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SCHEJTMAN Histeria y Otro Goce 3
SCHEJTMAN Histeria y Otro Goce 3
Fabián Schejtman
1
Una primera versión de este trabajo fue publicada en Mazzuca, R. (comp.), Schejtman, F. y Godoy, C.,
Cizalla del cuerpo y del alma. La neurosis de Freud a Lacan, Berggasse 19, Buenos Aires, 2002.
subrayemos aquí -también siguiendo a Lacan (cf. p. ej. LACAN 1957, 432)- que la
neurosis supone, además, una respuesta anticipada. Agreguemos: anticipada… para no
llegar al lugar en el que aquella pregunta no tiene respuesta.
Es que, con Freud podemos recordar que no hay inscripción del órgano genital
femenino ni de la propia muerte en el inconsciente. O, para decirlo en términos del propio
Lacan: falta “material simbólico” (LACAN 1955-56, 252) para decir de la mujer y de la
muerte: S(A) -significante de la falta del Otro-. Tal la escritura lacaniana del lugar, en el
Otro del significante, donde la pregunta no tiene respuesta.
Pero queda aún, para un ser hablante, una posibilidad para no enfrentarse con ese
agujero: “Esa defensa consiste en no acercarse al lugar donde no hay respuesta a la
pregunta” (ibíd., 287). Esto es, no aproximarse al lugar en donde el Otro ya no responde.
Localidad exterior y, a la vez, absolutamente íntima del Otro del significante, paraje éxtimo
-si se quiere usar el neologismo de Lacan (cf. LACAN 1959-60, 171) del que se pone a
resguardo el neurótico.
Señalamos ahora que, si una neurosis es ya respuesta anticipada, para no acercarse
al lugar donde no hay respuesta a la pregunta, esa respuesta se localiza muy precisamente
en el nivel del fantasma. Lo que nos parece claramente legible en el grafo del deseo (cf. p.
ej. LACAN 1960). No propondremos una lectura completa y detallada del grafo de Lacan,
sino que tomaremos algunas cuestiones que nos servirán en nuestro desarrollo.
Situemos, en primer lugar, como lo indicamos, en S(A), el punto donde el Otro no
responde. Puede observarse adicionalmente que, efectivamente, el vector que llega hasta
ese punto va tomando la forma de un signo de pregunta:
La respuesta de Dora
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Tomamos aquí solamente la vertiente oral del fantasma en Dora. Para avanzar sobre aquella que pone en
juego la pulsión invocante, cf. nuestro trabajo “Las fantasías perversas de los neuróticos: síntoma, fantasía
y pulsión”, en este mismo volumen.
tuviésemos aquí la matriz imaginaria en la que han venido a vaciarse todas las situaciones
que Dora ha desarrollado en su vida [...]. Podemos tomar con ella la medida de lo que
significan ahora para ella la mujer y el hombre” (LACAN 1951, 209-210).
En efecto, a partir de esta escena temprana con el hermano, y en el nivel mismo de
esa matriz imaginaria -modo en que Lacan aborda en esta época al fantasma-, podemos
“tomar la medida” de lo que son para Dora la mujer y el hombre: “La mujer -continúa
Lacan- es el objeto imposible de desprender de un primitivo deseo oral...” (ibíd., 210).
De esta manera, Dora también -como Tiresias- intenta responder a una pregunta sin
respuesta: la pregunta por lo femenino. El adivino daba, por su parte, su opinión, su
medida: nueve décimos, decía, para el lado femenino. Veredicto que no se vierte, lo
señalamos, sino desde la perspectiva del hombre. Y bien, Dora, del mismo lado, en su
fantasma, anticipa una respuesta, la suya, que ya mide lo que para ella es ser una mujer:
“un objeto a ser chupado”. Por cierto, no es otra que la señora K. la que es “degradada”
hasta esa posición. Porque es preciso subrayar que, en este movimiento, desde su fantasma,
Dora aborda al Otro sexo -que la señora K. encarna para ella- al “modo hombre”: por la vía
de la degradación.
