato puro. Ignorar el papel de lo sensible, sumió definitivamente a la
fenomenología clásica en el cómodo lecho del idealismo, del que jamás llegó a
salir.
(21) Para un estudio detallado de la realidad efectiva, véase el capítulo V, de la
misma obra.
(22) Véase capítulo VI.

227
das por el importante papel que juegan los otros en la constitu-
ción del mundo vivido.

§ 60
El problema de
la intersubjetividad

Desde que los desarrollos kantiano y postkantianos pusieran


de manifiesto la inaccesibilidad del noúmeno, de la cosa en sí, ha
sido creciente el interés de los filósofos por adueñarse del ámbito
de lo intersubjetivo23. Husserl, y con él la fenomenología clásica, no
fue inmune a éste influjo, el tema principal de sus últimos estu-
dios (o, cuanto menos, uno de los principales, no polemizaré so-
bre este asunto) fue el dotar a la fenomenología trascendental, por el
propuesta, de una salida a la intersubjetividad, que le permitiera
alejarse del solipsismo, al que le habían abocado sus pesquisas
anteriores. Entiéndase bien, Husserl no se plantea la cuestión de
si la intersubjeti-vidad es posible, simplemente la busca y como
la busca, la encuentra. ¿O habríamos de decir, más bien, que la
fabrica?
Uno de los desarrollos más importantes, en cuanto a su tras-
cendencia, de la Crítica de la realidad establecida, lo podemos encon-
trar en la demostración de que el mundo de la intersubjetividad,
en sentido estricto, es sólo una ilusión. Lo cierto es que esto no
debería de extrañar, ni aportar gran novedad; pues continua-
mente vemos que esto es así: la divergencias culturales, las difi-
cultades de comunicación, las complicaciones de aprendizaje, etc.
Si efectivamente tuviéramos acceso al mundo vivido del otro ni si-
quiera precisaríamos del lenguaje para intentar comunicarnos, su
mundo e incluso sus pensamientos serían los míos. Que vivimos
siempre en y desde nuestro propio mundo vivido, cualquiera que sea
éste, y que, por ello, no tenemos acceso a otros mundos vividos re-
sulta inapelable; pues todas nuestras experiencias lo confirman.
Ahora bien, el hecho de que el mundo intersubjetivo sea una ilu-
sión y no haya ningún modo de acceder, en sentido estricto, al
mundo vivido de los otros, no implica restarle ni un ápice de impor-
tancia al papel que juegan los otros en la constitución del mundo
vivido, cualquiera que sea éste.

(23) Si lo objetivo en cuanto a tal, lo puramente objetivo, el noúmeno, no era


alcanzable, quedaba al menos aquello que es objetivo para toda subjetividad,
lo intersubjetivo, o eso era lo que se pensaba.

228
El camino seguido por la fenomenología clásica, la sumió por los
derroteros del idealismo, convirtiendo al mundo en conciencia,
ahogándola en el solipsismo resultante. Motivo que la guiaría a
buscar una salida a la intersubjetividad. En el caso de la ciencia
fenomenológica no existe este problema; desde un comienzo hemos
renunciado a identificar fenómeno con representación, eludiendo re-
caer en el idealismo de nuestro ilustre precursor; por lo que el
salto a la intersubjetividad no se hace, en absoluto, necesario. El
otro está ya, de antemano, ahí, en nuestro propio mundo vivido (en
cada caso); si bien no su mundo vivido, nunca éste.
Resulta del todo imposible que podamos probar que se dan
otros mundos vividos, pues para hacerlo con rigor habríamos de
ser, a la vez, también su centro de referencia. Se trata, entonces, de
una imposibilidad fáctica, que no niega el mundo vivido del otro,
sino que simplemente lo hace indemostrable. Por otro lado, ha de
tenerse en cuenta que si bien es efectivamente indemostrable, su
posibilidad se encuentra sugerida por la propia estructura del
mundo vivido, que en su carácter perspectivo, al girar en torno a
un centro de referencia, sugiere la posibilidad de infinitas perspecti-
vas distintas. Por último, ha de tenerse en cuenta también, que
los otros se presentan y actúan en nuestro mundo vivido (en cada
caso) como si (acentuado el como si) tuvieran su propio mundo vivi-
do. El que efectivamente lo tengan o no resulta irrelevante de cara
a su papel en la constitución del mundo vivido; para el cual «como si
lo tuvieran» y «tenerlo efectivamente» son una misma cosa, pues su
presencia en el mundo vivido (en cada caso) es idéntica.
Atendiendo a los anteriores preliminares, estamos en situa-
ción de descubrir el papel de los otros en la constitución del mundo
vivido a partir de su presencia y actuación en el mismo. Había-
mos visto como el mundo vivido se constituía, aun nivel elemental,
como sentido a partir de la interacción del centro de referencia con la
realidad efectiva, guiada por los imperativos de sentido; en la medida
en que los otros tengan sus propios mundos vividos se constituirán
de la misma manera, pero aunque no los tengan influirán igual-
mente en la constitución del mundo vivido de que se trate.
La primera consecuencia de la constitución elemental del mun-
do vivido es la constitución, a su vez, del centro de referencia como
sujeto y de la realidad efectiva como entorno y universo de entidades;
presentándose las características y potencialidades del mundo vi-
vido como facultades del sujeto. Esta constitución elemental da ori-
gen al dualismo sujeto-entidades en el que habitualmente vivimos
inmersos y del que ha sido presa casi todo el pensamiento filosó-

