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E21 MujerSigloXIX
E21 MujerSigloXIX
Etapa: Todas.
Resumen:
La denominación de “ángel del hogar”, utilizada para designar el papel que se espera de la
mujer del siglo XIX, encierra historias de sumisión y dependencia ante la figura masculina. La
moral y la educación de la época, fijadas por la Iglesia y las Leyes, fortalecen la segregación de la
mujer en lo que se refiere a su participación en los espacios públicos y acceso al mundo laboral.
Sólo la intervención decidida de los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, orientada desde
el krausismo, consigue abrir la cultura a las mujeres y establecer instituciones formativas en
ámbitos profesionales distintos al del Magisterio, favoreciendo el logro histórico de que un reducido
número de mujeres terminen sus estudios universitarios a finales del siglo.
Palabras clave:
Mujer, “ángel del hogar”, currículum segregado, educación de los hijos y cuidado del hogar,
krausismo, sumisión y dependencia, moralidad.
En las escuelas del siglo XIX, y durante gran parte del siglo XX, se reproducen conductas
propias de la conciencia social y valores hegemónicos decimonónicos en los que impera una
educación dirigida a conseguir mujeres que cohesionen las familias. Este trabajo de ser “el ángel
del hogar” requiere de una cultura mínima que supone abandonar el analfabetismo y buscar el
adiestramiento en asuntos domésticos a fin de regentar las familias en función de los designios
establecidos, inestimable labor para conseguir paz y estabilidad.
Será también el propio fraile quien subraye, siguiendo a Cantero, M.A., que no considera
adecuada la participación de la mujer en lo público, indicando dos razones: la primera, por su
incapacidad y la segunda, por la debilidad de su naturaleza; aspecto que puede contaminar al
hombre: “¿Por qué les dió a las mujeres Dios las fuerzas flacas, y los miembros muelles, sino
porque los crió, no por ser postas, sino para estar en su rincón asentadas?[...] Y pues no las dotó
Dios ni del ingenio que piden los negocios mayores, ni de fuerzas de las que son menester para la
guerra y el campo, mídanse con lo que son y conténtense con lo que es de su suerte, y entiendan en
su casa y anden en ella, pues las hizo Dios para ella sola” (Fray Luis de León).
Bajo este pensamiento las mujeres quedan condicionadas por las necesidades que surgen en el
ámbito del hogar y de lo privado, determinándose lo público y laboral como papeles secundarios;
manifestándose como mujer ideal aquella considerada como la perfecta casada, reina del hogar,
piadosa, buena madre y buena esposa, carente de sapiencia y academicismo y experta en sus tareas
domésticas.
El talante ilustrado no es un motivo de alegría para las mujeres de la época ya que sus
declaraciones e intenciones proclaman la educación como una forma de emanciparse y conseguir
una mejora de la nación, y después los hechos no se corresponden con la realidad. Pero estos
argumentos no son aceptados universalmente puesto que desde ciertos sectores aparecen otros que
defienden la imposibilidad de educar a la mujer debido a la naturaleza de la misma, aludiendo a la
debilidad que le aporta su maternidad y en general por la inferioridad intelectual y física que
muestra el sexo femenino, situación que la posiciona en segundo orden y que le impide un
acercamiento al mundo de saber, mostrándose innecesario el acceso al conocimiento, al mundo del
trabajo y a todo aquello externo a su contexto habitual, debiendo prestar atención a su moral y
labores propias de su sexo. Moebius, P.J. relata algunos de los efectos negativos que tendría la
igualdad entre hombres y mujeres.
“Si queremos que la mujer cumpla plenamente su deber de ser madre, no debemos pretender
que posea un cerebro masculino. Si las mujeres desarrollaran sus capacidades en la misma medida
que los hombres, sus órganos materiales sufrirían y la haríamos convertirse en híbridos
repugnantes e inútiles. La lengua es la espada de las mujeres porque su debilidad física le impide
combatir con el puño; su debilidad mental las hace prescindir de argumentos válidos, por lo que
sólo les queda el exceso de palabras” (Moebius, P.J., 1982).
