Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
***
Enid Dyker suspiró , bajando Ja cortina de la ventana
***
Un asesino.
Estaba seguro de que lo era. Tenía que serlo, no había dudas sobre eso. Lyman Starr había
visto el cuerpo de un hombre tendido en la calzada, apenas asomó a la puerta de su cantina.
No le
pareció descubrir arma alguna en sus manos. Luego estaba Parrish, el viejo sheriff. Un buen
hombre, ineficaz para enfrentarse a un delincuente armado. Y le habían herido. Pudieron
haberle matado.
Ahora era su turno. Las dos balas del contrario le habían pasado muy cerca, peligrosamente
cerca. Las oyó silbar junto a su cabeza, procedentes de la oscuridad taladrada por los
blancos copos de nieve, allá frente a él. Eran disparos hechos
para matar. De haberle tocado alguno en la cabeza, como pretendía el fugitivo, ahora
estaría
muerto.
Estaba á vido de encontrar a su enemigo. Porque si no había contado mal, eran seis las balas
gastadas. El cargador estaba vacío. Pero en estos momentos de tensa pausa, entre las
paredes
de los cobertizos y los sombríos rincones de los establos, muchos de ellos abandonados,
estaría reponiendo las balas en el cilindro.
Se maldijo por no haber tomado consigo sus viejas armas convertidas en motivo de
ornamentació n. Pero esto era algo que no tenía ya remedio; la propia premura de los
acontecimientos había exigido la acció n rá pida, irreflexiva.
Se quedó quieto, conformá ndose con la desagradable seguridad de que su adversario, en
este
momento, tendría ya a punto su revó lver, con seis nuevas balas capaces de matarle en
cuanto
diera el má s leve paso en falso.
Se inclinó hasta tocar el suelo. Había visto allí un tronco de madera carcomida. Era la ú nica
arma disponible en tales momentos. Ridicula, frente a un revó lver repleto de proyectiles.
Pero al menos era algo má s que las simples manos.
Avanzó paso a paso en la sombra, procurando no hacer ruido. Empeñ o inú til. Un momento
después, su bota pisaba una crujiente tabla abatida de una cerca. Rá pido, tras el chasquido,
se tiró de bruces.
Lo hizo muy a tiempo.
Un fogonazo brilló en la oscuridad, frente a él. La bala zumbó , rabiosa, silbando por encima
de él, bastante alta. Rá pido, Starr lanzó el tronco contra el punto de donde surgiera la
llamarada naranja.
Sonó un choque sordo. Y una imprecació n de ira. Algo golpeó el suelo. Starr, con los ojos
centelleantes de jú bilo, supo que había logrado lo má s difícil: hacer blanco en la mano
diestra del tirador, arrancá ndole el arma de los dedos.
Si existía una sola ocasió n favorable, aunque no totalmente, era ésta. No podía perderla
estú pidamente.
Saltó como un tigre, precipitá ndose vertiginoso sobre el lugar donde cayera el madero. Un
puntapié feroz le recibió . Una bota se estrelló contra su rostro, lanzá ndole atrá s
violentamente.
Una risa sonó en la oscuridad, cuando su cuerpo rodaba por un suelo cubierto de briznas de
heno y nieve cuajada. Notó que unas manos tanteaban entre la paja y la nieve, en busca de
algo.
Rá pido, se revolvió y saltó nuevamente sobre el contrario, guiá ndose má s por el instinto, su
eterno instinto de luchador, que no había perdido con el tiempo de inactividad.
Esta vez chocó con un cuerpo humano que reptaba, jadeante, en pos del arma perdida. Un
destello cercano hirió la retina de Starr. Su propio cuerpo cayó sobre aquello que 1 brillaba
y lo cubrió , sintiendo bajo el vientre el volumen de un revó lver.
También el contrario comprendió que había caído sobre la zona en que debía hallarse su
arma,
y un rugido reveló la ira en el desconocido. Sintió Starr una lluvia de patadas sobre sus
costillas, en un forcejeo desesperado por apartarle de allí. En vez de ceder, el cantinero giró
sobre sí mismo con guiar agilidad y sus manos aferraron el tobillo de la pierna que le
pateaba
despiadadamente.
Lo hizo girar, brutal, al tiempo que tiraba hacia sí de la pierna. El enemigo perdió el
equilibrio, al tiempo que un chillido de dolor acusaba el retorcimiento de su pierna. Cayó de
bruces junto a él, manoteando. Unos dedos aferraron con ira los cabellos de Starr, para
golpearle la cabeza
contra suelo.
El cantinero no dudó . Su mano se había hundido rá pida bajo su cuerpo. Era la zurda. Pero
eso
no importaba gran cosa. Lyman Starr había sido famoso como pistolero ambidextro, con
dos
revó lveres al cinto.
Manejó con igual efectividad su mano izquierda. Ciñ endo
Colt por el cañ ó n, descargó un feroz culatazo contra el crá neo de su enemigo.
Chascó el hueso, al recibir el impacto. Los labios exhalaron un gemido largo y estremecido.
El cuerpo cobró una repentina y total inmovilidad.
La lucha había terminado.
Starr respiró con fuerza. Sacudió la cabeza, para despejar un poco su aturdimiento. Se
irguió despacio, guardando el
arma entre su cinturó n y el pantaló n. Cargó con el caído, echá ndoselo al hombro sin
miramientos.
Luego, echó a andar, de regreso a la calle Principal de Bearcreek.
***
Cielos.. ¡Es el joven Butch Hampton!
Sí. Butch Hampton. Un vago, un rufiá n —sentenció Starr, mirando al joven inconsciente con
desprecio—. Mató a Billington después de robarle. .
Asintió el sheriff Parrish, en tanto el doctor Lowrey cuidaba de su herida, a la luz del
quinqué de su oficina. El dinero estaba aú n allí. Era un fajo de billetes de cincuenta dó lares.
Sujetos con una franja de papel especial timbrado, donde se leía:
Billington Minning Co.
—Dinero de las nó minas mineras —comentó el representante de la ley—. Billington, como
socio principal de su empresa, era también el administrador y pagador general. Debía de
tener el dinero en casa, ese canalla lo supo, y lo robó . Al perseguirle Billington, cuando fue
sorprendido el ladró n, éste disparó sobre él, confiando en la fuga, para no ser identificado.
Luego regresaría entre nosotros, haciéndose el sorprendido. . y aquí no había pasado nada. .
Maldito muchacho. . Si su padre levantara la cabeza se moriría del disgusto. No só lo tuvo
por hijo un vago, sino también un ladró n y un asesino. . Starr, amigo, no sé có mo
agradecerle. . Se arriesgó mucho en esa cacería.
—Alguien tenía que hacerlo, ¿no? —suspiró el cantinero, dejando el revó lver sobre la mesa
del sheriff—. Aquí tiene el arma que utilizó Hampton en su crimen. Hizo con ella siete
disparos esta noche. Con muchos menos, se ha matado a veces a varios hombres. Usted y yo
tuvimos suerte,
Parrish. Eso es todo. Ahora, si no me necesita, le dejo.
—Puede volver a su negocio, Starr. Yo encerraré ahora en la ú nica celda de que disponemos
aquí a ese maldito jovenzuelo asesino. Telegrafiaremos para que venga un juez y se
encargue
del proceso. En Bearcreek nunca había sucedido nada así ú ltimamente.
Lyman sacudió afirmativamente la cabeza, encaminá ndose a la salida de la oficina. Para
ello,
tuvo que apartarse de su camino Claude Dyker, el padre de Enid. Ambos hombres cruzaron
una
breve mirada.
Starr sabía que su futuro suegro no simpatizaba con él. Siempre lo había sabido. Ahora,
Claude Dyker parecía algo impresionado por su acció n, pero eso era todo. No cruzaron
palabra alguna.
Starr salió de la oficina de Parrish.
—Gran muchacho —comentó el sheriff, complacido, mirando satisfecho hacia la puerta por
donde había acabado de desaparecer Starr. Se incorporó , ayudado por el doctor, y con la
colaboració n de dos ciudadanos presentes, trasladó al inconsciente Hampton a la celda,
cerrando luego con llave la puerta de barrotes. Comentó , iró nico, cuando hubo dado la
ú ltima
vuelta a la llave—: Si ahora tuviese má s presos, no sé
dó nde los pondría. Acabaríamos de completar nuestra cá rcel local, señ ores.
Dyker miró las paredes y tanteó el muro, dubitativo.
—¿Cree que estos muros será n lo bastante só lidos para albergar a un asesino, sheriff? —se
interesó .
—No lo sé. Esperemos que sí. Nunca hemos tenido cá rcel, recuérdelo. Es lo malo de los
sitios
tranquilos. El día que realmente sucede algo, las cosas no está n adecuadamente dispuestas
para la situació n.
—Esto ha sido algo excepcional —comentó el doctor Low-rey—. Bearcreek no acostumbra
a
conocer hechos tan desagradables, Dyker.
—Valdría má s preverlo todo —hizo notar el padre de Enid—. Con un hombre como Lyman
Starr, pongamos por ejemplo, que ha sido un outlav en otros tiempos, ¿quién nos asegura
que
un día no puede suceder algo má s complicado que hoy?
—No sé por qué saca ese ejemplo, Dyker —se molestó Parrish, hablando seco—. Acaba de
prestar una gran ayuda a la ley, fuese cual fuese su pasado. Ademá s, se le indultó y es un
hombre honrado en la actualidad, digno miembro de nuestra pequeñ a comunidad y de las
má s amplia sociedad comú n a todos los ciudadanos de Montana y de todo el país. No viene
a qué
mencionarle a él en este caso, Dyker.
—Ojalá sea como ustedes dicen —replicó Claude, incisivo—. Pero el hombre que es capaz,
con
sus manos limpias, de capturar a un asesino armado, resultaría sumamente peligroso para
la
sociedad que le acogió , si alguna vez volviera a las andadas, no lo olviden.
—Parece mentira que esté hablando así de su futuro yerno, Dyker —le recriminó con
frialdad
el doctor Lowrey.
—Todavía no se ha casado con Enid, doctor —fue la réplica del viejo Dyker, antes de
abandonar la oficina del sheriff.
Este y el médico cambiaron una mirada pensativa. Parrish meneó la cabeza, pensativo.
—No me gusta eso —dijo—. Starr es un buen chico. Acaba de prestar un señ alado servicio a
la
comunidad. Y el hombre que mejor debería hablar de él, le censura y duda de su honradez.
No
hay cosa peor que poner en duda la honestidad de alguien que antes estuvo al margen de la
ley. A \eces, la intolerancia de los demá s provoca la vuelta al mal camino de quienes
pudieron haber sido ejemplares ciudadanos.
—Espero que Claude Dyker, con sus prejuicios, no llegue tan lejos. Starr es un joven
inteligente y sereno. Creo que tiene conciencia de su propia responsabilidad. Pero, como
usted dice muy
bien, a veces los demá s somos peores que los propios delincuentes que pretenden
rehabilitarse ante la sociedad, amigo mío.
Salió de la oficina, cerrando tras de sí. El sheriff, con su hombro y brazo vendado, se quedó
solo con su cautivo. Le contempló , cuando el joven Hampton comenzó a gemir, dentro de la
estrecha celda, ú nica del recinto y de todo el pueblo, al ir recuperando el conocimiento.
Tenía un gesto taciturno el sheriff local.
—No sé. . —murmuró para sí, sacudiendo la cabeza canosa—. Es un mal presagio. Hacía
añ os
que no sucedía nada. Esta noche, un hombre ha muerto asesinado, se ha cometido un robo
inicuo, yo he sido herido, y ese muchacho, Starr, pudo ser también víctima del criminal en
su loco intento por capturarle. . ¿Será todo esto el principio de una mala racha para
Bearcreek?
No tenía respuesta para sus ocultos temores. Pero no le gustaba lo ocurrido. Y no sabía bien
lo cerca que estaba de la verdad en esos momentos.
Empezaba una muy mala racha para Bearcreek, ciertamente. O había empezado ya, para ser
exacto.
Enid cerró los ojos, tristemente. Su madre acababa de referirle los sucesos de aquella
noche.
Fuera, volvía a reinar la calma, el silencio. Y caía suavemente la nieve sobre el pueblo.
—¿Qué ha dicho papá ? —preguntó con voz apagada.
—Nada —habló su madre—. Se retiró a descansar. No parecía muy feliz con la hazañ a de
Lyman.
—¿Por qué, mamá ? ¿Por qué odia así a Lyman? El no merece ese trato. .
—Ya lo sé, Enid. El es una gran persona. Pero ya sabes có mo es tu padre. Para él, cuenta
má s el pasado que el presente. En todos los ó rdenes de la vida.
—Pero él.. , él no es ya el que fue una vez. No ha cometido delito alguno. No molesta a los
que conviven con él. Trata de ser uno má s, digno de la general estimació n.
—Aun así, siempre quedan obstá culos por salvar, cuando un hombre quiere rehacer su
vida. Os será difícil llegar a formar parte del mundo que queréis y deseá is. Pero de todos
modos, Lyman lo entiende así, estoy segura. Y lucha sin descanso por ello. Tú debes
emularle. Lucha junto a él.
Unidos, lo alcanzaréis todo, estoy segura. Muy segura, Enid, hija mía.
—¿Crees en él, mamá ?
—Ciegamente —sonrió la señ ora Dyker—. Y en ti también, hija. . Creo en los dos. Y en
vuestro
futuro. Ocurra lo que ocurra, saldréis adelante. Lo sé.
Enid respiró hondo. Se reclinó en el lecho, sintiendo que el sueñ o le invadía, má s dulce y
amable que nunca. Quizá porque má s que nunca, y pese a la intolerancia paterna, Lyman
había
demostrado esa noche ser un ciudadano digno del respeto y la estimació n ajena, en todos
los
sentidos.
Y eso resultaba tan agradable para la mujer que le amaba. Tan agradable. .
A fin de cuentas, ella no pudo oír los cascos suaves de
caballo, entrando en ese momento en Bearcreek, hollando la blanca alfombra de nieve en la
zigzagueante calle Principal..
Y aunque los hubiera oído, no podía imaginar que con ellos llegaba para el pequeñ o y
tranquilo pueblo el principio de una angustiosa y violenta pesadilla sin precedentes.
