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Juan Eusebio Nieremberg

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Diferencia entre
lo temporal y eterno

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Este libro es producto de su tiempo y no refleja necesariamente el pensamiento de la actualidad, el cual ha
evolucionado, como lo haría si se hubiese escrito en la actualidad.

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CONTENIDOS
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO I. LA IGNORANCIA QUE HAY DE LOS BIENES VERDADEROS
CAPÍTULO II. CUÁN EFICAZ CONSIDERACIÓN SEA LA DE LA ET ERNIDAD
CAPÍTULO III. LA MEMORIA DE LA ET ERNIDAD ES DE SUYO MÁS EFICAZ.
CAPÍTULO IV. DEL ESTADO DE LOS HOMBRES EN ESTA VIDA.
CAPÍTULO V. QUÉ SERÁ LA ET ERNIDAD, SEGÚN SAN GREGORIO NACIANCENO
CAPÍTULO VI. QUE SERÁ LA ET ERNIDAD, CONFORME A BOECIO Y PLOT INO.
CAPÍTULO VII. DECLARASE QUÉ ES LA ET ERNIDAD, CONFORME A SAN BERNARDO.
CAPÍTULO VIII. QUÉ ES EN LA ET ERNIDAD NO T ENER FIN.
CAPÍTULO IX. CÓMO ES LA ET ERNIDAD SIN CAMBIO.
CAPÍTULO X. COMO ES LA ET ERNIDAD S IN COMPARACIÓN.
CAPÍTULO XI. QUÉ COSA SEA EL T IEMPO, SEGÚN ARIST ÓT ELES Y OT ROS
CAPÍTULO XII. CUAN BREVE ES LA VIDA.
CAPÍTULO XIII. QUÉ ES EL T IEMPO, SEGÚN SAN AGUST ÍN.
CAPÍTULO XIV. EL T IEMPO ES LA OCASIÓN DE LA ET ERNIDAD.
CAPÍTULO XV. QUÉ ES EL T IEMPO, SEGÚN PLAT ÓN Y PLOT INO
LIBRO SEGUNDO.
CAPÍTULO I. DEL FIN DE LA VIDA TEMPORAL.
CAPÍTULO II. CONDICIONES NOTABLES DEL FIN DE LA VIDA T EMPORAL.
CAPÍTULO III. DE ESE MOMENTO EL CUAL ES EL MEDIO ENT RE EL T IEMPO Y LA ET ERNIDAD,
CAPÍTULO IV. POR QUÉ EL FINAL DE LA VIDA T EMPORAL ES T ERRIBLE.
CAPÍTULO V. CÓMO DIOS , AUN EN ESTA VIDA, EMIT E UN JUICIO MUY RIGUROSO.
CAPÍTULO VI. DEL FIN DE LOS T IEMPOS .
CAPÍTULO VII. CÓMO LOS ELEMENTOS Y LOS CIELOS SE ALT ERARÁN AL FINAL DEL T IEMPO.
CAPÍTULO VIII. COMO EL MUNDO HA DE ACABAR CON TAN T ERRIBLE FIN,.
CAPÍTULO IX. DEL ÚLT IMO DÍA DE LOS T IEMPOS .
LIBRO TERCERO.
CAPÍTULO I. LA MUTABILIDAD DE LAS COSAS T EMPORALES .
CAPÍTULO II. CUÁN GRANDES Y DESESPERADOS SEAN NUEST ROS MALES T EMPORALES
CAPÍTULO III. T ENEMOS QUE PENSAR EN LO QUE PODEMOS LLEGAR A SER .
CAPÍTULO IV. LOS CAMBIOS DE LAS COSAS HUMANAS MUEST RAN CLARAMENT E SU VANIDAD
CAPÍTULO V. LA VILEZA Y EL DESORDEN DE LAS COSAS T EMPORALES
CAPÍTULO VI. DE LA PEQUEÑEZ DE LAS COSAS T EMPORALES .
CAPÍTULO VII. QUÉ MISERABLE COSA ES ESTA VIDA T EMPORAL.
CAPÍTULO VIII. LO POCO QUE ES EL HOMBRE MIENT RAS ES T EMPORAL.
CAPÍTULO IX. CUÁN ENGAÑOSAS SON TODAS LAS COSAS T EMPORALES .
CAPÍTULO X. LOS PELIGROS Y PERJUICIOS DE LAS COSAS T EMPORALES .
LIBRO CUARTO.
CAPÍTULO I. DE LA GRANDEZA DE LAS COSAS ET ERNAS .
CAPÍTULO II. LA GRANDEZA DEL HONOR ET ERNO DE LOS J USTOS .
CAPÍTULO III. DE LAS RIQUEZAS Y REINO ET ERNO DEL CIELO.
CAPÍTULO IV. DE LA GRANDEZA DE LOS GUSTOS ET ERNOS
CAPÍTULO V. QUÉ FELIZ ES LA VIDA ET ERNA DE LOS JUSTOS .
CAPÍTULO VI. LA EXCELENCIA Y LA PERFECCIÓN DE LOS CUERPOS DE LOS SANTOS .
CAPÍTULO VIII. DE LOS MALES ET ERNOS ; Y SOBRE TODO DE LA GRAN POBREZA.
CAPÍTULO IX. PENAS DE LOS CONDENADOS POR EL LUGAR HORRIBLE EN QUE EST ÁN D
CAPÍTULO X. DE LA ESCLAVIT UD, CAST IGOS Y PENAS ET ERNAS
CAPÍTULO XI. DE LA MUERT E ET ERNA, Y DE LA PENA DEL TALIÓN EN LOS CONDENADOS .

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CAPÍTULO XII. FRUTOS QUE PUEDEN SER COSECHADOS DE LA CONSIDERACIÓN.
CAPÍTULO XIII. LA INFINITA GRAVEDAD DEL PECADO MORTAL
LIBRO QUINTO.
CAPÍTULO I. DIFERENCIAS NOTABLES ENT RE LO T EMPORAL Y ET ERNO
CAPITULO II. POR EL PROPIO CONOCIMIENTO SE PUEDE CONOCER EL USO
CAPÍTULO III. LA EST IMACIÓN DE LOS BIENES ET ERNOS SE HIZO EVIDENT E
CAPÍTULO IV. LA VILEZA DE LOS BIENES T EMPORALES SE PUEDE VER POR LA PASIÓN
CAPÍTULO V. LA IMPORTANCIA DE LO ET ERNO, POR HABERSE HECHO DIOS MEDIO
CAPÍTULO VI. SI SE HAN DE PEDIR COSAS T EMPORALES
CAPÍTULO VII. CUÁN DICHOSOS SON AQUELLOS QUE RENUNCIAN A LOS BIENES
CAPÍTULO VIII. MUCHOS QUE DESPRECIARON Y RENUNCIARON A TODO LO T EMPORAL
CAPÍTULO IX. EL AMOR QUE DEBEMOS A DIOS NO HA DE DEJAR LUGAR NI FACULTAD

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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO I. La ignorancia que hay de los bienes verdaderos; y no sólo de las


cosas eternas, sino de las temporales.

Para el uso de las cosas ha de preceder su estima, y a su estimación, su noticia; la


cual es tan corta en este mundo, que no sale fuera de él a considerar lo celestial y
eterno para lo que fuimos c reados.
Pero no es maravilla que estando las cosas eternas tan apartadas del sentido, las
conozcamos tan poco; pues aun las temporales que vemos y tocamos con las manos las
ignoramos mucho. ¿Cómo podremos comprender las cosas del otro mundo, pues las de
este en que estamos no las conocemos? A esto puede llegar la ignorancia humana, que
aún no conoce aquello que piensa que más sabe. Las riquezas, las comodidades, las
honras y todos los bienes de la tierra, que tanto manejan y codician los mortales, por
eso las codician, porque no las conocen. Razón tuvo San Pedro cuando enseñó a San
Clemente Romano que el mundo era una casa toda llena de humo, en la cual nada se
puede ver; porque así como el que estuviese en semejante casa ni vería lo que estaba
fuera de ella, ni lo que estaba dentro, porque el humo estorbaría la vista clara de todo,
de la misma manera sucede que los que están en este mundo ni conocen lo que está
fuera de él, ni lo que está dentro; ni entienden cuanta sea la grandeza de lo eterno, ni la
vileza de lo temporal, ignorando igualmente las cosas del cielo como las de la tierra. Y
por falta de conocimiento truecan los frenos de la estimación de ellos, dando la que
merecen las eternas a las que son temporales, y haciendo tan poco caso de las
celestiales como se debe hacer de las perecederas y caducas; siendo tan contrario a la
verdad, como nota San Gregorio, que al destierro de esta vida tienen por patria, a las
tinieblas de la sabiduría humana por luz y al curso de esta peregrinación por estancia y
morada, siendo causa de todo esto la ignorancia de la verdad y poca considerac1ón de
lo eterno; por lo cual a los males califican por bienes, y a los bienes por males.
Por esta confusión del juicio humano rogó David al Señor que le diese de su mano
un maestro que le enseñase cuales eran los verdaderos bienes, diciendo: ¿Quién me
mostrará los bienes? (Sal. 4, 6). Porque todo lo ignora el mundo, aun los mismos
bienes del mundo, y lo que más tiene entre manos; sucediéndonos lo que a los hijos de
Israel, que teniendo el maná a la vista, y en las mismas manos, no lo conocían y
preguntaban qué era aquello (Ex. 16, 15). Pero aun esta curiosidad nos falta a nosotros
que no preguntamos que son las riquezas, por las cuales pasan los mortales tantos
peligros de muerte. ¿Qué son las honras, por las cuales se rompen los corazones
humanos de envidia y ambición? ¿Qué son los deleites, por los cuales se estraga tanto
la salud y viene a perderse la vida? ¿Qué son los bienes de la tierra, que sólo se pueden
gozar en la peregrinación que hacemos en el destierro de esta vida, y han de
desaparecer a la entrada de la otra, como desapareció el maná a la entrada de la tierra

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prometida?
Con razón Cristo nuestro Redentor llamó en el Apocalipsis (2, 17) escondido al maná,
porque teniéndole en las manos no lo conocían los hebreos. Así son las cosas de esta
v id a , escondidas al sentido, las cuales, aunque tocamos, no las conocemos y
confundimos la estimación de ellas, haciendo por las temporales lo que sólo deberíamos
hacer por las eternas, y menospreciando a estas por estimar aquellas, que debían ser
menospreciadas, porque faltando el conocimiento de las cosas faltará su estimación, y
se errará en su uso. Lo que va en esto se podrá también echar de ver en los que
comían el maná; porque a unos les vino a causar hastío y provocar al vómito, y a otros
les sabía dulcemente y al manjar que más querían: tanta diferencia como esta hay en el
bueno o mal uso de las cosas: y el buen uso de todas depende de su noticia.
Despierten y abran los mortales los ojos, y conozcan la diferencia que hay entre LO
TEMPORAL y ETERNO, para que den a cada cosa su estimación debida,
despreciando todo lo que el tiempo acaba, y estimando todo lo que la eternidad
conserva; a la cual deben buscar en el tiempo de esta vida, y por las mismas cosas
temporales granjear las eternas, lo cual no podrán conseguir sin el conocimiento de unas
y de otras; para que, puesta la mira en lo eterno, como de más estima, conserven lo
temporal, aunque por si no tenga alguna, y de lo que es caduco y perecedero hagan
consistente y duradero.
El maná que dio nuestro Señor a los hebreos mientras peregrinaban en el desierto,
hasta llegar a la tierra prometida, entre otras misteriosas significaciones que tenía, una
es ser símbolo de los bienes de esta vida, en la cual peregrinamos hasta llegar a la tierra
que nos tiene prometida de la bienaventuranza eterna. Por eso se pudría y corrompía
luego durando muy poco, como lo hacen todas las cosas de este mundo: sólo la parte
de maná, que se cogía con intención de guardarlo para el sábado, que es figura de la
gloria, y de conservarlo en el Arca para llevarlo a la tierra prometida, no se corrompía.
Tanto importa tener el respeto levantado y puesto en las cosas eternas, para que aun del
uso de las temporales y caducas ganemos la eternidad, y lo pequeño volvamos grande,
lo mudable consistente y lo mortal inmortal y sin fin.
Algunos filósofos que consideraron mejor las cosas de esta vida, aun sin atención a la
eterna, hallaron en ellas muchas faltas, las cuales reduce a tres el sabio emperador y
filósofo Marco Aurelio Antonio, el cual dice que tienen estas tres tachas: de ser
pequeñas, mudables y corruptibles hasta llegar a su fin. Todas estas condiciones
hallaremos dibujadas en el maná. Porque su pequeñez era tanta, que dice la Sagrada
Escritura que era menudo y tan pequeño como cosa molida en un mortero, cuando se
hace polvo. Su variedad y mudanza era tan notable, que llevado desde el campo donde
se cogía hasta los reales (campamentos), si llevaban un quintal se venía a resumir y
mermar en una pequeña medida de gomor; para con unos se espesaba, y para con otros
se extendía y esponjaba. Su corrupción era tan en breve, que no pasaba un día sin que
se llenase de gusanos y corrompiese del todo. Con todas estas condiciones costaba
mucho trabajo el gozar de él y comerle; porque primero se cansaban moliéndolo muy

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bien, cociéndolo y haciéndole otros beneficios. De la misma manera los bienes de esta
vida, con todas sus tachas y malas calidades, no se alcanzan ni gozan sin mucho
molimiento y cansancio.
Es verdad que la apariencia tenía buena, porque, como dicen los setenta intérpretes,
era semejante al cristal transparente y lúcido. Esta es la condición de los bienes de este
mundo, que tienen resplandor y apariencia; pero son más frágiles que el vidrio, son
menguados, son variables e inconstantes, con mil mudanzas que tienen; son corruptibles,
caducos y mortales; y sólo por el resplandor que muestran al sentido los buscamos como
eternos y grandes.
Dejemos la apariencia y superficie pintada, y miremos la sustancial verdad de las
cosas, y hallaremos que todo bien temporal es muy pequeño, lo eterno grande; lo
temporal inconstante, lo eterno firme; lo temporal breve y temporal, mas lo eterno
duradero, y al fin eterno. Esto sólo bastaba para que·se estimase más que todo lo
temporal, aunque esto fuese más que lo eterno. Pero siendo lo temporal en sí tan corto
y tan mudable, y lo eterno tan grande y tan firme, ¿qué diferencia habrá de lo uno a lo
otro?- San Gregorio juzgó que era bastante para que fuese la distancia inmensa, por lo
cual dice: inmenso es lo que seguirá sin término, y poco es todo cuando fenece. El
mismo santo notó que el poco conocimiento y memoria de la eternidad es la causa del
engaño de los hombres, que estimen los bienes falsos de esta vida y desestimen los
espirituales y eternos de la otra; y así dice: “Que el pensamiento de los predestinados
siempre tiene su intención puesta en la eternidad; aunque estos, poseyendo gran
felicidad de esta vida, aunque no tengan peligro de muerte, siempre lo miran presente.”
Al contrario hacen las almas obstinadas que aman la vida temporal como cosa
permanente, porque no entienden cuan gran cosa sea la eternidad de la vida futura; y
como no consideran la solidez de lo perpetuo, juzgan al destierro por patria; a las
tinieblas, por luz, y a la carrera, por estancia; porque los que no conocen las cosas
mayores, aun de las muy pequeñas no podrán juzgar.
Por esto, empezaremos a correr el velo y descubrir la distancia que hay de los bienes
del cielo a los que son de la tierra, por la consideración de la eternidad y débil condición
del tiempo; luego llegaremos a tratar de la vileza de lo temporal y de la grandeza de lo
eterno. Porque como un filósofo dijo de la luz que no había cosa más clara ni más
oscura, se puede decir lo mismo de otras cosas tenidas por muy claras, las cuales no
están entendidas. Y no son las menos oscuras la eternidad y tiempo; y así,
procuraremos darlas más a entender, ayudados de la lumbre de la fe, doctrina de los
santos y desengaño de los filósofos.

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CAPÍTULO II. Cuán eficaz consideración sea la de la eternidad para cambiar de
vida.

El pensar en la eternidad llama San Agustín grande pensamiento, porque es su


memoria de grande gozo a los santos, de grande horror a los pecadores: para unos y
otros de grande provecho; hace obrar cosas grandes y muestra la pequeñez de las cosas
de la tierra, perecederas y caducas. Por esto quiero dar principio con esta luz a
descubrir el campo de la poquedad, engaño y vileza de lo temporal, y encomendar la
consideración de lo eterno, porque es la que más había de estar en nuestro
pensamiento, como perpetuamente la tenía en el suyo David, al cual, porque fue
pecador, le causó horror y pasmo, y cuando santo, le alentó mucho a serlo más,
sacando de su meditación incomparable provecho de su espíritu; y así repite su
memoria tantas veces en sus Salmos, donde a cada paso dice: para siempre, o
eternamente, o por los siglos de los siglos.
En esta eternidad pensaba el Profeta David de día, y ésta meditaba de noche; ésta le
forzaba a dar voces al Cielo, ésta le hacía clamar a Dios, ésta le enmudecía y quitaba el
habla con los hombres, ésta le pasmaba y hacía con su consideración faltar los pulsos,
ésta le atemorizaba, ésta le ponía acíbar en los gustos de esta vida, y daba a conocer la
pequeñez de todo lo temporal; ésta le hacía entrar dentro de sí y examinar su
conciencia; ésta, finalmente, le redujo a hacer una milagrosa mudanza de su vida,
empezando , con más fervor a servir al Señor. Todos estos efectos de la memoria de la
eternidad se verán sólo en el salmo 76, 5; allí dice, entre otras cosas: Anticipáronse
mis ojos a las vigilias; túrbeme, y no hablé palabra. La razón de esto da luego,
diciendo: Pensé en los días antiguos, y he tenido en mi pensamiento los años
eternos, y los medite de noche con mi corazón. Este pensamiento le fue causa que se
desvelase tanto; porque en él pensaba antes que saliese el sol, y en él se estaba
pensando muchas horas después de puesto, con tan grande asombro de lo que es
eternidad, que le faltó el aliento, como el mismo dice, y se estremecía con el vivo
concepto que hacía de lo que es perecer eternamente en el infierno o gozar de la
bienaventuranza para siempre.
Y no es maravilla que este grande pensamiento de la eternidad atemorizase a un tan
santo rey; pues el profeta Habacuc (3, 6) dice que los más altos collados del mundo se
encorvaron, estremeciéndose por los caminos de la eternidad. El santo joven Josafat,
cuando se le presentó la eternidad, puesto de una parte el infierno y de otra el Cielo,
quedó atónito y sin fuerzas, sin poderse levantar de la cama, como si tuviera una mortal
dolencia. Los filósofos más barbaros, con menor luz, se atemorizaron de lo mismo, y
así, para símbolo de la eternidad escogieron, cosas espantosas. Unos representaron la
duración eterna en figura de un dragón feroz, que desde una grande hoya con la boca
abierta, acechaba a los hombres para tragárselos vivos. Otros la dibujaron pintando una
horrible y profunda caverna, en cuya entrada había cuatro gradas: una de hierro, otra
de bronce, otra de plata, otra de oro; en las cuales estaban muchos niños de diversas

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suertes jugando y entreteniéndose, sin reparar en el peligro de caer en aquella
profundísima mazmorra. Fingieron esta sombra de la eternidad no menos para ser digna
de temor y espanto, que espantados ellos de la locura de los hombres, que se ríen y se
entretienen en cosas de la vida, sin acordarse que han de morir, y que pueden caer en lo
profundo del infierno; porque no eran otra cosa aquellos niños que jugaban a la entrada
de tan horrenda y lóbrega sima, sino los hombres, mientras viven en esta vida, cuyas
ocupaciones son de niños; y estando tan cercanos a la muerte y eternidad que después
de ella se sigue, no les causa pavor ni cuidado para dejar sus entretenimientos y vanas
ocupaciones de la tierra.
Verdaderamente es mucho de espantar que esperándonos tales extremos, como son, o
gloria eterna o tormentos sin fin, vivamos tan sin temor ni cuidado de lo eterno. La
causa es porque no se ponen los hombres a considerar lo que es esto, que es eternidad,
que es infierno para mientras Dios fuere Dios, que es gloria sin fin; por eso se quedan
tan de asiento y obstinados en sus gustos perecederos como si fueran inmortales, lo cual
significaban aquellas gradas de metales tan duros. Pero a David, que lo meditó e hizo
concepto de lo que son años eternos, le causó tan grande pasmo, y le despertó con tal
cuidado y vigilancia, que hizo un extraordinario cambio de su vida, y dijo con grande
resolución entre sí: Ahora empiezo; esto es un cambio de la diestra del muy Alto (Sal.
76, 11). «Ahora, empiezo a vivir espiritualmente, a entender sabiamente, a conocer
verdaderamente, viendo la vanidad de este siglo presente y la felicidad del futuro,
reputando por nada toda mi vida pasada, mi aprovechamiento y perfección, y tomaré a
pecho con nuevo propósito, con nuevo fervor, con estudio más vehemente, las sendas
de una vida mejor, entrando en los caminos del aprovechamiento espiritual y
comenzando cada día de nuevo.» Y porque conoció el mismo tan cambiado su
corazón, confesó que aquella resolución era milagrosa, diciendo: Este cambio es de la
mano del Altísimo; como si dijera: El haberme cambiado de esta suerte, de las tinieblas
de la ignorancia al resplandor de la Sabiduría, de los vicios a las virtudes, de hombre
carnal a espiritual, se ha de atribuir a la ayuda y misericordiosa asistencia de Dios, que
por medio de este conocimiento de la eternidad ha dado tan notable vuelco a mi
corazón. Alumbra grandemente este gran pensamiento de lo eterno, y da conocimiento
verdadero de las cosas. Pero no sólo en los santos, sino en los filósofos, causó
particular efecto y desprecio de las cosas temporales la consideración quieta y
sosegada de lo eterno, aun mirándolo sin los dos extremos tan diversos que nos
propone la religión cristiana. Seneca se queja mucho que le hubiesen interrumpido la
meditación de la eternidad, en la cual estaba embebido como en un dulce sueño,
suspensos y aligados los sentidos, gustando mucho de esta consideración: «Me
deleitaba -dice entre otras cosas- de inquirir en la eternidad de las almas, y por cierto de
creerla; me entregaba todo a tan grande esperanza; y ya me enfadaba de mí mismo,
despreciaba todo lo que quedaba de la edad aun con salud entera, por haber pasado
aquel tiempo inmenso, y a la posesión de todo siglo. Tanto pudo en este filósofo la
consideración de lo eterno, que le hizo despreciar lo más precioso de lo temporal, que
es la vida. En los cristianos debe causar mayor efecto, pues conocen que no solo

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pueden vivir eternamente, sino que han de gozar o penar para siempre, conforme a sus
obras y vida.

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CAPÍTULO III. La memoria de la eternidad es de suyo más eficaz que la muerte.

1. Por esto importará mucho hacer vivo concepto de·l a eternidad, y después de
hecho, tener continua su memoria; porque será de suyo más eficaz que la memoria de
la muerte. Que si bien una y otra es muy importante, más generosa es la de la
eternidad, más fuerte y más fecunda de santas obras. Por ella las vírgenes han
guardado pureza, los anacoretas han hecho severas penitencias, y los mártires han
padecido la muerte, a los cuales, en su tormento, no alentó el miedo de la muerte, sino
el temor santo de la eternidad y amor de Dios. Los filósofos, aunque no esperaban la
inmortalidad en la otra vida como nosotros, sólo con la memoria de la muerte se
retiraban de la vanidad del mundo, despreciaban sus grandezas, componían sus
acciones y ajustaban su vida a las reglas de la razón y virtud. Epicteto aconsejaba que
se trajese siempre la muerte en nuestro pensamiento. “De esta manera, dice, no tendrás
bajo pensamiento ni desearás nada con ansia.” Platón decía que tanto más sabio sería
uno cuanto más vivamente pensará en la muerte; y así, mandaba a sus discípulos que
anduviesen descalzos siempre que hiciesen camino; significando en esto que en el
camino de esta vida siempre habíamos de tener descubierta su extremidad y fin, que es
el morir y acabarse todo. Mas los cristianos que tienen fe de la otra vida, han de añadir
la memoria de la eternidad; y por las ventajas que hará esta memoria a la de la muerte,
se podrá echar de ver lo que va de lo eterno a lo temporal. Por eso a los filósofos
movía tanto la muerte, porque con ella se habían de acabar todas las cosas de la vida
mortal: es el término hasta donde solamente pueden gozar los hombres de riquezas,
deleites y honras, y con ella ha de cesar todo. Otros, que deseaban morir, era porque
con eso habían de fenecer sus males. Pues si así espanta la muerte, sólo porque quita
los bienes de la vida, los cuales por otras mil maneras suelen faltar, y son de suyo, aun
antes de la muerte de su poseedor, perecederos y en sí tan cortos y menguados,
peligrosos y llenos de cuidados y sobresaltos; y si la esperaron otros porque quita males
temporales, aunque tan pequeños como son los de este mundo, ¿por qué no nos ha de
mover la eternidad, pues asegura, no sólo bienes eternos sino inmensos y amenaza con
males, no sólo sin fin, pero excesivos?
Sin duda, si se hace concepto de la eternidad, mucho más poderosa es su memoria
que lo es la de la muerte; y si de esta han tenido los hombres sabios tan notable
memoria, y la aconsejaban a otros, mas se debe tener de la eternidad. Zenón, deseoso
de saber un medio eficacísimo para componer su vida, refrenar los apetitos de la carne
y guardar las leyes de la virtud, consultó sobre ello a un oráculo, el cual le remitió a la
memoria de la muerte, diciendo: Anda a los muertos, y consúltalos, y de ellos
aprenderás cómo has de componer tu vida. Porque viendo que los muertos ya no
tienen nada de lo que tuvieron, y que juntamente con su vida expiraron todas sus
felicidades, no las estimaría ni se ensoberbecería con ellas. Grandes monarcas usaron
de la memoria de la muerte por antídoto de su fortuna, para que no fuese peor su vida
que su posteridad. El rey Felipe de Macedonia tenía mandado a un paje que le dijese

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cada mañana tres veces: “Felipe, hombre eres”, acordándole que había de morir y
dejarlo todo. El emperador Maximiliano I, cuatro años antes de morir, mandó le
hiciesen su ataúd, para que siempre le acordase otro tanto, y estuviese con voz muda
diciendo: “Maximiliano, piensa que te has de morir y dejarlo todo.” Ni los emperadores
abisinios se descuidaron en esto; porque en su coronación les traían, entre otras
ceremonias, un vaso lleno de tierra y una calavera de muerto, advirtiéndoles, al
principio de su reinado, cómo habían de tener fin. Finalmente, convinieron en esto
todos los filósofos, que toda su filosofía era meditación de la muerte.
Pero sin duda que hay más que filosofar sobre la eternidad, y más espantoso es tener
que soportar para siempre los tormentos del infierno que acabarse pronto los mayores
imperios. Más horrible cosa es padecer males eternos, que poseer bienes temporales.
Mas maravilla es que sea nuestra alma inmortal, que lo es que haya de morir nuestro
cuerpo. Así los cristianos, principalmente los que tratan de perfección, más h a n de
procurar hacer concepto de la eternidad que temer la muerte, cuya memoria no habían
de haber necesidad para despreciar todo lo temporal. Porque el primer paso, según el
consejo de Cristo, había de ser este de renunciar todo lo que posean, para que,
quitados los impedimentos de la perfección cristiana, se empleasen en santas obras y
ejercicios de virtudes, con la consideración y memoria de la eternidad que les aguarda
para premio de ellas. Había de sonar en nuestro corazón muchas veces esta horrenda
voz: “¡Eternidad!, ¡eternidad! No sólo has de morir, sino después de muerto te aguarda
una eternidad. Acuérdate que hay infierno sin fin, y ten memoria que hay gloria para
siempre.” Más poderosa cosa será, para que cumplas la Ley de Dios, acordarte que
eternamente lo has de pagar, o si la quebrantas, que lo has de pagar con dolores sin fin,
que saber que han de acabar contigo los bienes y males de esta vida. Acuérdate, pues,
de la eternidad, y resuene en lo más íntimo de tu alma: “¡Eternidad!, ¡eternidad!”
Por eso, la Iglesia, cuando consagra a los padres de ella, que son los Obispos, les trae
a la memoria esta tan eficaz y fuerte memoria de lo eterno, diciendo: Estén en tu
pensamiento los años eternos, como lo hizo David. Y en la asunción y coronación de
los Pontífices, les queman delante de los ojos un poco de estopa con las palabras:
“Padre santo, así se pasa la gloria del mundo”; para que a la vista de aquel resplandor
breve y transitorio se acuerden de los ardores sempiternos. Y Martin V tomó por armas
y blasón una hoguera encendida, que llegaba a quemar en breve una tiara de Pontífice,
una diadema imperial, una corona de rey y un capelo de Cardenal. Porque si no
cumplen con las obligaciones de su oficio, arderán en breve por una eternidad en los
infiernos, cuya memoria quiso tener siempre presente en este provechoso símbolo.
2. ¡Oh, cómo el pensamiento de la eternidad debe producir en nosotros una gran
vigilancia! En efecto: ¿qué cosa hay, que deba causar mayor alerta que andar entre
estos dos extremos de gloria o de pena eterna? ¿Qué cosa había de hacer más
desvelarnos que correr este peligro de caer en el infierno? ¿Cómo pudiera dormir a
quien sólo le sirviese de puente entre dos altísimos peñascos un estrecho madero de
medio pie de ancho, corriendo, mientras pasaba, vientos fortísimos, y viendo que se
caía en un horrendo despeñadero? No es menor el peligro de esta vida; porque el

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camino para pasar al Cielo es estrechísimo, los vientos de tentaciones vehementísimos,
los riesgos de ocasiones frecuentísimos, los engaños de los ruines consejeros
muchísimos. En evidentes peligros andamos: ¿Cómo podrá u n cristiano dormirse y
descuidarse? Sin duda ninguna, cosa es más dificultosa salvarse, mirando a nuestra
naturaleza depravada y las asechanzas del demonio, que pasar un hombre muy pesado
sobre una cañaheja quebrada un caudaloso y precipitado río.
También el pensamiento de la eternidad es un antídoto eficaz contra el veneno de la
culpa. En efecto: con que cuidado procurará librarse del pecado el que considere que
por un solo pecado mortal se merece una eternidad de penas?
También el pensamiento de la eternidad es un consuelo, el más suave contra la furia
de las pasiones desordenadas. ¿Cómo, pues, será posible que pueda vengarse de su
enemigo el que considere que con esto puede incurrir en el odio eterno de todo un
Dios? ¿Quién podrá entregarse a la avaricia y a la ambición, si considera que por los
bienes pasajeros de esta vida se padece miseria eterna en la otra? ¿Quién podrá
entregarse a los gustos mundanos, si considera que por un placer de un momento se
dan en el infierno tormentos sin fin?
Finalmente, este gran pensamiento de la eternidad es fecundo de santas obras;
porque ¿quién hay que si considerase con viva fe, que por lo que es momentáneo y
leve se da un peso de gloria eterna, no se animará a obrar cuanto pudiere, a padecer
mucho y sufrir por Dios? Oh, cuan fecundo de obras heroicas es este santo
pensamiento: ¡Espérame gloria eterna! Los triunfos de los mártires, las victorias de las
vírgenes, las penitencias de los confesores, efectos son de esta consideración.
¡Oh santo pensamiento, que así haces vigilantes y atentos a los descuidados, así sanas
a los más encancerados y corrompidos con el veneno del pecado, sosiegas las mayores
tormentas de nuestras concupiscencias, fecundas en santas obras a los más tibios y
estériles de virtudes! ¿Quién hay que no procure tenerte y fijarte en su alma? ¡Oh si los
cristianos lo grabasen en su corazón para que nunca le borrasen ni echasen de sí, ¡cuán
diferentemente vivirían! ¡Y cómo se les luciría en sus obras! Porque aunque la memoria
de las cuatro postrimerías sea muy eficaz para reformar la vida, esta de la eternidad es
como la quinta esencia, la cual en virtud contiene a todas.

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CAPÍTULO IV. Del estado de los hombres en esta vida, y miserable olvido que
tienen de la eternidad.

Antes que lleguemos, a declarar las condiciones de la eternidad, cosa tan necesaria,
para vivir santa y virtuosamente, pongamos delante de los ojos el olvido y engaño
miserable de los hijos de Adán, de cosa tan importante; pues viven tan descuidados,
amenazándolos por momentos la eternidad, y no distando de ella más espacio de dos
dedos, como dijo un filósofo. Porque ¿qué hay de los navegantes a la muerte sino el
grueso de una tabla? ¿Qué hay del colérico a la eternidad, sino el filo de una espada?
¿Qué hay del soldado a su fin, sino cuanto puede alcanzar una bala? ¿Qué hay del
ladrón a la horca, sino lo que hay de ella a la cárcel? Finalmente, ¿qué distancia hay en
el más sano y robusto hasta la eternidad, sino lo que hay de la vida a la muerte, que
está muy inmediata, pues tantas veces sucede repentinamente y por momentos debe
esperarse? La vida de un hombre no es sino un camino peligroso que va a la orilla de la
eternidad, y con certeza de caer en ella. ¿Cómo vivimos descuidados? ¡Qué abiertos
llevaría los ojos, con que cautela pondría los pies quien caminase juntamente a un gran
despeñadero, no por más ancha senda que cuanto cabían los pies y esa llena de
tropiezos! Pues ¿cómo los que andan cerca de la eternidad no atienden a su peligro?
Declaró bien San Juan Damasceno este riesgo y engaño de los hombres con una
ingeniosa parábola, en que nos propone al vivo el estado de la vida. Dice que iba un
hombre huyendo de un furioso unicornio, que sólo con sus bramidos hacía temblar los
montes y resonar los valles. Huyendo de esta manera, sin advertir a dónde iba, cayó en
una profunda hoya; pero al caer extendió las manos para asirse donde pudiese, y topó
con unas ramas de un árbol que allí estaba, al cual se agarró fortísimamente, y se
detuvo en él muy contento, pensando había escapado con eso de su peligro. Pero
mirando a la raíz del árbol vio a dos grandes ratones, uno negro y otro blanco, que le
estaban continuamente royendo muy aprisa, y que ya estaba para caer abajo. Mirando
después el suelo de la hoya vio en ella un disforme dragón que echaba fuego por los
ojos, y le estaba mirando con aspecto terrible, la boca abierta, esperando que cayese
para tragársele. Luego, echando los ojos a un lado de la pared de la hoya a que estaba
arrimado aquel árbol vio que tenían sacadas las cabezas cuatro ponzoñosos áspides para
morderle mortalmente. Pero mirando también a las hojas del árbol advirtió que algunas
destilaban algunas gotas de miel, con lo cual él, muy contento, olvidado de los demás
peligros que por tantas partes le amenazaban, se estaba entreteniendo cogiendo gota a
gota la miel, sin reparar en más, ni haciendo ya caso de la fiereza del unicornio que
estaba en lo alto, ni de la terribilidad del dragón que estaba en lo bajo, ni de la ponzoña
de los áspides que estaban al lado, ni de la fragilidad del árbol que estaba para caer, ni
del riesgo que el sentía de írsele los pies y despeñarse; porque todo esto le hacía poner
en olvido una gota de miel, con la cual estaba todo ocupado cogiéndola y gustando de
ella.
En esta imagen veremos representado el estado de los hombres, que, olvidados de los

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peligros de esta vida, tan llenos de ellos, se dan a sus gustos. Porque el unicornio
significa la muerte, que desde que nace un hombre le sigue y va tras él; la hoya es el
mundo, que está lleno de males y miserias; aquel árbol es el curso de la vida; los
ratones que le roen, uno blanco y otro negro, son el día y la noche, que, sucediéndose
continuamente, le van por horas y momentos acabando; los cuatro áspides son los
cuatro elementos o humores que constituyen nuestra complexión, que en excediendo
alguno, se turba y acaba toda la composición humana, y con ella la vida: aquel horrendo
y espantoso dragón es la eternidad del infierno, que está dilatando su garganta y boca
para tragar a los pecadores; la gotita de miel son los gustos y entretenimientos de esta
vida. Y es tan grande el divertimiento de los hombres, que no advierten por un breve
deleite a tantos riesgos como están expuestos, y viéndose cercados por todas partes de
tantos peligros de la muerte cuantos son los modos y causas que hay de morir, que son
infinitos, y son otras tantas bocas o puertas de la eternidad, se están saboreando en una
gota de miel de un gusto momentáneo, que les ha de hacer echar las entrañas por los
siglos de los siglos.
¡Pasmo es el olvido que de esto tenemos! ¡ Asombro es que no nos sobresalte este
riesgo! ¿Cómo es esto? ¿Que cada momento nos amenace una eternidad y que nos
descuidemos tantos días y meses? Dígame el más sano y robusto, ¿qué año tiene
seguro de que no le acometerá la muerte y le arrojará de un empellón en el abismo
eterno? ¿Qué digo año seguro? ¿Qué mes del año, y qué semana del mes, qué día de la
semana, qué hora del día y que instante de cada hora tiene seguridad? Pues ¿cómo
comemos descuidados, cómo dormimos seguros, cómo nos podemos holgar con gusto
alguno de este mundo?
Si uno entrase en un campo que estuviese todo lleno de asechanzas y trampas
secretas, que poniendo el pie sobre una, había de caer sobre alabardas y picas, o en la
boca de un dragón, y viese a sus mismos ojos que otros hombres que con él habían
entrado iban cayendo en ellas y desapareciendo, él estuviese danzando y corriendo en
aquel campo sin recelo de nada; ¿quién no dijera que aquel hombre estaba loco? Por
cierto, más loco estás tú, pues viendo que tu amigo cayó en la trampa de la muerte, y
que a tu vecino se le sorbió ya la eternidad, y que tu hermano se hundió ya en la hoya
de la sepultura, tú te estás tan seguro como si no te esperara otro tanto.
Aun siendo incierto el morir, te habías de desvelar por cualquier duda o peligro que
de ello tuvieses; ¿qué debes hacer siendo tan cierto que tarde o temprano te has de
entrar por la boca de la eternidad? Maravilla es cómo se previenen los hombres contra
los peligros, aunque sean muy inciertos. Si oyen decir que hay salteadores en algún
camino que roban a los pasajeros, ninguno pasa por allí sino armado y prevenido, y
muchos juntos. Si oye que hay pestilencias, busca muchos antídotos y contrapestes, y
guardándose en cosas muy menudas. Si sospecha que ha de haber hambre, se previene,
con tiempo, de comida. Pues ¿cómo sabiendo que hay muerte, que hay juicio de Dios,
que hay infierno, que hay eternidad, no estamos alerta, no nos apercibimos?
Abramos los ojos y miremos el peligro en que estamos: miremos dónde asentamos el
pie, porque no perezcamos. Que es muy peligroso el estado de esta vida; y con razón le

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comparó Isidoro Clario a un puente tan angosto que apenas caben los pies, debajo del
cual esté un lago de aguas negras, lleno de serpientes y fieras y animales ponzoñosos,
que se sustentan de los que caen del puente. A un lado y a otro hay jardines, prados,
fuentes y edificios muy hermosos. Pero así como sería locura del que pasase puente
tan peligroso divertirse en mirar los prados y edificios sin tener cuidado de los pies, así
es locura de los que pasan por esta vida pararse a mirar los bienes de·ella sin mirar por
sus pasos y obras. Añade Cesáreo Arelatense, que este puente tiene el mayor peligro en
el fin, porque allí es lo más estrecho de él y donde se viene a peligrar, y este es el paso
estrechísimo de la muerte. Miremos en vida dónde asentar el pie con seguridad para el
Cielo, porque en la muerte no le pongamos en vago, y perdamos la eternidad, a la cual
viene a parar nuestra vida.
¡O h eternidad! ¡Eternidad!, ¡q u e pocos son los que se previenen para ti! ¡Oh
eternidad, peligro de peligros, y riesgo sobre todos los riesgos, si se yerra el golpe!
¿Cómo no se aperciben para ti los mortales, y cómo no te temen? No hay peligro
mayor que el de la eternidad; no hay riesgo más cierto que el de la muerte; ¿cómo no
nos apercibimos y armamos para ella? ¿Cómo no nos prevenimos de lo que será de
nosotros mientras Dios fuere Dios? Esta vida presente ha de durar muy poco; las
fuerzas nos han de faltar, los sentidos se nos han de entorpecer, las riquezas nos las han
de quitar, las comodidades se nos han de acabar, el mundo nos ha de echar de sí; ¿por
qué no miramos lo que ha de ser de nosotros después? A otra región nos han de enviar
para muy despacio; ¿por qué no miramos que hemos de hacer allá?
Pues para que veamos esta nuestra suerte, y sepamos ser prudentes, diré otra
parábola del mismo San Juan Damasceno. Había una ciudad muy grande y populosa,
cuyos moradores tenían esta costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviese
noticia de aquel reino y república, al cual por un año le dejaban hacer libremente cuanto
quisiese; pero después, cuando él estaba más descuidado y sin recelo, pensando que
había de reinar toda su vida, llegaban de repente a él y le despojaban de las vestiduras
reales, y sacándole desnudo por la ciudad, le llevaban a una isla muy lejos, donde venía
a padecer extrema pobreza, sin tener que comer ni vestir, cambiándole tan sin pensar su
fortuna en todo lo contrario: sus riquezas en pobreza, su gozo en tristeza, sus regalos en
hambre, su púrpura real en quedarse desnudo. Pero sucedió una vez que uno de éstos
que eligieron por rey era hombre muy prudente y astuto, el cual, entendiendo por un
consejero aquella mala costumbre de los ciudadanos y su notable inconstancia, no se
ensoberbeció nada con la dignidad y reino que le habían dado; sólo cuidaba de cómo
había de mirar para sí, para que después de privado del reino y desterrado a aquella isla,
no pereciese de pobreza y hambre, cuyo destierro estaba por momentos temiendo. El
consejo que tomó fue: mientras le duraba el reinado, hacer pasar con gran secreto
todos los tesoros de aquella ciudad, que eran muy grandes, a la isla adonde había de
venir a parar. Habiéndolo hecho así, vinieron al cabo del año los ciudadanos con grande
alboroto para deponerle de su dignidad y oficio de rey, como lo habían hecho con sus
antecesores, y enviarle desterrado. Él partió para allá sin ninguna pena, porque había
enviado delante grandes tesoros, con los cuales vivió con mucha abundancia y

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grandeza, habiendo perecido de hambre los demás reyes.
Esto es, pues, lo que pasa en el mundo y lo que debe hacer el que quiere ser
prudente. Porque aquella ciudad significa este mundo loco, vano, inconstantísimo, en
el cual, cuando piensa uno que reina, de repente le despojan de todo, y desnudo va a
parar a la sepultura, cuando menos lo esperaba y más ocupado estaba en gozar y
entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si fuesen inmortales y
perpetuos, sin tener memoria alguna de la eternidad, adonde en breve le destierran,
desnudo y desamparado, para perecer con una muerte eterna, para penar en aquella
tierra de muertos, oscura y tenebrosa, donde sólo hay sempiterno horror y lobreguez.
Pero el prudente es el que, considerando lo que le ha de suceder en breve, de salir
despojado de este mundo, se previene para el otro, y con obras santas de penitencia,
caridad y limosna, traspasa sus tesoros a la región en que ha de habitar para siempre,
ordenando bien aquí toda su vida. Pensemos, pues, en lo eterno, para que ordenemos
lo temporal y logremos lo temporal y lo eterno.
La consideración de la eternidad entendió San Gregorio que estaba figurada en aquella
despensa bien proveída de precioso vino, en el cual dice la esposa que la introdujo el
esposo, y ordenó en ella la caridad; porque dice que cualquiera que con atención algo
profunda considerare en su ánimo la eternidad, se podrá gloriar diciendo: Ordenó en mí
la caridad (Ct. 2, 4), porque conservara mejor orden de amor, amándose a sí menos, y
más a Dios y por Dios; porque aun lo que le fuere más necesario de lo temporal no lo
usará sino por lo eterno.

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CAPÍTULO V. Qué será la eternidad, según San Gregorio Nacianceno y San
Dionisio.

Empecemos, pues, a declarar algo de lo que es inexplicable, y formar algún concepto


de lo que es incomprensible, para que conociendo los cristianos, o , por mejor decir,
ignorando menos lo que es ETERNIDAD, tiemblen de cometer una culpa, o dejar una
obra de virtud, estremeciéndose que, por cosas tan pocas como las de la tierra,
desperdicien las que son tan grandes como las del Cielo.
Viendo Agripina, romana, el gran desprecio de su hijo, que derramaba el oro y plata
como si fuese agua, deseó corregir su prodigalidad, y una vez que mandó dar casi la
cuarta parte de un millón, hizo la madre juntar otra tanta cantidad de dinero, y
extendida en unas mesas se la mostró toda junta, para que, viendo con los ojos aquello
que tan temerariamente había maltratado, se moderase en sus grandes desperdicios. No
tiene otro remedio el perdimiento y locura de los hombres, sino ponerles delante lo que
pierden y malbaratan por un gusto que se toma contra la Ley de Dios: pues por lo que
es muy pequeño pierden lo que no tiene fin.
Por esto deben considerar que sea no tener fin, que es durar para siempre, que es
eternidad.
Pero ¿quién podrá declarar esto? Porque la eternidad es un océano inmenso, cuyo
fondo no se puede hallar; es un abismo oscurísimo, donde se hunde toda la facultad
del entender humano; es un laberinto intrincado de donde nadie puede salir; es un
perpetuo estar, que carece de futuro y pasado; es un continuo círculo, cuyo centro está
en todas partes y su circunferencia en ninguna; es un grande año que siempre empieza
y nunca topará con el fin; es lo que no se puede comprender y siempre se debe
aprender y pensar.
Pero para que digamos algo y hagamos alguna aprensión de lo incomprensible,
veamos cómo la definen los santos. San Gregorio Nacianceno no sabe que decirse de
lo que es, sino lo que no es, y así dice: “La eternidad no es tiempo, ni parte de
tiempo”; porque el tiempo y sus partes se pasan, mas en la eternidad no se pasa ni se
ha de pasar nada. Porque todos los tormentos con que entra un alma en el infierno, tan
enteros y vivos como fueren al principio, le han de atormentar después de millones de
años; y de todos los gozos con que entra el Justo en el Cielo no sé ha de menoscabar
alguno.
El tiempo tiene de suyo traer costumbre y disminuir las cosas; porque lo que al
principio pareció nuevo, después disminuye su sentimiento; pero la eternidad siempre
está entera, siempre es la misma, no pasa nada por ella: los dolores con que empieza
en los condenados, después de siglos serán flamantes y nuevos; la gloria que en el
primer instante recibe quien se salva, siempre le parece reciente.
No tiene partes la eternidad; toda es de una pieza; no hay en ella disminución ni
menoscabo. Y aunque los gustos de esta vida, que andan con el tiempo, sean de tal

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condición que con el tiempo se disminuyen, ni haya en este mundo algún deleite que si
durase mucho no se transformara en pena, y, por el contrario, las penas con el tiempo
se menoscaban y curan; muy al contrario es la tela que hace la eternidad, porque toda
es uniforme, no tiene gusto que canse ni pena que afloje. Y así, conforme a San
Dionisio Areopagita, la eternidad es inmutabilidad, inmortalidad, incorruptibilidad de
una cosa toda existente y en un espacio que no parece sino que siempre se está de una
misma manera; porque, como dijo el Sabio, donde cayere el leño, allí quedará; si
cayeres como tizón infernal en el profundo del abismo, siempre estarás allí ardiendo,
como caíste sin que nadie te levante, mientras Dios fuere Dios: allí te estarás sin que te
puedas volver de un lado a otro.
Es la eternidad inmutable, porque no se compadece con ella mudanza; es inmortal,
porque no cabe en ella fin; es incorruptible, porque nunca tendrá disminución. Los
males de esta vida, por desesperados que sean de remedio, no carecen de este
consuelo; que, o con el cambio se alivien, o con la muerte se acaben, o con la
corrupción se disminuyan. Todo esto falta a los males eternos, los cuales jamás tendrán
el alivio de cambiarse, ni el remedio de acabarse, ni el consuelo de disminuirse. El
cambio de trabajo suele servir de descanso, y un enfermo, por acongojado que esté,
con cambiar de lado se alivia; pero las penas eternas en un mismo punto y fuerza
permanecerán mientras Dios fuere Dios, sin modo alguno de cambio.
El manjar más gustoso y saludable del mundo, que fue el maná, sólo porque fue
continuo; vino a causar hastío y vómito. Las penas que se continúan para siempre,
¿qué tormento no causarán permaneciendo siempre de una misma manera?
El mar tiene sus menguantes y crecientes; los ríos, sus avenidas; los planetas, varios
sitios; el año, sus cuatro tiempos; a las mayores fiebres les viene su declinación, y el
dolor más agudo, llegando a lo sumo, suele decrecer: ¡sólo las penas eternas no tendrán
declinación, ni serán sus ojos cambio!
El andar por el camino todo llano, que parece el más descansado, suele cansar más,
porque le falta variedad: ¿Cuánto cansarán los caminos de la eternidad, aquellos dolores
perpetuos que no pueden cambiarse, ni topar con el fin, ni experimentar disminución?
Los que fueron los tormentos de Caín ahora cinco mil años, esos son ahora después de
pasados tantos siglos; y lo que son ahora, eso serán de aquí a otro tanto de tiempo: sus
partes compiten con la eternidad de Dios, y la duración de su desdicha con la duración
de la gloria divina. Y mientras Dios viva, ellos lucharán con su muerte, y estarán
muriendo inmortalmente; porque aquella muerte eterna dura, y aquella vida miserable
mata, porque tiene todo lo peor de la vida y de la muerte. Viven los miserables para
padecer, y mueren para no gozar: no tienen el descanso de la vida, ni el término de la
muerte; sino, para mayor tormento suyo, tienen la pena de la muerte y la duración de la
vida.
Mira, par el contrario, cuán dichosa suerte sea la de los que mueren en gracia, pues
su gloria será inmortal, sin miedo de que se ha de acabar: su bienaventuranza
inmutable, sin poderse envejecer; su corona incorruptible, sin haberse de marchitar:
donde no pasará día por los gozos; donde siempre el contento será nuevo, y su gloria

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reverdecerá por perpetuas eternidades; donde la bienaventuranza será siempre una
misma, y la gloria, que ahora seis mil años tuvo San Miguel, tiene ahora tan fresca
como el primer día; y la que ahora tiene será tan nueva idea de aquí a seis mil millones
de años como hoy.

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CAPÍTULO VI. Que será la eternidad, conforme a Boecio y Plotino.

Lleguemos a escuchar el parecer de Severino Boecio y Plotino, dos grandes


filósofos, y el uno no menor teólogo, que sienten acerca de este misterio y secreto de
lo eterno.
Definió Severino Boecio a la eternidad diciendo que era una total y perfecta
posesión de una vida interminable: la cual definición, aunque principalmente
conviene a la eternidad de Dios, también se puede ajustar a la eternidad de las
criaturas racionales que le gozan, porque tienen una total y perfecta posesión de
bienes en una vida eterna que nunca se ha de acabar.
Con razón la llamó posesión, por el cumplimiento de su gozo; porque la posesión es
el mejor modo de gozar una cosa, el cual denota señorío pleno; porque el que tiene
algo prestado o en depósito, aunque goce de ello, no es con la libertad del que lo
posee.
Dice más: que esta posesión es total, porque es de todos los bienes, sin faltarle
alguno; y es de todos juntos, sin ser necesario para gozarse que sean unos después de
otros, porque todos se pueden gozar. No tienen los bienes, de esta vida ésta tan noble
condición, porque aunque uno tuviese todos los bienes de ella, no los pudiera lograr
juntos, sino sucesivamente, yéndose unos y sucediendo otros. El emperador
Heliogábalo, que fue quien más quiso y procuró gozar de ellos, por mucha diligencia y
prisa que se dio, apenas pudo lograrlos de una vez a tres o cuatro juntos. Mientras
estaba en los banquetes no pudo atender a los saraos; y mientras estaba en los saraos
no pudo atender a las fiestas de los espectáculos; y mientras se ocupaba en esto no se
entretenía en las músicas; y mientras oía las músicas no pudo solazarse en la caza y
cacería; y mientras se deleitaba en la cacería no pudo cebarse en su sensualidad. Para
gozar de unos gustos había de dejar otros; de suerte que, aunque no tuvo todos,
porque le faltaron los que gozaban otros hombres particulares, aún de aquellos que
pudo gozar, no los pudo gozar juntos. Mas al justo en el Cielo no le falta bien, y
teniendo todos los bienes no necesita sucesión para gozarlos, porque de todos goza
juntamente.
Es también perfecta la posesión de la bienaventuranza, por la seguridad que tiene de
no poderla inquietar nadie. Ninguno puede poner pleito sobre ella, ninguno la puede
hurtar, ninguno la puede turbar. Es también perfecta su posesión porque se goza
cumplidamente, no como los bienes de la tierra, que no se pueden gozar enteros,
porque o la distancia del lugar, o la imperfección del sentido, o la mezcla de algún
dolor y cuidado, o, por lo menos, la multitud de objetos y oposición suya, es causa de
que no se gocen entera y perfectamente. Mas aquella bienaventuranza eterna toda se
posee perfectamente y se percibe enteramente su gozo, y se penetra y embebe en el
alma todo lo esencial de su dulzura; la cual no puede menoscabar mezcla de pena, ni
sobresalto de cuidado, ni incapacidad de sujeto, ni distancia del sitio, ni grandeza de

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objeto; porque dolor ni cuidado no cabe allí, y el sujeto se eleva, y el objeto se
acomoda, y por distancia y espacio no se pierde su gusto y deleite eterno.
Por todo eso dijo también Plotino que la eternidad era una vida llena y toda
juntamente; porque en ella estará lleno y cumplido cuanto hubiere de vida. Porque
estará lleno y vivo el sentimiento de todos los bienes con toda la capacidad del alma; y
porque no habrá parte de vida en el hombre que no esté llena de dulzura, gozo y
descanso. La vida de los oídos estará llena percibiendo concertadísimas músicas: la
vida del olfato estará llena con la fragancia de suavísimos olores; la vida de los ojos
estará llena apacentándose de toda hermosura; la vida del entendimiento estará llena
conociendo al Creador; la vida de la voluntad estará llena amándole, gozándose y
deleitándose con Él.
La vida temporal no puede tener esta llenura ni satisfacción, aun en cosas menores, y
la atención de un sentido impide a la del otro, y la del cuerpo a la del espíritu. No se
puede gozar aquí sino por partes la vida, y ésa menoscabada. Pero en aquella eterna
felicidad ha de ser lleno el vivir, total el poseer y perfecto el gozar: donde vive todo lo
que puede aquí morir; que ni por incomposibilidad de los objetos, ni por impedimento
de los sentidos, ni por incapacidad del alma, se dejan de gozar todos los bienes juntos
con todos los sentidos y potencias juntas.
Además de esto, esta posesión tan total y tan perfecta y tan llena, es por una vida sin
muerte, por un espacio sin término, por un día que es eterno, el cual vale por todos los
días, y encierra todos los años, y abraza todos los siglos, y sobrepuja todos los tiempos:
porque en ella nada pasó, y el bien de ella no pasará.
A l contrario es en los miserables pecadores, cuya eterna miseria tiene semejante
condición para el mal que la eternidad del bienaventurado para el bien; en los cuales
están los males, no como quiera, sino en posesión, porque estarán en sus tormentos
con todo lo que son, con alma, con cuerpo, con todos sus sentidos y potencias; no
como en cosa prestada, sino como en cosa tan propia, que ni aun enajenarla podrán;
porque no hay cosa más propia y debida que lo es la pena a la culpa. Y no sólo ellos,
pero los males en ellos tomarán posesión de cuánto son, porque los sentidos, los
miembros, las partes del cuerpo, las potencias del alma, las facultades más espirituales
estarán poseídas de fuego, amargura, dolor, rabia, despecho, miseria y maldición.
Por lo cual esta posesión de los malaventurados será total, porque será de todos los
males. No habrá mal que falte allí, donde harán concurso todas las desdichas y
tormentos; no faltará allí ni en el gusto amargura, ni en el apetito hambre, en la lengua
sed, ni en la vista horror, ni en el oído asombro, ni en el olfato podredumbre, ni en el
corazón pena, ni en la imaginación espanto, ni dolor en cada miembro, ni fuego en las
mismas entrañas. Todos los males poseerán los desdichados, y todos totalmente.
Porque con ser tantos sus tormentos, que si uno a uno los hubiesen de padecer, hablan
de padecer en ellos muy largos años, y bastarán para ser tremenda su suerte; pero
sobre todas sus desdichas es que los han de padecer de por junto. Ni el dolor de una
parte del cuerpo ha de esperar que cese en otra, ni la pena del espíritu ha de aguardar a
que acabe el fuego de abrasar la carne. Todos los males a una han de acometer; todos

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d e un golpe han de estar cayendo sobre los pecadores. Una gotera sola cava una
piedra. Y para acabar Dios con el mundo bastó que lloviese en él por cuarenta días.
Pues ¿qué será cuando llueva su Justicia fuego, azufre y tempestades sobre un
condenado, no por cuarenta días, sino mientras Dios fuere Dios?
Además de esto, no sólo poseerán los males todos y de por junto, sino consumada y
enteramente. Porque ni se menoscabará el sentido con la multitud de los dolores, ni se
embotará con su grandeza; pues tan despierto y vivo estará para todos, como si
padeciera en uno solo; tan perfectamente han de sentir el rigor entero de cualquiera de
sus tormentos, que el fuego solo, no solamente les ha de penetrar los huesos, corazón y
entrañas, pero hasta la misma alma inmediatamente ha de abrasar su incendio con
tormentos inmortales. Porque la posesión de su miseria será total, será perfecta, será
llena; total, porque padecerá todos los males; perfecta, porque los padecerá totalmente,
y llena, porque padecerá en todos sentidos, facultades y potencias que pueden padecer.
No es este estado y vida para durar, o, por mejor decir, no es esta muerte para vivir;
pero vivirá en los malaventurados esta muerte para mientras tuviere Dios vida, y durará
su miseria para mientras tuviere Dios gloria.

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CAPÍTULO VII. Declarase qué es la eternidad, conforme a San Bernardo.

1. De otra manera declara San Bernardo la eternidad, diciendo: “Que es la que abraza
todo tiempo”, el pasado, el presente y el futuro. Porque no hay días, ni años, ni siglos
que llenen a la eternidad; ella sola se sorbe todos los tiempos posibles e imaginables, y
le queda estómago desocupado para más.
Fuera de esto abraza todo tiempo, porque goza cada instante lo que ha de gozar en
todo tiempo. Por lo cual llamó Marsilio Ficino a la eternidad momento eterno; y nuestro
Leonardo Lesio dijo que era juntamente larguísima y brevísima. Es larguísima, porque
sobrepuja a todo tiempo, y durará infinitos espacios; es brevísima, porque en un
instante de tiempo tiene lo que puede tener por tiempo infinito. Porque así como el
tiempo es un instante que vuela y pasa, porque no hay en el tiempo más que el
instante presente, el cual está siempre corriendo y cambiándose de uno en otro cada
paso y momento, así la eternidad no es ms que un instante que permanece y que está
siempre fijo y estable, porque en ella están todas las cosas juntas y consistentes siempre
en un mismo estado. Por ella pasan todos los tiempos, y sucediéndose unos a otros, ella
está presente y perseverante en todos.
El tiempo y todas las cosas temporales son como un arrebatado río, en el cual con
mucha prisa van corriendo unas olas y otras, sin cesar de estarse cambiando
perpetuamente. Pero la eternidad es como una roca firmísima, o la madre del mismo
río por donde pasan las aguas, que corriendo por ella unas y otras sin volver más a
parecer, ella se está siempre en un mismo lugar. Así son todas las cosas temporales,
que sin permanencia ni consistencia alguna van, sin volver jamás, pasando muy aprisa
a la presencia de la eternidad. Y como la madre del río, con estar parada, contiene
todas las aguas que corren en el río, así la eternidad abarca todos los tiempos que pasan
por ella.
Es también la eternidad como el punto que está en el centro de un círculo, el cual
corresponde a toda la circunferencia del mismo círculo y a cada uno de sus puntos, y se
los está mirando igualmente. Porque de la misma manera la eternidad corresponde a
todo tiempo, a todos los instantes de tiempos, y tiene presente con modo maravilloso lo
que por todos los siglos ha de tener. Y así es un instante que equivale a infinitos
tiempos, porque no tiene una parte después de otra; sino tod a su extensión la tiene
recogida en un instante, de suerte que en cada momento de tiempo tiene todo junto,
cuanto se extendiere por infinitas distancias del tiempo. Porque así como la inmensidad
de Dios tiene en un punto toda la grandeza divina que sin término ni linde se dilata por
todas partes, de suerte que no tiene menos en un punto que en millones de leguas; así
también la eternidad recoge en un instante toda la duración divina, aunque se extienda
por tiempo infinito. Y esto participan las criaturas racionales en la otra vida, en el modo
que son capaces, cuanto a lo esencial de su gloria o pena, y conforme a su capacidad.
De donde se sigue una cosa bien para considerar: que aquel bien adonde se llegare la
eternidad, se hace infinitamente mejor, y esto de dos maneras, esto es, como si

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dijéramos con dos infinidades; por el contrario, aquel mal, al cual se le apegare la
eternidad, le hace infinitamente peor también de otras dos maneras. La primera, por
razón de la duración, porque le da duración infinita; y una cosa, cuanto más dura, por
mayor se tiene. El contento de un día no es tanto como el de una semana; pero mucho
mayor bien será el de un mes, y mucho mayor el de un año, y mucho mayor el de cien
mil, y así irá creciendo su estimación mientras más durare; por lo cual el que durare
infinito es más estimable infinitamente. De la misma manera el dolor, cuanto más
tiempo durare, mayor mal será; y si durare infinitamente, será mal infinito, que
excederá infinito a otro cualquiera, aunque sea mayor en grandeza; en tanto grado, que
si a uno le dieran a escoger estarse quemando vivo en un horno de cal, y juntamente
padecer cuantas enfermedades y dolores conoce la medicina, y cuantos géneros de
tormentos han padecido los mártires, y los atroces suplicios que se han ejecutado en
hombres facinerosos; y todo esto habiendo de durar tan largo tiempo, como son
doscientos mil millones de años, porque no habían de pasar de allí, o sólo sufrir una
jaqueca o dolor de muelas por toda una eternidad, sin haber de tener fin jamás, debía
escoger antes todos aquellos tormentos juntos que no sólo este dolor. Porque aunque
aquellos excederían tanto en grandeza, este los excedía infinito en duración; al fin,
aquellos, aunque tan excesivos, eran temporales, y este, aunque tanto menor, eterno,
con esto aumenta su mal infinitamente; en aquellos había esperanza que se habían de
acabar; este no tenía remedio.
Me atrevo a sospechar que con el concepto vivo que tienen los condenados de la
eternidad, si le dieran a uno de ellos a escoger que quisiera más, o que le aliviasen de
sus tormentos, y quedarse con sólo un mal de piedra continuo eternamente, o que le
añadiesen cuantas penas y tormentos padecerán en todos sus sentidos todos los
condenados juntos por espacio de mil millones de años limitadamente, escogiera esto.
Por lo menos en rigor se debía escoger por menor mal; porque aunque las penas eran
tanto mayores, habían de tener fin; y el dolor de piedra, aunque tanto menor, había de
ser eterno.
Vengan ahora a cuenta todos los estimadores de lo temporal. Si los tormentos del
infierno, tan excesivos, fueran llevaderos con sólo que fuesen temporales, y se
escogieran antes que un solo dolor eterno, aunque fuese ligero, ¿cómo no sufrirán con
paciencia un solo mal ligero por tan breve tiempo como el de esta vida, a trueque de no
sufrir eternamente los tormentos del infierno? Si los gigantes en tiempo (hablemos así),
a la presencia de un pigmeo en la eternidad, no hacen bulto ni parecen, ¿cómo le
espanta a uno un pigmeo titubeando en tiempo, y no le hace temblar un gigante armado
y caballero en la eternidad? ¿Cómo no nos mueve un eterno infierno, y tememos un
dolor temporal? ¿Cómo no hacemos penitencia? ¿Cómo no tenemos paciencia en
nuestros males? ¿Cómo no sufrimos cuanto hay que sufrir en esta vida por no sufrir un
solo tormento en la eternidad? No son de temer las penalidades de este valle de
lágrimas, pues han de tener fin, en comparación de las que no se han de acabar. Esté
uno muy contento de padecer aquí, donde se padece poco y por poco tiempo, por no
padecer donde se padece mucho y por mucho tiempo.

27
Lo mismo considera en los bienes. Si hubiese uno de tener todos los tesoros de la
tierra y todos los gustos de los sentidos por cien mil cuentos de millones de años, pero
sin pasar de allí, los pudiera todos juntos cambiar por un solo gusto para siempre. Pues
¿cómo no cambiamos un gusto perecedero de la tierra por los inmensos bienes y gozos
que hemos de poseer en el Cielo eternamente? Todos los bienes del mundo temporales
se podían dar por sólo asegurar uno que fuese eterno; ¿por qué no aseguramos todos
los eternos, dejando a veces sólo uno temporal? Infinitamente excediera al señorío de
todo el mundo, por todo el tiempo que el durare, sólo ser señor de una casa para
siempre. No hay comparación de tiempo a eternidad: todo lo temporal, por grande que
sea; se ha de estimar bajamente; todo lo eterno por pequeño que sea, se ha de estimar
muy subidamente. De modo que lo temporal, ni por su grandeza ni por su duración
tiene comparación con lo eterno, por pequeño que sea este. Y para que exageremos
esto lo posible, el mismo ser de Dios, si fuese sólo por tiempo, se podría dejar por otro
ser que fuese eterno; ¿y estará muy contento el avariento con el corto tesoro que
mañana se lo quitara la muerte, y podrá ser que hoy se lo quite el ladrón, despreciando
por él en el Cielo sus tesoros eternos? Por cierto que, aunque Dios no nos prometiera
en la otra vida sino sólo el gusto de un sentido que había de ser para siempre,
habíamos de dejar en esta todos los gustos de ella; y así, es inmensa locura de los
hombres que, prometiéndosenos para siempre los inmensos gozos del Cielo, no
dejemos nosotros algunos de la tierra.
El segundo modo por el cual hace la eternidad donde se llega; al bien infinitamente
mejor, y al mal infinitamente peor, es por razón de que recoge en cada instante, como a
sí, todo; de manera que en cada instante se siente lo que ha de tener por cuanto durare;
y como ha de durar infinito, recoge en cada instante como un infinito, sintiéndose cada
instante lo que tiene de presente y tendrá de futuro. Y así, dice un Doctor: “Con la
eternidad todo el bien que una cosa puede tener sucesivamente en infinito tiempo lo
recoge en uno, y hace que se dé, y sienta y goce de por junto: como si todo el gusto
que un espléndido banquete pudiera dar sucesivamente por parte de tiempo infinito lo
resumiera en uno, y todo ese deleite junto se diese por tiempo etern o , sería
infinitamente mejor y de mayor estima.” Lo mismo hace la eternidad en los males y
penas, porque las recoge de cierta manera en uno, y hace que se sientan de por junto,
porque aunque no estén actualmente juntas, hace que se aprendan todas juntas, y así
causa en el alma un dolor sin modo ni tasa.
Estos son verdaderamente males, pues son males por todas partes: por su extensión y
por su intensión; por lo que duran y por lo que son; pues por lo que duran no tienen fin,
y por lo que son no tienen medida. ¿Qué doliente hay que considerando esto tenga
impaciencia, pues su dolor en esta vida ha de tener fin, y tiene en sí medida? Picaduras
de mosquito son los mayores males temporales respecto del menor eterno. Y así, por
escapar de todos los eternos, no es mucho se padezca uno temporal.
Temblemos de estas dos lanzas que tiene la eternidad, de estas dos infinidades con
que aumenta sus males, porque son dos lanzas mortales que atraviesan de parte a parte
a los condenados, y dos incomparables peñascos con que les abruma y despedaza.

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Todo lo de acá es risa, es un papirote, es una mariquita respecto de lo etern o , que
abarca a todos tiempos, y con el mal de todos ellos da sobre un condenado cada
instante.
2. Además de lo dicho, tienen esto los bienes y males de la eternidad: que no sólo les
condiciona y aumenta lo futuro, sino también lo pasado, aunque fuese temporal.
Porque los bienaventurados del Cielo no sólo se están gozando en esta hora de la gloria
que tienen de presente y de futuro, sino de la pasada, y hasta de los bienes verdaderos
que tuvieron en esta vida, que son sus virtudes y obras buenas, de las cuales se están
ahora recreando, y se gratularán de ellas por toda la eternidad. De suerte que todo bien
pasado, presente y futuro concurre a una al colmo de su gozo, y se amontona en su
felicidad el bien de todos los tiempos, hasta el de esta vida. ¡Cuán diferentes son los
bienes temporales, pues aun de lo que tienen de presente no se dejan gustar! Porque no
hay gozo temporal que no le desazone alguna falta, o sobresalto, o peligro. Y si aún en
lo presente no se dejan gozar, menos lo harán en lo futuro; porque como no tengan
seguridad, están tan lejos de comunicar su gozo venidero, que desabren al gusto
presente con el temor de perderlo. Y este mismo temor quita la advertencia para que la
memoria de lo pasado les consuele; antes suele causar más pena su temor cuanto más
gozo se experimentó antes.
Por todos los lados son mejores los bienes eternos, a los cuales hemos de aspirar y
afanar por alcanzarlos a costa de todo lo temporal; y en esta vida, en cuanto se pudiere,
imitar la misma eternidad, lo cual será con las tres virtudes que señala. San Bernardo,
el cual dice: “Con la pobreza de espíritu, con la mansedumbre y con el llanto se
renueva en el alma una semejanza e imagen de la eternidad que abraza a todos los
tiempos, pues que con la pobreza merece lo futuro, con la mansedumbre posee lo
presente, y con el llanto de la penitencia recobra también lo pasado.”
Y verdaderamente que, quien tiene estima de lo eterno no tendría que hacer otra cosa
más que el ejercicio de estas tres virtudes.
Lo primero, dejando con la pobreza de espíritu todo lo temporal y cambiándolo por
lo eterno, no queriendo nada en esta vida, para hallarlo mejorado en la otra; porque así
como la eternidad aumenta infinitamente al bien o mal adonde se arrima, así el tiempo
disminuye grandemente a todo aquello adonde se llega, y lo arrebata tras sí. Cosas que
se han de acabar, no haría mucho uno en dejarlas; cosas que han de parar en nada, por
nada se pueden reputar.
Lo segundo, con la mansedumbre y paciencia debe insistir el cristiano en obrar bien
y vencer las dificultades de la virtud, pues ha de ser remunerado eternamente su trabajo
leve. Todo lo que se padece en esta vida es regalo respecto de lo que se padece en la
otra. ¿Quién, viendo el infierno abierto, sin tener fondo el abismo de sus males, no
llevará con paciencia el rigor de la penitencia, y con mansedumbre la sinrazón de la
injuria, sin turbarse por nada la paz interior del alma, atendiendo únicamente, por fuego
y por agua, a obrar bien y agradar a su Redentor? ¿Quién, viendo el Cielo que le
aguarda, no se animará con grande regocijo a hacer mucho y padecer por Dios con

29
mucho fervor y aliento? Escribe Rufino que vino una vez al abad Aquilio cierto monje
para darle cuenta cómo en guardar la celda sentía mucho tedio y tristeza; al cual
respondió el prudente abad: Esto nace, hijo mío, de que no piensas en los tormentos
eternos que tememos ni en el descanso y gozo que esperamos; porque si esto pensaras,
aunque estuviera tu celda manando e hirviendo en gusanos, y te llegaran hasta la
garganta, con todo eso, estuvieras en medio de ellos y perseverarías en tu recogimiento
sin tedio ni enfado.
Lo tercero, con lágrimas y dolor del alma se debe procurar recompensar por los
pecados pasados, y satisfacer por ellos con dolorosa contrición y amargura de su
corazón, pues la eternidad de bienes que por ellos perdió, con la penitencia se repara.
Porque es tan eficaz esta virtud, que restaura lo pasado; y aunque dicen que lo hecho
no tiene remedio, y que en lo pasado no hay poder, esta poderosísima virtud tiene
tanto poder, que deshace lo hecho y prevalece en lo pasado; pues los pecados hechos
quita, como si no se hubiesen hecho.

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CAPÍTULO VIII. Qué es en la eternidad no tener fin.

1. Todas estas declaraciones y definiciones de la eternidad aún no son bastantes para


significar su concepto ni para declarar su grandeza; ni aun se entiende bien, como notó
Plotino, lo que los autores que la definen sintieron. Antes se podía decir de ella lo que
dijo Simónides cuando le pidió el rey Hierón de Sicilia que declarase qué cosa era Dios.
Tomó el filósofo espacio de un día para responderle, y considerarlo entretanto. Pasado
aquel día, dijo que necesitaba considerarlo más tiempo, y pidió para ello otros dos días;
al cabo de los cuales pidió otros cuatro; los cuales pasados, dijo que mientras más lo
pensaba, más hallaba qué pensar y menos cómo explicarse, porque se le escondía más
mientras más andaba en su consideración. Lo mismo se puede decir de la eternidad:
que es un abismo tan profundo, que no puede hacer pie en su ponderación el
conocimiento humano, porque mientras más se considera, tiene más que considerar. Y
así como dijo San Dionisio Areopagita que Dios no se podía decir lo que era, sino lo
que no era, y sobre lo que era, así también la eternidad no se puede tanto declarar por
lo que es, como por lo que no es, o sobre lo que es.
No es la eternidad tiempo, no es espacio, no es siglo, no es millones de siglos, sino
sobre millones de siglos, sobre todo tiempo, sobre todo espacio. No es eternidad esta
vida que gozas y pronto se ha de acabar; no es eterna la salud con que ahora estás; no
son eternos tus entretenimientos; no son eternas tus posesiones; no son eternos tus
tesoros; no son eternos aquellos en que confías; no son eternos estos bienes en que te
complaces; tienes que dejarlo todo. Mayor cosa es la eternidad, y sobre todo eso son
las cosas eternas, sobre los reinos, sobre los imperios y sobre toda felicidad.
Por eso Lactancio y otros autores declararon a la eternidad por lo que no era,
diciendo unos que eternidad es lo que no tiene fin; otros, lo que no tiene cambios;
otros, lo que no tiene comparación; esto es, lo que no es limitado, lo que no es
mudable, lo que no es comparable. Bastará declarar y hacer anatomía de estas tres
condiciones de la eternidad, si bien no para dar a entender lo que es, por lo menos para
causarnos pavor y estima de ella, que es lo que más nos conviene, y juntamente gran
desprecio de todo lo temporal, que es limitado, mudable y poco.
2. Por la primera condición de no tener fin, dijo Cesáreo, que la eternidad es un día
que carece de tarde, porque nunca verá puesto el sol de su claridad. Esto se entiende de
la eternidad de los santos; porque la de los pecadores no es sino una noche que carece
de mañana, porque nunca les amanecerá el sol; en eterna lobreguez y oscuridad han de
estar, abrasándoles sus cuerpos y atormentando sus almas. Y si al calenturiento que se
desvela estándose en su cama regalada, una hora de la noche le parece un siglo, y está
por momentos esperando la mañana, ¿que será estar una noche eterna sin dormir los
que durmieron en esta vida donde habían de velar, padeciendo tantos tormentos y en
cama de fuego abrasador sin esperanza de mañana? Por cierto que aunque no hubiera
en el infierno otra pena sino estar en aquella lobreguez y noche sin fi n, era para
asombrar su memoria.

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Esta misma condición de carecer de fin significaron los antiguos con la figura del
anillo con que figuraban a la eternidad, porque en el anillo no se halla fin. Con más
misterio la llamó David “corona”, según Dionisio Cartusiano, cuya redondez también
carece de fin, para significar que una eternidad sin fin ha de ser el premio y corona de
nuestras buenas obras y paga de las malas.
Temblar debíamos de esta voz: “Sin fin por las obras malas”; gozarnos debíamos de
estas palabras: “Sin fin por las obras buenas”, si cabe en nuestro concepto lo que es
durar sin fin; porque nadie puede decir con demasía ni exagerar lo que es, y siempre se
dirá menos. Porque, como pondera San Buenaventura, si un condenado derramase de
cien a cien años una lagrimita solamente, y se fuese guardando cada gota de éstas,
hasta que viniesen, después de innumerables centenares de años, a ser tantas que
igualasen con el mar, ¿cuántos millones de años fueran necesarios para igualar, no digo
ya al océano, sino a un solo arroyuelo? ¿Por ventura podríase decir, después de lleno
un mar en tantos millones de siglos: ésta es eternidad, aquí acabó? No, sino empezó.
Tórnense a guardar otra vez las gotas de lágrimas tan tardías de aquel miserable
condenado, y llenen otra vez el piélago después de tantos millones de centenares de
años, ¿acabaríase entonces la eternidad? No, sino que empezaría como el primer día.
Repítase lo mismo otras diez, otras veinte y otras cien mil veces; hínchense y rebosen
otros cien mil océanos con las pausas y tardanzas que hemos dicho; ¿toparíase, por
ventura, con el suelo de la eternidad? No, sino que nos quedaríamos en la superficie, y
tan profunda e inapelable estaría ella como al primer paso. No hay número ni cifra que
pueda comprender los años de la eternidad; porque si todos los cielos fueran otros
tantos pergaminos, todos escritos de una parte y de otra de números y más números
aritméticos no llegarán todos ellos a decir la más mínima parte de la eternidad; porque
no tiene parte, sino que está toda entera; y aunque no hubiera océano que tuviera
tantas gotas, ni monte que tuviese tantos granos de arena, no se podrían contar por
ellos los años de la eternidad.
Para declarar más esto, quiero contar lo que pasó a Arquímedes. Había en su tiempo
unos filósofos que decían que el número de las arenas del mar era infinito; otros,
aunque decían que no era en sí infinito, pensaban que no podían comprenderse en
número alguno. Para refutar a unos y otros, hizo Arquímedes un libro muy docto y
agudo, que dedicó al rey Gelón, en el cual probaba que aunque el mundo estuviese
todo lleno de arena, y él fuese mayor que ahora es, era toda aquella multitud de arenas
limitada, y que se podía reducir a número, y él hace la cuenta de todas cuantas serían.
Después de este filósofo, el P. Clavio hizo la misma cuenta de con cuantos granitos de
arena se podía llenar todo cuanto espacio hay debajo del firmamento, cuanto ocupan
agua, aire, fuego y los cielos, esto es, cuanto espacio hay debajo de las estrellas fijas; y
haciendo cada granito de arena tan pequeño e indivisible, que diez mil de ellos hicieran
un granito de adormidera o mostaza, viene a sumarlos todos tan en breve cuenta, que
la puso en un renglón porque el número de ellos no consta más que de una unidad y
cincuenta y un ceros.
Supuesto, pues, que tanta multitud de millones de millones de granos se comprende

32
en tan breve cuenta, cotéjese qué serán los años infinitos que comprenderá la eternidad.
Porque no digo una plana de un libro, sino que si todo un libro fuese de cifras; ni digo
sólo un libro, pero cuanto papel hay en el mundo; y aunque el mundo todo, desde el
firmamento, estuviese lleno de papel y todo el firmento estuviese escrito de números,
no comprendieran todos la más mínima parte de la eternidad, con ser tanta la
multiplicidad que se añade en cada número, que a cada cero que se añade lo·va
doblando diez siempre. Porque si a una unidad se añade un cero, hace diez: si se añade
el segundo, hace ciento; si se añade el tercero, hace mil; y de esta manera se van con
tanta prisa multiplicando los números: por donde podrá cada uno considerar que,
añadiendo cien ceros, se hace tal número cual no puede concebir la imaginación. Pues
¿qué sería añadiéndose tantos cuantos pudiesen caber en un pergamino tan grande
como el cielo? Pues todo este número tan innumerable no es como la menor partecita
de la eternidad. Porque después de pasados tantos años como se pudieran comprender
en tan gran suma, estuviera la eternidad tan infinita como el primer día. Todos aquellos
años últimamente toparían con el fin, y se vendrían a acabar, y otros tantos más y
millones de veces más; pero la eternidad siempre será, y estará después de pasados
todos estos millares de siglos como si empezase entonces.
Piense el cristiano despacio cuan larga vida sería la de cien mil años. Pues no ha
pensado nada respecto de la eternidad. Piense diez veces cien mil; no ha hecho nada.
Piense mil veces mil millones; no ha quitado ni una partecita de ella. Piense mil millares
de millones de millares de millones; aún está entera sin tocar la eternidad. Piense otros
millones de veces otro tanto: no ha dado aun con el fin de la eternidad; antes se estará
siempre en su principio, porque, como dijo Lactancio: “¿Con que años se puede hartar
la eternidad, pues no tiene fin?” Se hallará siempre en el principio, porque toda es
principio; y verdaderamente de esta manera se pudiera dar forma para definirla no poco
significativamente: “Eternidad es un perpetuo principio y ningún fin”; porque siempre
está al principio y nunca estará en su fin; siempre está nueva, siempre está entera, con
nada la pueden disminuir.
Quiten de la eternidad tantos años cuantas gotas de agua hay en el mar, cuantos
átomos hay en el aire, cuantas hojas hay en los campos, cuantos granos de arena hay
en la tierra, cuantas estrellas hay en el cielo: aún se estará toda entera. Añádanle otros
tantos años; no por eso será mayor ni estará más lejos de su fin, porque nunca le
tendrá, y en cualquier punto tiene su principio. Nunca, nunca tendrá fin, y siempre,
siempre estará en el principio.
Considere uno que hubiese un monte de arena que llegase desde la tierra al cielo, y
un ángel quitase de allí a cada mil años un granito solamente: ¿Cuántos millares de
años, y más millares e innumerables de millares se pasarán hasta que desapareciese
aquel monte? Póngase a hacer cuenta el más diestro contador: ¿qué tantos años
pasarían hasta que se menoscabase la mitad de él, disminuyéndole tan despacio aquel
ángel? Parece este trabajo que no era posible tener fin; pero engañase nuestro
entendimiento, qué fin tendría aquello, y llegaría tiempo en que se hubiese consumido
la mitad de aquel monte y todo el. Últimamente llegaría tiempo en que sólo faltase el

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último granito, y éste también se quitaría de allí. Pero de la eternidad nunca llegará el
fin; y después que se hubiese acabado de consumir aquel monte de arena, no se
hubiera disminuido nada de lo eterno, sino que estuviera el monte de la eternidad tan
entero como al principio; después de pasados millones de siglos, después de consumidos
millones de aquellos montes, estarán las penas de los condenados tan enteras,
flamantes y vehementes como al principio.
3. ¿Quién pudiera sufrir que le estuviesen quemando medio lado por un año entero?
Pero ¿qué digo estarse quemando de un lado? No, sino sólo el estar descansando
recostado de un lado sin levantarse ni moverse al otro por espacio de un año. Lo cual
fue una rigurosa penitencia que hizo el Profeta Ezequiel por mandado de Dios, que le
ordenó que estuviese echado sin levantarse de un lado por espacio de trescientos
noventa días. Esto cumplió el santo Profeta con la gracia divina, pero fue un género
de penitencia rigurosísima. Pues si en sólo estar un año echado de un lado, hay tanto
que sufrir, ¿qué será estar por toda una eternidad en aquella noche y lobreguez del
infierno, tendido como cayere el condenado, en una cama de fuego, lloviendo sobre él
todo linaje de males sin fin ni término alguno? ¿Qué cristiano hay que, si considerara
esto de manera que hiciera de ello vivo concepto, no fuera otro? ¿Quién pudiera tener
gusto momentáneo de la tierra corriendo tanto peligro de dolores eternos del infierno?
¿Quién se atreverá a pecar arriesgando a penar tanto? ¡Oh cuán eficaz remedio fuera,
de las estropeadas costumbres de los pecadores, si se·pusiesen a pensar esto: que la
eternidad no tiene fin, que ha de durar para siempre! ¡Oh si cada día pensasen en esto
media hora, o siquiera cada semana, cómo mejorarían su vida!
Pero no se ha de pensar en esto de corrida, sino despacio, con atención y
profundidad, revolviendo en su ánimo que es eternidad lo que nunca ha de tener fin,
nunca, nunca. Porque así como el manjar que no se desmenuza y digiere no entra en
provecho, así la eternidad bien pensada, rumiada y digerida hará grande provecho en
nuestras almas.
La fuerza de esta consideración declara el caso que refiere Benedicto Renato, de un
hombre mundano, bien desvanecido y vicioso, que se llamaba Fulcón, el cual, como era
dado a todo género de gustos y regalos, así también no quería que le faltase el de la
cama blanda y sueño largo. Pero una noche que le faltó la gana de dormir, la pasó
dando vuelcos de un lado a otro, deseando por momentos que amaneciese el día. Entre
este desvelo le vino al pensamiento esta consideración: ¿Por qué tanto tomarás estar de
esta suerte? Por espacio de dos o tres años en continuas tinieblas, sin la conversación de
tus amigos y el entretenimiento de tus juegos, aunque estas en cama de plumas tan
blanda? Por cierto, intolerable trabajo sería. Pues has de saber que no has de salir libre
de esta vida; no pienses que has de salir sin que te toquen el pelo de la ropa, porque
para bien ser, has de caer en una cama enfermo, donde pasarás muy malas noches, si
no es que mueres de repente, que será peor. Y después de salir de la cama donde
hubieres de morir, ¿sabes qué cama te aguarda? ¿Sabes en qué lecho te ha de hospedar
la muerte? Tu cuerpo tendrá por colchón la tierra dura, y será comido de gusanos; pero
de tu alma, ¿qué podrás decir de cierto? ¿Sabes a dónde has de ir? Por cierto, según tu

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vida presente, al infierno irás a parar. ¡Que terrible cama de fuego te espera allí donde
no dos o tres años, sino por una eternidad, habrás de estar en perpetuas tinieblas y
tormentos, y mil, y otra vez mil, y mil millones de veces mil años no bastarán a pagar
por uno de tus gustos ilícitos!Allí no verás eternamente al sol, ni al Cielo, ni a Dios. ¡Ay
de mí, miserable! ¡Ay de mí! Si este poco de desvelo no puedo sufrir, ¿cómo sufriré
eternos tormentos? Lo que importa es cambiar de camino, pues por este vas perdido.
Con estas consideraciones hizo tal concepto de la eternidad, que no podía echar de sí
el pensar en ella, hasta que determinó entrarse religioso, diciendo entre si muchas
veces: ¿Qué hago yo aquí, miserable? Gozo del mundo, y no se me logra su gusto;
padezco muchas cosas que no quisiera, y carezco de otras que quisiera tener; me afano
por cosas de esta vida; pero ¿qué premio me aguarda de este trabajo vano? No tienes
gusto cumplido; pero aunque le tuvieras, ¿qué te puede durar? ¿No ves cada día los
que se mueren y entran en la eternidad? ¡Oh eternidad, eternidad, que si no eres en el
Cielo, dondequiera que seas serás pesada, aunque fuese en una cama muy regalada!
Aseguremos el Cielo, y por lo poco no perdamos lo mucho, ni por lo temporal lo
eterno. Así lo ejecutó, y se entró religioso cisterciense.
4. En todas nuestras obras habíamos de tener en el pensamiento: ¡Para siempre!
Para siempre me han de premiar lo que hiciere bueno, o me castigarán si pecare
gravemente. Con esto se animará el cristiano a obrar siempre buenas obras y obrarlas
bien. Si en todas nuestras acciones pusiésemos la mira y tuviésemos el respeto a la
eternidad, no hallaríamos dificultad en alguna obra buena; y así, en todas fijemos los
ojos en la eternidad que se ha de dar por la obra que se hace en un momento. Bendito
sea Dios por todas las eternidades, que nos dará un premio sin fin por trabajos tan
breves que apenas tienen principio.
Se quejó una vez Eurípides, insigne poeta de los griegos, que en tres días enteros no
pudo hacer sino con gran trabajo sólo tres versos. Estaba presente otro poeta llamado
Alcestides, y dijo: “Pues yo para hacer cien versos bástame un día, y los haré con gran
facilidad.” Le replicó entonces Eurípides: “No os espantéis, porque vuestros versos no
son más que para tres días, mas los míos son para una eternidad.” De la misma manera
Zeuxis, excelentísimo pintor, pero espacioso sobre manera, preguntado por qué era tan
prolijo en su pintura, deteniéndose tanto en ella, respondió: “Pinto despacio porque
pinto para la eternidad.” Se engañó, por cierto, porque ya no hay pintura suya; y de
Eurípides se han perdido muchas obras; mas ninguna obra buena del Justo perecerá. Y
no necesitamos gastar un día para ganar una eternidad, porque con el acto de
contrición que se hace en un momento ganamos el gozo que ha de durar sin fin; pero
debemos aprovecharnos de la consideración de Eurípides y Zeuxis para hacer, no sólo
las obras buenas, sino muy bien hechas; pues no obramos para sólo esta vida, sino para
la eternidad, que siempre debe estar en nuestra memoria.
El provecho que causó en el real profeta David su consideración fue una resolución
firme de mejorar la vida cambiando en otro hombre, alentándose a mayor
observancia y más alta y celestial perfección; y así, en aquel salmo en que dice: Que
pensaba en los días antiguos y en los años eternos, añade luego el efecto de su

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meditación, diciendo que había de empezar de nuevo, porque el cambio que sintió en
su corazón era de la poderosa mano de Dios; porque considerando que la eternidad
nunca acaba y siempre empieza, y que todo es principio y ningún fin, se determinó de
dar tal principio a nuevo fervor y vida más perfecta, que nunca se desmaya en su
propósito, queriendo en esto imitar a la eternidad, que así como ella siempre empieza,
así el quería siempre empezar a merecerla. ¿Y que mucho, si lo que hemos de gozar,
o hemos de penar, siempre ha de empezar, que también nosotros empecemos siempre
a merecer lo uno y huir lo otro? El premio no ha de desfallecer, y es razón que el
servicio no se canse: el gozo siempre ha de empezar; ¿qué mucho que el trabajo sea
como de quien siempre empieza? El descanso no ha de tener fin, y el merecimiento
debe estar siempre como en su principio.
Con esta consideración aprovechó mucho el santo Arsenio, haciendo cuenta, aun
después de muchos años que había hecho una vida santísima, que entonces
empezaba, repitiendo el dicho de David: “Ahora empiezo, ahora empiezo.” Nunca
hemos de mirar lo trabajado, sino animarnos a trabajar más por Dios. Como lo hacía
el Apóstol San Pablo, el cual dijo de sí que se olvidaba de todo lo pasado y dilataba su
corazón y ánimo, extendiéndole para lo de adelante. Lo cual dijo el Apóstol en sazón
que había pasado tanto y hecho tales servicios a Dios y en bien de las almas, que
había ya trabajado más que todos los Apóstoles; después que se entró por las
sinagogas de Damasco a predicar públicamente a Jesucristo, con peligro evidente de la
vida, y padeciendo tal persecución, que si no fuera echándole por los muros de la
ciudad le hubieran hecho mil pedazos; después que en Arabia convirtió mucha gente;
después de haber convertido muchos en Tarso y Antioquía; después de haber sido
arrebatado al tercer Cielo; después de haberle escogido el Espíritu Santo para su
Apóstol, y hecho grandes milagros y prodigios; después de haber dado algunas vueltas
a Asia la Menor y toda la Grecia y lo mejor de Europa, convirtiendo innumerables
gentes; después de haber hecho grandes limosnas, recogiéndolas con gran trabajo
suyo, y hecho grandes jornadas, llevándolas a los pobres de Jerusalén; después de
haber padecido innumerables persecuciones; después de haber sido apedreado muchas
veces, y la una haberle dejado ya por muerto; después de haber sido azotado varias
veces y sido preso muchas; después de haber hecho infinitos servicios a la Iglesia;
después de todo esto, no le parecía que había padecido ni hecho nada por Cristo; y
olvidado de todo estaba como el primer día de su conversión, y determinado a hacer
más, a sufrir más, a trabajar más y empezar de nuevo, teniéndose después de tantos
trabajos y servicios por siervo inútil y sin provecho, como nos aconsejó Cristo cuando
dijo: “Después que hubiereis hecho todo lo que os he mandado, decid: Siervos somos
inútiles, hicimos lo que debimos hacer.”
Compare uno sus trabajos, su celo, su predicación, su caridad, con los del Apóstol,
y hallará que no ha empezado. Pues ni el Apóstol, después de haber pasado a los
merecimientos en que muchos santos murieron con grande santidad, se olvidó de todo
y juzgó que no había hecho nada, tornando a empezar de nuevo, nosotros, que aún no
hemos empezado, ¿por qué nos hemos de cansar antes de empezar? Empecemos

36
siempre de nuevo, pues la eternidad que esperamos siempre ha de ser nueva, y siempre
ha de empezar. “No nos gloriemos, dice Dionisio Cartusiano, de los méritos de la vida
pasada, ni pensemos de nosotros que somos algo; sino hallámonos cada día tan nueva
y fervorosamente como si aquel mismo día empezáramos de nuevo y juntamente
hubiésemos de morir.”

37
CAPÍTULO IX. Cómo es la eternidad sin cambio.

La otra condición de la eternidad es perseverar sin cambio, lo cual daban a entender


los antiguos con misteriosos símbolos.
Unos la significaban pintando una silla; conforme a lo cual dice el profeta Isaías que
vio al Señor sentado en un trono muy levantado, representándose en esto la grandeza
de su eternidad. Y San Juan en el Apocalipsis celebra tantas veces la silla de Dios,
dibujándonos por ella su eterna duración. Y más claramente el profeta Daniel, cuando
se le representó Dios como era eterno, y por eso le llama el Antiguo de los días, le vio
todo el cabello blanco y asentado. No es esta vida para de asiento, no nos hemos de
parar en ella. Las miserias que en ella hay dan bastante a entender que no la hizo Dios
de propósito ni para durar; de prestado es, no hay que detenernos en ella, sino caminar
a largo paso al monte de la eternidad. Vida tan miserable, ella misma dice que hay otra
donde hallaremos descanso, pues aquí no la topamos. En el Cielo han de cesar todas
nuestras desdichas y miserias; allí se han de enjugar las lágrimas de este valle de ellas;
allí han de tener descanso nuestras fatigas; allí ha de hallar asiento la inquietud de
nuestro corazón. No hay modo de vida, ni suerte de estado, ni condición de hombre,
ni grandeza de dignidad, ni abundancia de riquezas, ni felicidad de la fortuna que haya
dado en este mundo descanso.
Esta circunstancia de lo eterno es muy para temer en los malos que han de estar en
aquellos tormentos eternos, sin haber cambio en ellos, cuanto a la pena esencial, sin
sentir alivio alguno, ni aun de cambiar un tormento en otro igual, ni revolverse de un
lado. San Paulino dijo de San Martin que su descanso era cambiar de trabajo; porque,
verdaderamente, aunque no se cese de trabajar, el cambiar un trabajo en otro, aunque
no sea menor, alivia. No han de tener refrigerio los miserables, ni les será permitido
cambiarse de un lado a otro. Cosa espantosa es que después que cayó en el infierno el
primer hombre que se condenó, que habrán pasado ya cinco mil años, no haya tenido
cambio que le haya sido de alivio desde entonces acá, habiendo habido tantos en el
mundo. Porque mientras aquel miserable ha estado sin cambiar en sus atrocísimas
penas, han pasado grandes alteraciones en el mundo.
La Naturaleza, ¿qué alteraciones no ha padecido en este tiempo? ¿Cuántas islas se ha
tragado el mar? De una dice Platón que anegaron las aguas, que era mayor que Europa
y África (se refiere a la Atlántida). Los terremotos, ¿qué edificios han dejado seguros, o,
por mejor decir, que montes? Porque muchos se han trastornado, otros han brotado de
nuevo. ¿Cuántas ciudades se han hundido? ¿Cuántos ríos se han secado, y vomitado
otros por diversas madres? ¿Qué torres no se han caído? ¿Qué muros no se han
deshecho? ¿Qué memorias no se han olvidado? ¿Cuántas caras han cambiado las
cosas? ¿Cuántos vuelcos han dado los mayores reinos? ¡Y aquel miserable no ha
podido dar uno! ¿ Cuántas veces se ha revuelto el año? ¿Cuántas primaveras y otoños
han pasado? ¿Cuántas noches? ¿Cuántos días? Y él está como el primer día de aquella
noche oscura; y con haber, entre tanto que está penando, dado vueltas el sol a todo el

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mundo elemental cosa de un millón y setecientas mil veces, el miserable no podrá verse
mudado ni una vez, ni un paso de donde cayó en el infierno.
No se congoje el infierno en su dolencia, ni el pobre en su necesidad, ni el afligido en
su tribulación; pues los males de esta vida se cambian con el tiempo, o se alivian con el
consuelo, o se acaban con la muerte; pero los miserables condenados ni aun con la
esperanza de morir se pueden consolar; porque si entre tanta multitud de acerbísimas
penas hubiese alguna esperanza de su fin, sería de algún alivio; mas no es así, que por
todas partes tienen cerradas las puertas al consuelo. La esperanza es la que engaña los
males, y quita gran parte de su sentimiento; ni hay trabajo que con ella no sea tolerable;
y los más afligidos y ahogados respiran con sólo pensar en el fin de sus miserias o en el
cambio de sus males; pero ¿qué alivio puede tener un condenado, pues su miserable
desdicha no ha de tener fin, ni un leve punto de alteración sus dolores?
Tuvieran por consuelo que de aquí a mil años les dieran la gota de agua que pidió el
rico avariento. ¿Qué digo de aquí a mil años? De aquí a cien mil años, y de aquí a mil
veces cien mil, como les diesen término señalado y abriesen la puerta de una ligera
esperanza. Si todo el espacio cuanto ocupa la tierra, y cubre el agua, y llena el aire, y se
extienden todos los cielos, estuviese lleno de granos de trigo; y dijesen a un condenado
que después que los hubiese comido todos un pajarito que de cien mil a cien mil años
vendría a tomar uno, y llevándose el último le darían la gota de agua que se pidió a
Lázaro, se consolará de ver en el rigor de sus penas este solo cambio y alivio tan
pequeño. Pero no le tendrán; y después de tantos millones de millares de años estarán
como al principio, tan penados, tan rabiosos, tan sin consuelo como siempre. Esto les
ha de hacer despedazar los corazones, viendo su remedio de todo punto imposibilitado,
habiéndoles sido tan fácil. Porque con unas migajas de pan que caían de la mesa
pudiera granjear aquel rico los gozos eternos, y ahora le es imposible el alivio de una
gota de agua. ¡Qué rencor tendrán contra sí mismos acordándose que con carecer del
gusto de un momento pudieran haber escapado de tormentos eternos! ¡Qué rabiosas
tendrán las entrañas considerando que pudieron tener remedio, y que ahora sin remedio
penan!
Abra, pues, el cristiano los ojos y remedie, ahora que puede; lo que no podrá
cuando quiera. Ahora es tiempo aceptable, ahora es tiempo de salud (2Co. 6, 2),
ahora es tiempo de perdón y jubileo, ahora puede ganar en un momento lo que en
toda la eternidad no podrá remediar.
Ahora sí que es tiempo de perdón cada año, y cada mes, y cada día, y cada hora, y
cada momento. ¿Qué diera un condenado por un cuarto de hora de los días enteros y
semanas que pierden los hombres en esta vida para poder hacer penitencia? No
seamos nosotros pródigos de cosa tan preciosa; no perdamos tiempo perdiendo en él la
gloria y arriesgando el infierno. El tiempo de esta vida es cosa tan preciosa, que dijo de
él San Bernardo este encarecimiento: «El tiempo tanto vale como Dios»; porque con él
se gana a Dios. No desperdiciemos cosa de tanto valor, sino gocemos de este barato,
que por tiempo ganemos eternidad, y al mismo Dios, Señor de la eternidad,

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cumpliéndose lo que dijo el Eclesiástico (20, 12): Hay quien por poco precio redime
muchas cosas. Sobre las cuales palabras dice Gaufrido: «Si se te debe a ti una
amargura eterna, y tú puedes escapar de ella por sufrir lo temporal, grandes cosas, sin
duda, compraste con poco precio.»
En los bienes eternos es también gran consuelo carecer de cambio, y que no sólo no
se han de acabar, pero que ni disminuirse podrán, y que consumiéndose o cambiándose
todos los bienes temporales, ellos siempre permanezcan en un mismo ser y estado para
siempre. Coteje el cristiano la brevedad y cambio de los bienes de esta vida con la
inmutabilidad y eterna duración de los gozos de la otra. Atienda la diferencia que hay
entre estas dos palabras: AHORA y SIEMPRE. Los necios del mundo dicen:
Descansemos ahora. Los cuerdos y virtuosos dicen: Más vale, dejar de descansar
ahora, y gozar siempre los bienes eternos. Los mundanos dicen: Vivamos ahora
regalados. Los siervos de Cristo dicen: Muramos ahora a la carne, para que vivamos
siempre y sin cambio por toda la eternidad. Los pecadores dicen: Gocemos ahora del
mundo. Los temerosos de Dios dicen: Huyamos del mundo inestable para que gocemos
siempre del Cielo. Cotéjese cuáles son más cuerdos, los que miran lo que dura el
momento de ahora, o los que atienden a la eternidad de lo que es siempre; los que
quieren padecer sin provecho alguno eternamente, o los que quieren ahora padecer un
poco de tiempo con tan gran provecho como es el del reino de los Cielos.
¡Oh vida miserabilísima e inconsolable de los condenados, que ni han de tener fin sus
tormentos, ni cambio sus dolores, ni provecho sus penas! Tres cosas solas son las que
consuelan en los trabajos de esta vida, o que vendrán a tener fin, o que con el cambio
se aliviarán, o con el provecho que de ellos se espera se recompensarán. Todo esto ha
de faltar a las penas eternas, en las cuales ni habrá esperanza de fin, ni de cambio, ni de
utilidad, ni de provecho. Tremenda cosa será padecer por toda u n a eternidad sin
provecho ninguno, por no haber querido padecer un momento de tiempo con tan gran
provecho como es la gloria de Dios eterna y el reino de los Cielos.

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CAPÍTULO X. Como es la eternidad sin comparación.

De todo lo dicho se colige la tercera calidad de la eternidad, que es ser sin


comparación; porque así como no hay comparación de lo infinito a lo finito, así no la
puede haber de lo eterno a lo temporal; y así como dista tanto de la grandeza de Dios
un grano de arena, como el monte Olimpo, así distan tanto de la eternidad mil años,
como un cerrar y abrir de ojos. Por lo cual dijo Boecio que más semejantes son un
momento de tiempo y diez mil años que diez mil años y la eternidad. No hay
encarecimiento que pueda declarar la grandeza de lo eterno, ni exageración que
explique la pequeñez de lo temporal y brevedad del tiempo.
Por eso David, cuando se puso a pensar cuanto había pasado desde que crio Dios al
mundo, llamó días a los siglos que habían corrido hasta su tiempo, diciendo: Pensé en
los días antiguos. Y no es mucho que llamase días a los siglos; pues en otra parte dijo
que mil años eran delante de Dios como el día de ayer, que ya pasó. Aún más lo
significó San Juan cuando llamó hora a todos los años que había desde su tiempo hasta
el fin del mundo, con haber pasado ya mil novecientos años. Pero cuando se puso
David a pensar en la eternidad, con ser sola una, y como hablan los santos, un día, la
llamó años eternos, los cuales dijo que tenía en su pensamiento, aumentando como
pudo el concepto de la eternidad y disminuyendo el del tiempo. Por lo mismo, el
profeta Daniel, declarando la gloria de los varones apostólicos, dijo en número plural
que resplandecerían como estrellas en perpetuas eternidades. Pareciéndoles que no
bastaba su nombre ordinario para declarar lo que es una eternidad, la explicó con el
nombre de muchas, diciendo: “Eternidades”, y añadiendo fuera de esto el epíteto de
perpetuas. Pero por más que se declare la eternidad, no se puede declarar.
Háganse lenguas los profetas, llámenla eternidad de eternidades, llámenla días
muchos, llámenla siglos de los siglos, llámenla eternidad y más allá; todo queda
corto para explicar su infinita duración. Por lo cual dijo Eliú de Dios que el número de
sus años era inestimable; porque cuantos años son imaginables no se pueden comparar
con sola la eternidad. Bien se puede comparar un cuarto de hora con mil millones de
siglos; pero mil millones de siglos no tienen comparación con la eternidad, respecto de
la cual todo tiempo se desvanece; ni es más un momento que millones de años, porque
ni en el momento ni en los años hay proporción comparándose con la eternidad. Y así,
respecto de ella todo es igual, o, por mejor decir, todo es nada, todo desaparece. Por lo
cual dijo el Sabio (Qo. 11, 8), muy al intento, estas palabras: Si uno vive muchos años,
que sepa disfrutarlos todos, y tenga en cuenta que abundarán los días (así llama a la
eternidad) de oscuridad, que es vanidad todo el porvenir, los cuales, cuando vinieren,
todo lo pasado se hallará ser vanidad; porque desaparecerá todo.
En el punto que mueren los hombres, todos son iguales cuanto a las cosas de esta
vida; el que vivió mucho y el que vivió poco, el que se deleitó mucho y el que se
deleitó poco, y aun el que tuvo grandes gustos y el que tuvo muchos trabajos; porque
todo se acabó, y ya ni el uno siente los gustos ni al otro duelen los trabajos. En el punto

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que expiró San Romualdo, después de cien años de asperísima vida, ¿qué tuvo de
todos sus rigores? Y muriendo el penitentísimo Simeón Estilita, ¿qué tuvo después de
ochenta años de la prodigiosa penitencia que en ellos hizo? ¿Qué tuvo de pena del
áspero cilicio que en tan dilatado tiempo no se quitó de día ni de noche? ¿Qué tuvo de
su continuo ayuno y largas oraciones? P or cierto, no tuvo ya más pena ni más fatiga
que si en todos ellos hubiera tenido los regalos de Sardanápalo: de dolor no tuvo nada,
pero de admirable gozo y gloria tuvo, tiene y tendrá mucho. ¿Qué tuvo San Clemente
Ancirano en el tiempo que murió, de veintiocho años en que f u e rabiosamente
atormentado de la crueldad de los tiranos? Por cierto, de dolor no más que si hubiera
gozado en ellos de todos los deleites del mundo; pero de la gloria tiene una eternidad;
porque si la malicia de una hora hace olvidar los deleites de cien años, mucho mejor la
bondad y bienaventuranza de una eternidad hará olvidar los dolores de solo veintiocho
años. ¡Oh prodigioso momento de la muerte, que acaba todo esto temporal y
perecedero, y da principio a lo eterno, y trastorna todas las cosas! Acaba con los gustos
de los pecadores y empieza con los tormentos para nunca acabar; acaba con las penas
y asperezas de los santos y empieza con los gozos eternos.
Mire el cristiano lo que coge: igualmente han de tener fin los gustos con que peca y
las penas con que satisface; e igualmente no han de tener fin los tormentos porque pecó
y los gozos por que mereció. Escoja lo que le estará más bien; mire si le será mejor
labrar para si un eterno peso de gloria con el ligero y momentáneo trabajo de la
penitencia; porque aunque la hiciera por espacio de cien años, respecto de la eternidad
es un momento. No espante a ningún penitente la vida larga, que no hay nada largo
respecto de lo eterno. Bien dijo San Agustín que “todo lo que tiene fin es breve”. Fin
tienen cien años de penitencia, y así es breve esta penitencia. Fin tienen mil años, y fin
tienen cien mil, y fin tienen cien mil millones; y así todo este tiempo, al parecer
inmenso, es breve, y respecto de la eternidad no es más que un instante.
De la misma manera habíamos de mirar cien mil años como una hora; y por sí, la
vida larga tan poco se había de desear como la breve, porque tan poco bulto hace
respecto de lo eterno. Y así como respecto de un cuerpo sólido no tiene más
proporción una superficie que cien mil, porque no bastarán todas a componer una
partecita sólida, mas que si fuera una sola; así también respecto de lo eterno no es
menos un año que cien mil, ni más cien mil que un año; y a todo tiempo, aunque sea
un millón de siglos, hemos de mirar como a un instante, y a todo lo temporal como a
una superficie que tiene solo apariencia, pero no cosa alguna de solidez ni sustancia; y
todos los tiempos, con cuantos bienes temporales hay, no podrán componer un bien
solo de lo incomprensible de la eternidad. Si toda la tierra respecto del cielo se dice que
es un punto, con ser finita y limitada la grandeza del cielo, ¿qué mucho que todo
tiempo sea como un instante respecto de la eternidad, que es infinita? De la tierra al
cielo, y aun de un granito de arena al más alto cielo, hay proporción; y con todo eso, es
un punto en su comparación. Pero de cien mil años a la eternidad no hay proporción, y
así serán menos de un instante.
¡Oh ceguera de los hombres, que hagan tanto caso del tiempo; que en vida quieren

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gustos y en muerte memoria, y en vida y muerte nombre y fama! ¿Para qué? ¿Para un
momento? ¿Para un instante? ¿Para qué quieres gusto en vida que mañana se te
acabará? ¿Para qué quieres memoria vana y caduca después de muerto, pues no te
puede durar más que hasta el fin del mundo, y este no tardará muchos años? Y aunque
tarde un millón de siglos, breve es, pues se ha de acabar, y todo es como un momento
respecto de lo eterno.
Así como se ha la inmensidad de Dios respecto del lugar, así se ha la eternidad
respecto del tiempo; y como respecto de la inmensidad de Dios no es más todo el mar
que una gota de agua, ni es menos un átomo del aire que todo el mundo, así también,
respecto de lo infinito de la eternidad, no es más cien mil siglos que medio cuarto de
hora. Pues si Dios te diera medio cuarto de hora de vida solamente y supieras que,
después de muerto, dentro de una hora se había de acabar el mundo, ¿gastaras aquel
tiempo en acomodarte y en procurar fama después de tu vida? Por cierto que no te
acordarás más que de aparejarte para morir, y no tratarás de dejar nombre vano y gran
memoria de ti. Sábete que lo mismo debes hacer, aunque tuvieras por muy cierto que
habías de vivir cien años y que el mundo no se había de acabar en cien mil; porque
todo lo que tiene fin, breve es, y todo tiempo, respecto de la eternidad, es como un
día, una hora y un momento. Sábete que San Juan dijo que ya estaba su tiempo en la
última hora del mundo (1Jn. 2, 18), aunque faltaban tantos años; porque todos esos
años no eran más que una hora respecto de lo eterno; y así como no tuvieras cuenta de
dejar nombre de ti en el mund0, si sólo faltase una hora para acabarse, tampoco la
debes tener ahora, aunque faltasen muchos siglos.
Si supieras de cierto que habías de vivir cien años, y que en todos ellos no hubieras
de comer sino lo que sacaras del tesoro de un gran rey por espacio de una hora, ¿qué te
determinase para ella, te irías, por ventura, aquella hora a pasear? ¿Te detendrías en
alguna vana conversación? ¿Te pondrías a buscar entretenimientos? Por cierto que no
cesarás de trabajar y darte prisa, cargándote de aquellos tesoros. Pues ¿cómo te
descuidas sabiendo que tu alma ha de vivir una eternidad, y que no ha de tener sino lo
que en ésta vida ganare y mereciere? Mira el poco tiempo que te dan para proveerte
para lo eterno; ¿cómo te descuidas, cómo te paseas, cómo te entretienes, cómo ríes,
cómo no lloras y haces pedazos tus carnes a penitencia y rigor? Mas es una hora
respecto de cien años y de cien mil, que son cien mil respecto de la eternidad. Pues si
en aquella hora de atesorar no pararás por parecerte poco tiempo, ¿por qué pararás de
merecer en el tiempo de esta vida, aunque fuese de cien años, pues fuera un momento
respecto de lo eterno?
Mira que son cien años respecto de un millón de años, y mira que serán respecto
de la eternidad. Si te dieran cien años de tormentos por un millón de contentos, te
venía a salir muy barata esta feria, pues dabas diez mil veces menos de lo que recibías.
Mas no por cien años de penalidades, sino por una hora de mortificación de un gusto,
te dan una eternidad de gloria. Considera cuanto menos das de lo que recibes, porque
si tan larga vida de trabajo fuera, respecto de un millón de años, diez mil veces

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menos, ¿ qué será comparado con la eternidad, respecto de la cual millones de
millones de siglos no es un instante? Mira que es poco un espacio de esta vida para
granjear la eterna. Mira que es poco todo tiempo para merecer la eternidad. Con razón
dijo San Agustín: “Por el descanso eterno habías de tomar un trabajo eterno;
habiendo de recibir la eterna felicidad, habías de sufrir eterno padecer.” Pues ¿cómo
te puede parecer mucho el tiempo breve de esta vida? No dudo sino que no hay justo
en el Cielo ni pecador en el infierno que todas las veces que tiende los ojos por la
eternidad no se admire y se asombre de que una cosa tan breve como esta vida sea la
nave de bien o mal tan largo. Mira cuan barata se te da la eternidad de la gloria, lo
que es infinito por lo finito: pesa mil años en comparación de lo eterno, pesa diez mil,
sacien mil; no haces nada, todo es humo y paja, porque no hay comparación de lo
infinito a lo finito, ni de lo vivo a lo pintado.
Lo mismo que se dice del tiempo se puede decir de lo que en él corre, que los males
y bienes temporales son pintados respecto de los eternos. Pues mira cuan barato se te
da una gloria sin fin por un trabajo breve, y una bienaventuranza verdadera por un
trabajo pintado. ¡Y que la quieras despreciar por un gusto fingido y de un momento!
Por cierto que no digo evitar deleites de esta vida; pero abominar de ellos debes, y
buscar la eternidad por pena, por hierro y por fuego. Porque así como ella sin
comparación excede a todo tiempo, así debe buscarse en todo tiempo con fervor,
diligencia y ansias incomparables sobre todo lo temporal.
Mira antes que tuviste un gusto, que por una eternidad no tuvo ser tu gusto; mira
después de pasado, otra eternidad en que no le tendrá, ¿qué viene a ser más que si no
hubiera sido? Todo tiene principio y fin en medio de la eternidad, que ni tuvo principio ni
tendrá fin; se hunde y se absorbe como si no hubiera sido. Y así tampoco aprovechará
todo lo temporal que pasa, si no sacas de ello algún fruto eterno que permanece.

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CAPÍTULO XI. Qué cosa sea el tiempo, según Aristóteles y otros filósofos, y la
poca consistencia de la vida.

Aunque de todo lo dicho se puede colegir lo que es el tiempo, la vida temporal y


cuanto con el tiempo pasa; con todo eso, lo consideraremos ahora más particularmente,
después de haber tratado de la eternidad, para formar más vivo concepto de la bajeza
de las cosas temporales y grandeza de las eternas.
Define el tiempo Aristóteles diciendo que es “La medida del movimiento”, porque
donde no hay cambio ni sucesión, no hay tiempo. Declara más esto Eleusipo,
añadiendo que el tiempo es la medida del apresuramiento y carrera que hace el sol. Y
Próculo dijo que era el número de las correrías y revoluciones de los cuerpos celestes.
Los pitagóricos dijeron que era la última esfera que rodea las demás; esto es, el último
cielo, cuyo rapidísimo movimiento es sobre toda ligereza y movimiento; conforme a lo
cual dijo San Alberto Magno que era la medida del movimiento del primer móvil. De
manera que el tiempo es un accidente de cosa tan inconstante como el movimiento. Por
lo cual dijo Avicena: “El tiempo es cosa más flaca que el movimiento”. Mira, pues, que
hay que fiar de la vida humana, pues es miembro de una cosa tan inconstante, flaca y
veloz, que pasa y corre al paso que corre el sol, y dan vueltas al mundo las estrellas del
firmamento, que exceden en su curso y velocidad, no sólo a las aves que vuelan, pero
al mismo viento. Sábete que no viene la muerte tras ti con zapatos de plomo; alas trae,
y volando viene a buscarte con tanta celeridad, que no se puede imaginar mayor. No
sólo excede a las aves del aire, pero ni hay pieza de artillería disparada que con más
furia se mueva, que ella corre por todas partes, y no te dejará de alcanzar.
Considera cuantas cosas conoces que hay ligeras, y piensa que todas se mueven a
paso de tortuga en comparación de la muerte. Muy velozmente se mueve un halcón
cuando va tras la garza; pero flema es toda su velocidad en comparación del tiempo, y
de la muerte que viene en el caballero, para hacer en ti presa. Más ligeramente que un
ave se mueve la saeta que dispara el cazador, pues la hiere y mata aunque vaya
volando por los aires; pero, lerda es la saeta más ligera en comparación de la que te ha
disparado la muerte desde el punto en que naciste. ¿Y qué cosa se puede imaginar más
veloz que un rayo que cae del cielo? Con todo eso, es su movimiento muy espacioso
respecto de la presteza con que corre la muerte; porque es al paso del movimiento de
las estrellas del firmamento, que más ligeramente se mueven, cuya velocidad es tan
prodigiosa, que corren en un día más de mil y diecisiete millones y medio de leguas, y
en una hora más de cuarenta y dos millones, según el cómputo más moderado del P.
Clavio. A este paso viene la muerte tras ti; ¿cómo no te recelas? Más ligera viene que
un águila, más veloz que un rayo, con tal ligereza que aun el pensamiento no la
alcanza; ¿cómo no temes y te sobresaltas? Ya está suelto el arco; contra ti esta
disparada la saeta, y viene a dar en ti; ¿cómo no abajas siquiera la cabeza y te humillas
y reconoces? Si supieses que un tiro de artillería querían dispararte, y que no podías
huir el golpe, no sabrías que hacerte. Pues ¿que si te dijesen ya está disparado?

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Murieras con sólo el susto. Pues sábete que mucho más precipitada y ligeramente se ha
disparado contra ti el tiro de la muerte, y no sabes desde donde partió ni dónde está ya;
porque aunque estuviera muy lejos de ti, ella corre con tanta prisa, que no puede dejar
de dar contigo muy pronto. Pero como no sabes de cuán lejos partió, debes por
momentos estarla esperando, pues por momentos viene.
Fuera de la ligereza, se ha de considerar aquella condición del tiempo, que notó
Aristóteles que es medida del movimiento, en cuanto tiene primero y último; esto es,
en cuanto con continua sucesión unas partes vienen después de otras. Lo cual tiene
esencialmente el mismo tiempo, como notó Averroes; de manera que no tiene
capacidad para dar de por junto las cosas, sino por partes, dejando unas de ser para
venir otras, muriéndose cada momento las primeras para que vengan las segundas. Los
bienes que puede gozar la vida en la niñez se han de dejar cuando vienen los de la
juventud; y los de la juventud cuando vienen los de la vejez. La candidez, seguridad e
inocencia de los niños se pierde con la juventud; y las fuerzas y vigor de la juventud
no están ya con el seso y juicio de la vejez, de suerte que no es el tiempo para darnos
todo junto inocencia, vigor y prudencia, sino, con ser tan limitados los bienes de la
vida, los da tan limitadamente, que a la misma vida da por partecitas, y mezcla en ella
tantas partes de muerte como da en trozos de vida. Primero que venga la niñez ha de
morir la edad del infante; primero que venga la vida pueril ha de morir la niñez; antes
que venga la juventud ha de acabarse la puerilidad, y la misma juventud muere
primero que venga el estado de varón; el cual, también, antes que venga la vejez, ha
de expirar; y hasta la misma vejez muere para que venga la edad decrépita. De suerte
que en una misma vida hallará uno, antes de morir, que ha muerto muchas veces; y
con todo eso no acabamos de persuadirnos que hemos de morir una. Volvamos, pues,
los ojos a nuestra vida pasada, y consideraremos que se hizo de nuestra niñez, de
nuestra puerilidad, de nuestra juventud. Ya murieron en nosotros. Pues de la misma
manera morirán todas las demás edades y vidas de la vida.
No solamente moriremos en los principales tiempos de ella, sino cada hora y
momento, con una perpetua sucesión y cambio de cosas. ¿Qué contento hay en la vida
que no muera luego, y le suceda algún pesar? ¿Qué afecto da pena que no le suceda
otro con otra pesadumbre igual o mayor? Por lo ausente, porque se entristeció uno;
teniéndole presente se enfada; lo que deseado le dio congoja, poseído le da cuidado, y
perdido, pena.
No hay punto de vida en que no gane mucha tierra la muerte. Ni es otra cosa el
movimiento de los cielos sino un ligerísimo torno en que se está siempre recogiendo el
ovillo de nuestra vida, y un velocísimo caballo en que corre la apuesta la muerte. No
hay momento de vida en que no tenga igual jurisdicción la muerte. Y como dijo un
filósofo, no hay punto de tiempo que no le dividamos con la muerte.
Y si bien se considera, no vivimos sino un punto, porque no tenemos de vida sino
este instante presente. Los años pasados ya pasaron, y no tenemos de ellos más que si
fuéramos muertos. Los años que han de venir aun no los vivimos, ni tenemos de ellos
más que si no hubiéramos nacido. El día de ayer se desvaneció; el de mañana no sabes

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lo que será; del de hoy ya se te han pasado muchas horas que no vives, y te faltan de
vivir otras que no sabes sí las vivirás. De manera que, sacado todo en limpio, no vives
sino este momento, y en ese mismo te estas muriendo. De suerte que no puedes decir
que la vida es sino la mitad de un momento, y un indivisible dividido entre vida y
muerte. Con razón se puede llamar esta vida temporal, como dijo Zacarías, sombra de
la muerte, porque a sombra de la vida se nos entra la muerte; y como a cada paso que
da uno da otro su sombra, así también no da paso la vida que no de otro la muerte. Y
así como la eternidad tiene esta propiedad, que siempre empieza, y así es un perpetuo
principio, así también esta vida siempre acaba, y se está feneciendo; por lo cual se
puede decir un perpetuo fin y una continua muerte. No hay gusto en la vida, aunque
durara veinte años continuos, que se pueda gozar presente, sino sólo un punto, y este
con tal contrapeso, que no menos se avecina en él la muerte que le goza la vida.
Finalmente, es de tan poco ser y sustancia el tiempo, y, por consiguiente, nuestra
vida, que no tiene ser permanente, como dice san Alberto Magno, sino sucesivo y
arrebatado, sin poderse detener en su carrera, con la cual va precipitado a dar en la
eternidad, y como si fuera un caballo desbocado atropella con todo y lo arruina, sin
poder pararse. Y a la manera que no se pudiera gozar de la vista de un bizarro caballo
lleno de joyas y galas, si fuese siempre corriendo a rienda suelta, así también, porque
no paran un punto las cosas de esta vida, no se puede gozar bien de ninguna; todas
corren a rienda suelta hasta estrellarse con la muerte y hacerse pedazos con su fin.
No significó poco esta misma condición del tiempo el nombre que le d io el
emperador y filósofo Marco Aurelio, cuando dijo: “El tiempo es una ola arrebatada”;
porque así como una recia ola hunde con gran velocidad la nave y no deja gozar al
navegante de las riquezas que lleva, así hace el tiempo con su arrebatamiento y furia:
que arruina y anega todo. Consideró este filósofo tanta brevedad y presteza en el
tiempo, que lo mismo juzgó era vivir largo tiempo que contó; y así, añadió una
sentencia que quiero referir aquí para desengaño nuestro: “Si te dijera Dios que habías
de morir mañana o ese otro día, no hicieras ya mucho caso en que murieses ese otro
día, y no mañana, si no es que tuvieses un ánimo muy débil y vil. Porque, ¿qué
diferencia había de uno a otro, por ser tan poca la distancia? Pues de la misma manera
juzga que no has de tener por gran diferencia morir después de mil años, o morirte
mañana. Considera a menudo cuántos médicos se han muerto, que tomando el pulso a
los enfermos arquearon las cejas; cuántos matemáticos (astrólogos) que se alabaron de
haber dicho a otros cuando habían de morir; cuántos filósofos, que disputaron
largamente de la muerte y de la mortalidad; cuántos muy celebrados en la guerra, que
mataron a muchos; cuántos reyes y tiranos, que con gran insolencia usaron de su
poder; cuántas ciudades se han muerto, por decirlo así. Hélice, Pompeya y Herculano,
y otras innumerables. Añade a estos cuantos has conocido y ayudado a sus exequias,
que uno tras otro se han muerto, y lo que ayer fue pez, hoy es guisado o ceniza:
momentáneo es todo tiempo.” Todo esto es de este sabio príncipe.

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CAPÍTULO XII. Cuan breve es la vida: por la cual se ha de despreciar todo lo
temporal.

Mira, pues, ahora, qué es el tiempo y qué es tu vida, si se puede imaginar cosa más
veloz e inconstante. Compara la eternidad, que siempre está en un estado, con el
tiempo, que tan arrebatadamente corre y cambia. Mira que así como la eternidad da
una estimación infinita a las cosas adonde se llega; así el tiempo ha de quitar la
estimación de cuantas cosas con él se acaban. El menor gozo del Cielo debes estimar
infinito, porque ha de durar infinitamente; y el mayor contento de la tierra debes
estimar en nada, porque ha de acabarse y parar en nada. El menor tormento del
infierno te había de causar un pavor inmenso, por haber de durar sin fin; y los mayores
tormentos de esta vida no tendrías que temer, pues han de cesar y acabarse. Cuanto la
eternidad engrandece las cosas, tanto las disminuye el tiempo; y así como lo eterno
debe tener estimación de cosa infinita, aunque ello fuese pequeño, así lo temporal se
debe estimar en nada, aunque fuese infinito, porque ha de parar en nada. Por cierto
que aunque fuese uno señor de infinitos mundos, y tuviese infinitas riquezas, si las
había de dejar y acabar con todo, no tenía que estimarlo más que la nada, pues en nada
ha de parar.
Y si todas las cosas temporales tienen esta mala propiedad, por ser caducas y
perecederas, de no debérselas mayor estimación que a lo que no es, pues han de dejar
de ser tan pronto, con muy particular razón se debe estimar en nada la misma vida del
hombre, porque es más frágil y perecedera, y poco más que el no ser. No tiene el
hombre cosa más frágil y caduca que su vida. Las posesiones, las heredades, las
riquezas, los títulos y las demás cosas del hombre duran aun después del hombre; pero
no su vida, la cual es tan delicada, que un poco de frío o calor que exceda la acaba, y
un poco de viento que corra, o una respiración de un enfermo, o una gota de ponzoña
basta para que desaparezca. De manera que, si se considera bien, no hay vidrio como
ella; porque el vidrio, si no le tocan, dura; mas nuestra vida, sin tocarla se consume y
acaba. Al vidrio puédanlo guardar, y durará siglos; para la vida no hay guarda ninguna;
ella por si misma se consume.
Todo esto tuvo muy bien entendido el rey David, que fue el más dichoso y poderoso
príncipe que tuvieron los hebreos, y rey de un reino tan grande que abrazaba los dos
reinos de Judá y de Israel, y de cuanto prometió Dios a los israelitas que no alcanzaron
a poseer hasta su tiempo, y extendió su imperio a otras muchas provincias con tanta
sobra de riquezas, que el oro rodaba por su casa y corte; por lo cual dejó grandes
tesoros a su hijo Salomón. Pues este tan afortunado príncipe, considerando que había
de tener fin su grandeza, luego lo calificó todo por nada; y no sólo sus reinos y riquezas
tuvo por vanidad, pero su misma vida; por lo cual dice: Pusiste, Señor, a mis días
medida, y así, toda mi sustancia es como la nada (Sal. 38, 6). Todas mis rentas,
todos mis reinos, todos mis trofeos y toda mi hacienda, cuanto poseo, con ser rey tan
poderoso, es nada. Luego añade: Pero, sobre todo, es una universal vanidad todo

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cuanto es el hombre que vive; esto es, toda mi vida; porque la vida del hombre es la
cosa más frágil de cuantas tiene el hombre. Esta baja estimación y esta vanidad tienen
las cosas, aunque las hubiésemos de gozar mil años. Pero habiéndose de acabar tan
pronto, y más de lo que pensamos, ¿qué caso se puede hacer de todo? ¡Oh si
hiciésemos concepto de esto, de cuan breve es la vida, y cómo se despreciarán todos
sus gustos!
Es cosa esta tan importante, que mandó Dios al más principal de sus Profetas que
saliese por las calles y plazas y a voces pregonase y diese grandes clamores de cuan
frágil y breve es nuestra vida. Porque estando profetizando el profeta Isaías (40, 6) el
más grave y escondido misterio que le reveló Dios, que es la Encarnación del Verbo
eterno, oyó de repente una voz del Señor que le decía que alzase el grito y diese voces,
diciéndole: Clama, clama. El Profeta respondió: ¿Qué es, Señor, lo que tengo que
clamar y quieres que pregone a gritos? Le dijo Dios: Que toda carne es heno, y toda
su gloria como la flor del campo; porque así como el heno se corta y seca de la
noche a la mañana, y la flor se marchita luego, así es la vida de toda carne, y su
hermosura y lozanía se pasa y se marchita en un día. Sobre este lugar dice San
Jerónimo: “Verdaderamente que quien mirare la fragilidad de la carne, y que cada hora
crecemos y descrecemos, y que esto mismo que hablamos, que dictamos, que
escribimos, se nos pasa volando de nuestra vida, no dudará de decir a su carne que es
heno. El que ayer era niño se hace al momento muchacho, el muchacho se hace de
repente joven, y hasta la vejez se va mudando por plazos inciertos; y antes se siente
uno viejo que empiece a maravillarse que no es joven.”
Otra vez, considerando el mismo Santo a Nepociano, que murió en la flor de su
edad, dice: “¡Oh miserable condición la de la naturaleza humana! Vano es todo lo que
vivimos sin Cristo, toda carne es heno y toda su gloria como la flor del heno. ¿En
dónde estará ahora aquel rostro hermoso? ¿En dónde está la dignidad de todo su
cuerpo, con lo cual, como un hermoso vestido, se vestía la hermosura del alma? ¡Ay,
dolor! Se marchitó la azucena corriendo ábrego, y el color de púrpura de la violeta se
mudó en amarillez.” Luego añade: “Debemos, pues, considerar nosotros que lo que
hemos de ser en algún tiempo, y lo que queramos o no queramos, no puede estar muy
lejos. Porque si excediese nuestra vida a novecientos años y se nos concediese la edad
de Matusalén, con todo eso, toda la longitud de vida pasada no sería nada, pues deja
de ser. Porque entre aquel que vivió diez años, y aquel que hubiese vivido mil, después
que les hubiese venido el fin de la vida y la necesidad irrecusable de la muerte, lo
mismo es; sino que el viejo sale más cargado con mayor manojo de pecados.”
Pues esta fragilidad y brevedad de la vida humana, con ser tan cierta y clara, quiso
nuestro Señor que publicase su Profeta, juntamente con el misterio más escondido e
ignorado del entendimiento humano, que era su encarnación, y el modo de la redención
del mundo, que aun los más altos serafines no conocían ser posible. Porque no acaban
los hombres de persuadirse esta verdad, y conocer la brevedad de la vida, y con verla
acabar cada hora no creen que se ha de acabar en alguna, y con oírlo cada día les es
como un misterio escondido que no acaban de entender. Y así mandó Dios que, como

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cosa nueva, pero de grande importancia, nos la persuadiese y publicase Isaías a
grandes gritos y pregones, para que penetrase los corazones humanos. Oigamos, pues,
de Dios esta verdad: Toda carne es heno, toda edad es breve, todo tiempo vuela, toda
vida se desaparece, y gran multitud de años es grande nada.
Oye también cuánta verdad sea esta de los más experimentados en vivir, qué sienten
de la vida. ¿Acaso te prometes vivir cien años, y que ésa es larga vida? Pues escucha al
Santo Job (7, 16), que vivió doscientos cuarenta y ocho años, y fue el hombre que más
pudo sentir lo que es vivir, así por su prosperidad como por sus trabajos, que parece
alargan más el tiempo, que dice de todos sus años: Nada son mis días, nada dice que
son casi tres siglos de vida. Otras muchas veces habla de la brevedad de la vida,
declarándola con varias comparaciones y metáforas. Una vez dice que eran sus días
más ligeros que un correo que va por la posta, y que se pasaron como una nave que,
pasa de ligero, y como el águila real cuando arrebatadamente se abate a la presa. En
otra parte dice que se pasaron más rápido que el tejedor da una tijerada en la tela. Otra
vez la compara a la hojarasca seca que se la lleva el viento, y a una pajuela seca. En
otro lugar (14, 2) dice que es la vida del hombre como la flor que sale, y luego se pisa,
y que huye como la sombra, sin permanecer en un mismo estado. Tan poco es la vida,
pues por sombra la calificó el Santo Job, aún en·tiempo que era tres o cuatro veces
mayor que ahora.
Y no es maravilla, pues sintieron de ella lo mismo los que la alcanzaron tan larga, que
pasaba de novecientos años, que son los que vivieron antes del diluvio; de los cuales los
más están en el infierno, diciendo lo que refiere el Sabio (Sab. 5, 8): ¿De qué nos ha
servido nuestro orgullo? ¿Qué nos han reportado las riquezas de que presumíamos?
Todo aquello pasó como una sombra, como noticia que vuela; como nave que surca las
aguas agitadas, sin dejar ver el rastro de su travesía ni la estela de su quilla sobre las
olas; o como pájaro que vuela por el aire sin dejar ninguna huella de su vuelo: con su
aleteo bate el aire ligero, lo corta con agudo chillido, se abre camino agitando las alas
y después no descubre la señal de su paso; o como flecha disparada al blanco: el aire
rasgado vuelve a soldarse al instante, sin dejar conocer su trayectoria. Lo mismo
nosotros: apenas nacidos, desaparecemos . Estas son palabras aun de los tristes
condenados que vivieron más de ochocientos años. Y si tan larga vida la tuvieron por
sombra, y juzgaron que apenas habían nacido cuando al momento murieron. ¿cómo
piensas tú vivir mucho, pues en este tiempo es mucho llegar a sesenta años? La vida de
ochocientos años no es más que el revolotear de un gorrión, o el disparar de una saeta,
o, por mejor decir, el paso de una sombra. ¿ Qué piensas que serán cincuenta años que
podrás vivir? Por cierto que a vida más larga, esto es, a todo aquello a que se puede
extender la vida humana, comparó Homero a las hojas de un árbol, que cuando mucho,
duran un verano. Y pareciéndole mucho a Eurípides, dijo que la felicidad humana
bastaba que tuviese nombre de un día. Mas juzgando esto por sobrado, dijo Demetrio
Falereo que le bastaba llamarse no hora, sino momento. Platón tuvo por demasía darla
algún ser; y así se lo quitó, diciendo que era sueño de despierto. Y teniendo esto por

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mucho San Juan Crisóstomo, lo corrigió, diciendo que era, no sueño de gente despierta,
sino de dormida. No parece que hallaban los filósofos ni los santos comparación con que
acabasen de declarar la brevedad de esta vida, porque ni posta por la tierra, ni navío por
el mar, ni ave por el aire pasa con más prisa. Todas estas cosas y otras que se tienen por
veloces no tienen siempre en su ser su velocidad, sin que alguna vez no aflojen o se
paren; pero la carrera o ímpetu de nuestra vida, con que corre a la muerte, aun mientras
dormimos no se para. Y así le parecía a Filemio tan rápido y veloz, que dijo que no era,
esta vida, más que nacer y morir, y que al nacer salimos de un sepulcro oscuro, y que al
morir, nos poníamos en otro más triste y tenebroso.
Pues de esta vida tan breve quita el tiempo del sueño, y quitarás la tercera parte de
ella: quita también el de la niñez y de otros accidentes que impiden el sentido y fruto de
vivir, y pronto te quedarás con la mitad de esa nada que tienes por mucho. En la vida
se cumple bien lo que dijo Averroes, que el tiempo era un ser disminuido en sí, pues
ella, en sí es tan poco, y. de lo que es, se disminuye tanto, pues tantas partes de la vida
se quitan de un punto, que qué es la vida, respecto de la eternidad.
Además de esto, ¿piensas que esa mitad de la vida que sacaste en limpio es cierta?
Engañaste; porque, como dice el Sabio (Qo. 9, 12): No sabe el hombre el día de su
fin; y así como a·los peces, cuando más seguros están, los prenden en el anzuelo, y a
los pájaros en el lazo, así asalta la muerte a los hombres en el tiempo malo, cuando
ellos menos piensan.
Considera, pues, ahora; cuan viles y de poca sustancia sean todas las cosas
temporales, y cuán frágil es toda la gloria del mundo, pues se funda en tan débil
cimiento. Pues todos los bienes de la tierra no pueden ser mayores que la vida: y si ella
es tan poca, ¿qué serán ellos, pues son bienes por ella? ¿Qué puede ser un gusto del
hombre, pues toda la vida del hombre es un sueño, y una sombra, y un cerrar y abrir
de ojos? Si la vida más larga es tan breve, ¿qué puede ser el deleite de un momento,
por el cual se pierde la bienaventuranza eterna? ¿Qué bien puede ser de estima que le
sustente una vida tan desestimable y llena de miserias? Figura de esto es aquella
estatua de Nabucodonosor, que aunque era de metales tan ricos como el oro y plata,
toda se fundaba en los pies de lodo, que dando en ellos una piedrecilla, dio con todo en
tierra. Todas las grandezas y riquezas del mundo tienen por fundamento la vida de los
que las gozan, la cual es tan deleznable, que no digo una piedrecilla, pero un granito de
una uva ha bastado para deshacerla.
Con razón dijo David que todo cuanto es el hombre que vive era universal vanidad;
porque basta la brevedad de la vida del hombre para envilecer y desvanecer cuantos
bienes puede gozar el hombre. Vanas son las honras, vanos los aplausos, vanas las
riquezas, vanos los gustos de la vida, pues es tan vana y frágil la vida, cuya brevedad es
la vanidad de vanidades, pues hace todas las cosas vanas y viles, y así es una vanidad
universal de todas las cosas. ¿Qué caso harías de una torre fundada en la arena
movediza? ¿Y qué seguridad tendrías de lo que llevaba una nave barrenada? No debes,
por cierto, hacer más caso de los bienes de esta vida, pues se fundan en cosa tan

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inestable como ella. ¿Qué puede ser toda la gloria humana, pues la vida que la sustenta
no tiene más consistencia que el humo, según David, o según Santiago, que un
vaporcito que al momento se desvanece? Y aunque fuese de mil años, llegando su fin
es igual con lo que duró un día, porque así la felicidad de la vida larga, como la de la
corta, es humo y vanidad, pues una y otra se pasa, y para en la muerte.
Guerrico, dominicano, gran filósofo y médico, después teólogo, oyendo leer el
capítulo 5 del Génesis, donde la Escritura comienza a contar los hijos y descendientes
de Adán, y el término de que usa es este: Toda la vida de Adán fue novecientos treinta
años, y murió; la vida de su hijo Set fue novecientos doce años, y murió, etcétera, hizo
su cuenta, que si tales y tan grandes hombres después de tan larga vida al fin paraban
en morir, no era justo perder más tiempo en el mundo, sino poner la vida en cobro, de
manera que cuando acá se acabase no se perdiese; y con esto dio consigo en la Religión
de Santo Domingo, y fue de santísima vida.
¡Oh cuan locos son los hombres que, siendo tan breve la vida, tratan de vivir mucho
y no tratan de vivir bien, siendo cosa averiguada, como dijo Seneca, que todos pueden
vivir bien y que ninguno puede vivir mucho por más que viva! Echase de ver más esta
locura con lo que dice Lactancio, que siendo tan breve esta vida, es fuerza que los
males y bienes que hay en ella sean breves, como los males y bienes de la otra sean
eternos. Y queriendo Dios repartir competentemente estos bienes y estos males, ordenó
que a los bienes breves que se gozan en esta vida sucedan en la otra males eternos, y a
los males breves que se sufren aquí por amor de Dios, sucedan bienes perdurables. Y
así, poniéndonos Dios delante esta diferencia de bienes y males, y dejándonos libertad
para escoger la suerte que quisiéremos, es gran locura, por no sufrir tan breves males,
perder bienes eternos; por gustar de bienes tan breves padecer males tan largos que no
tendrán fin.

