Está en la página 1de 63

© Ediciones B, S.A.

Titularidad y derechos reservados


a favor de la propia editorial.
Prohibida la reproducció n total o parcial
de este libro por cualquier forma
o medio sin la autorizació n expresa
de los titulares de los derechos.
Distribuye: Distribuciones Perió dicas
Rda. Sant Antoni, 36-38 (3.a planta)
08001 Barcelona (Españ a)
Tel. 93 443 09 09 - Fax 93 442 31 37
Distribuidores exclusivos para México y
Centroamerica: Ediciones B México, S.A. de C.V.
1.a edició n: 2001
© Donald Curtís
Impreso en Españ a - Printed in Spain
ISBN: 84-406-1163-3
Imprime: BIGSA
Depó sito legal: B. 45.370-2000
CAPITULO PRIMERO
A Lou Garkin le volaron la cabeza con una bala de calibre 45.
Tex Garruthers estaba a su lado cuando ocurrió . Sintió que le salpicaba la sangre y captó el
chasquido horrible del hueso, al ser reventado por el proyectil.
Luego miró hacia un lado y vio caer a su compañ ero, de espaldas, con el gesto de horror
petrificado en su rostro, por el que corría ya, copiosa, la sangre.
Maldijo entre dientes, aferrando con mayor energía su re-volver, y replicando a aquella
certera bala con un rabioso martilleo del percutor sobre los fulminantes de sus propias
balas. Salieron éstas, tumultuosas, barriendo los hierbajos y haciendo saltar las piedras allá
en el parapeto situado frente a él. Pero sin alcanzar a nadie.
Se agazapó , pegado a tierra, mientras zumbaban nuevas piezas de plomo por encima de su
cabeza, pero inquietantemente cerca. Forcejeó , nervioso, mascullando imprecaciones
furiosas
entre dientes, para reponer las balas en el cilindro de su arma. Pero no se atrevió a asomar
cuando hubo concluido de llenar los cuatro orificios vaciados de proyectiles. Las balas
enemigas seguían pasando demasiado pró ximas, lamiendo las alas de su sombrero, y la
tierra pedrogosa y seca que le protegía del acoso enemigo.
Por encima de su cabeza, el cielo torvo, nublado, sombrío,
era como un mal presagio. Y el aire era seco, helado, trayendo ramalazos gélidos desde las
montañ as. Tal vez no tardaría en nevar, pensó Carruthers, agazapado en aquel cepo de
muerte,
frente a enemigos muy superiores en nú mero.
Algo má s allá , estaba el cuerpo de Slim Daniels. También a él le habían matado a tiros de
rifle, poco antes. Garkin só lo le sobrevivió unos diez minutos. Se preguntó cuá nto les
sobreviviría él a los dos. La respuesta que se le ocurrió no le gustó nada. Y prefirió seguir
luchando para evitar que se hicieran realidad sus temores.
El aire gélido de las cumbres cercanas agitaba los hierba-jos y arbustos, con leves crujidos
amenazadores. Eso le daba una pequeñ ísima ventaja, cuando menos. Los disparos de sus
adversarios iban a veces orientados a cualquiera de aquellos movimientos causados por las
rá fagas de helado cierzo. Muchas balas se perdían, así, lejos de su emplazamiento.
Pero la buena suerte no podía durar mucho tiempo. Carruthers pensó que se enfrentaría
posiblemente a un cuarteto de hombres bien armados, buenos tiradores y dispuestos
a todo.
En un principio habían sido cinco. Pero Lou Garkin, poco antes de morder el polvo, había
logrado silenciar una de las armas, al abatir a su dueñ o. Lo peor es que el fin de Garkin
había vuelto a desnivelar la balanza. Y de qué modo. .
Un solo hombre frente a cuatro. Un arma ante un cuarteto de ellas. Poco podía esperar de
aquella situació n. Aunque lograse tumbar a uno o dos de ellos, en un alarde de fortuna y de
fiereza. . ¿qué sería luego de él?
No. No le gustaba ninguna posible respuesta. Por eso se decidió a seguir disparando.
Sus disparos silbaron sobre los arbustos. Arrancaron hier-bajos u pellas de tierra seca y
dura.
Algunas piedrecillas saltaron vivamente, impulsadas por el choque de los proyectiles.
Captó el grito ronco de alguien. Era seguro que había acertado a uno, aunque tal vez no
fatalmente, puesto que inmediatamente se escucharon disparos violentos en sú bita
réplica. . y contó de nuevo hasta cuatro detonaciones simultá neas, procedentes de otras
tantas armas. El
tiroteo era má s rabioso, má s frenético. Respiró hondo. La herida causada a alguno le había
exacerbado má s aú n a todo el grupo.
Se parapetó otra vez, pegado a tierra, sin poder siquiera moverse lo suficiente para rellenar
el cilindro giratorio de su Colt humeante. Maldijo entre dientes cuando un proyectil le pasó
tan cerca, que arrancó su sombrero de cuajo, perforá ndole el ala y rozando sus cabellos con
un
desagradable zumbido á spero.
Notó en el cuero cabelludo un escozor intenso y lú e advirtió que algo hú medo corría por su
sien, procedente del cabello. Se tocó . Retiró los dedos levemente manchados de rojo.
¡Sangre! —masculló —. Esa asquerosa bala me tocó la piel..
Hubo una breve pausa, durante la cual trató de reponer balas en su arma. Lo consiguió ,
trabajosamente, sin que ningú n proyectil le tocase. Se dispuso a iniciar un nuevo duelo a
balazos.
No pudo hacerlo. Repentinamente, hubo un disparo lateral, cruzado. No esperaba un
impacto
desde aquel punto de origen. Cuando sintió la mordedura dolorosa de la bala, pe-
netrá ndole
ardiente en el hombro, y llegando desgarradora hasta muy adentro. Lanzó Carruthers una
imprecació n, y se aferró la herida con su mano zurda. La diestra perdió el
revó lver, que rodó entre las piedras, a sus pies. La sangre corrió impetuosa, empapando
con
rapidez su camisa sucia de
sudor y polvo.
Me cazaron! —jadeó roncamente—. Alguno de ellos pudo desplazarse a un lado sin yo
advertirlo. . y me dio
Se mordió el labio inferior con rabia, para dominar dolor del impacto de plomo en la carne.
Pugnó por tomar
revó lver con la zurda, forzando el cuerpo cuanto le fue posible para no dejarse ver por el
enemigo.
No llegó má s lejos. A su espalda sonó una fría voz: —No lo haga. Es mejor que no lo intente
siquiera.
Giró la cabeza, con un juramento rabioso. Se enfrentó al hombre provisto de rifle, cuyo
cañ ó n enfilaba directamente a su cabeza. Había surgido de una zanja rodeada de'hierbajos.
Los
enemigos se desplazaron há bilmente durante los ú ltimos minutos. Y con mucha eficacia.
Le habían acorralado. Intentar poner los dedos en su Colt era morir, sin remisió n. El rifle
tendría suficiente con un dis-paro para volarle la cabeza. Carruthers no era un necio.
Resolvió ceder.
Alzó los brazos.
—No tire —jadeó —. Estoy herido. No puedo hacer nada. .
—Ya lo veo —afirmó el otro. Llamó con voz potente a los demá s—: ¡Eh, vosotros! ¡Salid,
vamos!
Ya se acabó la batalla. Só lo quedaba uno de ellos y está herido. Se ha
entregado.
Salieron tres hombres armados. Uno se aferraba el costado izquierdo, manchado de sangre.
Pero aun así, cojeando, esgrimía un revó lver calibre 45. Todas las armas enfilaron
directamente hacia Carruthers.
—Deberíamos ahorcarlo aquí mismo —dijo uno de los vencedores, mirá ndole con ira.
—No se ahorcará aquí a nadie —masculló el hombre del rifle con energía. Y era evidente
que
poseía autoridad para hablar así, porque los demá s no replicaron—. Es un ser humano, no
una
bestia. Merece un respeto.
—¡Es só lo un cuatrero, un rufiá n! —protestó el herido.
—Un cuatrero también merece tener la oportunidad de defenderse ante un juez y un
jurado —
replicó el otro—. Igual que otro hombre cualquiera. Atadle las manos a la espalda y subidle
a uno de los caballos. Lo llevaremos al pueblo. Es todo lo que va a hacerse aquí con él.
Esta gentuza no merece miramientos, Duke —señ aló el que hablara primero—. No saben
agradecer que uno se comporte honradamente con ellos.
Si obramos igual que los bandidos, no podremos culparles a ellos de nada. Hay que ser
honrados, sin necesidad de exigir que los demá s lo sean también. Haced lo que dije y no se
hable má s. Está herido también. Igual que tú , Bob. El
doctor Reagan os curará a ambos, sin distinció n de ninguna
clase. La medicina y la justicia son iguales para todos
Uno de los hombres comenzó a atar las manos de Carrut-hers, uniendo sus muñ ecas a la
espalda, por medio de cuerdas delgadas y fuertes. Otro le taponó la herida con un pañ uelo,
con el que rodeó su hombro agujereado.
Gracias —musitó Carruthers, mirando a aquel enemigo piadoso con auténtica sinceridad y
gratitud.
El otro se limitó a encogerse de hombros. El llamado Duke, jefe del grupo, trajo de entre
unos arbustos situados tras un promontorio pedregoso, un grupo de caballos.
Llevaremos el cuerpo de Brady en su propia montura dijo—. En marcha ya. Iniciaron el
regreso
a la cercana població n, llevando con-
sigo, en medio de la reducida caravana, al prisionero
superviviente.
Carruthers contemplaba a sus captores sin odio. Compren-día que, de haber caído en
peores
manos, ahora estaría muerto, acribillado a balazos sin piedad alguna, o colgado de un á rbol,
en un linchamiento má s, de los que frecuentemente ponían fin a la cacería de un cuatrero,
en
cualquier territorio o Estado del Oeste.
Duke y su grupo parecían gente poco dada a la violencia, aunque en realidad sabía que era a
Duke a quien debía vida por el momento. Los demá s hubieran optado por el lin-
chamiento, de no imponerse la voluntad firme del jefe del
grupo.
Fuese del modo que fuese, el cuatrero no podía tener rencor hacia sus adversarios. Se
estaban portando dignamente con él. Y parecía que iban a obrar de un modo civilizado,
respetá ndole la vida y permitiendo que le juzgasen. Un juez, de no ser demasiado rígido,
nunca le sentenciaría a la ú ltima pena por sus delitos, estaba seguro de eso. El populacho,
siempre lleno de odio hacia los cuatreros, era algo muy diferente. De ellos podía esperar lo
peor.
El pequeñ o grupo de hombres descendió la ladera, sintien-
do el frío azote del aire contra sus espaldas, agitando las crines de sus caballos, los cabellos
rebeldes, bajo los sombreros, e incluso los faldones de las levitas y las chaquetas de piel. El
cielo, sobre el os, tenía un color de plomo pizarra. El horizonte era un negro amasijo de
lú gubres nubarrones. La nieve estaba cercana. No podía tardar en caer sobre Monta-
na, o Carruthers no sabía nada del tiempo. Y era hombre
habituado a la intemperie, a la lucha cotidiana en espacios abiertos.
Duke aproximó a él su propia montura. Le estudió pensativo.
Só lo era tres —dijo con cierta sequedad—. ¿Dó nde está n los otros?
No hay otros —replicó Carruthers á speramente.
Miente. No va a engañ arme. Eran al menos ocho o nueve hombres los que despojaron de
reses
las haciendas de Mac Goern y de Travis. Seguro que se dividieron en grupos, igual que
nosotros.
Espero que los demá s hayan tenido igual suer-
te, y todos sus compañ eros estén en la red. Aquí no nos gustan los cuatreros. Nuestras vidas
y nuestros hogares dependen en demasía del ganado, para que perdonemos delitos
semejantes.
Ya ha visto que no me gusta ensañ arme con los enemigos, pero usted debería cooperar, si
quiere salir bien librado de esto. Tiene aspecto de ser má s honrado que sus compinches. No
sé si es simple apariencia o auténtica realidad. Sea como fuere, puede hacer mucho por sí
mismo, tratando de comportarse honestamente con nosotros.
¿Me está pidiendo que traicione a compañ eros míos? replico Carruthers, hosco.
No. Le estoy pidiendo que tenga buen juicio y se comporte con sentido comú n. Es en su
propio
bien por lo que estoy hablando. Si usted no es importante para ellos, le dejará n en la
estacada.
Nadie moverá un dedo en su beneficio.
Carruthers. Le estoy ofreciendo la oportunidad de librarse incluso de un juicio peligroso,
ofreciéndose espontá neamente a colaborar con la ley y decir quiénes son sus compañ eros
de
delito y dó nde se les puede encontrar.
Eso no sería decente por mi parte. Incluso con unos delincuentes, se tiene que ser honrado,
si uno ha sido compañ ero de ellos en algú n momento, y confían en uno para
guardar un silencio que les ayude a salvar el pellejo, compréndalo.
Sí, le comprendo —le miró , muy fijo, sacudiendo! cabeza con disgusto—. Pero cierta clase
de
honradez no es aconsejable. Ni tan siquiera prá ctica. ¿Sabe que pueden sentenciarle a la
horca por robo de ganado?
manifestó escueto Carruthers, apretando los labios—. Lo sé.
¿Espera acaso que vengan en su ayuda?
No espero nada —cortó él, tajante.
Está bien —resopló Duke—. Sé que no podré convencerle. Actú e como su conciencia le
pida.
Pero recuerde esto: todo hombre situado al margen de la ley, tiene siempre una
oportunidad si reaccionar a tiempo. De otro modo, el final es siempre el mismo: el
presidio. . o la muerte con una corbata de cá ñ amo al cuello.
Carruthers se limitó a mantener cerrada su boca mientras seguía cabalgando hacia el má s
pró ximo lugar habitado, Wal-kerville, el pueblo donde sin duda sería juzgado y, tal vez, de
no acompañ arle la suerte, ejecutado por el delito de cuatreñ a. Walkerville distaría de allí no
mucho má s de cuatro mi-lias. Tenía poco tiempo para disfrutarlo al aire libre, sin unos
muros grises y unas rejas por medio, separá ndole de la libertad. Sabía que siguiendo las
instrucciones de Duke, podría salir bien librado, ganarse el derecho a la vida y a la propia
libertad, puesto que había empezado hacía poco tiempo con la pandilla de cuatreros.
Pero un sentimiento instintivo de lealtad a sus camaradas de delitos, le mantuvo con la
boca
cerrada, firme en su decisió n. Dispuesto a arrostrar el riesgo de una sentencia
condenatoria.
—Pronto tendremos nieve, Duke —dijo uno de los jinetes, escudriñ ando el cielo con rostro
ceñ udo.
—Mientras nos dé tiempo de llegar a Walkerville antes de que se haga copiosa. . —asintió ,
refunfuñ ando, el jefe del grupo—. No me gustaría que los caminos se bloqueasen, como
sucede
siempre en estas regiones montañ osas.
Avanzaron a buen trote, en su afá n por llegar antes a su lugar de destino. La senda se hizo
má s angosta, entre farallones pedregosos que formaban paredes a ambos lados del
camino, mientras descendían hacia el llano, situado entre las cadenas pedregosas y á speras
de Lewis Range y Bitter Roote Range. Los grandes pastos, las tierras feraces y verdes de
Montana, las planicies y las laderas ricas en hierba y arboledas, formaban un paisaje
agreste y generoso a la vez, un mundo exuberante de jugosidad y riqueza ganadera.
Los taludes a ambos lados, cerraban la visió n en una proporció n considerable. El resto era
un amasijo negro, sombrío: los nubarrones gélidos, a punto de vomitar el blanco alud
invernal
sobre las tierras feraces.
Sú bitamente, uno de los jinetes levantó la cabeza. Gritó con voz aguda:
—¡Eli, mirad eso!
Duke alzó la cabeza. Aulló furiosamente, crispando el rostro, repentinamente pá lido y
convulso:
—¡Malditos.. ! ¡Es una emboscada! ¡Guareceos!
Aferró su revó lver con rapidez. Pero estaba en total inferioridad. El, y todos los suyos.
Arriba, sobre sus cabezas, entre los peñ ascos, asomaban rostros y rifles. Bastaron varios
disparos.
Uno alcanzó la mano diestra del jefe del grupo, quebrá ndole dos dedos, con un estallido de
huesos rotos y sangre burbujeante. Aulló Duke, perdiendo su arma y la posibilidad
de empuñ ar cualquier otra con su sangrante mano.
Otro de los jinetes perdió el sombrero, y la vida. Cayó del caballo, con un agudo alarido,
arrastrá ndose por el suelo, enganchado en el estribo de su silla de montar.
Los demá s, al ver lo sucedido, dejaron caer las armas.
Uno gritó , con voz aguda, potente y clara, dirigiéndose a los numerosos hombres apostados
en
los huecos y salientes " de los taludes naturales del agreste paisaje:
—¡No tiren má s! ¡Nos rendimos! ¡No disparen!
Duke añ adió , con su vozarró n poderoso, conteniendo el dolor de sus dedos astillados:
—¡Su compañ ero está sano y salvo! ¡Le respetamos la vida! ¡Esperamos obtener igual trato
de
ustedes!
Hubo un silencio. Arriba, los tiradores cambiaban mira-das entre sí, sin duda decidiendo lo
que harían seguidamente. Tras unos momentos angustiosos, en los que la propia mirada
esperanzada de Carruthers, dirigida a lo alto, parecía tan tensa y pendiente de los
momentos
que siguieran, de la decisió n a adoptar por sus camaradas, como lo estaban las de sus
captores, una voz respondió desde la altura:
—¡Está bien! ¡Tiren sus armas y sitú ense a un lado, apartá ndose de nuestro camarada!
¡Há ganlo despacio y sin trucos, sin intentar nada raro! ¡Bien separados del preso, o no
respetaremos a nadie! ¿Lo entendieron?
—Sí, malditos sean —masculló entre dientes Duke, dominando su fría ira ante la
inesperada
derrota. Luego, levantó la voz, respondiendo—: ¡Sí, conforme en todo! ¡Así lo haremos, y
jugaremos limpio con ustedes, palabra!
—Bien —sonó arriba la respuesta—. Estamos esperando. ., con las armas fijas en cada uno
de
ustedes.
Duke hizo un gesto a sus dos compañ eros. Uno, herido, y otro ileso. Los rifles y revó lveres
cayeron en el polvo del sendero, ostensiblemente, a buena distancia de todos ellos.
Una vez desarmados, se fueron apartando paulatinamente, con sus monturas. En medio de
la
senda, primero a cinco, luego a diez, finalmente a veinte o má s yardas de distancia, se
quedó el solitario jinete, atadas sus manos a la espalda.
Tex Carruthers tragó saliva, girando la cabeza pausadamente, a uno y otro lado, hasta ver