Ya hemos destacado que del lado del hombre tal es la manera de suplir la relación
sexual que no hay: el fantasma, de ese lado, reduce al Otro femenino a funcionar como
objeto a. Lo hicimos, se recordará, a partir de las referencias al marido de la bella carnicera
(el carnicero) y al hombre de los lobos. En ambos casos señalamos que se suple la ausencia
de La mujer -y por consiguiente, de la relación sexual- por la relación del sujeto con el
objeto a del fantasma. Lo que podemos escribir ahora de esta manera, como fórmula de la
“más generalizada degradación” (FREUD, 1912), para el modo hombre de abordar al Otro
sexo:
($◊a)
La
Allí queda suficientemente indicado que es la relación del sujeto ($) con el objeto
(a), en el fantasma, lo que suple la inexistencia de La mujer: La. O también, que el
fantasma ($◊a) va al lugar exacto de la ausencia de la relación sexual. O, por último, como
lo venimos proponiendo, que el fantasma es ya una respuesta anticipada, desde el lado
hombre, para una pregunta que no tiene respuesta. En la histeria, la pregunta por lo
femenino.
Hacer de hombre
Ahora bien, si la tos de Dora, diciendo de su fantasma, la deja del lado hombre de
las fórmulas de la sexuación de Lacan, con Freud llevaremos las cosas aún más lejos, ya
que la histérica en este mismo modo hombre de abordar al Otro sexo... hace de hombre.
Esto es, se identifica con el hombre. Y es que sólo desde ese lugar -identificada con el
hombre-, podrá responderse -anticipadamente- la pregunta por la mujer.3
3
En este punto valdría la pena desplegar la oposición que se entrevé entre la identificación en la histeria y
lo inidentificable de lo femenino… y su articulación: la solución que la primera entrega a lo segundo
luego de volverlo mhisterio. De un extremo al otro de la enseñanza de Lacan feminidad e identificación
se presentan invariablemente en disyunción: mientras que la identificación es definida siempre como un
empuje al Uno, el sexo femenino encarna el lugar de lo Otro. El defecto simbólico para decir de lo
femenino deviene imposibilidad de clasificarlo, no es posible “identifijar” a una mujer en una clase
cerrada: no hay La mujer. Pero la histeria… intenta. Para un abordaje más amplio de este asunto, cf.
SCHEJTMAN 2002.
Así es que Dora, nos dice Freud, tose como su padre: identificación del segundo
tipo - descripta en “Psicología de las masas y análisis del yo”-: con un rasgo del objeto
amado (cf. FREUD 1921, 100)4. Y es desde esa identificación con el padre que ella aborda
a la señora K. como “objeto a ser chupado”. Lo hace entonces desde la posición que en su
fantasma le endilga al padre, ya que -si seguimos la rectificación lacaniana- él es allí quien
chupa.
Dora, en verdad, se identifica -así lo señala Lacan (cf. LACAN 1951)- con todos
los hombres del historial: con su padre, con el señor K., con su hermano, con aquel joven
ingeniero del segundo sueño, en fin, con Freud mismo. Los hombres no son, para ella, más
que meros intermediarios, “testaferros” para que, desde su lugar, la histérica Dora se
formule su pregunta por la mujer, esto es, para que desde allí la responda anticipadamente
con su fantasma. Sólo aborda a la otra -en la que adora el mhisterio de lo femenino-,
haciendo de hombre.
Es por eso que muchas veces -especialmente en el posfreudismo- se le pudo
interpretar a la histérica una supuesta “homosexualidad latente”. Recordemos que no
haberla señalado en Dora es uno de los errores que Freud mismo se endilga (cf. FREUD
1905, 104-105, n. 7). Pero Lacan no plantea interpretar esta adoración de la otra en la
histérica en el sentido de una tal homosexualidad -lo que, por otra parte, de ninguna
manera es un obstáculo para ello-, pero destaca ahí su intento de hallar a una mujer que
encarne aquel mhisterio femenino, o que se avenga sin más a jugar el juego volviéndose
objeto del deseo de un hombre, según su fantasma: el de la histérica. Porque, como
indicamos, es al lugar de objeto a en su fantasma que ella conduce a la otra.