229
fico hasta la actualidad; incluida la fenomenología clásica, que al
hacer a uno de los términos de este dualismo inmanente al otro,
sigue dándolo por válido. Tal esquema dualista es, sin embargo,
fundamental en la constitución del mundo vivido y sin él no sería
posible. Sólo así podemos reconocer en los otros una modalidad
muy especial de entidades, a los que en virtud de una doble
trasposición, en la que primero nos vemos a nosotros mismos
como entidades y después a aquellos como semejantes a nosotros,
convertimos en sujetos, por lo que los llamaremos individuos. Pre-
viamente a cualquier papel de los otros en la constitución del mun-
do vivido, está su propia constitución como sujetos e individuos; sólo
de este modo pueden los otros operar como tales otros, como si tu-
vieran su propio mundo vivido.
De este modo, el entorno de entidades se convierte, fundamental-
mente, en un entorno de individuos. A partir de la presencia de los
otros como individuos en el mundo vivido tiene lugar la constitución
de los usos. Los usos son construcciones de sentido que se constitu-
yen en relación recíproca con otros individuos. Todo uso tiene un
soporte en la realidad efectiva y un sentido derivado de los imperati-
vos de sentido. Sobre ellos, las relaciones con los individuos del entor-
no generan una serie de construcciones de sentido, a las que hemos
denominado usos, que sirven de regla o patrón en nuestro trato
con los otros 24 de ese entorno. Pensemos, por ejemplo, en cómo un
niño aprende a usar cubiertos, a sentarse en una silla, a llamar a
ese objeto de esta manera, a comportarse cuando está ante un
adulto, o ya en la escuela, a utilizar los libros, a aceptar la auto-
ridad del maestro o cómo debe hacerse un examen etc... Los usos
son, pues, una especie de patrones que se generan en nuestra rela-
ción con los otros y que condicionan nuestro comportamiento y
comunicación con ellos. No obstante, los usos pueden variar de-
pendiendo del momento y del entorno de individuos en que nos encon-
tramos, por lo que son esencialmente plásticos y dinámicos. Pen-
semos, ahora, en las divergencias culturales, en el mundo social de
los químicos o el de los sacerdotes, el de los políticos o el de las
prostitutas, el de los adolescentes de un populoso barrio indus-
trial o el de un asilo de ancianos, el de la Hélade clásica o el de los
bosquimanos, etc.
El papel de los otros en la constitución del mundo vivido no se
reduce a la constitución de los usos, sino que va mucho más allá
de estos, interviniendo constantemente a partir del trato diario.

(24) Véanse §§ 39-41.

230
Prácticamente todas las situaciones en las que directa o indirec-
tamente nos relacionamos con otros individuos intervienen, en su
medida25, en la constitución del mundo vivido. Ahora bien, toda
intervención significativa de los otros en la constitución del mundo
vivido está siempre mediatizada por lo usos, se realiza a partir de
ellos, y muy particularmente por el uso del lenguaje.
El lenguaje se constituye en el mundo vivido como uso; como tal
se apoya en un soporte de realidad efectiva (manchas-grafías, rui-
dos-sonidos), que le permite constituirse, en un primer nivel,
como entidad; como entidad constituida conforme a un uso, del que
cobra su sentido como entidad lingüística. Sin embargo, la entidad
lingüística, al contrario de las demás entidades, no se agota en sí
misma, sino que su intencionalidad comunicativa, conferida por
el uso, le permite constituirse a un segundo nivel, como
vehiculadora de sentido. Esto permite a la entidad lingüística vehicular y
transmitir sentido. Ahora bien, el sentido que las entidades
lingüísticas pueden vehicular es el sentido del propio mundo vivido. En
una situación comunicativa esto significa que el sentido que las
entidades lingüísticas vehiculan en el mundo vivido del hablante (emi-
sor), difícilmente será exactamente el mismo que el que vehiculan
en el mundo vivido del oyente (receptor). Este sentido será tanto más
parecido en ambos cuantos más usos se compartan y menos com-
plejo sea el mensaje (todo ello suponiendo una circunstancia
comunicativa óptima y aproblemática). De este modo, aunque las
entidades lingüísticas no vehiculen exactamente el mismo sentido en
diferentes mundos vividos, en la medida en que se compartan los
usos, será posible entenderse26. Nuevamente nos encontramos en
una situación repetida, hasta la saciedad, en nuestra vida coti-
diana: Continuamente observamos que nunca conseguimos una
comunicación total (cual si leyeran en nuestra mente u otro tanto
hiciéramos nosotros) y, sin embargo, unas veces más, otras me-
nos, algo conseguimos entendernos.