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CAPÍTULO XIII. Qué es el tiempo, según San Agustín.

1. Veamos también que sintió el gran Doctor de la Iglesia, Agustín, sobre la


naturaleza del tiempo, la cual tuvo en su gran entendimiento tan poca estimación y ser,
que, después de haber disputado con suma sutileza para averiguar lo que es, viene a
concluir que no lo sabe. Lo más que llega a alcanzar, que no hay tiempo largo y que
solamente se puede decir tiempo lo que es presente, que es sólo un momento.
Lo mismo sintió el emperador Antonino en su filosofía, por lo cual dice esta sentencia:
“Si hubieses de vivir tres mil años, y sobre estos otros treinta años, acuérdate que nadie
deja otra vida, sino la que vive de presente. Y así, lo mismo es un espacio larguísimo
de vida que uno brevísimo, porque lo que es presente a todos es lo mismo, aunque no
sea lo mismo aquello que ya pasó. Y así parece que no hay sino un punto de tiempo;
porque no lo pasado ni lo futuro nadie lo puede perder. Porque ¿cómo se puede perder
lo que no se tiene? Por lo cual se deben conservar estas dos cosas en la memoria: Una,
que desde el principio todas las cosas tienen una misma figura y se revuelven en un
círculo, y no hay diferencia del que las esté viendo cien años o doscientos y del que las
viese infinito tiempo. La otra cosa es que aquel que vivió muchísimo y aquel que se
murió luego, pierden lo mismo, porque sólo son privados de lo que es presente, pues
esto sólo tienen: porque lo que no se tiene, tampoco se pierde.” Todo esto dice este
sabio príncipe; porque no haya más sustancia en el tiempo que el momento que es
presente.
Pero advierte San Agustín cuan poco se tiene ese mismo momento presente, pues no
se puede afirmar qué es, y así dice: “Lo presente, para que sea tiempo, es porque
pasa; pero ¿cómo se dice qué es, pues la causa porque es; es porque no será? De
suerte que no diremos con verdad ser, sino porque camina a no ser.” Mira de qué fías
tu felicidad, mira en que columna de bronce colocas tus esperanzas; en una cosa tan
poco constante, que no tiene más consistencia que el dejar de ser, y del mismo venir a
no ser recibe su ser, si tiene alguno. Porque; ¿qué ser puede tener lo que es y no es,
dejando siempre de ser con tanto ímpetu y ligereza, que no le podrás detener que se
pare más de un momento? Pero ni ese momento se para, pues el momento que es está
siempre en perpetuo y continuado curso. Dígame el que está en la flor de su edad: ¿qué
fuerza puede haber que detenga los años de su vida que no corra siquiera un solo día?
¿Qué poder habrá para que el gusto que tuviese una hora se detenga para que no se
haya pasado? Procura asir del tiempo, y no hallarás de qué, porque no se le conoce
bulto; y con todo eso corre con tan gran fuerza, que antes te llevará tras sí que tú le
puedas tener; corre a su fin perpetuamente. Por eso, hablando de la vida el mismo
Santo Doctor, dijo que era su tiempo “una carrera a la muerte”, la cual es tan veloz y
ligera, y mezclada con tantas muertes de un propio hombre, que viene a dudar el Santo
si la vida de los mortales se ha de llamar antes vida que muerte; y así dice: “Desde el
punto que empieza uno a estar en este cuerpo, que ha de morir, siempre se hace en el
él venir la muerte; porque esto obra su mutabilidad por el tiempo de esta vida, si acaso

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se ha de decir vida la que es para que vean la muerte Porque no hay ninguno que
después de un año no esté más cerca de morir que antes del año, y mañana y hoy que
ayer, y ahora que poco antes; porque todo el tiempo que se vive se quita del tiempo de
vivir, y cada día se hace menos y menos lo que queda, de tal suerte que no es otra cosa
el tiempo de esta vida sino una carrera para la muerte, en la cual no se permite a alguno
pararse un poco o irse más despacio, sino todos son apremiados a ir con igual
apresuramiento.”
Luego añade: “¿qué otra cosa se hace cada día y cada momento, hasta que se acabe
de consumar aquella muerte que se obra, y comienza a ser el tiempo que se sigue
después de la muerte, el cual ya estaba en la muerte mientras se le quitaba la vida? De
aquí se sigue que nunca está el hombre en la vida, desde que está en este cuerpo que
muere antes que vive, si juntamente estar en vida y en muerte no puede. ¿Por ventura
está junto en vida y muerte, esto es, en la vida que vive, hasta que toda se le quite, y
en la muerte, porque ya muere a quien se le quita la vida?”
Por esto mismo dijo Quintiliano: “Que por momentos moríamos antes de tiempos”; y
Seneca dice: “Erramos cuando miramos a la muerte que ha de seguirse, como sea así
que ya ha precedido y se ha de seguir: todo lo que f u e antes, muerte es. Y ¿qué
importa que no empieces o que acabes, pues de uno y otro es el mismo efecto de no
ser?” Cada día morimos, cada día se quita alguna parte de la vida; y en el mismo
crecer nuestro descaece y mengua la vida, y este mismo día que vivimos lo dividimos
con la muerte. Bien dijo·quien llamó a la vida de este mundo sueño de una sombra.
También se dice en el libro de la Sabiduría que es nuestra vida un paso de la sombra,
porque la sombra es como una mezcla de la noche y del día. Y así como la sombra se
puede decir que es cierto género de noche, así la vida es cierto género de muerte. Y
como la sombra tiene mezcla de alguna luz, así la vida tiene su parte del morir y su
parte de vivir, hasta que venga a parar en una muerte pura y sólida. Y pues ha de venir
a parar en no ser, será muy poco, principalmente comparado con lo eterno, que
siempre ha de durar.
2. Todo lo que tiene fin es poco, pues viene a parar en nada. Pues ¿por qué quieres
perder lo mucho por tan poco, lo verdadero y muy cierto por lo falso y soñado? Oye a
San Juan Crisóstomo, que dice: “S i porque tuviese solo una noche un sueño alegre,
hubiese de ser atormentado después de despierto cien años, ¿qué hombre hubiera que
apeteciera tal sueño?” Pues ¿cuánta mayor es la distancia que hay de lo verdadero de
la eternidad al sueño de esta vida, de los años eternos del otro siglo a los transitorios de
éste? Menos es esta vida, respecto de la eterna, que una hora de sueño respecto de
cien años de vela, menos que una gota respecto de todo el mar. Prívate ahora de algún
gusto por no estar privado de todo gusto para siempre; pasa ahora algún trabajo
porque no pases eternamente mil tormentos. Porque con razón dijo San Agustín:
“Mejor es una poca de amargura en la garganta, que eterno tormento en las entrañas.”
A todo lo que pasa en tiempo llamó Cristo nuestro Redentor poco (Jn. 16, 16). Poco
llamó al tiempo de su Pasión, con tantos géneros de acerbísimos y muy crueles
tormentos que en ella padeció; poco llamó al tiempo del martirio de los Apóstoles, con

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tan extraños modos de martirios que sufrieron; poco y poquito es cuanto en esta vida
podemos padecer respecto de los años eternos, si bien, como dijo San Agustín, “este
poquito nos parece largo, porque aún estamos en ello; pero cuando se hubiere acabado
echaremos de ver cuán poquito es.” Pongámonos en el fin de la vida, y veremos cuan
pequeña es; y todo lo que en ella parece grande y de cualquier manera, es muy poco
comparado con lo eterno.
A un muy observante y religioso Padre de nuestra Compañía, que se llamaba
Cristóbal Caro, le envió nuestra Señora este recado, que considerase estas dos cosas: “
¡Oh, que mucho!”, y “¡Oh, que poco!”; esto es, lo mucho, que es la eternidad sin fin, y
lo poco, que es el tiempo de la vida: lo mucho, que es Dios poseído para siempre, y lo
poco, que es un contento de la tierra que hemos de dejar; lo mucho, que es reinar con
Cristo, y lo poco, que es servir a nuestro apetito; lo mucho, que es gloria eterna, y lo
poco, que es vivir mucho en este valle de lágrimas. Porque, como dijo el Eclesiástico
(18, 8): El número de los días de los hombres, cuando mucho, son cien años, y son
reputados como una gota de agua del mar y como un granito de arena, así son
pequeñitos los años en el día de la eternidad. Poco parecerá cualquier tiempo para
merecer lo eterno. Con razón San Bernardo repetía a sus monjes aquel dicho de San
Jerónimo: “Ningún trabajo duró, ningún tormento debe parecer largo, con que se
adquiere la gloria de la eternidad.”
A Jacob le parecieron poco siete años que sirvió a Labán, por el amor que tenía a
Raquel. Pues a nosotros ¿por qué nos ha de parecer mucho ningún tiempo por servir a
Dios? Mira a quien sirves tú y por qué; y mira a quien servía Jacob, y por qué tú sirves
al Dios verdadero y por la gloria eterna; Jacob servía a un idólatra engañador, y por una
hermosura caduca. Coteja ahora tus servicios con los de Jacob; mira si ha veinte años
que tu sirves a Dios, como Jacob sirvió a Labán; mira si le puedes decir: De día y de
noche te serví abrasándome con el estío y el hielo, y el sueño se huía de mis ojos, y
así te serví por veinte años en tu casa (Gn. 31, 40). Con esta fidelidad sirvió aquel
siervo de Dios a un pagano. ¿Cómo será que tú sirvas a Dios, si deseas ser su siervo?
Todo te ha de parecer poco, pues sirves a un gran Señor, y por tan gran premio.
Mira en que empleas tus breves años, que siendo cortos para ocuparles en el
merecimiento de una eternidad, se te pasan entre los dedos sin hacer cosa de provecho.
Bien dijo San Agustín que el tiempo de esta vida se significaba en el hilado de las
Parcas, de las cuales fingieron los sabios antiguos que estaban hilando la vida. El tiempo
pasado era lo que estaba revuelto en el uso; el tiempo por venir, lo que quedaba en la
rueca por hilar; y el presente, lo que se pasaba entre los dedos; porque verdaderamente
no sabemos emplear el tiempo, ocupando en él las manos llenas con santas obras, sino
que se nos pasa con pensar en cosas sin sustancia y provecho. Mira que tela tan basta
sacarás de tu vida, pues tan poco cuidas de lograr bien el tiempo de ella, que se pasa
para nunca volver. Mejor declaró David este mal empleo, cuando dijo que nuestros
años meditarán como las arañas; otra letra dice: “Se ejercitarán”; porque las arañas
aun no hilan lana o lino, sino los excrementos de sus entrañas, deshaciéndose y
desentrañándose por urdir su tela, la cual labran con los pies, tan de poca consistencia,

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que en un momento se deshace, y tan de poco provecho, que no sirve sino para cazar
moscas.
La vida del hombre toda está llena de vanos trabajos y fatigas, de varios
pensamientos, trazas, sospechas, temores y cuidados, que la ejer citan grandemente;
encadenando y tejiendo cuidados a cuidados; afanándose siempre por más; no habiendo
bien acabado con una ocupación cuando se embarazan en otras, y todas tan mal hechas
como si las hiciesen con los pies, añadiendo unos trabajos a otros, y trabajo a trabajo,
como la araña añade unos hilos a otros. Ya pensamos cómo se ha de alcanzar lo que
deseamos, luego cómo se ha de guardar, luego cómo se ha de adelantar, luego cómo se
ha de defender, luego cómo se ha de gozar, y todo viene a deshacerse entre las manos.
¡Que trabajo cuesta a la araña urdir su tela! Anda de una parte y de otra, y vuelve a un
mismo puesto muchas veces; consúmese por sacar más hilos de sus entrañas para
formar su toldo, y para ponerle en alto hace muchos caminos. Y habiendo acabado su
obra muy extendida y ancha, con sólo que la toque una escoba cae toda en tierra. Así
son los empleos de la vida humana, de mucho afán y de poca firmeza, quitando el
sueño y llenando de cuidados, para desvanecerse en un punto, gastando lo más de la
vida en trazas y pensamientos vanos. Por eso dijo David que los años de vida
meditaban o pensaban, como las arañas trabajan y se afanan todo el día en formar sus
telas; y así se va la vida del hombre en continuos pensamientos y cuidados de lo que ha
de ser uno, lo que ha de procurar, lo que ha de alcanzar, y todo es vanidad de
vanidades y aflicción de espíritu; y (como dice el Sabio) en las cosas del servicio de
Dios solo se tienen pensamientos y ningunas obras. Con mucha razón dijo Aristóteles
que la esperanza de la vida por venir era un sueño del que vela; y Platón, de la misma
manera, llamó a la vida pasada sueño de gente despierta. Porque así la esperanza
humana como la vida se igualan en esto al sueño, que no tienen consistencia ni ser. Y
ninguno hay que después de haber hecho discurso de su vida pasada no diga que los
sueños y verdades han sido de una misma manera; porque ya no tiene más de lo que
gozó que de lo que soñó, pareciendo todos sus gustos tan breves, que se les han
juntado los fines con los principios, sin dar lugar a los medios.

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CAPÍTULO XIV. El tiempo es la ocasión de la eternidad, y cómo debe el cristiano
aprovecharse de ella.

1. Con ser tan poco y tan deleznable el tiempo, tiene una cosa preciosísima, que es
ser ocasión de la eternidad; pues podemos ganar en poco tiempo lo que hemos de
gozar eternamente, por lo cual es de inestimable valor. Por eso cuando San Juan dijo
(Ap. 1, 3; 22, 10): El tiempo está cerca, en el griego original se dice: La ocasión está
cerca; porque el tiempo de esta vida es la ocasión de ganar la eterna, y pasándose no
tendrá remedio ni esperanza de él. Procuremos emplearle bien y no perder la coyuntura
de bien tan grande, cuya pérdida es irreparable, y la lloraremos con eterno llanto.
Consideraremos que bien es el de la ocasión, y cuan gran sentimiento suele causar el
haberla perdido, para que por aquí conozcamos cómo nos hemos de aprovechar de la
ocasión temporal de nuestra salud eterna; porque no tengamos el arrepentimiento
inconsolable que de no haberla aprovechado tienen los que están en el infierno. Es gran
negocio el de la salvación, y depende de la velocidad del tiempo de esta vida, que es
irrevocable, y muy incierto su término; y así, con cien ojos debemos mirar no se nos
pase ocasión tan importante, y con cien manos la debemos asir.
Conociendo los antiguos la importancia de la ocasión, la fingieron diosa, para declarar
los grandes bienes que trae a los que se aprovechan de ella; cuya imagen adornaban en
esta misteriosa figura. La ponían sobre una rueda que se estaba continuamente
moviendo alrededor, y con alas en los pies, para denotar la velocidad con que se pasa.
No se le veía el rostro, porque le tenía cubierto con el cabello largo, que por la parte
anterior tenía muy poblado y tendido; porque es difícil de conocer cuando viene, pero
cuando está presente tiene de dónde asirse. Mas por la parte posterior de la cabeza
estaba rasa y calva, porque volviendo las espaldas no tiene de dónde la puedan detener.
Ausonio, para significar el efecto que deja a los que la dejaron pasar, que es el
arrepentimiento, añadió que tenía detrás de sí a Metanea, que es la penitencia, la cual
solamente quedaba en pasándose la ocasión; porque es grande el pesar que deja por no
haberse logrado.
Otros figuraron la misma ocasión teniendo las manos ocupadas de grandes dones y
bienes, por los muchos que trae consigo; pero acompañada del tiempo, muy veloz, en
hábito de peregrino, que no sólo con dos, pero con cuatro alas la guiaba, por la prisa
con que se pasa. Por lo cual llamó con mucha razón Hipócrates precipitada a la
ocasión, porque corre con tanto apresuramiento como cae lo que se despeña.
Pongamos en medio de la eternidad el más largo tiempo de la vida humana. Sean cien
años, sean doscientos, como novecientos, como se vivía antes del diluvio. No parecerán
más que un instante. Y quien extendiese los ojos por la inmensidad de la duración
eterna, quedaría asombrado que cosa tan breve, pequeña y precipitada sea ocasión de
cosa tan larga y tan grande y permanente. Hagamos ahora esta consideración: que es
todo el tiempo de esta vida breve para ganar la eterna; y no perdamos tiempo,
principalmente, pues no le tenemos seguro. Y así, aunque estuviésemos ciertos de que

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habíamos de vivir cien años, no habíamos de dejar perder un momento en que no
ganásemos eternidad. Pero estando inciertos de lo que viviremos, pudiendo morir
mañana, ¿cómo nos podemos descuidar, dejando pasar la ocasión de asegurar nuestra
gloria, no habiendo de ofrecérsenos otra semejante jamás?
Si a tan diestro artífice hubiese mandado un gran príncipe, pena de vida, que le
tuviese acabada siempre y cuando se la pidiese, una obra primorosa de su arte, para la
cual era necesario tiempo de un año, pero pudiera ser que se la pidiese antes, ¿cómo
podía descuidarse en trabajar para tenerla prevenida, pues le iba en ello la vida? Pues
si a nosotros nos va la vida eterna en estar en gracia de Dios, teniendo viva su imagen
en nuestra alma, ¿cómo puede haber en esto descuido, dejando pasar la ocasión de
nuestra salvación?
Al tiempo llamaron Teofrasto y Demócrito “preciosísimo gasto”. Terencio dijo:
“Que el tiempo era la primera (esto es, la principal) de todas las cosas.” Zenón decía:
“Que no había cosa que más faltase a los hombres que el tiempo, y que no tenían de
otra cosa más necesidad.” Plinio estimaba tanto el tiempo, que ni un momento de él
quería se perdiese, y así, viendo pasear, a su sobrino, le reprendió diciendo: “Pudieras
emplear estas horas mejor.” Y porque leyéndole uno hizo repetir el mismo sobrino la
palabra de un acento mal pronunciado, pareciéndole, que en aquella repetición se
había perdido algún tiempo, le reprendió de la misma manera. Séneca estimaba el
tiempo sobre todo precio, y así dice: “Hazlo así, y véngate a ti, y al tiempo recógele y
guárdale; porque ¿quién me darás que ponga precio al tiempo?, ¿que estime el día?,
¿que entienda que ha de morir cada día?” Da en estas palabras a entender que debe
ser el tiempo estimado sobre toda estimación y aprecio. Pues si los gentiles, que no
esperaban eternidad que con el tiempo granjeasen, le estimaban en tanto, ¿qué
debemos hacer ahora los cristianos, cuando es el tiempo ocasión de eternidad?
Oigamos a San Bernardo, que dice en esta materia: “No hay cosa más preciosa que
el tiempo; pero, ¡ay dolor!, que no se halla el día de hoy cosa más vil. Pásense los días
de la salud del alma, y nadie repara en ella, nadie se dice a sí mismo que el día se le ha
de acabar y nunca ha de volver.” El mismo Santo, doliéndose mucho de que se
malbaratase cosa tan preciosa, dice: “Ninguno estime en poco el tiempo que se gasta en
palabras ociosas. Dicen algunos: Bien podemos ahora hablar hasta que se pase esta
hora. ¡Oh lastimosa razón! Basta que se te pase la hora, siendo la que te ha dado la
misericordia de tu Creador para hacer penitencia, para adquirir gracia, para merecer
gloria. ¡Oh lastimosa palabra! Mientras se pasa el tiempo, siendo aquel en que puedes
adquirir la piedad divina!” Y en otra parte dice lo que es bien a propósito para
aprovecharnos de la ocasión del tiempo de esta vida; sus palabras son estas: “Mientras
tenemos tiempo obremos bien, principalmente, pues el Señor dijo claramente que
vendría la noche, cuando nadie podrá obrar. ¿Por ventura hallarás tú para buscar a
Dios y para obrar bien otro tiempo en los siglos venideros, fuera del que te señaló Dios
para acordarte de ti? Y por eso es día de salud, porque aquí ha obrado tu salud antes
de siglos, en medio de la tierra. Vete, pues, tú, y espera salud en medio del infierno,
habiéndose obrado en medio de la tierra. ¿Qué posibilidad te sueñas de alcanzar perdón

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entre los ardores sempiternos, cuando se pasó ya el tiempo de tener misericordia? No
te queda habiendo muerto en pecado, hostia por los pecados: no se crucificará otra vez
el Hijo de Dios. Murió una vez, ya no morirá. No baja a los infiernos la sangre que se
derramó por la tierra. Bebiéronla los pecadores de la tierra, y no hay que tomen parte
de ella los demonios para apagar sus llamas, ni los hombres compañeros de los
demonios. Una vez bajó allá no la sangre de Cristo, sino el alma; esto es lo que
tuvieron los que estaban en la cárcel, una sola visita por la presencia del alma, cuando
el cuerpo exánime pendía en la cruz sobre la tierra. La sangre regó la tierra, la sangre se
derramó en la tierra, y como la embriagó; la sangre pacificó a los de la tierra y del
Cielo; pero no a los que estaban debajo de la tierra en los infiernos, sino que una vez
sola fue allá el alma, como dijimos, e hizo en parte redención (por las almas de los
Santos Patriarcas que estaban en el Limbo), para que ni por aquel momento faltaran las
obras de caridad; pero no pasó más adelante. Ahora es el tiempo aceptable y a
propósito para buscar a Dios, en el cual sin duda quien le buscare le hallará; pero si le
busca dónde y cómo conviene.” Esto es de San Bernardo.
2. Considera que tendrás arrepentimiento eterno si no te aprovechas de esta ocasión
del tiempo para merecer el reino de los Cielos, viendo que con tan poca diligencia le
pudiste ganar, y que por gusto tan breve le perdiste.
Esaú, ¿qué rabia y qué furor tenía cuando volvió sobre sí, y vio que su hermano
menor le había llevado la bendición de primogénito, por haberle él vendido la
primogenitura por una escudilla de lentejas? Bramaba y deshacíase de coraje (Gn. 27,
34). Mírate a ti en este espejo, que por un gusto vilísimo y brevísimo vendiste el reino
de los Cielos. ¿Qué harías, si hubieras caído en el infierno, sino lamentar con eternas
lágrimas lo que en un breve tiempo perdiste?
Cam, cuando conoció que él y sus descendientes fueron malditos e infames por no
haberse sabido valer de la ocasión, de la cual se aprovecharon sus hermanos,
habiéndole primero venido a él a las manos, ¿qué sentimiento tendría o debió tener?
(Gn. 9, 25). Mide por aquí el sentimiento que tendrá un condenado que, no
aprovechándose del tiempo de su vida, se ve maldito de Dios por una eternidad; y otros
que fueron menos que él estarán benditos y premiados en el Cielo.
Pues los yernos de Lot, cuando vieron que pudiéndose escapar del fuego,
habiéndoles rogado mucho que se viniesen con él, no lo quisieron hacer, riéndose de
sus consejos (Gn. 19, 14), cuando después vieron que llovía fuego del cielo sobre ellos
y abrasaba toda la ciudad. ¿Qué pesar tendrían de no haberse aprovechado de aquella
ocasión tan buena que se les entró por sus casas? ¡Oh, qué llanto! ¡Oh, qué pena! ¡Oh,
qué rabia! ¡Oh, qué desesperación tendrá un condenado cuando se acuerde que
habiendo sido convidado de Cristo para salvarle en el Cielo vea que sobre sí está
lloviendo eternamente una tempestad de fuego, azufre y tormentos!
Pues el rey Hanón, que tuvo tan buena ocasión de hacer paces con David, porque le
convidó y rogó con ellas, cuando vio arruinar sus ciudades y quemar sus habitantes
como ladrillos en el horno, a otros a trillar, a otros a despedazar (2S. 12, 31), ¿qué

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diera por haberse aprovechado de la ocasión que tuvo de tener amistad con tan gran
rey y poseer en paz su propio reino? Pero ¿qué tiene que ver eso con lo que sentirá el
pecador cuando se vea a sí mismo abrasar en el infierno, y enemigo eterno del Rey del
Cielo, habiendo él perdido el reinar con los Santos? ¿Qué despecho y pesadumbre
tendrá?
El mal ladrón, que fue crucificado con el Salvador del mundo, y tuvo tan buena
ocasión para salvarse como su compañero, y no se supo aprovechar de ella (Lc. 23,
39), ¿cuán grande llanto hará ahora por esto?
¡Y que arrepentimiento, será el del rico avariento, a quien se le entró tan buena
ocasión por sus puertas, pidiéndole Lázaro limosna, con la cual pudiera redimir sus
pecados, y el la dejó pasar, siendo más inhumano que sus perros, los cuales no le
dejaban irse sin lamer primero sus llagas (Lc. 16, 21), usando de misericordia con quien
fue tan poco misericordioso su amo! ¿Qué dirá ahora cuando le falte todo, hasta una
gota de agua, por no haber dado de limosna, siquiera una migaja de pan? ¡Qué
despecho! ¡Qué rabia! ¡Qué desesperación tendrá por no haber logrado tan buena
ocasión para salvarse!
Porque si bien es verdad que todo el tiempo que vivimos es ocasión para alcanzar la
gloria, pero hay en el discurso de la vida particulares sucesos de los cuales depende más
especialmente nuestra salvación; porque en ellos, o desobligamos más a Dios, o le
obligamos. Como lo hizo el Santo José, cuando por no ofender a su Creador huyó de su
ama, dejándole la capa en las manos (Gn. 39, 12). Este fue un acto excelente con que
obligó mucho a Dios, y mereció que le favoreciese tanto como lo hizo. De la misma
manera Susana se aprovechó de una gran ocasión para salvarse con muchos
merecimientos, cuando escogió antes morir, que consentir en aquel torpe gusto con que
la convidaban aquellos dos ancianos (Dn. 13, 23). No se nos ha de pasar coyuntura de
mostrarnos finos con Dios y obligarle con acto heroico, que depende de ocasiones. Por lo
cual dijo el Sabio: No te prives de pasar un día feliz, no dejes escapar un deseo
legítimo. (Qo. 14, 14).
A la ocasión definió Tulio que era parte del tiempo acomodado para hacer alguna
cosa. Mitridates dijo que era la madre de todas las cosas que se han de hacer. Y
Polibio, que era la que dominaba en las cosas humanas. Y no hay duda sino que
ocurren algunas coyunturas que nos dan a las manos, grandes ocasiones de merecer, y
obrar virtudes excelentes y actos heroicos que, si se logran, aseguran mucho nuestra
salvación. Por lo cual ponen algunos, entre otras señales de predestinación, el haber
hecho alguna obra de excelente virtud.
Miremos cómo se han aprovechado algunos de las ocasiones de cosas temporales,
para que seamos nosotros en las eternas no menos solícitos y diligentes. Raquel, ¿con
qué diligencia corrió a encubrir los ídolos (Gn. 31, 34) que llevaba hurtados de su
padre? Abigail, ¿cuán diligentemente procuró salir al encuentro a David (1S. 25, 14)
Por no perder la ocasión de aplacarle? Y sin duda, si se tardara, corrieran evidente riesgo
de la vida ella y su marido, y asimismo toda su familia. Pues Abraham, ¿con qué
solicitud fue a buscar a aquellos cinco reyes que llevaban preso a Lot, su sobrino (Gn.

61
14, 14), porque no se le pasase la ocasión de alcanzarlos? Y Saúl ¿con cuanta presteza
recogió ejército para tener lugar de socorrer a Jabes Galaad? (1S. 11, 6). No nos
importa menos ganar el Cielo: no seamos más tardos en esto que en adquirir las cosas
de la tierra.
Oigamos la diligencia y presteza con que el Sabio nos aconseja que cumplamos la
palabra que se dio a un hombre: Hijo mío, si prometiste por un amigo, clavaste tu mano
en un extraño; enlazado te has en las palabras de tu boca, y cautivo estás en tus
propias razones. Haz, pues, lo que te digo, y líbrate a ti mismo, hi jo mío; porque
caíste en manos de tu prójimo. Discurre apresuradamente, y despierta a tu amigo; no
des sueño a tus ojos, y no dormiten tus pestañas; escápate de la mano como la cabra
montés y como el pájaro de la mano del cazador (Pr. 6, 1).
Los que están obligados al demonio con sus pecados miren con que diligencia deben
escaparse de él, sin perder tiempo ni ocasión; y los que están obligados a Dios por
infinitos beneficios y palabra que le han dado, miren cómo le deben satisfacer,
aprovechándose de todas ocasiones. Apresúrense, como dice el Sabio; no sean tibios y
tardos; no den sueño a sus ojos, ni peguen sus pestañas por escapar del infierno y del
cautiverio de Satanás, sin perder punto ni ocasión. Lástima es que se nos pase alguna
sin aprovecharla; y miseria inconsolable que se nos pase la vida en cosas de la tierra,
sin buscar las del Cielo, siendo ella tan corta y tan breve para merecer lo que es tan
largo y extendido para gozar, como la eternidad. Con razón nos amonesta el Apóstol
(1Co. 7, 29): Esto os digo, hermanos míos: el tiempo es breve; lo que resta es que
los que tienen mujeres estén como si no las tuviesen, y los que lloran sean como
que no llorasen; y los que gozan como si no gozasen; los que compran como si no
poseyesen; los que usan de este mundo como si no lo usasen; porque se pasa la
figura de este mundo. Considerando el Apóstol tanta brevedad del tiempo, quiere que
estemos tan metidos en las cosas de nuestra salvación y de la otra vida, que en las de
este mundo estemos muy superficialmente y enajenados de todas ellas, estando en
ellas y usándolas como si no las usásemos.
Miremos que s i se nos pasa la ocasión del tiempo de esta breve vida, aun la
esperanza de remedio nos ha de faltar en la otra. No carece de enseñanza lo que fingió
la antigüedad, que Júpiter dio a uno un vaso lleno de bienes. El cual, muy contento con
tanta grandeza de don, que contenía cuanto se podía desear, deseó gozarle luego y
habiendo de gozar de los bienes en su sazón y tiempo, y no todos juntos y a bulto,
abrió con imprudencia el vaso para verlos y gozarlos a un mismo tiempo. Pero apenas
le hubo descubierto, cuando todos volaron por el aire y desaparecieron; y por mucha
prisa que se dio a cerrarle, ya se le habían escapado todos. Sólo le quedó la esperanza.
Bien diferente es en esto la ocasión de nuestra salvación, que, aunque está llena de
bienes, pasándose, ni aun la esperanza deja; sino en lugar de ella viene el
arrepentimiento y pesar eterno, y más siendo por culpa.
Cuando el rey Joas hirió la tierra tres veces y el profeta Eliseo le dijo que si la
hubiera herido seis o siete veces, como la hirió tres, acabaría con toda Siria (2R. 13,
19), ¿qué pesar tendría de no haberlo hecho, aunque no tuvo en ello culpa? Porque

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bastaba para su dolor haber tenido ocasión de aquella dicha y no haberla logrado,
aunque sin culpa propia. Pero los condenados miserables, cuando por culpa suya vean
que se les ha pasado la ocasión de bienes tan grandes como son los del Cielo, y que
están ya sin esperanza de ellos, no es creíble el sentimiento que por esto tendrán.

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CAPÍTULO XV. Qué es el tiempo, según Platón y Plotino, y cuan engañoso
sea todo lo temporal.

Para que entendamos más la pequeñez y vileza de todo lo temporal, no quiero


pasar en silencio la descripción que dio del tiempo Plotino, insigne filósofo de los
platónicos; el cual dijo que el tiempo es una imagen o sombra de la eternidad. Lo cual
es conforme a la Sagrada Escritura. Porque fuera de David, que dijo que el hombre se
pasaba en imagen (Sal. 38, 7), esto es, en tiempo, define el Sabio al tiempo diciendo:
Nuestro tiempo es el paso de una sombra (Sb. 2, 5); la cual no es otra cosa sino una
imagen imperfecta, movediza y vana, de una cosa consistente y sólida. Job (8, 9)
también dijo: Como la sombra son nuestros días sobre la tierra. Y el santo profeta
David: Mis días descaecieron como sombra (Sal. 101, 12). Y en otras muchas partes de
la Escritura se usa de la misma comparación para significar la velocidad del tiempo y
vanidad de nuestra vida. Ni es sin misterio repetirse tantas veces una misma
comparación en las sagradas Letras. Y verdaderamente, pocas comparaciones habrá
más proporcionadas para conocer lo que es eternidad y tiempo que la de una estatua y
su sombra. Porque así como estándose quieta e inmoble la estatua por muchos siglos,
sin crecer ni menguar su sombra continuamente se está moviendo, siendo ya mayor, ya
menor, así también, correspondiéndose tiempo y eternidad, la eternidad siempre está
inmoble, firme y fija, sin recibir más ni menos; pero el tiempo siempre se está
moviendo y mudando. Y como la sombra, que a la mañana es grande, al mediodía
menor y a·la tarde vuelve a crecer, sin haber momento en que no se mude, mueva ni
altere, ya a un lado, ya a otro; de la misma manera la vida no tiene punto fijo, siempre
anda en perpetuas mudanzas, y en la mayor prosperidad suele ser más corta.
Aman, el mismo día que pensaba sentarse a la mesa con el rey Asuero, por el cual
había sido ensalzado sobre todos los príncipes del reino, fue ignominiosamente
ahorcado (Est. 7, 10). Holofernes, cuando pensaba tener el mejor día de su vida, fue
miserablemente degollado (Jdt. 13, 10). El rey Baltasar, en el día más célebre que tuvo
en todo el tiempo que reinó, en el cual hizo ostentación de la grandeza de sus riquezas y
regalos, fue muerto de los persas (D n . 5 , 30). Herodes, cuando mostró más su
majestad, para lo cual se vistió de brocado riquísimo de oro y fue aclamado casi por
dios, fue herido mortalmente.
No hay cosa constante en la vida. La luna, cada mes tiene sus mudanzas; pero el
tiempo de la vida del hombre las tiene cada día y cada hora. Ya está uno enfermo, ya
sano, ya triste, ya colérico, ya airado, ya temeroso. Con razón compara Sinesio la vida
al Euripo, que es un trecho de mar que siete veces cada día crece y mengua; porque el
más constante hombre del mundo, que es el justo, cae cada día siete veces (Pr. 24,
16).
La sombra, por donde pasa no deja rastro de sí; y, acabando la vida; quedan los
mayores hombres del mundo como si no hubieran nacido ni vivido en él. ¿Cuántos

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emperadores precedieron en la monarquía de los asirios, tan señores del mundo como
Alejandro, y ya ni de sus huesos se sabe dónde están, ni sus nombres se conocen? Del
mismo Alejandro Magno, ¿qué tenemos sino el retintín de su fama vana? Díganoslo
aquella congregación de filósofos que se juntaron en su sepulcro. Uno dijo: Ayer no
bastó a Alejandro toda la redondez de la tierra; ahora le sobran solo dos varas de tierra.
Otro se admiró diciendo: “Ayer pudo librar Alejandro de la muerte a numerosos
pueblos; ahora no puede ni a sí mismo.” Otro exclamó: “Ayer oprimió Alejandro a toda
la tierra; ahora le oprime a él la tierra y no hay en ella ya huella por donde pasó.”
Además de esto, ¿qué diferencia va de una estatua de marfil o de oro a su sombra?
Aquella es de una sustancia muy preciosa y sólida; esta no tiene ser, ni cuerpo, ni
consistencia. Así, también la vida eterna es preciosísima y de gran momento; mas la
temporal es vana y miserable, sin tener sustancia en cuantos bienes tiene. La sombra
no tiene más ser que ser privación de la cualidad más buena que hay en la naturaleza,
y de la cosa más hermosa del mundo, que es la luz del sol, de la cual está privada para
nunca verlo. Así también, esta vida sin sustancia ni ser es privación de grandes bienes,
por lo cual dijo Job (9, 25) que sus días huyeron y no vieron sus ojos el bien. Esto dijo
aquel que fue rey y gozó de grandes riquezas, tuvo muchos criados y numerosa familia
y todo lo que podía el gusto desear. Con todo eso, dice que en su vida no vio el bien; lo
cual pudo decir con mucha verdad, porque todos los bienes de esta vida no se han de
calificar por tales; y aunque lo fueran, duran tan poco sus gustos, que se puede decir
que no los vemos; y aunque duren, teniendo fin, no son más que si no hubiesen sido.
Como lo confesó aquel caballero llamado Rolando, que después de haber entrado en
una gran fiesta con grandes galas, bizarría y regocijo de todos, cuando llegó la noche,
exclamó amargamente diciendo: ¿Dónde está la fiesta que hoy hicimos? ¿Dónde está la
gloria de todo el día? Como este día se pasó sin dejar rastro de sí, se pasarán los
demás; y así será toda la vida, sin dejar nada de sí sino un eterno pesar. Esta
consideración le bastó sólo para cambiar de vida y entrarse en la Religión, y como en
la sombra no hay luz, sino oscuridad, así esta vida está llena de tinieblas y engaños. Por
lo cual dijo Zacarías que estaban los hombres asentados en tinieblas y en la sombra de
la muerte (Lc. l, 79). Muy engañados vivimos, pues siendo esta vida breve, nos parece
larga, y siendo miserable, estamos contentos con ella, y siendo nada, nos parece todo;
pues no hay trabajo a que no se pongan los hombres por su causa, aún con peligro de
perder la eternidad. Esto, sin duda, es lo peor que tiene la vida temporal, pintándonos
muy hermosos sus bienes para perdernos con ellos, no teniendo en sí sustancia. Por lo
cual dijo Esquilo, no sólo que era sombra la vida, sino sombra del humo que ciega y
tizna y es cosa tan inconstante y vana. Lo cual es también conforme a lo que dijo
David, que sus días se desvanecieron como humo y declinaron como sombra (Sal.
101, 4. 12), juntando en uno la sombra y el humo, dos cosas las más vanas del mundo.
Aún Pindaro lo exageró más, añadiendo que era, no sombra, sino sueño de sombra. ¿Y,
qué es, sino soñar pensar que esta vida es larga, y esperar prosperidad en ella?
Este es el mayor engaño de los hombres, y gran causa de los demás, no acabarse de
persuadir, lo que es la vida y su grande brevedad. Porque a la manera que la sombra no

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es nada menos que la estatua cuya sombra es, pero parécese la estatua y es figura
suya, así también, aunque no es nada menos esta vida que la eternidad, nos parece ser
eterna, como a la verdad sea brevísima. Este es, un engaño muy perjudicial y costoso.
Porque si la vida pareciere lo que es y no nos mintiese, no nos fiaríamos de ella, ni
estimaríamos bien alguno de los que nos promete, pues son tan engañosos e inciertos.
Pero como es imagen y sombra;·no son todas sus cosas sino fingimiento y disimulo,
que prometiéndonos bienaventuranzas, está toda llena de miserias, aunque no las
conocemos. ¡Qué contenta va la doncella a casarse, y cuan en breve llora su estado!
¡Qué gustoso toma el ambicioso su oficio, que le ha de ser semillero de mil pesares!
¡Qué alegría dan las riquezas, que han de ser ocasión de muerte a su poseedor! Engaño
es todo, disimulación, falsedad y daño; pero como frenéticos no sentimos nuestro daño.
¡A cuántas enfermedades del cuerpo está expuesto el hombre, de cuántas imaginaciones
es afligido y engañado, con cuántos trabajos lucha, cuántos peligros del alma y cuerpo
corre, cuántas sinrazones tolera, cuántas injurias padece, cuántas necesidades y
aflicciones! Tal es toda la vida, que le pareció a San Bernardo poco menos mala que la
del infierno, si no fuera por la esperanza que tenemos de otra mejor del Cielo. La
infancia está llena de ignorancia y de temores; la juventud, de pecados; la vejez, de
dolores, y toda edad, de peligros. No hay quien esté contento con su estado, sino quien
quiere morir en vida; de suerte que no puede ser la vida buena sino cuando más se
pareciere a la muerte.
Finalmente, así como la sombra de tal suerte es imagen que tiene todas las cosas al
revés, porque quien se pusiere entre la estatua y su sombra echará de ver que lo que
está a mano derecha de la estatua lo representa la sombra a la izquierda, y lo que está
a mano izquierda lo tiene ella a mano derecha, así el tiempo de tal manera es imagen
de la eternidad, que tiene todas sus propiedades al revés. La eternidad no tiene fin,
pero la vida y el tiempo lo tienen; la eternidad no es mudable, pero no hay cosa más
mudable que el tiempo; la eternidad no tiene comparación por su infinita grandeza,
pero la vida y todos sus bienes son tan cortos y pequeños, que no alzan de la tierra lo
que es un punto.

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LIBRO SEGUNDO.

CAPÍTULO I. DEL FIN DE LA VIDA TEMPORAL.

Consideremos ahora cómo son contrarias a las condiciones de la eternidad las que
acompañan a ésta nuestra miserable vida. Empecemos por la primera, que debe ser
limitada y sujeta a un fin; en el cual dos cosas deben ser consideradas el fin, y la manera
de él; que, tal vez, es una miseria mayor que el fin mismo. Y en verdad, si el final de la
vida cae bajo la elección humana, y si estuviera en el poder del hombre elegir cuántos
años seguiría en la vida, y de qué manera la dejaría, y si pudiera concluir de otra manera
que por la muerte o la enfermedad, pero la consideración de que ella, y todas las cosas
temporales iban a perecer, y por fin tener un fin, sería suficiente para hacernos
despreciarlo, y ese mismo pensamiento ahogaría todo el placer y el contenido que nos
permitiría. Pues, como todas las cosas son de mayor o menor estima, según la longitud y
la brevedad de su duración, así que la vida tiene que terminar, sea de la manera que sea,
es mucho para ser desestimada. Un vaso de cristal, si era tan sólido y duradero como el
oro, era más precioso que el oro mismo; pero siendo frágil y sujeto a ruptura, pierde su
estimación; y aunque por sí mismo puede durar mucho tiempo, sin embargo, siendo
capaz, por algún descuido, de ser roto, se vuelve de mucho menos valor. De la misma
manera, nuestra vida, que es mucho más frágil que el vidrio, está sujeta a perecer por mil
accidentes, y aunque ninguno de ellos ocurra, no podría continuar mucho tiempo, ya que
se consume, necesita, junto con los temporales mercancías que la asisten, sean más
despreciables. Pero, teniendo en cuenta que el fin de ella es por el camino de la muerte,
las debilidades y las desgracias, que son los precursores y preparan el camino para la
muerte, es maravilloso que el hombre, que sabe que debe morir, tiene en cuenta la
felicidad temporal, viendo la miseria en que la prosperidad de este mundo y la majestad
de los más grandes monarcas están por fin para terminar. Donde terminó el rey Antíoco
(2M. 9), señor de tantas provincias, pero en una desconsolada y mortal melancolía; en
un perpetuo despertar, el cual, con falta de sueño, le privó de su juicio; en una grave
tortura corporal, que le obligó a anular sus entrañas por el dolor; en un dolor perpetuo en
sus huesos, que no podía moverse? Y el que parecía mandar las olas del mar, y que
sostenía los extremos más altos de la tierra sobre sus dedos; cuya majestad fue levantada
por encima de todo el poder humano, no pudo entonces conservarse en su propio reino,
ni moverse a un paso del lugar donde lo ponían; el que se vestía con sedas suaves y
sábanas delicadas, aquel cuyas vestiduras eran más fragantes que las más preciosas
especias, echaba ahora tal olor por sus miembros podridos, que nadie podía soportar su
presencia. Y estando todavía vivo, todo su cuerpo se llenó de repugnantes bichos, su
carne se desprendió en pedazos, y sobre todo se quedó distraído en su ingenio, furioso
con el rencor y la locura. Consideremos ahora a Antíoco en toda su pompa y su gloria,
brillando en oro, deslumbrando los ojos de los espectadores con el esplendor de sus
diamantes y joyas preciosas, montado sobre un corcel majestuoso, comandando sobre

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numerosos ejércitos y haciendo temblar la misma tierra debajo de él. Contemplémoslo en
su lecho, exhausto y pálido, con las fuerzas y los espíritus gastados, con su cuerpo
repugnante que expedía gusanos y corrupción, abandonado por su propio pueblo por su
hedor pestilente y venenoso que infectó a todo su campamento y finalmente murió loco y
enojado. ¿Quién, viendo tal muerte, desearía la felicidad de su vida? Quién, a condición
de soportar su miseria, desearía su fortuna? Mira, pues, en qué terminan los bienes de
esta vida. Y como las aguas claras y dulces del Jordán terminan en el barro sucio del Mar
Muerto, y se hunden en aquel asqueroso betún; de modo que el mayor esplendor de esta
vida termina en la muerte y en las enfermedades repugnantes que habitualmente la
acompañan. He aquí en qué sumidero de suciedad terminaron los dos Herodes (Hechos
12, Vide Josephum), los más poderosos príncipes, Ascalonita y Agripa. Este último, que
se vestía con tejidos y se jactaba de una majestad por encima de la humana, murió
devorado por gusanos que, mientras vivía, se alimentaban de su corrupta carne, que fluía
con horrible inmundicia y materia. Tampoco vino el otro, Ascalonita, a terminar sus días
con más alegría, siendo consumido por las alimañas, que poco a poco le privaron de su
vida y reino. El rey Achab (1R. XX), conquistador del rey de Siria y treinta y dos
príncipes, murió herido por una flecha fortuita, que traspasó su cuerpo y manchó su
carro real con su sangre negra, que luego fue lamida por perros hambrientos, como si
hubiera sido alguna bestia salvaje. Tampoco murió su hijo Joram (1R. XXII), una muerte
más afortunada, que fue ejecutado a través del corazón con una espada, y su cuerpo
quedó en el campo para ser devorado por pájaros y perros; faltándole aún siete pies de
tierra para cubrirlo, al que en vida era señor de tanta tierra. ¿Quién habría podido
conocer a César, que lo había visto por primera vez triunfar sobre el mundo conquistado,
y entonces lo contempló jadeando un poco, y su propia sangre, que fluía de veinticinco
heridas abiertas por tantas puñaladas? ¿Quién podía creer que era el mismo Ciro, el que
sometió a los medos, conquistó los imperios asirio y caldeo; el que sorprendió al mundo
con treinta años de éxito de continuas victorias, ahora hecho prisionero y puesto a una
muerte ignominiosa por el comando de una mujer? ¿Quién podría pensar que era el
mismo Alejandro (ver las vidas de Plutarco), que en tan poco tiempo subyugaba a los
persas, a los indios y a la mejor parte del mundo entonces conocido, y después lo
contemplaba embargado por una fiebre en el cuerpo, desanimado en espíritu, secado y
sediento de sed, sin sabor en su boca ni contenido en su vida; con los ojos hundidos, la
lengua pegada a su paladar, sin poder pronunciar una sola palabra? ¿Qué asombro es que
el calor de una fiebre pobre consuma el poder y la fortuna más poderosos del mundo y
que la mayor de las prosperidades temporales y humanas se ahogue por el
desbordamiento de un humor irregular y desordenado?
¡Qué gran monstruo es la vida humana, puesto que consiste en partes tan
desproporcionadas, la felicidad incierta de toda nuestra vida termina en una miseria muy
segura! ¡Cuán prodigioso era aquel monstruo que tendría un brazo de hombre y el otro
de elefante! Un pie de un caballo y el otro de un oso! En verdad, las partes de esta vida
no son mucho más adecuadas. ¿Quién se casaría con una mujer que, aunque de un
cuerpo hermoso y bien proporcionado, tenía la cabeza de un dragón feo? Ciertamente,

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aunque tenía una gran dote, nadie deseaba tal compañía. ¿Por qué, entonces, nos
casamos con esta vida, que aunque parece llevar consigo mucho contenido y felicidad,
no es menos un monstruo; ya que aunque el cuerpo nos parece hermoso y agradable, sin
embargo el final de él es horrible y lleno de miseria? Y, por lo tanto, un filósofo dijo bien
que el fin de las cosas era su cabeza; y como los hombres debían ser conocidos y
distinguidos por sus rostros, así las cosas por su fin; y, por tanto, quien quiera saber lo
que es la vida, vea el fin. ¿Y qué fin de vida no está lleno de miseria? Que nadie se alabe
con el vigor de su salud, con la abundancia de sus riquezas, con el esplendor de su
autoridad, con la grandeza de su fortuna; porque por cuanto es más afortunado, por tanto
será más miserable; ya que toda su vida es para poner fin a su miseria. Por eso, Agesilao,
al oír al rey de Persia, clamó por un príncipe muy afortunado y feliz, reprendió a los que
le alababan diciendo: "Ten paciencia, porque el mismo rey Príamo, cuyo fin fue tan
lamentable, no fue desafortunado a la edad del rey de Persia", dándonos a entender que
los más felices no eran envidiados mientras vivían, a causa de la incertidumbre del fin al
que están sujetos. ¡Cuántos aún parecen más felices, cuya muerte descubrirá pronto la
infelicidad de sus vidas! Epaminondas (Plutarco en el Apocalipsis Graecis), cuando le
preguntaron quién era el mayor capitán, Cabrias Ificrates o él mismo, respondió que
mientras vivían nadie podía juzgar, sino que el último día de su vida cumpliría la
sentencia, y dar a cada uno su debido. Que nadie se engañe al contemplar la prosperidad
de un rico; que no mida su felicidad por lo que ve ahora, sino por el fin, en el cual
concluirá; no por la suntuosidad de sus palacios, ni por la multitud de sus siervos, ni por
la elegancia de sus vestidos, ni por el brillo de su dignidad; sino que espere hasta el final
de aquello que tanto admira, y entonces lo percibirá en el mejor de los casos morir en su
cama, abatido, consternado y luchando con los dolores y las angustias de la muerte; y si
es así, sale bien; de lo contrario, las dagas de su enemigo, los dientes de alguna bestia
salvaje o un azulejo lanzado sobre su cabeza por algún viento violento pueden servir para
acabar con él cuando menos piensa en ello. Esto nos dice la razón, aunque no tengamos
experiencia de ello. Pero lo vemos cada día confirmado por el testimonio de aquellos que
ya están en las puertas de la muerte; y nadie puede juzgar mejor la vida que el que está
de espaldas hacia ella.
Mago, un famoso capitán de los cartagineses y hermano del gran Aníbal, herido de
muerte, confesó esta verdad a su hermano, diciéndole: "¡Cuán grande es la locura de
Gloria en un comando eminente; el estado de los más poderosos está sujeto a las
tormentas más impetuosas cuyo fin debe ser irse a pique y hundirse. Oh ¡cuán vacilante
e incierto es la altura de los mayores honores! Falsa es la esperanza del hombre y vana
Es toda su gloria, afectada de lisonjas fingidas y aduladoras, ¡vida incierta, debido al
trabajo y trabajo perpetuo!, ¿qué me aprovecha ahora para haber puesto fuego a tantos
edificios altos y alcázares, haber destruido tantas ciudades y su gente? ¿Me beneficia
ahora, oh hermano, haber levantado tantos palacios costosos de mármol, cuando ahora
muero en el campo abierto y a la vista del cielo? ¡Cuántas cosas piensas hacer ahora, sin
saber la amargura de tu fin, me verás morir ahora, y sabrás que también me seguirás
rápidamente. "

69
Pero dejemos de mirar a los varios tipos de muerte, que son incidentes a la naturaleza
humana. Consideremos solamente lo que se estima más feliz, cuando no morimos
repentinamente, ni por la violencia, sino por alguna enfermedad que, de manera pausada,
nos acaba. ¡Qué mayor miseria de la vida del hombre, sólo porque es menor miseria!
Pero en sí no lo deja de ser muy grande; porque ¿qué angustias y congojas no pasa quien
de esta manera muere? La muerte debe ser considerada feliz, no porque sea así, sino
porque es menos miserable. ¿Qué pena y aflicción no sufre, quién muere de esta
manera? ¿Cómo le afligen los accidentes de sus enfermedades? El calor de su fiebre, que
le hiela las entrañas; la sed de su boca, que le impide hablar; el dolor de su cabeza, lo que
dificulta su atención; la tristeza y la melancolía de su corazón, procedentes del temor de
que va a morir; además de otros accidentes graves, que suelen ser más numerosos que
los que un cuerpo humano tiene que sufrir, junto con remedios que comúnmente no son
menos dolorosos que las propias enfermedades. A esto se añade el dolor de dejar a los
que más ama; y sobre todo la incertidumbre hacia donde debe ir, al cielo o al infierno. Y
si sólo se dice que el recuerdo de la muerte es amargo, ¿cuál será la experiencia? Saúl,
que era un hombre de gran valor, sólo porque se le dijo que al día siguiente iba a morir,
cayó medio muerto en el suelo con miedo. Porque ¿qué noticias pueden ser más terribles
para un pecador que morir, dejar todos sus placeres en la muerte y dar cuenta a Dios de
su vida pasada? Si se lanzaran lotes, si se le arrancaba la carne con tenazas ardiendo, o si
se hacía rey, ¿con qué temor y ansiedad de espíritu esperaría el asunto? ¿Cómo,
entonces, mirará, que en la agonía de la muerte lucha con la eternidad, y dentro de dos
horas el espacio busca gloria o tormentos sin fin? ¿Qué vida se puede contar feliz, si eso
es feliz que termina con tanta miseria? Si creemos mucho esto, preguntémonos quién
está pasando ahora el trance de la muerte, cuál es su opinión de la vida. Vamos a
preguntarle ahora, cuando se acuesta con el pecho levantado, los ojos hundidos, los pies
muertos, las rodillas frías, el rostro pálido, el pulso sin movimiento, el aliento corto, un
crucifijo en una mano y una candela en la otra; los que le ayudan en su muerte,
diciéndole: "Jesús, Jesús", y aconsejándolo que haga un acto de contrición; ¿Qué diría
este hombre de su vida, sino de cuánto más próspero, mucho más vano y de que toda su
felicidad era falsa y engañosa, puesto que termina así? ¿Qué tomaría ahora por todos los
honores de este mundo? Ciertamente, creo que se separaría de ellos a un ritmo fácil. No,
si hubiesen ofendido al Dios Todopoderoso, daría todo lo que estuviese en su poder para
no haberlos disfrutados, y los cambiaría a todos por una confesión bien hecha. Felipe III.
era de este espíritu, y en ese momento habría cambiado ser monarca de toda España y
señor de tantos reinos en las cuatro partes del mundo, por la llave del portero de algún
monasterio pobre. La muerte es un gran descubridor de la verdad. Lo que tú quisieras
haber sido y no podrás ya serlo, séalo ahora mientras esté en tu poder. Es un tonto si lo
descuidas ahora cuando quieres, y luego deséelo cuando sea demasiado tarde. El que,
hasta la hora de su muerte, ha disfrutado de todas las delicias que el mundo puede darle,
a esa hora que queda con él? Nada; o, si acaso, una mayor pena. Y lo que de todas sus
penitencias y labores sufrió por Cristo, aunque hubiese padecido más que todos los
mártires. Ciertamente, si hubiera soportado más que todos los mártires, entonces no

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sentirá dolor ni pena de todos ellos, sino mucho consuelo. Juzga, pues, si no te conviene
que hagas ahora lo que sabrás mejor haber hecho. Considerad cuán poca sustancia
parecerán todas las cosas temporales, cuando estéis en la luz de lo eterno. Los honores
que te han dado no serán más tuyos; los placeres en los que te has deleitado, no pueden
ser tuyos; tus riquezas deben ser de otro. Veamos entonces si la felicidad de esta vida,
que no es tan larga como la vida misma, sea de ese valor que por su causa debemos
separarnos de la felicidad eterna.
Te ruego que reflexiones sobre lo que es la vida, y qué es la muerte. La vida es el paso
de una sombra, corta, molesta y peligrosa; un lugar que Dios nos ha dado en el tiempo,
para ser merecedor de la eternidad. Considerad con vosotros mismos por qué Dios nos
conduce en el circuito de esta vida, cuando pudo en el primer instante ponernos en el
cielo. ¿Acaso debíamos perder nuestro tiempo y, como bestias, revolcarnos en los
placeres básicos de nuestros sentidos, inventar cada día nuevas quimeras de honores
vanos y frívolos? No, ciertamente, no lo fue: sino que por acciones virtuosas podamos
ganar el cielo, demostrar lo que debemos a nuestro Creador, y en medio de los problemas
y aflicciones de esta vida descubra cuán leales y fieles somos a nuestro Dios. Por esto
nos puso en las listas, para que tomáramos su parte y defendiéramos su honor; para esto
te puso en este ejército y guerra, porque Job dice, "La vida del hombre es una guerra
sobre la tierra" para que aquí podamos luchar por Él, y en medio de Él y de nuestros
enemigos, somos para Él. ¿Sería conveniente que un soldado, en el tiempo de la batalla,
permaneciera desarmado, pasando su tiempo jugando los dados? ¡Y qué risa sería aquel
gladiador romano que, entrando en el lugar de combate, se sentara en la arena y tirara las
armas! Este es el que busca su facilidad en esta vida, y fija sus afectos en las cosas de la
tierra, no luchando por las del cielo, ni pensando en la muerte, donde debe terminar. Una
peregrinación es esta vida; y qué viajero está tan enamorado de los placeres del camino,
que se olvida del lugar adonde va a ir? ¿Cómo puedes entonces olvidar la muerte, a
donde viajas con velocidad, y no puedes, aunque desee, descansar un minuto por el
camino? Por tiempo, aunque contra tu voluntad, te atraerá contigo. El camino de esta
vida no es voluntario, como el de los viajeros, sino necesario, como el de los condenados
sacados de la prisión al lugar de ejecución. A la muerte eres condenado, a dónde vas
ahora; ¿Cómo puedes reírte? Un malhechor, después de pasar la sentencia, está tan
sorprendido con la aprehensión de la muerte, que no piensa más que en morir. Todos
estamos condenados a morir; ¿Cómo, entonces, podemos regocijarnos en aquellas cosas
que debemos dejar tan de repente? ¿Quién, llevado a la horca, podía complacerse con
alguna pequeña flor que se encuentra por el camino, o jugar con el cabestro que iba a
estrangularlo pronto? Desde entonces todos nosotros, incluso desde el instante en que
nacemos, andamos condenados a muerte, y no sabemos si pasamos de allí al infierno (al
menos podemos), ¿cómo podemos complacernos con una flor, o, decir mejor, con la
hierba marchita de algún placer corto de nuestros apetitos; ya que, según el profeta, toda
la gloria de la carne no es más que un poco de hierba, que rápidamente se marchita?
¿Cómo podemos disfrutar de las riquezas, que a menudo aceleran nuestra muerte? ¿Por
qué no consideramos esto cuando estamos seguros de que todo lo que hacemos en esta

71
vida es vanidad, excepto nuestra preparación para la muerte? En la muerte, cuando no
nos queda tiempo ni remedio, demasiado tarde percibiremos esta verdad; entonces todos
los bienes de esta vida nos abandonarán por necesidad, los cuales no quisimos dejar con
mérito.
La muerte es una privación general de todos los bienes temporales; un pillador
universal de todas las cosas, que incluso despoja al cuerpo del alma. Para esto se
compara con un ladrón, que no sólo nos roba nuestro tesoro y sustancia, sino que nos
priva de nuestras vidas. Puesto que, por tanto, debes dejarlo todo, ¿por qué andas
cargado y abrumado en vano? ¿Qué comerciante, sabiendo que tan pronto como llegará
al puerto, su barco y sus mercancías, ambos se hundirán, cargaría a su barco con mucha
mercadería? Al llegar a la muerte, tú y todo lo que tienes, debe hundirse y perecer; ¿Por
qué te haces cargo de lo que no es necesario, sino más bien un obstáculo para tu
salvación? ¿Cuántos, resistiéndose a arrojar sus bienes por la borda en alguna gran
tempestad, han sido, por consiguiente, tanto ellos como los bienes, tragados por el mar
furioso? ¿Cuántos, de un amor perverso a estas riquezas temporales, se han perdido en la
hora de la muerte, y no dejan entonces sus riquezas, cuando sus riquezas los
abandonarán, sino que en ese momento ocuparán sus pensamientos más en ellos que en
su salvación? Por lo tanto, San Gregorio dice: "Nunca se pierde sin dolor lo que con
amor se posee". Umberto escribe acerca de un hombre de gran riqueza que, al caer
desesperadamente enfermo y hasta a punto de morir, trajo ante él su tesoro y plato de
oro y plata, y de esta manera le habló a su alma: Mi alma, todo esto te lo prometo, y lo
disfrutarás todo, si no quieres dejar ahora mi cuerpo, y mayores cosas te daré, ricas
posesiones y suntuosas casas, con la condición de que te quedes conmigo. Pero,
apretándole más su enfermedad, y sin ninguna esperanza de vida, con una gran rabia y
furia cayó en estos discursos desesperados: "Pero puesto que no harás lo que deseo, ni
permanecerás conmigo, te recomiendo a los demonios;" e inmediatamente con estas
palabras expiró miserablemente. En esta historia se puede ver la vanidad de las cosas
temporales, y el daño que reciben de ellas quien las posee con demasiado afecto. ¿Qué
mayor daño que, cuando no pueden servir a nuestros cuerpos, perjudican más a nuestras
almas? Ya que ponen un impedimento a nuestra salvación, cuando nuestras afecciones
están demasiadas fijadas sobre ellas, son un motivo suficiente, no sólo para condenarlas,
sino también para detestarlas. Roberto de Licio escribe que, mientras aconsejaba a un
enfermo que confesara y cuidara su alma, sus siervos y otros domésticos subían y
bajaban por la casa, apoderándose de todo lo que podían; el enfermo se fijó más en lo
que le robaron que en lo que le habló de la salvación de su alma, suspiró profundamente
y gritó, diciendo: "¡Ay de mí! Que han tomado tanto empeño en juntar riquezas, y que
ahora estoy obligado a abandonarlas, y me las arrebatan violentamente ante mis ojos, mis
riquezas, mi dinero, mis joyas, ¿a quién debo dejarlas? Y con estos gritos renunció a su
alma, sin hacer más cuenta de su alma que si hubiera sido un frijol. Vincencio de
Velvacense (Vincen, en Espec. Moral.) también cuenta de quien, habiendo prestado
cuatro libras de dinero, a condición de que a los cuatro años le pagaran doce, estando en
estado de muerte, un sacerdote fue a Él y le exhortó a confesar sus pecados, pero no

72
pudo obtener ninguna otra palabra del enfermo que estas: "Tal persona debe pagarme
doce libras por cuatro"; Y habiendo dicho esto, murió inmediatamente. Mucho a este
propósito es una historia relatada por San Bernardino de cierto confesor, que,
persuadiendo seriamente a un hombre rico, en el momento de su muerte, a la confesión,
no podía obtener otras palabras de él, sino "¿A cuánto se vende la lana, qué precio tiene
ahora?. Y cuando el sacerdote le habló: "Señor, por amor de Dios, deja este discurso y
cuida tu alma", el enfermo todavía perseveraba en informarse de las cosas que esperaba
ganar preguntándole: «Padre, ¿cuándo llegarán los barcos?», ¿han llegado ya?. Porque
sus pensamientos estaban tan completamente ocupados con asuntos de ganancia y de
este mundo, que él no podía hablar ni pensar en nada más que en lo que tendía a su
provecho. Pero el sacerdote todavía le instaba a mirar a su alma y confesar, todo lo que
podía obtener de él era: "No puedo", y de esta manera murió sin confesión.
Este es el salario que los bienes de la tierra otorgan a los que los sirven, que si no los
dejan ni los arruinan antes de morir, entonces están seguros de dejarlos y, a menudo,
amenazan la salvación de quienes los aman. ¡Oh hijos necios de Adán! Esta corta vida
nos es concedida para ganar los bienes del cielo, que durarán eternamente, y lo
gastaremos en buscar a los de la tierra que perecerán instantáneamente. ¿Por qué no
empleamos este corto tiempo para la compra de la gloria eterna, ya que no debemos
poseer más en el más allá de lo que proveemos aquí? ¿Por qué no consideramos esto?
¿Por qué nos ocupamos de las cosas temporales y de los asuntos de esta vida, que nos
vamos a ir inmediatamente, y entrar en una nueva región de lo eterno? Menos son mil
años con respecto a la eternidad, que un cuarto de hora con respecto a tres años. ¿Por
qué somos entonces negligentes en este corto tiempo que hemos de vivir, al adquirir lo
que ha de perdurar por los siglos de los siglos? La muerte es un momento situado entre
esta vida y la siguiente, en la que debemos negociar por la eternidad. No seamos, pues,
descuidados, pero recordemos cuánto importa morir bien, y que nos hemos de morir,
para que viviendo bien muramos bien.
Además de todo esto, aunque se muera la muerte más feliz que se pueda imaginar, sin
embargo, basta con sostener el cuerpo muerto, cuando el alma lo ha dejado, lo feo y
ruidoso de la miserable carcasa, que incluso los amigos huyen de ella, y escasamente se
atreven a permanecer una noche a solas con ella. El pariente más próximo se esforzará
en llevarlo a las puertas, y habiéndolo envuelto, lo arrojará a la tumba, y dentro de dos
días lo olvidará; y el que en la vida podría mantenerse en grandes y suntuosos palacios,
ahora está contento con un alojamiento estrecho de siete pies de tierra; el que descansaba
en camas ricas y delicadas, tiene para el sofá la tierra dura y, como dice Isaías, para sus
polillas de colchón y para sus gusanos de cobertura, sus almohadas, en el mejor de los
casos, los huesos de otros muertos; entonces, amontonando sobre él un poco de tierra y
tal vez una piedra de sepultura, dejan su carne para festín de los gusanos, mientras que
sus herederos gozan de sus riquezas. El que se gloriaba en el ejercicio de las armas y se
deleitaba en las fiestas, ahora está rígido y frío, sus manos y pies sin movimiento y todos
sus sentidos sin vida. El que con su poder y su orgullo pisoteaba a todos, ahora es pisado
por todos. Considérelo ocho días después de muerto, sacado de su tumba, qué espantoso

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y horrible espectáculo aparecerá; y en que difiere de un perro muerto lanzado sobre un
estercolero? He aquí, pues, lo que cuidas; un cuerpo que, tal vez, en un plazo de cuatro
días puede ser comido por los repugnante gusanos. ¿Sobre qué has fundado tus vanas
pretensiones, que no son más que castillos en el aire, fundados sobre una pequeña tierra
que se convierte en polvo, y toda la edificación caerá al suelo? Vea donde termina toda
grandeza humana, y que el fin del hombre no es menos repugnante y miserable que su
principio. Que esta consideración te lleve, como ha hecho a muchos siervos de Cristo, a
despreciar todas las cosas de esta vida. Alejandro Faya (Juan Mayor, verbo Mors, Ex.
12), escribe que, habiendo abierto la bóveda, en la que había enterrado el cuerpo de un
ilustre conde, los que estaban presentes vieron sobre el rostro del difunto un sapo, que,
acompañado de muchos otros insectos sucios y repugnantes, se alimentaban de su carne;
causando tanto horror y asombro, que todos huyeron. Tan pronto como esto llegó al
conocimiento del hijo de aquel conde, que entonces estaba en la flor de su edad, quiso ir
y contemplar el espectáculo; y mirándolo seriamente, dio este discurso: "Éstos son los
amigos que criamos y mantenemos con nuestros manjares, para que descansen sobre
camas blandas, y se alojen en cámaras doradas, adornadas con tapices, y hacerlas crecer
y aumentar con la vanidad de nuestras delicias. Es mejor hacer ayunos y penitencias, y
austeridades en nuestra vida, para que muriendo ellos en vida no nos persigan después en
la muerte." Con esta consideración, abandonó sus posesiones y vanas pompas de la vida,
se fue huyendo, acompañado sólo con un vivo deseo de ser pobre por Cristo, que
representaba la mayor riqueza, llegó a Roma, donde, castigando su cuerpo con mucho
rigor y viviendo en el temor santo del Señor, se convirtió en carbonero, y con su trabajo
sostuvo su pobre vida. Finalmente, llegando un día a la ciudad para vender sus carbones,
cayó con una grave enfermedad que, habiendo soportado con maravillosa paciencia,
finalmente entregó su feliz alma a las manos de su Redentor; y en el instante mismo de
su muerte, todas las campanas de la ciudad sonaban por sí mismas. Con tal milagro el
Papa y la corte romana estaban maravillosamente asombrados, su confesor les relató
todo lo que había sucedido, y les informó tanto de la condición y la santidad del muerto;
y estando al mismo tiempo en Roma algunos caballeros y soldados del mismo príncipe,
que vinieron en busca de su amo, encontrándole muerto, llevaron su santo cuerpo, con
mucha alegría y reverencia, a su país.
La vista del cuerpo muerto de la emperatriz Doña Isabel, esposa del emperador Carlos
V, no tuvo menos efecto en el corazón de San Francisco Borgia, entonces marqués de
Lombay, que fue designado para esperar el cadáver en Granada, donde debía ser
enterrado, y teniendo que entregarlo con el rostro desnudo, según la costumbre, hasta el
fin de que se pudiera ver que era el mismo cuerpo, hizo que la sábana, en la que estaba
envuelta, se abriera, e inmediatamente arrojó un hedor tan horrible, que los que estaban
presentes, incapaces de soportarlo, se vieron obligados a retirarse; y con el rostro tan feo
y deformado, ninguno de los asistentes se atrevió a jurar que era el cuerpo de la
emperatriz. ¿Quién no ve aquí la vanidad del mundo? ¿Qué cosa de más respeto y estima
que los cuerpos de grandes reyes y príncipes mientras viven, y ahora muertos, los
guardias y caballeros que tienen que cuidarles, huyan de ellos? ¿Quiénes son más felices

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que ellos, que tienen la fortuna de estar cerca de sus personas? Se les habla de rodillas,
como si fueran dioses, pero cuando muertos, todos los abandonan, y hasta sapos,
gusanos y perros se atreven a acercarse a lamerles y comerles. Un buen testimonio de
esto fue la reina Jezabel, cuyo cuerpo mimado, adorado mientras vivía, estaba, cuando
muerto, desgarrado ignominiosamente por los perros. Pero para volver a nuestra historia:
el marqués que permanecía solo detrás del resto, comenzó a considerar cómo era una
vez la emperatriz y lo que ahora miraba. ¿Dónde estaba la belleza de esa cara, ahora
convertida en gusanos y putrefacción? Donde esa majestad y gravedad de semblante,
que le hacían reverenciarla, y aquella gente feliz que la contemplaba, pero ahora tan
horrible, que sus más devotas criaturas la abandonaban y le huyen? ¿Dónde está ahora el
cetro real, pero resuelto en suciedad y corrupción? Esta consideración cambió tanto su
corazón, que despreciando lo que era temporal, ahora buscando totalmente lo que era
eterno, determinó nunca más servir a un señor que fuera mortal.
El mismo recuerdo de la repugnancia de un cadáver puede servir para hacernos
despreciar la belleza de lo que se está viviendo, como nos aconseja San Pedro Damián
(Petr. Dam. In Memor. Cap. 23), diciendo: "Si el enemigo sutil te pone delante la frágil
belleza de la carne, envía tus pensamientos al sepulcro de los muertos, y atiende qué se
podrá hallar allí agradable al tacto, o agradable a la vista. Considera ese veneno que
apesta ahora intolerablemente, esa corrupción que engendra y alimenta a los gusanos,
que el polvo y las cenizas secas eran una vez carne blanda y viva, y en su juventud
estaba sujeto a las mismas pasiones que tú. Considérense esos nervios rígidos, esos
dientes desnudos, la posición desunida de los huesos y las arterias y esa horrible
disolución de todo el cuerpo, y por este medio el monstruo de esta figura deformada y
confusa arrancará de tu corazón todos los engaños e ilusiones.” Esto de San Pedro
Damián.
Todo esto es ha de pasar por ti a bien saber; ¿por qué no enmiendas tu maldad? Este
ha de ser tu fin; endereza tu vida y dirige tu vida y acciones. De aquí brotan todos los
errores de los hombres, que olvidan el fin de sus vidas, que deben tener todavía ante sus
ojos, y ordenar los mismos para el cumplimiento de sus obligaciones. Con razón, los
filósofos bracmanes pusieron sus sepulcros todavía abiertos ante sus puertas, para que
por el recuerdo de la muerte pudieran aprender a vivir. En este sentido es ese axioma de
Platón más verdadero, cuando dice, que la sabiduría es la meditación de la muerte;
porque este sano pensamiento de la muerte nos desengaña de las vanidades del mundo, y
nos da fuerza y vigor para enmendar nuestras vidas. Escriben algunos autores que
cuando un determinado confesor (Johannes Brom., in suma. ver. Poenitent. n 12), no
podía alcanzar con sus persuasiones a su penitente a hacer penitencia por sus pecados, se
contentaba con la promesa, de hacer que un servidor suyo le dijese cada noche, cuando
se fuese a la cama, estas palabras: Piensa que has de morir. Habiendo oído a menudo
esta advertencia, y profundamente considerarla consigo mismo en su cama por fin
regresó a su confesor, bien dispuesto a admitir cualquier penitencia que había de serle
ordenada. Lo mismo sucedió a otro, quien, después de haber confesado los crímenes
más atroces al Papa, dijo, que no podía ayunar, ni traer cilicios, ni admitir ningún otro

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tipo de austeridad. Su Santidad, después de haber encomendado el asunto a Dios, le dio
un anillo con este lema: Memento mori; Recuerda que has de morir: con cargo de que
siempre que le mirase leyese las letras y se acordase de la muerte. En unas pocas horas
después, la memoria causó un cambio tal en su corazón, que se ofreció a cumplir con la
penitencia fuese cual fuese que su santidad le impusiese. Por esta razón, parece, Dios
mandó al profeta Jeremías, que debía ir a la casa del alfarero, y que debía escuchar sus
palabras. Bien podría el Señor haber enviado a su profeta a algún lugar más limpio y no
tan cerca del lodo, para recibir sus palabras sagradas, en que tantos hombres se
empleaban todos los días en la suciedad y el barro; pero este caso era el misterio en
particular, por lo que se nos da a entender, que en la presencia de las sepulturas, en el
que se conserva, como en la casa del alfarero, la arcilla de la naturaleza humana, era un
lugar más adecuado para que Dios nos hablara, y así el recuerdo de la muerte podría
imprimir más profundamente sus palabras en nuestros corazones. Por esta causa procura
el demonio hacer que nos olvidemos de ella; porque ¿qué otra causa puede ser que la
sospecha sola de alguna pérdida o daño notable, suele quitar el sueño a los hombres, y
que la certeza de la muerte, que es de las cosas terribles la más terrible, no nos dé
cuidado?

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CAPÍTULO II. Condiciones notables del fin de la vida temporal.

Además del sufrimiento en los que toda la felicidad de este mundo ha de terminar al
final de nuestra vida, tiene otras condiciones más notables, muy dignas de ser
consideradas, y por las cuales podemos considerar los bienes como muy despreciables.
"Ahora vamos a hablar principalmente de tres: En primer lugar, que la muerte es más
infalible, segura, y no hay manera de evitarla. La segunda, que el tiempo es más incierto,
porque no sabemos ni cuándo, ni cómo, sucederá ella. En tercer lugar, que no es sino
una sola, y una vez que se experimenta, no podemos, por una segunda muerte, corregir
los errores de la primera. En cuanto a la certeza y la infalibilidad de la muerte, importa
mucho de qué nos la persuadarnos, porque como es infalible que la otra vida será sin fin,
por lo que es tan cierto que ésta tendrá un fin, y como los condenados están
desesperados de encontrar un fin a sus tormentos, así hemos de estar prácticamente
desesperados de que los contentos de esta vida hayan de durar. Dios no ha hecho una ley
más inviolable que la de la muerte. Porque, habiendo dispensados con otras leyes, y por
su poder omnipotente y placer violadas, por decirlo así, diversos tiempos los derechos de
la naturaleza, que no ha prescindido ni dispensará con la ley de la muerte, sino que más
bien ha prescindido de otras leyes para que ésta esté fundada en vigor; y, por lo tanto, no
sólo se ha ejecutado la sentencia de muerte a los que en rigor deben morir, sino en
aquellos a los que no estaba debida. En la concepción de Cristo nuestro Salvador, esas
leyes establecidas de la naturaleza, que los hombres no estaban por nacer, sino por la
propagación de otros hombres y rompiendo la integridad de la madre, prescindió Dios,
que sus leyes no debían tener aplicación en Cristo, trabajando dos milagros estupendos, e
infringiendo las leyes de la naturaleza, que su hijo pudiera nacer de una madre virgen.
Pero estaba tan lejos de eximirle de la ley de la muerte, aun cuando la muerte no le
pertenecía, como Señor de la ley, y libre de todo pecado, incluso del original, mediante el
cual contrajimos la ley de la muerte; o mejor dicho, antes bien la inmortalidad y los
cuatro dones de la gloria se le debían a su santísimo cuerpo, como el resultado de la clara
visión de su esencia divina, que su alma nunca disfrutó; sin embargo, Dios no cumpliría
con este derecho de la naturaleza, sino más bien milagrosamente suspendido por su brazo
omnipotente esos dones de la gloria de su cuerpo, que le habían de resultar de la gloria
del alma: todo con el fin de que muriere. De este modo, por lo tanto, Dios observa esta
ley de la muerte con tanto rigor, que haciendo milagros porque no se guarde la ley de la
naturaleza en otras cosas, no los hace porque no se guarde la de la muerte, ni siquiera
por su propio hijo, que no se la merecía. Y ahora que el Hijo de Dios ha tomado sobre sí
la redención de la humanidad, para quien, de su infinita caridad, muriera la muerte de la
cruz, faltando esta razón en su Madre santísima, a quien la muerte tampoco era debida
por el pecado original, de la que ella era libre, y aún privilegiándola en otras muchas
cosas, sin embargo, no la quiso eximir de la ley inviolable de la muerte. ¿Qué encanto es
éste, que estamos tan seguros de la muerte, y no la acabamos de entender, ni
convencernos de que es así? Has de morir; persuádete de ello. Una ley irrevocable es
esta, y sin remedio; tú debes morir. El tiempo vendrá cuando esos ojos con los que lees

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esto, se quiebren y pierdan su vista; esas manos, que ahora empleas, estarán sin sentido
o movimiento; ese cuerpo, que mueves de un lugar a otro con tanta agilidad, estará rígido
y frío; esa boca, que ahora da discursos, estará muda, sin aliento o espíritu; y esta carne,
la cual ahora mimas, será consumida y comida por gusanos repugnantes y alimañas. Una
cosa infalible es, que el tiempo vendrá, cuando has de ser cubierto con tierra, tu cuerpo
se pudrirá, y parecerá más horrible, que un perro muerto podrido en un estercolero. El
tiempo vendrá cuando has de ser olvidado, como si tú no hubieses existido, y los que
pasan caminarán sobre ti, sin recordar que un hombre así nació. Considera esto, y
convéncete a ti mismo que morirás, así como los demás; lo que le ha ocurrido a tantos,
te sucederá también a ti; tú que ahora tienes miedo de los muertos, morirás también; tú
que tienes asco de contemplar un sepulcro abierto, donde reposan los huesos putrefactos
y carne de otros, debes descomponerte y pudrirte también. Piensa sobre esto en serio, y
reflexiona con seriedad, ¿cómo has de verte cuando estás muerto; y esta consideración te
dará un gran conocimiento de lo que es tu vida, y te hará despreciar los placeres de la
misma.
En verdad, tal es la condición de la muerte, que aunque fuera solo contingente, y de
ningún modo seguro, sin embargo, sucederá; debiendo hacernos más cuidadosos y
solícitos. Si Dios hubiera en un principio creado el mundo lleno de gente, y antes que
supieran lo que la muerte era, hubiera caído uno enfermo de fiebre pestilente, y sufriera a
los ojos de los demás, los accidentes de esa enfermedad; las calenturas, la sed que le
abrasa, el frenesí que inquieta la mente y el cuerpo, dando vueltas de lado a lado, ese
frenesí que lo saca de su juicio, y lo pálido y débil que está, en su totalidad desfigurado,
luchando con la muerte, y dar el último suspiro: el cuerpo después rígido, frío, e inmóvil;
quedarían todos asombrados de aquella miseria, la que al pasar tres o cuatro días, el
cuerpo empezará a oler corrupto, estar lleno de gusanos y suciedad. Sin duda, una
tristeza mortal se apoderaría de todos ellos, y todo el mundo temería que tan miserable
condición podría sucederles. Y aunque Dios les dijese: “Yo no quiero que todos mueran;
me contentaría con la muerte de algunos pocos”; y no revelase cuáles habían de ser; esto
sería suficiente para hacer que todos temblaran; cada uno de ellos tendría temor de que
fuera uno de ellos el escogido para la desgracia. Si, pues, en este caso, siendo incierta la
muerte, todos temblarían con solo pensar que podrían morir, ¿por qué sigues siendo tan
descuidado, ya que es seguro que todos deben morir? Si la muerte, siendo dudosa,
provoca un terror tal, ¿por qué no temer si es cierta? Es más, si Dios dijese además, que
sólo una de todas las personas en el mundo ha de morir, pero no declara quién es esa, sin
embargo, todos deberíamos temer. ¿Por qué entonces no te da miedo ahora, cuando
todos los hombres deben morir infaliblemente, y tal vez tú el primero? Pero si Dios
debiera ir aún más lejos para revelar el designado para morir, y si él, no obstante, viviese
de esa manera floja y descuidada que tú vives ahora, ¿qué dirán los demás hombres por
tu negligencia y temeridad? ¿Qué iban a decir? Lo cierto es que le dirían: Hombre, que te
has de convertir en polvo, ¿por qué vives de esa manera floja? Hombre, que has de ser
comido por los gusanos, ¿por qué te mimas a ti mismo? Hombre, que te presentarás ante
el tribunal de Dios, ¿Por qué no piensas en la cuenta que se te exigirá? Hombre, que

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estás para el fin, y todas las cosas contigo, ¿por qué haces caso de ellas? Nosotros, sí que
hemos de vivir para siempre, así podemos construir casas, y procurar riquezas, porque
no tenemos otra vida que esta, y nos ha de durar para siempre; pero tú que estás en esta
vida de paso, como un pasajero, y que has de dejar mañana, ¿qué tienes tú que ver con
la construcción de viviendas? ¿Y qué tienes tú que ver con los cuidados y negocios de
este mundo? ¿Por qué te preocupas por las cosas temporales de las cuales, tú no tienes
ninguna necesidad? Cuida de las de la otra vida, en la que has de permanecer para
siempre. Tú, tú eres el que Dios ha diseñado para morir, ¿por qué no lo crees? y si lo
crees, ¿por qué te ríes? ¿por qué te alegras? ¿por qué vives tan a gusto en un lugar donde
estás como peregrino? Déjate de los cuidados de la tierra y mira a dónde has de ir. Tú no
habías de vivir entre nosotros, sino irte a un desierto, y allí disponerte para ese terrible
trance que te espera.
Cada uno, por lo tanto, debe decirse dentro de sí mismo: "Yo soy el que va a morir y
disolverse en polvo, no tengo nada que ver con este mundo y el otro fue hecho para mí,
y yo sólo debo cuidar de que, en este no sea más que un pasajero, y debo, por lo tanto,
considerar la vida eterna, para la cual voy y allí haré mi morada para siempre. Lo cierto
es que la muerte vendrá y me llevará de prisa con ella. Quiero tratar solamente de
disponerme para tan duro golpe, y ya que no existe hombre con poder para liberarme de
él, me limitaré a servir a ese Señor que es capaz de guardarme en modo cierto de ese
peligro inminente. Bueno para este fin, por nuestro desengaño, es la historia expuesta por
Juan Mayor (Joan Major, et Alex Faya tom 2): «Un soldado había servido a un marqués
durante muchos años con gran fidelidad, por lo que, fue favorecido por su señor con un
singular respeto y afecto, el soldado cayó en enfermedad, que apenas llegó al
conocimiento del marqués vino a visitarlo, acompañado con médicos expertos, y,
después de haber preguntado su estado de salud, le habló muchas cosas para su consuelo
y con amabilidad, se ofreció para ayudarle en todo lo que podría para su salud, rogándole
que le pidiese todo, porque sin reparar en gasto ni trabajo se le acudiría con gran
liberalidad. Después de mucha insistencia, por fin imploró el favor de tres cosas: o bien
que le proporcionaría algún medio de escapar de la muerte, que percibía estaba ahora
lista para apoderarse de él; o que le mitigara esos grandes dolores que sufría, aunque
fuese por el espacio de una corta hora; o que, después de que partía de esta vida, habría
de procurarle un buen alojamiento pero por una noche y no más. El marqués respondió
que esto sólo estaba en el poder de Dios, y que le pidiese cosas factibles aquí en la tierra,
y que no iba a dejar de servirle. A quien el soldado enfermo replicó: Ahora, es demasiado
tarde, he perdido todo mi trabajo, y todo el servicio que os he hecho en todo el curso de
mi vida, para ser vano y estéril; y volviéndose a los que estaban presentes, les habló con
mucho sentimiento y lágrimas en los ojos: Mis hermanos, he aquí cómo en vano he
pasado mi tiempo, siendo tan valioso como un diamante, en servir a este amo,
obedeciendo sus órdenes con mucho cuidado y gran peligro para mi alma, que en este
instante es el dolor que más siente mi corazón de ver lo pequeño que es su poder, ya que
en todos estos dolores que me afligen, él no es capaz de darme alivio durante un espacio
de una hora. Por tanto, yo os advierto, que abran sus ojos con el tiempo, y dejen que mi

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error sea una advertencia para ustedes, que se preserven de un peligro tan notable, y que
se esfuercen en este mundo por servir a un señor como el que puede no sólo liberarte de
estas perplejidades presentes, y preservarte de futuros males, pero puede ser capaz de
coronarte de gloria en la otra vida.
Y si el Señor, por la intercesión de sus oraciones, está satisfecho para restaurar mi
salud, yo prometo de aquí en adelante no emplearme al servicio de tan pobre e impotente
amo, que no es capaz de recompensarme; pero todo mi esfuerzo será para servir a Aquel
que tiene poder sobre mí y sobre todo el mundo para proteger con su virtud divina. Con
este gran arrepentimiento murió, dejándonos un ejemplo para valernos de este tiempo,
que Dios nos concede aquí para la obtención de una recompensa eterna.
Pasemos ahora a la segunda condición, que es la incertidumbre de la muerte en cuanto
a sus circunstancias. No hay cosa que sea más seguro que hemos de morir, por lo que no
hay cosa menos sabida de cómo hemos de morir; y como no hay nada mejor conocido
que la muerte viene a apoderarse de todos, así no hay nada menos comprendido de
cuándo y de qué manera. ¿Quién sabe si morirá en su vejez o en su juventud? si por
enfermedad, o golpeado por un rayo? si por el dolor, o apuñalado por puñales? si de
repente o lentamente? si en una ciudad o en un desierto? si dentro de un año o hoy? Las
puertas de la muerte están siempre abiertas, y el enemigo está al acecho continuamente,
y cuando menos lo pensamos viene a asaltarnos. ¿Cómo puede un hombre ser
descuidado como para no prever un peligro que siempre amenaza? Veamos lo que los
hombres hacen por el cuidado de mantener sus cosas temporales, incluso cuando no
corren riesgo. Los pastores cuidan sus rebaños con perros vigilantes, aunque creen que el
lobo esté muy lejos, sólo porque él puede venir; y torres amuralladas se mantienen por
guarniciones en tiempo de paz, porque el enemigo puede acercarse a ellos. Pero ¿cuándo
estamos a salvo de la muerte? ¿cuándo podemos decir que ahora no va a venir? ¿por qué
no nos proporcionamos contra un peligro tan evidente? En ciudades fronterizas,
centinelas velan día y noche, aunque no aparece ningún enemigo, ni ningún asalto se
teme; ¿por qué no siempre velamos, ya que nunca estamos protegidos frente a los
ataques de la muerte? El que sospechara que ladrones entrarían en su casa, velaría toda
la noche, para que no le encontraran desprevenido. Dado que, entonces, no es una
sospecha, pero una certeza evidente, que la muerte vendrá, y no sabemos cuándo, ¿por
qué no siempre velas? Estamos en un continuo peligro, y por lo tanto debes estar
preparado continuamente. Es bueno siempre tener nuestras cuentas hechas con Dios, ya
que no sabemos, pero nos puede llamar con tanta prisa que no tendremos tiempo para
perfeccionarlas. Es bueno jugar un juego seguro y estar siempre en la gracia de Dios.
¿Quién no temblaría de colgar de un hilo sobre un vasto precipicio, de donde si, se
rompiera éste estaría seguro de ser despedazado en mil pedazos, colgando de un soporte
tan débil como un hilo? Este, o en realidad mucho mayor, es el peligro del que está en
pecado mortal, que se cierne sobre el infierno por el hilo de la vida, un hilo tan delicado
que no digo un cuchillo, pero un soplo de viento lo puede cortar y el vaho de un enfermo
le rompe. Maravilloso es el peligro el que corre el que se encuentra en pecado grave,
pues le sobrará a la muerte tiempo para hacer su tiro. La muerte tiene tiempo suficiente

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para disparar su flecha como en el tiempo de una palabra; y en un abrir y cerrar de ojos.
¿Quién puede reír y está satisfecho, mientras que está desnudo y desarmado en medio de
sus enemigos? Entre tantos enemigos está el hombre, como son los caminos a la muerte,
que son innumerables. El estallido de una vena en el cuerpo, la ruptura de una apostema
en las entrañas, un vapor que vuela hasta la cabeza, una pasión que oprime el corazón,
una teja que cae de una casa, un aire penetrante que entra por alguna estrecha grieta;
cien mil otras ocasiones se abren a las puertas de la muerte, y son sus ministros. No es
entonces seguro que el hombre ande desarmado y desnudo de la gracia de Dios en medio
de tantos adversarios y peligros de muerte, que le amenazan a toda hora. Desde el
vientre de nuestras madres estamos con sentencia de muerte, y caminamos hacia la
ejecución, por la culpa que hemos contraído por el pecado original. ¿Quién, siendo
conducido a la ejecución, se entretendría por el camino con presunciones vanas y burlas
frívolas? Estamos todos condenados, que vamos a la ejecución, aunque de diferentes
maneras, lo que nosotros mismos no sabemos: es que algunos vamos por el camino
recto, y algunos vamos con rodeos, pero todos estamos seguros de llegar a la muerte
tarde o temprano. ¿Quién sabe si va en la dirección directa o con vientos en contra? si se
llegará allí pronto, o permanecerá más tiempo? Todo lo que sabemos es decir, que
estamos en el camino, y no muy lejos de allí. Deberíamos, por lo tanto, todavía estar
preparados, y libre de los placeres de esta vida de distracción, para no caer de repente y
sin darnos cuenta de ello. Este peligro de muerte súbita es suficiente para darnos un
disgusto por todos los placeres de la tierra. Dionisio, rey de Sicilia, para desengañar a un
joven filósofo, que pensaba que el rey disfrutaba de la suprema felicidad, pues no le
faltaba nada de su gusto ni regalo, mandó ponerle una mesa real un día, y le sirvió con
todas las variedades de espléndidas comidas y entretenimientos; pero en el lugar donde
estaba sentado, hizo que en secreto le pusiesen un arma de punta afilada para ser colgada
directamente sobre su cabeza, suspendida solamente por el pelo de un caballo. El peligro
era suficiente para hacer que el pobre filósofo se abstuviese de su cena, y no saboreara
un bocado de la fiesta con placer. Tú, entonces, ¿no estás más seguro de tu vida que él?,
¿cómo puedes deleitarte en los placeres del mundo? El que espera a cada momento de la
muerte, no debería en ningún momento gozar de la vida. Esta única consideración de la
muerte, de acuerdo con Ricardo, sería suficiente para darnos un disgusto por todos los
placeres de la tierra. Una mayor peligro o el miedo basta para quitarle el sentido de
alegrías menores; y qué mayor peligro que el de la eternidad?
La muerte es, por lo tanto incierta, para que estés siempre cierto de despreciar esta
vida, y disponerte para la otra. A cada hora estas en peligro de muerte, a fin de que estés
a cada hora dispuesto a dejar la vida. ¿Qué es la muerte, pero el camino hacia la
eternidad? Un gran viaje que has de hacer; ¿por qué no te previenes con el tiempo, y
más cuando no sabes qué tan pronto puedes ser forzado a partir? El pueblo de Dios,
porque no sabía cuándo había de marchar, siempre estaba a punto de camino los
cuarenta años, mientras que permanecieron en el desierto. Tú estés siempre listo, porque
no sabes si partirás hoy. Ten en cuenta, que hay mucho que hacer en morir; prepárate
mientras tienes tiempo, y hazlo bien. Para esto muchos años serían necesarios; por lo

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cual, puesto que no sabes si has de tener un día para prepararte, ¿por qué no comienzas
a disponerte hoy mismo? Si cuando haces un viaje corto, y te proporcionas con todas las
cosas para él, te das cuenta que se te olvidó algo, ¿cómo es posible que pase, que para
un viaje tan largo, como a la región de la eternidad, piensas que estás bien proveído no
habiéndote provisto jamás para él? ¿Quién hay que desee que le coja la muerte habiendo
servido fielmente a Dios por dos años? Si, a continuación, no estás seguro de uno, ¿por
qué no empiezas pronto? No te fíes en tu salud o juventud, pues la muerte nos roba a
traición, cuando menos lo esperamos; porque, conforme a la palabra de Cristo, nuestro
Redentor, vendrá en la hora que no se piensa. Y el apóstol (1Tes. 5, 2) dijo, el día del
Señor vendrá como ladrón en la noche, cuando ninguno le sienta, y cuando el dueño de
la casa se encuentre en un profundo sueño. No te prometas el mañana, porque no sabes
si la muerte vendrá esta noche. El día antes de que los hijos de Israel saliesen de Egipto,
¿cuántos de ese reino, jóvenes príncipes y señores de las familias, se prometieron a sí
mismos a hacer grandes cosas al día siguiente, o, tal vez, dentro de un año, sin embargo,
ninguno de ellos vivió para ver la mañana. Sabiamente Mesadamo, que como escribe
Guido Bituricense, cuando uno le invitó al día siguiente para la cena, respondió: "Amigo
mío, ¿por qué me citas para mañana, ya que desde hace muchos años que no me atrevo
a prometer nada para el día siguiente y a cada hora espero la muerte, ni hay que confiar
en la fuerza del cuerpo, en los años de juventud, en las muchas riquezas, o las
esperanzas humanas ". Escucha lo que Dios dice al profeta Amós (Am. 8, 9): "Sucederá
aquel día-oráculo del Señor- que yo haré ponerse el sol a mediodía y en plena luz del día
cubriré la tierra de tinieblas." ¿Cuál es la puesta del sol al mediodía, pero cuando piensan
que están en medio de su vida, en la flor de su edad, al que espera vivir muchos años,
posee una gran riqueza, para casarse con mujeres ricas, para brillar en el mundo, a
continuación, viene la muerte y ensombrece el brillo de su día con una nube de tristeza;
como sucedió en la historia relatada por Alejandro Faya: (tom. 2.). Ladislao, rey de
Hungría y de Bohemia, envió una embajada muy solemne a Carlos, rey de Francia, para
que trajesen y sirviesen a una hija suya que estaba ya desposada con el príncipe, su hijo.
El principal embajador elegido para este viaje, era Udebrico, Obispo de Passau, en
Baviera, para cuyo acompañamiento fueron seleccionados doscientos hombres
principales de Hungría, doscientos de Bohemia, y doscientos más de Austria, todas
personas de nacimiento eminente y nobleza, tan ricamente revestidos y en tan elegantes
carruajes, que parecían como príncipes. Con ellos, el obispo añadió un centenar de
caballeros, escogidos de sus propios súbditos; de modo que salieron de Francia
setecientos caballeros en la compañía, ricamente ataviados; y para mayor pompa y
magnificencia de la embajada, salieron con cuatrocientas hermosas damas, en suntuosos
hábitos, y adornadas con joyas muy costosas: las carrozas que les llevaban fueron
forradas de oro e incrustadas de piedras de valor. Además de todo esto eran muchos
regalos y prendas ricas de inestimable precio, que trajeron con ellos para los presentes.
Pero el mismo día en que esta gloriosa embajada entró en París, antes de que llegaran al
lugar designado para su recibimiento, un mensajero llegó con la noticia de la muerte del
príncipe desposado. Tal era el dolor que sacudió el corazón del rey de Francia ante la

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noticia tan inesperada, que no podía ni dar una respuesta a la embajada, ni hablar con el
embajador, o los que le acompañaban, y se fueron de París tristísimos, cada uno
regresando a su propia casa. De esta manera, Dios sabe cómo, por medio de la muerte,
puede llenar la tierra con la oscuridad y la tristeza en el día de mayor brillo, mientras
hablaba por su profeta.
Desde entonces, porque no sabes cuando has de morir, piensa que debes morir hoy, y
estar siempre preparado para lo que pueda suceder alguna vez. Confía en la misericordia
de Dios, e implórala sin cesar, pero no presumas de aplazar tu conversión un momento.
¿Qué sabes si te dará tiempo para que la puedas invocar, o si después de invocada
merecerás ser oído? Sábete que la misericordia de Dios no está prometida a los que se
fían de ella para pecar con esperanza de perdón, sino a los que temiendo la justicia divina
cesan de pecar. Por lo cual, dice San Gregorio (Greg, en Moral.): "La misericordia de
Dios Todopoderoso se olvida de aquel que se olvida de la justicia de Dios
omnipotente: porque no podrá hallar a Dios misericordioso quien no le teme justo"
Por ello, tan a menudo repite la Escritura, que "la misericordia de Dios es para los que le
temen." Y en una parte se dice: "La misericordia del Señor, desde siempre y para
siempre, está sobre los que le temen." Y en otra: "Como el padre tiene misericordia de
su hijo, tiene el Señor misericordia de los que temen." Otra vez dice: "De acuerdo con
la altura desde la tierra al cielo, corroboró su misericordia sobre los que le temen." Por
último, la misma Madre de la misericordia dice en su canto divino: "La misericordia del
Señor es de generación en generación a los que le temen." Ves, entonces, que la
misericordia divina no se promete a todos, y que has de seguir excluido de ella mientras
te presumieres de ella, y no temieras su justicia. Y ¿qué temor de su justicia será,
cuando, a sabiendas de que puedes morir hoy, dilatas tu conversión para después de
algunos años, cuando los vicios no tanto los dejes tú, cuanto ellos te dejarán? Mira lo que
San Agustín dice: "La penitencia de la muerte es muy peligrosa, porque no se halla en
la Santa Escritura sino uno, a saber, el buen ladrón, que en su muerte tuviese
verdadera penitencia. Este se halla, para que nadie desespere; pero hallase solo, para
que nadie presuma; porque en el hombre sano la penitencia es sana, en el enfermo
enferma, en el muerto, muerta.". Muchos han tratado con Dios como el Rey Dionisio lo
hizo con la estatua de Apolo, de la cual, tomó su manto de oro macizo, dijo: "Esta capa
no es para el verano ni el invierno, porque para el verano es demasiado pesada, para el
invierno demasiado fría": por lo que algunos no hallan tiempo para el servicio del Dios
Todopoderoso. En la juventud suelen decir, es demasiado pronto, y que deben permitirse
el tiempo de libertad y de placer: que cuando sean viejos, en verdad pensarán en la virtud
y la modificación de su vida; que el vigor de la juventud no debe ser debilitado con las
austeridades de la penitencia, que los hacen enfermos e inútiles el resto de sus vidas;
pero, al llegar a la vejez, si por casualidad la logran, tienen entonces muchas excusas, y
fingen no tener salud y la fuerza para llevar a cabo sus penitencias. De esta manera
quieren engañar a Dios Todopoderoso, pero ellos mismos siguen siendo engañados. Para
el Apóstol Santiago esta forma de expresión no le parecía bien: "Mañana iremos a tal
ciudad, y allí estaremos un año;" porque no sabemos lo que será mañana. Si, a

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continuación, en las cosas temporales que no sea bueno que decir, voy a hacer esto
mañana, lo será en procurar la salvación de nuestras almas, por decir, diez o veinte años,
por lo tanto, cuando sea viejo (que quién sabe si es que alguna vez será), voy a
continuación, sirven a Dios y se arrepienten? Pues si aun hablando de cosas temporales
no es bueno decir mañana lo haré, el procurar la salvación del alma ¿cómo puede decir
uno de aquí a diez años o veinte, cuando sea viejo, pues quizá nunca lo será? En este
error estaba San Agustín (Augst. Confess.) como él mismo confiesa: "me sentí", dice,
“que era detenido, y muchas veces me repetía estas palabras: Miserable desgraciado,
¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo?. Mañana, y mañana; ¿por qué no será esta hora el fin de
mi mala vida? Esto, decía, y lloraba con muy amarga contrición de mi corazón".
A esta incertidumbre de la muerte es que se añade la tercera condición de ser sólo una,
y sólo una vez para ser juzgado; de manera que el error de morir enfermo no puede ser
modificado por el bien morir otra vez. Dios le dio al hombre sus sentidos, y otras partes
de su cuerpo duplicó; le dio dos ojos, que si uno fallaba, podría acogerse al otro; le dio
dos orejas, que si una ensordecía, la otra asumiría el defecto por la otra; le dio dos
manos, que si una se perdía, sin embargo, no estuviese perdido por completo; pero de la
muerte, le dio una, y si esa sale mal, todo está en ruinas. Una terrible causa! que la cosa
de más importancia que tenemos, que es el morir, no tenga ninguna prueba, ni
experiencia, ni remedio! ¡Que se haya de hacer de una sola vez, en un instante, y en ese
instante pende toda la eternidad, en la que, si se yerra la primera vez no se puede
enmendar su yerro. Plutarco escribe de Lámaco, el centurión, que, reprende a un
soldado por algún error cometido en la guerra, el soldado le prometió que no lo haría
más; a quien el centurión discreto respondió: Tú lo dices así, porque en la guerra el daño
que sigue al primer error es tan grande, que no puedes errar dos veces. Y si en la guerra
no se puede errar dos veces, en la muerte no se puede errar una sola vez, siendo el error
completamente irreparable. Si un campesino ignorante, que nunca ha disparado un arco,
recibe una orden de disparar a una marca muy distante, con la condición, de que si
dispara bien, sería altamente recompensado con muchos regalos nobles y ricos, pero si lo
errase en el primer disparo, sería quemado vivo, ¿en qué aflicción se vería, cuán
acongojado estuviera, pues estaba forzado a hacer una cosa de esa dificultad, en la cual
no tenía ninguna habilidad, y que el fallo le iba a costar tan caro como su vida; pero
sobre todo que era sólo una vez para ser ensayado, sin la posibilidad de la reparación de
la primera falla por un segundo tiro? Este es nuestro caso. No sé cómo estamos tan
risueños; nunca hemos muerto; no tenemos ninguna experiencia o habilidad en una cosa
de tan gran dificultad; sólo una vez hemos de morir, y en la que todo está en juego, ya
sea eternidad de tormentos en el infierno, o de la felicidad en el cielo: ¿cómo vives
entonces tan descuidado y olvidadizo de morir bien, ya que para ello nacimos, y no
tenemos sino una vez para probarlo? Esta acción es la más importante de toda nuestra
vida, que es pasar en la presencia de Dios y los ángeles; sobre ella depende toda la
eternidad, y, si se perdió, es sin reparación o modificación. Las acciones humanas que se
repiten son de tal condición, que si salió mal una, otra podrá salir bien, y lo que se perdió
en una, se puede ganar en otra. Si un rico comerciante tiene este año un barco hundido

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en el océano, otro puede llegar al siguiente, cargado de riquezas tales como puede
recompensar la pérdida del primero. Y si un gran orador fracasa en su discurso y pierde
su credibilidad, él puede con otro recuperarla; pero si fallamos una vez en la muerte, la
pérdida no vuelve a ser restaurada. Lo que es único, es digno de más cuidado y estima,
debido a que la pérdida del mismo es irreparable. Veamos a continuación, el valor del
tiempo de esta vida, ya que no hay otra para ganar la eternidad; estimemos el tiempo, en
el que podemos practicar una preciosa muerte, o, para decirlo mejor, en una vida y
muerte preciosísima; aprendiendo en la vida cómo morir. Fue así dicho por un médico
piadoso: Si los que han de ejecutar algún oficio, o realizan algún asunto de importancia, o
si no sea más que de placer, como bailar o jugar al tenis, sin embargo, estudian primero
antes de que lleguen a hacerlos; ¿por qué no entonces estudiar el arte de morir, lo que,
para hacerlo bien, es una acción más difícil e importante que todos las demás? Si un
hombre se viera obligado a saltar un salto muy dificultoso, con la condición de que si lo
realizare bien, le diesen un reino rico, pero si saltase mal, sería hecho esclavo y
encadenado a un remo de por vida; sin lugar a dudas este hombre usaría mucha
diligencia en la preparación de sí mismo para una empresa tan peligrosa, ya que a
menudo practicar antes de una acción de tan gran consecuencia es necesario, a partir de
tan diferentes fortunas que se pueden adquirir. ¿Cuánto más diferente son las que se
esperan de tan gran salto de partir de la vida a la muerte, ya que los reinos de la tierra, en
comparación con el del cielo, son basura y desperdicios, y el tirón de un remo en las
galeras, en comparación con el infierno, es la gloria? Cuando el salto es grande y
peligroso, el que ha de saltar, acostumbra a comenzar más atrás, ya que puede saltar más
lejos y con mayor fuerza. Por lo tanto, conociendo el peligro de que el salto de la vida a
la muerte, para que podamos llevar a cabo lo mejor, debe comenzar la carrera desde
atrás, incluso desde el comienzo de nuestra corta vida y de nuestro primer uso de la
razón, tan pronto como conocemos que la vida que vivimos es mortal, pues al final de
ella tendremos una gran deuda que pagar, pagando el principal e intereses cuando menos
lo pensamos de él. San Juan el Limosnero se refiere, que en la antigüedad, cuando se
coronaba un emperador, los principales arquitectos le presentaban algunas piezas de
varios tipos de mármol, para que tomara la decisión de cuál mejor le complacía para su
sepultura, dándole de esta manera de entender , que su reinado iba a durar tan poco
tiempo, que era conveniente para él de inmediato comenzar su tumba, con el fin de que
pudiera estar terminada antes de que llegase el fin de su vida, y que con todo no podía
gobernar bien a sus vasallos, a menos que él primero se gobernara a sí por el recuerdo de
la muerte. Las otras personas presentes también eran amonestadas por este misterio, que
tan pronto como tenían uso de la razón comenzaban a prepararse para la muerte, y que
en la preparación para ese fin consistía el buen gobierno y la perfección de la vida. "Una
vida perfecta (Dice San Gregorio, 12. Moral.) es la meditación de la muerte:" Aquel tiene
la vida perfecta, que la emplee en el estudio de la muerte; vive así, quien aprende a morir
bien; y el que no lo sabe, no sabe nada; todas las otras ciencias le serán de poco
beneficio. ¿Qué le aprovechó al gran Aristóteles todo cuanto estudió y todo cuanto supo?
Nada; así lo confesó el mismo, al estar cerca de su muerte, cuando sus discípulos le

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rogaban, que en su tiempo de vida les otorgara unas lecciones justas y frases sabias, pues
tantas había dicho y escrito en vida, ésta fue su respuesta: "Entré en esta vida en la
pobreza, viví en la miseria, y muero en la ignorancia de aquello que más me convenía
saber". Dijo así, pues nunca había estudiado la forma de morir. Muchos discípulos tenía
Aristóteles en las ciencias que él conocía, muchos le seguían en sus opiniones, pero
muchos más los que lo imitaban en el desconocimiento que tenía de la muerte.
Ganemos el tiempo, en el cual podemos obtener la eternidad; porque una vez perdido,
perderemos el tiempo de esta vida y la eternidad de la otra. ¿Cuántos millones se
encuentran ahora en el infierno, que, mientras estaban en este mundo, despreciaron el
tiempo y ahora padecieran por un millón de años, todos los tormentos de los condenados
en el infierno porque les diesen un instante de tiempo, en que pudiese ganar la vida
eterna de la gloria haciendo penitencia, y no tendrán remedio? Y sin embargo, tú
desperdicias no sólo instantes, pero horas, días y años. Considera lo que un alma
condenada daría por alguna parte de ese tiempo que tú pierdes. Guárdate que de aquí en
adelante, cuando no habrá reparación de ese momento que tú ahora tan ricamente
desperdicias, no sea el mismo dolor y amargura de los tontos, que buscan
entretenimientos vanos para pasar el tiempo, como si el tiempo se detendría, si no
encontraran pasatiempos para pasar el tiempo. El tiempo de esta vida se deja atrás, y tú
no quieres adquirir la otra. Considera cómo puedes por el tiempo ganar la eternidad; no
mires la pérdida del tiempo como pérdida de tiempo, sino de eternidades; en un instante
de tiempo puedes ganar infinitos instantes de lo que puedes disfrutar para siempre. ¿Qué
tan pequeño un precio para la eternidad es nuestro tiempo en esta vida, que pasa con
más rapidez que el viento? Considera con qué velocidad viene la muerte que te persigue;
no pierdas un momento, ya que mientras duermes está en plena carrera; sin embargo, ¿te
atreves a desperdiciar el tiempo?. Duermes, dice San Ambrosio (Ambr. In Ps. Tu dormis,
et tempus ambulat), y el tiempo anda. No estés un instante parado, pues puedes con él
ganar más cielo. El tiempo, como dice Nacianceno, es el mercado o feria de la eternidad.
Atrévete, a continuación, mientras dure, para conseguir una buena ganga; pues esta vida
una vez pasada, no hay más oportunidad para merecer, y el tiempo señalado para
adquirir es más corto, y la ganancia y el beneficio es eterno. Escucha lo que un pagano te
enseña, que no sabía que de este bien del tiempo de ganar en él la eternidad, y sin
embargo, habla de esta manera (Senec. Ep. 118): "La naturaleza no otorgó tiempo sobre
nosotros con liberalidad como para que perdamos la menor partecita de él, y considera
cuánto tiempo pierden también los más diligentes; a algunos los ocupa parte de su tiempo
el cuidado de su salud, o de sus amigos, algunos de sus deseos personales, algunos se
emplean en sus asuntos públicos; también el sueño nos divide la vida. Pues de este
tiempo tan corto y rápido, ¿en qué nos beneficia pasar la mayor parte en vano?". El
mismo autor nos informa también, que nos esforzamos por superar la rapidez del tiempo
con nuestra diligencia en el uso y el empleo del bien. Sin conocimiento de fe dijo esto
Seneca, sin saber que con un instante de tiempo se podría obtener una eternidad de
gloria, ¿qué debemos hacer nosotros con la luz del cielo, y el conocimiento de la felicidad
eterna que tenemos, y con las amenazas de los tormentos eternos? Vivamos siempre

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muriendo, y pensemos en cada instante que es nuestro último, así que no hemos de
perder este tiempo que es tan precioso, y por el cual podemos obtener lo que es eterno.
Llamemos a la mente lo que se dice por San Juan Clímaco (Clím. grad. 6): "El día de
hoy no está bien pasar, sin pensar que sea el último de nuestra vida. Aquel es bueno
que cada hora aguarda la muerte, pero aquel es santo que todas las horas la desea ".
Por lo menos, vamos a comportarnos nosotros mismos como mortales, y vamos a
creer que somos así, mostrando por nuestras obras que conocemos que hemos de morir.
Pidamos a Dios, lo que oró David (Sal. 39, 5): "Señor, hazme saber mi fin." Está claro
que hemos de morir; está claro que nosotros no sabemos cuándo; está claro que hemos
de morir, pero una sola vez; pero es mucho más, como señala San Ambrosio, cuando
Dios nos lo dice que cuando lo inferimos nosotros mismos. Persuadámonos de esta
verdad, y no dejemos que el tiempo se deslice entre nuestras manos, que una vez pasado
nunca volverá. Avergoncémonos en el consejo de un pagano, Marco Aurelio, el
emperador, que nos aconseja proceder siempre constante en las acciones virtuosas
(Anton, lib. 2, en Princip). "Reflexiona", dice él, "en el final de ese tiempo que te ha sido
asignado, que si tú no gastas en la adquisición de la paz de tu mente mientras vives,
pasará y nunca volverá a ti estando muerto; cada hora aplica tu mente para marcar en
serio lo que obras con tus manos, y hazlo con precisión, con fortaleza, como
corresponde a un romano, con una gravedad no fingida, humanidad, liberalidad y justicia,
y mientras tanto, retira tu mente de todos los demás pensamientos, lo cual harás
fácilmente de tal manera si hicieres cualquier obra y negocio, sin mezcla de vana gloria,
como si fuera el último de tu vida." Este es un consejo admirable, que ya sabes que has
de morir, y lo sabes, haz cada obra como si fuera la última que acabándola de hacer
hubieses de expirar. Procura dejar los pecados y malas inclinaciones; dejar los
pensamientos de la tierra, y elevar todo tu corazón y afectos al cielo, y allí colocar tus
pensamientos, en posición vertical y en Dios omnipotente. Un árbol torcido, cuando lo
cortan, se cae de ese modo a donde estaba inclinado. Si uno no se dobla hacia el cielo
mientras vive, así puede caer en la muerte?
Es mucho más de temer el infierno.

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CAPÍTULO III. De ese momento el cual es el medio entre el tiempo y la eternidad,
qué momento, siendo el final de la vida, por lo tanto, es el más terrible.

Deberíamos entonces considerar seriamente (que sin duda es un asunto de gran


asombro) todo lo que es en aquel momento de la muerte, por lo que el tiempo de esta
vida solamente fue concedido para nosotros, y sobre el cual depende la eternidad de la
otra. ¡O el punto más terrible, que es el fin del tiempo y principio de la eternidad! ¡O
instante más temible, en el cual se cierra el plazo de esta vida, y se determina el negocio
de nuestra salvación! ¡O momento del que depende la eternidad, ¿cómo te convenía
tenerle en tus pensamientos, para que no estés después (cuando ya es demasiado tarde)
con el arrepentimiento y sin utilidad alguna! ¿Cuántas cosas han de pasar en ti! En un
instante se acaba esta vida, y en él se revuelven todas las obras de ella, se da la sentencia
que ha de ejecutarse por toda la eternidad. ¡O último momento de la vida, y primer lugar
de la eternidad, que terrible es el pensamiento de ti, ya que en ti no sólo la vida se pierde,
pero se da cuenta de ella, y se entra en una región que no conocemos! En ese momento
dejaré de vivir, en ese momento tengo que ver a mi Juez, quien deberá poner todos mis
pecados delante de mí, con todo su peso, número y magnitud. En el que se me hará una
cuenta estricta de todos los beneficios divinos otorgados a mí; y en él un juicio pasará
sobre mí, ya sea para mi salvación o la condenación eterna. Lo maravilloso es que, en
asunto de tan gran importancia, ya no hay más tiempo asignado que el espacio de un
instante, ni hay lugar para la respuesta, la intercesión de amigos, o apelar! ¡O temeroso
momento, sobre el que tanto depende! ¡O más importante instante del tiempo y de la
eternidad! Admirable es la alta sabiduría de Dios, que ha colocado un punto en el medio
entre el tiempo y la eternidad, al que todo el tiempo de esta vida hace referencia, y sobre
el cual toda la eternidad de la otra depende. ¡O momento, que ni eres tiempo ni eres
eternidad, sino horizonte de ambos, que partes lo temporal y lo eterno! ¡O estrecho
momento! ¡O punto más dilatado, en el que tantas cosas se podrán concluir, de manera
estricta una cuenta debe ser dada, y donde tan rigurosa sentencia será pronunciada, para
siempre estar en vigor! Un caso extraño, que el negocio de la eternidad se ha de resolver
en un momento, y no hay lugar permitido para la intercesión de amigos o nuestra propia
diligencia. A continuación, será en vano implorar a los santos en el cielo, o los sacerdotes
en la tierra; ni aquellos intercederán por ti, ni éstos te darán la absolución; porque el rigor
del juez, en ese instante en que expiras, no permite ninguna misericordia. San Juan dice
(Ap. 20.): Que de la presencia del Juez huirá el cielo y la tierra. ¿A dónde quieres huir a
continuación, qué podrás tú hacer, siendo la persona contra la que se inició el proceso?
Por lo tanto, se dice, que el cielo y la tierra huirán, ya que ni los santos del cielo habrían
de favorecerte con su intercesión, ni pueden los sacerdotes de la tierra ayudarte con los
sacramentos de la iglesia. No habrá lugar para nada que te pueda ayudar. ¿Qué diera
entonces un pecador por poder pedir una confesión cuando ya es demasiado tarde? Eso
que ahora te sirve, y tú desprecias no podrás hacerlo. Prevente en tiempo, mientras que
te puede hacer uso, y no difieras hasta ese instante en el que nada puede hacerte bien.
Ahora puedas ayudarte, ahora los santos te favorecerán: no esperes hasta ese momento

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en el que tus propios esfuerzos serán inútiles, y en el que los santos no te ayudarán.
¿Cómo pueden los hombres ser descuidados, ya que una empresa tan importante como
lo es la salvación de sus almas, depende de un instante, en el que ninguna nueva
diligencia ni las preparadas les servirán? Dado que, por lo tanto, no sabemos cuándo ese
momento será, no estemos ni un momento desprovistos; esto es un negocio que no debe
ser olvidado por un instante, desde ese instante puede ser nuestra condenación. ¿De qué
nos aprovecharán cien años, pasarlos con gran penitencia y austeridad en el servicio de
Dios, si al final de todos esos años vamos a cometer un grave pecado, y la muerte nos
tome por sorpresa antes de arrepentirnos? Que nadie se sienta seguro de sus virtudes
pasadas, pero que continúen en ellas hasta el final; ya que si no muere en la gracia todo
está perdido, y si lo hace, lo que importa es haber vivido mil años en las mayores
dificultades y aflicciones de este mundo para poder sentarse con Él? ¡O momento, en el
que el justo olvida todas sus labores y se asegura de todas sus virtudes! O momento, en
el que los dolores de un pecador comienzan y terminan todos sus placeres! ¡O momento,
que cierto es que has de ser, y que incierto el cuándo has de ser, y que ciertísimo que nos
has de volver; porque eres una vez sola, y no se podrá revocar en otro momento lo que
en uno se determinó! ¡O momento, que digno eres de estar ahora fijado en nuestra
memoria, para que no entremos a ti con nuestro daño y perdición eterna! Imitemos al
Abad Elias que estaba acostumbrado a decir, que hay tres cosas que le hacían temblar (In
vita Patrum., lib. 5. p 165, ap. Rota.): La primera, cuando se me ha de arrancar mi alma
del cuerpo; la segunda, cuando he de comparecer ante Dios para recibir el juicio; y la
tercera, cuando se me ha de pronunciar la sentencia. Qué terrible es este momento, en el
que todas estas tres cosas, tan terribles han de pasar! Póngase el cristiano a menudo,
mientras viva, en ese instante; en donde ha de expirar, donde mira por un lado el
momento de su vida, de la que va a salir, y por el otro, la eternidad, donde entrará, y le
permitirá tener en cuenta lo que le queda de esa, y lo que le espera en la otra. ¡Cuán
breves le parecían a Matusalén en aquel punto al pie de mil años que vivió, y cuán largo
se le presentaría solo el día de la eternidad? En ese instante mil años de vida le parecen al
pecador no más de una hora, y una hora de tormentos parecerán mil años. He aquí tu
vida desde esta torre de vigilancia, desde este horizonte, y mídela con lo eterno, y no
hallarás que sea de ninguna sustancia ni mayor extensión. Mire que vendrá en las manos
de ella, y que no se podrá escapar de las manos de la eternidad. ¡O momento espantoso,
que corta el hilo del tiempo, y comienza la tela de la eternidad! Prevengámonos con
tiempo para este momento, para que no perdamos la eternidad. Esto es la perla preciosa
para la que tenemos que dar todo lo que tenemos o somos. Deja que esté siempre en
nuestra memoria, seamos siempre solícitos con ella, ya que puede venir contra nosotros.
La eternidad depende de la muerte, la muerte de la vida, y la vida de un hilo, que puede
o bien ser roto, cortado o quemado, y aun cuando más esperanza y más esfuerzo se
ponga para prolongarla. Un buen testimonio de esto es lo que Paulo Emilio (Paulus
AEmil. Lib. 6, Accidit. Anno 1387) relata de Carlos, rey de Navarra, que, teniendo muy
debilitadas sus fuerzas corporales por sus excesos, los médicos para su curación le
mandaron unos lienzos, impregnados de aguardiente, para ser envuelto su cuerpo

89
desnudo. El que se los cosía, no teniendo cuidado para cortar el hilo, acercó una vela,
que estaba a la mano, pero el hilo estaba mojado con aquella aguardiente, tomando fuego
con tal velocidad que quemó el cuerpo del rey de tal manera que murió inmediatamente.
Tras un hilo natural, dependía la vida de este príncipe, que concluyó en tan desastrosa
muerte; y sin duda el hilo de la vida es tan corta fácilmente como el de lienzo. Se
requiere tiempo para cortar este, pero aquel se rompe en un instante; y no hay duda sino
que el hilo de la vida no es más dificultoso de cortar que el lino. Nuestra vida nunca está
segura, y por lo tanto deberíamos temer ese instante que da fin al tiempo, y da inicio a la
eternidad.
Maravillosos son los caminos que halla la muerte, y de las cosas más pobres y
despreciables depende la vida; se cuelga no sólo de un hilo, pero a veces sobre una cosa
tan pequeña como un cabello. Así Fabio, un senador romano, se atragantó con un cabello
que se tragó en un vaso de leche. No hay puerta cerrada a la muerte; entra por donde el
aire no puede entrar, y nos encuentra en las mismas acciones de la vida. Las cosas
pequeñas son capaces de privarnos de un bien tan grande. Un pequeño grano de uva se
llevó la vida de Anacreonte (Valer Max lib VI); y una pera, con la que Druso Pompeyo
estaba jugando, cayó en su boca y lo ahogó. También los afectos del alma, y los placeres
del cuerpo, se convierten en la carretera a la muerte. Homero murió de pena, y Sófocles
de un exceso de alegría. Dionisio fue muerto con la buena noticia de una victoria que
obtuvo. Aureliano murió bailando, cuando se casó con la hija del emperador Domiciano.
Tales Milesio, cuando estaba contemplando los deportes en el teatro, murió. Tras asuntos
pequeños y accidentes inesperados depende el éxito de ese momento, de la cual depende
la eternidad. Que cada uno abra los ojos, y no se asegure a sí mismo de que la vida que
tiene tantas entradas para la muerte; se diga: No he de morir hoy; porque muchos han
pensado así, y de repente murieron en la misma hora. Por cosas tan considerables, como
hemos hablado, muchos han muerto, y tú no has de morir por ellas. Para una muerte
súbita no hay necesidad de que un cabello o espina de pescado te atragante, ni la
aflicción de la melancolía te oprima, ni que un exceso de alegría repentina te sorprenda;
esta puede suceder sin todas estas causas exteriores. Un humor corrupto en las entrañas,
que vuela al corazón sin que nadie lo perciba, es suficiente para poner fin de ti; y es de
admirar que no más mueran de repente, teniendo en cuenta los trastornos de nuestras
vidas y las debilidades de nuestro cuerpo; no somos de hierro o latón, sino de blanda y
delicada carne. Un reloj, aunque de metal duro, con el tiempo se desgasta, y tiene
constantemente necesidad de reparación, y la ruptura de una rueda detiene el movimiento
del resto. Hay más artificio en un cuerpo humano que en un reloj, y es mucho más sutil
y delicado. Los nervios no son de acero, ni las venas de bronce, ni las entrañas de hierro.
¿Cuántos han tenido sus hígados, o el bazo, dañado o desplazados, y han muerto de
repente? Ningún hombre ve lo que tiene dentro de su cuerpo, y como puede ser su
debilidad, que a pesar de que él piensa estar árido y se siente bien, sin embargo, él puede
morir dentro de una hora. Temblemos todos de lo que puede suceder.

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CAPÍTULO IV. Por qué el final de la vida temporal es terrible.

La muerte, porque es el final de la vida, dijo Aristóteles que era de las cosas terribles la
terribilísima. ¿Qué habría dicho si hubiera sabido que es el principio de la eternidad y de
la puerta por la que entramos en el vasto abismo, ningún hombre sabe de qué lado se
caerá en esa profundidad profunda y sin fondo? Si la muerte es tan terrible para poner fin
a los negocios y asuntos de la vida, que será por haberse de dar en ella cuenta y razón de
todas a aquel terrible y justo Juez, que, murió para que las usásemos bien? No es la parte
más terrible de la muerte el salir de la vida de este mundo, sino el dar cuenta de la misma
al Creador del mundo; especialmente en un momento en el que él no ha de usar ninguna
piedad. Esto es una cosa tan terrible que hizo temblar al santo Job, a pesar de que tenía
tan buena cuenta para dar, que el mismo Dios se vanagloriaba de tener un sirviente tal. El
Espíritu Santo testifica, que no pecó en todo lo que había hablado en sus angustias y
calamidades, que se enviaron a él, no como un castigo por sus pecados, sino como una
prueba de su paciencia, y para proponernos un ejemplo de la virtud y constancia; y él
mismo dijo, que su conciencia no le remordía; y con todo esto, estaba tan temeroso del
juicio estricto, que Dios pasaría en el fin del mundo, que sorprendido por la gravedad de
su justicia divina, clamaba en su discurso con el Señor: "¿Quién me diera que me
ampararas y escondieras en el infierno mientras se pasa tu furor?, "con lo cual
Dionisio Rikel (art. 16 de noviss.) afirma que ese instante en el que el juicio de Dios ha
de darse, no sólo es más terrible que la muerte, pero más terrible que sufrir las penas del
infierno por un momento determinado, y esto no sólo a los que han de ser condenados,
sino incluso para aquellos que son elegidos para el cielo. Pues siendo tan santo justo y,
temeroso Job de la aprehensión de dicha sentencia divina, cuando todavía estaba lejos de
ella, y las cosas no se suelen sentir como son: y sin lugar a dudas, verse uno
desagradecido a su Redentor y Creador, aunque sea en pequeñas fallas, sin embargo, le
aflige más que el sufrimiento de los dolores más grandes. Por lo que San Basilio (en
Basil. Hom. Contra divites avaros) juzgaba, que era menos sufrir tormentos eternos que
la confusión que tendrán de Cristo los pecadores; y por lo tanto, pensáramos en aquella
reprensión dada al hombre rico en el Evangelio, "Necio, esta noche tu alma te será
quitada. ¿De quién serán entonces las riquezas que has conseguido?" El santo afirma
que este escarnio sobrepuja a un castigo eterno.
La muerte es terrible por muchas razones, y cada una suficiente para provocar en
nosotros un miedo mortal, lo cual, no menos importante es la vista del juez ofendido, que
no solo es juez, sino parte, y testigo irrefutable, en cuyo semblante a continuación
aparecerá una gravedad tal, contra los malvados, que San Agustín dice, que en vez había
de sufrir toda clase de tormentos, que contemplar el rostro de su juez enojado. Y San
Juan Crisóstomo dice (Chrys. Hom. 26 in Mat. Pag. 38), "Sería mejor ser golpeado con
mil rayos, que ver aquel rostro, lleno de mansedumbre y piedad, distanciado de nosotros,
y aquellos ojos de toda serenidad que se extraña de nosotros.". La mera visión de una
imagen de Cristo crucificado (Roder. in Opusc. ult. et in annuis Societ.), que apareció a

91
los ojos en esta vida, donde está el campo de la misericordia abierto, fue suficiente para
asombrar a trescientas personas que lo contemplaban, que cayeron al suelo sin sentido y
sin movimiento, y así continuaron por espacio de algunas horas. ¿Cuánto asombro no
causará, no la imagen, pero el mismo Jesucristo vivo, no en la humildad de la cruz, pero
en un trono de majestad y sitial de su justicia; no en el tiempo de la misericordia, pero en
la hora de la venganza; no desnudo, con las manos perforadas, pero armado contra los
pecadores con la espada de la justicia, cuando ha de venir a juzgar y vengar las injurias
que le han hecho! Dios es tan justo en su justicia como en su misericordia; y como él ha
asignado un tiempo para la misericordia de modo que lo hará por medio de la justicia; y
como en esta vida el rigor de su justicia es, por así decirlo, reprimida y suspendida, por lo
que, en ese momento de la muerte, cuando el pecador recibirá su juicio, se soltará, y
abrumará al miserable. Un gran y rápido río, que tuviese su corriente detenida y
sostenida por treinta o cuarenta años juntos, ¿Cuánta inmensidad de agua tuviera
recogida? Y en el punto que se soltase toda? ¿con qué ímpetu correría? ¿Qué resistencia
pudiera suspenderla? Pues la justicia divina que el profeta Daniel (cap. VII.) compara no
a un río común, pero a un río de fuego, por la grandeza y la gravedad del rigor, y que
será reprimido durante treinta o cuarenta años durante la vida de un hombre, ¡cuán
infinito abismo tendrá junto, y como se soltará en el punto de la muerte del pecador!
Todo este rigor y severidad verán los condenados en la cara del juez ofendido. Y, por lo
tanto, el profeta Daniel dice, que un río de fuego procedía de su rostro, y que su trono es
de llamas, y las ruedas del mismo eran de fuego ardiente, porque todo será entonces
fuego, rigor y justicia. Propónenos también su tribunal y trono con ruedas, para significar
con ello la fuerza y la violencia de su omnipotencia en la ejecución de la gravedad de su
justicia; porque se mostrará toda en ese momento, cuando los pecadores serán llevados a
juicio, cuando el Señor (como dice David) les hablará con su ira, y los turbará con su
furor.
Esto también es declarado por otros profetas en palabras más terribles y amenazantes.
Isaías dice (Is. 14): "El Señor vendrá vestido con ropas de venganza, y se cubrirá con un
manto de celo, y él le dará a sus adversarios de su ira, y sus enemigos tendrán su turno"
Y el sabio, para declarar de forma más completa, dice, "Su celo", es decir, su
indignación, "deberá tomar las armas, y deberá armar a las criaturas para la venganza de
sus enemigos: pondrá la justicia sobre su pecho; después tomará el casco del juicio justo,
y abrazará el escudo invencible de la equidad, y deberá afinar su ira como una lanza." El
profeta Oseas(cap. 13) declara lo mismo, proponiéndonos al Juez, no sólo como un
hombre enfurecido y armado, sino una bestia feroz y cruel; y por lo tanto, hablando en la
persona de Dios, dice: "Me reuniré con ellos como un oso al que le han robado sus
cachorros, y les romperé sus entrañas y los devoraré allí como un león" No hay bestia
más feroz de la naturaleza que un león o un oso que ha perdido sus crías, los que
furiosamente asaltan al primero que se encuentran; y sin embargo, Dios, cuya naturaleza
es bondad infinita, quería ser comparado con las bestias salvajes y crueles para expresar
el terror de su justicia y rigor, con la que en ese día se mostrará a sí mismo contra los
pecadores. La consideración de esto fue de tal peso al abad Agatón (in Vita Patrum), que

92
cuando estaba a punto de morir, continuó tres días en admiración, con sus ojos abiertos,
por miedo y temor, sin moverse de un lado al otro. Ciertamente, todas las comparaciones
y exageraciones están a la altura de lo que será, ese día "el día de la ira y la calamidad."
Ese es el día en que el Señor dirá en voz alta lo que ha estado callando por muchos años.
Ese es el día del cual él había hablado por su profeta: "me callé, y estaba mudo, pero
luego voy a llorar como una mujer de parto." Se entenderá que ocupará toda su justicia,
y se ha de recompensar en él por los muchos años que gozo de la misericordia. Esa fecha
será puramente de la justicia, sin mezcla de misericordia, sin esperanza de compasión,
ayuda, favor, o cualquier otro patrocinio, sino la de nuestras obras. Esto está
representado en lo que dice Daniel, que el trono y el tribunal de Dios era de llamas, y que
procederá de su cara un río de fuego; porque el fuego, además de que es el más activo,
ágil, y vehemente de todos los elementos, es también el más puro, que no admite mezcla
de nada. La tierra contiene minas de metales y canteras de piedra; el agua sostiene una
variedad de peces en su seno; el aire gran multitudes de vapores y exhalaciones y otros
órganos; pero el fuego no permite mezcla para nada, se funden los metales más duros,
reduce las piedras en cenizas, consume los seres vivos, convierte los árboles en cenizas,
de tal manera, que no solo no consiente en sí otra cosa, pero infunde sus propias
cualidades en los que se reúnen con él, e incluso convierte en sí a lo que le es contrario;
no sólo derrite la nieve, sino que hace que hierva, y quema al hierro frío. Así será en
aquel día; todo será rigor y justicia, sin mezcla de piedad, más aún, las mismas
misericordias que Dios ha usado hacia un pecador se utilizarán entonces como aumento y
sustento de su justicia.
Oh hombre, que tienes ahora tiempo, considera en qué condiciones te has de ver en
ese instante, en que no ha de haber para ti ni sangre de Cristo derramada por ti, ni Hijo
de Dios crucificado, ni intercesión de la Santísima Virgen, ni las oraciones de los santos,
ni la propia misericordia divina, te servirán, sino solo contemplar un Dios enfurecido y
vengador, a quien servirán todas sus misericordias para aumentar su justicia. Has de
entonces percibir que no tendrás a nadie de tu parte, y todo estará contra ti.
La misma Santa Virgen, que es la madre de la misericordia, la misericordia de Dios
mismo, y la sangre de tu Redentor, serán contra ti; y sólo tus buenas obras serán para ti.
Esta vida una vez pasada, has de esperar sin patrón, sin protector, pero tus acciones
virtuosas solamente te acompañarán; y cuando tu ángel de la guarda, y todos los santos y
tus santos defensores, te dejarán, únicamente las obras no te abandonarán. Mira cómo te
apercibes ahora para ese día; cuídate de aprovechar la sangre de Cristo para tu salvación,
y sino sólo servirá para tu mayor condenación. Todo el mundo estaba sorprendido por la
forma de la condena de Pirro el hereje por el Papa Teodoro (Theophanes anno. 20.
Heraclii. Imper. Ut Habetur in tom.. 2, p. 2, Conc. In Notis ad advitam Theod. Papae),
quien llamando a un concilio en Roma, y colocándose cerca del cuerpo de San Pedro, en
presencia de toda la asamblea, tomó el cáliz consagrado, y con la sangre de Cristo lo
hizo, con su propia mano, escribir la sentencia de excomunión y anatema por los cuales
se apartó Pirro, de la iglesia de Cristo. Esta manera de proceder terrible generó un miedo
a todos los que la oyeron. Tú, a continuación, tiembla, a lo que puede suceder, que la

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sangre de tu Redentor solamente servirá como una sentencia de tu muerte eterna. Pero
tan grave será la justicia divina en aquel día contra un pecador, que si fuera necesario
para confirmar la sentencia, firmarse con la sangre de Cristo, (aunque una vez se ha
derramado sobre la cruz para su salvación), entonces sólo servirá para su condenación y
reprobación eterna. Si esto es cierto, ya que nada puede ser más seguro, ¿cómo es que
vamos a ser tan descuidados? ¿Cómo es que nos reímos y regocijamos? Con gran razón
un viejo ermitaño (in vitis Patr. Lib. 5.) en el desierto, contemplando a otro reírse, le
reprendió por ello, diciendo, "Hemos de dar cuenta estrecha ante el Señor del cielo y de
la tierra, el más inflexible juez, y te atreves a ser feliz?" ¿Cómo se atreve a esa risa el
pecador, cuando llegará ese instante en que no le ha de aprovechar llorar? ¿por qué no
ahora, con lágrimas, pedir perdón por sus pecados, cuando después de la muerte no
podrá obtenerlo? No habrá entonces piedad, ni remedio, ni protección frente a Dios o a
sus criaturas, ninguna defensa, pero lo que cada uno tiene es sus propias obras.
Esforcémonos para que sean buenas, ya que no tenemos nada en la otra vida, pero solo
ellas. El hombre rico no tendrá entonces una multitud de servidores, ni abogados bien
pagados y beneficiados que le defiendan su pleito; sólo sus buenas obras le serán de uso,
y que sólo le defenderán; y en ese instante, cuando le faltare aun la misericordia de Dios,
y la sangre de Cristo, no aplacará la justicia divina, solamente sus buenas obras no le
fallarán. Allí donde faltarán al hombre sus tesoros, que han acumulado en este mundo, y
guardado con tanto cuidado, solo sus limosnas dadas a los pobres no le fallarán; allí,
cuando sus hijos, tribu, amigos y siervos les fallen, no faltarán los peregrinos que se
albergaron, los enfermos que se han visitado en los hospitales, y los necesitados a los que
se han socorrido, estas obras no te fallarán. El hombre rico deja su riqueza detrás de él,
sin saber quién la poseerá; sus buenas obras solo llevará consigo, y estas sólo le valdrán,
cuando nada más le podrá valer; ni Cristo, que es el Juez de los vivos y los muertos, en
ese momento admitirá otros patrocinios o defensores. Mire uno no convierta contra sí lo
que solo ha de estar por él.
Es maravilloso, ¿cuántos se atreven a hacer el mal estando viendo quien ha de venir a
ser su juez, para con quien nada ha de valer sino haber obrado bien; y la maravilla es
mucho mayor, que nos atrevemos con nuestras malas obras a ofender al que ha de
juzgarlos. El ladrón no es tan imprudente como para robar a su vecino, y fuera tenido
por loco si al mismo corregidor fuera a hurtar en su casa o agraviarle. ¿cómo se atreve a
continuación, esta pobre criatura, el hombre, a lesionar la persona de su juez más justo y
recto (en cuya presencia es seguro estaremos) en su cara, en su propia casa, de manera
tal que se prefiera al diablo, y nuestro mayor enemigo, antes que a Él? ¡Cuán grande era
la maldad de los judíos, que juzgaron por mejor que viviese Barrabás que el Hijo de
Dios! Considere aquí el pecador su propia insolencia, que juzga mejor complacer al
diablo que a Cristo su Redentor.
Todo el que comete pecado, por así decirlo, enjuicia, y pasa una sentencia a favor de
Satanás y en contra de Jesucristo. De la presente sentencia injusta del hombre, el Hijo de
Dios, que es injustamente condenado por el pecador, en el último día lo tomará en cuenta
en forma estricta y severa. Mira que tu injusticia cuánta ha de ser grande la justicia divina

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contra ti. Considere el cristiano, por lo tanto, tenga en cuenta que no tiene ahora su
propia, pero la causa de Cristo en la mano. Deja que mire cómo funciona, ya que todas
sus acciones son para ser vistas y revisadas por su Redentor. Un artista que supiese que
su trabajo iba a aparecer ante algún rey, o para ser examinado por un gran maestro en el
arte mismo, se esfuerza para darle la mayor perfección. Dado que, por lo tanto, todos
nuestros trabajos deben presentarse ante el Rey del Cielo y el jefe principal de la virtud,
Jesucristo, esforcémonos para que sean perfectos y completos, y más bien, no las ha de
examinar por curiosidad, pero para pasar sobre nosotros una sentencia de condena, o
bien, de felicidad eterna. Veamos, entonces, traigamos a la mente que tenemos que dar
cuenta a Dios de los ejércitos; y por lo tanto, vamos a prestar atención a lo que hacemos;
lloremos por lo que está fuera de lugar; abandonemos nuestros pecados, y esforcémonos
por hacer acciones virtuosas; veámonos como delincuentes culpables, y luchemos con el
miedo permanente del Juez. Como Abad Amnon nos aconseja, de los cuales se informa
en el libro de la vida de los padres, traducido por Pelagio, el cardenal (in Vitis Pat . lib. 5,
pag. 566), que preguntado por un joven monje, lo que debería hacer que pudiera
resultarle de provecho, respondió: “entretener los mismos pensamientos que los
malhechores de prisión, que todavía están investigando y preguntan, ¿Dónde está el
juez? ¿Cuándo viene? cada hora esperando su castigo y llorando sus faltas." De esta
manera debería el cristiano estar siempre en alerta y ansiedad, reprendiéndose a sí
mismo, y diciendo: "¡Ay, desgraciado que soy, ¿cómo voy a comparecer ante el tribunal
de Cristo? ¿Cómo voy a ser capaz de dar cuenta de todas mis acciones?" Si tú siempre
has de tener estos pensamientos, serás salvo, y no dejarás de hacer lo que pudieras para
asegurar tu salvación, y todo será bien poco. San Juan Clímaco escribe de un cierto
monje, que había vivido mucho tiempo con pequeño fervor y edificación, y, cayendo en
una enfermedad grave, en la que permaneció algún tiempo sin sentido, fue, durante ese
tiempo, llevado ante el tribunal de Dios, y de allí volvió a la vida, en el que continuó
siempre en tal temor y asombro, que pidió que tapasen la puerta de su pequeña celda,
que era tan pequeña y estrecha que tenía escaso espacio para moverse en ella, y se
encerró en ella por doce años, tiempo durante el cual él nunca habló con ninguno, y se
alimentaba de nada más que pan y agua, y así sentado se quedó con sus ojos atónitos y
fijos sobre lo que había visto en ese éxtasis; sobre el cual sus pensamientos estaban tan
concentrados, que no se movieron sus ojos de adonde los fijó, y perseverante en su
silencio y asombro, no podía contener las lágrimas que fluían abundantemente por su
rostro envejecido. Por fin (dice el santo), su muerte ya cercana, rompieron la puerta, y
entraron en su celda, y después de haberle preguntado con toda humildad que si les decía
algo que les diera instrucción, todo lo que pudieron obtener de él es esto. "Perdónenme,
padres, el que supiese lo que es realmente, y con todo su corazón, pensar en la muerte,
nunca tendría la libertad para el pecado." El rigor del juicio divino, que hay que pasar
después de la muerte, ocasionó en este fraile un cambio tan grande y penitencia durante
su vida.