Por ello, en su Seminario 20 (cf. LACAN 1972-73, 103), Lacan señala que la
histérica es “homo-sexuada” derivando a ese “homo” del latín “homo-hominis” (hombre)
antes que del griego “homo” (que denota igualdad): la posiciona del lado hombre de las
fórmulas de la sexuación. Puesto que nada impide que un ser hablante que se nombre
mujer elija situarse de ese lado, lo que sucede asimismo con uno que se nombre hombre
respecto del otro. Sin ser simétricos, ello es electivo en el planteo del Seminario 20.
En “El psicoanálisis y su enseñanza” Lacan aporta algunos otros desarrollos sobre
la cuestión. Afirma allí que la histérica captura a la otra mujer “...por los oficios de un
hombre de paja, sustituto del otro imaginario en el que se ha enajenado menos que ha
quedado ante él detenida [en souffrance]” (LACAN 1957, 434).
En este texto, como se ve, ya no se subraya tanto la identificación con el hombre,
sino la detención, la “demora sufriente” de la histérica frente al mismo. Pero ¿qué detiene
la histérica, demorándose ella misma en el lugar de ese testaferro, sino su pregunta como
tal? Es el despliegue de su interrogante por lo femenino lo que se ve detenido, demorado.
Estanca su pregunta, podemos decir, en la respuesta anticipada que da en su fantasma...
desde el lugar del hombre.
De todo ello, señalémoslo ahora, el psicoanálisis supone algún orden de
rectificación. En efecto, ¿qué posibilitaría el análisis de una histérica sino la puesta en
cuestión -cuando no la caída- de tales identificaciones viriles que hacen a su demora
sufriente? El análisis se orienta, digamos, a contramano de la neurosis histérica -lo que no
quiere decir, sin embargo, hacerle la contra-, acompañando a la demorada en la tarea de
aflojar esas respuestas identificatorias que la amarran al lado hombre. ¿Eso la conduciría
necesariamente al Otro lado, le permitiría acceder al Otro goce, femenino? Nada lo
asegura. Precisamente, el Otro goce no es necesario: sólo se soporta de la contingencia.
Volviendo a “El psicoanálisis y su enseñanza”, es la cuestión del goce, justamente,
la que comienza a plantearse: “Así la histérica se pone a prueba en los homenajes dirigidos
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Cf. también nuestro trabajo “Identificación de la epidemia”, en este mismo volumen.
a otra, y ofrece la mujer en la que adora su propio misterio al hombre del que toma el papel
sin poder gozarlo...” (LACAN 1957, 434).
Aquí tenemos, de nuevo, la idea de la histeria haciendo de hombre, tomando el
papel del hombre pero, ¿y este “sin poder gozarlo”? ¿Es que no habrá para la histérica,
precisamente, un “goce del sin poder gozarlo”? En esa perspectiva desarrollaremos,
enseguida, la posibilidad de plantear el deseo histérico, el deseo insatisfecho en la histeria,
como… un modo de gozar.
Pero antes de dar ese paso, abordemos más clásicamente el deseo insatisfecho de la
histérica, oponiéndolo al deseo como imposible en la neurosis obsesiva. Señalemos
entonces que, por distintas que nos parezcan, tales dos formas neuróticas del deseo no son
sino estrategias diferentes, pero con un mismo fin: no saber de la falta del Otro, de su
castración.
Del lado del obsesivo. Sinteticemos que el mundo entero se le vuelve imposible, al
hacerse esclavo de un otro al que eleva al lugar del amo para no saber de sus deseos.
Aclaremos: ni de los propios, ni de los del otro -que encarna para el obsesivo del caso el
lugar del Otro, así con mayúsculas, como la otra mujer para la histérica-. Sólo se asegura
de ponerse en relación con lo que éste le demanda. De esta manera, nos dice Lacan,
degrada el deseo del Otro a su demanda (cf. p. ej. LACAN 1962-63, 315-316).