(25) Esta medida puede oscilar enormemente, pues su influencia puede ser
poco significativa, como el último chiste de un amigo, o crucial, como nues-
tra propia boda.
(26) Véanse §§ 42-44.

231
§ 61
Los desarrollos de la
ciencia fenomenológica

Con la actuación del lenguaje en la constitución del mundo vivi-


do, hemos completado la descripción de los fundamentos constituti-
vos del mismo; tarea inicial de una ciencia fenomenológica. Con ello
se han descrito los elementos fundamentales que intervienen en
la constitución de todo mundo vivido, en el sentido de cualquier
mundo vivido; lo que nos deja en situación de explicar y compren-
der cualquier situación concreta de un mundo vivido cualquiera, en
función de su constitución en el mismo.
Queda, sin embargo, mucho trabajo por hacer; de hecho el
ámbito de sus indagaciones resulta inagotable. La Crítica de la rea-
lidad establecida ofrece tan sólo una presentación sucinta de los
fundamentos gnoseontológicos de la ciencia fenomenológica, que ha-
brá de ser desarrollada y ampliada en estudios posteriores. En el
capítulo de los fundamentos de la ciencia fenomenológica, queda
pendiente el estudio de los fundamentos axiológicos de la misma
que se ocupe de la acción y de sus orientaciones en el mundo vivido.
Completados estos pasos, llegará el momento en que la ciencia
fenomenológica pueda funcionar como ciencia demostrativa propia-
mente dicha (aun cuando ya se pueden iniciar algunas tentativas
de ensayo); a partir de ese momento cualquier situación concreta
o general de un mundo vivido o de un colectivo podrá ser estudiada
y comprendida a la luz del rigor demostrativo. Cuestiones tales
como las que se exponen a continuación (o cualquier otra que el
lector proponga) podrán ser analizadas con un grado de rigor y
comprensión hasta ahora imposibles27.
¿Por qué fracasan las revoluciones? ¿Por qué se desata la xeno-
fobia? ¿Cual es el origen de la intolerancia? ¿Por qué el auge social
de la ciencia? ¿Por qué hay hombres cultos que creen en Dios?
¿Por qué niños inteligentes fracasan en la escuela? ¿Por qué una
gran mentira repetida constantemente se convierte en la mayor
de las verdades? ¿Por qué es tan absurdo el sistema judicial? ¿Por
qué la democracia no es el gobierno del pueblo? ¿Por qué el auge
de los nacionalismos? ¿Por qué el oficio del filósofo se parece cada
día más al de un maquillador de cadáveres? ¿En qué consiste el

(27) Pues las explicaciones no se realizaban en términos de su constitución


en el mundo vivido, sino en en términos de una realidad establecida, que daba
una explicación plausible, pero no permitía acceder a su comprensión.

232
amor? ¿Por qué unas imposiciones nos parecen más razonables
que otras? ¿Por qué cualquier causa puede ser defendida racio-
nalmente? ¿Por qué no recordamos nuestros primeros meses?
¿Por qué hay quien cree en los test de inteligencia? ¿Por qué hay
tanto ignorante en el papel de sabio? ¿Por qué has hecho esta
mañana lo que has hecho? ¿Por qué crees que Cristóbal Colón
descubrió América? ¿Por qué crees que tienes razón? ¿Por qué
crees que los demás no somos unos meros autómatas, cuya única
misión es tomarte el pelo y hacerte creer que estas en un mundo
lleno de gente? ¿Por qué nadie cree en el Gran Elefante Rosa que
gobierna el universo con su trompa, y sin embargo muchos creen
en otras cosas parecidas? ¿Por qué la mayoría de los científicos
consagrados ignoran el investigador joven? ¿Por qué un gober-
nante, por progresista que sea la bandera y los ideales que le
llevaron al poder, no puede dejar de ser un dictador? ¿Por qué le
es tan difícil la supervivencia a un investigador en filosofía? ¿Por
qué he escogido estas preguntas y no otras, aunque crea haberlo
hecho al azar? ¿Por qué el lector se hace la misma pregunta? y, si
no se la hace, ¿Por qué no se la hace? ¿Por qué está leyendo este
libro? ...