Ni ella ni nadie lo sospechó .
Y nadie lo supo, hasta que resultó demasiado tarde para evitar el desastre.
CAPITULO IV
—Cantina Canadá —dijo uno de los jinetes—. Es ahí, ¿verdad?
—Sí, eso me dijo Gun Jackson cuando le vi, después de haber pasado pof aquí —rió entre
dientes Dalton Shanker—. Esa era la cantina de Starr. Si no les arrolló alguna avalancha de
nieve en este cochino lugar, debe de continuar ahí.
—Se dice que Starr era muy inquieto, que nunca estaba demasiado tiempo en un sitio. .
—Eso era en otros tiempos. Ahora, sigue ahí. Al pie de su mostrador, de su negocio, de su
vida rutinaria, vegetando como un ciudadano vulgar —Shanker soltó una carcajada,
contemplando
las luces amarillentas que salpicaban la calle Principal, prá cticamente ú nica, de Bearcreek,
extendido a sus pies. Luego fue el primero en iniciar el descenso de la ladera, donde la
nieve formaba ya amasijos blancos, como fantasmas en la noche fría, allí donde la nevada
iba
cuajando y formando su capa alba.
Tras él, los demá s jinetes formaban grupo. Entre ellos iba Tex Carruthers, aú n sombrío y
contrariado. Parecía no ser uno de ellos. Los demá s le miraban de sosolayo, entre
precavidos y recelosos. Pero él no daba la impresió n de advertirlo siquiera. Era otro
hombre, al menos desde que fue testigo de la matanza en el desfiladero.
Sobre la silla de montar de Dalton Shanker, el negro bulto del saco envuelto en tela oscura,
embreada e impermeable, era un aparte má s de su equipaje actual. Todos sabían lo que iba
dentro. Era una fortuna a repartir. Oro. Oro de Crennan.
38-
Oro de una mina expoliada, y escondido debidamente hasta sentirse seguros de sus
acciones
inmediatas. Llevarían consigo ese oro hacia el sur. Hacia tierras donde la ley de Montana no
pudiera caer sobre ellos.
Wyoming les esperaba. Pero no todo estaba hecho aú n. El camino era difícil entre ambos
Estados. Y Bearcreek estaba justo en el camino. Cerca de la frontera. Bearcreek era lugar
estratégico para ellos. Pero por fortuna, Shanker sabía que allí estaba el factor má s
favorable para sus planes.
Ese factor era un hombre. Un nombre.
Un hombre llamado Lyman Starr. Un ex pistolero. Un ex forajido. Un ex convicto, que pasó
un
añ o en prisió n. .
Eso no podía fallarle. Nunca fallaban esas cosas ni esas personas, él lo sabía muy bien. Un ex
recluso, siempre vuelve. a las andadas, por mucho que se prometa a sí mismo ser diferente.
Hay algo que atrae en el delito. Y Starr era un delincuente. Lo había sido. Tuvo a precio su
cabeza. Supo lo que era verse entre rejas y só lidos muros. Era suficiente para Shanker. El
sabía que le respondería debidamente su viejo amigo Starr.
—¿Y si no responde? —había preguntado Carruthers sombríamente, durante aquel viaje a
través de la nieve y de la ventisca helada.
Una carcajada má s, en labios de Shanker, había sido la respuesta. Luego, unas cuantas
frases
abruptas, llenas de convicció n y seguridad:
—Responderá . ¡Vaya si responderá ! Starr me debe mucho. Viejos favores, amistad, ayuda. .
No
significa gran cosa que luego, al salir de la penitenciaría, indultado, quisiera olvidarme a mí
y olvidar todo lo demá s. Es la reacció n natural del
que ha estado encarcelado un tiempo. Quiere ser un á ngel. Y no puede. De repente, un día,
nota que sus alas son de cera y se derriten al sol. Vuelve a ser un hombre. Como era antes.
Con todos sus defectos y virtudes. Ademá s.. , siempre
estará la chica.
—¿La. . chica? —había preguntado Carruthers, vacilante.
—Sí, la chica. Una bonita muchacha. Me dijeron que iba a casarse con ella en breve. No sé si
será ya su mujer o seguirá siendo su novia. Pero sea como sea. . ¡será un buen rehén, no te
quepa duda!
Y la risa satá nica del jefe de los ladrones y cuatreros no le dejaba muchas esperanzas a
Carruthers sobre lo que iba a ser el futuro. Al menos, su futuro. Y el de aquel hombre
llamado Starr. O el de la chica. .
Tex Carruthers había empezado a sentir ná useas ante tanta maldad. Pero no podía hacer
otra
cosa que seguir adelante. Y correr hacia la suerte, buena o mala, de los demá s. Ahora
conocía la exacta dimensió n de Dalton Shanker. No era solamente un cuatrero, un forajido.
Era alguien
que disfrutaba con todo ello, que se sentía complacido de hundirse má s y má s en su propia
crueldad, en su implacable furia homicida, en su codicia de hombre por encima de todo
escrú pulo y de todo lastre de conciencia.
Para Carruthers, simple cuatrero vulgar, era demasiado tarde incluso para volverse atrá s.
Estaba seguro de que Shanker mataría despiadadamente, disparando a bocajarro sobre
cualquiera que pretendiese apartarse del grupo.
Para Carruthers aú n estaba claramente impresa en su mente la visió n de Ralph Duke y sus
hombres, brutalmente cosidos a balazos en el desfiladero. O el buen amigo Crennan, que
robara el oro a las minas, esperando recibir su parte. . que le fue entregada en plomo
caliente, sin la menor posibilidad de defenderse, de luchar, de hacer algo por impedir su
muerte
cobarde, a manos del feroz e insaciable Dalton Shanker.
Y ahora, con las luces pá lidas y doradas de Bearcreek, en la oscura noche fría de invierno,
extendiéndose ante su mirada al pie de la ladera, mientras caía cada vez má s copiosa la
nieve, Tex Carruthers respiró con fuerza y temió lo peor.
Temió que las cosas siguieran igual. O peor.
Y que nuevas víctimas inocentes, nueva sangre derramada fuese marcando su trá gico
trayecto
hacia Wyoming. Hacia la impunidad, con el oro fá cilmente obtenido de manos de Crennan,
un
traicionado aliado y có mplice.
Entre esas víctimas, quizá , aquel Lyman Starr que un día fuese un «fuera de la ley». O su
mujer amada. .
Cabalgaron ladera abajo. Alcanzaron pronto el pueblo. Avanzaron, resueltos, calle adelante.
No se veía a nadie por parte alguna. Una sola puerta iluminada con mayor fuerza, dejaba
escapar
notas de guitarra y canciones de la pradera.
—Allí —dijo bruscamente Shanker—. Es la cantina.
Parecía ser la ú nica en el lugar. El propio reflejo de las luces en la nieve, iluminaba con
claridad su nombre sobre un largo tabló n amarillo:
Canadá Canteen
Sí. Era allí. Ademá s, no podía ser en otro sitio. No había má s locales. Ni un saloon, ni un
recinto má s de diversió n nocturna. Bien era verdad que no parecía tampoco necesitarlo un
lugar tan
reducido y tranquilo. La vida en esos momentos era prá cticamente inexistente.
Si acaso, só lo dentro del local iluminado parecía haber alguien. Cuando menos, se
escuchaban
voces coreando la canció n. Y palmas. Y algunos ruidos de vasos, copas y botellas. Ademá s, el
aire que escapaba por encima y debajo de sus batientes, era de un tenue color azulado,
nebuloso: humo de tabaco. .
—Atad los caballos a la talanquera —dijo Shanker bruscamente—. Luego, entrad todos en
el
local, como clientes vulgares, recordad. Nada de violencias, si no son pecisas. Má s tarde, es
posible que haga falta un alarde de fuerza para someter a toda la població n y amedrentarla.
—¿Crees que lo lograremos? —puso en duda uno de los hombres.
—Claro —rió de buena gana Dalton Shanker—. Es cosa fá cil. Tengo buenos datos sobre esta
població n y su gente, no os quepa duda. Va a ser cosa sencilla reducirles. No hay sino un
sheriff, unas gentes pacíficas.. y poca cosa má s. Ni siquiera tienen cá rcel o algo parecido.
Nunca se vieron en problemas serios, como los que va a plantearles nuestra presencia. De
modo que no
es nada dudoso vaticinar el resultado de lo que va a ocurrir en las pró ximas horas: será n
los primeros en colaborar a que alcancemos Wyoming impunemente. Y si algo fallase. . está
Starr
para resolverlo.
Starr. . —comentó otro—. Empiezo a estar harto de oír hablar de ese tipo. ¿Qué puede
hacer
de bueno un cantinero, que no hagamos nosotros?
Escucha, imbécil —cortó acremente Shanker, volviéndose a su subordinado—. Hará s bien
en no
despreciar a Lyman Starr antes de conocerlo. Es ahora un cantinero, sí. Incluso
quiere ser un hombre de paz. Pero ha sido el má s rá pido pistolero de Montana y Wyoming,
¿entiendes eso? El má s rá pido de todos. En unas regiones donde abundaron y siguen
abundando los buenos gun-men. Ya imaginará s que esa fama no se adquiere sesteando en
un
porche, apaciblemente. Cuídate de él. No te burles de Lyman Starr, es un consejo. No quiero
líos de ninguna clase con él, ¿entendido? Os necesito a todos, Moss. A todos. Y a ti má s que a
nadie, puesto que eres un rá pido pistolero. Pero no trates nunca de saber si Lyman Starr o
Marty Moss es el má s rá pido. No te lo recomiendo, por si acaso. Es una orden.
Sí, patró n —aceptó de mala gana Marty Moss, cuyo Colt lucía ya veintidó s muescas,
superando
incluso a la legendaria arma de Billy el Niñ o. Y no volvió a comentar nada sobre el tema.
Momentos má s tarde, los caballos hollaban la calzada ne-
vada. Luego, se detenían en hilera ante el local de donde
partía la musiquilla de My Darling Clementine, a guitarra.
Uno a uno descendieron de los caballos, atando éstos a la talanquera. Luego,
parsimoniosamente, uno a uno también subieron a la acera porcheada, y se movieron hacia
la
entrada del local.
La cantina de Starr iba a conocer la llegada inmediata de los forasteros. Eran siete hombres.
Shanker, Carruthers, pistolero Moss y cuatro hombres má s. Todos provistos de
revó lver y rifle. Y ambas cosas llevaban consigo al subir porche y cruzar la acera hacia la
puerta.
Empujaron los batientes. Entraron en el iluminado local, que olía a humo de tabaco, a
cerveza y a sudor, como cualquier otra cantina del Oeste.
Dentro del local, la guitarra de Tennessee Folk enmudeció
de repente.
***
Lyman Starr alzó la cabeza.
Folk había dejado de tocar. Eso era raro. Nunca lo hacía, entrase quien entrase. Los ojos del
joven cantinero se clavaron en la puerta abierta.
Los batientes fueron dando paso a los recién llegados. Uno a uno. Lentos, y como sin prisas.
Starr entornó lentamente los ojos. Su mirada gris, acerada, se fijó especialmente en uno de
los hombres. El que conocía bien. Aquella a quien nunca pensó llegar a ver. .
—Shanker. . —musitó —. ¡Dalton Shanker. .!
Era él. Estaba seguro. Bien seguro de ello. No hubiera estado má s seguro de nada en este
mundo. Dalton Shanker, el forajido. Su antiguo camarada. El peor hombre de todo el Oeste.
No sabía có mo pudo suceder. Pero allí estaba. Y no era casual. No podía ser casual en modo
alguno. El conocía a Shanker. Pudo advertir que no había sorpresa en su mirada, aunque lo
fingía cuando clavó los ojos en él, por encima del mostrador, a la luz dorada de los
numerosos quinqués. También Folk le había reconocido. Por eso dejó de tocar. No habían
estado nunca
juntos Shanker y él. Pero de algo le servía a Folk haber visto tanto pasquín de recompensa
con el rostro de Dalton Shanker.
—Vamos, guitarrista, sigue tocando —le ordenó de modo abrupto Shanker, ceñ udo—. ¿Qué
ocurre con vosotros? ¿Tan feos somos que hemos cortado tu inspiració n?
Los ojos del rubio guitarrista se cruzaron sin querer con la mirada pizarrosa de su amigo.
Imperceptiblemente casi, Starr entornó los suyos en un gesto afirmativo. La guitarra volvió
a sonar, algo apagada, reanudando la balada.
Shanker no fue ajeno a ese cruce de ojeadas. Clavó sus ojos helados en el cantinero,
mientras se movía hacia él, decidido. Las mesas donde se agrupaban los clientes, bebiendo
o jugando a
naipes, fueron pasando a su lado. Los demá s forasteros estudiaban de soslayo a todos y
cada
uno de los presentes, por si algo sucedía. Pero en realidad, nadie parecía realmente
peligroso.
Nadie movió un solo dedo contra los recién llegados, o hizo la má s leve acció n agresiva.
Eran mineros, sí. Pero mineros del cobre y del plomo. Gente tranquila, no habituada a la
violencia. Allí no había codicia desatada, ni instintos salvajes tras la riqueza relativa de una
tierra dura de vencer, día a día, con el esfuerzo de los hombres que buscaban en ella los
filones de metales menos preciosos en apariencia que el oro o la plata, pero infinitamente
má s
duraderos a la larga.
—Cantinero, amigo. . Queremos beber algo que nos quite el frío del camino —comenzó
Shanker, como si no supiera con quién hablaba. Y de repente, con gesto brusco, se quedó
mirando ató nito a Starr. Su asombro, a juicio de Tennessee, estuvo muy mal fingido. Su voz
sonó potente—: ¡Cielos! ¡No es posible! ¡Pero si es.. , si es mi amigo Starr! ¡Lyman Starr, en
persona!
—Hola, Shanker —saludó con frialdad el cantinero—. ¿Có mo va todo?
—Pero. ., pero, muchacho, ¿es posible? ¿Tú aquí, en este villorrio, convertido en. . en un
cantinero. .? —soltó una larga carcajada—. ¡Oh, no, no puede ser! ¡Sin duda tratas de
burlarte de todos nosotros, muchacho!