Puede ilustrarse maravillosamente esta posición, si se recuerda la famosa historia
de “Aladino y la lámpara… maravillosa”. Resumamos: un buen día se encuentra Aladino
con la célebre lámpara, la frota y, como se sabe, aparece el genio. ¡Cuidado!, en este caso
¡el genio es el obsesivo! Préstese atención a sus palabras, las primeras que suelta: “amo,
tus deseos son órdenes”. Fórmula que nos parece absolutamente adecuada para la posición
del obsesivo: en lugar del deseo del Otro, sus órdenes, sus demandas.
La lista interminable que, imaginamos, puede comenzar a diagramar Aladino:
billetes, mujeres, festines, viajes -en fin, todo lo que pueda ocurrírsele- puede volver
trabajosa, seguramente, la tarea de ser genio, pero, en cualquier caso, éste -el genio, el
obsesivo- habrá conseguido reducir al campo de la demanda -es decir, de lo
significantizable- el deseo del Otro. Ya no se enfrenta con lo insondable del deseo del Otro
-S(A)- sino con su demanda. Habrá construido, a su medida, un Otro completo: A. De esta
manera, puede desentenderse de la castración del Otro… y de la suya. En fin, como se
sabe, no son pocos los obsesivos que se creen genios.
Pero se trata aquí, para nosotros, sobre todo de la histérica. Y bien, para ella la
estrategia es distinta, pero como dijimos, persigue el mismo fin: no saber de la castración
del Otro. Ella se sostiene como una deseante insatisfecha, nada de lo que a ella le toca en
suerte puede colmarla, pero ¿por qué? Porque seguramente el Otro tiene lo que a ella le
falta y se trata, ¿por qué no?, de que no se lo quiere dar. Esto, se sabe, puede ir desde el
desgano, hasta la forma conocida de la queja histérica. Pero es preciso notar que, en el
fondo, este insistente resaltar la falta de su lado no tiene otro fin que sostener un Otro
completo, garantizar la consistencia del Otro: “es que él lo tiene, pero no me lo quiere dar”.
Finalmente, intentemos sortear, una objeción que podría proponerse en ese punto.
No pocas veces se describe la posición histérica como el intento de castrar o “agujerear” al
Otro. Pero un planteo así ¿no se pondría en cruz frente a nuestro intento de emparejar la
histeria con la obsesión como dos estrategias distintas con el mismo fin de desentenderse
de la castración del Otro? No lo creemos: es que para castrar o “agujerear” al Otro, se lo
debe suponer completo. Es decir, haciéndose ella -la histérica- el supuesto agente de la
castración del Otro, se desconoce que el Otro no la precisa, en absoluto, para estar
castrado. Volverse la causa de la castración del Otro, deviene así, como se ve, una refinada
manera de sostenerlo completo.
Abordemos, ahora sí, la cuestión del deseo insatisfecho como modo de goce. Pero
¿de qué goce se trata? ¿Acaso el goce no se enlaza siempre con el exceso? ¿Cómo es que
la insatisfacción podría inscribirse entonces como un goce? Respuesta: si el goce se ubica
siempre del lado de un “demasiado”, eso deja espacio aún para gozar del “demasiado…
poco”. Efectivamente, encontraremos aquí, para la histérica, el goce del “poco de gozar”.
Lacan señala, en efecto, que la insatisfacción -el deseo insatisfecho- supone ya, para la
histeria, una recuperación de goce. Paradójicamente el “menos” de goce, se vuelve aquí,
“plus de gozar”.
Si no hay un “goce-todo” o un “todo-de-goce” -lo que por cierto puede leerse
también en esta escritura de Lacan: S(A) -, en fin, si no hay, si falta el goce del Otro, el
deseo insatisfecho -como modo de goce- suple este defecto estructural que presenta el
campo del goce para el ser que habla, constituyendo ya una respuesta a este impasse del
gozar. Pero como se verá inmediatamente, lo suple dándole consistencia.