có mo el grupo de sus captores se quedaba muy apartado de él. Finalmente, miró arriba.
Una voz le
saludó , al tiempo que se agitaba una ma-no con viveza, desde unos peñ ascos del talud.
—¡Eh, Tex! ¿Todo bien, muchacho?
—Sí, todo bien —afirmó él—. No me han hecho dañ o alguno. Me trataron
caballerosamente,
aunque podían haberme linchado, Shanker. Tened eso en cuenta, muchachos.
—Claro —rió agudamente el llamado Shanker, desde lo alto—. Lo tendremos muy en
cuenta,
muchacho. No te quepa duda de eso. .
Empezaron a asomar, con sus rifles en ristre. Eran media
docena de hombres bien pertrechados. Duke, conteniendo dificultosamente el dolor y la
hemorragia de su mano herida, comprendió que era el resto de la pandilla de cuatreros que
ellos persiguieran con un nutrido grupo de ciudadanos. Ahora ignoraba dó nde estaban esos
ciudadanos. Ignoraba todo sobre ellos. Pero la presencia de los bandidos allí, dejaba
margen a dos suposiciones: o habían sido burlados.. o estaban muertos.
Repentinamente, los hombres amigos de Carruthers se detuvieron, a una voz de su jefe, el
llamado Shanker. Duke arrugó el ceñ o, preguntá ndose qué iba a suceder. El propio Tex
Carruthers puso gesto de incertidumbre, al ver que sus armas seguían encañ onando al
grupo,
pero que ellos no parecían decididos a seguir bajando el talud.
De pronto, la voz de Shanker retumbó en el desfiladero: / Ya! ¡ Fuego!
Y Jas armas rugieron.
Media docena de rifles ladraron furiosamente, de forma continuada. Un fuego graneado,
rabioso, cayó sobre los tres hombres. Aullidos de dolor y de agonía se mezclaron con el
estrépito de los estampidos de arma de fuego.
Carruthers, horrorizado, se arrojó del caballo al polvo, clamando con voz exasperada,
frenética:
¡Oh, no, no! Pero. . ¿qué hacéis? ¡No, no sigá is, por el amor de Dios! ¡Es un crimen, un
horrible crimen! ¡No disparéis, no disparéis sobre ellos.. ! ¡Por piedad, no. .
Era inú til. Los tres hombres yacían ya en tierra, bañ ados en charcos de sangre,
tremendamente inmó viles, alcanzados por diversos proyectiles.
La masacre había terminado a los pocos segundos de comenzada.
Estaban empezando a caer copos de blanca nieve esponjosa. .
CAPITULO I
El viento aullaba en las alturas.
El cielo, de un gris negruzco y sombrío, dejaba caer, cada vez con mayor abundancia, una
densa nevada sobre las tierras
herbá ceas y frondosas. Había cesado en parte el intenso frío, como sucedía siempre que
empezaba a nevar.
El rostro barbudo y á spero de Shanker, tras el cuello de pieles de borrego de su chaquetó n,
se volvió , salpicado de blancos copos, hacia el lívido, demudado Carruthers.
—No hará falta enterrarlos —dijo, pegando una patada a uno de los cuerpos
ensangrentados—.
La nieve los pondrá rígidos. Los sepultará posiblemente. Luego, los lobos o los buitres,
segú n el tiempo que haga, tendrá n su festín. Pasa poca gente por aquí. Y menos cuando el
tiempo se
pone
duro. .
Sus hombres rieron con malignidad. Paseaban por el sendero, rifle en mano, recogiendo de
las
ropas de los muertos todo objeto valioso que pudieran llevar consigo: billetes, relojes de
lató n o de plata, tabaco, provisiones, armas..
Carruthers se frotaba las muñ ecas ateridas, tras haberle sido cortadas las ligaduras.
Permanecía aú n de rodillas entre los peñ ascos, contemplando como alucinado aquella
matanza absurda y
feroz. La sangre lo salpicaba todo por doquier. El viento gélido agitaba las ropas y los
cabellos de los muertos.
—Dios mío. . —musitó , inclinada la cabeza—. No es po-16 —
sible. No tenemos perdó n. . Es un bá rbaro crimen, el peor que presencié. .
—No seas imbécil —masculló Shanker, furioso, revolviéndose hacia él—. Eran nuestros
enemigos. Te llevaban al pueblo. Iban a hacerte ahorcar, sin duda. ¿Aú n te lamentas por
ellos?
—Fueron nobles conmigo, ¿lo entiendes? —gimió con amargura Carruthers—. Me
respetaron,
me iban a juzgar de modo legal. Nada de linchamientos, ni insultos, ni golpes.. Eran buena
gente, Shanker. No merecían eso. . Ellos:. , ellos confiaron en ti..
—¡Que el diablo los lleve! —se enfureció él—. Esto es cuestió n de supervivencia, muchacho.
Tienes mucho que aprender. O matas, o te matan, no hay elecció n posible. ¿Es que te duele
tanto que viniéramos a sacarte de sus garras, con riesgo de nuestras vidas? Debimos
dejarte
entonces a merced de tu feo destino, Carruthers.
—No, no es eso, pero. . no era necesario llegar a esto. . ¡Se habían rendido, estaban
desarmados!
—Escucha de una vez por todas —rezongó Shanker, encará ndose a él y aferrá ndole por la
camisa rabiosamente—. Eres de nuestro grupo, y debes darme las gracias por lo que
hicimos
hoy en tu favor. Te has librado de la cá rcel y, casi con seguridad, del patíbulo. Eres libre otra
vez, y debes considerar que nos lo debes a nosotros. No mires lo demá s. A la menor queja
que
vuelvas a formular, maldito novato, te hago fusilar como a todos esos bastardos, sin má s
contemplaciones. No se hable otra vez de esto. Ni ahora, ni nunca. En marcha, antes de que
la nieve nos impida seguir adelante. Debemos ir a cierto sitio donde nos espera un buen
botín
oculto.
—¿El.. el oro de Crennan? —jadeó roncamente Carruthers, contemplá ndole con inquietud,
estrujada su camisa entre los férreos dedos del barbudo, malencarado y violento Shanker.
-Sí, el oro de Crennan. Tenemos que retirarlo y llevarlo con nosotros. Hay que salir lo antes
posible de Montana, camino de la frontera. Cuanto antes estemos fuera de estos lugares,
con el oro, tanto mejor.
—La frontera está lejos.. Nos buscará n —susurró Carrut-hers, con expresió n de angustia—.
¿Crees que alguna vez lograremos alcanzar la impunidad?
—Claro que sí, imbécil —refunfuñ ó con el ira el cabecilla de los cuatreros—. La
alcanzaremos, y fá cilmente. Entre nosotros y el oro hay ahora solamente unas millas de
duro caminar. Luego. ., un sendero má s largo, pero má s fá cil. Con una sola parada en el
camino, Carruthers.
—¿Cuá l? —musitó el asustado y tembloroso cuatrero.
—Un sitio llamado Bearcreek, cerca de Wyoming. Allí tenemos una persona que se cuidará
de
ayudarnos en todo.
—¿Bearcreek? —dudó Carruthers—. Puede ser un sitio peligroso, precisamente por su
vecindad con Wyoming..
—No lo será para nosotros —rió entre dientes Shanker—. Porque hay quien puede
ayudarnos,
y muy eficazmente.
—¿Quién? ¿Conocéis a alguien importante?
—Es importante, en cierto modo. Bearcreek no tiene muchas autoridades que digamos. No
es
un lugar difícil para nosotros. En cuanto al tipo que nos ayudará . . fue una vez un peligroso
pistolero, un fuera de la ley. Estuvo en prisió n. Me debe favores. Viejos y buenos favores.
Tendrá que devolvérmelos, le guste o no. Y por oro, creo que le gustará . .
—Imagina que no le gustase —jadeó Carruthers—. ¿Qué sucedería entonces?
—No seas imbécil. Tengo medios para persuadirle de lo contrario. Estará a nuestro lado. No
le conviene que se airee su pasado. Ademá s, en caso extremo. .
—En caso extremo, ¿qué? —gimió Tex Carruthers, cerrando los ojos, sudoroso el rostro,
pese al frío reinante y a la nevada, cada vez má s copiosa—. No estará s pensando. . en
asesinarle a él también. .
¿Asesinarle? ¿A Lyman Starr? —Shanker soltó una carcajada— . ¡ Oh, cielos, no! No hará
falta
llegar tan lejos. Ya te dije que colaborará muy a gusto. Y si así no fuese. . hay una hermosa
chica por medio. Una chica cuya vida será mejor rehén para nosotros.. , porque él la quiere
demasiado para ponerla en ningú n peligro. . No temas, Carruthers, Bear-creek es un buen
sitio.
Y Lyman Starr colaborará . ¡Vaya si colaborará !
Cuando emprendieron de nuevo la marcha, dejando atrá s
los cuerpos inmó viles, ensangrentados bajo la blanca nieve,
que ya empezaba a cuajar en el desfiladero y en los abruptos
taludes, los copos eran má s densos y abundantes que nunca.
Y el frío estaba ahora tanto en la epidermis del horroriza-
do Tex Carruthers, como en el má s profundo rincó n de su
ser, cuando dirigió la vista atrá s y contempló el lú gubre panorama de la masacre.
Luego, inevitablemente, pensó en un cargamento de oro. Y en un lugar llamado Bearcreek.
Y en un hombre llamado Lyman Starr. .
Lyman Starr resopló , apartá ndose de la puerta de hoja: vacilantes. La nieve entró a
ramalazos, tanto por encima co mo por debajo de los batientes esmaltados de color ladrillo
Mal asunto. . —manifestó , sacudiendo la cabeza
reo que la nevada va a ser muy fuerte. Es posible que se bloqueen muchos caminos en
pocas
horas.
Caminó despacio hacia el largo mostrador recubierto de estañ o. La guitarra sonaba al fondo
del establecimiento una vieja balada vaquera, una eterna melodía del Oeste. Starr sonrió ,
dirigiendo una mirada al guitarrista. Es mejor que guardes tus energías para má s tarde —
señ aló —. Si la gente tiene frío esta noche, vendrá a calentarse y a olvidar la nevada.
Entonces puedes tocarles tu repertorio, Tennessee.
Diablos, ya sabes que me gusta ensayar, Lyman —rió el mú sico, dando un rasgueo final al
instrumento y colgá ndolo luego de la pared de troncos, en el clavo habilitado para tal
fin. Bostezó , acercá ndose al mostrador también—. ¿Sabes una cosa? Cuando hace tanto frío,
si
no tocas con frecuencia, los dedos se embotan y las notas no salen bien.
—A veces pienso que naciste pegado a una guitarra, Ten
dijo Starr, llamá ndole por su apodo abreviado.
Oh, no me sorprendería. Creo recordar a veces que primer sonido que oí al nacer era una
guitarra mal afinada
soltó una carcajada de buen humor—. Otros aseguran que era mi propio llanto, vaya usted
a
saber.
Los dos rieron. Starr se sirvió un vaso con un dedo de whisky. Hizo un gesto a Tennessee
Folk, que asintió vivamente, pero señ alando hacia otra botella má s plana.
Yo, ginebra —dijo—. Como siempre, Lyman.
—Oh, claro —le sirvió lo pedido—. Bebe. Hace frío hoy. Así entrará s en calor.
¿Calor? —refunfuñ ó Folk, apurando su ginebra. Chascó la lengua y miró fuera—. No sé,
Lyman.
A veces me digo que hace falta algo má s que ginebra para entrar en calor.
¿Por ejemplo? —le miró curioso el cantinero.
Acció n, algo que hacer, no sé. . —sacudió la cabeza—. Creo que incluso un poco de jaleo.
—Jaleo. . —los ojos de Starr se ensombrecieron. Bajó mirada—. No, Ten. No es lo mejor, ni
siquiera para entrar en calor un día de frío. El jaleo significa violencia, de un modo u otro. Y
la violencia engendra siempre má s violencia. Es una lecció n que tengo muy sabida.
Diablo, Lyman, no lo entiendo.
¿Qué es lo que no entiendes?
Todo esto -hizo un gesto que abarcó el local entero-Sí rZTT fgKCÍ°'ntU Vida actual- ¿De
veras *™
feliz aquí, rodeado de botellas, de mesas, sillas y borrachos?
Es un modo de vivir en paz -sonrió lentamente su interlocutor, mirá ndole.
En paz. . —señ aló fuera, donde caían mansamente los
primeros y densos copos blancos—. Hay demasiada paz todo
añ o en Bearcreek. Añ oro los viejos tiempos, Lyman.
Yo, no —rechazó secamente el cantinero.
Lyman, comprendo que esa chica, Enid, haya logrado cambiar tu modo de ser, pero de
todos
modos.. esto es demasiado aburrido. Ademá s.. , ni siquiera te has casado con Enid todavía.
Confieso que no logro entenderte del todo, amigo.
Quizá ni yo mismo me entiendo —sonrió gravemente Starr, limpiando de modo mecá nico
el
estañ o del mostra-
dor—. Lo cierto es que aú n no he encontrado la serenidad total que buscaba. No estoy
seguro
de nada, aunque empiezo a estarlo. Enid y yo hicimos un pacto inicial. No haríamos
absolutamente nada hasta estar seguros de nosotros mismos.
Yo, sobre todo. Enid no quiso forzarme. No hubo boda. Ni fecha concertada siquiera. Sabe
que
la quiero. Ella está segura de amarme. Pero hay demasiadas cosas atrá s.. Demasiadas cosas
duras y difíciles, que conviene olvidar y empezar a sentir la auténtica serenidad de una
nueva vida.
Starr, de eso hace ya tres añ os.. Es mucho tiempo, lo sé. Pero a veces, tres añ os es un plazo
demasiado breve —suspiró él—. Enid es joven todaví
Muy joven. Ha cumplido los veintidó s añ os el mes pasado, tú lo sabes. Yo. ., yo só lo le llevo
cinco añ os. Somos jó venes los dos Tennessee. Podemos esperar aú n. Quiza no mucho. Unos
meses tal vez. No má s de otro añ o, estoy convencido. -Lyman, ¿a qué esperas en realidad?
¿Qué o quien puede darte esta serenidad? —indagó Folk, curioso, bizqueando sus ojos
picaros
en la cara ancha, rolliza y amable, bajo los cabellos muy rubios.
—No lo sé. Creí haberme encontrado a mí mismo cuando salí de la penitenciaría, colgué
esas
armas ahí y me prometí no volver a empuñ arlas, de no ser en defensa de mi propia vida o la
de algú n ser querido —señ aló detrá s del mostrador, a los anaqueles de botellas.
Entre ellos, un correaje de cuero negro, repleto de proyectiles, colgaba con una doble funda
pistolera. Dos revó lveres Colt, calibre 38, pendían de sus fundas, relucientes y cuidados
como si los siguiera llevando consigo. Só lo en eso parecían estar activos: siempre limpios y
engrasados.
Pero siempre inactivos. Como un elemento decorativo má s en la cantina de Bearcreek.
—¿Y no fue así, Lyman?
—Nunca estuve del todo seguro. Quizá porque, como tú dices, hay demasiada calma en este
pueblo. Nunca me pusieron realmente a prueba otra vez. No hay violencia, no hay ocasió n
de
demostrar a los demá s y demostrarme yo mismo que soy «otro» Lyman Starr muy
diferente al
que tuvo su
cabeza a precio.
Tennessee Folk asintió , echando una ojeada a otro de los objetos decorativos de la
pintoresca cantina: un marco con cristal, no lejos del mostrador. Dentro de él, amarillento,
un viejo
pasquín de recompensa con fecha de varios añ os atrá s.
Examinó las rojas letras que se conocía de memoria, la efigie de Lyman, má s joven pero
igualmente enérgico, de idénticas facciones angulosas y duras que ahora:
« 5.000 dó lares de recompensa
por la captura de
Lyman Starr, vivo o muerto.»
Luego, los detalles: peligroso pistolero, homicida, mezclado con cuatreros y bandidos.
Firmaba el cartel el marshal de Butte, Montana.
Má s tarde se había puesto en claro que el homicidio fue un duelo cara a cara, una muerte en
legítima defensa. Que su unió n a los cuatreros y ladrones fue puramente casual, y
no participó en sus golpes. Y que lo ú nico cierto del pasquín era lo de «peligroso pistolero».
Por ello había cumplido una injusta condena. No todos sus actos pudo justificarlos, ante una
justicia que había decidido actuar con el má ximo rigor en todos los casos.
Eso formaba historia. El joven Starr, con sus veinte añ os y poco má s, había sido alguien en
el mundo pintoresco y
violento de los gun-men. Ahora, era só lo un tranquilo cantinero en un pueblo apacible del
sur de Montana.
Pero, como él decía, no todo estaba claro. No sabía aú n si la prueba había sido definitiva o
no.
Si debía formar un logar, unir una mujer a su vida, antes de estar convencido le que el
Lyman Starr violento e implacable de entonces haría dejado de existir definitivamente.
Enid y él podían esperar, ciertamente. Eran jó venes. Y imbos conocían a fondo su mutuo
cará cter, su modo de penar. Ambos esperaban, pacientes.
Tennessee Folk desvió la mirada del pasquín. Contempló le nuevo a Lyman. Le preguntó de
repente, con voz suave:
—Amigo mío, ¿influye en tus dudas todavía el.. el tasado? —Sí —Starr bajó la cabeza,
despacio—. Influye, Ten. Y
nucho. —¿Todo lo sucedido entonces? —Todo. Y algunas cosas má s que otras. —Por
ejemplo. .,
¿por ejemplo, Dick? —indagó . —Dick, sí.. —los ojos de Starr se entornaron dolorosamente
—.
Es un ejemplo muy bien elegido, Ten. Creo que en torno a eso gira todo. .
—Lo suponía —el rubio guitarrista paseó por la cantina.
Fuera, el aire cortante ululaba, al silbar por algú n orificio o
encajonamiento callejero. La nieve entraba a veces, en copos sueltos, que se disolvían en las
tablas del suelo de la cantina, dejando leves charquitos de agua.
Lyman Starr caminó hasta los quinqués, encendiéndolos uno a uno. Una claridad
anaranjada se
extendió por el local, diluyendo las sombras de la fría tarde nubosa, cercana ya a la caída de
las tinieblas nocturnas.
—No creo que haya mucha clientela esta noche —comentó Starr lentamente—. La gente
estará
mejor en sus casas, al amor del fuego, que aquí bebiendo licor.
—Só lo faltaba eso —refunfuñ ó Folk—. Podríamos cerrar e irnos también a descansar a
sitio má s
caliente.
—No sería justo —sonrió Lyman—. Esta es la ú nica cantina de Bearcreek. El hotel cierra su
bar a las ocho y media. ¿Adonde iría alguien, si tuviera ganas de un trago, antes de
medianoche? Nos debemos a nuestros vecinos, puesto que tenemos abierto el negocio, Ten.
—Está bien —suspiró el rubio muchacho gordinfló n—. Sea como tú dices.. y que el cielo
premie nuestra generosidad para con los demá s. Perder una noche por unos pocos dó lares
de
ingreso, es a fin de cuentas una obra benéfica, ¿no te parece?
Y volvió a su guitarra, a tocar de nuevo las cuerdas hasta templarlas y dejarlas a punto para
el concierto habitual que aquella noche no esperaba que fuese demasiado brillante, ni
tampoco
demasiado concurrido de audiencia.
Pero, como dijera Starr, se debían a su obligació n para con los vecinos de Bearcreek. Les
gustara o no.