SECCIÓN II. La segunda causa de lo terrible de la muerte, es, la averiguación

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abierta de todo lo que hemos ofendido en esta vida.

Otra cosa de gran horror que va a suceder en el final de la vida, es que en la hora, en
la que el alma expira, por lo cual esa hora es la más horrible para los pecadores, es la
vista de sus propios pecados, cuya deformidad y multitud entonces aparecerá clara y
distintamente a ellos; y aunque ahora nos mantenemos en la ignorancia de muchos, y no
vemos la culpa de nada, al momento de dejar esta vida, se aparecerán plenamente a sí
mismos como son, tanto en número como en calidad. Esto también nos significó el
profeta Daniel, cuando dice que el trono del tribunal de Dios era de llama de fuego, cuya
naturaleza es no sólo para quemar, sino para iluminar; y, por lo tanto, en dicha sentencia
divina no sólo deberá ser ejecutado el rigor de su justicia, pero la fealdad asimismo de la
malicia humana será descubierta. El propio juez no sólo debe aparecer severo e
implacable, pero la presentación de nuestros pecados habrá de ser abierta ante nosotros,
y la vista de ellos nos hará estremecer y temblar de miedo y asombro, sobre todo cuando
nos percibimos que hemos de comparecer ante nuestro juez. Por tanto se dice en uno de
los salmos: "Desmayamos Señor, con tu ira, y con tu furor somos conturbados;" e
inmediatamente dando la razón de esa gran turbación y desmayo, dice: "Por cuanto
pusiste nuestros pecados delante de ti." La monstruosidad del pecado está ahora
cubierta, y no la perciben los pecadores, y no están, por lo tanto, preocupados, pero en
ese instante de la muerte, cuando aparezca la fealdad de los mismos, la mera visión será
aterrorizante. Nuestros pecados ahora nos parecen ligeros, y no vemos la mitad de ellos;
pero al dejar esta vida, los encontraremos pesados, graves, e insoportables. Una gran
viga, mientras que flota sobre el río, un niño la puede mover, y traerla de un lugar a otro,
y la mitad de ella permanece oculta y cubierta por debajo de las aguas; pero al sacarla del
agua a tierra, muchos hombres no serán suficientes para hacerlo, y toda ella, estará
entonces claramente descubierta; por lo que en las aguas de esta vida tempestuosa e
inestable, nuestros defectos no aparecen pesados, y la mitad de ellos se ocultan de
nosotros; pero esta vida una vez terminada, a continuación, vamos a sentir su peso, con
gravedad incomparable, y se nos descubrirán todas.
Estos son sin duda las dos espadas, que abrirán la herida mortalmente de la conciencia
del pecador: En primer lugar, cuando se perciba de la innumerable multitud de sus
pecados, y luego su deformidad monstruosa. Y para comenzar con la multitud, ¿cómo
podrá seguir siendo sorprendido cuando él vea la multitud de sus acciones ser pecados,
que él nunca pensó ser tales; y lo que es más, lo que pensaba estar bien hecho hallará ser
culpa. Para ello se dice en uno de los salmos: "Cuando tomare tiempo, yo juzgaré a las
mismas injusticias;" pues muchas acciones, que a los ojos de los hombres parecen ser
virtudes, entonces se encontrarán como vicios en los ojos de Dios. Si en los juicios
humanos hay tan gran diferencia, que lo que los hombres y jóvenes, y los que siguen el
mundo, a menudo se estima una virtud, los ancianos y sabios lo juzgan como un error y
desacierto, ¿cuán diferente será el juicio divino del de los hombres, ya que el Espíritu
Santo dice por su profeta, que los juicios de Dios son un gran abismo, y que sus
pensamientos son tan distantes de los pensamientos de los hombres como el cielo de la

96
tierra? Y si los hombres espirituales son tan lúcidos, que condenan con la verdad lo que
los mundanos elogian, que será de esos ojos divinos, que son capaces de percibir una
mancha en lo que parece una pureza angelical? Y si, como dice la Escritura, encontró
maldad en los ángeles, en los hombres no se le esconderá vicio. Nuestro Señor mismo
dice por uno de sus profetas: "Escudriñaré a Jerusalén con candela." Si tan estricta
averiguación se hará en la ciudad santa de Jerusalén, ¿qué será en Babilonia? Si Dios
hará uso de rigor con los justos, ¿cómo podrá disimular con sus enemigos? Entonces
saldrán a la luz las obras que hemos hecho y las que hemos dejado de hacer; y se
descubrirá por culpa no solo lo malo que hicimos sino lo bueno que no hicimos debiendo
hacerlo. ¡No solo se nos ha de tomar en cuenta el mal que hicimos, sino también lo
bueno que no hicimos bien! Todo se ha de desenvolver, y remirar y apurar y pasar por
muchos ojos. El diablo, como nuestro acusador, deberá revolver el proceso de toda
nuestra vida, y nos acusará de todo lo que sabe; y si algo se escapará de su repisa de
conocimientos, no por eso disimulará; porque tu propia conciencia clamará, y te acusará
también. Y porque nuestra conciencia puede ser ignorante de algunos fallos, nuestro
ángel de la guarda, que ahora es nuestro gobernador y tutor, a continuación, será el fiscal
y el acusador, pidiendo justicia divina contra nosotros, y lo que nuestras propias almas
ignoraban, él las confesará. Y si los ojos del diablo, la confesión de nuestra conciencia, y
el testimonio de nuestro ángel de la guarda no declaran todo, porque podrían no saberlo
todo, el propio juez, que es a la vez parte y testigo, y cuyo conocimiento divino penetra
en lo profundo de nuestra voluntad, publicará todo, declarando ser muchas cosas vicios,
que se tenían aquí por virtudes. ¡O extraña forma de juicio, donde ninguno habrá que
niegue, y todos lo acusan, hasta el delincuente se acusa; y donde todos son testigos,
incluso el propio juez! ¡O terrible juicio, donde no hay abogado, y hay cuatro
acusadores, el diablo, tu conciencia, tu ángel de la guarda, y tu propio Juez, que te va a
acusar de muchas cosas, que tú pensabas haber supuestos para tu defensa!
¡Oh, cuán grande será entonces la confusión a la hora de que sea hallado un pecado,
que se creía un servicio! ¿Quién hubiera imaginado, que Uza, cuando sostuvo el arca, en
peligro de caer, había hecho más bien un delito que una acción loable? sin embargo, el
Señor le castigó como un gran pecado, con el castigo de una muerte desastrosa; lo que
demuestra cómo los juicios divinos son muy diferentes de los de los hombres. ¿Quién
pensara que el querer saber David el número de su pueblo no era un acto de política y de
prudencia? sin embargo, Dios lo juzgó un delito, y lo castigó con una peste sin ejemplo,
que en tan poco tiempo destruyó setenta mil personas. Saúl, cuando se tardaba Samuel,
apretado por sus enemigos, hizo el sacrificio ofrecido, él pensaba que había hecho un
gran acto de religión; pero Dios lo llamó por el nombre de un grave pecado, y por hacerlo
lo reprobó, y le echaron fuera de ser rey. ¿Quién no habría juzgado como un acto de
magnanimidad y clemencia, cuando Acab (1R. 20.) habiendo vencido a Ben Hadad, rey
de Siria, le perdonó su vida, y lo llevó hasta sentarse junto a él en su carro real? Pero
esto, que fue muy estimado y alabado por los hombres, era tan desagradable a Dios, que
le dijo por su profeta, que debía morir por él, y que él y su pueblo debía soportar el
castigo que era para los sirios y su rey. Si, entonces, el juicio de Dios en esta vida es tan

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diferente del de los hombres, ¿qué será en esa espantosa hora, lo que Dios ha preservado
para la ejecución de su justicia divina? Allí se descubrirá todo, y la confusión se
apoderará del pecador con la multitud de sus delitos. ¿Cómo podrá no ruborizarse al
verse a sí mismo en presencia del Rey del Cielo en prendas tan viles y miserables? Un
hombre se dice que queda confundido cuando le salen las cosas contrarias a lo que
esperaba, o cuando está con más indignidad, donde espera el honor y la recompensa;
¡Cómo entonces se confunde un pecador, cuando esas obras suyas que pensó virtudes,
se hallarán como vicios; imaginando que ha hecho el servicio, se percibirá que ha
ofendido, y con la esperanza de una recompensa, deberá cumplir con el castigo! Si un
hombre va a hablar con algún gran príncipe, desea ir vestido con decencia y bien, ¿cómo
va a ir entonces delante de él sucio y medio desnudo? ¡Cómo, pues un pecador se
avergonzará de verse a sí mismo ante el Señor desnudo de las buenas obras, y
contaminado con abominación y crímenes horribles! Porque, además de la multitud de
pecados, de los cuales toda su vida estará llena, la atrocidad de ellos será también
desenmascarada delante de él, y temblará ante la vista de lo que ahora piensa trivial. Para
entonces verá claramente la fealdad del pecado, la oposición de la misma a la razón, la
deformidad que provoca en el alma, la lesión que le hace al Señor del mundo, su
ingratitud a la sangre de Cristo, el perjuicio que aporta a sí mismo, el infierno, en el que
se cae, y la gloria eterna que pierde. La menor de ellas era suficiente para cubrir su
corazón de tristeza y dolor inconsolable; pero en conjunto, el asombro y confusión que
deberán provocar, sobre todo cuando se percibe que no sólo los pecados mortales, sino
los veniales, producen una fealdad en el alma más allá de todas las deformidades
corporales que puedan ser imaginadas. Si la visión de un solo diablo es tan horrible, que
muchos siervos de Dios han dicho, que prefieren sufrir todos los tormentos de esta vida,
que verle por un momento, siendo toda la fealdad solo la que le pegó un solo pecado
mortal, porque por su naturaleza los demonios son muy hermosos; ¿en qué estado estará
ese pecador, que no sólo deberá contemplar todos los demonios, en toda su fealdad, pero
deberá verse a sí mismo tal vez más feo que muchos de ellos, con tantas deformidades
como hubiera cometido pecados mortales y veniales? Evítalos ahora, porque todos han
de salir a la luz, y de todo le han de pedir cuenta de todos los días, hasta el último
céntimo.
Tampoco es esta cuenta para ser realizada solamente en bruto, para los mayores y más
aparentes pecados, pero incluso para los más pequeños e insignificantes. ¿Qué Señor hay
que así tome cuentas a su mayordomo, que exige una cuenta para las bagatelas más
pequeñas, y ni le permite que pase medio céntimo, sin informarle cómo se lo ha gastado?
En los tribunales humanos, el juez no se entera de las cosas pequeñas, pero en los
tribunales divinos, nada pasa; las cosas más pequeñas son tan diligentemente miradas
como la mayor.
Por lo que le ha pasado a muchos servidores de Dios, incluso antes de su partida de
esta vida, puede verse el rigor con el cual se tendrá en esta cuenta después de la muerte.
San Juan Clímaco (Gr. 7) escribe de un cierto monje, que, estando muy deseoso de vivir
en soledad y tranquilidad, después de que se había ejercido muchos años en los trabajos

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de una vida monástica, y obtuvo la gracia de lágrimas y ayunos, con muchos otros
privilegios de la virtud, construyó una celda en el pie de la montaña, donde Elías, en otro
tiempo, vio la visión sagrada y divina. Este reverendo padre, por ser de tan gran
austeridad, sin embargo, deseaba vivir una vida más estricta y penitente, y, por lo tanto,
pasó de allí a un lugar llamado Sides, que pertenecía a los monjes anacoretas, que viven
en una gran perfección y soledad; y después de haber vivido mucho tiempo, con mucho
rigor, en ese lugar, que estaba muy alejado de toda consolación humana, y distante
setenta millas de cualquier vivienda o morada de los hombres, al fin llegó a tener el deseo
de regresar a su primera celda en esa montaña sagrada, tenía él allí dos discípulos muy
religiosos de la tierra de Palestina, que guardaban dicha celda. Poco tiempo después de
su regreso, cayó en una enfermedad, y murió. El día antes de su muerte quedó muy
asombrado y atónito, y se quedó quieto con los ojos abiertos, se veía espantado, viendo
por un lado de la cama, y luego al otro, como si hubiera visto algunos que le exigieran
cuenta de algo: a quien el respondía, a oídos de todos los que estaban presentes, diciendo
a veces, "Así es verdad, pero para esto he ayunado tantos años." en otras ocasiones,
dijo, "No es así ciertamente; mentís; nunca lo hice." Y también:" Es cierto lo hacía, pero
lloré por él, y tantas veces serví por la necesidad de mis vecinos.". Otras veces," Tú me
acusas, verdad..; No tengo nada que decir; pero Dios es misericordioso.” Y ciertamente
esa invisible y estricta inquisición era horrible para los que estaban presentes. ¡Ay, dice el
santo, ¿qué será de mí, pecador, ya que tan grande seguidor de una vida solitaria y
retirada no sabía lo que debía responder, el que había vivido cuarenta años, un monje, y
obtuvo la gracia de las lágrimas, y, como algunos me afirmaron, había en el desierto
alimentado a un leopardo hambriento, al que dócilmente le daba alimentos!; sin embargo,
después de toda esta santidad, en su partida de esta vida, se le exigió una cuenta tan
estricta, dejándonos sin saber cuál fuese su juicio, y cuál la condena y sentencia y
determinación de su causa.
Se lee en las crónicas (crónica. S. Franc. 2. p. lib. 4. c. 25) de los franciscanos, que un
novato de la orden de San Francisco, estando casi fuera de sí luchando con la muerte,
gritó con voz terrible diciendo: "¡Ay de mí! !Oh, si yo nunca hubiera nacido "Un poco
después, dijo:" Estoy muy apesadumbrado". Y no mucho después, añadió, "Poned algo
de los méritos de la pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo." Entonces él dijo:
"Ahora, está bien". Los religiosos se maravillaron mucho de que un joven tan inocente
hablara cosas tan terribles y con tal ruido extraño. Cuando el joven volvió en sí, le
rogaron que les aclarase el significado de esas palabras y grandes gritos, a lo cual les
respondió: "vi que en el juicio de Dios Todopoderoso, tan estricto, tomaba en cuenta
incluso las palabras ociosas, y otras cosas que parecían muy poco, y les pesaba tan
exactamente, que los méritos, en relación con los deméritos, eran nada en absoluto; y por
esta razón di ese primer grito terrible y triste. Después vi que los deméritos se pesaron
con gran atención, y que poco hacían con respecto a los méritos; por esta razón hablé las
segundas palabras. Y viendo que los méritos eran tan pocos o casi ningunos, para ser
justificados, dije la tercera; y como los méritos de la pasión de Cristo, nuestro Salvador,
pesase más la balanza donde estaban mis buenas obras, de inmediato una sentencia

99
favorable se dio en mi nombre; por esta razón dije: "Ahora, está así." Y habiendo dicho
esto, expiró.

SECCIÓN III. La tercera causa de lo terrible del fin de la vida temporal, es la


cuenta que se dará de los beneficios divinos recibidos.

También hay, en el final de la vida, otra causa de tanto terror a los pecadores, que es,
el conocimiento vivo que tendrán de los beneficios divinos recibidos, y la carga que se
haya determinado en contra de ellos por su gran ingratitud y abuso de ellos. Esto también
se significó por lo que el profeta Daniel habló del trono y tribunal de Dios. Porque no
sólo dijo que era llamas de fuego, por lo que nos dio a entender el rigor de la justicia
divina contra los pecadores, representado por la violencia, el calor, y la actividad del
fuego, y el descubrimiento y la manifestación de los pecados, representado por la luz y el
brillo de las llamas; pero también añade, que de la cara del juez procedió un río
caudaloso, que era también de fuego; significando, por la corriente y rapidez del curso y
la expedición de la misma de Dios, la multitud de sus gracias y beneficios, los cuales, se
derivan de la bondad divina, y se comunican y se vierten hacia abajo a sus criaturas. Lo
mismo cuando dice que este gran río será, en tal día, de fuego, es para hacernos
comprender el rigor de ese cargo en contra de nosotros, por nuestro abuso de los infinitos
beneficios otorgados, junto con la luz y la claridad con que los hemos de conocer, y el
horror y la confusión se apoderará de nosotros por nuestro gran ingratitud, y la pequeña
cuenta que hemos hecho de ellos; para que los pecadores, en ese instante, no sólo se han
de espantar de sus propias obras malas, sino de la gracia y los beneficios de Dios
Todopoderoso para con ellos. Otro duelo de males y confusión les cubrirá, cuando vean
lo que Dios ha hecho para obligarlos y ayudarlos hacia su salvación, y lo que por el
contrario han hecho para dibujar sobre ellos su propia condenación. Temblarán por ver lo
que Dios hizo por su bien, y que lo hizo tanto, que no podía hacer nada más: todo lo que
lo han subempleado, y abusado. Esto es tan claro y evidente de parte de Dios
omnipotente, que llama a los hombres mismos como testigos y jueces de la verdad; y,
por lo tanto, hablando bajo la metáfora de un viñedo, por su profeta Isaías (Is. 5.), dice
de esta manera: "Habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, juzgad entre mí y mi viña,
¿que debí hacer más por mi viña, y no lo hice?" Y después de la encarnación del Hijo
de Dios, el Señor vuelve de nuevo a reconvenir a los hombres con el mismo
resentimiento, y significa más plenamente la multitud de sus beneficios, bajo la misma
metáfora de un viñedo, que un hombre sembró (Mt. 21, 33ss) y la benefició tanto, que
llegó a enviarla a su único hijo, que fue muerto en esta demanda. Permiten, por lo tanto,
los hombres entrar a juicio contra sí mismos, y sean ellos jueces, ¿qué más pudo hacer
Dios por ellos, y no lo hizo; siendo ellos aún tan ingratos con su Creador, como si
hubiera sido su enemigo, y malhechor?
Próximamente, por lo tanto, para considerar cada uno de estos beneficios por sí
mismos, el primero que se produce, es el de la creación, que fue representado por
nuestro Salvador Jesucristo, cuando dijo que "Él plantó la viña": y ¿Qué más pudo hacer

100
Dios en esta parte?, ya que en este beneficio de tu creación, Él te ha dado todo lo que tú
eres, tanto en el alma y el cuerpo. Y si faltándote un brazo te lo dieran bueno y sano
quedaras muy agradecido, ¿por qué no lo estás con Dios, habiéndote dado dos brazos,
corazón, alma, cuerpo, y todo? Consideremos lo que eras antes de que él te diera tu ser,
nada eras; y ahora tú disfrutas un ser, el mejor del mundo elemental. Los filósofos dicen
que entre el ser y no ser, hay una distancia infinita. Veamos entonces lo que tú debes a tu
Creador, y hallarás que tu deuda no es menos que infinita, ya que ha hecho de ti un ser,
y además un ser tan noble, y no por necesidad, sino por un amor infinito, y por elección,
porque te eligió a ti, entre una infinidad de hombres posibles, a los que pudiera haber
creado. Si para un cargo importante se echaran suertes entre cien hombres, se tendría
por muy dichoso el que saliese entre tantos: mira lo afortunado pues, saliste de la nada al
ser entre infinitas criaturas posibles. ¿Y de dónde procede este singular beneficio, sino de
Dios, que fuera de innumerables millones, te escogió a ti, dejando de lado a muchos
otros, que, si los hubiese creado, le habrían servido mejor que tú? Ve a continuación, que
más pudo hacer Dios por ti, y no lo hizo, pues te entresacó entre tantos no mereciéndolo,
y prefiriéndote a otros que se lo agradecerían. Además de esto, Él no sólo te creó por
elección, y te dio un ser noble, pero, el ser la felicidad sobrenatural debida a tu
naturaleza, te creó para Él, y te ha dado por fin de tu naturaleza, el más alto y eminente
que podría ser imaginado, a saber, la posesión eterna de tu Creador. Bastábale a Dios
haberte creado para darte una bienaventuranza natural conforme a tu naturaleza; pero,
por no dejar de hacer cuanto pudo te creó para una bienaventuranza sobrenatural, de tal
manera que no hay cosa creada que tenga un fin superior a ti. Ve a continuación, si Dios
podía hacer más por ti, y no lo ha hecho, y ve lo que te conviene hacer por Él; ve a lo
cual tú estás obligado. Por esta única ventaja, te conviene no mover la mano ni pie, pero
para el servicio de tan buen y amable Dios. Un labrador que planta un árbol tiene un
derecho a la fruta; y Dios, que te creó, tiene derecho a tus obras, que son el fruto del
hombre. Por esto de la túnica del sumo sacerdote, que representaba este beneficio de
nuestra creación, colgaban muchas granadas, que son el fruto más noble de los árboles, y
él llevaba una corona, para significar cuán buenos frutos de obras santas, has de producir
para Dios, coronadas todas con una intención pura y perfecta. Ve a continuación, si
puedes hacer más por Dios; porque no pudo hacer más que criarte para tan alto fin, no
debiéndose la posesión de Dios a tu naturaleza débil y frágil.
Pues con ser tan grande este beneficio de haberte creado, es todavía mayor el haberte
preservado hasta este instante, sin echarte en mil infiernos por tus pecados y delitos. Esta
gracia de la conservación notó nuestro Salvador, cuando dijo que él tenía cercada y
cerrada su viña, que era para la preservación de la misma. Mira entonces lo que tu
Creador, en este asunto de la conservación, podría haber hecho más de lo que ha hecho
por ti, ya que al ser tu enemigo, te ha conservado a ti como su amigo. Mira a cuántos,
por una sola falta cometida, les ha retirado su preservación, y han muerte en ese pecado,
y ahora están en el infierno; y algunos de ellos, si hubieran sido indultados, habrían
resultado ser más agradecidos que tú. Mira a cuántos ángeles, por su primer delito, tiró
de cabeza hacia abajo desde el cielo, y no les esperó y aun así te espera. Ve si podía

101
hacer más por ti; y ve lo que has de hacer por él. Considera qué le debes más por la
conservación que por la creación de ti, porque en la conservación le debes cuanto le
debiste en la creación, y fuera de esto le debes que siendo su enemigo te soporte y
conserve. En tu creación, aunque no mereciste el ser, sin embargo, no lo desmereciste;
pero en tu conservación lo desmereciste.
Pero por encima de todo lo que se dice, es el beneficio que recibiste por la encarnación
del Hijo de Dios; lo que significó Cristo cuando dijo, el Señor de la viña envió a su hijo.
A ver si Dios podría haber hecho más por su propia salvación que él hizo por la tuya,
enviando al mundo a su Hijo único para ser encarnado por ti. Una obra más grande que
esto no podía hacer el brazo omnipotente de Dios. ¡Tengamos en cuenta que no lo hizo
esto por sus ángeles, y sin embargo lo hizo por ti! Véase, pues, si puedes cumplir con el
amor que tú le debes, siendo menos de un serafín en tu afecto. Ten en cuenta, asimismo,
que pudiéndote redimir haciéndose un ángel, y rogando por ti, sin embargo, no quiso
dejar de hacer esa honra a tu naturaleza, haciéndose hombre y no Ángel. Haciéndose un
ángel, él podría haber honrado a la naturaleza angélica, y del mismo modo aprovecharte
a ti, haciéndose Ángel, no quiso sino haciéndose hombre honrarte junto con
aprovecharte. Y si es cierto lo que dicen algunos Doctores de la Iglesia, que la caída de
los Ángeles fue porque habiéndoles propuesto Dios que habían de adorar a un hombre
que también había de ser Dios, y ser exaltado por encima de todas sus jerarquías, y que
debido a que no quisieron someterse a una naturaleza inferior, que, por lo tanto, cayeron
y se convirtieron en rebeldes; mira lo que debes a Dios por este favor tan singular, que se
quiso hacer a sí mismo un hombre, para que tú no te perdieses, aunque perdiese Él a
tantos ángeles mejor que ti. Ve de dónde Él te sacó por este beneficio, que era del pecado
y el infierno, y en un momento así cuando tu condición desgraciada estaba desprovista
de todo otro recurso; he aquí a lo que Él te ha exaltado; a su gracia, y a la herencia del
reino de los cielos. He aquí de qué manera y con qué amor singular y el afecto con que
lo hizo, con su propia pérdida y perjuicio, y, como dice el apóstol, aniquilándose, por así
decirlo, por ensalzarte a ti, y haciéndose de tu naturaleza, cuando no era necesario, sólo
por conferirte un honor, el cual no confirió a los ángeles. Mira que más podía hacer Dios
por ti, y mira tú que más puedes hacer por Él. Por el beneficio de nuestra redención, por
la muerte y la pasión de Cristo, el Señor mismo no se olvidó, pero lo significó para
nosotros incluso antes de su muerte, diciendo que el hijo a quien el Señor de la viña
envió, fue muerto en la demanda. ¿Qué podría el Hijo de Dios hacer más por ti que
morir y derramar su sangre por tu beneficio, especialmente cuando no era necesario para
tu redención? El encarnarse Dios o hacerse ángel necesario fue para que te redimiese con
todo rigor de justicia; pero padecer y morir, no. Pues mira qué más pudo hacer Dios por
ti, pues hizo más de lo que era necesario. Pero tal era su amor infinito, que no se
contentó con padecer, y con una muerte ordinaria, pero morir de una manera
ignominiosa, que no parece podía sufrir más. Ponte delante de tus ojos a Cristo
crucificado en el Calvario; a ver si es posible ni imaginable hombre más infamado, pues
fue ejecutado públicamente entre dos ladrones, como hereje, por doctrina falsa, y porque
se hacía rey, y traidor al César; dos delitos que más infaman, porque no solo infaman al

102
que los comete, pero mancha e infectan todo su linaje. He aquí en qué pobreza murió, si
en mayor se puede pensar, para que veas, si fuera posible, si pudo hacer más por ti de lo
que hizo. Mientras vivió, no tuvo donde reposar su cabeza, pero todavía tenía ropa con
qué cubrir su desnudez; pero cuando murió, incluso sus vestidos le faltaron; ni una gota
de agua tuvo para refrescar sus labios sagrados; incluso la tierra lo rechazó, muriendo sin
tener en ella sus pies venerables. He aquí con cuántos dolores expiró, ya que de pies a
cabeza no era más que una continuación de heridas; sus pies y manos fueron perforados
con clavos, y su cabeza con espinas. Todo era una alta expresión de amor excesivo, e
hizo por ti lo que podía: ve a continuación, lo que te conviene hacer y sufrir por Él, que
hizo y padeció por ti lo que pudo, y pudo hacer lo que quisiera.
Después de todos estos beneficios, considera darse a ti para tu alimentación y sustento
en el santísimo Sacramento; que fue señalado por Cristo, cuando dijo que el dueño de la
viña construyó un lagar para el vino, en la que dio a su preciosísima sangre. Parece como
si las Personas de la Santísima Trinidad estaban en competencia, y contendían entre sí,
digámoslo así, para declarar a nuestro modo lo que ni a entenderlo cómo es en sí bastara
un entendimiento de ángel. Aquí se puede aplicar, lo que la antigüedad admiró en dos
pintores grandes y famosos. Apeles fue a Rodas para ver Protógenes, y al no encontrarlo
en su casa, tomó un lápiz y dibujó una línea muy sutil, encargando que le dijeran que
quien había hecho esa línea había estado allí para buscarlo. Cuando Protógenes regresó,
le contaron lo que había sucedido; que tomó el lápiz y dibujó una línea de otro color por
el medio de lo que Apeles había dibujado, y yendo a lo suyo, ordenó a sus criados, que si
el desconocido llegaba de nuevo, le debían decir, que a quien buscaba, era el que había
echado la otra línea por el medio de la de él. Parece que no podía imaginarse un favor
mayor que la del Padre Eterno que ha dado a su Hijo único, y lo ha entregado a la
muerte por el hombre, sino además por medio de este favor del Hijo dibujó otra línea de
finura excesiva y astucia, que es la institución del Santísimo Sacramento, que algunos
llaman una extensión de la Encarnación, y es una representación de la pasión, y un cifra
y memoria de las maravillas de Dios. Aquí realmente quiso el Hijo de Dios dibujar la
línea de su amor infinito, y consuma todos los beneficios divinos; no sólo se da a sí
mismo para nuestro beneficio y nombre, sino entra en nuestros propios corazones para
solicitar nuestro amor y afecto. Anacreonte escribe, que se colocó en desafío con el Dios
del amor, y al haberse resistido a todas sus flechas en el pasado, cuando no tenía más
que disparar, le pegó un tiro, y penetrando en su corazón, le obligó a rendirse. ¿Qué otros
son los beneficios de nuestro Señor Dios, que tantas flechas de amor al que el hombre se
resiste? Quién no se rindió a sí mismo, con el beneficio de la creación, la conservación, la
encarnación, o la pasión, ríndase con éste; pues el mismo Dios se entra en el pecho, se
da por saeta, y se le entra hasta las entrañas para solicitar su amor. Y si se resiste a esto
también, ¿qué juicio le espera? Con lo cual, San Pablo dice que quien llega a comulgar
indignamente, se come y bebe el juicio de Dios, es decir, se traga todo el peso de la
justicia divina.
Consideremos, entonces, lo terrible que será a un pecador, cuando le hagan el cargo,
no sólo de su propio ser, y su propia vida, sino también del ser y de la vida de Dios, de la

103
encarnación, la pasión, la vida y la muerte de Cristo nuestro Redentor, que tantas veces
se ha entregado a él, en el sacramento de su cuerpo y sangre. El asesino a quien es en
cargo de la vida de un hombre, aunque fuese alguna persona malvada, teme ser
aprehendido y llevado a juicio; ¿Cómo es, entonces, que el que está en cargo de la vida
de Dios no tiembla? ¡Oh que tremenda cosa cuando una criatura vil entre en juicio con
su Creador, y le pidan cuenta de la sangre de Cristo, cuyo valor es infinito! ¿Qué
descargo podrá dar a este beneficio y a los demás, de que le han de pedir cuenta rigurosa
desde el mayor hasta el menor? Cuando Cristo le diga aquellas palabras de San Juan
Crisóstomo (Chrys. Hom. 24 in Matth. p. 83): "Yo, como no tuvieses ser, hice que
tuvieses ser, y te inspiré un alma, y te coloqué por encima de todas las cosas que están
sobre la tierra. Yo por ti cree el cielo, el aire, el mar, la tierra y todas las cosas, y sin
embargo, estoy deshonrado por ti, y tenido por peor y más vil que el mismo diablo: y,
con todo esto, no cesé de hacerte bien, y descender sobre ti en beneficios
innumerables. Por tu causa, siendo Dios, me quise hacer un siervo, fui abofeteado,
escupido, y condenado a una pena de esclavos, y por redimirte de la muerte sufrí
muerte de cruz. En el cielo intercedí por ti, y, desde allí, te envié el Espíritu Santo, te
convidé al reino de los cielos, quise ser tu cabeza, tu cónyuge, tu ropa, tu casa, tu raíz,
tu comida, tu bebida, tu pastor, tu hermano; yo te elegí para ser heredero del cielo, y te
saqué de la oscuridad a la luz ". A tantos excesos de amor, ¿qué hemos de responder,
sino a estar asombrados y confundidos de que hemos sido tan ingratos, y dado ocasión al
diablo de uno de los más grandes desprecios y lesiones que se podrían hacer a nuestro
Redentor, diciéndole: “Tú creaste a este hombre, naciste por él en la pobreza, viviste en
trabajos, y moriste con dolor y tormentos.? Yo no he hecho nada por él, he bebido de su
sangre, y he tratado de condenarme en mil infiernos; y, sin embargo, con todo esto, es a
mí a quien se esfuerza por complacer, y no a Ti. Tú has preparado para él una corona de
gloria eterna; yo deseo atormentarlo en el infierno y, sin embargo, me ha servido a mí sin
interés, y a Ti no, con tan grande galardón como le prometiste. Vergüenza tuviera yo de
haberlo creado y redimido a un infeliz tan ingrato como él, quien ha recibido tan grandes
beneficios, pero desde que me ama mejor a mí que a ti, que es y sea mío, pues tan
continuadas veces se me entregó".
Estamos no sólo para dar cuenta de estos beneficios generales, pero de los que son
más particulares; de los buenos ejemplos que hemos visto, de las instrucciones que
hemos oído, de las inspiraciones que nos han sido enviadas, y los sacramentos que
hemos recibido; tenemos mucho que hacer para corresponder por todo esto. Veamos, por
lo tanto, temblemos de aquel juicio estricto; temblemos a nosotros mismos, que somos
tan descuidados de aquello para lo cual toda la atención en el mundo no es suficiente. Y
si no fuera por el amor de Cristo, ¿qué sería de nosotros? Pero el tiempo de
beneficiarnos porque será entonces después: ahora es el momento, y si ahora lo
desechamos y ultrajamos ¿Qué será entonces de nosotros? No debemos malgastar el
tiempo de esta vida, ya que se exigirá una cuenta tan severa de todos los beneficios que
hemos recibido, y uno de ellos es el tiempo de esta vida temporal, y de las bendiciones
de la misma. Cuidemos del uso que hacemos de él; no perdamos tiempo, ya que tenemos

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que responder por cada parte de él. Este hecho hacía temblar y llorar amargamente al
santo Talileo (Sophro. in Prato spirituali, cap 59), preguntándole la causa de sus lágrimas,
respondió: "El tiempo se nos concedió para hacer penitencia, y más estricta cuenta se nos
demandará si le despreciamos" No es nuestro, aquello por lo que hemos de responder; no
somos los señores del tiempo; por nuestro gusto, sino para el servicio de Dios, de quien
es. Esta consideración fuese suficiente para retirar el afecto de los bienes de esta vida, y
a aspirar a aquellos que son eternos; ya no somos dueños del tiempo y las cosas que
están en él, sino que somos administradores para dar cuenta de él y de ellas. Y pues,
hemos de dar razón de cómo los hemos utilizado para el servicio de Dios Todopoderoso.
Por lo tanto, no abusemos de ellos para nuestro propio deleite y placer en vano.

105
CAPÍTULO V. Cómo Dios, aun en esta vida, emite un juicio muy riguroso.

Todo lo que hasta ahora hemos hablado, en relación con el rigor del tribunal divino,
ante el cual el alma estará, al final de la vida, para comparecer, y para dar cuenta a su
Redentor, está muy por debajo de lo que realmente será. Por lo tanto, para que podamos
concebirlo algo mejor, consideraré aquí la severidad y rectitud con la que Dios ejecuta
sus juicios, incluso en esta vida, en la que hace uso de la misericordia, para que de aquí
podamos deducir el rigor de la otra, donde él sólo utilizará su justicia.
Por el profeta Ezequiel (Ez. 7, 3-4) habla a su pueblo así: "Yo enviaré mi ira contra ti,
y te juzgaré según tus caminos y pondré todas tus abominaciones contra ti; y no
perdonarán nada mis ojos, ni te mostraré ninguna compasión, pero pondré sobre ti
todos tus pasos, y tus abominaciones estarán en medio de ti; y sabréis que yo soy el
Señor que hiere." Luego añade (Ez. 7, 15-18): "Mi ira será sobre todo el pueblo, fuera
está la espada, en casa la peste y el hambre dentro, el que esté en el campo morirá a
espada, y los que están en la ciudad serán devorados por la pestilencia y el hambre, y
quienes de ellos huyeren escaparán, y estarán en las montañas, como las palomas de
los valles, temblando por su maldad, todas las manos desfallecerán, las rodillas se irán
en agua, por el gran temor y asombro, que Dios, en su ira, enviará contra ellos." Pero
no es mucho que el Señor esto hiciese con los pecadores, que han abandonado su Dios,
ya que incluso en contra de aquellos que están deseosos de hacer todo por su honor,
procede con mucho rigor. Vamos a ver cómo el profeta Zacarías (cap. III.) nos propone
al sumo sacerdote hijo de Josedec, que vivía entonces, e hizo con él como una
representación animada del juicio divino, porque estaba ante un ángel, que ejercía oficio
de juez, todo vestido de ropas sucias y contaminadas, de tal manera que el Señor le
llamó un tizón sacado del fuego, y a su lado Satanás estaba a su lado para acusarlo.
Si, a continuación, este gran sacerdote, celoso de la gloria de Dios, se puso tan abatido
y confundido en presencia de un ángel, apareciendo como todo negro y quemado de
carbón del infierno, en prendas sucias y hollín, ¿cómo aparecerá un gran pecador y
despreciador del servicio divino frente a Dios mismo? Pero esto está más plenamente
significado en el Apocalipsis, donde nuestro Salvador mismo pronunció juicio contra los
siete obispos de Asia, que estaban entonces todos vivos, y la mayoría de ellos se
estimaban grandes servidores de Dios, y tan santos, como fue San Timoteo, amado
discípulo de San Pablo, San Policarpo, San Cuadrato, San Carpo, San Sagaris, todos
ellos de gran reputación de santidad de vida. Primero vamos a contemplar de qué manera
apareció nuestro Salvador Cristo, cuando llegó a juzgarlos, y después vamos a considerar
la carga rigurosa que colocó en su contra. Para el primero, para significar que nada se le
podía esconder u ocultar, se puso en medio de los siete candeleros, o de siete lámparas,
como el candelabro de oro en el templo, en cada uno de los cuales había una vela
encendida; en su mano tenía siete estrellas, cuyos rayos y esplendor iluminaba todo; y,
sobre todo, su rostro era como el sol al mediodía en su mayor fuerza, que no dejaba el
menor átomo por descubrirse. Este resplandor de las velas, las estrellas y el sol era tal;

106
que no había ninguna sombra, para darnos a entender que nada, lo poco que sea, puede
estar oculto a los ojos del que todo lo ve, de nuestro justo Juez, a quien todas las cosas
aparecen clara y distintamente, “como son en sí, con suma claridad”. Pero no contento
con tantos argumentos de las pruebas que tendrá de todas los pecados, se añade que
tenía Cristo los ojos como una llama de fuego, más penetrantes que los ojos de lince;
para ver todo y averiguar todo, y para que tuviéramos en cuenta también el rigor y la
severidad con que mira los delitos cuando venga a juzgarlos. Esto sin duda era suficiente
por sí mismo para exponer el rigor de su justicia; pero para declararlo con otra grande
señal, que fue con una espada de doble filo, que tenía en su boca, para denotar que el
rigor de sus obras será mayor que la de sus palabras, a pesar de que sus propias palabras
eran como espadas muy afiladas. En conclusión, todo estaba tan lleno de terror y
amenaza, que, a pesar de que nada le iba a San Juan, porque no era él juzgado, sin
embargo, causó tan gran temor y asombro en él, que cayó como muerto en el suelo. Si, a
continuación, San Juan, solamente viendo al rostro colérico de nuestro Señor, no en
contra de sí mismo, pero de otros, con los que también tenía la intención de utilizar la
misericordia, hizo que sus pies fallasen, y se le fuera el pulso: ¿cómo será con ese
pecador, que lo ve todo enojado contra él, y no habiendo ya de tener con él misericordia?
Creo que si las almas de los pecadores se pudiesen morir, el terror de esa vista les
quitaría un millar de vidas.
Veamos ahora que encontró esos ojos de fuego, con que Cristo examinó de manera tan
estrecha las obras de los siete obispos, que eran como él mismo se digna llamarlos,
ángeles. En verdad, se encontró mucho que reprender en ellos, para que se verificase, lo
que dijo en Job, que encontró iniquidad en sus ángeles. ¿Quién habría pensado que San
Timoteo, de los cuales el apóstol estaba tan seguro, y del que tuvo tan grande estima,
fuese merecedor que Dios le quitase su silla, y privarlo de su iglesia de Éfeso? Sin
embargo, Cristo lo encontró digno de tan gran castigo, y le amenazó con infligirlo, si no
se enmendaba, y da de él muy vivas quejas, porque había descaecido de su antiguo
fervor, exhortándole a hacer penitencia, que por cierto la hizo, juzgándolo muy necesario
para él. Mayores faltas encontró en el obispo de Pérgamo, como también en aquel de
Tiatira, que fue San Carpo; y de igual manera los exhorta a hacer penitencia. Y para que
se vea cuán diferentes son los juicios de Dios de los juicios de los hombres, aunque era
tan comúnmente tenido de todos por santo el obispo de Sardis, y a pesar de que había
ganado una gran reputación por su virtud, y aunque hizo muchas buenas obras, sin
embargo, Jesucristo encontró que estaba lejos de ser un santo, si no que estaba en
pecado mortal. ¡Oh Dios santo!, ¿Quién no temerá si aquel que pasaba entre los hombres
por un ángel, fue por Ti reputado como un diablo? Pero no menos terrible es lo que pasó
con el obispo de Laodicea, cuya conciencia no le acusaba de nada, quien pensó que
había cumplido con sus obligaciones, que ejercía grandes virtudes, sin remordimiento de
falta grave o asunto de importancia, y, sin embargo, y con todo esto, él era tan al
contrario a la vista divina, que el Señor le dice, que era miserable, pobre, ciego y
desnudo de toda virtud. Bien dijo el sabio, que "el hombre no sabe si es digno de amor o
de odio." Y David tenía razones para exigir de Dios que le limpiará de los pecados que no

107
conocía. ¡O santísimo Señor y Juez rectísimo!, ¿cómo sucede que los hombres no te
temen, pues por lo que ellos mismos se saben, debían temblar; y, por lo que Vos sabéis
de ellos, aunque ellos se tengan por justos, con todo aquello que solo tú conoces es
suficiente para condenarlos. Temblemos, ya que Dios nos exigirá un recuento de aquellos
pecados que ignoramos, como lo hizo con este obispo de Laodicea, y también de los
pecados cometidos por otros, como lo hizo del obispo de Tiatira. Los ojos divinos de
Cristo penetran no sólo en nuestros yerros más ocultos y ajenos, sino también descubrirá
los de omisión; y, por lo tanto, así reprendió la omisión del obispo de Pérgamo, a pesar
de que era muy fiel a Dios en toda buena obra, y buscando la gloria y la exaltación de su
santo nombre. En todo reparó Cristo en todas nuestras malas obras, conocidas, así como
ocultas, así propias como ajenas, y también en nuestras buenas obras, cuando no se
hacían con el fervor y la perfección. Temblemos, ya que en San Timoteo descubrió que
sus obras no eran fervientes; pero mucho más que en el santo obispo de Filadelfia, que
era intachable, y que no había aflojado ni caído de su primer fervor; sin embargo,
encontró con qué reprenderle, no por la comisión de lo que era malo, no por omisión de
lo que era bueno, no por remisión de su antiguo fervor, sino sólo dice: Porque tienes
pequeñita virtud; con ser verdad, que tenía grandes méritos este santísimo obispo, por lo
que fue muy favorecido y querido por Dios. Pero como nuestras obligaciones son
infinitas, así no hay virtud, ni santidad, que a su vista no parezca pequeña. Tan preciso,
tan exacto es el juicio divino, que de siete obispos, que eran considerados como ángeles,
encontró en seis qué juzgar y reprender; en uno negligencia, en otro inconstancia y
desmayo, en otro dejadez y descuido del fervor, en otro cansancio y falta de
perseverancia, en otro miedo, en otro tibieza e indiscreción, y en al menos dos, que
estaban en pecado mortal. Y si, en tales ángeles, sus ojos divinos encontraron culpa,
¿qué van a encontrar en nosotros pecadores?
El conocimiento de que Cristo les había juzgado fue de gran provecho a los obispos,
haciendo que después cumpliesen con sus deberes con gran fervor; y para aquellos de los
cuales se sabe quiénes eran, lo cierto es que ellos murieron santos, y como tales los
celebran la santa Iglesia. También puede ser útil para nosotros saber que vamos
igualmente a ser juzgados con el mismo rigor, y que no se puede ofender a quien se debe
tanto; para no ser tibio en su servicio, y para llevar a cabo obras santas, perfectas, y
cumplidas. Temamos los tibios esas palabras que nuestro Salvador dijo a uno de los
obispos (Apoc. 3, 15-16): "¡Ojalá fueses frío o caliente, pero por cuanto eres tibio, y no
eres frío ni caliente, te comenzaré a vomitar de mi boca." De esta amenaza, nota un
intérprete, que es más terrible que si hubiera sido una condena, como dando a entender
algo más en particular, que la común suerte de los réprobos, que se identifica con esa
metáfora de vómito que denota un odio irreconciliable de parte de Dios, un desamparo
de su providencia paterna, una negación de su eficaz ayuda, y una gran dureza de
corazón. Temblemos en su amenaza del Justo Juez para que no perezcamos con su
sentencia y condenación. También tengamos cuidado, no oigamos de la boca de Cristo lo
que le dijo al obispo de Sardis: "Yo no encuentro tus obras llenas delante de mi Dios."
Vamos, por tanto, a ver cómo se encuentra nuestra caridad, ya sea completa o no.

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Porque no es completa, si amamos a este hombre, y no a aquel; si deseamos bien a
nuestro benefactor, y aborrecemos al que nos hace daño; si trabajamos solos, y no
sufrimos también. Veamos si tenemos la carga de nuestro vecino, como si fuera nuestra;
si preferimos la comodidad de otros antes que la nuestra; si abrazamos, con el deseo de
agradar a Dios Todopoderoso, cosas duras y dolorosas; y si lo queremos, no con
palabras, sino hechos. Veamos si nuestra humildad está completa; si no sólo huyes de los
honores, pero abrazas el deseo de ser despreciado; si no solo no te antepones a nadie,
sino que te pospones a todos. Veamos si nuestra paciencia está completa; si no se te da
más sufrir esto que aquello, sino solo sufres, sino que no te quejas. Veamos si nuestra
obediencia está completa; si obedecemos en las cosas fáciles, y no, en lo difícil y
problemático; si obedecemos a nuestros iguales y no a nuestros inferiores; si miramos al
hombre y no a Dios; si lo hacemos con repugnancia, y no con deleite. A ver si el resto de
tus virtudes están completas; has de dar cuenta de todas; procura dar buenas. A ver si no
te encuentran en ese día con obras vanas y vacías; porque no sólo se te preguntará si has
hecho buenas obras, pero si las has hecho bien. Si incluso en esta vida Dios castiga
nuestro descuido, ¿qué hará en la otra?
Saquemos fuerzas de flaqueza, para que, sirvamos con todo nuestro poder y todas
nuestras fuerzas, a quien tanto bien nos hace. Veamos lo que hemos recibido, para que
sepamos lo que debemos devolver; veamos la grandeza de esos beneficios que nos han
sido conferidos, para que podamos saber cómo medir nuestro agradecimiento en
consecuencia; y, como los beneficios de Dios han sido plenos y abundantemente
colmados en nosotros, no dejemos que nuestro agradecimiento y servicios sean cortos y
mezquinos. Nuestro Señor no se olvidó de poner a los siete prelados en cuenta de su
obligación de estos beneficios, y, por lo tanto, le dijo al obispo de Sardis (Ap. 3, 3):
"Acuérdate, por tanto, de cómo recibiste." No dice lo que has recibido, sino la manera
como lo has recibido, porque, en los beneficios divinos no sólo hay que ser agradecido
por la sustancia, sino por la forma y las circunstancias de ellos, que nuestro
agradecimiento no sólo puede consistir en la sustancia de las buenas obras, pero en la
forma y circunstancias de hacerlas, realizándolas plenamente, a la perfección, y
completamente; y si Dios te hizo tan colmado de sus beneficios, amándote, tú sírvele con
un afecto perfecto y sincero; y, puesto que Él ha empleado su omnipotencia para nuestro
bien y beneficio, debemos emplear nuestras fuerzas y facultades para su gloria y servicio.

109
CAPÍTULO VI. Del fin de los tiempos.

Además del fin del tiempo particular de esta vida, el fin universal de todos los tiempos
es mucho para ser considerado; para que, la ambición humana no llegue a traspasar de
los límites de esta vida, y deseando aun después de ella honores y una famosa memoria,
el hombre puede saber que después de su muerte hay otro fin y muerte a seguir, en el
que su memoria también morirá y se desvanecerá como el humo. Después de haber
terminado el tiempo de esta vida, ha de acabar también todo tiempo, y con él se ha de
acabar todo cuanto dejó en este mundo. Que el ser humano, por lo tanto, sabe que esas
cosas, que deja tras de su memoria después de la muerte, son tan vanas como aquellas
que disfrutó en su vida. Levante mausoleos orgullosos; erija estatuas de mármol;
construya ciudades pobladas; deje una numerosa parentela; escriba libros eruditos;
estampe su nombre en bronce, y fije su memoria con un millar de clavos; su nombre se
borrará, y todo se acabará, porque se acabará todo tiempo. Las ciudades se hunden, las
estatuas caen, su familia y el linaje perecen, sus libros se queman, su memoria se vuelva
ilegible, y todo se acabará, porque todo el tiempo debe terminar. Es muy importante para
nosotros convencernos de esta verdad, que no seamos engañados por las cosas de este
mundo, ya que no sólo nuestros placeres y delicias terminarán con la muerte, sino
nuestra memoria acabará con el tiempo; y puesto que todos fenecerán, todos han de ser
despreciados como vanos y perecederos. Cicerón, tan deseoso de fama y honor, como se
ve por una gran epístola suya, escrita a un amigo (Cicer. Epist. Ad. Lucium) en la que él
sinceramente le suplica escribir la conspiración de Catilina en un volumen aparte, con el
fin de extender la gloria de su nombre, ya que la conspiración había sido descubierta por
él, pidiéndole que diese en ella algo a la amistad que tenían, y que la publicase en su vida,
para que pudiera disfrutar de la gloria que de ella resultare mientras vivía; sin embargo,
cuando llegó a considerar que el mundo iba a terminar en el tiempo, se dio cuenta de que
no hay gloria que pudiese ser inmortal, y por lo tanto dice (Tullius in Somno Scipion...):
"En razón de diluvios e incendios de la tierra, que deben necesariamente ocurrir dentro
de un cierto tiempo, no podemos alcanzar la gloria, no digo eterna, pero ni duradera." En
este mundo no hay memoria que pueda ser inmortal, ya que el tiempo y el mundo mismo
son mortales; y el tiempo vendrá en que el tiempo no será más. Pero esta verdad es
como el recuerdo de la muerte, que es la más importante, por lo que muchos hombres
piensan menos de ella, y prácticamente no se la creen. Pero Dios, para que no faltase su
providencia divina, y cuidado de nosotros en esta parte, quiso que se pregonase cuestión
de gran importancia con toda solemnidad, en primer lugar por el Hijo, después por sus
apóstoles, y luego por los ángeles. Y, por lo tanto, dice San Juan en su Apocalipsis (Ap.
10), que vio a un ángel de gran fuerza y potencia, que descendió del cielo teniendo por
vestido una nube, por diadema el arco iris en su cabeza, su rostro resplandeciente como
el sol, y sus pies como columnas de fuego, con el pie derecho pisando sobre el mar, y
con el izquierdo sobre la tierra, enviando una voz grande y terrible como el rugido de un
león, que fue respondida por siete truenos, con otros ruidos más terribles. Luego aquel
prodigioso Ángel, que estaba puesto de pies sobre el mar y la tierra, levantó su mano

110
hacia el cielo. Pero ¿para qué esta ceremonia?, ¿por qué tan extraño traje y tanto aparato
y ruido de truenos? Todo era para anunciar la muerte del tiempo, y para persuadirnos
más de su infalibilidad, lo confirmó con un juramento solemne, concebido con una
fórmula muy legítima de palabras de toda solemnidad; alzando sus manos hacia el cielo,
y jurando por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y la tierra y todo lo
que está en ella, "El tiempo no será más." ¿Con qué podría ser esta verdad más
confirmada, que por el juramento de tan grande y poderoso un Ángel?
La grandeza y solemnidad del juramento nos da a entender el peso y la gravedad de lo
afirmado, tanto respecto de sí mismo y la importancia para nosotros de conocerlo. Si la
muerte de un monarca o príncipe de algún rincón del mundo, pronosticado por un eclipse
o un cometa, causa un temor y asombro en los espectadores, ¿qué causará la muerte de
todo el mundo, y con él todas las cosas temporales y del tiempo en sí, anunciado por un
ángel, con tan prodigiosa aparición y ruido tan terrible, en aquellos para que lo consideren
seriamente? Para nosotros también este pensamiento es muy adecuado, para provocar en
nosotros un menosprecio de todas las cosas temporales.
Veamos, por lo tanto, prácticamente convencidos de que no sólo esta vida se
terminará, sino que ha de haber también un final del tiempo. Tampoco ha de faltar al
hombre de su vida, y tiempo ha de faltar al mundo de la suya, cuyo fin no ha de ser
menos horrible que lo es el fin del hombre: antes cuánta distancia hay del mundo y todo
el linaje humano a un hombre particular, tanto mas espantosa ha de ser la muerte del
mundo a la de un hombre solo; y así son tan espantosas las profecías que hay del fin del
mundo, que si no fuera el Espíritu Santo el que las dijo, no se pudieran creer. Cristo, por
lo tanto, nuestro Salvador, después de haber pronunciado algunas de ellas a sus
discípulos, porque parecían superar todo lo que se podía imaginar, acabó confirmándolas
con aquel modo de juramento o aseveración de que solía utilizar comúnmente en los
asuntos de la mayor importancia (Mt. 24, 35): "Amén, esto es: Por mi verdad, os digo,
que el mundo no se acabará antes de que se cumplan todas estas cosas, porque el cielo y
la tierra pasarán, más mis palabras no pasarán." Creamos entonces que el tiempo
terminará, y que el mundo debe morir, y morir, si así podemos decir, una muerte muy
horrible y desastrosa; creamos en ello, ya que los ángeles y el Señor de los ángeles así lo
ha jurado. Si es así, entonces, que esas memorias de los hombres que parecían
inmortales, han de tener fin, pues toda la raza humana le ha de tener, cuidemos solo de
estar en la memoria eterna de aquel que no tiene fin; y no menos despreciamos
permanecer en la memoria de los hombres que se han de morir, que gozar de nuestros
sentidos que han de perecer. Así como el acaparamiento de riquezas en la tierra no es
más que un engaño de la avaricia, el deseo de eternizar nuestra memoria es un error de
nuestra ambición. El hombre codicioso debe dejar su riqueza cuando sale de su vida, si el
ladrón, no se la toma antes; y la fama y renombre ha de acabar con el mundo, si no es
que la envidia o el olvido las borra antes. Todo lo que tiene fin es vano; pues todo este
mundo ha de tener fin, y todo lo que es estimado en él, es vano; todo él es vanidad de
vanidades. Procuremos que nuestro único objetivo y aspiración sea a lo eterno, porque el
justo sólo, como dice el profeta, permanecerá en la memoria eterna de Dios. La memoria

111
del hombre es (como los hombres mismos) frágiles y perecederas. Lo que el hombre,
ambicioso de una memoria perpetua, ¿no preferiría elegir ser estimado por diez hombres,
que iban a vivir cien años, que por mil que fueron a morir inmediatamente después de él?
No estimemos son estar en la memoria de Dios, cuya vida es eternidad. Nuestra memoria
entre los hombres no puede durar más que la de los propios hombres, que morirán como
nosotros; y no puede haber ninguna memoria inmortal entre aquellos que son mortales.
Es, por lo tanto, muy conveniente que el fin del mundo deba ir acompañado por el juicio
universal de todos los hombres, en el que serán revelados sus pensamientos y acciones
más secretas y ocultas; para que no se fíe el asesino que había matado a su vecino para
que no descubriese su mal, ella no ha de quedar oculta; ni se atreva nadie a pecar por
falta de testigos, pues ha de saber todo el mundo aquello que si supiera otro hombre se
muriera él de pena.

112
CAPÍTULO VII. Cómo los elementos y los cielos se alterarán al final del tiempo.

Veamos ahora la extraña forma del fin del mundo, que, por ser tan terrible, nos da a
entender la vanidad y engaño de todas las cosas en él, y el gran abuso de ellas por el
hombre; pues, sin duda, si no fuera por la gran malicia y maldad que reina en el mundo,
el fin no sería tan horrible o desastroso. San Clemente de Roma (Lib. Recognit.), escribe
que él aprendió de San Pedro, el apóstol, que Dios había establecido un día desde toda la
eternidad, en el que el ejército de todas las penas debe luchar con el ejército de todas las
culpas, que por lo general se llama en la santa Escritura día del Señor, en el que el
ejército de las penas ha de dar batalla campal a las culpas, y acabar de una vez con ellas
y con el mundo donde han reinado. Y, desde luego, si el terror de ese día será igual a la
multitud y la enormidad de los pecados, no tenemos que preguntarnos lo que la Sagrada
Escritura y los Santos Padres han predicho de él. Pero, como en las guerras es habitual
que antes del día de la batalla, se hagan primero varias escaramuzas y se hagan
incursiones por lo que, antes de este terrible día, en el que todas las penas se encontrarán
con todas las culpas, enviará Dios, desde diversas partes, varias calamidades como
precursoras de ese gran día de batalla, que como caballos ligeros, correrán primero el
campo, como se significó a San Juan en el Apocalipsis, representado por los jinetes que
veía salir atrevidamente en diversos caballos de colores, uno rojo, otro negro, y el tercero
pálido, por lo que el Señor, antes de ese día, enviará pestes, hambres, guerras,
terremotos, sequías, inundaciones, diluvios; y si esas miserias ahora nos afligen tanto,
¿qué haremos entonces cuando Dios haga la justicia divina con toda su fuerza y poder,
cuando todas las criaturas se armarán contra los pecadores, y el celo de la justicia divina
será su capitán general, como lo declara el sabio por estas palabras (Sb. 5): "Su celo
deberá tomar las armas, y deberá armar a las criaturas para vengarse de sus
enemigos, les pondrá como coraza la justicia, y el justo juicio como un casco. Tomará
la equidad como escudo, y afinará su ira como una lanza, y la redondez de la tierra
luchará por Él contra los insensatos. Enviará desde las nubes como de un arco bien
flechado y tirante, los rayos, y saltarán a lugar cierto. Enviará granizos llenos de ira
tormentosa, embravecerá contra ellos las aguas del mar, y los ríos combatirán
furiosamente. Contra ellos estará un viento fortísimo, y como un torbellino los
dividirá." Muy terrible son esas palabras, aunque no contienen más que la guerra que
han de hacer tres de los elementos para hacer frente a los pecadores; pero no sólo el
fuego, el aire y el agua, pero la tierra también, y el cielo (tal como aparece en otros
lugares de la Escritura), caerán sobre ellos y para confundirlos, porque todas las criaturas
expresarán su furia en ese día y se levantarán contra el hombre; y las nubes descargarán
rayos y piedras sobre sus cabezas, los cielos dispararán no menores balas que sus
estrellas, que, como dice Cristo, caerán desde allí. Si el granizo tan pequeño como un
grano, por caer de las nubes suele destruir los campos, y a veces matar a los animales,
cuando caigan a pedazos las estrellas, desde el firmamento, o alguna región superior,
¿qué estrago harán y qué pasmo causarán en las gentes?

113
No es una exageración, que utiliza el Evangelio (Lc. 21, 25-26) cuando dice que los
hombres se secarán con miedo de lo que sobrevendrá sobre el universo; porque, así es
como un hombre particular, que se llama mundo menor, cuando se ha de morir, se turban
dentro de él los humores, quien son sus elementos, estarán preocupados y fuera de
servicio, sus ojos, que son como el sol y la luna, se oscurecerán; sus otros sentidos, que
son como las estrellas menores, desaparecerán; su razón, que es como un poder celestial,
se trastornará; en la misma manera en la muerte del gran mundo, antes de que se
disuelva y caduque el sol se convertirá en tinieblas, la luna en sangre, las estrellas caerán,
y todo el mundo temblará con un ruido horrible. Si el Sol, la Luna y otros cuerpos
celestes, que se celebran incorruptibles, sufrirán estos cambios, ¿que se hará con aquellos
elementos frágiles y perecederos de la tierra, el aire y el agua? Si este mundo inferior,
como dicen los filósofos, dependen de los cielos, esos cuerpos celestes, estando alterados
y rotos en pedazos, ¿en qué estado pueden quedar los elementos inferiores, cuando las
virtudes de los cielos titubearán, y las estrellas perderán su camino, y dejarán de observar
su orden? ¿Cómo estará el aire, sino turbado con arrebatados torbellinos, lóbregas
tempestades, truenos horrendos, y relámpagos furiosos; y cómo estará la tierra
temblando de terribles terremotos, abriéndose en mil bocas, y escupiendo, por así
decirlo, volcanes enteros de fuego y azufre. ¡Serán tan espantosos los temblores de la
tierra que no sólo arrojará al suelo las torres más altas, sino que se tragará a la montaña
más alta, y enterrará ciudades enteras en sus entrañas! ¡Cómo será el mar, entonces
rabioso, pondránse sus olas por encima de las nubes, como si quisieran ahogar una gran
parte de la tierra! El rugido del océano sorprenderá aquellos que están muy lejos de él, y
estando muy apartados y metidos en el corazón de la tierra firme; por tanto, Cristo
nuestro Salvador dijo (Lc. 21, 25): Que habrá angustia de la gente, por el estruendo del
mar y de las olas.
¿Qué harán los hombres en esta turbación general de la naturaleza? Quedarán
sorprendidos y pálidos como la muerte. ¿Qué consuelo tendrán ellos? Ellos estarán
contemplándose el uno al otro, y cada uno concebirá un nuevo temor, por la
contemplación en la cara de su vecino de la imagen de su propia muerte. ¡Qué miedo y
horror concebirán con esto, temiendo el espantoso fin y suceso que tan horrendo
prodigios y monstruosidades naturales significan! Todo el comercio cesará entonces; las
plazas quedarán despobladas, y los tribunales permanecerán solitarios y silenciosos; nadie
estará entonces ambicioso de honores, no habrá quien busque pasatiempos y placeres: ni
podrá el miserable avaro luego ocuparse del cuidado de sus tesoros; no habrá quien
frecuente los palacios de reyes y príncipes, aún se olvidarán de comer y beber; toda su
atención se empleará en como escapar de esos diluvios, terremotos y relámpagos, en
busca de lugares seguros, aunque no los hallarán. ¿Quién hará caso de su propia
descendencia y linaje? ¿Quién de la nobleza de sus armas y sus logros, de su sabiduría y
talentos? ¿Quién se acordará de la belleza que vio, de los edificios suntuosos que admiró,
de lo agudo que leyó, de la discreción y gravedad en su discurso? Y si de sus cosas no
hará memoria, ¿cómo hemos de recordar las ajenas?¿En qué condición estarán entonces
los habitantes de la tierra, cuando no sólo el mar esté enfurecido, pero el cielo y la tierra

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con mil prodigios los asustará más; cuando el sol se es ponga de luto, y sorprenda con
horror su oscuridad; cuando la luna se verá como la sangre, las estrellas caerán, y la
tierra se sacudirá con su temblores inquietos; cuando los torbellinos los eche de sus pies,
y los rayos frecuentes y los relámpagos deslumbrando sus ojos y confunden su
comprensión: ¿qué harán los pecadores, por cuya causa se obrarán cosas tan temibles?

II. El pavor y el asombro que caerá sobre la humanidad, cuando todo el poder y
la explanada de la naturaleza se armarán contra los pecadores, se podrá echar de ver por
el miedo que ha sido causado por uno solo de esos cambios, que se predijeron que
sucederán con el acabamiento del mundo, cuando han de venir todas juntas, y cada una
con gran exceso. Veamos, por lo tanto, cuan terrible será la conjunción de tantas y tan
grandes calamidades, si la parte de algunas lo es tanto. Y para comenzar con la tierra,
que parece el más aburrido y pesado de todos los elementos: el cardenal Jacobo Papia
escribe, lo que sucedió en su propio tiempo, informa que en el año 1456, el 5 de
diciembre, tres horas antes del día, todo el reino de Nápoles temblaba con tal violencia,
que algunas ciudades enteras fueron enterradas en la tierra, y una gran parte de muchos
otros se hundieron también, en el que perecieron sesenta mil personas, parte de ellos
tragados por la tierra, y otra parte oprimida por las ruinas de los edificios. ¿Qué seguridad
pueden buscar los hombres en esta vida presente, cuando ellos no están seguros de la
tierra que pisan? ¿Qué firmeza puede haber en el mundo, cuando una sola cosa que hay
en él firme es tan inestable? ¿De dónde no nos podrá asaltar la muerte, pues nos nace de
entre nuestros pies? Pero no es mucho que con el terremoto de todo un reino se causó
tanta ruina, pues el de una misma ciudad lo causó. Evagrio (Evagr. I. 6, c. 8 Vide
Niceph. 1. XVIII. c. 13) escribe, que la noche en la que Mauricio, el emperador, se casó,
tres horas después de la caída de la noche, la ciudad de Antioquía tembló de tal manera
que la mayoría de los edificios cayeron, y sesenta mil personas quedaron sepultadas en
las ruinas. Si la tierra era tan cruel en esos terremotos particulares, ¿qué haría en el que
sucedió en la época de Tiberio, cuando, según Plinio (Plin. Libr. 2, c. 48, et Phil. lib. 14,
senac. natura q. 1. Lib. 6 Niceph. Lib. 14, c. 36.), doce de las principales ciudades de
Asia fueron destruidas y hundidas en la tierra? Y, sin embargo, aún más temor pone lo
que refiere Nicéforo (1. iv. C. 46), que sucedió en la época del emperador Teodosio, que
un terremoto se prolongó durante seis meses sin interrupción, y era tan universal que casi
todo el orbe de la tierra temblaba, ya que se extendía hasta el Quersoneso, Alejandría,
Bitinia, Antioquía, el Helesponto, las dos Frigias, la mayor parte del Oriente, y muchas
naciones regiones de Occidente.
Y que también podemos decir algo de la furia del mar incluso en contra de los que
estaban muy distantes de la rabia de sus olas, y se creían seguros en sus propias casas:
fue horrible el terremoto que cuenta San Jerónimo (S. Hier. in Vit. S. Hilar.), y Amiano
Marcelino, que era un testigo ocular del mismo, lo que ocurrió no mucho después de la
muerte del emperador Juliano, en el que no sólo la tierra tembló, pero el mar pasó sus
límites, como en otro diluvio, y se volvió de nuevo para abrumar a la tierra, como en el
primer caos. Las naves flotaban en Alejandría por encima de los edificios más altos, y en

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otros lugares por encima de las altas colinas; y después de que el mar se calmó y volvió a
su canal, muchos buques en esa ciudad, como Nicéforo escribe (Niceph. Lib. 10. C. 35),
se mantuvieron sobre los techos de las casas, y en otras partes sobre las rocas altas,
como da testimonio San Jerónimo. Pero oigámoslo relatado por Amiano Marcelino,
cuyas palabras son éstas: "Procopio, el tirano, estando todavía con vida, el 21 de julio
del año en el que Valentiniano era primer vez cónsul con su hermano, se
embravecieron de repente horrendos levantamientos de los elementos, cuales ni las
fábulas fingieron, ni las historias reales nunca mencionaron. Poco antes de la mañana,
estando el cielo cerrado con una tempestad oscura, entremezclado con truenos
frecuentes y destellos horribles de relámpagos, todo el cuerpo de la tierra se movió, y
el mar se retiró de tal manera que el fondo más oculto de él se descubrió; de modo que
muchos tipos desconocidos de peces se observaron tendidos en el barro. Esos enormes
abismos contemplaron entonces el sol que la naturaleza, desde el principio del mundo,
le había escondido debajo de tan inmensa masa de aguas, muchos barcos se atascaron
en la tierra, o flotando en los canales pequeños que se formaron, de manera que los
peces se podían recoger en las manos de los hombres. Pero en poco tiempo las olas del
mar, enfurecidas de verse expulsadas de su asiento natural, se ensoberbecieron con
gran furia contra las islas y costas extendidas a lo largo de los continentes, y
estrellándose contra las ciudades o edificios que encontraban derrocándolas
violentamente al suelo; de tal manera que la cara del mundo, cambiada por la furia de
los elementos, produjo muchos inauditos prodigios. Porque regresándose la gran masa
de las aguas y entrando profundamente en la tierra de repente y de forma inesperada,
se ahogaron muchos miles de personas, cuyos cuerpos muertos, después de que las
crecidas de las olas se calmaron y se retiraron a su cauce natural, fueron encontradas,
algunos con sus caras hacia abajo, arrastrándose sobre la tierra, algunos hacia
arriba, mirando hacia los cielos. Algunos grandes barcos dejaron las aguas sobre los
techos de las casas, como ocurrió en Alejandría; otros lejos de la orilla del mar, como
nosotros mismos somos testigos, porque pasando por Methion, vimos allí una nave ya
carcomida toda." Toda esta lamentable historia es de Amiano Marcelino.
No menos temible es la que refiere Nauclero y Tritemio (Naucler. Gen. 41, sub. finem.
Trithem. Chro. Hirsau.), que por el año 1218, el mar embravecido entró en Frisia,
ahogando en el campo y en sus propias casas, a más de cien mil personas. Lango añade,
que luego, en el año 1287, el océano de nuevo volvió a entrar en la misma provincia, y
no se retiró hasta que había ahogado a ochenta mil personas. Esta mortalidad no es
mucho en una provincia entera, con respecto a lo que el mar hizo en una sola ciudad.
Surio, en sus comentarios del año 1509, escribe, que el día de la Exaltación de la Cruz,
en septiembre, el mar entre Constantinopla y Pera se levantó con tal rabia y furia, que
pasó por encima de las paredes de las dos ciudades, y que sólo los turcos en
Constantinopla por sí solos, llegaron a trece mil. Con estos ejemplos ciertos, no vamos a
necesitar agregar lo que escribe Platón, y aprueba Tertuliano (Tertul. Apolog., Cap. 39),
y muchos autores de estos tiempos también, que la isla de Atlántica que estaba situada en
ese amplio océano, entre España y las Indias Occidentales, y que era una parte muy

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importante del mundo y con innumerables habitantes, por un terremoto, y una lluvia de
un único día y una noche (en el cual los cielos como si dijéramos se deshicieron en agua,
y el mar rebasó sus límites), quedó sepultada en el océano, con todos sus habitantes, y
desapareció. Pero no voy a hacer uso de esta historia para exagerar la fuerza de los
elementos, enfurecidos contra el hombre. Las historias modernas, que hemos relacionado
con mayor certeza, son suficientes, y por lo que sucedió en Frisia, se puede ver con la
furia que el océano, aprisionado dentro de sus propios límites, sale cuando Dios le da
licencia para luchar contra los pecadores. ¿Cómo será, entonces, cuando el Señor de
todos armará todos los elementos en su contra, y dará la señal a todas las criaturas, para
que venguen sus injurias en los hombres, tan ingratos por sus infinitos beneficios?
El aire también, que es un elemento tan blando y suave, en el que vivimos y por el que
respiramos, cuando Dios, le suelte la rienda, sacará fuerza de la debilidad, y hará ruinas y
echará por tierra todo lo que se encuentre. Se ha visto arrancar bosques enteros por las
raíces, y transportar los árboles a lugares muy distantes. (Oviedo, Hist. Und. lib. 6. c. 3).
Surio escribe, que el 28 de junio, en el año 1507, a la medianoche se levantó una
tempestad en Alemania, que hizo estremecer los edificios más fuertes, y arrancó los
techos de las casas, desencajó a los árboles, y los arrojó a una gran distancia. Conrado
Argentino escribe, que, siendo emperador, Enrique VII, él mismo vio volar grandes vigas
de madera desde el techo de la iglesia principal de Mentz, tan grandes como las vigas de
una prensa de vino, y de la madera tan pesada como el roble, volando en el aire por
encima de una distancia de una milla. Por encima de todo, ¿Quién no se espanta por lo
que escribe Josefo, en sus Antigüedades, y Eusebio Cesariense en la Preparación
evangélica y es: Que la torre de Babel, que fue el edificio más fuerte y prodigioso en el
mundo, fue por Dios derribado por un viento? ¿Qué diré de esas tempestades terribles de
granizo y relámpagos, volando por el aire de lugar en lugar castigando a los pecadores,
uno de los cuales mató a todos los rebaños y manadas de los egipcios; y en Palestina, de
otra tormenta de granizo de una grandeza extraña, que mató a innumerables amorreos?
De estos últimos tiempos, en estas partes, en el año 1524, Clavitelo escribe, que cerca de
Cremona, cayó un granizo tan grande como huevos de gallinas; y en la Campiña de
Bolonia, en el año 1537, cayeron piedras de veintiocho libras de peso. Olao Magno
escribe, que en el Norte, el granizo había caído tan grande como la cabeza de un
hombre; y la Historia tripartita (1. 7. c. 22.), que en el año 369 vino tal tempestad sobre
Constantinopla, que el granizo era como rocas. Ciertamente, que no es entonces mucho
que el profeta Ezequiel dice, que en el fin del mundo caerán enormes piedras (cap. 38); y
San Juan (Ap. 16.) escribe, que serán parte del peso de un talento, que es de ciento
veinte y cinco libras de peso romano. Tempestad que tal piedra arroja ¿con cuán
horrendos truenos resonará? En Escitia, escriben, que en las tempestades personas
habían caído muertos con el terrible ruido de los truenos. ¿Qué ruido sucederá en las
últimas tempestades, cuando quiera Dios acabar el mundo?
Todas esas alteraciones anteriores de los elementos no son más que amenazas. ¿Cuál
será la batalla campal, que han de dar a los pecadores, cuando aún el cielo les disparará
sus flechas, y tocará al arma con truenos prodigiosos, y anunciarán su ira con apariciones

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horribles? San Gregorio el Grande (lib. 4. Diálogo, c. 36) escribe, como un testigo ocular,
que en una gran pestilencia en Roma vio visiblemente flechas caer del cielo, y golpear a
muchos hombres. Juan el Diácono (Joan, in Vit. Greg. Lib. 1, c. 37) dice que era lluvia
de saetas. ¿Qué será entonces, cuando el aire y el cielo llueva pedazos de estrellas? El
mundo se sorprendió cuando, en el tiempo de Irene y Constantino (Zonar. In Iren.), el
sol se oscureció durante diecisiete días juntos, y en el tiempo de Vespasiano (Plin. 1. 1, c.
13) el sol y la luna no aparecieron durante el lapso de doce días. ¿Qué será en los últimos
días, cuando el sol esconderá sus rayos debajo de una prenda de luto, y la luna se vista
de sangre, para significar la guerra que todas las criaturas han de hacer a fuego y sangre
contra los que han despreciado a su Creador? ¿cuando, por un lado, la tierra se levante
contra ellos, y como no pudiéndolos soportar los sacuda de sí, por otra los embista el
mar y los asalte dentro de sus propias casas, y el aire no les deje estar seguros en los
campos? Sin duda, no será entonces de extrañar que, deseen que las montañas los
cubran y las colinas los escondan dentro de sus cavernas. Pero todo esto es más para
pensar que para poder explicar; y la sola idea es suficiente para hacernos temblar. Las
criaturas ahora gimen al verse a sí mismas abusadas por el hombre, en desacato a su
Creador, y a continuación, sacudirán el yugo, y se vengarán de los agravios que han
sufrido bajo él, y las lesiones que han hecho al Creador de todo. Las violencias de los
elementos, y las perturbaciones de la naturaleza, que suceden antes del fin, no tienen que
ver respecto de las que sucederán en los últimos días del mundo; que San Agustín dice
que serán mucho más horribles y terribles que las que ya han pasado. Pues si las pasadas
son tales (como ya hemos visto), ¿qué será entonces cuando vengan todas juntos, y de
todas partes; cuando el mundo entero se rebele contra el hombre; cuando todo será
confusión; cuando el verano se transformará en invierno, y el invierno en verano; y
ninguna criatura guarde ley fija, para los que no observaron la ley de su Creador, para
que así puedan vengar a Dios y a sí mismas.

III. Pero para que se vea más esta alteración que ha de haber de las criaturas, vamos a
especificar algunas de ellas del Apocalipsis de San Juan. Muy terrible es la que él
menciona en el capítulo octavo, del granizo y fuego, con una lluvia de sangre, tan
general, y en tal abundancia que destruirá la tercera parte de la tierra, de los árboles y las
hierbas verdes. Considere uno qué estrago será éste; pues tan horrenda tempestad de
piedra, fuego y sangre ha de consumir, no solo una vega, no solo una provincia o reino,
sino tantos como pueden caber en la tercera parte de este mundo. ¡Qué pasmo causará
en los hombres así el modo de aquella tempestad sangrienta, como un estrago tan general
del orbe? Pero no ha de para en esto solo, porque inmediatamente deberá aparecer en el
aire una enorme montaña de fuego que caerá a la vez en el mar, y arderá la tercera parte
de los peces, la tercera parte de las naves, y de toda otra cosa en el océano. El efecto
como procederá de un cometa ardiente prodigioso, que caerá en los ríos y fuentes, y en
varias partes, convertirá las aguas amargas como el ajenjo, y las harán tan pestilentes que
afectarán a los que le beban, y muchos morirán con su gusto. Un ángel procederá a herir
el sol, la luna y las estrellas, y privarlos de una tercera parte de su vista. Pero más

118
horrible que todo esto, es lo que sigue, pues reventará el abismo, que es el infierno,
abriéndose una boca profunda, escupiendo un humo tan espeso que oscurecerá por
completo el sol y el aire. Saldrá juntamente de aquel humo del infierno grande multitud
de langostas deformes, que, en grandes enjambres, se dispersarán por toda la faz de la
tierra, las cuales dejando los campos, las hierbas, y los sembrados, caerán sobre los
hombres infieles a Dios, y, durante cinco meses los atormentarán con mayor furia que los
escorpiones. Algunos Doctores entienden aquellas langostas a la letra (Laesius de Perf
Div Lib. XIII c 13), que serán un determinado tipo de langostas verdaderas, sino de una
figura extraña y fiereza; otros, que serán los demonios del infierno, en la forma de
langostas; y no es ninguna maravilla que, en la destrucción del mundo, los demonios
aparecerán en formas visibles, ya que, en la destrucción de Babilonia, aparecieron en
diversas figuras de animales, como fue profetizado por Isaías. De cualquier manera esta
plaga, dice San, será tan cruel, que los hombres buscarán la muerte y no la hallarán, y
desearán morir, y la muerte huirá de ellos.
Muchas otras plagas deberán pasar en esos últimos días. Porque, así como, antes Dios
ahogó a los egipcios, y libró a su pueblo, envió estas plagas sobre Egipto como se
registran en el Éxodo; así también, antes de la destrucción general de los pecadores en
ese diluvio universal, y mar de fuego, que abarcará toda la tierra, de donde han de salir
libres los santos, precederán tanto más horrendas plagas cuanto más es el mundo que
Egipto, porque no sólo llegarán a convertirse los ríos y las fuentes en sangre, pero todo el
mar, cuyas olas se convertirán en sangre muy negra. El Señor también, en aquellos días,
enviará horribles dolores y llagas sobre los hombres; y el sol les quemará de una manera
tal que perderán sus sentidos, y algunos de los impíos se volverán contra Dios y
blasfemarán, como si ya estuvieran en el infierno. Y la tierra temblará varias veces; y
aunque no es el más grande que se relata en el capítulo sexto del Apocalipsis, sin
embargo, el apóstol se refiere como tales cosas son capaces de lograr un temor y
asombro en los que las escuchan. Sus palabras son estas: "Hubo un gran terremoto, y el
sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna toda como sangre, y las estrellas
cayeron del cielo, como una higuera se despoja de sus higos cuando es sacudida por
un fuerte viento. Los cielos se pliegan como un libro, o como un rollo de pergamino; y
todas las montañas y las islas se movieron de sus lugares." Dejo a la consideración de
cada uno, que harán, en este conflicto los hombres que quedaren vivos. San Juan dice
que los reyes y príncipes, los esclavos y libres, ricos y fuertes, se esconderán en las
cuevas y rocas, y dirán a los montes y colinas: "Caed sobre nosotros, y escondednos." Y
el mismo San Juan dice que habrá un mayor terremoto, que será el más grande que ha
habido en el mundo, en el cual las islas se hundirán, y las montañas se allanarán,
relámpagos y truenos terribles asustarán a los habitantes de la tierra, y granizos caerán
del peso de un talento, que es cinco arrobas, porque un talento hebreo pesaba ciento
veinte y cinco libras romanas. Esta plaga, se unió con tan extraño terremoto, ¡cómo
asombrará a quienes estuviesen vivos!

IV. Pues ¿qué será con los pecadores, cuando, después de todo, ha de venir aquel

119
fuego abrasador, tan a menudo predicho en la Santa Escritura, el cual o bajará del cielo o
subirá del infierno? O de acuerdo con Alberto Magno, (véase Alb. Mag. en Comp.
Theolog.), procede de ambos, y los abrasará y consumirá todo lo que se encuentra. ¿A
dónde los miserables huirán, cuando ese río de llamas, o, para decirlo mejor, que las
inundaciones y la avalancha de fuego, se les vaya acercando, y no tengan donde
acogerse, pero una vida santa, porque todo lo demás acabará aquel general incendio
universal que entonces empezará? ¿Qué aprovechará entonces a los mundanos los vasos
ricos de oro y plata, los bordados curiosos, tapices preciosos, agradables jardines,
palacios suntuosos, y todo lo que el mundo ahora estima, cuando verán con sus propios
ojos sus muebles costosos quemarse, su piezas ricas y curiosas de oro fundido, y sus
huertos florecientes y agradables consumidos? Todo se quemará, y con ella el mundo, y
toda la fama y la memoria que en él hubo. Y lo que los mortales consideraban inmortal
entonces terminará y perecerá. No habrá más Aristóteles citado en las escuelas, ya no se
alegrará a Ulpiano en los tribunales, ni volverá a ser leído Platón entre los eruditos, ni
Cicerón imitado por los oradores; ya no se admitirá Seneca entre los intelectuales, ni
Alejandro será ensalzado entre los capitanes; porque ya murió toda fama, y se olvidó
toda memoria, cuyos monumentos son tan vanos como sí mismos; que en pocos años
perecen, y los que duran más tiempo no pueden durar más que lo que el mundo soportar.
¿Qué fue de aquella estatua de oro macizo, que Georgias Leontino colocó en Delfos,
para eternizar su nombre y la de Gabrion en Roma; y la de Beroso, con la lengua de oro,
en Atenas, y otras innumerables erigidas para grandes capitanes, en bronce o mármol
durísmo? Ciertamente, desde hace muchos años ya que han perecido, o si aún no,
perecerán en este gran y general incendio. Solo a la virtud ningún fuego puede quemar.
Trescientas setenta estatuas fueron erigidas por los atenienses a Demetrio Falereo, por
haber gobernado su República diez años con gran virtud y prudencia; pero fue tan poco
durable esta memoria, cual las mismas prendas de ella, que levantó el agradecimiento,
destruyó la envidia; y él mismo, que vio sus estatuas levantar en tan gran número, las vio
también derribadas; pero tuvo este consuelo, que los cristianos pueden aprender de él,
que al contemplar cómo tiraban sus imágenes al suelo, pudo decir: Al menos no pueden
derribar esas virtudes por las que erigieron esas estatuas para mí. Si fueran verdaderas
virtudes, dijo bien, porque estas ni la envidia puede demoler, ni destruir el poder humano;
y, lo que es más, ni el poder divino, en esta destrucción general del mundo, las
consumirá, pero conservará en su memoria eterna a todos los que persevere en la bondad
y muriendo en su santa gracia, porque sólo la caridad y virtudes cristianas no expirará
cuando se acabe el mundo. La vista de esos triunfos exhibidos por los generales romanos
cuando conquistaron reyes poderosos y potentes duró un rato, y el recuerdo de los
triunfadores no mucho más; y ahora son pocos los que saben que Metelo triunfó sobre el
rey Jugurta, Aquilio sobre el rey Aristónico, Atilio sobre el rey Antíoco, Marco Antonio
sobre el rey de Armenia, Pompeyo sobre el rey Mitrídates, y Aristóbulo, Jarba y Emilio
de Perseo, y el emperador Aurelio sobre Zenobia, reina de Palmira. Si pocos saben esto,
pero los libros mudos y papel muerto, cuando estos también se acaben, ¿cómo quedará
su memoria? ¿Cuántas historias ha consumido el fuego y ahora no se sabe más de ellas

120
que si nunca hubieran pasado? Ni aprovecha obrar ni escribir para hacer la memoria del
hombre inmortal. Aristarco escribió más de mil comentarios sobre varios temas, de los
cuales no queda ni una línea en la actualidad. Crisipo escribió setecientos volúmenes, y
ahora, no se ha conservado una hoja. Teofrasto escribió trescientos, y escasos tres o
cuatro permanecen. Por encima de todo esto, está lo que se informó de Dionisio
Gramático, que escribió tres mil quinientas obras, y ahora no aparece ni una sola hoja.
Pero aún más es lo que Jámblico da testimonio del gran Trismegistro, que compuso
treinta y seis mil quinientos veinte y cinco libros, y es como si no hubiera escrito una
letra, que de cuatro o cinco tratados pequeños e imperfectos, que pasan con su nombre
no son ni suyos. El tiempo, incluso antes del final de los tiempos, no deja libros ni
bibliotecas. Con la ayuda de Aristóteles y luego de Demetrio Falereo, el rey Tolomeo
recopiló una gran biblioteca en Alejandría, en el que se almacenó todos los libros que
pudo de Caldea, Grecia y Egipto, que ascendía a setenta mil volúmenes; pero, en las
guerras civiles de los romanos, pereció por la quema causada por Julio César. Otra
famosa biblioteca, entre los griegos, de Polícrates y Pisistrato, se echó a perder por
Jerjes. La biblioteca de Bizancio, que contenía ciento veinte mil libros, se quemó en el
tiempo de Basilisco. La de los romanos del Capitolio, se convirtió en cenizas por un rayo;
y ¿qué tenemos ahora de la gran biblioteca de Pérgamo, en la que había doscientos mil
libros? Incluso antes del fin del mundo, las cosas más constantes del mundo morirán, y
¿qué mucho que esas memorias de papel se quemen, pues las de bronce se derriten, y los
de mármol se deshacen. Ese anfiteatro prodigioso, que Estabilio Tauro (Vide Lypsium in
Amph.) levantó en piedra, fue quemado en la época de Nerón, el duro mármol no fue
capaz de defenderse de la bravura de las llamas. Las grandes riquezas de Corinto, de oro
y plata acendrada, se fundieron cuando la ciudad fue incendiada; no pudiendo esos
metales preciosos con su dureza resistir, ni por su estima hallar quien los defendiese de
esas llamas furiosas. Si este fuego particular, en el momento más floreciente del mundo,
causó tan grande ruina, ¿cuál será el incendio general, el cual pondrá fin al mundo y a
todas las cosas en él?

V. Vamos ahora a considerar (como ya tenemos en los terremotos e inundaciones) el


gran asombro y la destrucción que causará la quema universal del mundo. ¡Qué lástima
habría en Roma, cuando se quemó durante siete días juntos! ¡Qué alaridos resonarían en
Troya, cuando se consumió en su totalidad con las llamas! ¡Qué asombro y llanto habría
en Pentápolis cuando esas ciudades fueron destruidas con fuego del cielo! Algunos dicen
que eran diez ciudades, Estrabón (Steph. 1 de ve. Strab. Lib. 16) que trece, Josefo y Lira
que cinco (Vide Lorinum in c.X Sapientiae), lo que es de fe es que fueron al menos
cuatro, que con todos sus habitantes fueron consumidos. ¡Qué lágrimas habría en
Jerusalén, cuando vieron la casa de Dios, la gloria de su reino, la maravilla del mundo,
envuelta en fuego y humo! Y, para que podamos acercarnos más a nuestros propios
tiempos, cuando un rayo cayó del cielo sobre Estocolmo, la capital de Suecia, quemando
a muerte por encima de mil seiscientas personas, además de un inmenso número de
mujeres y niños, que, con la esperanza de escapar del fuego en tierra, huyeron a los

121
barcos en el mar, pero, por la sobrecarga de ellos, todos se ahogaron; imagina lo que la
gente sentía, cuando vieron sus casas y bienes en el fuego, y no había posibilidad de
salvarlos; cuando el marido oyó los gritos y llantos de su esposa moribunda, el padre, el
de sus hijos pequeños, y, de improviso, el que se hallaba cercado de llamas por todas
partes, y que dando voces nadie le venía a ayudar. (Albert. Krent. Suec. 1. 5, c. 3.) ¡Qué
pena, qué angustia poseían los corazones de esas criaturas desafortunadas, cuando, para
evitar la furia del fuego, se vieron obligados a irse al mar y sobrecargando las naves se
ahogaron todos! ¡Qué aprieto sería el de aquel incendio general, cuando los que escapen
de los terremotos, de las inundaciones del mar, de la furia de los torbellinos y de los
rayos del cielo, vendrán ahora a parar en el fuego universal, en aquel diluvio de llamas,
que los consumirá a todos y pondrá fin tanto a los hombres y a sus recuerdos! De los
que vivieron antes del diluvio (con haber quedado en pie el género humano), sino es de
los pocos, que mencionan las Escrituras, no sabemos nada de ellos. Esas acciones
heroicas, que sin duda algunos de ellos llevaron a cabo, y ganaron una fama
incomparable por ellas, están enterradas en las aguas, y ya no queda más memoria de lo
que hicieron, que si nunca hubieran nacido. Pues no ha de ser más poderosa la fama de
los que ahora resuenan en los oídos del mundo: Ciro, Alejandro, Aníbal, Escipión, César
Augusto, Platón, Aristóteles, Hipócrates, Euclides, y el resto: no quedando más del
mundo, no quedará más su fama. Este fuego acabará todo ese humo.
Y de hecho es apropiado que el mundo termine en el fuego, pues ahora está tan lleno
de humo. Hay pocas comparaciones (como se ha dicho en el comienzo de este trabajo),
que expresen mejor lo que es el mundo, que la que San Clemente de Roma (Clem.
Roman. In epist), aprendió de San Pedro, el apóstol, quien dijo que el mundo era como
una casa llena de humo, que de tal manera ciega los ojos, y no deja ver las cosas como
son; y por lo tanto el mundo, con sus engaños, nos oculta la naturaleza de las cosas
humanas, para que no percibimos las cosas como son. La ambición y el honor humano
(que tanto al mundo llena), no son más que humo sin sustancia, por lo que ciega nuestra
comprensión, que no sabemos la verdad y no es maravilla, que tanto humo llega por fin a
terminar en llamas. El humo de los montes Vesubio y Aetna, cuando vienen a parar en
fuego y estallar en llamas, han sorprendido al mundo, y ríos de fuego han surgido de sus
volcanes (De Vesub. Zon. In Tito Procop. Lib. 2 Goth.). El Vesubio está cerca de
Nápoles, y el fuego a veces ha salido afuera con esa violencia impetuosa que, como
serios autores afirman, las cenizas se han visto en Constantinopla y Alejandría (Zon. in
Tit. Procop. 1. 2.) Y, como San Agustín escribe (De Ethn. S, August. Lib. 3. de Civit, c
31..), las cenizas del monte Etna hundieron la ciudad de Catania; y en nuestro tiempo,
cuando el Vesubio estalló, las llamas de él aterrorizaron lugares muy distantes y seguros.
Y ahora últimamente, en el año 1638, el 3 de julio, cerca de la isla de San Miguel, una de
las Terceras, estalló hacia fuera desde el fondo del mar de ciento cincuenta brazas de
altura, y venciendo el peso de la enorme masa de agua, enviaba sus llamas por las nubes,
y haciendo temblar lugares muy distantes. Pues ¿con qué furia, saldrá aquel incendio
general del orbe! Esa parte que sale del infierno y de debajo de la tierra, llenará el mundo
de cenizas antes que la envuelva en llamas; y la parte que bajará del cielo, ¿Qué ímpetu y

122
violencia traerá? Porque si un solo rayo espanta, aquella lluvia de fuego ¿Cómo parará al
mundo? Lot, el sobrino de Abraham, con tener segura su conciencia, y promesa de los
ángeles de Dios, que por amor a él la ciudad de Segor no iba a ser quemada, para que él
se guareciese en ella, estaba tan espantado del fuego (aunque no lo vio) que cayó sobre
las otras ciudades de aquel valle de Pentápolis, que no sintiéndose seguro se retiró a las
montañas. ¿Qué consejo tomarán entonces los pecadores en este extremo, cuando su
propia conciencia será acusadora, y cuando miren al mundo en llamas? ¿A dónde huirán
para guarecerse cuando ningún lugar está seguro? Subirán a las montañas pero allí las
llamas los perseguirán también. Descenderán a los valles pero allá el fuego los acometerá.
Se encerrarán en los castillos y pueblos amurallados pero la ira de Dios les asaltará, y el
fuego pasará sus fosos, consumirá las murallas, y acabará hasta sus nombres, pues ha de
acabar todo.
Además del menosprecio de todas las cosas que estima el mundo, que podemos extraer
de esta destrucción general por el fuego, podremos percibir la abominación del pecado,
ya que Dios, para purificar al mundo de esa inmundicia que le han pegado nuestras
culpas con fuego, como antiguamente le lavó con las aguas del diluvio. Tales son
nuestros pecados, que por haber sido cometidos únicamente en el mundo, es el mismo
mundo condenado a morir; ¿qué se hará entonces de los que pecaron? (Lesius, de Perf.
Div., lib. 13, c. 10). Pero de este fuego tan terrible los santos que entonces hubiere vivos
escaparán, para que se vea que fue por los pecados, y que nada se puede aprovechar
sino la virtud y la santidad. El rico no podrá escapar por su riqueza, ni el poderoso por su
poder, ni el astuto por sus artificios; sólo los justos serán liberados por sus virtudes.
Ninguno escapará del terror de ese día ni por navíos, o por la velocidad de los caballos;
pues el propio mar se encenderá, y el fuego alcanzará a las costas; sólo la santidad y la
caridad defenderá a los servidores de Cristo, a quien las tribulaciones de aquellos tiempos
servirá para purificar sus almas, porque satisfaciendo con ellas por sus pecados, purgarán
con merecimiento lo que en el purgatorio habían de hacer sin él. Alberto Magno observó
la conveniencia de los elementos por los cuales Dios resolvió dos veces destruir el
mundo: La primera vez por el agua, en contra del fuego de la carne y el ardor de la
concupiscencia, que de manera excesivamente tiranizó a toda virtud antes de la
inundación general. La segunda vez se ha escogido el fuego contra la frialdad de la
caridad, que en estos últimos días ha de reinar en el mundo envejecido y decrépito. Y,
como en el diluvio de aguas sólo el casto Noé, porque fue continente en el matrimonio, y
antes castísimo, escapó con su esposa, y sus hijos y mujeres, que observaron la castidad
todo el tiempo que continuaron en el arca, y escaparon de ahogarse; por lo que, en ese
incendio general del mundo, sólo el justo, que estuviere lleno de caridad, no morirá. No
vinieron las aguas del diluvio sobre el que no tuvo el fuego del amor carnal, ni acabará
este diluvio de fuego a quienes tuvieron el fuego de la caridad divina.

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CAPÍTULO VIII. Como el mundo ha de acabar con tan terrible fin, y en que se
hiciese juicio general de todo él.

I. El tener fin las cosas temporales (como se ha dicho) era suficiente para causar en
nosotros un desprecio por todas las cosas temporales, porque todo lo que ha de venir a
no ser está muy cerca del mismo no ser, y dista muy poco de la nada: lo cual debe
tenerse en poca más estimación que la nada. Pero añádase a esta necesidad del fin la
circunstancia tan notable del modo tan espantoso y terrible que han de tener las cosas,
como ya hemos visto. Y para eso me he detenido tanto en declararte, con el fin de que
podamos percibir, de una manera, tan extraña conclusión, lo que nuestra malicia
exorbitante en el abuso de las cosas, porque somos nosotros los que, las hemos puesto
tales con nuestros vicios, que son mucho menos por culpa nuestra, que ellas por
condición suya, y así son como están ahora, para ser despreciadas. Los deleites naturales
más puros y menos dañosos lo son por su naturaleza, que lo que la malicia humana les
ha hecho, volviéndolos más costosos, peligrosos y difíciles, y, por lo tanto, menores,
cuanto más tienen de riesgo y de dificultad; porque no puede dejar de haber alguna pena
donde se ve peligro, y cuanto hubiere de pena o cuidado le quitará de gusto; porque tanto
menos dulce será la miel, cuanto en ella se mezclare la hiel, y un generoso vino
revolviendo con él un poco de vinagre se corrompe: por lo que se puede echar a ver el
error de nuestros apetitos, que, esforzándose por aumentar nuestros placeres, les ha
disminuido, y mediante la adición de condimentos excesivos a lo que la naturaleza simple
y regular no había proporcionado, en lugar ha inventado nuevas aflicciones que
contenidos. Nuestra gula no está satisfecha con la comida sabrosa, sino que ha de ser
rara y costosa; no se contenta con el sabor en el manjar, que es su objeto propio, sino
busca también olor y color; no se contenta con que se guise la comida, pero que se le
sazone con muchas y diferentes especias; ya no solo sal y azúcar. Tampoco se contenta
el tacto con el abrigo del vestido, busca también de color, forma y costo; y somos más
solícitos, en su hechura para que parezca bien a otros, que el que puede cubrir
decentemente y abrigar nuestros miembros humanos; y de la necesidad de la naturaleza
tomó ocasión para nutrir nuestros vicios, y las prendas de vestir sirven más a la soberbia
y ambición del ánimo que a la desnudez de nuestros cuerpos.
Pero no es suficiente, que nos contentemos con el uso natural de las cosas, ya que no
estamos satisfechos con nuestra naturaleza misma, pero la adulteramos con artificios: no
sólo las mujeres sino los hombres se tiñen el pelo, se quieren desmentir sus caras y tallas,
y la criatura, con injuria del Creador, se atreve a hacerse de otra manera que no sea la
que Dios creyó oportuno para crearlo. De la misma manera, las riquezas no se miden por
la necesidad y la conveniencia humana, pero por la pompa y arrogancia; en la adquisición
y el uso de lo cual, nosotros no miramos tanto a lo que es suficiente para la vida y los
placeres lícitos de la misma, como que sirve para el orgullo y la ostentación, y no tanto se
mira en su adquisición y uso por la vida y gusto, cuanto por el fausto, por lo cual
gastando más quieren muchos perder el uso de ellas; porque siendo las riquezas para

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remedio de la necesidad, lo que con su uso bastara para quitarla, su abuso la aumenta.
Con lo cual, comúnmente sucede, que los hombres más ricos son los que carecen de más
cosas, y los más poderosos sienten mayor necesidad, y están más endeudados y
comprometidos que las personas más malas. El honor y la fama son tan adulterados, que
no sólo se desea como recompensa de las virtudes, sino de los vicios. Todos estos abusos
de las cosas son delitos del mundo, que ha hecho la vida humana más problemática y
llena de peligros, que ella lo es por su necesidad y condición; y por lo tanto, así convino
que el mundo tuviese fin de tanto estruendo; pues su abuso ha sido con tanta
desvergüenza y descaro; que en sí también deben ser juzgado todo él, que ha sustentado
y alimentado la vanidad y la insensatez del hombre con cosas tan viles y despreciables.
Los antiguos filósofos colocan la virtud y la felicidad del hombre, en vivir de acuerdo con
la naturaleza. Pues ¿qué contento puede haber donde se han inventado todas las cosas de
la vida con artificio y malicia, y tan fuera de lo que la naturaleza pide? y ¿qué virtud
puede haber en quien viviere conforme a tanta malicia? Pero los cristianos, que no sólo
deben vivir conforme a la naturaleza, sino según la gracia y el ejemplo de Cristo, echarán
de ver cuán justo es, que se les tome cuenta del abuso de las cosas que han utilizado de
manera contraria a la voluntad divina.

II. Y así, no sólo aquellas cosas que se habla en el capítulo anterior, han de ser de
terror y miedo en el fin del mundo, pero sobre todo qué cuenta estricta, ha de tomar
Dios, pues, a continuación de toda la raza humana. Porque, así como en la muerte de
personas particulares, ha de haber un juicio particular, así también en la muerte del
mundo, habrá un juicio general de él todo; y, así como la cosa más terrible de la muerte
es ese ajuste de cuentas en particular, así también, en el fin del mundo, es terrible ese
ajuste de cuentas universales, cuando Dios exigirá una cuenta de sus beneficios divinos, y
juzgará los abusos de ellos, y todo los pecados de todos los hombres; haciendo que
aparezca ante el mundo entero, lo bueno y misericordioso que ha sido Él hacia ellos, y
cuán rebeldes y desagradecidos lo han sido para con Él. La manifestación de esta verdad
será de más terror para los malvados, que todas las plagas y terremotos, inundaciones,
tempestades, langostas, pestes, hambres, guerras, relámpagos, y el fuego, que
precedieron antes. Y así bien dijo, Guidon Cartusiano, que lo más terrible de ese día será
la verdad que a continuación se ha de manifestar contra los pecadores. Y, sin lugar a
dudas, ni los truenos estupendos, ni el bramido furioso del mar, ni otro prodigio de los
últimos tiempos, traerán tal confusión sobre los pecadores, como ver la gran razón por la
cual Dios ha de ser servido, y la poca razón que ellos tuvieron para no servirle. Por
consiguiente, es más conveniente, que, después del juicio particular de cada hombre se
haga un juicio universal de todos juntos, en el que Dios muestre al mundo la justicia de
su proceder, y dé satisfacción general de su justicia, incluso a los condenados y a los
mismos demonios. Y porque en la muerte del hombre (como se observa en Santo
Tomás, 3. p. 2. d. 99. art. 5), todo lo que era suyo no muere, porque permanece su
memoria, sus hijos, sus obras, su ejemplo, su cuerpo, y muchas de las cosas en las
cuales puso su afecto; es, por lo tanto, razonable, de que todos esta cosas entren en el

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juicio general con él, para que sepa, que no sólo es para dar cuenta de su vida, pero de
esas cosas también que dejó tras de sí. La fama y la memoria de los hombres, después
de la muerte, no siempre corresponden con frecuencia al merecimiento de su vida, y es
justo, que este engaño se deshaga, y que el virtuoso, a quien el mundo no estimó, le
reconozcan por tal, y el que tenía fama y gloria sin el mérito, entonces le cambie en
vergüenza y confusión.
¡Oh qué engañados se hallarán los ambiciosos, que, por dejar un nombre detrás de
ellos, ni la justicia observaron con los demás, ni virtud en sí mismos! ¡Cómo, pues
cambiará su gloria en ignominia! Veamos, por cierto, a algunos de ellos, que han llenado
el mundo con su fama, los cuales padecerán mayor afrenta cuando la honra que el
mundo les hizo fue mayor. ¿Quién más glorioso que Alejandro Magno y Julio César, a
quien el mundo ha estimado como los mayores y más valerosos capitanes que jamás
hayan existido, y su gloria aún continúa fresca después de tantos siglos pasados? ¿Qué
hicieron, pero actos de rapiña, sin derecho ni título, injustamente tiranizaron lo que no
era de ninguno de ellos, derramando mucha sangre inocente, por hacerse señores de la
tierra? Todas estas acciones fueron viciosas, y, por lo tanto, indignas de honor, fama, o
memoria; y puesto que tienen tantos cientos de años en el aplauso y la admiración de los
hombres, ha de caer sobre ellos en ese día tanta ignominia, vergüenza y confusión, para
que recompense ese honor pasado recibido indignamente y que ellos viciosamente
desearon. Esta ambición era tan exorbitante en Alejandro, que, al oír a Anaxarte, el
filósofo, que había muchos mundos, suspiró con gran resentimiento, y gritó:
"¡Desdichado de mí, que todavía no soy señor de uno". Este orgullo diabólico y vano fue
ensalzado por muchos por grandeza de espíritu, pero fue, en verdad, la vanidad y la
ambición arrogante, que no pudo ser contenida en un mundo, pero con un deseo tiranizó
a muchos, y cometió millones de injusticias, y así será castigado con ignominia pública de
todos los hombres de mundo, no sólo en relación con la fama que ha tan injustamente
disfrutado, sino del mal ejemplo que ha dado a los demás, y principalmente a Julio César,
que, mientras seguía su ejemplo en la tiranía, quiso del mismo modo imitarlo en la
ambición y el deseo de honor vano; y por lo tanto, al ver la estatua de Alejandro en
Cádiz, en el momento que estaba de cuestor en España, se quejó de su propia fortuna,
que a la edad en la que Alejandro había subyugado toda Asia, él aún no había hecho
nada de importancia. Por cosa de importancia tuvo tiranizar el mundo y por ser el señor
de él, cautivar a su país (de Alex, vide Valer. Maxim. 1. 8. de ful. Caes. vide Fulgos 1.
8). De la misma manera, Aristóteles, tan célebre por sus escritos, en los que se consumía
muchas noches sin dormir sólo para adquirir gloria y para que fuera mayor, refutó a otros
filósofos de poco ingenio, tomando sus palabras en un sentido muy diferente de lo que
significaba para ellos. Este trabajo de él, ya que no procedió de la virtud, pero se realizó
con tan poca franqueza y sinceridad, simplemente para obtener una reputación vana, no
merecía la gloria; y, por lo tanto, una confusión igual al honor que ahora le dan
indebidamente, caerá luego sobre él. Y ya que puso a su discípulo, Teodecte, en tanta
vergüenza, su propia ambición será para él motivo de mayor confusión. Aristóteles dio a
este, Teodecte, ciertos libros del arte de la oratoria, para que los publicase; pero después

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envidioso de que se llevase la honra otro, publicó que eran suyos, y así en otros libros
que escribió, se cita a sí mismo, diciendo: "Como ya he dicho en los libros de Teodecte."
En donde se ve claramente la ambición de Aristóteles, y el deseo de gloria, y por lo tanto
no fue digno de ella, y con sólo ignominia deberá pagar por la gloria injusta que ahora
posee. De tal manera, entonces, ya que no sólo la fama y la memoria son vanos, por
haberse de acabar, como todas las cosas en el mundo toda memoria, y tener fin con las
demás cosas la fama; pero también porque se ha de satisfacer la gloria no merecida y
pretendida con empacho y confusión equivaliendo la afrenta de un día a la fama y el
honor de miles de años. Tampoco podrán los hombres más famosos entre los gentiles ser
admirados por diez siglos, de cuantos serán luego despreciados y confundidos en un día.
¿Cuántos no conocen que alguna vez hubo un Alejandro y cuántos en su vida no han
oído hablar de Aristóteles y sin embargo, en aquel día le conocerán, no por su honor,
pero por su confusión? El nombre del gran y admirado Alejandro es desconocido ahora
por más naciones que conocido: los japoneses, chinos, cafres, angolanos, otros pueblos,
y naciones del orbe, nunca han oído de él, y en aquel último día sabrán que fue un
ladrón de reinos, un salteador público, un opresor del mundo, y un gran y ambicioso
borracho.
Lo mismo, que en la memoria y fama ha de pasar en los hijos, en los cuales, dice
Santo Tomás, viven los padres y de muchos buenos padres salen niños malos, y al
contrario, a partir de padres malos salen hijos buenos, y serán en aquel día confusión de
los que los engendraron, y por tanto mayor, por cuanto peor fue el ejemplo que les
dieron: y de lo malo que tomaron, no solamente los hijos, sino los extraños, ha de hacer
riguroso juicio el Señor; y no solo del ejemplo, pero de cuanta ocasión de mal hubieren
dado a otros, principalmente en las obras malas o con el efecto de ellas que queda
después de la muerte. Como el engaño de Arrio, dice el doctor angélico, y de otros
herejes, han surgido, y brotado diversos errores y herejías, hasta el fin del mundo. Por lo
que es conveniente, que en ese último día del tiempo aparezca el daño, o bien, el mal,
que ha sido ocasionado por uno, para que en esta vida uno no sólo tome cuidado de sus
obras, pero por los otros; por lo que es una cosa terrible (como Cayetano observa sobre
este artículo antes mencionado del Doctor angélico) que el juicio divino se extenderá
incluso a aquellas cosas que son por accidente, que es, como los teólogos hablan, a las
que son sin querer de nuestra voluntad e intención.
Santo Tomás también advierte, que por razón de que el cuerpo, que permanece
después de la muerte, conviene que se repita el juicio de cada uno en el juicio universal
de todo el mundo; debido a que muchos cuerpos de los justos están enterrados en las
entrañas de los animales salvajes, o de los que han quedado sin enterrar; y por el
contrario, los grandes pecadores han tenido suntuosos enterramientos, y magníficos
sepulcros, todos los cuales son de ser recompensados en ese día del Señor. Y el pecador,
cuyo cuerpo descansaba en un rico mausoleo, a continuación, se verá a sí mismo no sólo
sin adornos y belleza, pero atormentado con dolores intolerables; y el justo, que murió y
no tenía sepulcro, o fue devorado por las aves rapaces, deberá aparecer con el brillo de
los cielos y con un cuerpo glorioso como el sol. Considere esto los que consumen

127
grandes sumas de dinero en la preparación de sus propios sepulcros señoriales y
hermosas urnas, grabando sus nombres, acciones y dignidades en mármoles ricos, y
sepan, que todo esto, será de condena, en ese día, para su mayor vergüenza y reproche.
De esta vida no podemos llevarnos nada más que nuestras buenas obras, y a las malas
que hiciere uno en vida no debemos añadir la vana gloria, al tratar de dejar atrás una
fama y renombre vano. ¿Qué queda del Rey Porsena (Plin. 1. 56. c. 13.), que gravó y
afligió con carga pesada, a todo su reino, para edificarse un sepulcro suntuoso y raro,
siendo un testimonio de su orgullo y locura? De la misma manera, el monumento del
emperador Adriano, que era la belleza y la gloria de Roma, a continuación, deberá ser
cambiado en desprecio. Por último, enseña Santo Tomás, que las cosas temporales en las
que ponemos nuestros afectos, para que unas duren más tiempo después de muerto y
otras menos, han de entrar con nosotros en el juicio divino. Cuidemos, por lo tanto, en
que cosas ponemos nuestro corazón, pues nos podrán servir de castigo con el
cumplimiento de nuestros mismos deseos. Esas cosas de la tierra que más amamos, y
que deseamos que duren, si no duran, serán justo castigo de nuestro afecto terrenal; y si
duran, temamos no sea en premio temporal de alguna obra buena, lo que puede disminuir
o bien privarnos de lo eterno. Además de esto, ya que no sólo pecó el alma del hombre,
pero todo el hombre, tanto en alma y cuerpo, conviene que el alma y el cuerpo deban ser
juzgados y se presenten ante el tribunal de Cristo, y que sea en público, con el fin de que
nadie se fíe de pecar en secreto, ya que sus pecados han de ser revelados y darse a
conocer de todos los hombres del mundo que son, fueron y serán. ¡Terrible cosa! Mas
este pasaje del juicio divino, (como hemos dicho del santo Job) les parece a los santos
más terrible, que sufrir todas las penas del infierno, con todo eso ha de ser dos veces,
siéndoles aún la segunda vez fuente de mayor horror y confusión que la primera.

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CAPÍTULO IX. Del último día de los tiempos.

Para venir ahora a considerar la forma en que se llevará a cabo este juicio universal de
todos los tiempos y de todos los hombres, supongamos, que este fuego, que ha de
preceder a la venida de Cristo, para hacer justicia general del mundo, se ha de continuar
en su asistencia y después de subir al cielo con todos los justos, ha de acabar de purificar
estos elementos inferiores; como advierte Alberto Magno (in Comp. Theol. 1. 7. c. 15) y
se colige de diversos lugares de la Sagrada Escritura. También debemos suponer que esta
venida de Cristo ha de ser con mayor terror y majestad, que haya hecho persona divina,
ya sea en sí misma o por alguna criatura, porque si por solo dar la ley un ángel que
representaba a Dios, vino con tal majestad al Monte Sinaí, que hizo estremecer al pueblo
hebreo, aunque purificado y preparado para su venida; cuando venga el mismo Señor de
la ley a tomar cuenta de ella ¿con qué aparato, majestad y terror aparecerá de repente a
los hombres que han de ser juzgados en el último día de los tiempos, en el cual sin reparo
se han de representar todos?
El día en que se dio la ley fue muy memorable a los Hebreos; y este día final, cuando
se tomará cuenta de la ley ha de ser horrible, y quedará perpetuamente en la memoria de
toda la humanidad. Pero antes de declarar lo que pasará en ese día, digamos lo que pasó
en el que se dio la ley; para que, del horror de la primera aparición, podamos recoger
algo de lo que sucederá en la segunda, y de la gloria con que apareció un ángel cuando
les dio la ley, entendamos la majestad con que vendrá el Señor de los ángeles, cuando
juzgue la Ley. Cincuenta días después de la salida de los hijos de Israel de Egipto,
después de tantas plagas y castigos, y después del sepultamiento de los egipcios
incrédulos, que los perseguían, en el fondo del Mar Rojo, y estando los hebreos
asentados alrededor del Monte Sinaí (Deut. XXXIII. Vide Barrad. 1. 6. Itiner. c. 5. Psal.
LXV.), se vio que venía por los aires desde lejos, es decir, del Monte Seir en Idumea, un
señor de gran majestad, acompañado de una multitud infinita de ángeles; tanto que David
cantó, que diez mil ángeles rodeaban su carroza, y Moisés, dijo que millares y que
llevaba en su mano derecha la ley de Dios toda de fuego; y sin embargo, el que vino en
esta altura de majestad, autorizado y rodeado de esos espíritus soberanos, no era Dios,
pero, como hemos aprendido de San Esteban, (Ley. VII.) sólo un ángel, y se cree que
era San Miguel, que por venir en el nombre de Dios, la santa Escritura lo llama el Señor.
Este ángel, venía con tanta guarda y acompañamiento, y vino sentado sobre espesas
nubes, que arrojaban frecuentes relámpagos, y resonaba con terribles truenos, desde el
monte Seir, hasta el monte Faran, en la tierra de los ismaelitas, y de allí vino también por
el aire con la misma majestad; desencajándose de su asiento muchos collados y
estremeciéndose los más altos riscos hasta llegar al Monte Sinaí, donde los hijos de Israel
permanecían acampados; que, en los albores del día con asombro escucharon el ruido
temerosos, temblando en sus tiendas. Tan pronto como el ángel llegó al Monte Sinaí, el
cual, como dice el Apóstol (Hb. 12), y trastornándose las cumbres de algunos montes;
juntamente resonó una trompeta tan vehemente, que tembló todo el pueblo en sus

129
tiendas, todo el monte humeaba; porque bajó a él aquel ángel con tan grande fuego que
llegaba el incendio desde la tierra hasta el cielo, del cual salía humo, tan negro y grueso,
como de un horno de cal, estaba de tal modo el monte, que aterraba con su vista; y con
haberse estremecido todo como un gran terremoto, por lo que el miedo se incrementó en
los israelitas sorprendidos, que ahora estaban temblando a los pies de la montaña, y el
sonido de aquella trompeta iba siempre creciendo más y más, que aumentaba su pavor y
miedo; y habiendo mandado al pueblo por boca de Moisés no acercarse al monte, para
que no muriese (tanto como esto quería ser respetado el Ángel), empezó a proclamar la
ley con una voz tan poderosa y terrible, que, sobrepujando al ruido horrible de los
truenos, los relámpagos, y al sonido agudo y penetrante de la trompeta, su voz resonó
tan clara y distintivamente, que todos los hebreos, en sus tiendas que estaban extendidos
por aquellos campos, llegando todos a tres millones de almas, la oyeron, percibieron y
entendieron con toda claridad; porque era tan penetrante, que entró y se quedó grabada
en sus corazones, hablando con cada uno como si fuera solo, causando en todos tan gran
temor, reverencia y estremecimiento, que pensaron morir si pasara más adelante a hablar
el ángel, y así pidieron por gran merced que no les hablase más si no era por medio de
Moisés, porque temían morir. Es más, el propio Moisés, acostumbrado a ver y hacer
tantos prodigios, y, al ser de un gran y generoso espíritu, confesó su temor, diciendo,
como notó San Pablo (Hb. 12), "Aterrado estoy y temblando."
Considere uno qué memorable fue ese día para la nación hebrea, en el que vieron tales
visiones, y oyeron tales voces, y sintieron tales terremotos, que se estremecieron con
gran pavor, que pensaron morir. Sin embargo, todo esto era nada comparado con el
terror de aquel gran día en el que el Señor de los ángeles exigirá un recuento de la
violación de la ley. Porque, después de enviar muchas más plagas que las de Egipto, y
abrasado con aquel diluvio de fuego a los pecadores del mundo, quedando vivos los
santos que en él hubiere, para que se cumpla literalmente el haber de venir Cristo a
juzgar a los vivos y los muertos, perseverando aun aquel incendio de mundo, a vista del
valle de Josafat, se romperán los cielos y bajará el Redentor del mundo a juzgarle con
una majestad inmensa; porque todos los ángeles del cielo le han de venir acompañando
en forma visible con admirable esplendor. Irá delante del juez de vivos y muertos su
señal, que será, como dice San Juan Crisóstomo (Chrys. tom. 3, Serm. De Cruce.) y
otros muchos doctores, la propia cruz en la que sufrió y redimió al mundo. Entonces los
justos (tal es la fuerza y el vigor de su espíritu que levantarán tras sí sus cuerpos
pesados, como vemos que ha acontecido a algunos santos) se levantarán en el aire para
recibir a su Redentor, como dijo el apóstol; el cual al salir de los cielos, con una voz
audible para todo el mundo, pronunciará este mandato: "Levantaos, muertos, y venid a
juicio", que será declarado por cuatro ángeles en los cuatro ángulos del mundo, con tal
vehemencia, que el sonido traspasará a la región infernal. Entonces saldrán del infierno
las almas de los condenados y volverán a entrar en sus cuerpos, los cuales desde aquel
punto padecerán los terribles tormentos del infierno. Las almas también de aquellos que
murieron sólo en el pecado original vendrán y poseerán de nuevo sus cuerpos, libres de
dolor o tormento; y las almas también de los bienaventurados, llenando sus cuerpos con

130
los cuatro dones de gloria, volviéndolos más resplandecientes que el sol, y, con el don de
agilidad, se juntarán con los justos que permanecen vivos después del incendio del
mundo, y se levantarán en el aire en cuerpo pasible, y así no pudiendo sufrir un cuerpo
mortal los afectos de su corazón que tendrán muy vehementes, de alegría, deseo,
reverencia, amor y admiración de Cristo, entonces morirán y en ese instante verán la
Esencia Divina, después de lo cual sus almas serán de nuevo inmediatamente unidas a
sus cuerpos antes de que puedan estar dañados, ni aun caer al suelo, y desde entonces
continuaran gloriosa, para, en el momento en el que mueren, los cuales quedarán
entonces gloriosos; porque en aquel instante que murieron serán purificados de los
humores nocivos y cualidades cualesquiera de nuestros cuerpos que ahora están
infectados. Y, por lo tanto, era conveniente que primero muriesen, y entretanto se
limpiasen de toda inmundicia, y restituyéndoseles el alma bendita, recibiesen los dones de
la gloria. Considerando entonces uno qué efectos tan diferentes pasarán aquí por las
almas de los hombres, ¿quién podrá expresar el gozo de esas almas santas cuando
tomarán posesión de sus propios cuerpos gloriosos y hermosos, habiendo estado antes
comidos por los gusanos o los animales salvajes, algunas por cuatro, o cinco mil años, y
convertidas en polvo y ceniza? ¡Qué gracias darán a Dios, que, después de tanto tiempo,
se les restituirá su antigua compañía! ¡Y qué parabienes darán las almas de los que
vivieron en la austeridad y penitencia al cuerpo, por las mortificaciones y los rigores que
han sufrido, por los cilicios, disciplinas y ayunos que han observado! Por el contrario, las
almas de los condenados, ¿qué rabia tendrán con su propia carne, ya que por
complacerla y mimarla ha sido el motivo de sus tormentos e infelicidad eterna? Esos
miserables, que no tendrán el don de la agilidad, y no podrán por sí mismos ir al lugar del
juicio, así serán llevados en contra de su voluntad por los demonios, todos temblorosos y
llenos de miedo.

II. Los réprobos estando en el valle de Josafat, y los predestinados en el aire, aparecerá
el juez por encima de Monte de los Olivos, a quien las nubes servirán como carroza.
Cristo vendrá con su glorioso cuerpo, lanzando rayos de luz con tal esplendor
incomparable, que el sol parecerá como un carbón; porque aunque los predestinados
brillarán como el sol, los sobrepujará tanto la luz y claridad de Cristo, cuanto ahora
excede el sol a las estrellas. ¡Qué más admirable vista, se hará aún más gloriosa por esos
millones de millones de espíritus celestes que le asistirán, que habiendo tomado formas
del mayor esplendor, de acuerdo con su jerarquía y el orden, deberán llenar todo el
espacio entre el cielo y la tierra con indecible belleza y variedad! El Salvador del mundo
se sentará en un trono de gran majestad, hecho de una nube blanca y bellísima que
echará de sí luces admirables, su rostro será más suave y amable con los buenos, y
aunque el mismo, más terrible para los malos. De la misma manera, de sus heridas
sagradas emitirá rayos de luz hacia los justos, llenos de amor y dulzura, pero llenos de
fuego e ira para los pecadores, que llorarán amargamente por lo mal que se aprovecharon
de ellas (Sal. CLX). Tan grande será la majestad de Cristo, que los miserables
condenados y los demonios mismos, a pesar de todo el odio que le tienen, sin embargo,

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se postrarán y le adorarán, y para su mayor confusión le reconocerán por su Señor y
Dios; y los que más le han blasfemado y ultrajado su nombre: cumpliéndose aquí
totalmente la promesa que el Padre eterno le hizo de sujetar todas las cosas, y poner a
sus enemigos debajo de sus pies, y que toda rodilla se doblara ante él. Aquí verán los
judíos, con gran confusión, al que ellos han crucificado. Y aquí verán los malos cristianos
al que han crucificado de nuevo con sus pecados; aquí también los pecadores verán en la
gloria al que despreciaron por una vileza de la tierra. ¡Qué sorpresa será ver a ese rey de
majestad tan grande, que tanto sufrió en la ignominia de la cruz, e incluso de aquellos a
quienes ha redimido con su preciosísima sangre! ¿Qué van a decir entonces, los que por
burla coronaron de espinas al Señor y pusieron una caña en su mano por un cetro, lo
vistieron en un viejo y andrajoso manto de púrpura, y le abofetearon y escupieron en su
bendita cara? Y ¿qué van a decir entonces, a los que proponiéndoseles Cristo por delante
toda su amarga pasión y muerte dolorosa, no les hizo nada sobre ellos, sino cometieron
contra él pecados mayores, no valorando su preciosa sangre, derramada por la salvación
de ellos, no más que si se tratara de la sangre de un tigre o de su mayor enemigo? ¡No sé
cómo la memoria de esto no nos rompe nuestro corazón y nos llama a compunción!
Tomemos el consejo de un padre santo del desierto (in Vitis. Patrum.) que, cuando se le
preguntó lo que uno debía hacer para suavizar y ablandar su corazón de piedra,
respondió, que se acordase de cuándo había de comparecer ante el Señor, que le había
de juzgar; cuya vista será tan espantosa a los malos que, como dijo otro monje santo,
sería tan terrible para los malvados, que si fuera posible que las almas pudieran morir, el
mundo entero, en la venida del Hijo de Dios, se quedaría muerto por el miedo y el terror.
Al lado del trono de Cristo se colocará otro trono de gloria para su santísima Madre, no
entonces para interceder por los pecadores, pero para gran confusión de los que, no han
acudido a su amparo y patrocinio, y que ella quede honrada delante de todo el mundo.
Habrá también otros tronos de los apóstoles, y los santos, que, pobres de espíritu, han
dejado todo por Cristo, quien, sentados ahora como jueces con su Redentor,
condenando, con su buen ejemplo, las escandalosas vidas de los pecadores, aprobarán la
sentencia del Juez supremo, y declarando en su nombre su gran justicia ante el mundo,
con el que los malvados seguirán estando confundidos y sorprendidos; y quedará
entonces cumplido, lo que tantos años ha profetizado el sabio (Sabiduría 5): Viendo los
malos a los justos, que fueron más despreciados en esta vida, tan honrados, se
turbarán con un miedo horrible, y se maravillarán de su salvación tan no esperada,
diciendo entre sí con gran dolor, gimiendo de angustia y pena: Estos son, los que en
algún tiempo nos fueron materia de burla y risa: nosotros insensatos y necios
pensábamos que su gloria era locura, y que su fin había de ser sin honra: he aquí, que
son contados entre los hijos de Dios, y su suerte, es entre los santos. Luego errados
anduvimos del camino de la verdad, y no nos amaneció la luz de la justicia y el sol de
la sabiduría no nació para nosotros. Nos cansamos en los caminos de la maldad y
perdición: anduvimos por sendas muy difíciles, pero ignoramos el camino del Señor.
¿Qué nos aprovechó la soberbia? Y ¿qué bien nos trajo el fausto de las riquezas?
Todas esas cosas pasaron como una sombra, o como un mensajero que transmite a toda

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prisa, o como una nave que corta el agua inestable, de la cual no queda rastro después
de haber pasado; y ahora somos consumidos en nuestra malicia. Los tiranos que
afligieron y martirizaron a los santos mártires, ¿qué van a decir ahora, cuando los vean
en su gloria? Los que pisotearon la justicia y el derecho de los pobres de Cristo, ¿qué van
a hacer cuando les vean como sus jueces? y ¿qué harán o dirán los jueces malvados,
viéndose aquí condenados por sus injustas condenas, cumpliéndose lo que había dicho
Salomón?: (Qo. 3,16-17): "Más cosas todavía he visto bajo el sol: en la sede del
derecho, la iniquidad; y en el sitial del justo, el impío. Y dije para mí: Dios juzgará al
justo y al impío, pues hay un tiempo para cada cosa y para cada acción aquí.” Aquí,
en esta vida el pecador y el justo no tienen siempre el lugar que se merecen: muchas
veces los malvados ocupan la mano derecha, y el santo la izquierda. Cristo procederá a
rectificar estos desagravios, y deberá separar el trigo de la cizaña; y a los buenos colocará
en su mano derecha, elevándolos en el aire, para que todo el mundo pueda honrarlos
como santos; y al malo lo pondrá a su izquierda, dejándolos en la tierra para su propia
confusión y desprecio de todos. ¡Cómo se envidiarán los pecadores de los justos, cuando
les vean tan honrados, y a sí tan despreciados! ¿Qué confusión tendrán los reyes de la
tierra, cuando vean a sus vasallos en tanta gloria, y los señores cuando vean a sus
esclavos entre los ángeles y a sí en el mismo rango que los demonios? Porque también
parece que los demonios entonces asumirán cuerpos aéreos, para que puedan ser vistos
sensiblemente de los malos, y estarán entre ellos, por su mayor afrenta y tormento.

III. Luego se abrirán los libros de las conciencias de todos los hombres, y sus pecados
se publicarán en todo el mundo; los pecados más secretos de sus corazones y los actos
sucios que encubrieron en privado; los pecados que, a través de la vergüenza y la
timidez, se ocultaron en la confesión, se manifestarán las intenciones torcidas y siniestras,
traiciones ocultas y desconocidas, y las virtudes fingidas: los amigos fingidos, esposas
adúlteras, siervos infieles, falsos testigos, serán descubiertos, para su gran vergüenza y
confusión. Porque si ahora somos tan sensibles cuando las personas murmuran contra
nosotros, o que algún acto infame de los nuestros se dé a conocer a una o dos personas,
¡cómo vamos a estar entonces cuando todos nuestros defectos juntos se darán a conocer
a todos, tanto a los hombres como a los ángeles! ¿Cuántos hay ahora que, si se
imaginaran que su padre o su hermano sabían lo que habían cometido o por cometer en
secreto, morirían de pena? Y, sin embargo, en ese día, no sólo los padres y hermanos,
sino amigos y enemigos, y todo el mundo, lo sabrán, en su grande confusión. Se
manifestarán las acciones virtuosas de los justos, por secretas que las hicieren, sus santos
pensamientos, sus deseos piadosos, sus intenciones puras, sus buenas obras, que ahora el
mundo, ya sea desestime o calumnie, serán entonces honrados por ellas. A continuación
aparecerá la virtud, admirable en toda su belleza, y el vicio, horrible en su deformidad. A
continuación, se verá cuán decente y hermosa cosa fue el humillarse uno siendo grande,
el callar siendo injuriado, y rendirse y sujetarse a otros. Al contrario, se verá cuán
insolente y horrenda cosa es el querer atropellar a otros, el injuriar al humilde, el querer
vengarse y dominar a otros. Se descubrirán también las buenas obras de los malvados,

133
para mayor afrenta suya, por no haber perseverado en hacer el bien; y acordándose de
los buenos consejos que le han dado a otros, que se salvaron por ellos, quedarán
avergonzados de no haberlos utilizados para sí. Los pecados también de los justos serán
publicados, pero con todo su arrepentimiento, y el bien que de ellos sacaron, de tal suerte
que no les sean de confusión, sino motivo de alabanzas divinas al Señor, que estaba
contento de perdonarlos. Pero nada será de mayor pesar y confusión a los pecadores,
que mirar en tanta gloria, a aquellos que han cometido pecados iguales y superiores a
ellos, porque han hecho uso de la penitencia, que ellos han despreciado y abandonado.
Esta confusión se ve aumentada por esa carga que Dios establecerá en su interior de sus
beneficios divinos, a la cual ayudarán los mismos ángeles-guardianes, que darán
testimonio de lo mucho con que los han disuadido de sus malos caminos, y cómo ellos
fueron rebeldes a sus avisos e inspiraciones santas. Los santos también les acusarán,
porque se rieron de sus buenos consejos, y otros por el peligro en que se vieron con los
malos ejemplos que les daban.
Pronunciará luego el Juez justo con voz sensible la sentencia en favor de los buenos,
con estas palabras de amor y misericordia: "Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino
que fue preparado para vosotros desde la creación del mundo." (Abul. in Matth. Jansen.
Sot. Lesius Lib. 13. C. 22, et alli.) ¡Oh, qué gozo será el que sentirán los santos en esta
ocasión!, y ¡cómo se les romperá el corazón de envidia y rabia a los pecadores! y más
cuando vean se pronuncia contra ellos la sentencia contraria, hablándoles Cristo con la
severidad que fue representada por el profeta Isaías, cuando dijo: "Sus labios están
llenos de indignación, y su lengua es como fuego voraz." Más terrible que el fuego y
tormento les parecerá las palabras del Hijo de Dios a esos miserables, cuando les diga:
"Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que está preparado para Satanás y sus
ángeles." Con esta frase quedarán aterrados y cubiertos de confusión y llanto. Ananías y
Safira quedaron muertos, solamente con oír la voz enfadada de San Pedro; ¿qué harán
los malos oyendo la voz de Cristo airado? Esto se puede ver por lo que pasó a Santa
Catalina de Sena (in vita, c. 24), que fue reprendida por San Pablo, quien se le apareció
sólo porque ella no empleó mejor alguna pequeña porción de tiempo, y dijo: que ella
quisiera más ser avergonzada delante de todo el mundo entero que lo que sintió por
aquella reprensión. Pero ¿qué es esto respecto de esa reprensión del Hijo de Dios en el
día de tanto rigor y venganza? Porque si, cuando fue llevado a ser juzgado, con sólo
decir dos palabras: YO SOY, derribo en el suelo a la multitud de soldados a la tierra,
quedando atónitos; ¿cómo podrá hablar cuando venga a juzgar? En el libro de la vida de
los Padres, compuesta por Severo Sulpicio y Casiano (n vitis Patrum., 1. 5. Ap. Rosw.),
está escrito de cierto joven, deseoso de convertirse en monje, a quien su madre, por
muchas razones que alegó, trató de disuadirlo, pero todo fue en vano, porque de ninguna
manera alteró su intención, se defendió aún de su insistencia con esta respuesta: "voy a
salvar mi alma, voy a asegurar mi salvación, que es lo que más me preocupa." Al fin, ella
percibió que sus peticiones molestas no aprovechaban de nada, y le dio licencia para
hacer lo que quisiese; y según su resolución, entró en la religión; pero empezó a decaer
su fervor, y a vivir con mucho descuido y negligencia. No mucho tiempo después, su

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madre murió, y él mismo cayó en una enfermedad grave, y estando un día en un trance,
y arrebatado su espíritu fue llevado ante el tribunal de Dios. Allí encontró a su madre, y
otros muchos que con ella esperaban la sentencia de su condena; volvió su madre los
ojos y viendo a su hijo entre los que iban a ser condenados, quedó espantada, y le dijo:
"¿qué es esto hijo?, ¿en esto has venido a parar? ¿Dónde están esas palabras que tantas
veces me dijiste: "voy a salvar mi alma?" ¿Para esto entraste en la religión? El pobre
hombre estaba tan confundido y avergonzado, que no sabía qué responder. Pero poco
después, cuando regresó en sí, y fue nuestro Señor servido que escapase de aquella
enfermedad, y teniendo en cuenta que se trataba de una advertencia divina, hizo un
cambio tan grande que el resto de su vida fueron lágrimas, arrepentimiento, y hacer
penitencia, tanto que muchos le decían que moderase y remitiese algo del rigor para que
no perdiese su salud Pero él no admitiendo sus consejos, respondía: "yo, que no podía
soportar el reproche de mi madre, ¿cómo podré, en el día del juicio, soportar el de Cristo
y sus ángeles?" Acordémonos de esto muchas veces, y no solo nos haga temblar la voz
enfadada de nuestro Salvador, pero la sentencia de sus palabras, con que apartará a los
malos de su presencia. Rafael Columba (Ser. II. Domin.1 in Quad.) escribe de Felipe II,
rey de España, que estando en misa, escuchó hablando entre sí dos de sus grandes, que
estaban cerca de él, sobre algunos negocios mundanos, lo cual ignoró entonces, pero
acabada la misa, los llamó con gran seriedad, y les dijo solamente estas pocas palabras:
"vosotros dos no aparezcáis más en mi presencia." Estas solas palabras les fueron de
tanto sentimiento, que el uno se murió de pena, y el otro quedó por toda su vida
atormentado y atónito. ¿Qué será oír al Rey del cielo y tierra decir: "Apartaos de mí,
malditos?" y si las palabras del Hijo de Dios son tanto para temer, ¿qué serán las obras
de la justicia?
En ese instante, el fuego de la quema general embestirá a esas miserables criaturas; la
tierra se abrirá, y el infierno ensanchará su garganta, para tragarlos en su abismo por toda
la eternidad; (Lesius, Lib. 13 de div. Perf. Cap. 23) cumpliéndose la maldición de Cristo
y del salmo que dice (Sal. 54): “Venga sobre ellos, y bajen vivos al infierno.” Al caer se
cumplirá también lo que se dice en otra parte, "Carbones ardientes caerán sobre ellos,
arrojáronlos en el fuego, y no se valdrán en sus miserias." Y en otro lugar: (Sal. 10),
"Lloverá sobre los pecadores rayos, fuego y azufre." Por último, se ejecutará lo dicho
por San Juan: (Ap 20) que el diablo, la muerte y el infierno, y todos los que no estaban
escritos en el libro de la vida, fueron lanzados al lago de fuego y azufre, donde serán
eternamente atormentados con el Anticristo y sus falsos profetas. Y esta es la segunda
muerte, amarga y eterna, que comprende tanto las almas y los cuerpos de los que han
muerto la muerte espiritual de la culpa y la corporal, efecto aquella. El justo en ese
momento gozará, de acuerdo con David (Sal. 57.) contemplando la venganza que la
justicia divina tomará sobre los pecadores, y cantarán otro cántico, como el de Moisés
(Ex. 15.) cuando los egipcios se ahogaron en el mar, y el canto del Cordero que refiere
San Juan, "Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso, justos y
verdaderos son tus caminos, rey de todas las edades: ¿quién no te temerá, Señor, y
engrandecerá tu nombre?" Con estos y otros mil cantos de alegría y jubileo, se irán

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levantando por encima de las estrellas en un glorioso triunfo, hasta llegar al cielo
empíreo, donde serán colocados en los tronos de gloria que gozarán de eternidad de
eternidades. Mientras tanto, la tierra, será purificada en aquel incendio general; que
parece aún estaba contaminada por haber sustentado los cuerpos de los condenados. y
luego se renovará la tierra, el cielo, las estrellas y el sol, que brillarán siete veces más que
antes; y las criaturas que habían sido ultrajadas y oprimidas por el abuso del hombre, y
algunas habían tomado las armas contra él para vengar de las ofensas de su Creador, y
otras puestas de luto y llanto, ahora se regocijarán de verse liberadas de la tiranía del
pecado y de los pecadores, y, se alegrarán del triunfo de Cristo, y se revestirán de júbilo
y alegría.
Este es el fin, en el que ha de parar todo tiempo: este remate tan tremendo para los
malos han de tener las cosas temporales. Pues miremos cómo las usamos, y, para que
podamos usarlas bien, seamos conscientes de este último día, de este día de la justicia y
la calamidad, de este día de terror y asombro, que servirá mucho su memoria para
reformar nuestras vidas. Pensemos en ello y temámosle, porque es la cosa más terrible
de todas las cosas terribles, y su consideración provechosísima para provocar en nosotros
un santo temor de Dios y convertirnos a Él. Juan Curopalata (Joan Curopalata, in hist.
Ap. Rad. In opusc. Et in vitis PP. Occiedent.) escribe de Borgoris, rey de los búlgaros,
un pagano, que era muy dado a la caza de animales salvajes que él deseaba tenerlos
pintados en su palacio en toda su furia y enojo; y con ese fin, encomendó a Metodio, el
monje, y un pintor hábil, para pintarlos de un modo tan horrible que la mera visión
pudiera hacer que los espectadores temblaran. El monje discreto no lo hizo, pero en lugar
de ello pintó el día del juicio, y lo presentó al rey, que, al ver el terrible acto de justicia, y
la venida del Hijo de Dios para juzgar al mundo, que coronaba y recompensaba a los
justos y castigaba a los malos, tanto se asombró, que dejó su mala vida y se convirtió a la
fe de Cristo. Si sólo el día del juicio pintado es tan terrible, ¿qué será cuando se ejecute?
Casi lo mismo le pasó a San Dositeo (Anony. In elogio Doroth. Et Dosith.), que, siendo
un joven mimado y criado en placeres, no había oído en toda su vida hablar del día del
juicio, hasta que por casualidad vio un cuadro en el que estaban representados los
dolores de los condenados, de cuya vista quedó tan sorprendido, y no sabiendo lo que
era, fue informado de ello por una matrona presente, que se lo declaró con tanto espanto,
que cayó medio muerto en el suelo, al no ser capaz de respirar por el miedo y el terror.
Cuando recobró el aliento preguntó que debía hacer para evitar llegar a esa condición
miserable: le fue contestado por la misma matrona, que debía ayunar, abstenerse de la
carne, y orar. Esto puso inmediatamente en ejecución; y aunque muchos de su casa y
parientes trataron de desviarlo y disuadirlo, sin embargo, el santo temor de Dios y el
temor de la condenación eterna grabada en su memoria, que no cesó de su propósito, y
de su rigurosa penitencia, hasta convertirse en un monje que continuó en esta vida santa
con mucho fruto y beneficio. Tengamos, por lo tanto, mientras vivimos, siempre en
nuestra memoria este día de terror, para que podamos disfrutar de aquí en adelante vivir
con él y gocemos de la eterna bienaventuranza.