—Parece que no hay burla alguna. Este es mi negocio. Y éste es el lugar donde vivo.
¿Preferís cerveza, whisky, ginebra. .?
—Cerveza, cerveza —respondió vivamente el forajido. Seguía mirá ndole, como si no diera
crédito a sus ojos. Se apoyó con los codos en el mostrador, sarcá stica la expresió n—. No
puede ser. . Imaginaba que mis ojos.. , que mis ojos se engañ aban al reconocerte. .
—Menos tonterías, Shanker —cortó fríamente Lyman—. Creo que sabías perfectamente
que yo
estaba aquí. No eres un buen actor. Nunca lo fuiste.
—Te aseguro que nada sabía. Me pillas de sorpresa, muchacho. . —se dispuso a jurar el
bandido, a juzgar por sus gestos enfá ticos, persuasivos—. Yo. ., yo. .
—Tú sabías muy bien todo esto —comenzó a alinear jarras de cerveza sobre el estañ o del
mostrador—. ¿A qué has venido, Shanker?
—¿Yo? —pestañ eó el rufiá n—. ¿Piensas que yo. ., que yo puedo venir a algo determinado,
cuando ni siquiera sabía que tú estabas aquí, muchacho? Vamos, vamos, no me digas que,
ademá s de servir bebidas, las ingieres también con frecuencia, Starr. .
—No he dicho nada. Só lo te digo que no puedo creerme tu historia, Dalton. No es fá cil
tragá rsela conociéndote, y lo sabes.
—¿Historia? ¿Qué historia?
—La de ese «casual» encuentro —sonrió glacialmente Starr.
Miró uno a uno a todos los hombres que seguían a su viejo camarada de los tiempos
violentos.
Todos malencara-dos, hoscos y á speros. Todos resistiendo su mirada con agresividad.
Todos..
menos uno. Este desvió los ojos, al observar la fijeza de los ojos metá licos de Lyman Starr.
Bajó la cabeza, como si el barro de sus botas, tras pisar la nieve, fuese lo má s importante del
mundo para él.
—Starr. . creo que por mucho que te las des de hombre de bien, de negociante formal y todo
eso. ., ¡sigues siendo el mismo que conocí antes! —rió a carcajadas, casi soezmente,
Dalton Shanker—. Lo que no adivinas, lo imaginas. Y lo que no imaginas.. ¡es que a nadie
má s se le puede ocurrir en este mundo, maldito sea tu ojo de lince!
—Si es un elogio, no voy a agradecértelo, amigo —cortó Starr, seco—. Te repito: ¿a qué has
venido a Bearcreek? Este es un sitio tranquilo y de escaso ambiente. Las minas son
relativamente pobres. Los mineros cobran salarios bajos y el dinero que podían obtener en
este lugar no alcanzaría para
tus aspiraciones, ni aun expoliando a todos y cada uno de nosotros, cosa que no dudo serías
capaz de hacer, con tal de
apoderarte de lo ajeno.
—Cielos, Starr, me dejas asombrado. ¿Eso es lo que piensas de mí, después de todos los
buenos tiempos que pasamos juntos?
—No fueron buenos tiempos. Hubo que luchar duro, porque no daban otra alternativa. Yo
era
alguien con un revó lver en la mano, pero he procurado olvidarlo hace tiempo. Ya no manejo
un
armas jamá s.
—Oh, ya»veo. . —señ aló a los revó lveres colgados de una estantería de botellas—. Ahora,
só lo
son propaganda para tu miserable negocio, ¿eh, burgués?
—Quizá só lo sea eso —convino Starr fríamente, encogiéndose de hombros—. No me
importa lo
má s mínimo lo que los demá s penséis. Aquel Lyman Starr, el de la cabeza a precio, el del
rá pido dedo al gatillo y la mano certera, dejó de existir. Ya no cuenta.
—Ya no cuenta. . —apuró su cerveza, y golpeó Shanker el mostrador con el vidrio grueso de
su
vacía jarra, exigiendo má s líquido, al tiempo que se apoyaba en un codo, mirando con falsa
perplejidad a su viejo camarada—. Vaya, vaya. . De modo que eso hizo la vida de aquel gran
hombre temido por todos..
—Sí. No sé si habrá sido para bien o para mal. Pero eso hizo de mí. Ahora bebed todo lo que
gustéis. La primera ronda es a mi cuenta. La casa invita. Y dime de una vez, Shanker, ¿qué
buscas en Bearcreek?
—Bien. . —Dalton Shanker apretó los labios, soltó un resoplido y paseó , ceñ udo, a lo largo
del mostrador, sin despegarse de él. Finalmente se detuvo, clavando su mirada hosca en el
cantinero que antes fuera gun-man. Masculló , furioso—: ¡Busco un camino para Wyoming,
rá pido y seguro! Lo entiendes ahora, ¿no?
Hubo una pausa. Starr le contempló inexpresivo. Luego, afirmó con una leve mueca
sarcá stica:
—Sí. Empiezo a entenderlo. Pero mucho me temo que no te sea nada fá cil, amigo. . Buscan a
unos asesinos. Y cuatreros. También se les acusa del asalto a unas minas de oro de Butte. .
Robaron treinta mil dó lares en oro. Mataron a los guardianes armados. Y a un par de
federales.
Hay federales ahora en toda la divisoria entre Montana y Wyoming. Y grupos de
voluntarios
armados, dispuestos a todo, con tal de evitar que los culpables puedan evadirse por el
camino má s corto hacia otro Estado.
—¿Está s pretendiendo acusarnos a nosotros de esos asesinatos y del robo de ese oro?
—No, claro que no —suspiró Starr con lentitud—. No trato de hacer nada de eso. No he
acusado a nadie. Lo ú nico que hago es mencionar algo que todo el mundo sabe. No se puede
pasar a Wyoming libremente, a menos que se pruebe a los federales y a las fuerzas de
Vigilantes de Montana que quien pasa nada tuvo que ver en lo sucedido en Butte. Aquí
todos lo sabemos, y es un villorrio. Imagino que el resto del territorio. .
—Star, no me gusta como dices todo eso —silabeó Shan-ker, incliná ndose hacia él, con todo
su
cuerpo sobre el mostrador—. Yo sí tengo que pasar a Wyoming. Y lo conseguiré.
—Pues date prisa. Parad aquí lo menos posible, antes de intentarlo.
—¿Por qué dices eso? —entornó Shanker sus ojos astutos y desconfiados.
—Por una razó n muy sencilla: dentro de poco tiempo, no só lo los federales y los Vigilantes
impedirá n que nadie cruce esa frontera interestatal, sino que la nieve será el peor enemigo,
en los difíciles pasos fronterizos, para ir a Wyoming. De modo que decide tú mismo.
—Ya. . —Shanker humedeció sus labios. Respiró con fuerza, empezando a beber cerveza
nuevamente, de la jarra que Lyman había llenado sin perder tiempo. Se limpió los labios de
espuma con un manotazo, y luego, añ adió con voz ronca—: No temo a la nieve. Ni lo má s
mínimo, Starr.
—Haces mal. Muy mal. La nieve es, quizá , el peor enemigo del viajero, sobre todo en esta
época del añ o.
—Te repito: la nieve no me preocupa.
—¿Qué, entonces? —sonrió Starr—. Puedes pernoctar aquí, y si mañ ana está difícil el
camino,
arrostrar las consecuencias, puesto que la nieve no es problema.
—Star, empiezo a irritarme.
—¿Irritarte? ¿De qué? —se miraron fijamente ambos hombres.
—De ti. De tus palabras. De tus tonterías. Sabes muy bien que he venido dispuesto a
alcanzar
Wyoming, por mucha nieve, muchos vigilantes y muchos federales que haya en el camino.
—Muy bien. Adelante, pues. Los federales y los vigilantes tienen una exacta descripció n de
los forajidos. No la dieron aquí, pero la tienen. Si no coincide con vosotros, y si vosotros no
llevá is encima el oro robado, ¿qué hay que temer? Podréis pasar libremente a Wyoming, sin
que nadie
lo impida.
—Todo eso suena muy bien. Te gusta burlarte de mí, ¿verdad, Starr?
—No me burlo de nadie. Respondo a tus preguntas, es todo.
—¡Está bien, maldito imbécil! —rugió de repente Shanker. Y estiró su brazo, aferrando con
rabia la camisa del cantinero entre sus dedos crispados. Le zarandeó , tirá ndole luego
contra el borde del mostrador, donde le inmovilizó , mientras proseguía con voz dura, de
aceradas
aristas—: Ahora, escucha esto: entre nosotros sería inú til andarse con rodeos. Sabes muy
bien lo que sucede. Lo sabes todo, maldito seas. Sí, está s en lo cierto. Sabía que te
encontraría aquí.
Sabía que no te tragarías la historia. Sabía que esa gente armada nos espera en la divisoria.
Nos espera, ¿entiendes? ¡A nosotros! Mis hombres y yo hemos robado en Butte. Hemos
matado a
esa gente. No vas a escandalizarte ahora por ello, ¿verdad que no? Y ahora, llevamos con
nosotros el oro, es cierto. Necesitamos salir de Montana. Y por eso estamos aquí.
Hubo un tenso silencio. Las palabras de Dalton Shanker habían sido masculladas
roncamente,
en voz baja. Só lo Starr y los hombres del forajido se enteraron con detalle de todo.
Y el joven, alto y sobrio cantinero, el hombre que un día fuera un hombre con la cabeza a
precio, se limitó a murmurar por fin, con voz lenta, con palabra serena y helada:
—Muy bien, Shanker. . Te entiendo. Sabía que ése era el caso. Sigue adelante. Yo no voy a
ser quien lo impida. Ni quien te denuncie a la gente armada que espera. ;Por aué has venido
a mi
negocio, a decirme todo eso?
Shanker le estudió malignamente. Apuró la cerveza Luego no entre dientes, antes de
informar
en tono á spero-
Muy sencillo, viejo amigo. Porque sé que por mis propios medios nunca atravesaría estas
tierras hacia Wyomine Pero está s tú . Tú , Starr. Y eres el que vas a ayudarnos a llegar
adonde
deseamos.
Siguió un profundo, grave silencio. Alrededor de ellos seguía habiendo voces, mú sica de
guitarra, chocar de vasos, murmullos y ruidos diversos. Pero entre ambos, la tensió n era
latente y densa. Los hombres alineados ante el mostrador la palpaban con tanta claridad
como el
propio Shanker o su interlocutor, Lyman Starr.
Al fin, fue este ú ltimo quien rompió esa tirante pausa con voz calmosa, dura, llena de
decisió n: No, Shanker. Yo, no. No haré nada por ayudarte. Tendrá s que valértelas por ti
mismo. No son
aquellos viejos tiempos. No soy el Lyman Starr que conociste antes de la peni-
tenciaría y del indulto. Y no deseo volver a ser la misma persona. Ñ o voy a colaborar
contigo. En absoluto.
El rostro de Dalton Shanker reveló ira, disgusto, rabia-mal contenida. Se controló
difícilmente. Y
luego, manifestó con crudeza, empezando a dibujar una forzada, á spera mueca, que só lo
con
mucha imaginació n podía parecer una
sonrisa:
No, Starr. . Eso no. No estoy pidiéndote nada. No vine a suplicarte, sino a ordenarte,
¿entiendes? ¡A darte ó rdenes!
Ordenes que cumplirá s, te guste o no.
_, al mismo tiempo que hablaba así, su mano desenfundaba el revó lver. Y amartillá ndolo
con
brusquedad, apoyaba el largo cañ ó n bajo la barbilla de Starr, justo sobre su
garganta.
Tennessee Folk dejó de tocar la guitarra nuevamente. Marty Moss giró sobre sí mismo,
desenfundando veloz su propio Colt. Lo amartilló , apuntando al guitarrista rubio. Al mismo
tiempo, los demá s componentes del grupo hicieron la misma acció n. Só lo Tex Carruthers
tardó
un poco má s que los otros, pero lo hizo a duras penas y con esfuerzo.
Y encañ onó , como sus camaradas, aunque no muv convencido, al resto de los
amedrentados
clientes. conversaciones y comentarios, ruidos y risas, cesaron en la cantina. Los siete
hombres controlaban la situació n, sin duda alguna. Siete revó lveres, eran demasiados
revó lveres para un lugar como Bearcreek. Realmente, era un auténtico muro de pistolas a
punto de disparar. Casi
cincuenta balas en batería ante un grupo de mineros pacíficos y nada dados a la violencia,
en cuyos cintos, como má ximo, había algú n cuchillo de caza que otro, pero ningú n arma de
fuego.
Siento que las cosas lleguen a este punto, Lyman —silabeó con frialdad Shanker—. Pero
todo
será mucho peor si no cooperas con nosotros. Te dije que venía a dar ó rdenes, no a
suplicar. Tu vida y la de toda esta gente, va a responder de nuestro paso a Wyoming. ¿Qué
respondes
ahora?
Starr no respondió nada. El sudor daba un brillo grasien-to a su enjuto rostro. Miró a
Shanker, miró su arma. Y miró a los demá s bandidos, a los clientes amedrentados, al
impotente
Tennessee Folk, con su guitarra muda entre las manos..
No parecía necesario responder, después de todo. Shanker había dicho una tremenda
verdad
poco antes: no estaba suplicando, sino dando ó rdenes. Y disponía de suficientes medios, al
parecer, para seguir dá ndolas en ese sentido. .
CAPITULO
Bien. . ¿Qué decides, Starr? Lyman permanecía tranquilo tras el mostrador. Un pisto
lero había retirado de la pared su cinturó n canana con los dos revó lveres, llevá ndoselo
consigo.
Virtualmente, estaba inerme ante siete adversarios armados.
Los clientes seguían en sus asientos. Una de las ó rdenes
de Shanker había sido la de obligarles a permanecer donde estaban, hasta que él autorizase
lo contrario. Nadie se atrevió a discutir la orden.
Lo cierto es que Starr no separaba sus ojos del forajido
Este paseaba ante el cantinero de Bearcreek, con expresió n tranquila. Había hecho salir a
dos de sus hombres, tras un cuchicheo. Ellos salieron a la calle. No habían regresado aú n.