A la reafirmación del papel de la mujer en la conciencia del siglo XIX contribuye la Iglesia,
que domina mediante el control de una moral estricta la forma de vida, usos y costumbres de la
“La Iglesia (…) tiene un fuerte influjo en las costumbres y la vida cotidiana de la España de
comienzos del siglo XIX sobre un colectivo de mujeres masivamente analfabetas. La Iglesia, que
desaconsejaba la instrucción de las mujeres y sostenía su inferioridad, desplegará nuevas
estrategias a medida que avanza el siglo y la escolarización femenina crece. Al mismo tiempo
velará para que las virtudes femeninas: resignación, sumisión y silencio, sean contenidos cruciales
de la educación escolar femenina de tal modo que queden preservados los papeles sociales y el
género” (Ballarín, P., 2001).
Antes del cambio social-científico, desarrollado en otros países europeos con anterioridad, en
nuestro país subyace una concepción equivocada de la biología en la que la capacidad de quedarse
embarazada explica por sí sola la necesidad del cuidado de los hijos y la búsqueda de un refugio de
los mismos. No existe en la mujer esa necesidad de cambio ni tampoco dentro de la sociedad, que
insiste en utilizar la educación como un instrumento que permite perpetuar el sistema patriarcal
como generador de un crecimiento económico y productivo sustentado en el saber masculino.
Volviendo al ámbito educativo, los supuestos respecto a la educación femenina que se reflejan
en el Dictamen mencionado propician una continuidad en el Decreto que se presenta en las Cortes,
con alusiones directas a este tipo de educación, que en su título XII, referido a la educación de las
mujeres, determina de forma específica:
“Se establecerán escuelas públicas, en que se enseñe a las niñas a leer y a escribir, y a las
adultas las labores y habilidades propias de su sexo” (Art. 115).
“El Gobierno encargará a las Diputaciones provinciales que propongan el número de estas
escuelas que deban establecerse en su respectiva provincia, los parajes en que deban situarse, su
dotación y arreglo” (Art. 116).
Esta segregación respecto a la educación continúa a lo largo del siglo y en el Plan General de
Instrucción Pública del Duque de Rivas (1836), promulgado en el reinado de Isabel II.
Durante todo el siglo XIX, y sobre todo en el primer tercio, existe una hegemonía de la
educación masculina sobre la femenina. A pesar de la tendencia ilustrada y buscando la felicidad
para la totalidad de los ciudadanos no son buenos momentos para la educación de la mujer y es
necesario esperar a una mejora de la economía, presencia de pedagogos interesados y, en definitiva,
que surjan oportunidades para que se adapte a las niñas el currículum de los niños, puesto que
parece inviable diseñar una dotación específica para el género femenino.
Un primer atisbo de modernidad, si puede llamarse así, aparece con la Ley de Instrucción
Pública de 9 de septiembre de 1857, de Claudio Moyano,
reproductora de los esquemas liberales de principios de siglo, que
tiene como elemento destacado conseguir la obligatoriedad de la
escolaridad de las niñas por primera vez en España; eso sí, con
diferencias claras en un currículum sesgado que la aparta de todos
aquellos conceptos y nociones propios de trabajos y oficios, que
corresponden y forman parte del ámbito masculino, e integrando en
ese espacio actuaciones curriculares específicamente destinadas a lo
que se espera del sexo femenino.
“En todo pueblo de 500 almas habrá necesariamente una escuela pública elemental de niños,
y otra, aunque sea incompleta, de niñas. Las incompletas de niños sólo se consentirán en pueblos
de menor vecindario” (Art. 100).
“En los pueblos que lleguen a 2.000 almas habrá dos escuelas completas de niños y otras dos
de niñas. En los que tengan 4.000 almas habrá tres; y así sucesivamente, aumentándose una
escuela de cada sexo por cada 2.000 habitantes” (Art. 101).