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137
LIBRO TERCERO.

CAPÍTULO I. La mutabilidad de las cosas temporales que las hace dignas de


desprecio.

Hasta ahora hemos hablado de la falta de tiempo, y por consiguiente de todas las cosas
temporales, y del fin en que han de terminar todas. Nada está exento de la muerte, y por
lo tanto, no sólo la vida humana, pero todas las cosas que siguen al tiempo, e incluso el
propio tiempo, al fin, deben morir. Por lo cual dijo Esiquio, y lo trasladó San Juan
Damasceno (in Par. Lib. 1.): "Que el resplandor de este mundo no es sino como hojas
marchitas, burbujas de agua, humo, hojarasca, sombra, y el polvo impulsado por el
viento; porque todas las cosas de la tierra, deben terminar en la tierra." Pero esto no es
todo; porque, además de la certeza del final, están infectadas con otra plaga que las hace
más contentibles, que es su inestabilidad y cambios continuos, a las que están sujetas,
incluso mientras que existen. Porque, como el tiempo mismo se encuentra en una
sucesión perpetua y mutación, como el hermano y compañero inseparable del
movimiento, pega esta condición maligna en la mayoría de las cosas que con él pasan, las
cuales no sólo tienen fin, y es breve, pero incluso en esa brevedad, tienen un millar de
cambios, y antes de su fin, muchas muertes. Cuantas mudanzas tiene nuestra vida, tantas
muertes padece por diversas partes y estados; porque así como la muerte es mudanza de
la vida toda, así también las mudanzas son muerte de parte de la vida. La enfermedad es
la muerte de la salud, el sueño de la vigilia, el dolor de la alegría, la impaciencia de la
calma, la juventud de la infancia y la vejez de la juventud. La misma condición tiene el
mundo, y todas las cosas en él; por lo cual merecen tanto desprecio, que Marco Aurelio,
el emperador (Marc. Aurel. Anton Philos.Lib. 6. De Vita Sua), se maravilló que hubiese
hombres tan sin sentido para valorarlos; y, por lo tanto, habla de esta manera: "De
aquello mismo que se hace ahora ya se ha desvanecido alguna parte. Avenidas y
alteraciones invocan continuamente al mundo, de la misma manera que un inmenso
espacio de tiempo se va con un perpetuo influjo innovando. Pues en este río y corriente
precipitada de las cosas, ¿Quién podrá estimar lo que así se pasa, oyendo lo que no
puede afirmarse? Porque no se diferencia de aquel que pusiese su afición y amor en un
pajarillo que vio volar por el aire, y desapareció luego de su vista." La verdadera causa
del poco valor de las cosas temporales, por sus cambios perpetuos, junto con el fin a las
que están sujetas, es, como señala San Gregorio (Lib. 34, Moral.), que se nos significó
en el Apocalipsis, en aquella mujer que tenía la luna debajo de sus pies y la cabeza
adornada con doce estrellas, porque siendo así su ornato todo era de estrellas y planetas,
y pudiendo servir, la luna de diadema tan bien como las doce estrellas; no la tuvo sino
debajo de sus pies, por los continuos cambios y alteraciones que padece este planeta, por
los cuales es figura de las cosas temporales, que por solo su inestabilidad merecen ser
pisadas, las cuales no cada mes como la luna, cambian, sino cada día; porque en un
mismo día, como dice Eurípides (in Hist.), ahora es madre, a continuación, una

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madrastra a los hombres. Lo mismo se significó en aquel ángel, que, coronado con un
arco iris, descendió del cielo para anunciar que todo el tiempo debía terminar; el cual
vino a pisar el mar con el pie derecho, que es el que apremia más y huella con más
fuerza; porque el mar con su gran inquietud es también figura de este mundo mudable,
perecedero y caduco; y así con mucha razón aquel mismo ángel que con palabras nos
enseñó que el tiempo y todo lo temporal tendrá fin, con señas nos mostró también que
por sus mudanzas debe ser pisado y despreciado aun antes que llegue su fin, y aunque no
llegara, porque basta su inestabilidad y poca firmeza. Pero más vivo es expresado por el
mismo San Juan (Ap. 15) cuando contempló a los santos de pie sobre el mar, la causa es
porque despreciaron y pisaron todas las cosas caducas y frágiles de este mundo; y, para
declarar de forma más completa, dice, que el mar era de vidrio, porque no parece hay
cosa más frágil que el vidrio, el cual, con ser muy duro, es sumamente quebradizo e
inestable.
La inestabilidad de las cosas temporales no puede dejar de ser muy grande, y por lo
tanto muy despreciables, porque procede de muchas causas. Porque como el mar tiene
dos diferentes tipos de movimiento, uno natural, por el que sube y baja todos los días
con alzas y bajas continuas, de modo que las olas, aunque esté tranquilo, aun así está en
perpetua moción e inconstancia; y el otro violento, cuando las aguas se levantan y se
indignan por alguna tempestad furiosa; por causas exteriores, cuando recios torbellinos y
vientos le alborotan y revuelven sus aguas, de la misma manera, son las cosas de este
mundo, que por su naturaleza son deleznables y caducas, y sin violencia exterior padecen
las cosas continua mudanza, y se van resbalando a su fin. Pero además también están
sujetas a otros impensados acontecimientos y violencias extraordinarias, que les sacan de
su curso, y elevan enormes tormentas en el mar de esta vida, por lo que aquellas cosas
que más estimamos sufren naufragios repentinos. Porque así como la flor más vistosa
por sí se marchita, sin embargo, está muchas veces antes de llegar a eso, es llevada por el
viento, o perece por una tormenta de granizo, las bellezas más perfectas pierden su brillo
por la edad, pero son a menudo antes atacadas por una enfermedad; las prendas más
costosas se desgastan con el tiempo, si no antes no son tomadas de nosotros por el
ladrón; un suntuoso palacio con la antigüedad se desborona, si antes no es arruinado por
el fuego o terremotos: de igual manera, tanto por su propia naturaleza y violencias
extrínsecas, las cosas temporales son privadas incluso del tiempo mismo, y arrastradas a
lo largo de cambios perpetuos, sin dejar nada estable. Volvamos nuestros ojos a las cosas
más dignas de durar que juzgaron los mortales, y las hicieron que fuesen eternas.
¿Cuántos cambios y muertes han sufrido ellas? San Gregorio Nacianceno (en Monod.
Plin. 1. 36. c. 8) sitúa la ciudad de Tebas, en Egipto, como la principal maravilla del
mundo entre las siete que el mundo admiraba. La mayoría de las casas eran de mármol
alabastro, manchado con gotas de oro, que las hacía parecer más espléndidas y
magníficas. En las paredes tenía muchos jardines agradables, que llamaron huertos
pensiles, o jardines colgantes; y las puertas no eran menos de un centenar, por las cuales
los príncipes podían salir en cualquier momento con sus numerosos ejércitos, sin hacer
ruido ni saberlo el pueblo. Pomponio Mela (Pmpo. Mela. Lib. 1, cap. 9 vide Surium)

139
escribe que de cada puerta salían diez mil hombres armados, que venían a ser todo un
ejército de un millón de soldados. Sin embargo, todo ese inmenso ejército no pudo
asegurarla y un pequeño ejército de jóvenes, como escribe San Jerónimo, la tomó y
destruyó. Marco Polo escribe, que pasando por la ciudad de Quinsai, advirtió que tenía
dos millones de almas, de donde se podían armar grandes ejércitos; y Nicolás de Conti,
que pasaba por el mismo camino, encontró la ciudad totalmente destruida, y comenzada
a ser construida después de otra forma. Pero aún mayor fue la ciudad de Nínive, la cual,
de acuerdo con la Santa Escritura, tenía tres días de camino; y hace ya muchos siglos
que no sabemos dónde está. No menos imponente, pero tal vez mejor fortificada, fue la
ciudad de Babilonia; que era la ciudad imperial del mundo, que se convirtió en un
desierto y una morada de arpías, centauros, sátiros, monstruos y demonios, como fue
predicho por los profetas; y las paredes, que eran de doscientos pies de altura y cincuenta
de ancho, no pudieron defenderla del tiempo. Aún más fuerte nos describe la Santa
Escritura a Ecbatana, la ciudad cabeza de Media, construida por Arfaxad, rey de los
medos, de piedras quebradas y cortadas; sus muros se extendían setenta codos de ancho,
treinta codos de altura, y las torres que estaban alrededor, de altura de cien codos; y con
todo esto, el imperio medo, que tiene una cabeza tal, no pudo escapar a entregarse a los
asirios. Y el mismo monarca, que la construyó, e hizo temblar al mundo debajo de él, se
vino a perder con ella, y habiendo conquistado a muchas naciones, se convirtió en
conquistado y esclavo de sus enemigos.
No es tanto que las ciudades han sufrido tantos cambios, ya que las monarquías e
imperios han hecho lo mismo; y el mundo ha cambiado su cara con la frecuencia que ha
cambiado su monarca y señor. El, que había visto el mundo como lo fue en la época de
los asirios, no habría sabido como lo fue en la época de los persas; y el que lo había visto
en el momento de los persas, no lo juzgaría por el mismo cuando los griegos eran
maestros. Posteriormente, en la época de los romanos, apareció con una cara no
conocida antes, ni aun la conociéramos ahora; y de aquí a algunos años tendrá otra, no
siendo más semejante en otra cosa que en el constante cambio: por el cual siempre ha
sido digno de desprecio, y ahora más que nunca, pues se empeora siempre.

II. Más son las causas de las alteraciones en el mundo que en el océano. Porque fuera
de la común condición de las cosas humanas, que así intrínsecamente y por su propia
naturaleza, como por las violencias externas que sufren, están sujetas a perecer, el mismo
espíritu e ingenio del hombre, siendo voluble e inconstante, ocasiona en ellas grandes
cambios. No sin gran proporción dijo el espíritu Santo, que el necio cambia como la luna,
que no sólo es mutable en la figura pero en color. Los filósofos naturales observaron tres
colores en la luna, amarillo, rojo y blanco; con el primero causa lluvia, el segundo aire, y
el tercero alegría y promete la esperanza de buen tiempo. De la misma manera es el
corazón del hombre cambiado por tres afecciones que padece, representadas por los tres
colores. El uno amarillo, el color del oro, codiciando las riquezas más deleznables y
resbaladizas como el agua; el de rojo, el color de púrpura, codiciando el viento de los
vanos honores; el último de blanco, el color de la alegría y jovialidad, corriendo tras los

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placeres de la vida. Con estas tres afecciones el hombre está en perpetuo cambio y
movimiento; y ya que hay algunas plantas que siguen el curso de la luna, todavía dan
vuelta y se mueven de acuerdo a su curso, así también alterados los afectos humanos
hace que se alteren muchas otras cosas y le sigan. ¡Cuántos reinos fueron derrocados por
la codicia de Ciro! La ambición de Alejandro no sólo destruyó una gran parte del mundo,
pero lo hizo tener una cara diferente a la que tenía antes. ¿Qué parte de Troya fue dejada
en reposo por el amor lascivo de Páris, que no sólo dejó en ruinas a Grecia, pero puso
fuego a su propio país? Lo que no consumió el tiempo es a menudo arrebatado por la
codicia del ladrón; y ¿cuántas vidas se cortan por la venganza antes de que lleguen a la
vejez? No hay duda, pero los afectos humanos son los fuertes vientos que revuelven al
mar de este mundo; y como el océano suele crecer y menguar al paso de la luna así
también las cosas de esta vida se ajustan a los movimientos de las pasiones humanas. No
hay estabilidad en nada, y menos en el hombre, que no sólo es modificable en sí mismo,
sino que cambia todas las cosas.
Tan inestable y variable, es el hombre, que David dio por título a algunos de sus
salmos estas palabras: “Por aquellos que se mudarán”; y San Basilio, exponiendo el
mismo título, dice: "Se entiende del hombre, cuya vida es un cambio perpetuo;" lo cual
es semejante a la traducción de Aquila, que en lugar de esas palabras dichas tradujo así:
“Por las hojarascas”; porque el hombre se mueve por todo viento como las hojas de un
árbol. Esta mutabilidad es muy evidente en la pasión de Cristo nuestro Redentor, el cual
es el tema del Salmo 68, que tiene el título referido: porque cambiaron todos los de
Jerusalén, que habiendo recibido con honor grande que alguna vez dieron al hombre,
dentro de los cuatro días después lo trataron con la mayor infamia y maldad que era
posible a hombre nacido, en tan breve tiempo le trataron lo más infame y vilmente que se
ha visto. No hay confianza en el corazón del hombre: ahora se ama, ahora se aborrece,
ahora desea, teme ahora, ahora hace diferencia, ahora desprecia. ¿A quién no asombra el
cambio de San Pedro, que después de tantas promesas y resoluciones para morir por su
Maestro, a las pocas horas juró con muchos juramentos falsos, que no lo conoció? ¿Qué
hará la caña y el junco, cuando el roble y el cedro se tambalean? Ni es de poca maravilla
el cambio de Amnón, que amando tan de veras a Tamar, que de la violencia de la pasión
cayó enfermo por ella, e inmediatamente después le aborreció tanto, que la echó del
aposento, pareciéndole mal. Pero no sé nada más que pueda declarar ya descrito de la
mutabilidad de los afectos humanos, que el accidente memorable que tuvo lugar en Éfeso
(Petron. Arbit. In Satyr. Et Tiraq. De legib. Connubial. Lege nova. Num. 97). Allí vivía
en esa ciudad una matrona honestísima, que habiendo muerto su marido, dejándola muy
desconsolada y triste que jamás se haya oído hablar de; todo era lamentos, lagrimeo y
desfigurando la cara con las uñas; y no contenta con las ceremonias habituales de las
viudas de aquellos tiempos, se encerró a sí misma con su cadáver en el sepulcro, que
antiguamente era una bóveda en el campo, amplio y preparado para ese uso; allí se
resolvió a morir de hambre y no comió por cuatro días. Sucedió que cerca de ese lugar
un cierto malhechor fue ejecutado, y por el temor de su parentela que de noche robaran
su cuerpo, un soldado fue designado para verlo, el cual, estando cansado, y recordando

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que no muy lejos estaba la viuda dejó su cargo para llevarle su cena, entró en la bóveda,
y al principio no quería probar bocado la viuda pero después la persuadió a comer y a
que le diese su cuerpo. Mientras tanto, hurtaron el cuerpo del malhechor; el cual
conociendo su ofensiva, temiendo el castigo que había de hacer en él la justicia, se lo dijo
a la viuda, quien le consoló y tomando el cadáver de su marido, por el que había llorado
tantas lágrimas, le aconsejó que lo colgara en la horca, para suplir el lugar del malhechor.
Tal es la inconstancia de los corazones humanos, más variable que parece posible, que,
cambiando él trae a su compás las demás cosas, las cuales por mil caminos son vanas,
inconstantes y frágiles.
Considerando esto Filon, y bien maravillado de tanta vanidad y cambio, dice esta
sentencia: "¿Por ventura no son sueños las cosas que conciernen al cuerpo?, ¿por
ventura la belleza momentánea, no se marchita incluso antes de que florezca? La salud es
incierta, expuesta a tantas debilidades, mil dolores que por diversas ocasiones suceden.
La entereza y vigor de los sentidos se corrompe con vicios y humores. Pues ¿quién
ignora cuánta sea la vileza de las cosas exteriores? Un día acaba muchas veces con
grandes riquezas. Muchos personajes de gran honor y estima, cambian de fortuna,
adquiriendo mala fama; grandes imperios y reinos en poco tiempo quedan arruinados.
Hace crédito a mis palabras Dionisio en Corinto, habiendo sido rey de Sicilia se convirtió
en un maestro de escuela en Corinto, y enseñó a los niños y de rey pasó a ser fugitivo.
Igual pasó con Creso, el más rico rey de Lidia, que creyendo derrocar a los persas, no
sólo perdió su propio reino, pero cayó en poder de sus enemigos, y poco le faltó para que
le quemaren vivo. Ni solo las personas particulares son testigos que cómo todas las cosas
humanas son sueños, sino las ciudades, naciones, reinos, los griegos y bárbaros, las islas,
y los que habitan en el continente de Europa, Asia, el este y el oeste, nada permanece
igual a sí mismo." Ciertamente, como dice Filón, la inestabilidad de las cosas humanas
hace que parezcan como un sueño de una sombra, más de nada sólido y consistente.
Escuchemos también lo que San Juan Crisóstomo (Hom, de poenit.) dice y nos aconseja
en relación con el mismo asunto: "Todas las cosas presentes (dice que) son más frágiles y
débiles que las redes de las arañas, y más engañosas que los sueños; porque así los
bienes como los males tienen su fin. Pues como tengamos por cierto que todas las cosas
presentes son a manera de sombra, y que nosotros estamos como en una posada, de
donde hemos de partir, vayamos con cuidado por el camino, y preparemos la provisión y
un viático para la eternidad. Revistámonos de tales vestidos que lo llevemos con
nosotros, porque como ningún hombre puede echar mano de su sombra, así también no
podrá retener las cosas humanas; las cuales, en parte, en la muerte y en parte antes de la
muerte, corren más rápido que un raudal. Al contrario son las cosas futuras, que no
tienen edad ni sufren el cambio, ni están sujetas a las revoluciones, pero florecen
perpetuamente, y preservan una felicidad continua. Mirad, pues, de admirar esas
riquezas, que no permanecen con sus amos, sino que los cambian a cada instante, y
andan saltando de uno a otro, y de esto a aquello. Conviene despreciar todas esas cosas,
y que las tengáis en nada. Basta escuchar lo que el apóstol dice: Las cosas que se ven,
son temporales; pero aquellas que no se ven, son eternas. Las cosas humanas

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desaparecen repentinamente más que una sombra.”

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CAPÍTULO II. Cuán grandes y desesperados sean nuestros males temporales son,
sin embargo, tolerables con algún género de esperanza.

A partir de esta inconstancia de las cosas humanas podemos extraer constancia para
nuestros corazones: en primer lugar, al despreciar las cosas tan frágiles y transitorias, las
cuales, como ya hemos dicho, es un motivo suficiente para su desprecio; en segundo
lugar, porque tampoco será constante la adversidad y la pena que acontece, ya que nada
aquí abajo es constante, pero todo mutable e inestable; y como las cosas cambian a
veces del bien al mal, lo pueden también del mal al bien. Y, como gran prosperidad a
menudo ha sido motivo de mayor miseria, así mismo se puede tener la esperanza de que
de nuestras mayores desgracias puede producirse una mayor felicidad. Por lo cual, así
como los males eternos, por ser ciertamente inmutables, carecen del consuelo de la
esperanza de una condición de mejor estado, así también, los males temporales, por ser
mudables, pueden tener el consuelo de cambiar en bien: porque vemos en esta materia
inopinables sucesos, para que temamos solo lo eterno, que no tiene ni hay remedio
alguno, y no desesperemos ni nos entristezcamos en lo temporal, que lo tiene, e importa
poco no lo tenga. No declara mal esto el caso bien celebrado de los romanos que sucedió
a Appio, que estando proscrito y condenado al destierro, llegó a estar, por la traición de
sus esclavos y sirvientes, en peligro de vida, que, por codicia de los mismos de
apoderarse de sus bienes y tesoros que llevaba con él, le echaron en un pequeño bote.
Pero a partir de esta desgracia vino su ventura; porque no mucho después de que el
barco saliera se hundió, y se ahogaron sus esclavos, y él mismo (hubiera perecido, si
hubiese estado con ellos) mas se escapó con una pequeña pérdida, y llegó a salvo a
Sicilia. Aristómenes siendo tomado por sus enemigos y arrojado en una mazmorra
oscura, había de acabar allí sus días, por el hambre y la insalubridad del lugar, pero en
esta desesperación, un accidente inesperado le dio esperanza. Un zorro por casualidad
pasó a través de un pequeño agujero subterráneo, y entró en el calabozo donde había
hecho su madriguera. Pasó por donde estaba Aristómenes, y le prendió rápido con una
mano y siguiéndolo, llegó al hueco por donde había entrado; con la otra mano empezó a
agrandar el hueco y evitando soltarlo, para que fuese su guía, al fin hizo un gran trecho,
hasta que salió al campo abierto, de donde escapó vivo, teniéndolo sus enemigos como
muerto. No hay ninguna condición de vida tan miserable de la que no podamos salir, o
mejor dicho, no solo salir, pero para mayor bien. ¿Para cuántos un accidente
desafortunado ha sido motivo de un gran favor, y una injuria de grandes honras! La
circunstancia de Diógenes de ser condenado por dinero falso, y tenido por infame, le fue
ocasión de ser tan honrado en el mundo, que le honraron sus príncipes y Alejandro, amo
del mundo, vino a visitarlo. Falereo al ser herido en el pecho por sus enemigos, se curó
de un tumor que tenía, por el cual le habían ya desahuciado los médicos. Galeno (Galen.
Lib. 11 de Sim. med. fac.) escribe de un leproso, que fue curado por beber un poco de
vino en el que una víbora fue por casualidad ahogada, que los segadores no estaban
dispuestos a beber, le dieron por compasión, pensando matarlo rápidamente, y deshacerle
de los dolores graves que soportaba: mas lo que pensaron que sería su muerte se

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convirtió en vida; pues la bebida del vino hizo que las escamas o ronchas de su carne se
le cayeran, y le restauraran su salud. Binivenio (c. 15) da testimonio, que conocía a un
chico que era cojo de ambos pies, de tal suerte que no podía ir sin muletas; pero al
enfermar con una peste, al recuperarse, quedó tan sano que se le quitó la cojera.
Alejandro Benedicto (Alex. Bened. lib. De puerorum morbis.) relata que conoció a un
hombre ciego, que siendo gravemente herido en la cabeza, recuperó la vista. Certifica
Rondelecio (Rond. Cap. De melancolis), que una mujer loca, después de haberse roto la
cabeza, recobró el juicio. Plutarco escribe de un Prometeo, que tenía una papera
desagradable y tumor, que después de haber gastado mucho dinero en cirujanos y
médicos con ningún resultado, y por una herida de su enemigo por casualidad le dio en el
mismo lugar del tumor, curándolo perfectamente, sin dejar ninguna mancha o deformidad
detrás de él. Las lesiones causadas a José por sus hermanos le fabricó los mayores
honores del imperio egipcio. El montón de miserias en el que el santo Job estuvo
involucrado terminó en una doble fortuna y felicidad. Jacob, huyendo de su país sin
riquezas, volvió muy rico y próspero, con una numerosa familia.
No hay que desconsolarse de los infortunios, ya que a menudo son el principio de
grandes felicidades; y muchas veces alegrémonos de esos males por los que hemos
derramado tantas lágrimas. Para que veamos más claramente la mutabilidad de las cosas,
y la esperanza que podemos obtener (incluso en la profundidad de nuestras calamidades)
de un mejor estado, diré aquí la historia de Marco y Bárbula (Fulgos, Lib. 6), dos
caballeros romanos. Marco, que era pretor, que seguía el partido de Bruto, y habiendo
sido herido en batalla en los campos de Filipo, fue hecho prisionero, por lo que fingió ser
de condición vil y esclavo, y así fue comprado por Bárbula; caballero romano, pero
viendo en él, grande ingenio y mucha prudencia, y un espíritu noble, comenzó a
sospechar de él de ser algo distinto de lo que parecía; y llamándolo a un lado, le pidió
revelarle quién era, asegurándole que, a pesar de que fuera uno de los rebeldes, no
dejaría de obtener su perdón. Marcus, sonriendo, le aseguró que no había tal hombre, y
Bárbula, para que vea lo inútil que era ocultar quién era, le dijo que estaba resuelto a
llevar a él junto con él a Roma, donde fue determinado por descubrir. Marco, echándolo
en risa, negó quien era; pero Bárbula, para obligarle más a declararse, dijo que le quería
llevar a Roma, donde sin duda le habían de conocer si era de los rebeldes y sentenciados
por traidores. Respondió Marco que de muy buena gana iría, pensando que con el
diverso estado no le conocerían. Pero apenas llegaron a Roma, cuando estando Marco
esperando a su amo a la puerta de un cónsul, fue conocido de un ciudadano romano, que
se lo avisó en secreto a Bárbula, el cual anduvo prudente con el asunto, sin dar a conocer
cosa a su esclavo fingido, se fue a Agripa, para que por su medio pudiese obtener el
perdón de Cesar Augusto, que en poco tiempo se lo otorgó, quedando Augusto tan
pagado de Marco, que le tuvo entre sus amigos. No mucho tiempo después, Bárbula,
siguiendo el partido de Marco Antonio, fue tomada en la batalla de Aciática, y, sin
saberlo, fue comprado por Marco, entre otros esclavos. Pero tan pronto como llegó a su
conocimiento que él era su antiguo amo, fue luego a reparar el perdón del emperador
Augusto, y lo restauró a su libertad; regresando de la misma manera el favor que había

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recibido. ¿Quién no ve en ello estos canales secretos por los cuales se derivan las
bendiciones y se cambia la fortuna? Marco tuvo la dignidad de un pretor, y de repente de
un esclavo, y luego un amigo de César, y luego redentor de su redentor, llegando por la
pérdida y cautiverio a mayor excelencia que alcanzara por fortuna. Mientras dure la vida,
no hay desgracia sin esperanza, y la aflicción, aunque nos fijamos en las cosas dentro de
sus propios límites y disposición natural, viene a menudo a casa cargada de
prosperidades; pero si nos fijamos en ellas con la esperanza divina que debemos tener, no
existe el mal de donde no podamos derivar un bien. ¿A qué términos más apretados
puede llegar uno que a sacarle a ajusticiar con consentimiento de todos, como llego
Susana? pero en el mismo camino al suplicio deparó Dios medio con que saliese con vida
y honor, convirtiendo la injusta infamia que había padecido en una gran estima y
admiración de su virtud. ¿Qué remedio para Daniel cuando fue precipitado en una cueva
entre los leones hambrientos? Pero aún donde esperaba ser devorado por las fieras
encontró consuelo. Los tres jóvenes que fueron arrojados al horno de fuego en
Babilonia, donde no había nada que esperar pero la muerte, encontraron refrigerio, la
vida, y el contento. David, cuando fue cercado por los soldados de Saúl, se desesperó,
sin embargo, escapó del peligro. No hay mal en esta vida, que incluso con la esperanza
de esta vida no pueda ser aliviada, pero con la esperanza de la otra ¿quién no se
consolará? Veamos, por lo tanto, para que sólo temamos los males eternos, que no tienen
ni consuelo, esperanza, ni posibilidad de remedio.

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CAPÍTULO III. Tenemos que pensar en lo que podemos llegar a ser.

Pero, para que no presumamos tampoco en las cosas favorables y exitosas, hemos de
sacar otro documento muy importante de esta inconstancia de las osas, y es no
asegurarnos de la prosperidad humana; porque ni el reino, ni el imperio, ni el pontificado
aseguran de mayor abatimiento y desdicha, y cada uno debe, como el santo Job,
considerar lo que puede llegar a ser. No hay fortuna tan alta como para que no pueda
suceder la más baja y desastrosa suerte. Que el hombre grande y rico tome en cuenta
que toda su riqueza y el poder le pueden fallar y que puede llegar a pedir limosna. Que el
Rey tome en cuenta que puede llegar a ser un oficial. Considere el emperador que incluso
en su propia corte puede venir a ser por la justicia sacado a la vergüenza, y que le tiren el
lodo de la calle, y ser ejecutado públicamente. Estas cosas parecen increíbles, pues esto
mismo piensen los mortales, que pueden suceder a ellos cosas que no podrán creer, y
que pueden venir a ser lo que nadie tal pensara que pudiera ser; y no se maravillen de
ningún suceso, pues no sólo el poderoso, el rey, el emperador y papa pueden venir a ser
condenados, pero incluso uno que obra milagros puede caer en el infierno. Vamos todos,
por lo tanto, a perseverar en la humildad; no nos confiemos en la prosperidad, ni
abusemos de nuestras virtudes, aun las que presumamos de más divinas, ya que el
hombre puede llegar a ser lo que nunca pensó.
¿Quién iba a imaginar que tales afrentas y oprobios podrían ocurrir a un emperador
romano como le ocurrió a Andrónico en 1285, cuya historia quiero poner aquí para hacer
creíble lo que no pareciera? Nicetas (Chroniat. Annal.. Lib 2 de imp. Andronico) escribe,
y lo testifican otros autores, que este emperador, en el tercer año de su reinado, fue
hecho preso de sus propios vasallos, y echándole fuertes cadenas y un collar de hierro en
el cuello, y grilletes en los pies, como si fuese un perro mastín, sujetado al cuello, las
manos esposadas y los pies encadenados con grilletes pesados, se burlaban de él con
burlas amargas, le dieron de bofetadas en la cara, lo golpearon en el cuerpo, le
arrancaban los pelos de la barba, le sacaron pelo de la cabeza, le sacaron sus dientes, y
para su mayor afrenta le flagelaban en sus partes íntimas. Después de esto lo pusieron en
la plaza pública, para que todos pudieran ultrajarle, e incluso las mujeres le dieron de
bofetadas. Le cortaron la mano derecha, y lo metieron en la prisión pública y lo arrojaron
en un calabozo, donde la mayor parte de ladrones y asesinos notorios estaban, dejándole
sin alimentos, y sin agua. De allí a pocos días le sacaron uno de sus ojos, luego lo
montaron desnudo (salvo una capa corta, que cubría casi nada de su cuerpo), sobre un
camello sarnoso, lo pusieron en el camello viendo para atrás, sosteniendo la cola con su
mano en lugar de un cetro y un cabestro en lugar de una diadema. En este equipamiento
lo llevaron de nuevo a la plaza del mercado, donde las lesiones, desprecio, e ignominias
hechas sobre él por la multitud fueron una vergüenza para su persona. Algunos le tiraban
cebollas y fruta podrida, otros le quemaban en los lados con asadores, otros le exprimían
en la cabeza esponjas empapadas en orines y excremento y le tiraban piedras, y lo
llamaban con nombres injuriosos, y una mujer desgraciada fue a buscar una olla de agua

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hirviendo y se la tiró en la cara. No había zapatero, sastre, ni oficial, que no encontrara
como ultrajarle. Por fin lo colgaron por los pies entre dos pilares, y allí le dejaron morir.
Allí tampoco lo perdonaron sus propios cortesanos y sirvientes de la casa; uno le hundió
la espada hasta las entrañas; otros para probar que tenían la espada más afilada, le
atravesaron su carne de lado a lado. Por fin, el emperador miserable (aunque más feliz si
se salvara) trajo su mano sangrienta a su boca, para que siquiera con la sangre que le
corría, pudiese humedecer su boca seca. De esta manera terminó el monarca de Oriente,
pero sin embargo, su ignominia no acabó allí, ya que durante tres días después de muerto
dejaron su cadáver colgando en la horca, hasta que le quitaron de allí, más para liberar a
los vivos del terror que por compasión al muerto, a quien enterraron como a un perro.
Considérese en este espejo qué son las cosas de esta vida, y a lo que puede llegar una
dicha. Compárese Andrónico con Andrónico; Andrónico emperador augusto, con
Andrónico prisionero y públicamente ejecutado: he aquí el primero vestía de púrpura,
adorado por las naciones, al mando del Oriente, que ceñía sus sienes con una diadema
real, el cetro imperial en sus manos, y sus mismos zapatos salpicados de perlas
orientales; a continuación, el otro, lo insultó lo más bajo de su pueblo, golpeado por las
mujeres, y le echaron una lluvia de tierra y piedras en su ciudad imperial. ¿Quién creería
que el que la gente consideraba como a un dios, y a su paso por las calles de
Constantinopla en su carro real cubierto con láminas de oro bruñido, vigilado con
excelentes capitanes, y esperado por los príncipes de su imperio, fuese después de ellos
mismos, que habían tomado su juramento de lealtad y jurados que lo defenderían, puesto
a la vergüenza y bárbaramente traicionado? Por último, que el que había dictado
sentencia sobre tantos, venía ahora a ser condenado con la mayor infamia que cualquiera
de ellos? ¿Quién podría imaginar que una persona puede ser tan de repente capaz de
tales extremos salvajes, y que tan grande gloria termine en tanta ignominia? Esto es
suficiente para que despreciemos todos los bienes temporales y la felicidad humana, que
no sólo desaparecen con el tiempo, pero a menudo cambian en mayores desgracias.
¿Cómo puede merecer estima la fortuna mayor, pues no da seguridad, y está expuesta a
tantas miserias, que tanto más se sienten, cuanto se padecen, cuando se pensó estaban
más lejos en la felicidad antecedente? Se puede añadir otra consideración de no poca
ganancia: que si este emperador pasó a su salvación a través de tantas afrentas y
tormentos crueles, ¿qué daño le hicieron? ¿Qué importa haber sido tan infeliz en esta
vida si en la otra vino a ser tan dichoso? Ciertamente, tuvo suficientes señales de su
contrición; porque en tan lamentable tragedia y nunca antes escuchada, no dio ninguna
señal de impaciencia; ni hablaba otras palabras, que éstas, "Señor, ten piedad de mí;" y a
los que le injuriaban y herían tan acerbamente, solo decía: "¿Por qué quebráis a esta caña
cascada?" Ciertamente, si se supo beneficiar (como parece que lo hizo) por esta miseria,
es más feliz en ella que por el imperio que poseyó. Lo eterno es lo que es importante, en
cuanto a la gloria de su imperio y la miseria de su ignominia, ya pasaron.
Mayor emperador fue Vitelio (Fulgos. lib. 6) ya que no solo el Este pero el Oeste le
reconoció por su señor y monarca. Sus riquezas estaban más allá de la estimación, y el
oro le sobraba como a otros las piedras en la calle. En Roma era aclamado por Augusto,

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y engrandecido con tan gloriosos títulos que parecía ser todo lo que podía desear, menos
que un dios. Pero ¿en qué terminó toda esta majestuosidad? En la mayor infamia que se
pueda imaginar, porque atándole con una cuerda alrededor de su cuello, y manos a la
espalda, rasgadas sus vestiduras, y puesta una daga debajo de la barbilla, lo arrastraron
ignominiosamente arriba y abajo por las calles de Roma, le arrojaban suciedad a la cara,
e insultaban con un millar de injurias, y al fin lo mataron en el mercado, y le arrojaron a
las escalas gemonias, donde solían arrojar los cuerpos de los delincuentes que no era
lícito enterrar. ¡Extraña fortuna! ¿Para qué fines se crían algunos hombres? ¿Cuánto
cuesta una vida, para ponerle fin en tan desastrosa muerte? Quien supiese el fin de
Andrónico y Vitelio, y los viese nacer, crecer, estudiar, pretender, vestir sedas y oro,
pasear, reír, aclamados por emperadores, dijera en su corazón ¿tanto preámbulo era
necesario para tal fin? La necedad es grandeza humana, pues ha de parar, en tan
desastroso final. Con razón dijo Arquímedes, que era más seguro confiarse de las
sombras que de las cosas humanas. ¿Quién podría imaginar que el emperador Valeriano
(vide platino. Baro. Fulgos.), a quien el rey de Persia le hizo prisionero, lo encerró en una
jaula como una bestia salvaje, lo utilizó como un taburete cuando subía a su caballo, y
después le desolló las espaldas para después salárselas como cecina? Comparemos aquí
las diferentes condiciones a que puede llegar un emperador romano. He aquí Valeriano
montado sobre un corcel valiente, con jaeces de oro, vestido de púrpura, coronado con la
diadema imperial, adorado por las naciones, y mandando sobre los reinos; y luego ver el
mismo hombre encerrado como un animal, y pisado bajo los pies de un rey bárbaro.
Tales fortunas contrarias suceden en la vida humana. No nos confiemos, por lo tanto de
ninguna felicidad humana.

III. Lo que hemos contado hasta ahora son los cambios, no las caídas. Lo que tenemos
que temer más, que aun en la santidad y virtud puede cambiar uno, y esto solo será caer,
por bajar del estado de la gracia a la del pecado: porque estos cambios de la fortuna son
sino el intercambio de una condición a otra y no propiamente caídas. Ningún hombre
puede caer de lo más bajo y muy ínfima y baja es la felicidad humana, y a quien le
cambia no cae de alto estado, sino le cambia, y por ventura en mejor. Las verdaderas
caídas son aquellas que son espirituales, y ha de sorprendernos de ver que en esta parte
también estamos expuestos a cambios, pero esto puede ser de nuestro consuelo, que los
cambios temporales no están en nuestras manos, pero la de los espirituales sí. Nuestra
riqueza, lo queramos o no, puede ser tomada de nosotros, pero la gracia, a no ser por
nuestra propia culpa, no se puede; la honra se pierde contra la voluntad de uno; la virtud
no puede perderse si uno no quiere. Los bienes corporales son los que se quitan, sea
robados, y perdidos de mil maneras; pero los bienes espirituales sólo pueden ser
abandonados, y su pérdida no es otra cosa sino desampararlos con el pecado quien los
tiene. Esto debe hacernos temblar que se pierdan, porque los queramos perder, y no
siendo mudables en sí mismos cambien porque nosotros somos mudables. Lo que ha
sucedido en esta parte es lamentable. San Pedro Damián (Petr. Damian lib. 1, c. 10)
escribe que conocía a un monje en la ciudad de Benevento, llamado Madelmo, que llegó

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a tan grande santidad en vida, que habiendo echado aceite en Sábado Santo a más de una
docena de lámparas, y el aceite faltó para la última, él, con gran fe, la llenó de agua y la
encendió, y ardió toda la noche como el resto. Muchos otros milagros obró por él nuestro
Señor, por lo que fue muy estimado tanto del príncipe y los ciudadanos. Pero en ¿qué
terminó este hombre tan milagroso y venerable? ¡En un cambio extraño! Dios retirando
su mano santa de él, cayó en una vida tan vergonzosa, que fue llevado preso y
públicamente azotado, y su cabeza, para su mayor ignominia, fue afeitada. Una
lamentable tragedia es la vida del hombre, pues en ella contemplamos extremos tan
contrarios. No hay que decir; ¿quién pensara que tal cosa había de suceder? Pues vemos
suceder lo que nadie podía pensar. El mismo San Pedro Damián (Lib 1. c. 10) escribe,
que conocía en la misma ciudad un cura de tan gran santidad que todos los días cuando
celebraba la misa, el príncipe de Benevento veía a un ángel descender del cielo, que
tomaba los misterios divinos de sus manos, para ofrecerlos al Señor. Sin embargo, este
hombre, tan favorecido de arriba, cayó en el vicio, para que todos teman, y nadie esté
seguro en ningún estado.
San Juan Clímaco relata la historia de ese joven, de los cuales leemos en las Vidas de
los Padres, que llegó a tan alto grado de virtud, que mandaba a los animales salvajes, y
les obligaba a servir a los monjes del monasterio; el cual comparó el bienaventurado San
Antonio con un barco cargado de ricas mercancías, navegando en medio del océano,
cuyo final era incierto. Después este joven tan ferviente cayó miserablemente, y, llorando
su pecado, les dijo a algunos de los monjes que pasaban por allí, "Decid al anciano (este
es San Antonio), que ruegue a Dios para que me conceda siquiera, diez días de
arrepentimiento". El hombre santo, al oír esto, se arrancó el pelo de la cabeza, y dijo:
"Un gran pilar de la Iglesia ha caído;" y cinco días después, el monje murió; por tanto, el
que hasta ahora había mandado a las fieras salvajes, se convirtió en una burla a los
demonios, y el que poco antes se mantenía con el pan del cielo, después fue privado de
su sustento espiritual.
Lamentable es también el incidente relatado por Heráclides, de Heron de Alejandría
(Heracl. in Parad. Fulgos. Lib. 6) que habiendo florecido muchos años en gran virtud y
fama de santidad, vino a dejar todo, y se convirtió en un derrochador abandonado. De la
misma manera, Tolomeo, el egipcio, después de pasar quince años en el desierto, en
oración continua, manteniéndose a sí mismo solamente con el pan y el rocío que caía del
cielo, vino a dejar todo y llevar una vida muy escandalosa. Si nos fijamos en la Santa
Escritura, hallaremos mayores cambios y caídas muy lamentables. ¿Quién pensaría que
Saúl, elegido de Dios por muy bueno, de espíritu humilde y paciente, terminaría en un
orgullo luciferino, y en un odio mortal contra el mejor hombre en Israel? ¿Quién iba a
pensar que un hombre tan sabio y tan religioso como Salomón, terminaría, en sus últimos
momentos, seducido por las mujeres, erigiendo templos a los dioses falsos? Finalmente,
¿quién imaginaría que un apóstol de Cristo moriría por la desesperación ahorcándose?
¿Qué hombre puede haber que presuma de sí, y no se espante de lo que puede venir a
ser?

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CAPÍTULO IV. Los cambios de las cosas humanas muestran claramente su
vanidad, y cómo son dignas de ser despreciadas.

La variabilidad y el cambio de las cosas sirven como testimonio de su poca constancia


o, mejor dicho, de su mucha vanidad. Pongo por testigos de esto a los que han tenido la
mayor experiencia de la grandeza humana y la felicidad. Gilimer, rey de los vándalos
(Procop. Lib 2. Vandalorum de Bello), fue de gran poder, riqueza y valor, pero fue
vencido por Belisario, cautivo de él y despojado de todo su reino, y llevado a
Constantinopla. Cuando se acercó al lugar donde Justiniano emperador estaba sentado en
un trono de majestad incomparable, vestido de sus ropas imperiales, y rodeado de
grandes príncipes de su imperio, el rey cautivo, viéndolo en gran gloria y majestad y él en
un esclavo, abandonado por todo el mundo, ni lloró ni se quejó, ni mostró el menor signo
de tristeza o sentimiento, pero sólo pronunció la verdadera frase del sabio: "vanidad de
vanidades y todas las cosas vanidad". Conociendo esto, no es de extrañar que, aunque
en tan grave inconveniente, tuviese los ojos secos. Porque, si conoció que toda grandeza
humana era vanidad y nada, ¿Qué tenía que penarse por lo no era nada? No es digno de
dolor lo que no merece amor. Cosas tan varias como las temporales no merecen que
cuando las poseemos tengamos en ellas mucha afición, ni merecen que cuando las
perdemos nos causen pena y dolor. Este conocimiento causó en este príncipe la igualdad
de ánimo que manifestó en este momento y en otras ocasiones, que estuvo tan lejos de
mostrar ningún dolor por la pérdida de su reino y fortuna, que más bien parecía reír y
gozar; y, por lo tanto, cuando fue derrocado en batalla, y obligado a huír en Numidia,
donde se guareció en una de las montañas, el enemigo, lo sitió y apretado por el hambre,
por la falta de provisiones, envió al capitán a pedir al capitán contrario, pan, una esponja,
y una cítara; pan para sostener su vida, que ahora era probable que perdiera por falta de
alimento; una esponja para secar sus ojos, porque, habiendo ya entrado a considerar la
vanidad de las cosas humanas, y la vergüenza de su dolor por la pérdida de ellas, estaba
resuelto a cambiar sus sentimientos, y más bien reír que llorar, y antes que penarse por lo
que poseído no asegura, y perdido no daña; y una cítara, porque, después de haber
limpiado los ojos de sus lágrimas, ahora estaba resuelto a cambiar sus quejas en
canciones, y su dolor en consuelo y gozo, que no consiste tanto en la abundancia de una
gran fortuna como en la suficiencia de una moderada. Y con mucha razón tomó la cítara;
porque si bien lo consideró podía hacer fiesta por su misma desgracia, ya que su pérdida
le hizo comprender el engaño del mundo, que su amplio reino no podía darle tanto, y lo
liberó no sólo de preocupaciones y problemas, pero de pecados, que en la prosperidad de
esta vida tiene un campo más grande que en una fortuna adversa. Poseído de esta
verdad, se lo llevaron preso, y lo llevaron al conquistador, Belisario. El rey cautivo vino
con tales expresiones de alegría y júbilo, que solo reía, a quien consideró Belisario que
había perdido el juicio, pues tenía una causa tan grande para llorar, pero nunca había
estado más en su juicio que entonces, ya que él se rio de la grandeza humana, y ahora
percibía lo ridículo que es lo que llamamos felicidad, y en su corazón con razón,
estimaba como el mundo es, vanidad de vanidades.

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Creo que la misma sentencia, que este rey dio de la vanidad de las cosas temporales,
sería, si se lo preguntásemos, dada por el emperador Andrónico, cuando desnudo, y su
cabeza afeitada como un esclavo, fue arrastrado infamemente por las calles de
Constantinopla. ¿Qué se hizo su diadema imperial? ¿Qué se hizo su trono y majestad?
¿Dónde están sus adornos de oro y plata? Todo fue vanidad y vanidad de vanidades.
Tampoco sería éste negado por Vitelio, cuando le lanzaron suciedad en su cara, y lo
llevaron a la plaza del mercado para ser ejecutado. ¿Qué fueron entonces los
espectáculos del anfiteatro y los juegos del circo, el dominio del mundo, pero vanidad de
vanidades y todo vanidad? Lo mismo diría Creso desde las llamas de su hoguera, el
tirano Bayazeto desde su jaula, el rey Boleslao desde su cocina, y Dionisio desde su
escuela. Si vivos dijeran esto, a la vista única de la inestabilidad de esta vida, ¿qué dirán
ahora con la experiencia de la eternidad, donde ya han entrado? Tomemos la opinión de
aquellos príncipes que se han condenado, ¿qué sienten ahora de la majestad que gozaron
en esta vida? van a decir que era humo, un sueño, una sombra. Y, sin duda, los reyes
que ahora están en el cielo y poseedores del gozo eterno, van a decir lo mismo; que toda
la felicidad de aquí abajo es pobre, escasa y corta, y vanidad de vanidades, y peor aún, si
ha sido una ocasión de pecado. Pero no es necesario, citar a testigos de la otra vida, ya
que la vanidad de esto es tan evidente, que el que se pusiere a considerar la mayor
grandeza de este mundo, deberá percibir, que tanto es más vana, cuanto es más grande:
¿Qué mayor majestuosidad que la del imperio romano? Llamemos a la mente lo que
sucedió en este. Que apenas se sabía la elección de un emperador romano conocido,
cuando ya le tenían muerto los mismos que le eligieron u otros más poderosos o astutos;
y aunque ellos en ninguna otra cosa se desvelaban más que en sustentarse en la dignidad
imperial, sin embargo, era esto lo que menos alcanzaban; y en diecinueve o veinte
emperadores que hubo desde el emperador Antonino el filósofo hasta Claudio II, todos
murieron una muerte violenta; además de muchos otros tiranos, que tomaron el nombre
de emperadores; como en tiempos de Galieno, treinta usurparon ese título, y
asesinándose entre sí: a tal grado que el que se llamaba a sí mismo emperador, estaba
casi seguro que moriría una muerte violenta; por lo que la mayor felicidad del mundo
estaba vinculada con la mayor desdicha Espanto es como había quien (aunque obligado)
aceptara la diadema; tal es la locura de los hombres, que tienen ante sus ojos ejemplos
lamentables y felicidades deshechas que apenas duran desde la mañana hasta la noche.
Algunos de ellos apenas habían triunfado cuando eran despedazados. Aureliano fue uno
de aquellos que presentaban los triunfos más gloriosos que jamás Roma había mirado,
porque llevó un número infinito de cautivos de las tres partes del mundo, muchos
animales raros, como tigres, leones, onzas, elefantes, dromedarios, una cantidad inmensa
de armas, tomadas de los enemigos conquistados, tres suntuosos carros, uno del rey de
los palmirenos, otro de los persas, y otro de los godos, venció a dos que se llamaban a sí
mismos emperadores, y a la gran reina Cenobia, adornada con joyas preciosas y perlas
ricas, y con cadenas de oro. Y él entró en un carro triunfal tomado del rey de los godos,
tirado por ciervos, seguido inmediatamente por el ejército conquistado, ricamente
armado, coronado de laurel, y llevando palmas en sus manos. Nunca ningún emperador

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llegó a una altura de tal gloria. Pero ¿cuánto tiempo duró? Poco tiempo después fue
muerto con puñales, que tuvo apenas tiempo para tomar nota de su grandeza, y mucho
menos para disfrutar de ella. El emperador Elio Pertinaz, ¿por cuántos escalones y
peregrinos modos subió al imperio al cabo de su vejez, y le perdió antes de que se
supiese en él emperador? Era hijo de un esclavo, y por primera vez fue un comerciante,
por el cual se convirtió en un buen contador; luego estudió gramática, y se convirtió en
un maestro de escuela; luego aprendió leyes y por intercesiones alcanzó licencia para ser
abogado, y después de haber aprendido a defender causas, se hizo un defensor; pero no
prosperó por estos cursos alistándose como soldado: de ahí pasó a ser capitán, de este
oficio fue ignominiosamente privado, pero después volvió a ser restituido en él. Con el
transcurso del tiempo se convirtió en un senador: poco después cónsul; entonces
presidente de Siria; al fin, cuando no esperaba sino la muerte, le entregaron el imperio
por su casa, porque estando aguardando que le mandase a matar el emperador Cómodo,
le vinieron a hacer emperador los que secretamente mataron a Cómodo. Cuando llegaron
de noche a su casa, él les preguntó que qué aguardaban para darle muerte. Mas ellos le
ofrecieron el cetro y la diadema, que aceptó a pesar de tener setenta años de edad; y
después, casi no había disfrutado de la sede imperial, solamente habiendo reinado tres
meses, cuando fue cortado en pedazos, en el momento en que menos lo sospechaba;
siendo tan querido, apreciado y elogiado por los romanos, que todo el mundo hubiera
dado un millar de vidas para salvarle; sin embargo, los soldados pasaron perfectamente
por en medio de la ciudad, y, a la vista de todos, apuñalaron al emperador tan querido y
honrado por el pueblo, y se salieron libres de nuevo sin nadie decirles nada, cuando los
de la calle (tan pocos fueron los asesinos) habrían sido suficientes para matarlos con
piedras. ¿Quién no ve en ello la inconstancia y la vanidad de las cosas humanas, así
como en la vida como la muerte inesperada de este príncipe? ¿Por cuántos rodeos subió
a la cumbre del imperio, y cuan sin rodeo fue precipitado de ella? ¿Cuánto tiempo duró
su fortuna en el crecer, y con cuánta rapidez cortado? Setenta años de una vida próspera
terminaron en la felicidad falsa de tres meses y la muerte desgraciada de una hora.
Entonces todo es vanidad de vanidades, ya que lo que cuesta tanto dura tan poco, y la
muerte, en menos de una hora, derroca la fortuna de setenta años.

II. Solo el tener felicidad de esta vida con la misma vida bastaba para nuestro
desengaño; pero tiénele aun antes que la tenga la vida: porque la felicidad no solo fenece,
sino que se convierte en desgracias e infortunios, de modo que, con nuestros propios
ojos a menudo contemplamos el fin de nuestras más grandes fortunas. No nos fiemos,
por lo tanto, en la vida, ya que puede faltarnos, aunque nos sobren los bienes; ni
tampoco nos fiemos de estos pues nos pueden faltar, aunque nos sobre la vida.
Desengáñenos esta inestabilidad de las cosas, y vamos a considerar seriamente su
vanidad en su manera de dejar a un desdichado su grandeza y riquezas; que está
excelentemente representado por San Juan Crisóstomo (Hom. in Eutrop. Tom. 5, cap.
6), en el eunuco Eutropio Patricio de Constantinopla, cónsul y gran chambelán del
emperador Arcadio, que, retirando su favor de él, le mandó a la cárcel; por lo que el

154
santo doctor reflexiona de esta manera: "Si en algún momento, ahora más que nunca, se
podría decir, vanidad de vanidades, todo es vanidad ¿dónde está ahora el resplandor del
consulado dónde los lucimientos, dónde los aplausos, bailes, banquetes, dónde las
coronas y tapices, dónde el ruido de la ciudad, y grandes aclamaciones de los
espectáculos? Todas esas cosas perecieron; un fuerte viento ha soplado lejos las hojas, y
dejaron al desnudo tambaleante al árbol y casi arrancado de raíz. Tal fue la violencia de
la tormenta, que cuando había sacudido todos los nervios, amenaza por derrocarle
totalmente y ¿dónde están esos amigos-enmascarados, las borracheras y cenas, dónde el
enjambre de trúhanes, y el vino derramado desde la mañana hasta la tarde, dónde esa
habilidad exquisita y varia de los cocineros, los servidores acostumbrados a decir y hacer
todo lo que le satisfacía? Todo esto no era más que el sueño de una noche, que
desapareció con el día, flores marchitas, cuando acabó la primavera; una sombra fueron,
y así pasaron; humo eran y así se desvanecieron; burbujas en el agua, y así se
reventaron; telas de araña, y así fueron destrozadas. Por tanto, repetimos esta frase,
"Vanidad de vanidades; todo es vanidad." Este dicho debe ser escrito en nuestras
paredes, mercados, casas, calles, ventanas, puertas, pero principalmente en la conciencia
de cada uno; y en todo tiempo habíamos de pensar en él; pues las ocupaciones
engañosas de esta vida y enemigos de la verdad han ganado para con muchos demasiado
poder y autoridad. Esto es lo que un hombre debe decir a otro, y oírlo uno de otro en la
cena, en la casa, y en toda conversación: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” ¿No
todos los días te dicen que las riquezas son fugaces y engañosas pero tú las llevabas
pesadamente? ¿No te diría que tienen la condición de un esclavo fugitivo pero tú no lo
querías creer? ¿Ves cómo la experiencia te ha enseñado que no sólo son fugitivas, pero
ingratas y asesinas, pues te han puesto en semejante miedo? Pero debido a que este
eunuco no quiso ser aconsejado ni se quiso enmendar, por lo menos vosotros, que estás
más desprendidos de la riqueza y honores, aprended en cabeza ajena de esta calamidad,
y convertid en provecho vuestro la desgracia y calamidad de este hombre. No hay nada
más débil que las cosas humanas; así por cualquier nombre has de expresar su poquedad,
menos es de lo que en verdad son: aunque las llames heno, humo, un sueño, flores que
se marchitan todo es demasiado poco: son tan frágil, que son más nada que la misma
nada. Pero que no solo sean nada, sino que estén en un despeñadero, aquí se echa de
ver. ¿Quién era más exaltado que este hombre? ¿No era famoso por su riqueza a través
del mundo y era montado a las alturas de todo honor humano? ¿Acaso no le
reverenciaron todos y temían? Pero he aquí que él ahora es más miserable que los
esclavos y los presos; más pobre que aquellos que piden el pan de casa en casa. No hay
día, en el que no está puesta delante de sus ojos las espadas desenvainadas y afiladas
para cortar su garganta; los despeñaderos, los verdugos, y la calle por donde se va a la
horca y suplicio. Ni tampoco disfruta de la memoria de sus placeres pasados, ni de luz
común, pues es al mediodía como en una noche oscura, encerrado entre cuatro paredes,
privado de la luz de sus ojos. Pero ¿para qué tengo que traer a la memoria estas cosas?
Porque aunque gaste más palabras no son capaces de expresar el miedo de su mente, que
cada hora espera su castigo? ¿Con qué fin son mis discursos, cuando la imagen de su

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calamidad parece tan evidentemente delante de tus ojos? No hace mucho tiempo, el
emperador, después de haber enviado algunos soldados para sacarlo de la iglesia, en la
cual se refugió como santuario, se volvió tan pálido como la ceniza, y en este instante no
tiene mejor color que un difunto. Llegóse a esto, rechinando los dientes unos contra
otros, con temblores de cuerpo, su voz se rompía en sollozos, su lengua tartamudeaba;
en fin, tal estaba como uno que tenía el alma congelada por el miedo y pavor dentro de
él." Todo esto proviene de San Juan Crisóstomo. No es necesario esperar al final de esta
vida, para ver su engaño, basta ver sus cambios mientras dura.

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CAPÍTULO V. La vileza y el desorden de las cosas temporales, y cuán grande
monstruo hayan hecho los hombres al mundo.

Pasemos ahora a considerar la bajeza de todo lo que pasa en el tiempo; la cual le


pareció tan mal a Marco Aurelio, que dijo: "Todas las cosas que caen bajo el sentido, y
principalmente las que halagan con el deleite, o nos aterran con el dolor, o brillan con
pompa exterior y apariencia, cuán viles son todas, cuán dignas de desprecio, cuán
sucias, cuán expuestas a perecer y cuán muertas." Por lo tanto, dijo aquel gran
emperador y monarca del mundo, cuando el imperio romano estaba en su mayor
potencia y brillo, y él con mayor experiencia de los bienes de la tierra, pues fue más
poderoso en ellos que Salomón: y, sin embargo, no sólo dice que son vanos, sino viles,
sucios, despreciables, y muertos. Para que podamos entender esto mejor, vamos a ver
qué es en sí la sustancia y ser de las cosas temporales, sin respeto tanto a la brevedad de
su duración, o a la variedad de sus cambios, por lo cual son muy despreciables, aunque
fueran preciosísimas; pero en sí son tan pequeñas, tan viles, tan desordenadas, y en su
mayor parte tan dañinas y perjudiciales para nosotros, que aunque fueran eternas
debieran ser aborrecidas. Porque no sólo se ha de mirar esa pequeñez y pobreza que
tienen por naturaleza, sino lo malo que son por nuestro abuso. Porque el mundo, que de
suyo fuera tolerable, le hemos puesto tal, que los mismos que más le aman no le pueden
soportar; y sobre los bienes naturales ha inventado otros artificiales nuestro insaciable
apetito, y de unos y otros hemos elaborado un monstruo, no menos horrible que el
descrito por San Juan en el Apocalipsis (Ap. 13). Y, por lo tanto, que, el que quiera ver lo
que la felicidad mundana es, vuelva los ojos sobre esa bestia, que dice que subía del mar
por su inquietud e inconstancia, y tenía la cabeza y la cara de un león, el cuerpo de un
leopardo, y los pies de un oso; y, para que se vea su mayor deformidad, que tenía siete
cabezas y diez cuernos. Esta es la imagen viva de lo que pasa en el mundo. Porque así
como este monstruo se componía de tres bestias salvajes; de un oso, que es carnal y
lujurioso; de un leopardo, cuya piel está llena de ojos; de un león, el mayor orgullo de
todos los demás animales; así, en el mundo, no hay otra cosa, como dice san Juan (Jn. 1,
2), pero la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la
vida; es decir, la lujuria y la extravagancia en los placeres, la codicia y las riqueza, la
ambición y el deseo de honores. De estos tres monstruos se compone el monstruo de los
monstruos, lo que llamamos el mundo; que también tiene sus siete cabezas y diez
cuernos, a saber, los siete pecados capitales, por el que se impugnan los diez
mandamientos, y el cumplimiento de toda la ley de Dios.
Consideremos también la misteriosa disposición de las partes de esta bestia. Los pies se
dice que son de un oso, el cuerpo de un leopardo, y la cabeza de un león; porque todos
los inventos y las adiciones, estratagemas y diseños del mundo, se fundamentan en los
placeres y delicias del apetito, que son naturales; y sobre esta base nuestra malicia ha
construido riquezas y honores, que no son naturales, sino invenciones humanas. Las
riquezas son el cuerpo del mundo, y sobre ellos se levanta el orgullo, como la cabeza de

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ese cuerpo. Además, las riquezas están más convenientemente colocadas en el medio,
entre los placeres y honores, por ser necesarias para el apoyo de ambos, sin las cuales no
pueden mantenerse. La avaricia, por lo tanto, forma el cuerpo de esta bestia, que puede
alimentar igualmente el placer y la ambición. Se nos propone la imagen de este mundo,
debajo de la forma de este monstruo compuesto, es decir en esta representación de
quimera, así para declararnos su confusión y agitación de la misma, como para
significarnos, que no tiene ser ni sustancia, sino solo imaginación y apariencia. Tal
monstruo, compuesto por las diversas partes de diferentes animales, que no tiene ser o
fundamento en la razón, pero sólo está enmarcado por la fantasía, los filósofos llaman
una quimera; y como realmente las cosas de este mundo son inconstantes, y turbadas,
que no tienen sustancia o son en sí mismos sólo engaño y apariencia. Algunas cosas
parecen grandes, y son muy pequeñas; otras nos engañan más, parecen ser bienes, y son
realmente males. Para entender esto mejor, y conocer la vanidad del mundo, vamos a
suponer que la malicia humana ha corrompido y envenenado por la invención de nuevas
delicias y placeres; a lo que hemos añadido, con nuestra imaginación, lo que les falta de
ser y de realidad; y desviando las cosas de su fin apropiado para el que fueron formadas,
de donde han hecho que vengan a ser vanas, y el mundo sea un monstruo de muchas
cabezas; porque la cabeza de todas las cosas es, como dice Filón, su fin, y como las
cosas del mundo, hayan dejado su fin último y verdadero, que es Dios, y se han
desordenado con multitud de fines de vicios particulares, han hecho que la bestia, la cual
se dice que no tiene una, sino muchas cabezas, sea tan monstruosa y deforme. Los
hombres no siguen en el uso de las cosas su fin propio, que es agradar y servir a Dios,
pero apuntan a la porción de sus pasiones y de la satisfacción de sus apetitos; los cuales,
ya que son diferentes, y tienen diversos fines y respetos; resulta la monstruosidad de
tantas cabezas y caras. Esta deformidad se sigue de la multitud de fines, a la cual
acompaña la vanidad que en sí encierra; porque al paso que sigue el mundo esta variedad
de fines adulterinos, porque son en contra de la razón y la naturaleza, deja su fin
verdadero y legítimo, que es el servicio de Dios; y lo que sale de su propio fin, se vuelve
inútil y vano. Porque si se ciegan los ojos de un excelente tirador, su arte y habilidad se
pierden, y su arco le sería inútil, porque se vería privado de aquello por lo que alcanzaba
su fin. Así que todas las cosas están creadas para este fin, que el hombre por ellas pueda
servir a Dios, faltando este fin, se convierten en vanas e inútiles. Por este ejemplo se
puede ver claramente, lo vano que es el mundo, ya que no dirige aquellas cosas que
disfruta a su último fin, que es para el servicio del Creador universal, pero para otros
fines vanos e imaginarios, por el cual las convierte en su totalidad en vanas. La multitud
de oro, plata, perlas, joyas, muebles preciosos, y otros adornos, que se ostentan en las
vajillas y ornatos, ¿son para el servicio de Dios? Dígalo San Alejo si las eligió como
medio para tal fin; y si no son para el servicio del Señor en todo, ¿qué son todas, pero
vanidad? La abundancia de delicias, máscaras, bailes, fiestas, espectáculos, ¿son ellas
para agradar a Dios? Dígalo San Bruno si las escogió para ese propósito, ¿qué son todas,
pero vanidad? La majestad, y la ostentación de títulos y honores, ¿son para el servicio de
Dios? Dígalo San Josafat, que huyó de su reino temporal para mejor servir al Rey de los

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cielos. Es inútil toda la grandeza de la tierra, cuando no se consigue por ella la del cielo.
Lo más valioso, fuera de su fin se convierte en vano, frívolo, y de ninguna estima.

II. Esta desviación errante de las cosas del mundo de su fin propio y debido es
suficiente para declarar su vanidad y desorden. Pero aún hay otro error en ellos, lo que
los hace parecer mucho más vano, el cual es, que no sólo se desvían de su primer y gran
final, que es el servicio de Dios, sino que también fallan del fin que los vicios humanos se
proponen; porque aún no tienen proporción con este segundo fin. Lo que nuestro apetito
tiene como objetivo en las riquezas, la pompa y honores, que se ha inventado, es la
felicidad de esta vida; pues para esto mismo son tan adecuados, que antes han dispuesto
las cosas para nuestra miseria y tormento, y, por lo tanto, son vanas todas nuestras
fantasías e invenciones. Para mantener y sustentar el honor, ¿qué leyes, derechos y
costumbres tan desacertados ha inventado con grandes peligros de la vida y gusto de
nuestros placeres? Se ha hecho el honor tan frágil que con una sola palabra todo aquel
que lo desee lo puede tomar de nosotros, lo cual es el motivo de que muchos viven
deshonrados, y si quisieren cobrar la honra perdida, les ha de costar sus vidas, sus
fortunas, o tranquilidad. ¿Cabe mayor locura que esta, que se haya fabricado el bien más
estimable que tiene el mundo, el de más ocasión para males, y de tan maldita condición,
que sea muy fácil de perder y más difícil recuperarlo; que cualquiera nos lo pueda quitar,
y que no le pueda restaurar el que le tiene; que está en mano de otro hombre destruirle, y
no esté en nuestra propia mano repararlo? ¿Qué ley del mundo más injusta, que si te dice
un infame que mientes, que hayas de quedar tú deshonrado, aunque el otro mienta en lo
que dijo, y que esta honra, como la perdiste por una palabra que te dijo otro, no la hayas
de poder cobrar tú con otra palabra que le digas? ¿Qué mayor locura que luchar por el
honor, y averiguar la verdad por fuerzas? Lo uno, porque no tiene que ver que el que
fuere más robusto y valiente haya de ser más verdadero ni honrado; lo otro, porque es en
mucho menoscabo de los virtuosos; pues, por la mayor parte, donde es el ánimo más
bueno, sano y constante, suele estar el cuerpo menos robusto y fuerte. Por último, en
esta cuestión de honor, los hombres han inventado tales leyes, tales puntillos, tales
formalidades impertinentes, que si todos fueran realmente locos, no lo podían haber
puesto más absurdo. ¿Qué es toda la locura, sino decir y hacer cosas sin proporción, ni
orden ni razón? Pues así como no hay cosa más sin proporción, orden o razón, que el
mundo, no hay tampoco cosa más vana, sin sentido, y tonta.
Viniendo a continuación, a las riquezas, que fueron inventadas para la facilidad y
comodidad de la vida, la malicia humana les ha hecho servir para nuestro mayor
problema y aflicción. Porque el que es rico no sólo quiere enriquecerse a sí mismo, sino
que lo sea todo lo suyo, su casa y todas sus cosas también. No se conforma con tener
buen vestido, sino que tiene que estar mejor vestido que sus paredes con ricos tapices,
muebles preciosos, y otras rarezas, que no sirven para el abrigo o el uso, pero sólo para
el espectáculo y la apariencia. De donde resulta que el que tiene la mayor riqueza tenga
más necesidad, porque la tiene para sí mismo, y por todo lo que posee, porque quien
tiene una casa grande, tiene las mismas necesidades como su casa, que son muchas;

159
porque una gran casa requiere muchos muebles, y un gran séquito de sirvientes, y así
cargan los ricos con una multitud de sirvientes, grandes cantidades de vajillas, tapices y
otros adornos, superfluos para el uso y la comodidad humana, de tal manera que ninguno
es más pobre que los ricos, ya que no sólo quieren para sí mismos, sino que necesitan
para más. Por lo menos no falta esta incomodidad a las riquezas, aunque se inventaron
para la comodidad humana y facilidad, sin embargo, que quien los tiene en mayor
abundancia, tiene mayores cuidados, problemas, envidias, peligros, y pérdidas.
El mismo desorden y abuso ocurre en las cosas particulares, que en un principio fueron
inventadas para la comodidad y remedio de nuestras necesidades, pero ahora se
convierten en una carga y molestia para nosotros. Nuestros vestidos, que fue por
necesidad, ahora son usados por adorno, y utilizados para otros fines que para los que
fueron diseñados, se convierten en nuestra aflicción. Una faja o un zapato demasiado
apretado aflige al cuerpo, y nos dificulta en diversas acciones; cadenas de oro y otros
adornos innecesarios nos molestan. Por lo cual San Ambrosio dice (Lib. 1. De Virgin.):
"Una cadena pesada de oro alrededor del cuello, o los zapatos da ocasión a tropezar con
los pies, sirven como un castigo a las mujeres, como si fueran unos grandes delincuentes,
porque para lo penoso de la carga pesada no hay diferencia ninguna en que se sea de oro
o de hierro, sino con uno y otro la cerviz es igualmente oprimida, y el impedimento en el
andar es el mismo. Nada revela el mayor valor y precio del peso del oro; antes sirve de
mayor congoja por el temor con que bien las mujeres de no perderlo, o que les quiten su
pena y carga. Según esto, poco importa que la pena sea dada por la propia sentencia
(como las mujeres en este caso, la dan contra sí mismas) o por sentencia de otros contra
los reos, en que ellas son de peor y más miserable condición; pues estos desean ser
aliviados de las cargas de sus prisiones, y ellas por el contrario estar siempre sujetas y
ligadas a la suya." Nuestra comida también, que es para sustentar nuestras vidas, la
malicia humana inventando nuevas golosinas, y diversas formas de cocina para
complacer el paladar, han destruido tanto a la vida y el gusto; ya que han traído nuevos
achaques y dolores agudos, de lo cual el mundo está lleno, y que los médicos lo afirman,
por nuestra dieta desordenada y multiplicidad de nuevos platos. Hector Boecio, en su
segundo libro de la historia de los escoceses, dice: "No conocieron nuestros antepasados
tantos géneros de enfermedades, que vemos en nuestra época; antiguamente, casi nadie
caía enfermo, sino de piedra, o de abundancia de flema, u otra enfermedad proveniente
del frío o de la humedad, sino que vivía bien, y la moderación en su dieta conservaba sus
cuerpos de la enfermedad, y alargaba sus vidas durante muchos años, pero ahora en los
últimos tiempos, ya que hemos abandonado nuestra comida, y hemos absorbido la dieta
de otras naciones, enfermedades extrañas han entrado con los platos extranjeros." Y en
su noveno libro dice, que no sabían de plagas, ni fiebres agudas y violentas, hasta que
conservaron su dieta antigua.
Esta separación y desatino de las cosas mundanas de su principal fin, que es Dios,
causa una distancia tan grande entre ellos y la razón, que se convierten en un monstruo;
y así San Juan muy bien pinta el mundo en la figura de este monstruo, con siete cabezas
de animales, y ninguna de un hombre, lo cual con solo verlo nos espantaría su

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deformidad. Porque si aquel hombre era monstruoso, que no tenía cabeza humana, pero
siete de criaturas brutales, no menos monstruoso es el mundo al que le falta su fin natural
y la cabeza, que es Dios, a quien se debe buscar de acuerdo con la razón, y no
perseguirlo a través de aquellos fines falsos y espurios que son contrarios a la misma
razón. Al mundo le falta la cabeza de hombre, porque no se ajusta al fin de la razón; y
sóbrenle las cabezas de bestias, ya que es guiado por la pasión, el apetito, y similares,
que son los fines de las bestias. Pues si miramos, he aquí la gran vanidad de las cosas,
junto con la multitud de vicios, en el que los hombres les han involucrado, y diariamente
los empeoran, ¿a quién puede ser tolerable esta bestia irritada con tantos aguijones
afilados como son nuestros pecados? ¿qué injusticias no se han cometido? ¿qué
adulación no se ha dicho? ¿qué engaños no se fabrican? ¿qué venganzas no se ejecutan?
La avaricia lo inquieta todo, el lujo lo corrompe, y la ambición lo atropella.
De lo dicho se sigue que las cosas de este mundo, representadas a nosotros por San
Juan bajo la figura de esas tres bestias feroces y crueles, son, debido a nuestra forma
desordenada de usarlas, muy perjudiciales y dañinas, tanto para alma y el cuerpo. Y si
viéramos lo que está en ellas debajo de la apariencia de placer, que aparentan y
representan, nos quedaríamos aterrorizados, como si hubiéramos visto leones o tigres
que nos quieren despedazar, o serpientes que nos quieren envenenar. Y nos sucediera
semejante caso al que hizo el siervo de Dios, Volcon (Broviuso, A. 3 ex. Oth. De san
Blasio). Este hombre era un santo sacerdote, muy celoso de su vocación y deseoso de
ganar a un hombre rico para servicio de Dios. Se tomó su ocasión un día para cenar con
él, y entrando en la casa, dijo: "Señor, ¿qué hemos de comer?" El rico le contestó que no
había porque tener cuidado; porque comería lo mejor que hallase en toda la ciudad. El
hombre santo se dirigió directamente a la cocina, acompañado de muchos otros, que
venían con él, y llamando a la cocinera, le mandó a traer esos platos uno a uno. Una
cosa maravillosa! Tan pronto como le trajeron los platos de carnes y pavos, faisanes, y
otras golosinas, se convertían en sapos y serpientes; por lo que el hombre rico se quedó
sorprendido, y le enseñó que el darse a sí mismo a la gula y el placer inmoderado de su
gusto, no era menos doloroso para él, que alimentarse de criaturas venenosas, o tener
que ver con leones, serpientes, y tigres. Y lo cierto es que los leones, y las bestias más
furiosas, no han matado a tantos como han muerto por hartarse, y agradar demasiado a
sus paladares.

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CAPÍTULO VI. De la pequeñez de las cosas temporales.

Dejando a un lado que las cosas de este mundo son tan vanas, consideremos más en
particular su cantidad, y percibiremos, que a pesar de su vanidad, que las hincha y las
extiende, quedan muy menguadas y cortas, y sobre todo si las comparamos con las cosas
eternas. Comenzando, por lo tanto, con el bien temporal, que tiene mayor volumen, y
hace el mayor ruido, a saber, el honor, la fama y renombre, veremos cuán estrecho es.
Los hombres desean que su fama suene a través de todo el mundo, y que todos sepan
sus nombres; y si lo hacen, ¿qué son todos los reinos de la tierra, con respecto a los
cielos, que no solo un punto? Pero, ¿y quién existe que pueda ser conocido por todos los
que viven? Millones de hombres hay en el mundo que no saben que hay un emperador
de Alemania o un rey de España. Que nadie se aflige a sí mismo por este honor vano; ya
que incluso en su propio país no todos lo conocerán. Muchos miles de años han pasado,
y ningún hombre te conocía, y de los que han de nacer en adelante, pocos se acordarán
de ti, y aunque tú permanecieras en la memoria de los hombres, al fin se han de acabar
los mismos hombres, y con ellos su memoria y la tuya, y estarás una eternidad sin que
seas celebrado como lo estuviste antes que nacieses, y ahora que vives no te conocen
sino muy pocos; y los más tan malos, que habías de tener por afrenta que te alabasen
tales bocas, de los que aun a sí mismos se maldicen. ¿Y para qué te atormentas a ti
mismo por una cosa tan corta, tan vil y tan inútil? Todas estas razones son tan ciertas
para que se conozca la vanidad de las honras humanas, que aun los gentiles la
conocieron. Escucha a sólo uno, que fue colocado en el más alto grado de gloria y
dignidad en todo el mundo, pues fue señor de él, el emperador Marco Antonino (Lib. 3.
Cap. 20), el cual habla de esta manera: "¿Por ventura te solicita la gloria? Mira cuán
velozmente se borran con el olvido todas las cosas: mira el caos de la eternidad, de
una y otra parte. ¿Cuán vano es el ruido de la fama, cuán grande es la inconstancia y
la incertidumbre de los juicios humanos y su opiniones, y en qué estrecho lugar se
encierran todas estas cosas; porque la tierra es un punto, y de ella cuán pequeño
rincón es el que habitas, y quién y cuántos son los que están en él, y cuáles son los que
te han de alabar?" Y un poco después añade: "El que desea la fama y el honor después
de la muerte, no piensa que el que le recuerde, también morirá luego, y de la misma
manera, el que a éste sucediere, hasta que se venga a borrar toda esa memoria que se
propaga por los hombres mortales. Pero fingen que han de ser inmortales los que han
de tener memoria de ti. ¿Qué te importará ni tocará todo esto después de muerto?
Todo lo que es hermoso lo es en sí mismo, y dentro de sí se perfecciona, y no es parte
de su hermosura ser alabado. Por lo tanto, lo que se celebra, no es por esta causa ni
mejor ni peor." Estos antídotos trae este príncipe pagano contra el veneno de la
ambición. ¿Por lo tanto, cristianos, por qué hemos de estimar otra honra que la de Dios?
¿Qué diré de la vanidad de esos títulos, que muchos han asumido contra toda razón y
justicia, sólo para darse a conocer en el mundo? Veamos cómo lo han conseguido los de
Europa, por aquellos que lo han procurado en Asia. En efecto, si la fama de los de Asia

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no llega al conocimiento de nosotros en Europa, tampoco llegará el nombre de los más
afamados en Europa a los que están en Asia. El nombre de Echebar (Jarricus en Thesau.
Indic.) fue considerado por sus súbditos que había de ser eterno, y que en su vida todo el
mundo no solo lo conocía, pero le temían. Pero pregunten aquí en Europa quién fue, y
nadie ha oído hablar de él; ni los más instruidos, y pocos sabrán, si no es porque lo
escribo aquí, qué reino era el Gran Mogol. ¡Cuán pocos han escuchado el nombre de
Vencatapadino Ragiu? Él se imaginó que no había ningún hombre en el mundo, que no lo
conociese, lo mismo pensaban sus reinos, y así le llamaban: "El Señor de los reyes, y el
emperador supremo." Los títulos que se arrogó, y puso en sus edictos, fueron las
siguientes: "El esposo de la buena suerte, rey de grandes provincias, rey de grandísimos
reinos, y dios de reyes, señor de todos los jinetes, maestro de los que no saben hablar,
emperador de tres emperadores, vencedor de todo lo que ve, y conservador de todo lo
que venció, formidable de las ocho plagas del mundo, señor de las provincias que
corrió, destructor de los ejércitos mahometanos, despojador de las riquezas de Ceilán,
el que vence a los varones por fortísimos que sean, el que cortó la cabeza de la
invencible Viravalano, señor del Este, Sur, Norte y Oeste, y del mar, cazador de
elefantes, el que vive y se gloria en su valor militar. Estos títulos de honor son
disfrutados por el más excelente en las fuerzas bélicas, Vencatapadino Ragiu, que
gobierna y administra este mundo." ¿Cuántos me pueden decir, antes de que yo lo
declarara aquí, que era el rey de Narsinga? Si, a continuación, estos príncipes guerreros y
potentes no son conocidos en Europa, tampoco lo serán en Asia y África Carlos V, el
Grande, y muchos otros excelentes hombres en armas y letras, que han florecido en estas
partes.
Si hemos de reflexionar sobre la verdad de estos títulos, que muchos se arrogan, nos
percibimos que todos son vanidad. ¿Cuántos son los llamados Alteza y excelencia, que
son de un espíritu vilísimo, y estaban en pecado mortal, que es lo más malo y más bajo
en el mundo y cuántos son llamados serenísimos, que tienen oscurecido su entendimiento
y su voluntad pervertida? Otros se llaman a sí mismos con títulos más magníficos, no
con más verdad que Nerón podría llamarse benigno. Esta vanidad ha llegado a tal
extremo, que los hombres no han temido usurpar esos títulos que sólo pertenecen a Dios,
y sobre éstos se han levantado grandes guerras y muerto gente innumerable. Por tanto,
San Juan ha dicho, que la bestia que subió del mar tenía sobre la cabeza nombres de
blasfemia; y después, dice que la bestia estaba colorada llena de nombres de blasfemia,
que se refiere a la sangre que se ha derramado en el mundo. Por estos títulos vanos, y
algunos de ellos en contra de la esencia de Dios, como lo fue llamarse Roma eterna, y
deificar a su emperador, siendo esto cierto género de blasfemia, las cosas en las que
hemos puesto la honra, hacen que sean más ridículas. Algunos piensan que deben ser
valorados y apreciados porque son fuertes; no recordando que un oso, un toro, o una
acémila son más fuertes que ellos. Algunos, porque están ricamente vestidos, se vuelven
orgullosos y engreídos, no avergonzándose de ser más apreciados por el trabajo de un
sastre, que por sus acciones virtuosas. Otros se honran de las mismas deshonras,
presumiendo de sus vicios, de sus homicidios, y deshonestidades. Otros se precian de la

163
nobleza de su sangre, sin mirar a la virtud, y así vienen a hacer vicio lo que habían de
tener obligación de virtud y lo que había de ser honra en infamia, preciándose más de ser
nobles que ser cristianos. Un hombre no es más de lo que es en los ojos de Dios; y la
estimación, que Dios tiene de nosotros, no es por haber nacido en un palacio, pero por
renacer en las aguas del bautismo. ¿Qué comparación hay entre ser nacido de noble
linaje, y nacer del costado Jesucristo? La santa virgen, Doña Sancha Carillo (Roa, in ejus
vita, lib 2. c 1), todas las veces que asistía al bautismo de algún niño, veía a Cristo en la
cruz, con su costado abierto, y que de su mismo corazón salía el niño que bautizaban;
que nos da a entender el nuevo nacimiento que recibimos de la sangre de Cristo en
nuestro bautismo cristiano, por el cual estima a los hombres Dios más que por haber
nacido de la sangre pecadora. Este nacimiento es deshonra, este de honra; aquel del
pecado, este de la santidad; aquel de la carne que mata, este del espíritu que da vida; por
aquel somos hijos de los hombres, por este de Dios; por el nacimiento de la carne somos
herederos de la fortuna de nuestros padres, pero mucho más de sus miserias, y nacemos
pecadores; por el nacimiento del bautismo somos herederos del cielo, y por el momento
recibimos la gracia y en lo porvenir la gloria futura. ¿Qué error es, entonces, valorarnos
más por nuestro nacimiento humano, por el cual nacemos pecadores, que por nuestro
nacimiento divino, el cual nos hace justos? ¿Qué tonto sería el que, siendo el hijo de un
rey y una esclava, se estimase a sí mismo más por ser el hijo de una esclava que de un
monarca? Más tonto es el que, valora más la nobleza de su sangre, de ser un caballero,
que la nobleza de su alma en el ser cristiano. Por último, todos los honores de la tierra no
son sino como Matatías dijo a sus hijos: "estiércol y corrupción." San Anselmo compara
a aquellos que buscan los honores, a los niños que cazan detrás de las mariposas; Isaías a
las arañas, que se desentrañan en la elaboración de una tela que es rota por las moscas. A
pesar de toda esta pobreza y bajeza de los honores, muchas almas han perecido por
ellos. Si David maldijo a los montes de Gelboé, porque Saúl y Jonatán murieron en ellos,
con mucha más razón podemos maldecir a las altas montañas de las honras, en la que se
han visto tantas almas perecer.

II. Consideremos ahora qué son las riquezas, a las que San Gregorio Nacianceno hizo
tanto honor, y luego cuando él las llamó preciosos excrementos. En verdad, en sí mismos
no son mucho mejores. El oro y la plata, dijo Antonino (in vita sua, c. 9) el filósofo, no
eran otra cosa que la el excremento y las heces de la tierra; mármoles preciosos fueron
los callos y dolores en los pies; y, en general, dice sobre el asunto de todas estas cosas,
que no son nada más que polvo y corrupción. Plotino dijo, que el oro no era más que
agua viciosa; otros que era tierra amarilla. ¿Qué son las piedras preciosas, pero guijarros
que brillan, algunas de color rojo, un poco de verde, o resplandecientes? Las sedas,
¿pero la baba de gusanos? Las mejores y más puras ropas de cama, pero hilachas de
ciertas plantas? Otras telas de estima se hacen del pelo de los animales; que si uno topara
en nuestra comida nos causaría asco; y muchos en el vestido suelen envanecer. El ámbar,
pero la impureza de una ballena, o excrementos del mar, que por despreciable lo arroja
de sí. Ni el almizcle, es otra cosa pero la sangre coagulada y putrefacta de una bestia.

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¿Qué son las posesiones, los lugares, ciudades, provincias, y amplios reinos? De hecho,
son sólo juguetes de los hombres que, aunque viejos, no son más que niños amándolos
tanto: y esto que digo, no comparándolas con las cosas eternas, mirándolas no desde el
cielo empíreo, sino de la esfera de la luna, donde todos los reinos de Grecia, como dijo
Luciano (in Icaro menipon.), no ocupan por encima de cuatro dedos de amplitud, y que
todo el Peloponeso no era más grande que una semilla de lenteja. Para Seneca, todo el
ámbito de la tierra parecía sino un punto, y toda la grandeza que hay sólo una cuestión
de risa y juego. San Juan Crisóstomo dice (Chrys. Hom. 24. in Matth.), compara
seriamente la grandeza de este mundo, los espléndidos palacios, ciudades de renombre,
grandes reinos, con las casitas de arena o barro, hechas por los niños para su
entretenimiento: Las cuales mientras labran los muchachos, se están riendo de ellos los
mayores, y muchas veces cuando los ve su padre o maestro que dejan de aprender por
ocuparse en fabricarlas, llegan y deshacen con los pies en un momento lo que con
mucho tiempo y trabajo han edificado. Así suele Dios hacer frente a los, que, dejando
de lado su servicio, se emplean a sí mismos en adelantar las cosas temporales,
ampliando sus posesiones, construcción de palacios, fortalezas fuertes y ciudades
amuralladas, que destruye con esa facilidad, como si fueran esas pequeñas casas de
arena hechas por los niños, porque más ridículos y más niños, son los que ponen su
corazón en la grandeza de esta corta vida, que los niños que se entretienen en hacer
paredes de arena. Esto es de San Juan Crisóstomo, que, en otro lugar (Hom. 15. de
avaritia.), dice que si, viendo en una imagen, en la que se pintó un hombre rico y
poderoso, y un mendigo pobre y despreciable, ni envidiamos el uno ni despreciamos al
otro, porque la pintura es sombra y no verdad; el mismo juicio debemos hacer de las
cosas mismas; porque poco más o menos todo es nada, y según la Escritura, es una
comedia o farsa, y como importa muy poco hacer allí la persona de Alejandro, y de
Creso, que fue el rey más rico de su tiempo, o la de un mendigo, así también importan
muy poco en esta vida las riquezas. Si Herodes ofreció la mitad de su reino por el baile
de una muchacha ¿qué puede valer todo él? Y Aman, que poseía una gran riqueza,
confesó que las valoró como nada, solo porque Mardoqueo no lo reverenciaba.
Los placeres del paladar (si los consideramos), son los más viles y repugnantes. Un
capón, una gallina, o un pato, son el alimento ordinario de los hombres ricos, pero si tan
sólo observamos su alimentación, nada sería más repugnante. Otras carnes, que son las
más codiciadas por los glotones, si se contempla con que se nutren esos animales, nos
causarían un asco. La lamprea, que era la delicadeza de los romanos, se alimenta solo de
barro y lodo. No hay carne más pura y limpia que el pan, hierbas, y el agua, la comida de
los penitentes.
Porque estrecha es la esfera de nuestros placeres, los cuales, además del poco tiempo
que soportan, se mezclan con el ajenjo de muchos dolores y penas, que les acompañan,
preceden y les siguen. A través de cuántos peligros y dificultades pasa el pecador a
menudo para ganar su malvado deseo? Y en la misma posesión de él, ¿cuántos
sobresaltos le punzan el corazón? Y después ¿Cuánta pena tiene de lo que tanto deseó?
Y ¿cuántas enfermedades bien largas y dolores muy pesados resultan por lo que duró un

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momento? Comparemos nuestros placeres con los dolores que les siguen, y
encontraremos cuán lejos están de superar a los dolores. Los varios tipos de placer que
pueden tener en el tacto no exceden a dos o tres; pero los distintos tipos de dolor son
innumerables, el dolor de la ciática, la piedra, la gota, dolor de muelas, dolor de cabeza,
etc. además de otros innumerables dolores, más intensos y terribles, que siguen a las
torturas inventadas por los tiranos. El mayor placer de los sentidos no tiene ninguna
comparación con el dolor sufrido por la separación de un miembro, o el dolor sufrido por
aquel que tiene la gota, ciática, o alguna enfermedad violenta en las extremidades.

III. Bien puede verse la pobreza y la insuficiencia de los placeres de la vida, por lo que
procura nuestro apetito ensancharlos, inventando nuevos y artificiales entretenimientos,
que, por sus multitudes, puedan suplir la mengua de su pequeñez. Bien se puede ver el
cansancio de esta vida por todos nuestros esfuerzos, pues se buscan para ella tantos
descansos y alivios. ¿Cuántos tipos de telas curiosas se han tejido para complacernos en
nuestras prendas? ¿Qué diversidad de camas y sofás se han fabricado para descansar?
¿Qué sillas, literas, y coches con un costo excesivo, no se han usado, y con tanto orgullo
y prisa, cuando se sabe de alguna invención de estas, que se estiman a sí mismos infeliz
quien la disfruta de último, aunque su uso no sea necesario. El obispo de Pamplona,
historiador de Carlos V, escribe (Fra. Pruden. De Sandovalr, Hist, de Carlos V, part. 2, 1.
28, sec. 36), que en el año 1546 no había aún coches en España; y habiendo venido uno
a ella en tiempo de este rey, salían las ciudades enteras a verle, admirándose de él como
de un centauro o un monstruo. Y ahora ¿qué cosa más ordinaria? Agradó tanto esta
invención, pues era para descansar, que en pocos años las personas de condición muy
común comenzaron a utilizarlos; de tal manera que muy poco tiempo después, fue
necesario prohibirlos: que es más de extrañar si tenemos en cuenta que un poco antes,
fue utilizado por las personas más eminentes. Escriben del Duque de Medinasidonia, que
por su riqueza y nobleza fue uno de los más grandes de España, que cuando él y la
duquesa fueron a visitar a Nuestra Señora de Regla, un santuario de gran devoción en
Andalucía, se fueron en un carro tirado por bueyes, esto fue en el año 1540. Poco
después, dentro de los cinco o seis años, el coche del que hemos hablado vino a España,
y a los nueve o diez años había una multitud de ellos tal, que por un edicto público, en el
año 1577, se prohibió todos los coches con dos caballos, por ser tanta la gente de
condición inferior que los utilizaba, con gran destrucción de la hacienda, de la caballería y
en perjuicio de la honestidad. Con tanta prisa busca nuestro apetito humano lo que
concibe cómodo, buscando con artificio en lo que parece anduvo corta la naturaleza. Lo
mismo ocurrió, como informa Dion Casio, con las literas, que fueron traídas en Roma en
la época de Julio César; pero rápidamente, como informa Suetonio, fue necesario por el
mismo Julio César prohibirlas.
Lo mismo ocurre con la ropa costosa, por lo que es desorden de nuestra malicia, que
Tulio duda cuál de estas cosas es más indecente al ser del hombre, si el uso de los coches
o la curiosidad de las prendas de vestir, y llama a los dos insolentes y descarados; y
verdaderamente, lo son en no pocos el modo cómo usan de estas comodidades. El

166
mismo Cicerón dijo que los soldados romanos contaron sus brazos como miembros de
sus órganos, debido a que no eran menos problemático la pérdida de uno que del otro.
La misma cuenta hacen muchos de sus prendas limpias y elegantes, y no menos sienten
que si le tocan su ropa, que si tuvieran un miembro roto. Macrobio escribe de Quinto
Hortensio, un senador romano, que tanto cuidado ponía en el ornato y aseo de sus
prendas de vestir que se miraba todo en un gran espejo hecho a propósito, y donde se
acomodaba a perfección su vestido. Una vez siendo cónsul, y entrando en el Foro con
toda formalidad bien vestido, solo porque un colega, en una gran multitud de personas,
por casualidad le trastornó un poco los pliegues de su vestido, que juzgó por delito capital
e inició una acción contra él, que los romanos llamaron de injuria, como si se hubiera
roto el brazo o algún otro miembro. ¿Qué diré de los adornos tan costosos y tontos, que
aun el mundo parece condenarlos, la mezcla de especias en los guisados para el gusto, las
confecciones de suaves pastas y perfumes para el olfato; las melodías de varias músicas
para el oído; las amenidades, pinturas y espectáculos para la vista, cuyo entretenimiento
se ha procurado, aun derramándose sangre humana, en los gladiadores de Roma y toros
de España? Toda esta máquina de gustos que ha inventado el apetito es clara señal de su
carencia, pues tanta multitud no le llena, ni igualan tantos contentos artificiales a los
dolores naturales.
Por cosa tan poca se pierde lo que es tan grande como la eternidad. Por esto rasgamos
la ley de Dios en nuestros corazones, y desagradamos a nuestro Redentor, el cual nos
recompensaría con grandes favores del cielo el desprecio de estos placeres pobres y
transitorios de la tierra. Porque si no vamos por lo tanto, a despreciarlos por lo que son
en sí mismos, vamos al menos, a mortificar nuestros afectos por lo que él nos da, y
porque es más agradable a Dios, y útil para nosotros, como se verá en esta historia
relatada por Glicas (Glycas et ex eo Rad. in Aula Sancta, cap. 13). Un cierto anacoreta
había vivido cuarenta años en el desierto, se retiró completamente del mundo, y
aplicándose a sí mismo para la salvación de su alma, con gran observancia de su
profesión. Le vino un deseo por saber si en el mundo había igual grado de sus
merecimientos, y así rogó a Dios que se lo revelase, y agradó a su Divina Majestad
acceder a su petición, y le fue respondida desde el cielo que el emperador Teodosio, a
pesar de que él era el dueño de la mayor gloria del mundo, sin embargo, no le era ni
inferior ni en el humillarse, ni el vencerse a sí mismo. El ermitaño con esta respuesta
movido por Dios se fue luego a hablar con el emperador, donde se encontró con fácil
acceso al emperador por su fama de santidad, y el religioso emperador era tan humano y
tan amigo de los siervos de Dios y monjes, que halló modo con que hablarle y saber de él
sus santos ejercicios. En un primer momento sólo le dio a conocer las virtudes comunes,
que daba grandes limosnas, que llevaba cilicio, que ayunaba a menudo, que observaba la
castidad conyugal, y procuraba hacer justicia. Estas virtudes parecían bien al ermitaño,
especialmente en una persona así; mas juzgó que todo esto había él hecho con mayor
perfección, pues había renunciado a todo por Cristo, y dejado todo su patrimonio, que
era más que dar limosnas; a mujer no había conocido en toda su vida, que era más que
observar la castidad conyugal; nunca hizo a nadie lesión o injusticia alguna, que era más

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que hacer guardar la justicia que deben llevar los otros; su cilicio y ayunos de todo tipo
de golosinas eran continuos, que era más que abstenerse algunos días de la carne. Por lo
cual, en conjunto insatisfecho, importunó aún más al emperador, rogándole que no le
ocultara nada, que era la voluntad divina que supiese de él lo que hacía, y que, para eso
le había enviado a él Dios. El emperador entonces le dijo: "Sábete, pues, que cuando
asisto a las carreras de caballos y espectáculos en el circo, donde se requiere mi
presencia, aunque asisto, mi mente está ausente de esas vanidades, que, a pesar de que
mis ojos están abiertos, no los veo." El ermitaño se quedó asombrado de tan particular
mortificación de tan grande emperador, y percibió que cetros y púrpura no podían
obstaculizar a un príncipe devoto de la mortificación de sus afectos, y que merece mucho
con Dios Todopoderoso. Teodosio añadió: "También debes saber que yo me sostengo de
lo que gano con mis manos; porque yo transcribo algunos pergaminos en mi puño y letra,
que se venden, y el precio que se paga es para mi comida." Con este ejemplo de
pobreza, entre tantas riquezas, y de templanza en medio de tan grandes manjares, el
ermitaño quedó totalmente sorprendido, y aprendió, que la abstinencia de la facilidad y
los placeres de esta vida, fue lo que hizo que este príncipe religioso fuese merecedor de
la gracia del Señor. Así de perjudiciales son los placeres del mundo, que, aunque legales,
sin embargo, dificultan mucho nuestro provecho espiritual, y si son ilícitos, son la ruina
total de nuestras almas.

IV. ¿Qué, pues, diremos de la dignidad real e imperial, lo que parece, en el juicio
humano, abrazar toda la felicidad en el mundo, los logros, las riquezas y los placeres,
están contenidos en el mismo? ¿Cuán pequeño es un reino de la tierra, ya que toda la
tierra con respecto a los cielos no es más grande que un punto? Y, desde luego, ni los
honores, riquezas, ni los placeres, son mayores o más seguros de lo que hemos descrito.
Y aún todo esto, aunque corto, no lo goza seguramente: por lo cual dice San Crisóstomo
hablando de los emperadores de su tiempo (Hom. 66. ad. Popul.). "No mires a la corona
(dice él), sino en la tempestad de cuidados que la acompañan. No pongas tus ojos en la
púrpura, pero en la mente del rey, más triste y oscura que el color púrpura en sí. No
tanto ciñe la diadema a su cabeza, cuanto la solicitud y sobresalto rodean a su alma.
No mires las escuadras de su guardia, cuanto al ejército de molestias que le siguen;
porque nada se puede hallar tan lleno de cuidados como los palacios de los reyes.
Cada día no esperan una muerte, pero muchas muertes, como tampoco se puede decir
con qué frecuencia durante la noche sus corazones tiemblan con un poco de susto
repentino, y sus almas casi parecen abandonar sus cuerpos, y esto en el momento de la
paz pero cuando se ha encendido una guerra, ¿qué vida tan miserable como la de
ellos? ¿Cuántos peligros les acontecen, incluso de sus amigos y súbditos? El piso del
palacio real está lleno de la sangre de sus parientes. Si queréis que especifique
algunas cosas de las antiguas y modernas, lo conoceréis bien. Éste, sospechando de su
mujer, la ató desnuda en las montañas, y la dejó para ser devorada por las fieras,
después de que ella había sido madre de muchos reyes. ¿Qué vida haría tal hombre,
porque no es posible ejecutase tal venganza, a menos que su corazón enfermo esté

168
consumido por los celos. Este otro puso muerte a su único hijo. Este se quitó la vida,
preso por el tirano. Este mató a su sobrino, que había hecho compañero de él en el
imperio. Este, a su hermano. Aquel murió con veneno, y la copa le fue muerte, no
bebida; y a su hijo inocente sólo por lo que podía ser, acabó con su vida. De esos
príncipes que siguieron, uno de ellos fue con sus esclavos, y carrozas, miserablemente
quemado vivo; y no es posible con palabras expresar las calamidades que se vio
obligado a soportar. Y el que ahora reina, ¿no tiene, desde que fue coronado, muchos
problemas, peligros, enfermedades, y traiciones? Pero no es así en el palacio del
cielo." Después de esta manera San Crisóstomo pinta sucesivamente la mayor fortuna
del mundo, la majestad imperial, la cual no puede dejar de ser pequeña; ya que es tan
infeliz, que sufre de no disfrutar de esos bienes frágiles de la tierra seguramente,
pereciendo sus poseedores antes que ellos perezcan. Pero esto será de otro modo en el
cielo, palacio y casa de Dios, donde los justos han de reinar y gozar sin menoscabo ni
contrapeso de miserias de los bienes eternos, como en su lugar veremos.
Por último, vamos a aprender a partir de lo dicho, no admirar la grandeza de este
mundo, ni desear el beneficio de la misma; como enseñó San Espiridión a su discípulo
(Surius, in vita Spirid.), que le acompaña una vez a la corte del emperador, se dejaba el
discípulo llevar de las cosas que veía, causábale admiración, como joven de poca
experiencia, ver la grandeza y el brillo de la corte, las ricas prendas de vestir, joyas y
piedras preciosas, mas lo que sobre todo le deslumbró fue la vista del emperador sentado
en su trono imperial, con tanto esplendor y majestad, casi lo puso fuera de sí. San
Espiridión, queriéndole corregir de su error, le preguntó (como si no lo supiera) cuál de
ellos era el emperador? Su discípulo, no entendiendo su intención, señalando con el
dedo, simplemente le dijo que era él. “¿Y por qué (respondió el santo) es este hombre
más de estima que el resto? ¿Es tal vez porque es más virtuoso? o es ¿porque él está
adornado con más brillo y esplendor exterior? ¿No se ha de morir, así como el
mendigo pobre y desconocido? ¿No se le ha de enterrar? ¿Es que no, así como el resto
de los hombres, ha de presentarse ante el Juez justo? ¿Por qué haces tanto aprecio de
las cosas que pasan, como de las que siempre duran? ¿Por qué te admiras de lo que no
tiene consistencia? Sería mejor para ti colocar tus ojos y tu corazón en las cosas
eternas e incorruptibles, y de éstas te enamores que no están sujetas a cambio y la
muerte."
El mismo discípulo de Espiridión, siendo ya obispo, viajó una vez con su maestro, que
era entonces también arzobispo de Trimitunte; y cuando llegaron a un lugar determinado
donde los campos estaban muy fértiles y agradables, el discípulo agradado de tanta
fertilidad, comenzó a pensar dentro de sí mismo la forma en que podría haber para
alcanzar alguna heredad en tan buena tierra para el beneficio de su iglesia. El santo, que
comprendía sus pensamientos, le dio esta dulce y suave reprensión: “¿Con qué propósito,
querido hermano, atormentas tus pensamientos con cosas tan vanas y de tan poca
sustancia? ¿Por qué deseas ahora con tanto ahínco tierras y viñedos que labrar y
cultivar? ¿No sabes que estas cosas son sólo un aspecto exterior, y dentro no son nada, o
al menos no valen nada? Tenemos una herencia en el cielo, que no nos pueden quitar; no

169
tenemos una casa hecha por manos de hombres. Cuida de aquellos bienes, y comienza
ahora, incluso antes de la hora, por la virtud de la esperanza a disfrutar de ellos. Porque
estos son tales que si una vez os hacéis señor y dueño de tal posesión, luego serás su
heredero eterno, y tu herencia nunca pasará a los demás. Póngase uno en el momento de
la muerte, y mire desde allí, por una parte, la pequeñez de todas las cosas temporales,
que deja y se ha pasado, y por el otro la grandeza de la eternidad, a la cual entra, y
nunca se pasará, y descubrirá fácilmente cómo las grandezas y los productos de esta vida
no son dignas de admiración, y por su pequeñez y por pasar tan rápido, son más dignas
de risa que admiración.

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CAPÍTULO VII. Qué miserable cosa es esta vida temporal.

Consideremos también, más particularmente, la sustancia y la mayor parte de la vida


humana, que es lo que tanto estiman los mortales, y no nos maravillemos cómo en tan
breve espacio pueden caber tantas y tan grandes desgracias. Por lo cual Falaris, de
Agrigento, solía decir, que si un hombre, antes de nacer, supiese lo que iba a sufrir en la
vida, no quisiera nacer, ni tomaría en balde la vida. Por esta razón, algunos filósofos,
arrepintiéndose de vivir, blasfemaban contra la naturaleza, diciendo de ella un millar de
quejas e injurias, pues al mejor de los seres vivos había dado tan mala vida: porque no
alcanzaron que esto fue un efecto y pena de la culpa del hombre, y no culpa de la
naturaleza o de la divina Providencia. Plinio llegó a decir, que la naturaleza no era sino
una madrastra a la humanidad; y Sileno preguntando cuál era la mayor dicha del hombre,
dijo, "no nacer o morir rápidamente." El gran filósofo y emperador, Marco Aurelio (Aurel
Anton, in sua vita), teniendo en cuenta la miseria humana, dijo esta discreta sentencia:
"La batalla de esta vida es peligrosa, y su fin y salida tan terrible y espantosa, que
estoy seguro de que si alguno de los antiguos resucitase, y contase fielmente, e hiciese
alarde de su vida pasada, desde el momento en que salió del vientre de su madre hasta
su último suspiro, el cuerpo relatando en general los dolores que había sufrido, y el
corazón de las alarmas que había recibido de la fortuna, que todos los hombres se
sorprenderían de un cuerpo que había soportado tanto, y un corazón que había ganado
tantas batallas, y disimulado. Yo aquí confieso libremente, y aunque para mi
vergüenza, sin embargo, todo lo cual yo en mí mismo he probado, por el beneficio que
puede redundar en edades futuras. En cincuenta años que he vivido, he deseado probar
el máximo de todos los vicios y excesos de esta vida, para ver si la malicia del hombre
tenía algún límite y término; y encuentro después de bien considerado y contado, que
cuanto más como, más muero de hambre, y cuanto más bebo, mayor es mi sed: si
duermo mucho, es más mi deseo de dormir; cuanto más descanso, más cansado e
indispuesto me encuentro: cuanto más tengo, más me codician, y cuanto más tengo,
más deseo. Por último, harto de buscar, menos hallo guardado y ninguna cosa alcanzo
que no me embarace y harte y luego no aborrezca y desee." Este es el juicio de filósofos
referentes a las miserias de la vida de los hombres. El mismo sabio considerando todo
esto dice: "Todos los días del hombre están llenos de dolor y miseria; ni lo hacen sus
pensamientos descansar por la noche." Con razón dijo Demócrito (Stob. Serm. 96), que
la vida de los hombres era muy miserable, ya que aquellos que buscan el bien casi no lo
encuentran, y el mal viene de sí mismo, y entra en nuestras puertas no siendo buscado,
de tal manera que nuestra vida está siempre expuesta a innumerables peligros, lesiones,
pérdidas y tantas debilidades, las cuales son tantas, según Plinio y muchos doctores,
griegos y árabes, que en espacio de algunos años se descubrieron más de treinta tipos de
enfermedades nuevas, y cada día se encuentran otras, y algunas tan crueles que no se
pueden nombrar sin horror. Ni hablar sólo de las enfermedades, sino también de sus
remedios que incluso las enfermedades conocidas y comunes se curan mediante la
cauterización con fuego, con amputar un miembro, con sacar huesos del cráneo, o aun

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tripas del vientre. Otros se curan con dieta extraña; comiendo serpientes, ratones,
gusanos y otros bichos repugnantes. Pero por encima de todo, la cura de Paleólogo II,
emperador de Constantinopla, fue la más cruel y extravagante; después de haber estado
doliente más de un año no encontró ningún otro remedio que matarse de pesadumbre?
Por lo que su esposa y sus sirvientes, que más deseaban su salud, al no tener medios
para restaurarle, procuró por la misma salud no darle gusto en nada sino cuantos pesares
podía, afectándole. Si los remedios aún son tan grandes males, ¿cuáles serán los males de
las enfermedades? La enfermedad de Ángelo Policiano fue tan vehemente que se
golpeaba la cabeza contra las paredes: la de Mecenas fue tan extraña que no dormía, ni
cerró los ojos en tres años enteros: el de Antíoco tan pestilente que su olor repugnante
contaminó a todo su ejército, y su cuerpo manaba gusanos. Considera aquí el final de
esta majestad real, cuando el mayor poder de la tierra no puede defenderse de tan malo y
despreciable enemigo. De la misma manera, Feretrina, reina de los Barceos, toda la carne
de su cuerpo se convirtió en gusanos y larvas que, pululan por todas partes, y por fin, la
consumió. Con razón entra el hombre en el mundo llorando, como adivinando las
muchas miserias que aun teniendo tiempo suficiente para padecerlas, le ha de faltar para
llorarlas; y por lo tanto comienza a llorar tan pronto.

II. Las pestes extrañas. ¿Qué diré de esas enfermedades pestilentes y extrañas que
han destruido ciudades enteras y provincias? Muchos autores escriben, que en
Constantinopla sucedió una plaga tan extraña, que les parecía a los que estaban
infectados con ella ser muertos por mano de sus vecinos, y cayendo en este frenesí,
murieron rabiando con el miedo y la imaginación que eran asesinadas por mano ajena.
Hubo en tiempo de Heraclio una peste tan mortal en Rumania, que en pocos días
muchos miles de personas murieron; y la mayor parte de los que se enfermaron se
arrojaron al río, para mitigar el exceso de calor que, como un fuego, quemaba sus
entrañas. Tucídides, un autor griego, escribe, que en su tiempo había una corrupción del
aire tal, que una infinidad de personas murieron, y no había remedio para mitigar el
desastre; y, añade una cosa más extraña y admirable, que si por gran dicha se
recuperaban, se quedaban sin ningún recuerdo de las cosas pasadas; de tal manera que
hasta los padres se olvidaban de sus hijos. Marco Aurelio, un autor digno de crédito,
habla de una plaga en su tiempo, tan grande en Italia, que era más fácil numerar los vivos
que los muertos. Los soldados de Avidio Casio estando en Seleucia, una ciudad dentro de
los territorios de Babilonia, entraron en el templo de Apolo, y encontraron allí un cofre,
que se imaginaron que podría contener algún tesoro, lo abrieron, del cual salió un aire
corrupto y pestilente, que fue capaz de infectar a toda la región de Babilonia, y de allí
pasó a Grecia, y así a Roma, corrompiendo de tal manera el aire; que la tercera parte de
la humanidad no quedó viva.
Las calamidades de los tiempos más cercanos no han sido menos. Porque, como
nuestros pecados no disminuyen, tampoco se descuida la justicia de Dios en castigarnos.
Un año después de que Francisco, rey de Francia, se casó con Leonor de Austria,
reinaba en Alemania una extraña enfermedad; los que estaban infectados con ella,

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sudando un olor pestilente, morían dentro de las veinticuatro horas. Y aunque este mal
comenzó en el Oeste; se extendió posteriormente por Alemania, y ardió con tal furia,
como si quisiera extirpar toda la humanidad; porque antes de que se pudiera encontrar
algún remedio, murieron tantos miles de personas, que muchas ciudades y provincias
quedaron desiertas. Tal era la putrefacción del aire, que no dejó casi nadie vivo; y los
pocos que quedaron, en señal de penitencia, y para evitar la ira de Dios, se señalaban con
cruces rojas. Se escribe, que era tan violenta en Inglaterra, que no sólo los hombres
murieron, pero los pájaros dejaron sus nidos, huevos y sus crías; las bestias salvajes
abandonaron sus madrigueras, y se observaron las serpientes y los topos andando juntos
en bandas, no pudiendo soportar el veneno encerrado en las entrañas de la tierra; y
muchas criaturas fueron encontradas muertas en montones bajo los árboles, sus cuerpos
desfigurados de llagas. En el año 1546, el último de mayo, se inició en Stix, una ciudad
de Provenza, una peste más mortal, que duró nueve meses, en el que murió un número
infinito de personas de todas las edades; de tal manera, que los cementerios estaban tan
llenos de cadáveres, que no había lugar libre para enterrar a los demás. La mayor parte
de los infectados, el segundo día se volvían frenéticos, y se lanzaban por las ventanas o
en los pozos; a otros daba un flujo de sangre en la nariz, tan fuerte como un arroyo,
muriendo instantáneamente. El mal era tan grande, que los padres abandonaron a sus
hijos, y las mujeres a sus maridos; las riquezas no los preservaba de morir de hambre,
una taza de agua algunas veces no se encontraba por ningún dinero. Si encontraban por
casualidad qué comer, la furia de la enfermedad era tal, que a menudo morían con el
bocado en la boca. El contagio se hizo tan grande, por estar el aire de la ciudad tan
corrompido por el calor grave de este mal pestilente, que a cualquier miembro que
llegaba el vaho y aliento se levantaban grandes ampollas y llagas mortales. ¡O qué forma
monstruosa y horrible es de oír la relación del médico que fue designado para la cura y
gobierno de los enfermos! Esta enfermedad, dice él, era tan aguda y perversa, que no
había medicamentos para impedirla; mató y destruyó todo a su paso, de tal manera, que
el único remedio, que las personas infectadas esperaban, era la muerte, y de esta manera
esperaban la forzosa partida del alma y la separación de los queridos amigos y
compañeros. Lo cual él afirmó muchas veces haber visto hacer a muchas personas;
especialmente en una mujer, que, llamándolo a su ventana, para pedirle algún remedio
para su mal, le vio cosiendo su mortaja, y no mucho después, los que fueron nombrados
para enterrar a los muertos, entraron en la casa, encontrándola tirada en el suelo, su
mortaja aún sin terminar. A todo esto está sujeta la vida humana. Que aquellos, por lo
tanto, que tienen salud y alegría, tengan miedo a lo que pueda ocurrirles.

III. Las hambrunas notables. El hambre no es menos miseria de la vida del hombre
que la peste, que no sólo las personas particulares, sino que provincias enteras, a menudo
han sufrido. Tal fue la que afligió a los romanos después de la destrucción general de
Italia, cuando Alarico, archienemigo de la humanidad, cercó a Roma. Los romanos
llegaron a tal pobreza, hambre y falta de todas las cosas, que los hombres consumen a
menudo, que comenzaron a alimentarse de los caballos, perros, gatos, ratas, lirones, y

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otros bichos que podían haber, y cuando éstos faltaron, se comieron unos a otros. ¡Cosa
cierto espantosa y horrible de la naturaleza humana, que cuando Dios nos pone en estos
estrechos, nuestra necesidad nos obliga a alimentarnos de nuestra propia especie! Más
aún, los padres no perdonaron a sus hijos, ni las mujeres aquellos a los que habían dado
a luz. Lo mismo ocurrió en el sitio de Jerusalén, como Eusebio relata en su historia
eclesiástica. En el sitio de Numancia, cuando Escipión había cortado todas las maneras
de entrar en la ciudad, los habitantes cayeron en tal hambre tan mortal y tan canina, que
cada día iban a cazar romanos, como quien va a cazar bestias salvajes, para comérselos;
de modo que tan sin asco comían de las carnes de los romanos y bebían la sangre, como
de un manantial y de un cabrito o carnero la carne. A ningún romano perdonaban, y el
que les venía a las manos luego era degollado y hecho cuartos, y vendidos por piezas en
bolsas en la carnicería; de tal manera, que la carne de un romano muerto era de mayor
valor que el rescate de un ser vivo. En el cuarto libro de los Reyes, se hace mención de
una hambruna en Samaria, en el tiempo del profeta Eliseo, que excedió a esta. La falta
de comida era tan grande, que la cabeza de un asno fue vendida por ochenta piezas de
plata, y la cuarta parte de una pequeña medida de estiércol de palomas por cinco
monedas de plata. Lo más lamentable e inhumano fue, que después de haberse
consumado todos los mantenimientos, las mujeres se comían a sus propios hijos; y una
mujer se quejó al rey de Israel, que su vecina había roto un acuerdo entre ellas, que era,
que primero se comían a su niño, y acabado de comer aquel comer el de la vecina. "Lo
cual (dice ella) yo lo cumplí, y ya hemos comido el mío, y ahora ella ha escondido el
suyo, y me niega mi parte." A la cual oyendo el rey, rasgó sus vestidos, y sintió un dolor
indescriptible. Josefo (Joseph. 1. 7, de Bell. Judai. c. 3), en el séptimo libro de la guerra
de los judíos, relata una historia muy parecida a ésta, pero ejecutada con más furia y de
una manera más extraña. Hubo, dice que, en Jerusalén, cuando fue sitiada, una señora,
rica y noble, que había escondido, en una casa de la ciudad, la mayor parte de su
riqueza, y vivía con moderación y con gran regulación. Esto no lo pudo hacer en sana
paz; pues los soldados y gente de la guarnición le quitaron en poco tiempo lo que tenía
tanto en casa y fuera; y si le llegaba algo a ella o lo mendigaba luego se lo quitaban de las
manos y le sacaban el bocado de la boca. Viéndose, pues morir de hambre y sin remedio
alguno para su necesidad, y sin consejo que bueno le pareciese, ella comenzó a armarse
en contra de las leyes de la naturaleza, y mirando al bebé que colgaba de su pecho, ella
gritó de esta manera: "Oh hijo infeliz de una madre más infeliz ¿cómo voy ahora a
disponer de ti? ¿dónde te guardaré? Las cosas están tan mal, que, aunque yo te salve la
vida has de ser esclavo de los romanos; mejor será luego mi hijo, que tú ahora
mantengas y sostengas a tu madre, y pongas temor a esos crueles soldados, que no me
han dejado otra manera de subsistir; y seas ejemplo de piedad a las edades futuras, y
muevas a lástima los corazones de los que están por nacer." Acabadas estas palabras
cortó la garganta de su tierno bebé, lo dividió en dos partes, asó la mitad y se la comió, y
guardó el resto para otra comida. Luego terminada esta lamentable tragedia, llegaron los
soldados y sintiendo el olor a carne asada, comenzaron a amenazar a la mujer con la
muerte si no les mostraba la vianda. Pero ella, distraída por la rabia y el horror de su

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acto, y deseando nada más que acompañar a su hijo muerto, sin miedo, y sin vergüenza
en absoluto, les respondió de esta manera: "La paz, amigos, vamos a compartir como
hermanos" y dicho esto, fue a buscar la mitad del niño, y la puso sobre la mesa delante
de ellos. De tal vista tan espantosa los soldados, sorprendidos y confundidos, sintieron
gran horror y compasión en su corazón, que no eran capaces de pronunciar una palabra.
Pero, por el contrario, ella mirándolos con un semblante salvaje, lleno de furia y con una
voz ronca y desentonada habló de esta manera: "¿Qué es esto, señores?, ¿no es mi
fruto?, ¿no es este mi hijo, el fruto de mi propio cuerpo? ¿Esta no es mi maldad? ¿Por
qué entonces no coméis, pues yo comí de primera? ¿Acaso sois más escrupulosos y
asquerosos que la madre que le dio a luz? ¿No comeréis de lo que comí primero y
comeré otra vez con vosotros?" Pero, no pudiendo ellos ver cosa tan horrible, huyeron, y
dejaron sola a la desgraciada madre con lo poco que quedaba de su hijo, que era todo
cuanto en suma le había quedado de todos sus bienes.
No es menos horrorosa que las historias relatadas que la que vamos a añadir. Está
escrito por William Parrain, un hombre de gran aprendizaje y diligencia, en un tratado de
las cosas memorables de su tiempo. Se refiere así: En el año 1528, sucedió en Francia
que por tres años a causa de las muchas lluvias el trigo no pudo llegar a sazonar, de lo
que resultó un hambre tan espantosa, que los hombres iban armados a cazar personas
para comerlas, y se descubrió que en algunos mesones daban por comida carne humana
a los pasantes. Era cosa lastimosa el ver en cada momento personas caídas en el suelo
que por su debilidad no podían mantenerse en pie y oír por todas partes: ¡Tengo hambre!
¡Ay que me muero de hambre! Daba compasión el ver pasar a bandadas hombres, niños,
mujeres, familias enteras buscando algo que comer, tan pálidos y secos, que parecían
esqueletos ambulantes o retratos de la misma muerte. A aquella calamidad siguió otra
muy grande, porque la gente para no perecer de hambre comían toda clase de hierbas, y
llenaban la panza de cualquier cosa, proviniendo de ello las más fuertes indigestiones,
hinchazón del vientre, con una muchedumbre de enfermedades y muertes que daba
espanto el presenciarlo.

IV. Males de la guerra. Más grande que todas estas calamidades es el de la guerra,
que, de los tres flagelos de Dios, con que castiga reinos, es la más terrible, ya que es
comúnmente seguida por los otros dos, como por que trae consigo mayores penas y, lo
que es peor, mayores culpas, de las cuales carece la peste, en los que todos se esfuerzan
por reconciliarse con Dios, e incluso los que están con salud. La peste es enviada por
Dios, que es todo bondad y misericordia, sin pasar por las manos de los hombres como
vienen las guerras. Por lo cual, David tuvo por misericordia que su pueblo padeciese la
peste y no la guerra, porque juzgó que era mejor caer en las manos de Dios que de los
hombres. El hambre también, a pesar de que trae consigo algunos pecados, sin embargo,
disminuye otros; porque aunque la acompaña muchos robos, sin embargo, no consiente
tanto orgullo y vanidad; ni tampoco permite tantas clases de vicios como son los
ocasionados por la guerra. Para representar las calamidades de la guerra, será suficiente
para ejemplo algunos de los que se han infligido a Alemania en nuestros propios tiempos

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en estas últimas guerras con la venida de los suecos. Un libro entero salió en Inglaterra
que tiene solo por argumento contarlas y no las pudo referir todas; y yo me limitaré a
recoger algunas pocas de ellas, dejando aparte aquellos lugares que fueron despoblados y
quemados, de los cuales había dos mil pueblos sólo en el ducado de Baviera. Las
crueldades, que los soldados conquistadores infligían a la gente pobre eran inauditas,
porque los vencidos les dijesen dónde hallarían que robar, y si no los mataban. Uno de
sus tormentos era atar un trozo de cuerda sobre sus frentes, y con un palo a modo de
tornillo les apretaban las sienes hasta que brotaba la sangre, y a veces se les saltaban los
ojos. Otros fueron lanzados a los pisos de sus casas, o extendidos sobre una mesa, atadas
las manos y los pies, y luego les echaban perros y gatos hambrientos, para que les
comiesen las vientres y se alimentasen de sus entrañas. Otros eran colgados de las manos
a cierta distancia del suelo, y encendían un fuego debajo de ellos. A otros les cortaban la
nariz y las orejas con cinceles y las utilizaban en sus cascos o bandas, teniendo por gran
galantería el mayor horror que causaba su crueldad, preciándose de más hombre quien se
mostraba más fiero. Para otros, no echaron agua en la boca por un embudo hasta que
habían llenado sus cuerpos como una cuba, y luego se sentaron o estampadas sobre ellos
hasta que hicieron el chorro de agua de la boca y la nariz. Otros eran atados a un poste y
desollados vivos, como a San Bartolomé. A algunos arrancaron trozos de carne con unas
tenazas; y a otros los dividían, descuartizándolos vivos. Forzaban a las mujeres, y
después les cortaban los brazos. Muchos eran tan bárbaros como para comer los niños;
así cogiendo a un niño pequeño de los pies, y sosteniéndole por una pierna con su mano
izquierda, le arrancaba la otra pierna con la derecha, y se la comía y chupaba la sangre
de ella. A los cautivos y presos no solo le ataban sus manos, pero les hacían agujeros a
través de sus brazos, y les atravesaban cables a través de ellos, y los arrastraban después
de sus caballos, a los cuales daban de comer en los vientres de los cuerpos de los
hombres, que después de haber sacado sus entrañas, servían como pesebres para
alimentar a sus caballos. Robaron todo, mataron y quemaron los hombres en sus casas, y
a algunos magistrados importantes, cuyas vidas salvaron, hacían los más viles soldados
servir, con la cabeza descubierta, a las mesas. Muchos, que no podían ver ni soportar
esas miserias, se envenenaban a sí mismos; y diversas doncellas, para escapar de la
lujuria de los soldados, se echaron de cabeza a los ríos, y se ahogaron.
A estas miserias de la guerra se añadieron la peste y el hambre. Los que huyeron del
enemigo murieron de la peste o el hambre en los campos abiertos; y no había quien los
enterrare, pero los perros y las aves rapaces, se alimentaban de ellos. Ni los que morían
debajo de tejado tenían sepultura más honorable, porque las ratas y alimañas, también se
los comían; pero vengábanse de este agravio los hombres, porque el hambre fue tal en
muchas partes, que se comían los ratones, de los cuales había carnicería, y se vendían
por muy buen precio. Esas ciudades fueron estimadas feliz de que tenía este tipo de
carnes para vender: en otros lugares no había nada, pero en otras no valía nada sino la
diligencia de cada uno. Carne de caballo era una gran golosina, y se estimaban a sí
mismos muy afortunados quien comían de éste. Ciertas mujeres encontraron un lobo
muerto, todo podrido y lleno de gusanos, y se alimentaron con él como si fuere una torta.

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Los cuerpos de los malhechores que pendían de las horcas no estaban seguros; ni
tampoco se escapaban los muertos que enterrados en sus tumbas; eran robados en la
noche para sustento de los vivos. Tampoco eran libres de este peligro los que estaban
vivos, porque se conoció de dos mujeres que mataron a una tercera, y se la comieron.
Después de tales ejemplos recientes, no sería necesario llamar a la memoria las
calamidades de guerras anteriores. Lo que se dice es suficiente para expresar las miserias
que son inherentes a la vida humana.

V. Miserias ocasionadas por los afectos humanos. Por encima de todo, la mayor
calamidad de la vida del hombre no son la peste, el hambre, la guerra, pero las pasiones
humanas, no subordinadas a la razón. Por lo cual, dice San Juan Crisóstomo (Chrys.
Super Matth.) "Entre todos los males, el hombre es el más malo. Todo animal tiene un
mal que le es propio; mas el hombre es todos los males. Aún el diablo no se atreve a
acercarse a un hombre justo; pero el hombre se atreve a despreciarle." Y en otro lugar,
para el mismo propósito: (Hom. in Ascens.) "El hombre se compara con las bestias del
campo pero peor que ser comparado con una bestia es nacer bestia, porque no es culpa
el nacer una criatura sin uso de la razón, pero que el hombre dotado de razón, sea
comparado con una bestia, es un delito de la voluntad, de modo que nuestras pasiones
indómitas nos hacen peores que las bestias." No es creíble lo que padecen los hombres
de los mismos hombres, de un envidioso, de un colérico y de cualquier apasionado. ¿Qué
hizo David pero sufrir de la envidia de Saúl? El exilio, el hambre, peligros, y la guerra. A
Nabot la codicia de Acab, le quitó la vida más rápido que se la quitara la peste. Elías fue
muy afectado por el deseo de venganza de Jezabel, más que si hubiera tenido la peste;
porque del mismo vivir tuvo hastío. ¿Qué plaga o guerra, o las torturas eran como la
ambición de Herodes, que acabó con tantos miles de niños? ¿Qué contagio era más
mortal que la crueldad de Nerón, y otros tiranos, que se llevaron la vida de tantas
personas inocentes, para satisfacer sus gustos o fantasías? Por eso dijo Tulio (Cicerón de
finibus), "Nuestros deseos son insaciables, y no sólo destruyen a las personas
particulares, sino a familias enteras, y aún arruinan a toda una república. A partir de
los deseos nacen los odios, las discordias, las sediciones, los pleitos y guerras." ¿Qué
géneros de muerte y tormentos no ha inventado el odio y la crueldad humana? ¿Qué
suerte de venenos no ha hallado la pasión de los hombres? Orfeo Oro, Medesio,
Heliodoro, y otros autores, encontraron más de quinientas formas de administrar veneno
ocultamente; que desde entonces han sido aumentados por otros; pero respecto de lo que
se conoce hoy en día y se practica, fueron ignorantes; porque ya no hay cosa segura, ya
que el veneno se ha dado incluso en manos de amigos, cuando se reconciliaban. Sólo en
el sentido de la audición no ha encontrado una puerta para entrar la ponzoña; todo el
resto de los sentidos ha dominado: con el olor de una rosa, con la vista de una carta, con
el toque de un hilo, con el sabor de una uva, la muerte ha hallado una entrada.
No hay nada que cause más miseria a un hombre que las pasiones, las cuales no le
perdonan a sí mismo. El soberbio se aflige y consume por la felicidad ajena; los
envidiosos se mueren por ver a un hombre dichoso vivo; el avaro pierde el sueño por lo

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que no tiene necesidad; el hombre impaciente se daña las entrañas por lo que no le
importa, y el hombre colérico se arruina a sí mismo por lo que de ninguna manera le
concierne. ¿Cuántos, por no conquistar una pasión, han perdido su fortuna, su calma, y
sus vidas, tanto temporal y eterna? Testigo de esto es Aman, que deseaba más respeto a
él, que perdió su honor, la riqueza y la vida, y terminó en una horca. La ambición de
Absalón no descansó hasta que se colgó en un árbol por el pelo de la cabeza. De la
misma manera, el amor desordenado de Amnón, le hizo enfermar primero, flaco y
pálido, hasta causarle una fiebre ardiente, que al fin le costó la vida. Fuera de esto, a
muchos han sido sus pasiones inmortificadas unos verdugos crueles, que les han privado
de repente sus vidas. Durabio escribe (Durab. Lib.. 2. Hist. Bohemi, e anno 1418), que
Wenceslao, rey de Bohemia, entró en una furia tan grande contra un cortesano por no
darle notificación oportuna de un alboroto levantado por Zizca en Praga, que fue a
matarle con sus propias manos; pero deteniéndole porque no manchase a la majestad real
con la sangre de su vasallo, le dio una apoplejía y murió inmediatamente. La muerte de
Nerva (Aurel. Viet, en Epítome Vitae Nervae.) fue igualmente por una cólera repentina.
Y Plinio escribe de Diodoro Crono, que de repente se murió de vergüenza, porque no fue
capaz de responder a una pregunta propuesta por Estibon. A través del miedo, el dolor, la
alegría, y el amor, muchos han muerto. Sólo voy a relatar aquí una lamentable historia
escrita por Paulo Jovio (Jobius Lib. 39. Hist, sui temporis). Un hombre había vivido
mucho tiempo con tan gran escándalo, que el obispo de la ciudad le excomulgó a él y a
su amante, si vivían juntos. El hombre estaba tan ciego con su pasión, y despreciando la
orden del obispo, se fue en secreto un día para ver a su cómplice, mas ella arrepentida de
lo que había pasado, le reprendió su maldad, y le ordenó apartarse de su presencia y
nunca más verla. Pero él todavía seguía en su locura, y comenzó a llamarla ingrata e
indigna, y en una rabia, cruzando las manos, y levantando los ojos al cielo, como si fuera
a quejarse de su falta de bondad, cayó muerto, y en un momento perdió tanto su vida,
temporal y eterna, y su cuerpo no se le permitió ser enterrado en sagrado. Si, entonces,
nuestras pasiones desordenadas son tan perjudiciales para nuestra propia vida, ¿cuán
peligrosas y perjudiciales son ellas para la vida de los demás? Ciertamente, que aunque
faltaran las demás desdichas humanas, son muy grandes las que las pasiones humanas
causan. Hay mucho que sufrir de las condiciones de los hombres; malos términos,
correspondencias desagradables, lesiones intencionales, e injurias perversas. ¡Todo el
hombre es miseria y causa de miserias! ¿Quién es tan dichoso que contente a todos, o
que no lo envidie nadie? ¿Quién es tan bienhechor que no tenga alguien que se queje de
él? ¿Quién hay tan liberal que no encuentra algún ingrato? ¿Quién hay tan estimado que
no lo desprecie algún murmurador? Los atenienses encontraron falta en su Simónides,
porque hablaba demasiado alto: los tebanos acusaban a Panículo, que escupía demasiado:
los lacedemonios señalaban en Licurgo que andaba cabizbajo: los romanos pensaban que
Escipión dormía mal, porque roncaba alto: los Uticenses se escandalizaron cómo se
alimentaba Caton, porque comía demasiado rápido en ambos lados a la vez: los
cartagineses de Aníbal hablaban mal, porque iba con el pecho y estómago al descubierto:
los demás se rieron de Julio César, porque andaba mal ceñido. No hay nadie tan

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ajustado, que no halle en él que reprender la envidia y mal afecto de otros, o la condición
extravagante.
Las mayores miserias son las que los hombres, por sus afectos sin freno, se causan a sí
mismos. Por esto dijo especialmente el Eclesiastés (cap. 4) esa notable frase, que supera
con creces todo lo que ha sido dicho por los filósofos referentes a la miseria humana:
"Alabé, dice, a los muertos más que a los vivos; y juzgué por más dichoso que unos y
otros a aquél que no ha nacido, ni ha visto los males que se hacen debajo del sol".
Porque no hay nada que más ofenda a la vida humana que las locuras e impertinencias
de los hombres, y los odios, injusticias, violencias y crueldades causadas por sus pasiones
irregulares. Por lo cual hubo algunos filósofos, que viendo la naturaleza humana regida
por la pasión, y no por la razón, aborrecieron en su totalidad al género humano. Entre los
cuales, Timón de Atenas fue el inventor y el más apasionado predicador de esta secta;
porque no sólo se llamó a sí mismo el enemigo capital de la humanidad, pero confirmó
sus palabras con sus acciones; porque él no conversaba ni habitaba con los hombres, sino
que vivía en el desierto entre los animales salvajes, lejos de barrios o ciudades; para que
nadie le visitase, y viviendo en aquel desierto, jamás quería ser visto, hablado ni visitado
de hombre, sino fue de un capitán ateniense llamado Alcibíades, pero a éste no trataba
por amistad o afecto, sino porque esperaba y preveía (como sucedió después) de que un
día sería la ruina de su país y la destrucción de una multitud de hombres. Tampoco
estaba contento sólo con esta aversión a los hombres, pero estudiaba e inventaba todos
los medios posibles para destruirlos. Para esto puso muchas horcas en sus jardines, para
que todos los que estaban desesperados y cansados de la vida convenientemente se
pudieran ahorcar a sí mismos; y que tiene ocasión algunos años después de hacer uso de
sus jardines para la ampliación de su casa, teniendo que quitar las horcas, se fue entonces
a Atenas, en donde sin vergüenza ninguna congregó a la gente para que escucharan su
discurso, asegurándoles que él tenía algo nuevo y de importancia que hablarles. Las
personas que estaban familiarizadas con su humor, esperando algo extraordinario que oír,
de buen grado se reunieron para escuchar, y comenzó a decir de esta manera: "Sabed
ciudadanos atenienses, que por cierta necesidad que me ha sobrevenido quiero hacer
derribar las horcas de mi jardín; por eso, si alguno tiene necesidad de ahorcarse en mi
huerta, sea rápidamente" y así, sin más palabras, con esta oferta amorosa concluyó su
discurso, y regresó a su casa, donde terminó su vida con la misma opinión, siempre
filosofando sobre la miseria del hombre. Y cuando los dolores de la muerte vinieron
sobre él, aborreciendo la humanidad hasta el último suspiro, ordenó que su cuerpo no
fuese enterrado en la tierra por ser el elemento común en la que por lo general eran
enterrados los cuerpos de los demás, temiendo que sus huesos fuesen a estar cerca o ser
tocados por los hombres, aunque muerto, sino que se le sepultara al borde del mar, para
que la furia de las olas pudiera dificultar el acercamiento de los hombres a su sepultura,
en la cual mandó a grabar este epitafio, que refiere Plutarco: "Después de mi vida
desgraciada me enterraron en esta agua profunda, no desees conocer mi nombre,
lector, que Dios te confunda..." Faltó a este filósofo la fe y la caridad, y así no
distinguiendo entre la malicia del hombre y su naturaleza, tuvo más razones para

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aborrecer que para amar. Sin embargo, con estas manifestaciones extravagantes nos dio a
entender cuán monstruosas son nuestras pasiones, y cuán aborrecidos sus vicios, y cuán
digno de odio es todo este mundo que se guía por la pasión, no por la razón. Y, desde
luego, todos los cristianos deben desear la destrucción de la pompa y el orgullo de los
hombres, como Timón hizo con su persona. Ahorcadas habían de estar toda galantería
superflua, placeres ilícitos, ostentación de riquezas, títulos vanos de honor, envidia que
rabia, cólera desordenada, venganzas injustas, y pasiones desenfrenadas, todas estas
cosas deben morir y ser destruidas para que los hombres puedan vivir.