233
234
Glosario

CENTRO DE REFERENCIA: Somos en cada caso nosotros


mismos, pero no en cuanto a nuestras determinaciones, sino en
tanto que ejes en torno a los cuales gira el mundo vivido (ver). Se-
mejante al yo de la apercepción, con la diferencia fundamental de
que no es trascendente a las vivencias (ver), sino inmanente a
ellas, es parte de cuanto presentan y uno de los componentes
estructurales del mundo vivido. Tomo el término de Nietzsche, si
bien aquel no lo utiliza con la misma precisión.
CIENCIA DEMOSTRATIVA: Ciencia es todo saber cuya vali-
dez está fundamentada en el rigor. La ciencia demostrativa es aque-
lla cuya validez se fundamenta en el rigor demostrativo (ver). Es el
tipo de ciencia a que se corresponde la ciencia fenomenológica (ver).
Se distingue de la ciencia formal (ver) en el tipo de rigor que funda-
menta su validez.
CIENCIA FENOMENOLÓGICA: Ciencia demostrativa (ver) de
cuyos fundamentos trata esta investigación. Sus contenidos se
encuentran adecuadamente descritos en el epílogo. Podría consi-
derarse como la ciencia de la condiciones constitutivas de todo mundo
vivido (ver) posible. Pese a su denominación, muchos aspectos la
distinguen de la fenomenología clásica de Husserl.
CIENCIA FORMAL: Ciencia es todo saber cuya validez está
fundamentada en el rigor. La ciencia formal es aquella cuya validez
se fundamenta en el rigor formal (ver). Pueden distinguirse dos
tipos de ciencias formales: Las ciencias formales experimentales
(física, química etc.) y las ciencias formales puras (matemática,
lógica). Se distingue de la ciencia demostrativa (ver) en el tipo de
rigor en que fundamenta su validez.
CUERPO: Realidad efectiva (ver) del centro de referencia (ver). Se
trata de un caso muy particular de realidad efectiva, pues esta se
presenta desde dentro y mediatizando toda la demás. Su papel
en la constitución del mundo vivido (ver) es decisivo. Tomo la no-
ción, en lo fundamental, de Merleau-Ponty y Nel Rodriguez, si
bien con algunas reservas.
DADO EFECTIVAMENTE: Carácter que presenta todo lo
dado en el mundo vivido (ver), si bien lo dado efectivamente lo
puede ser de muchas maneras: como pensamiento, imaginación,

235
como estatua, como presente ante mí, como dudoso etc. Sustituye
a antiguas denominaciones equívocas, como real o existente.
DATO RADICAL: Denominación que tomo de Ortega, para
hacer referencia a aquello que sobrevive a la más radical puesta
en cuestión, la hipótesis de la Ilusión (ver), y que, por tanto, funda-
menta a todo lo demás, en tanto es mediatizado por él que es lo
único seguro; de ahí su denominación como dato radical. El dato
radical lo encontramos en las vivencias (ver).
DERIVACIONES DE SENTIDO: Son aquellas que no siendo
imperativos de sentido (ver), esto es dadas para todo mundo vivido
(ver), se derivan de la misma necesidad de sentido (ver) del mundo
vivido; siendo indiferentes tanto a la realidad efectiva (ver) como a
las concretas determinaciones ontológicas. Son sentido del sentido, or-
den del orden, relaciones puras de sentido, en definitiva; por lo que
son susceptibles de darse (con la mediación del uso -ver-) para
todo mundo vivido. El ejemplo más claro de derivaciones de sentido lo
constituyen las matemáticas.
EFECTIVA PRESENCIA: Es lo que caracteriza el modo de dar-
se las entidades (ver) en el entorno inmediato de entidades (ver), frente
al que presentan en la modalidad de representación (ver). Lo efectivo
(ver) o sensible (ver) es lo que caracteriza a su vez esta efectiva
presencia.
EFECTIVO: (ver realidad efectiva), (ver sensible).
ENTIDAD LINGÜÍSTICA: El lenguaje se constituye a un pri-
mer nivel como una entidad (ver) más del mundo vivido (ver),
como tal tiene un soporte de realidad efectiva (ver), se constituye
como sentido (ver) y está sometida a los imperativos de sentido (ver).
Su sentido comunicativo, conferido por el uso (ver) le permite
destacarse como una modalidad aparte, como entidad lingüística.
ENTIDADES: Uno de los componentes estructurales del mun-
do vivido (ver). Son aquello que se nos presenta como exterior e
independiente del centro de referencia (ver), como mutuamente tras-
cendentes con respecto a éste. En un sentido más amplio las enti-
dades pueden darse en dos modalidades: como tales entidades o
como representaciones (ver), cuando se trata de la representación de
una entidad, la pensamos, recordamos, imaginamos etc. Salvo que
se indique lo contrario, cuando hablamos de entidades lo hacemos
en su respectiva modalidad como tales.
ENTORNO DE INDIVIDUOS: El reconocimiento del otro (ver)
como tal otro, como teniendo su propio mundo vivido (ver) lo con-
vierte en individuo (algo a lo que nosotros somos semejantes) y por