Durante el siglo XIX existe un rápido crecimiento de la población, no tan fuerte como en el
resto de Europa, que no viene acompañado de ningún desarrollo económico ni industrial, excepto en
Cataluña y en el País Vasco. El auge de la burguesía, que tanto va a
incidir en la educación de las mujeres, tarda en llegar a una sociedad
en la que ya pugnan corrientes innovadoras y tradicionalistas; estas
últimas acomodadas a las ideas de la Iglesia, vinculadas a las
costumbres y negadas a la existencia de cualquier tipo de reforma.
Esta concepción de la mujer como parte de la humanidad requiere un tratamiento especial que
precisa de una visión igualitaria de hombres y mujeres, pero con cualidades diversas y destinos
sociales diferentes, siendo necesaria una
educación de las cualidades propias y sin
obviar las facultades que distinguen a uno
y otro sexo: “Cuidando de la educación y
de la instrucción de los niños en la
familia, contribuyendo en la medida de
sus fuerzas y recursos al progreso de la
enseñanza pública, fundando o
favoreciendo las conferencias y las
bibliotecas populares, formando
asociaciones consagradas a defender por
todos los medios legales la causa de la
cultura moral e intelectual del pueblo”
(Institución Libre de Enseñanza).
Esta prensa de final de siglo se diferencia mucho de la del inicio, que presenta a la mujer como
complemento ideal del hombre, del que solicita protección y ayuda, y del que depende su felicidad;
considerándola asimismo como un ser de limitada capacidad intelectual, escasa fuerza, débil,
debilitada por los trastornos femeninos relacionados con la menstruación, sufrimiento del parto y
otras deficiencias físicas.
Cantizano, B. cita en su artículo “La mujer en la prensa femenina del siglo XIX” a El Defensor
del Bello Sexo (1845): “Los humores que entran en la composición de nuestros cuerpos son en ellas
más abundantes que en los hombres; su temperamento es más sanguíneo y más húmedo; sus huesos
menos duros porque están más impregnados de los fluidos. El diafragma, centro de la sensibilidad,
es más movible y se afecta con más facilidad en la mujer que en el hombre y esta propiedad
peculiar suya hace que las emociones influyan en el cerebro. La matriz ataca y desordena muchas
veces en la mujer el órgano del pensamiento...” (Cantizano, B., 2004).
Aunque existe una resignación general lo cierto es que, poco a poco, van sucediendo hechos
aislados que inician un cambio de mentalidad y de funciones de la mujer en el futuro, empezando a
verse a mujeres en espacios públicos, por ejemplo en la Cortes, disfrazadas y en silencio, primeros
pasos de lo que sería la llegada de la mujer a la participación en la cuestión civil y a los espacios
públicos.
El auge del pensamiento liberal potencia la educación para niñas y mujeres de las clases
burguesas así como su presencia en los salones literarios, tertulias, espacios públicos, de
divertimento, etc.; suscitando un creciente interés y curiosidad que va unido a la divulgación de la
cultura y del pensamiento. A este crecimiento ayuda una prensa libre y comprometida con la
cuestión femenina, iniciada en el pensamiento liberal y que continúa durante la regencia de Cristina;
siendo buena prueba de ello el gran número de publicaciones e incremento del número de lectoras.
Como contrapunto existe otra prensa de carácter feminista o emancipatorio que tiene como
finalidad potenciar la participación activa de la mujer en campos distintos al familiar, abogando por
la independencia del sexo débil. También, según Cantizano, B., son publicaciones de este tipo La
Mujer (Madrid, 1851 ), Ellas, gaceta del Bello Sexo (Madrid, 1851) y, más tarde, El Pensil de
Iberia (Cádiz, 1857), en las que escritoras y articulistas divulgan sus ideas sobre igualdad,
educación o trabajo desde una perspectiva crítica y agresiva.
“Desde que hay sabios en el mundo pocos han sido los que se han ocupado de los derechos é
instrucción de la infeliz mujer, y la voz de estos
pocos, aunque grande y portentosa, parece que
se ha perdido en el espacio como se pierden los
ayes de un náufrago en la inmensidad de los
mares”. (La Mujer, 20 de junio de 1852).