***
Enid Dyker suspiró , bajando Ja cortina de la ventana

Se volvió hacia su asiento, ante la mesa. Sentó se y en


silencio, como si no advirtiera la mirada grave y fij
padre clavada
de
Claude Dyker habló de pronto, sobre el fondo de vaj removidas en la cocina por la señ ora
Dyker:
¿Qué mirabas, Enid?
Ella se sobresaltó levemente. Alzó la cabeza. Miró a su
padre. Se encogió de hombros y sonrió , como quitando im portancia al hecho.
Nada —dijo al fin—. La nieve, papá .
¿La nieve? —Claude arrugó el ceñ o. Dejó a un lado e
plato, sin terminar la tarta de manzana. Tomó un trago de café—. La nieve. . y las luces de la
cantina, ¿verdad?
Bueno, esperaba que estuviera cerrado, dada la mala
noche —miró el reloj del saló n—. Lyman ha debido tener clientela. O espera que la haya.
Está s pensando siempre en Lyman, ¿verdad? —preguntó su padre.
Resulta ló gico que piense en él a menudo, ¿no te pare-
ce? —su sonrisa se amplió —. A fin de cuentas, es ei hombre con quien voy a casarme, ¿no?
Sí, pero. ., ¿cuá ndo? —fue la réplica viva de Claude
Dyker.
Oh, papá , ¿ya vuelves a eso? —se quejó Enid
hemos hablado muchas veces..
Muchas. Y nunca me diste una respuesta. Ni tampoco Starr. No os entiendo, Enid. ¡No puedo
entender que querá is casaros, y que sin embargo, estéis dando largas y larg asunto, como si
no os importara en absoluto! ¿Qué clase de maldito noviazgo es el vuestro, por todos los
dibalos?
Papá , es algo difícil de explicar. .
¡Y tan difícil! —masculló el cabeza de familia, dando
:co golpe sobre la mesa-. Enid, ¿por qué no has aceptado a Gordon Tash, en vez de esperar
tiempo y tiempo a que Lyman Starr se decida a hacerte su esposa? Ese muchacho, Tash,
tiene
una buena hacienda, medios de fortuna, es joven y bien parecido. . y te ama. Desea hacerte
su esposa lo antes posible. ¿A qué diablos está s esperando para decidirte de una vez por
todas y hacer algo realmente acertado e inteligente?
—Papá , no hables así, te lo ruego. Es un asunto mío, personal. Quiero a Lyman.
—Ya lo sé. Y él.. , ¿te quiere a ti?
—Sí —cerró los ojos. Afirmó con fuerza, reiterá ndose en su convicció n—: Sí, me quiere. Lo
sé.
Precisamente por eso espera todavía. Por eso no se decide, papá . Yo le entiendo. Y no pido
ni espero que lo entiendan también los demá s.
—Enid, está s rematadamente loca —resopló su padre—, Tash siempre ha sido un chico de
excelente familia, un honrado ganadero. En cambio. . ¿quién ha sido realmente Lyman
Starr?
—Por favor, padre —se puso vivamente en pie Enid, mirá ndole con disgusto—. No toques
ese
tema.
—¡Es la pura verdad! —exclamó Claude Dyker abruptamente—. ¡Starr, por muy bueno y
honrado y buen hombre que trate de ser ahora, ha tenido una juventud reprochable, al
margen
de toda legalidad! ¡Ha manejado armas de fuego como un profesional, ha matado a varios
hombres, justificadamente o no, y ha tenido su cabeza a precio!
—Te ruego que no sigas hablando así, o me obligará s a retirarme sin contestarte. Ademá s,
padre, dije un día que cuando se mencionara ese tema, sería incluso capaz de abandonar
esta
casa para siempre.
—Muy bien —su padre se irguió . La miró glacialmente—. Puedes hacer lo que gustes, hija.
Pero
siempre insistiré en que está s cometiendo un error. Ese hombre tiene un pasado turbio y
difícil.
No sabemos có mo va a reaccionar a lo largo
de una vida entera en medio de una sociedad honesta y pacífica. Quizá él mismo no lo sepa.
Pero, ¿có mo esperas que vaya a quedarme tranquilo, viéndote prometida o incluso casada,
con
un hombre inseguro y cuyo futuro mismo es todavía una incó gnita?
—Tiene un negocio, lleva entre nosotros un tiempo como un hombre íntegro y honrado,
tanto
como el que má s en Bearcreek. ¿Qué má s puedes exigirle, papá ?
—Como ciudadano, no le exijo nada. Como padre tuyo, estoy obligado a ello, porque
mereces
algo má s que un porvenir lleno de incertidumbres. Y má s también como novia. No puedo
verte
añ os enteros esperando a ser la mujer de un hombre que, encima, no puede ofrecerte gran
cosa, salvo un negocio que no es el má s adecuado para ti.
—Si es preciso mantener ese negocio, serviré en la cantina, sin sentir deshonra por ello,
papá —
replicó ella—. Haré lo que me pida Lyman.
—Ya veo. —Disgustado, su padre caminó en busca de una de sus pipas de cedro, para fumar
tras la cena—. Lyman lo significa todo en tu vida, ¿no es así?
—Creo que sí, papá . Todo, en absoluto.
—Bien. . —Claude Dyker respiró profundamente y paseó por Ja estancia, con el ceñ o
fruncido,
sombría Ja expresió n—. No voy a decirte nada má s. Pero Gordon Tash es el hombre }ue te
conviene, y no ese aventurero que pretende ser ahora íombre de paz. Si algo falla en este
noviazgo tuyo, tan pro-ongado como absurdo, consideraré que es plena culpa tuya, >or
someterte al capricho de ese hombre.
—Afrontaré Jas consecuencias de mis propias decisiones, uedes estar seguro —sostuvo con
energía, enfrentada a su adre—. Y te agradeceré que no vuelvas a mezclarte en ellas
i lo sucesivo, papá . Luego, los ojos de Enid se cruzaron con los de la señ ora yker que,
secando un recipiente de cocina, había asomado en la puerta del gabinete, contemplando
tristemente a
su esposo y a su hija. La muchacha abandonó en silencio la estancia.
C laude Dyker fumaba en silencio. Un aroma a tabaco fuerte invadió la habitació n. Su
esposa se le aproximó lentamente.
—No pude por menos de escuchar algo de lo que hablabais Enid y tú —dijo ella lentamente
—.
¿Por qué insistes en oponerte a los deseos de ella? Está muy enamorada de Lyman Starr.
Deberías respetar su voluntad.
—¿A costa de la propia felicidad de Enid? Claude miró a su esposa a través del humo
azulado de su pipa de cedro. Tenía la expresió n ensombrecida.
—Está bien —masculló —. No hablaré má s de el o. Pero sigue sin gustarme ese hombre,
Lyman
Starr. . Ella debería casarse con Gordon Tash. Vale cien veces má s que el cantinero que fue
antes forajido. Es el hombre adecuado para ella.
—Eso, Claude, es ella quien debe resolverlo —le objetó su mujer—. Personalmente, yo
estoy al
lado de ella. Y Starr me cae bien, digas tú lo que digas. Siempre me ha caído bien. Creo en él.
Quiero creer también en el futuro de él y de Enid. Todo será como ellos han previsto, estoy
segura. No puede ser de otro modo, Claude.
—Las mujeres no tenéis sentido prá ctico, querida —se quejó su marido tristemente. Meneó
la
cabeza, de un lado a otro, con aire abatido—. Ningú n sentido prá ctico. . Yo sé que todo
saldrá mal. Tiene que resultar mal, no te quepa duda. .
En aquel momento, las palabras del padre de Enid sufrieron una brusca interrupció n.
El motivo, fueron los dos disparos de arma de fuego, en plena calle. Y el grito de agonía que
siguió a ellos.
Algo que en Bearcreek no era nada frecuente, y que indicaba violencia.
Violencia y muerte.
CAPÍTULO I I
Roy Parrish, sheriff de Bearcreek, saltó desde su silla ha
cía Ja puerta, con celeridad. Abrió , saltando al exterior sin
pérdida de tiempo. Maldijo entre dientes cuando los copos de nieve golpearon sus ojos y su
boca al salir.
Clavó los ojos en el centro de la calle, donde un hombre se revolcaba, sobre blancos
manchones de nieve cuajada, que se diluían rá pidamente en algo má s denso y oscuro, que
iba tiñ endo la
albura nevada.
Luego, su mirada se elevó hasta el hombre que corría en direcció n opuesta adonde él se
hallaba. Era joven y á gil como un gamo. En su mano se veía husmear algo rígido. No hacía
falta ser un lince para adivinar que se trataba de un
idisparado Alto!—rugió Parrish, enérgico, haciendo retumbar
vozarró n en toda la calle a media luz—. ¡Alto, o dfcp„_. El fugitivo no le hizo mucho caso,
sino que, por el contrario, aceleró su carrera, con largas zancadas. En la puerta
de la cantina, claramente recortada con su luz amarilla en la noche invernal, asomó alguien,
atraído también por los disparos, hechos a la altura del edificio.
Alto, he dicho! —aulló el sheriff, dando un salto hacia
No
la nevada calzada. Desenfundó su revolver sin vacilar me obligue a tirar!
Y como el otro no se detenía. Parrish alzó su brazo armado para disparar. El fugitivo, en ese
momento, giraba su cabeza. Descubrió sin duda el centelleo azul del acero del arma, entre
los dedos del representante de la ley.
Rá pido, volvió el arma hacia él y disparó dos veces.
Parrish lanzó una imprecació n furiosa. De su mano escapó el arma. Sintió la acre
mordedura del plomo ardiente en su hombro derecho. Otra bala, silbó tan cerca que agitó
sus cabellos grises, de hombre maduro. Sintió se impotente, lleno de sorda rabia. Aquello no
le hubiera sucedido
siendo má s joven, cuando era sheriff de Yellowstone, en Cheyenne. . Eso era el pasado. Su
pasado. Ahora, no servía ni para serlo en un lugar como Bearcreek, donde nunca sucedía
nada.
O casi nunca. .
El agresor estaba a punto de alcanzar la total impunidad. En unos segundos má s estaría
fuera
de su alcance y del de todos, perdiéndose entre los cobertizos que delimitaban el villorrio.
—¡Sheriff! —oyó exclamar a Lyman Starr, el cantinero—. ¿Le han herido?
—Ese cerdo. . me alcanzó —jadeó Parrish—. No puedo. . mover el brazo, Starr. .
Lyman no esperó a má s. Se precipitó en pos del fugitivo. Parrish oyó nuevos disparos de
revó lver en la sombra. Mordió se el labio inferior, mientras sujetaba su hombro sangrante.
Ya
algunos ciudadanos salían de sus casas y, al verle allí arrodillado en la calzada blanca,
jadeando ahogadamente, corrían hacia él.
Pero el pensamiento de Parrish, en ese momento, estaba pendiente má s del fugitivo y de
Starr
que de sí mismo.
—Ese muchacho, Lyman Starr. . —masculló —. Va desarmado. Y el tipo que disparó es un
canalla, sea quien sea. Puede que le mate. . si no lo hizo ya.
Entre los curiosos, estaba Claude Dyker, el padre de Enid. Se había detenido ante el cuerpo
abatido en la calzada, en el que iba dejando reguero oscuro sobre la nieve, oscureciéndola.
Caminó hacia Parrish, tras mirar en direcció n al lugar oscuro donde se perdiera de vista
Starr, en pos de su perseguido.
—Ese hombre es Mark Billington —dijo roncamente, señ alando al muerto—. Le asesinaron.
Tiene dos balazos en la espalda. .
Cielos… Un crimen- perplejo, Parrish busco con la mirada inú tilmente en la oscura noche
invernal-. Entonces Starr. . se ha enfrentado, sin armas, a. . a un asesino. .'

***
Un asesino.

Estaba seguro de que lo era. Tenía que serlo, no había dudas sobre eso. Lyman Starr había
visto el cuerpo de un hombre tendido en la calzada, apenas asomó a la puerta de su cantina.
No le
pareció descubrir arma alguna en sus manos. Luego estaba Parrish, el viejo sheriff. Un buen
hombre, ineficaz para enfrentarse a un delincuente armado. Y le habían herido. Pudieron
haberle matado.
Ahora era su turno. Las dos balas del contrario le habían pasado muy cerca, peligrosamente
cerca. Las oyó silbar junto a su cabeza, procedentes de la oscuridad taladrada por los
blancos copos de nieve, allá frente a él. Eran disparos hechos
para matar. De haberle tocado alguno en la cabeza, como pretendía el fugitivo, ahora
estaría
muerto.
Estaba á vido de encontrar a su enemigo. Porque si no había contado mal, eran seis las balas
gastadas. El cargador estaba vacío. Pero en estos momentos de tensa pausa, entre las
paredes
de los cobertizos y los sombríos rincones de los establos, muchos de ellos abandonados,
estaría reponiendo las balas en el cilindro.
Se maldijo por no haber tomado consigo sus viejas armas convertidas en motivo de
ornamentació n. Pero esto era algo que no tenía ya remedio; la propia premura de los
acontecimientos había exigido la acció n rá pida, irreflexiva.
Se quedó quieto, conformá ndose con la desagradable seguridad de que su adversario, en
este
momento, tendría ya a punto su revó lver, con seis nuevas balas capaces de matarle en
cuanto
diera el má s leve paso en falso.
Se inclinó hasta tocar el suelo. Había visto allí un tronco de madera carcomida. Era la ú nica
arma disponible en tales momentos. Ridicula, frente a un revó lver repleto de proyectiles.
Pero al menos era algo má s que las simples manos.
Avanzó paso a paso en la sombra, procurando no hacer ruido. Empeñ o inú til. Un momento
después, su bota pisaba una crujiente tabla abatida de una cerca. Rá pido, tras el chasquido,
se tiró de bruces.
Lo hizo muy a tiempo.
Un fogonazo brilló en la oscuridad, frente a él. La bala zumbó , rabiosa, silbando por encima
de él, bastante alta. Rá pido, Starr lanzó el tronco contra el punto de donde surgiera la
llamarada naranja.
Sonó un choque sordo. Y una imprecació n de ira. Algo golpeó el suelo. Starr, con los ojos
centelleantes de jú bilo, supo que había logrado lo má s difícil: hacer blanco en la mano
diestra del tirador, arrancá ndole el arma de los dedos.
Si existía una sola ocasió n favorable, aunque no totalmente, era ésta. No podía perderla
estú pidamente.
Saltó como un tigre, precipitá ndose vertiginoso sobre el lugar donde cayera el madero. Un
puntapié feroz le recibió . Una bota se estrelló contra su rostro, lanzá ndole atrá s
violentamente.
Una risa sonó en la oscuridad, cuando su cuerpo rodaba por un suelo cubierto de briznas de
heno y nieve cuajada. Notó que unas manos tanteaban entre la paja y la nieve, en busca de
algo.
Rá pido, se revolvió y saltó nuevamente sobre el contrario, guiá ndose má s por el instinto, su
eterno instinto de luchador, que no había perdido con el tiempo de inactividad.
Esta vez chocó con un cuerpo humano que reptaba, jadeante, en pos del arma perdida. Un
destello cercano hirió la retina de Starr. Su propio cuerpo cayó sobre aquello que 1 brillaba
y lo cubrió , sintiendo bajo el vientre el volumen de un revó lver.
También el contrario comprendió que había caído sobre la zona en que debía hallarse su
arma,
y un rugido reveló la ira en el desconocido. Sintió Starr una lluvia de patadas sobre sus
costillas, en un forcejeo desesperado por apartarle de allí. En vez de ceder, el cantinero giró
sobre sí mismo con guiar agilidad y sus manos aferraron el tobillo de la pierna que le
pateaba
despiadadamente.
Lo hizo girar, brutal, al tiempo que tiraba hacia sí de la pierna. El enemigo perdió el
equilibrio, al tiempo que un chillido de dolor acusaba el retorcimiento de su pierna. Cayó de
bruces junto a él, manoteando. Unos dedos aferraron con ira los cabellos de Starr, para
golpearle la cabeza
contra suelo.
El cantinero no dudó . Su mano se había hundido rá pida bajo su cuerpo. Era la zurda. Pero
eso
no importaba gran cosa. Lyman Starr había sido famoso como pistolero ambidextro, con
dos
revó lveres al cinto.
Manejó con igual efectividad su mano izquierda. Ciñ endo
Colt por el cañ ó n, descargó un feroz culatazo contra el crá neo de su enemigo.
Chascó el hueso, al recibir el impacto. Los labios exhalaron un gemido largo y estremecido.
El cuerpo cobró una repentina y total inmovilidad.
La lucha había terminado.
Starr respiró con fuerza. Sacudió la cabeza, para despejar un poco su aturdimiento. Se
irguió despacio, guardando el
arma entre su cinturó n y el pantaló n. Cargó con el caído, echá ndoselo al hombro sin
miramientos.
Luego, echó a andar, de regreso a la calle Principal de Bearcreek.