236
extensión, el entorno de entidades (ver) en el que concurren los otros
se convierte, fundamentalmente, en un entorno de individuos.
ENTORNO DE ENTIDADES: También denominado entorno
inmediato de entidades, hace referencia a lo dado en la modali-
dad de entidad (ver) en un momento (ver) dado del mundo vivido
(ver).
FUNCIÓN VEHICULAR DE SENTIDO: La intención comuni-
ca-tiva conferida por el uso (ver) a la entidad lingüística (ver) le
permiten constituirse a un segundo nivel como vehiculadora de sen-
tido. El sentido (ver) vehiculado por la entidad lingüística es siempre
el sentido del mundo vivido (ver) para el que es tal entidad lingüística,
en cada caso. Entiéndase bien, el lenguaje carece de un sentido pro-
pio, toma éste del mundo vivido de que se trate, en cada caso. Pero
puede participar, mediante esta función vehicular de sentido, en la
constitución de nuevos sentidos en el mundo vivido, a partir de la
combinación de otros previos.
GNOSEONTOLOGÍA: La superación de realismo e idealismo,
conlleva el fin de la demarcación entre ontología (colo-
quialmente: saber acerca de lo que las cosas son) y gnoseología
(coloquialmen-te: saber acerca de nuestro conocimiento de las co-
sas). Gnoseonto-logía es la denominación del nuevo ámbito que
abarca a lo ontológico y lo gnoseológico a un tiempo y en el que
transcurren estas investigaciones.
HIPÓTESIS DE LA ILUSIÓN: No se trata de una hipótesis de
trabajo, sino de una hipótesis introducida con el único propósito
de incordiar; puesto que no es una tesis que después quiera soste-
nerse, su única condición será la de contener una explicación po-
sible de cuanto nos sucede. Es nuestra particular versión del Ge-
nio Maligno cartesiano, su misión es poner de manifiesto que ca-
recemos de la más mínima garantía existencial y que, por tanto,
todas nuestras creencias son dubitables.
IMPERATIVOS DE SENTIDO: En la medida en que todo mun-
do vivido (ver) tiene la misma necesidad de sentido (ver) y la realidad
efectiva (ver) carece de él, se constituyen unos mínimos de sentido
que hacen posible que la realidad efectiva se de en el mundo vivido;
estos son los imperativos de sentido, los cuales han de ser válidos
para todo mundo vivido, independientemente de sus circunstan-
cias históricas o culturales. Los principales son: identidad,
causalidad, sustancialidad, movilidad, espacialidad, temporali-
dad y subjetividad.

237
MOMENTO: Se denomina momento de un mundo vivido (ver) a
toda actualidad del mismo; esto es, a lo que ahora acontece en el
mundo vivido, por contraposición al mundo latente (ver).
MUNDO LATENTE: Todo momento (ver) de un mundo vivido
(ver) remite a otros momentos anteriores a él. Al conjunto de todos
esos momentos anteriores posibles le damos el nombre de mundo
latente; pero su sentido no se agota en la referencia hecha por las
actualidades del mundo vivido, sino que incluye todo el universo
del mundo vivido que no se da efectivamente (ver) en el momento actual.
Tomo la noción de Ortega, aunque con matices. Semejante al ho-
rizonte de Husserl.
MUNDO VIVIDO: Es lo acontecido presentado por un aconte-
cer. Es aquello que imponen las vivencias (ver). Es el universo ente-
ro en que vivimos, desde las lejanas constelaciones a nuestro más
profundos pensamientos, en tanto que vivido por nosotros mis-
mos como su centro de referencia (ver). Carece de garantía alguna al
margen de ser así impuesto por las vivencias. No sobrevive a la
hipótesis de la Ilusión (ver). Averiguar sus fundamentos constituti-
vos será la principal tarea de una ciencia fenomenológica (ver).
OTROS: Aquella modalidad especial de entidades (ver) que se
presenta como si tuviera su propio mundo vivido (ver), si bien nun-
ca éste.
PERSPECTIVISMO: Nietzsche y Ortega son los pensadores
que más aportaciones han realizado para el desarrollo de una
ciencia fenomenológica, ambos denominaron a sus respectivos in-
tentos como perspectivismo; en homenaje a ello he bautizado a esta
versión de la ciencia fenomenológica (ver) con el mismo nombre.
Bien entendido que perspectivismo tan sólo denomina a mi particu-
lar teoría acerca de la ciencia fenomenológica, siendo a ésta como,
por ejemplo, la teoría de la relatividad es a la física.
REALIDAD AUTÉNTICA: Denominación que recoge la refe-
rencia a unas determinaciones ontológicas dadas para todo mundo vi-
vido (ver). Tal realidad auténtica es sólo una ilusión generada por la
presencia de los otros (ver) en nuestro mundo vivido y la comuni-
dad de la realidad establecida (ver).
REALIDAD EFECTIVA: Es la denominación que recibe lo sen-
sible (ver) o efectivo (ver) en tanto que dado para todo mundo vivido.
Es uno de los principales fundamentos constitutivos del mundo vivido
(ver). No contiene ningún tipo de determinación ontológica, aun-
que los soporta casi todos.