Es que debe destacarse que cualquier “menos” de gozar, cualquier “poco de
gozar”, sólo se sostiene robustamente mientras se tenga en el horizonte, un absoluto de
goce -un “goce-todo” al que se da consistencia- respecto del cual pueda siempre
proponerse el propio como rezagado. La posición histérica como “goce del poco de gozar”,
como “goce de la insatisfacción”, en efecto, no se sustenta más que ubicando en su mira,
en algún lugar en el horizonte, la suposición de un “todo de goce”, de un “goce absoluto”
respecto del cual, aquel que a ella le toca en suerte, pueda ser planteado como exiguo.
Así lo propone Lacan en el Seminario 16 -“De un Otro al otro”-: “Se dice que lo
que la histérica rechaza es el goce sexual. En realidad ella promueve el punto al infinito del
goce como absoluto [...]. Y es porque este goce no puede ser alcanzado por lo que ella
rechaza cualquier otro, que, respecto de esa relación absoluta que procura plantear, tendría
un carácter de disminución...” (LACAN 1968-69, 304-305).
Ahora bien, es posible señalar las más usuales encarnaciones de este “goce
absoluto” al que la histérica da consistencia con su insatisfacción. A esta cita no faltan,
según Lacan, la otra mujer y el padre ideal.
Nos detendremos específicamente en el primer caso, bien ilustrativo de la cuestión.
Nunca se tarda demasiado en encontrar, escuchando a una histérica, a la otra que
supuestamente goza todo… lo que ella no. Su goce -el de la histérica- no puede plantearse
como exiguo más que en relación con el que, efectivamente, le supone a otra mujer. De
este modo, la queja usual que presenta a su pareja, encuentra apoyo en este presunto goce-
todo de la otra: por supuesto, aquella tendrá seguramente a su lado algún tipo varias veces
menos inepto que el que nuestra insatisfecha ha conseguido. Las críticas al partenaire de
turno están así aseguradas.
Pero debiéramos aclarar que este goce absoluto supuesto a la otra, en realidad, no
existe. No hay el goce del Otro. Pero que no exista, no le impide a la histérica darle alguna
consistencia en el horizonte de su insatisfacción., y que ello tenga eficacia. Diremos,
entonces, que con su fantasma, ella sostiene el pretendido goce de la otra. En su fantasma
es la otra la que goza… en su lugar. Así lo plantea Jacques-Alain Miller en “Dos
dimensiones clínicas: síntoma y fantasma”: “Una mujer histérica alquila su cuerpo a otra
mujer, lo que puede no sólo observarse en los casos clásicos, sino en cada ocasión en que
el fantasma histérico se construye. Al respecto he encontrado un fantasma femenino
mucho más complejo que el masculino aparentemente correlativo. Un fantasma masculino
considerado clásico es el de fantasear con otra mujer cuando se está cogiendo. Pues bien,
este fantasma femenino que he encontrado, más complejo, más difícil de entender, no es el
de fantasear que es otro hombre el que se la está cogiendo, sino fantasear que ese hombre
se está cogiendo a otra mujer que no es ella. Es decir, que ofrece al hombre su propio
cuerpo como el cuerpo de otra. [...] Vemos en este ejemplo, esa posición de la otra mujer
que es lo más escondido del fantasma histérico...” (MILLER 1983, 48).
De este modo, hay siempre la otra para una histérica, se lo puede constatar cada
vez que se la escucha con un poco de atención en ese dispositivo que se llama un análisis.
Nunca deja de hallarse a esa otra que goza en su lugar. Ahora bien, indudablemente
bastaría tomar a esa otra en análisis para enterarnos, tal vez, de que está tan insatisfecha
como nuestra histérica y, de seguro, suponiéndole el goce absoluto... ¡a una tercera!: no es
menos histérica que la primera.
Antes de volver a citar a Lacan, destaquemos que el goce de la otra al que la
histérica da consistencia por su deseo insatisfecho, no es el goce femenino, al que nos
hemos referido en la segunda parte del texto. Claro que la histérica no supone otra cosa.