***
Cielos.. ¡Es el joven Butch Hampton!

Sí. Butch Hampton. Un vago, un rufiá n —sentenció Starr, mirando al joven inconsciente con
desprecio—. Mató a Billington después de robarle. .
Asintió el sheriff Parrish, en tanto el doctor Lowrey cuidaba de su herida, a la luz del
quinqué de su oficina. El dinero estaba aú n allí. Era un fajo de billetes de cincuenta dó lares.
Sujetos con una franja de papel especial timbrado, donde se leía:
Billington Minning Co.
—Dinero de las nó minas mineras —comentó el representante de la ley—. Billington, como
socio principal de su empresa, era también el administrador y pagador general. Debía de
tener el dinero en casa, ese canalla lo supo, y lo robó . Al perseguirle Billington, cuando fue
sorprendido el ladró n, éste disparó sobre él, confiando en la fuga, para no ser identificado.
Luego regresaría entre nosotros, haciéndose el sorprendido. . y aquí no había pasado nada. .
Maldito muchacho. . Si su padre levantara la cabeza se moriría del disgusto. No só lo tuvo
por hijo un vago, sino también un ladró n y un asesino. . Starr, amigo, no sé có mo
agradecerle. . Se arriesgó mucho en esa cacería.
—Alguien tenía que hacerlo, ¿no? —suspiró el cantinero, dejando el revó lver sobre la mesa
del sheriff—. Aquí tiene el arma que utilizó Hampton en su crimen. Hizo con ella siete
disparos esta noche. Con muchos menos, se ha matado a veces a varios hombres. Usted y yo
tuvimos suerte,
Parrish. Eso es todo. Ahora, si no me necesita, le dejo.
—Puede volver a su negocio, Starr. Yo encerraré ahora en la ú nica celda de que disponemos
aquí a ese maldito jovenzuelo asesino. Telegrafiaremos para que venga un juez y se
encargue
del proceso. En Bearcreek nunca había sucedido nada así ú ltimamente.
Lyman sacudió afirmativamente la cabeza, encaminá ndose a la salida de la oficina. Para
ello,
tuvo que apartarse de su camino Claude Dyker, el padre de Enid. Ambos hombres cruzaron
una
breve mirada.
Starr sabía que su futuro suegro no simpatizaba con él. Siempre lo había sabido. Ahora,
Claude Dyker parecía algo impresionado por su acció n, pero eso era todo. No cruzaron
palabra alguna.
Starr salió de la oficina de Parrish.
—Gran muchacho —comentó el sheriff, complacido, mirando satisfecho hacia la puerta por
donde había acabado de desaparecer Starr. Se incorporó , ayudado por el doctor, y con la
colaboració n de dos ciudadanos presentes, trasladó al inconsciente Hampton a la celda,
cerrando luego con llave la puerta de barrotes. Comentó , iró nico, cuando hubo dado la
ú ltima
vuelta a la llave—: Si ahora tuviese má s presos, no sé
dó nde los pondría. Acabaríamos de completar nuestra cá rcel local, señ ores.
Dyker miró las paredes y tanteó el muro, dubitativo.
—¿Cree que estos muros será n lo bastante só lidos para albergar a un asesino, sheriff? —se
interesó .
—No lo sé. Esperemos que sí. Nunca hemos tenido cá rcel, recuérdelo. Es lo malo de los
sitios
tranquilos. El día que realmente sucede algo, las cosas no está n adecuadamente dispuestas
para la situació n.
—Esto ha sido algo excepcional —comentó el doctor Low-rey—. Bearcreek no acostumbra
a
conocer hechos tan desagradables, Dyker.
—Valdría má s preverlo todo —hizo notar el padre de Enid—. Con un hombre como Lyman
Starr, pongamos por ejemplo, que ha sido un outlav en otros tiempos, ¿quién nos asegura
que
un día no puede suceder algo má s complicado que hoy?
—No sé por qué saca ese ejemplo, Dyker —se molestó Parrish, hablando seco—. Acaba de
prestar una gran ayuda a la ley, fuese cual fuese su pasado. Ademá s, se le indultó y es un
hombre honrado en la actualidad, digno miembro de nuestra pequeñ a comunidad y de las
má s amplia sociedad comú n a todos los ciudadanos de Montana y de todo el país. No viene
a qué
mencionarle a él en este caso, Dyker.
—Ojalá sea como ustedes dicen —replicó Claude, incisivo—. Pero el hombre que es capaz,
con
sus manos limpias, de capturar a un asesino armado, resultaría sumamente peligroso para
la
sociedad que le acogió , si alguna vez volviera a las andadas, no lo olviden.
—Parece mentira que esté hablando así de su futuro yerno, Dyker —le recriminó con
frialdad
el doctor Lowrey.
—Todavía no se ha casado con Enid, doctor —fue la réplica del viejo Dyker, antes de
abandonar la oficina del sheriff.
Este y el médico cambiaron una mirada pensativa. Parrish meneó la cabeza, pensativo.
—No me gusta eso —dijo—. Starr es un buen chico. Acaba de prestar un señ alado servicio a
la
comunidad. Y el hombre que mejor debería hablar de él, le censura y duda de su honradez.
No
hay cosa peor que poner en duda la honestidad de alguien que antes estuvo al margen de la
ley. A \eces, la intolerancia de los demá s provoca la vuelta al mal camino de quienes
pudieron haber sido ejemplares ciudadanos.
—Espero que Claude Dyker, con sus prejuicios, no llegue tan lejos. Starr es un joven
inteligente y sereno. Creo que tiene conciencia de su propia responsabilidad. Pero, como
usted dice muy
bien, a veces los demá s somos peores que los propios delincuentes que pretenden
rehabilitarse ante la sociedad, amigo mío.
Salió de la oficina, cerrando tras de sí. El sheriff, con su hombro y brazo vendado, se quedó
solo con su cautivo. Le contempló , cuando el joven Hampton comenzó a gemir, dentro de la
estrecha celda, ú nica del recinto y de todo el pueblo, al ir recuperando el conocimiento.
Tenía un gesto taciturno el sheriff local.
—No sé. . —murmuró para sí, sacudiendo la cabeza canosa—. Es un mal presagio. Hacía
añ os
que no sucedía nada. Esta noche, un hombre ha muerto asesinado, se ha cometido un robo
inicuo, yo he sido herido, y ese muchacho, Starr, pudo ser también víctima del criminal en
su loco intento por capturarle. . ¿Será todo esto el principio de una mala racha para
Bearcreek?
No tenía respuesta para sus ocultos temores. Pero no le gustaba lo ocurrido. Y no sabía bien
lo cerca que estaba de la verdad en esos momentos.
Empezaba una muy mala racha para Bearcreek, ciertamente. O había empezado ya, para ser
exacto.
Enid cerró los ojos, tristemente. Su madre acababa de referirle los sucesos de aquella
noche.
Fuera, volvía a reinar la calma, el silencio. Y caía suavemente la nieve sobre el pueblo.
—¿Qué ha dicho papá ? —preguntó con voz apagada.
—Nada —habló su madre—. Se retiró a descansar. No parecía muy feliz con la hazañ a de
Lyman.
—¿Por qué, mamá ? ¿Por qué odia así a Lyman? El no merece ese trato. .
—Ya lo sé, Enid. El es una gran persona. Pero ya sabes có mo es tu padre. Para él, cuenta
má s el pasado que el presente. En todos los ó rdenes de la vida.
—Pero él.. , él no es ya el que fue una vez. No ha cometido delito alguno. No molesta a los
que conviven con él. Trata de ser uno má s, digno de la general estimació n.
—Aun así, siempre quedan obstá culos por salvar, cuando un hombre quiere rehacer su
vida. Os será difícil llegar a formar parte del mundo que queréis y deseá is. Pero de todos
modos, Lyman lo entiende así, estoy segura. Y lucha sin descanso por ello. Tú debes
emularle. Lucha junto a él.
Unidos, lo alcanzaréis todo, estoy segura. Muy segura, Enid, hija mía.
—¿Crees en él, mamá ?
—Ciegamente —sonrió la señ ora Dyker—. Y en ti también, hija. . Creo en los dos. Y en
vuestro
futuro. Ocurra lo que ocurra, saldréis adelante. Lo sé.
Enid respiró hondo. Se reclinó en el lecho, sintiendo que el sueñ o le invadía, má s dulce y
amable que nunca. Quizá porque má s que nunca, y pese a la intolerancia paterna, Lyman
había
demostrado esa noche ser un ciudadano digno del respeto y la estimació n ajena, en todos
los
sentidos.
Y eso resultaba tan agradable para la mujer que le amaba. Tan agradable. .
A fin de cuentas, ella no pudo oír los cascos suaves de
caballo, entrando en ese momento en Bearcreek, hollando la blanca alfombra de nieve en la
zigzagueante calle Principal..
Y aunque los hubiera oído, no podía imaginar que con ellos llegaba para el pequeñ o y
tranquilo pueblo el principio de una angustiosa y violenta pesadilla sin precedentes.
Ni ella ni nadie lo sospechó .
Y nadie lo supo, hasta que resultó demasiado tarde para evitar el desastre.
CAPITULO IV
—Cantina Canadá —dijo uno de los jinetes—. Es ahí, ¿verdad?
—Sí, eso me dijo Gun Jackson cuando le vi, después de haber pasado pof aquí —rió entre
dientes Dalton Shanker—. Esa era la cantina de Starr. Si no les arrolló alguna avalancha de
nieve en este cochino lugar, debe de continuar ahí.
—Se dice que Starr era muy inquieto, que nunca estaba demasiado tiempo en un sitio. .
—Eso era en otros tiempos. Ahora, sigue ahí. Al pie de su mostrador, de su negocio, de su
vida rutinaria, vegetando como un ciudadano vulgar —Shanker soltó una carcajada,
contemplando
las luces amarillentas que salpicaban la calle Principal, prá cticamente ú nica, de Bearcreek,
extendido a sus pies. Luego fue el primero en iniciar el descenso de la ladera, donde la
nieve formaba ya amasijos blancos, como fantasmas en la noche fría, allí donde la nevada
iba
cuajando y formando su capa alba.
Tras él, los demá s jinetes formaban grupo. Entre ellos iba Tex Carruthers, aú n sombrío y
contrariado. Parecía no ser uno de ellos. Los demá s le miraban de sosolayo, entre
precavidos y recelosos. Pero él no daba la impresió n de advertirlo siquiera. Era otro
hombre, al menos desde que fue testigo de la matanza en el desfiladero.
Sobre la silla de montar de Dalton Shanker, el negro bulto del saco envuelto en tela oscura,
embreada e impermeable, era un aparte má s de su equipaje actual. Todos sabían lo que iba
dentro. Era una fortuna a repartir. Oro. Oro de Crennan.
38-
Oro de una mina expoliada, y escondido debidamente hasta sentirse seguros de sus
acciones
inmediatas. Llevarían consigo ese oro hacia el sur. Hacia tierras donde la ley de Montana no
pudiera caer sobre ellos.
Wyoming les esperaba. Pero no todo estaba hecho aú n. El camino era difícil entre ambos
Estados. Y Bearcreek estaba justo en el camino. Cerca de la frontera. Bearcreek era lugar
estratégico para ellos. Pero por fortuna, Shanker sabía que allí estaba el factor má s
favorable para sus planes.
Ese factor era un hombre. Un nombre.
Un hombre llamado Lyman Starr. Un ex pistolero. Un ex forajido. Un ex convicto, que pasó
un
añ o en prisió n. .
Eso no podía fallarle. Nunca fallaban esas cosas ni esas personas, él lo sabía muy bien. Un ex
recluso, siempre vuelve. a las andadas, por mucho que se prometa a sí mismo ser diferente.
Hay algo que atrae en el delito. Y Starr era un delincuente. Lo había sido. Tuvo a precio su
cabeza. Supo lo que era verse entre rejas y só lidos muros. Era suficiente para Shanker. El
sabía que le respondería debidamente su viejo amigo Starr.
—¿Y si no responde? —había preguntado Carruthers sombríamente, durante aquel viaje a
través de la nieve y de la ventisca helada.
Una carcajada má s, en labios de Shanker, había sido la respuesta. Luego, unas cuantas
frases
abruptas, llenas de convicció n y seguridad:
—Responderá . ¡Vaya si responderá ! Starr me debe mucho. Viejos favores, amistad, ayuda. .
No
significa gran cosa que luego, al salir de la penitenciaría, indultado, quisiera olvidarme a mí
y olvidar todo lo demá s. Es la reacció n natural del
que ha estado encarcelado un tiempo. Quiere ser un á ngel. Y no puede. De repente, un día,
nota que sus alas son de cera y se derriten al sol. Vuelve a ser un hombre. Como era antes.
Con todos sus defectos y virtudes. Ademá s.. , siempre
estará la chica.
—¿La. . chica? —había preguntado Carruthers, vacilante.
—Sí, la chica. Una bonita muchacha. Me dijeron que iba a casarse con ella en breve. No sé si
será ya su mujer o seguirá siendo su novia. Pero sea como sea. . ¡será un buen rehén, no te
quepa duda!
Y la risa satá nica del jefe de los ladrones y cuatreros no le dejaba muchas esperanzas a
Carruthers sobre lo que iba a ser el futuro. Al menos, su futuro. Y el de aquel hombre
llamado Starr. O el de la chica. .
Tex Carruthers había empezado a sentir ná useas ante tanta maldad. Pero no podía hacer
otra
cosa que seguir adelante. Y correr hacia la suerte, buena o mala, de los demá s. Ahora
conocía la exacta dimensió n de Dalton Shanker. No era solamente un cuatrero, un forajido.
Era alguien
que disfrutaba con todo ello, que se sentía complacido de hundirse má s y má s en su propia
crueldad, en su implacable furia homicida, en su codicia de hombre por encima de todo
escrú pulo y de todo lastre de conciencia.
Para Carruthers, simple cuatrero vulgar, era demasiado tarde incluso para volverse atrá s.
Estaba seguro de que Shanker mataría despiadadamente, disparando a bocajarro sobre
cualquiera que pretendiese apartarse del grupo.
Para Carruthers aú n estaba claramente impresa en su mente la visió n de Ralph Duke y sus
hombres, brutalmente cosidos a balazos en el desfiladero. O el buen amigo Crennan, que
robara el oro a las minas, esperando recibir su parte. . que le fue entregada en plomo
caliente, sin la menor posibilidad de defenderse, de luchar, de hacer algo por impedir su
muerte
cobarde, a manos del feroz e insaciable Dalton Shanker.
Y ahora, con las luces pá lidas y doradas de Bearcreek, en la oscura noche fría de invierno,
extendiéndose ante su mirada al pie de la ladera, mientras caía cada vez má s copiosa la
nieve, Tex Carruthers respiró con fuerza y temió lo peor.
Temió que las cosas siguieran igual. O peor.
Y que nuevas víctimas inocentes, nueva sangre derramada fuese marcando su trá gico
trayecto
hacia Wyoming. Hacia la impunidad, con el oro fá cilmente obtenido de manos de Crennan,
un
traicionado aliado y có mplice.
Entre esas víctimas, quizá , aquel Lyman Starr que un día fuese un «fuera de la ley». O su
mujer amada. .
Cabalgaron ladera abajo. Alcanzaron pronto el pueblo. Avanzaron, resueltos, calle adelante.
No se veía a nadie por parte alguna. Una sola puerta iluminada con mayor fuerza, dejaba
escapar
notas de guitarra y canciones de la pradera.
—Allí —dijo bruscamente Shanker—. Es la cantina.
Parecía ser la ú nica en el lugar. El propio reflejo de las luces en la nieve, iluminaba con
claridad su nombre sobre un largo tabló n amarillo:
Canadá Canteen
Sí. Era allí. Ademá s, no podía ser en otro sitio. No había má s locales. Ni un saloon, ni un
recinto má s de diversió n nocturna. Bien era verdad que no parecía tampoco necesitarlo un
lugar tan
reducido y tranquilo. La vida en esos momentos era prá cticamente inexistente.
Si acaso, só lo dentro del local iluminado parecía haber alguien. Cuando menos, se
escuchaban
voces coreando la canció n. Y palmas. Y algunos ruidos de vasos, copas y botellas. Ademá s, el
aire que escapaba por encima y debajo de sus batientes, era de un tenue color azulado,
nebuloso: humo de tabaco. .
—Atad los caballos a la talanquera —dijo Shanker bruscamente—. Luego, entrad todos en
el
local, como clientes vulgares, recordad. Nada de violencias, si no son pecisas. Má s tarde, es
posible que haga falta un alarde de fuerza para someter a toda la població n y amedrentarla.
—¿Crees que lo lograremos? —puso en duda uno de los hombres.
—Claro —rió de buena gana Dalton Shanker—. Es cosa fá cil. Tengo buenos datos sobre esta
població n y su gente, no os quepa duda. Va a ser cosa sencilla reducirles. No hay sino un
sheriff, unas gentes pacíficas.. y poca cosa má s. Ni siquiera tienen cá rcel o algo parecido.
Nunca se vieron en problemas serios, como los que va a plantearles nuestra presencia. De
modo que no
es nada dudoso vaticinar el resultado de lo que va a ocurrir en las pró ximas horas: será n
los primeros en colaborar a que alcancemos Wyoming impunemente. Y si algo fallase. . está
Starr
para resolverlo.
Starr. . —comentó otro—. Empiezo a estar harto de oír hablar de ese tipo. ¿Qué puede
hacer
de bueno un cantinero, que no hagamos nosotros?
Escucha, imbécil —cortó acremente Shanker, volviéndose a su subordinado—. Hará s bien
en no
despreciar a Lyman Starr antes de conocerlo. Es ahora un cantinero, sí. Incluso
quiere ser un hombre de paz. Pero ha sido el má s rá pido pistolero de Montana y Wyoming,
¿entiendes eso? El má s rá pido de todos. En unas regiones donde abundaron y siguen
abundando los buenos gun-men. Ya imaginará s que esa fama no se adquiere sesteando en
un
porche, apaciblemente. Cuídate de él. No te burles de Lyman Starr, es un consejo. No quiero
líos de ninguna clase con él, ¿entendido? Os necesito a todos, Moss. A todos. Y a ti má s que a
nadie, puesto que eres un rá pido pistolero. Pero no trates nunca de saber si Lyman Starr o
Marty Moss es el má s rá pido. No te lo recomiendo, por si acaso. Es una orden.
Sí, patró n —aceptó de mala gana Marty Moss, cuyo Colt lucía ya veintidó s muescas,
superando
incluso a la legendaria arma de Billy el Niñ o. Y no volvió a comentar nada sobre el tema.
Momentos má s tarde, los caballos hollaban la calzada ne-
vada. Luego, se detenían en hilera ante el local de donde
partía la musiquilla de My Darling Clementine, a guitarra.
Uno a uno descendieron de los caballos, atando éstos a la talanquera. Luego,
parsimoniosamente, uno a uno también subieron a la acera porcheada, y se movieron hacia
la
entrada del local.
La cantina de Starr iba a conocer la llegada inmediata de los forasteros. Eran siete hombres.
Shanker, Carruthers, pistolero Moss y cuatro hombres má s. Todos provistos de
revó lver y rifle. Y ambas cosas llevaban consigo al subir porche y cruzar la acera hacia la
puerta.
Empujaron los batientes. Entraron en el iluminado local, que olía a humo de tabaco, a
cerveza y a sudor, como cualquier otra cantina del Oeste.
Dentro del local, la guitarra de Tennessee Folk enmudeció
de repente.