238
REALIDAD ESTABLECIDA: Es la realidad constituida con-
forme a los usos (ver) y que carece de otra justificación que la de
derivarse de éstos. El sentido del epígrafe de crítica de la realidad
establecida responde a la puesta de manifiesto de la realidad auténti-
ca (ver) como producto de la realidad establecida, así como la impo-
sibilidad de trascender sus márgenes sin la participación del rigor
demostrativo (ver).
REPRESENTACIONES: Otro de los componentes estructura-
les del mundo vivido (ver), junto con el centro de referencia (ver) y las
entidades (ver). Son aquello que se nos presenta como interior y
dependiente del centro de referencia.
RIGOR FORMAL: Proclama un sentido de rigor distinto del
rigor demostrativo (ver). Se corresponde con el sentido del término
rigor cuando éste es utilizado para destacar la precisión o exacti-
tud de un cálculo. En el contexto de la ciencia fenomenológica es la
gradación que indica la proporción directa con la exactitud de lo
medido o calculado.
RIGOR DEMOSTRATIVO: Se corresponde con el sentido del
término rigor cuando éste es utilizado para destacar la carencia
de afirmaciones gratuitas o sin justificación. En el contexto de la
ciencia fenomenológica (ver) es la gradación que indica la propor-
ción directa con la ausencia de presupuestos teóricos (ver sentido
teórico) en el discurso.
SABER-DOMINIO: (ver ciencia formal).
SABER-COMPRENSIÓN: (ver ciencia demostrativa).
SENSIBLE: Es aquello que restaría de eliminar el sentido (ver)
en la efectiva presencia (ver) y, por tanto, la que caracteriza a ésta.
Tiene la condición de ser común a todos los otros (ver) de mi mun-
do vivido (ver). Carece de sentido, por lo que sólo puede darse en el
mundo vivido bajo sentido y nunca aislado. Constituye la realidad
efectiva (ver). También se le denomina efectivo (ver).
SENTIDO PRÁCTICO: Es el sentido en que se dan nuestras
creencias cuando meramente contamos con ellas, cuando no las
pensamos, cuestionamos, tematizamos etc. En este sentido las
creencias, cualquier creencia, es indubitable. Se contrapone al
sentido teórico (ver) de las mismas.
SENTIDO TEÓRICO: Este es el sentido en que se dan nuestras
creencias cuando las pensamos, cuestionamos o tematizamos en
general. En este sentido todas las creencias, cualquier creencia, es
dubitable. Se contrapone al sentido práctico (ver) de las creencias.

239
Toda creencia es susceptible de darse en cualquiera de estos dos
sentidos.
SENTIDO: Es toda interpretación, teorización, categorización,
ordenación, significación etc. Sentido en una palabra. El mundo
vivido (ver) tiene una absoluta necesidad se sentido, nada puede
darse en él sino es bajo su semblante. Es el gran componente ana-
lítico del mundo vivido, junto con lo sensible (ver) o realidad efectiva
(ver). El mundo latente (ver) se caracteriza por ser única y exclusi-
vamente sentido.
SUJETO: Se constituye como imperativo de sentido (ver) a partir
de la interacción del centro de referencia (ver) con la realidad efectiva
(ver). Su constitución da origen al dualismo de la vida cotidiana
y a que se olvide la condición del mundo de ser un mundo vivido
(ver). Las características y potencialidades del mundo vivido se
constituyen, a su vez, como facultades del sujeto.
UNIVERSO DE ENTIDADES: Se refiere a la totalidad de las
entidades (ver) de un mundo vivido (ver), tanto a las dadas en el
entorno inmediato de entidades (ver), como a las dadas en el mundo
latente (ver) o en el modo de representación (ver).
USOS: Son los patrones o reglas de sentido (ver) que se consti-
tuyen a partir del trato con los otros (ver) del entorno de individuos
(ver). La participación de los otros en la constitución del mundo
vivido (ver) está mediatizada por éstos. Tomo el término y la no-
ción de Ortega.
VIVENCIAS: Son el acontecer mismo de todo cuanto efectiva-
mente nos acontece, el dato radical (ver). Son el acto mismo de dar-
se el fenómeno. Aquello que sobrevive a la hipótesis de la Ilusión
(ver). Son el acto mismo de darse lo vivido, la ilusión si es el caso,
aunque el contenido de lo vivido (lo ilusorio) sea una ficción, el
acto de vivirlo (la ilusión, en este caso) posee una seguridad ab-
soluta, aun cuando no exista el viviente.

240
Indice analítico

A
aceleración 199
actitud apologética 35
actitud crítica 35
actitud fenomenológica 215
actitud natural 215, 225
acto ejecutivo 92
Adorno 55
alma 190, 193
ámbito trascendental 129, 132-134
antropología 140
apariencia 218
apercepción 101
Aristóteles 168, 195
ausencia de presupuestos 204
autoconciencia 195-196
autor 75-76
Avenarius 227
axiología 207, 232
B
Berkeley 218
Bohr 201
C
cambio 145, 147, 156-158
categorización 114
causalidad 154-157, 228
centro de referencia 90, 95-102, 107-111, 117-118, 123-126, 130-133,
137, 141-142, 145, 147, 149, 155, 159, 166-177, 180, 186, 188, 193-
197, 207, 219-221, 224-229
ciencia 37, 48, 74, 199, 208, 210, 213-214
ciencia demostrativa 45, 213, 215, 222, 232. Ver también Saber-
Comprensión
ciencia fenomenológica 94, 178, 213-223, 226, 227-229, 232
ciencia formal 45, 215. Ver también Saber-Dominio