Pero desde lo que proponemos, ello no es sino su modo de mal-decir lo femenino. Si el
goce femenino escapa a la palabra y supone el goce de una ausencia -la del goce del Otro-,
la histérica dice de él desde el lado del hombre, lo mal-dice -como Tiresias- y confunde el
goce femenino con el pretendido goce de la otra, al que le da consistencia. Situada del lado
hombre, para retomar la metáfora, desde la polis -la ciudad del goce fálico- atisba, a la
distancia, el Otro goce, pero como ese goce no habla griego ni latín lo tilda de bárbaro y,
así, lo pierde.
Nos dirigimos ahora al Seminario 17 de Lacan -“El reverso del psicoanálisis”, para
acercar lo planteado al caso de Dora. Lacan desarrolla allí un contrapunto entre Dora y la
bella carnicera: “Lo que ella no ve [se refiere a la bella carnicera] porque su pequeño
horizonte también tiene sus límites, es que sería dejándole ese marido suyo tan esencial a
otra como encontraría el plus de goce [...] Otras sí lo ven. Por ejemplo, Dora, lo que hace
es eso [...] la bella carnicera no ve que a fin de cuentas sería feliz, como Dora, si le dejara
ese objeto a otra” (LACAN 1969-70, 78).
Lacan señala entonces, que Dora encuentra el plus de goce, justamente, al dejarle a
la otra -la señora K.- aquello que el hombre -el señor K.- está dispuesto a ofrecerle. Esto es
lo que la bella carnicera no alcanzaría a ver: la posibilidad histérica de encontrar un goce
específico, una recuperación de goce, en verse privada de cierto goce, el que es cedido a la
otra mujer. Tal el goce de la insatisfacción, sostenido entonces en el pretendido goce de la
otra.
Lacan continúa, en el capítulo siguiente de ese seminario, en la misma dirección:
“Entonces, el tercer hombre [se trata del Sr. K], ¿para qué? Ciertamente, su valor reside en
el órgano, pero no para que Dora sea feliz con él, si puede decirse así, sino para que otra la
prive de él” (LACAN, 1969-70, 100).
Goce de ser privada del goce, en ese menos de gozar halla la histérica el “goce de
la insatisfacción”. Goce que nos queda, por cierto, del lado del goce fálico -del lado
hombre- resultando siempre en un “¡y… más!”, ya que no alcanza nunca aquel punto al
infinito del goce absoluto, que lo sostiene y motoriza.
La masa o el goce femenino
Para concluir sólo dos cuestiones más. Por una parte, propondríamos lo que sigue:
“La masa o el goce femenino”. Porque, en efecto, nos parece que hay que dar cuenta de las
razones por las que, en las dos masas que Freud describe en su “Psicología de las masas y
análisis del yo” (FREUD 1921) -ejército e iglesia-, en ambas, encontramos un rechazo de
lo femenino.
Vamos a ubicar, entonces, al fenómeno de masa que Freud describe plenamente
del lado hombre de las fórmulas de la sexuación lacanianas. Efectivamente, Freud no ha
dejado de señalar que la masa se soporta de la conformación de un “todo” en el que los
miembros se igualan: el amor que el líder les dispensaría a “todos” por igual. Y ya hemos
destacado que “el todo” se logra del lado hombre de las fórmulas lacanianas: allí se
conforma la clase, el universal, el “para-todo”.
Ahora bien, es del lado del “totalitarismo del universal”, que se intenta reducir todo
lo que de real no se ajusta a su ley. De allí que no pocas veces, el goce propiamente
femenino pueda presentarse en su faz de resistencia: goce que resiste al empuje totalitario
por incluirlo en las “redes de lo decible”, en el intento de domesticarlo. Por esta vía
podemos pensar, en última instancia, el rechazo de lo femenino en las masas freudianas,
como rechazo de lo extranjero, de lo que es profundamente heteros, lo radicalmente Otro
del goce femenino.