***
Lyman Starr alzó la cabeza.
Folk había dejado de tocar. Eso era raro. Nunca lo hacía, entrase quien entrase. Los ojos del
joven cantinero se clavaron en la puerta abierta.
Los batientes fueron dando paso a los recién llegados. Uno a uno. Lentos, y como sin prisas.
Starr entornó lentamente los ojos. Su mirada gris, acerada, se fijó especialmente en uno de
los hombres. El que conocía bien. Aquella a quien nunca pensó llegar a ver. .
—Shanker. . —musitó —. ¡Dalton Shanker. .!
Era él. Estaba seguro. Bien seguro de ello. No hubiera estado má s seguro de nada en este
mundo. Dalton Shanker, el forajido. Su antiguo camarada. El peor hombre de todo el Oeste.
No sabía có mo pudo suceder. Pero allí estaba. Y no era casual. No podía ser casual en modo
alguno. El conocía a Shanker. Pudo advertir que no había sorpresa en su mirada, aunque lo
fingía cuando clavó los ojos en él, por encima del mostrador, a la luz dorada de los
numerosos quinqués. También Folk le había reconocido. Por eso dejó de tocar. No habían
estado nunca
juntos Shanker y él. Pero de algo le servía a Folk haber visto tanto pasquín de recompensa
con el rostro de Dalton Shanker.
—Vamos, guitarrista, sigue tocando —le ordenó de modo abrupto Shanker, ceñ udo—. ¿Qué
ocurre con vosotros? ¿Tan feos somos que hemos cortado tu inspiració n?
Los ojos del rubio guitarrista se cruzaron sin querer con la mirada pizarrosa de su amigo.
Imperceptiblemente casi, Starr entornó los suyos en un gesto afirmativo. La guitarra volvió
a sonar, algo apagada, reanudando la balada.
Shanker no fue ajeno a ese cruce de ojeadas. Clavó sus ojos helados en el cantinero,
mientras se movía hacia él, decidido. Las mesas donde se agrupaban los clientes, bebiendo
o jugando a
naipes, fueron pasando a su lado. Los demá s forasteros estudiaban de soslayo a todos y
cada
uno de los presentes, por si algo sucedía. Pero en realidad, nadie parecía realmente
peligroso.
Nadie movió un solo dedo contra los recién llegados, o hizo la má s leve acció n agresiva.
Eran mineros, sí. Pero mineros del cobre y del plomo. Gente tranquila, no habituada a la
violencia. Allí no había codicia desatada, ni instintos salvajes tras la riqueza relativa de una
tierra dura de vencer, día a día, con el esfuerzo de los hombres que buscaban en ella los
filones de metales menos preciosos en apariencia que el oro o la plata, pero infinitamente
má s
duraderos a la larga.
—Cantinero, amigo. . Queremos beber algo que nos quite el frío del camino —comenzó
Shanker, como si no supiera con quién hablaba. Y de repente, con gesto brusco, se quedó
mirando ató nito a Starr. Su asombro, a juicio de Tennessee, estuvo muy mal fingido. Su voz
sonó potente—: ¡Cielos! ¡No es posible! ¡Pero si es.. , si es mi amigo Starr! ¡Lyman Starr, en
persona!
—Hola, Shanker —saludó con frialdad el cantinero—. ¿Có mo va todo?
—Pero. ., pero, muchacho, ¿es posible? ¿Tú aquí, en este villorrio, convertido en. . en un
cantinero. .? —soltó una larga carcajada—. ¡Oh, no, no puede ser! ¡Sin duda tratas de
burlarte de todos nosotros, muchacho!
—Parece que no hay burla alguna. Este es mi negocio. Y éste es el lugar donde vivo.
¿Preferís cerveza, whisky, ginebra. .?
—Cerveza, cerveza —respondió vivamente el forajido. Seguía mirá ndole, como si no diera
crédito a sus ojos. Se apoyó con los codos en el mostrador, sarcá stica la expresió n—. No
puede ser. . Imaginaba que mis ojos.. , que mis ojos se engañ aban al reconocerte. .
—Menos tonterías, Shanker —cortó fríamente Lyman—. Creo que sabías perfectamente
que yo
estaba aquí. No eres un buen actor. Nunca lo fuiste.
—Te aseguro que nada sabía. Me pillas de sorpresa, muchacho. . —se dispuso a jurar el
bandido, a juzgar por sus gestos enfá ticos, persuasivos—. Yo. ., yo. .
—Tú sabías muy bien todo esto —comenzó a alinear jarras de cerveza sobre el estañ o del
mostrador—. ¿A qué has venido, Shanker?
—¿Yo? —pestañ eó el rufiá n—. ¿Piensas que yo. ., que yo puedo venir a algo determinado,
cuando ni siquiera sabía que tú estabas aquí, muchacho? Vamos, vamos, no me digas que,
ademá s de servir bebidas, las ingieres también con frecuencia, Starr. .
—No he dicho nada. Só lo te digo que no puedo creerme tu historia, Dalton. No es fá cil
tragá rsela conociéndote, y lo sabes.
—¿Historia? ¿Qué historia?
—La de ese «casual» encuentro —sonrió glacialmente Starr.
Miró uno a uno a todos los hombres que seguían a su viejo camarada de los tiempos
violentos.
Todos malencara-dos, hoscos y á speros. Todos resistiendo su mirada con agresividad.
Todos..
menos uno. Este desvió los ojos, al observar la fijeza de los ojos metá licos de Lyman Starr.
Bajó la cabeza, como si el barro de sus botas, tras pisar la nieve, fuese lo má s importante del
mundo para él.
—Starr. . creo que por mucho que te las des de hombre de bien, de negociante formal y todo
eso. ., ¡sigues siendo el mismo que conocí antes! —rió a carcajadas, casi soezmente,
Dalton Shanker—. Lo que no adivinas, lo imaginas. Y lo que no imaginas.. ¡es que a nadie
má s se le puede ocurrir en este mundo, maldito sea tu ojo de lince!
—Si es un elogio, no voy a agradecértelo, amigo —cortó Starr, seco—. Te repito: ¿a qué has
venido a Bearcreek? Este es un sitio tranquilo y de escaso ambiente. Las minas son
relativamente pobres. Los mineros cobran salarios bajos y el dinero que podían obtener en
este lugar no alcanzaría para
tus aspiraciones, ni aun expoliando a todos y cada uno de nosotros, cosa que no dudo serías
capaz de hacer, con tal de
apoderarte de lo ajeno.
—Cielos, Starr, me dejas asombrado. ¿Eso es lo que piensas de mí, después de todos los
buenos tiempos que pasamos juntos?
—No fueron buenos tiempos. Hubo que luchar duro, porque no daban otra alternativa. Yo
era
alguien con un revó lver en la mano, pero he procurado olvidarlo hace tiempo. Ya no manejo
un
armas jamá s.
—Oh, ya»veo. . —señ aló a los revó lveres colgados de una estantería de botellas—. Ahora,
só lo
son propaganda para tu miserable negocio, ¿eh, burgués?
—Quizá só lo sea eso —convino Starr fríamente, encogiéndose de hombros—. No me
importa lo
má s mínimo lo que los demá s penséis. Aquel Lyman Starr, el de la cabeza a precio, el del
rá pido dedo al gatillo y la mano certera, dejó de existir. Ya no cuenta.
—Ya no cuenta. . —apuró su cerveza, y golpeó Shanker el mostrador con el vidrio grueso de
su
vacía jarra, exigiendo má s líquido, al tiempo que se apoyaba en un codo, mirando con falsa
perplejidad a su viejo camarada—. Vaya, vaya. . De modo que eso hizo la vida de aquel gran
hombre temido por todos..
—Sí. No sé si habrá sido para bien o para mal. Pero eso hizo de mí. Ahora bebed todo lo que
gustéis. La primera ronda es a mi cuenta. La casa invita. Y dime de una vez, Shanker, ¿qué
buscas en Bearcreek?
—Bien. . —Dalton Shanker apretó los labios, soltó un resoplido y paseó , ceñ udo, a lo largo
del mostrador, sin despegarse de él. Finalmente se detuvo, clavando su mirada hosca en el
cantinero que antes fuera gun-man. Masculló , furioso—: ¡Busco un camino para Wyoming,
rá pido y seguro! Lo entiendes ahora, ¿no?
Hubo una pausa. Starr le contempló inexpresivo. Luego, afirmó con una leve mueca
sarcá stica:
—Sí. Empiezo a entenderlo. Pero mucho me temo que no te sea nada fá cil, amigo. . Buscan a
unos asesinos. Y cuatreros. También se les acusa del asalto a unas minas de oro de Butte. .
Robaron treinta mil dó lares en oro. Mataron a los guardianes armados. Y a un par de
federales.
Hay federales ahora en toda la divisoria entre Montana y Wyoming. Y grupos de
voluntarios
armados, dispuestos a todo, con tal de evitar que los culpables puedan evadirse por el
camino má s corto hacia otro Estado.
—¿Está s pretendiendo acusarnos a nosotros de esos asesinatos y del robo de ese oro?
—No, claro que no —suspiró Starr con lentitud—. No trato de hacer nada de eso. No he
acusado a nadie. Lo ú nico que hago es mencionar algo que todo el mundo sabe. No se puede
pasar a Wyoming libremente, a menos que se pruebe a los federales y a las fuerzas de
Vigilantes de Montana que quien pasa nada tuvo que ver en lo sucedido en Butte. Aquí
todos lo sabemos, y es un villorrio. Imagino que el resto del territorio. .
—Star, no me gusta como dices todo eso —silabeó Shan-ker, incliná ndose hacia él, con todo
su
cuerpo sobre el mostrador—. Yo sí tengo que pasar a Wyoming. Y lo conseguiré.
—Pues date prisa. Parad aquí lo menos posible, antes de intentarlo.
—¿Por qué dices eso? —entornó Shanker sus ojos astutos y desconfiados.
—Por una razó n muy sencilla: dentro de poco tiempo, no só lo los federales y los Vigilantes
impedirá n que nadie cruce esa frontera interestatal, sino que la nieve será el peor enemigo,
en los difíciles pasos fronterizos, para ir a Wyoming. De modo que decide tú mismo.
—Ya. . —Shanker humedeció sus labios. Respiró con fuerza, empezando a beber cerveza
nuevamente, de la jarra que Lyman había llenado sin perder tiempo. Se limpió los labios de
espuma con un manotazo, y luego, añ adió con voz ronca—: No temo a la nieve. Ni lo má s
mínimo, Starr.
—Haces mal. Muy mal. La nieve es, quizá , el peor enemigo del viajero, sobre todo en esta
época del añ o.
—Te repito: la nieve no me preocupa.
—¿Qué, entonces? —sonrió Starr—. Puedes pernoctar aquí, y si mañ ana está difícil el
camino,
arrostrar las consecuencias, puesto que la nieve no es problema.
—Star, empiezo a irritarme.
—¿Irritarte? ¿De qué? —se miraron fijamente ambos hombres.
—De ti. De tus palabras. De tus tonterías. Sabes muy bien que he venido dispuesto a
alcanzar
Wyoming, por mucha nieve, muchos vigilantes y muchos federales que haya en el camino.
—Muy bien. Adelante, pues. Los federales y los vigilantes tienen una exacta descripció n de
los forajidos. No la dieron aquí, pero la tienen. Si no coincide con vosotros, y si vosotros no
llevá is encima el oro robado, ¿qué hay que temer? Podréis pasar libremente a Wyoming, sin
que nadie
lo impida.
—Todo eso suena muy bien. Te gusta burlarte de mí, ¿verdad, Starr?
—No me burlo de nadie. Respondo a tus preguntas, es todo.
—¡Está bien, maldito imbécil! —rugió de repente Shanker. Y estiró su brazo, aferrando con
rabia la camisa del cantinero entre sus dedos crispados. Le zarandeó , tirá ndole luego
contra el borde del mostrador, donde le inmovilizó , mientras proseguía con voz dura, de
aceradas
aristas—: Ahora, escucha esto: entre nosotros sería inú til andarse con rodeos. Sabes muy
bien lo que sucede. Lo sabes todo, maldito seas. Sí, está s en lo cierto. Sabía que te
encontraría aquí.
Sabía que no te tragarías la historia. Sabía que esa gente armada nos espera en la divisoria.
Nos espera, ¿entiendes? ¡A nosotros! Mis hombres y yo hemos robado en Butte. Hemos
matado a
esa gente. No vas a escandalizarte ahora por ello, ¿verdad que no? Y ahora, llevamos con
nosotros el oro, es cierto. Necesitamos salir de Montana. Y por eso estamos aquí.
Hubo un tenso silencio. Las palabras de Dalton Shanker habían sido masculladas
roncamente,
en voz baja. Só lo Starr y los hombres del forajido se enteraron con detalle de todo.
Y el joven, alto y sobrio cantinero, el hombre que un día fuera un hombre con la cabeza a
precio, se limitó a murmurar por fin, con voz lenta, con palabra serena y helada:
—Muy bien, Shanker. . Te entiendo. Sabía que ése era el caso. Sigue adelante. Yo no voy a
ser quien lo impida. Ni quien te denuncie a la gente armada que espera. ;Por aué has venido
a mi
negocio, a decirme todo eso?
Shanker le estudió malignamente. Apuró la cerveza Luego no entre dientes, antes de
informar
en tono á spero-
Muy sencillo, viejo amigo. Porque sé que por mis propios medios nunca atravesaría estas
tierras hacia Wyomine Pero está s tú . Tú , Starr. Y eres el que vas a ayudarnos a llegar
adonde
deseamos.
Siguió un profundo, grave silencio. Alrededor de ellos seguía habiendo voces, mú sica de
guitarra, chocar de vasos, murmullos y ruidos diversos. Pero entre ambos, la tensió n era
latente y densa. Los hombres alineados ante el mostrador la palpaban con tanta claridad
como el
propio Shanker o su interlocutor, Lyman Starr.
Al fin, fue este ú ltimo quien rompió esa tirante pausa con voz calmosa, dura, llena de
decisió n: No, Shanker. Yo, no. No haré nada por ayudarte. Tendrá s que valértelas por ti
mismo. No son
aquellos viejos tiempos. No soy el Lyman Starr que conociste antes de la peni-
tenciaría y del indulto. Y no deseo volver a ser la misma persona. Ñ o voy a colaborar
contigo. En absoluto.
El rostro de Dalton Shanker reveló ira, disgusto, rabia-mal contenida. Se controló
difícilmente. Y
luego, manifestó con crudeza, empezando a dibujar una forzada, á spera mueca, que só lo
con
mucha imaginació n podía parecer una
sonrisa:
No, Starr. . Eso no. No estoy pidiéndote nada. No vine a suplicarte, sino a ordenarte,
¿entiendes? ¡A darte ó rdenes!
Ordenes que cumplirá s, te guste o no.
_, al mismo tiempo que hablaba así, su mano desenfundaba el revó lver. Y amartillá ndolo
con
brusquedad, apoyaba el largo cañ ó n bajo la barbilla de Starr, justo sobre su
garganta.
Tennessee Folk dejó de tocar la guitarra nuevamente. Marty Moss giró sobre sí mismo,
desenfundando veloz su propio Colt. Lo amartilló , apuntando al guitarrista rubio. Al mismo
tiempo, los demá s componentes del grupo hicieron la misma acció n. Só lo Tex Carruthers
tardó
un poco má s que los otros, pero lo hizo a duras penas y con esfuerzo.
Y encañ onó , como sus camaradas, aunque no muv convencido, al resto de los
amedrentados
clientes. conversaciones y comentarios, ruidos y risas, cesaron en la cantina. Los siete
hombres controlaban la situació n, sin duda alguna. Siete revó lveres, eran demasiados
revó lveres para un lugar como Bearcreek. Realmente, era un auténtico muro de pistolas a
punto de disparar. Casi
cincuenta balas en batería ante un grupo de mineros pacíficos y nada dados a la violencia,
en cuyos cintos, como má ximo, había algú n cuchillo de caza que otro, pero ningú n arma de
fuego.
Siento que las cosas lleguen a este punto, Lyman —silabeó con frialdad Shanker—. Pero
todo
será mucho peor si no cooperas con nosotros. Te dije que venía a dar ó rdenes, no a
suplicar. Tu vida y la de toda esta gente, va a responder de nuestro paso a Wyoming. ¿Qué
respondes
ahora?
Starr no respondió nada. El sudor daba un brillo grasien-to a su enjuto rostro. Miró a
Shanker, miró su arma. Y miró a los demá s bandidos, a los clientes amedrentados, al
impotente
Tennessee Folk, con su guitarra muda entre las manos..
No parecía necesario responder, después de todo. Shanker había dicho una tremenda
verdad
poco antes: no estaba suplicando, sino dando ó rdenes. Y disponía de suficientes medios, al
parecer, para seguir dá ndolas en ese sentido. .
CAPITULO
Bien. . ¿Qué decides, Starr? Lyman permanecía tranquilo tras el mostrador. Un pisto
lero había retirado de la pared su cinturó n canana con los dos revó lveres, llevá ndoselo
consigo.
Virtualmente, estaba inerme ante siete adversarios armados.
Los clientes seguían en sus asientos. Una de las ó rdenes
de Shanker había sido la de obligarles a permanecer donde estaban, hasta que él autorizase
lo contrario. Nadie se atrevió a discutir la orden.
Lo cierto es que Starr no separaba sus ojos del forajido
Este paseaba ante el cantinero de Bearcreek, con expresió n tranquila. Había hecho salir a
dos de sus hombres, tras un cuchicheo. Ellos salieron a la calle. No habían regresado aú n.
La nevada era má s y má s copiosa. Había cesado el viento. Incluso en la acera porcheada, era
visible desde el interior el grosor de la nieve sobre los escalones y las tablas de la acera. La
calzada era un deslumbrabte sendero blanco, reflejando las luces de la calle.
Cinco revó lveres eran aú n demasiadas armas para
pantes de la cantina. Tennessee Folk había sido forzado a seguir tocando, pero sus baladas
sonaban desangeladas y frías, bajo la amenaza de los revó lveres.
Es amigo tuyo, ¿eh, Starr? —preguntó de repente Shan
ker, sin preocuparse del silencio con que el cantinero había acogido su pregunta anterior.
Tennessee? Sí, lo es. Todo el mundo aquí es mi amigo convino Starr fríamente
Una comunidad bien avenida —arrugó el ceñ o el forajido, soltando una seca carcajada—.
¿No
te reprocha nadie tu pasado borrascoso?
No. ., nadie —murmuró Starr, tras una débil vacilació n que no pasó inadvertida al bandido.
Vaya, tienes suerte —miró en torno, como si buscara algo—. ¿Llevas tú solo el negocio?
No hace falta nadie má s. Tennessee me ayuda a veces.. Ya. ¿Ninguna chica? No, ninguna.
Es raro. . Me dijeron que ibas a casarte. Y de eso hace tiempo.
Aú n no me casé. Sigo siendo un lobo solitario —torció Starr sus labios en una mueca.
¿Cuá ndo te casas, entonces?
No lo sé. Ni te importa.
Está bien, está bien. Pero ¿y la chica? ¿Sigue siendo tu novia, Starr?
Le miró , colérico. Sus ojos grises centellearon duramente.
Eso no es de tu incumbencia, Shanker. Olvida el asunto.
Me interesa tu felicidad. ¿Qué se hizo de ella?
¡Te dije que la olvides! —rugió Starr, virulento—. Ella no cuenta en esto.
¿No? —Shanker enarcó las cejas. Giró la cabeza hacia puerta, donde crujía la nieve, junto
con las tablas, como
si alguien la pisara en este momento—. Vaya. . Alguien se acerca. .
Sus esbirros apuntaron en esa direcció n. Carruthers seguí; siendo el má s lento y
desangelado en las acciones. Una ojea da de soslayo a Shanker reveló que advertía la
desgana de si compañ ero.
Sus ojos relucieron, pero no dijo nada. Tenía la mirada fija en las hojas de madera oscilante.
Las armas aguardaban, precavidas.
Finalmente, esas maderas cedieron con un largo chirrido Entraron sus dos hombres ahora,
arma en mano. . ¡escoltan do a una mujer sobre cuyo camisó n de dormir solamente s<
ceñ ía una bata de lana, abrigá ndola de la inclem nocturna!
Starr lanzó un rugido, poniéndose bruscamente en pie como si le disparasen unos resortes
de acero elá stico.
—¡Enid! —rugió —. ¡Tú ! ¿Qué pretendéis ahora, malditos canallas.. ?
Se revolvió , tratando de aferrar con sus fuertes manos a Dalton Shanker. Este, veloz, le
descargó un seco, violento golpe de revó lver, dejando caer el cañ ó n de su arma sobre su
sien
izquierda.
Como un fardo, fulminado por el impacto, Lyman Starr se desplomó a los pies del forajido.
—¡Asesinos! —chilló Enid, desesperada.
Y se precipitó sobre el cuerpo inerte de su prometido, sin que nadie se lo impidiera.