VI. Tantas son las miserias de la vida que no pueden ser contadas todas. La muerte,
que es llamada por Aristóteles el mayor de los males, es por muchos estimada un mal
menor que la vida, porque vence la multitud de los demás la grandeza de éste; y, por lo
tanto, muchos han pensado que es mejor sufrir la mayor, que es la muerte, que sufrir
tantos, aunque menos, que hay en la vida. Por esta razón se llama la muerte el último y
gran médico, ya que, aunque en sí mismo es el mayor mal, cura todos los demás, y por
lo tanto prescribe para consuelo de los males de la vida como remedio eficaz la memoria
de la muerte que ha de acabar con todo. Pero debido a que esto no es consuelo general
para todos, por ser el miedo a la muerte tan natural, y contarse entre las miserias de la
vida los muchos peligros y formas de muerte, no tuvieron que dar otro remedio ni
consuelo muy grandes filósofos, sino desesperar de remedio, como lo hizo Seneca,
cuando un gran terremoto ocurrió en su tiempo en Campania, en Pompeya, una ciudad
famosa, y diversas otras ciudades fueron hundidos, y muchas personas murieron, y el
resto de los habitantes, enloquecidos por el miedo y el dolor, huyeron de su país como si
hubieran sido desterrados, les aconsejó que volvieran a casa, y les aseguró que no había
remedio para los males de esta vida; y que los peligros de la muerte eran inevitables. Y
en verdad, bien considerado, qué seguridad puede haber en la vida, cuando la tierra, que
es la madre de los vivientes, no es fiel a ellos, y brota miserias y muerte, incluso de
ciudades enteras? ¿Qué puede haber de seguro en el mundo, si el mismo mundo no lo
está, y sus partes más sólidas tiemblan? Si lo que sólo es inmóvil y fijo para sostener a
los vivos, tiembla de terremotos; si lo propio de la tierra, que ha de ser firme, eso pierde
y se vuelve inestable, ¿dónde podrá hallar refugio nuestros temores? Cuando el techo de
la casa tiembla, podemos huir a los campos; pero cuando el mundo se tambalea, ¿a
dónde vamos a ir? Cuando el fundamento de las ciudades tiembla y se despedaza ¿por
dónde podremos salir? Las ciudades se resisten a sus enemigos con sus muros; en las
tempestades se encuentra refugio en los puertos; los techos de las casas nos defienden de
las lluvias y las nieves; en el momento de la plaga podemos cambiar de lugar; pero de
toda la tierra ¿quién podrá huir? Por esta razón Seneca dijo, no hay un remedio que nos
pueda servir de consuelo en nuestros males; porque es necio el temor sin esperanza. La
razón destierra al miedo en los que son prudentes; y a los que no lo son la desesperación
del remedio les da una especie de seguridad, por lo menos quitar el miedo. Quien quisiere
no temer nada, piense que todas las cosas son de temer. Mire qué cosas pequeñas nos
ponen en peligro; incluso aquellas que sostienen la vida son emboscada para nosotros.

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Comida y bebida, sin las cuales no podemos vivir, vienen a quitar el mismo vivir. No es,
por tanto, sabiduría temer ser tragado por un terremoto, y no temer la caída de una
baldosa. En la muerte todo tipo de morir es igual. ¿Qué importa que una sola piedra te
mate, o toda una montaña te oprima? La muerte consiste en las almas dejar el cuerpo,
que sucede a menudo por accidentes leves.
Pero los cristianos, en todos los peligros y miserias de la vida humana, tienen otros
consuelos para temer, que son una buena conciencia, esperanza de la gloria, la
conformidad con la voluntad divina, y la imitación y el ejemplo de Jesucristo. Con estas
cuatro cosas él en la vida tendrá mérito, y seguridad en la muerte, y en la vida y la
muerte consuelo, y recompensa en la eternidad. Justo Lipsio estando muy oprimido en su
última enfermedad, de que murió, algunos de los que estaban presentes trataron de
consolarlo con algunas razones filosóficas y sentencias de los estoicos, en las cuales
había estudiado tanto aquel erudito varón, como se ve en su libro de la introducción a la
filosofía estoica; a quien le respondió de este modo muy cristiano: "Vanos son todos esos
consuelos;" y apuntando a una imagen de Cristo crucificado, dijo: "Este es el verdadero
consuelo y la verdadera paciencia." Y luego, con un suspiro que le salía desde el fondo
de su corazón, dijo: "Mi Señor y Salvador Jesucristo, dame la paciencia cristiana."
Este consuelo hemos de tener los redimidos por tan amoroso Señor, teniendo en cuenta
que nuestros pecados son mayores que los dolores de esta vida, y que el Hijo de Dios ha
sufrido mucho mayores, estando libre de todo pecado, que mereció convertir las miserias
de esta vida, que ocasionó el pecado, en que fuesen instrumentos de satisfacción por los
mismos pecados; sacando del veneno un bien y convirtiendo la ponzoña en antídoto.
También podemos extraer de lo dicho, lo injusta que fue la queja de Teofrasto, de que
diese la naturaleza una vida más larga a muchas aves y animales que al hombre. Si
nuestra vida fuera menos problemática tendría alguna razón; pero al estar tan llena de
miserias, muchos más bien podrían tener por venturosa la vida más corta. Por lo tanto,
San Jerónimo dice a Heliodoro, es mejor morir joven y morir bien, que morir viejo y
morir mal. Siendo forzoso este viaje, la felicidad de ella no consiste en ser larga, sino en
ser próspera, y que al fin llegue al puerto deseado. San Agustín dice (August. Sup Joan.),
Que morir es ser aliviado de esas cargas pesadas, que tenemos en esta vida; y que la
felicidad no es dejarla en la tarde de la vejez, sino que en el tiempo de dejarla no nos
carguen otra mayor. Viva un hombre diez años, o mil, la muerte (como dice San
Jerónimo) le da el título de feliz o desgraciado. Si vive mil años de triste vida, gran
desventura será; pero mayor lo será si los vive de vida mala, aunque sea muy alegre; y
por lo tanto, suponiendo tantas miserias, no nos podemos quejar de Dios por habernos
dado una vida corta, sino de nosotros mismos haberla hecho una mala vida. Por último,
como dice San Ambrosio (Serm. Quadrages.), Nuestra vida está cercada de tantas
miserias, ya que la muerte parece más bien un refugio para los males que un castigo.
Dios tuvo que hacerla breve, para que sus aflicciones y desgracias, a las cuales no
pueden hacer contrapeso las alegrías de la tierra, con la brevedad del tiempo quedasen
menos pesadas. Al menos si esta vida, con tantas miserias, no nos descontenta, sin
embargo, conténtenos más la eterna, con todas sus felicidades, y no hagamos menos por

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la vida inmortal del cielo, que lo que hacemos por la mortal de la tierra. Y así como dice
San Agustín (August. Tract. 5. in Joan hom. 57), "Si corres cien mil por esta vida,
¿cuántos mil convendría correr por la eterna?; y si te das prisa para obtener unos
pocos días inciertos, ¿cómo te convendría correr por la vida eterna?"

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CAPÍTULO VIII. Lo poco que es el hombre mientras es temporal.

Si consideramos la cosa más grande en la naturaleza, que es el hombre, veremos lo


poco que es mientras es temporal. "¿Qué es el hombre? (dice Séneca) Un recipiente
frágil y quebradizo con el menor movimiento. Un cuerpo muy débil y frágil, desnudo por
naturaleza, y sin armas, necesitadísimo de ayuda, arrojado a toda injuria de la fortuna,
impaciente del frío y del trabajo, y fabricado de cosas flacas y fluidas, y esas mismas
cosas sin las cuales no puede vivir, como el olfato, el gusto, ver, comer y beber, le son
mortales.". El sabio Solón no respondió más favorablemente cuando le preguntaron ¿qué
era el hombre? "Él es (dijo) una podredumbre en el nacimiento, una bestia en su vida,
y alimento para los gusanos cuando está muerto." A Aristóteles se le hizo la misma
pregunta (Anton, in Med. Flo. Ser. 96.) respondiendo: "Es el hombre una idea de
debilidad, un despejo del tiempo, un juguete de la fortuna, una imagen, de la
inconstancia, un peso o balanza de envidia y calamidad, y el resto es flema y cólera."
Secundo, el filósofo, siendo también preguntado lo mismo por Adriano el emperador,
respondió (Ant. Et Dionys. Rikel. De novis. Art. 15, foli. 38): "Es un entendimiento
incorporado, (unido a un cuerpo), un fantasma del tiempo, un espectador en la vida,
un esclavo de la muerte, un caminante pasajero, un huésped del lugar, un alma
trabajosa, una habitación para un corto período de tiempo.". Y San Bernardo dice
(Bernard. Serm. 5 in Psalm.): "Es el hombre, un animal de carga." Y el mismo santo en
otro lugar dice: "¿Qué es el hombre? Un recipiente de basura?" En sus Meditaciones
añade: "El hombre no es otra cosa que una semilla impura, un saco de estiércol, un
alimento para los gusanos."
Más cumplidamente Inocencio papa escribe: (Innocent. Lib. Cap. 4) el Papa: "He
considerado (dice él) con lágrimas, qué fue hecho el hombre, qué hace el hombre y qué
se ha de hacer del hombre. Estaba hecho de tierra, y concebido en pecado, y nacido
para la pena. Hace cosas malas, que no le son lícitas, y cosas vanas, que no le
convienen. Este será alimento del fuego, manjar para los gusanos, y una masa de
podredumbre. ¡Oh vil indignidad de la condición humana! ¡Oh indigna condición de
la vileza humana! Mira como las plantas y los árboles producen flores, hojas y frutos, y
tú nada más que gusanos. ¡Ellos nos proporcionan el aceite, el vino, y el bálsamo! Y tú
nada más que flema, orines y suciedad. Aquellos emiten un olor fragante, y tú un hedor
abominable. Tal es el árbol, así es el fruto, pues un árbol bueno no puede producir
frutos malos; y ¿qué es el hombre, pero un árbol al revés, cuyas raíces son los
cabellos? Esta es la hojarasca que se la lleva el viento, y la paja secada por el sol.”
Este es el dicho de este santo Papa desengañado. Tal es el hombre, aun en su juventud y
en su mejor momento, pero si llega a la vejez, que se estima como felicidad, añade el
mismo Inocencio: "Luego su corazón está afligido, la cabeza se le va, el espíritu le
falta, su aliento huele, se le arruga el rostro, se encorva su estatura, se le nublan sus
ojos, sus articulaciones duelen, sus manos tiemblan, se le cae el cabello, los dientes se
le pudren, los oídos se ensordecen. Ni le cambia más el cuerpo que la mente. Un

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anciano se enoja fácilmente, sosegase difícilmente, cree rápidamente, es lento para ser
desengañado, es codicioso, avaro, de mal humor, difícil de soportar, siempre
quejándose, rápido en hablar, lento en oír, admira lo que ha pasado, desprecia lo que
es presente, suspira, se aflige, languidece, y siempre está enfermo."
También puedes apreciar qué es el hombre por la materia de que se hizo y en lo que ha
de terminar. Al primer hombre Dios lo hizo de arcilla, mezclando entre sí los elementos
más viles y groseros de todos. Incluso un pagano, Plinio, habla en esta materia: "Es un
tema de compasión, o mejor dicho de vergüenza, el pensar cuán frívolo es el origen del
animal soberbísimo sobre todos, esto es, el hombre; pues a menudo es causa de aborto
el olor de un candil recién extinguido. De estos principios nacen los tiranos: de estos
un ánimo carnicero y cruel verdugo. Tú, que confías en las fuerzas del cuerpo, tú que
tomas con dos manos los dones de la fortuna, y no solo te tienes por su alumno sino
por su hijo, cuyo pensamiento tienes puesto en grandes victorias; tú que te tienen por
dios, hinchándote con cualquier suceso, mira que pudieras haber perecido con otro
tanto, y ahora puedes aún morir con la mordedura de un diente de una serpiente, o,
como el poeta Anacreonte, ahogado con la semilla de una uva, o bien, al igual que
Fabio, el senador romano, asfixiado con un pelo atragantado en un vaso de leche."
Esto es de Plinio, que no sólo admiraba la bajeza de la naturaleza del hombre, pero de la
facilidad de su fin.
Considera también en lo que termina el hombre. "El hombre mientras vive (dice el
papa Inocencio, lib 3. c 1) engendra piojos y lombrices; cuando está muerto, larvas y
gusanos; mientras vive, no produce más que estiércol y vómitos; cuando está muerto,
podredumbre y hedor; vivo, solo puede engordar a un hombre, mas muerto, a una
multitud de gusanos. ¿Qué cosa más asquerosa hay que un cadáver humano? ¿Qué cosa
más horrible que un hombre muerto? Cuyos brazos en vida eran agradables, y serán en
la muerte molestos solo su vista. ¿Qué aprovecharán las riquezas, banquetes, o delicias?
No nos liberarán de la muerte, ni nos defenderán de los gusanos, no quitarán nuestro
hedor. El que incluso ahora está sentado en un trono de gloria, después será arrojado en
una tumba oscura, y el que se daba un festín en una comedor suntuoso, ahora es comido
por los gusanos en un sepulcro oscuro." Todo esto es de este papa contemplativo. San
Bernardo (Bern. Cap. 3. Meditat) también, teniendo en cuenta este fin desgraciado del
hombre, dice: "El hombre se convierte en no hombre. Por lo tanto, ¿por qué eres tú
orgulloso? Sabes que eras nada antes de tu nacimiento, una vil semilla, sangre cuajada
en el vientre, expuesto posteriormente al pecado y a las muchas miserias de esta vida,
y después de la muerte serás alimento de los gusanos. ¿Por qué te llenas de orgullo,
polvo y ceniza, cuya concepción fue en culpa, cuyo nacimiento en miseria, cuya vida
es dolor, y cuya muerte necesidad? ¿Por qué engordas y adornas tu cuerpo con cosas
preciosas, que en pocos días va a ser devorado por los gusanos; y a tu alma no
adornas con buenas obras, las cuales se han de presentar en el cielo ante Dios y sus
ángeles? "

II. Además de que el hombre es una cosa tan poca, y compuesta de materia tan vil,

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aun esta poquedad y vileza no tiene firmeza, ni consistencia, pero es un río de cambios,
una corrupción perpetua; y, como dice el filósofo Secundo, un fantasma de tiempo, cuya
inestabilidad está así declarada por Eusebio de Cesárea (lib 11. Praepa Evangel. c 7):
“Nuestra naturaleza, desde el nacimiento hasta la muerte, es inestable, y, por así
decirlo, fantástica, que si totalmente quisieres comprender, es como el agua recogida
en la palma de la mano; cuanto más la apretares, cuanto más rápido se derramará, de
la misma manera, esas cosas mutables y transitorias, cuanto más las considerare la
razón, cuanto más se escapan de ella, porque como todas las cosas sensibles están
como en un flujo perpetuo, continuamente se están haciendo y deshaciendo; y
corrompiéndose, no pudiendo quedar las mismas.” Como dice Heráclito, ya que es
imposible entrar dos veces en el mismo río, porque la misma agua no permanece, si
consideras la sustancia mortal, no hallarás tú que es la misma cuando la tornas a
considerar, sino una maravillosa ligereza de su mudanza; ahora se extiende y ahora se
disminuye. Pero no dije bien diciendo, ahora y ahora, porque en un mismo tiempo
juntamente pierde por una parte y adquiere por otra, y es otra cosa de la que es, de tal
manera que nunca descansa. El embrión se convierte rápidamente en un bebé, luego en
un niño, de allí a un hombre joven, de allí a un anciano, y luego en un decrépito; y así
corrompidas las primeras edades por otras nuevas, viene finalmente a morir. Qué
ridículos, entonces, somos los hombres por temer una sola muerte, ya que hemos muerto
tantas, y aún muchas más moriremos. No sólo, como decía Heráclito, “la corrupción del
fuego es la generación de aire, pero esto aparece con mayor claridad en nosotros
mismos; porque, de la juventud corrompida se engendra el varón, y del varón
corrompido se engendra el viejo; y del niño corrompido se engendra la juventud, y del
bebé al niño, y del que ayer fue el que es hoy, y del que hoy es el que será mañana; y
nunca sigue siendo el mismo; pero en cada momento cambiamos, por así decirlo, con
varios fantasmas, en una materia común. Porque si somos uno mismo, ¿cómo
gustamos de diversas cosas que antes? Ahora nos gusta algo y luego le aborrecemos;
ahora otras cosas alabamos y menospreciamos otras; usamos otras palabras, y nos
mueven otros afectos, no mantenemos la misma forma, ni hacemos el mismo juicio que
hicimos, y no parece posible, que sin cambio nos movamos con otras cosas que antes;
y quien de una u otra manera cambió no es por cierto el mismo, y si no es el mismo,
tampoco es, sino con un continuo cambio se resbala como agua. El sentido se engaña
con la ignorancia de lo que es, y piensa que es lo que no es. Pues ¿qué será el
verdadero ser? ¿Aquello que es eterno, que no tiene nacimiento, que es incorruptible,
que con ningún tiempo se muda? El tiempo es movible, y junto con materia también
móvil, siempre corre a manera de agua, y como un vaso de generación y de corrupción
no retiene nada; de tal manera, que lo primero y lo último, lo que fue, y lo que será, es
una nada, y lo que parece presente, pasa como un rayo. Por lo cual, el paso del tiempo
se define como la medida del movimiento de las cosas sensibles, y como el tiempo no
es, ni puede ser; con razón diremos que las mismas cosas sensibles nunca permanecen,
ni están, y que no tienen ningún ser." Todo esto proviene de Eusebio. Y David lo
declara más brevemente y de manera significativa, cuando dijo que el hombre, era

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semejante a la vanidad; y otra, que era el hombre mientras vivía en esta vida una vanidad
universal. Por lo cual dice San Gregorio Nacianceno que somos un sueño inestable, una
sombra y como un espectro o aparición, que no se puede asir.
Que el ser humano, por lo tanto, reflexione sobre todo lo que se ha dicho, mire por qué
se engríe, por qué presume de sí, por qué se aflige por cosas de la tierra, pues son tales,
y le va tan mal con ellas. Con razón ha dicho el profeta que en vano se turba el hombre;
lo cual considerando, San Juan Crisóstomo (in Ps. XXXVI, et apud Damas. Lib. 1), dice
con gran admiración: "Turbase el hombre, y pierde el fin, turbase y como si no hubiera
nacido; se deshace y consume, turbase y antes que se siegue se anega; se inflama como
fuego, y se reduce a cenizas como el lino, se levanta como una tempestad en alto, y al
igual que el polvo se desaparece y esparce, como llama se despierta, y se desvanece
como el humo; se gloría en su belleza como una flor, y se seca como heno, se extiende
como una nube, y se contrae como una gota, se hincha como una burbuja de agua, y se
apaga como una chispa; se conturba; y no lleva nada más que la suciedad de las
riquezas, se preocupa sólo por ganar la suciedad, se agita y sin fruto alguno de sus
aflicciones se pasa, suyas son las turbaciones, pero de otros el regalo, suyos los
cuidados, pero de otros los entretenimientos: suyas las aflicciones, pero ajenos los
frutos, suyos los rompimientos, pero de otros los deleites; suyas las maldiciones, de
otros el respeto y la reverencia. En él se levantan gemidos, en otros la abundancia de
cosas, y contra él las lágrimas de los pobres son derramadas, y las riquezas y la
abundancia están con otros; él estará atormentado en el infierno, mientras otros
cantan el triunfo consumiendo su hacienda. En vano los hombres se conturban. El
hombre es aquel que tiene una vida prestada, y por un corto tiempo; el hombre no es
más que una deuda de la muerte, que debe ser pagada sin demora; animal indómito
con su voluntad y el apetito de su ánimo, malicia enseñada sin un maestro, es
asechanza voluntaria, sutil en la maldad, ingenioso para la injusticia, propenso a la
codicia, insaciable en el deseo de lo que es de otro, de un espíritu de jactancia, y lleno
de audacia insolente y arrojamiento de sus palabras, feroz pero que rápidamente se
quebranta; arcilla arrogante, insolente polvo, y una chispa que en un momento se
extingue; una llama que muere rápidamente, una luz que se desvanece en el aire, una
hoja seca, heno marchitado, hierba que se consume pronto; que hoy amanece y
mañana muere, hoy abunda en riquezas, y mañana en su tumba; hoy con corona, y
mañana con gusanos; el que hoy es, y mañana deja de ser; el que hoy triunfa y se
regocija hoy y mañana se lamenta; inconmensurablemente insolente en la prosperidad,
y en la adversidad no admite ningún consuelo; el que no se conoce a sí mismo, sin
embargo, es curioso en la búsqueda de lo que está por encima de él; es ignorante del
presente, y se burla del futuro; el que es mortal por naturaleza, y por orgullo se cree
eterno; el que es una casa abierta de perturbaciones, juguete de diversas
enfermedades, un concurso de calamidades diarias, y un receptáculo de todo dolor.
¡Oh cuán grande es la tragedia de nuestra bajeza! y ¡cuántas cosas os he dicho! Pero
no se puede declarar mejor que por la voz del profeta: En vano se conturba todo varón
que vive, por que verdaderamente las cosas de esta vida que más brillan y sobresalen,

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son de menos beneficio que un cadáver putrefacto." Esto es de San Juan Crisóstomo, en
el que claramente expone la miseria del hombre, la brevedad de su vida, y la vanidad de
las cosas temporales.

III. Y porque no nos quede esto de advertir, no solo en el cuerpo el hombre es tan vil
mientras vive, y mucho más después de muerto, pero incluso en el alma, mientras
permanece en el cuerpo, no es de mucha mayor estima. Porque, aunque el alma sea de
por sí una sustancia más noble, sin embargo, nuestros vicios la envilecen tanto, que
hacen que sea más abominable que el cuerpo. Y sin duda, el alma, cuando está muerto
en pecado mortal, está más corrupta y apestosa a los ojos de los ángeles que un cuerpo
muerto de ocho días; porque si el cuerpo está lleno de gusanos, ella está llena de diablos
y vicios. E incluso mientras que el alma vive, y está libre de cualquier pecado mortal, sin
embargo, por la comisión de los veniales, y por estar llena de imperfecciones; aunque no
esté muerta, sin embargo, está más débil, enferma y asquerosa, que un cuerpo enfermo;
y si uno se conociese bien a sí mismo, más se aterrorizara de la miseria de su alma que la
de su carne. El devoto padre Alfonso Rodríguez, excelente maestro en asuntos
espirituales, escribe de una mujer santa, que le pidió la luz a Dios para conocerse, y vio
en ella tanta fealdad y miseria que ella no fue capaz de soportarlo, y rogó a Dios,
diciendo: "No tanto, oh Señor, que desmayaré." El Padre Juan de Ávila dice, que
conocía a una persona que a menudo había importunado a Dios para descubrir lo que
podía ser. Le agradó a Dios abrirle sus ojos, pero muy poco, que poco había de costarle
caro; pues se vio a sí mismo tan feo y abominable que gritó en voz alta: "¡Señor! Por tu
gran misericordia toma de delante de mis ojos este espejo; no deseo ver más mi imagen."
Doña Sancha Corillo, ferviente servidora de Cristo, después de que ella había llevado una
vida perfecta y admirable, rogó al Señor que le diera una visión de su alma, para que
viendo la inmundicia de sus pecados, pudiera aborrecerlas más. Nuestro Señor quiso
concederle su petición, y se la mostró de esta forma: una noche, mientras estaba sentada
sola en su habitación, la puerta abierta, vio pasar delante de ella un ermitaño, con el pelo
completamente gris, y en su mano un cayado. Ella, sorprendida al ver a un hombre así,
en un hábito, y tan a deshora, se sorprendió un poco. Le dijo: "Padre, ¿qué buscáis por
aquí?" a quien le respondió: "Alza mi capa, y verás." ella lo hizo, y vio a una niña,
enfermiza, pálida y débil con su cara toda cubierta con moscas, ella la tomó en sus
brazos, y le dijo a él: "Padre, ¿qué es esto?", "¿no te recuerdas," respondió el ermitaño;
"con cuanta seriedad le pediste a nuestro Señor que te diera una vista de tu alma? He
aquí su retrato y mira bien que de esa manera la tienes". Dicho esto, la aparición se
desvaneció, y ella quedó tan confusa y asombrada, que le pareció a ella (ya que después
confesó) que todos sus huesos fueron desplazados de sus lugares con tanta pena y dolor,
que si no fuese por el gran favor y misericordia de Dios, hubiese sido imposible para ella
soportarlo. Pasó esa noche tan abrumada por las olas de sus pensamientos tristes y
difíciles. La aparición de esa chica, tan débil y descolorida, la afligió extremadamente,
contemplándola como imagen de su alma; temía el estado en que se hallaba. Cuando
volvía los ojos al rostro, cubierto con esos pequeños parásitos impertinentes y molestos,

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su dolor se duplicaba, y le parecía como si hubiera olido algo que estaba muerto, o llaga
antigua; daba mil suspiros al cielo, pidiendo al Señor un remedio y su misericordia. Tan
pronto vino el día tan deseado para ella, dio luego cuenta a su confesor, persona de gran
virtud y conocimiento, con muchas lágrimas, le pidió le explicara el significado de esa
visión, y le dijese si esos pequeños insectos significaban algunos graves pecados ocultos,
que no conocía su alma. El confesor tomó un breve periodo de tiempo para recomendar
su respuesta a nuestro Salvador. Volvió y le dijo: "Señora, no os acongojéis, pero dadle
cordiales gracias a Dios por el favor que le ha hecho; y sabed, que la debilidad que se te
apareció en la imagen de vuestra alma, era un efecto de los pecados veniales, que
debilitan, pero no matan, entibian la caridad, pero no la extinguen; porque si hubieran
sido pecados mortales la niña estuviera muerta, por que estos privan al alma de la vida en
su totalidad; los que son veniales sólo quitan nuestro fervor y prontitud en el servicio de
Dios y el perfecto cumplimiento de su santa ley." Si, pues, las almas de tan grandes
servidores de Dios están tan llenas de miserias, ¿en qué se puede gloriar el hombre
miserable, pues lo es en cuanto es en alma y cuerpo?

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CAPÍTULO IX. Cuán engañosas son todas las cosas temporales.

A partir de lo que hasta ahora se ha dicho se puede concluir cuán grande es la mentira
y el engaño sea todo cuanto con el tiempo pasa, y que las cosas de la tierra, además de
ser tan viles, inconstantes y transitorias, también son engañosas y llenas de peligro. Esto
se significa para nosotros en el Apocalipsis por la ramera que venía a caballo, por el cual
se denota la prosperidad humana, que estaba sentada en esa bestia monstruosa, que es el
mundo. La cual venía, como dice la Escritura, rodeada de oro dorado, lo que nos da a
entender su fealdad, pues no era oro fino y verdadero lo que traía, pero aparente y
fingido, pues aunque parecía de oro, no lo era, sino de bronce, y, sin embargo, porque lo
había dorado, lo vendía por verdadero oro. Por lo que la prosperidad del mundo viene
adornada de los bienes de la tierra, que se venden por verdaderos bienes, pintándolos
como grandes, seguros y duraderos, cuando son todo lo contrario. Todo es más que
engaño y mentira, como bien lo expresó Seneca, cuando dice: "Lo honesto solamente es
bien, otros bienes son falsos y adulterinos." ¿Qué mayor falsedad y engaño que hacer
las cosas que son más viles que parezcan grandes y de tanta estima, que los hombres no
busquen nada más, y siendo tan cambiantes como la luna, nos parezcan constantes y
seguras, de tal manera que nos mantenemos tan satisfechos con ellas, como si nunca
fueran a cambiar, y, siendo caducas y perecederas, las buscamos como si fueran eternas
e inmortales, sin recordar cosa menos que de su final y del nuestro, olvidando por
completo que han de perecer, y nosotros que morir? Es evidente que son falsas, ya que
prometen de sí mismas, lo que no tienen ni son. Los que trabajan en un aposento que
estando oscuro, una luz entra a través de algún pequeño agujero, se ven figuras y formas
bellas y perfectas; pero si abres las ventanas y dejas que entre una luz plena, a lo sumo,
veréis líneas imperfectas y sombras. Así las cosas de este mundo parecen grandes y
hermosas para los que están en la oscuridad y tienen muy poco luz del cielo, pero para
aquellos que disfrutan de la luz perfecta de la verdad y la fe no encuentran nada en ellas
de sustancia. La felicidad de esta vida no es más que una ficción y una sombra de la
verdadera felicidad, y así los califica la Santa Escritura, con este nombre de sombra, que
expresa de manera excelente su naturaleza; porque la sombra no es cuerpo, sino
apariencia de cuerpo, y pareciendo ser algo, no es nada. La inconstancia, también, y el
cambio rápido de las cosas humanas, merece este nombre, porque la sombra siempre
está muriendo, y termina repentinamente. Y como la sombra, cuando está en toda su
longitud, está más cercana a acabarse y fenecer; porque cuando más crecen los bienes
temporales, y la fortuna humana más sube hasta las estrellas, entonces está más cercana
a desvanecerse y desaparecer de repente. Y, por lo tanto, uno de los amigos de Job dijo,
“vi al necio que había echado raíces profundas en su fortuna, y al instante maldije su
belleza”; porque por más firme que le parecía que estaba, cuanto más cerca estaba de
caer. Y David dijo que vio al pecador empinado como un cedro, pero que no duró más
de cuanto volvió los ojos.
¿Qué es engañar, pero publicar lo que no es así, y prometer lo que nunca se cumplirá?

189
Os dejo con el testimonio de cada uno cuántas veces le han salido vanas sus esperanzas,
no hallando el descanso que esperaba en que más pretendió; y prometiéndole las
riquezas, paz y sosiego, no topó sino inquietud y cuidados, y muchas veces peligros, y no
pocas grandes daños. Por esto Cristo, nuestro Redentor, llamó a las riquezas engaños,
diciendo que la palabra divina se ahogaba con la falsedad y el engaño de las riquezas. No
se conformó llamándolas falsas y engañosas, pero las llama falsedades y engaños, porque
¿qué cosa más infiel y engañadora que la que promete lo contrario que da? Promete la
prosperidad de este mundo bienes, y nos da males, nos promete contentos, y nos da
pesares, promete seguridad, y nos da peligros, nos promete una vida dulce, y nos da una
amarga. Con razón se dice en el libro de Job, que el pan que come el hombre del mundo
se le convertirá en hiel de áspides ponzoñosos; debido a que en esas cosas que parecen
tan necesarias para esta vida como el pan de la boca, topará la muerte, y de lo que
esperaba gustos sacara hieles, y ningún bocado probará que no lleve algo de amargo. No
hay felicidad en la tierra que no lleve su contrapeso de desgracias; no hay felicidad que se
ensalce tan alto, que no la agrave alguna calamidad. Porque, así como antiguamente
pintaban al ingenio del hombre en la forma de un hombre joven, con un brazo levantado,
con alas, como si quisiera volar hacia el cielo, y el otro lastrado por una gran pesa que
impedía que se levantara; asi es la felicidad humana, que por mucho que suba, siempre
tiene algo que la oprima.

II. Si, evidentemente, vamos a ver cuán engañosas son las cosas de este mundo, es un
claro argumento de esto, que ningún hombre después de haberlas disfrutado está
contento con las que goza en su estado, pensando antes de alcanzarlas que lo había de
estar: lo cual es cierto argumento que se engañaron; y así ninguno deja de desear más,
por muchas cosas que goce y tenga: lo cual también es señal de la fealdad de los bienes,
que tan poco bien hacen que no llegan a satisfacer a quien los posee. Se buscan para
hallar contento en la vida, porque al parecer lo prometen, pero nunca lo han dado
cumplido, pues no hay ningún mundano contento en su estado. Unos hombres, envidian
la vida de otro, y se lamentan y se quejan de la propia, aunque mucho más feliz que la de
éste. Constantino el Grande (Euseb. Orat. De Laudibus Constant.), que había llegado a la
altura de la felicidad humana, dijo que su vida era algo más honorable que la de vaqueros
y pastores, pero mucho más penosa y molesta. Alfonso, rey de Nápoles, dijo que la vida
de los reyes era la vida de los asnos, por las grandes cargas que soportan. Así como en el
Libro de Job (26, 5) se dice: que los gigantes gimen bajo las aguas. En el lugar (como
Alberto Magno lo explica) de los gigantes se entiende los poderosos de la tierra, sobre los
cuales se envían problemas y aflicciones (que esto significa el nombre de las aguas en la
Sagrada Escritura), y gimen bajo el peso intolerable de ellos. Son como los gigantes, que
se sacan a las fiestas grandes en las ciudades, que son figuras muy vistosas, muy
cubiertas de oro y sedas; de mucha grandeza y majestad: esto es lo que parece; pero lo
que no aparece es el pobre hombre, sudando, gimiendo, cansado y medio muerto con el
peso que lleva sobre sus hombros. Las mulas de los grandes, cuando hacen las primeras
entradas en la corte, están cargadas de una gran cantidad de riquezas: de vasos de plata,

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camas de brocado y ricas colgaduras, sus vajillas, sus servilletas bordadas, sus varas y
garrotes de plata, sus cuerdas de seda, con sus grandes penachos, sus campanas, bozales
y otros muebles. Pero a pesar de que su carga sea rica y suntuosa, con todo, en fin, es
una carga, y los oprime, y están a punto de desmayarse y se hunden debajo de ella: así
es el honor, imperio, y el mando. Incluso el rey David confesó de sí, que era como un
asno, y que los lomos se le habían como desencajado, por así decirlo, y estaba magullado
y cansado con su carga. Algunos reyes dijeron lo que vulgarmente se cuenta de Antígono
Estobeo, (Stob. Ser. 3), que, cuando fue coronado rey de Macedonia, dijo, "¡Oh corona
más noble que feliz! Si los hombres supieran cuán llena estás de cuidados y peligros,
ningún hombre te tomaría ni sostendría, a pesar de que te encontrara en las calles." Y el
rey Dionisio, para expresar las angustias de la vida de los reyes, dijo, era como el de las
personas condenadas a muerte, que cada hora la esperan. Esto está representado por la
copa de oro, que tenía la mujer (es decir la prosperidad) que estaba sentada en el
monstruo de siete cabezas (que es el mundo); porque aunque el vaso tenía buena
apariencia, se dice que estaba lleno de abominaciones: porque no hay ninguno que no
hable mal de su propia condición, y muchos, que parecen más afortunados, aborrecen su
propia suerte, aunque parece la mejor a los demás. Salomón fue el rey que más disfrutó
de los bienes de esta vida; porque determinó hartarse de los deleites hasta quedar
empachado, y así tuvo mil esposas, las cuales setecientas eran reinas, y trescientas
concubinas; hizo suntuosos edificios y palacios, jardines, huertos, casas de placer,
bosques, arboledas, estanques de peces, gozó de excelente música, de hombres y
mujeres cantantes, tuvo el mayor número de criados en el mundo; su servicio y vasos de
oro y plata suntuosos eran como para causar admiración en la reina de Sabá (1R. 10); su
caballería constaba de cuarenta mil caballos, con mobiliario adecuado y jaeces sin
número. El tesoro que su padre David le dejó fue, según Budeo, diez veces mayor que la
de Darío, rey de Persia. Finalmente, llegó a tal punto de dicha y felicidad de todo tipo,
que él mismo se admiraba, y se reconoció a sí mismo por el príncipe más afortunado del
mundo, y dijo: "¿Quién comerá de esta manera, y abundará en todos los placeres y
delicias como yo?" Sin embargo, en toda esta prosperidad, cual ni el pensamiento del
más codicioso podía imaginar mayor, volviendo sobre ella los ojos, dijo que: "Todo era
vanidad y aflicción de espíritu:" y estaba tan descontento con su vida, que confesó tenía
tedio, y que detestaba el cuidado que había puesto en ella; y envidiando al pobre obrero,
juzgó que era mejor comer de lo que se obtiene con el sudor de la frente. Pues si todo
este exceso de la fortuna, la felicidad, la riqueza, el honor y el placer, engañó a tan sabio
rey, como Salomón, ¿a quién no engañará? ¿Qué vamos a esperar de alguna pequeña
parte de la felicidad, cuando toda la fortuna, gustos y fausto no fue bastante para una
vida feliz y tranquila? ¿Qué mayor argumento de la escasez y la pequeñez de los bienes
temporales, cuando todos juntos no son suficientes para llenar un corazón humano?
Como no son las cosas lo que parecen, no se consigue con ellas lo que esperamos, y por
lo tanto nadie está contento con lo que tiene, pareciéndole siempre mejor la suerte ajena.
Y esto procede del engaño de las cosas humanas, que alcanzando uno lo que deseó
para conseguir su contento, y no hallándola en ellas, tiene envidia al estado ajeno,

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pensando que en él topará el contento que no halló en el propio, y buscándole en casa
ajena, le echa menos en la suya con mayor pena, porque no ha experimentado lo que
pasa por otros, a los cuales hallará no menos descontentos de suerte. Esto está bien
expresado por la antigüedad en un cuento que fingió, lleno de instrucción, en el que los
cretenses pidieron a su dios Júpiter, que nació en aquella provincia, les diese este
privilegio, que fuesen libres de los trabajos los que vivían en ella. Júpiter respondió que
esto era un privilegio de los que estaban en el cielo, y no se podía conceder a los que
vivían en la tierra. Con lo cual hicieron una segunda súplica, ya que no se podía conceder
el carecer de trabajo, por lo menos se les concediese hacer trueque de sus labores con
quien les pareciese. Esto fue concedido. Con lo cual, el siguiente día a las primeras ferias,
cada uno recogiendo sus propios trabajos, y la carga de sí mismos, los llevaron a la plaza
del mercado; y comenzaron a mirar y desenvolver los trabajos de otros, y tantear las
pesadumbres ajenas, a cada uno le parecieron mayores y no queriendo ninguno trocarlas
por las suyas, cada uno regresó a su casa tal como salieron de ella. No es el remedio de
los trabajos huirlos, sino volvernos a Dios, pues por apartarnos de él nos vinieron, y fue
altísimo consejo de la Providencia divina que no falten a ninguno penas, para que
reconozcan sus culpas, esperando descanso solo en la otra vida y en Dios, le reconozca y
sirva. Por lo cual el profeta Oseas dice, que Dios trata con nosotros como un marido con
una esposa que lo había abandonado y andado detrás de amantes extraños, sembrando
espinas en su camino, para que estando herida, le diga, quiero volver a mi primer
cónyuge. Así Dios sembró de hieles y acíbar los bienes de esta vida, para que el alma,
que los buscare se lastime y se vuelva a Dios.
Otro argumento del gran engaño de las cosas temporales es esto, que cuanto más las
poseemos, cuanto más las codiciamos, y después de haber experimentado su poca
sustancia y poder para satisfacer a nuestros corazones, aun así nos quede corazón para
desearlas. Es evidente que esto es un gran engaño y un cierto tipo de brujería, por el que
arrebatan los afectos humanos aun cuando más se habían de huir. ¡Cuán vanas son, pues
aun quien lo tiene todo no se contenta con tenerlo, y siempre quiere más!, Ni todo el
poder y la felicidad de su reino, ni la grandeza de sus palacios, ni ser señor de tantas
ciudades y campos, podían contentar al rey Acab, pues deseó a tal extremo el pequeño
viñedo de su vecino pobre; y al no tenerlos cayó enfermo de tristeza y melancolía, se
arrojó sobre su cama, y por mera rabia y locura se abstuvo de comer. ¡Oh bienes de la
tierra! ¿Dónde está su grandeza? ya que la riqueza de un reino rico no pudo llenar el
corazón de un hombre, que no solamente lo dejó vacío para desear más: pero fue más
poderosa una sola cosa que le faltaba para darle pena que tantas juntas que poseía para
dale contento. Todas las cosas son tan vanas como esto, ya que no nos pueden dar
aquello para lo que las buscamos; y por lo tanto el Eclesiastés dice (5, 9): "El avaro no se
llenará de dinero, y el que ama las riquezas no tendrá fruto de ellas. Y esto es
vanidad."
Finalmente, de todo lo que se ha hablado, ya sea en este o en los libros anteriores, se
puede sacar la conclusión del emperador Marco Aurelio (lib. 2. In fin p. 185), donde
dice: "El tiempo de la vida humana es un momento, la naturaleza resbaladiza, los

192
sentidos oscuros, el temperamento de todo el cuerpo se corrompe y pudre fácilmente, el
alma es vaga, la fortuna difícil de conjeturar, la fama incierta, y para que lo diga en
pocas palabras, cuantas cosas pertenecen al cuerpo tienen la naturaleza de un río, y
las que pertenecen a la mente son como un humo o un sueño: la vida es una guerra y
una peregrinación; la fama después de la muerte es olvido. ¿Pues qué hay, que pueda
guiar al hombre con seguridad? No hay otra cosa sino la filosofía, la cual consiste en
esto, que conserves a tu alma sin lesión o mancha, entera e incontaminada, superior a
todo dolor y placer; que no hagas nada sin un buen fin, nada fingidamente o
falsamente, y que no cuides de lo que hace otro hombre, o deja de hacer. Además, que
todas las cosas que te suceden, las recibas del mismo principio de donde tú viniste.
Por último, que esperes la muerte con un ánimo gustoso y templado." Esto es de ese
gran filósofo.

193
CAPÍTULO X. Los peligros y perjuicios de las cosas temporales.

El mal menor que recibimos de los bienes de este mundo, es engañar y frustrar
nuestras esperanzas; antes se puede tener por bien librado quien solo sale de su amistad
burlado, porque son muchos los que, fuera de quedar sin lo que deseaban, topan lo que
aborrecían; y en lugar de la vida, muerte, y aquello que más aman se les convierte en
ponzoña. Absalón, siendo muy hermoso, se vanagloriaba de nada más que su cabello;
pero incluso ellos se convirtieron en el instrumento de su muerte, ya que sirvieron de
cordeles, quedando colgado de un roble; aquellos mismos que todos los días peinaba con
hebras de oro. ¿A cuántos fueron las riquezas, que amaban como su vida, ocasión de su
muerte? Esta es la calamidad de los bienes de la tierra, que el sabio observó cuando dijo:
"Hay otra enfermedad pésima, que vive debajo del sol, las riquezas conservadas para la
destrucción de su dueño." Esta es una enfermedad incurable y universal de las riquezas,
que cuando se poseen con afición, se convierten en la ruina de sus poseedores, ya sea en
el alma o el cuerpo, y muchas veces en ambos; de tal manera que no hemos de
considerar a los bienes temporales como vanas y engañosas, sino como parricidas y
traidores. Con mucha razón los dos grandes profetas, Isaías y Ezequiel, comparan a
Egipto (por el cual se significa el mundo y todos sus bienes) a un báculo de caña, la cual,
si se inclina sobre ella, se rompe, y las astillas hieren las manos. No menos vanos que
una caña son los bienes temporales, pero más peligrosos. Además de las otras fallas con
que se pagan, una muy grande es el daño que hacen a la vida misma, por cuyo bien se
desean; y no sólo hacen daño a la vida eterna, pero son perjudiciales incluso a la
temporal. Cuántos, por su deseo de obtenerlos, han perdido la felicidad del cielo y la
felicidad y tranquilidad de la tierra; porque llega a tanto su daño, que antes de la muerte,
dan una vida de muerte; y antes del infierno en la otra vida en esta, con preocupaciones,
tristezas, miedos, problemas, trabajos y aflicciones, que causan aun la mayor abundancia
y felicidad. Y por lo tanto escribe San Juan en su Apocalipsis, que la muerte y el Hades
fueron lanzados al lago de fuego, porque la vida de los pecadores, de los cuales habla,
según a la letra, es una muerte y un infierno; y dice que esta vida y este infierno serán
lanzados en otro infierno; y el que pone su felicidad en los bienes de la tierra deberá
pasar de una muerte a otro, y de un infierno a otro, del infierno temporal que tuvo en
esta vida al infierno eterno que tendrá en la muerte. Veamos la condición a la que Aman
fue llevado por su abundancia de bienes temporales, a un orgullo tan excesivo, que,
debido a que se le negó un respeto, llevó una vida de muerte, sofocando su pecho en un
infierno de rabia, locura y odio; nada en esta vida, como él mismo confesó, le daba alivio
o contento. ¿Qué estado más semejante a la muerte y al infierno que este? Porque así
como en el infierno hay una privación de todas las alegrías y placeres, así suele estar el
más afortunado de bienes de la tierra privado de todo gusto. Lo mismo, que confesó
Aman, sintió Dionisio, cuando era rey de Sicilia; a saber, que no gustaba de nada en los
placeres más grandes de su reino. Y así dijo Boecio (Cic. Qusest. Tusc. Boet. De
Consol. Philos.), que si pudiéramos quitarle el velo a los que se sientan en los tronos más
honrosos, vestidos de púrpuras, y rodeados de soldados de guerra, veríamos las

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estrechas cadenas en las que tienen cautivas a sus almas; que es conforme a lo que dijo
Plutarco, que sólo de nombre eran príncipes, pero en todo lo demás eran esclavos. ¡Cosa
maravillosa! que es, que un hombre rodeado con delicias, pasatiempos, y placeres, no
tenga alegría en nada, y en medio del baile, la bebida, fiestas, y lleno de regalos, traiga un
infierno en su corazón. Que en el infierno, donde hay tantos tormentos, no sientan gusto
los pecadores, no es de maravillar; pero que en esta vida no le tenga, en medio de su
felicidad, gran misterio es, gran mal es de la felicidad mundana y de todos sus contentos
que no dé lugar a un contento verdadero. Pero es providencia divina, que así como los
santos, que despreciaban todo lo temporal, en el medio de todos sus tormentos, tenían en
sus almas un cielo de alegría y placer, como San Lorenzo, que, en medio de las llamas,
tenía un paraíso en su corazón; asimismo el pecador, que no estima ni ama nada, sino
solo lo del mundo, tiene en medio de sus fiestas y placeres, penas, y entre sus felicidades
una vida de infierno anticipado al que después de la muerte ha de tener. Tan grandes son
las preocupaciones y dolores ocasionados por los bienes de la tierra, que oprimen a
aquellos que más los disfrutan, y cierran la puerta a toda alegría, dejándolos en una
noche lóbrega de tristeza. Esto es lo que se le representó al profeta Zacarías cuando,
antes de que los demonios viniesen para llevar a una región extraña en la tierra de Senaar,
para que habitase allí, aquella mujer que vio metida en una olla , le mostraron que
cargándola un mazo de plomo, la dejaron a oscuras tapada y encerrada allí; significando
con ello que antes que una persona mundana sea arrebatada por los demonios, para
llevarla a la tierra tenebrosa del infierno, es en esta vida engañada y puesta en tan grande
oscuridad que no ve ni un solo rayo de luz de la verdad, de modo que ningún contento o
alegría completa jamás puedan entrar en su corazón.

II. La razón por la cual los bienes de esta vida son molestos e incómodos, incluso a la
vida misma, es por los muchos peligros que traen con ellos, por las obligaciones que
involucran, los cuidados que requieren, los temores que generan, por las afrentas que
ocasionan, por los aprietos en que ponen, los problemas que traen con ellos, los deseos
desordenados que los acompañan, y por último, la mala conciencia que comúnmente
tienen quien más los estima. Con razón Cristo, nuestro Redentor, llamó a las riquezas
espinas, ya que enredan y lastiman de muchas maneras con peligros, pérdidas,
desasosiegos y temores. Por tanto, Job dijo del hombre rico (Job 20, 22): "Su propia
abundancia lo acosará, la mano de la miseria lo alcanzará." que San Gregorio explica
con estas palabras: "Primero tuvo dolor en el cansancio de su codicia mirando cómo
alcanzará lo que desea, unas cosas con halago, otras con terrores; y después que lo ha
llegado a cumplir, otro dolor le fatiga, que las guarda con solicitud, teme a los
ladrones, sobresáltese del poderoso porque no le haga violencia, y viendo al pobre,
sospecha que le ha de hurtar. Las mismas cosas que ha allegado teme no se consuman
por su propia naturaleza. En todas estas cosas, pues es pena de temer; tantas cosas
padece el desdichado cuantas teme padecer." San Juan Crisóstomo dice también que el
rico de necesidad ha de tener falta de muchas cosas, porque con nada se conforma y es
un esclavo de su avaricia, lleno de temores y sospechas, odiando, envidiando,

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murmurando y hecho enemigo de todos los hombres, el cual no tiene vida, el pobre pues
es camino real, seguro y protegido de los ladrones y enemigos, es un puerto libre de
tormentas, una escuela de sabiduría, y una vida de paz y tranquilidad. Y en otro lugar
dice así: "Si has de bien considerar el corazón de un hombre avaro y codicioso, has de
hallarle como un vestido estropeado y consumido por las polillas y de diez mil gusanos; y
tan podrido y acabado de los cuidados, que ya no parece el corazón de hombre. "Este no
es el corazón de los pobres, que brilla como el oro, es firme como una roca de
diamantes, agradable como una rosa, y libre de miedo, ladrones, cuidados, y premuras,
vive como un ángel del cielo, presente sólo a Dios y a su servicio, cuya conversación es
más con los ángeles que con los hombres, cuyo tesoro es Dios; no necesita quien le sirva,
ya que sólo sirve a su Creador; cuyos esclavos son sus propios pensamientos y deseos.
Pues ¿qué cosa más preciosa ni más hermosa? Ni se puede declarar mejor lo poco que
ayudan a la vida temporal las riquezas temporales, que por lo que dijo David (Sal. 33):
que los ricos tuvieron necesidad y hambre, pero los que buscan al Señor no será
defraudados de bien alguno; porque si aún la necesidad del cuerpo no puede quitar la
abundancia temporal, ¿cómo podrá quitar la pesadumbre del ánimo?
Tampoco son las honras más favorables para la vida humana. ¿Qué angustia del
corazón causan por no perderlas, y qué aprietos por conservarlas? Grandes son los
inconvenientes que muchos sufren por sostenerlas, que incluso dejan de comer por
conservarlas. Porque, así como el faraón exigió cosas imposibles a los hijos de Israel,
ordenando que no les diesen paja para encender los hornos para la quema de sus
ladrillos, mas que no por esto dejasen de dar la misma tarea y trabajo de los ladrillos que
hacían, cuando les daban antes la provisión de paja, y ellos gemían y daban voces al
cielo porque les mandaban cosas imposibles; la misma tiranía ejerce sobre muchos el
mundo quitándoles el caudal con que antes se sustentaban, y mandándoles mantener la
misma pompa y honra, y no pudiéndose sustentarse para comer, son forzados a sustentar
la honra, y así dejan de comer por tener un coche que no necesitan, y los criados que les
sobran, cuando apenas tienen con qué alimentar a sus estómagos hambrientos. En otros,
¿cuántas melancolías y tristeza a veces son causadas por una sospecha vana de que
alguien ha pensado o hablado mal de ellos? Son tantos los males y aflicciones, que este
bien fingido trae junto con él, que muchos abominaron de él y dieron gracias a Dios que
les quitó la carga de la honra, para vivir en mayor quietud y reposo. Plutarco dice que si
a un hombre se le ofreciese dos caminos, uno que lo llevase a las honras y el otro a la
muerte, había de escoger este por no ir por el otro. Luciano, con el deseo de expresar de
forma más completa esto, escribió de un dios que no quiso serlo, porque no podía verse
siempre honrado. Fingió esta mentira para hacernos creer la verdad que ya hemos
hablado.
También el exceso de placeres, ¿qué no cuesta? ¿Qué males y enfermedades no causa?
Pero bástales el tormento que suele causar en nuestras conciencias. Porque como el que
se aparta de su camino, sin reflexionar sobre ello, se ha desencaminado, las zarzas,
arbustos, pozos y desniveles del terreno, le ponen en cuenta de que se ha perdido; por lo
que los caminos y senderos de un hombre que le gustan los placeres, le están dando

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voces que va errado; que se extravía, y así es fuerza que tenga melancolía y tristeza en
su corazón. Bien dijo San Gregorio (Hom. 10 super Ezequiel) que era un tonto quien
esperaba la alegría y la paz en los placeres del mundo; porque aquellos son efectos del
Espíritu Santo y compañeros de la justicia, y no puede alcanzar sosiego quien le busca
donde está lejos el espíritu de Dios, la justicia y santidad como el mundo. Además, todos
nuestros placeres están tan entremezclados con problemas e impertinencias, que es más
descanso abstenerse de ellos. Epicuro, que era un gran perseguidor de los placeres, como
San Jerónimo escribe (Hieron contra Novinian), enriqueció todos sus libros con frases
contra la gula y otros gustos. Diógenes, de la misma manera, y otros filósofos,
despreciaban los placeres como perjudiciales, desposeyéndose de sus bienes y pasaron
sus vidas en una gran pobreza. Crates arrojó todos sus bienes en el mar y Zenon se
alegró de que sus bienes se fueran con una tempestad. Aristides no admitió la
generosidad de Calicias; Epaminondas se conformó con una sola túnica, viviendo en la
pobreza y la templanza, para vivir con gusto y honra, y libre de necesidades, que a
menudo son mayores entre los ricos que los pobres. Las riquezas no hacen a sus amos
ricos, que viven en la codicia perpetua, y nunca están satisfechos con sus arcas. Por
tanto, el Espíritu Santo, hablando de aquellos que son llamados ricos y de los pobres del
Evangelio, dice, los que son, por así decirlo, ricos y disfrutar de nada, y éstos son, por
así decirlo, pobres, y poseer todas las cosas. Por lo que San Gregorio señala, que no
había llamado nuestro Salvador Cristo absolutamente riquezas las del mundo, sino
riquezas falsas y engañosas. Falsas, porque no pueden continuar por mucho tiempo con
nosotros; engañosas, ya que no pueden satisfacer las necesidades del alma.

III. Es más de temer cuando los bienes de esta vida causan los males de la otra, y
cuando ellos no sólo nos roban el contento de la presente, pero ocasionan, los tormentos
del futuro, y después de un infierno en esta vida, despeñen en la muerte en otro. Bien
dijo San Jerónimo en una de sus epístolas, que era una cosa difícil de disfrutar tanto de
los bienes presentes y por venir, y pasar de los placeres temporales a los contentos
eternos, y para ser grande aquí y allá; porque el que pone toda su felicidad en sí mismo
aquí en adelante será atormentado; y el que está injustamente halagado y honrado aquí,
será justamente despreciado allí. Esto fue así declarado por San Vicente Ferrer en una
comparación del halcón y la gallina. La gallina, mientras vive, busca su alimento en las
colinas de tierra y estiércol, y cuando mucho come salvado de maíz; el halcón por el
contrario se acaricia, llevado en la mano de su amo, y se alimenta con los sesos de los
pájaros y perdices; pero después de la muerte se cambian sus suertes; pues el halcón es
lanzado al estercolero, y la gallina servida en la mesa de los reyes. Porque así como
Jacob cambió sus manos, colocando su mano derecha sobre su nieto, que estaba de pie
sobre su lado izquierdo, y su mano izquierda sobre aquel que estaba a su derecha,
prefiriendo al menor antes del mayor; así Dios suele cambiar las manos después de la
muerte, y prefiere a los más jóvenes, que son los pobres y despreciados en esta vida. Por
eso Cristo nuestro Redentor pronunció tantos males contra los ricos de este mundo. ¡Ay
de vosotros ricos, que gozáis de las risas en este mundo; pues lloraréis en la siguiente!

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¡Ay de vosotros, que ahora estáis llenos; pues tendréis hambre en el futuro! ¡Ay de
aquellos que tienen su cielo aquí; pues han de temer un infierno después! Temamos de lo
dicho al rico glotón: recibiste en vida tus bienes; y por eso en la muerte te sucederán
males eternos, cambiando manos con el pobre Lázaro, que recibió males en esta vida, y
después de la muerte disfrutó de los placeres de la otra. El hombre rico, que tenía
abundancia de vinos preciosos en esta vida, quería una gota de agua para refrescar su
lengua en la siguiente; y Lázaro, que aquí quería las migas de pan que caían de su mesa,
estuvo en la muerte en un banquete de la felicidad eterna. El profeta Jeremías escribe,
que Nabuzardan llevó cautivos a Babilonia a los ricos, y dejó a los pobres en Jerusalén;
porque el diablo se lleva a los esclavos y los amantes de las riquezas a Babilonia, que es
la confusión del infierno, y deja a los pobres en espíritu, en Jerusalén, que es la visión de
la paz, para que puedan disfrutar de la vista clara de Dios.
La felicidad de los bienes temporales borra de nuestra memoria la grandeza de lo
eterno; que nos hace olvidar a Dios, y la felicidad de la otra vida; ciega a los que las
poseen, ellos se ocupan en su totalidad de las cosas de la tierra, y les da los medios y
oportunidades para los vicios, que los pobres no tienen, que trabajan, o sirven a sus
amos, o rezan. De manera que gozar de los bienes temporales es tan peligroso, que San
Pablo (1Tm. 6, 9) llama a las riquezas, "lazo del demonio." Y si en todo lazo hay
falsedad y peligro, ¿cuán falso y peligroso debe ser el lazo de Satanás? Incluso Diógenes
era consciente de esta verdad, y por lo tanto los llama "un velo de malicia y perdición."
San Jerónimo (Hier. Ad Alga ep. 84) dice, que antiguamente habían dos proverbios
notables en perjuicio de los ricos: El primero, que el que era muy rico no podía ser un
buen hombre; el segundo, que el que era rico había sido ya sea un mal hombre o era el
heredero de un hombre malo; y nos advierte, que el nombre del rico, en la Santa
Escritura, es más comúnmente tomado en un sentido odioso y tan infame; y por el
contrario, en un sentido favorable, el de los pobres. La verdad es que la Santa Escritura
está llena de disfavores contra los ricos de este mundo; y, sobre todo, el Hijo de Dios,
pronunció expresiones notables y terribles contra los que abundan en los bienes
temporales; y por lo tanto, cuando enseñó las bienaventuranzas, dio la primera de ellas a
los pobres; y en la predicación de los males, le dio la primera a los ricos; y en otra
ocasión dijo que era imposible para los ricos entrar en el reino de los cielos. Y, a pesar de
querer moderar tan dura sentencia, sin embargo, él dijo que era dificultoso; y añadió
tanta dificultad, que es para estremecer, advirtiendo que es más fácil para un camello
pasar por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Pero para Dios
nada es imposible. De todo lo que se ha dicho, se puede colegir cuán dignos son, no solo
de desprecio sino de odio todos los bienes temporales, ya que nos privan no sólo de
nuestro contento en esta vida, sino de nuestra felicidad en la otra, e incluso de Dios
mismo. ¿Qué odio tendría una fiel y virtuosa esposa si un adúltero tomara la figura de su
esposo, con el fin de violarla? ¿Cómo no iba a aborrecer a tal villano? De la misma
manera somos traicionados por la felicidad temporal, la cual, apareciendo a nosotros en
figura de verdadera felicidad, hace que nuestro corazón adultere con ella, y deje a
nuestro cónyuge legítimo y verdadero bien, que es Dios. Porque, desde luego, no hay

198
felicidad perfecta, pero en su servicio y el cumplimiento de su santa voluntad, para que
podamos disfrutar de Él eternamente en la otra, y, por lo tanto, los bienes temporales,
que por su engaño, nos hacen perder la vida eterna, no deben ser amados y seguidos,
pero odiados como peor que mil muertes.

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LIBRO CUARTO.

CAPÍTULO I. De la grandeza de las cosas eternas.

A pesar de la pequeñez y bajeza de las cosas temporales en sí mismas, como ya hemos


visto, parecerán más pequeñas y viles a aquel que considera la grandeza y majestad de lo
eterno, de lo cual, ahora comenzaremos a tratar. Porque tal es la grandeza de la gloria,
que San Agustín hace uso de estas palabras (Augus. In Man.): "Si fuera necesario cada
día sufrir tormentos, o permanecer en el mismo infierno por algún tiempo para que
pudiéramos contemplar a Cristo en su gloria, y disfrutar de la compañía de los santos,
por ventura no fuera muy digno sufrir lo que es molesto y doloroso en la tierra, para
que podamos ser partícipes de tan gran bien y gloria." Esto que habla San Agustín no
debe tomarse como una exageración; como tampoco lo es lo que se atribuye a San
Jerónimo, que es una maravilla que las piedras bajo los pies de los que se han de
condenar no se conviertan en rosas, como un consuelo previsto para esos males que han
de padecer; y que por el contrario, es mucho más para maravillar que debajo los pies de
los que se han de salvar, no se conviertan en espinas, que saltando de entre los pies a la
cabeza no los hieran y castiguen sus pecados, pues han de conseguir bienes inefables por
un brevísimo trabajo. Esta grandeza de la bondad eterna consiste no sólo en la eternidad,
sino en su extensión también, por lo cual, aunque fuera su gozo por breve tiempo, no se
había de reparar en mil años de gravísimos tormentos por alcanzarlo algún día. Con lo
cual San Agustín dice (lib de arb 3): "Tal es la belleza de la justicia, y tan grande la
dulzura de la luz eterna, de esa verdad inmutable y la sabiduría, que aunque no hemos
de continuar en ella por encima de un día, se podían despreciar innumerables años de
esta vida, aunque fuesen llenos de deleites y regalos, y de abundancia de bienes
temporales, porque no se dijo con falso ni con mal afecto aquella sentencia: Mejor es
un día en tus atrios que mil lejos de Ti” Así que, mientras que, se dice comúnmente que
para la felicidad eterna, debemos dejar los bienes temporales y frágiles de la tierra, que
son cortos y transitorios, San Agustín dice, que si los del cielo fuesen breves, y los de la
tierra eternos, sin embargo, tenemos que renunciar a éstos por aquellos, aunque fuesen
eternos.
Esto es confirmado por lo que está escrito por Tomás de Cantimprato (lib 1, c 57, n.
67) y otros autores, que el diablo siendo interrogado por un exorcista, lo que quisiera
padecer por ver a Dios, respondió, que sufriría todo lo que los condenados en el infierno,
hombres y demonios estaban sufriendo hasta el día del juicio, sólo por poder disfrutar de
la vista de Él por un rato. ¿Cómo podemos, entonces, quejarnos de los cortos problemas
de esta vida, que han de ser recompensados con la clara visión de Dios para siempre,
cuando su enemigo profeso sufriría tanto sólo por disfrutar de ella por un instante? A
Caton, con la sólo lectura del discurso de Sócrates, relativo a la inmortalidad del alma,
pensó que nada era desprenderse de su vida, y despedazarse en pedazos, para poder
disfrutar de esa libertad eterna del alma, liberada de los gravámenes y las opresiones del

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cuerpo. Heroldo escribió (Jord. Herold. in Promptu Exemp.) que Fray Jordán, general de
la orden sagrada de los hermanos predicadores, exorcizando una persona poseída, el
diablo, entre otras respuestas a sus demandas, le dijo que nunca había visto el rostro de
Dios, pero sólo durante un abrir y cerrar de ojos; y que por verlo otro tanto padeciera
con gusto todos los dolores de sus compañeros hasta el día del juicio. Fray Jordán
permaneció sorprendido por esta respuesta, y recordando a sí mismo un poco, le dijo: Tú
lo has dicho bien; mas dame alguna semejanza de su belleza. Neciamente pediste, replicó
el espíritu; porque no se puede significar: mas para dar alguna satisfacción a tu deseo,
digo, que si la belleza de todas las criaturas, cielo, tierra, flores, perlas, y todas las otras
cosas que pueden dar cualquier delicia para la vista, se juntasen todas en una sola cosa; si
cada una de las estrellas arrojara tanta luz como el sol, y el sol brillara tan brillante como
todos ellas juntas; todo esto de manera unida sería, en relación con la belleza de Dios
Todopoderoso, como una noche oscura respecto del día más claro y más brillante.
Donde, por cierto, es de observarse, que los demonios nunca vieron a Dios con claridad,
como los ángeles lo ven en la gloria ahora, pero sólo por la excelencia de su naturaleza,
llegado a un cierto conocimiento particular y aventajado de su belleza, grandeza y otras
divinas perfecciones, con el gozo, que de este conocimiento sobrenatural, aunque no
claro, nacería; el cual bastó para que dijese que por volver a tener aquella ilustración y
gozo soportaría tantos tormentos y tanto tiempo. ¿Qué sería el ver a Dios claramente en
la gloria? Ciertamente, ser aserrado, ser desplumado, atenazado, y quemado vivo por mil
años, sería bien soportarlo por disfrutar de tan sumo bien por un día. ¿Qué será por
gozarle por una eternidad, siendo tan grande el gozo de ella, que un día solo puede
equivaler a muchísimos años? Por lo cual informa Juan Mayor que cierto monje
cantando maitines con los demás religiosos de su monasterio, y llegando a ese verso del
salmo 90 (Ex. Coll. Psal. LXXXIX.) Donde se dice: "Pues mil años a tus ojos son un
ayer que pasó", que ya ha pasado, se espantó mucho y comenzó a imaginar cómo era
esto posible; y permaneciendo en el coro (como acostumbraba) después del final de
maitines para perfeccionar sus devociones, con humildad rogó al Señor que le concediera
la verdadera comprensión de ese verso; que apenas había dicho esto y percibe un
pequeño pájaro en el coro, que con el vuelo hacia arriba y abajo delante de él, poco a
poco, con su canto melodioso, lo fue sacando de la iglesia a un bosque no muy lejos,
donde el pajarillo se posó en una rama, y continuó su música, para el deleite
indescriptible del monje, y luego se alejó, dejándolo con su ausencia no menos triste y
pensativo. O pajarito de mi alma decía ¿a dónde te has ido? Pero al ver que no volvía
regresó al monasterio, pensando que había dejado su monasterio esta mañana
inmediatamente después de maitines, y que entonces era como la hora tercia; pero
viniendo al convento, que estaba cerca del bosque, se encontró con la puerta por la que
estaba acostumbrado a entrar, cerrada y otra abierta en otra parte, cuando tocó a la
puerta, el portero, le preguntó quién era, de dónde venía, y a quién buscaba. Respondió
que él era el sacristán de la iglesia, y que habiendo esa mañana salido después de los
maitines; se encontró con todas las cosas en su regreso cambiadas. El portero le exigía el
nombre del abad, el prior, y del procurador. Se los nombró y se espantaba mucho de que

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no le dejaba entrar dentro del convento, y que disimulase conocer a los religiosos que le
nombraba. Le dijo que le llevase al abad, mas cuando llegó a su presencia, ni el abad lo
conocía ni él al abad; sin saber qué decir o hacer el abad le preguntó su nombre y él al
abad; y volviéndose a los anales del monasterio, se encontró que habían pasado más de
trescientos años desde la muerte de esas personas a las que nombró. Con lo cual el
monje se dio cuenta de lo que le había pasado sobre aquello con el salmo. Con esta
relación le reconocieron, y le admitieron como un hermano en su profesión, en donde
después de haber recibido los sacramentos de la iglesia, con mucha paz puso fin a sus
días en nuestro Señor.
Si el gusto de un sentido, así poseyó el alma de este siervo de Dios, ¿qué será cuando
no sólo el oído, pero la vista, el olfato, el gusto, todo el cuerpo y el alma se ahoguen en
sus gozos, proporcionados a los sentidos del cuerpo y a las potencias del alma? Si la
música de un pequeño pájaro tanto lo transportó, ¿qué será la música de los ángeles?
¿qué será la clara visión de Dios? ¿qué será de lo que el mismo Dios hizo con
ostentación, si así se me permite decirlo, con su omnipotencia? Porque así como el rey
Asuero que reinó desde la India hasta Etiopía sobre ciento veintisiete provincias, para
mostrar su grandeza y poder hizo un gran banquete a todos sus príncipes, que duró
ciento ochenta días; así el supremo rey del cielo y de la tierra hará su gran cena de gloria,
que durará por toda la eternidad, para mostrar su poder y el agradecimiento en honrar a
sus siervos; donde el gozo será tal que ni el ojo ha visto ni el oído oyó, ni cayó en
corazón de hombre cosa tan grande y bien tan inmenso. ¡Oh bajeza de los bienes
temporales! ¿Qué proporción tienen estos con esta grandeza, ya que son tan pobres que
incluso el tiempo, de donde tienen su ser, los hace tediosos e insoportables? ¿Quién
podría seguir todo un mes sin otras formas de diversión, escuchando la música más
selecta?, más aún, ¿quién podría no cansarse de aquel gusto continuado sin cambiarlo
por otro? Pero tal es la grandeza de esas alegrías que Dios ha preparado para los que le
aman y le temen, que por toda la eternidad no nos cansará antes bien se la apetecerá
siempre.

II. San Anselmo (lib. 1 De Simil.) observa esta diferencia entre los bienes y los males
de esta vida y la otra, que en esta vida ninguno de ellos son puros, pero mezclados y
confundidos. Porque los bienes son imperfectos y se mezclan con muchos males; y los
males cortos y se mezclan con algunos bienes. Pero en la otra vida, en que los bienes
son más perfectos y puros, sin la más mínima mezcla de mal, así nunca pueden cansar,
porque ya tuvieran algún mal si trajeran cansancio; por lo que, por el contrario, los males
del infierno, que son sin mezcla de algún bien, y así son insuperables y tremendos: de
suerte que en el cielo habrá este sumo bien de tener allí todos los bienes y de carecer de
todos los males y en el infierno habrá este sumo mal de tener allí todos los males y
carecer de todos los bienes.
Por lo tanto, la gloria eterna es grande por dos cosas, por no tener mal alguno, y por
ser sus bienes sumos. David dijo que Dios había puesto tan lejos nuestros pecados de
nosotros, cuanto dista el Oriente del Poniente; lo que no sólo se ha verificado en la culpa

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del pecado, pero en el castigo, que está tan lejos de sus bienaventurados cuanto dista el
cielo de la tierra. Y aunque la distancia espiritual entre ellos es mayor que la corporal del
cielo a la tierra, sin embargo, para formarnos a partir de ahí cierta concepción, diremos lo
que se alcanza a saber o decir de ésta, para que veamos cuán lejos están los males del
cielo, y cuántas ventajas hacen sus bienes a los de la tierra. Nuestro famoso matemático,
Cristóbal Clavio, dice (Clavius in Spher c 2), que desde el cielo de la luna, que es el más
bajo de todos, a la tierra, son ciento veinte mil seiscientos treinta millas; y desde el cielo
del sol, cuatro millones treinta mil novecientos veintitrés millas; y desde el firmamento, o
el octavo cielo, de ciento sesenta y un millones ochocientos ochenta y cuatro mil
novecientos cuarenta y tres millas. Aquí Platón pide a los matemáticos cesar su
investigación; porque de aquí no hay una regla de medir más; pero sin lugar a dudas, es
mucho más lejos de allí al cielo empíreo. Porque el ancho solo del cielo estrellado se dice
que contiene tanto como todo el espacio entre este y la tierra: de tal manera que si una
piedra de molino arrojada desde el más alto firmamento, y cada hora cayera doscientas
millas, sería noventa años antes de que llegue a la tierra. Los matemáticos también, y
algunos intérpretes doctísimos de la Escritura, afirman que la distancia de la Tierra al más
alto firmamento es menor que de allí a lo más bajo del cielo empíreo, y por lo tanto
concluyen que si uno viviera dos mil años, y si cada día viajara cientos de millas, aun no
llegara, a lo más bajo del firmamento, y si después viajase otros dos mil años de la
misma manera, no atravesaría lo más grueso de ese cielo, y si después viajara cuatro mil
años con la misma prisa aun no llegara a lo más bajo del cielo empíreo. ¡Oh poder de la
gracia de Jesucristo, que en un momento hace caminar tan gran viaje! Esa noble matrona
que estaba siendo atormentada y condenada a muerte en Inglaterra, dijo a los que con
dolor y horror vieron su martirio, "¿tan breve es el camino que nos lleva al cielo, que
dentro de seis horas seré levantada por encima del sol y de la luna, pisaré las estrellas con
mis pies, y entraré en el cielo de los bienaventurados." Pero no había necesidad de seis
horas, un pequeño instante trae las almas de los bienaventurados allá, purificadas de sus
pecados y penas, siendo más distante de la una y la otra que hay desde la tierra al cielo.
Proporcionable a esta distancia en los lugares es la ventaja en la grandeza del cielo sobre
la tierra, y lo mismo en sus bienes. Subamos con la consideración allá, y desde aquel
lugar eminentísimo despreciemos todo este mundo mudable, ya que incluso los gentiles lo
hicieron. Por lo cual dijo Tolomeo (Ptol. in Praefat. Am. gesti.), "Aquel es más alto que
el mundo que no cuida en cuya mano está el mundo." Y Cicerón (Tul. in Som. Scipion),
"¿Qué cosa de las humanas puede parecer grande a quien conoce la eternidad y toda la
grandeza del mundo? Toda la tierra me parece tan poco para mí que me pesa y me
avergüenza de nuestro imperio, con que sólo hemos tocado alguna pequeña parte de
ella." Toda la grandeza de los reinos de la tierra no son sino un punto, y para Boecio le
parecía sino como un punto de un punto. Pero del cielo Baruc dijo: "Qué grande es la
casa de Dios, que grande que es el lugar de su posesión! Grande es, y no tiene fin;
excelso e inconmensurable! Tan grande es la ventaja de las cosas eternas por encima de
lo temporal, aunque no fueran eternos. ¡Oh cuán necios son los que por un punto de
tierra pierden tantas leguas del cielo! ¡Los que por un breve gusto pierden tan inmenso y

203
duradero bien! ¡Oh, la grandeza de la omnipotencia y la bondad de la liberalidad divina,
que ha preparado grandes bienes para los humildes y pequeños que le sirven! San
Agustín, cuyos pensamientos eran tan sublimes, y cuya comprensión era una de las más
altas en el mundo, se vio incapaz de expresarlos, es más, ni siquiera pensar en ellos. El
cual deseoso de escribir de la gloria eterna, y tomando pluma en mano, contempló en su
recámara una gran luz, y sintió una dulzura tan fragante que le enajenó y sacó de sí, y
con todo, oyó una voz que le decía: "Agustín, ¿qué haces? ¿crees tú que sea posible
enumerar las gotas del mar, o captar la redondez de la tierra, o hacer que los cuerpos
celestes suspendan su movimiento? Lo que ningún ojo ha visto, quieres tú verlo? Lo que
ningún oído ha oído, quieres tú percibirlo? Lo que ningún corazón ha alcanzado, ni
inteligencia humana imaginado, ¿tú crees que lo puedes comprender? ¿Qué fin ha de
hallarse a lo que es infinito? Y ¿cómo puede ser medido, lo que es inmenso? Primero
serán posibles todas las imposibilidades, que tú entender la menor parte de esa gloria que
es disfrutada por los bienaventurados en el cielo." Si uno, que había sido siempre criado
en una mazmorra oscura, y nunca había visto otra luz que la de alguna lámpara de luz
tenue, se le dijese que por encima de la tierra había un sol que iluminaba todo el mundo
y emitía sus rayos muy por encima de cien mil leguas, este tal, por más que le dijesen
haría concepto cabal del brillo y la belleza del sol, y mucho menos se puede hacer
concepto de la gloria de estas cosas del otro mundo que se nos presentaran, sin embargo
ejemplificadas por comparaciones de las bellezas más grandes del mundo. Así
bendiciones tan inefables aborrece un pecador, por hacerse despreciable y maldito.

III. Después de la misma manera los males y dolores de este mundo no son nada
comparables con la grandeza de las eternas, y, por lo tanto, como trescientos años
disfrutando de un gozo celestial no pareció a aquel siervo de Dios más tiempo que de tres
horas; así también, por el contrario, tres horas de dolores eternos parecerán a los
condenados como trescientos años, y mucho más; incluso los dolores temporales en el
purgatorio. Sobre este hecho ha escrito San Antonio (p. 4. s. 4). Un hombre de mala vida
fue visitado por el Señor con una larga enfermedad, con objeto de que pudiera
arrepentirse y reflexionar sobre sus pecados; y que cambiara de vida. Pero su
enfermedad, creció tan grave y tediosa para él, que a menudo, con gran seriedad, él
mismo pidió a Dios, y le rogó que le librara de la prisión de su cuerpo. Con lo cual, un
ángel se le apareció, con esta elección: o bien continuar dos años enfermo de esa manera
en que estaba, y luego ir directamente al cielo; o morir al instante, y permanecer tres días
en el purgatorio. No pasó mucho tiempo cuando eligió por la segunda opción, "e
inmediatamente murió; pero no había pasado una hora en aquellos dolores, cuando el
mismo ángel se le apareció de nuevo, y después de un poco de aliento y consuelo, le
recordó al hombre que esa había sido su elección de estar en el purgatorio por tres días
que seguir enfermo y luego ir directo al cielo, a quien respondió el alma afligida: "es
imposible que seas el ángel del Señor; pues los ángeles buenos no pueden mentir, y ese
ángel me dijo que debía permanecer en este lugar, por tres días, y ahora han pasado
tantos años, que he sufrido los tormentos más amargos, y sin embargo no puedo ver el

204
final de mi sufrimiento." "Conoce a continuación (dice el ángel), que no es todavía una
hora desde que has dejado tu cuerpo, y el resto de los tres días todavía debes sufrir", a
quien respondió el alma, "Ora al Señor por mí, que mire mi ignorancia en la toma de una
decisión tan tonta; pero que por su misericordia divina me permita volver una vez más a
la vida, y no tendré solamente paciencia para sufrir esos dos años, pero tanto como le
plazca imponer sobre mí." Se le concedió su petición, y siendo restaurado a la vida, su
experiencia del purgatorio hizo todos los dolores de su enfermedad parecer luz, de modo
que él los soportó no sólo con paciencia, pero con alegría. ¡Oh qué caros son los placeres
breves de los sentidos, que son pagados con tormentos tanto tiempo y tan innumerables!
En efecto, si el dolor que el placer mereciera no debiera durar más que lo que el gusto,
no sería insufrible, y parecería diez mil veces más prolijo, ¿qué va a hacer siendo eterno?
¡Oh penas de este mundo, enfermedades, dolores y dificultades, lo ridículos que son, en
comparación con aquellos que son eternos! Y si por vuestras penalidades temporales
escapamos de las eternas, dichosísimos sois y debéis recibirlas felizmente con mil
agradecimientos.

205
CAPÍTULO II. La grandeza del honor eterno de los Justos.

Consideremos ahora, en particular, la grandeza en los bienes de la otra vida, en la que


se contienen honores, riquezas, placeres, y todas las bendiciones tanto de alma y cuerpo;
de cada uno de los cuales, hemos de decir una consideración aparte, y daremos principio
con el honor. Ciertamente, el premio de honor que se confiere a los justos en la otra vida,
es ser grande en extremo. En primer lugar, porque entre todos los apetitos de una criatura
razonable, el del honor es el más potente. En segundo lugar, porque nuestro Salvador nos
exhorta a la humildad como el camino por el que vamos a entrar en la gloria, y promete
honores y exaltaciones a los humildes; y no hay duda de que en lugar de la saciedad, la
remuneración, y de la realización de todo lo que puede desearse, el honor de los
servidores de Cristo y los seguidores de su humanidad será inexpresable, de los cuales
hay muchas promesas en la Santa Escritura. Él mismo dice, que su Padre les honrará en
el cielo; y David canta (Sal. 8, 6): "Coronándolo de gloria y honor;" y Eclesiástico (45,
12) (tal como se aplica por la Iglesia), "Una corona de oro sobre su cabeza, grabada con
el sello de la santidad y la gloria de honor." Además, todo el tributo que los que sirven
a Dios son responsables de pagarle, es sólo para alabarlo y honrarlo, porque no pueden
aumentar otro bien divino; porque ni el gozo y gusto eterno de Dios pueden aumentarse,
ni le pueden ser en cosa alguna de provecho, ya que todas sus perfecciones intrínsecas
son tan excelentes, que no pueden recibir adición; sólo esta gloria y honor, en cuanto es
bien exterior es capaz de aumento. Y esto es lo que él recibe de los santos que le sirven;
con el que Dios se agrada tanto, que les paga de nuevo en la misma moneda, y honra a
los que le honran; y este honor llega a esa altura, que Cristo mismo lo expresa con estas
palabras (Ap. 3, 21): "Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo
también vencí y me senté con mi Padre en su trono." A la grandeza de tal promesa, un
doctor sorprendido (Belar. L. 1 de Aeterna Felicit. C. 4 in film.), Grita, "¡cuán grande
será la gloria, cuando un alma simplemente deberá, en presencia de un número
infinito de ángeles, sentarse en el mismo trono con Cristo, y, por la justa sentencia de
Dios, sea alabado por vencedor sobre el mundo y los poderes invisibles del infierno!
¿y cómo se alegrará el alma, cuando se vea liberada de todos los peligros y
dificultades, triunfar sobre todos sus enemigos? ¿Qué puede desear algo más que ser
partícipe de todos aquellos bienes divinos, e incluso acompañar a Cristo en el mismo
trono? ¿cuán alegre peleará el combate en la tierra? ¡Cuán fácilmente llevará todas
las aflicciones por Cristo, los que con fe viva y esperanza cierta conocen con los ojos
del alma honores tan sublimes!" Ciertamente, con mucha razón puede la gloria de los
santos ser llamada por el nombre de bienaventuranza, por ser tan excesiva la honra que
tienen allí los santos.
¡Qué honra será el que, cuando el justo en la otra vida reciba no menos recompensa de
la santidad que Dios mismo! La naturaleza de la honra es ser un premio de la virtud; y
cuando un poderoso rey concede más a algún capitán valeroso por galardón de sus
servicios, por tanto mayor es la honra que se le confiere. Pues ¿qué honra será entonces,

206
cuando Dios dará a los que le han servido, no sólo el pisar sobre las estrellas, habitar en
los palacios del cielo, ser señores del mundo; pero trascender de todo lo creado, y no
encontrando entre todas sus riquezas suficiente premio para honrarles, deberá darles su
propia esencia infinita para disfrutar, no por un día, sino para toda la eternidad? El honor
más alto que los romanos otorgaban a los grandes capitanes, era que les concedían un día
de triunfo, y el permiso para llevar una corona de hierba u hojas, que se marchitaba al
día siguiente. ¡Oh virtud más noble de los cristianos, cuyo triunfo será eterno, y cuya
corona inmarchitable es Dios mismo! ¡Oh dichosísima diadema de los justos! ¡Oh más
preciosa guirnalda de los santos, que es de tan gran valor e importancia como es Dios!
Sapor, rey de los persas, fue tan ambicioso de honra, que se hacía llamar hermano del
Sol y la Luna, y amigo de los planetas. Este príncipe vano erigió un trono glorioso, que
colocó en lo alto, y por lo tanto se sentó en él con gran majestad, teniendo bajo sus pies
un cierto globo de cristal, en el cual estaban representados artificialmente los
movimientos del sol, la luna y las estrellas; y sentarse coronado por encima de este cielo
fantástico estimaba como un gran honor. ¿Cuál será, entonces, el honor de los justos,
que verdadera y realmente se han de sentar encima del sol, la luna, y el firmamento,
coronados por la mano de Dios mismo? Si el aplauso de los hombres y la buena opinión
que tienen los demás de uno, es estimado un honor, ¿cuál será el aplauso de los cielos, y
la buena opinión, no sólo de los santos y los ángeles, sino de Dios mismo, cuyos juicios
no pueden equivocarse? David tomó por un gran honor, que el rey Saúl juzgara como
recompensa de su valor recibir en premio a su hija. Dios supera esto, y honra tanto al
servicio de sus elegidos, que paga sus méritos con no menos recompensa que Él. ¡Oh
trabajo dichoso del combate victorioso y glorioso de los justos contra los vicios y
tentaciones del mundo, cuya victoria merece una corona incalculable! San Clemente de
Alejandría informa, que había en Persia tres montañas; el que vino a la primera oyó, por
decirlo así de lejos, el ruido y la voz de los que estaban luchando; el que alcanzó a la
segunda, oyó perfectamente los gritos y el clamor de los soldados que participaban en la
furia de la batalla, mas el que alcanzó la tercera, oyó nada más que las aclamaciones de
alegría de la victoria. Esto sucede realmente con el justo, que igualmente deben pasar tres
montañas místicas, que son la razón, la gracia y la gloria. El que llega al conocimiento de
la razón da una alarma al vicio, al que combate y vence por la gracia y la gloria celebra
su victoria con la alegría y el aplauso de todos los habitantes del cielo, y se corona como
vencedor con una corona tal como ya hemos hablado.

II. Además de esto, el que es más conocido, y alabado y celebrado por bueno y
virtuoso de mayor multitud, se estima por más glorioso y honorable. Pero todo este
mundo es una soledad con respecto a los ciudadanos del cielo, donde innumerables
ángeles aprueban y alaban las acciones virtuosas de los santos; pero también ellos son
nada, y todas las criaturas, los hombres y los ángeles, son como un desierto solitario en
relación con el Creador. ¿Qué comparación puede haber entre ese honor, que pueden dar
los hombres de algún reino en particular o de toda Europa, respecto de la gloria que
causará al justo la aprobación de todos los bienaventurados, ángeles, y hombres y aún de

207
todos los condenados y demonios en el día del juicio? ¿Cuál es la aprobación de un
conocimiento creado en relación con la Divinidad? ¿Qué hombre ha sido tan glorioso en
la tierra, que haya sido conocido su valor por todos los hombres? Porque los que
nacieron antes que él no lo conocieron, y muchos de los que están por nacer no le
conocerán. Pero los bienaventurados en el cielo serán conocidos por todos los hombres
nacidos y por nacer, y fuera de estos por los ángeles, y por el Rey de los hombres y de
los ángeles. La fama humana se funda en el aplauso de los hombres mortales, que,
además de ser inferior a los ángeles, pueden engañar, y pueden mentir, y son en su
mayor parte pecadores y malvados. ¿Hasta qué punto, entonces, excederá la honra que
se hace en el cielo a un justo por los ángeles y por las almas benditas y puras, que no
pueden engañar, ni ser engañadas? Si estimamos a más el ser honrados por los reyes de
la tierra, por los grandes hombres del mundo, y por el doctores en las universidades, que
por los campesinos bárbaros e ignorantes de un pobre pueblo, ¿Cuán sin comparación
debe estimarse el valor de la honra, que será otorgada por los santos en el cielo, que son
los reyes y grandes de la corte de Dios, y con toda la sabiduría más perfecta y divina?
Todo el honor de los hombres es ridículo, y su ambición no más sabia, al que la busca,
que, como dice San Anselmo (lib. De Sim. c. 65), es como si un gusano deseara ser
alabado de otros gusanos, y ser antepuesto a ellos. Es toda la tierra, sino como un
pueblo, o más bien como una pobre choza de campo respecto del cielo. No nos
esforzamos por un nombre sobre la tierra, pero que nuestros nombres queden escritos en
el cielo, en comparación de lo cual es mucho decir que la tierra es un punto, como
Seneca llamó (lib. 2. de Consol.), y, por lo tanto, Boecio demuestra que es menos, y
dice: "Si a esta pequeña partícula de tierra le quitarás cuanto ocupan los mares, lagos y
lugares deshabitados y llenos de bestias salvajes, apenas se dejará a los hombres, sino
una vivienda estrecha. Pues encerrados en tan pequeño punto de un punto, ¿cómo
podéis pensar extender tu fama y publicar vuestro nombre?" Compara uno lo que es el
cielo con respecto a la tierra, y has de encontrar la diferencia entre ellos ser tan grande
como es su distancia.
De este honor incomparable en el cielo, han sido algunas revelaciones de gran confort.
Se reveló a Santa Gertrudis, que, tan a menudo como San José es nombrado aquí en la
tierra, todos los bienaventurados en el cielo hacen una humilde reverencia. ¿Qué mayor
honor se puede esperar? ¿Qué comparación puede todas las expresiones de respeto y
adoraciones de todos los hombres en este mundo, con una sola inclinación y reverencia
manifestada por un santo en el cielo? Entonces, ¿cuál será la reverencia mostrada por
ellos por completo? La Iglesia dice de San Martín, que a su entrada en el cielo, fue
recibido con himnos celestes, es decir, con cantos en alabanza de su destreza y su
victoria. Si Saúl pensó el honor demasiado que fue dado a David de las doncellas cuando
celebraban su victoria en sus canciones, qué será ser celebrado por todos los santos y
ángeles en responsorios celestes? El cardenal Belarmino concibe (Bellar. De Æter. Felic.
Lib. 4. c. 2), que cuando un siervo de Dios entra en el cielo, será recibido con este tipo
de música, todos los bienaventurados en el repitiendo estas palabras del Evangelio: "bien,
siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, has de ser colocado sobre muchas

208
cosas; entra en el gozo de tu Señor", que serán repetidas en coros. Este será un canto de
victoria, un honor por encima de todos los honores de la tierra, conferido por tan
grandes, tan sabios, tan santos, y así auténticos.

III. A pesar de que el honor y aplausos, que los justos reciben en el cielo de los
ciudadanos de esa ciudad santa sean incomparables, sin embargo, el honor y el respeto
con que Dios mismo los trata es muy por encima de aquella. Cristo, nuestro Redentor,
para explicar esto, no lo hizo con menor semejanza que con la honra conferida por el
siervo a su Señor; y por lo tanto, dice, que Dios mismo, por así decirlo, sirve a los
bienaventurados en el cielo en su mesa. Acá entre los hombres es suma honra si un rey
hace que uno se siente a su mesa; pero que un rey sirva a su vasallo, como si él mismo
fuera su criado, ¿cuándo se ha visto o alguna vez se oyó? Ciertamente, David le dijo a
Dios, que eran demasiadamente dichosos sus amigos. Y el mismo David, hizo por grande
honra que Mifiboset (siendo nieto de un rey, y el hijo de un excelente príncipe al que
David debía la vida) se sentara a su mesa, pero no llegó a hacer más honra ni cortesía
que esta. Aman, que fue el hombre más orgulloso y ambicioso en el mundo, no podía
pensar en una mayor honra del rey Asuero que a cabalgar por las calles montado en el
propio caballo del rey llevándole del freno el hombre más grande en el reino; pero que el
mismo rey Asuero realizara ese servicio de llevarle él mismo del freno del caballo y le
sirviese nunca entró en su imaginación. La honra que Dios concede a los justos supera
toda imaginación humana, que, no satisfecho con la coronación de todos los
bienaventurados con su propia divinidad, dándose a sí mismo a ser poseído y disfrutado
por ellos por toda la eternidad, les honra con nuevas coronas sus victorias y acciones
heroicas. Tomás de Cantiprato (lib. X. Apum.) escribe de Alejandro, hermano de santa
Matilde, y el hijo del rey de los escoceses, que se apareció a un monje con dos coronas,
y, siendo preguntado por qué traía las coronas duplicadas contestó: "Esta que llevo sobre
mi cabeza es común a mí con todos los bienaventurados, pero la que llevo en mi mano,
se me dio por renunciar a mi reino en la tierra." Pero, sobre todo, destacarán los
mártires, vírgenes, y los doctores, a quien Dios honrará con diversas laureolas
particulares de honor, con que resplandecerán más gloriosos por lo cual serán conocidos
y distinguidos del resto de los bienaventurados; porque juntamente con el particular gozo
que se les comunica en el alma, se les imprime una señal hermosa con que sean
señalados y conocidos entre las demás almas santas, como los caracteres indelebles del
bautismo, la confirmación, y el sacerdocio, que imprimen un carácter que ha de durar
toda la eternidad. De los doctores, el profeta Daniel dice, "Ellos lucían como las estrellas
en el firmamento," que nos da a entender que, como las estrellas sobresalen en el cielo
por la ventaja de su luz, los doctores serán conocidos en la corte del cielo por su
esplendor, el cual saldrá de ellos. Y si el menos santo en el cielo brillará siete veces más
que el sol, ¿qué resplandor será el que sobresalga sobre soles tan resplandecientes? De
los mártires, San Juan dice que iban vestidos de blanco, llevando palmas en sus manos
en señal de victoria, porque, así como los reyes eran honrados con que solo ellos usaban
la púrpura real y llevaban el cetro en sus manos, así también son honrados los Mártires

209
con aquella rica vestidura y con el ramo de palma. El mismo San Juan también dice de
las vírgenes, que llevan el nombre de Cristo y su Padre impreso en sus frentes; lo cual
será como una señal para distinguirlas del resto de los demás, conforme con la profecía
del profeta Isaías, que dice, que se les dará un nombre más noble y excelente a las
vírgenes que al resto de los hijos de Dios; dice San Agustín por eso por ventura se les da
nombre, esto es divisa especial; porque por él se diferencian de los demás, como se
diferencian por el nombre unos de otros.
Además de esto, tendrán particular señal o resplandor los miembros de los
bienaventurados, que han servido sobre todo a Dios, o sufrieron por Él, como nota San
Agustín (August. 1. 22 de Civit.); de modo que cada herida que San Esteban recibió de
su lapidación, echará rayos de luz particular. ¡Y con qué ropa tan rebosante se cubrirá
San Bartolomé pues fue desollado de pies a cabeza! En la misma manera, Santiago el
Interciso, que fue cortado en pedazos, miembro por miembro, por la fe de Cristo.
Incluso los confesores, en esos sentidos que mortificaron por Cristo, tendrán un esmalte
particular de luz. San Juan Evangelista se mostró a santa Matilde con un esplendor y
gracia particular en sus ojos, por no atreverse a levantar los ojos a mirar a la Santísima
Virgen, cuando vivía con ella, por la gran estima y veneración que le tenía en vida. No
hay ningún tipo de honor, que no se le dará luego a los actos de virtud heroicas realizadas
por los santos en esta vida, los cuales se leerán en cada predestinado sin tener necesidad
de historias, ni anales, ni estatuas, para dar a conocer o eternizar su memoria, como tiene
necesidad los honores mundanos, porque como son cortos, transitorios y de pequeña
resistencia, tienen necesidad de algo para su conservación en la memoria de los hombres.
Para ello, los romanos erigieron estatuas a los que tenían la intención de honrar, porque,
al ser mortales, quedase después de sus días aquella imagen y memoria suya por donde
se conociesen y juntamente el bien que había hecho a la república. Pero en el cielo no
hay necesidad de este artificio; porque los que están allí honrados son inmortales, y
tendrán en sí mismos un poco de carácter grabado como un testimonio evidente y claro
de sus nobles victorias y logros. El honor de los justos en el cielo depende no como el de
la tierra de dichos, es contra accidentes ni está expuesto a peligros, o se mide por el
discurso de los demás, pero en sí contiene su propia gloria y dignidad. Las dignidades en
los imperios romanos, como se desprende de la ley civil eran cuatro, expresadas por
estos cuatro títulos: Perfectísimo (Perfectissimus), Clarísimo (Clarissimus), Espectable
(Spectabilis), e Ilustre (Ilustrissimum). Estos reconocimientos fueron sólo en el nombre y
en la reputación, no en la sustancia y verdad. Porque era llamado Perfectísimo a quien
era imprudente, necio, apasionado, vicioso y en todo imperfecto y menguado; llamábase
Clarísimo, quien no tenía ni la claridad ni la serenidad de entendimiento, sino la oscuridad
de muchos vicios; se llamaba Espectable y especioso, a aquel hombre que pudiera huir
veinte leguas sin ser mirado; y los Ilustres, eran los que estaban envueltos en la oscuridad
de la ignorancia y el vicio, sin la más mínima luz de la virtud. Pero para que veamos
cuánta diferencia hay entre los honores del cielo y los de la tierra, que son tan distantes
unos de otros, como la verdad de la falsedad, debemos saber, que en el cielo los
bienaventurados no sólo son llamados perfectísimos, pero realmente lo son tanto en alma

210
y cuerpo, sin la más mínima imperfección o defecto: no sólo son llamados clarísimos,
sino que lo serán; porque serán adornados con ese don de claridad, que echarán fuera
rayos más claros que el sol; y si el sol es lo más brillante en la naturaleza, ¿cómo serán
los que sean siete veces más que la claridad del sol?, clarísimos sin duda serán. Tampoco
se dirán expectables o especiosos y dignos de ser mirados; pero lo serán; porque su
hermosura y decencia serán sumamente espectables, dignas no sólo de mirarse pero de
admirarse; ni solo se dirán, pero serán realmente ilustres, porque cada uno con su propia
luz deberá ser suficiente para ilustrar e iluminar a muchos mundos. Si un solo título falso
de lo que verdaderamente poseen y disfrutan los bienaventurados era lo que honraba y
respetaba el Imperio Romano, tener la verdad y la sustancia de ello en el cielo ¿cuán
grande honra será? Con razón dijo Matatías a la gloria de este mundo excrementos y
suciedad; porque todos los honores y dignidades de la tierra con respecto a los del cielo
son vileza y asco, ignominia e infamia. ¿Qué mayor honra que ser amigo de Dios, hijos,
herederos, y reyes en el reino de los cielos? San Juan, en su Apocalipsis, establece esta
honra y dignidad de los bienaventurados en los veinticuatro ancianos que estaban
colocados alrededor del trono de Dios, los cuales estaban con tanta autoridad y en tanta
dignidad, que estaba cada uno sentado delante del Señor y sentado en un trono, vestidos
de ropas blancas y lúcidas, en señal de su alegría perpetua, y coronados con una corona
de oro en respeto de su dignidad. El estar cubierto en presencia de los reyes es la mayor
honra que le confieren los príncipes a los reyes de la tierra; pero Dios no solo hace a sus
siervos esta honra, sino que sean coronados y sentados en tronos delante de Él; y nuestro
Salvador en el día del juicio hará lo mismo con sus discípulos, donde estarán sentados
con Cristo, y siendo jueces juntamente con Él.

IV. Ciertamente, mayor honra no se puede imaginar que la de los predestinados.


Porque si nos fijamos en el que hace el honor, es Dios: si miramos con qué honra, es no
con menor joya que su propia divinidad, y con otros dones más sublimes; si miramos la
publicidad de la honra, es ante todo el teatro del cielo, y en el día del juicio, ante el cielo
y la tierra, ángeles, hombres y demonios; si miramos el tiempo, es por toda la eternidad;
si es por los títulos que da, es la verdad y la sustancia de las cosas, no es la palabra vacía
y el nombre vano. Por todo esto se echa bien de ver la causa porque siendo la
bienaventuranza una junta de todos los bienes, se ha alzado con este nombre de gloria,
llamándose la gloria por antonomasia; y es, porque, a pesar de que contiene contentos,
gustos, alegrías, riquezas, y todos los placeres que se puedan desear, sin embargo, parece
que sobresale entre todos el de la gloria y honra que Dios concede a los santos.
Puédese también echar de ver lo que Dios honrará en el cielo a las almas gloriosas por
lo que honra aun en la tierra a sus huesos carcomidos, de lo cual, San Crisóstomo habla
en estos términos (in II ad Corinto hom. 26): "¿Dónde está ahora el sepulcro de
Alejandro Magno? Ruégote que me lo muestres y digas el día en que murió. Pero los
sepulcros de los siervos de Cristo son tan espléndidos que han ocupado la ciudad más
principal y más imperial de todas, y los días en que murieron son bien conocidos y son
de fiesta por todo el orbe. El sepulcro de Alejandro es desconocido incluso por sus

211
propios compatriotas, pero el de aquellos los mismos bárbaros saben dónde está. Además
de esto, los sepulcros de los servidores de Cristo sobresalen en esplendor y magnificencia
a los palacios de los reyes, no sólo con respecto a la belleza y suntuosidad de sus
edificios en los que en ellos también superan, sino lo que es mucho más, por la
reverencia y gusto de los que acuden a ellos, porque incluso el que está vestido de
púrpura frecuenta sus tumbas y humildemente les besa, y, dejando a un lado su majestad
y pompa, suplican por sus oraciones y su asistencia ante Dios Todopoderoso, teniendo
por patronos y amparo a un pescador y un oficial de tabernáculos, que están ya muertos
y están instándoles con ruegos al que está coronado con diadema." ¿Qué milagros no ha
hecho Dios por las reliquias de sus siervos, y qué prodigios no ha efectuado por sus
cuerpos? San Juan Crisóstomo escribe (in Ser. De S. Juven. Et max.) de San Juvencio y
San Máximo, que sus miembros después de la muerte echaban tales rayos de luz que los
ojos de los que estaban presentes no eran capaces de soportarlos. Sulpicio Severo (in
Epist. ad Socrum) escribe de San Martín que su cuerpo muerto se mantuvo de manera
glorificada porque su carne era pura como el cristal y blanca como la leche. Con el
cuerpo de San Eduardo el rey y San Francisco Javier, ¿qué maravillas no hizo Dios,
preservándolos incorruptos durante tantos años? Y si esto hace con los cuerpos que están
debajo de la tierra, ¿qué va a hacer con sus almas, que están por encima de los cielos, y
qué hará con cuerpo y alma cuando resuciten los cuerpos gloriosos y, entren después del
día del juicio, unidos a sus almas, en triunfo a la ciudad santa y eterna de Dios?

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CAPÍTULO III. De las riquezas y reino eterno del cielo.

No son menores las riquezas eternas en el cielo que las honras, aunque, como se ha
dicho, son tan inestimables. Porque no puede haber mayor riqueza, que no carecer de
bien alguno, ni tener falta de cosa que se desee; y en aquella vida bienaventurada no ha
de faltar bien, y todo deseo ha de estar satisfecho. Y si, como dicen los filósofos, que no
es rico, quien posee mucho, sino más bien el que no desea nada, no habiendo allí deseo
por cumplir, hay suma riqueza. Fue también una posición de los estoicos que no era
pobre quien estaba sin riquezas, pero el que estaba en necesidad de ellos. Dado que, a
continuación, en el reino celestial no hay necesidad de nada, más rico es el que entra en
él. Por estas riquezas divinas, Cristo, nuestro Salvador, habla en sus parábolas del reino
de los cielos, a menudo expresándolo en términos de nombres y enigmas de cosas ricas,
a veces llamándolo el tesoro escondido, ya veces la perla preciosa, y otras veces la
dracma perdida. Pues si la felicidad eterna consiste en la posesión eterna de Dios, ¿qué
riquezas se pueden comparar con ella?, ¿qué herencia más rica que poseer la herencia del
reino de los cielos? ¿Qué joya más preciosa que la de la divinidad, y qué oro más puro
que el Creador de oro y todas las cosas preciosas, que se da en posesión y riquezas a los
santos, para que aborrezcamos aquellas riquezas que son temporales, si por ellas se pone
en peligro la eterna? Que, por lo tanto, los que van a morir mañana no se aflijan por los
bienes que pueden perecer primero que ellos, ni se afanen por poseer lo que han de dejar
de gozar, ni pidan con más insistencia lo caduco, más oren con fervor por su salvación
eterna, y prefiriendo la criatura ante el Creador, no buscando a Dios por lo que es, pero
por lo que da y por aquello en que da menos, que es lo temporal. Por lo cual San Agustín
dice (in Psal. LII), "Dios quiere ser servido graciosamente, quiere ser amado sin
interés, es decir, puramente por sí mismo y no por nada fuera de sí mismo, y, por lo
tanto, aquel que invoca a Dios para hacerse rico, no invoca a Dios, sino aquello que
quiere que le venga; porque ¿qué es invocar o llamar sino clamar a sí? Porque cuando
se dice: "Dios mío, dame riquezas, no quieres que Dios venga a ti, sino que te vengan
las riquezas; pero si invocarás a Dios, él viniera a ti, y él fuera tus riquezas; pero tú
quieres tener tus arcas llenas y vacío tu corazón, mas Dios no llena el arca, pero el
pecho."

II. Además de la posesión de Dios, importa mucho formar una concepción de este
reino de los cielos, que es el de los justos, donde reinarán con Cristo por siempre y cuyas
riquezas deben necesariamente ser inmensas, ya que son para ser reyes de un reino tan
grande. Se llama al lugar, donde han de habitar los Santos en la bienaventuranza, el reino
de los cielos, porque es una región extendidísima, y mucho mayor que tal vez puede caer
bajo nuestra capacidad de comprensión. Y si la tierra, en comparación con el cielo, no es
más que un punto, y sin embargo contiene tantos y tan grandes reinos, ¿cuál será aquel
reino que es uno solo, y se extiende por todo el cielo? ¡Que pobre y reducido tendrá el
corazón un cristiano, que limita su amor a las cosas presentes, sudando y trabajando

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duro por una pequeña parte de los bienes de este mundo, que en sí son tan poco! ¿Por
qué se contenta con un pobre punto de la tierra, cuando él puede ser señor de todo el
cielo? A pesar de que este reino de Dios sea tan grande y amplio, sin embargo, no está
poblado escasamente, pero tan lleno de habitantes de todas las naciones y condiciones,
como si se tratara de una ciudad o de alguna casa particular. Hay (como dijo el apóstol)
muchos miles de ángeles, un número infinito de los justos, cuantos han muerto desde
Abel hasta ahora que estén purificados; y también estarán cuantos murieren hasta el día
del juicio, y después de la sentencia, se quedarán para siempre allí, con sus cuerpos
gloriosos y resplandecientes. Allí habitarán los espíritus angélicos con gran orden y
decencia, y distribuidos en sus nueve órdenes, causando admiración con su hermosura, a
los cuales corresponderán con igual decencia otros nueve ordenes de los santos,
patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores, pastores y doctores, sacerdotes y
levitas, los monjes y ermitaños, vírgenes y otras santas mujeres. Esta populosa ciudad
será habitada no con pueblos sino de ciudadanos tan nobles, ricos, justos y sabios, que
todos ellos serán reyes santos y sabios. ¡Cuánta dicha será vivir con tales personas! La
reina de Saba, sólo por ver a Salomón, vino desde el extremo de la tierra; y para ver a
Tito Livio, naciones y provincias muy distantes vinieron a Roma. Para contemplar a un
rey salir de su palacio, concurre todo el pueblo. ¿qué será no solo vivir, sino reinar con
tantos ángeles, y tratar con tantos hombres eminentes y santos? Porque sólo para ver a
San Antonio en el desierto, los hombres salieron de sus casas y de sus países, ¿qué gozo
será tratar y conversar con tantos santos en el cielo? Si ahora descendiera uno de los
profetas o apóstoles, ¿con cuánta admiración y gusto fuera todo el mundo a verlo y
escucharlo? En el otro mundo vamos a oírlos y verlos a todos. San Romano, con la sola
vista de un ángel, cuando él era un gentil, dejó el mundo y su vida, para convertirse en
un cristiano. ¡Qué admirable deberá ser entonces, ver a miles de miles de Ángeles, en
toda su belleza y grandeza, y tantos santos gloriosos, en todo su brillo! Si un sol es
suficiente para aclarar a todo el mundo aquí abajo, ¿qué habrá de más gozo que
contemplar los innumerables soles en esa región de luz?
De esta multitud de habitantes, el lugar de la gloria no sólo se llama el reino de los
cielos, pero la ciudad de Dios. Se llama un reino por su inmensa grandeza, y una ciudad,
por su gran belleza y población. No es como otros reinos y provincias, que no están
todos habitados, que contienen enormes desiertos, montañas inaccesibles, y bosques
espesos; ni se divide en muchas ciudades y pueblos, distantes unos de otros, pero este
reino de Dios, a pesar de ser una amplia región, es toda una ciudad hermosísima. ¿Quién
no se maravillaría si toda España o Italia no fuera más que una ciudad, que cogiese tantas
leguas como contiene provincias, y que toda esa ciudad fuese tan hermosa como Roma
en la época de Augusto César, que la hizo de mármol siendo antes de ladrillo? ¿Qué
espectáculo fuera el de Caldea, si toda fuera como Babilonia, o la de Siria, como si toda
fuera como Jerusalén cuando estaba en su mayor hermosura? Entonces, ¿cuál será la
ciudad celestial de los santos cuya grandeza posee todos los cielos, y es, como la Sagrada
Escritura la describe, toda de oro y piedras preciosas, para significar las riquezas que
poseerán los siervos de Cristo? Las puertas de esta ciudad eran de perlas, como dice San

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Juan, cada una hecha de una sola perla, y los cimientos del muro de jaspe, zafiro,
calcedonia, esmeralda, topacio, jacinto, amatista, y otras piedras preciosas; las calles de
oro fino, tan puro, que parecía de cristal; juntando en una misma materia la firmeza del
oro con la transparencia del cristal, y la belleza tanto de uno y otro.
Si toda Roma fuera de zafiro, admiraría a todo el mundo ¿cómo será de maravillosa
aquella ciudad santa que, extendiéndose sobre tantos millones de leguas, es toda de oro,
perlas y piedras preciosas: o mejor dicho, de una cuestión de mucho más valor, y
habitada por una multitud de tales ciudadanos hermosos, como son tan por encima de
cualquier número imaginable, así como la capacidad de la ciudad está por encima de
cualquier medida que se pueda imaginar? Algunos famosos matemáticos dicen del cielo
empíreo, que es tan grande, que aunque diese Dios a cada uno de los bienaventurados un
espacio mayor que toda la tierra, con todo eso sobrara espacio para dar a muchos otros
otro tanto. Llegan también a suponer que la capacidad de este cielo es tan grande que
contiene más de diez mil catorce millones de millas. ¡Qué maravilla será ver una ciudad
tan grande de oro lucidísimo y transparente como el cristal! Los teólogos confiesan que la
capacidad de este cielo es inmensa, pero se regocijan más de admirarlo que atreverse a
medirlo. Sin embargo, no quiere no falta teólogo que dice (Joan. Gaile. in suo Peregrino),
que si Dios hiciese de cada grano de arena en la orilla del mar que fuese tan grande como
toda la tierra, que no llenarían el cóncavo del cielo empíreo; y sin embargo, toda esta
ciudad posee todo ese espacio, y está toda compuesta de materia mucho más bella y
preciosa que el oro, perlas y diamantes. Ciertamente, nuestros pensamientos no pueden
concebir tantas riquezas y maravillas; por los cuales deberíamos someternos a todos los
dolores y necesidades de este mundo. San Francisco de Asís (Chron. Frat. Minor. P. 2,
c. 6) aquejado de un grave dolor de ojos, de tal manera que no podía dormir ni tomar
ningún descanso, y al mismo tiempo molestado por el diablo , que llenó la celda con
ratas, que, con su ruido, agregan mucho a su dolor, con gran paciencia dio gracias al
Señor, que le castigaba tan blandamente, diciendo: "Mi Señor Jesucristo, que merezco
mayores castigos; pero tú, como un buen pastor, concédeme que por ninguna
tribulación me aleje de ti." Estando en esta meditación, oyó una voz que le dijo:
"Francisco, si toda la tierra fuera de oro, y todos los ríos de bálsamo, y todos los montes
y rocas de piedras preciosas, ¿no dijeras, que este era una gran tesoro? Pues sábete que
hay otro mayor tesoro, que supera al oro, cuanto es más el oro que la suciedad, el
bálsamo que el agua o las piedras preciosas que un guijarro, y este rico tesoro se te debe
por premio de tu enfermedad, si estás contento con ella. Alégrate, Francisco, pues este
tesoro es de la gloria celeste, la cual se obtiene por tribulaciones." Ciertamente tenemos
razón para sufrir aquí todos los dolores y la pobreza en absoluto, ya que vamos a recibir
en la gloria tantas mayores riquezas. Por tanto, debemos levantar nuestras almas y
nuestros corazones a ella detestando la felicidad frágil de estos bienes temporales de la
tierra, y decir con David: "Cosas gloriosas se dicen de ti, Ciudad de Dios!" También lo
hizo Fulgencio, que, entrando en Roma, cuando todavía estaba en su brillo, y
contemplando la grandeza, la belleza y la arquitectura maravillosa de ella, dijo con
admiración, ¿cuán hermosa será la Jerusalén celeste, si así es la Roma terrestre?" Una

215
sombra de esta se le mostró al rey Josafat, cuya historia está escrita por San Juan
Damasceno. (en vita Josaph. Bari. et. Joseph. Cap. 30) San Josafat estando en oración
profunda, postrado sobre la tierra, fue superado por un dulce sueño, en el que vio a dos
hombres de grave actitud, que le llevaron a través de muchos países desconocidos, a un
campo lleno de flores y plantas de rara belleza, cargados de fruta nunca antes vista, las
hojas de los árboles se movían con viento suave y delicado, produciendo un sonido
agradable, y soplaban un suavísimo olor. Allí vio colocados muchos asientos de oro y
piedras preciosas, que brillaban con un nuevo tipo de brillo, y corrían arroyos de agua
cristalina que refrescaban el aire, y agradaban a la vista. De aquí entró en una ciudad
muy bella, cuyas paredes eran de oro transparente, las torres y almenas eran de piedras
de valor inestimable, las calles y plazas brillaban con rayos celestiales de luz, y andaban
por ellas ejércitos brillantes de ángeles y serafines, cantando canciones como nunca
fueron escuchadas por oídos mortales. Entre otras cosas, oyó una voz que decía: "Este
es el reposo de los justos, este es el gozo de los que han dado buena cuenta de sus
vidas a Dios." Pero todo esto no es más que un sueño y una sombra, en comparación a
la verdad, la grandeza y la riqueza de esa corte celestial. Todos los bienaventurados,
junto con Cristo, han de reinar en ésta, la más rica ciudad y reino, ¿cuán grandes serán
sus riquezas? ¿Quién fuese tan rico como para tener a la entrada de su casa una gran losa
de oro de tantas yardas de largo? ¿Qué riquezas serán las del cielo, porque todo el reino
de los cielos es de oro puro, todas las calles y todas las casas de la santa ciudad, y no
sólo de oro, pero más que el oro? La Santa Escritura, para que nosotros, por una parte,
podamos entender las riquezas de este reino de Dios, y por otra parte, sepamos que son
de una naturaleza más elevada y más excelente que los de la tierra, las expresa con la
semejanza de las riquezas de este mundo, como el oro, perlas y piedras preciosas;
porque por estos nombres entendemos cosas de gran riqueza y valor; y por otra parte
nos pintó estas cosas tales, que no se hallan así en la tierra; porque si bien habla de
perlas, se dice que eran tan grandes que servían de puertas a la ciudad; cuando se habla
de esmeraldas y topacios, lo hace como suficientes para la fundación de altos muros y
torreones; cuando dijo de oro, fue añadiendo que era como vidrio, no siendo nuestro oro
transparente, sino oscuro y opaco. Todo esto es para significar, que en el cielo no sólo
son mayores las riquezas, pero de diverso y más superior género, y de más alta calidad
que las de la tierra. Y no sin razón es que la ciudad santa se llama el reino de los cielos,
para hacernos saber que la misma superioridad que tiene el cielo por encima de la tierra
se hacen de las cosas de allá a las de acá, las honras eternas a las temporales, las riquezas
celestiales a las terrestres, porque si toda la tierra no es más que un punto en
comparación con los cielos, ¿qué pueden ser sus riquezas perecederas en comparación
con las eternas?

III. De todas estas riquezas incomparables, los bienaventurados no sólo serán señores
sino reyes, como se da a entender en muchos lugares de la Escritura santa, y no se
disminuyen ni las riquezas celestiales, ni el reino de los cielos, porque tenga muchos
señores o reyes, porque no es como los reinos de la tierra que son muy estrechos, que

216
permiten un rey a la vez, y si se divide en muchas partes, pierde poder y majestad; pero
es de tal condición, que es totalmente poseído por todos en general y por cada uno en
particular; como el sol, que calienta todo y a cada uno, y no es menos porque calienta a
muchos.
Los efectos de la riqueza es mucho mayor y más noble en el cielo de lo que pueden ser
sobre la tierra. La riqueza nos puede servir para mantener nuestro poder, honores y
placeres; pero todo el oro del mundo no nos puede liberar de la debilidad, la infamia, y el
dolor. El poder de un rey rico solo llega a que puede mandar a sus vasallos; y a los que
no le obedecen, los puede castigar con la cárcel o la muerte, y por lo tanto es temido y
respetado por ellos, pero toda esta potencia no tiene valor, sin la ayuda de sus reinos,
porque ¿De qué le servirá a un príncipe mandar a defender una ciudad, si, dentro los
soldados no quisieran hacerlo? Y, por lo tanto, un cierto bufón de Felipe II., de España,
le preguntó: "Si todos dijésemos que no a lo que manda vuestra señoría, ¿qué había de
hacer?" dándole a entender que su poder depende de los demás. No solo el poder de un
monarca depende de la voluntad de sus súbditos, pero las paredes de sus fortalezas,
armas, instrumentos de guerra, y muchas otras cosas, de modo que las personas
dependen únicamente de un solo hombre, que es el príncipe, pero el príncipe de muchos
hombres y asuntos; a tal grado que muchos reyes ricos se han visto sin poder, como
Creso, Andrónico, y otros, no fueron capaces de defenderse a sí mismos, con todas sus
riquezas, aún de sus propios vasallos como lo fueron Domiciano, Cómodo, Heliogábalo y
Julio César. Mas el poder de los bienaventurados no depende de ningún otro poder ni
hombre, que, como dice San Anselmo (de Simil. c. 52), será tan grande, que no habrá
ninguna fuerza o resistencia, en soportarlo. Si un santo quisiere mover una montaña de
un lugar a otro, lo podrá hacer con la misma facilidad que movemos nuestros ojos de una
parte a otra, y no es esto maravilla, pues aun en esta vida lo prometió Cristo, a los que en
fe suya quisiesen hacerlo, como se dice de San Gregorio Taumaturgo y algunos otros.
Que si los ángeles, y aun los demonios, tienen este poder, ¿los bienaventurados serán
negados de él? En relación con la honra que quieren los príncipes más ricos sólo pueden
realizar sus vasallos en rodilla, y les hacen la reverencia hacia el exterior, pero no pueden
impedirles que murmuren de él en su ausencia, y que a partir de la observación de sus
acciones, las interpreten a su antojo. Tienen muchos aduladores, quienes los alaban con
sus lenguas y los desprecian en sus corazones; y, en su mayor parte, son muchos menos
los que lo alaban a los que lo desprecian; porque son pocos aquellos que tratan con ellos,
y muchos los que hablan de ellos: y así son pocos los que lo alaban en su presencia, y
muchos los que lo censuran en su ausencia. En cuanto a los regalos y placeres, es cierto
que los príncipes no se contentan con placeres ordinarios, y por lo tanto se proveen de
magníficos espectáculos, recreaciones costosas, comedias exquisitas y agradables
jardines, bosques para la caza, y todos están vestidos espléndidamente, pero a ninguno
una fiebre no le aflige, o dolores de cabeza, de estómago, o la gota, por abusar de
aquellos, o de preocupaciones y temores de romper su sueño.
No hay oro o dinero que les pueda asegurar los bienes de este mundo, o liberarlos de
imperfecciones. Esto sólo se tendrá en el cielo, y así es riquísimo aquel dichoso estado en

217
que se halla, más que puedan dar todas las riquezas. Allí tienen un poder tan libre de
debilidad que un único ángel, sin armas, espada o lanza, mató de una vez a ciento
ochenta mil hombres. ¡Con cuánta velocidad y facilidad libran los santos de grandes
peligros a los que los invocan, y sin impedírselos, la distancia del lugar ni estorbarlos la
violencia de los tiranos! ¿Cuán completa, será la honra de los bienaventurados, que hasta
los demonios les han de reverenciar! Es más, incluso ahora, muchos de los que los
despreciaron viviendo, viendo los muchos milagros que Dios ha obrado por su
intercesión, los han honrado después de la muerte. Los gozos, también, son puros y
verdaderos, sin mezcla de dolor o pena, como veremos luego. Además, se ha de tener en
cuenta que la gran riqueza de los Santos no es, como la de los reyes de la tierra,
procedentes de los tributos impuestos sobre sus vasallos, que aunque justos no están
libres de esta mala condición, que se ha de enriquecer el rey empobreciendo al pobre.
Las riquezas en el cielo no tienen tales defectos; porque no son una carga para ninguno;
y no se quita a nadie para dar todo a los siervos de Cristo, que reinan en el cielo.

CAPÍTULO IV. De la grandeza de los gustos eternos.

La honra, el provecho y el gusto, son objetos distintos en la tierra, y rara vez se


encuentran juntos. La honra es rara vez compañera de ganancia o provecho, ni el
provecho con el gusto; por lo que el enfermo toma su medicina porque es provechosa,
por amarga que sea. Además, los gustos del mundo son, en su mayor parte, mezclados
con un poco de vergüenza, y muchas veces con la infamia, y no de menor costo y gasto;
no podemos entretener a nuestros placeres sin disminuir nuestra riqueza. No es así en los
bienes eternos, en los cuales es todo uno: lo que es honesto es también útil, y lo útil,
delicioso: a las honras eternas acompañan inmensas riquezas, y a ambas siguen gustos
inmensos. Todo esto está representado por el Señor, introdujo al servidor fiel a la gloria,
cuando dice: "Bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, te levantaré
sobre muchas cosas: entra en el gozo de tu Señor." En estas palabras, primero le honra,
elogiándolo como un siervo bueno y fiel, y juntamente le enriquece con entregarle
muchas cosas en las manos, y le admite al gusto y gozo de su Señor; dando a entender
con esta forma de expresión la grandeza de este gozo; porque le dice que entre en el
gozo, no que el gozo entrará en él, y ese gozo dice que no es otro que el mismo de su
Señor, porque es tan grande el gozo de aquel paraíso celeste, que llena y abraza por
todas partes a las almas benditas que entran en el cielo, como en un inmenso mar de
placer y deleite. Los gozos de la tierra entran en los corazones de aquellos que los
poseen, y no les pueden llenar, porque es mayor la capacidad del corazón del hombre
que ellos son en sí, y por eso nunca le pueden satisfacer; pero los gozos del cielo reciben
al que los gusta, y llenan y desbordan por todas partes. Es la gloria como un océano de
delicias, en el que los santos entran como una esponja entraría en el mar, que llenando
toda su capacidad, el agua la rodea y le sobran aguas. Con lo cual dice San Anselmo (c
72, de Simil…): "El gozo estará dentro y fuera; gozo en lo alto y en lo bajo, gozo por

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todas partes, alrededor y en todas partes gozo pleno" La misma inmensidad de gozo el
Señor significó cuando dijo, por Isaías: "Mirad que yo crio a Jerusalén regocijo, y a su
pueblo gozo." La novedad de esta sentencia, como de cosa maravillosa, la advierte con
aquella palabra mirad, captando atención para entender y notar lo que dice, y es mucho
para notar que no dijo: Crio regocijo para Jerusalén, ni en Jerusalén, sino con particular
misterio dice que cría a Jerusalén que sea toda regocijo. No dice daré a su pueblo gozo, y
haré que su pueblo esté gozoso, sino que su pueblo sea el mismo gozo. Él habla de esta
manera para exponer la grandeza de este gozo abundante, con el que la santa ciudad y
sus habitantes serán, por así decirlo, abarcados e inundados. Porque así como una placa
de hierro en el medio de un horno es tan completamente encendida y penetrada por el
fuego que parece disiparla, y contener todo el calor del horno; así también el alma
bienaventurada en el cielo está toda llena de ese gozo celeste, que no sólo se puede decir
que es gozosa, pero que es el mismo gozo. La multitud de gozos en el cielo se juntan con
su grandeza; y tan grandes son, que el menor de ellos es suficiente para hacer olvidar los
placeres más grandes de la tierra; y son tantos que, aunque fueran mil veces más cortos,
sin embargo, sobrepujarán a todos los placeres temporales, aunque fueran mil veces
mayores de lo que son; pero juntándose la abundancia de los gozos eternos con su
inexplicable grandeza, es inefable aquella bienaventuranza eterna. Por eso dice San
Bernardo: "La recompensa de los santos es tan grande que no se puede medir, tan
numerosos que no se pueden contar, tan copiosos que no se pueden terminar, y tan
preciosos que no pueden ser valorados." Y Alberto Magno, para el mismo propósito (in
Comp Theol L. 7, c 31 Cor II; Isai LXIV): "Son tan grandes los gozos en el cielo, que
todos los aritméticos de la tierra no puede contarlos; los geómetras no pueden
medirlos, ni los hombres más instruidos en el mundo explicarlos; porque ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni vino al pensamiento o corazón del hombre lo que Dios tiene
preparado para los que le aman, porque se gozarán los santos de lo que está por
encima de ellos, que es la visión de Dios; en lo que está por debajo de ellos, que es la
belleza del cielo, y otras criaturas corporales; de lo que está dentro de ellos, que es la
glorificación de sus cuerpos; de lo que está fuera de ellas, que es la compañía de los
ángeles y de los hombres. Dios deleitará todos sus sentidos espirituales con un deleite
indescriptible; porque él ha de ser su objeto, porque será un espejo a la vista, música
para el oído, dulzor al gusto, bálsamo para el olor, flores al tacto. Allí estará la
claridad de la luz del verano, lo agradable de la primavera, la abundancia del otoño, y
el descanso del invierno."

II. El gozo principal de los bienaventurados está en la posesión de Dios, a quien


contemplan claramente como es en sí mismo. Pues lo honroso, útil y deleitable (de
acuerdo con lo que ya hemos dicho), no están divididos en el cielo; por lo que las almas
benditas tienen tres regalos, esenciales e inseparables de este estado bienaventurado; y
corresponden a los tres tipos de bienes, que los teólogos llaman la visión, la comprensión
y fruición. La primera consiste en la visión clara de Dios, que se da a los justos como
recompensa a sus méritos, por el que recibe un honor incomparable, ya que sus obras y

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virtudes son recompensadas en presencia de todos los ángeles, no con menor corona y
galardón que Dios mismo. La segunda es, la posesión que tiene el alma de Dios, como
riqueza y herencia suya. Y la tercera es el gozo inefable que acompaña a esta vista y
posesión de Dios. La grandeza de este gozo ninguna lengua puede decir; ni creo que los
propios bienaventurados, que tienen experiencia de ella, aunque hablasen con lengua de
ángeles del cielo son capaces de declararlo. Sin embargo, no estará de más, que nosotros
(tanto como nuestra ignorancia y rudeza nos permita) lo consideremos y admiremos.
Este gozo tiene dos cualidades singulares, por lo que es posible concebir la inmensidad
del mismo. La primera, que es tan fuerte y poderoso, que excluye todo mal, pena, y
dolor. Este sólo es un bien tan grande, que muchos filósofos le tuvieron por
bienaventuranza del hombre. Y por lo tanto escribe Cicerón (Cicerón de Finibus et 5
Tuscul.) que Jerónimo de Rodas, un famoso filósofo y un gran maestro, y Diodoro,
hablando del fin último y sumo bien del hombre, enseñó, que consistía en ser libre de
dolor; siendo la opinión de aquellos filósofos, que no sufrir dolor o mal alguno, era el más
grande y sumo bien. Pero fue su error, juzgar que este era bien en sí mismo, pues no es
más que efecto y consecuencia suyo, por ser tan poderoso el amor y gozo que brota de
la clara visión de Dios, que es suficiente para convertir el infierno en gloria, a tal grado
como para que el alma más atormentada en el infierno se le añadieran a él solo todos los
tormentos del resto de los hombres y demonios, y se le diera luego Dios a conocer,
bastaba solo su visión clara, aunque fuera en el menor grado, sería suficiente para
liberarlo de todos los males, tanto del pecado y el dolor; siendo su alma arrebatada por la
belleza inefable que veía. ¡Oh cuán fuerte gozo es aquel que echado en tan gran abismo
de tormentos los alivia todos! ¡Cuán poderoso es el fuego, que con una chispa
consumiría todo el océano! No hay gozo en este mundo que pueda suspender el dolor de
uno que le aserrasen un dedo, pero aquel gozo de Dios es tan inmenso, que quitará todos
los tormentos y penas de la tierra y el infierno; con ser más fuertes los dolores para quitar
los gusto que los gustos son poderosos para suspender los tormentos: porque uno que
está con un vehemente dolor no hay entretenimientos ni gustos que le consuelen; y a
grandes gustos, y muchos, un dolor basta para ahogarlos. La otra maravilla, que procede
de la grandeza de aquel gozo soberano, es que él solo basta para anegar todos los dolores
y tormentos, y no hay tormentos en el mundo que a él puedan disminuir.
La otra maravilla en que se descubre la grandeza de este gozo es la multitud de esos
gozos que causa y nacen de él, como de raíz muy fructífera. ¿Quién no se sorprendería,
que la bienaventuranza del alma debe causar tantos y tan maravillosos efectos en los
cuerpos de los bienaventurados? Tan soberana es la visión beatífica, que con dicha
inefable ocupa el espíritu, que hace que prorrumpa el cuerpo, con todas las
manifestaciones evidentes de belleza, brillo y otros regalos de la gloria. Efecto tan
prodigioso no puede ser sino porque es suma aquella bienaventuranza y gozo del alma,
con la cual no solo el alma, sino el cuerpo, se llena de gozos. Acá vemos que un grande
gozo no lo puede disimular el corazón, sino que redunda en el cuerpo con alguna señal;
pero son tan pequeñas las de los gozos de la tierra, que no suelen hacer más que serenar
o alegrar el rostro, sin añadirle otra hermosura. Pero la visión de Dios es tan inmenso

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gozo que en su totalidad cambia el cuerpo, volviéndolo hermoso como un ángel,
resplandeciente como el sol, inmortal como el espíritu, e impasible como Dios mismo,
obrando grandes milagros y prodigios en el cuerpo flaco por la sobra y redundancia de lo
que el espíritu gusta, que no puede ser sino inefable gozo. ¡Oh quien pudiera poner ante
los ojos del mundo el cuerpo de un santo, dotado de los cuatro dones de gloria, lleno de
claridad, resplandor y hermosura, echando de sí una fragancia infinitamente más dulce
para los sentidos que la de almizcle y ámbar, y las cosas más admirables de la tierra, para
que viesen los hombres por esta sombra cuán inmensa será la luz y gozo de aquella alma
que así hermoseó a la carne! ¡Oh mortales! ¿por qué codician otros placeres, con daño
del alma y cuerpo, y no más bien aspiran, este con el beneficio y la gloria de los dos?
¡Oh cuán diferentes son los gustos temporales de los eternos! Aquellos (especialmente si
éstos fuesen ilegales) tachan y destruyen el alma y debilitan y corrompe el cuerpo; pero
éstos embellecen y adornan los dos, confiriendo perfecto gozo en el alma y la belleza y la
inmortalidad en el cuerpo.

III. Por último, cuantos gozos tienen los bienaventurados, tanto en alma y cuerpo, que
son innumerables, tienen su fuente y origen de ese gozo inefable de la clara visión de
Dios. ¿Y cómo podía ser menos el gozo, que procede de una causa tal, Dios, que se
entrega al hombre, siendo la dulzura y la belleza del mundo, para ser poseído por él,
siendo el mismo gozo de que se goza Dios y basta para ser bienaventuranza suya? Por lo
cual, no sin gran misterio, en esas palabras, por el cual nuestro Salvador admite los fieles
en el cielo, se dice, "Entra en el gozo de tu Señor." Él no dijo simplemente entra en el
gozo, sino añade, para determinar su grandeza, diciendo que es el mismo gozo de Dios
con que es bienaventurado; y verdaderamente, no se podía declarar mejor la inmensidad
de este gozo. Por tanto, debemos tener en cuenta que no hay nada en este mundo, que
no tenga por fin alguna perfección, y que las cosas que son capaces de sentido y
conocimiento tienen particular gozo en esa perfección, así este gozo es mayor en ellas, al
paso que es mayor su perfección; dado que, por lo tanto, la perfección divina es
infinitamente mayor que la de todas las criaturas, el gozo de Dios, que es de sí mismo,
porque no tiene otro fin ni perfección distinto, de sí es infinitamente mayor que la de
todas las cosas. De esta liberalidad de Dios y bondad infinita, ha tenido a bien hacer
participantes a las almas y ángeles santos, comunicándosela a los justos según sus
merecimientos, aunque a la naturaleza de ellos no le era debido; y así el gozo que tienen
los santos de la visión beatífica, en el que consiste la bienaventuranza del mismo Dios, es
inefable; y todo cuanto se dijere de este gozo es cortedad e ignorancia, y en su
comparación cualquier otro contento y dulzura se puede tener por ajenjos, hieles y acíbar
amarguísimo, pues es particular de la bienaventuranza de Dios.
Además, cuanto el objeto deleitable más se une a su potencia, más deleite y gozo causa
en ella; y como con la vista clara de Dios en aquella bienaventuranza eterna se une Dios
al alma con los lazos y abrazos más íntimos que puede haber en criatura pura, y Dios sea
el objeto más deleitable que hay, viene a ser aquel gozo, que causa, inefable y mayor
incomparablemente que todas los gozos posibles, y bienes imaginables, que puedan ser

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producidos, ya sea por las criaturas ahora existentes o posibles. Porque como la
perfección divina encierra en sí todas las perfecciones de las cosas creadas, posibles e
imaginables, por lo que el gozo que causa en las almas de los bienaventurados, debe ser
infinitamente mayor que todas sus bondades, apacibilidades, dulzuras, amenidades,
bellezas, suavidades y gracias, que o bien tengan, o puedan ser causada por la criatura,
así el gusto que causa en los Santos del cielo solo Dios, es mayor que cuantos otros
gustos hay, hubo y puede haber. ¡Qué suavidad y gozo será gozar la infinita hermosura
del Creador con todas sus infinitas perfecciones! Si los griegos estuvieron en guerra por
diez años, y perdieron tanta sangre por la belleza de Helena; y si parecía una pequeña
cosa a Jacob servir catorce años como esclavo por la de Raquel, ¿qué trabajo nos puede
parecer grande para nosotros por disfrutar de Dios, que en comparación lo más hermoso
que ofrece todo el mundo no es más que una fealdad? Absalón y Adonis eran
hermosísimos, y con su sola visión causaban alegría y gozo a sus espectadores. Pero si
viniera otro tercero cien veces más hermoso, dejáramos luego de mirar al primero y al
segundo; y claváramos en él los ojos con tanto mayor gusto, cuanto era mayor su
hermosura, y si luego viniera otro cuatro mil veces más hermoso que el tercero, también
nos olvidaríamos de este, y fijaríamos la vista en aquel sobre el otro, y a éste paso
cuantos viniesen más y más hermosos, más los miraríamos y admiraríamos con mayor
gusto y contento. Dios siendo entonces infinitamente más bello de lo que podemos ver ni
pensar, y aunque creara otras criaturas diez mil veces más bellas que las que podemos
imaginar, es incomparablemente más deleitable su hermosura que cuanto pueda deleitar;
especialmente que la hermosura no está sola, sino acompañada de perfecciones sin
límite, con sabiduría infinita, omnipotencia, santidad, bondad, generosidad, y todo lo que
se puede imaginar de bueno, hermoso y perfecto, que obligará necesariamente a los
corazones de los que le ven (aunque antes fuesen sus enemigos) a amarlo y adorarlo.
Esta es otra prueba del gozo que brota de la visión beatífica, que actúa poderosamente
sobre la voluntad del que la disfruta, que obliga a un amor más intenso, a pesar de que
antes le aborreciese, porque el gozo ha de ser igual con este amor que causa. Si ahora
hubiera en el mundo un hombre tan sabio como un ángel, o como lo fue Salomón,
deseáramos verle, como la reina de Sabá deseo ver a Salomón; pues ¿qué si ese hombre
tan sabio fuese también tan fuerte como Hércules o Sansón, tan virtuoso como Judas
Macabeo o Alejandro Magno, tan benigno y manso como David, con la amabilidad de
Jonatás, la liberalidad del emperador Tito, y junto con todo más hermoso que Absalón?
¿quién no amara y deseara ver y tratar con persona tan rara y amable? ¿con cuánto
contento viviera quien fuera su amigo íntimo? ¿Por qué, entonces, no amamos y
deseamos la vista de Dios, en quien se unen todas esas perfecciones y gracias
infinitamente mayores, y las hemos de gozar nosotros mismos, recreándonos de su
infinita hermosura, sabiduría, omnipotencia, benignidad, bondad, amor, liberalidad y
todos los demás atributos divinos, como si fueran nuestros.
¡Oh, cuán grande y delicioso teatro será ver a Dios tal como es, con todas sus infinitas
perfecciones y con todas las perfecciones de todas las criaturas, que están contenidas
eminentemente en su Deidad! ¡Qué admirable espectáculo fuera, en donde estaban

222
representadas todas las cosas de gusto y admiración que ha habido en el mundo! Si uno
se fuera colocado en un campo en donde pudiera contemplar las siete maravillas del
mundo, los suntuosos banquetes realizados por Asuero y otros reyes persas, los
espectáculos raros y fiestas exhibidas por los romanos, los árboles más agradables y
sabrosos frutos del paraíso, la riqueza de Creso y David, y los tesoros de los monarcas
asirios y romanos, ¿qué maravilla sería verlos todos de manera conjunta? Pero ¿qué más
feliz sería aquel sobre quien todos estos fueran otorgados por un millar de años de vida
que le asegurasen de vida? Pero no digo si le diesen esto solo, sino también todo cuanto
grande y gustoso habrá en el mundo, con todos cuantos gustos, contentos y perfecciones
han tenido todos los hombres y tendrán hasta el fin del mundo: toda la sabiduría de
Salomón, toda la ciencia de Platón y Aristóteles, toda la fortaleza de Sansón, toda la
belleza de Raquel y Ester, si se le diera todo esto a una persona, no tendría comparación,
y parecería ser una cosa repugnante, comparado sólo con el gusto que se habrá de
disfrutar de la visión de Dios por toda la eternidad, porque en él sólo se verá un teatro de
bienes y grandezas, en el que están comprendidas como en uno la grandeza de todas las
criaturas. En él se encontrará toda la riqueza de oro, lo ameno de los prados, el brillo del
sol, el sabor dulce de la miel, lo agradable de la música, la belleza de los cielos, el
confortable olor del ámbar, la apacibilidad de todos los sentidos, y todo lo que puede ser
admirado o disfrutado.
A esto hay que añadir que este gozo inefable de la visión de Dios ha de ser
multiplicado en innumerables otros gozos, como hay espíritus y almas benditas, que
verán a Dios, porque de la vista de cada uno de los bienaventurados ha de tener cada
uno particular contento y gozo, y debido a que los espíritus bienaventurados y almas son
innumerables, los gozos de la misma manera de cada uno deberán ser innumerables.
Como dice San Anselmo (Anselm. L. de Simil de casquillo 71.): "¡Con cuánto gozo
estará lleno el justo! Pero para el colmo de la bienaventuranza tendrá otra cosa de donde
aun tenga que gozarse más, porque cada uno amará al otro como a sí mismo, y está claro
que así se holgará de la bienaventuranza del otro como de la suya. Según esto, ¡cuántos
y cuán grandes gozos alcanzará cada uno, que se regocijará de tantas y tan grandes
bienaventuranzas de los Santos! Y si tanto se holgara del bien de los otros, que ama
como a sí mismo, ¿cuánto se holgará Dios, a quien ama sobre sí mismo" Por último, el
alma bienaventurada estará rodeada por un mar de innumerables gozos que llenará todas
sus facultades y sentidos con placer y deleite, no de otra manera que si una esponja, que
tuviese tanto mayor número de sentidos de placer, como tuviere los poros y los ojos,
empapados en un mar de leche y miel, gozando con mil bocas toda esa dulzura. Dios es
para el bienaventurado mar de leche y océano de miel, un abismo de dulzura y un
océano de gozos inefables. Regocijémonos cristianos, a los que se nos han prometido tan
grandes bendiciones; alegrémonos de que el cielo fue hecho para nosotros, y dejemos
que esta esperanza destierre toda tristeza de nuestros corazones. Paladio escribe (Palad.
Hist. 51) que el Abad Apolo, si veía a uno de sus monjes tristes, le reprendía, diciendo:
"Hermano, ¿por qué nos afligimos en vanas tristezas? Que se aflijan y melancolicen los
que no tienen esperanza de ir al cielo, no nosotros, pues Cristo nos ha prometido la

223
bendición de su gloria." Dejemos que esta esperanza nos conforte, este gozo nos aliente,
y comencemos ahora a disfrutar de lo que hemos de gozar; porque la esperanza, como
dice Filón, es una anticipación del gozo. En esto solo deberíamos colocar todos nuestros
pensamientos, volviendo los ojos de todos los bienes y placeres de la tierra.
El profeta Elías, después de haber probado una sola gota de esa dulzura celeste, luego
cerró las ventanas de sus sentidos, cubriéndose los ojos, las orejas y la cara con su
manto. Y el Abad Silvano, cuando terminaba su oración, se tapaba sus ojos, pues las
cosas de la tierra le parecían que no eran dignas de ser vistas las grandezas de la tierra,
cuanto menos de gozarlas, respecto de las del cielo, en cuya esperanza sola nos
habíamos de gozar.