La nevada era má s y má s copiosa. Había cesado el viento. Incluso en la acera porcheada, era
visible desde el interior el grosor de la nieve sobre los escalones y las tablas de la acera. La
calzada era un deslumbrabte sendero blanco, reflejando las luces de la calle.
Cinco revó lveres eran aú n demasiadas armas para
pantes de la cantina. Tennessee Folk había sido forzado a seguir tocando, pero sus baladas
sonaban desangeladas y frías, bajo la amenaza de los revó lveres.
Es amigo tuyo, ¿eh, Starr? —preguntó de repente Shan
ker, sin preocuparse del silencio con que el cantinero había acogido su pregunta anterior.
Tennessee? Sí, lo es. Todo el mundo aquí es mi amigo convino Starr fríamente
Una comunidad bien avenida —arrugó el ceñ o el forajido, soltando una seca carcajada—.
¿No
te reprocha nadie tu pasado borrascoso?
No. ., nadie —murmuró Starr, tras una débil vacilació n que no pasó inadvertida al bandido.
Vaya, tienes suerte —miró en torno, como si buscara algo—. ¿Llevas tú solo el negocio?
No hace falta nadie má s. Tennessee me ayuda a veces.. Ya. ¿Ninguna chica? No, ninguna.
Es raro. . Me dijeron que ibas a casarte. Y de eso hace tiempo.
Aú n no me casé. Sigo siendo un lobo solitario —torció Starr sus labios en una mueca.
¿Cuá ndo te casas, entonces?
No lo sé. Ni te importa.
Está bien, está bien. Pero ¿y la chica? ¿Sigue siendo tu novia, Starr?
Le miró , colérico. Sus ojos grises centellearon duramente.
Eso no es de tu incumbencia, Shanker. Olvida el asunto.
Me interesa tu felicidad. ¿Qué se hizo de ella?
¡Te dije que la olvides! —rugió Starr, virulento—. Ella no cuenta en esto.
¿No? —Shanker enarcó las cejas. Giró la cabeza hacia puerta, donde crujía la nieve, junto
con las tablas, como
si alguien la pisara en este momento—. Vaya. . Alguien se acerca. .
Sus esbirros apuntaron en esa direcció n. Carruthers seguí; siendo el má s lento y
desangelado en las acciones. Una ojea da de soslayo a Shanker reveló que advertía la
desgana de si compañ ero.
Sus ojos relucieron, pero no dijo nada. Tenía la mirada fija en las hojas de madera oscilante.
Las armas aguardaban, precavidas.
Finalmente, esas maderas cedieron con un largo chirrido Entraron sus dos hombres ahora,
arma en mano. . ¡escoltan do a una mujer sobre cuyo camisó n de dormir solamente s<
ceñ ía una bata de lana, abrigá ndola de la inclem nocturna!
Starr lanzó un rugido, poniéndose bruscamente en pie como si le disparasen unos resortes
de acero elá stico.
—¡Enid! —rugió —. ¡Tú ! ¿Qué pretendéis ahora, malditos canallas.. ?
Se revolvió , tratando de aferrar con sus fuertes manos a Dalton Shanker. Este, veloz, le
descargó un seco, violento golpe de revó lver, dejando caer el cañ ó n de su arma sobre su
sien
izquierda.
Como un fardo, fulminado por el impacto, Lyman Starr se desplomó a los pies del forajido.
—¡Asesinos! —chilló Enid, desesperada.
Y se precipitó sobre el cuerpo inerte de su prometido, sin que nadie se lo impidiera.
***
Tennessee Folk miró el reloj de la cantina. Masculló con voz ruda:
—Eh, escuchen esto. . Son las doce y diez. Demasiado tarde para tener abierto. Y para
obligar a la gente a permanecer aquí. En Bearcreek se cierra siempre a las diez y media o
las once.
—Esta noche es especial —rió entre dientes Shanker—. Digamos que es festivo. La velada
se
prolongará un poco má s.
—¿Hasta cuá ndo?
—Hasta que a mí me dé la gana darla por terminada —silabeó con acritud el forajido.
No añ adió má s, ni hacía falta. Era el dueñ o de la situació n. Tennessee miró al fondo de la
cantina. Sobre una mesa, yacía Starr. Había un hematoma oscuro en su sien y pó mulo,
donde le
golpeara el cañ ó n del Colt de Shanker. Y sangre en el corte producido por el afilado punto
de mira del arma. Pá lida y asustada, Enid Dyker limpiaba su herida y le curaba.
Sombríos, los mineros permanecían acurrucados en sus asientos. Sin ganas de jugar, beber
o
hacer nada. Los pistoleros armados, controlaban la cantina en su totalidad, y paseaban de
extremo a extremo, vigilando a sus rehenes.
—Esperaremos un poco má s —dijo de repente Shanker, frotá ndose el mentó n con el cañ ó n
de
su propio revó lver.
—Esperar, ¿a qué, Dalton? —quiso saber con voz ronca Tex Carruthers.
El jefe del grupo se volvió lentamente hacia su subordinado. Le miró con frialdad. Luego
sonrió .
—A que Starr vuelva en sí y se avenga a razones —dijo—. Ahora ya sabe cuá l es mi idea.
Hay
aquí suficientes rehenes con vida. Incluida su propia chica, su prometida. No querrá
hacerles correr riesgos, eso seguro. Aceptará ayudarnos.
—¿Puede hacerlo, realmente? —dudó Carruthers.
—¿Ayudarnos? —Dalton Shanker rió entre dientes—. Claro que puede, por todos los
diablos. Es
un ciudadano honesto en Bearcreek. Los vigilantes y los federales creerá n en él, si nos guía
a través del paso má s accesible, entre la nieve. Dirá que somos viajeros en apuros y nos
dejará n pasar. Sobre todo, si Enid Dyker viene con nosotros, como rehén. Hasta que no
estemos en
Wyoming no le será devuelta sana
y salva.
—Pero. ., ¿le será devuelta? —dudó Carruthers, muy pá lido.
—Claro —miró el cabecilla a su esbirro, con expresió n malévola—. ¿Qué es lo que está s
pensando tú ahora, Tex?
—No sé. . —Carruthers se pasó una mano por el rostro—. Os vi asesinar a aquellos
desdichados
en el desfiladero. . ¿Có mo puedo creer ya en tu palabra, Dalton?
—Está s diciendo estupideces, Tex. Habla de eso a Starr, y nunca llegará s vivo a Wyoming.
¿Qué tripa se te ha roto ahora, para que te pongas a cometer tonterías?
—Esa chica, Shanker. . —señ a-ó disimuladamente a Enid—. No la hagá is nada, por el amor
de
Dios. Es una mujer, él la quiere. . Van a casarse. .
—No tienes nada que temer, Carruthers, no te pongas ahora sentimental por una mujer. .
¿A
qué viene todo eso?
—Es que. ., es que yo no soy como vosotros, Shanker.
Soy solamente un cuatrero, un desdichado ladró n de ganado
y nada má s. Nunca pensé en asesinar, en raptar mujeres como rehén. . Ademá s.. , estoy
casado. .
—Vaya, ya salió eso. . ¿De modo que tu tierno corazó n de esposo se ablanda? —rió
burlonamente el rufiá n.
—Por el amor de Dios, Shanker, respeta algo. . Tengo una esposa, sé lo que significa saberla
a ella en peligro. . No podría soportarlo. No podría. .
—Muy bien —se iluminó el rostro malévolo del jefe del grupo—. En eso confío, sobre todas
las
cosas. Si él tampoco puede soportarlo. . nos ayudará . Cruzaremos ese paso mañ ana mismo.
Eso
será todo. Sin problemas. Sin má s violencias..
Hubo un corto silencio. Carruthers no supo qué decir. Estaba mirando hacia el cuerpo de
Starr, que parecía volver en sí, tras el duro golpe sufrido. Y Enid, a su lado, era una solícita
enfermera, una mujer asustada pero llena de á nimo en el cuidado de su futuro esposo.
—¿Y su familia? —murmuró Tex—. ¿Sabe la familia de ella. , que está aquí, cautiva?
—No —rió entre dientes Dalton Shanker—. Nadie lo sabe aú n. Yo conocía el nombre de
ella. Y
el domicilio de los Dyker. . Estaba bien informado por mi amigo, el que pasó por aquí.. La
hice raptar cautelosamente, sin despertar la alarma. .
—Dios mío, cuando su familia lo descubra. . —jadeó Carruthers, angustiado.
—No sucederá nada. Es la casa situada frente a esta cantina, Tex. La vigilamos desde aquí.
Cuando alguien salga de ella, estará bajo la amenaza de nuestras armas. Y má s le valdrá no
intentar violencia alguna. .
En ese instante, crujieron las tablas del exterior. Las armas enfilaron a la entrada. Esta
cedió .
Alguien entró en el local, hablando con voz animosa:
—Eh, Lyman, ¿qué diablos ocurre esta noche? Es demasiado tarde para. .
Se paró en seco, bajo la amenaza de varios revó lveres. En su pecho, sobre la chaqueta de
cuero con cuello de pieles, lucía una estrella de lató n.
—Buenas noches, sheriff —saludó iró nicamente Shanker, amartillando en el acto su arma
—.
Bien venido a la cantina. . y, sobre todo, no trate de utilizar su arma ni tocarla siquiera. No
me gustaría adelantar su jubilació n forzosa en unos cuantos añ os..
—¿Qué significa. .? —masculló Roy Parrish, palideciendo intensamente, pero alzando en el
acto sus brazos ante la muda amenaza de las armas.
—Significa, sheriff, que esta pandilla de forajidos controla ahora toda la població n —
masculló con ira el rubio Tennessee Folk, dando un rabioso rasgueo a las cuerdas de su
guitarra.
Y siguió un silencio impresionante, que nadie rompió durante varios segundos.
Un silencio en el que la respiració n agitada del herido y asombrado sheriff Parrish, fue aú n
má s audible. .
***
—¡Maldita sea! Sigue nevando. ¡Nevando sin parar! Todo se ve blanco, blanco hasta el
aburrimiento. .
Marty Moss, el pistolero del grupo de Shanker, se apartó de la puerta de la cantina, tras una
ojeada de disgusto al exterior. Su comentario quedó flotando en el aire, mientras fuera, la
nevada era como una blanca, espesa cortina que iba cayendo implacable.
Parrish cambió una mirada pensativa con Lyman Starr y con Enid.
—Me pregunto si eso nos favorecerá en algo. . —musitó
el sheriff local, con tono fatigado.
—Podría favorecernos, si ellos hicieran este viaje solos
—habló Starr roncamente—. Por desgracia, no es ése su plan.
—¿Cuá l cree que es, muchacho?
—Ojalá me equivoque, pero. . no sacaron en vano a Enid del lecho, esa pandilla de rufianes
—
Starr mordía las palabras, de pura indignació n impotente—. Ella va a ser su rehén. Shanker
lo ha dado a entender así.
—Yo. . con esos canallas.. —se estremeció ella. Sus manos aferraron a Lyman—. Oh, por
favor,
ayú dame, querido. .
—Quisiera hacerlo, Enid. Pero tu propia vida está en juego. Como la de todos. Si me niego,
serían capaces de empezar a sacrificar aquí mismo a cuantos nos acompañ an. Si me
mantengo
en mi negativa, hasta llegarían a causarte dañ o a ti.. Eso es algo que no podría resistir. Me
lanzaría sobre ellos. Y me matarían. Eso no remediaría nada. Estaríais todos igualmente a
su
merced.
—Lyman, no quiero que mueras.. —gimió Enid, convulsa.
—Y yo no quiero que tú sufras dañ o alguno. Es un maldito callejó n sin salida. Shanker
siempre supo hacer estas cosas. Lo malo de él es que uno no puede fiarse de su palabra.
Nunca estarías segura con él, ni en Wyoming ni en parte alguna.
—Entonces.. , ¿vamos a soportar esta situació n con los brazos cruzados, sometiéndonos a
sus
deseos? —se exasperó Parrish.
—Sheriff, ¿le ve usted otra salida al asunto, por el momento? —replicó vivamente el joven
cantinero.
—No. . —resopló ahogadamente el representante de la ley. Bajó la canosa cabeza, con aire
de
impotencia—. Cielos, no. .
—Entonces.. —Starr hizo un gesto elocuente. Sus manos se estrujaron de modo nervioso,
crispado—. Ya lo ve, Parrish. No hay solució n, nos guste o no.
—Tendrá s que ayudarles a huir, con el oro robado, con esas muertes sin castigo, y. .
conmigo
como su rehén —gimió Enid, inquieta, angustiada.
—Tal vez para entonces haya encontrado otro remedio —jadeó Starr, lívido—. Por ahora,
es
todo lo que está en nuestras manos hacer. .
—Bien, señ ores —sonó la voz de Shanker, muy cerca de ellos. El bandido se aproximó
calmosamente al grupo—.
¿Qué deciden, tras su conciá bulo? Ya dura bastante, ;no les parece?
—No hemos decidido nada aú n —replicó Starr, incisivo—. Hablá bamos de otras cosas.
—Pues les conviene hablar de esto —cortó el forajido con acritud—. Son ya las doce y
treinta y cinco minutos. Tienen de tiempo hasta la una. Decidan para entonces. Si no te
decides a
cooperar, Starr, la chica va a pasarlo mal. Y también otras personas, no lo dudes. ¿Por qué
te obstinas en ponerte contra mí? Nadie va a culparte aquí de nada. Todos saben que te
obligamos a hacer esto. Tu honorabilidad de flamante burgués, no sufrirá lo má s mínimo.
—No se trata de eso —habló Starr con voz fría—. Hay otras cosas que valen má s que mi
prestigio o mi honorabilidad, Shanker.
—¿De veras? ¿Qué es ello?
—No lo entenderías —sacudió la cabeza el joven, alto cantinero, con sus enjutas facciones
revelando una mal contenida ira. Se tocó el hematoma de su sien y el corte de su pó mulo,
mirá ndole agresivamente—. Las personas como tú , só lo entienden un lenguaje que yo
detesto,
pero que a veces es el má s eficaz para seres de tu clase: el de la violencia.