***
Tennessee Folk miró el reloj de la cantina. Masculló con voz ruda:

—Eh, escuchen esto. . Son las doce y diez. Demasiado tarde para tener abierto. Y para
obligar a la gente a permanecer aquí. En Bearcreek se cierra siempre a las diez y media o
las once.
—Esta noche es especial —rió entre dientes Shanker—. Digamos que es festivo. La velada
se
prolongará un poco má s.
—¿Hasta cuá ndo?
—Hasta que a mí me dé la gana darla por terminada —silabeó con acritud el forajido.
No añ adió má s, ni hacía falta. Era el dueñ o de la situació n. Tennessee miró al fondo de la
cantina. Sobre una mesa, yacía Starr. Había un hematoma oscuro en su sien y pó mulo,
donde le
golpeara el cañ ó n del Colt de Shanker. Y sangre en el corte producido por el afilado punto
de mira del arma. Pá lida y asustada, Enid Dyker limpiaba su herida y le curaba.
Sombríos, los mineros permanecían acurrucados en sus asientos. Sin ganas de jugar, beber
o
hacer nada. Los pistoleros armados, controlaban la cantina en su totalidad, y paseaban de
extremo a extremo, vigilando a sus rehenes.
—Esperaremos un poco má s —dijo de repente Shanker, frotá ndose el mentó n con el cañ ó n
de
su propio revó lver.
—Esperar, ¿a qué, Dalton? —quiso saber con voz ronca Tex Carruthers.
El jefe del grupo se volvió lentamente hacia su subordinado. Le miró con frialdad. Luego
sonrió .
—A que Starr vuelva en sí y se avenga a razones —dijo—. Ahora ya sabe cuá l es mi idea.
Hay
aquí suficientes rehenes con vida. Incluida su propia chica, su prometida. No querrá
hacerles correr riesgos, eso seguro. Aceptará ayudarnos.
—¿Puede hacerlo, realmente? —dudó Carruthers.
—¿Ayudarnos? —Dalton Shanker rió entre dientes—. Claro que puede, por todos los
diablos. Es
un ciudadano honesto en Bearcreek. Los vigilantes y los federales creerá n en él, si nos guía
a través del paso má s accesible, entre la nieve. Dirá que somos viajeros en apuros y nos
dejará n pasar. Sobre todo, si Enid Dyker viene con nosotros, como rehén. Hasta que no
estemos en
Wyoming no le será devuelta sana
y salva.
—Pero. ., ¿le será devuelta? —dudó Carruthers, muy pá lido.
—Claro —miró el cabecilla a su esbirro, con expresió n malévola—. ¿Qué es lo que está s
pensando tú ahora, Tex?
—No sé. . —Carruthers se pasó una mano por el rostro—. Os vi asesinar a aquellos
desdichados
en el desfiladero. . ¿Có mo puedo creer ya en tu palabra, Dalton?
—Está s diciendo estupideces, Tex. Habla de eso a Starr, y nunca llegará s vivo a Wyoming.
¿Qué tripa se te ha roto ahora, para que te pongas a cometer tonterías?
—Esa chica, Shanker. . —señ a-ó disimuladamente a Enid—. No la hagá is nada, por el amor
de
Dios. Es una mujer, él la quiere. . Van a casarse. .
—No tienes nada que temer, Carruthers, no te pongas ahora sentimental por una mujer. .
¿A
qué viene todo eso?
—Es que. ., es que yo no soy como vosotros, Shanker.
Soy solamente un cuatrero, un desdichado ladró n de ganado
y nada má s. Nunca pensé en asesinar, en raptar mujeres como rehén. . Ademá s.. , estoy
casado. .
—Vaya, ya salió eso. . ¿De modo que tu tierno corazó n de esposo se ablanda? —rió
burlonamente el rufiá n.
—Por el amor de Dios, Shanker, respeta algo. . Tengo una esposa, sé lo que significa saberla
a ella en peligro. . No podría soportarlo. No podría. .
—Muy bien —se iluminó el rostro malévolo del jefe del grupo—. En eso confío, sobre todas
las
cosas. Si él tampoco puede soportarlo. . nos ayudará . Cruzaremos ese paso mañ ana mismo.
Eso
será todo. Sin problemas. Sin má s violencias..
Hubo un corto silencio. Carruthers no supo qué decir. Estaba mirando hacia el cuerpo de
Starr, que parecía volver en sí, tras el duro golpe sufrido. Y Enid, a su lado, era una solícita
enfermera, una mujer asustada pero llena de á nimo en el cuidado de su futuro esposo.
—¿Y su familia? —murmuró Tex—. ¿Sabe la familia de ella. , que está aquí, cautiva?
—No —rió entre dientes Dalton Shanker—. Nadie lo sabe aú n. Yo conocía el nombre de
ella. Y
el domicilio de los Dyker. . Estaba bien informado por mi amigo, el que pasó por aquí.. La
hice raptar cautelosamente, sin despertar la alarma. .
—Dios mío, cuando su familia lo descubra. . —jadeó Carruthers, angustiado.
—No sucederá nada. Es la casa situada frente a esta cantina, Tex. La vigilamos desde aquí.
Cuando alguien salga de ella, estará bajo la amenaza de nuestras armas. Y má s le valdrá no
intentar violencia alguna. .
En ese instante, crujieron las tablas del exterior. Las armas enfilaron a la entrada. Esta
cedió .
Alguien entró en el local, hablando con voz animosa:
—Eh, Lyman, ¿qué diablos ocurre esta noche? Es demasiado tarde para. .
Se paró en seco, bajo la amenaza de varios revó lveres. En su pecho, sobre la chaqueta de
cuero con cuello de pieles, lucía una estrella de lató n.
—Buenas noches, sheriff —saludó iró nicamente Shanker, amartillando en el acto su arma
—.
Bien venido a la cantina. . y, sobre todo, no trate de utilizar su arma ni tocarla siquiera. No
me gustaría adelantar su jubilació n forzosa en unos cuantos añ os..
—¿Qué significa. .? —masculló Roy Parrish, palideciendo intensamente, pero alzando en el
acto sus brazos ante la muda amenaza de las armas.
—Significa, sheriff, que esta pandilla de forajidos controla ahora toda la població n —
masculló con ira el rubio Tennessee Folk, dando un rabioso rasgueo a las cuerdas de su
guitarra.
Y siguió un silencio impresionante, que nadie rompió durante varios segundos.
Un silencio en el que la respiració n agitada del herido y asombrado sheriff Parrish, fue aú n
má s audible. .

***
—¡Maldita sea! Sigue nevando. ¡Nevando sin parar! Todo se ve blanco, blanco hasta el

aburrimiento. .
Marty Moss, el pistolero del grupo de Shanker, se apartó de la puerta de la cantina, tras una
ojeada de disgusto al exterior. Su comentario quedó flotando en el aire, mientras fuera, la
nevada era como una blanca, espesa cortina que iba cayendo implacable.
Parrish cambió una mirada pensativa con Lyman Starr y con Enid.
—Me pregunto si eso nos favorecerá en algo. . —musitó
el sheriff local, con tono fatigado.
—Podría favorecernos, si ellos hicieran este viaje solos
—habló Starr roncamente—. Por desgracia, no es ése su plan.
—¿Cuá l cree que es, muchacho?
—Ojalá me equivoque, pero. . no sacaron en vano a Enid del lecho, esa pandilla de rufianes

Starr mordía las palabras, de pura indignació n impotente—. Ella va a ser su rehén. Shanker
lo ha dado a entender así.
—Yo. . con esos canallas.. —se estremeció ella. Sus manos aferraron a Lyman—. Oh, por
favor,
ayú dame, querido. .
—Quisiera hacerlo, Enid. Pero tu propia vida está en juego. Como la de todos. Si me niego,
serían capaces de empezar a sacrificar aquí mismo a cuantos nos acompañ an. Si me
mantengo
en mi negativa, hasta llegarían a causarte dañ o a ti.. Eso es algo que no podría resistir. Me
lanzaría sobre ellos. Y me matarían. Eso no remediaría nada. Estaríais todos igualmente a
su
merced.
—Lyman, no quiero que mueras.. —gimió Enid, convulsa.
—Y yo no quiero que tú sufras dañ o alguno. Es un maldito callejó n sin salida. Shanker
siempre supo hacer estas cosas. Lo malo de él es que uno no puede fiarse de su palabra.
Nunca estarías segura con él, ni en Wyoming ni en parte alguna.
—Entonces.. , ¿vamos a soportar esta situació n con los brazos cruzados, sometiéndonos a
sus
deseos? —se exasperó Parrish.
—Sheriff, ¿le ve usted otra salida al asunto, por el momento? —replicó vivamente el joven
cantinero.
—No. . —resopló ahogadamente el representante de la ley. Bajó la canosa cabeza, con aire
de
impotencia—. Cielos, no. .
—Entonces.. —Starr hizo un gesto elocuente. Sus manos se estrujaron de modo nervioso,
crispado—. Ya lo ve, Parrish. No hay solució n, nos guste o no.
—Tendrá s que ayudarles a huir, con el oro robado, con esas muertes sin castigo, y. .
conmigo
como su rehén —gimió Enid, inquieta, angustiada.
—Tal vez para entonces haya encontrado otro remedio —jadeó Starr, lívido—. Por ahora,
es
todo lo que está en nuestras manos hacer. .
—Bien, señ ores —sonó la voz de Shanker, muy cerca de ellos. El bandido se aproximó
calmosamente al grupo—.
¿Qué deciden, tras su conciá bulo? Ya dura bastante, ;no les parece?
—No hemos decidido nada aú n —replicó Starr, incisivo—. Hablá bamos de otras cosas.
—Pues les conviene hablar de esto —cortó el forajido con acritud—. Son ya las doce y
treinta y cinco minutos. Tienen de tiempo hasta la una. Decidan para entonces. Si no te
decides a
cooperar, Starr, la chica va a pasarlo mal. Y también otras personas, no lo dudes. ¿Por qué
te obstinas en ponerte contra mí? Nadie va a culparte aquí de nada. Todos saben que te
obligamos a hacer esto. Tu honorabilidad de flamante burgués, no sufrirá lo má s mínimo.
—No se trata de eso —habló Starr con voz fría—. Hay otras cosas que valen má s que mi
prestigio o mi honorabilidad, Shanker.
—¿De veras? ¿Qué es ello?
—No lo entenderías —sacudió la cabeza el joven, alto cantinero, con sus enjutas facciones
revelando una mal contenida ira. Se tocó el hematoma de su sien y el corte de su pó mulo,
mirá ndole agresivamente—. Las personas como tú , só lo entienden un lenguaje que yo
detesto,
pero que a veces es el má s eficaz para seres de tu clase: el de la violencia.
—Vaya. . Y fo malo de tu caso es que no puedes utilizarlo —rió sarcá stico shanker—. Te
cortamos la lengua para hablar esa clase de lenguaje. No tienes armas. No puedes
hacer nada, pistolero.
—Ya no soy un pistolero. Só lo un cantinero, no lo olvides.
—Por lo que has dicho, parece que te gustaría volver a
serlo.
—Só lo para matarte, Shanker. Só lo para matarte. . —silabeó con helada ira el dueñ o de la
cantina.
Shanker encajó sus mandíbulas con fiereza. Parecía dispuesto a atacarle, cuando de repente
sonó una voz, procedente de la acera, y uno de sus hombres, que había salido poco antes,
regresó trayendo consigo a alguien que heló la sangre en las venas al sheriff Parrish.
—¡Eh, miren a quién traigo conmigo! —voceó el bandido, riendo—. ¡Es un prisionero que
tenía
encarcelado el buen sheriff de Bearcreek!
Y era cierto. El joven Butch Hampton venía con él. Libre. . y armado incluso. Shanker enarcó
las cejas, sorprendido. Iba a replicar, cuando el joven delincuente le habló , con voz rabiosa:
—-¡Sí, estaba preso, por culpa de esos cerdos! ¡Yo maté a un tipo esta noche! ¿Lo entiende,
Dalton Shanker? ¡Déjeme
unirme a los tuyos, para escapar a la justicia! ¡No te pido nada a cambio, só lo escapar de
este asqueroso villorrio, donde no dudarían en lincharme, malditos sean! ¡Empezando por
ese viejo
y decrépito sheriff.*. y por ese maldito cantinero, a quien juré matar cuando volviera a verlo
fuera de mi celda!
antes de que nadie pudiera impedirlo, el joven Hampton se precipitó hacia la mesa donde
se
hallaba Starrcon el sheriff y con Enid, disparando su Colt contra el joven cantinero que le
capturara aquella misma noche en los establos.
CAPITULO VI
Restallaron las detonaciones en la cantina, rabiosamente.
Enid gritó agudamente, llena de horror al ver que su prometido era la indefensa víctima
elegida por el asesino recién liberado.
En la repentina confusió n producida en la cantina por la irrupció n virulenta del joven
delincuente, se percibió otro grito, éste de agonía ante el impacto de bala. La primera bala
disparada por el Cok de Hampton, contra el cuerpo indefenso de Lyman Starr.
Enid sabía que iba a alcanzarle. Y que, inevitablemente, Starr caería muerto, víctima de
aquellos disparos asesinos.
Tuvo que suceder algo imprevisible, para que tal cosa no fuera un hecho. Y ese algo, fue el
sacrificio de un hombre.
Un hombre que se interpuso, rá pido, en la senda de las balas. De su boca brotó el grito
agó nico.
Su cuerpo fue el que se agitó al recibir el impacto de los proyectiles destinados a Lyman
Starr.
Ese hombre era. . el sheriff Roy Parrish.
—¡Maldito loco! ¿Qué diablos haces? —aulló la voz enfurecida de Shanker.
Pero ni él ni su gente podía evitar lo inevitable. Só lo el sacrificio voluntario del viejo sheriff,
al interponerse ante Starr, logró impedirlo. Cuando Starr le vio caer pesadamente ante él,
ya el cantinero había saltado atrá s, cubriendo a su vez con su propia figura enjuta a Enid.
Pero no era necesario.
Rá pido, Tex Carruthers había disparado su revó lver contra Hampton. De la mano del
homicida,
saltó lejos el revó lver. Sus dedos se tiñ eron de sangre. Carruthers iba a rematar
despiadadamente a Hampton, cuando Shanker sujetó férreamente su mano armada.
—¡Ya basta! —cortó con rudeza el forajido—. No sigas, Tex. Es suficiente así.. No mates a
ese tipo. Es un imbécil, pero puede sernos ú til uno má s..
—Es un psicó pata, ¿no lo viste? —jadeó Tex, iracundo.
—Sea lo que fuere, es un aliado —rió entre dientes su jefe—. Nos viene bien, con todos sus
defectos. Vamos, aten-dedle la mano herida.
—¿Y a ese hombre? —masculló Carruthers, señ alando al sheriff, que caía ensangrentado,
entre
los brazos del pá lido y estremecido Lyman Starr.
—Dejadlo morir tranquilo —masculló Shanker—. No creo que nadie pueda hacer ya nada
por
él, a la vista de sus heridas..
Era verdad. La observació n de Dalton Shanker carecía de todo signo piadoso, pero era una
cruda realidad. Starr lo confirmó apenas echó una leve ojeada a las heridas del desgraciado
sheriff. Tenía dos balazos en los pulmones y otro en el vientre. Todos ellos parecían
mortales, aunque todavía alentara algo de vida en el viejo servidor de la ley y el orden.
—Oh, Parrish, ¿por qué lo hizo? —jadeó roncamente Starr, oprimiendo su propio pañ uelo
contra los boquetes de bala—. Esas balas no eran para usted. .
—Muchacho, no es justo. . que un hombre joven, con una vida por delante. ., fuese a morir
así, tan estú pidamente. . —sonrió forzadamente el moribundo, mirá ndole con ojos
vidriosos—. Ese
Hampton. . siempre fue un mal tipo. . Pero, ¿quién iba a creerle capaz de asesinar. .?
—Sí, ¿quién iba a creerlo? —miró Starr con odio infinito al joven homicida, a quien los
ebirros de Shanker curaban la mano ensangrentada. Ahora, el cobarde de Butch Hampton
estaba
llorando de dolor—. Pero Parrish, usted era necesario aquí..
—Tú eres má s necesario, Lyman. . Enid te necesita. ., y quizá también este pueblo. . Creo. .,
creo que nadie sería nunca mejor sheriff. . Pa. . para Bearcreek o para cualquier otro sitio. .
que un cantinero llamado Starr. . Me alegro de haber. ., haber contribuido con mi vieja vida
cansada. . a que una vida joven. . siga adelante. . Muchachos, yo. .
Nunca terminó . Estaba muerto. Sus labios se teñ ían de una espuma sanguinolenta. Starr
alzó la cabeza. Cruzó su mirada con Enid, que sollozaba en silencio. Cerró piadosamente los
pá rpados
del desdichado Parrish. Un silencio profundo, só lo roto por los sollozos viles de Butch
Hampton, reinaba en la cantina ahora.
La voz de Dalton Shanker sonó por eso má s fuerte en el silencio.
—Salid dos de vosotros. Vigilad la calle. Traed aquí a quien asome. Esos disparos habrá n
conmovido a toda la població n. Maldito crío, ¿quién te mandó darle gusto al gatillo? —
reprochó acremente a Hampton.
—El.. , él me golpeó , me cazó . . —hipó el asesino, señ alando a Starr con mano que temblaba
de dolor, de odio, acaso también de miedo—. ¡Es un bastardo asqueroso! ¡Juré matarlo. .!
—Hubieras cometido el peor error de tu vida matá ndole —masculló Shanker con ira—. Me
es
muy necesario ese hombre, ¿entiendes, imbécil? Yo mismo te hubiera colgado de -una viga
de
esta cantina si ahora Lyman Starr estuviese muerto. Por fortuna, ese viejo necio se
interpuso generosamente en el camino de tus balas, si no quieres que te entregue a la
justicia o te
cuelgue yo mismo, me obedecerá s en todo, ¿entendido, mocoso?
—Sí, pero es que yo. . -
—¡En todo, he dicho! —remarcó rabiosamente Shanker,
abofeteando sin contemplaciones a Hampton, cubriendo el rostro con una mano ilesa, en
tanto
le era vendada la otra con tiras de camisa empapadas en whisky, cosa que aú n le hizo
sollozar con má s fuerza.
Shanker le miró con ira, se volvió hacia Starr y le observó mientras echaba un mantel de su
cantina sobre el cadá ver, depositado en una larga mesa de madera de pino. Caminó
decidido
hacia Starr.
Este le contempló con agresividad, por encima de la mesa y del cuerpo inerte, sin despegar
los labios siquiera. Enid dio dos pasos atrá s, amedrentada por la proximidad del jefe de los
rufianes.
—Las cosas se complican, Lyman —habló el bandido—. No me gustaría tener conflictos en
este
villorrio. Ahora, todo se ha ido al traste con esas detonaciones. Pero seguimos siendo los
amos de la situació n; Elije, y pronto. Deberá s optar por acompañ arnos, dejando 'que tu
prometida
nos acompañ e hasta Powell, en Wyoming, donde dejaremos en libertad a la chica, tras
habernos ayudado tú a salvar los obstá culos del terreno difícil, por el paso má s accesible, y
también de los
hombres armados que nos buscan. A cambio de ello, tu prometida te será devuelta, sana y
salva.
—¿Quién me garantiza eso? —silabeó roncamente Starr.
—Yo. Tienes mi palabra. Si quieres, lo juraré ante la Biblia.
—¡Jurar! Lo harías cien veces ante la Biblia, sin cumplir luego una sola vez —dijo
despectivo Starr—. Y tu palabra no vale nada, Shanker.
—Muy bien —los ojos del bandido brillaron coléricos—. Si eso piensas de mí, tanto peor.
No
tienes otro remedio que correr el riesgo, te guste o no. Elije entre eso. . o que ella empiece a
ser torturada por mis hombres, ante tus propios ojos.. y termine muerta.
—¡Canalla! —Starr se cruzó entre Enid y él, como protegiéndola de un invisible peligro, y
enarboló sus manos, para golpear decididamente a su interlocutor.
Chascó el percutor de un revó lver. El arma, rá pida, subió entre los dedos de Shanker,
plantando su boca negra, del largo cañ ó n de acero, justo ante la nariz del joven cantinero.
Este se paró , rígido, crispado, ante la amenaza implacable.
—Cuidado, amigo mío —rió entre dientes Shanker—. Sabes que nunca amenazo en vano. Si
me
obligas, antes te convertiré en cadá ver, aunque luego deba buscar otro medio para salir de
aquí con bien. Pero no dejaré que te envalentones ni me toques con tus manos. Vete
decidiendo,
¿me has oído? Guíanos a Wyoming. Y deja a tu chica en mi poder. No tienes otra alternativa.
Eso. . o la muerte para todos, después de grandes sufrimientos.
Al tiempo que hablaba, rodeaba la mesa, siempre con su revó lver entre él y Starr, hasta
arrancar a Enid de los brazos de su antagonista, y apartarla, en su poder, camino del
mostrador.
Enid, sollozando, no hizo resistencia alguna.
—Cerdo, bastardo. . —silabeó Starr, lívido, los ojos ardientes como brasas.
—Insulta cuanto quieras —sonrió Shanker—. Es nuestro rehén. Decide.
—Está bien —murmuró con voz quebrada, tras una corta, angustiada vacilació n—. Quédate
con
ella, si no hay otro
remedio. Responderá de todo cuanto yo haga en el futuro, hasta ponerte a salvo, lejos de la
ley.
Pero si algo le sucede. .
y yo vivo para lograrlo, no tendrá s descanso, vayas adonde vayas, Dalton Shanker. Palabra
de
Lyman Starr. No del cantinero, sino del hombre que conociste. Del pistolero, ¿entiendes?
Palabra que te destrozaré entre mis manos, si algo le
ocurre a ella. .
Incluso ahora, teniendo toda la fuerza y todos los triunfos en su mano, algo pasó por Dalton
Shanker. Acaso un
repentino temor, un respeto insó lito, un miedo instintivo al hombre que había ganado fama
merecida de ser el má s temible de los pistoleros del Oeste durante los añ os en que tuvo su
cabeza a precio.
—Sí.. —jadeó , apretando los labios, con gesto grave—. Palabra, Starr. Nada le sucederá a la
chica. .
—Bien. En ese caso, en tus manos queda. Por otro lado. . te prometo ayudarte. Te llevaré a
través de la divisoria, con tu oro robado. Te llevaré a Wyoming, lejos de donde los hombres
de la ley puedan darte alcance. .
En aquel instante, las puertas cedieron con ímpetu. Un hombre en camiseta de felpa,
despeinado, con pantalones arrugados, que casi caían de su cintura, y una pesada carabi- ¦
na entre las nervudas manos, hizo su aparició n, gritando rabiosamente:
—¡Esperaba oír algo así, Lyman Starr, pero no dicho con
tanto cinismo, maldito bandido! ¡Sabía que eras un traidor, un ruin embustero que nos
engañ aba a todos! ¡Tus compinches han vuelto, habéis matado a un hombre, a lo que veo. . y
ahora vas a ayudarles a cruzar la divisoria con un oro robado! ¡No lo permitiré! ¡Juro que
no, cerdo asesino!
Y Enid só lo supo gritar desgarradoramente:
—¡No, papá , no! ¡Eso, no. .!
Pero ya su padre, Claude Dyker, alzaba su carabina hacia Lyman Starr, para disparar contra
él su pesada carga de plomo. .