241
ciencias sociales 209
compresencia 113
Comte 189
comunicación 127, 177, 182-184
comunidad 148-149
conciencia 62, 78-86, 96, 131-132, 138, 165, 197, 215-220, 229
condiciones constitutivas 109, 133-134, 223-226
configuración 145-148, 152, 156, 167, 170
consenso 129, 134-135
constitutivo 34, 106-110, 123, 165-166, 173-174, 179-182, 186, 191,
196, 201-207
construcción teórica 188-189, 194, 200
cosa en sí 129-131, 197
cosas 153-154
costumbre 171
creencias 41, 61-71, 76-77, 87, 216-217
sentido práctico 62-77, 205, 208, 216-217
sentido teórico 62-70, 75-77, 208, 216-217
cuerpo 143, 145, 167, 193
D
dado efectivamente 110-112, 116, 129-133, 138, 149, 185, 191, 194-
196, 220-222
dato radical 70, 77-80, 87, 92-94, 99, 165-166, 213. Ver también
vivencias
datos 87-89, 93, 165-166
demostración 72-76, 205
derivaciones de sentido 162, 201
Descartes 52-58, 62, 71, 90, 162, 215-220
desorden 160-161
determinaciones ontológicas 94, 104-105, 128-134, 137, 149, 208, 214
determinismo 163
Diderot 36
divinidad 52, 184-186
dogmatismo 95, 133, 200
dualismo 187, 221
duda 52-56, 59-69, 73,-77, 85, 103, 129, 208
duda absoluta 53-56, 65, 207-209
duda continua 67
duda crítica 67
duda efectiva 54-56
puntual 54

242
sistemática 54
duda metódica 54-55, 65-67
duda posible 67
duda radical 67
duda relativa y particular 57
duda universal 53, 56-60, 64-66, 209
E
efectiva presencia 111-118, 121, 126, 136, 138, 144, 162, 218
efectivo 113-119, 124, 134-136, 140, 205, 218
Ego puro 207-212
ejemplares 184
empirismo inglés 218
ente 144
entidad social 166
entidades 98-99, 111, 117-118, 121, 124-127, 130, 133-136, 139-141,
144-166, 172-174, 177, 185-189, 192-193, 212-213, 216-221
entorno de entidades 111-118, 136, 139-140, 147, 154, 164-167, 174,
180, 218, 221
entorno de individuos 164-172, 175, 179, 188, 221-222
epistemología 193
epojé 205-209
escepticismo 35-36, 95, 124, 132-134, 200-201
esencias 158-160, 208, 214
espacialidad 150-155, 219
esquema epistemológico 80-82
evidencia 51-52, 66
evidencia apodíctica 209
existente 101-105
existir 125, 179, 185
experimento 192-193
F
facultad de combinación 162
facultad de retención 162-163
facultad de sentido 162-163, 191
facultad sensible 162
facultad volitiva 162-163
facultades 162164, 191, 221
fe 184, 187
fenómeno 91, 207-220
fenomenología 159, 196

243
fenomenología clásica 91, 205-221
Ferrater Mora 53, 212
Feyerabend 149
filosofía 47-48, 103, 189, 197, 206, 211, 214, 221
filosofía de la ciencia 193
filosofía del lenguaje 171
finito-infinito 156
física 156, 192
Frege 171
fuerza 192
fundamento 184-192
fundamentos constitutivos 149-151, 155, 160, 215-216, 223. Ver
también condiciones constitutivas
G
genealogía 198
genio maligno 52, 87-88
gnoseología 80-83, 160, 185
gnoseontología 83, 102, 123, 126-127, 137, 158, 160, 171, 186, 198-
199, 205, 210-215, 223
H
hechos 149-150
Heidegger 203
hipótesis de la Ilusión 85-90, 93, 104, 129, 213
hipótesis del sueño 86
historicidad 188
horizonte 109, 217
Hume 50
Husserl 50-52, 109, 157, 196, 205-220
I
idealismo 76, 80-83, 87, 133, 159, 162, 207, 218-220
idealismo crítico 79
idealismo ingenuo 77
idealismo sofisticado 78
identidad 150-154, 161, 219
imperativos de sentido 150-156, 160-161, 164, 167, 170, 176, 180,
188-189, 192, 205, 219-222
inconmensurabilidad 148-149, 200
individuo 164-169, 172, 177, 182, 200, 221-222
inmortalidad 186