224
CAPÍTULO V. Qué feliz es la vida eterna de los justos.

Por lo que se ha dicho, bastaría para echar de ver lo suficientemente dichosa y


bienaventurada que es la vida eterna de los justos, pero al ser muchos sus gustos y tan
abundantes las dichas, que nos vemos obligados a insistir más sobre este tema. Cuando
los hebreos querían expresar a una persona bienaventurada, ellos no la llamaban
bienaventurada en singular, sino en plural le llamaban las bienaventuranzas; y así cuando
se da principio al libro de los Salmos con esta palabra: Beatus, en el hebreo está
Beatitudines, esto es, las bienaventuranzas, llamando así al que es bienaventurado, y por
cierto con mucha razón, porque con cuantas potencias y sentidos, goza de otras tantas
bienaventuranzas. En el entendimiento tiene bienaventuranza, en la voluntad y la
memoria, en la vista, oído, olfato, gusto y tacto. Más aún, sus bienaventuranzas exceden
el número de sus sentidos y de todos los poros de su cuerpo, es aquella vida realmente
una vida entera, total, y perfecta, y así cuanto tiene de vida el hombre, ha de vivir allí
con su perfección última y bienaventuranza perfecta. El entendimiento vivirá allí con una
sabiduría clara y suprema, la voluntad vivirá con un amor inflamado, la memoria con una
representación eterna de todo lo pasado, los sentidos con un deleite continuo de sus
objetos. Por último, todo lo que es el hombre vivirá en un perpetuo gozo, gusto y
bienaventuranza.
Y para comenzar por el gozo y vida del entendimiento: el bienaventurado, fuera de
aquel conocimiento supremo y claro del Creador, del cual ya hemos hablado, le darán
una suma sabiduría, por la cual conocerán los misterios divinos y el sentido profundo de
las Sagradas Escrituras, conocerán el número de santos y ángeles como si fueran uno
solo, conocerán los secretos de la divina Providencia, conocerán cuántos condenados
hubieren y las causas de su condenación y entenderán el marco y la creación del mundo,
todo el artificio de la naturaleza, los movimientos de las estrellas y planetas, las
propiedades de las plantas, piedras, aves y bestias, y no sólo conocerán todas las cosas
creadas, pero muchas de las cosas que Dios podría haber creado; todo esto no sólo
conocerán de manera conjunta y en masa, pero clara y distintamente, sin confusión. Esta
será vida del entendimiento, que se alimentará en sí con verdades tan altas y ciertas, esta
será verdadera sabiduría, porque la que alcanzaron los más grandes sabios y filósofos del
mundo, incluso de las cosas naturales, están llenas de ignorancia, engaños, y sombras,
porque no conocen la sustancia de las cosas en sí, sino a través de la corteza de los
accidentes; de manera que por más grosero y sencillo que sea uno, en llegando a la altura
deseada de la gloria, se llena de una sabiduría tan grande, que respecto a la sabiduría de
Salomón y Aristóteles es sino ignorancia y barbarie. Ludovico Blosio escribe (de Monil.
Spirit. c. 14), que habiendo fallecido una doncella muy simple se le apareció después de
muerta a Santa Gertrudis, y la empezó a instruir en muchos asuntos altos y sublimes. La
santa admirada de tal conocimiento grande y profundo en una persona tan ignorante, le
preguntó de dónde lo tenía; a quien la doncella le respondió: "Desde que llegué a ver a
Dios, sé todas las cosas." Por lo cual San Gregorio dijo así: "No se ha de creer que los

225
santos, que contemplan dentro de sí la claridad de Dios, ignoren fuera de sí alguna cosa."
¡Qué contento tuviera uno de contemplar todos los sabios del mundo, y los principales
inventores y maestros de ciencias y facultades, reunidos todos en una habitación: Adán,
Abraham, Moisés, Salomón, Isaías, Zoroastro, Platón, Sócrates, Aristóteles, Pitágoras,
Homero, Trismegistro, Solón, Licurgo, Hipócrates, Euclides, Arquímedes, Teofrasto,
Dioscórides, y todos los doctores de la iglesia cuando estaban en esta vida! ¡Cuán
venerada sería esta junta! ¡cuán admirable asamblea conformarían y por verlos los
hombres saldrían de sus casas! Pues si ver solamente un poco de sabiduría hecha
pedacitos y repartida entre tantos sería de tanta admiración ¿qué será tener un alma en su
entendimiento, no pedazos de sabiduría como alcanzaron en esta vida los hombres más
sabios, sino toda la sabiduría entera? ¿Quién podría expresar la alegría que recibirán por
el conocimiento de tantas verdades? ¿Qué gusto sería para uno, si de una vista le
mostrasen todo cuanto hay, y pasa en toda la tierra; los edificios suntuosos, junto con los
árboles frutales de tan gran diversidad, todos los seres vivos de tan gran variedad, todas
las aves tan curiosamente pintadas, los peces tan monstruosos, los metales tan ricos,
todas las personas y las naciones más lejanas en distancia? Ciertamente, sería una
maravillosa vista de inestimable gusto. Pero ¿qué será el ver todo esto, todo lo que hay
en la tierra, junto con todo lo que hay en el cielo y por encima de los cielos? Algunos
filósofos, en el descubrimiento de una verdad natural o con la invención de alguna
curiosidad rara, han sido transportados con una alegría mayor que cuantos gustos podían
recibir en sus sentidos. Por ello, Aristóteles pasó tantas noches sin dormir; por esto,
Pitágoras viajó por tantas naciones extrañas; por esto, se privaron de sus riquezas como
Crates; e hicieron largas experiencias como Demócrito, y como de noche y de día no
pensaban en otra cosa Arquímedes, el cual como escribe Vitrubio, nunca se quitó de sus
pensamientos el cómo inquirir una demostración matemática, por el contento que tenía
cuando hallaba alguna verdad. Comiendo estaba, y su mente estaba ocupada en la
fabricación de líneas y ángulos. Si se bañaba y se ungía, como era la costumbre de
aquellos tiempos, sus dos dedos le servían como una brújula para hacer círculos en el
aceite que estaba sobre su piel. Pasó muchos días en saber, sus reglas matemáticas,
como la cantidad de oro serviría para dorar una corona de plata, para que el orfebre no le
engañare; y habiéndola encontrado, cuando se bañaba en un recipiente de metal, no fue
capaz de contener su alegría, saltando sobre él, y exclamando: "He encontrado lo que es,
lo he encontrado." Pues si de hallar esta verdad tan baja tuvo tanta gozo este gran artista,
¿qué alegría recibirán los santos cuando el Creador les descubra esos altos secretos, y
sobre todo, este sublime misterio de la trinidad de personas en la unidad de la esencia?
Esta verdad, con el resto de los conocimientos divinos con que el más simple de los
justos se le descubrirá, le ha de saciar sus almas con gozos indescriptibles. ¡Oh vosotros,
sabios del mundo, e ignorantes delante de Dios! ¿Por qué os canséis de curiosidades
vanas, ocupados de entender, y olvidados en el amar; muy atentos de saber, y lentos para
trabajar? No es el camino de saber la especulación seca y estéril, pero el afecto devoto, el
amor ardiente, la mortificación de los sentidos, y las obras santas en el servicio de Dios.
Obrad, y por lo tanto, mereced, y se os darán más ciencias en un instante que los sabios

226
del mundo han obtenido con todas sus vigilias, trabajos y experiencias. Aristóteles, por el
gran gusto que hay en hallar una verdad, sostuvo que la felicidad del hombre consistía en
la contemplación: lo cual dijo con la experiencia que él tenía del gusto que sentía cuando
hallaba una verdad nueva después de mucho discurso y trabajo. Si este sabio encontraba
tan grande alegría en la contemplación natural, ¿qué debemos hacer nosotros para
encontrar la divina, y clara visión de Dios? ¿Y qué gozo será y qué bienaventuranza tan
completa?
Vivirá también allí la memoria, acordándose de todos los beneficios divinos, y dando
gracias eternas al Autor de todas; el alma regocijándose en su propia dicha, de haber
recibido tan grandes misericordias durante tanto tiempo sin merecimiento, y recordando
los peligros de los que ha sido librada por el favor divino, y cantando el verso en el salmo
dirá: "El lazo se rompió, y nosotros somos libres." Será también el recuerdo del mismo
modo (como enseña Santo Tomás) de los actos de las virtudes y buenas obras por el cual
se ganó el cielo, será una alegría particular, lo uno, porque fueron los medios de su dicha,
y lo otro, porque con ellos sirvió y agradó a tan grande Señor, y tan bueno como ve y
experimenta. Este gozo, que resultará de la memoria de las cosas pasadas, es tan grande,
que Epicuro, dio un remedio para estar siempre deleitándose, aconsejó conservar en la
memoria y pensar a menudo de las cosas pasadas. Pero en el cielo no sólo vamos a
regocijarnos en la memoria del gusto de Dios en el cumplimiento de su santa voluntad, y
en el orden y disposición de nuestra vida en su servicio, pero también en las dificultades
y peligros que hemos pasado. El recuerdo de un bien perdido sin remedio causa gran
pesar y tormento, y por el contrario, la memoria de un gran mal evitado y trabajo
pasado, es más dulce y suave. El hombre sabio dijo que el recuerdo de la muerte era
amargo, como de hecho lo es para los que han de morir; pero después de pasada y
seguros en el cielo no deja de ser dulcísima a los Santos, los cuales han de tener un gozo
indecible, acordándose que ya son libres de la muerte, la enfermedad, y el peligro.
Vivirá también allí la voluntad, en aquella vida verdadera y vital, gozando de ver
cumplidos todos sus deseos con la abundancia y dulce saciedad de tantas felicidades; no
pudiendo dejar de amar a belleza tan admirable como el alma goza y posee en Dios
Todopoderoso. El amor es el que hace todas las cosas dulces, y así es un tormento ser
separado del amado, así es una gran alegría y felicidad permanecer con la persona
amada; por lo que el bienaventurado ama a Dios más que a sí mismo y a los demás
bienaventurados como a sí mismo, ¿cuán indecible consuelo es gozar de Dios y de los
que tanto ama? El amor de la madre hace que su alegría sea más a la vista de su propio
hijo, a pesar de que pueda ser menos hermoso y de peor condición que el de su vecina.
El amor, entonces, de los santos, de uno hacia otro, siendo mayor que el de las madres a
sus hijos, y cada uno de ellos siendo tan hermoso, perfecto y digno de ser amado, es
sumo el gusto que tiene de verlos y más tan gozosos, pues todos ven a Dios. Séneca dijo
que la posesión de lo bueno no era agradable sin pareja. Por lo que esta posesión del
sumo Bien, entonces, será mucho más agradable con la compañía de estos excelentes
compañeros. Si un hombre permaneciera solo durante muchos años en un bello palacio,
no le agradaría tan bien como en un desierto con alguna compañía; pero la ciudad de

227
Dios está llena de los ciudadanos más nobles, que son todos partícipes de la misma
bienaventuranza. Acrecentará este gozo el estar con personajes sabios, santos, y
discretos: porque si uno de los mayores problemas de la vida humana sea el sufrir el mal
humor, locuras, e impertinencias de la gente grosera y mal educada, y uno de sus
mayores contentos es la buena conversación y suavidad de aquellos con quienes se trata,
¿cómo será esa conversación divina en el cielo, donde no hay mala condición, ni agravio,
ni pesadumbre, sino toda suavidad, apacibilidad, dulzura y miel, teniéndose todos tal
amor? Que San Agustín dice: "Cada uno se alegrará tanto de la bienaventuranza de los
otros como de su gozo inefable; y cuantos compañeros tuviere, tendrá otros tantos
gozos. Allí está todo lo que importa y deleita, toda riqueza, todo descanso, todo
consuelo. Porque ¿qué puede faltar allí donde Dios está, a quién nada le falta? Todos
allí conocen a Dios sin error, venle sin fin, alábenle sin cansancio, ámenle sin tedio, y
en este amor descansan llenos de Dios." (Aug. Lib. de Spiritu et Anima). Además de
todo esto, la garantía que la voluntad tendrá la posesión eterna de este gozo es un gozo
inefable. Porque los contentos, cuanto mayores son, tanto más los disminuye el miedo de
que han de faltar, y un peligro suele desazonar muchos gustos: no solo saber que se ha de
acabar una dicha, sino el entender que podrá acabarse, echa amargura en su gusto; mas
aquella felicidad eterna, como ha de ser eterna, ni se ha de acabar, ni podrá acabarse, ni
tendrá disminución, ni podrá tener peligro; y esta seguridad sazonará con nuevo gozo
todos los gozos de los Santos.

II. Además de las potencias del alma, los sentidos también vivirán allí, alimentados con
el pasto de muy proporcionados y suavísimos objetos. Los ojos se recrearán con la
visión de los cuerpos más bellos y gloriosos de los Santos. Un sol es suficiente para
alegrar a todo el mundo. ¿Qué alegría, entonces, sentirá un bienaventurado de convivir
con tantos soles y viéndose a sí ser uno de ellos? ¿Qué gozo será cuando vea salir de sus
manos y pies, y el resto de sus miembros, rayos más claros que el sol al mediodía? Entre
todos ¿Cómo será contemplar el cuerpo de la Virgen, nuestra santísima Virgen, más bella
y resplandeciente que la luz de todos los santos juntos? Cuando San Dionisio Areopagita
la vio en un cuerpo mortal, ella le parecía como si hubiera estado en la gloria. ¿Con qué
alegría, entonces, y gozo la mirará en el cielo, revestida de inmortalidad? De Ester, la
Santa Escritura nos dice, que ella era incomparablemente bella y de características poco
comunes, encantadora a los ojos de todos, y muy amable. ¿con cuánta mayor excelencia
será graciosa y amable la Reina de los cielos en el estado glorioso? Sobre todo, ¿cuán
llena de contento será la vista de Cristo nuestro Redentor, más resplandeciente, claro y
hermoso que los demás cuerpos juntos, cuyas llagas saldrán con particular gloria y
resplandor? También las heridas de los Mártires estarán hermosísimas, y campearán con
singular hermosura y resplandor las partes mortificadas de los confesores. Además de
todo esto, habrá vistas hermosísimas en aquel cielo empíreo, y en la grandeza y edificio
de palacios de aquella ciudad de Dios.
Los oídos se llenarán con las canciones más armoniosas y música suave, como se
desprende de muchos lugares del Apocalipsis; y si el arpa de David deleitó tanto a Saúl

228
que le calmaba la furia de sus pasiones, y echaba de él al demonio, y lo liberaba de la
melancolía tan profunda de la cual, el espíritu maligno se aprovechaba; y que la lira de
Orfeo forjaba tales maravillas, que tanto hombres y animales, se suspendían al son de su
música. ¿qué armonía será la del cielo, pues la de la tierra causa tanta suspensión? La
devota Doña Sancha Corillo, (Rou. Lib. 2. c. 10, en vita di D. Sancha Carrillo) estando
enferma y a punto de morir con dolores excesivos, oyendo una música del cielo fue
liberada de su dolor, y quedó buena y saludable. San Buenaventura escribe de San
Francisco, que mientras un ángel le tocó el instrumento, le pareció que ya estaba en la
gloria. ¡Qué delicia así será, no sólo escuchar el sonido de un instrumento, tocado por un
ángel, sino también las voces de miles de ángeles juntos, con la melodía admirable de
instrumentos musicales! El canto de un pajarillo único suspendió a un santo monje por
espacio de trescientos años, no entendiendo él al cabo de ellos que habían pasado, no
más de tres horas. Qué dulzura ¿será no solo escuchar tantos músicos celestiales, esos
millones de ángeles, y hombres, que estarán entonando Aleluyas, que Santo Tobías
menciona, y las vírgenes que cantarán aquel cántico nuevo, que nadie podrá cantar?
Surio escribe en la Vida de San Nicolás Tolentino, que durante seis meses antes de su
muerte, escuchó todas las noches, un poco antes de los maitines, la más melodiosa
música de los ángeles, en la que tuvo un sabor de esa dulzura que Dios había preparado
para él en su gloria; y tal alegría y consuelo recibió con el oído, que estaba
completamente transportado, deseando nada más que ser liberado de su cuerpo para
disfrutar de ella. Lo mismo deseaba San Agustín, cuando dijo que todos los empleos,
todos los entretenimientos de los cortesanos en el cielo, consisten en alabanzas a la divina
Majestad, sin fin, sin cansancio o dificultad. "Dichoso yo, y eternamente dichoso, si
después de mi muerte mereciese escuchar la melodía de esos cantares, que los
ciudadanos de aquella morada celeste, y los escuadrones de los espíritus
bienaventurados, cantan en alabanza del Rey eterno. Esta es aquella suave música que
San Juan escuchó en el Apocalipsis, cuando los habitantes del cielo cantan: Todo el
mundo te bendiga, oh Señor; esto es publique vuestra grandeza, vuestra gloria y
sabiduría: a Vos sea dada la honra, el poder, la fortaleza, por todos los siglos de los siglos.
Amén."
El olfato se regalará allí con la suavidad que despedirán de sí aquellos cuerpos
hermosísimos; porque serán de más suave fragancia que si fuesen una pasta de almizcle
o ámbar, y todo el cielo, estará más fragante que jazmines o rosas. San Gregorio Magno
escribe (S. Greg. L. 4, de diálogo, c. 16, et Hom. 38 in Evan.), que Cristo nuestro
Redentor, apareciéndosele a Tarsila, su hermana, echaba fuera tan delicioso olor y
fragancia, que también parecía que no podía proceder sino del Autor de todo lo creado.
San Gregorio de Tours, (Turon. 1. 7, Hist. Fran.) que después de haber sido arrebatado
al cielo, entre otras cosas decía: Me llenó un olor de tan extremada suavidad, que él solo
bastaba para apagar en mí todo apetito de las cosas de esta vida. ¡Oh cuán fragantes
estarán en el cielo el cuerpo de Jesucristo, de María Santísima y demás santos! Ni es
mucho que despidan de sí tan suave olor los cuerpos gloriosos, pues en este valle de
desdichas los cuerpos, sin vida y alma, de los Santos han despedido una admirable

229
fragancia. San Gregorio Magno escribe (4, Dial. C. 14), que en el instante en que San
Servio murió, todos los presentes se llenaron con una dulzura incomparable. San
Jerónimo informa algo similar de San Hilarión, que diez meses después de su muerte, su
cuerpo aun echaba un perfume muy fragante. Si esto vemos a nuestros ojos en los
cuerpos corruptibles, ¿qué será en los cuerpos de los santos inmortales?
El gusto tendrá también en el cielo grandes suavidades; porque aunque no ha de haber
comida, pues los santos no se alimentan allí, se sentirá en el paladar y la lengua un sabor
suavísimo; y así con gran decoro y limpieza habrá allí el sabor del gusto sin el trabajo de
comer. La gloria de los santos es a menudo significada en la Escritura santa, bajo los
nombres de una cena, banquete, el maná y por ser grande la dulzura que ha de sentir allí
el paladar humano, la cual será tan grande, que dice San Agustín (Aug. lib de Spiritu et
anima) que no se puede explicar cuán grande será el deleite del gusto y la dulzura de su
sabor, que eternamente se hallará en el cielo. Y San Lorenzo Justiniano afirma (Laur. De
Dismon. c 23.) que una dulzura admirable de todo lo que puede ser agradable al paladar,
satisfacerá al paladar con una sensación melosa y agradable de hartura. Si Esaú vendió su
primogenitura por un plato de lentejas, así podemos mortificar nuestro gusto aquí en la
tierra, para que podamos disfrutar de ese perfecto e incomparable gusto en el cielo.
El tacto también será más agradable allí. Todo lo que pisaren se parecerá a las flores, y
toda la disposición de sus órganos será amenísima y de una sazón y disposición
gustosísima; ya que, como las grandes penitencias de los santos las ejercieron en este
sentido afligiendo a sus cuerpos, es razonable que este sentido recibiera una recompensa
en particular. Y a medida que los tormentos de los condenados en el infierno son
mayores en ese sentido, los cuerpos de los bienaventurados en el cielo son recreados en
ese sentido con una alegría y refrigerio especial. Y como el ardor de fuego en el infierno
sin luz ha de penetrar hasta las entrañas de esas personas miserables, así en el cielo aquel
candor de la luz celeste ha de penetrar los cuerpos de los bienaventurados, y llenarlos
con un placer incomparable y dulzura, si bien bastaba ya ser incapaces de pena y de todo
dolor y cansancio, para que les sirviese de grande premio. Todo ha de ser vivir en aquella
vida verdadera; todo ha de ser gozo en aquella bienaventuranza eterna; porque como
dice San Anselmo (de Simil. c. 36), los ojos, la nariz, la boca, las manos, incluso hasta la
médula de los huesos, y todos y cada parte del cuerpo, en general, y en particular, será
sensible de una milagrosa suavidad y deleite.
La humanidad de Cristo nuestro Redentor, será el principalísimo gozo de todos los
sentidos; y por lo tanto, Juan Tambecense y Nicolás de Nise dicen (Joan de Tambe Trac.
de Deliciis sensib. Parad. Et Nich. de Nise, de quat. Noviss. 4 Myst. 4 Consid.) dicen
que a medida que el conocimiento intelectual de la divinidad de Cristo, es el gozo y la
recompensa esencial del alma, a ese modo el conocimiento sensitivo de la humanidad de
Cristo, es el gozo y recompensa esencial de los sentidos, porque es el término y fin y lo
sumo que pueden aspirar. Esto parece se significó por nuestro Salvador en San Juan,
cuando habla con su Padre, diciendo: Esta es la vida eterna; es decir, la bienaventuranza
esencial, como Nicolás de Nise lo interpreta: Que te conozcan a Ti solo verdadero Dios,
en lo cual se encierra la gloria esencial del alma; y luego añade: Y al que tú has enviado,

230
Jesucristo, en el que se observa la bienaventuranza esencial de los sentidos: a tal grado,
ya que sólo en la humanidad de nuestro Salvador el apetito de los sentidos serán tan
perfectamente satisfechos, porque en aquella sacratísima humanidad hallarán toda
suavidad, regalo y gusto: porque para los ojos estará a la vista todo lo que está por
encima de toda belleza; para los oídos, una única palabra suya sonará más dulce que toda
la música armónica de los espíritus celestes; por el olor, la fragancia que saldrá de su
santísimo cuerpo excederá el perfume de todo aroma; para el gusto y el tacto, besar sus
pies y heridas sagradas, será sobre toda suavidad y dulzura.
Es también mucho para advertir, que las almas bienaventuradas serán coronadas con
algunos gozos particulares, que los mismos ángeles no son capaces de tener. Lo primero,
es que han de disfrutar de las coronas de los doctores, vírgenes y mártires, ya que ningún
ángel puede tener la gloria de haber derramado su sangre y morir por Cristo; ni haber
superado su carne, con combates y luchas, sujetado a la razón. Por lo cual, dijo San
Bernardo, la castidad de los hombres era más gloriosa que la de los ángeles. En segundo
lugar, los hombres tendrán las glorias de sus cuerpos, y la alegría de sus sentidos, que los
ángeles no pueden; porque así como les faltó el enemigo del espíritu, la carne, así
tampoco tendrán la gloria de su victoria y como no tuvieron que refrenar sentidos,
tampoco tendrán sentidos que gocen el premio de su mortificación y penitencia.
Tampoco tendrán los ángeles este gran gozo de ser redimidos por Cristo del pecado y de
tantas condenaciones al infierno, cuantas veces han pecado mortalmente los hombres; y
verse a sí mismos ahora libres en el cielo de tan horrible mal y de tantos enemigos del
alma, los cuales no tuvieron los ángeles, causándoles inefable gozo.

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CAPÍTULO VI. La excelencia y la perfección de los cuerpos de los Santos en la
vida eterna.

Consideremos también lo que el hombre será cuando sea eterno, cuando, habiendo
resucitado de nuevo en el gran día, entrará en cuerpo y alma en el cielo. Corramos
siquiera con la consideración sobre todo ese tipo de bienes que nos esperan en la tierra
prometida, porque cuando Dios le prometió a Abraham el país de Palestina, le mandó
juntamente que la mirase, anduviese y rodease primero por todas partes: "Alza tus ojos
(dice el Señor), y desde el lugar en que estás, mira hacia el norte y hacia el sur y hacia el
este y hacia el oeste. Toda la tierra que ves te la daré a ti y tu descendencia para
siempre." E inmediatamente después, "Levántate y anda la tierra en longitud y anchura,
porque ciertamente te la daré." Podemos tomar estas palabras tal como las dijo para
nosotros mismos, ya que parecen prometernos el reino de los cielos; porque ningún
hombre entrará en él, que no le haya deseado; y ningún hombre podrá desearlo como
conviene quien no le hubiere andado en consideración; porque lo que no se conoce, mal
se puede desear: y así debemos contemplar muchas veces su grandeza, la longitud de su
eternidad, y la amplitud y anchura de su felicidad, la cual se extiende tanto, que no solo
el alma redunda en el cuerpo, llenándola con esos cuatro dones excelentes con que le
perfecciona y llena de toda felicidad que puede desear. Si Moisés, viendo un ángel en una
figura corpórea, sólo a la parte de atrás, y aunque de pasada, recibió tan gran gloria de la
luz y la belleza que vio, que su corazón no era capaz de contenerlo, quedando en su
rostro un brillo divino, qué alegría será para las almas bienaventuradas el ver con sus ojos
al Dios mismo, cara a cara, no de pasada o por un momento, pero por toda la eternidad!
¿de qué gozo y luces no le llenará, y las comunicará al cuerpo? Porque fuera de una
suma hermosura y perfección que han de tener aquellos cuerpos gloriosos que han de
tener todos, y vestir de una luz divina y tan clara que ha de aventajarse siete veces a la
del sol, como ha señalado Alberto Magno (in compend. Theolog. L. 7, c. 8), porque, si
bien en el Evangelio solamente se dice que los justos resplandecerán como el sol, sin
embargo, Isaías, el profeta, dice, que el sol en esos días brillará siete veces más de lo que
lo hace ahora: servirá a los santos de vestidura esta claridad inmensa, por ser la luz la
claridad más hermosa y excelente de todas las corporales.
¿Qué emperador vistió más resplandeciente y vistosa púrpura? ¿Qué majestad humana
se ha visto mayor que la que echará de sí tal resplandor? Herodes (Joseph Lib. 19, c. 6)
el día de su mayor esplendor, sólo la pudo mostrar con vestido de plata, admirablemente
tejido, que para resplandecer había de ser herido de sol, con todo eso, por aquel ligero
resplandor fue saludado por Dios. ¿Qué respeto se deberá a un bienaventurado que
estará, no digo vestido de oro, no vestido del sol, pero será más claro y resplandeciente
que el mismo sol? Júntense todos los diamantes más brillantes, todos los rubíes más
ardientes, todos los más brillantes diamantes; guarnézcase con ellos una ropa imperial;
todo esto no será más que como carbones, en comparación con un cuerpo glorioso que
será todo transparente, brillante, resplandeciente y, mucho más que si fuera esmaltado de

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diamantes. ¡Oh, la bajeza de las riquezas del mundo! que, todas juntos, no pudieron
hacer una prenda tan preciosa y hermosa. Si aquí tenemos por grande gala, llevar un
anillo de diamantes en los dedos, y las mujeres colgando en su pecho alguna joya, ¿qué
será tener nuestras manos, los pies y el pecho de manera más gloriosa y resplandeciente
que todas las joyas del mundo? Las galas y ornamentos de los vestidos que usamos aquí,
son más bien una afrenta y vergüenza para nosotros, que un adorno, ya que sostienen
una imperfección y una necesidad de nuestro cuerpo, que nos vemos obligados a
suministrar con algo de otra naturaleza. Además, la ropa se nos dio como señal de la
caída de Adán en el paraíso, y las usamos como penitencia ordenada por su pecado. Y
¿quién ha habido tan loco y desvergonzado en el mundo que, penitenciado a traer una
desvergüenza, le echase adornos preciosos e hiciese gran gala de traerlo? Pero como los
adornos de los santos en el cielo es: su brillo es propio, no prestado de sus prendas, no
extrínsecos, sino dentro de ellos, cada parte de ellos es más transparente que el cristal, y
más brillante que el sol. Se propone en el Apocalipsis, como una gran maravilla y
prodigio, de una mujer vestida del sol y coronada con doce estrellas. Esto, de hecho, era
mucho más glorioso que cualquier adorno en la tierra, donde se dicta que para un gran
valor fuese adornada con doce diamantes ricos y un carbunclo; ¿y qué tienen que ver los
diamantes con las estrellas y un carbunclo con el sol? Pero no llegará todo ese ornato del
sol y las estrellas a ser igual gala con la que tendrán los Santos del cielo, pues no será
ajeno ni postizo como lo era el ornato de aquella mujer del Apocalipsis.
La autoridad y la majestuosidad con la que este don de claridad adorna a los santos,
será incomparablemente mayor que la de los reyes más poderosos de la tierra. Sería un
gran despliegue de majestad en un príncipe, cuando saliendo de su palacio por la noche,
participarán un millar de pajes, cada una sosteniendo una antorcha encendida; pero
aunque fueran esas antorchas estrellas, no sería mayor su autoridad que la autoridad y la
gloria de un santo en el cielo, que lleva consigo una luz propia igual a siete veces
duplicada a la del sol. Y ¿qué mayor felicidad que no tener necesidad de este sol, que
necesita el mundo entero? Porque el justo no tendrá más noche; y él mismo trae consigo
el día y la claridad; y ¿qué mayor autoridad que resplandecer más que el sol, llevando
consigo mucha mayor majestad, que todos los hombres de la tierra podrían ser capaces
de conferir, aun llevando antorchas encendidas en sus manos? San Pablo, contemplando
el don de la claridad en la humanidad de Cristo, permaneció algunos días sin sentido ni
movimiento; y San Juan solamente mirando a la cara de nuestro Salvador, cayó al suelo
como si estuviera muerto, ya que sus ojos mortales no eran capaces de soportar el brillo
de tan grande majestad. San Pedro, porque vio algo de esto en la transfiguración de
Cristo, cuando estaba en su carne mortal, no deseaba apartarse de allí. Pero ¿qué mucho
que en Cristo se mostrase tan glorioso este don, pues los resplandores del rostro de
Moisés, estando en cuerpo perecedero y caduco, no los podía soportar el pueblo de
Israel? Cesareo (lib. 12, Mir. Cap 54) escribe de un gran letrado de una universidad de
París, que, estando listo para entregar el alma, se preguntó cómo podría ser posible que
Dios Todopoderoso podría hacer su cuerpo, compuesto de polvo, brillar como el sol.
Pero nuestro Señor queriéndolo consolar y fortalecer en la creencia de la resurrección,

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causó tal resplandor a sus pies, que sus ojos no podían soportar tan gran esplendor, que
se vio obligado a ocultarlos. En los muertos también este maravilloso don de brillo se ha
visto. El cuerpo de Santa Margarita, hija del rey de Hungría, emitió dichos rayos de luz,
que parecían ser como los del cielo. También el esplendor de otros cuerpos de los santos
ha sido tal, que los ojos mortales no eran capaces de contemplarlos. Pues si en cuerpos
sin alma es tan hermosa esta vestidura de luz ¿cuánto hermoseará en los cielos a los
cuerpos resucitados, hermosísimos, perfectos y vivos con alma gloriosa, y en la vida
eterna? San Juan Damasceno dijo, de la luz de este mundo que era el honor y el
ornamento de todas las cosas; la luz inmortal de aquella gloria eterna ¿Cómo cubrirá de la
gloria eterna y adornará a los santos? Porque no solo los hará lucir con su candor, pero
con diversidad de colores embellecerá algunas partes particulares más que otras. En las
coronas de las vírgenes se mostrará blanquísima, en los mártires, de color rojo, en la de
los Doctores, excederá también con particular resplandor: no solo en las cabezas de los
Santos, sino en los otros miembros, tendrán varios esmaltes. Y por lo tanto el cardenal
Belarmino dice (conoc, de Beat. Content. p. 2), que los cuellos de San Juan Bautista y
San Pablo: Allí relucirán con una increíble hermosura, como ataviados con un collar
de oro. ¿Qué espectáculo más glorioso que ver lucir con tanta claridad y hermosura a
tantos santos? ¿Qué luz entonces será la de los cielos, nacida de tantas luces, o por mejor
decir, de tantos soles? Cuanto más número de antorchas se juntan, por tanto es también
mayor la claridad que producen en conjunto. ¿Cuán grande será entonces la claridad de
la ciudad santa donde innumerables soles habitan? Y si por la visión de cada uno en
particular, el gozo se ve aumentado por la visión de un número sin número, ¿qué medida
puede tener esa alegría que resulta de tan hermoso espectáculo?

II. Como todos los cuerpos de los santos han de estar totalmente llenos de luz, por lo
tanto han de gozar de los privilegios de la luz; que, entre todas las cualidades materiales,
se ennoblece con esta prerrogativa, que no tiene contrario, y es, por tanto, impasible. Y
por lo que los cuerpos gloriosos de los Santos, no tienen nada que pueda oponerse a
ellos, están libres de sufrimiento. Además, no hay nada más rápido que la luz; y por lo
tanto los cuerpos entre más resplandecientes son también más ligeros y rápidos en
movimiento; pues, no hay ningún elemento más ágil y activo como el fuego, porque tiene
luz; el sol y las estrellas son las naturalezas más ágiles y rápidas del mundo; y la misma
luz en sí es tan rápida, que en un instante se ilumina toda la esfera de su actividad. De la
misma manera, los cuerpos gloriosos de los Santos, como disfrutan de más luz, se
mueven con más velocidad y agilidad que las propias estrellas. La luz también es tan sutil
y pura, que nada le detiene en su paso, aunque encuentre algunos cuerpos sólidos y
masivos: ni es toda la esfera y el cuerpo del aire obstáculo para que la luz del sol no nos
alumbre; y por cuerpos tan macizos como el cristal, diamantes, vidrio y otros cuerpos
pesados penetra la luz: pues mucho mejor aquellos cuerpos gloriosos han de tener tan
gran don de sutileza, que no habrá cuerpo que les impida, y por cualquier parte
penetrarán. Por esta razón los santos en la Sagrada Escritura a menudo son llamados por
el nombre de luz: y en particular se dice que los caminos de los justos son como una luz

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que brilla al mediodía. Porque así como la luz, camina impasible, a través de lugares
sucios e impuros sin mancillar su pureza, y hace su jornada con presteza, y penetrando
por otros cuerpos, así los santos, junto con la luz que les da el don de la claridad tienen el
don de impasibilidad, como la luz, para no contaminarse en nada; el de agilidad, para
moverse con suma ligereza, y el de sutileza, para penetrar por donde quieran.
Los bienes resultantes de estos privilegios y dones de los cuerpos gloriosos, son más
numerosos que todos los males de esta vida mortal. El don de la impasibilidad nos libera
de todas esas miserias que sufren nuestros cuerpos ahora en la tierra: del frío del
invierno, del calor del verano, enfermedades, dolores, lágrimas, y todas las necesidades y
cuidados. Veamos a cuantas preocupaciones y problemas se someten los hombres sólo
por sostener sus vidas, pues toda la ocupan en esto: el labrador pasa sus días arando,
sembrando, y cosechando; el pastor sufre frío y calor en el cuido de su rebaño; el
sirviente, en la obediencia a otras voluntad y el mandato de su superior, el rico, en
preocupaciones y miedos, en la preservación de lo que posee. ¿Cuántos peligros se
incurren en todos los estados, sólo para estar seguro de comer? De todo esto, el don de
la impasibilidad exime a los justos. El cuidado de la ropa también no preocupa poco
menos que el de la alimentación; y el de la preservación de nuestra salud mucho más.
Porque, como nuestras necesidades son doblemente aumentadas por la enfermedad, lo
son nuestras preocupaciones: de todo lo cual se libra el que es impasible, y está libre, no
solo de las penalidades de esta vida, pero si en el mismo infierno entrara, no se quemara
un pelo.
La prerrogativa también del don de agilidad es grandísima; y se puede echar de ver por
lo que ha de necesidad uno para una jornada larga, como quiera que nos acomodemos,
no se lleva a cabo sin mucha fatiga, y muchas veces con peligro, tanto de la salud y la
vida. Un rey, a pesar de que viaje en un coche o litera, que es la manera más fácil y
cómoda de viajar, debe pasar por encima de rocas, colinas y ríos, y viajar mucho tiempo;
pero con el don de agilidad, un santo, en un abrir y cerrar de ojos, se colocará a sí
mismo, donde le plazca, y pasará millones de leguas con tanta facilidad y en un tiempo
tan corto como dar un paso. Nos maravillamos de lo que se dice de San Antonio de
Padua, que en un día pasó de Italia a Portugal para liberar a su padre condenado
injustamente a muerte; y lo de San Ignacio, patriarca de la Compañía de Jesús, que en
poco tiempo se transportó desde Roma a Colonia, y de allí a Roma, sin ser echado de
menos, en un espacio de menos de dos horas. Si a los cuerpos mortales de sus siervos
Dios les comunica tales regalos, ¿no lo hará también a los cuerpos glorificados de sus
santos? ¿Qué gracia tan particular fuera la de uno que pudiera en un día recorrer todos
los reinos del mundo y ver en ellos lo que pasaba? Si en menos de una hora poder ir a
Roma, la ciudad principal del mundo, de allí pasar a Constantinopla, y reconocer aquella
corte del imperio oriental; en otra hora llegar al Gran Cairo, y considerar allí la inmensa
multitud de habitantes; luego en otra hora ir a Goa, corte de las Indias Orientales, y
considerar sus riquezas; en otra a Pekín, la sede de los reyes de China, y contemplar la
vasta extensión de esa ciudad prodigiosa; en otra a Meaco, la corte de Japón; en otra a
Manila, la ciudad de las Islas Filipinas; en otra a Ternate, a las Molucas; en otra a Lima,

235
en Perú; en otra a México, en la Nueva España; en otro a Lisboa y Madrid; en otro a
Londres y París, considerando despacio lo que había en estas sillas y cortes de estos
reinos: si esto fuera un admirable privilegio, ¿cuál será el de los cuerpos gloriosos que en
brevísimo tiempo podrán atravesar todos los cielos para visitar la tierra, volver al sol y al
firmamento, y considerar cuanto hay sobre las estrellas y en el cielo empíreo? San
Gregorio escribe en sus diálogos (Greg. Lib 3, Dial. C. 36), que un soldado, listo a
agredir a un varón santo, y con su espada desnuda levantada y listo para dar el golpe, el
hombre gritó diciendo: San Juan detenlo, y al punto detuvo el Santo la mano al soldado,
de suerte que no la pudo mover. ¿Qué tan pronto oyó San Juan en el cielo que lo
invocaba en la tierra y con qué velocidad descendió para ayudar, frenar y secar el brazo
del soldado malvado? No han de tener menos velocidad los cuerpos gloriosos que ahora
tienen los espíritus. El peso de sus cuerpos no será de ninguna manera impedimento;
ellos por lo tanto, de la misma manera andarán y pararán en el aire que en el agua, y por
la tierra como en los cielos. Fue milagroso en San Quirino, mártir, San Mauro y San
Francisco de Paula, que anduvieron sobre las aguas, ríos y mares pasando rápido sin
barca ni navío; pero los cuerpos gloriosos no sólo serán capaces de atravesar los mares,
montarse en el aire, pero entrarán en llamas seguros y sin dolor. Se dice de San Francisco
de Asís, que en el fervor de sus oraciones y contemplaciones se le vio levantado en el
aire; y el gran siervo de Dios, el padre Diego Martínez, de la Compañía de Jesús, se
levantaba en oración por encima de los árboles más altos y torres, y, flotando en el aire,
proseguía en sus devociones. Si Dios se ha dignado dar tan grandes favores a sus
servidores en este valle de lágrimas, ¿qué privilegios va a negar a los ciudadanos del
cielo?
A tan notable don de agilidad acompaña el de sutileza, con el cual los cuerpos gloriosos
tendrán su forma libre y permeable a través de todos los lugares, no existe impedimento
que detenga su movimiento, y para ellos no habrá cárcel o encerramiento. Pasarán con
mayor facilidad a través del medio de rocas, que una flecha a través del aire. Será lo
mismo para ellos subir a la luna, por donde no hay cuerpo sólido que estorbe el camino,
que bajar al centro de la tierra, donde la distancia está impedida de rocas, metales, y el
elemento mismo de la tierra. Nos maravillamos en escuchar que los Zahories (adivinos)
ven esas cosa que están ocultas bajo la tierra. Admirémonos de lo que es cierto, que los
santos no sólo pueden ver, pero entrar en la profundidad de la tierra, y decirnos los
minerales y otros secretos contenidos en sus entrañas. Metafraste escribe, que un cierto
godo, soldado, se enamoró apasionadamente con una doncella de la ciudad de Edesa, y
no hallando manera para gozarla, la exigió en matrimonio, pero la madre y tribu no dio
ningún oído al trato, confiando poco en un bárbaro y extraño, que, llevándola a un país
lejano (como era el de él) podría usarla a su antojo. El soldado, no obstante, persistió aún
en su súplica, con muchas promesas, y ganó por fin el consentimiento de la doncella y
deudos. Sólo la madre que aún no se aseguraba, no quiso entregarla, hasta que entrando
juntos en el templo de los santos mártires, Samona, Curia, y Abiba, el soldado, y que el
soldado había renovado sus promesas de darle buen tratamiento por juramento, y
llamando a los santos mártires como testigos, le fue entregada la doncella a él, a quien

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poco después llevó a su tierra, donde anteriormente estaba casado y tenía su esposa
todavía viva. Para ocultar mejor su maldad cayó en otra mayor, y, como una bestia
salvaje y sin piedad, encerró a la segunda mujer viva en una tumba, y la dejó allí. Ella,
por lo tanto traicionada, recurrió a los santos, a los que con lágrimas invocó como
testigos de la traición y la violación de la fe del soldado. En un instante los santos
mártires aparecieron en un carruaje glorioso, y poniéndola en un sueño suave, fue
transportada (el sepulcro permaneció sellado) sin dolor a su propio país, donde la
dejaron. El bárbaro, ignorante de lo que había sucedido, y convencido de que estaba
muerta hacía mucho tiempo, volvió por segunda vez a Edesa, donde, fue condenado por
su crimen, satisfaciéndolo con su vida. Pues si los santos, tienen el poder para hacer
pasar por otros cuerpos a los de otras personas, ¿cuánto mejor podrán hacer que los
suyos penetren por otros cuerpos, y no haya para ellos impedimento alguno?
Por último, los servidores de Cristo estarán tan llenos de todos los bienes, tanto del
alma y del cuerpo, por lo que no habrá nada más que ellos deseen y podrá cada uno,
esperando aquellos bienes eternos, decirse lo que dijo San Agustín, "¿Qué quieres,
cuerpo mío? ¿Qué deseas alma mía? Allí hallaréis cuanto queráis, allí cuanto deseáis.
Si os da gusto la hermosura, los justos tendrán las de un sol; si cualquier limpio
deleite, allí no uno, sino un mar de los deleites que tiene Dios hartará vuestra sed."
Que se levantan los deseos humanos a ese lugar en el que sólo se pueden cumplir: no
deseen las cosas de la tierra, que no les puede satisfacer, pero deseen las que están en el
cielo, que sólo son grandes, solamente eternas, y sólo pueden llenar la capacidad del
corazón del hombre.

CAPÍTULO VII. ¿Cómo hemos de buscar el cielo, y anteponerlo antes de que


todos los bienes de la Tierra.

Compare el cristiano las miserias de esta vida con las felicidades de la otra; la debilidad
de nuestra naturaleza en este estado mortal con el vigor y privilegios de esa inmortal que
nos espera; y anímese a despertarse a sí mismo para ganar la gloria eterna con un solo
trabajo de tiempo muy corto y temporal. El rey Ciro (Instit. lib. 1), cuando tenía la
intención de invadir a los medos, mandó a los persas, en un día determinado, a venir a su
encuentro, cada uno con hachas afiladas. Obedeciendo; cortaron un gran bosque;
después que lo hubieron hecho con mucho trabajo y diligencia, los invitó el rey para el
día siguiente a un gran convite de muchos regalos y fiestas; y luego les encargó comparar
un día con el otro y que escogiesen cuál querían más, el día de trabajo del primero o el
día segundo del regalo y regocijo que se siguió después. Todos ellos gritaron que el día
del descanso y convite. Con esto, le bastó para que todos los persas hicieran la guerra a
los medos, asegurándoles, que después de un corto problema en el sometimiento de una
nación, disfrutarían de incomparable placer, y de ser dueños de riquezas inestimables.
¿Por qué no bastará a los cristianos un permio cierto, e infinitamente mayor que el
trabajo? Comparemos ese convite y cena celeste de la otra vida con los problemas de

237
esta; la grandeza del reino de los cielos con la pequeñez de nuestros servicios; las alegrías
anteriores con los productos siguientes: y nos parecerá todo trabajo regalo y todo servicio
descanso, y toda felicidad de la tierra miseria y una grande bajeza. ¿Cuál es la honra de
esta vida, que es en sí misma falsa, dada por la mentira de hombres, corta y limitada, en
relación con esa honra que se da tan sólo en el cielo, la cual es cierta, dada por Dios,
eterna, extendida a través de los cielos, y manifestada a todos los que están en ellos, por
todos los hombres y los ángeles? ¿Cuáles son las riquezas de la tierra, que a menudo
fallan, están siempre llenas de peligros y preocupan, y nunca liberan a sus propietarios de
necesidad, en comparación con aquellas que no tienen fin, y dan toda la seguridad y la
abundancia? ¿Cuáles son sus placeres cortos, que perjudican la salud, disminuyen la
hacienda, e infaman a los que los buscan, con respecto a aquellos inmensos gozos de la
gloria, que, con deleite, juntan honor y beneficio? ¿Qué es esta vida de miseria con
respecto a aquella plena de bendiciones y dichas; y qué esas malas cualidades de nuestros
cuerpos mortales ahora, con esos preciosos dones de la gloria que después de nuestra
resurrección tendrán? Ahora todos somos podredumbre, gravedad, corrupción, impureza,
enfermedades, repugnancia, y gusanos: entonces habrá luz, incorrupción, esplendor,
pureza, belleza e inmortalidad. Comparemos estos juntos; ¿qué diferencia hay entre un
cuerpo enfermo, débil, pálido y repugnante, a unos ocho días después de la muerte, lleno
de gusanos, de corrupción, y hedor abominable, con el mismo cuerpo en la gloria,
superando al sol en su brillo, a los cielos en su belleza, más olorosos que las rosas o
lirios.
Ni los males o bienes temporales, guardan ninguna relación con los eternos; sino que,
como dice el apóstol, lo que es momentáneo y leve cause un eterno peso de gloria, En el
comienzo de las guerras civiles que el Senado de Roma (Val. I. 9, c. 4), hizo en contra de
Cayo y Fulvio Graco, el Cónsul Opimio, por un edicto público, prometió que todo aquel
que le llevara la cabeza de Cayo y Graco recibiría una remuneración a peso de oro.
Todos tenían esta por gran recompensa, que uno recibiese el mismo peso de ese metal
precioso por el peso de la carne muerta. Pero las promesas de Dios son muy superiores a
esta. Pero Dios no promete su gloria a peso, sino que da por el trabajo tan ligero como
una pluma eterno peso de gloria. El apóstol no dice que Dios Todopoderoso no sólo dará
un gran peso por lo ligero, sino que también añade, que será eterno. Fuera gran dicha si
cuanto alcanzan nuestras penitencias y trabajos nos hubiese de dar solamente otro gozo,
como ese fuese eterno; porque por pequeño que fuese se compraba bien barato, aunque
fuese en la sustancia tanto por tanto e igual en todo, como en la duración fuese tan
diferente que por el trabajo de un día se diese descanso de un año; pero dando Dios por
lo poco mucho, por lo leve lo macizo, por lo momentáneo lo eterno ¿qué ganancia mayor
nos puede venir? Confusión nos ha de causar Septimuleyo, que oyendo el anuncio antes
mencionado del cónsul romano, no reparó en trabajo o peligro, hasta que, codicioso de
que le diesen premio de igual peso, cortó la cabeza de Graco, y pidió su peso equivalente
del mismo en oro. Tengamos el coraje como el soldado tuvo de quitarle la vida temporal
a un hombre, tengámoslo nosotros para no quitarnos a nosotros mismos la vida eterna. Y
puesto que la compra de los cielos es tan barata, esforcémonos por aumentar la ganancia

238
comprando mucho cielo, y no tengamos deseo de los bienes eternos que Septimuleyo
tuvo por lo temporal; quien, deseoso de una gran recompensa, llenó de plomo fundido
todos los espacios huecos de la cabeza que cortó, para que fuese más pesada. Llenemos
nuestras obras momentáneas y ligeras con gran afecto y amor, llenemos los deseos, y en
cualquier obra pequeña, acompañémosla con una gran voluntad, con un vehemente
deseo de acumular tesoros eternos por los dolores temporales.
¡Qué intercambio más ventajoso para nosotros será comprar el cielo por un trago de
agua; por lo vil y que dura más que un momento, por lo de inestimable precio, y que
dura para toda la eternidad! ¿Qué tipo de negociación sería, si se pudiera comprar un
reino por una paja? Sin embargo, por lo que no tiene más valor que una paja, podemos
comprar el reino de los cielos. Ciertamente, toda la felicidad, las riquezas y placeres
terrenales, no son más que una paja, en comparación con la gloria del cielo. ¿Qué tonto
sería él, que, teniendo una cesta llena de patatas, no daría una de ellas por un centenar de
pesos de oro? Esta es la locura de los hombres, que por los bienes terrenos no recibirán
los del cielo. ¿Hay alguien que, habiéndosele ofrecido una piedra preciosa por un grano
de arena, no tuviese el ánimo como para dar una cosa tan vil y abyecta por una cosa tan
noble y preciosa? ¿Quién, ofreciéndosele un rico tesoro por un puñado de carbón, no
admitiría tan bien remunerado intercambio? ¿Qué hambriento, invitado a una mesa llena
de platos delicados, con la condición de que no comiese una cáscara de nuez, rechazaría
la invitación? El cielo nos es ofrecido por cosas pequeñas y de estimación pequeña; ¿por
qué no aceptamos la oferta? Cristo, nuestro Salvador, llamó el reino de los cielos una
joya preciosa y un tesoro escondido, por lo que tenemos que renunciar a todos los bienes
de la tierra; por la razón que son todos, pero polvo, carbón, vileza y miseria, con respeto
a un tesoro de perlas y diamantes. San Josafat hizo mucho en dejar un reino terrenal para
una mayor garantía de la del cielo: mucho hizo respecto de nuestro engaño y falsa
estimación de las cosas, pero bien considerado hizo muy poco, y no fue más que dar una
cesta llena de tierra por otra de oro, un saco de carbón por un gran tesoro, y una cáscara
de nuez por un gran banquete. Lo que está en la tierra también puede ser dado por una
migaja de cielo; porque todas las grandezas de este mundo no son más que migajas,
cáscaras de nuez, y basura, en comparación con el menor bien de dicha celestial. Toda la
felicidad en la tierra no tiene sustancia ni de peso, si se compara con el peso de la gloria
eterna que se prepara para nosotros. Esto hizo David convencido de la grandeza de la
gloria celeste, cuando dijo al Señor: "Yo inclino mi corazón para cumplir tus
justificaciones." El corazón del hombre es como un peso fiel de las balanzas, que se
inclina de esa manera en donde hay mayor carga. Y al igual que en el corazón de David
lo temporal le pesaba poco y lo eterno mucho, inclinado por el eterno peso de gloria que
nos aguarda y movido por la esperanza de una recompensa tan grande, le llevaba más al
cumplimiento de la ley de Dios que el de su propio apetito e inclinación.

II. ¿Consideremos los trabajos por el cual nos prometen la gloria eterna como paga y
permio? Dijo con mucha razón el apóstol, que no era equivalente todo lo que podemos
sufrir en esta vida respecto de la gloria por venir, que se ha de manifestar en nosotros.

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Para San Agustín todos los tormentos del infierno no parecían mucho para obtener la
gloria celestial, aún por breve tiempo; y si tenemos en cuenta la grandeza de esa alegría
no serán nada todas las penitencias de San Simón Estilita, los ayunos de San Romualdo,
la pobreza y la desnudez de San Francisco, y los desprecios y afrentas que padeció San
Ignacio, que el levantar una paja del suelo para obtener un imperio terrenal. ¿Por cuántos
viles y pequeños premios de este mundo se han expuesto muchos a grandes trabajos y
peligros? David hizo un edicto, para establecer como capitán general al primero que
arremetiera contra los Jebuseos, que eran los más fuertes de todos sus enemigos, no
dudó Joab en exponer su vida a tal peligro, lanzándose entre espadas y lanzas para
obtener ese honor al precio de su propia sangre. El rey Saúl propuso dar a su hija en
matrimonio al que superara al gigante Goliat, no habiendo ninguno que se atreviera a
intentarlo, no le pareció a David mucho exponerse a tal peligro con la esperanza de
obtener tal recompensa.
¿Qué no han hecho los hombres por obtener una recompensa terrestre? Nada ha
parecido mucho a ellos y al cristiano debe parecer poco todo por el reino del cielo.
Seneca se maravillaba con lo que hicieron los soldados y sufrieron por reinos tan cortos y
transitorios como son los de la tierra, y no siendo para sí, sino para otro. Mas nos
podemos maravillar nosotros, que por el reino de los cielos, y este no ajeno, sino para
nosotros mismos, nos parezca el trabajo de este mundo mucho y nos anime tan poco.
¿Qué no hizo Jesbaan por el reino de David, a pesar de ser estimado un infeliz y un
cobarde? (1 Reyes 23, y 1 Paralip. XI, Vid. Sanctium et Trinum. II Reg. 23). Al ver que
el reino de David estaba en juego, tomó tal valor que se fue en contra de ochocientos
hombres y los mató en su furia; y en otra ocasión mató a trescientos. Por el mismo reino
de David, Eleazar, hijo de Ahoites, luchó con tanta constancia y valentía que mató a
innumerables filisteos, continuando la batalla hasta que estuvo tan cansado que no era
capaz de mover su brazo, y se quedó tan rígido con el cansancio, como si fuese de
piedra. Si, por dominios de otros hombres, estos hombres eran tan valientes, ¿por qué no
tomamos valor, y nos esforzamos para conquistar el reino de los cielos, aunque
perdamos toda nuestra fuerza e incluso nuestras vidas en la conquista, ya que todo
trabajo y esfuerzo no es nada por él? Para el avance a continuación del reino de David,
sus valientes a cabo este tipo de acciones que, si no estaban autorizados por la Santa
Escritura, podrían parecer increíble. Pero ¿qué digo del reino de David? cuando sólo para
satisfacer un deseo de David, y tal vez uno impertinente, que quería beber del agua en
las cisternas de Belén, que estaba a esa otra parte del ejército enemigo, tres soldados
jóvenes se lanzaron por el medio de las escuadras enemigas, y con sus espadas abrieron
camino por en medio de un ejército, a buscar el agua deseada. Si los hombres se someten
a este tipo de riesgos por un reino, más aún por el placer de otro, y de un momento
hicieron tanto esos jóvenes, que no debemos hacer nosotros por el gozo eterno, que ha
de ser nuestro propio, y sin fin hemos de gozar ¿po qué no nos animamos todos? porque
el reino de los cielos, en el que esperamos tan inmensa Es el reino de los cielos que
esperamos: gozos, riquezas y honores eternos son los que nos están prometidos: poco es
todo lo que en tiempo se puede padecer por alcanzarlo. Semma, por la defensa de un

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campo sembrado de lentejas, se atrevió a luchar solo contra un ejército de los filisteos.
Por la defensa luego de la gracia, que es la semilla de Dios, y para asegurar nuestra
gloria, que es el fruto de la pasión de Cristo, no es tanto, que sin derramar sangre
nosotros luchemos contra nuestros apetitos rebeldes, y conquistemos nuestra naturaleza
corrupta en esta vida, para que podamos hacerla más perfecta en la otra. Para este fin, la
consideración de la gloria es muy poderosa, que siempre tengamos ante nuestros ojos el
cielo que nos ha sido prometido; y no dejar que la recompensa eterna, prometida por
Cristo, sea menos eficaz que lo temporal propuesto por el hombre. Esto fue representado
por nuestro Señor al profeta Ezequiel, en esos cuatro seres vivientes, de modo muy
diferentes en naturaleza, pero uno en su ocupación y puesto; a saber, un águila, un león,
un buey, y un hombre, que contempló en el medio del aire, volando cada uno con cuatro
alas, tan veloces como un rayo de luz. ¿Qué cosa pudo violentar tanto la naturaleza
pesada de un buey que igualase en el vuelo de un águila? ¿Y quién dominó tanto la
fiereza del león que la hermanase con la humanidad del hombre? El mismo profeta lo
declara diciendo que llevaban al cielo en sus cabezas, teniendo el firmamento por encima
de ellos: porque, si el cielo estuviera en nuestros pensamientos, a todos nos animaría y el
hombre material se podría igualar con un ángel, y el que es un bruto en sus costumbres
como las fieras las pondrá en razón como es debido al hombre, y el que era pesado y
tardo como un buey volará a cuatro alas, venciendo su naturaleza con doblada ligereza
que las aves, y dejará la tierra el que pacia en ella, dejando sus gustos breves y caducos
por la esperanza de los ternos.

III. No es mucho esto; porque es tan grande el bien que esperamos, que el privarnos
de todos los demás bienes lo habíamos de tener por dicha, y el sufrir todos los tormentos
y aflicciones por gusto grande. Escuchemos lo que dice San Juan Crisóstomo (Chrys.
Tom. 5 Hom. 49): "Cuantos trabajos pasares, tantos cuantos tormentos padecieres,
todas estas cosas son nada en comparación con aquellos bienes venideros". Oigamos
también lo que San Vicente, mártir, dijo a Daciano, el presidente, y con qué alegría y
paciencia en sus tormentos, confirmó lo que había hablado; cuando lo izaron a lo alto de
la rejilla, y el tirano en una burla le exigía, donde estaba, entonces el santo sonriendo, y
mirando el cielo, a donde se dirigía, respondió: "En lo alto, donde te desprecio a ti,
aunque eres tan insolente y altivo con el poder que tienes sobre la tierra." Siendo
posteriormente amenazado con tormentos más crueles, dijo, "No me parece que me
amenazas con esto, sino que me ofreces lo que deseo con todas las ansias de mi
corazón." Y cuando rasgaron su carne con ganchos y tenazas, y lo quemaron con
antorchas encendidas, clamó con gran alegría, "En vano te fatigas, Daciano, no puedes
imaginar tormentos tan horribles que no los quiera yo padecer. La prisión, las tenazas, las
placas de hierro encendidas, y la misma muerte, es para los cristianos entretenimiento y
juego y no tormento." Tan grandes tormentos en la tierra tuvo por risa quien consideraba
los gozos del cielo. Considerémoslo nosotros también, y no haya cosa que dejemos de
padecer por asegurarle y poseerle. Qué lástima es que, por un gusto vil, el cristiano,
pierda gozos tan grandes y eternos; que por no sufrir una ligera injuria pierda las honras

241
celestiales; por no dar lo que se debe, y restituir lo que se tomó, deje de recibir y tomar
posesión del reino de los cielos y, por un bocado amargo que le ofrece el demonio se
prive del gran banquete a que le convida Dios. ¿Quién iba a elegir alimentarse de huesos
y restos, que caían de la mesa, a ser un huésped en el banquete, y alimentarse de los
platos más selectos y bien sazonados? Lo que ofrece el mundo en sus mejores placeres
no es más que cáscaras, despojos y desperdicios; pero a lo que, Dios nos invita es a una
mesa llena de regalos y dulzuras, en que se satisface toda el hambre del más ansioso
apetito humano. Con razón se le llama, en la Santa Escritura, la gran cena (Lc. 14, 16),
y en algunos lugares, la cena nupcial, en razón de la saciedad que causa, que nada en la
tierra puede darnos. Se le llama una cena, y no comida, ya que después de la comida
suelen levantarse los hombres para dedicarse a otros negocios y ocupaciones, pero
después de la cena no hay más trabajos; todo es descanso y reposo. El plato principal
que se sirve en este gran cena, es la clara visión de Dios y todas sus perfecciones divinas;
después de eso, mil gozos del alma en todas sus potencias y facultades; después mil
placeres de los sentidos con todas las perfecciones de un cuerpo glorificado. Estos
últimos son, por así decirlo, el postre de este banquete divino. Y si los postres son tales,
¿que será la sustancia del banquete? ¿Qué comparación, puede pues haber entre los
grandes y eternos bienes del cielo, y los que nos dan el mundo? Ciertamente, no son
dignos de ser llamados ni siquiera corteza de bienes.
Es mucho para reflexionar como todos los que nos propone Cristo que no gozaron de
la gran cena, que es una figura de la gloria, no fue por cosas que fuesen pecados en sí
mismas. Uno se excusó, porque había comprado una granja o lugar; otro porque tenía
que probar sus bueyes; un tercero porque se había casado; ninguno de los cuales eran
pecados; pero anteponerlos al reino de los cielos, es una locura increíble y ceguera
lastimosa, y todos los que se ocupan en demasía de las cosas de la tierra, no hacen otra
cosa que preferir los restos y desperdicios de una cena pobre y rústica antes de la fiesta
real de un poderoso rey. Por otra parte, aunque Dios no nos hubiera convidado a
nosotros, gusanos miserables y viles, para una cena de dulzura tan infinita en el cielo,
sino que solo nos prometiera las migajas de ella, las habíamos de preferir antes de los
gustos y comodidades de este mundo; y temamos, que incluso en el tomar gustos ilícitos
puede haber peligro de nuestra condenación. Porque, como el mal del pecado es la causa
de la condenación de los hombres, y los bienes de la tierra son ocasión de pecado,
suspiremos solamente por el cielo. Abramos los ojos, y consideremos que los que fueron
llamados a alguna especial vocación por Dios, aun sin pecado, los introduce la Escritura
santa como condenados, tal como aparece en estos tres que fueron invitados; pero
mucho más a nuestro terror en ese joven en el Evangelio (Lc. 19, 18-20) que habiendo
preguntado a Cristo nuestro Redentor, lo que debía hacer para alcanzar la vida eterna, y
respondido el Señor que debía guardar los mandamientos de la ley, dijo que así lo había
hecho desde su juventud. Pero porque el Señor lo llamó con especial vocación para que
fuese perfecto, y que para eso dejase todo, él se fue triste, porque tenía muchas riquezas;
luego nuestro Salvador dando a entender que estaba excluido del reino de los cielos,
pronunció esa frase memorable y terrible (Mt 19,23-24): que era más fácil que un

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camello entrara en el ojo de una aguja, que el que un rico entrara en el reino de los
cielos; significando con ello que, aunque había guardado los mandamientos, sin embargo,
fue excluido del cielo. Porque a los que nuestro Salvador favorece con inspiraciones y
llamados particulares, no aseguran la salvación de ellos por un deseo de guardar los
mandamientos, pero esforzándose por observar los consejos evangélicos, quitando no
sólo los pecados y la ocasión de pecar, pero los impedimentos de la virtud y la
perfección, con lo cual no sólo aseguran más el cielo, sino que obtendrán más cielo y
más gloria; y si no lo hacen, pueden temer justamente, que desobliguen a Dios
Todopoderoso para que no les conceda los auxilios eficaces para guardar los
mandamientos, después que tuvieron la vocación divina y la despreciaron, y con ella la
salvación eterna y la misma gloria. Poco es todo lo que puede hacerse para la obtención
de cielo, poco lo que se sufre, poco lo que se abandona, poco todo el cuidado para
obtenerlo, poco cuidado en no perderlo, poco cuantos impedimentos se quitan, y pocas
austeridades de la vida que se experimenten por asegurarle, y si no lo juzgamos así en
este valle de lágrimas, júzguenlo los santos en el cielo, que son de una opinión diferente
que los de la tierra. Una vez que Santa Teresa de Jesús (D. Mig. Bautista de Lanuza Lib.
3. De Vit. Isabel, c. 6), se le apareció a esa bendita mujer, Isabel de Santo Domingo, esta
observante religiosa pidió perdón a Santa Teresa por un disgusto que le pareció le había
dado, y fue que, siendo priora de Pastrana, puso una rejilla muy estrecha por donde las
monjas oían misa. Para algunas parecía demasiado estrecha, como también lo era para
Santa Teresa, y ella la habría quitado, pero no lo hizo porque la priora Isabel le
respondió, diciendo: "No es conveniente, el estar tan cerca de la gente secular, porque
podrían ser vistas por ellos." Pero la santa estando ya muerta y gloriosa, Isabel de Santo
Domingo estaba muy afligida de caer en cuenta que, por su respuesta; había disgustado a
su santa madre. La santa le respondió, diciendo: "Diferentemente me parecen acá algunas
cosas." Y, sin duda, muy de diversa manera las cosas en el cielo, donde todo recato y
cuidado por no ofender a Dios parecerá muy poco, y cualquier descuido o impedimento
de servirle se tendrá por mucho.

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CAPÍTULO VIII. De los males eternos; y sobre todo de la gran pobreza, afrenta y
oprobio de los condenados.

No sólo tenemos razón para despreciar los bienes del mundo con la consideración de
los cielos, pero los males también con la consideración del infierno, en cuya comparación
todo mal temporal ha de ser considerado como bien, y toda felicidad y contento de la
tierra ha de ser aborrecido como mal, si dispone para aquellos tormentos eternos y priva
de los gozos perpetuos que no han de tener fin. Y en verdad, son tales estos dos
extremos que nos aguardan, que cualquiera de ellos fuera suficiente para hacer que
despreciemos todos los bienes y los males temporales en absoluto, y juntándose la
privación de los goces del cielo con la consideración de las penas del infierno, no sé
cómo hay quien guste de cosa de esta vida, y no tiemble de lo que puede seguir. A causa
de este peligro, debemos aborrecer y detestar los placeres y los bienes de esta vida, y
admitir y abrazar, los mayores males de la misma, y a males y a bienes despreciar, ni
amando los bienes ni temiendo los males, no haciendo caso de nada; pero los bienes del
mundo tienen mucho más para ser despreciados que los males, ya que por lo general son
el mayor motivo de pecado y por lo tanto, de la condenación eterna. Las Sagradas
Escrituras, y los escritos de los santos, están llenos de amenazas contra los ricos, los
poderosos, y los amantes del mundo, que son los que, en su mayor parte, pueblan el
infierno. El profeta Baruc (3, 16-19) dice: "¿Dónde están los príncipes de las naciones
que mandaban sobre las bestias de la tierra, y se entretienen con las aves del cielo, que
almacenan plata y oro, en que los hombres se amparan, que acumulan fortunas sin cesar;
los que acuñan y labran plata, y andan solícitos, y no se hallan sus obras? Destruidos
están, se han hundido en el infierno, y otros se levantaron en sus lugares." Santiago dice
(5, 1): "Ahora bien vosotros ricos llorad, y dad alaridos por las desgracias que están para
caer sobre vosotros." San Pablo no sólo amenaza a los que son ricos, pero a los que
desean serlo, diciendo (1Tim 6, 9): "Los que quieren enriquecerse caen en la tentación,
en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en
la ruina y la perdición." Con este contrapeso y peligro, ¿quién hay que desee bien de
esta vida, pues solo sus deseos son tan ponzoñosos? Oigan a San Bernardo todos los que
sienten en su corazón afición de la tierra, el cual dice: "Dime ahora, ¿en dónde están los
amantes del mundo que, hace un poco de tiempo, estaban aquí con nosotros? No
quedado nada de ellos, pero su polvo y hediondos gusanos. Advierte ahora lo que eran
antes, y lo que son ahora: hombres fueron como tú; comieron, bebieron y rieron, y en un
momento bajaron al infierno. Aquí están sus cuerpos comidos por los gusanos, y sus
almas condenadas al fuego eterno, hasta que se unan una vez más ambos y se hundan en
el fuego sempiterno, para que los que fueron compañeros en el pecado lo sean en las
penas, y en una misma pena comprenderá a los que en un mismo amor los juntó en el
delito. ¿Qué les aprovechó la vanagloria, la breve alegría, el poder terrenal, el placer
carnal, las falsas riquezas, las numerosas familias? ¿Dónde están ahora sus risas, sus
chistes, su jactancia, su arrogancia cuán grande será su dolor cuando tal miseria sucederá
a tantos placeres? ¡Desde lo alto de la gloria humana, caerán en esos tormentos penosos

244
y la ruina eterna! Y conforme el Sabio: "Los poderosos serán poderosamente castigados."
Si, entonces, los que más gustan del mundo corren mayor riesgo de ser condenados,
¿qué cosa podrá ayudar más para despreciar al mundo que la consideración de un final
tan lamentable? Porque ¿qué cosa puede declarar mejor cuán despreciables sean sus
bienes temporales, pues suelen ocasionar males eternos? Si una casa construida tiene
algún defecto notable, ningún hombre en ella habitaría; si un caballo valiente tiene alguna
cualidad viciosa, nadie va a comprarle; y si una copa de cristal tiene una grieta, no podrá
ser colocada sobre un armario real; sin embargo, los placeres y bienes del mundo, sujetos
a tantas faltas, vicios y ponzoña ¿cómo se codiciaban, se aman, se buscan, buscando
nuestra perdición? Ciertamente, si consideráramos seriamente los males eternos que
corresponden a los cortos placeres de la vida, pisaríamos y escupiríamos a toda la
felicidad humana, y temblando uno de verse en alta fortuna huyera del mundo como de
la muerte. El reverendo padre Fray Jordán deseoso de convertir a un cierto caballero a
Dios y que despreciara el amor al mundo, recurrió como último recurso a esta
consideración y al verlo un hermoso joven, activo y bien dispuesto de cuerpo, él le dijo:
"Por fin, señor, ya que Dios le ha dado una cara y una persona tan hermosa y de cuerpo
bien dispuesto considere usted en su corazón cuán grande mal sería si tan hermoso
cuerpo y dispuestos miembros viniesen a ser pasto del fuego eterno, y hubiesen de ser
abrasados sin fin." El caballero reflexionó sobre su consejo, y esta consideración causó
tanto en él, que aborreciendo el mundo dejó todas sus posesiones y esperanzas, y se hizo
pobre en Cristo, y entró en la religión.

II. Pasemos ahora a considerar lo que son los males eternos, para que despreciemos
todos los males temporales, y también todos los bienes. Son los males del infierno tan
verdaderos males, y son tan puros males, que no tienen ninguna mezcla de bien. En ese
lugar de desdicha, hay doblada desdicha, pues hay en él todos los males, y no hay en él
ni un solo bien; porque es privación de todo bien y posesión de todo mal, con eterno
llanto y ningún consuelo, pues aun una gota de agua que pidió a un hombre tan
misericordioso como Abraham le falló al rico avariento. Ni ha de haber allí bien que
consuele, por pequeño que sea, ni faltará mal, por grande que sea, que no aflija. No se
hallará bien alguno donde faltan todos los bienes, ni faltará mal donde se hallan todos los
males, que con la falta de todo bien y la junta de todos los males viene a ser cada mal
mayor. En la creación del mundo a cada naturaleza iba alabando Dios diciendo que era
buena, sin añadir más exageración; pero después, cuando ya estaban todas criadas y
juntas, añadió: Que eran buenas grandemente, porque la junta de muchos bienes realza a
cada uno mucho, y lo mismo es la junta de muchos males. Pues? ¿Qué será el cielo,
donde no solo hay junta de muchos bienes, sino de todos los bienes y de ningún mal? Y
¿qué será el infierno, donde no solo hay muchos males, sino todos los males junto con
ningún bien? Por cierto no solamente serán los del cielo bienes, sino grandemente bienes;
ni los del infierno males, sino grandemente males; y más que grandemente. En
significación de esto mostró el Señor al profeta Jeremías dos pequeñas cestas de higos:
en la una de ellas dice que los higos que tenía eran buenos, y buenos demasiadamente.

245
No se contenta con decir malos, ni muy malos, sino demasiadamente malos; porque
significaban aquel estado miserable de los condenados, donde ha de haber la junta de
todos los males sin mezcla de algún bien, y así aun es corta palabra decir que son sus
males demasía de males.
No se maravillara nadie de esto que conociese la gravedad del pecado por el cual
siendo mortal merece el hombre el infierno; y el cristiano (según San Agustín), nuevo
infierno; es decir, el gentil un infierno, y el que conoció a Cristo dos, pues conociendo al
Hijo de Dios encarnado y crucificado por él se atrevió a pecar. Es el pecado demasiado
mal, porque es mal infinito; y, así no es demasiado le castiguen con males eternos. Es un
mal que es mayor que la colección completa de todos los otros males; y por esta razón,
no es demasiado rigor que el pecador debe ser castigado con la colección de todos los
males juntos. Aquellos que se preguntan en la terribilidad de las penas eternas es porque
no conocen la terribilidad de una culpa; por lo cual San Agustín dice (lib. 21, c. 12), "Por
eso parece la pena eterna, dura e injusta a los sentidos humanos, porque en esta
flaqueza de los sentidos caducos que han de morir falta el sentido de aquella sabiduría
altísima con que se puede sentir cuán grande maldad se haya cometido en la primera
prevaricación." Pues si para quien conociera la maldad de aquel pecado primero que se
cometió cuando Cristo no había muerto por el hombre no es demasía pena la del infierno
¿cómo puede ser mucha para los que ofenden a su Redentor después de haberle visto tan
amable como para dar su vida por nosotros, para que no pequemos? De la necesidad de
tan costosa y preciosa medicina, podemos colegir la grandeza de la enfermedad; porque
la grandeza y el peligro de una enfermedad son conocidos por los medicamentos
extraordinarios y costosos que para ella se buscasen, y sin los cuales no tuvieran cura.
Por lo tanto, podemos también deducir la malicia infinita de un pecado mortal, porque no
hubo otro remedio, sino uno tan extraordinario, que hacerse Dios hombre, y dar su
propia vida por el hombre, con una muerte tan vergonzosa y dolorosa como él lo hizo; y
por un precio tan costoso, como fue el valor y precio infinito de los méritos y pasión de
Jesucristo. El pecado es una injuria contra Dios; y como la injuria crece al paso de la
grandeza de la persona injuriada, como Dios es infinito, la injuria se vuelve una maldad
infinita; y así como Dios es un bien que incluye todos los bienes, así el pecado mortal,
que es su injuria, es un mal que excede todos los males, y debe ser castigado con todos
los males y una culpa que merece todas las penas.

III. Consideremos ahora los varios tipos de penas en el infierno, y la grandeza de ellos.
En las leyes romanas, según Tulio y Alberto Magno (Albert. Magn. Lib 7, Comp Theol c
22), encontramos ocho tipos de penas; que eran, la pena de daño, cuando uno es
condenado a la pérdida de sus bienes; pena de infamia, pena de destierro, pena de cárcel,
pena de servidumbre, pena de azotes, pena de muerte y pena de talión, o igual por igual.
A éstas penas se pueden reducir todas las demás; y todas las hallaremos que ejercita la
Justicia Divina a todos los que han despreciado su misericordia e injuriaron a la bondad y
majestad divina. En primer lugar, está la pena de daño tan rigurosa, que priva en un solo
momento al alma condenada de todos los bienes, porque le privan de Dios, que los

246
contiene todos. Este es la pena más grande que se pueda imaginar. ¡Oh lo miserable y
pobre que es el alma condenada, que ha perdido a Dios por toda la eternidad! El que ha
sido condenado por las leyes humanas a la pérdida de sus bienes, puede, si vive, ganar
otros, por lo menos en otro reino, si puede huir allá; pero el que se ve privado de Dios,
¿dónde hallará otro Dios y cómo huirá del infierno? Dios es el sumo bien, y por lo tanto
es el sumo mal estar privado de él; porque (como dice San Juan Damasceno) mal es la
privación del bien, por lo cual aquel será mayor mal donde haya mayor privación, y de
mayor bien; y como en el infierno haya eterna privación de Dios, que es sumo bien, la
pena de daño, que priva a uno para siempre del mayor bien de todos, es la mayor de
todas las penas, y también será la que causará más sentimiento y dolor; porque si el
quemarse una mano causa dolor que no se puede soportar, porque priva el demasiado
calor de la buena constitución y temperatura natural del cuerpo, que es un bien tan vil y
corto ¿cuánto atormentará estar privado y apartado eternamente de un tan grande bien
como Dios? Si un hueso quebrado o desmontado de las articulaciones, causa un dolor
intolerable, ya que se le priva de su debido estado y lugar, ¿qué será estar una criatura
racional separada eternamente de Dios, que es el fin principal para el que fue creado?
San Juan Crisóstomo (Chrys. Hom. 24 in Matth., Tom. 2, fol. 81, p. 2) nos da una cierta
comprensión de esta pena, cuando dice: "El que se quema en el infierno, pierde todo el
reino de los cielos, que es sin duda un castigo mayor que el tormento de las llamas de
fuego. Muchos conozco que temen al infierno; pero me atrevo a decir con confianza,
que el perder la gloria es mucho más amarga que todos esos dolores que van a sufrir
en el infierno; y no es de extrañar que esto no se pueda expresar en palabras, ya que
no conocemos bien la bienaventuranza de aquellos premios, para que podamos
conocer bien cuán grande desdicha es perderlas; pero sabrémoslo sin duda cuando por
experiencia nos los comience a enseñar." Entonces se abrirán nuestros ojos; entonces, el
velo será quitado; entonces los malvados verán con gran dolor cuánta es la distancia que
hay entre ese bien eterno y sumo y estos frágiles y transitorios de esta vida. Si San Juan
Crisóstomo dice esto de la pérdida de del premio de la bienaventuranza, que es un mal
mayor que el tormento del fuego del infierno, ¿qué será la pérdida de Dios, no sólo como
nuestro bien, sino también por cuanto que en sí mismo es suma bondad, de la cual será
aborrecido por toda la eternidad el condenado.
Por lo cual esta pena de daño será la mayor de las penas, porque la falta y la necesidad
y pobreza que causará la privación de Dios será la mayor de las pobrezas y necesidades,
por ser la privación del mayor bien y de las mayores riquezas, pues son las riquezas de
Dios y de la gloria. Además de esto será tan universal la condenación del pecador en todo
bien, que quedará en todas las cosas aun sin esperanza del bien, y en suma necesidad sin
haber quien le remedie. ¡Qué mayor pobreza que la de aquel a quien le falta todo, y aun
la misma esperanza! Espantémonos por la pobreza del santo Job, que de rey y hombre
rico, fue a parar a un estercolero, que no tenía nada más que un casco de cantarilla o un
pedazo de una vasija rota para raspar la putrefacción de sus llagas. Pero incluso esto les
faltará a los condenados, que no tendrán por cama un estercolero que fuera para ellos un
gran alivio, sino en lugar de cama estarán sobre tizones de fuego que abrasarán sus

247
carnes, ni tendrán un casco de cantarilla quebrada para recoger un poco de agua si se la
diesen; porque, como dice el profeta Isaías: No se hallará que les quede un cántaro
quebrado ni un pedazo, ni tendrán en qué recoger el agua, ni quien se la dé. Aquel rico
avariento en el Evangelio acostumbrado a beber en vasos de cristal, y a comer en plata, y
a ser vestido con sedas y linos, nos puede decir a cuánto llega esta pobreza infernal.
¿Cuánto pidió? No vino de Gandía ni otro regalado, sino agua que le faltó y esa no en
ninguna hermosa copa de cristal o de plata, sino en el dedo de Lázaro leproso. Este
glotón rico tan limpio y regalado, vino a tal extremo que estimaba una gran felicidad que
le diese una gota de agua, aunque se tratara del dedo sucio y repugnante de un leproso, y
sin embargo, esto aún le faltó. Vean los ricos del mundo a la pobreza que llegarán si
confían en sus riquezas, sepan que serán condenados a la pérdida de todo bien. Mire el
que está acostumbrado a vestidos preciosos, a pisar sobre alfombras, y dormir sobre
plumas, a habitar en lugares amplios, cómo se hallará desnudo, arrojado sobre carbones
encendidos, y sin moverse en un rincón estrecho de ese calabozo infernal. Tengamos
pues miedo a la riqueza de este mundo, y a la pobreza del otro.

IV. La pobreza o la falta de todo bien de los condenados se acompaña con una infamia
suma y deshonra afrentosísima, para lo cual bastaba ser uno por sentencia pública
privado de gloria por delitos suyos, y ser reprendido por ellos del Señor del cielo y la
tierra. Esta infamia será tan grande, que San Juan Crisóstomo habla de ella con estas
palabras, "Cosa intolerable es el infierno, y horrible aquel castigo; con todo ésto si me
pusiere uno delante mil infiernos nada sería cosa tan horrible para mí como ser
excluido de la gloria, de aquella honra felicísima y ser aborrecido de Cristo y oír de
él: No os conozco, y ser reprendidos que negamos la comida y bebida al hambriento y
sediento." Esta infamia es posible declarar bajo el ejemplo de un rey poderoso, que, no
teniendo ningún heredero para sucederle en su reino, tomó a un niño hermoso de la
puerta de la iglesia y le criara como a su hijo, y en su testamento ordenara que, si en sus
años maduros, sus disposiciones eran virtuosas y adecuadas a su vocación, había de ser
recibido como rey legítimo y sentarlo en su trono real, pero si lo tuviesen por vicioso y
no apto para el gobierno, que le castigaran con infamia y lo enviaran a las galeras. El
reino obedeció sus órdenes, y le proporcionaron excelentes maestros y tutores, pero llegó
a ser tan travieso y mal inclinado que no quería aprender nada, y tiraba sus libros,
pasando su tiempo entre los otros niños haciendo tonterías y travesuras infantiles, por lo
que sus tutores le corregían y reprendían, y le aconsejaban lo que era apropiado y que
más importaba para su bien. Y de todo esto no aprovechaba nada, sólo lloraba cuando lo
reprendían, pero esto no era de arrepentimiento, sino porque le obstaculizaban sus
gustos, y al día siguiente hacía lo mismo. Mientras más crecía en edad, peor se
convertía, y a pesar de que le dieron a conocer el testamento del rey y lo que era
necesario que hiciese, todo fue en vano, hasta que por fin, después de todo el cuidado
posible y diligencia, sus tutores y todo el reino, cansado de su mala disposición, en una
asamblea pública leído primero públicamente el testamento del rey, lo declararon indigno
de reinar, y le despojaron de sus ornamentos reales, y lo condenaron por infamia a las

248
galeras. ¿Qué mayor afrenta e ignominia puede haber que esto, que perder un reino y ser
condenado a galeras? Aunque no sé cuál de estas cosas sintiera más aquel joven. Mayor
ignominia y tragedia más lamentable es la de un cristiano condenado al infierno, que ha
sido tomado por Dios desde las puertas de la muerte, adoptándolo como su hijo, con la
condición, de que si seguía sus mandamientos, había de reinar en el cielo, y si no ser
condenado al infierno. Sin embargo, él, olvidando estas obligaciones, sin respeto de sus
tutores o maestros, que eran los santos ángeles, en especial su Ángel de la guarda, que no
dejó de inculcar en él la sagrada inspiración, y de otros sabios y espirituales varones, que
lo exhortaron con su doctrina y ejemplo, lo que convenía hacer a un hijo de Dios; pero
él, ni movido por sus consejos, ni escarmentado con los castigos del cielo, por los cuales
Dios ha deshecho sus intenciones vanas y frustrado sus placeres ilícitos, lamentando solo
sus pérdidas temporales, y no las ofensas divinas; al tiempo de su muerte, es condenado
por ser indigno al reino de los cielos, y merecedor de ser precipitado en el infierno. Qué
infamia puede ser mayor que el del alma condenada? Porque si ser ajusticiado por la
justicia humana, es grande infamia, ¿cuán grande es la infamia de ser condenado por la
justicia divina, como un malhechor y rebelde pérfido a Dios?
Además de la infamia de la pena tendrá la persona condenada la infamia de la culpa
eternamente y le han de despreciar y escarnecer los propios demonios mientras Dios
fuera Dios; y no sólo por los demonios, pero todas las criaturas racionales del cielo, los
hombres y los ángeles, han de detestarle como infame malhechor, traidor y malvado a su
Rey, Creador y Redentor. Y como esclavos fugitivos estarán marcados y cauterizados
con hierros candentes, por lo que esta infamia se echará de ver en sus rostros, así dice
Isaías (Isai 13. facies combustae vultus eorum), que sus caras serán rostros quemados y
cauterizados; y no sólo el rostro pero todo el cuerpo. Dice Alberto Magno: Tan
ignominioso estará el cuerpo del pecador, que cuando su alma vuelva a él, se
sorprenderá al contemplarlo tan horrible, que quisiera antes tenerle tal cual estaba
cuando tenía la mitad de él comido de gusanos.

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CAPÍTULO IX. Penas de los condenados por el lugar horrible en que están
desterrados del cielo, y presos en el infierno.

Otro tipo de castigo de gran malestar y desconsuelo, es la de destierro, que los


condenados, padecerán en el más alto grado. Porque ellos serán expulsados a las
profundas entrañas de la tierra, lugar muy remoto del cielo, y el más desastrosa de todos
los demás, en el que no verán el sol durante el día o las estrellas por la noche, donde
todo será horror y oscuridad; y así se dijo de esa persona condenada: Arrojadle a las
tinieblas de afuera: fuera de la ciudad de Dios, fuera de los cielos, fuera de este mundo,
donde nunca más puede aparecer, a aquella tierra que se llama en el libro de Job (10, 21-
22), tierra tenebrosa y cubierta de oscuridad de muerte, tierra de miserias y de tinieblas,
en donde ningún orden sino el horror eterno habita; una tierra, de acuerdo con Isaías, de
azufre y brea ardiente, una tierra de peste y corrupción, y una tierra de inmundicia y
miserias. Santo Tomás dice (S. Thom. in 4 sent.) que: En la última purificación del
mundo, según San Basilio, se hará separación de los elementos, de tal manera que lo
puro y refinado quede arriba, para la gloria de los bienaventurados, y lo impuro y
cenagoso sea arrojado al infierno para pena de los condenados; para que así como
toda criatura es motivo de gozo para los bienaventurados, así también se aumente el
tormento de los condenados por toda criatura. Esto pertenece a la justicia divina, para
que a medida que se separa uno mismo por el pecado, del que es de uno, pusieron su
fin en las cosas materiales, que son muchas y varias; así también sean afligidos de
muchas cosas. En esta cloaca y estercolero, a este sumidero de todos los elementos y
tierra de penas y tormentos serán expulsados os enemigos de Dios.
La pena del destierro era gravísima para los ciudadanos romanos, cuando, por algún
enorme delito, se les echaba de la ciudad, y los desterraban a una isla desierta o nación
bárbara. Ovidio, cuando fue desterrado en el Ponto, no cesaba de lamentar su desgracia,
suspirando continuamente por Roma. Y Marco Tulio, cuando volvió del destierro, como
si hubiera entrado en un nuevo mundo, y le hicieran señor de él, exclamó con admiración
y alegría, "¡Oh que hermosura es la de Italia, qué celebridad de pueblos, qué forma de
regiones, qué campos, qué mieses, qué belleza de ciudad! ¡Oh qué humanidad de
ciudadanos, qué dignidad de república!" Si esto hacían los hombres por la diferencia
que había de una tierra a otra, y de unos hombres a otros, ¿qué sentimiento y pena
tendrán los condenados por la diferencia que habrá entre el cielo y el infierno, y entre
tratar con los ángeles a tratar con los demonios? ¿Qué dolor será verse privados de los
palacios del cielo, la conversación con los santos, y de aquél país feliz de los vivos,
donde todo es paz, tranquilidad, caridad y gozo; donde todo brilla, todo deleita, y por
todas partes resuenan Aleluyas! David al estar ausente de su país entre naciones
bárbaras, aunque le iba en ello su vida, lo sentía como la muerte y se quejaba
amargamente por verse lejos del tabernáculo. Y el pueblo de Judá, en el tiempo de
destierro en Babilonia, no se hartaban de derramar lágrimas, desmayados todos y sin
ánimos, que les parecía imposible cantar (por ser una acción de alegría) mientras estaban

250
en un país extraño. Ciertamente, si el condenado no tuviera ningún otro castigo que verse
desterrado entre los demonios, en un lugar tan distante del cielo, lóbrego como la noche,
sin ver el sol o la luna por toda la eternidad, que era un tormento insufrible.
Fue una gran tiranía la crueldad que usó Alejandro con Calistenes (Senec. Valer. Justin.
Suidas), que después de haberle cortado las orejas, nariz y los labios, le echara a un
calabozo, solamente acompañado de un perro que le hiciese compañía. Espectáculo por
cierto lamentable, el ver que un hombre tan discreto fuese tratado como un bruto, y no
con otra compañía que un perro que pudiere consolarle. Pero los condenados tomaran
como un favor el tener la compañía de perros o leones, antes que entre sus propios
padres. Los tiranos de Japón inventaron un extraño tormento para los que confesaban a
Cristo. Ellos los colgaban cabeza abajo, la mitad de sus cuerpos sumergido en un agujero
excavado en la tierra, que estaba lleno de serpientes, lagartos y otros bichos venenosos;
pero tampoco la compañía de estos animales es igual a la de tantos dragones infernales
como hay en aquella profunda hoya, en donde no la mitad, pero todo el cuerpo del
desgraciado pecador se hundirá. Los romanos (Isid. Lib. V. Etymol. C. 47), cuando
castigaban a cualquiera como un parricida, para expresar la atrocidad del crimen, lo
encerraban en un saco, con una serpiente, un mono y un gallo. ¡Qué horror será en el
infierno, donde una persona condenada estará encerrada con tantos espíritus malignos!
Aquí, si una casa está embrujada con un duende, nadie se atreve a habitar en ella; allí
serán forzados a habitar con millones de demonios. En esta vida, nadie quiere vivir cerca
de un lazareto o de vecinos enfermos o de una mala vecindad; mira en la que vivirás en
el infierno. Marco Caton aconsejó a los que iban a tener una granja, tener un especial
cuidado con los vecinos que iban a tener. Y Temístocles dijo (Plutarc. In Thermlist.) que
teniendo que vender una heredad, mandara a que el pregonero anunciara que tenía
buenos vecinos. ¿Cómo compramos el infierno y por precio tan caro como es nuestras
mismas almas, teniendo vecinos tan malditos, donde todos se burlarán del que allí
habitare, todos le aborrecerán, todo será irritante y molesto, la conmoción y desvaríos
serán insoportables, y la mera visión y fealdad va a asustar y sorprender? Pesadísimo
será este destierro, porque irá uno a donde nadie le ha de querer bien; pues aun los
padres si le encuentran allí, le han de aborrecer, y los hijos detestarán a sus padres?
Como ser verá en este caso que se refiere en las vidas de los antiguos Padres del
desierto. Un hijo de un usurero que se convirtió por un sermón en el que el vicio era
reprendido, rogó a su padre y a su otro hermano, que, renunciando a tan infame vicio,
restituyeran todo lo que habían adquirido ilegalmente. Ellos no le escucharon y se
hicieron, como solían decir, orejas de mercader, él se retiró al desierto y se hizo monje,
en compañía de otros servidores de Dios Todopoderoso. Su padre y su hermano
murieron sin hacer penitencia de sus pecados. El santo monje estaba muy afligido por la
condición desgraciada que temía que se encontraban, y rogaba mucho a Dios
Todopoderoso le revelase su estado y situación. Estando un día en su oración, un ángel
se le apareció, y tomándolo de la mano, lo llevó a la cima de una montaña, desde donde
descubrió un valle profundo lleno de fuego, donde escuchó una espantosa voz, vio luego
a su padre, hirviendo en el fuego como los guisantes en un caldero hirviendo, y a su

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hermano nadando, por decirlo así, en las llamas, ahora arriba y abajo ahora. El hijo le
habló a su padre, diciendo: "Maldito tú, padre, por toda la eternidad, porque, por tu
herencia injusta, has sido la causa de mi condenación." Y el padre le respondió: "Maldito
tú, hijo, porque por dejarte con ella rico no dudé ganarla por medios injustos."
Desaparecieron ellos, y el monje, asombrado, volvió a su monasterio, donde vivió en
penitencias muy rigurosas hasta la muerte. En otros destierros, cuando los padres o los
amigos se encuentran en un país lejos de su casa, se esfuerzan por confortarse el uno al
otro, e incluso los enemigos se suelen reconciliar, pero en este destierro del infierno aun
los amigos nos aborrecen, y los parientes se tendrán odio.

II. A esto puede añadirse, que en este destierro de los condenados, no es con la
libertad de otras personas desterradas, que, dentro de la isla o región de su destierro,
pueden pasar o moverse a donde les plazca; pero no los condenados en el infierno;
porque el lugar de su exilio es también una prisión, y allí están encadenados y presos,
porque no les falte este tormento, que es otro género de pena muy grave; porque el
infierno es la prisión de Dios, una prisión muy rigurosa, para tantos millones de hombres
como habrá allí, horrible y maloliente, en donde no faltarán grillos y cadenas. Con lo cual
San Agustín dice (August. L. 1.de Civit. Cap. 10. V. de Perfec. Divin. lib. 13. c. 30), al
que siguen los escolásticos, que han de estar los espíritus malignos sujetos al fuego, o a
ciertos cuerpos ardientes, de lo cual el dolor que reciben es increíble, siendo así privados
de su libertad natural, por así decirlo encadenados con pesados grilletes y pernos o
metidos en un cepo, sin poder ninguno de aquellos desdichados salir de aquel lugar de
desdichas y miserias. ¿Qué tormento fuera si viéramos echar a uno esposas y grillos de
fuego, de manera que los hierros de las esposas y grillos estuviesen encendidos como una
brasa? Será un gran tormento tener fundiciones de hierro en nuestras manos y los pies
ardiendo; pero esto y mucho más será en el infierno, en donde estos cuerpos de fuego
han de servir de prisiones y cepos a los condenados, dicen los renombrados Doctores
(Vid. Lesium, ubi supra), que han de tener formas horribles y proporcionadas a sus
delitos, y que causarán espanto solo verlas.
Además, los cuerpos de los condenados, después de la última sentencia definitiva,
estarán tan estrechos y apiñados en ese calabozo infernal, que la Santa Escritura los
compara con las uvas en el lagar, que se presionan una a otro hasta reventar.
Apretadísimos estarán en aquella mazmorra infernal, sin poderse menear de donde
cayeron. Más inhumano fue el tormento infligido a tres Padres de la Compañía de Jesús,
por sus enemigos en Maastricht. Les pusieron ciertos anillos de hierro, todas llenas de
puntas de agujas, sobre sus brazos y pies, de tal manera, que no podían moverse sin
pincharse y herirse. Luego los rodearon con fuego, para que se quemasen vivos, y, si se
movían las afiladas puntas perforaban sus carnes con dolores más intolerables que el
fuego. ¿Qué será, entonces, aquel tormento de los condenados, que arderán eternamente
sin morir, y sin posibilidad de moverse y donde alguno tocare será fuego y azufre, en el
cual están hundidos sus cuerpos, ya que sus almas están en medio de aquella cárcel que
es un pozo redondo de fuego, al cual la Escritura lo llama estanque y laguna de fuego,

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estarán las almas malaventuradas nadando como peces en el mar; tocando por donde
quiera fuego, y se les envolverá por toda su sustancia, más que el agua entra en la boca,
la nariz y las orejas cuando uno se ahoga en el profundo del mar?
Ni ha de faltar olores desagradables, que es tan propio de las prisiones, en esta
mazmorra infernal. Porque, en primer lugar, el fuego de azufre, que no ha de tener
ventilación, ha de causar un hedor intolerable; porque si un poco cantidad de alcrebite
(material utilizado para hacer insecticidas) es tan ofensivo aquí, ¿qué será una masa de
esas cosas tales en el infierno? En segundo lugar, los cuerpos de los condenados
expedirán un hedor espantoso de sí mismos muy proporcionado a la hediondez de sus
pecados. Sucedió en Leon de Francia, que un sacristán entrando en una determinada
bóveda donde el cuerpo de un hombre no hacía mucho tiempo yacía muerto allí aún sin
cubrir, emitió un olor tan pestilente, que el olor del muerto mató al sacristán. Si el cuerpo
de un hombre, entonces, causa, un olor semejante, ¿qué ha de proceder de un millón de
cuerpos, aunque, vivos para su mal, pero muertos para la segunda muerte? Además de
esto todo lo inmundo y asqueroso del mundo, cuando se purifique, ha de caer en el
infierno, como dijo Santo Tomás, el cual ha de ser una sentina hediondísima, que no
haya quien la pueda soportar.
De aquel enemigo del género humano, Actiolino, tirano, escribe Paulo Jovio (Paulus
Jovi, in Elog.), que tenía muchas cárceles, tan llenas de tormentos, miserias, y olores
nocivos, que tenían por dicha los hombres morir que estar presos en ellas; porque,
cargados de cadenas, aquejados por el hambre, y envenenados con el olor pestilente de
los que murieron en la cárcel, venían a terminar en una muerte lenta pero muy cruel. Los
mesinos también tenían una prisión muy horrible bajo tierra, llena de hedor y horror, en
el que los delincuentes bajaban a ella no por una escalera pero por una soga, y no se veía
la luz. Pero ¿qué son estas prisiones a la de los demonios, respecto de las cuales pueden
ser tenidas por paraísos llenos de jazmines y lirios? Victor Africano (Victor Afric. Lib. 2.
de Persecutione Vandalica), que hace referencia a los tormentos, que los vándalos
arrianos infligían a los santos mártires, cuenta por uno muy atroz el hedor y la fetidez de
la prisión, en la cual había cuatro mil novecientos noventa y seis Mártires, de los cuales
arrojaban a los santos confesores en ella, uno sobre otro, y así estaban como enjambres
de langostas, o para hablar más piadosamente, como preciosos granos de trigo. En esta
estrechez no se podían mover a ningún lugar a hacer las necesidades de su cuerpo, sino
que allí donde estaban echaban los excrementos, que causó el horrible hedor que de ellos
salía, y el horror que causaba excedía a todo género de penas. Una vez (dice el autor),
dando una buena suma de dinero a los moros, mientras los vándalos dormían, pudimos
entrar a verlo, y en entrando nos hundimos hasta las rodillas en aquella suciedad y
hediondez, siendo allí cumplido lo que dijo Jeremías: Los que se criaban en granas
abrazaron el estiércol. Parece que el hedor del infierno no podía expresarse con mayor
intensidad que en la inmundicia y el hedor de esta prisión; pero, sin duda, todo esto no
era más que un borrador y una imagen muerta de lo que pasará allí, en comparación de
lo cual, esto aquí será perfume y limpieza.
Si uno fuese echado en algún calabozo profundo, sin ropa, expuesto a las inclemencias

253
del frío y humedad del lugar, en donde no viese la luz del cielo, no fuese alimentado,
pero una vez al día algún pequeño trozo de pan de cebada, con advertencia de que iba a
continuar allí seis años sin hablar ni ver ningún hombre, ni a dormir en cama alguna, pero
en el frío suelo, ¡qué tormento tan grande fuera esto! Una semana de aquella habitación
se le haría un centenar de años. Sin embargo, comparemos esto con lo que será ese
destierro y prisión del infierno, y veremos que comparada con él será regalo y dicha la
vida tan miserable de este hombre, el cual con todo su trabajo no tendrá quien le
escarnezca y le silbe, y haga burla de él, ni tendrá quien le atenace, ni azote ni atierre;
mas en el infierno harán escarnio del condenado los demonios, y le atormentarán
cruelmente. Allí no tendrá vistas espantosas, ni ruidos terribles de aullidos, gemidos y
lamentos; pero en el infierno, los ojos y los oídos de los condenados no estarán libres de
tales espantos. Allí no estará en llamas de fuego para quemarlo; en el infierno se le
quemarán hasta sus entrañas. Allí podrá moverse y caminar; en el infierno no se moverá
y paseará. Allí se puede respirar el aire sin hedor; en el infierno estará entre llamas,
hedor, y azufre. Allí tendrá esperanza de salir a la luz; en el infierno no hay esperanza, ni
redención. Allí, ese pequeño trozo de pan duro de todos los días le parecerá un regalo;
pero en el infierno, en millones de años, sus ojos no contemplarán una miga de pan, ni
una gota de agua, sino que eternamente estará rabiando con un hambre voraz y una sed
ardiente. Esto ha de ser una gran calamidad de aquella tierra tenebrosa y estéril, si no es
de abrojos y espinas, de dolor y tormentos.

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CAPÍTULO X. De la esclavitud, castigos y penas eternas

Otra grande pena entre los romanos era la de servidumbre y esclavitud, especialmente
de aquellos que, por algunos delitos grandes y atroces, fueron condenados como esclavos
no al servicio de alguna persona en particular, sino para someterse las penas a las que lo
condenaban, y eran, por tanto, llamados esclavos de castigo. Esta desgraciada esclavitud
es la que los condenados están sufriendo en el infierno, que están condenados a estar
eternamente esclavos de dolores y tormentos, y de los ministros de ellos, los demonios,
sin tener esperanza de libertad. Estos esclavos de los romanos eran estimados peor que
los muertos (Cujacius Observ. 1. 3, c. 10), porque además de la pérdida de la libertad (la
cual es cosa que más estiman los hombres después de la vida) era su suerte muy infame
y su vida muy penosa. Sin embargo, con respecto a la esclavitud que han de servir los
condenados, han de servir a sus penas, con todos sus sentidos y potencias, tanto del alma
y del cuerpo, y recibiendo en ella grandes tormentos. Con el tacto han de servir al fuego
consumidor, con el gusto a la hambre y sed, con el olfato, al hedor, con el oído a sus
afrentas, con su vista, a esas formas horribles y monstruosas, que los demonios
asumirán, con su imaginación al horror, a la repugnancia con su voluntad, con su
memoria a la desesperación, con su comprensión a su confusión; con una multitud de
otras penas que no tendrán ojos para llorarlas. Eliano escribe de Trizio, el tirano (Aelien.
lib. 14, c. 11), el cual mandó a sus súbditos a no hablar entre sí, y como utilizaban
señales en vez de palabras, él también prohibió esos. Con lo cual las personas afectadas
se reunieron en la plaza del mercado, al menos, a llorar por sus desgracias, pero hasta
este poco de consuelo les quiso quitar el tirano. Mayor será el rigor con que las penas
tiranizantes a los condenados en el infierno, en el que no podrán hablar una palabra de
consuelo, ni mover la mano o el pie, ni aliviar sus corazones con el llanto; tampoco, si
todos los poros de su cuerpo o cabellos de sus cabezas se convirtieran en ojos, serían
suficientes para llorarlos. Jeremías el profeta lamentó, con un mar de lágrimas, que
Jerusalén, siendo la reina de las provincias, se hubiese hecho tributaria. ¡Qué lágrimas
son suficientes para lamentar la condenación de un cristiano, que de heredero y príncipe
del reino de los cielos, se ha hecho a sí mismo en un esclavo del diablo, y de los castigos
eternos del infierno, a los cuales ha de pagar tantos tributos cuantos sentidos, poderes y
miembros tiene! Notemos cuán grande es la tiranía del demonio, aun en los que no son
sus esclavos. ¡Que rigores y castigos ha ejercido sobre aquellos que son los siervos de
Dios! ¿Qué va a hacer con sus propios esclavos y cautivos con que él les afligirá? Y para
que callemos otras grandes penas que ha causado, digamos solo un caso que cuenta la
Santa Escritura. Veamos lo que de manera grave el diablo afligió al santo Job, haciéndole
de pies a cabeza, un dolor, por la repugnante e infectada llaga que le hizo todo que,
tumbado sobre un estercolero, raspaba la corrupción y gusanos de sus heridas con una
teja; su flaqueza era tanta, que sólo tenía carne en los labios de la boca, para que pudiese
hablar y responder. La noche, que suele ser un alivio a los atormentados y tristes, les
afligía el demonio más sus penas con visiones y fantasmas. En conclusión, su esposa no
podía soportar la fetidez de su cuerpo y boca pútridos; y sus tres amigos, que vinieron a

255
visitarlo y consolarlo, estaban tan sorprendidos por su aflicción, que en siete días no le
pudieron hablar. De donde podemos extraer dos argumentos muy importantes: La
primera, si a la sencillez, a la piedad, a la obediencia, a la pureza y a la santidad de Job,
por sólo probarle, y dejar convencido al diablo, y a nosotros dejar un ejemplo de
paciencia; permite Dios le trate el demonio así; a nuestra doblez, audacia, imprudencia, e
inmundicia de los demás, cuando quedaren condenados en el juicio ¿cómo permitirá Dios
las traten todos los demonios del infierno? La segunda, si los demonios le atormentan,
incluso hasta convertirlo en un leproso y convirtiéndolo en un espectáculo repugnante
que el mundo nunca ha visto, la Escritura dice (Job 19), que Dios lo tocó, atribuyendo a
Dios lo que hizo el diablo, como se atribuye al juez el tormento del verdugo: cuando Dios
cargue la mano en los dolores de un remador del infierno, ¿qué será? ¿qué azotes y
tormentos no descargará sobre él?
Pasemos ahora a la pena de azotes, en virtud del cual se entiende todo castigo de dolor
que se ejecuta en los malhechores. Esto fue significado al profeta Jeremías, cuando el
Señor le mostró una vara (porque con varas antiguamente se azotaba a los delincuentes),
y luego una olla toda encendida, en que se significaba el infierno; dando a entender que
los azotes de la justicia divina se ejecutarán en el fuego eterno del infierno: más no azotes
de varas o correas, pero de martillos muy fuertes, están reservados para los pecadores; y
así dice el sabio (Pr. 19, 20), "Castigo para los arrogantes y azotes para la espalda del
necio." De esta manera la Escritura, por antonomasia, llama a los condenados; porque
fueron tan necios, que no supieron adquirir el cielo por precio tan barato como Dios lo
da, y así cayeron en los tormentos eternos del infierno por un gusto momentáneo. Santa
Liduvina (Sur. 14 de abril, in Vita S. Lidw. 3 p, c 2) oyó en el infierno, entre gemidos y
quejas, los fuertes golpes de martillos, con que eran atormentados cruelmente los
condenados, dando a entender de esos golpes la violencia con que cargan sobre los
miserables condenados todo género de penas, de los cuales estarán hechos esclavos;
porque así como los esclavos de la tierra son azotados y castigados por sus amos, los
esclavos del infierno son atormentados con miles de dolores y miserias por los demonios,
que tienen poder y dominio sobre ellos. Pero ¿quién podrá ser capaz de expresar el
número y la grandeza de sus tormentos, ya que todas sus facultades y sentidos, alma y
cuerpo, están sufriendo de una manera muy violenta y cada miembro de su cuerpo
sufrirá un mayor dolor y tormento que si se arrancara del cuerpo? Si uno no puede sufrir
un dolor de muelas, dolor de cabeza, dolor en el oído, o el dolor del cólico, ¿qué va a ser,
cuando no haya articulación, o la menor parte en el cuerpo, que no le cause un dolor
intensísimo, no sólo la cabeza o los dientes, sino también el pecho, costado, hombros,
espalda, corazón, muslos, rodillas, pies, nervios, venas, y todo las entrañas, incluso hasta
los mismos huesos y la médula?

II. Además de esto, cada sentido, recibirá un castigo en particular con su objeto. Los
ojos no solamente tendrán un dolor vehentísimo con un calor abrasador, y arderán sus
propias pupilas, pero serán atormentados con figuras monstruosas y abominables.
Bastaba para causar un tormento mayor que de muerte ver a un demonio y a algunos

256
que se les ha mostrado en esta vida han perdido el sentido por el espanto de tales
apariciones, y algunos sus vidas, otros quisieran perder mil vidas antes que verle otra
vez. San Bernardo, exponiendo el Salmo 90, informa de que un monje, que vio a dos
demonios en una forma horrible y fea, que en todo el día estuvo fuera de sí, y daba
terribles voces, que despertaba a todo el monasterio, diciendo: "¡Maldita sea la hora que
entré en la religión!" pero no mucho después, con un semblante tranquilo y apaciguado,
dijo: "No, más bien bendito sea el tiempo en que me uní a la presente orden, y siempre
bendita sea la Madre de Cristo, a quien siempre amé de corazón." Los circundantes,
cuidadosos de lo dicho por el monje hicieron oración, y él les dijo, "No os maravilléis de
la perturbación de mi espíritu, porque dos diablos se me aparecieron en forma tan
monstruosa y abominable, que si se encendiese aquí un fuego de azufre y de metal
fundido, tan fuerte que iba a durar hasta el fin del mundo, pasase antes por en medio de
él que verlos de nuevo." Pues si dos demonios ha causado tal asombro y horror, ¿cuál
será la visión de tantas legiones o compañías de ellos, unos más feos que otros, todos
encarnizados en su tormento, sin tratar de otra cosa que hacer daño? Si el diablo se
muestra tan feo y terrible en esta vida, ¿cómo será en aquel lugar de condenación, y en
especial tantos juntos? Muchos se consternan, solo pasando a través de un cementerio,
sólo por temor de ver un fantasma ¿cómo estará un alma condenada al ver a tantos y de
formas tan horribles? San Gregorio, reflexiona sobre lo que se habla en el libro de Job,
que en el infierno mora el horror eterno, dice de esta manera: "¿Cómo puede haber
temor donde hay tanto dolor? Lloramos por un mal presente y tememos por lo que ha de
venir, y el que ha llegado a la suma de la miseria no tiene nada que temer, y no temer es
un tipo de bien, y eso no puede haber en el infierno." Como la muerte, mata a los
condenados a perpetuidad, los deja vivos para que puedan vivir muriendo; así la pena los
atormenta y juntamente con esto los espanta de manera que tomen otras. Además su
vista también será atormentada con contemplar el castigo de sus amigos y parientes: el
padre al hijo, el hijo a la madre, el hermano a la hermana... Egesipo escribe, que
Alejandro, el hijo de Hircano, que queriendo castigar a ciertas personas con un rigor
ejemplar, mandó a poner a ochocientos a crucificar; y mientras que todavía estaban
vivos, matasen a sus mujeres y niños con gran crueldad delante de sus ojos, para que
viéndolo aquellos miserables, muriesen no una sino muchas muertes. Este rigor no faltará
en el infierno, donde los padres podrán ver a sus hijos, hermanos a sus hermanos siendo
atormentados. El tormento de los ojos también será muy grande, en cuanto que los que
han dado a otros escándalos, e hicieron a otros caer en el pecado, se verán a sí mismos y
aquellas otras personas en aquel abismo de tormentos. A la vista de estas apariciones
terribles y graves se añade el horror y la oscuridad temerosa del lugar que afligirá mucho
a la vista de los condenados. Nicolás de Lira dice (Ex. X.) que, por tanto, la oscuridad de
Egipto se dice que era horrible, porque los egipcios vieron figuras y fantasmas de miedo,
que les aterrorizaron. En la misma manera, en esa oscuridad infernal, los ojos serán
atormentados: lo uno con los fantasmas y enormes figuras de los malos espíritus, lo otro
con la oscuridad y lobreguez estando en entera noche.
Los oídos no sólo serán afectados por un dolor insoportable causado por el siempre

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ardiente y penetrante fuego, sino también con los ruidos terribles y sorprendentes de
truenos, rugidos, voces, clamores, gemidos, maldiciones y blasfemias. Sila siendo
dictador romano, encerró seis mil personas en un circo o plaza, y juntamente en un
templo cercano congregó al Senado, donde tenía la intención de hablar con ellos y hacer
una oración; y antes de empezar les ordenó a los soldados que apenas terminase su
discurso matasen a esta multitud de personas de la plaza. Apenas hubo Sila comenzado
su oración se escucharon tales lamentos, gritos, gemidos, de los golpes de los homicidios
sin piedad, que los senadores no podían oír una palabra, sino que quedaron asombrados
de terror ante un hecho tan horrible. Tal será la armonía y música de llanto del infierno,
cuando los oídos se ensordecerán con los gritos y las quejas de los condenados. ¿Qué
confusión y horror será escuchar a todos lamentarse, quejarse, maldecir y blasfemar a
otros porque los matan a tormentos? San Liduvina (Sur in ejus vita, 14 de Abril), al estar
en un éxtasis, vio un lugar tan terrible, fabricado de piedra negra, y de una profundidad
tal que causaba horror mirarle. La santa escuchó gemidos en ella tan terribles, llantos, y
aullidos, ruidos y horribles golpes de martillos, con que eran atormentados los que
estaban dentro. Estaba tan asombrada al oír esto, que si todo el ruido y lamentos del
mundo se unieran entre sí, fuera cosa de tolerar en su comparación. El ángel le dijo que
era la morada de los condenados, y le preguntó a ella si tenía algún deseo de verlo. Dijo
que no, que ella no quería verlo, pues de sólo escuchar lo que en el pasaba, le causaba
un dolor insoportable.
El olfato también será atormentado con un hedor pestilente. Horrible era el tormento
que utilizaba el rey Mecencio, del cual escribe Virgilio (Lib. 7 AEneid) que era atar un
cuerpo vivo a un muerto, y así los dejaba, hasta que las exhalaciones putrefactas del
muerto mataran al vivo. ¿Qué puede ser más abominable para un hombre, que pegada la
boca del vivo a la del muerto, llena ya de gusanos; tiene el vivo que recibir todos esos
vapores pestilentes, exhalados de un cadáver corrupto, y sufrir tal repugnancia y hedor
abominable? Pero, ¿qué es esto en relación con el infierno, cuando cada cuerpo de los
condenados es más repugnante y desagradable que un millón de perros muertos, y todos
amontonados con otros cuerpos semejantes? Isaías, en relación con su hedor, los llama
cuerpos muertos, cuando dice (Is. 34, 3): "De sus cadáveres sube el hedor." Y San
Buenaventura llegó a decir que si un cuerpo solo de un condenado le trajeran a este
mundo, fuera suficiente para infectar a toda la tierra. Pues los demonios no echarán de sí
un mejor olor porque aunque ellos son espíritus, los cuerpos ardientes a que han de estar
ligados, serán de un olor pestilente. Y de esta manera un demonio, que se le había
aparecido a San Martín, habiéndolo puesto en fuga, dejó un hedor tan pestilente detrás
de él, que el santo consideró que ya estaba en el infierno, y dijo para sí: "Si esto causa
solo haber aquí un solo demonio ¿qué será donde están todos los demonios y hombres
condenados?" En el libro de la doctrina de los Padres (Libel. De Provid. N. 5) está
escrito que una doncella piadosa que fue llevada por un ángel para ver el infierno, vio a
su propia madre allí, metida en un caldero de brea hirviente hasta el cuello, y muchos
gusanos bullendo en ella de un hedor insoportable.
¿Qué voy a decir a continuación del tormento de la lengua, que es el instrumento de

258
tantas maneras de pecar: adulando, mintiendo, murmurando, calumniando, comiendo y
bebiendo? ¿Quién podrá expresar esa amargura que los miserables, padecerán, mayor
que la de ajenjo o de acíbar? De tal manera dice la Escritura: Hiel de dragones será su
vino, y veneno de áspides gustarán por toda la eternidad, junto con una sed intolerable y
hambre canina; conforme a lo que David (Sal.59, 16) dijo: "Ellos sufrirán el hambre
como perros." Quintiliano (12 Declam.) llamó a la peste y a la mortandad de la guerra, en
comparación del hambre, lo cual dice que es un mal inexplicable y la más durísima de las
necesidades, y la más deformada de todos los males, que conferidos con ella los mayores
males son preciosos. Pues si un hambre de ocho días es el peor de los males temporales,
¿qué será el hambre que es eterno? Miren los refinados y glotones en donde irá a para su
gula. Oigan lo que el Hijo de Dios profetiza (Lc. 6, 21): ¡Ay de vosotros que os hartáis,
porque tendréis hambre; y más tal hambre que será eterna! Porque si los otros males de
este mundo, como afirma Quintiliano, pueden ser estimados en mucho en comparación
con el hambre, incluso en esta vida temporal, ¿qué será en relación con el hambre de la
vida eterna? El hambre, en esta vida, lleva a los hombres a tales extremos, que no sólo
tienen el deseo de comer perros, gatos, ratas, ratones y serpientes, y se los comen en
efecto, pero también las madres vienen a comer a sus propios hijos, y los hombres la
carne de sus propios brazos, como sucedió con el emperador Zenón. Si el hambre es tan
horrible en esta vida, ¿cómo va a afligir a los condenados en la otra? Sin lugar a dudas,
los condenados preferirán despedazarse a sí mismos en piezas que soportarlo. Tampoco
la sed les atormentará menos.
El sentido del tacto, que es el sentido más extenso de todos los demás, así también será
el más atormentado con aquel fuego abrasador. Nos asombra el pensar en la
inhumanidad que utilizó Falaris (Baron. Ad an. 593), que metió hombres vivos en un
toro de bronce todo encendido para que se tostasen allí dentro; pero risa es esta pena de
la del fuego del infierno, que penetra en las entrañas del cuerpo, sin consumirlas. El
quemarse un solo dedo causa tan gran tormento, que es insoportable; pero mayor sería
quemarse todo el brazo; y más si, además de los brazos las piernas; y tormento mayor
sería quemarse todo el cuerpo. Este tormento es tan grande, que no puede ser expresado
en palabras, ya que incluye o comprende tantos tormentos en el cuerpo de un hombre
como tiene articulaciones, tendones, arterias, poros; y sobre todo causado por ese tan
penetrante y verdadero fuego, y dice San Agustín que el fuego temporal es sino un fuego
pintado, de tal manera que el fuego del infierno supera nuestros por tantos grados, como
una cosa en la vida supera a la misma en una imagen. En conformidad a lo que aquí se
dijo el Venerable Pedro de Cluny escribe (y cuando leemos tales historias es la
representación contenida en las mismas, y son para elevar nuestros pensamientos a la
sustancia en ellas representada), que un mal sacerdote estando listo para entregar el alma,
se le aparecieron dos demonios de fuego que traían consigo una sartén, en la que le
dijeron lo iban a freír en el infierno, y cayendo una gota de la sartén caliente en la mano
del enfermo, al momento se le abrasó y consumió toda hasta los huesos, a los ojos de
todos que estaban presentes, que quedaron asombrados al ver la eficacia y la violencia de
aquel fuego infernal que así calienta y abrasa. Donde al Nicolás de Nise dice, que si

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hubiera un fuego hecho de toda la madera del mundo, no sería capaz de causar tanto
tormento como la más pequeña chispa del fuego del infierno. Csesareo también escribe
(1. 92, Mirac. C. 23) que Teodosio, obispo de Maastricht, tenía un sirviente por su
nombre Eberbach, que, en un ataque furioso de rabia, se entregó al diablo, con la
condición de que le ayudara a vengarse de sus enemigos. Algunos años después este
hombre cayó gravemente enfermo de una enfermedad que lo llevó al borde de la muerte,
y muerto en el juicio de todos los hombres, su alma fue lanzada en un mar de fuego,
donde permaneció sufriendo hasta el momento en que un ángel del cielo vino a él y le
dijo: "Ves aquí lo que deben sufrir los que sirven al diablo. Pero si te dieran la gran
merced de darte más vida ¿no la gastarías en hacer penitencia por tus pecados?" Él
respondió: "No puede haber nada tan difícil o doloroso, que no experimentaría para
escapar de este tormento." A continuación, el Señor usó de su misericordia y le permitió
volver a la vida y levantándose del féretro donde ya estaba colocado para ser llevado a la
sepultura, espantó a todos los que estaban presentes, y comenzó a hacer una vida de
penitencia muy rigurosa. Llevaba los pies descalzos sobre espinas y cardos, aunque
sangrara de las heridas en ellos. Sólo vivía a pan y agua, y en una muy pequeña cantidad.
El dinero que tenía lo dio a los pobres. Hubo muchos que se preguntaban del rigor de su
penitencia, tratando de moderarlo en el exceso de su fervor y austeridades, a quienes
respondía, "No os maravilléis de esto porque he padecido tormentos más graves, y
vosotros si hubieras estado allí, juzgarías de otra manera." Y para explicar el tormento
excesivo que el fuego causa, dijo, "Si todos los árboles en el mundo se pusieran en un
montón y fueran incendiados, preferiría quemarme allí por una hora que el fuego que he
experimentado." Pues, ¿qué desdicha será, no una hora, sino hasta el día del juicio, y
más adelante por toda la eternidad, arder en aquel fugo del infierno? ¿Quién no estimaría
por un tormento horrible si llegara a ser quemado vivo cien veces y sus tormentos a
durar más que una hora? ¿Con qué ojos compasivos vería todo el mundo a este pobre
miserable? No obstante, y sin lugar a dudas, cualquiera de los condenados en el infierno
recibirían esto como una gran felicidad para poner fin a sus tormentos con abrasarse cien
años continuos. Y ¿qué comparación hay entre un centenar de horas quemándose, con
quemarse continuamente mientras Dios es Dios? Considere esto el cristiano que haya
cometido un pecado mortal, mire que le puede ser difícil, áspero, e intolerable, ya que
con ello mereció ser echado en el infierno, para que si se ve en alguna tribulación y
aflicción se diga: Cosas más graves debía padecer; no tengo que quejarme de esto. Beda
también escribe de uno (Beda de Gestis. Anglorum, L. 4) al que se le mostró los dolores
y tormentos, así como también los gozos de la otra vida, y causó esto en él tales efectos,
que renunció a todo que tenía en esta vida y entró a un monasterio, donde perseveró
hasta la muerte con grande rigor y aspereza en tanto grado, que su forma de vida dio
testimonio perpetuo que, a pesar de que estaba en silencio, sin embargo, había visto
cosas horribles, y que tenía esperanza de obtener otras grandes, que, efectivamente,
merecen ser apetecidas. Entraba en un río congelado que estaba cerca del convento, sin
desnudarse, rompiendo el hielo primero en varios lugares, para que pudiera entrar en el
agua, y luego dejaba que la ropa se secara sobre su espalda. Algunos se admiraban de

260
que el cuerpo de un hombre fuese capaz de sufrir tan gran frío en el invierno; y a
aquellos que le preguntaban cómo podía soportarlo. El respondía: "He visto cosas más
ásperas y austeras." Y cuando ellos le decían: "¿Cómo se puede mantener de manera
constante tan rigurosa y austera vida?" él respondía: "He visto mucho mayor austeridad."
Nunca cedió en el rigor de su penitencia, incluso en su vejez, sino que tuvo gran cuidado
para castigar su cuerpo con ayunos continuos; y con su santa conversación y ejemplo y
sus saludables advertencias aprovechó a muchos para corregir sus costumbres.
Debemos hacer esta misma consideración para alentarnos a sufrir en esta vida todo lo
que se puede sufrir, en cuanto en la otra debemos sufrir más de lo que se puede tolerar.
El Infierno sin duda es más insoportable que el ayuno a pan y agua; mucho más que un
secador de tela áspera, o una disciplina, aunque nunca tan sangrienta; mucho más que los
mayores daños y desgracias que se puedan poner sobre nosotros. Suframos esto que es
menos por librarnos de lo más, y siendo tanto más cuanto es más lo vivo que lo pintado,
no hay que quejarnos del mal que nos puede suceder en esta vida, sino consolarnos
mucho, que quien debiera estar en aquel incendio eternamente y sin provecho, esté con
esperanza de la gloria con un dolor temporal en que merezca el cielo. La madre de Santa
Catalina de Siena (Hist. S. Dom. P. 2., Lib. 2) la llevó a ciertos baños para divertirla,
porque estaba muy débil y desfigurada con la delgadez. Pero la santa pudo encontrar en
este entretenimiento una cruz afilada, que era que entraba en el baño por sí sola, y
cuando el agua salía hirviendo entraba en él, y allí se dejaba abrasar sufriendo tan grande
tormento que parecía imposible a una damisela débil capaz de soportarlo. Su confesor le
preguntó después cómo ella tenía tanto valor para soportar tanto calor, y durante tanto
tiempo. Ella respondió, que cuando ella se colocó allí, también colocó su consideración
en los dolores del purgatorio y el fuego del infierno, y con todo rogó a Dios
Todopoderoso, a quien había ofendido, que estaría encantada de cambiar los castigos
que había merecido por sus pecados en dolores y sufrimientos temporales; por el que
todos los dolores de esta vida parecían muy fácil para ella sufrir, y el gran calor del agua
de aquel baño le parecía un regalo, con respecto al fuego del horno del infierno, en el que
los condenados son siempre atormentados.

III. Los dolores de las potencias de un alma condenada.- La imaginación no afligirá


menos a esos miserables, aumentando los dolores de los sentidos con la vivacidad de su
aprehensión. Porque si en esta vida a algunos suele afligir más la imaginación que a otros
en molestísimos males, en la otra será excesivo su tormento. Alejandro Traliano escribe
de una mujer (vide Marcel. Donat. in Hist. Medica. L. 2. c. 1.) que estaba muy enferma,
sólo con su imaginación falsa que se había tragado una serpiente, no siendo así, pero la
imaginación la hizo tener tantos dolores y males graves como si la serpiente le estuviera
royendo sus entrañas. ¿Cómo será la aprehensión y la verdad de esos miserables, cuando
el gusano de su conciencia esté continuamente royendo sus corazones? Alsaharavio
(Apud. Marcel. Donat.) escribe de otros, que se quejaban de grandes penas y dolores
pensando que los azotaban, cuando nadie les estaba tocando ni un hilo de sus prendas.
Mucho más que todo esto es lo que Fulgosio (Fulgos. Lib. 9.) relata como testigo ocular,

261
que siendo juez en un duelo, uno de los combatientes hizo huir al otro, pero luego cayó
muerto, sin ninguna otra causa que la imaginación que estaba herido de muerte; porque
no había recibido ninguna herida ni golpe, ni se encontró herida alguna en su cadáver. Si
en esta vida la imaginación es tan poderosa en los hombres que están sanos, y divertidos
como para causar una sensación de dolor cuando nadie les hiere y dolor sin haber quien
les moleste, y muerte sin haber quien los mate, ¿qué será en el infierno donde no podrá
la imaginación divertirse a cosa de gusto, y habrá tantos demonios que den pena y
molestia, y maten a tormentos, conservando la vida solo para que el dolor de la muerte
viva eternamente? En el horror de aquel lugar particularmente influirá la imaginación: y si
hemos visto algunos medrosos de solo un espanto imaginado temblar y quedarse
muertos, no hay duda sino que mil penas mortales causará en aquellos miserables su
imaginación con el horror que estarán.
Las potencias del alma sobre todo serán las que descargarán más duros azotes. La
voluntad estará atormentándose con un eterno aborrecimiento y rabia contra sí misma,
contra todas las criaturas, y contra Dios, el Creador de todo; juntamente con una ira y
tristeza insoportable, y desorden de todos los afectos, deseando cosas imposibles, y
desesperando de todo bien. Si el gozo consiste en la posesión de lo que se ama, y la pena
en la falta de lo que se desea, y temer lo que se aborrece, ¿qué mayor pena y tormento
que estar siempre queriendo lo que no nunca vendrá, y estar aborreciendo lo que siempre
se tendrá, carecer de todo bien, y tener todo mal? Por lo cual, dice San Bernardo, (Bern.
lib. 5. de Consid. ad. Eugen cap. 11) "¿Qué cosa tan penosa como querer siempre lo que
nunca será, y no querer lo que nunca dejará de ver?" Lo que quiere no lo alcanzará
eternamente, y lo que no quiere eternamente lo padecerá. Y de aquí brotará al
condenado rabiosa furia, que David dice: "El pecador verá y se airará, rechinará con los
dientes y se consumirá."
Esta ira y demencia aumentará por la desesperación con que estará; porque así como
no hay hombre que peque sin agravio a la misericordia divina, presumiendo pecar con la
esperanza que puede arrepentirse y ser perdonado; así convino que la justicia divina
castigase al pecador sin esperanza de remedio; y que el que abusó de los beneficios
divinos con una esperanza falsa, experimente los castigos con una verdadera
desesperación. Este tormento será muy terrible en los condenados: porque como a todo
mal, por grande que sea, alivia la esperanza, así también se hace más penosa la
desesperación, por pequeño que sea el tal mal; pero siendo la desesperación de tan
grandes males, grandísimo mal será ella. A la esperanza en los males sustentan dos cosas:
una es el fruto, que de ella pueda resultar; otro, es el fin y término que han de tener. Pero
en cuanto la desesperación de los condenados es de tan grandes males, la desesperación
en sí será uno más terrible; porque si uno sufre y del padecer saca fruto, es un consuelo
para uno, y el dolor es recompensado por la alegría del provecho de los mismos; pero
cuando el sufrimiento es sin fruto o beneficio, entonces se hace muy pesado. La
esperanza de una buena cosecha hace que el labrador con alegría soporte el duro trabajo
de arar y sembrar; pero si supiera que no cosechará nada, cada paso que diera sería
grave y molesto para él. Un jornalero, con la esperanza de su salario, pasa por el trabajo

262
del día con gran comodidad; pero si se le ordenara que trabajara sin paga, no tendría
corazón para funcionar en absoluto. Los santos mártires y confesores de Cristo, ¿qué
penitencias, qué rigores, qué martirios no han sufrido voluntariamente, esperando el
fruto, que saben han de sacar de su paciencia? Mas sin fruto alguno ¿cómo sufrirían tales
tormentos? Pero cuando faltase todo fruto a los trabajos temporales, les queda otro
segundo alivio, que es que han de acabarse, estos consuelos no tendrán los del infierno,
pues ninguno de sus males les será de provecho ni fruto, por millones de años que
padezcan, y nunca acabarán sus males. De ellos dice San Juan dice: "Buscarán la muerte
y no la hallarán; desearán morir, y la muerte huirá de ellos." Antes como dice San
Agustín, tendrán los impíos vida en los tormentos; pero los que viven en tormentos
desean acabar tal vida; mas ninguno les dará la muerte para que nadie les quite el
tormento, y así estarán siempre viviendo, y siempre desesperando, y cien mil puñales se
quisieran meter por el corazón para acabar de morir; pero la muerte huirá de ellos por
tantas puertas por cuantas ellos quisiesen salir. No ha de tener entrada en ellos ningún
consuelo, sino una desesperación, despecho y dolor. Y ¿qué mayor dolor que padecer
tantos dolores y sin provecho, pudiendo con muy pocos ganar cosa de tan gran provecho
como es la bienaventuranza eterna? Compare uno los trabajos tan leves de esta vida, con
los cuales puede merecer cosa tan grande como el cielo, con los tormentos de la otra, con
los cuales no merecerá una gota de agua. Compare el fruto eterno de una breve y corta
penitencia mientras vive con el carecer de fruto alguno por el fuego eterno del infierno.
¿Quién creerá que un simple golpe penitente sobre el pecho aquí, puede ganar la gloria
eterna; y que allí con los dolores y tormentos más intensos, tanto en alma y cuerpo, no
puedan merecer una gota de agua fría, con el hambre canina que sufrirán, con el dolor
gravísimo que experimentarán, no será todo bastante para que tengan solo este descanso,
que se pueda volver de un lado a otro, sino que sin utilidad ni provecho han de estar
padeciendo siempre? En esta rabiosa desesperación viene a parar la esperanza temeraria
de los pecadores. Lleno está el infierno de los que no esperaron ir allá, y lleno de los
desesperados de salir de allí. Pecaron con esperanza de no morir en pecado, y saliéndoles
falsa su esperanza cayeron en desesperación eterna. No hay esperanza que excuse caer
en peligro de cosa tan grande: aseguremos el cielo, y no pequemos.
La memoria será otro tormento cruel de esos miserables pecadores, convirtiendo todo
lo que han hecho, bueno o malo, en tormentos. Lo bueno porque perdieron su premio; lo
malo, porque merecieron su castigo. Las delicias que han disfrutado, y toda la felicidad
de esta vida, en la que triunfaron, serán una espada aguda, que les atravesará el corazón.
Reventarán de pena, cuando comparen la brevedad de sus placeres pasados con la
eternidad de sus tormentos presentes. Porque ¿qué matemático habrá tan erudito que
pueda sacar perfectamente limpio el exceso de esos años eternos de la otra vida a los días
brevísimos de ésta, pocos y malos? ¿Qué bramidos darán, qué gemidos y suspiros
arrojarán de lo más íntimo, cuando vean que esas delicias apenas duraron un instante, y
que las penas que sufrirán durarán por siglos y eternidades, y todo lo pasado les parecerá
sino como un sueño? Temblemos ahora de la felicidad de esta vida, si tales lanzadas han
de dar al corazón de los que usaron mal de ella. Temblemos de nuestros placeres, ya que

263
se pueden convertir en arsénico y cicuta. Acuérdese el desgraciado, con gran pena de las
veces que pudo haber ganado el cielo, y no lo hizo y ahora mereció estar en el infierno, y
se dirá a sí mismo: "¡Cómo muchas veces pude rezar, y ese tiempo lo gasté en el juego!
pero ahora tengo que pagar por ello. ¡Cuántas veces debí haber ayunado, y no lo hizo
con el fin de satisfacer el apetito voraz! Pero ahora tengo que pagar por ello. ¡Cuántas
veces podría haber dado limosna, y gasté el dinero en el pecado! Pero ahora tengo que
pagar por ello. ¡Cómo muchas veces podría haber perdonado a mis enemigos, y en su
lugar me vengué de ellos! Pero ahora tengo que pagar por ello. ¡Cuántas veces pude
haber frecuentado los sacramentos, y me abstuve de ellos, porque no dejaría una ocasión
de pecar! Pero ahora tengo que pagar por ello. Nunca te faltó ocasión de servir a Dios, y
tú no te aprovechaste de ella; pero ahora tienes que pagar por ello. Ves aquí maldito,
como entreteniéndote en tus gustos, y por niñerías perdiste el cielo. Si quisieras podías
ser dichoso eternamente; si quisieras podías estar entre los ángeles; si quisieras podías
estar en gozos eternos, y por el gusto de un momento lo perdiste todo. ¡Oh loco! ¡Oh
maldito! ¡Oh descarado! ¡Oh infame! Tu Redentor te cortejaba con el cielo, y tú lo
despreciaste por un poco de vileza. Culpa tuya es y así lo pagarás; y puesto no quisiste
ser bienaventurado con Dios, serás maldito de él y de sus Ángeles."
El entendimiento lo atormentará con razonamientos de gran amargura, discurriendo
solo en lo que le ha de dar pena. Ni Aristóteles tendrá gusto en su sabiduría, ni Seneca se
consolará con su filosofía, ni Galeno hallará remedio en su medicina, ni el académico
más docto en su teología. Un cierto doctor de la universidad de París se le apareció a un
obispo y le dio cuenta que estaba condenado. El obispo le preguntó si tenía allí alguna
ciencia. Él respondió, que no sabía nada, pero sólo tres cosas: La primera, que estaba
condenado eternamente; la segunda, que la sentencia dictada contra él era irrevocable; la
tercera, que por el placer vano del mundo estaba privado de la visión de Dios. Y
entonces él deseaba saber del obispo si había mundo que quedara. El obispo pidiéndole la
razón de esa pregunta, aquel respondió: "Porque en estos días han sido tantas las almas
que han descendido a los infiernos, que no deben quedar personas vivas en la tierra."
En esta potencia del alma se engendra el gusano de la conciencia, que tan a menudo
nos propone la Santa Escritura como por tormento terribilísimo, y mayor que el del
fuego. Sólo en un sermón, o más bien en el epílogo de ese sermón (Mc. 9), Cristo,
nuestro Redentor, tres veces nos amenaza con el gusano que roe la conciencia,
despedazando el corazón de los condenados; amonestándonos una, dos y tres veces que
el gusano de ellos no morirá, ni su fuego se apagará. Porque, como el gusano que se
reproduce en la carne muerta, o la que se reproduce en la madera, come y roe la
sustancia de la que se engendran, por lo que este gusano nace del pecado y está en
enemistad perpetua contra el mismo pecado, carcomiendo el alma y mordiendo y
devorando el corazón del pecador porque es un rabioso y desesperado dolor, ya sin
provecho alguno, de haber caído por su culpa en tan horrendos tormentos con pérdida de
la gloria; porque les estará acusando continuamente la conciencia de que por los pecados
hayan perdido la bienaventuranza para siempre, habiéndola podido alcanzar tan
fácilmente y que en lugar de tan inmenso bien están condenados a los males eternos del

264
infierno, de donde les nacerán dos inexplicables dolores que, con una amargura más que
de hieles, llenarán y consumirán su corazón, y le estarán como carcoma royendo: uno, de
que por su voluntad perdieron tan grandes bienes; y el otro de que cayeron en tan
intolerables y eternos males. Y, ciertamente, estos dos pensamientos les serán dos
cruelísimos gusanos cuyas mordeduras serán el más acerbo dolor de los malaventurados;
porque más pena les dará haber perdido la gloria del cielo que padecer solo el fuego del
infierno.
De mala conciencia, aun en esta vida, San Agustín dice (August. in Psal. XLV, Quintil.
Declam. 12 & 38) que, entre todas las tribulaciones del alma, ninguna era mayor que la
de una conciencia culpable. Hasta los gentiles sabían esto, y por lo tanto exclama
Quintiliano (Declam. 12), "Oh triste memoria! ¡Oh conciencia más pesada que todos
los tormentos!" Y Séneca dice, que todas las malas acciones son castigadas por la
conciencia de uno mismo (Seneca ep 79); a la cual el cuidado que le apremia trae
muchos tormentos; porque la misma malicia bebe la mayor parte de su veneno: ella es a
sí misma castigo. Por cierto gran rigor sería si un padre es forzado a estar presente en la
ejecución de su hijo; pero más si fuera obligado a ser el verdugo; y aún mayor si la horca
fuese colocada ante su puerta, y dejasen al hijo colgando de ella, para que siempre que
saliese tuviese presente aquella afrenta: pero crueldad mayor fuera si al mismo reo le
forzasen a que él fuese verdugo de sí mismo con tal género de suplicio, que él mismo se
cortase los miembros o que a bocados se comiese y despedazase sus carnes. Esta es la
crueldad y tormento de la mala conciencia, con que se consumirá y despedazará el
pecador y torturado entre esas llamas eternas, no siendo capaz de desterrar de su
memoria sus culpas, ni sus castigos de sus pensamientos. Se aumentará este dolor con la
envidia que tendrán de aquellos que han ganado el cielo por tan poco como ellos lo
perdieron. Esaú, con ser hombre rústico, cuando supo que su hermano Jacob había
obtenido la bendición de su padre, lanzó un grito y rugió como un león, y se consumió a
sí mismo con el resentimiento y pena. ¿Qué lamentos serán los de los condenados
cuando vean que los justos le han ganado la bendición de Dios, no por ningún engaño
utilizado por ellos, sino por su propia negligencia? Los hambrientos, si tienen delante una
suculenta cena y no pueden llegar a ella, más hambre tienen, y les da mayor pena; así
será en los condenados, que se afligirán más considerando los bienes eternos de que son
privados, y gozarán los que fueron menos que ellos. Veamos ahora, estamos a tiempo,
remuérdanos la conciencia, mientras que podamos matar su gusano, no sea que luego
nos remuerda cuando no pueda morir.

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CAPÍTULO XI. De la muerte eterna, y de la pena del talión en los condenados.