***
Lo hubiera hecho, sin la menor duda, de no mediar otro hecho dramá tico que alteró el
curso violento de los acontecimientos en la cantina.

Esta vez, sorprendido Shanker por la irrupció n del padre de Enid, no supo reaccionar a
tiempo.
Fue su compinche, Marty Moss, el pistolero, quien lo hizo.
Rá pido, giró su arma contra Claude Dyker, y apretó el gatillo dos veces, sin la má s leve
duda.
Dyker emitió un agudo grito de dolor. Sus manos soltaron la carabina, arrancada de sus
manos
por un balazo. El otro, se había alojado en su cuerpo, lanzá ndole atrá s con violencia.
—¡Papá ! ¡Oh, no, no. .! ¡Ya basta, asesinos, ya basta! —chilló Enid, desesperada, corriendo
hacia el hombre de canosos cabellos que, vacilante, se apoyaba en el muro, empezando a
caer,
intensamente pá lido. La sangre brotaba rá pida, empapando sus ropas a la altura del
costado.
—Debería darme las gracias, preciosa —sonrió malignamente el pistolero—. Aunque
mucho me
pese, acabo de salvar la vida a su prometido. .
—¡El nunca hubiera matado a Lyman! —sollozó ella—. Só lo quería asustarle, herirle acaso,
en
un arranque de ira mal entendida. . ¡Es mi padre! ¿Lo entienden? ¡Mi propio padre. .!
—¿Quién podía saber eso? —se encogió de hombros Moss, indiferente.
Tex Carruthers, a su lado, se apartó de él, con gesto de
asco. Miró a Starr. La faz del cantinero estaba demudada.
Avanzó , sin vacilar, hacia donde caía, resbalando sobre el
muro, su futuro suegro. Enid ya estaba de rodillas junto a
él, dominando su llanto, en un esfuerzo supremo por atenderle con serenidad.
—Señ or Dyker, usted no entendió . . —dijo roncamente
Starr—. Ellos son viejos conocidos. Bandidos sin piedad. .
Me exigen que les ayude. . y Enid es su rehén. No es por mi
voluntad lo que ocurre. Hampton fue liberado por ellos.. y mató al sheriff Parrish, por
interponerse ante mí..
—No puedo. . creerte, Starr. . —jadeó el herido, mirá ndole turbiamente, sentado en el suelo,
contra el muro de troncos, perdiendo bastante sangre por su herida—. Uno de esos tipos..
disparó en defensa tuya. .
—No es lo que imagina. Les soy demasiado necesario. Me necesitan vivo, ¿entiende? Só lo
yo. .
conozco los caminos de esta regió n del modo que ellos necesitan. Yo puedo conducirles a
Wyoming.. Vinieron a eso. No lo lograron de grado y lo exigen por la fuerza. . Oh, Dyker,
¿por qué hizo eso? ¿Por qué pretendió matarme?
—No. . hubiera sido capaz de tanto. . —musitó el herido, con una convulsió n dolorosa. Su
rostro estaba bañ ado en sudor. Miró a su hija con angustia—. Enid, querida, tú sabes que. .
tu padre. . no hubiera sido capaz. . Tengo muchos defectos.. , pero no soy. . un asesino. . Te
hubiera herido, Starr. . Eso, sí. Un brazo, una pierna. . Iba a herirte cuando. ., cuando me
dispararon. . Lo siento. . Me equivoqué, muchacho, y. . lo siento. . ¿Está s haciendo todo esto
por. ., por evitar a Enid peligros.. ?
—Sí, papá —afirmó ella, exasperada—. Só lo por eso. Le han golpeado, han estado a punto
de
matarle. . Y él cede só lo por mí. Para evitar que me torturen, que me asesinen. .
Starr estaba aplicando un jiró n de su camisa a la herida de Dyker, taponá ndola. Observó su
profundidad, y temió lo peor. Alzó los ojos hacia Shanker.
—Hay un médico. . —jadeó —. Al final de la calle, junto a la oficina del difunto sheriff,
Dalton. .
Traedlo. Es el doctor Lowrey. Traedlo pronto. Lo necesita. . urgente. .
—Escucha, Starr, no tengo ganas de perder tiempo ahora con. .
—¡Traed al doctor o no hay trato! —rugió Starr, iracundo, irguiéndose muy pá lido.
—Está bien. . —refunfuñ ó con disgusto el jefe del grupo. Se volvió a Carruthers—: Ya has
oído.
Ve a buscar a ese hombre. Trá elo aquí, pronto. Cuida que no traiga arma alguna,
¿entendido?
—Sí, entendido —afirmó Tex. Y corrió en busca de ayuda.
Enid seguía sollozando. El herido se agitaba, febril. Miró a Starr, con gesto de dolor
profundo.
Este enjugó el sudor de su frente. Claude Dyker sonrió .
—Hijo. . —dijo roncamente—. Tener que suceder esto para. ., para entender la clase de
hombre que eres.. ¿Podrá s perdonar alguna vez a este viejo intolerante?
—No, no soy yo quien debe perdonar a nadie, señ or Dyker. Es mi culpa. No debí intentar
una
vida diferente. .
—¿Por. ., por qué no? —gimió el herido, pasando una mano temblorosa, manchada de
sangre,
por los cabellos de su hija, reclinada sobre él.
—Porque só lo trae desgracias pretender apartarse del camino señ alado. Mi destino era ése:
ser un forajido. Uno de ellos. Debí seguirlo siendo, no refugiarme aquí, en esta cantina. . No
era suficiente refugio. No hay lugar para gente
como yo. .
—No hables así, muchacho. . Siempre hay lugar para los hombres dignos y honrados. No
puedes hacer otra cosa. Es Enid. . Por ella debes hacerlo, ya que no está s en condiciones de
elegir. . Yo. ., yo te agradezco cuanto por ella hagas.. Y sé que encontrará s tu camino
verdadero. Que estas cosas terminará n. Porque mereces vivir en paz, porque no eres ya
responsable de que el pasado vuelva a exigirte nuevos sacrificios.. Hijo. ., cuida siempre de
Enid. . cuando esto termine. Prométeme. . que será s.. un buen esposo. . para ella.
—Por encima de todo, señ or Dyker. . Si ella y yo sobrevivimos a esta pesadilla. . le prometo
cuidar de ella por toda mi vida. . Y no dudaré nunca má s en apelar a la violencia misma, si
es preciso, para defendernos de la misma violencia. . Se lo prometo, señ or Dyker. .
—Gracias.. Sé que lo hará s.. Yo. . os bendigo. . a ambos.. , hijos míos..
—¡Papá ! —sollozó ella, ahogadamente, precipitá ndose sobre él con desesperació n al verle
cerrar mansamente los ojos—. ¡Oh, no, papá . .! ¡Ha muerto. .!
Starr examinó al herido. Apartó suavemente a la muchacha.
—Ha perdido el conocimiento —murmuró —. Es todo. . Deja que repose, a la espera del
médico. . No ha muerto, Enid, querida. .
No. No había muerto.
Pero no tardó en hacerlo. Cuando el doctor Lowrey llegó a la cantina, só lo pudo asistirle en
los ú ltimos instantes, y certificar su fallecimiento. Ya no volvió a hablar. No abrió de nuevo
los ojos.
Murió mansamente, en plena inconsciencia.
Enid estalló en amargo llanto. Starr se retiró a los primeros escalones de la escalera que
ascendía al altillo, y allí se sentó , sombrío, ocultando el rostro entre sus manos.
Allí acudió el doctor Lowrey, con su maletín a medio cerrar. Se inclinó sobre Lyman,
comentando en voz alta, con suavidad:
—Toma, muchacho. Necesitas un calmante, dadas las circunstancias..
Rebuscó en el maletín profesional. Le entregó un tubo de comprimidos. Pidió un vaso de
agua y Carruthers se lo llevó en silencio, retirá ndose luego. Starr tomó el comprimido a
regañ adientes.
El médico, con su pañ uelo, limpió la frente sudorosa del joven cantinero, y tomó su pulso,
mientras dejaba el pañ uelo junto a la mano de Starr, descuidadamente.
—Cuidado —susurró en voz baja—. Hazlo de prisa y con cautela. Está debajo del-pañ uelo.
Lo he
traído conmigo. Ese bandido que fue a recogerme me permitió el truco. . Es un arma de
fuego,
Starr. Suerte en su empleo. .
Estremeciéndose, dominando su repentina tensió n emotiva, Lyman Starr aferró el pañ uelo
con
disimulo. Lo alzó , sintiendo entre sus pliegues el volumen y peso de algo metá lico, no muy
grande. Al tenerlo entre sus piernas, lo dejó caer, subiendo rá pido el pañ uelo al rostro, y
fingiendo enjugar la transpiració n.
Tenía entre las piernas, fuertemente sujeto, el cuerpo metá lico y chato. Era un revó lver de
cañ ó n recortado, calibre 28. Un arma de cinco tiros. No muy poderosa, pero suficiente para
intentar algo desesperado. .
Cuando devolvió el pañ uelo al médico, sus manos se apoyaron en las rodillas.
Disimuladamente, mientras fingía reposar, y el médico, al volverse, le cubría durante un par
de segundos escasos a la vista de sus adversarios, Lyman Starr, con dedos veloces, hundió
el arma entre su camisa oscura y la piel de su torso. El helado contacto del acero, fue el má s
confortable de los roces posibles.
Cuando se incorporó , caminando pesadamente hacia el mostrador, el arma iba con él.
Sentía su
caricia helada sobre la piel. Al llegar al mostrador, se limitó a tomar una chaqueta de negra
piel de cuero, que ya había sido previamente revisada por los bandidos. Se la puso,
mientras se
estremecía de modo ostensible.
—Hace frío. . —comentó —. O lo tengo yo. .
Nadie dijo nada. Era madrugada, y la copiosa nevada envolvía todo el exterior en un denso
manto blanco que, a estas horas, estaría volviendo impracticable los senderos de la
divisoria entre Montana y Wyoming, en las montañ as. Resultaba ló gico que Lyman Starr,
tras ver morir a
su futuro suegro y al sheriff Parrish, y con todas las duras experiencias
vividas ú ltimamente, pudiera sentir un escalofrío en esos momentos.
Nadie, salvo el doctor Lowrey y Tex Carruthers, el sorprendente có mplice del médico en
aquella maniobra, llegaron a sospechar cosa alguna en tan sencillo gesto. Nadie imaginó
que, bajo
aquella chaqueta de negro cuero, sin abotonar, se ocultaba ahora el ú nico recurso de
Lyman
Starr contra siete adversarios peligrosos, puesto que, si por alguna razó n, Tex Carruthers
no era tan enemigo como pensara, estaba Hamp-ton para completar aquellos siete
enemigos sin
piedad.
Y ese recurso ú nico de Lyman era. . un revó lver de cinco tiros.
CAPITULO VI
—Bien. . —habló Dalton Shanker, consultando su reloj de bolsillo pensativamente—. Es
buena
hora, Starr. .
—Creo que sí —afirmó él con voz grave, tensa—. Hemos
de partir antes de que amanezaca. Las luces del nuevo día nos sorprenderá n así en la
divisoria.
El camino es difícil para hacerlo en plena noche.
—¿Y si alguien nos sorprende? —indagó Marty Moss, desconfiado.
—Conozco la ruta donde no habrá vigilantes ni federales.
Y si hay alguno, confiará en mí, y má s llevando a Enid con nosotros —cortó Starr secamente
—.
Tengo preparada una buena excusa, no debéis temer nada.
—Deja a Starr que actú e a su modo —le replicó Shanker a su esbirro con acritud—. El sabe
hacer cosas má s difíciles..
—Sí, él sabe. . Pero, ¿quiere hacerlas? —siguió dudando
Moss.
—Le conviene hacerlas, quiera o no —rió entre dientes el jefe de los bandidos—. No tiene
otra alternativa. La vida de Enid depende ahora simplemente de él.. Y eso no lo olvida
fá cilmente Starr. .
—Ese médico. . No debió dejarle salir de aquí —terció
Hampton ahora.
—¿Por qué no? Nadie puede hacernos nada. —Shanker señ aló al hato formado con una
manta,
frente a ellos—. Son las armas de todo el pueblo. Las han entregado dó cilmente, al
asustarles con dinamitar sus casas y ejecutar a los presos.
No creo que dispongan de má s. Esto no es un arsenal, pero es que tampoco lo tuvieron
jamá s
aquí.
—Eso es cierto —refunfuñ ó Hampton, sombrío—. Este no es un pueblo de gente armada.
No lo
fue nunca. Pero el doctor podría hacer algo. Qui^á avisar telegrá ficamente a otra
població n. .
—No hay cuidado —sonrió fríamente Moss—. Hemos roto el emisor y receptor de Morse
de la
oficina inmediata a la del sheriff. Nadie puede comunicar desde aquí. Y la nevada ha aislado
materialmente a la població n por bastantes horas. Muchas má s de las que serían necesarias
para que alguien fuese en busca de socorros.
—Pensasteis en todo, ¿eh? —comentó Starr, ceñ udo, sirviéndose a sí mismo un brandy,
detrá s
del mostrador de su negocio.
—En casi todo —rió Shanker. Tiró un billete de diez dó lares sobre el estañ o del mostrador
—.
Anda, sírvenos bebida a todos. Yo invito. Tengo sed. .
En silencio, Starr sirvió una hilera de jarras de cerveza. Hizo funcionar la caja pesada, de
hierro esmaltado, y el tintineo de la registradora sobresaltó a algunos de los somno-lientos
pistoleros.
Guardó el billete de diez dó lares y cerró el cajó n con gesto de ironía.
—No se puede decir que la noche haya sido totalmente perdida, Ten —dijo a su amigo el
rubio
guitarrista, que era un testigo má s de la dramá tica madrugada, ensombrecido en un rincó n,
con su guitarra muda entre las piernas—. Algo ha ingresado en caja. .
Tennesseee le miró , sorprendido de su agrio humorismo, y se encogió de hombros, con
fatalismo. Miró el reloj de la pared. También Dalton Shanker.
—Las tres y cuarto —dijo entre dientes el jefe de la pandilla—. Vamos. ¿Cierro la cantina?
—Será lo mejor. Tu amigo, Tennessee, viene también con nosotros.
—¿Yo? —el guitarrista pegó un respingo—. ¿Para qué diablos me necesitan a mí?
—No me fío de los amigos de Starr —cortó acremente
Shanker—. Ni siquiera de un tipo que parezca un inofensivo guitarrista. .
—Está bien, tú mandas —convino Lyman con voz seca. Se volvió a su amigo—. Tienes que
venir,
Tennessee. No hay otra alternativa.
—Si tú lo dices.. —refunfuñ ó con disgusto Folk, carminando hasta donde colgaba su
guitarra
habitualmente, y dejá ndola allí. Luego le dio un leve cachete cariñ oso en las cuerdas—. Si
volvemos a vernos, amiga, me daré por satisfecho. .
Se unió a Starr. Enid, entretanto, había sido apartada de su prometido. Tenía sus manos
ligadas, y Marty Moos cuidaba de ella, ayudado por otro individuo armado. Tex Carrut-hers
se mantenía
al margen. Una mirada de Starr se cruzó , fugaz, con la suya. Tan fugaz, que nadie pudo
advertirlo, salvo el propio Tex, cuyos pá rpados cayeron un instante.
Ambos sabían que había un elemento nuevo en el cuadro. Pero ninguno estaba realmente
seguro aú n sobre su posible eficacia en el futuro. Por el momento, todo iba saliendo bien.
Só lo que aú n faltaba lo má s difícil: libertad a Enid y deshacerse del grupo de forajidos. Nada
menos que eso. .
Starr fue apagando diversos quinqués. Contempló los dos cuerpos tendidos en dos mesas
vecinas entre sí. Parrish, el sheriff. . Claude Dyker, el padre de Enid. .
Trá gica noche de violencia y de muerte. Su cantina se había convertido en recinto de
cadá veres, en morada de los muertos.. Nunca imaginó que en el apacible Bearcreek, donde
jamá s hubo un
estallido de violencia, una sola noche conociera tres asesinatos: el que cometiera Butch
Hampton y los que ahora teñ ían de sangre la cantina. A uno de los cuales, tampoco
Hampton, el joven psicó pata, era ajeno. .
—Adió s, amigos —susurró Starr, cuando só lo quedaba ya la luz colgada del porche exterior,
má s allá de los y otro quinqué sujeto a una columna de madera, no lejos de los batientes. Su
claridad diluida, dibujaba sombras fantasmales en los muros de madera.
Abrió la puerta Shanker, empujá ndola con su revó lver amartillado. Asomó un instante al
exterior.
La vista del paisaje era impresionante ahora. Un auténtico alud de nieve parecía sepultar a
medias la població n minera. La nieve de la calzada rebasaba ya incluso el nivel de las aceras
porcheadas. Los techos parecían a punto de ceder bajo el peso de grandes masas blancas.
Festones de alba pureza, colgaban de barandillas, ventanas y terrazas.
Má s allá , el paisaje era un macizo blanco, tanto en el llano como en las cimas. La nevada,
copiosísima, dificultaba notablemente la visibilidad. Si seguía cayendo nieve con aquella
intensidad, no só lo quedaría todo bloqueado, sino que pueblos enteros aparecerían
sepultados
en el blanco elemento, al llegar el nuevo día.
—Jamá s vi nevar tanto —masculló con disgusto el pistolero Moss—. Vamos a hundirnos en
esa
maldita nieve hasta los muslos..
—Pues nos hundiremos, si es preciso. Luego será n los caballos los que tengan que moverse
en
ese suelo —gruñ ó Shan-ker—. No podemos quedarnos aquí, o mañ ana seré demasiado
tarde.
Cuando esta nieve se hiele, en semanas enteras no habrá quien pueda salir de la regió n en
modo alguno. ¡En marcha todos! Tú , Moss, abre paso con dos hombres.. Seguiremos
Carruthers, Hampton, la chica y yo. Detrá s irá Starr, con Tennessee y los demá s. Parece que
no hay riesgo alguno en la calle.
Hizo un gesto enérgico. Marty Moss y dos bandidos salieron rompiendo la marcha. Les
siguió Hampton, llevando a Enid a punta de revó lver consigo. Detrá s iba Tex Carruthers.
Luego Dalton Shanker, no lejos de Starr, a quien seguían, rifle en mano, otros tres bandidos.
Pisaron la acera, cuyos escalones aparecían cubiertos de densa nieve. Sepultaron sus pies
en el crujiente, blanco elemento. Llegó éste hasta sus pantorrillas, inicialmente.