No es fácil, ya que uno de los inconvenientes que tiene que asumir la reivindicación de la
mujer es la concepción existente respecto a su situación de inferioridad, aceptada en ámbitos
religiosos y científicos, que durante gran parte del siglo XIX y XX se dedican a expresar teorías
respecto a la debilidad, fragilidad, vulnerabilidad, histrionismo e incapacidad para la ciencia de la
mujer. Otra cuestión que frena la propia evolución de la mujer es lo que se refiere a su presencia en
los espacios públicos y posibilidades de emancipación de sus maridos, difícil de conseguir debido a
la falta de recursos económicos para valerse por sí misma, requiriendo la protección permanente de
la figura masculina de padres, maridos o hermanos.
El espíritu regeneracionista de final de siglo trata, entre otras cuestiones, de sacar a la mujer
del mundo de la incultura y la sumisión, considerando necesario que de forma obligatoria sea
atendida en una educación primaria, propiciando posteriormente un acercamiento a la Secundaria y
Universidad, entendiendo la capacidad de la misma para acceder a estudios de Medicina o a las
tareas docentes y educativas que exige el Magisterio.
En las tres últimas décadas del siglo XIX existe un buen grupo de mujeres, no sólo en España
sino en otros países, que se proponen adquirir una educación superior que las prepare para el
ejercicio de una profesión retribuida fuera del ámbito doméstico. Este deseo de una mejor
instrucción y la búsqueda de salidas profesionales es el origen de que algunas mujeres comiencen a
matricularse, no sin grandes luchas, en diferentes carreras universitarias.
El período comprendido hasta 1910 puede considerarse la época de las pioneras, mujeres que
luchan contra la historia, contra la ley natural y que sobrepasan lo que se espera de ellas, accediendo
a estudios más allá de sus funciones como madres y esposas, trazando el camino más árido, que
abre posteriormente otros a mujeres universitarias, para las que todo es más fácil. García Lastra, M.
(2010) anota el año de 1888 como la primera vez en que el acceso de las mujeres al mundo
universitario es regulado en función de la Real Orden de 11 junio, pero con las limitaciones del
necesario permiso de la Universidad, constituyendo un hito al existir la posibilidad de poder
sobrepasar una educación anclada, tal y como expresa Ballarín, P. (2006), citada igualmente por
Garcia Lastra, M., en las funciones propias del sexo consistente en obedecer, coser y callar.
“No hay que olvidar que la culminación de los estudios, la obtención de la licenciatura o
doctorado, no significaba la posibilidad del ejercicio de la profesión dado que se negó el valor
profesional de sus títulos. Así la lógica patrimonial conseguía imponerse y si al menos no negar la
oportunidad de seguir en el mundo educativo, sí restar importancia y validez a la obtención de un
título sin proyección en el mundo profesional” (García Lastra, M., 2010).
Es años más tarde, concretamente en función de la Real Orden de 1900, cuando se abren
definitivamente las puertas de la Universidad a las mujeres y, en función de la normativa de la Real
Orden de 2 septiembre, se le permite el ejercicio de la profesión que le faculta el Título
Universitario.
Este acceso de la mujer a los estudios en general no es nada fácil, y mucho menos a los
estudios universitarios. Muchos de los intentos de estas mujeres se quedan en el olvido al no
conseguir sus propósitos, la mayoría de las veces porque la legislación del momento no acompaña y
por la gran cantidad de trabas puestas, y es habitual que se desarrollen en los campos de estudios
estimados como convenientes a la mujer. No obstante algunas consiguen sus objetivos, sentando
bases para generaciones posteriores. Mª Dolores Aleu Riera, Martina Castells Ballespi, Mª Elena
Masseras Ribera, Dolores Llorent Casanovas y Mª Luisa Domingo García cursaron estudios de
Medicina, siendo Mª Elena Masseras Ribera la primera mujer que solicita permiso para iniciar la
Segunda Enseñanza.