—Vaya. . Y fo malo de tu caso es que no puedes utilizarlo —rió sarcá stico shanker—. Te
cortamos la lengua para hablar esa clase de lenguaje. No tienes armas. No puedes
hacer nada, pistolero.
—Ya no soy un pistolero. Só lo un cantinero, no lo olvides.
—Por lo que has dicho, parece que te gustaría volver a
serlo.
—Só lo para matarte, Shanker. Só lo para matarte. . —silabeó con helada ira el dueñ o de la
cantina.
Shanker encajó sus mandíbulas con fiereza. Parecía dispuesto a atacarle, cuando de repente
sonó una voz, procedente de la acera, y uno de sus hombres, que había salido poco antes,
regresó trayendo consigo a alguien que heló la sangre en las venas al sheriff Parrish.
—¡Eh, miren a quién traigo conmigo! —voceó el bandido, riendo—. ¡Es un prisionero que
tenía
encarcelado el buen sheriff de Bearcreek!
Y era cierto. El joven Butch Hampton venía con él. Libre. . y armado incluso. Shanker enarcó
las cejas, sorprendido. Iba a replicar, cuando el joven delincuente le habló , con voz rabiosa:
—-¡Sí, estaba preso, por culpa de esos cerdos! ¡Yo maté a un tipo esta noche! ¿Lo entiende,
Dalton Shanker? ¡Déjeme
unirme a los tuyos, para escapar a la justicia! ¡No te pido nada a cambio, só lo escapar de
este asqueroso villorrio, donde no dudarían en lincharme, malditos sean! ¡Empezando por
ese viejo
y decrépito sheriff.*. y por ese maldito cantinero, a quien juré matar cuando volviera a verlo
fuera de mi celda!
antes de que nadie pudiera impedirlo, el joven Hampton se precipitó hacia la mesa donde
se
hallaba Starrcon el sheriff y con Enid, disparando su Colt contra el joven cantinero que le
capturara aquella misma noche en los establos.
CAPITULO VI
Restallaron las detonaciones en la cantina, rabiosamente.
Enid gritó agudamente, llena de horror al ver que su prometido era la indefensa víctima
elegida por el asesino recién liberado.
En la repentina confusió n producida en la cantina por la irrupció n virulenta del joven
delincuente, se percibió otro grito, éste de agonía ante el impacto de bala. La primera bala
disparada por el Cok de Hampton, contra el cuerpo indefenso de Lyman Starr.
Enid sabía que iba a alcanzarle. Y que, inevitablemente, Starr caería muerto, víctima de
aquellos disparos asesinos.
Tuvo que suceder algo imprevisible, para que tal cosa no fuera un hecho. Y ese algo, fue el
sacrificio de un hombre.
Un hombre que se interpuso, rá pido, en la senda de las balas. De su boca brotó el grito
agó nico.
Su cuerpo fue el que se agitó al recibir el impacto de los proyectiles destinados a Lyman
Starr.
Ese hombre era. . el sheriff Roy Parrish.
—¡Maldito loco! ¿Qué diablos haces? —aulló la voz enfurecida de Shanker.
Pero ni él ni su gente podía evitar lo inevitable. Só lo el sacrificio voluntario del viejo sheriff,
al interponerse ante Starr, logró impedirlo. Cuando Starr le vio caer pesadamente ante él,
ya el cantinero había saltado atrá s, cubriendo a su vez con su propia figura enjuta a Enid.
Pero no era necesario.
Rá pido, Tex Carruthers había disparado su revó lver contra Hampton. De la mano del
homicida,
saltó lejos el revó lver. Sus dedos se tiñ eron de sangre. Carruthers iba a rematar
despiadadamente a Hampton, cuando Shanker sujetó férreamente su mano armada.
—¡Ya basta! —cortó con rudeza el forajido—. No sigas, Tex. Es suficiente así.. No mates a
ese tipo. Es un imbécil, pero puede sernos ú til uno má s..
—Es un psicó pata, ¿no lo viste? —jadeó Tex, iracundo.
—Sea lo que fuere, es un aliado —rió entre dientes su jefe—. Nos viene bien, con todos sus
defectos. Vamos, aten-dedle la mano herida.
—¿Y a ese hombre? —masculló Carruthers, señ alando al sheriff, que caía ensangrentado,
entre
los brazos del pá lido y estremecido Lyman Starr.
—Dejadlo morir tranquilo —masculló Shanker—. No creo que nadie pueda hacer ya nada
por
él, a la vista de sus heridas..
Era verdad. La observació n de Dalton Shanker carecía de todo signo piadoso, pero era una
cruda realidad. Starr lo confirmó apenas echó una leve ojeada a las heridas del desgraciado
sheriff. Tenía dos balazos en los pulmones y otro en el vientre. Todos ellos parecían
mortales, aunque todavía alentara algo de vida en el viejo servidor de la ley y el orden.
—Oh, Parrish, ¿por qué lo hizo? —jadeó roncamente Starr, oprimiendo su propio pañ uelo
contra los boquetes de bala—. Esas balas no eran para usted. .
—Muchacho, no es justo. . que un hombre joven, con una vida por delante. ., fuese a morir
así, tan estú pidamente. . —sonrió forzadamente el moribundo, mirá ndole con ojos
vidriosos—. Ese
Hampton. . siempre fue un mal tipo. . Pero, ¿quién iba a creerle capaz de asesinar. .?
—Sí, ¿quién iba a creerlo? —miró Starr con odio infinito al joven homicida, a quien los
ebirros de Shanker curaban la mano ensangrentada. Ahora, el cobarde de Butch Hampton
estaba
llorando de dolor—. Pero Parrish, usted era necesario aquí..
—Tú eres má s necesario, Lyman. . Enid te necesita. ., y quizá también este pueblo. . Creo. .,
creo que nadie sería nunca mejor sheriff. . Pa. . para Bearcreek o para cualquier otro sitio. .
que un cantinero llamado Starr. . Me alegro de haber. ., haber contribuido con mi vieja vida
cansada. . a que una vida joven. . siga adelante. . Muchachos, yo. .
Nunca terminó . Estaba muerto. Sus labios se teñ ían de una espuma sanguinolenta. Starr
alzó la cabeza. Cruzó su mirada con Enid, que sollozaba en silencio. Cerró piadosamente los
pá rpados
del desdichado Parrish. Un silencio profundo, só lo roto por los sollozos viles de Butch
Hampton, reinaba en la cantina ahora.
La voz de Dalton Shanker sonó por eso má s fuerte en el silencio.
—Salid dos de vosotros. Vigilad la calle. Traed aquí a quien asome. Esos disparos habrá n
conmovido a toda la població n. Maldito crío, ¿quién te mandó darle gusto al gatillo? —
reprochó acremente a Hampton.
—El.. , él me golpeó , me cazó . . —hipó el asesino, señ alando a Starr con mano que temblaba
de dolor, de odio, acaso también de miedo—. ¡Es un bastardo asqueroso! ¡Juré matarlo. .!
—Hubieras cometido el peor error de tu vida matá ndole —masculló Shanker con ira—. Me
es
muy necesario ese hombre, ¿entiendes, imbécil? Yo mismo te hubiera colgado de -una viga
de
esta cantina si ahora Lyman Starr estuviese muerto. Por fortuna, ese viejo necio se
interpuso generosamente en el camino de tus balas, si no quieres que te entregue a la
justicia o te
cuelgue yo mismo, me obedecerá s en todo, ¿entendido, mocoso?
—Sí, pero es que yo. . -
—¡En todo, he dicho! —remarcó rabiosamente Shanker,
abofeteando sin contemplaciones a Hampton, cubriendo el rostro con una mano ilesa, en
tanto
le era vendada la otra con tiras de camisa empapadas en whisky, cosa que aú n le hizo
sollozar con má s fuerza.
Shanker le miró con ira, se volvió hacia Starr y le observó mientras echaba un mantel de su
cantina sobre el cadá ver, depositado en una larga mesa de madera de pino. Caminó
decidido
hacia Starr.
Este le contempló con agresividad, por encima de la mesa y del cuerpo inerte, sin despegar
los labios siquiera. Enid dio dos pasos atrá s, amedrentada por la proximidad del jefe de los
rufianes.
—Las cosas se complican, Lyman —habló el bandido—. No me gustaría tener conflictos en
este
villorrio. Ahora, todo se ha ido al traste con esas detonaciones. Pero seguimos siendo los
amos de la situació n; Elije, y pronto. Deberá s optar por acompañ arnos, dejando 'que tu
prometida
nos acompañ e hasta Powell, en Wyoming, donde dejaremos en libertad a la chica, tras
habernos ayudado tú a salvar los obstá culos del terreno difícil, por el paso má s accesible, y
también de los
hombres armados que nos buscan. A cambio de ello, tu prometida te será devuelta, sana y
salva.
—¿Quién me garantiza eso? —silabeó roncamente Starr.
—Yo. Tienes mi palabra. Si quieres, lo juraré ante la Biblia.
—¡Jurar! Lo harías cien veces ante la Biblia, sin cumplir luego una sola vez —dijo
despectivo Starr—. Y tu palabra no vale nada, Shanker.
—Muy bien —los ojos del bandido brillaron coléricos—. Si eso piensas de mí, tanto peor.
No
tienes otro remedio que correr el riesgo, te guste o no. Elije entre eso. . o que ella empiece a
ser torturada por mis hombres, ante tus propios ojos.. y termine muerta.
—¡Canalla! —Starr se cruzó entre Enid y él, como protegiéndola de un invisible peligro, y
enarboló sus manos, para golpear decididamente a su interlocutor.
Chascó el percutor de un revó lver. El arma, rá pida, subió entre los dedos de Shanker,
plantando su boca negra, del largo cañ ó n de acero, justo ante la nariz del joven cantinero.
Este se paró , rígido, crispado, ante la amenaza implacable.
—Cuidado, amigo mío —rió entre dientes Shanker—. Sabes que nunca amenazo en vano. Si
me
obligas, antes te convertiré en cadá ver, aunque luego deba buscar otro medio para salir de
aquí con bien. Pero no dejaré que te envalentones ni me toques con tus manos. Vete
decidiendo,
¿me has oído? Guíanos a Wyoming. Y deja a tu chica en mi poder. No tienes otra alternativa.
Eso. . o la muerte para todos, después de grandes sufrimientos.
Al tiempo que hablaba, rodeaba la mesa, siempre con su revó lver entre él y Starr, hasta
arrancar a Enid de los brazos de su antagonista, y apartarla, en su poder, camino del
mostrador.
Enid, sollozando, no hizo resistencia alguna.
—Cerdo, bastardo. . —silabeó Starr, lívido, los ojos ardientes como brasas.
—Insulta cuanto quieras —sonrió Shanker—. Es nuestro rehén. Decide.
—Está bien —murmuró con voz quebrada, tras una corta, angustiada vacilació n—. Quédate
con
ella, si no hay otro
remedio. Responderá de todo cuanto yo haga en el futuro, hasta ponerte a salvo, lejos de la
ley.
Pero si algo le sucede. .
y yo vivo para lograrlo, no tendrá s descanso, vayas adonde vayas, Dalton Shanker. Palabra
de
Lyman Starr. No del cantinero, sino del hombre que conociste. Del pistolero, ¿entiendes?
Palabra que te destrozaré entre mis manos, si algo le
ocurre a ella. .
Incluso ahora, teniendo toda la fuerza y todos los triunfos en su mano, algo pasó por Dalton
Shanker. Acaso un
repentino temor, un respeto insó lito, un miedo instintivo al hombre que había ganado fama
merecida de ser el má s temible de los pistoleros del Oeste durante los añ os en que tuvo su
cabeza a precio.
—Sí.. —jadeó , apretando los labios, con gesto grave—. Palabra, Starr. Nada le sucederá a la
chica. .
—Bien. En ese caso, en tus manos queda. Por otro lado. . te prometo ayudarte. Te llevaré a
través de la divisoria, con tu oro robado. Te llevaré a Wyoming, lejos de donde los hombres
de la ley puedan darte alcance. .
En aquel instante, las puertas cedieron con ímpetu. Un hombre en camiseta de felpa,
despeinado, con pantalones arrugados, que casi caían de su cintura, y una pesada carabi- ¦
na entre las nervudas manos, hizo su aparició n, gritando rabiosamente:
—¡Esperaba oír algo así, Lyman Starr, pero no dicho con
tanto cinismo, maldito bandido! ¡Sabía que eras un traidor, un ruin embustero que nos
engañ aba a todos! ¡Tus compinches han vuelto, habéis matado a un hombre, a lo que veo. . y
ahora vas a ayudarles a cruzar la divisoria con un oro robado! ¡No lo permitiré! ¡Juro que
no, cerdo asesino!
Y Enid só lo supo gritar desgarradoramente:
—¡No, papá , no! ¡Eso, no. .!
Pero ya su padre, Claude Dyker, alzaba su carabina hacia Lyman Starr, para disparar contra
él su pesada carga de plomo. .
***
Lo hubiera hecho, sin la menor duda, de no mediar otro hecho dramá tico que alteró el
curso violento de los acontecimientos en la cantina.
Esta vez, sorprendido Shanker por la irrupció n del padre de Enid, no supo reaccionar a
tiempo.
Fue su compinche, Marty Moss, el pistolero, quien lo hizo.
Rá pido, giró su arma contra Claude Dyker, y apretó el gatillo dos veces, sin la má s leve
duda.
Dyker emitió un agudo grito de dolor. Sus manos soltaron la carabina, arrancada de sus
manos
por un balazo. El otro, se había alojado en su cuerpo, lanzá ndole atrá s con violencia.
—¡Papá ! ¡Oh, no, no. .! ¡Ya basta, asesinos, ya basta! —chilló Enid, desesperada, corriendo
hacia el hombre de canosos cabellos que, vacilante, se apoyaba en el muro, empezando a
caer,
intensamente pá lido. La sangre brotaba rá pida, empapando sus ropas a la altura del
costado.
—Debería darme las gracias, preciosa —sonrió malignamente el pistolero—. Aunque
mucho me
pese, acabo de salvar la vida a su prometido. .
—¡El nunca hubiera matado a Lyman! —sollozó ella—. Só lo quería asustarle, herirle acaso,
en
un arranque de ira mal entendida. . ¡Es mi padre! ¿Lo entienden? ¡Mi propio padre. .!