Por otra parte, lo descripto se verifica muy precisamente en el modo en que Freud
teoriza la disolución de la masa. Recuérdese que resalta el pánico que se produce cuando
“cae” el líder del lugar del Ideal del Yo y, entonces, se aflojan los lazos que unen a los
miembros de la masa entre sí. Pero no puede dejarse pasar la referencia a la que Freud echa
mano entonces, el relato de Judith y Holofernes: “La ocasión típica de un estallido de
pánico se asemeja mucho a la manera como la figura Nestroy en su parodia del drama de
Hebbel sobre Judith y Holofernes. Grita un soldado: ‘¡El general ha perdido la cabeza!’, y
de inmediato todos los asirios se dan a la fuga. La pérdida, en cualquier sentido, del
conductor, al no saber a qué atenerse sobre él, basta para que se produzca el estallido de
pánico, aunque el peligro siga siendo el mismo; como regla, al desaparecer la ligazón de
los miembros de una masa con su conductor, desaparecen las ligazones entre ellos y la
masa se pulveriza como una lágrima de Batavia a la que se le rompe la punta” (FREUD
1921, 93).
Subrayemos entonces: “la pérdida, en cualquier sentido, del conductor”. Porque
vamos a leer ahí, conducidos por el relato mismo de Judith y Holofernes, no otra cosa que
la castración, la castración del líder, lo que el fenómeno mismo de masa se encarga de
velar.
En la obra de Hebbel -o bien en la historia bíblica-, para salvar a su pueblo de los
conquistadores, Judith, la heroína hebrea, accede a pasar una noche con el gran general del
ejército enemigo, con Holofernes -hombre temido y al que nadie osaba enfrentar-, con el
fin de asesinarlo. Y bien, luego de perder su virginidad en la “velada”, sale de la carpa del
general sin su virtud... pero con su cabeza -la Holofernes- a cuestas, puesto que se la ha
cortado. Ese es el momento en que el ejército enemigo se desmorona, entra en pánico, y
emprende la fuga: “¡el general ha perdido la cabeza!”.
Destaquemos que esta última frase puede leerse, claro está, de varias maneras. ¿O
acaso los hombres no llegan a perder la cabeza por amor? En fin, propongamos que es por
el encuentro con este goce Otro, con el goce femenino, que Holofernes “pierde la cabeza”
y la masa se disuelve. En este punto, el goce femenino quiebra el lazo social, introduciendo
en el centro de la homogeneidad de la masa, el “no-todo”, lo radicalmente Otro, la
diferencia.
Hera y Tiresias
La segunda cuestión que queríamos señalar, para finalizar, supone retornar, una
vez más, sobre Tiresias ya que resta un interrogante. ¿Por qué Hera se enfurece al punto de
dejar ciego al pobre Tiresias luego de que este comparece y da su respuesta? Es que
después de escuchar su testimonio -“nueve décimos para la mujer, un décimo para el
hombre”-, parece que la diosa se encoleriza y le infunde tal castigo -aunque Zeus lo
compensa con el poder de la adivinación-.
Y bien, hay varias interpretaciones para entender la ira de Hera y el castigo que
recibe Tiresias. Lo habitual es decir que la diosa se irrita y deja ciego a Tiresias porque éste
reveló el secreto del goce femenino. Es una posibilidad.
Pero en función de lo que trabajamos nos parece, más bien, que lo que enfurece a
Hera es el intento de Tiresias de comparar lo incomparable: el goce fálico con el Otro
goce. Como señalábamos, son, por estructura, inconmensurables. La furia de Hera debería
entenderse así, como una respuesta a la “mal-dicción” de Tiresias. Él, en efecto, vuelto ya
un hombre -luego de sus siete años “del Otro lado”- no puede más que testimoniar como
tal y “mal-dice” el goce femenino.
Ahora bien, ¿y el tiempo en que Tiresias era mujer? Parece que entonces… ni mu.
Como señala Lacan, “mutis, ¡ni una palabra!” (LACAN 1972-73, 91).
Bibliografía General