244
instrumentalización imaginativa 163
instrumentalización reflexiva 163, 191
interacción 140-144, 148, 152-156, 164-166, 180, 193-194, 219
interpretación 110-112, 137-138, 153
interpretaciones ilegítimas 140, 157
interpretaciones legítimas 139-140, 147
intersubjetividad 125, 131-132, 219-220
irracionalismo 191
isótopos 192
J
juicios sintéticos a priori 150
K
Kant 50, 98, 128, 150, 162, 209, 218-219
Kolakowski 52
L
lector 72-73
Leibniz 186
lengua 172
lenguaje 56, 6162, 71-73, 111, 131-132, 166-177, 180-182, 197-199,
202, 208, 220-223
entidad lingüística 170-176, 182, 222-223
función vehicular de sentido 170-177, 182, 199, 223
leyes de la naturaleza 192-193
libre voluntad 163, 201
M
Mach 218
matemáticas 157, 192-194
materia 139, 140, 192
mecánica cuántica 197
medio 184-193
mente 133
Merleau-Ponty 139
metafísica 188
metáfora 171
método 49-52, 59, 60, 66-73, 121
método fenomenológico 196
modelo científico 183, 187-193
modelo metafísico 183, 187-191

245
modelo mítico 183-187
modernidad 201
movilidad 150-155, 219
movimiento-reposo 153
muerte 145
mundo 127
mundo aparente 125-126, 210
mundo de la vida 213
mundo verdadero 125-126, 210
mundo vivido 89-198, 205, 211-224
actualidad. Ver mundo vivido: momento
momento 107-109, 119, 148-149, 160, 163, 173, 217, 222
mundo latente 109-110, 114-115, 119, 126, 148-149, 160-163, 173,
177, 193, 217
mundo vivido concreto 128-130
mundos sociales 167-168, 172, 175, 180-182, 193, 222
N
Nada 143-145
Nietzsche 50, 82, 114, 139, 149, 152, 158-159, 171, 174, 195, 209-210,
218
noúmeno 219-220
O
objeto 80-83
observador 192-193
ontología 80-83, 160, 185
orden 156-158
ordenación 110
organización 140-142, 161
Ortega 33, 50, 51, 55, 67, 82, 91, 102, 108-109, 149, 159, 165, 201-203,
206
otros 56, 97, 100, 104, 114, 118, 121-125, 128-141, 145, 164-172, 175-
176, 195, 219-222
P
paradigma 131-132
Parménides 188
participante 184-192
Peirce 52-53
perspectiva 39, 81-84, 99-100, 106-108, 114, 127, 141, 159, 186, 205,
210, 213, 216-218, 221

246
perspectivismo 47, 48, 59, 66, 70, 84, 113, 198, 206, 216
plasticidad 148-149
Platón 36, 119, 157, 171, 197, 209
poder 166
Popper 53, 171
postmodernidad 201
Protágoras 36, 209
protones 192
Q
Quine 212
R
razón 189-191, 201
real 101-105, 117
realidad 179-182, 194, 214
realidad absoluta 102, 126
realidad auténtica 121, 124-136, 179, 185-186, 189-197
realidad auténtica regional 131
realidad efectiva 114, 119, 124, 134-176, 179-194, 218-222
realidad establecida 180-201, 205, 224
realidad intermundos 131
realismo 76, 80-83
realismo crítico 79
realismo ingenuo 77
realismo sofisticado 78
reducción fenomenológica 209, 216
relatividad 143
relativismo 35-36
relativismo cultural 188
representaciones 98-99, 105, 111, 117, 127, 133, 147-148, 155, 170,
187, 208, 212-213, 216-220
rigor 44, 66, 70, 104
rigor demostrativo 34-39, 44-51, 58, 66, 76, 82, 84, 102, 106, 117, 122,
125, 129, 134,-136, 139-140, 148, 157, 163, 169, 175, 181-202, 205-
215, 224
rigor formal 36-39, 44-46, 183, 192-194, 200, 207
Russell 157, 162, 212, 218
S
saber 39-48, 197, 200
Saber-Comprensión 44-48, 198, 205. Ver también ciencia demostra-

247
tiva
Saber-Dominio 44-47, 158, 194. Ver también ciencia formal
saberes rigurosos 43-48
Schopenhauer 50
Sellars 218
semiótica 171
sensible 113-119, 134-142, 218
sentido 109-119, 134-194, 199-202, 217-223
ser 102-103, 144, 188-191, 201, 214
significado 171
sociedad 166
solipsismo 100, 125, 132-134, 220
Spinoza 157
substancia 139
sujeto 80-87, 95, 161-167, 176, 180, 187-190, 207, 216, 221
sujeto para sí 125-127
sustancialidad 150-153, 219
T
temporalidad 150-155, 188, 219
tercer mundo 132, 171
todo vale 149
tolerancia 181
traducción 172
U
unidad 157
universo de entidades 99, 112, 123, 149-150, 153-157, 161, 179, 192,
221
usos 164-177, 180-199, 205, 222-223
V
validez 42-47, 197
verdad 39-46, 124, 131, 195-196, 201, 210
vivencias 89-105, 117, 125-127, 133, 135, 145, 159-160, 179, 186, 189,
208, 213-217
W
Wittgenstein 53

248

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