Después de todo esto no faltará en el infierno la pena de muerte, que entre los castigos
humanos es la más grande. La muerte de los demonios es una muerte viva, a que no
puede llegar la muerte que dan los hombres, que juntamente con dar la muerte, quitan la
pena y el sentido de la misma muerte; pero la muerte eterna de los pecadores continúa
con el sentimiento y la conciencia, y por tanto mayor, ya que tiene más de vida,
recogiendo en sí lo peor de la muerte, que es perecer, y la parte más intolerable de la
vida, que es penar, para que la pena de morir nunca se acabe. Y por lo tanto San
Bernardo llama a la pena de los condenados: muerte viva y vida muerta, y el Papa
Inocencio III, una muerte inmortal. ¡Oh muerte, cuánto menos cruel serías si quitaras la
vida, que forzando a vivir de tal manera! San Gregorio también dice (Moral. L. 9, c. 49),
"En el infierno tendrán los miserables una muerte sin muerte, y un fin sin fin, porque allí
la muerte vive, y el fin empieza." Al pecado mortal que es el mayor de todos los males,
se le debe la mayor de las penas. Debido a que en la muerte ordinaria, que quita el uso
de los sentidos, el rigor no se siente, ordenó Dios otra clase de muerte, en la que los
sentidos, perpetuamente moribundos, deben sentir perpetuamente la fuerza del dolor, y
sintiéndola muriesen, ocupándose perpetuamente en aquella agonía y congoja de morir.
Esto significó David, cuando dijo que la muerte pacería a los condenados; porque como
el ganado no acaba los pastos de los prados, porque aun así crecen verdes y frescos de
nuevo, así la muerte los pace, pero no los acaba.
Esta muerte de los condenados la santa Escritura la llama muerte segunda porque es
después de otra. Es muerte segunda, que comprende al alma después de la muerte del
cuerpo, pero con mucha razón se puede también llamar una muerte doblada, porque es
doblada muerte el estar muerto, sintiendo el tormento de morir, que en la primera muerte
del cuerpo no tenemos. Incluso aquí, entre nosotros si se diese un estado en que se
sintiese alguna parte de lo que trae la muerte, se juzgará por mal mayor que la misma
muerte. ¿Quién duda, sino que si uno después de enterrado se hallase vivo y con sentido
debajo de la tierra, donde no podía hablar con nadie, ni ver sino oscuridad, ni escuchar
nada más que aquellos que caminaban por encima de uno, ni oler nada más que el hedor
putrefacto de sus cuerpos, ni comer nada más que su propia carne, ni tocar nada más
que la tierra sobre él, o el frío pavimento de la bóveda donde yace oprimido; quién pone
en duda, digo, pero que este estado es peor que estar totalmente muerto, ya que la vida
sólo le serviría para sentir el dolor de la muerte? Por esta razón los romanos ingeniosos
(Livius, Lib. 22 Idem, lib.7) poniéndose a pensar cómo castigar cruelmente a las vírgenes
vestales que fuesen sacrílegas faltando a la profesión de su virginidad, no hallaron otro
más que enterrarlas vivas, como lo hicieron con Oppia y con Minutia, para que sintiesen
con la vida la pena y amargura de la muerte. Y, desde luego, el emperador Zenón
encontró esta pena tan amarga, cuando lo enterraron vivo, y devoró su propia carne a
bocados. Pues ¿qué sepulcro es más horrible que el infierno, el cual está eternamente
cerrado para los que están en él, y en donde los miserables condenados permanecerán no

266
sólo bajo la tierra, pero bajo el fuego, sin tener para otra cosa sentido, sino para padecer
su muerte, oscuridad, repugnancia, dolor, y hedor? Se trata pues de una muerte doblada,
porque es doblado mal que la muerte el sentir la pena de la muerte. Por tanto, San
Agustín dice (August. lib. 6, de Civit. Cap 11): "Ninguna muerte hay mayor ni peor que
donde la muerte no muere."
Además, esta muerte del infierno puede ser llamado una muerte doblada con respecto
a que contiene tanto la muerte de la culpa y la muerte de la pena, porque aquellos
desdichados están condenados a la muerte de la culpa para nunca salir de ella, y a la
muerte de pena para siempre estar en ella. No hay mayor muerte que la del alma, que es
el pecado, en el que los miserables han de continuar, mientras que Dios fuere Dios, con
aquel infinito mal y suma deformidad que trae consigo la culpa, que es peor que sufrir
ese fuego eterno que no es sino el castigo de la misma. Después del pecado ¿qué mal
debía haber mayor que la pena del pecado? Y por esta razón, el infierno, es pena del
pecado, es pena mayor que la propia muerte, o la muerte más horrible de todas. ¿Quién
no se estremece con la memoria sola de morir, recordando que ha dejar de ser, que los
pies con los cuales camina no han de poder levantarse, que las manos que mueve no han
de tener movimiento, ni los ojos han de ver? ¿Por qué entonces no más bien temblamos
ante la idea del infierno, respecto de la cual la primera muerte no es un castigo, sino una
recompensa, una felicidad y una alegría; porque cualquier condenado en el infierno,
tomaría para alivio de sus penas la muerte que dan los hombres por pena de sus delitos?
¡Oh cuánto excede la justicia divina a la humana, puesto que lo que los hombres dan a
los que condenan por las ofensas más graves, fuera para los que condena Dios el mayor
de sus alivios, su gozo y su deseo cumplido! Los cuales desearan morir, pero la muerte
huirá de ellos; porque a todos sus males y miserias, se añade esta gran miseria de no
haber de tener fin ninguna, porque ni ellas podrán acabar, ni él se podrá morir.
Esta circunstancia de ser los tormentos del infierno eternos los agrava mucho, por ser
tal la condición de la eternidad (como ya se ha declarado) que a cualquier cosa aumenta
infinitamente. Supongamos, que a uno solamente le estuviese picando en la mano
derecha un mosquito, y una avispa en la izquierda, y en un pie se pincha con una espina,
y el otro con un alfiler: si esto fuera a durar para siempre, sería un tormento intolerable.
¿Qué será entonces cuando las manos, pies, brazos, cabeza, pecho, y las entrañas, estén
ardiendo durante toda la eternidad? El solo tener un dedo en una vela por el espacio de
un cuarto de hora, nadie puede soportar; el estar sumergido en las llamas eternas por
años eternos, ¿qué entendimiento hay que pueda, no digo de expresar en palabras, sino
concebir la grandeza de este tormento? Esto es un tormento que nunca ha de cesar, y el
atormentado debe vivir para siempre, el solo pensarlo debería causar un gran horror;
¿qué sería sufrirlo? Un hombre, que no tenía mucho arrepentimiento, al contarle sus
pecados más atroces a la Virgen Santa Liduvina (Sur. tom. 7, dic. 14 abril), la santa le
dijo que ella iba a hacer penitencia por ellos, contentándose, con que él sólo se quedara
en su cama una noche en la misma postura sin voltearse, mirando hacia el cielo. El
hombre muy contento y alegre le dijo: "Si mi penitencia no es más que esto, la cumpliré
pronto." Pero una vez acostado en su cama, cuando tenía ganas de voltearse al lado, era

267
un gran problema para él no hacerlo, sintiendo gran pesadumbre en no poder hacerlo; y
pareciéndole que nunca había tenido cama más dura, y se dijo a sí mismo, "Mi cama es
una muy buena y suave; estoy bien de salud, ¿qué me falta? No otra cosa que querer
voltearme de un lado a otro, pero esto, ¿qué me importa? Estate quieto y duerme hasta
mañana. ¿no puedes? Pues dime ¿qué te falta?" Por este medio se acordó de la
eternidad, discurriendo consigo de esta manera: "¿Cómo es esto que no puedes descansar
una sola noche, que es una tortura estar quieto, sin moverte? ¿Cómo sería, si tuvieres
que permanecer en una misma postura tres o cuatro noches? Ciertamente, sería una
muerte para mí; en verdad no hubiera creído que tanta pesadumbre hubiera en una cosa
tan fácil. ¡Ay miserable de mí! ¡Qué poca paciencia tengo, ya que una cosa tan pequeña
y trivial me duele tanto! ¿Qué hubiera sido si ella me hubiese mandado a no dormir
muchas semanas? ¿Cómo sería, si tuviera un cólico, o estuviese atormentado por la gota
o la ciática? Mayores males están preparados para ti en el infierno, adonde de prisa, vas
corriendo con tantos pecados. Considera qué cama te espera en ese abismo de miseria,
¿qué cama de plumas, qué sábanas de Holanda? Serás echado sobre carbones
encendidos, y llamas y azufre serán los cobertores. Mira bien si es esta cama para una
noche: pues noches, días, meses y años, edades y eternidades, has de permanecer en ese
lado en que cayeres, sin volverte a otro. Ese fuego nunca morirá, como dice Isaías, y no
habrás de morir nunca, para que vivan eternamente tus tormentos. Después de cien años,
y después de cien mil millones de años, estarán tan vivos y fuertes como el primer día.
Mira qué haces ¿por qué te burlas de la eternidad, por qué no temes la muerte eterna,
pues amas tanto la vida temporal? No vas bien: cambia de vida y comienza a servir a tu
Creador.” Así lo hizo este hombre, convencido por este discurso, modificó su vida y
haga lo mismo quien venga a leer esto. Mira, que si te dijeran que de una cama de rosas
no te ibas a levantar por veinte años, no serías capaz de soportarlo: ¿cómo vas a ser
capaz de estar sobre un lecho de brasas calientes, llamas de azufre, por toda la eternidad?

II. Con todas estas penas se junta la del Talión, que es, pagar con proporción y tanto
por tanto, la cual no falta en el infierno. Y, por lo tanto, se dice en el Apocalipsis:
"Cuanto se glorificó y dio a regalos, dadle otro tanto tormento." Allí será el rico
afligido, el que menospreció a otro despreciado y el soberbio abatido; ya que es más
conveniente para la justicia divina que los condenados en el infierno sean castigados de la
misma manera en la que han ofendido aquí, como se verá en este caso que refiere
Enrique Gran (Henr. Gran. 9, c. 200). Una joven doncella, en lo exterior muy devota,
dada a los ayunos, vigilias, y penitencia, y por esta razón apreciada por todos por una
santa, cayó gravemente enferma y, habiéndose confesado murió. Dentro de un corto
período de tiempo después se le apareció a su confesor en figura muy negra y espantosa.
El cura sin saber quién era ella le preguntó quién era. "Yo soy, dijo, la que todos tenían
por santa, y no soy, pero una pobre miserable, ya que estoy condenada a las llamas del
infierno, en el que nunca dejaré de ser atormentada, en compañía de los más viles y
despreciables demonios, por el contento y la satisfacción que tenía de mí misma, y por el
orgullo que tenía, estimándome a mí misma muy por encima de los demás, juzgando a

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todos y menospreciando a todos. Por esto viviré en tormentos eternos, aunque Dios
secare el mar, y llenare su vacío de la arena más pequeña que se pueda imaginar, y de
cien a cien años sacara un pajarito un solo grano, no se satisfacerá a su justicia, con que
quede penando, hasta que al paso dicho se acabara de sacar toda la arena; que si este se
me concediese, yo de muy buena gana sufriría todo el tiempo necesario para el
cumplimiento de las penas de todos los condenados, con tal que al fin mi alma pudiese
llegar a obtener la salvación. Pero no hay remedio ahora, y así padre, no hay que orar a
Dios por mí, pues nada me aprovechará."
En esta historia vemos la soberbia castigada con la humillación. En esta que sigue
veremos los placeres y entretenimientos castigados con dolores y tormentos
proporcionados. Cantipratense escribe (Cantimp. Lib. 2. c. 49, p. 2 Joan. Maj. verb.
Infernus, exemp. 6), que en las partes de Teutonia había un soldado, muy valiente y muy
dado al vicio y muy aficionado a los torneos. Y en consecuencia como vivió así murió
miserablemente, su esposa, que era una persona devota y de vida ejemplar, después de la
muerte de su marido tuvo un éxtasis en que se le mostraba el miserable estado del alma
de su marido. Se la representaron como si todavía estuviera unida al cuerpo, y vio una
gran multitud de demonios que le tenían rodeado, y oyó que el director de ellos dijo que
calzasen al nuevo huésped unos zapatos de buenas puntas, que horadándole los pies,
llegasen hasta la cabeza. Entonces ordenó que le pusieran una cota de malla hecha de
puntas afiladas, para que con ellas le traspasasen el cuerpo entero por todas partes.
Después de esto, dijo que le pusiesen un casco con una punta afilada que pudiera
perforar la cabeza y rematase en los pies. Finalmente, mandó colgarle un escudo en su
cuello, tan pesado que le aplastare todos los huesos de su cuerpo. Habiéndose ejecutado
todo esto con presteza en el pobre soldado, el príncipe de la oscuridad les dijo a sus
servidores: «Este tenía costumbre, después de haberse entretenido a sí mismo en los
torneos, de refrescar sus extremidades con baños olorosos, y luego descansar en suave
cama, deleitándose torpemente en deleites sensuales; dadle ahora un poco de esos gustos,
conforme acá usamos" Diéronle luego al punto arrojándolo al fuego, y para alivio de su
dolor y tormento le pusieron en una cama de hierro encendido, donde estaba un sapo del
tamaño de la cama, con ojos muy terribles, el cual se abrazó estrechísimamente con el
triste soldado y con sus besos y abrazos le atormentaba terriblemente, que era el más
terrible de todos los tormentos que había sufrido, y le causó dolores más que de muerte.
Aquella buena mujer que, por ordenación de Dios había visto lo que pasó a su marido,
tuvo esta visión tan fresca en su memoria todos los días de su vida, y con tanta aflicción
de su corazón, que nadie que la hubiese conocido pudiera dudar, viéndola después, de
que padecía algún grande y extraordinario tormento.
Muchos otros dolores y tormentos, proporcionables a los crímenes cometidos, se
pueden ver en las obras de Uvilelmo (Uvil. Monac. Caribu. In Fasciculo morum) Un
caballero de familia noble, inglés de nacimiento, por inspiración divina se convirtió en un
monje cisterciense. Entró en este curso de vida, y continuó con tanto valor que no dudó
en desafiar al demonio: aceptóle él e hizo su celda el campo de batalla. Donde lo atacó
primero con látigos, a continuación, en cierta ocasión, le dio tales golpes, que la sangre le

269
salía por su boca y nariz. Debido a los ruidos, los monjes entraron y lo encontraron
medio muerto lo llevaron a su cama, donde yació por espacio de tres días sin dar señales
de vida; durante este tiempo, acompañado de un ángel, descendió a un lugar muy oscuro,
donde vio a un hombre sentado en una silla de fuego, y a quien unas mujeres muy
hermosas metían por la boca hachas de fuego y las sacaban por los lugares de su cuerpo
que habían sido instrumento de sus pecados. Atónito de este espectáculo el monje, le dijo
el ángel: "Este desgraciado era un hombre muy poderoso en el mundo, y muy dado a los
placeres sensuales con as mujeres, y por esta razón, los demonios le atormentan como
ves," Pasando un poco más allá, vio otras personas de varias suertes y estados, en varios
géneros de tormentos: muchos religiosos, hombres y mujeres, cuyas vidas habían sido
contrarias a su vocación; conversadores, censuradores de la vida de otros hombres,
esclavos de sus apetitos, contaminados por la lujuria, manchados en torpezas y otros
vicios. A éstos los demonios descargaban su venganza, en forma de criaturas feísimas,
les daban muchos golpes, de tal suerte, que le sacaban a golpes sus cerebros, y les
desencajaban sus ojos, ya que en sus obras anduvieron ciegos y sin juicio; castigo que el
Sabio (Pr. 19, 29) designa para tales personas. Después alzó sus ojos, y vio a uno atado
a una rueda horrible, dando tales vueltas, que el monje estaba casi fuera de sí. Dijo el
ángel: "Terrible cosa es la que tú ves, pero mucho más terrible será lo que has de ver
ahora." En el instante, la rueda comenzó a correr desde lo alto, a las profundidades más
profundas, con horribles sacudidas y con tanto ruido, como si todo el mundo, la tierra, el
cielo, y todo, se rompiera en pedazos. A tan horrendo suceso, todos los presos y
carceleros del infierno rompían en grandes gritos, maldiciendo y maltratando al que venía
en la rueda. Este hombre (dijo el ángel), es Judas el apóstol que traicionó a su maestro; y
cuanto él reinare en su gloria, la cual será un mundo sin fin, tanto padecerá este
miserable estas penas. Con estas representaciones, Dios nos ha dado a mostrar la
proporción de su justicia, para darnos a conocer la grandeza de aquellas penas; porque
son imaginable a los sentidos: y porque por lo que entra por los sentidos prevalece más
con nosotros, por esta razón, él representa para nosotros las penas del alma, con los
tormentos tan horribles al sentidos, como es hacer reventar los cerebros y desencajar los
ojos; porque aunque esto no se haga en efecto, es mayor sin comparación el tormento.
Tengamos, pues, miedo a la justicia divina; y entendamos, que en aquellas partes del
cuerpo que ofendemos a Dios Todopoderoso con mayor deleite, hemos de estar seguros
de ser castigados con mayor tormento.

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CAPÍTULO XII. Frutos que pueden ser cosechados de la consideración de los
males eternos.

Todo lo que se ha dicho de los dolores del infierno son muy por debajo de lo que
realmente son. Existe una gran diferencia entre el conocimiento que se tiene por relación
y lo que se aprende por la experiencia. Los Macabeos (1Mac. 4) sabían que el templo del
Señor ya estaba profanado, abandonado, y destruido. Habían oído hablar de él, y lo
habían lamentado; pero cuando lo vieron, con sus ojos, la desolación del santuario, el
altar profanado, y las puertas quemadas, no había entonces ninguna medida en su sentir
y sus lágrimas. Rasgaron sus vestiduras, echaron ceniza sobre sus cabezas, se tiraron al
suelo, y dar clamores que llegaban hasta el cielo. Si, entonces, la relación y meditación de
las penas del infierno nos hacen temblar, ¿qué será la visión y qué será la experiencia? A
pesar de esto, la consideración de lo que se ha dicho puede ayudarnos a formar alguna
concepción del terror y el horror de ese lugar de pena eterna. Bajen al infierno los que
viven, como dice San Bernardo, para que no desciendan allí cuando estén muertos,
porque viviendo podemos sacar fruto de allí, donde muriendo no toparemos sino daño.
Los principales frutos que se pueden extraer de esta consideración son los siguientes: En
primer lugar, un amor ardiente y sincero agradecimiento a nuestro creador, que habiendo
tan a menudo merecido enviarnos al infierno aún no nos ha permitido caer en él. Porque
¿Cuántos hay ahora en el infierno, que por su primer pecado mortal, y sólo por uno, han
sido enviados allí! Y nosotros, a pesar de los innumerables pecados que hemos cometido,
estamos todavía a salvo. ¿Qué más tuviste tú con más pecados que el otro con menos,
para que contigo haya usado tantas misericordias cuantas no ha usado con otros? ¿Por
qué no somos entonces más agradecidos por tantos beneficios que no hemos merecido?
¿Cuán agradecido estaría un condenado, si Dios lo liberará de esas llamas en que es
atormentado, y lo colocara en la misma condición en que ahora estás tú? Dime ¿Qué
vida te parece que hiciera viéndose libre de aquel tormento? ¿Qué penitencias no
sufriría? ¿Qué austeridad no le parecería un placer? y ¿Qué agradecido quedaría con un
benefactor tan misericordioso? Pues ¿por qué no le has de ser tan agradecido, pues no ha
hecho menos por ti, antes ha hecho más? Porque, si no te ha sacado del infierno, pero no
te ha echado allí, mereciéndolo como lo mereces, esto debes estimar más. Dime, ¿cuál
sería mayor beneficio, que si un acreedor hubiese echado en la cárcel a ese deudor, que
le debía mil ducados, y, después de mucha aflicción, por fin lo liberase; o que a quien le
debía cincuenta mil ducados le dejase en libertad sin tocarle un hilo de sus vestiduras?
¿Cuál de los deudores recibirá el mayor beneficio? Creo que dirás, este último. Más estás
en deuda tú con Dios Todopoderoso, y por lo tanto debes servirle mejor. Mira cómo
vivirá un hombre resucitado que hubiese salido del infierno; mejor debes vivir tú, pues
debes más a Dios.
En segundo lugar, se nos enseña a ejercer una paciencia invencible en sufrir los
problemas y aflicciones de esta vida, para no soportar los tormentos de la otra. Quien
considere la eternidad de penas que merecería ser atormentado, no se quejaría en los

271
dolores de esta corta vida, porque no hay estado o condición en la tierra, por necesitada,
pobre, miserable y lastimosa que parezca, a que no tengan suma envidia los condenados,
y tuvieran por suma felicidad estar en ella por no verse donde están. Tampoco existe vida
tan penitente quien hubiera una vez experimentado aquellas ardientes llamas. El que una
vez fue digno de tormentos eternos, ya no tiene que sentir mal temporal; tapada debería
tener su boca para quejarse de las cruces o de injuria que le hagan. Considerando esto los
Santos, no hubo cosa que no sufrieran de buen grado, ni penitencia que no hicieran. Por
esto, San Juan Evangelista, después de haber hablado del humo que ascendía de los
tormentos de los condenados por siempre y para siempre, y que no cesaban de día o de
noche, añade: "Aquí está la paciencia de los santos," porque, viendo que todos los
trabajos de esta vida eran temporales, y los tormentos de la otra eternos, nada que
soportaron les parecía mucho a ellos; y comparando el rigor de las penas del infierno con
las penalidades de este mundo, todo lo que en él se puede padecer juzgaron por muy
poco respecto de lo inmenso que en el abismo infernal se padecerá. Así lo hizo San Juan
Crisóstomo (Chryst. tom. 5, Ep. ad Theod.), Y él nos aconseja hacer lo mismo, teniendo
paciencia con todas las penas temporales, con la consideración de las eternas, y
considerando estas en cualquier ocasión de padecer las temporales y así dice: Por la
experiencia de las cosas pequeñas hagamos de las grandes alguna conjetura. “Si
estuvieras en un baño y le hallarás demasiado caliente, acuérdate del infierno; si
estuvieras abrasándote con alguna fiebre, pasa a considerar esas llamas eternas que se
queman sin fin, y entiende que si el baño o la fiebre así nos afligen y atormentan,
¿cómo has de soportar cuando cayeres en aquel río de fuego". Y aún más, el mismo
santo (Hom. 2 en 1. Epist. Ad Theod.), "Cuando veas algo grande en la vida presente,
piensa luego en el reino de los cielos, y así no lo valoraras en mucho; y cuando veas algo
terrible piensa en el infierno, y has de reírte de él. Cuando te acometiera la
concupiscencia o deseo de cualquier cosa temporal, considera que el deleite del pecado
es de ninguna estimación, que ni aun gusto tiene; porque si tiene tanta fuerza el temor de
las leyes que se han promulgado en la tierra, que nos apartan de obras malas, mucha más
fuerza tendrá la memoria de las cosas futuras, el castigo inmortal y la pena sempiterna. Si
el temor de un rey de la tierra nos desvía de muchos males "¿cuánto más el temor de un
rey eterno?" Si el ver a un hombre muerto nos indispone el ánimo, cuánto más la idea del
infierno y la muerte eterna. Si pensáramos a menudo en el infierno, nunca caeríamos en
él.
Debemos también a menudo traer a la memoria los males de la otra vida, para
despreciar todo gusto de esta, pues la felicidad temporal termina a menudo en la miseria
eterna. Todo lo que es valioso en el mundo, el honor, la riqueza, la fama, el placer, todo
el esplendor de la tierra, no son más que humo y sombra, considerada su corta duración
con la eternidad de los tormentos en el otro mundo. Júntese toda la plata del mundo en
un montón, todo el oro, todas las piedras preciosas, diamantes, esmeraldas, con el resto
de las joyas preciosas, todos los triunfos de los romanos, todos los lujos de los asirios,
etc., y todos merecería ser del valor del estiércol, la ignominia, y hieles, con peligro de
caer en el pozo del infierno. Llamemos a la mente la frase de nuestro bendito Salvador:

272
"¿Qué le aprovecha al hombre que gane todo el mundo si pierde su alma?" No digo a
grandes riquezas, pero a todo el mundo, si de él nos hubiesen de hacer amos y señores,
habíamos de mirar con riesgo de no condenarnos para siempre. Goce uno de todos los
contentos y los placeres imaginables, engrandézcase con grandes honras, triunfe con
todas las riquezas del mundo; todo esto no es más que un sueño, si después de esta vida
mortal topa con el fuego del infierno. Quien considerase el día lamentable, cuando
delante del emperador Mauricio, dos de sus hijos y tres hijas, y su esposa, la emperatriz,
fueron condenados a muerte en presencia del mismo, y después el mismo, por orden de
un cobarde vil y vicioso, no hay duda sino que tendría por vanidad todos los veinte años
que imperó su imperio con gran poder y majestad, a pesar de que su castigo no fue
eterno, en cuanto tuvo la buena fortuna de salvar su alma. Por tanto, si un único día
desastroso, después de haber gozado de tanta felicidad y grandeza en el mundo durante
veinte años, hace que desaparezca todo y se resuelva como humo; no sólo un año de
penas, no solo mil años de tormentos, pero la eternidad de tormentos, ¿cómo parecerá
toda la prosperidad humana nada más que una sombra y un sueño? Si la triste muerte de
uno, a pesar de que guarde su alma, muestra la vanidad de todas las felicidades humanas,
con la muerte desastrosa de uno que se condenó al infierno y una eternidad de miseria
indecible, ¿cómo no va a ser evidente que toda la felicidad y la grandeza humana no es
más que humo, una sombra, y nada? Reflexionemos sobre el emperador Heliogábalo,
que dio tan gran alcance a todos sus apetitos sensuales, y el que con más libertad uso de
su felicidad terrenal: ¿qué serían dos años y ocho meses de su reinado, si damos crédito a
Aurelio y Eutropio para que consideremos otra escena de muerte miserable? Pues los
soldados pretorianos, habiéndole sacado de una letrina, donde se había escondido, a
continuación, arrastrándolo por el suelo, lo echaron en otra letrina, más sucia y
abominable; y luego lo sacaron de nuevo, y lo arrastraron a través del circo, y otras calles
públicas de Roma, hasta que le echaron en el Tíber, después de haberle atado piedras,
para que su cuerpo nunca apareciese más, ni alcanzase sepultura. Todo esto se hizo con
gran contento de la gente y la aprobación del Senado. ¿Quién viera a este bonito y
afortunado príncipe revolcarse en la suciedad, abusado por sus soldados, y ahogado en el
Tíber, ¿Qué caso haría de toda su grandeza y felicidad? Pero mírele ahora en la
hediondez horrible del infierno, abusado por los demonios, y sumergido en ese pozo de
fuego y azufre, donde estará sufriendo tormentos excesivos por toda la eternidad; ¿qué
parecerá allí aun no tres años que reinó, con trescientos mil millones de años, y una
eternidad de dolor, comparados con toda la gloria pasada de su imperio y el esplendor de
su fortuna desvanecerse en humo? Mira a una rueda de petardos de fuegos artificiales
que, al tiempo que explotan, echa mil luces y esplendores, con lo que se asombran tanto
los espectadores; pero todos vienen a parar en un poco de humo y papel quemado. Así
es que mientras se mueve la rueda de nuestra natividad, como habla Santiago, esto es,
mientras dura nuestra vida, luce su fortuna y su prosperidad pareciendo muy gloriosa;
pero cuando para, todo viene a terminar en humo; y a ser el más afortunado un tizón del
infierno. Rábano (Raban. In Eccl.) bien dijo así que: “Cuando una fuerte fiebre, o una
grande pobreza ocupa a un hombre, de todo el tiempo que antes gastaba con salud y en

273
regalos hace que se olvide, y solo su miseria o enfermedad le tiene tan ocupado que no le
deja pensar otra cosa; y si alguna vez, cuando en su pena le viene a la memoria algún
suceso de su antigua felicidad, no le da refrigerio alguno, antes le amontona más pena.”
Pues si aún males temporales, incluso, cuando muy cortos, son suficientes para hacer
desvanecer los bienes y felicidades de muchos años, con los males eternos ¿qué bien
temporal podrá prevalecer?
Además de esto, nos ha de mover la eternidad de tormentos en el infierno, sin
provecho alguno, para no perder ahora un punto de tiempo con grande fruto. ¿Cuántas
almas miserables ahora sufren esos dolores eternos por no hacer un día de penitencia, ni
tratar de hacer una buena confesión? ¿Qué daría un alma condenada por un cuarto de
hora de tantos días y años como perdió, y ahora pierdes tú, y no le darán ni un instante
para que pueda hacer penitencia? Tú, que ahora vives y tienes tiempo, no pierdas lo que
importa tanto, y una vez perdido, nunca puede ser recobrado. Pedro Reginaldo escribe,
que un hombre religioso santo, estando en oración, oyó una voz muy lamentable y
lúgubre; con lo cual, preguntó quién era y por qué se lamentaba. Respondió la voz: "Soy
uno de los condenados, y has de saber que yo, y el resto de la almas condenadas,
lamentamos y no lloramos cosa más amargamente que haber perdido el tiempo en
nuestros pecados." ¡Oh miserables criaturas, que, por haber perdido el tiempo breve,
pierden una eternidad infinita! Llegan a conocer demasiado tarde la importancia de lo que
han perdido, y nunca vendrán a recuperarlo. Aprovechemos ahora el tiempo, mientras
que podemos ganar la eternidad; y no perdamos con gusto el que no puede ser
recuperado ni con dolor. Lloremos ahora por nuestros pecados con provecho, para que
no lloremos después por nuestros dolores sin fruto. Oigamos lo que dice San Bernardo
(Serm. 16, in Cant.), "¿Quién dará agua a mi cabeza, y a mis ojos una fuente de
lágrimas, para prevenir con llantos el llanto?" Quien no llora ahora sus culpas para
impedir sus penas, llorará eternamente sus culpas, sin quitar culpas ni disminuir las
penas. Lloremos ahora con tiempo y hagamos penitencia con dolor, porque nuestras
lágrimas se secarán, y nuestro dolor se olvidará. Pues no menos eficaz será la
bienaventuranza eterna para hacernos olvidar las lágrimas y el dolor de esta vida, que el
infierno para hacer que no se acuerden los gustos. Por tanto, Isaías dice: "Mis antiguas
congojas serán olvidadas, y serán escondidas de mis ojos, porque se olvidarán los
males antiguos, no con un olvido de la memoria, son con la sucesión de tantos bienes
conforme a aquello: Es el día bueno olvido de males." Por último, hemos de sacar de la
consideración del infierno un odio perfecto a todo pecado mortal, ya que por este mal del
pecado se viene a tan grande mal de pena. Terrible mal es el pecado, pues con eternas
llamas aún no se puede satisfacer por él. Pero esto requiere una consideración más larga,
como ahora veremos.

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CAPÍTULO XIII. La infinita gravedad del pecado mortal, por el cual se pierden
los bienes del cielo, y se cae en los males eternos.

La maldad horrible y estupenda del pecado mortal es tan sucia y maldita, que, aunque
se comete en un instante, merece las penas del infierno por toda la eternidad; y
deshereda y priva al pecador de todos los bienes eternos, porque gozó de un bien
temporal contra la voluntad de su Creador, aunque fuese por un momento. Debido a que,
por lo tanto, el primer objetivo de este trabajo es conseguir la desestima de los bienes
temporales, para que no perdamos los eternos, no está fuera de mi intención procurar
que se aborrezca de lo temporal, lo cual se hace por una culpa grave; y así trataremos
algo de su inmensa malicia; lo cual pertenece también al conocimiento de la diferencia
entre lo temporal y eterno; porque una muy notable es, que a medida que los bienes
temporales son de tal naturaleza, que se aman y buscan con gran solicitud, se cae en tan
horrible mal como el pecado; y los bienes eternos son tales, que quien los ama, estima y
busca solamente, se asegura contra mal tan estupendo y maldito; y así era necesario
tratar de su enorme malicia, para el cumplimiento de esta materia. Además de haber
tratado de las penas eternas del infierno, para que no nos maraville la severidad de la
justicia divina como se ejercita en los pecadores, era necesario que tratáramos algo de la
maldad horrible y dolorosa del pecado, por el cual se inflige un castigo tan infinito.
Muchos se maravillan, cómo por lo que se cometió en un instante, se haga un suplicio
tan grave, como penar eternamente en tan duros y terribles tormentos. Pero esto procede
de su ignorancia; porque no conocen la malicia de un pecado mortal; porque quien la
ignora menos, antes se maravillara cómo no se castiga con mayor infierno, aunque el
infierno dura eternamente y la culpa solo dure un instante, y así San Agustín, cuya
comprensión profunda fue iluminada por una gracia especial de Dios, se preguntó en su
lugar de cómo no habían dos infiernos por la culpa que cometía un cristiano, y que uno
nuevo se había de crear para el que ofende a Dios, después que se hubiera encarnado
por su redención. Y los teólogos también dicen, que se castiga el pecado aún menos de lo
que merece. Pues ¿a quién no maravilla éste monstruo de maldad, que, siendo un mal y
siendo una culpa, se trague tantas penas como hay en el infierno, y quepan más en la
capacidad de su malicia? ¿A quién no pasma que, cometiéndose la ofensa grave en un
momento, sea digna de una eternidad de pena?
Caso terrible, que por un pecado, que no lo supo la tierra, y que pasó por el
pensamiento, que nadie conoce pero Dios y el que lo cometió, y por ventura el que lo
cometió no lo sabe, porque no estuvo cierto del consentimiento, sino que quedó dudoso,
y que no duró más que un instante, se den por él penas tan reales y verdaderas, grandes
y eternas. La razón es, que tal es la intensidad de malicia en el pecado, que es
equivalente a la extensión de un mal infinito. ¿Cuán inmenso montón de males será el
que no excede inmensa latitud de males? La pena y la culpa son como la sombra y el
cuerpo que la hace; el pecado es más sólido y como el cuerpo del mal; la pena es como
su sombra; y en razón de males verdaderos y reales hay tanta diferencia de la culpa

275
mortal al fuego del infierno como hay de un hombre a su sombra; porque aquel es en
verdad hombre, mas su sombra solo lo es en apariencia, pero en la verdad no es un
hombre. Así es que el pecado es realmente un mal; la pena sólo es mal en apariencia,
mas en la realidad no es sino bien, pues es acto de justicia causada por Dios, que no
puede causar ningún mal y causar solo lo bueno. Por lo tanto rastrea la malignidad del
pecado, pues en comparación de su malicia, las penas del infierno, no son males, sino
sombra de males; aunque con tan terribles y verdaderas penas, para que temas al pecado
solo más que a todo el infierno junto. Y también para aprender que la comisión de un
pecado mortal es tanto más temible que las penas de la eternidad como una espada real y
no su sombra. La espada mata, la sombra solo puede espantar; así es la culpa grave es la
que quita la vida al alma; la pena solo le puede dar miedo y dolor; porque cuantas penas
hay, esto es, todos los tormentos del infierno, no la podrán matar, si careciese de culpa.
Mire ahora el pecador, qué tonto es, si, para evitar un mal temporal se atreve a cometer
un pecado mortal, pues aun los daños y tormentos eternos no le habían de facilitar el
pecado. El infierno se debe aceptar por no admitir la culpa; pues ¿por qué la admites,
entrándote por las puertas del infierno? Si el infierno es sombra que no mata respecto de
la culpa, que quita la vida al alma ¿qué será otro cualquier trabajo de la tierra, por el cual
te atreves a pecar huyendo de la sombra, y metiéndote por la punta de la espada afilada
del pecado?
Es cierto que el pecado es realmente un mal, en cuya comparación todo el fuego
eterno del infierno no es más que sombra del mal, pero por esta sombra podemos ver la
grandeza del mal, y la gravedad del pecado por la terribilidad de sus penas: porque así
como por las sombras se puede echar de ver la grandeza de los cuerpos que las causan,
aunque ellos no se vean, así también por las penas del pecado se puede conjeturar su
malicia y enormidad. ¿Qué diríamos de un cuerpo que, en el sol de mediodía, proyectase
una sombra de una extensión infinita? Esto no podía ser de otra manera, sino porque
subía su altura tan alto, que llegase hasta la esfera del mismo sol, y opuesto a él causase
sombra tan larga. De esta manera el pecado provoca una pena de extensión infinita, ya
que la intención de su malicia llega tan alto como para oponerse con Dios, porque así
como Dios es el sumo bien, así el pecado es sumo mal (hablo del pecado mortal en su
género), y como Dios es infinitamente bueno, así el pecado sube en su malicia una
infinidad, de suerte que es malicia infinita. Tiembla ante la idea del infierno, pero
estremécete del pecado. ¿A quién no espanta que esté Dios viendo arder en medio de los
infiernos a una criatura suya, y que se ha de quemar eternamente, sin tener compasión
de ella? Pero esto no es por la falta de bondad en Dios, sino por el exceso de malicia en
el pecado; no porque la misericordia de Dios tenga límites, pero debido a que la maldad
del hombre no tiene ninguno. Tan atroz es, pues, la culpa de un pecado mortal, que las
llamas eternas no pueden purgarlos, ni tormentos le han de dar satisfacción a lo que se
debe a la justicia divina, a la cual provoca la malicia humana. Esto es lo que el Señor dijo
por Oseas: "Efraín me provocó a la ira en sus amarguras;" es decir, como lo declara San
Jerónimo, con sus maldades me hizo amargo y riguroso, porque yo de malo era dulce y
compasivo. La gravedad del pecado, hace que aún en las amarguras en que está el alma

276
en el infierno no se compadezca de ella la dulzura de la bondad y misericordia divina.

II. Veamos, pues, algo de esta gravedad. El pecado es, entonces, una ofensa infinita
contra Dios. Y esto bastaba para quien tuviese conocida la grandeza inefable y la
perfección de la esencia divina, para que no le parezca mucho que por la culpa de un
instante se dé pena de una eternidad; porque cuanto es mayor la grandeza de Dios, que
se desprecia, tanto es mayor la injusticia con que se desprecia; y como la majestad de
Dios se desprecia por el pecado es infinita, tiene también su desprecio cierta infinidad.
Cuanto mayor es la reverencia debida a una persona, tanto mayor es la falta de respeto y
afrenta que se le hiciere, y como a Dios, se debe un respeto infinito, así también la injuria
que se le hace es de una maldad inexplicable, porque con ningunas buenas obras de una
criatura pura, por muchas y por muy grandes que sean, se puede recompensar con
igualdad: "Tan grande (dice un grave doctor) (Lesius de perfectione, Lib. 12., cap. 16, n.
187) es la malignidad de un pecado mortal, que puesta en una balanza de la justicia
divina, superarán a todas las buenas obras de todos los santos, aunque fueran mil veces
más y mayores que son en realidad verdad: tal consideración, es grandemente terrible,
pero no debe parecer increíble, porque todas las buenas obras con las que Dios es
honrado por sus santos, aunque consideradas en sí mismas, son de gran valor, y por su
gracia dignos de la vida eterna, sin embargo, en relación con la Majestad de Dios son
como nada, porque por todas ellas no se hace Dios ninguna gracia, a cuya majestad y
beneficio son debidas, y no solo ellas, sino infinitamente más y mayores; de suerte que a
Dios no son cosa grande: pero el ser despreciado de su criatura, que con infinitos títulos
le está obligado, y que le debía tener, si pudiese, infinito amor, y hacer infinita honra,
esto es de grande ponderación, como cosa sumamente repugnante a su majestad y
beneficios: así lo tiene Dios por más en razón de bien; y si fuera Dios capaza de dolor,
más le afligiera que todas las buenas obras le alegaran.” Ciertamente, entre los hombres,
no pesa tanto, que se dé alguna honra a quien la merece, cuanto que se menosprecie el
que debía ser muy venerado. Un rey no tiene a tanto el honor que le es dado por sus
vasallos, el cual no tiene por cortesía, sino por deuda; pero llevaría pesadísimamente el
ser ultrajado o menospreciado de uno, principalmente de aquel a quien ha hecho mayores
beneficios. Ejemplo de esto tenemos en Aman, que no estimó tanto la honra que le
hacían todos los del imperio de Persia, ni todas sus grandes riquezas, familia e hijos,
cuanto se enojó porque no le hacía cortesía Mardoqueo; y el suyo más se siente una
deshonra que se estiman muchas honras, porque todos piensan que la honra le es debida,
y la deshonra repugnante; y así como el fuego aplicado excesivamente en la mano,
porque es repugnante a la naturaleza, causa dolor mayor que el que puede recibir placer
cuando está sana y con su natural temperatura, porque la temperatura le es debida a la
misma y el calor excesivo le es repugnante; así también en una persona de grande
majestad, más pesadumbre causa un agravio y deshonra que la causan alegría muchas
honras, por ser la deshonra repugnante a su autoridad, y las honras debidas. No hay
sentimiento más vivo entre los hombres como la deshonra, ni cosa que causa más dolor y
aflicción. Si algún gran caballero le tirase por afrentarle a uno el sombrero y le diese una

277
bofetada, que gusto recibe cuando otros le quitan el sombrero, le hacen reverencia y le
besan la mano, aunque esta cortesía le hiciesen millares de hombres. Por esto se puede
rastrear algo el estupendo descomedimiento y la irreverencia hacia Dios que es un pecado
mortal; de tal manera, que dice San Pablo que se ultraja al Hijo de Dios; y así no es
maravilla, que un solo pecado grave de una criatura prepondere más que cuantas honras
y servicios pueden hacer todas las demás, todos los santos ángeles, y hombres justos
para no poder satisfacer por él en todo rigor de justicia. Esta es la razón por la que fue
necesario que Dios se hiciere hombre, ya que la justicia divina no podía ser apaciguada
con menos de la satisfacción por una persona divina. Ya dejará de maravillarse, que por
un pecado momentáneo se castigue con pena eterna, quien ve, que por el pecado, Dios
se hizo hombre y murió por el hombre. Y, desde luego, es mucho mayor asombro, que
Dios haya muerto por el pecado de otro, que el hombre pecador tenga por su propio
pecado pena eterna: porque si es tan exorbitante su maldad, que con ningunas buenas
obras ni penitencias de todas las criaturas juntas, por santas que fuesen, se podía
satisfacer por ella enteramente, sino que fue necesario que Dios nuestro Señor se
encarnase; no es nada extraño de que merezca pena eterna; porque lo que es tan malo,
que con ningunas obras, por continuadas que fuesen, se podía recompensar, merece bien
una pena más larga que todo tiempo limitado y así eterna. Es el menosprecio
infinitamente repugnante a Dios, pues es por su parte digno de infinito amor y honra, y
así no es maravilla que su desprecio sea castigado con pena de infinito tiempo. Y si una
traición cometida contra un príncipe temporal, que excede solo limitadamente su
grandeza a la de los vasallos, se castiga con la pérdida de bienes y de la vida del traidor,
cuanto es de su parte eternamente; siendo el exceso que Dios hace a la criatura infinito,
¿qué mucho que un agravio suyo prevalezca sobre muchos servicios y honras, y que sea
castigado con la eterna pena? La grandeza de la honra disminuye y decrece al paso de la
grandeza de la persona a quien se hace; pero la grandeza de la injuria sube y crece al
paso que es grande el injuriado; por lo cual siendo Dios, infinito, el ofendido, merece que
la injuria hecha a él sea castigada con una pena infinita, por lo menos en el tiempo, o que
si otro quisiera satisfacer por ella, sea persona de valor infinito y de dignidad infinita. El
que es ofendido por el pecado es de infinita autoridad; y así ha de ser de infinita dignidad
quien haya de satisfacer por él.
Fuera de esto, es tan horrenda la maldad del pecado mortal, que no puede haber
satisfacción por una simple criatura suficiente para expiarlo, ni ningún mérito que pueda
merecer su perdón. Imaginemos que no hubiese en el mundo el pecado de Adán, que
contaminó a toda la raza de la humanidad; imaginemos que no hubiera los pecado de
David, ni de San Pablo, ni de San Agustín, ni de Santa María Magdalena, o de cualquier
otro hombre o ángel, y que no había sino un único pecado mortal, el más pequeño de
todos, cometido por un hombre en un desierto, sin testigos, por la noche, y sólo de
pensamiento; sin embargo, es tanta la gravedad de éste pecado, que ninguna pena de las
criaturas era suficiente para satisfacer a la justicia divina: aunque por ello Dios derribara
el cielo, tirara abajo las estrellas, secara el mar, confundiera a los elementos, y golpeara a
toda la humanidad con el trueno, aunque arrojara del cielo a todos los ángeles, no fuera

278
todo bastante para que se hiciese recompensa igual a la justicia divina; porque todo este
destrozo del cielo, matanza de los hombres, ruina de los ángeles, es cosas finita y
limitada; y la persona injuriada es Dios, que es infinito; y entre finito e infinito no hay
proporción; y así no la hay de toda esta pena de las criaturas a la culpa cometida contra
el Creador. De la misma manera, ningún mérito de las meras criaturas bastan para
merecer el perdón de un pecado mortal, quedando del todo satisfecha la justicia divina:
aunque toda la humanidad se vistiera de cilicio, y ayunaran mil años con pan y agua; si
todos los mártires ofrecieran sus tormentos, y todos los confesores sus penitencias, y
aunque la misma Madre de Dios con todas sus virtudes, se disolviera en lágrimas, todo
no fuera suficiente para merecer el perdón de ese pecado; sólo el Hijo de Dios podía
hacer suficiente satisfacción. Que los hombres consideren esto; y pesan la gravedad de
una ofensa contra Dios, y tiemble ante la sola idea, que le pueden ofender.

III. El agravio que se hace a Dios Todopoderoso por el pecado mortal, es en sí y por
su propia sustancia, tan enorme, como ya hemos observado; sin embargo, hay ciertas
circunstancias que aumentan la bondad o maldad de una acción; pero la del pecado es
tan maldita y abominable por todas partes, que no una o dos la agravan, pero todas las
circunstancias juntas, y así las consideraremos una por una. Tulio, a quien sigue Santo
Tomás (Tullius in Rhetorica S. Thom. 1. 2. q. 7. art. 3), y el resto de los teólogos, ponen
siete circunstancias, que contribuyen mucho a la calificación de una acción moral y son
éstas. La primera, quién la hace; la segunda, qué es lo que se hace; la tercera, dónde se
hace; la cuarta, con qué ayuda; la quinta, por qué; la sexta, de qué manera; y la séptima,
cuándo se hace. A estas siete Aristóteles añade otra (Arist. 3 Aeth. Addit. Circa quid), la
cual es acerca de qué se hace. Estas circunstancias son para las acciones absolutas, que
no tienen relación con otra, porque no son de justicia o agravio; porque en las acciones
que tienen una relación con una tercera persona, otra circunstancia deberá ser
considerada; que es, contra quién se hace. Veamos ahora cómo, en todas estas
circunstancias, es el pecado abominable, maldito y enorme, porque si tenemos en cuenta
quién la hace, es un hombre vil y miserable, que se atreve a levantar sus manos contra su
Creador y perderle el respeto. ¿Qué es el hombre, sino una vasija de estiércol, un
manantial de corrupción, y por su nacimiento es un esclavo del demonio? Y, sin embargo
se atreve a ofender a su Creador. Un delito contra Dios fuera más grave, aunque la
hiciera otro Dios infinito e igual; si le hubiera, pero siendo de una criatura, y vilísima,
asombro es el haberse atrevido a tan omnipotente Señor.
Pero, ¿qué es lo que hace el pecador cuando peca? Es, según San Anselmo, un intento
de arrancar la corona de la cabeza de Dios, y colocarla sobre su propia cabeza. Es, según
San Bernardo, querer matar al mismo Dios. Es, según el apóstol San Pablo, ultrajar y
pisar al Hijo de Dios, es crucificar de nuevo al Señor de la Vida. Si cualquiera de estas
cosas se intentara contra una majestad en la tierra, fuera suficiente para hacer que la
carne del delincuente fuese arrancada con tenazas, de despedazarlo en pedazos con
cuatro caballos, para tirar abajo su casa, y sembrar el lugar con sal y hacer a todo su
linaje infame. Si tal delito cometido por un hombre contra otro, entre los cuales la

279
diferencia no es muy grande, siendo a la vez iguales en naturaleza, es tan atroz, ¿a qué
punto de abominación y delito no subirá? Estremecense las carnes de solo pensar el
castigo que tal atrevimiento merece, que se comete en contra de Dios, el Señor y
Creador de todo, cuya grandeza inmensa es infinitamente distante de la naturaleza de sus
criaturas y más estremecense que haya hombre que tal atrevimiento tenga; porque si con
otro hombre lo ejecutase (donde no hay grandeza infinita ni distancia inmensa, sino muy
limitada y corta) sería un descomedimiento nunca visto, ejercitado contra Dios, Rey
omnipotente y Señor de todo lo creado, que tiene grandeza infinita, y dista inmensamente
de sus criaturas, ¿qué asombro, qué atrevimiento, qué insolencia será? El pensar solo
hace temblar. ¡Oh santo Dios!, ¿quién pudiera explicar lo que hace un pecador contra vos
y contra sí? Desprecia tu majestad, rasga vuestra ley y se ríe de tu justicia, escarnece tus
amenazas, desprecia tus promesas, que hace renunciación solemne de la gloria que le has
prometido, y todo para obligarse a ser un eterno esclavo de Satanás; deseando complacer
a Satanás en lugar de complacerte a Ti, que eres su padre, su amigo, y todo bien;
deseando morir eternamente no dándote gusto, que gozar de los cielos para siempre
sirviendo a Ti.
Veamos ahora dónde se atreve el pecador a pecar y ser traidor a su Dios, pues incluso
en el propio mundo de Dios, en su propia casa, y sabiendo que su creador lo mira, le
ofende. Si un pecado se cometiera en donde Dios no pudiera verlo, todavía sería una
enorme maldad; pero atreverse a injuriar a su creador delante de él, y en sus propios ojos
¿qué género de atrevimiento será tan incalificable y nuca visto? Si el que peca pudiera
irse a otro mundo donde Dios no habitase, y allí en secreto, debajo de la tierra, pecase
después de tal manera que sólo él lo supiese, fuera con todo esto grande osadía; pero
pecar en la misma casa de Dios, que es este mundo, y en su presencia ¿qué infierno no
merece? Para un hombre el sólo echar mano a la espada en contra de otro hombre en el
palacio de un rey es crimen capital, y merece la muerte: pues despreciar y crucificar con
un pecado al Hijo de Dios en la casa de su Padre, y delante de él, ¿qué entendimiento
puede concebir la grandeza de ofensa semejante? Y por lo tanto, David con razón se
deshacía en lágrimas, acordándose que había pecado en la presencia de Dios, y así con
un dolor que le atravesaba el corazón, exclamó con gran confusión al Señor: "He hecho
lo malo delante de ti." Además de esto, no solo pecamos contra Dios en su propia casa,
pero incluso en sus brazos, sustentándonos con su omnipotencia. Si hubiese un hijo tan
malo que, estando en los brazos de su madre, ella lo acariciase, él se volvía contra ella y
la desgreñase, diese bofetadas, y quisiese matarla a puñaladas, todo el mundo lo tendría
por algún demonio encarnado. Entonces, ¿cómo se atreve el hombre a ofender a Dios,
que lo sostiene, lo conserva, y lo ha redimido? Ciertamente, que se puede tener por peor
que un demonio el cristiano que a esto se atreve.
La enormidad de esta malicia en el pecado es aumentada por la ayuda que un pecador
utiliza para efectuarlo; porque los mismos beneficios divinos convierte el pecador contra
el mismo Dios. El desagradecimiento es un sentimiento muy vivo que suelen tener los
hombres; y si el olvidar el beneficio es desagradecimiento, el despreciarlo es injuria, pero
el usar de él contra su bienhechor no sé cómo le llame. Esto hace el que peca, haciendo

280
uso de esas criaturas que Dios creó para su servicio, para ofenderlo, y convierte los
beneficios divinos en armas contra Dios mismo. ¿Qué podríamos decir, si un rey, que por
honrar a su soldado, le armarse caballero, y ciñese de su misma mano la espada, y
acabando de ceñirla, la desenvainase el soldado y lo matase? Este atrevimiento, que
parece imposible entre los hombres, es común en el hombre hacia Dios; que siendo
honrado de muchas maneras por su Creador, y enriquecido por tantos beneficios, con
ellos mismos ofende a Dios cuanto es de su parte, quitándole la honra, y deseando, de
acuerdo con San Bernardo, quitarle la vida. Del entendimiento, que ha recibido de Dios,
lo utiliza para hallar modo con que ejecutar su pecado; con las manos lo realiza y con
todo su poder ofender a quien se las dio y conserva. Además de esto, el atrevimiento del
hombre llega a tanto, que quiere que el mismo Dios le ayude a pecar. Esto es de lo que
nuestro Señor tanto se queja, cuando dice por su profeta, "Me has hecho servirte en tu
maldad:" porque Dios concurre a toda acción y movimiento natural del hombre, que sin
su consentimiento, no puede mover la mano ni el pie, ni la lengua: que no sea
concurriendo Dios con él; y meneando el hombre su lengua para murmurar, y su mano
para robar, hace uso de la concurrencia de Dios en contra de Dios mismo. ¿Quién habría
tan implacable e inhumano, para forzar al padre para ayudar en el asesinato de su único y
amado hijo, impeliendo la mano del padre para ejecutar el golpe con que se había de
atravesar el corazón de su único hijo? Cosa equivalente a esto hace el pecador haciendo
que Dios concurra a la acción con que pecando el hombre vuelve a crucificar al Hijo de
Dios. Pasmo es esta crueldad del pecador, que, por esta impiedad, merece mil muertes.
Pero si consideramos, por qué el hombre hace esto, es otra circunstancia que hace
asombrar de la gravedad del pecado. ¿Por qué un pecador da tan gran disgusto a su
Dios? ¿Por qué menosprecia a su Creador? ¿Por qué es traidor al Señor del mundo?
¿Por qué ultraja y pisa a Jesucristo? ¿Por qué aborrece así a su Redentor? ¿Por qué
crucifica al Hijo de Dios? ¿Qué razón tiene para cometer una maldad tan monstruosa?
¿Es, acaso, para que el mundo no se arruinado? ¿Es, acaso, porque su salvación depende
de ello? ¿Es, tal vez, porque han de hacerte de Dios? ¿Es, tal vez, por respeto, o por
amor, a otro Dios? No, es que ninguno de ellos, pero sólo por placer vil y sucio; para una
fantasía tonta del hombre, porque quiere y no más. ¡Oh atrevimiento horrendo! ¡oh furia
loca de los hombres, que sin una causa, ofende tan gravemente a su Creador! ¿Cómo es
posible, que los cielos no se resuelven en rayos abrasadores que den mil muertes al que a
tal se atreve y aniquilen a criaturas que tal atrevimiento tienen pecando?
La manera también con que uno peca es para pasmar a quien lo considera; porque es
con una soberbia, con un menosprecio de Dios, y una osadía de Lucifer. Después de
haber escuchado y visto tantos ejemplos de los castigos que Dios ha hecho sobre los
pecadores; después de haber visto que por un pecado de pensamiento que hizo el más
bello y glorioso de todos los ángeles, se volvió tizón del infierno; y no sólo después de
saber esto de un ángel, sino que millares con él fueron despeñados del cielo y arrojados
al abismo; después de haber visto que el primer hombre, por una golosina, fue desterrado
del paraíso de deleites a este valle de lágrimas, despojado de tantos dones sobrenaturales
que tenía, y condenado a muerte; después de haber visto al mundo ahogado por los

281
pecados, y a las ciudades de Pentápolis quemadas con fuego del cielo; después de haber
visto que los sediciosos contra Moisés, fueron tragados por la tierra, y con sus hijos,
bienes y familia, bajando vivos al infierno; después de saber que tantas personas han sido
condenadas por sus delitos; después de que el Hijo de Dios ha sufrido en la cruz por
nuestros pecados; después de todo esto, el pecar es una desvergüenza nunca vista, y un
desprecio intolerable de la justicia divina. Además, ¿qué mayor burla y desprecio de Dios
que esto, que Dios, que es digno de todo honor y amor, y el diablo, que es nuestro
enemigo declarado, ambos reclamando nuestras almas, uno prometiendo el guardarla y el
otro de atormentarla en las llamas eternas, sin embargo, nos adherimos a Satanás, y lo
preferimos antes que a Cristo, nuestro Salvador y Redentor, y en nuestro perjuicio, como
lo es la pérdida de la gloria eterna, y hacernos cautivos de tormento eterno y esclavitud.
No se puede imaginar modo más injurioso de agraviar que este, cuando en oposición a
otro más vil e infame se pospone el que es digno de todo amor y honra. La manera de
pecar también agrava el pecado, que lo hace el pecador, perdiendo los bienes eternos.
Aunque el que peca no pierda nada, sin embargo, el agravio a Dios es tan grande, y a sí
mismo daño; pero pecar echando de ver que pierde tanto, es grande gana de pecar, es
mayor atrevimiento y desvergüenza.
Si hemos de considerar asimismo cuánto pecamos, encontraremos que esta
circunstancia no menos mostrará la gravedad de nuestros pecados que las circunstancias
pasadas; porque pecan ahora los cristianos, después de haber visto al Hijo de Dios
clavado en la cruz, para que no pecásemos: cuando hemos visto a un Dios tan dulce con
nosotros, como para encarnarse por nuestro bien, humillándose a sí mismo haciéndose
hombre, sometiéndose a la muerte, y muerte de cruz, para nuestra redención; habiendo
instituido los sacramentos para nuestro remedio, sobre todo el de su cuerpo y su sangre
santísima, que fue una inmensa expresión de su amor. Pecar, después de haber visto a
Dios tan bueno con nosotros, nos obliga a su amor con finezas inconcebibles con que ha
procurado nuestro bien, es una circunstancia que debemos meditar mucho en nuestros
corazones para no ofender a un Dios tan amoroso, y se debe de tener un cristiano que
peca por peor que un demonio, porque el demonio nunca pecó contra un Dios que había
derramado su sangre por él, o que se hubiese hecho ángel por él, o que le hubiese
perdonado algún pecado. Cuando pecaron, los que estaban bajo la ley natural, tampoco
vieron al Hijo de Dios morir por su salvación, mas cuando un cristiano peca; sí: por lo
cual, como dice San Agustín, debería hacerse un nuevo infierno para él. Y no hay duda,
pero los cristianos merecerían nuevos tormentos y mayores que los que no han tenido
tanto conocimiento de Dios, ni han recibido tantos beneficios de él. Esto es confirmado
por lo que está escrito de San Macario, el abad, que caminando en el desierto se
encontró la cabeza desnuda de un hombre muerto, y retirándola con el báculo que
llevaba oyó que le hablaba, y le preguntó quién era. Respondió: "Soy sacerdote de los
gentiles, que en otro tiempo, habitaron en este lugar, y estoy ahora, junto con muchos de
ellos, en medio de un fuego ardiente, tan grande que las llamas corren por debajo de los
pies grande espacio y otro tanto sobre nuestras cabezas." "Y hay (replicó el santo) otro
lugar de mayor tormento?" "Sí (respondió la cabeza), mayor es la que sufren quienes

282
están por debajo de nosotros; que los que no conocen a Dios, no son tan severamente
tratados como aquellos que lo conocieron, mas los que habiéndolo conocido le negaron,
y no cumplieron su voluntad, esos allá abajo las padecen mayores."
Estas son las circunstancias que señaló Tulio que se encuentran todas agravando la
culpa de nuestros pecados. Tampoco no falta la que añadió Aristóteles (Arist. 3 Aethic.):
que es acerca de qué o sobre qué ofendemos a Dios. ¿Sobre qué cae tan gran
atrevimiento, sino sobre esas cosas que no nos importan, antes nos suelen dañar, sobre
cumplir un gusto que ha de quitar la salud o la honra, o el patrimonio, y aun el mismo
gusto, al que le ejecutare, teniendo muchos días de dolor por un rato de contento; sobre
cosas de la tierra, que son viles y transitorias; y por ellas perdemos las eternas; sobre
bienes del mundo, que son falsos, breves, perecederos y engañosos, por los cuales
perdemos los celestiales? ¿Qué diríamos, si por una cosa tan pequeña como una paja, un
hombre matara a otro? Pues no más que una paja son todas las felicidades del mundo,
respecto de los bienes del cielo, y por cosa de tan pequeña consideración, somos
traidores a Dios, y crucificamos a Cristo de nuevo, una y mil veces, tan a menudo como
pecamos gravemente contra él.
Por último, la consideración de contra quién se peca agrava mucho nuestras culpas.
Porque además de que Dios es perfectísimo, sapientísimo, hermosísimo, inmenso,
omnipotente, infinito, pecamos contra aquel que nos ama infinitamente, que nos sufre,
que nos colma de sus beneficios y misericordias. Hacer mal al amigo, aun los animales
salvajes no se atreven: hacer mal al bienhechor, hasta los brutos lo condenan: mira ¿Qué
es, entonces agraviar tú al que te amó más que a su vida, al que hace todo bien, porque
no hagas ningún mal? Teme a este Señor, reverencia su majestad, ama su bondad, y no
le ofendas más. Esta consideración, de haber pecado contra un Dios tan bueno, fue tan
grave para David, que en sus salmos penitenciales, exclama con lágrimas, y grita desde el
fondo de su corazón (Salmo 50): "Contra ti solo pequé," porque, a pesar de que había
pecado contra Urías, y contra todo Israel, por su mal ejemplo, solo le pareció Dios
ofendido, por la infinitud de su ser, y por crecer por esta parte inmensamente la gravedad
de su culpa. El pecado pues está enconado, por todas partes escupe veneno; y mirado
por todas partes, todavía parece peor; porque como es sumo mal, no tiene lado por
donde parezca bien; todo es monstruoso, todo veneno, todo es detestable, todo
malísimo, y por lo tanto merece todo mal. Y no es mucho lo que debe ser castigado con
tormento eterno lo que se opone a la suavidad de la santidad infinita.

IV. El pecado es tan malo, que lo es de muchas maneras. No sólo es malo, en cuanto
menosprecio de Dios, pero es malo en sí mismo, en su propia naturaleza. Porque aunque
no hubiera Dios, o que Dios no se ofendiera del pecado, es un mal abominable y
espantoso, y fuera de eso es la causa más grande de todos los males; de suerte que,
quitado aparte el ser injuria de Dios, es el mayor mal de los males, y la causa de los
demás. En lo que se refiere a esta deformidad e inmundicia del pecado, los filósofos lo
consideraron que debía ser aborrecido por encima de todas las cosas. Aristóteles decía
(Arist. 3 AEthic.): “Mejor es morir que hacer algo contra el bien de la virtud.” Y

283
Séneca y Peregrino con más resolución, dijeron, "Aunque supiera que lo habían de
ignorar los hombres, y que Dios lo había de perdonar, con todo eso no quisiera pecar,
por la fealdad del pecado.” Por esto mismo dijo Tulio que nada podía suceder al
hombre más horrible y tremendo que un pecado. E incluso los filósofos, que negaban la
inmortalidad del alma y la providencia de Dios, afirmaron que por ninguna cosa se había
de hacer una culpa; algunos gentiles hicieron grandes extremos por evitar el acto vicioso.
Democles, como escribe Plutarco (Plut. in Demetrio.), por no consentir en una torpeza
quiso antes ser cocido en agua hirviendo que dar su consentimiento a un acto sucio. Con
razón fue muy celebrada entre las matronas griegas, Hipol, la cual quiso morir antes que
consentir en pecado. Tampoco fue menor el horror que tuvo a la torpeza Verturio pues
por no cometer una impureza contra la castidad, sufrió prisión, latigazos, y tormentos
rigurosos. Igual aborrecimiento se vio en el hermosísimo joven Espurina, del cual escribe
Valerio Máximo y San Ambrosio (Valer. Max. Ambros. Lib. 3. de Virgin.), que se cortó e
hirió su bello rostro para no dar ocasión a los demás de pecar, incluso por el
pensamiento. Todos estos eran gentiles, que no conocieron a Cristo crucificado por los
hombres, ni vieron el infierno abierto para castigo de los pecados, ni huyeron de la culpa
por ser ofensa a Dios, sino por la magnitud y suciedad que por su naturaleza tiene. Esta
les asombró, esta les aterró, esta les hizo querer soportar cárceles, tormentos, peligros y
muertes por no admitirla. Entonces, ¿qué deben hacer los cristianos, que conocen que su
Redentor murió para que no peque y sabiendo lo mucho que se ofende Dios por el
pecado? Ciertamente, debía dar mil vidas y almas de una vez antes que injuriar a su
Creador y cometer lo que hasta los paganos causó horror, y la naturaleza le puso en los
animales irracionales, aún en la sombra del pecado. Tan horrible y fea es aun a los brutos
una imagen tosca y borrón del pecado; pues tanto le aborrecen y resisten, para que se
avergüencen los hombres, capaces de razón y obligados de Dios, de no resistir con más
fuerza al mismo pecado, contra el cual debemos tener tal aborrecimiento, que sintamos y
digamos lo que sintió y dijo san Anselmo (lib. De simil. C. 19), "Si viera en esta parte la
inmundicia del pecado, y por la otra el terror del infierno, y fuera necesario caer en
uno de ellos, preferiría arrojarme al infierno que admitir el pecado, porque más quiero
entrar limpio en el infierno que gozar del reino de los cielos contaminado con alguna
mancha." Donde quiera que estuviera quien tiene tan horrible mal como la culpa grave,
no dejará de ser miserable, feo y desgraciado; porque, como dice San Juan Crisóstomo
(tom. 5. Ser. 5. de jejum.), el primer mal es ser malo. Aunque el cirujano no corte la
carne encancerada del paciente, sin embargo, el paciente no será liberado de su
enfermedad: y así aunque Dios no castigase al pecador, no dejará de tener su mal y su
muerte, su miseria, su fealdad y abominación. Por lo tanto, San Agustín dice (Augut.
Lib. 8. In Psalm. XLIX.), "aunque pudiéramos hacer que no viniese el día del juicio,
aun no se había de vivir mal," basta ser el pecado tan abominable en sí para que le
tengamos todo horror. Este pavor y monstruosidad de la culpa lo quiso mostrar nuestro
Señor en un monstruo visible, y suceso extraño, como es relatado por Villaneo (Joan
Villan lib. 8. c. 35). Él escribe, que en el año 1298, Casano, rey de los tártaros, se casó
con la hija del rey de Armenia, que era cristiana, y Casano infiel. No mucho después la

284
reina quedó en cinta, pero al tiempo del parto no parió un niño, sino un monstruo
horrible y deforme. Por lo cual el rey bárbaro, atónito e irritado, mandó con los de su
Consejo que muriese la reina como una adúltera. La pobre señora desconsolada viéndose
morir inocente, se encomendó a nuestro Salvador, y por inspiración divina, pidió que
bautizasen a lo que había parido antes que la matasen. Lo hicieron así, y al punto se
transformó aquel monstruo en un niño muy bello, y el rey, sorprendido por el milagro,
con muchos otros de su reino se convirtieron en cristianos; reconociendo por lo que
había sucedido, la belleza de la gracia y la deformidad del pecado. Si bien aquel niño no
tuvo pecado actual, ni mortal ni venial, por solo el original, que, es sin culpa de la propia
voluntad, apareció tan monstruoso, horrendo y abominable, que descendió a él de sus
padres. ¿Qué serán los que con su propia voluntad han pecado mortalmente? Esta
fealdad de la culpa proviene de ser contraria a la razón, por lo cual quien la tiene se hace
más feo que toda la fealdad, más monstruo que el más horrible y más muerto que en el
alma que un cadáver pútrido. Plinio se admiraba de la fuerza de algunos rayos que,
consumiendo al oro y la plata, que están escondidos en alguna caja, dejan sana y entera
la cubierta; así el pecado, que abrasa al alma escondida, y deja entero y sano el cuerpo,
es un rayo de luz que sube del infierno peor que el infierno mismo, y así tan abominable
para el alma que toca.
¿Qué diré de los males que causa? Sólo diré esto, que si se tratara de la mejor cosa en
el mundo, sin embargo, por los malos efectos que produce, debe ser evitado más que la
muerte. Porque priva al alma de la gracia, destierra del alma al Espíritu Santo, le quita el
derecho de los cielos, despoja al hombre de todos sus méritos, le hace indigno de la
protección divina, y condena al pecador a tormentos eternos en el otro mundo, y en este
a no pequeños trabajos, porque no hay muchos desastres; ni peste, ni guerra, ni hambre,
ni enfermedad física, de la cual el pecado no ha sido en cierto modo la ocasión; y por lo
tanto, los que lloran por sus aflicciones, cambien el objeto de sus lágrimas, y lloren por la
causa, que es su pecado. Estos lloren, y estos lamenten: estos son tan grande mal, que
debían llevarse todas nuestras lágrimas, y no bastara para llorar uno todas las del mundo;
y así no las derramemos por otra causa. Cuando nuestro Salvador fue llevado para ser
crucificado, él ordenó que no llorasen por él, sino para que todas las lágrimas fuesen por
los pecados, que fueron la causa de su muerte y de todas las muertes, penas y males; por
lo cual dijo: No lloréis sobre mí, sino sobre vuestros hijos; esto es por vuestras malas
obras, que son las que engendra de suyo vuestra naturaleza estragada. Esos hijos son
nuestros pecados, engendrados de nuestra naturaleza corrupta; lloremos por ellos. Por
último, tal es la malicia del pecado mortal, que el que lo comete, merece las penas
eternas del infierno; y debiéramos más bien sufrir mil infiernos, por no cometerlo.
El amor de las cosas temporales abre el camino a este monstruo de malicia, y le cierra
el deseo de las cosas eternas. Que todo el mundo; por lo tanto, considere donde coloca
sus afectos y corazón. Oiga al Eclesiástico, que dice: "El corazón del sabio está en su
mano derecha, y el corazón del necio está en su mano izquierda;" porque el hombre
prudente coloca sus afectos en lo que es eterno, y el necio en lo temporal, como San
Jerónimo interpreta, que dice: "El que es sabio, siempre piensa en el mundo por venir,

285
que le guía a la mano derecha, pero el que es necio no piensa sino en el presente, el
cual está puesto a la mano izquierda." Qué engañados se encuentran los amantes del
mundo, cuando vean, que por sus pecados, serán colocados en el lado izquierdo del Hijo
de Dios, juez de vivos y muertos, para condenarlos eternamente; y cómo los amantes del
cielo se regocijaran, cuando se vean a la derecha de Cristo, como herederos de la gloria
eterna. La abundancia y la prosperidad de los bienes temporales, suelen ser una mayor
ocasión de pecado que una fortuna moderada o una pobreza absoluta. Por tanto, Cristo,
nuestro Redentor, aconsejó a los que deseaban seguirlo en perfección, que arrancaran de
su corazón todos los afectos a ellos, que les puede ser o fue ocasión de pecado. Cuando
los Macabeos recuperaron Jerusalén, y entrando en el templo, se encontraron el altar de
los holocaustos profanado, dudaron mucho en lo que harían: si debían usarlo porque se
había dedicado en algún momento a Dios, o destruirlo, ya que había sido empleado en el
servicio del diablo. La Escritura dice que les vino al pensamiento un buen consejo, que
fue destruirlo, arrancando todas sus piedras y hacer otro de nuevo. Este buen consejo
sigamos, destruyamos lo que ha sido o puede ser una ocasión de pecado; y si los
Macabeos arrancaron lo que se había dedicado a Dios, ya que había sido un medio para
que otros pecaran, la ocasión, en la que no otro, pero tú pecaste ¿por qué no la has de
quitar? Y pues tantas veces has pecado por tener tu afecto en las cosas temporales, del
mismo corazón has de sacar, y arrancar y destruir toda afición que no sea de lo eterno; y
no solo el afecto de bienes de la tierra has de quitar, pero de los mismos bienes has de
temblar.

286
LIBRO QUINTO.

CAPÍTULO I. Diferencias notables entre lo temporal y eterno, siendo uno medio y


otro fin. Se trata también del fin último para que fue creado el hombre.

Hasta ahora hemos hablado de las diferencias y distancias que se encuentra entre lo
temporal y lo eterno, comparando el uno con el otro, y considerándolos más bien en su
propia naturaleza y sustancia, que los aspectos exteriores y las relaciones que tienen con
otras cosas. Ahora considerémoslo con esta mira, para que veamos que las cosas de la
tierra (por cualquier lado que se miren) son más viles y despreciables, pero lo eterno, de
gran valor e importancia. Hay muchas cosas que, aunque en sí mismas son tenidas como
viles y sórdidas, por alguna relación o circunstancia, se vuelven de gran estima entre los
hombres. Pero las cosas temporales, así en su propia esencia, como por respetos ajenos
y circunstancias, son vilísimas y muy contentibles entre los ángeles y lo deben ser entre
los hombres; porque en realidad y en sí mismas lo son: viles son, por ser en sí pequeñas,
mutables y transitorias; y aunque en su propia naturaleza fuesen muy preciosas y eternas,
nos habían de ser de ningún valor, por ser medios, y no fines; por ser creadas para
servirnos de ellas, y no para que las adoremos y nos hagamos sus esclavos, por haber
sido instrumentos de nuestros pecados; y porque el Hijo de Dios descendió del cielo, y
murió para que pudiéramos despreciarlas. Todos estos son unos respetos que envilecen
mucho todo bien temporal, aunque ello fuese muy precioso y de suma estimación.
He aquí, pues la gran diferencia entre lo temporal y lo eterno, que el uno es medio, y el
otro, fin; lo eterno es el fin del hombre, y de lo temporal es el mismo hombre fin. Lo
eterno es para que con ello tenga el hombre mayor perfección y bienaventuranza
perpetua; mas lo temporal sólo es para ser utilizado para la obtención de lo eterno; y así
viene a ser lo temporal medio y lo eterno fin: en lo cual hay una diferencia y distancia
grandísima; porque el fin se ha de amar por sí mismo y el medio no se ha de amar sino
en cuanto conduce al fin; por lo cual por lo eterno habíamos de suspirar, y de todo lo
temporal nos habíamos de olvidar, sino es cuanto nos ayudase a conseguir lo eterno. Este
es un punto de suma importancia y así es razón que lo consideremos.
Abre los ojos y repara para qué naciste en este mundo. Todas las cosas tienen un fin,
para el cual son, y tú también le debes tener; no estás en el mundo por demás; para algo
fuiste creado. Abre los ojos, y mira para qué, y habiéndolo encontrado, no te desvíes de
ello; porque te perderás. ¿Qué viajero hay que no ponga delante de sus ojos el lugar
donde tiene la intención de ir a parar? ¿Qué artista, no se propone a sí mismo una idea,
que ha de imitar en su obra? ¿Y para qué vivirás sin pensar por qué la vida se te dio?
Sábete que naciste para Dios, y no para nada que sea menos que Dios y su servicio. Para
esto te dieron la vida, para esto te sacaron del no ser al ser, y pasaste de la nada a ser
criatura racional, quedándose tantas almas por crear que sirvieran mejor que tú a Dios.
Mira entonces que le debes por esto que en sí encierra dos incomparables beneficios:

287
uno, de haberte creado, dejando muchos mejores; otro: de haberte dado el mayor fin que
es posible ni puedes imaginar: mira qué le debes por esto. Cuando los hijos de Israel
pasaron el Mar Rojo, y el faraón y sus soldados fueron ahogados en él, el Señor quería
se celebrase eternamente este gran beneficio; y Moisés y todo el pueblo alabaron y
dieron gracias al Señor por su liberación con grandes alabanzas. Mira entonces lo que tú
debes a Dios por haberte sacado del no ser al ser, quedándose infinidad de otras criaturas
posibles ahogadas en el abismo de la nada sin recibir el beneficio que tú. No se olvidó de
esto el profeta, y así puso por título al Salmo 75 este recuerdo, "Al fin, por el que pasa,
o salta de la otra parte;" porque el que pasa de la nada a ser una creatura capaz de
razón y gloria, siempre ha de considerar el fin para el cual fue creado, y a partir de esa
consideración haga un cambio en su vida, como lo hizo David, que confiesa en el mismo
salmo que su cambio vino de la mano derecha del Altísimo. Acordémonos, para cambiar
nuestros hábitos; y para cambiar de tibios en fervorosos, y de pecadores en justos,
porque fuimos creados para solo Dios; porque esta sola consideración de tan alto fin
bastara para cambiarnos; y por esta razón David dio este título en otro lugar: "Al fin, por
los que se han de mudar o trocar." El santo profeta sabía muy bien la importancia de
esta atención de nuestro último fin, y por lo tanto lo repitió en sus salmos con el fin de
que tuviéramos nuestra atención siempre fija en él, ni le corrompiésemos con mezcla de
otras intenciones, como lo significó en la inscripción del Salmo 74 el cual dice: "Al fin
que no lo corrompas." Otra versión dice: "para que no le pierdas;" como si dijere:
considera el fin para que te crearon, para que no le pierdas; mira que, no debiéndosele
por tu naturaleza la gloria, te creó Dios, por su misericordia, para que la gozases y
pudiéndote crear para una perfección y felicidad natural, te creó para la sobrenatural.
Otras criaturas creó para él; pero a ti no te creó sino para sí mismo. No hay creatura que
tenga fin más noble, no hay ni serafín, ni arcángel que nos supere en esto. Estímalo, y no
le pierdas; porque te perderás tú.
Mira qué obligaciones tienes por esto; por haberte creado Dios te debes todo a Dios y
no hacer cosa que no sea por Dios, aunque no te creara para sí ni para que le sirvieses,
sino que te dejara libre. El hijo, aunque el padre no sea su fin, sin embargo, le debe todo
el respeto y reverencia, porque le debe su nacimiento. El labrador, que planta un árbol
tiene un derecho a la fruta. Dios, por tanto, por haberte creado para sí, tiene derecho a ti
y a todo lo que eres tú, porque no hay dominio más absoluto (como dicen los teólogos y
filósofos) que el del fin sobre todo lo que se ordena a él; de tal manera que Marsilio
Ficino dice (lib. 1. Epist.): “El fin es como señor más excelente que todas las cosas, que
como ministras y siervas se refieren al fin”. Por esta razón, el hombre, a pesar de que
no sea ni el creador, ni fin último de las cosas corporales, sin embargo, porque es el fin
de ellas, y debido a que fueron ordenadas para su uso, es su señor; y Dios, que es el fin
último del hombre y de ellas, es señor supremo de todo. Filón (Phil. Hebr. Dialog. 2 de
amore) llama al fin la cabeza de las cosas; porque así como un príncipe es el jefe
absoluto y señor de sus vasallos y reino, así también el fin es el señor y la cabeza de esas
cosas que tienen una relación con él; y, esta es la naturaleza del fin, debérsele cuanto se
ordena a él, y como todo cuanto hay en el hombre es enteramente de Dios y para Dios,

288
no debe agitar éste una mano o un pie, pero con el fin de su servicio. Un filósofo (Marsil.
Ficin. In Plat. Phileb. Lib. 1, cap. 30) llamó al fin la causa de las causas; y otro, el
principio de todas las causas. Si, por lo tanto, a Dios, porque es tu causa eficiente, le
debes lo que eres, por ser tu causa final también debes aún más de lo que eres; porque
esta obligación no se mira por lo que has recibido, que es tu ser finito y limitado, sino por
aquello a que te ordenó, que es el ser divino, infinito, y sin límite. Incluso el propio Dios,
en cuanto omnipotente y causa eficiente de todas las cosas, como se sirve a sí, en cuanto
suma bondad y causa final de ellas, pues las hace por este fin. Tú ¿qué derecho, pues,
tienes para obrar para nada más que a Dios? Pues el mismo Dios no obra ni obrará sino
por este fin. El fin es la causa de las causas; y por lo tanto como te debes a Dios por ser
Hacedor, así le debes por ser tu fin, porque no fuera tu Hacedor, si no fuera por algún
fin, el cual fue causa de tu creación, y así cuanto le debes por tu creación lo debes por
ser tu fin.

II. Considera la fuerza del fin en todo orden de cosas, en las naturales, en las
artificiales, y en las morales, para que conozcas cuánta más fuerza debe tener en las
sobrenaturales. Por ser el fin de los elementos el centro, ¿qué ímpetu tienen para llegar a
él? ¿Con qué fuerza cae una piedra de lo alto, y con qué violencia viene a su centro,
atropellando con cuanto se le pone delante? Y el fuego, por llegar a su esfera, vuela
montes y colinas muy altas. Pues si así buscan las cosas a su fin natural; mira cómo
debes buscar tu fin sobrenatural. Considera que violentada está una gran piedra, que está
suspensa en el aire por una maroma, qué fuerza que hace, con cuánto peso forcejea por
venir a la tierra, donde está su centro; con todo, cuanto se tira para esto, y se inclina; y
después de suelta, cuán sin tardanza, cuán apresurada cae, cuán sin divertirse a una parte
ni a otra. De esta manera te conviene buscar al Señor tu Dios, con todos los poderes de
tu alma, con todas las fuerzas de tu cuerpo, y todos los afectos de tu corazón; no has de
tener inclinación a otra cosa; a él has de anhelar solamente. Derecho has de ir
directamente a él, sin desviarte a uno y otro lado, o buscando a cualquier criatura, que te
pueda detener, pero atropellando a todas las cosas temporales delante de ti. Una piedra,
por llegar derecha a su fin, no repara en caer en el agua, o el fuego, ni hacerse pedazos: y
tú, para que puedas alcanzar a tu Dios, no debes detenerte ante nada, ni en fuego o en
agra, ni por la pérdida de bienes, ni honor, ni con el mismo desgarro de tus miembros a
pedazos; y como dice nuestro Salvador (Mt. 18, 8-9), Si tu ojo te fuere ocasión de pecar,
sácatelo, o si lo son tu pie o mano, córtatelos, porque es mejor entrar al cielo ciego o
cojo, que caer en el infierno con pies y manos. Las cosas naturales no encuentran
quietud, sino en su centro; la aguja del marino no descansa, pero cuando contempla el
norte. No se pondrá el alma quieta que no mire a Dios. Y, desde luego, la causa de las
mayores miserias y aflicciones en el mundo proceden de nuestra desviación de Dios, que
es nuestro único fin y felicidad eterna. Desengañémonos el corazón del hombre, que
nunca ha de hallar sosiego sino en su Creador.
Si llegamos a las cosas artificiales, que no están ajustadas a su fin, ¿qué son sino una
confusión desordenada? Si un pintor dibuja líneas sin proponerse alguna idea, ¿cuál sería

289
el tema de su trabajo, pero una gran mancha y confusión? Y si queriendo pintar un gran
capitán, no ajustase las figuras a este fin, sino que en lugar de ponerle en su mano una
espada le pusiese un hueso, sacaría un retrato ridículo. Si un escultor diese golpes en un
leño, y sin intención de hacer una imagen, no haría nada más que cansarse y estropear la
madera y sus instrumentos. Esto haces tú en todas tus obras, cuando no miras a Dios ni
buscas en tus obras lo eterno; no haces sino una mancha de tu vida, y echarte a perder tú
mismo y perder las criaturas que no usares para conseguir el cielo. Dios te creó de
acuerdo a su propia imagen, para que esa misma imagen la perfecciones haciéndola más
semejante cada día a tu Creador; pero dejando de mirar a él solo en tus acciones, no
haces más que hacerte un monstruo, y confundir y borrar la imagen divina. Por último,
como todo lo que se hace en el arte, sin ajustarse a su fin, todo es error y perdición; así
también todo cuanto haces sin mirar a Dios, como tu último fin, todo es errar y perderte.
Reflexiona, a continuación, en qué has parado; pues tan a menudo te has olvidado de
Dios y te has apartado de tu fin.
Si nos fijamos en las obras morales y las acciones humanas, cuando no están ajustadas
a su fin, ¿qué son sino imprudencias y locura? Sino dime ¿qué no es toda una locura, el
apartar las cosas de su fin? Si uno deseando evitar el frío se desnuda y huye del fuego,
¿qué dirías de este hombre sino que estaba loco? Pero te pregunto ¿en qué está esa
locura sino en no proporcionar las cosas a su fin? Pues no eres tú más cuerdo cuando
queriendo y apeteciendo tu bien huyes de Dios y no le buscas en todo. Este, como señala
San Agustín, es el engaño del hombre, que, naturalmente, amando todos la
bienaventuranza, por no saberla buscar se hacen miserables. ¿Quién sino un tonto o un
loco, teniendo gran sed, se hartara de sal? Esto hace quien busca cosas temporales para
satisfacer la sed de su apetito, con los cuales se irrita más. Pues esta locura no está en
otra cosa sino en que no se ajustan los medios al fin. El sediento, para satisfacer la sed,
debe ir a una fuente de agua; y el hombre, que desea sosegar su corazón, debe ir a Dios,
y allí hallará descanso. Y el divertirse en otras criaturas para alimentar sus placeres no es
otro cosa que comer sal, lo que aumenta su sed y apetito y abrasa sus entrañas. Somos
tontos, por lo tanto, en no mirar a Dios en todas nuestras acciones, y no ordenarlo a él,
como a nuestro fin. Loco fuera quien para encender una lámpara, la llenara con agua en
lugar de aceite, y sin embargo se esforzarse y porfiase en que iba a encender, y toda su
locura no es más sino porque acomoda una cosa que no es proporcionada a su fin. Estas
locuras cometemos todos los días, cuando utilizamos las criaturas a otros fines que el
servicio de Dios; que ni podrán encender en nosotros el fuego de su amor ni sustentar el
lustre y dignidad del alma racional. De todo, entonces, que se ha dicho, se deduce que lo
que no está adaptado a su fin propio es despreciable, monstruoso, y poco rentable. Por
esta razón, David dijo: "Todos han disminuido", es decir, todos se desviaron de su fin,
que es Dios; "Y son hechos inútiles," porque baldío y por demás está el hombre en
cuanto no sirve a su creador y no le busca en todo; mejor se tiene no ser una cosa, que
ser sin ajustarse a su fin. El labrador que ha plantado un árbol para que le diese fruto, si
después no le da ninguno, luego le arranca de raíz, y lo quema; juzgando que es mejor
que no sea que estar sin su fin, y en el Evangelio, se mandó cortar la higuera estéril.

290
III. Esta fuerza de la causa final es tal, que ajustándose las cosas a ella, reciben más
ser y estimación de su fin, por bajo que sea, que le recibieran de otra cosa muy preciosa,
si no siendo su fin se le juntara. Una daga que recibe su valor de cavar la tierra, y para tal
fin el labrador la estima y compra por dinero; mas si se la diesen a un pintor para dibujar
un retrato, ni aun de balde le tendría en su oficina. El enfermo, mientras que esté
enfermo, pagaría cualquier cosa por una medicina amarga, que, estando sano
despreciaría. Tanto como esto importa acomodarse las cosas a sus fines, pues es solo su
fin, que por viles y bajos que sean les dan estimación, y apartándose de ellos, aunque se
suban a las nubes, la pierden. Mira, entonces, cómo quedará el hombre que no busca a
Dios, y no dirige sus acciones a él, que es tan alto fin; y así de dos maneras se envilece
quien no le busca: lo uno porque se aparta de su fin; lo otro, por apartarse de bien tan
alto y sublime. También se ha de considerar que, como no hay cosa, por vil que sea, que
ajustada a su fin no tenga algún bien y estimación; así también no hay cosa, por preciosa
que sea, que apartada de su fin sea de valor y estima. El sediento que pretende beber por
estarse muriendo de sed, más estimará un poco de agua de un charco que si le diesen
todos los tesoros del mundo, que no le han de ser de provecho; por lo que Lisímaco
valoró más un cántaro de agua por encima de su reino. De donde se sigue, que es el fin
lo que da valor y estimación a las cosas.
Abre, pues, tus ojos, y considera que no estás en el mundo por nada; que no fuiste
creado sin un por qué ni para qué; tienes un fin, al cual debes buscar, y si no le buscas,
estarás peor que cuando nunca eras. Tú tienes un fin, y ese es altísimo, el mayor que
puedes pensar ni que puede ser, que es la gloria de Dios. Ciertamente, si Dios sólo te
creó para que le sirvieras, sin esperanza de disfrutar de él o nunca alcanzar la gloria, igual
debías apreciarlo altamente. La reina de Saba (1R. 10), cuando vino a Jerusalén y vio la
grandeza, la sabiduría, y la majestad del rey Salomón, asombrada exclamó:
"Bienaventurados tus criados, que están aquí en tu presencia." Si esta sabia mujer tuvo
por bienaventuranza servir a Salomón, ¿qué honor y felicidad será servir a Dios? Pero
esta bondad infinita no se conformó, que nuestro fin único fuera servirle, sino que
pasásemos a gozarle y hacernos partícipes de su misma bienaventuranza y gloria. En este
altísimo fin, pues no sólo te igualas a los ángeles, sino que te haces partícipe con Dios,
que, no tiene ningún otro fin o bienaventuranza sino a sí mismo, así también no quiso
que tuviese menor fin que al mismo Dios, ni otra menor bienaventuranza que gozar de tu
mismo Creador. Naciste, para un gran bien, ya que naciste para el sumo Bien. Con lo
cual el Maestro de las Sentencias (Magist. Lib. 2 sent.) dice, "Dios creó a la criatura
racional, para que pudiera conocer el sumo bien, y conociéndolo y amándolo lo posea,
y poseyéndolo, le goce." Dios creó los elementos para las naturalezas que tienen vida;
creó las hierbas del campo para los animales, a los animales creó para el hombre; pero al
hombre para un fin que supera a todo lo creado; no para un fin que se encierra dentro de
la naturaleza, sino para el que es sobre toda la naturaleza, para un fin sobrenatural y
divino. Sabe, pues, estimar esto; y habiendo recibido un honor tan grande, no te infames
tú con abatirle con otra cosa inferior. Bien dijo Dionisio Ricvel (De Novis art. 36.fol. 130

291
p. 2): "Puesto que la dignidad del hombre es tan grande, que es creado para tan excelente
fin, para la felicidad de los ángeles, para la contemplación clara y gozosa de su glorioso
Creador, ¿por ventura no es una gran ingratitud, bajeza y necedad de los hombres
carnales y malvados, que apartándose de su Creador y no cuidando de tan grande
bienaventuranza, para convertirse de su Dios, y no en relación con tan grande felicidad,
colocan su felicidad en las cosas carnales, transitorias, vanas, viles, e impuras, es decir ,
en los placeres de la carne, las riquezas del mundo, en la honra, en la alabanza humana y
en la gloria temporal, transitoria y humana? Porque cualquiera que peca mortalmente
antepone la criatura al Creador, y constituye su fin en una cosa criada y caduca,
allegándose más a lo criado que al Creador, lo cual es una grandísima injuria del Creador
y menosprecio de la bienaventuranza para la cual nos creó." Ten siempre esto delante de
tus ojos, que tu fin es mayor que el mundo, que está sobre lo creado, ya que es Dios,
que creó el mundo. Ten en cuenta, que tanto mayor honor es ajustarte a un fin tan
excelente; tanto será mayor la ignominia apartarte de él. Reconoce, pues, tu propio valor
y dignidad, y preservarla, y endereza todas tus palabras y acciones a tan glorioso fin; y
puesto que Dios te ha creado para el mismo fin que los ángeles, vive como un ángel, y
trata de llenar sus asientos, y para ser un compañero de su gloria. Es un gran privilegio de
la naturaleza humana, que siendo en sustancia inferior a la de los ángeles, sin embargo,
pueda ser igual y sobrepujar en la bienaventuranza y en orden a alcanzar su fin, es
privilegiada de Dios. Porque para que alcancen su fin los ángeles, proporcionó Dios su
gracia conforme a su naturaleza, dándola mayor a los más perfectos; pero a los hombres
da su gracia sin esta restricción; para que pueda el hombre, si quiere, ser más que un
ángel.
Los antiguos filósofos sabían muy bien la gran importancia del fin del hombre, y por lo
tanto eran muy solícitos en saber lo que era, para que una vez encontrado pudieran
dirigir a él sus acciones de vida. Porque dijeron, y como es así verdad, que era todo
errar, si en primer lugar no se conocía el fin del hombre, para enderezar las acciones
humanas y conformarlas con él. Y por lo tanto, así dijo Marco Aurelio (Aurel. Imper.
Lib. 2. Philosoph.), “Deliran los que no se proponen un blanco, al cual enderecen todos
sus propósitos y pensamientos.” ¿Qué no hicieron muchos de ellos por ajustarse a esto y
conseguirlo? y todos ¿qué no dijeron que se había de hacer, no alzándose en su opinión
el fin del hombre sobre la naturaleza humana? Los estoicos y cínicos dejaron honores,
riquezas y placeres, para acomodar mejor sus vidas y acciones conforme a la razón y a la
naturaleza, viviendo sin hacer mal, y haciendo bien, confesando que se había de ajustar
en todo a la virtud y todo esto debían hacer por aquel fin natural que hallaron, del cual
dijo Filon (Philon, lib. De migr. Abrah.) estas palabras: "El fin, celebrado por los más
excelentes filósofos, es el vivir de acuerdo a la naturaleza, y esto se hace, cuando
entrando el alma por el camino de la virtud, anda por los caminos de la recta razón, y
sigue a Dios, siempre consciente de sus mandamientos, y observándolos con firmeza en
todas sus palabras y acciones." Si el hombre, entonces, debe esto en orden a su fin
natural, ¿qué obligación tendrá por el sobrenatural y por la eternidad? Antonino el
filósofo (Anton. Phil. Lib. 2 et 5 la prin. p. 216), juzgando que el fin del hombre era vivir

292
según la naturaleza, juzgó que era una gran locura no conformarse con los sucesos de la
vida, llevándolos con igualdad de ánimo, que dijo, que era esto tan abominable cosa
como una postema y llaga del mundo. ¿Qué habría dicho de cometer pecados graves y
mortales, que nos separan de Dios, que está por encima de toda la naturaleza, y es el
autor de la misma? Era tan solícito en ajustarse a su fin, que desde la mañana hasta la
noche, todos sus pensamientos, estuvieron ocupados en la contemplación de su fin, para
lo que había nacido, y ajustarse con ella; y así nos da este consejo: "Por la mañana,
cuando te levantes con pereza por el sueño, ten pronto y a la mano este pensamiento,
que te levantas a ejercitar las obras de hombre, y, por tanto, te dirás: ¿cómo es esto que
te levantas tan tarde para hacer aquello para lo cual naciste, y por lo cual viniste a este
mundo? ¿Por ventura para eso te hicieron, para que te estuvieras en una cama suave y
caliente? Esto gustoso es, pero ¿naciste para tu deleite y placer, y no para el trabajo? ¿no
has visto cómo las plantas, arañas, hormigas, abejas, y todas las cosas, se emplean a sí
mismas en sus oficios propios, y tú rehúsas de ejercer tu oficio de hombre racional, y no
te dispones para lo que conviene a la naturaleza? Confieso que es necesario algún
descanso, pero en esto, la naturaleza ha establecido una regla, como en el comer y beber;
pero tú paseas lo suficiente, y en lo que debes hacer, aun no llega a lo que es razón, y te
quedas atrás. Esto sucede, porque no te amas a ti mismo; porque si lo hicieses, amaras
también a tu naturaleza y cumplieras su voluntad. Los artesanos, que aman y disfrutan
de sus artes, se emplean tan seriamente en ellos que ni piensan en el baño o la
alimentación; tú no estimas tanto a tu naturaleza, como un tornero o cómico a su arte, el
hombre codicioso a su oro, o un hombre ambicioso a la vanagloria; porque estos,
mientras puedan acrecentar lo que aman, lo anteponen al sueño y la comida; pero a ti te
parecen cosas más viles las acciones de hombre capaz de razón, y las juzgas por menos
dignas de trabajo." Todo esto proviene de aquel emperador sabio, que, a partir de la
consideración de su fin y naturaleza, se exhortaba a sí mismo para cumplir con su deber
y obligación.

IV. De lo que se ha dicho has de sacar la estimación que has de tener de lo eterno, y
con qué seriedad hemos de desearlo y buscarlo, ya que es el fin para el que hemos
nacido solamente, y pero a todo lo temporal ni mirar debes por lo que es en sí, pues no
naciste para ello, sino para la eternidad y para Dios nuestro Señor. Y para que podamos
ver mejor qué uso hemos de hacer de ellas, y la diferencia que hay entre ellas y lo
eterno, siendo lo eterno nuestro fin, y lo temporal cuando mucho puede ser medio; como
ya hemos declarado la naturaleza del fin, así también explicaremos con mucha brevedad
la del medio para ser querido y buscado, sino en cuanto a su fin: por lo cual lo temporal
no tiene razón alguna para ser buscado y amado del hombre, si no es en cuanto le lleva a
Dios Señor nuestro, y en no viendo en ello esta divisa, no lo ha de estimar ni apetecer,
por lo cual no debe de estar pegado nuestro corazón a ninguna cosa de la tierra: porque
así como un soldado, cuando tiene salud, no valora al médico y sus medicamentos
porque no los necesita, ni conducen a la conquista de su enemigo, ni cuando está
enfermo o herido, se preocupa de tomar sus armas, porque no le han de recuperar su

293
salud; en la misma forma debemos no hacer caso, ni buscar o querer cosa de la vida,
sino en cuanto nos llevare a Dios, teniendo despejado el corazón de todo, y no teniendo
otra razón de nuestra voluntad y uso de las cosas sino esta sola marca, si no nos ayuda
para nuestra salvación. El viajero que está determinado a llegar a algún lugar determinado
siempre tiene en su alma esta intención, y cuando encuentra dos o tres caminos, no desea
más de ir por uno que por otro; solo mira, para escoger alguno, cuál es el que conduce a
la parte que el camina, y no repara si es el de la mano derecha o el de la izquierda, si el
que tiene a cuestas o el que es llano; indiferente está para cualquiera, solo espera saber
cuál es el que lleva a donde pretende ir, y no tiene más razón de escogerle que ésta. Con
esta misma indiferencia hemos de comportarnos en el uso de las cosas temporales. No
hemos de amar a los bienes de este mundo, y ningún mal hemos de tener, pero libres de
todo amor solamente lo que nos lleva a Dios, aunque sea mal, y aborrecer lo que nos
aparta de Dios, aunque sea bien. Si la pobreza te lleva a Dios, abrázala con ambos brazos
y estímala; si la riqueza y la grandeza te apartan de él, písalas con los pies, desprécialas,
y échalas de ti como si fueran veneno; si la deshonra y olvido de los hombres te ayudan
a ganar el cielo, goza en las afrentas; si los honores te hacen olvidar de tu Creador,
aborrécelos como a la muerte; si el dolor y tormento te hace conocer a tu Redentor, da
mil gracias de verte adolorido y atormentado; pero si los gustos te hacen ser desconocido
a quien debes tanto, prívate de todo contento de la vida temporal por no perder la eterna,
de suerte que no has de querer ni aborrecer mal o bien de la vida, sino en cuanto te
acercare o apartare de Dios que es tu fin último. Esta indiferencia era bien conocido por
David, como explica San Agustín en sus salmos que intituló y dedicó al fin: en que se
consideró creado de Dios y para tan alto fin como para servirle y gozarle; con este
presupuesto dijo aquella sentencia: "Como son sus tinieblas, así es su luz," porque no
hemos de inclinar nuestros afectos al brillo y el esplendor de esta vida, que las de
oscuridad, ignominia, y pena, no más a la prosperidad que al trabajo, y así dice el santo:
"En esta noche, en esta mortalidad de esta vida, tienen los hombres luz y tienen
tinieblas. Luz es la prosperidad, y tinieblas la adversidad. Pero cuando Cristo, nuestro
Salvador, hubiere venido y hablado al alma por fe, y prometido otra luz, o inspirado y
concedido la paciencia, y amonestado al hombre que no se deleite en lo próspero, ni se
quebrante con lo adverso, entonces empieza el varón fiel a usar indiferentemente del
mundo, ni se sublima cuando le suceden cosas prósperas, ni se aflige cuando son
adversas, sino donde quiera bendice al Señor, no solo cuando le sobran las cosas, sino
cuando las pierde, no solo cuando está sano, sino cuando está enfermo, para que esté
en él con verdad esta canción: Bendeciré al Señor en todo tiempo, y su alabanza estará
siempre en mi boca.".
Otra de las condiciones del medio, es que está unida o es una misma con la dicha, es
que del medio no se ha de gozar, sino solo usar; porque en el gozo se para y sosiega el
alama, que es propio del fin y en el uso, mira a otra cosa para conseguir lo que es propio
de los medios, y así supuesto que no has de querer gozar de la criatura por no ser tu fin,
sino solo usar de ella por ser tu medio, en ninguna has de buscar otra cosa sino si te
puede ser de uso y provecho para gozar de Dios, que es tu verdadero fin; porque quien

294
busca a lo temporal por sí, y para gozar de ello, no hace menos agravio a Dios que trocar
su fin tan vilmente, que deja lo eterno por lo temporal y al Creador por la criatura; anda
tan errado y loco y disparatado, que dejando su verdadero fin hace del medio fin, y
asimismo se abate a una criatura tan vil. De donde se puede entender la diferencia entre
las cosas que nota San Agustín (August. 2 de Doct. Chri. Cap. 22, 31, 32 et Civit. Cap.
25, et 11 de Trinit cap. 10) y los teólogos, que algunas cosas son para disfrutar, y otras
para usar; sólo hemos gozar de las eternas mas de las temporales solo hemos de usar, y
en ninguna manera gozar, tomando sólo de ellas lo que pueda contribuir a salvarnos y no
más allá. Y así dice el mismo santo, que el hombre ni de sí ni de otra cosa se debe gozar,
sino solo usar, porque ni a sí ni a otra cosa debe amar por sí, sino por Dios, su último fin;
porque como el mismo santo dice: la vida viciosa del hombre no es otra que la que usa
mal y la que goza mal; y, por el contrario, la vida santa y loable de los buenos es la que
usa bien de este mundo y la que goza de Dios correctamente. De aquí también se puede
resolver esa duda entre los filósofos antiguos, de cuáles eran los verdaderos bienes:
controversia también entre los fieles en el tiempo de David. Por lo cual, en uno de sus
salmos preguntó: "¿quién nos mostrará las bienes?" Esta duda se resuelve de lo dicho, y
da respuesta a la pregunta: que son solo bienes los que nos unen a Dios, y aquellos son
solo males que nos apartan de Dios; y así dice, San Agustín dice (August. in Psalm. 128):
"Ya no conocemos otro mal sino ofender a Dios, y no alcanzar lo que nos ha
prometido; ni conocemos otro bien sino agradar a Dios, y alcanzar aquello que nos ha
prometido. Pues ¿qué hemos de decir de los bienes y males de esta vida? Que nos
hagamos con ellos indiferente, porque ya habiendo sido sacados del vientre de nuestra
madre, Babilonia, teniéndoles por indiferentes, decimos: ‘Como es su tiniebla así son
sus luces’; ni la felicidad de este siglo nos hace bienaventurados, ni se adversidad
desdichados.". Sócrates dijo que la suma sabiduría era distinguir los bienes de los males."
Y Séneca no conoció mejor regla para distinguirlos y conocerlos que en orden a su fin; y
por lo tanto dice: "Cuando quieres saber lo que has de desear y de lo que has de huir,
mira al sumo Bien, y al fin de toda tu vida; porque con él ha de convenir todo lo que
hacemos." Es conforme a lo que hemos dicho y así concluye (Senec. Epist. 71): “Un
solo bien hay y es lo que es virtuoso, y todos los demás bienes son falsos y
adulterinos.” Tú has de gozar eternamente de tu Creador, conténtate con esta esperanza,
y no pongas tu gozo en la criatura, que sólo te es lícito usar.

V. Pero debes considerar mucho, que un grande uso de las criaturas para llegar al
Creador, es el desprecio de ellas; porque Dios quiere que sea tan fácil para ti, obtener tu
fin, que no te pueda faltar medio para esto. Que nadie, por lo tanto, se queje de las
necesidades de la vida, ya que, aunque le falte todo, no le faltará los medios para su
salvación; ya que incluso la misma falta le puede ser un medio para obtenerla. Si llegar a
tal pobreza que no has de tener nada que te sustente te lleva a volverte a Dios, téngase
por el más dichoso del mundo y abrace la pobreza, y la necesidad y el dolor con cien
manos que tuviese; porque así como se ha de despreciar todo lo que no nos lleva a Dios,
así se ha de estimar sobre todo precio y estima todo lo que nos lleva a Dios, aunque sea

295
la pena, el dolor y la necesidad y la misma muerte. Si es medio para tu salvación,
dignísimo es de todo aprecio; porque es tan grande cosa el ser medio de tu salud eterna,
que aquel mismo Señor, que es el principio y el fin de todas las cosas, no se desdeñó de
hacerse también medio para que te salvases; encarnando, y muriendo por ti, y
permaneciendo, para ese fin, en el Santísimo Sacramento de su cuerpo y su sangre. Y si
Dios puso tan eficaz y costoso medio, para que tu alcanzaras tu fin, no repares tú en
aceptar por medio cualquier cosa que aborrezca el sentido, por horrible que parezca a la
carne, como con ella asegures un punto más a tu salvación: tenla por paraíso, y estímala
aunque se trate de infamia, vergüenza o deshonor.
Para el cielo caminas; este ha de ser el final de tu viaje. Haz tu viaje seguro, sea lo que
cueste. El que va a las Indias, si pudiera embarcarse en un navío fuerte y bien aparejado,
no se embarcaría en el que está podrido y carcomido. Toma el camino más seguro al
cielo; y créeme, que no hay navío más seguro que la cruz de Cristo, su humildad y
mortificación. En todas las cosas, quisieras para ti lo mejor; pues sábete que no hay nada
mejor, o más importante para ti que una buena vida. Haz tu vida, entonces una buena; y
no te contentes con la que tienes ahora, si puede ser mejor, y si no la puedes mejorar con
otra cosa más que imitar la vida de tu Redentor, con el desprecio de todo lo temporal, el
cual será un medio muy proporcionado para conseguir lo eterno, que es a dónde has de
suspirar, pues para esto naciste. Ten siempre delante de tus ojos tu fin: porque erraras tan
a menudo como no lo mires, y en el errar hay gran peligro. Muchos comparan esta vida a
un puente alto y estrecho, tan estrecho que apenas caben nuestros pies; y si se cae de lo
alto, se precipita en un lago sucio, donde serpientes y dragones esperan para devorarnos.
Y ¿quién pasando dicho puente en una noche oscura, no teniendo otra guía que un poco
de luz que estuviese al fin del puente, se atreviera por un instante a quitar los ojos de
ella? En semejante estado estamos. Esta vida es un puente estrecho, sobre el que vamos
a pasar la noche y oscuridad de este mundo, no podemos salir bien de este pasaje
peligroso, sino miramos a nuestro fin y aquella luz divina que ilumina nuestras almas; en
faltando de mirarla nos despeñaremos. No hemos de apartar los ojos de Dios, que es
nuestro último fin, para no caer y morir para siempre. Esta perdición David significó en
el título que dio a su Salmo 13, que él llama, "Para el fin", donde dice que los que no
miran a Dios como su último fin, no haciendo de él más caso que si no fuera, que los
tales se hicieron tan abominables y corrompidos en sus intenciones; que no había uno
entre ellos que hiciese bien; y se hicieron vanos y estériles, porque en sus pensamientos,
palabras y acciones faltaban; que sus bocas eran tan pestilentes como sepulcro abierto,
que nadie podía soportar el hedor de los gusanos y la corrupción; que el veneno de
áspides estaba en sus labios, y con sus lenguas no trataban sino engaño y tenían en sus
labios ponzoña de áspides, cuya boca estaba llena de engaño y amargura; sus obras eran
todas maldad, y que por lo tanto sus pies corrían rápidamente para derramar sangre: que
sus corazones estaban llenos de pensamientos de temor, temblando donde no había nada
que temer: por último, que todos sus caminos no eran más que ruina y desgracia: y no
invocaron y rezaron al Señor; y que no conocían el camino de la paz; no teniendo el
temor de Dios ante sus ojos. Todo esto, dice David, que causó en esta gente, porque no

296
tenían a Dios en sus corazones, ni tampoco le sobreponían como el fin de sus acciones.
Y en verdad, de la falta de esto se origina todo mal, y no puede haber sosiego, ni paz, ni
virtud sin esto, porque la verdadera paz consiste en buscar nada más que a Dios y ser
para Dios. En esto consistirá la libertad de los hijos de Dios, el desprecio del mundo, la
tranquilidad del ánimo, la conformidad con la voluntad de Dios, la verdadera prudencia;
y sin duda, es fundamento de toda virtud el saber que hemos nacido para el servicio a
Dios; y olvidarlo, como lo hacen los malos, es (como dice David) un cierto tipo de
ateísmo, negando que hay un Dios, haciendo otro tanto que si no le hubiera, viviendo
con desenvoltura de costumbres, sin oración, y paz del alma; porque así como el hierro
tocando a la piedra imán no se sosiega hasta que mira el norte, sí también no se sosegará
un corazón hasta que mire a su norte y fin último Dios.

297
CAPITULO II. Por el propio conocimiento se puede conocer el uso de las cosas
temporales, y la poca estima que hemos de hacer de ellas.

Antes de pasar adelante, aquí os amonesto de un punto de gran importancia, y es que


para el uso correcto de las cosas, no basta tener conocimiento de ellas, y del fin para que
sirven, sino de la persona que la ha de usar. No es suficiente para el médico prudente
conocer el uso y la propiedad de sus medicamentos, a menos que conozca la calidad de
su paciente, su temperatura, fuerza, edad y otras circunstancias, porque según fuere el
enfermo se han de administrar las medicinas. Y por lo tanto, ya que hemos demostrado
que el fin del hombre es eterno, y que las cosas de este mundo son sólo para ser
utilizadas como un medio para obtenerlo, pasaremos ahora, a decir algo del estado y la
calidad del hombre tal como está ahora, para que de esta manera pueda usar de las cosas
temporales cómo más le convenga. La naturaleza humana en la actualidad está en un
estado muy diferente de aquel en el que estaba cuando Dios creó al hombre y lo puso en
el paraíso, y así diferente uso de las cosas temporales le convendrá ahora al que entonces
le pertenecía. Y, por lo tanto, es conveniente que sepamos qué es el hombre, para que
podamos determinar el uso de las cosas del hombre y del mismo hombre, que no se
puede hacer sin el conocimiento de lo que es, en general, ni sin que tenga cada uno
propio conocimiento de sí mismo. Y, por lo tanto, Dion Crisóstomo, dice (Dion. Chrys.
Orat. 10 de servi.), "El que no sabe qué es el hombre no puede usar del hombre, y el
que no se conoce a sí mismo no puede usar de sí mismo," y por consiguiente de las
demás cosas que le tocan. Pero, ¿quién puede llegar al conocimiento de sí mismo? Es tan
difícil que el diablo, a pesar de que sabía lo importante que este conocimiento era para el
hombre, y deseando nada más que nuestra ruina y perdición, con todo eso, por
acreditarse de sabio Dion entre los griegos mandó poner en el templo de Apolo Delfos
este comando: Conócete a ti mismo, y exhortaba a ello, fiado en su mucha dificultad, por
la cual no llegarán los hombres a alcanzarlo, porque es necesario verdaderamente luz del
cielo para conocerse; pero guiándonos por lo que la fe dicta y los santos nos enseñan,
procuraré decir aquí algo con que nos ignoremos menos.
Hay que considerar en el hombre lo que es de suyo, y lo que es de Dios, es decir, lo
que tiene por sí mismo, y lo que ha recibido de Dios. Pero esto no puede dejar de ser
bueno, si lo dio Dios, y así es lo menos por que pueda humillarse; pero tiene mucho por
qué no gloriarse, pues es todo beneficio divino y lo ha recibido no teniendo de suyo bien
alguno: sólo puede considerar que por el pecado de Adán se ha puesto a sí mismo en una
condición peor tanto para el alma y el cuerpo, que cuando las recibió de Dios. Su alma
está ahora llena de ignorancia y de flaqueza para todo lo que es bueno, y sujeto a mil
miserias, que no tuviera entonces; y su cuerpo, que ahora es mortal, siendo antes
inmortal y libre de corrupción, que ahora tenemos de enfermedades y miserias, hasta que
paremos en polvo, y cenizas y gusanos asquerosos, como ya hemos dicho. Pero esto es
por lo que menos tenemos que humillarnos; porque esto que hemos recibido de Dios,
aunque por el pecado de nuestra naturaleza está empeorado, es honra, y alteza respecto

298
de lo que tenemos que humillarnos por lo que de nosotros tenemos.
Llegando, pues, a decir lo que de nosotros poseemos, en dos palabras lo declaró el
concilio Arausicano, diciendo: "No somos otra cosa, sino mentira y pecado;" es decir, la
nada que éramos y la malicia que somos. Una mentira somos, porque lo que es mentira
no es, y de nosotros sólo tenemos el no-ser, ¿Qué somos de nosotros sino todo cuanto
nos ha dado Dios? Quita, pues, de ti lo que has recibido, y verás como no queda nada:
esto eres de tuyo, y lo que sobre eso ha puesto tu Creador, a él se lo debes, y suyo es; y
por lo tanto no has de usarlo por tu antojo, sino por su gusto. Mira cuánto más te debes
de humillar por tener de tuyo el ser nada que por ser ceniza y gusanos; porque cuanto
hay del ser al no ser, tanto te debes humillar más por ser de tuyo nada que por ser polvo
y ceniza. Del ser al no ser hallan los filósofos distancia infinita, por no haber entre ellos
proporción, y así por ser nada de tuyo, te debes de tener en menos que por ser polvo y
ceniza. Nada eres, no tienes ser de tuyo, ni aun el poder es de ti, porque aún no pudieras
ser si Dios no fuera. Mucho hay porque humillarte aquí: porque esto de ser nada, es un
pozo sin fondo, que nunca podrás agotarlo todo, que por esa causa debes ser humilde;
pero aún no tiene comparación con lo que eres por haber pecado. Aquí los más santos se
han hundido en asombro, y algunos, a quien el Señor ha puesto de manifiesto lo que son,
han estado tan sorprendidos que murieron de espanto, si no hubieran sido consolados y
sostenidos por la mano divina, porque habiendo pecado, eres tan malo como el pecado
mismo. Llamemos a la mente lo que hemos dicho de la malicia infinita y abominación de
la culpa, cuánta infamia, cuanta horribilidad, cuánta abominación es, porque todo esto
cae sobre quién la cometió. Todo esto cae sobre él que lo comete. Mira con cuánta
razón, por lo tanto, dijo Dion el filósofo, que era dificilísimo conocerse a uno mismo,
pues tan arduo es el conocer lo que eres, cuanto es imposible que comprendas toda la
malicia del pecado, el cual, siendo el sumo mal, en cierto modo, compite en la dificultad
del conocerse con el sumo Bien. Y no habrá mejor manera para conocer el pecado que
por el modo con que se puede conocer a Dios.

II. San Dionisio el Areopagita nos enseña, que para conocer a Dios, se puede ir por
uno de dos caminos: ya sea por el camino de la afirmación, atribuyendo a Dios todo lo
que es bueno y perfecto, o, por el camino de la negación, negando a Dios cuanto hay
bueno o perfecto en las criaturas, por ser la perfección que está en él sobre todo esto. Así
mismo hemos de proceder en el conocimiento del pecado, ya sea por la afirmación,
atribuyéndole todo lo malo que hay en todas las cosas; o por la negación, negándole este
mal, por ser la malicia del pecado de otro género más enorme y sobre todo mal.
Conforme a todo esto, por lo tanto, imagina todos los males que has visto, oído, leído e
imaginado: junta todos estos; ¿será el pecado mortal tan malo como todos ellos? Por
cierto que una culpa grave solamente es más que todos ellos: bien se pueden atribuir
todos al pecado, porque él es causa de todos. ¿Será tan malo el pecado como las miserias
de Job, como la peste en el tiempo de David, como los tormentos que dieron Falaris,
Nerón, Diocleciano, y todos los tiranos? Si por cierto que iguala a todos esos su malicia,
y pasa de ahí. ¿Será tan malo como todas esas aflicciones y miserias que sufrieron los

299
que perecieron en el diluvio, y los que fueron quemados vivos en Pentápolis, y como
todos los que fueron pasados a cuchillo en Amalec, y todos los que perecieron por
hambre en el sitio de Jerusalén? A todo esto iguala una culpa solamente y pasa de ahí.
¿Será tan malo un pecado como cuantas pestes han pasado desde que Dios creó al
mundo, cuantas guerras ha habido, cuantas hambres han sucedido, cuantas
enfermedades se han padecido, cuantos tormentos se han dado, cuantas penas se han
sentido y cuantas muertes de hombres han pasado? Si por cierto que iguala a todos esos
su malicia y excede de ahí. ¡Santo Dios, y qué asombro de males el que equivale a tal
mal! ¿En dónde se ha de topar fin de tanta malicia? ¿Dónde hallaremos males que le
igualen? Por cierto no lo hallaremos en la tierra; porque cuantos males de penas han
sucedido, suceden y sucederán en el mundo, y en millones de mundos, no igualarán a
solo una culpa. Pero ya que no hallamos males en la tierra a que no exceda el pecado,
vamos a buscarles debajo de la tierra, y comparemos con él los males eternos. Entremos
en el infierno, y consideremos cuántos tormentos padecen y padecerán en aquellas llamas
eternas los demonios y los hombres, desde el menos conocido de los condenados hasta
Lucifer y el Anticristo: mira si hay algún tormento entre tantos miserables que iguale en
malicia a una culpa: no le hallará. Pero te doy licencia que juntes muchos de ellos, los
tormentos que te parecieren que podrán en razón de mal compararse con un pecado, y
hallarás que a toda esa malicia iguala una culpa, y excede de ahí. Junta, pues, cuantos
tormentos padecen todos los condenados, y compara la malicia de todos ellos con el de la
culpa, y hallarás que no solo los iguala, pero va muy adelante su malicia. Considera el
rechinar de dientes de los condenados, el llanto sin consuelo, el hedor insufrible, el fuego
ardiente que penetra en las entrañas por toda la eternidad, todo lo que nuestra
imaginación pueda enmarcar: gran mal te parecerá todo esto, incomparable, inmenso;
pues traspasa todo este concepto de mal que has hecho, traspasa todo horror que te ha
causado el pecado mortal, y todo lo hallarás en él: faltarte han males y conceptos de
males antes que a él falte malicia con que sobrepuje a otro mal; y así ya que por este
camino no podrás apartar qué sea la malicia de una culpa, la cual no se puede conocer
enteramente por este modo de afirmación y comparación; pues excede a toda
comparación, echemos por ese otro lado por vía de negación. Sábete que lo malo de la
peste, el hambre y la muerte, no es el pecado mortal; pero es sobre todo mal, sobre toda
peste, sobre toda muerte: sábete que el mal de todas las pobreza del mundo, deshonras y
tormentos, no es el pecado mortal; porque es sobre toda pobreza, sobre toda deshonra,
sobre todo tormento: considera que el mal de las penas del infierno no es el pecado
mortal; pero es su mal sobre el infierno, y cuanto mal de pena en él hay: y esto no te
parezca mucho, porque no solo el pecado mortal, pero el venial, es mayor mal en sí que
el fuego del infierno, y cuánto hay de pena en el infierno y fuera de él; considera que la
fealdad de lo monstruoso, que la abominación de lo asqueroso, que la infamia de lo vil no
es el pecado mortal; pero es sobre toda fealdad, sobre toda abominación, y sobre toda
infamia: piensa que todos cuantos átomos hay en el aire, arenas en el mar, hojas en los
árboles, estrellas en los cielos son unos monstruos y cuerpos feísimos, y de todos ellos
haz un monstruo y fea criatura ¿este será el pecado mortal? No es esa fealdad, pero es

300
sobre toda fealdad, y sobre toda horribilidad: y no te espantes de eso en una culpa grave,
porque aun la leve es mayor deformidad y fealdad que cuanta fealdad puede haber en
todos los cuerpos del mundo. Y por lo tanto, como dijo San Dionisio de Dios, que él
estaba por encima de lo que era bueno o justo; porque su bondad y belleza eran de otro
género más superior: así también se puede decir que el pecado es sobre todo feo, sobre
todo deforme, sobre horrible, sobre abominable y sobre malo: que en comparación de la
culpa en ninguna manera es feo, ni deforme, ni malo todo cuanto hay de males y
fealdades en el mundo.
Conózcase, pues, ahora el pecador, y conozca lo que es de suyo por haber pecado,
porque es sobre monstruo, sobre feo, sobre abominable: para que así como el que tiene
la blancura, es tan blanco como es blanca su blancura, así también quien está en pecado,
es tan horrible y abominable como el pecado mismo. Mire con tal monstruosidad y
abominación dónde se debía hundir, y cómo debe tener asco y horror de sí mismo. Por
cierto que si se hundía en el infierno, no encontraría allí ningún tormento peor que él, y si
se hundiera en el abismo de la nada, estuviera allí mejor que en ese abismo de malicia,
que tiene la culpa. Mírese cuál es, abominable y abominabilísimo, horrible y
horribilísimo, monstruo de fealdad y monstruosidad. Mire si es bien que use de las
criaturas como las pudiera usar uno que estuviese en el estado de la inocencia sin haber
jamás cometido pecado. Mire si criatura tan infame, si hombre tan abominable, es bien
que use de las cosas de este mundo para su deleite, para su honor, para su pompa y
ostentación. Aun el emperador Marco Antonio, que por ser señor del mundo recibía de
todo él grandes honras, con la poca luz que tuvo, aunque gentil, se sintió tan digno de
desprecio que escribe de este modo (Anton.Lib. 2): "Trátate con ignominia, o ánimo, y
despréciate a ti mismo, que para honrarte no tienes tiempo." Es una cosa prodigiosa,
que quien está en pecado quiera ser respetado y honrado; prodigio es que quien ha
cometido una culpa tenga queja de pena de esta vida o quiera ser afortunado. El que es
infamia del mundo, ¿por qué ha de querer fortuna?; el que ha sido traidor a su Dios ¿por
qué ha de querer ser honrado y respetado? El que ha merecido estar en el infierno por
una eternidad, ¿por qué ha de quejarse de una enfermedad corta, u otras necesidades de
esta vida, que pueden servir como medio para su salvación? Sepa quien ha pecado que
no le conviene hacer uso de las criaturas como si fuera inocente; no ha de aspirar a otra
honra que a la de Dios; no ha de buscar comodidades en la vida, sino la seguridad de su
salvación; no ha de pensar en los placeres del mundo, sino en las penitencias que debe
hacer. ¡Oh, si se conociese uno, y qué diferentemente miraría a los bienes del mundo!
Los miraría como cosa ajena que no le pertenecía y ya que no los despreciase, no haría
caso de ellos, como cosa que con él no hablaba. El mismo Hijo de Dios, sólo porque
tomó sobre sí la forma de un pecador, siendo él santidad infinita, no uso de los bienes de
esta vida, sino más bien abrazó todo lo que era molesto, doloroso, o amargo en ella. Pues
el que es en la verdad y en la sustancia pecador ¿por qué ha de buscar honras y regalos?
Sepa los medios que ha de usar, ya que el mismo Cristo los ha enseñado, a saber, la
penitencia, la mortificación, y la cruz. Pues si Cristo, porque cargó con los pecados de
los demás, no usó los bienes temporales y las comodidades de la vida, ¿por qué el

301
hombre, que está cargado de sus propios pecados, se queja que no tiene comodidades y
busca bienes de la tierra quien tiene mayor mal que el infierno? El admirable San
Francisco de Borja, gran despreciador del mundo y de sí mismo, con esta consideración
estaba contentísimo de las tribulaciones y la falta de todas las cosas temporales, y
huyendo de gustos y buscando trabajos, y pareciéndole en las mayores necesidades que
todo le sobraba, maravillaba a todos verle tan pobre y las muchas incomodidades que
padecía en los caminos, cuando andaba visitando los colegios de la Compañía en España.
Espantado de esto, un cierto caballero, por sus grandes dolores y sufrimiento, le dijo:
"Padre, ¿cómo es posible que, después de haber sido tan gran señor, puede soportar las
dificultades y los inconvenientes de los caminos?" A lo que el siervo de Dios respondió:
"Señor, ¿no le dé pena, porque yo envío siempre delante de mí un aposentador, que me
proporciona abundancia de todas las cosas necesarias." Este aposentador era el
conocimiento de sí mismo, que, en sus grandes necesidades, le hacía parecer que tenía
las cosas necesarias.

III. Además de esto, debe considerar quién pecó, que tiene necesidad de Dios para que
le dé la mano santa para sacarlo de su miseria; o, si ya ha salido de ella, para que lo
proteja de no caer de nuevo en ella. Para esto no es buen medio buscar la honra del
mundo, las riquezas de la tierra, o los placeres de la carne; pero el ayuno, cilicio,
humillación y penitencia. Que recuerde que de sí mismo no es nada, y que sobre la nada
ha añadido el pecado; por ser de nada, nada puede hacer bueno; y que por haber pecado
ha desobligado al que sólo podía ayudarle en hacer el bien, y así con doblada oración y
ansias ha de clamar al Señor que le ayude. El hombre es en sí mismo nada más que
mentira y pecado; dos abismos terribles y profundos. Conózcase lo que es y dónde está
quien una vez ofendió a su Creador, clame, ore, gima desde su nada y desde lo profundo
de su miseria para que sea oído de Dios; y desde luego, no es buena compañía para
quien pide misericordia y está en estado de penitencia, usar de lo superfluo, ocuparse en
vanidades, tomar placer en el mundo, disfrutar de las criaturas, y buscar grandezas, pues
aun lo que era lícito usar de las criaturas, considerando a la naturaleza humana con su
entereza, sin la corrupción del pecado, no conviene que ahora use el pecador, sino que se
mire como reo que ofendió a la Majestad divina, y en fin, como un hombre miserable.
Los filósofos que consideraron la naturaleza, no como estaba por el pecado, sino como
debía ser en sí misma, midieron las virtudes por esta regla, y ni siquiera conocieron la
virtud de la humildad, ni usaron la virtud de la penitencia: a las virtudes de
magnanimidad, constancia y magnificencia extendieron mucho tales actos de ellas, que
ahora se pueden tener por viciosos algunos que los estoicos y los peripatéticos calificaron
por virtuosos. Pero descubierto lo horrible del pecado y la debilidad y miseria de la
naturaleza humana, se ha mudado el estado de las cosas y la humildad ha de estar
perpetuamente tanto en nuestras almas y cuerpos; y muchos actos de otras virtudes se
deben corregir. Hemos de elegir diferentes medios para el alcance de nuestro fin que
escogieron los filósofos: lo uno, porque los fines son diferentes, y lo otro: porque
sabemos que nuestro estado es muy diferente del que ellos pensaban. El fin propuesto

302
por los filósofos era meramente natural, a saber, la bienaventuranza y la felicidad de esta
vida. El estado de la naturaleza humana se concibió para ser libre y no contaminada por
el pecado, y que tenía fuerza suficiente por sí misma para hacer el bien. En todo esto
fueron engañados; y no es, por lo tanto, extraño que, para la obtención de sus fines,
enseñaron maneras distintas de las de los cristianos, que conocen a su fin el ser
sobrenatural, a saber, que no es de esta vida pero de la otra vida; quien sabe, también,
que su estado no es de naturaleza sana y entera, como era en un principio, pero
corrompida y desfigurada por el pecado, y que de por sí no tiene ni la fuerza ni la
eficacia de ejecutar todo lo que es bueno, a menos que le asista la gracia y la misericordia
de Dios. Es por lo tanto, no de extrañar que los cristianos, que se conocen lo que es de
suyo, su fin y su estado, hayan de usar medios y virtudes que no conocieron los filósofos
y que tuvieron vicios, porque no es mucho que tuviesen algunos actos virtuosos por
vicio, pues muchos actos que tuvieron por virtud no fueron sino vicios. Aristóteles, el
príncipe de los filósofos naturales y morales, no conocía a la humildad, la pobreza
voluntaria, y la penitencia por virtudes, sino más bien condenó la última en ser una
especie de insensibilidad, y uno de los vicios contrarios a la virtud de la templanza. Los
estoicos también tuvieron por vicio a la misericordia. Pero después del Evangelio de
Cristo, estos se convierten en las virtudes más necesarias y recomendadas, y los medios
más aptos y seguros para la obtención de nuestra salvación, y todo el desprecio de lo
temporal consiste en aquellas tres virtudes que no conoció Aristóteles, porque no se
conocía a sí mismo. Por la humildad, el honor es despreciado; por la pobreza las
riquezas; y por la penitencia los placeres y diversiones del mundo, y por lo tanto el que
quiera hacer uso correcto de las cosas temporales para la obtención de la eternidad, debe,
conocerse a sí mismo y como pecador humíllese y haga penitencia; y no debe emplearse
a sí mismo en acumular riquezas, que son tan lejos de ser bienes, que a innumerables
personas han cerrado las puertas de los bienes verdaderos y reales, que sólo son los
eternos, a los cuales hemos de aspirar confiados, no en nuestras propias fuerzas, sino en
la misericordia y la pasión de Jesucristo.

303
CAPÍTULO III. La estimación de los bienes eternos se hizo evidente para nosotros
por la encarnación del Hijo de Dios.

Pero por encima de todo lo que se ha dicho, la diferencia incomparable entre lo


temporal y eterno se hace más evidente para nosotros por la encarnación y la pasión de
Jesucristo; y que despreciemos las cosas temporales también es de gran importancia por
lo que, fue conveniente que Cristo nuestro Redentor sufriera y muriera. Yo no sé qué
puede aumentar en nosotros una concepción más elevada de la grandeza de lo uno y la
bajeza de lo otro, que con estos extremos que hizo Dios; y así, aunque brevemente,
diremos algo de ellos: y empezando por el admirable misterio y estupenda obra de la
encarnación.
Grande es todo lo que es eterno, y es tan importante para nosotros, pues porque no lo
perdiésemos, Dios realizó una obra de tal exceso y amor que pasmó a los ángeles. En el
que vamos a considerar cuatro cosas: la grandeza de la obra, el modo con que se ejecutó,
los males de los que nos libera, y los bienes que con ella ganamos. Para decir algo de lo
primero, que es la grandeza de la obra, vamos a suponer el estado en que estaba el linaje
humano, que era la condición más miserable, infame, abominable, afrentosa y miserable
que se podía imaginar, porque estaba cautivo del diablo, contaminado con el pecado,
condenado al castigo eterno, enemigo de Dios, y sin esperanza de remedio. Incluso el
más alto serafín no podía imaginar, que, sin perjuicio de la justicia de Dios, era posible
que el hombre fuese redimido de ese estado miserable y vergonzoso, porque, aunque
todos los hombres en el mundo sufriesen mil muertes, y todas las órdenes de ángeles en
el cielo se ofreciesen en sacrificio, y padeciesen los tormentos eternos en el infierno, no
dieran bastante satisfacción por solo un pecado mortal: de suerte que remedio creado era
imposible; y aunque Dios creara de nuevo más excelentes y santas criaturas que los más
altos serafines, no hubiera en todas juntas una que pudiese aplacar la justicia divina,
indignada contra el hombre ni todas juntas bastaran. Pues ¿Qué remedio donde no le
había? ¿Qué esperanza, podía haber, cuando todo era desesperación? Ciertamente, de lo
creado, era imposible; y del Creador, no se conocía posible y aunque se conociese serlo,
¿quién había de esperar que diese satisfacción del agravio el mismo que estaba agraviado,
y que el acreedor pagase la deuda que había de pagar el deudor? ¿Qué esperanza,
entonces, había de remedio, que ni del cielo ni de la tierra se esperaba? Obra dificilísima
era el remedio del hombre, pues por alguna criatura no se podía dar, y por el Creador no
se sabía que pudiese dar: un solo remedio, que había estado escondido solo a Dios, que
sin perjuicio de su justicia le podía encubrir y ese muy a costa de Dios mismo, y la obra
más grande, que pudo hacer su omnipotencia, donde se echaba el resto de todo su poder
y sabiduría, pero, ¿quién podría pensar que él llevaría a cabo una obra tan grande por su
enemigo y que se había de echar el resto de su omnipotencia por aquel que le fue traidor
a su Señor? Sólo de esta manera se podía hacer, por Dios haciéndose hombre, la más
grande y formidable obra posible o imaginable. Pero, ¿quién podría creer que esto se
debía hacer por el hombre, criatura tan vil, y que tan poco le importaba a Dios, hecha de

304
un poco de tierra? Esta fue una obra reservada para Dios mismo, con su propia
divinidad, o la salvación y la vida, si fuera posible, sea lícito hablar así para explicar lo
que es inexplicable, y exponer este misterio inefable, y la bondad incomprensible de Dios.
Pero hacer esto por la vida de un traidor, por la salvación de un infiel, por dar la gloria a
un enemigo ¿Quién tal esperara ni se atreviera a imaginar? Si el hombre, por volver por
la honra de Dios y siendo fidelísimo amigo, se hubiera puesto en el estado miserable en
que estaba, pudiérase presumir que Dios de agradecido echara el resto por librarlo, pero
que habiendo quitado la honra a Dios, y queriendo igualarse a él, y despreciándole, Dios
se humille por él y se deshaga hasta hacerse hombre por el hombre enemigo, ¿quién tal
pensaría? Pero tal es la bondad de Dios, que superó nuestras expectativas con sus
beneficios, e hizo por nosotros, lo que había sido suficiente solamente por sí mismo; y
por si no pudiera hacer más. ¡Oh amor más estupendo de Dios! ¡Oh inmensa caridad de
nuestro Creador, que tanto amó al hombre que no dudó en hacer todo lo que pudiera por
él! ¡Oh inefable bondad, que quiso pagar esa deuda que debía su enemigo! ¡Oh nobleza
divina, que a toda costa suya quiso hacer bien a quien hizo contra él tanto mal! ¡Oh rara
resolución del Creador de querer encarnar por el hombre que le fue traidor, sin reparar en
cosa! Para redimir al hombre, su enemigo, sin costarle nada, aunque fuera mucho; pero
siendo a tan gran costa suya, ¿quién podría imaginarlo? Pero son los pensamientos de
Dios muy diferentes de los de los hombres.

II. Veamos ahora la grandeza de esta obra; genial de muchas maneras; porque fue
humillándose Dios, y así muy a costa suya, y porque en sí es obra tan grande, que es lo
sumo que pudo hacer la omnipotencia de Dios, aquí es donde se agotaron los atributos
divinos. Porque como dice San Agustín, ni Dios podía hacer una obra mayor, ni supo
cómo determinarla mejor; y aquí se halló el fondo de toda la omnipotencia de Dios;
porque no es posible ni imaginable obra mayor que esto, ni supo determinarla mejor.
Porque, como no es posible ni imaginable obra que pudiese ser mayor: porque así como
no es posible cosa mayor que Dios, así también no es posible obra mayor que aquella por
la cual el hombre es Dios. Mira entonces lo que tú le debes de este exceso de favor, que
siendo tú su enemigo hizo todo por ti, cuanto pudo su omnipotencia, y cuanto supo su
sabiduría, y cuanto pudo su bondad y amor. Todos sus atributos el Creador empleó para
tu bien; emplea tú todas tus potencias en su servicio. Dios hizo todo cuanto pudo por ti;
haz tú todo cuanto puedas por él. Dios hizo la obra de tu redención con todas sus fuerzas
y omnipotencia: obra tú entonces, con todas tus fuerzas por su gusto y voluntad divina,
amándole y sirviéndole en todas las cosas. ¿No ves aquí patente su infinito amor y
bondad, ante tus ojos? ¿Por qué todavía dudas en amarlo con todas tus fuerzas y
facultades al que te amó con toda su omnipotencia? ¡Mira qué amor? Pues por su
enemigo hizo lo que, si fuera su amigo, no pudiera hacer más, ni aun por sí mismo, si en
ello fuera su propia gloria. ¿No has visto claramente su bondad infinita, que se sobrepuso
a una malicia tan infinita, no permitiendo que el hombre hubiese hecho contra Dios obra
de tan estupenda malicia que no hiciese Dios por el mismo hombre otra obra de más
estupenda bondad, no queriendo darse por vencida su bondad divina de la malicia

305
humana? Dios vio que el hombre había hecho una obra tan profundamente mala, que en
género de mal no podría ser peor; pues nada puede ser tan malo como un pecado mortal;
y así determinó su bondad hacer una obra tan infinitamente buena, que en género de
bueno era imposible ser una mejor; y esto por ti, maldito. ¿Qué dices a esto? ¿Qué dices
a tal exceso de bondad, a tal extremo de amor? Escucha lo que dice el apóstol (Ad Rom.
XII): " Si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dále de beber,
porque haciendo esto amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza: no quieras ser
vencido por el mal, sino vence el mal con el bien." Esto cumplió con gran exceso el
Creador contigo, a pesar de ser su enemigo. Date, pues, por vencido, y ruborízate, que
no lo amas más que los ángeles. Tu estado no sólo era de necesidad de hambre y sed,
sino de eterna miseria y falta de todo bien; de privación de la gloria y carencia de los
bienes eternos. Si, a continuación, dar un poco de pan o un vaso de agua a un enemigo
necesitado, son como carbones que le inflaman el amor y su caridad, el haber Dios
comunicado su divinidad al hombre, el haber dado su vida por él siendo su enemigo,
¿Cómo no bastaba para hacernos sentir vergüenza, y dejarnos sin color en el rostro y
abrasarnos en su amor divino? Estos beneficios tan grandes no son carbones, sino
incendios que te habían de encender para que le amases con fuego de amor verdadero y
caridad. Date por vencido, ama tal bondad divina, que siendo tú el peor de todas sus
criaturas, hizo por tu bien la obra más buena de su omnipotencia. ¡Oh nobleza de Dios
Todopoderoso! ¡Oh divina dignidad! Hablemos así: el hombre había superado con su
malicia a toda obra buena y mala; mas no quiso consentir la inmensa bondad que hubiese
obra mayor, aun en género de mal, que Dios no hiciese por la salvación del hombre infiel
en género de bien. ¿Por qué Señor no hiciste esta obra cuando pecó el ángel, que era
mejor que el hombre? ¿Qué bondad es la vuestra, que esperasteis a que pecara la más vil
criatura? Para que se mostrara más grande vuestra obra aguardasteis a que echase el
hombre el resto de todo atrevimiento y malicia, para que Vos echaseis el resto de vuestra
misericordia y bondad. ¿Quién no ve aquí, Señor, la inmensidad de tu bondad y amor?
Esta obra tan buena está pregonando su exceso de generosidad, porque es de todas
maneras infinitamente buena, y nos abre tantas puertas para el conocimiento de nuestras
almas y para que te adoremos por infinitamente bueno y nos pasmemos de que seas tan
inmensamente bueno, porque esta obra no es solo infinitamente buena por su sustancia,
sino por todas circunstancias. Es infinitamente buena por lo que es en sí, pues no puede
haber obra más buena que la que llegó a hacer al hombre tan bueno, que le hizo Dios:
además de esto es infinitamente buena por comunicarse en ella la divinidad a una
criatura, y más, a la más vil e ínfima de las que son capaces de razonar; porque como es
propio de la bondad comunicarse, aquí se ve la bondad infinita de Dios, que en su
totalidad y todo lo que es, emanó de sí y se la comunicó al hombre. ¿A quién no
sorprende, que la misma divinidad, que el Padre Eterno comunicó al Verbo eterno, que
es Dios tal como es, esa misma divinidad con un modo admirable se haya comunicado a
la naturaleza humana, con ser enemiga suya? ¡Oh mar de bondad divina, que de este
modo te derramaste por hacer bien, sin reparar a quién! ¡Oh océano de generosidad, que
de este modo inundas de bienes incluso a tus enemigos! Esta obra es del mismo modo

306
infinitamente buena, por ser tal, ya que con su bondad venció a toda malicia, aunque sea
infinita, por librar al que fue tan malo, que merecía castigo infinito. Es infinitamente
buena, porque nos muestra a Dios con un deseo infinito de perdonar y hacer el bien
hasta al más grande traidor, y que menos lo merecía. Se nos muestra también
infinitamente bueno y perfecto en toda virtud y perfección, que por no faltar un punto a
su justicia quiso tomar sobre sí lo que debía un injusto y maldito malhechor, y humillarse
hasta la muerte, porque un condenado a muerte eterna no pereciese; porque no se haya
ni pueda haber otra cosa en que se muestre tan exacto, cabal y perfecto en toda virtud,
que en esta obra de tanta justicia y tanta misericordia. ¿A quién no espantara la bondad,
santidad y ejecución de un sumo emperador, quien, teniendo deseo de perdonar a un
traidor notorio, por no faltar un ápice a su justicia inflexible, él tomara sobre sí el hábito
del traidor, y tomase su figura, para que le ajusticiasen públicamente en la plaza, para que
el delincuente pudiera ser salvado y quedase vivo? Esto lo hizo Dios, tomando sobre sí la
forma de siervo, y muriendo en la cruz, para liberar al condenado de la muerte eterna.
¡Oh Dios de todas maneras infinitamente perfecto y bueno, pues tan escrupuloso se
mostró en no faltar a su justicia y así indulgente en su misericordia; siendo riguroso
consigo, por ser misericordioso con nosotros! ¡Oh Dios infinitamente bueno,
infinitamente santo, infinitamente justo, y perfecto en todo! Alábenle los ángeles por
todas tus perfecciones, pues son todas tan infinitamente buenas y justas.