—¿Quién podía saber eso? —se encogió de hombros Moss, indiferente.
Tex Carruthers, a su lado, se apartó de él, con gesto de
asco. Miró a Starr. La faz del cantinero estaba demudada.
Avanzó , sin vacilar, hacia donde caía, resbalando sobre el
muro, su futuro suegro. Enid ya estaba de rodillas junto a
él, dominando su llanto, en un esfuerzo supremo por atenderle con serenidad.
—Señ or Dyker, usted no entendió . . —dijo roncamente
Starr—. Ellos son viejos conocidos. Bandidos sin piedad. .
Me exigen que les ayude. . y Enid es su rehén. No es por mi
voluntad lo que ocurre. Hampton fue liberado por ellos.. y mató al sheriff Parrish, por
interponerse ante mí..
—No puedo. . creerte, Starr. . —jadeó el herido, mirá ndole turbiamente, sentado en el suelo,
contra el muro de troncos, perdiendo bastante sangre por su herida—. Uno de esos tipos..
disparó en defensa tuya. .
—No es lo que imagina. Les soy demasiado necesario. Me necesitan vivo, ¿entiende? Só lo
yo. .
conozco los caminos de esta regió n del modo que ellos necesitan. Yo puedo conducirles a
Wyoming.. Vinieron a eso. No lo lograron de grado y lo exigen por la fuerza. . Oh, Dyker,
¿por qué hizo eso? ¿Por qué pretendió matarme?
—No. . hubiera sido capaz de tanto. . —musitó el herido, con una convulsió n dolorosa. Su
rostro estaba bañ ado en sudor. Miró a su hija con angustia—. Enid, querida, tú sabes que. .
tu padre. . no hubiera sido capaz. . Tengo muchos defectos.. , pero no soy. . un asesino. . Te
hubiera herido, Starr. . Eso, sí. Un brazo, una pierna. . Iba a herirte cuando. ., cuando me
dispararon. . Lo siento. . Me equivoqué, muchacho, y. . lo siento. . ¿Está s haciendo todo esto
por. ., por evitar a Enid peligros.. ?
—Sí, papá —afirmó ella, exasperada—. Só lo por eso. Le han golpeado, han estado a punto
de
matarle. . Y él cede só lo por mí. Para evitar que me torturen, que me asesinen. .
Starr estaba aplicando un jiró n de su camisa a la herida de Dyker, taponá ndola. Observó su
profundidad, y temió lo peor. Alzó los ojos hacia Shanker.
—Hay un médico. . —jadeó —. Al final de la calle, junto a la oficina del difunto sheriff,
Dalton. .
Traedlo. Es el doctor Lowrey. Traedlo pronto. Lo necesita. . urgente. .
—Escucha, Starr, no tengo ganas de perder tiempo ahora con. .
—¡Traed al doctor o no hay trato! —rugió Starr, iracundo, irguiéndose muy pá lido.
—Está bien. . —refunfuñ ó con disgusto el jefe del grupo. Se volvió a Carruthers—: Ya has
oído.
Ve a buscar a ese hombre. Trá elo aquí, pronto. Cuida que no traiga arma alguna,
¿entendido?
—Sí, entendido —afirmó Tex. Y corrió en busca de ayuda.
Enid seguía sollozando. El herido se agitaba, febril. Miró a Starr, con gesto de dolor
profundo.
Este enjugó el sudor de su frente. Claude Dyker sonrió .
—Hijo. . —dijo roncamente—. Tener que suceder esto para. ., para entender la clase de
hombre que eres.. ¿Podrá s perdonar alguna vez a este viejo intolerante?
—No, no soy yo quien debe perdonar a nadie, señ or Dyker. Es mi culpa. No debí intentar
una
vida diferente. .
—¿Por. ., por qué no? —gimió el herido, pasando una mano temblorosa, manchada de
sangre,
por los cabellos de su hija, reclinada sobre él.
—Porque só lo trae desgracias pretender apartarse del camino señ alado. Mi destino era ése:
ser un forajido. Uno de ellos. Debí seguirlo siendo, no refugiarme aquí, en esta cantina. . No
era suficiente refugio. No hay lugar para gente
como yo. .
—No hables así, muchacho. . Siempre hay lugar para los hombres dignos y honrados. No
puedes hacer otra cosa. Es Enid. . Por ella debes hacerlo, ya que no está s en condiciones de
elegir. . Yo. ., yo te agradezco cuanto por ella hagas.. Y sé que encontrará s tu camino
verdadero. Que estas cosas terminará n. Porque mereces vivir en paz, porque no eres ya
responsable de que el pasado vuelva a exigirte nuevos sacrificios.. Hijo. ., cuida siempre de
Enid. . cuando esto termine. Prométeme. . que será s.. un buen esposo. . para ella.
—Por encima de todo, señ or Dyker. . Si ella y yo sobrevivimos a esta pesadilla. . le prometo
cuidar de ella por toda mi vida. . Y no dudaré nunca má s en apelar a la violencia misma, si
es preciso, para defendernos de la misma violencia. . Se lo prometo, señ or Dyker. .
—Gracias.. Sé que lo hará s.. Yo. . os bendigo. . a ambos.. , hijos míos..
—¡Papá ! —sollozó ella, ahogadamente, precipitá ndose sobre él con desesperació n al verle
cerrar mansamente los ojos—. ¡Oh, no, papá . .! ¡Ha muerto. .!
Starr examinó al herido. Apartó suavemente a la muchacha.
—Ha perdido el conocimiento —murmuró —. Es todo. . Deja que repose, a la espera del
médico. . No ha muerto, Enid, querida. .
No. No había muerto.
Pero no tardó en hacerlo. Cuando el doctor Lowrey llegó a la cantina, só lo pudo asistirle en
los ú ltimos instantes, y certificar su fallecimiento. Ya no volvió a hablar. No abrió de nuevo
los ojos.
Murió mansamente, en plena inconsciencia.
Enid estalló en amargo llanto. Starr se retiró a los primeros escalones de la escalera que
ascendía al altillo, y allí se sentó , sombrío, ocultando el rostro entre sus manos.
Allí acudió el doctor Lowrey, con su maletín a medio cerrar. Se inclinó sobre Lyman,
comentando en voz alta, con suavidad:
—Toma, muchacho. Necesitas un calmante, dadas las circunstancias..
Rebuscó en el maletín profesional. Le entregó un tubo de comprimidos. Pidió un vaso de
agua y Carruthers se lo llevó en silencio, retirá ndose luego. Starr tomó el comprimido a
regañ adientes.
El médico, con su pañ uelo, limpió la frente sudorosa del joven cantinero, y tomó su pulso,
mientras dejaba el pañ uelo junto a la mano de Starr, descuidadamente.
—Cuidado —susurró en voz baja—. Hazlo de prisa y con cautela. Está debajo del-pañ uelo.
Lo he
traído conmigo. Ese bandido que fue a recogerme me permitió el truco. . Es un arma de
fuego,
Starr. Suerte en su empleo. .
Estremeciéndose, dominando su repentina tensió n emotiva, Lyman Starr aferró el pañ uelo
con
disimulo. Lo alzó , sintiendo entre sus pliegues el volumen y peso de algo metá lico, no muy
grande. Al tenerlo entre sus piernas, lo dejó caer, subiendo rá pido el pañ uelo al rostro, y
fingiendo enjugar la transpiració n.
Tenía entre las piernas, fuertemente sujeto, el cuerpo metá lico y chato. Era un revó lver de
cañ ó n recortado, calibre 28. Un arma de cinco tiros. No muy poderosa, pero suficiente para
intentar algo desesperado. .
Cuando devolvió el pañ uelo al médico, sus manos se apoyaron en las rodillas.
Disimuladamente, mientras fingía reposar, y el médico, al volverse, le cubría durante un par
de segundos escasos a la vista de sus adversarios, Lyman Starr, con dedos veloces, hundió
el arma entre su camisa oscura y la piel de su torso. El helado contacto del acero, fue el má s
confortable de los roces posibles.
Cuando se incorporó , caminando pesadamente hacia el mostrador, el arma iba con él.
Sentía su
caricia helada sobre la piel. Al llegar al mostrador, se limitó a tomar una chaqueta de negra
piel de cuero, que ya había sido previamente revisada por los bandidos. Se la puso,
mientras se
estremecía de modo ostensible.
—Hace frío. . —comentó —. O lo tengo yo. .
Nadie dijo nada. Era madrugada, y la copiosa nevada envolvía todo el exterior en un denso
manto blanco que, a estas horas, estaría volviendo impracticable los senderos de la
divisoria entre Montana y Wyoming, en las montañ as. Resultaba ló gico que Lyman Starr,
tras ver morir a
su futuro suegro y al sheriff Parrish, y con todas las duras experiencias
vividas ú ltimamente, pudiera sentir un escalofrío en esos momentos.
Nadie, salvo el doctor Lowrey y Tex Carruthers, el sorprendente có mplice del médico en
aquella maniobra, llegaron a sospechar cosa alguna en tan sencillo gesto. Nadie imaginó
que, bajo
aquella chaqueta de negro cuero, sin abotonar, se ocultaba ahora el ú nico recurso de
Lyman
Starr contra siete adversarios peligrosos, puesto que, si por alguna razó n, Tex Carruthers
no era tan enemigo como pensara, estaba Hamp-ton para completar aquellos siete
enemigos sin
piedad.
Y ese recurso ú nico de Lyman era. . un revó lver de cinco tiros.
CAPITULO VI
—Bien. . —habló Dalton Shanker, consultando su reloj de bolsillo pensativamente—. Es
buena
hora, Starr. .
—Creo que sí —afirmó él con voz grave, tensa—. Hemos
de partir antes de que amanezaca. Las luces del nuevo día nos sorprenderá n así en la
divisoria.
El camino es difícil para hacerlo en plena noche.
—¿Y si alguien nos sorprende? —indagó Marty Moss, desconfiado.
—Conozco la ruta donde no habrá vigilantes ni federales.
Y si hay alguno, confiará en mí, y má s llevando a Enid con nosotros —cortó Starr secamente
—.
Tengo preparada una buena excusa, no debéis temer nada.
—Deja a Starr que actú e a su modo —le replicó Shanker a su esbirro con acritud—. El sabe
hacer cosas má s difíciles..
—Sí, él sabe. . Pero, ¿quiere hacerlas? —siguió dudando
Moss.
—Le conviene hacerlas, quiera o no —rió entre dientes el jefe de los bandidos—. No tiene
otra alternativa. La vida de Enid depende ahora simplemente de él.. Y eso no lo olvida
fá cilmente Starr. .
—Ese médico. . No debió dejarle salir de aquí —terció
Hampton ahora.
—¿Por qué no? Nadie puede hacernos nada. —Shanker señ aló al hato formado con una
manta,
frente a ellos—. Son las armas de todo el pueblo. Las han entregado dó cilmente, al
asustarles con dinamitar sus casas y ejecutar a los presos.
No creo que dispongan de má s. Esto no es un arsenal, pero es que tampoco lo tuvieron
jamá s
aquí.
—Eso es cierto —refunfuñ ó Hampton, sombrío—. Este no es un pueblo de gente armada.
No lo
fue nunca. Pero el doctor podría hacer algo. Qui^á avisar telegrá ficamente a otra
població n. .
—No hay cuidado —sonrió fríamente Moss—. Hemos roto el emisor y receptor de Morse
de la
oficina inmediata a la del sheriff. Nadie puede comunicar desde aquí. Y la nevada ha aislado
materialmente a la població n por bastantes horas. Muchas má s de las que serían necesarias
para que alguien fuese en busca de socorros.
—Pensasteis en todo, ¿eh? —comentó Starr, ceñ udo, sirviéndose a sí mismo un brandy,
detrá s
del mostrador de su negocio.
—En casi todo —rió Shanker. Tiró un billete de diez dó lares sobre el estañ o del mostrador
—.
Anda, sírvenos bebida a todos. Yo invito. Tengo sed. .
En silencio, Starr sirvió una hilera de jarras de cerveza. Hizo funcionar la caja pesada, de
hierro esmaltado, y el tintineo de la registradora sobresaltó a algunos de los somno-lientos
pistoleros.
Guardó el billete de diez dó lares y cerró el cajó n con gesto de ironía.
—No se puede decir que la noche haya sido totalmente perdida, Ten —dijo a su amigo el
rubio
guitarrista, que era un testigo má s de la dramá tica madrugada, ensombrecido en un rincó n,
con su guitarra muda entre las piernas—. Algo ha ingresado en caja. .
Tennesseee le miró , sorprendido de su agrio humorismo, y se encogió de hombros, con
fatalismo. Miró el reloj de la pared. También Dalton Shanker.
—Las tres y cuarto —dijo entre dientes el jefe de la pandilla—. Vamos. ¿Cierro la cantina?
—Será lo mejor. Tu amigo, Tennessee, viene también con nosotros.
—¿Yo? —el guitarrista pegó un respingo—. ¿Para qué diablos me necesitan a mí?
—No me fío de los amigos de Starr —cortó acremente
Shanker—. Ni siquiera de un tipo que parezca un inofensivo guitarrista. .
—Está bien, tú mandas —convino Lyman con voz seca. Se volvió a su amigo—. Tienes que
venir,
Tennessee. No hay otra alternativa.
—Si tú lo dices.. —refunfuñ ó con disgusto Folk, carminando hasta donde colgaba su
guitarra
habitualmente, y dejá ndola allí. Luego le dio un leve cachete cariñ oso en las cuerdas—. Si
volvemos a vernos, amiga, me daré por satisfecho. .
Se unió a Starr. Enid, entretanto, había sido apartada de su prometido. Tenía sus manos
ligadas, y Marty Moos cuidaba de ella, ayudado por otro individuo armado. Tex Carrut-hers
se mantenía
al margen. Una mirada de Starr se cruzó , fugaz, con la suya. Tan fugaz, que nadie pudo
advertirlo, salvo el propio Tex, cuyos pá rpados cayeron un instante.
Ambos sabían que había un elemento nuevo en el cuadro. Pero ninguno estaba realmente
seguro aú n sobre su posible eficacia en el futuro. Por el momento, todo iba saliendo bien.