III. Añádase a esto el modo tan bueno con que se hizo obra de tantas maneras buena,
con qué amor se obró y deseó nuestro bien; porque ¿cómo pudo salir obra de tanta
bondad sino de un volcán de amor que ardía en el pecho divino? Porque si por el efecto
podemos saber la causa, que es el amor, que así lo hizo Dios a obrar una fineza tan
extraña y nueva, no pudo ser sino inmenso. Porque, pues, la obra fue infinita en bondad,
no pudo dejar de proceder sino de un amor infinito; ni este amor infinito pudo tenerle
otro que un ser infinitamente bueno. Además de esto, fue un gran privilegio y honor de la
naturaleza humana que Dios en lugar de hacerse un ángel se hiciese Dios-hombre que,
pudiendo librar al hombre sin ser hombre; porque con solo hacerse ángel pudiera redimir
al hombre y honrar a los ángeles, y comunicara su bondad divina a las criaturas, e hiciera
una obra de infinita bondad y dignación. Sin embargo, fue tan fino con el hombre y tan
amador apasionado nuestro, y (si se me permite decirlo) tan aficionado a la naturaleza
humana, que no sólo quiso redimirnos, sino que esto fuese por un hombre: por eso se
quiso hacer el mismo Dios hombre y no ángel, para que no solo quedase redimido sino
también honrado. Fuera de esto, nos obliga mucho que no solo quiso honrar a los
hombres más que a los ángeles con hacerse hombre, pero quiso redimir a los hombre y
no a los ángeles, que eran naturalezas más excelentes y sublimes que nosotros, que aún
se apiadó de nosotros y no de ellos, y lo que hizo por nosotros no lo hizo por ellos.
Añádase a esto que cuando el hombre pecó, y se perdió el género humano, no quedó
ningún hombre justo que se compadeciese de él e intercediese por su remedio; pero
cuando los ángeles cayeron, seguía habiendo miles virtuosos que tenían piedad de los de
su propia naturaleza, .y sentían su pérdida; y sin embargo, con todo esto quiso hacer este

307
favor a los hombres y no a los ángeles. El tiempo también de la ejecución de esta gran
obra de misericordia no muestra poco las dulzuras de Dios Todopoderoso con nuestro
linaje; porque fue cuando el mundo estaba más olvidado de Dios, y cuando los hombres
se esforzaban por hacerse adorar por dioses, y los que no podían alcanzar por sí mismos
esto adoraban por dioses a tales hombres, que eran peores que demonios y entonces
trataba Dios de hacerse hombre por el hombre que se quería hacer Dios. Esto fue amor
que mientras más ofendido fue más bienhechor y fino.
Pero veamos qué bienes nos hizo con obra tan buena. Ciertamente, si no hubiéramos
recibido bien alguno bastaba el librarnos de los males en que estábamos, pues nos libró
por ella de la ignominia del pecado, de la esclavitud del demonio y del horror del infierno:
males son estos que sin otro bien se puede tener por sumo bien el estar libre de ellos. Y
aunque no hubiera males de que librarnos, ni bienes que darnos, sola la honra de tener a
Dios de nuestra naturaleza era un bien incomparable; pero juntándose a esta honra los
males tan horribles y desesperados, de que por ella somos libres, ¿qué dicha ha sido la
nuestra vernos sacados de tanta infelicidad y vernos honrados con tanta grandeza?
Justino escribe que Alejandro Magno, viendo que Lisímaco estaba herido en la cabeza, y
perdiendo mucha sangre, tomó su diadema y la ató sobre sus sienes para detener el
sangrado. Este fue un gran favor de un príncipe tan poderoso, en querer curar a un
hombre particular, y en el modo de curarle, quitándose él de sus sienes la insignia de su
majestad, y dándosela a su vasallo; pero esto fue de prestado, y fue no habiendo
agraviado Lisímaco a Alejandro, y siendo el mismo Alejandro el que causó la herida; y
así no hizo mucho en curarla. Pero que la herida mortal del pecado que se hizo el
hombre, agraviando a Dios, la haya querido curar el mismo Dios, honrando tanto al
hombre, que la diadema de su cabeza, que es su misma divinidad, haya comunicado al
hombre para nunca quitársela, ¿qué bondad es esta que tal favor quiso hacer a su
enemigo, honrándole con tanta dicha, cuando le libró de tanta miseria?
Pero a todo esto hemos de añadir los bienes que nos ganó Jesucristo, dándonos su
gracia, ensalzándonos a ser hijos de Dios, y haciéndonos herederos del cielo, ¿cómo
infinitamente aumentan nuestras obligaciones, por tal beneficio? Pues sobre ser libres de
tantos males, somos enriquecidos con tantos bienes, y sobre ser redimidos de tantos
daños y beneficiados con tantos provechos, somos honrados con tales finezas de Dios,
que usó con nuestra naturaleza y no con la angélica? Todo esto es maravilloso, todo es
grande, todo es sumo lo que hay en este sumo beneficio; porque la obra en sí es suma, el
modo y el amor con que se ejecutó es sumo, los males de que nos libró son eternos y los
bienes que nos adquirió son también los eternos, cuya grandeza, aunque no se pudiera
conocer por otra cosa, se puede echar de ver bastantemente, pues para librarnos de
tantos males y darnos tales bienes fue necesario que el Eterno se hiciese temporal, y que
se ejecutase obra tan estupenda y rara y de tan grande costo suyo.

308
CAPÍTULO IV. La vileza de los bienes temporales se puede ver por la pasión y
muerte de Jesucristo.

La grandeza de las cosas eternas, así de los males como de los bienes, nos lo muestra
con claridad mayor que los rayos del sol la obra de la encarnación del Hijo de Dios; ya
que, fue necesaria para librarnos de los unos y conseguir los otros; porque no pueden
dejar de ser cosas grandísimas, por las cuales hizo Dios cosa tan grande y mostró tanta
estimación, que no juzgó por mal empleo toda su omnipotencia, para que el hombre
pudiera ganar la eternidad. Pero nada nos persuade tanto la vileza de las cosas
temporales y desprecio que de ellas debemos hacer, como la pasión y muerte del Hijo de
Dios, que fue otra obra de su amor, otra más de su afecto, otra ternura de nuestro
creador, y una muy alta expresión de su buena voluntad hacia nosotros; porque aquí
veremos cuán dignos de ser despreciados son todos los bienes de la tierra, pues para que
los menospreciásemos se privó tanto de ellos el Hijo de Dios y abrazó todos los males e
incomodidades de esta vida. Mira cuán digno es de desestima todo lo temporal, pues el
Salvador del mundo desestimó las cosas temporales, que llamó espinas al más codiciado
de sus bienes, y calificó, no solo por bienes, sino por bienaventuranza, a lo que el mundo
aborrece, favoreciendo tanto a los pobres, que carecen de los bienes de esta vida, que los
llamó bienaventurados, y dijo que de ellos es el reino de los cielos. Pero de los ricos, que
son los que gozan de las cosas de la tierra, dijo que es más difícil para ellos entrar en el
cielo, que para un camello pasar por el ojo de una aguja. Y para convencernos aún más
este desprecio de la felicidad temporal, no sólo con palabras sino con acciones, aprobó
los trabajos de esta vida, y despreció todos sus bienes, y para ello quiso sufrir en todas
las cosas tanto como pudiera sufrir: en honor, por ser reputado infame; en las riquezas, al
ser despojados de todo, incluso de sus propias vestiduras; en sus placeres, por ser un
espectáculo de dolor y aflicción en cada parte de su cuerpo tan sagrado. Esto es lo que
deberíamos considerar seriamente, para que le imitemos en este desprecio, el cual
principalmente nos mostró en su amarga pasión y muerte. Esto deberíamos mantener en
la memoria, como conduce a nuestro provecho espiritual, como un ejemplo que nos
dejó, y como testimonio del amor que nos mostró en ella, dejando su vida por nosotros,
y muriendo ajusticiado por nosotros públicamente con un género de muerte tan lleno de
muertes y un tormento tan lleno de tormentos y sufrimientos. Tigranes (Xenoph. in Cyr.
Lib. 3), príncipe de Armenia, junto con su reina, siendo prisioneros de Ciro, comieron el
vencedor un día con los vencidos, y preguntando Ciro a Tigranes lo que daría por la
libertad de su esposa, Tigranes respondió, que no sólo daría su reino, pero su vida y
sangre. La mujer no mucho después, pagó esta expresión de su marido, porque
preguntándole después de restituidos a su estado antiguo, que le había parecido de la
majestad del rey Ciro, ella respondió: "Ciertamente no pensé en esto, ni puse en otra
cosa mis ojos sino en aquel que me valoró tanto que estaba dispuesto a dar su vida en
rescate por mí." Si esta princesa estaba tan agradecida sólo por la expresión de afecto de
su marido, sin ponerla en ejecución, que no miraba a nada más que a él, y tampoco miró
ni estimó la grandeza de los persas, ¿qué debe de hacer la esposa de Cristo, no solo por

309
la buena voluntad del Rey del cielo, sino por las obras tan finas, porque no solo quiso
morir, sino murió por su rescate y redención? Ciertamente que debe colocar sus ojos y
pensamientos en Cristo crucificado por su amor. Ni otra cosa del mundo debe admirar, ni
estimar, ni querer. Sabino también ensalza la lealtad y el amor de Ulises a su esposa
Penélope, que al ver que Circe y Calipso le prometían la inmortalidad, a condición de
que se olvidase de Penélope y permaneciese con ellos, no quiso por no faltar al amor y al
afecto que debía a su esposa, quien también le pagaría esto con gran amor y afecto. Mire
el alma cuán grande amor debe a su esposo Jesucristo, que, siendo inmortal, no sólo se
convierte en mortal, sino también murió una muerte tan ignominiosa. Mire si es
razonable que se olvide de un amor tan excesivo, ni cese de acordarse de él y agradecerle
por toda la eternidad, no corriendo el riesgo de perder los frutos de la pasión de su
Redentor y Esposo Jesucristo. Piense en ello mucho, y medítalo tu alma de día y noche,
ya que los beneficios espirituales que cosecharás de ello serán innumerables. Alberto
Magno solía decir, (P. Ludovic. A Ponte. Pág. 4 Introduc.) que el alma se beneficia más
por un santo pensamiento de la pasión de Cristo que por recitar todos los días todo el
Salterio, ayunando durante todo el año a pan y agua o castigando el cuerpo, incluso
derramando sangre. Un día, entre otros, en que Cristo se le apareció a Santa Gertrudis,
para confirmarla en la devoción que tenía a su pasión, le dijo: "Mira, hija, si por haber
estado unas horas colgado de la cruz la ennoblecí de manera que es ahora honrada por
todo el mundo ¿a cuánta honra sublimaré aquella alma en cuyo corazón y memoria estoy
por muchos años? Ciertamente no se puede expresar, cuántos favores del cielo obtienen
las almas por este medio para amar mucho a Dios, que con tantos dolores les ganó los
bienes eternos, y les mostró a despreciar las cosas temporales y transitorias.
Sin embargo, todavía podemos cosechar más beneficios por el recuerdo sagrado de la
pasión de nuestro Salvador, considerando que Cristo tomó sobre sí nuestros pecados, y
queriendo satisfacer al Padre por ellos, lo haría por el camino del sufrimiento; para lo
cual fue conveniente que fuese con alguna proporción de la grandeza de sus penas con la
grandeza de nuestras culpas. Y, desde luego, ya que nuestros pecados fueron sin límite ni
tasa, así también la penalidad de sus tormentos estaban por encima de toda comparación;
mostrándonos en la grandeza de las injurias que recibió en su pasión la grandeza de las
injurias que hemos hecho a Dios en nuestro desmesurado placer. También podemos
comparar las penalidades que recibió de los judíos y verdugos por las que él tomó por sí
mismo; porque tomó para sí no menor pena que la que quiso recibir de otros. Pero,
¿quién puede explicar la pena que se dio nuestro Salvador, con el dolor que tuvo de
nuestros pecados? Porque es tan extraña la malicia del pecado mortal, que si uno la
conociera como es, se le rompiera el corazones de dolor, y no lo podría sufrir sin expirar;
y así muchos se han conocido de morir repentinamente por el pesar de sus culpas, San
Vincente Ferrer (S. Vincen. Serm. único, Serm. 6 post. invocavit.) escribe que una mujer
muy pecadora, cubierta y adornada con todas las galas, cuando oyó el sermón explicar la
enormidad del pecado de la impureza, por la mera pena y remordimiento cayó muerta en
el lugar; y se oyó allí mismo una voz del cielo declarando que estaba su alma en el cielo.
Estando el mismo San Vicente en Zamora, dos personas condenadas eran llevadas a

310
quemar por sus crímenes (Fr. Francisco Diago en la historia de la provincia de Aragón).
El santo se acercó a ellos, a declararles la deformidad de sus pecados, que ambos
murieron de dolor en el camino a la ejecución. Otra vez, el mismo santo escuchando la
confesión de una persona incestuosa, le movió a tanta contrición que murió de ella a sus
pies y su alma se fue derechita al cielo. Si, entonces, la gravedad del pecado es tan
grande que el dolor le trae muerte a los que verdaderamente se arrepienten, ¿qué vamos
a pensar en el dolor de Cristo, que conocía perfectamente la atrocidad del pecado, y
tomó sobre sí todos los pecados del mundo, y estaba afligido por cada uno de ellos,
como si él mismo los hubiera cometido? ¿Quién puede declarar o imaginar la grandeza de
su pena y sentimiento, viendo a su padre injuriado de tantas maneras, cuya honra
deseaba y procuraba con entrañables ansias? Doctos teólogos afirman (Suar. in 3. p. tom.
1 disput. 33. seg. 2.) que el dolor que Cristo sufrió por los pecados de los hombres, era
más vehemente e intenso que todos los otros dolores de cualesquiera cosas y objetos que
en los hombres y ángeles se hallan o según la potencia ordinaria se pueda hallar, el cual
tuvo toda la vida lastimado su corazón: por lo cual dice un salmo (77): que estuvo desde
su juventud en trabajos, donde otra letra dice: agonizando y exhalando su alma. Era una
costumbre entre los judíos, que al escuchar cualquier blasfemia contra Dios, rasgaban sus
vestiduras en señal de dolor. ¿Qué pena entonces no sentiría el Hijo de Dios, por todas
las blasfemias del mundo e injurias cometidas por los hombres en contra de su Padre?
Ciertamente no se rasgó las vestiduras, pero su cuerpo se le rompió de pena y derramó
su sangre sagrada en mil fuentes, aun antes que viniese el poder de sus enemigos, porque
él mismo quiso vengar los pecados contra su Padre sobre su propia persona, y
atormentándose a sí mismo con el dolor de nuestros pecados antes de ser atormentado
por otros, porque ardía en su pecho el celo de la gloria de Dios y no quiso perdonarse a
sí mismo por alcanzar perdón para nosotros. Y si el celo de Finees fue tan grande que al
contemplar ciertas personas que habían cometido un pecado, no pudo contenerse de
atravesarles con un puñal, y el de Elías que llegó a quitar la vida de tantos falsos
profetas, y el de Moisés a llegar a ensangrentar sus manos con la sangre de su pueblo,
haciendo degollar a tantos miles de ellos; ¿cuál sería el celo de Cristo a la vista de los
pecados de todo el mundo? ¿Qué deseo de que Dios fuese vengado? Y puesto que tomó
esa venganza sobre sí mismo, ¿qué dolor tomaría por tantas maldades como son todas
las del mundo? Ciertamente, no hay palabras, para expresarlo. Pero no contentándose
con la pena que él se daba, sino queriendo sujetarse a recibirla de otros, claro está que no
sería para poca la pena, sino para lo que fuese proporcionada a su ardiente celo; y así no
son explicables los tormentos tan rigurosos y afrentosos a que se sujetó y sufrió. Si bien
estos no fueron tan grandes como el dolor interior que tomó sobre sí mismo; porque de
los tormentos exteriores fueron causa la rabia y furor de los judíos, y de los interiores su
celo y caridad; tanto como fue mayor su amor que el aborrecimiento que le tuvieron sus
enemigos, tanto fue mayor el dolor de su corazón que el de sus sentidos, y que todos los
dolores que padeció en su sagrado cuerpo. Sin embargo, es conveniente también
reflexionar de la grandeza de estos, más particularmente, para nuestro ejemplo, para que
supiésemos despreciar los bienes de la tierra, pues lo vemos cargado de tantos males, y

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evitásemos todo tipo de pecado ya que nuestro dulce Salvador tomó todas nuestras penas
sobre sí mismo en tan alto grado.

II. Por tanto, como Cristo, nuestro Redentor, padeció por el pecado del hombre, el
cual es totalmente malo y culpable en sí mismo, y todas sus circunstancias, como ya
hemos discurrido; así también su pasión fue en todas sus circunstancias penal y
lastimosa: y discurriendo por las siete circunstancias que señala Tulio. En primer lugar, he
aquí quién es el que padece, el que menos lo merecía, el que es la misma inocencia y
persona tan santa como el Espíritu Santo de Dios; el mismo agraviado que padece, para
que no padezca quien le agravió; el que es Señor de todos; a quien reconocen y adoran
los serafines; el que ha hecho innumerables beneficios a sus mismos enemigos, y nuestro
Padre que nos ha creado y nos hizo de la nada: un hombre delicadísimo por la intensidad
de sus sentimientos y la perfección de su naturaleza. Todo esto aumenta mucho el dolor,
así por merecer menos padecerlo persona tan digna, como por sentirlo más quien era de
tan perfecto y templado natural. Esta circunstancia de la persona que padece encargó a
nuestra consideración el apóstol (Hb. 12, 3) cuando dice, "Fijaos en aquel que soportó
tal contradicción de parte de los pecadores” mismo (Heb. 12), porque ése es el que
ahora está sentado a la diestra del Padre, que murió entre dos ladrones. Piensa quién es
aquel que no tiene lugar en la tierra, colgado de un madero, porque es juez de vivos y
muertos. Piensa quién es el que sufrió en la cruz, sino quien es la vida eterna. Piensa
quién es el que se permitió ser aprehendido, azotado, crucificado, es el que hizo temblar
la tierra, y causó fuego abrasador en su santuario para que consumiese a los que
traspasaban su palabra santa y la ley.
La segunda circunstancia es, qué es lo que padeció. Ciertamente, más de lo que jamás
ha sufrido el hombre; injurias, afrentas, tormentos inhumanos y crueles; padeció
conforme a su infinita caridad, y a la ardiente sed que tuvo de padecer por el hombre.
Así excesivas fueron sus penas, que a su presencia las rocas se partieron por el medio,
las montañas más macizas se hundieron, los elementos se estremecieron, el cielo se vistió
de luto, el sol y la luna se oscurecieron, y los ángeles de paz lloraron; porque fueron tan
grandes, que solo imaginarlas el Hijo de Dios sudó gotas de sangre; tantas en número,
que se dice por revelación, que fueron noventa y siete mil trescientas cinco. Y después,
en el momento de su pasión, lloró por sus ojos sagrados, como escribe Pedro Galatino
(Petrus Galatinus in via crucis in lib. Inscripto, Faustus annus. Joan. Aquilan. Ser. De
Passiones.), un número de setenta y dos mil doscientos lágrimas; y esto por nuestros
pecados, y pidiendo al Padre Eterno por nuestro perdón y salvación. Los latigazos que
recibió de esos tipos bárbaros pasaron en número de cinco mil. Algunos dicen que fue
revelado a San Bernardo, que ascendieron a seis mil seiscientas setenta y seis.
Lanspergio escribe (. Hom 50 de Pass.), que un siervo de Dios entendió del cielo, que si
uno, por espacio de veinte años, rezara todos los días cien veces el Padrenuestro en
reverencia de los azotes que nuestro Salvador recibió, vendría a caber por cada gota de
sangre una oración; y, según esto, la suma de esas gotas ascienden a 735.500. El que
tiene "numera la multitud de las estrellas, las arenas del mar, las gotas de lluvia", bien

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podrían mantener una cuenta y dar también un conocimiento exacto de los números
antes mencionados, como ser de más interés. La corona de espinas fue otro tormento
muy cruel, de la cual dice San Anselmo (Anselm. De Spec. Evang. Ser. 1, c. 22. Vide
Joan, Burg. P. 2, c. 7, et p. 3, c. 3), que le atravesó la venerable cabeza con mil heridas.
¿Y quién puede expresar el tormento indescriptible de estar colgado de la cruz, con todo
el peso de su cuerpo sostenido por las manos y los pies clavados? Por último, tan
extraños y horribles eran sus dolores, que no sólo sufrirlos pero imaginarlos, hizo a Santa
Liduvina lamentarlos llorando con lágrimas de sangre. Cantimpratense escribe de una
persona devota (Cantimp. Lib. 2, c. 15), que murió de mera tristeza, tras la
consideración de los tormentos excesivos que sufrió el Hijo de Dios. Y no hay duda, pero
la Virgen, si no hubiera sido por su eminente constancia, y fortalecida por la gracia
divina, como dijo Alberto Magno, (Albert. Magn. super Missus.) hubiese muerto pero
lloró también lágrimas de sangre al pie de la Cruz. Y si el dolor de la espada, que
atravesó el corazón de la madre, era tan agudo, ¿cómo fue el dolor del Hijo? Pues los
dolores de Cristo mayores fueron que los dolores de su madre; porque la pasión de los
tormentos en él estuvo real y verdaderamente y la compasión de nosotros, pecadores,
fue mayor que la que la Virgen tuvo de él. Y si el dolor de la Virgen que fue tan terrible,
que, como dice san Anselmo, (Anselm. De esc. Virgin), en su comparación se puede
decir muy poco o nada cuanto han padecido de crueldad todos los cuerpos; y San
Bernardo sintió que sus dolores fueron mil veces dobles a los del parto; (Bern. de lament.
Virg. Ser. 61, art. 3, c 2), y excediendo a todo esto San Bernardo, dice que si se dividiera
el dolor de la Virgen entre todas las criaturas que pueden padecer, todas murieren
súbitamente, por la grandeza de la pena que les cabría, ¿qué se puede decir del que
Cristo sintió y padeció, pues no hubo dolor como el suyo, ni pena que le llegase? Pues en
materia de honra y fortuna padeció cuanto se puede padecer, y en tormentos cuantos
solo él pudo, y de todas las maneras que pudo darle que padecer la furia y la envidia de
sus enemigos, asistidos por los demonios, padeciendo no solo con la pasión de sus penas,
sino mucho más con la compasión de nuestras culpas.
En tercer lugar, aumentaba toda esta pena el lugar donde padeció, que fue en la corte
de Judea; donde había sido tan estimado, y poco antes había sido recibido en solemne
triunfo, como un hombre venido del cielo. Y, luego, pasar de repente de un extremo a
otro, desde la altura del honor a otro de desprecio y burla, acrecentó mucho la pena;
porque llegó a ser el hombre más infamado que hubo en el mundo, porque fue
ajusticiado públicamente y en el lugar de los malhechores, traidores y salteadores de
camino, y en medio de dos ladrones, y fuera de esto, en presencia de su madre, que
dobló el dolor de su corazón.
En cuarto lugar, las personas por medio de las cuales padeció fueron aquellas a las
cuales había hecho infinitos bienes y eran de su mismo pueblo; y hallando un poco de
compasión en los extranjeros, no la halló en sus compatriotas, lo cual es de mucho
sentimiento. La rabia y furor con que sus enemigos deseaban su muerte fue tal, que la
Escritura los compara con los perros, toros furiosos, y al león, que es animal muy bravo.
La quinta circunstancia, fue ver en tantos malogrado el fin de tan excesivos tormentos

313
y dolores, sabiendo que los más no se habían de aprovechar de ellos; porque así como el
provecho que tienen los trabajos por fin consuela grandemente, así también es de gran
desconsuelo ver que no han de tener el provecho que se desea: por lo cual padeció Cristo
para que todos se aprovechasen de sus merecimientos, sangre y pasión y vio que ni en la
centésima parte de los hombres se habían de aprovechar de ella, y que innumerables
personas le habían de ser desagradecidos, fue este un gran dolor que atravesó su corazón
tierno y amoroso.
En sexto lugar, el modo con que padeció fue muy penoso; pues fue abandonado, que
no tuvo cosa que le consolase. Porque lo primero, su propio pueblo procuró su muerte
con gran injusticia, y los gentiles se la dieron con gran crueldad: los sacerdotes, y los
letrados en la ley, fueron la levadura que agrió toda la masa contra el Salvador: los
príncipes soplaban el fuego y en el pueblo se encendió esa llama, que no se pudo apagar
con tantas afrentas y tantos dolores, y no se contentaron viéndole colgado en la cruz sino
que como perros rabiosos despedazaban las carnes del que así veían morir con injurias y
burlas. Y lo que era más que todo, incluso en sus propios discípulos, a los que se había
instruido en su propia escuela, encontró poca firmeza y lealtad. Porque entre sus doce
apóstoles escogidos, uno lo vendió y se hizo capitán de los que lo iban a prender: otro, al
que había dado el primado sobre el resto, lo negó tres veces delante de él, maldiciéndose
a sí mismo sobre que no lo conocía; y el resto lo abandonaron en poder de sus enemigos.
¡Oh ejemplo nunca visto de la inconstancia de las cosas humanas, y de la verdadera
constancia que debe tener el cristiano en ellas! ¿Qué sintió ese bendito corazón de
nuestro Salvador, cuando se vio rodeado de tantos enemigos y abandonado de tan pocos
amigos? Pues de él estaba escrito (Salm. 21, 15): "Mi corazón como cera se funde en
mis entrañas." Cierto es, que su bendita Madre, nunca le desamparó en su afrenta,
cuando nunca le pudo ayudar ni defender, antes le acrecentaría intensamente el dolor en
su presencia: y el Padre Eterno, que era el único que podía ayudarle, no quiso por
entonces volver por él, dejándole padecer, con todo rigor a gusto de sus enemigos; lo
cual sintió el bendito Señor muy tiernamente; porque sus enemigos le escupían en el
rostro, diciendo: Si espera en Dios, líbrele Dios, sálvele Dios, pues que no quiere a otro
sino a él solo. Y no queriendo Dios por entonces librarle ni dar muestra de que volvía por
él, se quejó amorosamente el Salvador: "Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado?" Incluso una taza de agua le faltó para apagar su sed abrasadora; de modo
que todo el suplicio de su pasión fue el más afrentoso y penoso que se podía imaginar,
muriendo con gran escarnio y burla de sus enemigos.
Por último, el momento de su pasión hizo que fuera mucho más grave. Pues fue en la
víspera de la Pascua, cuando había mayor concurso de gente y más grande publicidad.
Fue en un momento en el que era más conocido por todos por la fama de sus grandes
obras y milagros. Fue en la flor de su edad; y oh, qué pena fue ver cuerpo tan
floreciente, tan hermoso, tan excelentemente dispuesto, reducido por la grandeza de sus
tormentos a tal extremo que, como dice la Escritura, que su lengua estaba pegaba al
paladar de su boca; y con tan poca carne, que le podían contar todos sus huesos; y todo
él deshecho como una cera derretida o como agua derramada, y resuelto en polvo de la

314
muerte; seco como un pedazo de una vasija de barro, de tal manera que parecía un vil
gusano, y no hombre, el desprecio de la gente, la vergüenza de la naturaleza humana.
También es digno de nuestra admiración, que en ese corto proceso de la pasión de Cristo
sufriera tantos dolores y molestias, de todo género, y con tales circunstancias para
agravarlos que ningún hombre en todo el transcurso del tiempo, ha sufrido cualquier tipo
de calamidad o adversidad, que nuestro Redentor no sufriere entonces de manera tan
amarga.
En todas las circunstancias fueron las penas de Cristo muy penosas, ya que en todas
las circunstancias son culpables las culpas de los cristianos. Porque convenía que aquel
que vino a dar todo bien padeciese tanto mal, y quien no pudo tener culpa propia se
abrazase con la pena ajena, y el que es infinitamente bueno, sufriese tantos males de
tanto dolor y tormento, hasta el extremo que entendiésemos que no son males los que
teme el mundo, pero los que trae el pecado: que están sus bienes tan lejos de ser dignos
de aprecio, que son más bien para ser estimados como males, ya que el mismo Redentor
del mundo se privó de los bienes temporales, y se cargó de los males, para que, imitando
en nuestras vidas su preciosísima muerte, pudiéramos despreciar los bienes temporales,
los cuales son tan cortos y falsos que incluso los males de este mundo son mejores y más
verdaderos bienes. Tengamos vergüenza, viendo a Cristo en tantos dolores, que
busquemos nosotros gustos: tengamos mejores respetos a nuestro Redentor que Etai,
Gateo, tuvo con David; porque cuando el santo rey huía de su hijo Absalón y
persuadiendo a Etai que no le acompañase en aquel peligro, él le respondió: "Vive el
Señor vivo, y vive el rey, que en cualquier lugar que estuviereis, o en muerte, o en vida,
allí ha de estar tu siervo." Si esto fue dicho por un extranjero, ¿qué debía hacer un
súbdito natural? Tengamos igual lealtad con nuestro Salvador, que tuvo con Joab, Urías,
cuando dijo: "El arca de Dios, y Judá, e Israel, habitan en tiendas, y mi señor Joab, y los
criados de mi señor se quedan sobre la tierra, ¿y yo entraré en mi casa, y comeré, y
beberé, y dormiré con mi mujer? Por tu salud, y por la salud de tu alma, no haré tal
cosa.". Pues si Cristo está en la cruz, y en el dolor, ¿cómo vienes a buscar tu descanso?
Si Cristo es pobre, ¿cómo estás en tanta abundancia? Si Cristo sufre, ¿por qué mimas tu
carne? Si Cristo se humilló, ¿por qué te hinchas con orgullo? Si Cristo está en aflicciones,
¿por qué estás en deleites? Recuerda lo que él te enseña desde la cruz, y estima lo que él
tanto estimó, como privarse de los bienes transitorios de esta vida. Considera las
aflicciones y la penitencia, que Jesús tomó sobre sí por tus pecados, para que tú hagas
algunas por los tuyos. Cuando los judíos fueron liberados de la cautividad de Babilonia,
Esdras, conoció los grandes pecados en que habían caído por la comunicación con los
gentiles, por el sentimiento de sus transgresiones, rasgó sus vestidos, y se arrancó el pelo
de la cabeza y barba, afligido, y se abstuvo de alimentos, orando al Señor, y llorando por
los pecados del pueblo. Conmovió tanto este sentimiento y penitencia suyo por los
pecados de los demás, que movió a los judíos, que comenzaron a llorar y hacer
penitencia por sus propios pecados, con tan gran remordimiento que temblaban por el
dolor y públicamente confesaron sus delitos. ¿Pero por qué los cristianos, no se mueven
a dolor y penitencia, no de un Esdras, sino el Hijo de Dios, lleno de tanta pena y dolor

315
por los pecados del mundo, que le hace derramar gotas de sangre por los poros de su
bendito cuerpo, rasgando no sus vestidos de lana, sino su santa humanidad, que
voluntariamente ofreció a ser rasgada con flagelos, espinas, y clavos, y por el mismo
sentimiento se dejó arrancar los cabellos de la cabeza y la barba, y escupir su cara
sagrada; sin comer o beber cualquier cosa sino hiel y vinagre, llorando desde la cruz por
los pecados cometidos por nosotros desgraciados. Lloremos, aflijámonos y hagamos
penitencia por nuestras propias culpas, pues vemos que el inocente lo hizo tan grande por
los pecados ajenos, para que, imitándole en sus penas temporales, podamos ser
partícipes de su gloria eterna.

III. Todas las siete circunstancias dichas agravan tanto los dolores y penas de nuestro
Salvador Jesucristo en su pasión, que nos han de lastimar mucho nuestros propios
corazones y almas con el dolor y la pena de su pasión. Pero si ello no nos hace
despreciar las cosas del mundo y a amar solamente, al que tan infinitamente nos ha
amado, sin embargo, hay otras circunstancias, que con nuevas obligaciones nos han no
solo de mover, sino forzarnos a amarle, si no somos tan duros como las piedras, porque
¿a quién no obligará el modo con que padeció el Hijo de Dios, con tanto amor y
paciencia, sin quejarse de nada, amándonos con ese fervor, que todo le parecía poco, y
estando dispuesto para padecer otro tanto y mucho más si fuera necesario, para nuestro
bien? Sí, tal era su ardiente caridad hacia la humanidad, que si no hubiera habido otra
manera dada por nuestra redención, no se habría negado a seguir en aquellos tormentos
amargos hasta el día del juicio. La caridad de Jesucristo, ¿qué agradecimiento no
merece? Y si de los beneficios lo que más hay que estimar es la buena voluntad con que
se hacen, donde fue el beneficio infinito, y la voluntad fue de amor infinito, ¿qué
podemos hacer? Si cuando el traidor que asesinó a Enrique IV, Rey de Francia, fue
justamente condenado a esos crueles tormentos en los cuales murió, llegase antes de
ejecutarse la sentencia el hijo primogénito del rey muerto, se vistiese del hábito del
asesino, y se ofreciese a ser rasgado en pedazos por él, y a morir para que fuese liberado
aquel de sus tormentos, y no sólo se ofrece, pero en realidad lo hace, ¿qué amor y
gracias debiera aquel hombre a quien tanto le amó sin merecerlo él, que le libró de la
muerte, que tan merecida tenía, y con tan buena voluntad y fino amor? ¡Oh Rey de la
Gloria y Unigénito del Padre Eterno!, con nuestro pecado quisimos, cuanto es de nuestra
parte, matar y destruir a vuestro Padre y su ser divino, y siendo muy dignos de muerte y
de llamas eternas, Tú no solo quisiste morir por nosotros, pero eficazmente diste tu
sangre y vida, con tormentos tan inhumanos y estuviste preparado para sufrir más y
mayores por nuestro bien. ¿Cómo vamos a pagar un amor tan grande? ¿Qué
agradecimiento y qué memoria debemos de tener de tan inmenso beneficio?
Consideremos también que por nosotros fue por quien padeció tanto un Señor tan
grande: padeció no por sí mismo, porque le importase algo; padeció no por otro Dios, no
por alguna criatura sobrenatural o de naturaleza superior a las que ahora son; no por
algún Serafín, que fielmente le hubiese servido por una eternidad de años, pero por
aquella criatura vil, la más baja de todas aquellas que son capaces de razón, compuesta

316
de lodo, y su enemiga. Esto nos debe hacer muy agradecidos, que Dios sufrió tanto por
nosotros, quienes menos lo merecíamos.
A esto hay que añadir que sufrió tanto por nosotros, no siendo su sufrimiento necesario
para nuestra redención y liberarnos de la esclavitud del pecado, sino que tomó sobre sí
todas estas penas y tormentos sólo para mostrar su amor para con nosotros, y para
obligarnos a imitarlo en el desprecio del mundo y de toda felicidad humana. Mirémonos a
nosotros mismos en este espejo, y reformemos nuestras vidas. Suframos con él que
sufrió tanto por nosotros. Demos gracias a aquel que nos hizo tanto bien, y a costa suya.
Pésenos en nuestras propias almas que hemos ofendido a un Dios tan bueno, que porque
no fuésemos malos padeció él tantos males. Admiremos la grandeza de la bondad divina,
que, siendo honra de los ángeles, por una criatura tan vil, se quiso abatir al improperio de
la cruz. Amemos a quien tan de veras nos amó: pongamos nuestra confianza en él que,
sin pedírselo, hizo más por nosotros que nos atreviéramos a pedir o desear. Imitemos a
este gran ejemplo, que nos ha propuesto el Padre Eterno en el monte Calvario: para que
compusiésemos nuestra vida conforme a su muerte en humildad y desprecio de todo bien
temporal, para que consiguiésemos los eternos; para que humillándonos ahora, nos
ensalce después, padeciendo aquí, nos consuele a su debido tiempo, gustando en esta
vida lo amargo, tengamos en la otra toda dulzura; y que, llorando en el tiempo, nos
gocemos por toda la eternidad; y así dijo nuestro Salvador al gran imitador de su pasión,
San Francisco: "Toma, Francisco, las cosas que son amargas en lugar de las que son
dulces, si quieres ser bienaventurado." Y de acuerdo con San Agustín (August. Ser XI
ad fratres): "Sabed, Hermanos, que después de los placeres de esta vida, han de seguir
lamentos eternos; porque nadie puede alegrarse tanto en esta vida y en la otra, y por lo
tanto, es necesario que pierda la una quien quisiere poseer la otra. Si deseas holgarte
aquí, sábete que serás desterrado de la patria celestial; pero si aquí lloraras, ya serás
contado por ciudadano del cielo." Y por lo tanto, nuestro Señor dijo (Mt. 5, 5):
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados." Y por esta razón no
se sabe si nuestro Salvador se riese alguna vez; pero lo cierto es que lloró muchas; y por
esta razón eligió una vida de trabajos y dolores, para enseñarnos que este es el camino
del gozo y del descanso.

317
CAPÍTULO V. La importancia de lo eterno, por haberse hecho Dios medio para
obtenerlo, y dejándonos su cuerpo santísimo como prenda de ello

Otro grande motivo para inducirnos a la estimación de lo que es eterno, y al


menosprecio de lo que es temporal, es que Dios se ha hecho medio en el venerable
Santísimo Sacramento de su cuerpo y sangre, el cual instituyó para que nos sirviese de
prenda de los bienes eternos; y así lo llama la Santa Iglesia prenda de la gloria futura; y
también para viático de esta vida temporal, para que pudiésemos pasarla sin el uso
superfluo de los bienes de ella, que son tan peligrosos para nosotros, dándosenos a los
cristianos este pan divino en lugar del maná que se dio a los hebreos. Y por lo tanto, así
como dimos comienzo a este trabajo con una representación del maná de los bienes
temporales, que sirvió como viático a los hijos de Israel en el desierto; así también lo
terminaremos con la virtud de este maná espiritual del Santísimo Sacramento, que es
prenda de los bienes eternos, y dado como un viático a los cristianos para el peregrinar
de esta vida.
Sepa, pues, el cristiano cuánto importa obtener lo eterno, y con qué solicitud lo desea
su Creador, ya que después de haber hecho esas altas expresiones de cariño con su
encarnación y pasión, con el sufrimiento por nosotros de tan grave y cruel muerte, ha
añadido un exceso de amor tal, como para dejarnos en el sacramento más bendito, un
medio para nuestra salvación. ¿Quién no ve en ello la bondad infinita de Dios, ya que él,
que, como Dios omnipotente, es el principio de todas las cosas, y como sumo bien de
todos los bienes, y perfecto él en sí es fin último de ellas, se haya querido hacer también
medio? Alábese el Señor en la sagrada Escritura con mucha razón de que es el principio
y fin de todo; porque esto es digno de su grandeza, y declara una perfección suma, en la
cual no tiene igual, pues por primer y principal principio de su ser no tienen otro las
criaturas sino a Dios, porque él solo es sumamente bueno y perfecto y bienaventuranza
eterna; pero el hacerse medio, y un medio de este tipo, que es cosa común con las
criaturas, y no dice perfección, fue suma dignación y deseo de nuestro bien, y más
haciéndose medio para sr usado, y fiador del albedrío humano, y sujetado a la potestad
del hombre. Los medios de nuestra salvación se pueden considerar de parte de Dios y de
parte del hombre; porque así Dios como el hombre han de obrar la salvación del hombre.
Pues que se sirviese Dios de sí mismo en la encarnación y en la pasión, para la salvación
del hombre, mucha voluntad y amor fue; pero al fin es Dios el que se sirvió y usó de una
persona divina para el fin que pretendía de su gloria; pero que el hombre pueda usar por
medio para su gloria del mismo Dios, esto es sin duda más para maravillar. ¡Gran
maravilla es que se haya igualado en esto Cristo con el agua, y con el aceite y con el
bálsamo! Para que así como los hombres pueden usar del agua en el bautismo para
justificarse, y del bálsamo en la confirmación para santificarse y del aceite en la
Extremaunción para purificarse; así puedan usar de Cristo en este Sacramento de la
Eucaristía, para adquirir mayor gracia y crecer en santidad. Una gran cuestión es,
entonces, la salvación del hombre, ya que para este propósito Dios, que es su último fin,

318
se conformó con ser su medio. ¡No sé a qué más pueda llegar la bondad incomprensible
y la caridad de Dios y deseo que tiene de nuestro bien! Conozca el hombre lo que le
importa salvarse, y no repare en medio que le pueda ayudar para esto. No deje de mover
piedra para cosa que le importa tanto, pues ve al mismo Dios que se quiso hacer medio
de su salvación y se le dio a él por medio, sujetándose en esto al albedrío y voluntad
humana. Mire cuánto importa lo eterno, y como no hemos de reparar para alcanzarlo en
ninguna cosa temporal, pues no repara Dios para eso, ni aun en las eternas; y así es
medio para que te salves ceder de tu honra, negar tus gustos, y dar tu dinero a los
pobres. Por tanto, no repares en nada, pues Dios no perdonó a la grandeza de su ser, que
está por encima de todo, para entregarse por ti.
El Santísimo Sacramento también nos fue dejado en prenda de la gloria futura y la
bienaventuranza eterna. Porque como Cristo nuestro Redentor predicase en el mundo el
desprecio de los bienes temporales, para la obtención de los eternos, y pronunciase esa
sentencia reconfortante (Mt. 5, 3): "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos;" No diciendo será, pero es suyo, dándosenos como de
presente; fue conveniente, que pues no entraban desde luego a gozarle, se les hiciese
alguna equivalencia, y recibiesen prenda de lo que habían comprado en el cielo con el
precio todos sus bienes de la tierra, y esta prenda es el santísimo cuerpo de nuestro
Redentor, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que es de mayor precio y estimación que los
cielos mismos. Bien podemos, pues, despreciar los bienes caducos de esta vida, pues nos
dan en una pieza desde luego tal prenda de bienaventuranza eterna. Bien podemos
renunciar a las riquezas que perecen y los placeres de la naturaleza, pues nos dan el
tesoro de la gracia.
El Santísimo Sacramento es también nuestro viático aquí en la tierra; para darnos a
entender que esta vida no es más que una peregrinación, que viajamos hacia la eternidad;
y que, por tanto, no estamos para alojarnos y descansar en lo temporal. Y debido a que
no hemos de gozar de los bienes de esta vida temporal, ni tampoco todavía podemos
gozar de los futuros, por eso para sufrir la renunciación de aquellos y la esperanza de
estos, se nos da entre tanto este admirable Santísimo Sacramento como viático, con el fin
de que el alma, andando peregrina en este valle de lágrimas, se pueda consolar en el
tiempo de la ausencia de su patria celestial. Consideremos, entonces, qué tal es el fin a
dónde caminamos, pues se nos hace llevadero el camino con bien tan precioso; y qué
tales son los bienes de este mundo, pues porque no gustemos de ellos se nos da esta
prenda del cielo. Los israelitas, en su estancia en el desierto, tuvieron el maná por su
viático, que suministraba todas sus necesidades; ya como sustento de sus cuerpos;
mientras se alimentaron de él no tuvieron otra necesidad; porque ni caían enfermos, ni se
les rompían los vestidos; de suerte que el maná se les dio para que no echasen de menos
otra cosa. Todo esto no es sino una sombra de nuestro viático divino; con el cual no
necesitamos nada, con el cual no tenemos que echar de menos otra cosa, y podemos
carecer de cualquier otro bien temporal mientras tenemos este bien divino.

II. También es un fin principalísimo de esta institución de este sacramento admirable,

319
el ser un memorial de la pasión del Hijo de Dios; que por sernos tan eficaz motivo para
despreciar las cosas temporales (como ya hemos dicho), quiere que nunca nos olvidemos
de ella; y así nos ha dejado sus memorias de muchas maneras, que parece que en todas
las cosas nos la está recordando (Paleot. admir. Hist, de Christi, stigmat. Adricom. 2. par.
Descrp. Hierrus. Num. 45). Por esta razón, en el sudario en el que su cuerpo herido fue
envuelto, cuando le bajaron de la cruz, mantuvo milagrosamente impresa las señales de
su pasión. Por esto, cuando cargado con su cruz, la piadosa Verónica le ofreció su velo,
dejó dibujado su rostro sagrado sangriento; y, como notó Lanspergio (Lansper. Hom. 19
de Passion.), los dedos del soldado armado que le hirió con un bofetón fueron impresos
en el mismo velo. Por esto, cuando cayó postrado en el jardín, y sudando sangre oró a
su Padre, dejó grabados en la piedra donde rezó las huellas de sus pies, rodillas y manos.
Y no muy lejos de allí se encuentra otra piedra, donde, después de haber sido detenido,
los soldados le derribaron en tierra, y dejó impresas las puntas de los dedos de los pies,
manos y rodillas; de la cual piedra, como advierte Brocardo, es tan dura que no es
posible raer nada, ni con hierro, para que quede la memoria de su inefable mansedumbre
y paciencia. De la misma manera, donde pasó el arroyo de Cedrón, dejó otra marca de
sus pies sagrados, como asimismo de la cuerda con que lo llevaban atado. Todo esto es
argumento de cuan impresa quiere nuestro Salvador esté en nuestro corazón la memoria
de su pasión, pues de tantas maneras nos la dejó señalada hasta en las duras piedras,
porque fuera de lo dicho, se han hallado pintadas en varias piedras y jaspes las señales de
su pasión.
También se ha visto naturalmente en un jaspe oriental, figurado el rostro doliente de
nuestro Salvador, coronado con la corona de espinas muy lastimado. Y San Luis
Gonzaga, caminando a la orilla del mar, se encontró (con gran gozo de su espíritu) una
piedra pequeña, en la cual se figuraban claramente las cinco llagas de Cristo, nuestro
Redentor. Y no sólo en las piedras, sino en varias otras piezas de la naturaleza, como San
Anastasio del Sinaí (Anast. Sinaita in Hersan.) observa, nos ha dejado recuerdos de su
cruz y pasión. En la flor de la granadilla se representan perfectamente las señales de los
clavos, de la columna y la corona de espinas. Al dividir el fruto del árbol de Musa,
aparece en algunos de ellos la imagen de la cruz; en otros, de Cristo crucificado; y en
Gante, que tienen en gran estima la raíz de una hermosa flor, traída de Jerusalén, en ella
también está representado un crucifijo. En los elementos también ha puesto las mismas
señales. A Alfonso I de Portugal le mostró Cristo en el aire un escudo con las cinco
llagas; y al emperador Constantino, el principal instrumento de su pasión, la cruz, la cual
ha aparecido infinitas veces. Pero ¿qué más regalada demostración de la memoria que él
desea que tengamos de sus tormentos, que haber impreso sus cinco llagas a tantas
personas siervas suyas? Porque además de San Francisco (Blos. Lib. 15. C. 3, Tritem. in
Chronic. Ad ann. 1500, 13 Aprilis. Moscob. In vita S. Clare), que fue el más favorecido
en esto, marcado con los signos más evidentes, similares fueron recibidas por Santa
Gertrudis y Santa Lucía de Ferrara. Y a la bienaventurada Santa Lucía le corría sangre
en sus llagas todos los viernes. A Santa Gertrudis le manaba de la misma manera sangre
siete veces al día en el tiempo de Semana Santa. Y ¿qué más expresa memoria de la

320
pasión de nuestro Redentor que el corazón de Santa Clara de Monte Falco, en el se
encontró la imagen de Cristo crucificado, y dibujada la columna, los flagelos, la lanza, y
otros instrumentos de la pasión? Fuera de nunca acabar, si hubiera de contar todas esas
varias maneras en que Cristo, nuestro Salvador, ha representado para nosotros su muerte
y pasión, para que siempre la tengamos presente y muy fija en nuestra memoria. Pero,
sobre todo, donde hizo mayor demostración de esto fue en el santísimo Sacramento,
porque este misterio divino es una representación viva de su santa muerte, repitiéndose
con tanta frecuencia como cuantas veces su santo cuerpo se consagra en el mundo
entero, el sacrificio de su cuerpo y sangre y la memoria de su pasión: lo cual fue una gran
demostración de su amor infinito hacia la humanidad; en el que nos da a entender que él
no desea solamente una vez, pero un millón de veces, morir por nosotros; y que a pesar
de que ahora no puede volver a ser crucificado, por motivo de su estado de su cuerpo
glorioso, halló modo su infinita caridad divina de repetir incruenta e impasiblemente el
sacrificio de la cruz y fruto de nuestra redención. ¡Cuán grande es la gratitud que le
debemos a nuestro Salvador por esta expresión infinita, de su buena voluntad hacia
nosotros! Y ¿cómo podemos estar agradecidos, si nos olvidamos de tan útil y ventajoso
beneficio? No apartemos, entonces su pasión de nuestros pensamientos; para que
apartemos de nosotros nuestros gustos, y despreciemos a toda felicidad humana, ya que
contemplamos al Señor del mundo tan humillado.
Por otra parte, el Santísimo Sacramento no sólo es un memorial de la pasión de
Jesucristo, sino de la encarnación y obras maravillosas de Dios; y que no sólo pone en
nuestra memoria lo que Cristo hizo cuando sufrió por nosotros, pero lo que hizo la
Palabra eterna, cuando se hizo carne para nosotros; anonadándose aquel Dios inmenso, a
quien todo el globo de la tierra, le sirve como pedestal, descendiendo del cielo, hasta
encubrir su majestad infinita bajo la condición de siervo; y bajando para esto del cielo: de
la que este divino Sacramento es una representación muy excelente y viva, pues en él
también baja Dios del cielo y ya encarnado y con cuerpo humano se encubre dentro de
un poco de pan, donde esta como anonadado y deshecho. Además, fuera de que así
como nos dan en la Eucaristía a Cristo crucificado, así también nos dan al Verbo
encarnado; de tal manera que estas dos grandes maravillas de Dios, de la encarnación y
de la pasión, se nos representan y, por así decirlo, como multiplican en este bendito
sacramento; el cual fue un gran pensamiento de Dios, y de acuerdo con lo que dijo por
su profeta David (Sal. 39, 6) "¡Cuantas maravillas has hecho, Señor, Dios mío! Cuantos
designios por nosotros, nadie se te puede comparar." Aquí Dios hizo sus maravillas (es
decir, su pasión y la encarnación), cuantas (muchas), repitiéndolas y, por así decirlo,
como multiplicándolos en este Santísimo Sacramento; el cual fue un pensamiento
altísimo del que es la sabiduría suprema; porque otro que él no lo podía pensar, que lo
que es tan extraordinario, como ser sacrificado un Hijo de Dios, y bajar el Verbo Eterno,
haciéndose hombre, del cielo, se hiciese tan ordinario y familiar, como vemos que es el
uso de este misterio divino. Pero Dios no sólo aquí hizo muchas sus maravillas, pero las
hizo grandes, como el mismo David clama: "¡Cuán engrandecidas son vuestras obras,
Señor! Muy profundos se han hecho vuestros pensamientos!" Porque, si bien las obras

321
de la pasión y la encarnación son tan grandes, sin embargo, son por así decirlo ampliadas
y multiplicadas por este santo sacramento. La grandeza de la obra de la encarnación
consistía en esto, que Dios se rebajó y se hizo hombre; y la grandeza de la de la pasión,
en la que se humilló hasta la muerte; pero en este Sacramento se abate y humilla aún
más, convirtiéndose en alimento para el hombre, lo cual es menos que ser hombre, y
morir, que es natural al hombre. Fuera que el fruto general de la encarnación y la pasión
se aplica en particular en este bendito sacramento, a quien lo recibe dignamente, en un
modo admirable. La pasión y muerte de Cristo en el Calvario fue, sin duda, una gran
obra de Dios; pero en este misterio vemos esa misma muerte, pasión y sacrificio, en un
modo incruento e impasible, que es sin duda el mayor milagro, y muestra más la
grandeza del poder divino. La encarnación, también, cuando el Verbo eterno entró en el
vientre de una virgen, fue una gran obra de Dios; pero en este misterio en cierto modo se
engrandeció y extendió, y por lo tanto se llama extensión de la encarnación, pues Dios
nuestro Señor aquí entra en el seno de cada cristiano, para unirle consigo.
Estas son las maravillas de la ley de gracia, acerca de las cuales dijo el profeta Isaías
(Is. 64, 2-3) del Señor: "Haciendo tú cosas maravillosas, inesperadas. Tú descendiste:
ante tu faz, los montes se derritieron. Nunca se oyó, ni se escuchó, ni ojo vio a un
Dios, sino a ti, que tal hiciese para el que espera en él." El profeta habla de esas
maravillas, que iban a ser vistas en la venida del Mesías, que iban a ser tales, como el
mundo nunca había oído hablar, ni entrado nunca en ningún pensamiento, sino es solo a
Dios, y por lo tanto el apóstol, citando este pasaje, dice, que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni cayó en el corazón de hombre, lo que Dios preparó para los que le aman; pues más
allá de estas dos maravillas estupendas, como encarnar y morir por nosotros, se da como
alimento a las almas que permanecen en su gracia y lo aman; que es tan grande y
maravillosa obra que sólo Dios podía pensar en ello. Grande maravilla que solo Dios ha
podido pensar y fuera de Dios nadie; y así como solo Dios la puede estimar, así no hay
hombre que la pueda agradecer, ni corazón humano capaz de soportar el peso de esta
obligación y la grandeza del amor divino, que resplandece en esta maravilla de maravillas.
Tertuliano dijo (Tertul. lib. De Patientia, Cap. 1) que la grandeza de algunos bienes era
intolerable, que según el profeta Isaías, se verifica en este bien y beneficio divino,
diciendo que no se puede tolerar. Por lo cual, se le llama en la Santa Escritura, "El bien
de Dios, o lo bueno de Dios," porque es un bien y un beneficio, que con más claridad
que el sol descubre la bondad infinita e inefable de Dios, que descubre más claro que la
luz del sol su infinita e inefable bondad, con pasmo y admiración del corazón humano. Y
así, el profeta Oseas (3, 6) dice: "Y acudirán con temor al Señor y a sus bienes;" porque
este beneficio divino sorprende y asombra a las almas del hombre, de ver cuán bueno es
el Señor, y cuán grande es este bien que nos comunica; todo lo cual tiende a ningún otro
fin que hacernos despreciar los bienes de la tierra y que estimemos solamente los del
cielo que por este divino misterio conseguimos; porque para esto instituyó Cristo, nuestro
Redentor, el Santísimo Sacramento, para que por él podamos dejar de poner nuestro
corazón en las cosas temporales, y pongamos nuestros afectos en las que son eternas,
para lo cual es particularmente eficaz, y lo experimentará quien dignamente lo recibiere.

322
III. Por tanto, mire el alma que va a comulgar quién es el que entra en ella, y quien es
ella que recibe a tan grande Señor. Acuérdese con qué veneración la Virgen recibió al
Verbo eterno, cuando entró en su santo seno, y mire que es el mismo a quien el cristiano
recibe en su pecho en este divino Sacramento. Que él, por lo tanto, se esfuerce por
acercarse a esta santa mesa con toda reverencia, amor y gratitud, que debería, si es
posible, ser mayor que la de su santísima Madre, pues le debe ahora más que entonces le
debíamos, porque no le debió entonces la Virgen ni los hombres las finezas que ahora le
debemos de haber muerto por nosotros. Considere que recibe el mismo Cristo, que está
sentado a la diestra de Dios Padre, que es el que es el supremo Señor del cielo y de la
tierra; aquel a quien adoran los ángeles; el que nos ha creado y redimido y el Juez de
vivos y muertos; el que tiene infinita sabiduría, poder, hermosura y bondad. Si un alma le
viera como cuando San Pablo le vio, quedaría ciego con su luz y esplendor, ¿qué
reverencia y pasmo le causaría? Sepa que no está ahora menos glorioso que en la hostia,
y que se acerque a él con tanta reverencia como si le viera en su trono de gloria. Con
mucha razón dijo Santa Teresa de Jesús a un alma devota, a quien ella se le apareció
después de muerta, que nos debiésemos de comportar acá en la tierra con el Santísimo
Sacramento, como los bienaventurados hacen allá en el cielo con la Esencia divina,
amándole y adorándole con todas nuestras potencias y fuerzas. Mira que el que viene en
persona a ti es el Señor mismo, aquel mismo Señor que quiso ser tan respetado en todas
las cosas, que porque Uza tocó con la mano el arca de la alianza, le mató luego; y porque
la miraron los betsamitas murieron cincuenta mil de ellos; y tú no sólo lo ves y lo tocas,
pero lo recibes en su esencia. Mira, pues, con que reverencia te conviene acercarte a él.
Los ángeles y serafines tiemblan delante de su grandeza, y los justos le temen; tú,
tiembla, teme, y lo adora a tu gran Señor. San Juan, solamente de estar cerca de un
ángel, se quedó sin fuerza, maravillado de la grandeza y la belleza de su majestad; y tú
no vas a recibir un ángel pero al Señor de los ángeles en tu seno.
Añádase mucho a la fineza de este gran beneficio y benignidad de nuestro Salvador,
que no sólo es grande por la grandeza de la persona que se da en él, sino por la pequeñez
de aquel que lo recibe. Porque ¿quién eres tú, sino una criatura vil, compuesta de lodo,
llena de miserias, de ignorancia, de debilidad y de maldad? Pues si el centurión se tuvo
por indigno de recibir a Cristo bajo su techo, y San Pedro, cuando nuestro Salvador
estaba en esta vida mortal, no se consideró a sí mismo digno de estar en su presencia,
diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador! y San Juan Bautista no se
creía digno de desatar la correa de su sandalia; ¿cuánto más indigno te deberías juzgar tú
de recibirlo en tus entrañas, al que está glorioso, sentado a la diestra de Dios Padre? Los
ángeles del cielo no se hallan limpios en su presencia; mira tú qué limpieza debes
procurar para hospedarlo en tu pecho? Si un rey poderoso visitare a un pobre mendigo
en su casa, ¿qué respecto y agradecimiento le tuviera este hombre? Mira que viene Dios,
Rey de reyes y Señor de señores, no solo dentro de tu casa, pero dentro de ti mismo.
Siete años se tardó Salomón en construir el templo, en el que colocar el arca del
testamento: tú para hacerte templo de Dios ¿cómo no te preparas algún tiempo? Si Noé

323
se tardó cien años en construir el arca en el que se había de salvar los que iban a escapar
del diluvio; tú para hacerte sagrario del Salvador del mundo, ¿por qué no gastas siquiera
algunos días u horas para hacerte un tabernáculo para el Salvador del mundo? He ahí tu
vileza y lo que debes hacer. Moisés, para hacer un arca para las tablas de la ley, no sólo
escogió madera preciosa, pero la cubrió toda con oro: tú, gusano miserable y vil, ¿por
qué no te preparas y adornas para recibir al Señor de la Ley?
Considera también a qué viene, que es a hacerte partícipe de su divinidad por la gracia
que te comunica, viene a curar tus heridas y enfermedades; viene a remediar tus
necesidades; viene a unirse contigo; viene a ti a deificarte. He aquí, entonces, la infinitud
de su bondad divina, que de este modo se derrama y comunica a sus criaturas. He aquí
lo que se te da aquí y para qué se te da. Dios se da a ti, para que seas divino, y no de la
tierra. En otros beneficios Dios te otorga sus dones, pero aquí se te hace don tuyo, para
que seas todo suyo. Se te da el mismo Dios, para que tú te des todo a Dios. Si, a partir
de la encarnación del Hijo de Dios en las entrañas de la Virgen, deducimos el gran amor
que tuvo a la humanidad, pues por su causa hizo tal jornada, de tal extremo de grandeza
a tal extremo de bajeza, como para encarnarse en el seno de una virgen; mira tú cuanto
te ama, pues por sustentarte en la vida de la gracia, hecho verdadero majar de tu alma,
viene de la mano derecha del Padre Eterno a encarnarse en tu impuro pecho; Jesucristo
viene también a hacerte un cuerpo consigo, para que de una manera admirable te unas
con él, y seas partícipe no sólo de su espíritu, pero de su sangre. Lo que ha de causar
esta consideración en el pecho de un cristiano, se podrá echar de ver en el corazón de un
gentil. El emperador Antonio el filósofo escribe (Anton. lib. 1 et 2) que, dado que somos
parte del mundo, debemos estar contentos y satisfechos con cualquier acontecimiento
que nos sobrevenga, y no hacer cosa indigna de razón. Pues por ser parte de Cristo ¿qué
debemos hacer nosotros? Dignas habían de ser nuestras obras, no solo de ángeles, sino
de hijos de Dios.
La manera en que este beneficio se otorgó es para enternecerte. Porque es con amor
tan singular pues es queriendo Dios unirse contigo. Es en comida, con su precioso
cuerpo y sangre; humillándose a cuanto pudo por ti: es pisando las más constantes
leyes de la naturaleza, y obrando milagros más prodigiosos que los que hizo Moisés en
Egipto. Todo lo cual es una demostración del deseo infinito con que pretende tu bien,
pues no repara en cosa alguna. Dios se da a ti de la manera más fácil para ti y más
costosa para Dios, porque se te da en comida. Es más natural para el hombre comer y
muy sobrenatural que Dios sirva de manjar. Considere quien acaba de comulgar qué
debe por tan inefable beneficio; haga cuenta que Cristo, sentado en su corazón, le dice
lo que preguntó a sus apóstoles, después de haber lavado sus pies. ¿Sabes, alma, lo
que he hecho contigo?; ¿sabes el don que te he dado?; ¿sabes el honor y favor que te
he hecho?; ¿sabes lo que has recibido?; ¿sabes lo que tienes dentro de ti? Sabes que es
tu Dios y Redentor; sabes que es quien te desea todo bien; y por eso sedle agradecido;
no queriendo bien de la tierra, sino al que es eterno y sumo bien.

324
CAPÍTULO VI. Si se han de pedir cosas temporales; y cómo nuestras oraciones
deben apuntar a los bienes eternos.

La diferencia entre temporal y eterno es fácilmente descubierto por el poco caso que
hace Dios en conceder bienes temporales, y el gran placer que le produce que le pidamos
bienes eternos, por la estima que quiere tengamos de ellos; porque las cosas temporales
las concede a veces como un castigo, las eternas como una gran recompensa; que si no
es por los méritos infinitos de su Hijo, no las concediera. Por esta razón, el mismo Cristo
nos encarga que debemos pedir al Padre en su nombre, y que dará cuanto le pidiésemos
por él, e invitando a sus discípulos que le pidiesen también, pues hasta entonces no le
habían pedido nada; siendo así que le habían pedido algunas cosas temporales. Pero
porque lo temporal se debe estimar por nada, se dice que no ha pedido cosa quien solo
ha pedido bienes temporales y ningunos eternos; y así la promesa de nuestro Salvador de
que su padre concedería todas nuestras peticiones en su nombre, se debe entender sólo
cuando demandamos los bienes eternos de la gracia y la gloria. Mas lo temporal es de tan
poco valor, que por sí mismo, o en su nombre, Cristo no quiere que lo pidamos, ni
promete que se nos concederá, porque en el acatamiento divino todo se reputa por nada,
cuando no conduce y ayuda a nuestra salvación y todo lo que no es pedir a Dios la
salvación eterna o en orden a ella, es pedir nada, y así dice San Agustín (August. Trac.
102 in Joan..), "Este gozo se pedirá en el nombre de Cristo, si entendemos la gracia
divina, si pedimos la vida que es con verdad bienaventurada; y en cualquier otra cosa
que se pidiera, nada se pide; no porque totalmente no sea nada, sino porque en
comparación de una cosa tan grande cualquier otra cosa que se deseare es nada;" de
tal manera que, según San Agustín, aunque mil veces pidamos cosas temporales, nada se
ha pedido a Dios nuestro Señor.
Por esta razón, muchos sabios han puesto en duda si podemos legítimamente pedir a
Dios por las cosas temporales del mundo. Diré primero las opiniones de los más grandes
filósofos y, luego, lo que enseñan los grandes teólogos acerca de esta controversia.
Marco Aurelio (Marc. Aurel. Lib. 9), en nombre de muchos filósofos, dice que no se ha
de pedir bien temporal, sino que antes debemos de rezar para no hacer caso de ellos ni
desearlos; y por lo tanto, así responde en este discurso tan prudente, en el que no quiere
saber nada de un cristiano, que no reconoce un solo Dios en lugar de tantos, que de este
modo afirma: "¿Oh los dioses pueden hacer algo o no? Si no pueden, ¿por qué oras? Y
si pueden, ¿por qué no rezas primero que te den que no temas ni desees ninguna de
estas cosas de la tierra, ni te pene más porque te falten sus bienes que porque los
poseas? Porque si pueden ayudar a los hombres, en esto, también lo podrán hacer.
Dirás acaso que Dios te puso estas cosas en potestad: es así; pero dime: ¿no es mejor
que de las cosas que están en tu albedrio uses con libertad, que solicitarte y afligirte
por las cosas que no están en tu mano, con un ánimo esclavo y abatido? Y ¿quién te
dijo que los dioses en las cosas que nos están sujetas no nos pueden dar su ayuda?
Empieza pues a orar por estas cosas y verás lo que pasa. Si uno pide alcanzar alguna

325
mujer, tú pide que ni te pase por el pensamiento tal deseo, otro pide ser aliviado con
alguna cosa, tú pide que no tengas necesidad de alivio; otro ruega que no pierda a su
hijo, tú ora que no temas esto. Haz, pues, en esta forma tus oraciones, y verás lo que te
sucede." Por lo tanto, era la opinión de este filósofo, que no debemos orar a Dios por las
cosas temporales, sino por la forma correcta de usar de ellas, que es la virtud. Oigamos
también lo dicho por Sócrates, el más excelente de los filósofos morales, el cual como
refiere Santo Tomás S. Thom. 2. 2. q 83. art. 5.), juzgaba que no se ha de pedir nada a
Dios, sino que nos diera cosas buenas, porque sólo Dios sabe lo que es bueno y
conveniente para nosotros, y los hombres, en su mayor parte, desean y oran por aquellas
cosas que, si se obtienen, nos son dañinas. Estas sentencias son aprobadas por Santo
Tomás y los demás teólogos en cuanto a hacer oración por cosas temporales, de las
cuales podamos usar mal; y así llega a la conclusión, que no se ha de pedir
determinadamente bien alguno temporal, pero sólo los espirituales y eternos, estos son
los que absolutamente se deben y pueden pedir; no lo temporal, sino en cuanto sirven
para obtener lo eterno, y en segundo lugar, y solo lo suficiente.
Lo cierto es que es muy agradable oración que se ofrece a Dios sólo para la obtención
de los bienes eternos, sin tener respeto a bien ni comodidad de la tierra. Esta oración da
muy suave olor a Dios, como aquella tan celebrada varilla o pebete de perfume, que se
admira en los Cantares (Ct. 3, 6) compuesta de incienso, mirra y especias, que ascendían
directamente al cielo. Con lo cual, dice San Gregorio: “Que la oración se dice esta
pequeña varilla de humo oloroso; porque, mientras solo pide las cosas de la tierra,
sube directamente al cielo, de tal manera, que no se inclina a pedir las cosas de la
tierra”. Bien puede verse lo poco que nuestro Salvador gusta de estas peticiones
terrenales, por la respuesta que dio a la esposa de Zebedeo, cuando le pidió la honra que
sus dos hijos se pudieran sentar, uno a la mano derecha de su trono, y el otro a su
izquierda; nuestro Salvador respondió con gran resolución, que no sabían lo que pedían;
porque, como dice San Juan Crisóstomo, su petición fue de cosa temporal, y no
espiritual y eterna. Ciertamente, es un necio, quien, habiendo que pedir el cielo gasta el
tiempo en pedir cosas de la tierra; necio es, quien, habiendo que pedir gloria eterna, se
pone a pedir honra temporal; necio es, quien, habiendo que pedir gracia de Dios, pierde
su tiempo en pedir el favor de los hombres. Ciertamente, no sabe lo que pide quien ora
para ser rico; no sabe lo que pide quien ora por grandes lugares y puestos; quien pide
honra, comodidad, placeres, o cualquier cosa que termina con el tiempo, no sabe lo que
se pide quien pide algo de esto, porque no sabe cuan poco es todo esto que el tiempo
consume.

II. Paludano observó tres errores en la petición de la madre de Santiago y San Juan
(Palud. Enar 1. de S. Jacobo.): La primera, que no guardó el orden debido en la petición;
la segunda, que no tuvo intención clara y libre de afectos de carne y sangre; y la tercera,
que fue materia vana la de su petición. Todos estos errores se encuentran cuando se
piden cosas temporales sin atender a las eternas; porque ¿quién no ve que quien pide
cosa temporal quebranta todo orden, pues procede sin orden? Por lo que no puede ser

326
mayor desorden que se pida lo poco, y se deje de pedir lo mucho; que se pida lo que no
es necesario, y se menosprecie lo que es por extremo necesario? Las necesidades del
cuerpo no tienen ninguna comparación con las del alma. El alma tiene más necesidad de
la gracia divina, que el cuerpo de los alimentos. El alma tiene más enemigos, y se
encuentra, por lo tanto, con mayor necesidad de la gracia y la ayuda de los cielos, en
contra de ella se encuentran los poderes infernales, y por lo tanto se encuentra en mayor
necesidad de auxilio y socorro divino. Gelasio papa (Gelas. Contra Pelag. Heres. c. 5, lib.
6), hablando de nuestros primeros padres, dice, que cuando estaban en el estado de
inocencia, llenos de tantas gracias y dones con que Dios les había enriquecido, y que no
tenían los adversarios que ahora tenemos, porque ni la carne era enemiga, ni el mundo;
sin embargo, debido a que no rezaron por la asistencia y el favor divino, vinieron a
perecer. Habiendo recibido, dice este gran Papa, tal abundancia de la gracia de Dios,
no pudieron estar seguros, porque no oraron; lo cual no se dice que hiciesen. ¡Cuán
necesario es entonces para nosotros orar, pues carecemos de la justicia original, estando
nuestra naturaleza debilitada y corrompida por el pecado, teniendo por enemigos el alma
nuestra carne rebelde, y el mundo entero, con todos sus instrumentos de vanidad y
engaño, y tantas ocasiones y peligros de pecado, e irritados más los demonios cuando
han visto las finezas y favores singulares expresados hacia nuestra naturaleza por el Hijo
de Dios! Así que no es posible declarar la gran necesidad que tenemos de la gracia
divina; y olvidarnos de esta gran necesidad, y dejar de dar voces y llorar al cielo por su
remedio, es un desorden y necedad grandísima. Si un hombre, quien estuviese
pereciendo de sed, en verano, en algún desierto, con los rayos abrasadores del sol del
mediodía, si se encontrase a alguien que tuviese agua fría, ¿dejara de pedírsela tan pronto
lo viere? Y si no le pidiese esto de que tanta necesidad tenía, sino otra cosa que no
tuviese necesidad, como una capa caliente, la que sería útil solamente en invierno, y en
verano es una carga y problema, ¿qué mayor desorden se podría imaginar? Sin duda, una
mayor locura y trastorno no se puede imaginar, que pedir bienes temporales, que sólo
son de cuidado y nos enredan, y no pedir el agua de la gracia divina, sin la cual estemos
seguros de perecer. Pero incluso en los mismos bienes temporales, no sabemos qué
orden observar para pedirlos, porque no sabemos cuáles son más conveniente para
nosotros. ¿Quién puede saber si le sea mejor la salud que la enfermedad, ya que puede
ocurrir que estando en la salud, puede caer en algún pecado grave y ser condenado, y
estando enfermo se puede arrepentir y se salve? ¿Quién sabe si le están mejor las
riquezas que las pobrezas, ya que al estar en abundancia del todo no se acuerde de Dios,
y estando en necesidad de todas las cosas, pueda recurrir a su santo servicio? ¿Quién
sabe si le sea mejor ser honrado que sufrir confusión, ya que el honor le puede hinchar
en vanidad, y la humillación le puede ser de escarnio y dar prudencia? Nadie sabe lo que
es bueno o malo para él. Porque los bienes que deseamos muchas veces son nuestra
ruina y destrucción, y los males que lloramos se nos convierten en singulares bienes.
¿Cómo puede haber, entonces, orden en pedir lo que no sabemos si nos está bien
poseer?
El segundo gran error en nuestras oraciones por las cosas temporales es el afecto

327
desmesurado y la falta de intención pura que acompañan a tales peticiones, mientras que
nuestras oraciones deben de nacer de un ánimo puro, mortificado, y completamente
deseoso de servir a Dios. Para significar esto, el fuego con que se quemaba el timiama
(incienso) se traía desde el altar de los holocaustos, porque para que nuestras oraciones
sean agradables, y de olor grato a Dios, han de nacer de un corazón encendido, y
sacrificado a su Majestad divina en verdadero holocausto de todas sus voluntades y
afectos; y puede temer uno, que pide a Dios de otra manera alguna cosa temporal, no se
le conceda para gran castigo. Por lo tanto, dice Santo Tomás (S. Thom. 2. 2. q. 83, art.
6), que nuestro Señor Dios concede a los pecadores lo que desean con mal afecto por
castigarlos con sus malos deseos. Así concedió las codornices que pedían los israelitas
para comer, y se quedaban muertos con el bocado en la boca. Deberíamos, por lo tanto,
ser cautos en nuestras oraciones, y temblar ante nuestros propios deseos, pues nos
pueden resultar tan mal para nosotros. Y no me espanto en absoluto que el que desea los
bienes de este mundo es a menudo castigado con su misma petición, ya que es una
especie de desvergüenza de usar a Dios como un medio para la obtención de lo que ha
de ser o nos puede separar de Dios, y de nuestro último fin. Guido, el Cartujo, dijo que
el que reza por las cosas temporales usa semejantes términos con Dios, que una esposa
usara con su marido si le pidiera que le trajese él mismo por su mano un vil esclavo con
quien adulterase; pues con el deseo de bienes temporales, aumentamos nuestro afecto a
las cosas de la tierra, lo que nos hace olvidar amar a nuestro Creador, y orando por ellos,
oramos por los instrumentos y ocasiones de ofenderlo, abusando tan mal de sus
beneficios, que hacemos de los medios fin y del fin medio, pues queremos no solo usar
de las criaturas, sino gozar de ellas con ofensa y olvido de Dios, que es nuestro último
fin, y queremos nos sirva y ayude para nuestros gustos y contentos, que son contra el
gusto divino. No hagamos esta traición, en contra de nuestro Señor Dios, sino pidamos lo
que puede redundar en su gloria y en nuestro propio beneficio: lo espiritual, lo eterno; a
saber, su gracia, su conocimiento, la imitación de su Hijo, el desprecio del mundo, y lo
que es conforme a su santa voluntad. Esto podemos pedir de forma segura, y él
ciertamente nos dará, porque es para nuestro bien. Y por lo tanto en la oración, que
nuestro Señor mismo nos ha enseñado, después de haber dicho (Mt. 6, 10-13): "Hágase
tu voluntad", hablamos con Dios, mandando y diciendo de manera imperativa, "Danos
hoy nuestro pan de cada día, y perdona nuestras deudas" por la certeza que tiene la
oración cuando uno se conforma con el querer divino; y es, como señala Orígenes, de
singular confianza mandar lo que se ora.
El tercer error en nuestra petición de los bienes temporales es, que se pidan cosas
vanas, sin sustancia ni provecho; pues toda dicha y grandeza temporal, es humo y
vanidad, es muy corta, muy inconstante, y caduca, e indigna del corazón del hombre,
que debe enteramente fijarse en lo eterno, y arrollar el resto bajo los pies, como esa
mujer misteriosa en el Apocalipsis, que estaba rodeada y penetrada del sol, mas pisaba a
la luna bajo sus pies; porque el sol, que es perfectamente circular, es símbolo de la
eternidad; y la luna, que es falsa, menguada y mudable, es figura de lo temporal, y así
justamente se huella; mas el corazón estaba lleno del sol por la estima y amor que hemos

328
de tener a lo eterno, no amando, no deseando, no pidiendo otra cosa. El sol tiene su
propia luz; la luna no, si no que la recibe del sol. De la misma manera, lo eterno es un
bien por sí mismo; lo temporal no, si no recibe alguna bondad de lo eterno, en cuanto se
endereza a ello, y sirve para alcanzarlo; pero en sí toda felicidad temporal no es más que
vanidad, humo, espinas, engaño, y miserias. Pues ¿Con qué cara puede un cristiano pedir
tales cosas de Dios Todopoderoso, que no son más que humo y vileza? Porque en el
acatamiento y concepto divino no es otra cosa la prosperidad humana. Considerando
esto, San Juan Crisóstomo habla de esta manera (Chrys. hom. 79 in Matth.): “Un juez
romano no va a entender tus razones, a menos que le hables en su lengua latina; de la
misma manera, Cristo no te oirá, si no le hablas en lenguaje de manera que tu boca se
conforme con la del mismo Cristo.” Pues en lenguaje de nuestro Redentor las riquezas
son espinas, la honra humo, los placeres víboras, y, por tanto, quien pide por cosas de
esta naturaleza es pedir otros tantos males; y como no hay un padre, que, si su hijo, en
vez de pan, le pida un escorpión, se lo diere, así también Dios, a los que tiene por hijos y
quiere bien, cuando le piden cosas temporales, se las niega, porque no les está bien. Por
esta razón, la honra temporal que pidió la mujer de Zebedeo para sus dos hijos fue
denegada por nuestro Salvador, y les desengañó que no sabían lo que pedían, porque
pedían por bien verdadero lo que no era, y en lugar del honor del reino temporal, que le
pedían, les concedió el martirio, en que no pensaban, que los condujo a la felicidad
verdadera y eterna.
Aprendamos, pues, a orar, y no erremos en un asunto de tanta importancia; porque si
un error es mayor, cuanto es de más momento la cosa en que cae, grandísimo error será
en materia de oración, de la cual tenemos precepto divino y una promesa infalible, que si
pedimos lo que es necesario para nuestra salvación en su nombre, no dejaremos de
obtenerlo. No pidamos, pues, en el nombre de nuestro Salvador, aquello por lo que no
quiso morir, sino lo que compró para nosotros con su preciosa sangre y vida, que son los
bienes del cielo y la salvación eterna. Para esto hemos de suspirar, por esto hemos de
orar y reflexionar cuán grande y culpable descuido es, no orar siempre, por lo que
importa tanto como es la salvación, y de que solamente tenemos promesa que nos ha de
oír, y no de las demás cosas, que el mundo estima y el tiempo consume.

329
CAPÍTULO VII. Cuán dichosos son aquellos que renuncian a los bienes
temporales por asegurar los eternos.

Si todo lo que se ha dicho no es suficiente para que no despreciemos a los bienes de la


tierra, por los que esperamos en el cielo; y si no nos basta el ejemplo de nuestro Salvador
y las demostraciones que hizo para que estimásemos lo eterno y menospreciemos lo
temporal, sino que con todo eso lo anteponemos por estar presente, con ser tan pequeño,
a lo que es tan grande e inmenso, como lo eterno, que está por venir; muévanos nuestro
interés presente con la palabra y promesa del Hijo de Dios, por la cual no solo despreciar
los bienes, sino renunciarlos totalmente, debíamos, como muchos filósofos lo han hecho
por la comodidad de esta vida, y tantos santos, por la esperanza de la otra. Traigamos a
la mente lo que dijo el Salvador del mundo: Todo aquel que dejare a su padre o madre,
hermanos o hermanas, o su casa, o campos y heredades por él, recibirá en esta vida cien
veces más, y, después de la muerte, poseerá la vida eterna. En tales palabras hemos de
considerar la grandeza de la promesa, y la importancia de aquello por lo cual se promete
cosa tan grande. Sin duda, es que ha de ser de suma importancia el renunciar a nuestros
bienes temporales, pues para movernos a ello nos convida el Hijo de Dios con tan gran
promesa; y si es conveniente renunciarlos como cosas venenosas y que nos hacen daño,
¿qué excusa puede haber de no despreciarlo siquiera? Y ya que no se despreciasen, ¿qué
razón puede haber en amarlos y preferirlos antes de lo eterno? Mucho, y muchísimo,
importa despreciar lo que es conveniente dejar; mucho conviene arrancar de nuestros
corazones el afecto a aquellas cosas que no son aptas para nosotros tener. Tampoco es
mucho decir que es ventajoso para nosotros renunciar a esas cosas temporales caducas,
y que San Buenaventura (In Apolog. Pauper.) juzgó no solo conveniente pero necesario;
y por lo tanto, así dice que la raíz de todos los males, según el apóstol, es la codicia, de la
cual el orgullo, es su compañero, y en donde todos los pecados tienen su origen, alimento
y aumento. Con lo cual, San Agustín la llamó el fundamento de la ciudad de Babilonia.
Esta codicia está enclavada en el afecto del alma, como en su propio sujeto, pero se
apacienta y alimenta de las cosas exteriores que poseemos; por lo cual es necesario que
su perfecta extirpación abrase a estas dos cosas: que no sólo quite aquella sed interior
sino la posesión exterior: aquella se hace solo con la voluntad y con el espíritu, pero lo
segundo con obra y afecto, pues por esto que no es tan importante, y juzgó por forzoso
San Buenaventura, nos prometen en esta vida cien doblado y después la bienaventuranza
eterna. ¡Oh cuán grande es la distancia que hay entre las cosas temporales y eternas, que
da más aun por esta vida solo la esperanza de lo eterno que otro bien alguno temporal
que nos pueda dar la posesión y el señorío de los bienes temporales! No por ser uno
señor de las cosas temporales y poseerlas, se nos doblan; pero al ser renunciadas por
Cristo, se multiplican cien veces, y confieren el reino de los cielos. La abundancia de los
bienes temporales (como ya se ha observado) impide y obstruye los placeres y los
contentos de la misma vida, por la cual se buscan, y después suelen despeñar en las
llamas del infierno; de manera que no sé cómo es que los más ricos no son los más
contentos ni aun los menos necesitados. Parece más bien que sus bienes disminuyen en

330
sus manos, y son de menor valor entre ellos que en los pobres; por lo menos, les vale
menos diez, que a un pobre uno; y así como a los pobres, por haber renunciado a sus
bienes por Cristo, se les multiplica cien veces, así a los ricos, que, olvidándose de su
Redentor, están ocupados en su totalidad en amontonar riquezas, parece que se les
disminuyera cien doblado, y de ciento no gozan uno. Fuera de que están tan llenos de
cuidados, peligros, temores y perturbaciones, que no saben cuáles son los verdaderos
contentos de esta vida, y después corren el peligro de condenación eterna. Pero, por el
contrario, los que son pobres en espíritu, y han abandonado sus posesiones en nombre
de Cristo, están en este mundo llenos de alegría, paz y sosiego, y en la siguiente gozan
del reino de los cielos. ¡Oh cuán dichosos son los que llegan a entender esto, y saben
cambiar la tierra por el cielo! ¡Oh con cuánta razón llamó Cristo bienaventurados a los
pobres de espíritu, que han dejado todo por él, y pues disfrutaran de una doble
bienaventuranza, una en esta vida presente, y otra en la vida futura; aquí cien doblada de
lo que no poseen y después la posesión de la vida eterna! ¡Oh dichoso el que sabe
comprar con las riquezas de la tierra el tesoro de la gloria, en muerte, y en vida, cien
veces doblado sus bienes!
Bien se verifica esto, según dice el abad Abraham (Cassian. Collat, ult. cap. ult.) en las
personas religiosas, que han abandonado todo lo que tenían sobre la tierra para vivir en
un estado de pobreza; que por un padre que dejaron encontraron un centenar en la
religión, y por un hermano, un centenar de ellos que con caridad cristiana les aman, y por
una posesión un centenar de posesiones, y por una casa un centenar de casas, con la
multitud de monasterios de su Órden; de modo que no hay duda que esta recompensa no
sólo es doblada un centenar de veces, pero multiplicada a una proporción mucho mayor.
Lo mismo se puede ver en otros servidores de Dios, que lo sirven en la pobreza
voluntaria, que como señala Beda, cuanto con más afecto sirven a su Señor habiendo
renunciado a todos sus bienes temporales, dispone el mismo Señor que con tanto más
afecto y liberalidad les acudan otros en sus necesidades y faltas, sirviéndose de los bienes
de todos, porque como dice el apóstol, no teniendo nada, lo poseen todo.
Pero aunque esta recompensa faltase, no fala otro premio cien veces mejor, que es el
que nota San Jerónimo (Lib 3 in Matth.): "Que el que deja por nuestro Salvador, las
cosas carnales recibirá las espirituales, que, en su comparación y valor, será como si
un pequeño número se comparase con ciento." Buscamos los bienes de la tierra, para
vivir con contento en la vida; pues si esto se alcanza con muchas ventajas con el
menosprecio y dejación de ellos, ¿Qué podemos desear más? Ciertamente, el que deja
todo por Cristo, tiene cien doble de consuelo y gusto, que el más hacendado y rico;
porque así como hemos dicho que los bienes de esta vida son tediosos y molestos,
incluso la vida misma; así también el verse libre de ellos y de las preocupaciones, e
incomodidades que los acompañan, alivia el corazón y nos hace la vida dulce y
agradable. Con lo cual, notó San Juan Crisóstomo, que los jóvenes en el medio del horno
de fuego en Babilonia fueron recreados por un viento fresco y agradable y rocío muy
apacible, así también a los que están en la pobreza, a la cual la Santa Escritura llama un
horno, les recrea el aire del cielo y el rocío del Espíritu Santo. Es esto de tal manera, que

331
San Bernardo, al hablar de los monjes de Claraval, dice, que sacaban de su pobreza, sus
ayunos y grandes penitencias, tantos consuelos y regalos espirituales, que les causaba
gran recelo y temor no les quisiese Dios premiar aquí, pareciéndoles que, pues tenían el
cielo en esta vida, le perderían en la otra. Con lo cual, fue necesario que el mismo San
Bernardo les hiciese un sermón probándoles que hacia agravio a la gracia del Espíritu
Santo, el que ponía dolencia en lo que comunicaba. Ciertamente, los siervos de Dios son
altamente recompensados, ya que reciben incluso en esta vida tales alegrías celestes por
las cosas temporales que han abandonado. Si como dijo Casiano (Cassian. Sup) uno, por
un determinado peso de cobre, fuera a recibir uno en oro, creo que pensaría que había
hecho un buen negocio y juzgaría que había recibido cien doblado. Pues de la misma
manera se puede tener por bien pagado quien, por renunciar a un gusto de la tierra, le
recibe el cielo y por el gozo del mundo le recibe de Dios. Esto se verifica plenamente en
lo que le pasó a la Arnulfo cisterciense (In Hist. Cister.), el cual, siendo noble y rico, y
abundaba en todo lo que estima el mundo, movido por los sermones de San Bernardo, se
convirtió en un monje del monasterio de Claraval, en el cual vivió una vida rigurosa y
santa, que vino a estar muy enfermo y con muchos dolores, tantos, que el gran dolor se
desmayaba y cuando volvía en sí, gritaba, "es cierto, es cierto, lo que has dicho, oh
bendito Jesús!" Y para algunos de los presentes, que pensaban que la extremidad del
dolor le hacía delirar, decía: "Hermanos, yo he hablado de esto en mi sano juicio, porque
el Señor prometió en el Evangelio, que el que, por su amor, dejara a su padre, madre o
bienes, había de recibir en esta vida ciento por uno, y después la vida eterna, lo que yo
experimento ahora ser así; porque esta multitud de penas y dolores me es tan dulce por la
esperanza de la vida eterna que siento en mí, que no quisiera carecer de estos dolores y
de esta esperanza, no sólo por lo que dejé en esta vida, sino por cien veces más que
fuera; y si a mí, que soy un pecador y tan malo, los dolores, que merezco, me son cien
veces más suaves que mi antiguo poder y riqueza, ¿qué serán para un hombre justo, y a
los devotos religiosos? Por esto, evidentemente, parece que el gozo espiritual, aun en
esperanza, produce mil veces más gusto y contento que la posesión de todos los placeres
carnales y temporales." En lo que dijo este siervo de Dios, todos los que estaban
presentes quedaron atónitos de que un hombre ignorante e iletrado, entendiera tan bien y
hablase asuntos tan altos.

II. El gozo de los pobres de Jesucristo, que han renunciado a todo por su amor, es por
dos causas: en primer lugar, por el gusto que trae consigo la pobreza por su ausencia de
dificultades de los bienes temporales, como lo confesaron los mismos gentiles, por lo que
Apuleyo (Valer. Max. Lib. 8, 7) llamó alegre a la pobreza y Séneca decía que daba mejor
sueño el césped de la tierra que la lana teñida de púrpura de Tiro. Y Anaxágoras
enseñado por la experiencia, dijo que encontraba más contento en dormir sobre la tierra,
y alimentarse de hierbas, que en camas de plumas y deliciosos banquetes, teniendo el
ánimo inquieto. La segunda causa de este gozo, no es por la naturaleza de la pobreza,
sino por la particular gracia de Dios, que premia a aquellos con los placeres del cielo, que
han renunciado a los de la tierra: llena de riquezas espirituales a aquellos que renunciaron

332
las temporales. Porque en verdad, la pobreza es muy querida y privilegiada por Cristo; y
por lo tanto así premia a los pobres, aun en esta vida, con muchas gracias y favores
particulares.
Además de esto, las muchas y grandes utilidades, que este desprecio de las cosas
terrenas trae consigo, pueden servir de premio equivalente al cien doblado, y aun al mil
doblado; porque si todo el mundo se diera por no hacer un pecado, no sería aún
equivalente precio; y por la pobreza evangélica y menosprecio del mundo, ¿cuántos
pecados se evitan? Son innumerables, porque por ella no sólo se arranca la raíz de los
pecados y el instrumento de ellos; pues quitada la abundancia, se quita la insolencia,
arrogancia y orgullo, que brotan de ella como el humo de un incendio; se quita también
los medios para cometer muchos otros pecados, que se siguen de las riquezas. Pues las
virtudes, que acompañan a la pobreza y del desembarazo de las cosas temporales más
valen que cien doblado que los tesoros de Creso, como son la humildad, la modestia, y la
templanza. Y por lo tanto, es gran verdad lo que San Juan Crisóstomo dice y pondera
(Homil 8, in ep. ad Hebr.) “Que en la pobreza poseemos más fácilmente las virtudes.”
Tampoco es de pequeña estima ayudar más el estado pobre a satisfacer por los pecados
hechos, conforme a lo que se dijo al justo por el profeta Isaías: "En el horno de la
pobreza te elegí", esto es te purifiqué. Asimismo, es un gran asunto el ser libre y
desocupado de empleos inútiles y viles de las cosas de la tierra, donde los pobres tienen
tiempo para hacer ejercicio de la virtud, tratando con Dios y sus ángeles, y empleándolo
en la contemplación de la eternidad.
El honor, la dignidad y señorío de las cosas bien vale de cien doblado que alcanza el
pobre de espíritu, porque así como es de gran vileza la de los ricos ser esclavos de su
codicia, y de cosas tan viles como las riquezas de la tierra; así es gran honor de los
pobres eximirse de esta servidumbre, señorearse de todo con el desprecio que de ellos
tienen; y, como dice el apóstol, por despreciar todo, poseen todo; de manera que no hay
riquezas, ni reino que se le puedan comparar, porque los reinos tienen sus límites y
fronteras, de donde no pasan; pero este reino de la pobreza no se limita ni estrecha con
términos; si no que por el mismo caso que no tiene nada, lo tiene todo, porque no puede
poseer el corazón alguna cosa, sino siendo señor de ella; y no es señor de ella, sino es
siéndole superior, y esto no lo puede ser, sino sujetándole todo a sí mismo; por lo cual
cuanto fuere más señor y poseedor es más superior. Ahora, el que desea ser rico, es cosa
cierta que no pueden dejar de amar aquellas cosas sin las cuales no pueden pasar, y
cuanto les tienen de amor, tanto tienen de cuidado, solicitud, y servidumbre; pero
cualquiera que los desprecia, no sólo es superior a ellas, sino también señor y poseedor
de ellas. Por tanto, San Juan Clímaco (La escala espiritual) dijo muy bien, que el
religioso pobre, que pone todos sus cuidados en Dios, se hace señor de todo él, y todos
los hombres le son como sus siervos. Por otra parte el verdadero amor a la pobreza no se
aficiona vilmente a las cosas temporales; pues todo lo que tiene, o puede tener lo reputa
como nada; y cuando le falta algo, no le es más problemático que si le faltara el estiércol
y la suciedad.
Pero por encima es Dios, el que se posee por la pobreza, y en opinión de San

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Ambrosio (Psal. CXVIII.) es el cien doblado que se recibe por todo lo que se dejó:
porque, así como la tribu de Levi, que no tenía parte en la distribución de la tierra de
Palestina, le prometió Dios por eso que él había de ser su posesión y la parte de su
herencia; por lo que, con mucha razón a aquellos que se niegan voluntariamente a tener
parte en los bienes de la tierra, Dios mismo es su posesión y riqueza, y todo bien, incluso
en esta vida. Pero el bien de la pobreza va mucho más lejos, y no solo da cien doblados
bienes y consuelos, y al mismo Dios en esta vida, pero en la otra da el reino de los cielos,
y así son dichosísimos los que renuncian la dicha y felicidad de este mundo, como, San
Agustín dice: (Ser 28, de Verb. Apost.): "Grande felicidad y dicha suma de los
cristianos, es que, con el rico precio de la pobreza, compran el rico premio de la
gloria. ¿Quieres ver cuán rica y valiosa es? Que el pobre compra y consigue con ella,
lo que el rico no puede con todos sus tesoros." Y fue sin duda el más alto consejo de
nuestro Señor, y un acto digno de su divino entendimiento, que hiciese precio de su gloria
la pobreza, para que a nadie le faltase con qué comprarla; y con la grande afición que la
tenían muchos de los santos se entregaron de suerte a ella, y la procuraron con tanto
amor, que con gran rapidez los ricos huyen de ella, y así se les hacía ventaja en querer
ser más pobres que ellos ricos.

CAPÍTULO VIII. Muchos que despreciaron y renunciaron a todo lo temporal.

Tan evidente es la vileza de los bienes temporales, y el daño que suelen causar para la
misma vida temporal, que sin la luz de la fe ni esperanza del Hijo de Dios, lo conocieron
los filósofos, y muchos de ellos se persuadieron tanto, no solo de la importancia de su
desprecio pero de su renunciación, que vivieron muy contentos en pobreza y gran
moderación. Arístides Ateniense, aunque una persona principal en Atenas, fue tan
afectada por la pobreza, que siempre andaba con una vestidura rota, siempre hambriento
y con necesidad; y como un amigo suyo muy rico llamado Calias, fuese acusado en
juicio, entre otras cosas le fue opuesto que siendo tan rico no ayudaba a Arístides; y
viendo Calias que los jueces se indignaban contra él por lo que se murmuraba y decía de
su inhumanidad, fuese a Arístides, a quien pidió le defendiese de tal acusación,
declarando en juicio cuantas veces le había ofrecido su fortuna sin haberla él querido
aceptar, queriendo más vivir en su pobreza que gloriarse en las riquezas de otros; porque
decía que a cada paso se hallaba quien siendo rico gastaba mal lo que tenía, y pocos que
pasasen la pobreza y falta de lo necesario con ánimo generoso: lo cual como en juicio
declarase Arístides, ninguno de los presentes hubo que no estimase en más y tuviese
envidia a la pobreza y mendiguez de Arístides que a las riquezas y abundancia de Calias.
Zenon, como escriben San Gregorio Nacianceno y Séneca, cuando le vino la noticia de
que había perdido todo, respondió: "Veo que la fortuna quiere que yo profese la vida de
filósofo de aquí en adelante con menos dificultad." Valerio Máximo cuenta de
Anaxágoras, que cuando recibió la misma noticia dijo: "Si mis bienes no perecieran, yo
perecería." Caton cuenta de Crates de Tebas, que arrojó en el mar un gran peso de

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dineros, diciendo: "Quiero ahogarlos, para que no me ahoguen." Diógenes dejó todo lo
que tenía, y se quedó con una cucharilla de madera en que beber; pero cuando vio a otro
beber con su mano la quebró. Laercio escribe, que uno burlándose de Esquines, un
filósofo de Rodas, dijo: "Por los dioses, Esquines, lo siento verte tan pobre;" quien
respondió, "Por los mismos dioses; que tengo lástima de verte tan rico; porque has tenido
trabajo en acumular las riquezas, cuidado en conservarlas, enojo en repartirlas, peligro en
guardarlas, mil sobresaltos en defenderlas; y lo peor de todo es que en dónde tienes tus
riquezas, allí tienes tu corazón."
Este punto está singularmente bien tratado por San Juan Crisóstomo (Ex. Cod. M. S.
Greco Biblio. August. N. 25 Ruderum, 2 part. Opusc. Sue viridaril, in cap. 3, p. 79) en
su segundo libro contra los que desprecian la vida monástica, en el cual endereza y
dedica a los filósofos y gentiles, en el cual usa de razones naturales y que solo con luz
natural se pueden alcanzar; donde compara a Platón con el rey Dionisio, a Sócrates con
Arquelao, y a Diógenes con Alejandro, a los cuales hizo más gloriosos su pobreza que a
los ricos su poder y señorío. Y cuenta de Epaminondas de Tebas, que llamando a una
junta, y no pudiendo venir porque había lavado su túnica, y no tenía otra que ponerse,
fue grandemente apreciado y tenido en más que a sus príncipes. De lo cual infiere el
santo doctor, que cuando no hubiera ley evangélica y ejemplos de santos, aun en razón
natural y en testimonios naturales era la pobreza de mucha estima y dignidad. Pues
siendo esto así, como sin duda lo es, ¿qué podemos decir sino confesar que esta pobreza
no lo es, sino riqueza grande y verdadera?

II. Es mucho para nuestra confusión que los gentiles que tanto desprecian los bienes
temporales, sin la fe de la eternidad que tenemos nosotros de lo eterno, la cual da tan
gran luz para descubrir la distancia que hay de lo uno a lo otro, que a los que ha
iluminado con algún rayo de desengaño y verdad, les ha hecho no solo despreciar cuanto
estima el mundo, pero abrazar y buscar lo contrario, regocijándose con la pobreza, con la
ignominia, y penitencia, haciendo en esta parte tales extremos, cuales nunca se
imaginaran; de los cuales recogeré aquí algunas historias bien extrañas, y comenzaré con
el de Marcos Alejandro, que encontramos escrita en unos comentarios griegas (Ex. Cod.
MS. Graec. Biblioth. Vide Rader. 2 P. Opusc. sui Virid. c. 3, p. 79). El abad Daniel,
yendo con sus discípulos a Alejandría, vio allí, entre los locos, uno que se llamaba
Marcos y estaba casi desnudo, sino es donde la honestidad pedía otra cosa, el cual daba
luego cuanto le daban a los otros locos, haciendo juntamente muchas tonterías. El abad
prudente advirtió, con la discreción de espíritu de que el Señor le había dotado, que
aquella locura era sabiduría celestial, y así al día siguiente se lo encontró en una de las
plazas públicas, y le fue a detener para hablarle; pero, el loco, se esforzó todo lo que
pudo por soltarse y huir de él, la gente, como oyó las voces y vio estar luchando el loco
con un monje, concurrió en gran número, y daban voces al abad Daniel que se cuidase
del loco. A los cuales él respondió: "Vosotros sois los locos, porque yo no he hallado en
toda la ciudad otro más cuerdo y sabio." Llegaron en esto algunos sacerdotes y
eclesiásticos que conocían al abad Daniel, los cuales también le dijeron que cómo se

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metía con aquel loco. ¿Qué era lo que quería de él? Si lo quieres saber, dijo el monje,
llevadle al Patriarca, y pregúntele quién es. Lo hicieron así, mas preguntando Marcos del
Patriarca quién era, no quiso responder ni hablar una palabra, hasta que se lo mando y
forzó que bajo juramento le declarase quién era y cuáles eran sus intenciones. Entonces,
obligado el loco disimulado a mostrarse sabio, confesó que había sido un pecador grave,
y había vivido una vida deshonesta por quince años, mas que arrepentido de sus
pecados, había resuelto llevar a cabo tantos años de penitencia, y así se fue a un lugar
conveniente para el propósito, donde pasó ocho; y por hacerla en mayor austeridad, llegó
a Alejandría, para ser tratado en ella como loco, donde ya había vivido otros ocho años.
Los que estaban presentes no podían contener las lágrimas, y fueron muy edificados por
ver los caminos tan extraordinarios por donde suele llevar el Espíritu de Dios a sus
elegidos. Pero su admiración aumentó mucho más, cuando el próximo día el abad Daniel,
envió a su discípulo para visitar a Marcos, para volverse a la soledad y silencio de su
celda, y le halló muerto, y que ya había dado su alma a su creador: a cuyo entierro
acudieron todos los monjes y sacerdotes de Alejandría, con un increíble número de
personas del pueblo, alabando todos al Señor por las maravillosas obras de su
providencia, pues a quien ha elegido para ser despreciado y menospreciado en la vida, se
la conservó hasta que pudiese ser honrado en muerte. ¿Quién no ve en este hombre
admirable un alto desprecio y renunciación de estos tres tipos de bienes que el mundo
tanto estima, pues renunció tanto a las riquezas, que ningún trapo tenía para cubrir su
desnudez, despreció tanto las honras, que por ser humillado y escarnecido se metió entre
los locos como uno de ellos? La renunciación de los gustos no fue menor, perseverando
en perpetuo ayuno, quitándose el su comida y dándola a sus compañeros.
Veamos ahora otro suceso de igual fortaleza para el desprecio del mundo, aunque en
sexo de mayor flaqueza. En Tabena, a las orillas del río Nilo (Ex. M.S. Graec. Hist.
Patrum. Pallad c. 42 de S. Pitrium), en un monasterio de trescientas vírgenes
consagradas a Dios, había entre ellas una llamada Isidora, abatida, y despreciada de
todas, y tenida por tonta por todo el resto; la cual de tal manera sustentaba esa opinión, y
se mostraba distraída, que por eso no dejaba de ejercitar obras de caridad, trabajo y
humillación con los demás, como si fuera esclava de cada uno de ellos. Su empleo era
comúnmente en la cocina, donde lavaba los platos, era la limpiadora del monasterio;
dábanle bofetadas las otras, llamándola tonta, loca y otros nombres semejantes y se los
decían en su cara; mas ella callaba a todo o se reía con mucha simpleza; de lo cual se
aprovechaba para no sentarse con el resto en el refectorio, ni jamás comió otra cosa sino
las sobras de los demás. Aunque era la burla de todas, no la oían hablar palabra en su
defensa, ni dar muestra de sentimiento de cuanto le decían, agraviaban y maltrataban.
Andaba siempre descalza, con la cabeza cubierta con una tela sucia. Al mismo tiempo,
vivía en Porfirite (Pallad. C. 42 de S. Pitir.) aquel gran hombre de penitencia, y de igual
fama y bondad, llamado Pitirum, al cual se le apareció un ángel y le dijo: "No tienes que
desvanecerte por tantos años de austeridad y observancia de una vida religiosa. Ven y
verás una doncella más santa que tú: ve al convento de las religiosas en Tabena, entre las
que has de encontrar una con una diadema; así llamó el ángel a ese trapo sucio en la

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cabeza para su mayor desprecio aquella humilde virgen. Añadió el mismo ángel: “Sabe
que esta doncella es mejor que tú; porque todos los días es despreciada por un gran
número de mujeres, escarnecida y maltratada, como si fuera un perro, y, sin embargo, no
permite que sus pensamientos se distraigan de Dios por nada, y tú estando aquí solo,
suele andar tu pensamiento vagueando por el mundo.” Con esto desapareció el ángel; y
el abad, al mismo tiempo, en cumplimiento de lo ordenado, se dirigió hacia el lugar
señalado, y por ser famoso por su santidad, obtuvo fácilmente licencia para ir al
monasterio; por lo que la abadesa y todas las monjas salieron a disfrutar de la compañía
de tan importante hombre de santidad, y también por recibir la bendición del obispo, que,
con un diácono, le acompañó. El abad no la encontró entre el resto y preguntó si alguna
de las religiosas faltaba; y le respondieron que no; mas replicó: "No es posible, porque no
veo aquella a quien el ángel del Señor me mostró." Entonces le dijeron que solo faltaba
una tonta que estaba en la cocina. El abad ordenó instantáneamente que la trajeran, y
que como ella no quería venir, la trajeron a la fuerza. El abad al instante la reconoció por
el trapo de la cabeza, que el ángel llamó diadema, cayó el abad postrado a sus pies,
diciendo: "Madre, te ruego me bendigas, y con tus oraciones me encomiendes a Dios."
Las otras religiosas, sorprendidas con el suceso, dijeron: "Mirad, padre, qué haces, que
es una tonta, y privada de sus sentidos." A quien les dijo el abad, "ustedes son las locas;
esta mujer es más sabia que ustedes o yo; y me gustaría que en el día del juicio Dios me
halle como ella se hallará." Las monjas atónitas por lo que veían, de rodillas a los pies del
abad, le pedían perdón por las lesiones que habían hecho con esa sierva de Dios,
confesando sus faltas: una, yo me reía de sus vestiduras; otra, le di muchos bofetones;
otra yo le arrojé agua en su cara; otra, le tiré de la nariz; en fin, contaban varios
escarnios, maltratos y burlas más pesadas que le habían hecho. Con lo cual, el abad se
regresó muy consolado, y las religiosas de allí en adelante le dieron tanto respeto como
era debido a sus virtudes. Pero ella, no pudiendo verse tan honrada y estimada, se salió
de aquel monasterio, porque no estaba en clausura, y se fue a otro lugar, donde fuese
despreciada, o al menos sus virtudes no tan conocidas. ¿Quién no ve en esta virgen
religiosa, humillado todo el mundo, viviendo tan contenta en pobreza, en humildad y
paciencia, teniéndose por dichosa de ser esclava y escarnecida de todas?
Del mismo modo admirable es la historia relatada por San Gregorio Niseno (Nissen. in
vita Thaumaturg.) de un cierto filósofo, llamado Alejandro; el cual, era muy hermoso de
cara y de buena estatura y presencia, pero sabiendo por la luz de la fe, que perfeccionó a
su filosofía, la vanidad de las cosas de este mundo y su peligro, resolvió vivir con todo
desprecio de sí en trabajo y humildad; y para que su bello rostro no fuera ocasión de
pecado para sí o para otros, se fue a la ciudad de Comana, y se hizo un carbonero, con
la esperanza de ser desconocido y olvidado. Allí permaneció mucho tiempo, andando
rotas sus prendas, y su rostro tan negro, que parecía como si fuera un carbón mismo; de
tal manera, que era tenido como la persona más vil y despreciable en toda la ciudad.
Sucedió que vino allí San Gregorio Taumaturgo a darles obispo, por haber fallecido el
que tenían, y presentándole a la gente más noble y erudita para que escogiese de ellos al
que quisiese obispo. Pero el santo les aconsejó que, para una dignidad tan grande como

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la de obispo, no se guiasen por estos bienes que lucen y resplandecen en el mundo, sino
por la virtud y la santidad; y que, por lo tanto, le presentasen también otros menos
ilustres e importantes, aunque fuesen humildes y de baja estima. A lo que algunos, de
una manera burlona, respondieron: "Si a esas personas se ha de proponer para obispos,
vamos a proponer Alejandro el carbonero"; pareciéndoles que no había en la ciudad una
persona más despreciable que él. El obispo movido por Dios, al oír este nombre, le
mandó a llamar, y le señaló obispo, porque nuestro Señor no permitió que quien tanto se
despreció a sí dejase de ser honrado de todos; y así puso sobre él el candelero de su
iglesia al que estaba encubierto en su bajeza; y fue tan excelente obispo y perfecto
imitador de Cristo, que vino a dar por su santo nombre la vida, juntando a la corona de
su santa vida la aureola del martirio.
No menos maravilloso fue el desprecio del mundo de Simeón Salo como lo cuenta
Leoncio y Evagrio (Evagrio, lib. 4, c. 33), el cual viviendo en una gran pobreza y
desprecio, encubría tanto como podía sus ayunos y largas horas de oración, que pasaba
conversando con Dios; y con ese fin, cuando estaba en público, procuraba comportarse
de tal manera que le tuviesen por un tonto y un loco distraído, y sin virtud en absoluto;
por lo que se veía a menudo entrar en tabernas, y cuando, después de grandes ayunos,
tenía hambre comía las cosas más viles; y si alguno se daba cuenta por casualidad de su
manera de vivir, y sospechaba que lo hacía para ocultar sus virtudes, tan pronto tenía el
menor indicio de ello, se iba a otro lugar donde no le conocieren ni estimaren. Sucedió
que en un determinado lugar donde estaba, uno que había cometido un crimen contra
una mujer, que había desflorado, la mujer le echó la culpa a Simeón el tonto (por
encubrir al malhechor). Él no la contradijo, sino llevó por el amor de Cristo, aquella
infamia, hasta que Dios se sirvió de descubrir el padre verdadero de la criatura. Tuvo el
santo varón tanta caridad con la que había levantado el falso testimonio contra él, que,
ella estando en gran necesidad enferma del parto, en secreto le traía comida. Hizo
finalmente, nuestro Señor, venerable de todo el mundo, al que se había hecho a sí mismo
un tonto por ganar el cielo.
Hay muchos también, que, para evitar la reputación de santidad, y el honor que la
gente les da, han hecho cosas extraordinarias, y obraron al parecer humano cosas
indignas. San Juan Clímaco escribe, que oyendo decir al bendito Padre Simeón, que el
gobernador de la provincia venía a visitarlo como hombre famoso por su santidad,
entonces tomó un trozo de pan y queso en la mano, y sentado a la puerta de su celda,
empezó a comer de aquello, como si estuviera sin juicio: con esto lo despreció y no hizo
caso de él. Allí vivía también, en el interior del desierto, un venerable anciano, a quien un
discípulo se le juntó para conocer su santidad y servirle: por la fama de su vida santa, un
hombre vino a él, y, con lágrimas en los ojos, le rogó que fuera a su casa, a orar por su
hijo, que estaba gravemente enfermo. El ermitaño se conformaba con ir junto con él,
pero el padre del niño se dio prisa y se adelantó, para que él, en compañía de sus
vecinos, regresaran y se reuniesen con él, y así lo recibirían con más honor. Tan pronto
como el viejo percibió de lejos la comitiva que venía, entendió lo que era, y
desnudándose se echó a un río y comenzó a bañarse. Mucho se avergonzó su discípulo

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de esto, y dijo a los que venían a recibirle que se volviesen, porque el viejo había perdido
el juicio. Se fueron ellos y yendo a su maestro, el discípulo le dijo: "Padre, ¿qué es lo que
has hecho? Ten por cierto que cuantos te vieron han dicho que estabas endemoniado. A
lo que respondió el hombre santo, "Está bien, es lo que yo deseaba."

III. Entre los que, han abrazado la pobreza evangélica y desprecio del mundo, muchos
han sido grandes señores, príncipes, reyes y emperadores. Muy famosa en Alemania fue
la hazaña de su príncipe Carlos, que, siendo rico, y muy estimado por sus acciones
gloriosas, tocado con el deseo de las cosas celestiales, dejó todo el reino a su hermano, y
él se fue como pobre a Roma, donde se hizo monje, y habiendo edificado un monasterio
en el monte de San Silvestre, moró allí algún tiempo; pero siendo visitado de los de la
ciudad, que estaba cerca, y le impidiesen su quietud, se fue al Monte Casino, donde fue
recibido por Petronace, el abad, con gran alegría y contento, y así se benefició en el
ejercicio de la humildad, que está escrito en los anales del monasterio, que como el abad
le ordenase para cuidar del rebaño; lo hizo con alegría tan grande aquel oficio tan bajo
como si fuera gobernar un reino como antes; y como una de sus ovejas se quedó coja, la
puso sobre sus hombros, y la trajo hasta la manada sin desdeñarse ni extrañarse un rey
de tal oficio. Sabemos también en España, que el rey Wamba, que después de haber
reinado once años, y haber llevado a cabo muchas acciones valientes, y privado a los
piratas de África de doscientas naves, y haber preso a Paulo, rey que se alzó y vino
contra él de Francia, su última acción gloriosa fue encerrarse en un monasterio, donde
vivió siete años con gran respeto de la religión, y murió en el año 674, y fue después, en
976, imitado por Don Bernardo, rey de Castilla. Existen escasas provincias de Europa,
que no haya tenido príncipes que no ha renunciado a su reino temporal para obtener el
eterno; que nos enseña que la verdadera grandeza consiste en humillarnos para Cristo, y
las verdaderas riquezas de ser pobre en espíritu, tanto en la voluntad y acción.
Para no ampliar demasiado el relato de historias de muchos príncipes que han
conocido cómo cambiar sus riquezas temporales por un reino eterno, me contentaré con
relatar el ejemplo de Tomas de Cantipatro (Cantimp. Lib. 2, c. 10, p. 2, Henric.. Gran.
D. 5, Ex. 25), que en su tiempo murió santa Matilde, hija del rey de los escoceses, que
tenía cuatro hermanos. El primero fue un duque, que con el deseo de convertirse en
pobre por amor a Cristo, dejó a su esposa y fortuna, y abandonó su país. El segundo, fue
un conde, que también entregó los bienes del mundo haciéndose ermitaño. El tercero fue
un arzobispo, quien, renunció a su obispado, y entró en la orden de los cistercienses. El
cuarto, llamado Alejandro el más joven de todos sus hermanos, de casi dieciséis años de
edad, su padre le había obligado a tomar el gobierno del reino; pero sabiéndolo su
hermana Matilde, que tenía veinte años de edad, ella lo llamó aparte y le habló de esta
manera: "Mi dulce hermano, ¿qué es lo que pensáis hacer, no veis como vuestros
hermanos mayores han dejado el mundo y las cosas de la tierra por ganar el cielo?¿y tú,
por ganar este reino temporal has de perder el que es eterno, y tu propia alma? "
Alejandro, con sus ojos hechos una fuente de lágrimas, respondió: "Hermana, ¿qué es lo
que me aconsejáis. Estoy listo para ejecutar tus órdenes sin variar en lo más mínimo las

339
circunstancias?" La doncella santa, contenta de su resolución, cambió su hábito, y los dos
en secreto huyeron de su país, y fueron a Francia. Allí la hermana le enseñó a Alejandro
a ordeñar vacas, cuajar leche, y hacer buenos quesos, y luego le aconsejó entrar en una
estancia de los monjes cistercienses, donde después de haber hecho prueba de poder
entrar en él, hallaron que era excelente oficial de ordeñar vacas y hacer quesos. Pasado el
tiempo se pagaron tanto los religiosos de su buen trato, que le admitieron en su religión
para fraile lego. Su hermana Matilde, al ver esto le dijo un día: "Hermano, sin duda, una
gran recompensa nos ha de dar del Señor, por haber dejado nuestros padres y nuestro
país por el amor de él, pero recibiremos una mucho mayor si, por el corto tiempo que
queda de nuestras vidas, nos privamos incluso de este contento de vernos el uno al otro,
por dárselo a su divina y soberana Majestad, de suerte que no nos veamos más hasta
juntarnos en el cielo, donde nos volveremos a ver y comunicar con consuelo verdadero y
eterno." Aquí el hermano cayó en llanto, teniendo esto como la mayor dificultad que
había encontrado en todo el curso de su vida. Pero al fin lo aceptó, y ambos se
separaron, para no volver a verse nunca más sobre la tierra. La santa virgen fue a una
ciudad determinada nueve millas de distancia, donde vivió retirada en una pequeña casa
de campo, y se sostuvo a sí misma con el trabajo de sus manos, sin aceptar presentes ni
limosnas. Su cama era el suelo, o poco mejor; comía de rodillas, y en esa postura pasó
muchas horas en oración; en la que a menudo era arrebatada de sus sentidos que ni oía el
ruido de los truenos ni echaba de ver los relámpagos. Alejandro no fue conocido mientras
vivió; pero lo fue Santa Matilde, nueve años antes de su muerte, y por lo tanto a menudo
intentó abandonar el lugar, pero se lo impidieron. Ella realizó muchos milagros, tanto
durante su vida como después de muerta. Un cierto monje, enfermo de un tumor en su
pecho, ofreció sus oraciones en la tumba de Alejandro; y en ella se le apareció el siervo
de Dios, más resplandeciente que el sol, adornado con dos coronas muy bellas, una de
ellas que llevaba sobre su cabeza, y la otra que llevaba en su mano; y siendo preguntado
por el monje, lo que esas dos coronas significaban, respondió: "Esta que llevo en mi
mano me fue dada por el reino temporal que dejé en la tierra, y la otra, en la cabeza, es
la que se da comúnmente a todos los santos del cielo. Y para que puedas dar crédito a lo
que has visto en esta visión, te hallarás sano de tu enfermedad que te fatiga, de acuerdo
con tu fe. De esta manera Dios honra a los que se humillan por su gloria.

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CAPÍTULO IX. El amor que debemos a Dios no ha de dejar lugar ni facultad al
alma para amar lo temporal.

Ya hemos dado suficientes motivos y razones para producir en nosotros un


menosprecio de las cosas de este mundo, y para apartar nuestros afectos de ellas, por ser
en sí mismas viles, transitorias, mutables, pequeñas, y peligrosas, y por lo mucho que
hizo y padeció Cristo nuestro Redentor para que las despreciásemos. Ahora voy a añadir,
para concluir esta materia, que, aunque por sí tuvieran algún valor real o estimación (ya
que no lo tienen), no les debíamos de amar, ya que lo que debemos amar es a Dios, que
es lo que debiera llenarnos completamente y emplear nuestro corazón, que no deje
espacio para cualquier otro cosa fuera de Él; porque así se mandó en la ley antigua,
cuando los hombres no tenían la obligación que tenemos ahora (el Hijo de Dios no había
entonces muerto por nuestra redención), que le amásemos con todo nuestro corazón,
alma y fuerzas; ¿cómo no vamos a amarlo cuando nuestra deuda es mucho mayor, y que
tenemos un conocimiento más allá de su bondad divina? Si, antes le debíamos amar tanto
que no nos quedaba lugar para amar otra cosa, ahora, que le debemos más, ¿cómo
podemos volver nuestros ojos a alguna criatura, o poner el corazón en ella, cuando un
millón de corazones no son suficientes para nuestro Creador? No hay título alguno por
donde Dios pueda ser amable, por el cual no le debamos mil voluntades, mil amores y
cuanto somos y valemos; pues por todo juntos; ¿qué le deberemos? Considera qué le
debes por sus beneficios, su amor, su bondad, y has de ver, cuántos corazones te faltarán
para amarle, aunque tuvieras tantos cuantas arenas hay en el mar, o átomos en el aire,
pues ¿cómo uno solo que tienes puedes dividirle en tantas criaturas? Ten en cuenta
también la multitud y la grandeza de sus bendiciones divinas, y seas para Dios como un
hombre hace con otro; pues si decimos de los beneficios humanos, que los regalos
rompen las rocas, ¿cómo es posible que los beneficios divinos no te muevan tu corazón
de carne? Y si, dijo Salomón, que los que dan dones roban los ánimos de los que los
reciben, ¿cómo es posible que Dios no te robe el alma, que no sólo te da dones, sino que
se dio a sí mismo por don? Considera los beneficios que recibiste en tu creación, porque
recibiste entonces tantos cuantos miembros tienes en tu cuerpo, y potencias en el alma.
Considera los beneficios que recibes en la conservación; porque recibes cuantos hay en el
cielo y en la tierra, los elementos, las estrellas y todo el mundo, que han sido creados
para ti y por tu conservación, sin el cual no podrías subsistir. Mira los beneficios que
recibiste de la redención; que fueron tantos cuantos son los males del infierno, pues de
ellos te liberó. Mira los de tu justificación; que son cuantos sacramentos instituyó Cristo,
y los ejemplos que él te ha dejado. Mira que le debes por haberte hecho un cristiano, y
perdonado tantas veces, y dado de nuevo su gracia. Todos estos, y mil otros beneficios
están demandado tu amor y pidiéndotelo por mil obligaciones. Pues no sólo estos
beneficios de Dios, sino incluso los de los hombres, te piden que ames a Dios; porque no
hay beneficio que tú recibas del hombre sino que viene de Dios. Por todas partes estás
obligado a amar a Dios sobre todas las cosas; pues es el quien te hace el bien en todo, y
vale más que todas. ¿Cómo es posible entonces, que desde que él hace todo esto por

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nosotros, sin embargo, no pensamos qué debemos hacer por él, ni cómo vamos a
expresar nuestro agradecimiento por tales y tan grandes beneficios? David estaba
preocupado con este cuidado, cuando dijo: "¿Qué he de volver al Señor por todo lo que
me ha dado?" Y sin embargo, el Señor no había entonces dado el cuerpo y la sangre de
su Hijo, ni habiendo entonces encarnado ni muerto por él. Desde entonces, ha hecho
todo esto por nosotros, ¿por qué no nos desvela cómo podemos estar agradecidos por
esas misericordias infinitas e inefables? Pero ¿qué podemos volver sino lo que hemos
recibido entregándole nuestras almas, corazones, cuerpos y cuanto somos, mirándonos
como cosa ajena, reconociendo que le debemos más de lo que somos o podemos hacer.
Así no hemos de despreciar nuestro amor colocándolo sobre las criaturas.
Si consideramos el amor infinito que Dios nos tiene, nos encontraremos con que no
nos queda amor para amar otra cosa menos que a él; ni a nosotros mismos. Para conocer
verdaderamente la grandeza de su amor divino, se ha de suponer que el amor verdadero
y perfecto consiste en gran parte en obras, pero es más evidente en la paciencia y el
sufrimiento y en la comunicación de bienes. Mira, cuán grande es su amor, que ha
llevado a cabo tantas maravillosas obras por ti, como fue la de su encarnación y tu
redención, y continúa aún hoy haciéndote mil bienes, y obrando por ti en todas las
criaturas; haciendo que el maíz crezca, que te ha de alimentar, criando la lana que te ha
de vestir, sustentando el sol, que te ha de alumbrar, extrayendo agua de las venas de la
tierra para saciar tu sed: en todas las cosas está obrando por ti. Ten en cuenta cómo le da
el ser a los elementos, la vida a las plantas, a los animales el sentir, el entender a los
ángeles, y en ti obra todo, obrando en ti solo, cuanto obra en los demás grados de la
naturaleza. ¿Cómo entonces es evidente el amor de Dios en sus obras, ya que hace tan
grandes cosas para el bien del hombre, que merece ser abandonado por él y reducido a la
nada? Consideremos, a continuación, el exceso de su amor, en su paciencia, que ha
sufrido este tipo de tormentos y una muerte tan dolorosa por ti, y te ha soportado con
tanta frecuencia como le has ofendido. Y si la paciencia sea una prueba de amor, ¿dónde
encontraremos tan grande ejemplo de amor? Si un rey hubiese soportado que un vasallo
le hubiese dado treinta veces de puñaladas, sin dejar por eso de hacerle mil gracias y
sustentarle con grandes ganancias, ¿Quién no estaría sorprendido por tal amor? ¿Quién
no dijera que aquel rey estaba hechizado? ¡Oh bondad y grandeza de Dios, que nos sufre
una y mil veces a volver de nuevo a crucificar a nuestro Redentor, y Rey de la gloria, y
siempre ha callado! He aquí también su amor entregando el padre a su único Hijo, el
Hijo dándonos su cuerpo y sangre, y ambos juntos enviándonos el Espíritu Santo, por el
cual nos hacemos partícipes con la gracia de la naturaleza divina. Mira si se puede
imaginar mayor, más real, o más tierno amor que este que Dios nos tiene, y si amor con
amor se paga, a tal amor ¿Qué amor deberás? A ver si tienes un afecto todavía libre que
puedas emplear en otra cosa que en tu amador y tu Dios: págale este exceso de buena
voluntad con no tener otra voluntad que la suya, y responder a su amor con un amor
como el suyo, de obras y paciencia. Nuestro Señor no se contenta sólo con que le
amemos con la lengua, pero reprende a los que claman a él, "Señor, Señor", y no hacen
lo que él manda; porque aun las palabras que son buenas por falta de obras se condenan

342
por fingidas. Amémoslo en serio; sufriendo mucho por su amor y comunicándole todo
cuanto tenemos. No pensemos que el amor te ha de salir barato; sino que ha de ser a
costa de todos tus bienes. Si amamos a nuestro Dios de verdad, que tanto nos ha amado,
debemos tomar la resolución de perder honores, riqueza para servir y agradar a quien
amas.
Sobre todo, si tenemos en cuenta que él es Dios, quien es infinitamente hermoso,
bueno, sabio, poderoso, eterno, inmenso e inmutable, no hay corazón posible, que pueda
igualar a amarle, por lo que merece un solo de sus atributos divinos. ¿Qué merecerá toda
su infinidad, que contiene eminentemente todas las bellezas y perfecciones de las
criaturas que hay y son imaginables? Porque todas no son sino como una gota en un
inmenso océano; todas dependen de Dios, que les comunica sus bellezas y perfecciones a
las criaturas, que permanece en ellas con mayores ventajas; y de tal suerte las distribuye,
que no las aparta de sí, pero las une a todas en una simple perfección; como de la fuente
de donde todas procedieron, y así están en él con más infinita hermosura y exceso. Y si
los hombres (como dice el sabio), admirando la belleza de todas las criaturas, ellos las
tuvieran por dios, entiendan por aquí cuanto más hermoso es el Señor de todas ellas,
pues el que las hizo es el autor y el padre de la misma hermosura; y si se admiran de la
fuerza y la virtud que tienen para obrar, sepan que el que las hizo es más poderoso que
ellas; porque de la belleza y grandeza de lo creado, puede el entendimiento conocer la del
Creador, y por lo tanto recoger, que si el efecto es bueno, la causa debe ser así; porque
nadie da lo que no tiene. Y así quien hizo las cosas tan hermosas y tan buenas, no puede
dejar de ser más bello y más excelentemente y sobremanera bueno; y aunque juntare la
imaginación en una sola pieza todo lo bueno y toda la perfección de las criaturas posibles
o imaginables, sin embargo, Dios es infinitamente más perfecto y más hermoso que eso.
De ahí se sigue que como Dios es infinitamente perfecto y hermoso, por lo que ha de
ser infinitamente amable; y si es infinitamente amable, hemos de amarlo con un amor
infinito; de manera que si la capacidad de nuestro corazón fuera infinita, toda la
debíamos emplear en amarlo. ¿Cómo podemos entonces, ya que nuestro corazón es
limitado y el objeto infinito, quitar parte de él por ponerlo en las cosas de esta vida?
Además, tal es la amabilidad de Dios, que ni a nosotros mismos nos hemos de acordar de
amarnos por amarle a él? Y si a nosotros no debemos amar, ¿cómo nos divertimos para
amar otra cosa? ¡Oh Dios infinito!, ¿cómo me gozo de que seáis tan bueno, tan perfecto,
tan hermoso, principio de todo bien, la hermosura y la perfección, y que no sólo deba
retirar mi amor y afecto de todas las otras criaturas, sino incluso de mí mismo, por
ponerlo totalmente en ti, de quien todo mi ser, y perfección desciende, como de los rayos
del sol, o el agua de la fuente! Porque así como la conservación de los rayos, según un
doctor místico, depende más del sol que de ellos, y la conservación del arroyo depende
más de la fuente que de sí mismo; de tal manera, el bien del hombre depende
enteramente de Dios, que es la fuente y manantial del ser y de todo lo bueno. De donde
se sigue que el hombre, cuando se apoya en sí mismo, esté seguro de caer, y cuando se
ama a sí mismo, se pierde a sí mismo; pero huyendo de sí y aborreciéndose a sí, viene a
ganarse; de acuerdo con lo que está escrito en el Santo Evangelio: "El que ama su vida, la

343
perderá; y el que aborrece este mundo, la ganará para siempre." Por lo tanto se trata, de
que nos miremos, no como cosa suya ni de nadie, sino toda de Dios, en función, tanto en
nuestro ser espiritual y corporal, de aquel océano infinito de ser y perfección que hay en
Dios. Por lo tanto el alma, encontrándose libre y sin restricciones, vuela a Dios con todas
sus fuerzas y afectos, no encontrando nada que amar ni a quien agradar fuera de Dios,
pues todo lo que hay en las criaturas lo halla con infinitas ventajas en Dios. Cuando uno
ha llegado a este estado, por muy varias y diferentes que sean sus obras, siempre es uno
mismo el fin que pretende en ellas, y siempre consigue el fin que se propone, si, cerrando
los ojos a todas las criaturas, como si no estuvieran, mira nada más que a Dios, y cómo
complacer a su bondad divina por sí misma. Es tal vez, que mirando los fines particulares
de cada obra, tengan nuestras acciones diferentes estados; porque unas veces estarán al
principio, a veces al medio, y otras al fin, y muchas veces por diferentes impedimentos y
contradicciones que se atraviesan, no conseguirán su fin; pero mirando la intención del
que obra siempre están en su fin, porque en cualquier estado que la obra esté, el que la
hace con esta intención siempre está al fin de lo que pretende, que es agradar a Dios, y
por eso ningún suceso ni contradicción puede estorbarle que no consiga su fin. De
acuerdo a lo que se ha dicho, se trata de un asunto grave haber llegado a entender con la
luz divina, como todos los bienes y dones descienden de lo alto, y que hay allá arriba una
infinita potencia, infinita bondad, y sabiduría, y misericordia y una infinita hermosura, de
donde se derivan estas propiedades, que están aquí abajo vemos tan limitadamente
participadas en las criaturas. Y gran cosa es haber descubierto el sol por sus rayos, y
guiándonos por la corriente del arroyo, haber venido a dar en la fuente, y haber
encontrado el centro, donde la multiplicidad de las perfecciones creadas se encuentran y
se unen en una sola. Hay nuestro amor descansarán, que tiene nada más que buscar; y
esto es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, toda la mente, todos los
poderes; porque allí descansará nuestro amor, sin tener que buscar otra cosa más
adelante, y esto será amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la
mente y con todas las fuerzas; y porque los que han llegado a este estado no tienen otro
cuidado que hacer la voluntad de Dios en la tierra con la misma perfección que se hace
en el cielo; por lo que no tienen otros deseos, que el dejar la tierra para entrar en el cielo,
cumpliendo así en su totalidad la voluntad divina, para suplir las faltas que hacen en la
tierra, cuanto al cumplimiento de la divina voluntad. Nada los detiene aquí, ninguna
fortuna tienen empezada que no la tengan también acabada, siempre están a punto y
concluidos sus negocios para cuando Dios los llama, y muy semejantes a los siervos que
están esperando a su señor para abrirle luego que llamare a la puerta. Preparémonos a
alejar nuestro amor de todo lo que es temporal y creado, y colocarlo sobre nuestro
Creador, que es eterno; amémoslo, no con un delicado amor, pero con un amor fuerte y
viril, que puede llevar cualquier peso, superar cualquier dificultad, y despreciar cualquier
interés, antes que ser separado de su amor, y quebrantar sus leyes, y ofender, aunque
muy ligeramente a su amado. Sea este amor fuerte como la muerte, que a la misma
muerte no le huya el rostro, ni le vuelva las espaldas; y entonces la vencerá, si por el
amor sufriere (Ct. 8, 6). Sea tu llama tan encendida que si cayeren sobre ella muchas

344
aguas y caudalosos ríos de tribulación, no sea más que como rocío que cae en la fragua,
que se le sorbe la llama y se consume, y se aviva más con él; esté tan sobre sí y sobre
todas las cosas, que si le ofreciere el mundo todos sus haberes para despojarle del amor,
lo ponga todo debajo de los pies, y lo desprecie como si no fuera nada.
A esta caridad pertenece acomodarse con la pobreza, y admitir sin enojo el hambre, la
desnudez, el frío y el calor, que, son las compañeras que andan con ella: sufrir injurias
dócilmente; soportar la enfermedad y dolencias con paciencia; no desmayar en las
persecuciones; soportar las tentaciones con longanimidad; soportar las cargas de nuestros
vecinos alegremente, no indignarse con sus descuidos ni dejarse vencer de sus
desagradecimientos; en la sequedad espiritual no dejar nuestras devociones ordinarias, y
en los consuelos y placeres no descuidar nuestras obligaciones. Por último, podemos
decir con San Pablo (Rm. 9, 35): "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la
tribulación? ¿la angustia? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la persecución? ¿la
espada? Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni
las potestades, ni lo presente, ni lo fututo, ni ejército, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna
otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es Cristo Jesús nuestro Señor."

FIN

345
Índice
LIBRO PRIMERO 7
CAPÍTULO I. La ignorancia que hay de los bienes verdaderos 7
CAPÍTULO II. Cuán eficaz consideración sea la de la eternidad 10
CAPÍTULO III. La memoria de la eternidad es de suyo más eficaz. 13
CAPÍTULO IV. Del estado de los hombres en esta vida. 16
CAPÍTULO V. Qué será la eternidad, según San Gregorio
20
Nacianceno
CAPÍTULO VI. Que será la eternidad, conforme a Boecio y
23
Plotino.
CAPÍTULO VII. Declarase qué es la eternidad, conforme a San
26
Bernardo.
CAPÍTULO VIII. Qué es en la eternidad no tener fin. 31
CAPÍTULO IX. Cómo es la eternidad sin cambio. 38
CAPÍTULO X. Como es la eternidad sin comparación. 41
CAPÍTULO XI. Qué cosa sea el tiempo, según Aristóteles y otros 45
CAPÍTULO XII. Cuan breve es la vida. 49
CAPÍTULO XIII. Qué es el tiempo, según San Agustín. 54
CAPÍTULO XIV. El tiempo es la ocasión de la eternidad. 58
CAPÍTULO XV. Qué es el tiempo, según Platón y Plotino 64
LIBRO SEGUNDO. 67
CAPÍTULO I. DEL FIN DE LA VIDA TEMPORAL. 67
CAPÍTULO II. Condiciones notables del fin de la vida temporal. 77
CAPÍTULO III. De ese momento el cual es el medio entre el tiempo
88
y la eternidad,
CAPÍTULO IV. Por qué el final de la vida temporal es terrible. 91
CAPÍTULO V. Cómo Dios, aun en esta vida, emite un juicio muy
106
riguroso.
CAPÍTULO VI. Del fin de los tiempos. 110

346
CAPÍTULO VII. Cómo los elementos y los cielos se alterarán al 113
final del tiempo.
CAPÍTULO VIII. Como el mundo ha de acabar con tan terrible fin,. 124
CAPÍTULO IX. Del último día de los tiempos. 129
LIBRO TERCERO. 138
CAPÍTULO I. La mutabilidad de las cosas temporales. 138
CAPÍTULO II. Cuán grandes y desesperados sean nuestros males
144
temporales
CAPÍTULO III. Tenemos que pensar en lo que podemos llegar a
147
ser.
CAPÍTULO IV. Los cambios de las cosas humanas muestran
152
claramente su vanidad
CAPÍTULO V. La vileza y el desorden de las cosas temporales 157
CAPÍTULO VI. De la pequeñez de las cosas temporales. 162
CAPÍTULO VII. Qué miserable cosa es esta vida temporal. 171
CAPÍTULO VIII. Lo poco que es el hombre mientras es temporal. 183
CAPÍTULO IX. Cuán engañosas son todas las cosas temporales. 189
CAPÍTULO X. Los peligros y perjuicios de las cosas temporales. 194
LIBRO CUARTO. 200
CAPÍTULO I. De la grandeza de las cosas eternas. 200
CAPÍTULO II. La grandeza del honor eterno de los Justos. 206
CAPÍTULO III. De las riquezas y reino eterno del cielo. 213
CAPÍTULO IV. De la grandeza de los gustos eternos 218
CAPÍTULO V. Qué feliz es la vida eterna de los justos. 225
CAPÍTULO VI. La excelencia y la perfección de los cuerpos de los
232
Santos.
CAPÍTULO VIII. De los males eternos; y sobre todo de la gran
244
pobreza.
CAPÍTULO IX. Penas de los condenados por el lugar horrible en
250
que están d

347
CAPÍTULO X. De la esclavitud, castigos y penas eternas 255
CAPÍTULO XI. De la muerte eterna, y de la pena del talión en los
266
condenados.
CAPÍTULO XII. Frutos que pueden ser cosechados de la
271
consideración.
CAPÍTULO XIII. La infinita gravedad del pecado mortal 275
LIBRO QUINTO. 287
CAPÍTULO I. Diferencias notables entre lo temporal y eterno 287
CAPITULO II. Por el propio conocimiento se puede conocer el uso 298
CAPÍTULO III. La estimación de los bienes eternos se hizo
304
evidente
CAPÍTULO IV. La vileza de los bienes temporales se puede ver por
309
la pasión
CAPÍTULO V. La importancia de lo eterno, por haberse hecho Dios
318
medio
CAPÍTULO VI. Si se han de pedir cosas temporales 325
CAPÍTULO VII. Cuán dichosos son aquellos que renuncian a los
330
bienes
CAPÍTULO VIII. Muchos que despreciaron y renunciaron a todo lo
334
temporal
CAPÍTULO IX. El amor que debemos a Dios no ha de dejar lugar
341
ni facultad

348

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