Só lo que aú n faltaba lo má s difícil: libertad a Enid y deshacerse del grupo de forajidos. Nada
menos que eso. .
Starr fue apagando diversos quinqués. Contempló los dos cuerpos tendidos en dos mesas
vecinas entre sí. Parrish, el sheriff. . Claude Dyker, el padre de Enid. .
Trá gica noche de violencia y de muerte. Su cantina se había convertido en recinto de
cadá veres, en morada de los muertos.. Nunca imaginó que en el apacible Bearcreek, donde
jamá s hubo un
estallido de violencia, una sola noche conociera tres asesinatos: el que cometiera Butch
Hampton y los que ahora teñ ían de sangre la cantina. A uno de los cuales, tampoco
Hampton, el joven psicó pata, era ajeno. .
—Adió s, amigos —susurró Starr, cuando só lo quedaba ya la luz colgada del porche exterior,
má s allá de los y otro quinqué sujeto a una columna de madera, no lejos de los batientes. Su
claridad diluida, dibujaba sombras fantasmales en los muros de madera.
Abrió la puerta Shanker, empujá ndola con su revó lver amartillado. Asomó un instante al
exterior.
La vista del paisaje era impresionante ahora. Un auténtico alud de nieve parecía sepultar a
medias la població n minera. La nieve de la calzada rebasaba ya incluso el nivel de las aceras
porcheadas. Los techos parecían a punto de ceder bajo el peso de grandes masas blancas.
Festones de alba pureza, colgaban de barandillas, ventanas y terrazas.
Má s allá , el paisaje era un macizo blanco, tanto en el llano como en las cimas. La nevada,
copiosísima, dificultaba notablemente la visibilidad. Si seguía cayendo nieve con aquella
intensidad, no só lo quedaría todo bloqueado, sino que pueblos enteros aparecerían
sepultados
en el blanco elemento, al llegar el nuevo día.
—Jamá s vi nevar tanto —masculló con disgusto el pistolero Moss—. Vamos a hundirnos en
esa
maldita nieve hasta los muslos..
—Pues nos hundiremos, si es preciso. Luego será n los caballos los que tengan que moverse
en
ese suelo —gruñ ó Shan-ker—. No podemos quedarnos aquí, o mañ ana seré demasiado
tarde.
Cuando esta nieve se hiele, en semanas enteras no habrá quien pueda salir de la regió n en
modo alguno. ¡En marcha todos! Tú , Moss, abre paso con dos hombres.. Seguiremos
Carruthers, Hampton, la chica y yo. Detrá s irá Starr, con Tennessee y los demá s. Parece que
no hay riesgo alguno en la calle.
Hizo un gesto enérgico. Marty Moss y dos bandidos salieron rompiendo la marcha. Les
siguió Hampton, llevando a Enid a punta de revó lver consigo. Detrá s iba Tex Carruthers.
Luego Dalton Shanker, no lejos de Starr, a quien seguían, rifle en mano, otros tres bandidos.
Pisaron la acera, cuyos escalones aparecían cubiertos de densa nieve. Sepultaron sus pies
en el crujiente, blanco elemento. Llegó éste hasta sus pantorrillas, inicialmente.
La mirada de Starr se había fijado fugazmente en Carruthers. Luego en Enid. Había algo en
ese modo comú n de mirarse un instante en la salida. Un tá cito aviso mutuo, que los tres
conocían
de antemano. Starr no sabía por qué Carruthers les ayudaba. Lo cierto es que lo hacía, y eso
era suficiente para él.
De sú bito, como de comú n acuerdo, tropezaron Enid,
Carruthers y Starr. Los tres, con una imprecació n, con la mayor naturalidad, rodaron por la
nieve.
Fuego! —tronó una voz potente en alguna parte
oscuridad de la calle blanca, impoluta y virginal en aparienncia.
Crepitaron carabinas y rifles en diversos puntos
Butch Hampto
sentir su cuerpo acribillado por
varios balazos. Se agitó , en una danza mortal, mientras nieve, Starr se apresuraba a extraer
su propio revó lver, el que mantuviera oculto hasta ese momento.
Girando sobre sí mismo, apuntó a los tres pistoleros de retaguardia, que, asombrados por la
maniobra, no habían tenido tiempo material de rugió violentamente varias
mar. El arma de calibre 28 A aquella distancia, era tan
eficaz como podía serlo un 45. Y tan mortífera como éste
Los tres hombres, alcanzados mortalmente por el tiroteo
sú bito del arma de Starr, recularon, rodando por la nieve,
entre salpicaduras de sangre. Al mismo tiempo, los disparos
que brotaron por doquier obligaban a Shanker y a los demá s a parapetarse rá pidamente,
con
juramentos obscenos de ira y disgusto.
Traició n! —aullaba Moss—. ¡Starr va armado!
Maldito! —rugió Shanker—. ¡Ha sido Carruthers! ¡Ha sido él, seguro. .!
Ya corría Starr junto a Enid, alzá ndola de la nieve con un brazo, mientras tiraba su chato
revó lver calibre 28, para tomar un Colt calibre 40, del suelo, y un rifle «Winchester» de uno
de los enemigos abatidos.
Disparando ambas armas furiosamente, para cubrir a Enid y defenderse a sí mismo, Lyman
Starr
ayudó a que la joven, aferrá ndose a uno de sus fuertes brazos armados, se incorporase en la
blanda esponja blanca, que cedía bajo sus pies, y así unidos, retrocedieron con celeridad,
empujando los batientes de la cantina, de regreso a su interior, sin que ambas armas, en
manos del joven cantinero que un día tuviera su cabeza a precio en los pasquines de
recompensa,
dejasen de tronar furiosamente.
También pretendía con ello cubrir a Tex Carruthers, su extrañ o aliado. Pero éste, que corría
agazapado, en la blancura de la calle, haciendo rugir su propio revó lver contra los que hasta
entonces fueran sus aliados, alcanzó los batientes justo cuando dos de las balas, una
disparada
por Moss y la otra por Shanker, hicieran blanco en su cuerpo. Tennessee, junto a él, penetró
como una catapulta, sin ser alcanzado.
Con un ronco aullido de dolor, Carruthers cayó contra los batientes, los empujó
violentamente y rodó por el suelo entarimado, detrá s de Starr y de Enid, dejando un
reguero sú bito de sangre en las tablas.
—¡Me. . alcanzaron, malditos.. ! —le oyó Starr gimotear entre dientes, con rabia.
Lyman, con su rifle «Winchester» en las manos, se apresuró a asomar por los batientes, sin
ofrecerse como blanco, y apretó el gatillo repetidas veces, barriendo a balazos la acera y
parte de la calzada. Moss, Shanker y los dos bandidos supervivientes del tiroteo buscaban
ya refugio entre las sombras de los porches, má s allá de la reveladora blancura de la nieve,
sin cesar de hacer funcionar sus armas con auténtica furia.
Tennessee, rá pido, apagó el ú nico quinqué del interior, dejando en sombras la cantina, con
la sola claridad intensa, blanca y fantasmal, que el reflejo de la nieve producía a través de
las aberturas situadas encima y debajo de los batientes.
—Enid, esa tranca —masculló Lyman, señ alando un barrote de pesada madera—. Asegura
la
entrada. . Así no pasará nadie por ahí. Ten, la puerta de seguridad. . Aplícala en cuanto te
sea posible. Hay que cerrar todo acceso a la cantina. Los ventanales.. Buscad los postigos de
madera y aseguradlos.. Intentará n volver adentro como sea. .
Fuera, el tiroteo era rabioso. Pero los bandidos tenían aú n ocasió n de tomar como blanco
los
batientes, sobre los
que maullaban las balas, astillando o agujereando ambas hojas de madera. Y las ventanas,
cuyos vidrios multicolores saltaban en pedazos, a cada impacto de bala.
En el suelo, jadenate, Carruthers parecía desangrarse. Enid, ademá s de cooperar a cubrir
huecos, se inclinó sobre él.
—Siga. ., siga usted, señ orita. . —rogó el cuatrero—. No tengo. . remedio ya. Una de esas
balas.. me alcanzó el pecho. . Siento un ardor en él..
Starr le miró , preocupado. Veía espuma sanguinolenta en sus labios. Y su mortal lividez.
Otro hombre iba a morir en su cantina esa trá gica noche. .
—¿Por qué lo hizo? —preguntó , al afianzar Enid la puerta de batientes. Luego fue
Tennessee
Folk quien, tras recoger el revó lver que le tendía Carruthers, disparó al exterior, para
cubrirse mientras aplicaba una segunda puerta de recios postigos completos. Cuando
chascó su cierre,
supieron que por aquella puerta nadie entraría en la cantina.
—No hay puerta trasera y el corral esté cerrado —jadeó Starr—. Cuidaos ahora de asegurar
las
ventanas con postigos só lidos.. Está n tras el mostrador, Enid. . Le repito, Carruthers, ¿por
qué hizo todo eso? El arma, de acuerdo con el doctor Lowrey, el aviso de lo que el doctor
había
planeado
hacer, con ayuda de unos cuantos ciudadanos, allá fuera, al salir nosotros.. Usted es del
grupo de Shanker. ¿Por qué le traicionó ?
—Yo. ., yo soy solamente un. ., un cuatrero. . —gimió el herido, convulso. Vomitó algo de
sangre en un espasmo—. Vi morir a gente honrada y buena. . asesinada por esos canallas..
Comprendí que no servía para ello. Y esta noche,
aquí.. , acabé de confirmarlo. Só lo sé robar ganado. No soy un buen hombre, pero soy algo
mejor que ellos. No puedo ver asesinar a la gente. . No era eso lo que quería cuando
Shanker
me unió a su cuadrilla. No me dijo que eran algo má s que ladrones de ganado, Starr. .
Usted. ., usted debía salvar a su prometida. . y salvarse usted mismo. Era lo. ., lo justo..
—Bueno, aú n no está todo hecho, la verdad. Pero algo es algo. . —jadeó Starr, viendo có mo
Tennessee, tremendamente activo, bloqueaba todo hueco só lidamente, en tanto el tiroteo
se
mantenía furiosamente—. Quedan en pie cuatro hombres capaces de todo. Conozco a
Shanker.
Y ese Moss es un pistolero peligroso y cruel.. De todos modos, iré a buscar al doctor
Lowrey, amigo Carruthers..
—No, por favor. No corra riesgos. No son necesarios por mí.
—Vamos, no diga eso. .
—Escuche, se lo ruego. Voy a morir. Lo sé. Esto es el fin. Me. ., me hubiera gustado ver a mi
esposa, decirle que. ., que no soy tan malo como ella creía. . Sí, me gustaría mucho verla,
decirle. ., decirle que. . hubiera sido hermoso volver a su lado. . y rehacer nuestras vidas..
—Volverá , Carruthers..
—No, no. Sé que no. Esto se acaba. Starr, si.. , si algú n día pasa por. ., por Miles City. . busque
a la señ ora Carruthers.. A Sarah Carruthers.. y dígale. ., dígale. .
—Le prometo algo, amigo mío —dijo Starr, con voz ronca—. Si salgo vivo de ésta, iré
exclusivamente a Miles City a ver a su esposa. Le diré la clase de esposo que tenía. Lo que
hizo, por ayudar a otras personas a quienes ni siquiera conocía, dando su vida a cambio. Y
si ella
necesita algo. . lo tendrá . Palabra, amigo Carruthers..
—Gra. .cias.. —los ojos vidriosos del moribundo brillaban, emocionados, trémulos. De ellos
cayeron lá grimas lentas. Miró a Starr con una sonrisa, pese a la sangre que fluía entre sus
labios. En ese supremo momento, Enid se puso a su lado, de rodillas, sujetando su cabeza.
El les miró a todos. Jadeó , con voz trémula—: Sé que lo hará n. ., amigos míos.. Valió la
pena. .
hacer. . esto. .
Cayó , con un suspiro. No hubo dolor en él, sino casi placer, esperanza. . Enid ocultó el rostro
entre las manos, sollozando ahogadamente. Tennessee se persignó . Starr contempló al
difunto
en silencio.
—Dios quiera que esto termine bien —murmuró —. Dios lo quiera. . só lo por él y por su
esposa. . Me gustaría cumplir mi promesa, Enid.
—Sí, Lyman. Y a mí también. .
Fuera seguían sonando disparos, pero aisladamente. Luego, de repente, cesaron. El silencio
se enseñ oreó de la madrugada de Bearcreek. Starr miró ceñ udo a sus compañ eros de
encierro.
Folk encendía ya un quinqué, una vez aseguradas las ventanas de vidrios de colores. Se
miraron en la penumbra amarilla.
—Ahora. . nadie sabe lo que puede suceder en los minutos siguientes —habló Lyman Starr
con
voz ronca—. Shanker, Moss y los otros intentará n algo desesperado. Tienen el oro consigo.
Y
necesitan huir a Wyoming o será n implacablemente cazados. También querrá n ahora
vengarse
de nosotros. .
—¿Y la gente de la població n? —señ aló el guitarrista—. Acaso han logrado hacerles huir. .
—Quizá . Pero lo dudo mucho. Ahora, aunque se monte guardia en las calles, ellos
encontrará n
el modo de volver sin ser vistos. Buscará n a Enid, a nosotros.. Es mejor permanecer aquí
por el momento. Si nos quieren atacar, tienen que venir a la cantina. Y nosotros dominamos
este
terreno. Fuera, con la luminosidad de esa nieve, podrían darnos caza con facilidad. Y si cada
uno se va a su casa, Enid puede ser fá cil presa de esos asesinos. O tú mismo, Ten, para
forzarme a salir a mí a descubierto. .
—Sí. Creo que será lo má s prudente —suspiró Folk, mirando hacia el reloj, con un bostezo.
Luego contempló los cadá veres con inquietud—. Dios mío, cuá nto horror en unas pocas
horas..
—Buenos amigos y seres queridos se han ido en esta noche, Ten —convino Starr, apoyando
una
mano en los cabellos de Enid, que mesó cariñ osamente, en tanto ella seguía sollozando,
apoyada en el desierto mostrado—. Confiemos só lo en que todo esto no haya sido estéril, y
sirva para que al fin gocemos de una verdadera paz, sin violencias ni sangre inocente
derramada de nuevo. .
Y esperaron, en silencio, dentro de la hermética cantina, lo que pudiera suceder en las
horas que faltaban hasta el
nuevo día.
Eran pocas ya, pero algo le decía interiormente a Lyman Starr que en ese corto espacio de
tiempo en que dominaban las sombras, pese a la deslumbrante nevada exterior, la maligna
mente de Shanker idearía algo, para vengarse de su desastre.
Era só lo un presentimiento. Pero Lyman recordaba que, durante sus añ os de pistolero, al
margen de la ley, sus presentimientos se habían cumplido siempre, con rara infa-bilidad.
Y esta vez, con toda seguridad, no iba a ser diferente. .
CAPITULO VI I
Tennessee Folk escuchó atentamente junto a la puerta. Regresó junto a ellos, con un
movimiento negativo de cabeza.
—Nada —dijo—. No se oye absolutamente nada, Lyman. Es como si todos hubieran muerto.
Incluso los habitantes de Bearcreek. .
—La gente está asustada, pese a todo. Han disparado algunos, junto con el doctor Lowrey,
pero al desaparecer Shanker, Moss y los otros se habrá relajado su valor, su decisió n en
caliente, y se enfriará n sus á nimos. Shanker sabe lo que se hace. Es el medio de minar la
moral de los
demá s.
—Tengo miedo, Lyman. . —susurró Enid, estremecida, acercá ndose a él. Miró con dolor la
inmó vil forma paterna—. Ademá s, saber que todo sigue igual, que él está ahí..
—Falta poco para que termine la pesadilla, estoy seguro —suspiró Starr, arrugando el ceñ o,
pensativo—. La situació n no puede prolongarse indefinidamente, Enid, querida. .
—En tan poco tiempo he visto tanta sangre, tanto muerto, tanta violencia. .
—Lo sé. Resulta una dura prueba para ti, pero lo importante es salir con vida de todo ello.
Ahora ya has visto lo que es ese otro lado de la vida que yo quise dejar atrá s para siempre.
La fatalidad hizo que ese hombre se cruzara de nuevo en mi camino. Enid, no es fá cil luchar
contra el destino.
—Tú está s haciéndolo desde hace tiempo. Y triunfas. Seguirá s triunfando, aunque el éxito
cueste caro, Lyman —le alentó ella—. Papá estaba en un error contigo, y así lo comprendió .
Lá stima que fuese tan tarde, cuando ya nada tenía remedio para él..
—Al menos, fue un consuelo en su momento final —comentó Starr, pensativo. Dio un leve
golpe al mostrador, con expresió n sombría—. Este negocio. . Yo esperaba tener en él
solamente momentos felices. Y ya viste hoy. . Es una cantina de muerte, un lugar lleno de
dolor y de angustia. .
—No es el lugar, sino las gentes que vinieron a él —replicó vivamente Tennessee—. Llevan
la
muerte consigo. .
Starr tuvo un triste encogimiento de hombros. Contempló casi dolorido su establecimiento,
donde había alimentado sueñ os felices de rehabilitació n, de paz y de convivencia amable
con
otros hombres.
Shanker había significado la brusca ruptura de todo el equilibrio conseguido tras añ os
enteros de sacrificios y esfuerzos. Se preguntó si esto sería el final, o si volvería la violencia
a manejar los hilos de las marionetas humanas envueltas en aquella noche de sangre y de
muerte.
De repente, un crujido en el exterior le puso en tensió n. Aguzó el oído.
—¿Qué ha sido eso? —masculló .
—No sé. . —Folk había oído algo también. Se apresuró a acercarse a la pared de tablas,
tratando de oír lo que sucedía fuera—. Parece como si algo. . rozara los muros de la cantina,
Lyman.
—Espera —avisó el joven propietario del local—. Se oye algo má s. Cruje la nieve. .
Se detuvo. En la calle sonó un grito ronco. Algo silbó en el aire y se percibió un golpe sordo
en alguna parte. Luego,
un silencio.
Repentinamente, el edificio tembló , como agitado por un movimiento sísmico o un sú bito
alud
de nieve. En el exterior, retumbó el potente estampido, ensordeciendo a los tres sitiados en
la cantina.
Enid gimió , acurrucá ndose contra Lyman Starr. Este apretó con fuerza un arma. Se
percibieron
desmoronamientos exteriores, tras el estampido.
—Dinamita —jadeó Folk—. Han dinamitado algo, o han arrojado un cartucho de explosivos
contra alguien. .
—¡Volará n el edificio, con nosotros dentro! —se asustó Enid.
—No; no creo que lo hagan. Nos quieren vivos, Enid. —Entonces.. , ¿esa explosió n. .?
—Creo adivinarlo. Ha sido su modo de deshacerse de los enemigos armados. La dinamita
habrá
puesto en fuga a todos los ciudadanos que se sintieron valerosos hace rato, para luchar
contra los bandidos. La calle volverá a ser suya, al menos por largo tiempo, no em cabe
duda.
—¿Y. . entonces.. ?
—Lo que no sé es lo que nos reservará n a nosotros, pero algo se le ocurrirá a la
imaginació n
perversa de Shanker, estoy bien seguro. .
Apenas hubo terminado de decir eso, cuando el crujido de antes se repitió en alguna parte,
má s arriba. Starr alzó la cabeza. Clavó sus ojos en el altillo. Por las rendijas de la madera
entró algo en el recinto.
¡Humo!
La nariz de Starr captó un acre aroma a quemado. .
—Madera —jadeó —. Madera quemada, Enid.
—Dios mío, ¿qué significa eso?
—Han prendido. ., han prendido fuego a la cantina —fue el seco comentario de Starr.
Y en el exterior, el crepitar de las llamas, lamiendo ya sin duda los muros, confirmó ese
repentino temor del joven ex forajido.
***
—Fuego. .
—Exacto, Moss —rió entre dientes Shanker, tras mirar hacia atrá s, donde la nieve aú n
formaba
nubarrones blancos, polvorientos, y las tablas de unos cercados yacían abatidas, entre
humo y cuerpos humanos, reventados por la explosió n de la dinamita.
—¿No hubiera sido má s sencillo dinamitar la cantina también? —sugirió el pistolero.
—No, no. Necesitamos a ese maldito Starr, por mucho que nos disguste —masculló ,
mirando en
torno, mientras sujetaba contra sí el rifle, recuperado de sus pertenencias en los caballos, lo
mismo que el envoltorio con el oro robado.
—Pronto amanecerá . Creo que sería mejor intentarlo nosotros solos, sin él. Es un tipo duro
de pelar. Muy peligroso, Dalton. .
—Claro que es peligroso. Siempre supe eso. Pensé que con el tiempo se le habrían caído los
colmillos a la fiera, pero sigue siendo el Lyman Starr que conocí. Capaz de jugá rselo todo a
una carta, si es preciso. Ese maldito Carrut-hers.. Su traició n lo empeoró todo
considerablemente.
Ahora tenemos que correr el riesgo de viajar de día, con esa nevada. Solos, nos iríamos a un
barranco o a manos de los agentes de la ley. Starr nos conducirá por el lugar adecuado.
—¿Có mo esperas lograrlo? —dudó Moss—. Aunque salga del edificio en l amas, lo má s que
podremos hacer es coserlo a tiros, pero no capturarle a él ni a su prometida. .
—Claro que lo capturaremos. —Shanker soltó una breve carcajada, en tanto permanecían
agazapados todos en los establos inmediatos, y el fuego iba lamiendo las tablas empapadas
de
petró leo.
En todo el lugar no se veía ahora un solo ser viviente. El ataque inesperado, con explosivos,
a los hombres apostados en la calle por los ciudadanos, arma en ristre, había no só lo
diezmado
esa guardia brutalmente, sino que también había logrado limpiar de otras personas los
alrededores.
La gente tenía demasiado miedo a los bandidos. Sobre todo, con fuego y con dinamita por
medio. El lugar, pese al fracaso estrepitoso de la aventura inicial, volvía a ser enteramente
suyo.
Shanker dudaba mucho que la gente tuviera valor para intentar nuevamente ayudar al ex
pistolero. Dejarían que Lyman Starr se las arreglara solo, para no complicarse ellos mismos
la vida. Por algo Bearcreek era un lugar tranquilo, donde la gente no sabía pelear ni
manejar
demasiado bien las armas.
—¡Escucha, Starr! —hizo retumbar su vozarró n el bandido, poniendo las manos como
bocina—.
¡Por si no te has dado cuenta ya, quiero que sepas que tu edificio está ardiendo! ¡Con esa
vieja madera, en menos de media hora todo ello será una hoguera! Está s a tiempo aú n de
salir de ahí con tu chica y tus amigos, para evitar que el fuego os devore a todos. Dile a
Carruthers que le perdono su traició n, y no le castigaré por ella. En cuanto a vosotros.. te
hago una nueva oferta, Starr: acompá ñ anos y dejaremos tranquilo el pueblo. Tu chica, Enid
Dyker, podrá quedarse
aquí, sin ser molestada. Só lo tú vendrá s conmigo y podrá s regresar una vez estemos a salvo
nosotros. Es tu pellejo lo ú nico que arriesgas. ¿Qué dices a eso, Starr?
Hubo un silencio prolongado. Dentro de la cantina debían estar de conciliá bulo. El humo
era
cada vez má s denso y el fulgor del incendio destacaba en la nevada noche, iluminando
fantá sticamente el lugar, y reflejá ndose las llamas en el albo espejo de nieve.
La densidad de la nevada no decrecía en ningú n momento. Los copos que caían,
incansables, eran abundantes y gruesos, aumentando la capa blanca que lo cubría todo, en
cuanto
alcanzaba la vista.
—¡Shanker! —llamó la voz de Lyman Starr, finalmente, desde el interior de la cantina en
llamas—. ¿Me escuchas, bastardo?
—Sí —rió el bandido—. Te escucho muy bien. ¿Qué quieres ahora?
—Acepto tu ofrecimiento. Enid se quedará aquí. No la utilices a ella de rehén, y yo iré
contigo a Wyoming por el paso adecuado. Es cuanto puedo prometerte.
—Muy bien. Salid, entonces. Dentro de poco, os asfixiaréis ahí dentro, si es que no morís
abrasados..
—Solamente somos tres. Carruthers ha muerto. .
—Me alegro. Era un maldito traidor asqueroso. . —escupió a la nieve—. Bien. Salid con los
brazos en alto. Sin armas. No quiero jugarretas sucias, ¿entendiste?
—¿Qué garantía tengo de que Enid no va a ser de nuevo tu rehén? —objetó Lyman.
—Ninguna. Habrá s de correr el riesgo. Si se queda ahí, morirá abrasada. Elije.
—Conforme. Ahí vamos..
Se abrió la puerta de la cantina. Los bandidos esperaron, apuntando sus armas hacia la
entrada.
Caían vigas encendidas y la parte alta del edificio era ya una pira llameante.
El primero en aparecer, brazos en alto, fue Tennessee Folk. Le siguió Enid, en igual forma.
El ú ltimo lugar estaba reservado a Starr, que se volvió , persigná ndose ante el edificio en
llamas, dentro del cual quedaban tres hombres muertos, tres cadá veres que serían
incinerados en
aquella gran fogata. .
—Es su funeral —dijo roncamente—. Descansen en paz. .
Avanzó por la nieve, en alto sus brazos, hacia los forajidos. Enid vaciló , en medio de la
calzada.
Starr le ordenó :
—Vete a casa, pronto. ¡Má rchate, Enid! Volveré a por ti, no temas.. Volveré, ocurra lo que
ocurra. .
Enid dudó aú n. Luego corrió , con un sollozo, hacia su vivienda. Entró , cerrando la puerta de
golpe tras de sí.
—La has dejado escapar, Shanker —dijo Moss, disgustado—. Me gustaba la chica. .
—Con ella, todo se complicaría má s —dijo fríamente Shanker—. Es a él a quien
necesitamos
ahora, ¿entiendes? A Lyman Starr solamente.
—Puede que nos engañ e y nos lleve derechos hasta los federales —dudó Moss, mirando
con
expresió n aviesa al hombre que venía dó cilmente hacia ellos, con su cantina pasto de . las
llamas, como fondo espectacular y dramá tico de la escena.
—Si lo hace, morirá antes de disfrutar de su triunfo. Estaré muy cerca de él en todo
momento
durante este viaje. .
También Tennessee Folk se apartó , a una indicació n de Starr. El, solo, se acercó a sus
captores.
Les miró , con los
brazos en alto.
—Bien —dijo—. Ya vuelves a tenerme en tu poder.
—Claro. No podía ser de otro modo. Si no te necesitara tanto, maldito, te daría un buen
escarmiento. No puedo ha-
cerlo. Eres el ú nico que puede sacarnos de esta maldita trampa de nieve. . El ú nico.
—También es posible que te vengues de mí, asesiná ndome
cuando lleguemos a destino —sugirió fríamente Starr, clavando en él sus ojos.
—Podría hacerlo, sí —rió entre dientes su antagonista—. Es otro riesgo que deberá s correr,
muchacho. ¿Lo aceptas?
—Acepto todo riesgo. No hay otra solució n. Cualquier cosa será mejor que tenerte aquí,
destruyendo la paz de este pueblo, arruinando vidas y hogares.. Vamos, Dalton, cuando
quieras. Estoy a tu disposició n.
—Entonces, en marcha. Tú conoces el camino —esperó a que Moss registrase
minuciosamente
a Starr, sin hallarle arma alguna encima—. Vamos allá . .
En silencio, con firme decisió n, endurecido su rostro inexpresivo, Lyman Starr pasó junto a
ellos.
Con larga zancada, hundiendo sus piernas en la nieve crujiente, empezó a andar hacia el
sur.
Hacia Wyoming. Hacia la impunidad para los forajidos que llevaban consigo el oro,
producto de sus felonías.
Atrá s quedó Bearcreek, pequeñ o y silencioso, solitario y apacible, aunque salpicado de
sangre en aquella trá gica noche de muerte y violencia. Con su cantina pasto de las llamas, y
con sus cuerpos sin vida dentro, en holocausto final, digno de un funeral vikingo. .
***
Nieve. Nieve. Y má s nieve.