La mirada de Starr se había fijado fugazmente en Carruthers. Luego en Enid. Había algo en
ese modo comú n de mirarse un instante en la salida. Un tá cito aviso mutuo, que los tres
conocían
de antemano. Starr no sabía por qué Carruthers les ayudaba. Lo cierto es que lo hacía, y eso
era suficiente para él.
De sú bito, como de comú n acuerdo, tropezaron Enid,
Carruthers y Starr. Los tres, con una imprecació n, con la mayor naturalidad, rodaron por la
nieve.
Fuego! —tronó una voz potente en alguna parte
oscuridad de la calle blanca, impoluta y virginal en aparienncia.
Crepitaron carabinas y rifles en diversos puntos
Butch Hampto
sentir su cuerpo acribillado por
varios balazos. Se agitó , en una danza mortal, mientras nieve, Starr se apresuraba a extraer
su propio revó lver, el que mantuviera oculto hasta ese momento.
Girando sobre sí mismo, apuntó a los tres pistoleros de retaguardia, que, asombrados por la
maniobra, no habían tenido tiempo material de rugió violentamente varias
mar. El arma de calibre 28 A aquella distancia, era tan
eficaz como podía serlo un 45. Y tan mortífera como éste
Los tres hombres, alcanzados mortalmente por el tiroteo
sú bito del arma de Starr, recularon, rodando por la nieve,
entre salpicaduras de sangre. Al mismo tiempo, los disparos
que brotaron por doquier obligaban a Shanker y a los demá s a parapetarse rá pidamente,
con
juramentos obscenos de ira y disgusto.
Traició n! —aullaba Moss—. ¡Starr va armado!
Maldito! —rugió Shanker—. ¡Ha sido Carruthers! ¡Ha sido él, seguro. .!
Ya corría Starr junto a Enid, alzá ndola de la nieve con un brazo, mientras tiraba su chato
revó lver calibre 28, para tomar un Colt calibre 40, del suelo, y un rifle «Winchester» de uno
de los enemigos abatidos.
Disparando ambas armas furiosamente, para cubrir a Enid y defenderse a sí mismo, Lyman
Starr
ayudó a que la joven, aferrá ndose a uno de sus fuertes brazos armados, se incorporase en la
blanda esponja blanca, que cedía bajo sus pies, y así unidos, retrocedieron con celeridad,
empujando los batientes de la cantina, de regreso a su interior, sin que ambas armas, en
manos del joven cantinero que un día tuviera su cabeza a precio en los pasquines de
recompensa,
dejasen de tronar furiosamente.
También pretendía con ello cubrir a Tex Carruthers, su extrañ o aliado. Pero éste, que corría
agazapado, en la blancura de la calle, haciendo rugir su propio revó lver contra los que hasta
entonces fueran sus aliados, alcanzó los batientes justo cuando dos de las balas, una
disparada
por Moss y la otra por Shanker, hicieran blanco en su cuerpo. Tennessee, junto a él, penetró
como una catapulta, sin ser alcanzado.
Con un ronco aullido de dolor, Carruthers cayó contra los batientes, los empujó
violentamente y rodó por el suelo entarimado, detrá s de Starr y de Enid, dejando un
reguero sú bito de sangre en las tablas.
—¡Me. . alcanzaron, malditos.. ! —le oyó Starr gimotear entre dientes, con rabia.
Lyman, con su rifle «Winchester» en las manos, se apresuró a asomar por los batientes, sin
ofrecerse como blanco, y apretó el gatillo repetidas veces, barriendo a balazos la acera y
parte de la calzada. Moss, Shanker y los dos bandidos supervivientes del tiroteo buscaban
ya refugio entre las sombras de los porches, má s allá de la reveladora blancura de la nieve,
sin cesar de hacer funcionar sus armas con auténtica furia.
Tennessee, rá pido, apagó el ú nico quinqué del interior, dejando en sombras la cantina, con
la sola claridad intensa, blanca y fantasmal, que el reflejo de la nieve producía a través de
las aberturas situadas encima y debajo de los batientes.
—Enid, esa tranca —masculló Lyman, señ alando un barrote de pesada madera—. Asegura
la
entrada. . Así no pasará nadie por ahí. Ten, la puerta de seguridad. . Aplícala en cuanto te
sea posible. Hay que cerrar todo acceso a la cantina. Los ventanales.. Buscad los postigos de
madera y aseguradlos.. Intentará n volver adentro como sea. .
Fuera, el tiroteo era rabioso. Pero los bandidos tenían aú n ocasió n de tomar como blanco
los
batientes, sobre los
que maullaban las balas, astillando o agujereando ambas hojas de madera. Y las ventanas,
cuyos vidrios multicolores saltaban en pedazos, a cada impacto de bala.
En el suelo, jadenate, Carruthers parecía desangrarse. Enid, ademá s de cooperar a cubrir
huecos, se inclinó sobre él.
—Siga. ., siga usted, señ orita. . —rogó el cuatrero—. No tengo. . remedio ya. Una de esas
balas.. me alcanzó el pecho. . Siento un ardor en él..
Starr le miró , preocupado. Veía espuma sanguinolenta en sus labios. Y su mortal lividez.
Otro hombre iba a morir en su cantina esa trá gica noche. .
—¿Por qué lo hizo? —preguntó , al afianzar Enid la puerta de batientes. Luego fue
Tennessee
Folk quien, tras recoger el revó lver que le tendía Carruthers, disparó al exterior, para
cubrirse mientras aplicaba una segunda puerta de recios postigos completos. Cuando
chascó su cierre,
supieron que por aquella puerta nadie entraría en la cantina.
—No hay puerta trasera y el corral esté cerrado —jadeó Starr—. Cuidaos ahora de asegurar
las
ventanas con postigos só lidos.. Está n tras el mostrador, Enid. . Le repito, Carruthers, ¿por
qué hizo todo eso? El arma, de acuerdo con el doctor Lowrey, el aviso de lo que el doctor
había
planeado
hacer, con ayuda de unos cuantos ciudadanos, allá fuera, al salir nosotros.. Usted es del
grupo de Shanker. ¿Por qué le traicionó ?
—Yo. ., yo soy solamente un. ., un cuatrero. . —gimió el herido, convulso. Vomitó algo de
sangre en un espasmo—. Vi morir a gente honrada y buena. . asesinada por esos canallas..
Comprendí que no servía para ello. Y esta noche,
aquí.. , acabé de confirmarlo. Só lo sé robar ganado. No soy un buen hombre, pero soy algo
mejor que ellos. No puedo ver asesinar a la gente. . No era eso lo que quería cuando
Shanker
me unió a su cuadrilla. No me dijo que eran algo má s que ladrones de ganado, Starr. .
Usted. ., usted debía salvar a su prometida. . y salvarse usted mismo. Era lo. ., lo justo..
—Bueno, aú n no está todo hecho, la verdad. Pero algo es algo. . —jadeó Starr, viendo có mo
Tennessee, tremendamente activo, bloqueaba todo hueco só lidamente, en tanto el tiroteo
se
mantenía furiosamente—. Quedan en pie cuatro hombres capaces de todo. Conozco a
Shanker.
Y ese Moss es un pistolero peligroso y cruel.. De todos modos, iré a buscar al doctor
Lowrey, amigo Carruthers..
—No, por favor. No corra riesgos. No son necesarios por mí.
—Vamos, no diga eso. .
—Escuche, se lo ruego. Voy a morir. Lo sé. Esto es el fin. Me. ., me hubiera gustado ver a mi
esposa, decirle que. ., que no soy tan malo como ella creía. . Sí, me gustaría mucho verla,
decirle. ., decirle que. . hubiera sido hermoso volver a su lado. . y rehacer nuestras vidas..
—Volverá , Carruthers..
—No, no. Sé que no. Esto se acaba. Starr, si.. , si algú n día pasa por. ., por Miles City. . busque
a la señ ora Carruthers.. A Sarah Carruthers.. y dígale. ., dígale. .
—Le prometo algo, amigo mío —dijo Starr, con voz ronca—. Si salgo vivo de ésta, iré
exclusivamente a Miles City a ver a su esposa. Le diré la clase de esposo que tenía. Lo que
hizo, por ayudar a otras personas a quienes ni siquiera conocía, dando su vida a cambio. Y
si ella
necesita algo. . lo tendrá . Palabra, amigo Carruthers..
—Gra. .cias.. —los ojos vidriosos del moribundo brillaban, emocionados, trémulos. De ellos
cayeron lá grimas lentas. Miró a Starr con una sonrisa, pese a la sangre que fluía entre sus
labios. En ese supremo momento, Enid se puso a su lado, de rodillas, sujetando su cabeza.
El les miró a todos. Jadeó , con voz trémula—: Sé que lo hará n. ., amigos míos.. Valió la
pena. .
hacer. . esto. .
Cayó , con un suspiro. No hubo dolor en él, sino casi placer, esperanza. . Enid ocultó el rostro
entre las manos, sollozando ahogadamente. Tennessee se persignó . Starr contempló al
difunto
en silencio.
—Dios quiera que esto termine bien —murmuró —. Dios lo quiera. . só lo por él y por su
esposa. . Me gustaría cumplir mi promesa, Enid.
—Sí, Lyman. Y a mí también. .
Fuera seguían sonando disparos, pero aisladamente. Luego, de repente, cesaron. El silencio
se enseñ oreó de la madrugada de Bearcreek. Starr miró ceñ udo a sus compañ eros de
encierro.
Folk encendía ya un quinqué, una vez aseguradas las ventanas de vidrios de colores. Se
miraron en la penumbra amarilla.
—Ahora. . nadie sabe lo que puede suceder en los minutos siguientes —habló Lyman Starr
con
voz ronca—. Shanker, Moss y los otros intentará n algo desesperado. Tienen el oro consigo.
Y
necesitan huir a Wyoming o será n implacablemente cazados. También querrá n ahora
vengarse
de nosotros. .
—¿Y la gente de la població n? —señ aló el guitarrista—. Acaso han logrado hacerles huir. .
—Quizá . Pero lo dudo mucho. Ahora, aunque se monte guardia en las calles, ellos
encontrará n
el modo de volver sin ser vistos. Buscará n a Enid, a nosotros.. Es mejor permanecer aquí
por el momento. Si nos quieren atacar, tienen que venir a la cantina. Y nosotros dominamos
este
terreno. Fuera, con la luminosidad de esa nieve, podrían darnos caza con facilidad. Y si cada
uno se va a su casa, Enid puede ser fá cil presa de esos asesinos. O tú mismo, Ten, para
forzarme a salir a mí a descubierto. .
—Sí. Creo que será lo má s prudente —suspiró Folk, mirando hacia el reloj, con un bostezo.
Luego contempló los cadá veres con inquietud—. Dios mío, cuá nto horror en unas pocas
horas..
—Buenos amigos y seres queridos se han ido en esta noche, Ten —convino Starr, apoyando
una
mano en los cabellos de Enid, que mesó cariñ osamente, en tanto ella seguía sollozando,
apoyada en el desierto mostrado—. Confiemos só lo en que todo esto no haya sido estéril, y
sirva para que al fin gocemos de una verdadera paz, sin violencias ni sangre inocente
derramada de nuevo. .
Y esperaron, en silencio, dentro de la hermética cantina, lo que pudiera suceder en las
horas que faltaban hasta el
nuevo día.
Eran pocas ya, pero algo le decía interiormente a Lyman Starr que en ese corto espacio de
tiempo en que dominaban las sombras, pese a la deslumbrante nevada exterior, la maligna
mente de Shanker idearía algo, para vengarse de su desastre.
Era só lo un presentimiento. Pero Lyman recordaba que, durante sus añ os de pistolero, al
margen de la ley, sus presentimientos se habían cumplido siempre, con rara infa-bilidad.
Y esta vez, con toda seguridad, no iba a ser diferente. .
CAPITULO VI I
Tennessee Folk escuchó atentamente junto a la puerta. Regresó junto a ellos, con un
movimiento negativo de cabeza.
—Nada —dijo—. No se oye absolutamente nada, Lyman. Es como si todos hubieran muerto.
Incluso los habitantes de Bearcreek. .
—La gente está asustada, pese a todo. Han disparado algunos, junto con el doctor Lowrey,
pero al desaparecer Shanker, Moss y los otros se habrá relajado su valor, su decisió n en
caliente, y se enfriará n sus á nimos. Shanker sabe lo que se hace. Es el medio de minar la
moral de los
demá s.
—Tengo miedo, Lyman. . —susurró Enid, estremecida, acercá ndose a él. Miró con dolor la
inmó vil forma paterna—. Ademá s, saber que todo sigue igual, que él está ahí..
—Falta poco para que termine la pesadilla, estoy seguro —suspiró Starr, arrugando el ceñ o,
pensativo—. La situació n no puede prolongarse indefinidamente, Enid, querida. .
—En tan poco tiempo he visto tanta sangre, tanto muerto, tanta violencia. .
—Lo sé. Resulta una dura prueba para ti, pero lo importante es salir con vida de todo ello.
Ahora ya has visto lo que es ese otro lado de la vida que yo quise dejar atrá s para siempre.
La fatalidad hizo que ese hombre se cruzara de nuevo en mi camino. Enid, no es fá cil luchar
contra el destino.
—Tú está s haciéndolo desde hace tiempo. Y triunfas. Seguirá s triunfando, aunque el éxito
cueste caro, Lyman —le alentó ella—. Papá estaba en un error contigo, y así lo comprendió .
Lá stima que fuese tan tarde, cuando ya nada tenía remedio para él..
—Al menos, fue un consuelo en su momento final —comentó Starr, pensativo. Dio un leve
golpe al mostrador, con expresió n sombría—. Este negocio. . Yo esperaba tener en él
solamente momentos felices. Y ya viste hoy. . Es una cantina de muerte, un lugar lleno de
dolor y de angustia. .
—No es el lugar, sino las gentes que vinieron a él —replicó vivamente Tennessee—. Llevan
la
muerte consigo. .
Starr tuvo un triste encogimiento de hombros. Contempló casi dolorido su establecimiento,
donde había alimentado sueñ os felices de rehabilitació n, de paz y de convivencia amable
con
otros hombres.
Shanker había significado la brusca ruptura de todo el equilibrio conseguido tras añ os
enteros de sacrificios y esfuerzos. Se preguntó si esto sería el final, o si volvería la violencia
a manejar los hilos de las marionetas humanas envueltas en aquella noche de sangre y de
muerte.
De repente, un crujido en el exterior le puso en tensió n. Aguzó el oído.
—¿Qué ha sido eso? —masculló .
—No sé. . —Folk había oído algo también. Se apresuró a acercarse a la pared de tablas,
tratando de oír lo que sucedía fuera—. Parece como si algo. . rozara los muros de la cantina,
Lyman.
—Espera —avisó el joven propietario del local—. Se oye algo má s. Cruje la nieve. .
Se detuvo. En la calle sonó un grito ronco. Algo silbó en el aire y se percibió un golpe sordo
en alguna parte. Luego,
un silencio.
Repentinamente, el edificio tembló , como agitado por un movimiento sísmico o un sú bito
alud
de nieve. En el exterior, retumbó el potente estampido, ensordeciendo a los tres sitiados en
la cantina.
Enid gimió , acurrucá ndose contra Lyman Starr. Este apretó con fuerza un arma. Se
percibieron
desmoronamientos exteriores, tras el estampido.
—Dinamita —jadeó Folk—. Han dinamitado algo, o han arrojado un cartucho de explosivos
contra alguien. .
—¡Volará n el edificio, con nosotros dentro! —se asustó Enid.
—No; no creo que lo hagan. Nos quieren vivos, Enid. —Entonces.. , ¿esa explosió n. .?
—Creo adivinarlo. Ha sido su modo de deshacerse de los enemigos armados. La dinamita
habrá
puesto en fuga a todos los ciudadanos que se sintieron valerosos hace rato, para luchar
contra los bandidos. La calle volverá a ser suya, al menos por largo tiempo, no em cabe
duda.
—¿Y. . entonces.. ?
—Lo que no sé es lo que nos reservará n a nosotros, pero algo se le ocurrirá a la
imaginació n
perversa de Shanker, estoy bien seguro. .
Apenas hubo terminado de decir eso, cuando el crujido de antes se repitió en alguna parte,
má s arriba. Starr alzó la cabeza. Clavó sus ojos en el altillo. Por las rendijas de la madera
entró algo en el recinto.
¡Humo!
La nariz de Starr captó un acre aroma a quemado. .
—Madera —jadeó —. Madera quemada, Enid.
—Dios mío, ¿qué significa eso?
—Han prendido. ., han prendido fuego a la cantina —fue el seco comentario de Starr.
Y en el exterior, el crepitar de las llamas, lamiendo ya sin duda los muros, confirmó ese
repentino temor del joven ex forajido.

***
—Fuego. .

—Exacto, Moss —rió entre dientes Shanker, tras mirar hacia atrá s, donde la nieve aú n
formaba
nubarrones blancos, polvorientos, y las tablas de unos cercados yacían abatidas, entre
humo y cuerpos humanos, reventados por la explosió n de la dinamita.
—¿No hubiera sido má s sencillo dinamitar la cantina también? —sugirió el pistolero.
—No, no. Necesitamos a ese maldito Starr, por mucho que nos disguste —masculló ,
mirando en
torno, mientras sujetaba contra sí el rifle, recuperado de sus pertenencias en los caballos, lo
mismo que el envoltorio con el oro robado.
—Pronto amanecerá . Creo que sería mejor intentarlo nosotros solos, sin él. Es un tipo duro
de pelar. Muy peligroso, Dalton. .
—Claro que es peligroso. Siempre supe eso. Pensé que con el tiempo se le habrían caído los
colmillos a la fiera, pero sigue siendo el Lyman Starr que conocí. Capaz de jugá rselo todo a
una carta, si es preciso. Ese maldito Carrut-hers.. Su traició n lo empeoró todo
considerablemente.
Ahora tenemos que correr el riesgo de viajar de día, con esa nevada. Solos, nos iríamos a un
barranco o a manos de los agentes de la ley. Starr nos conducirá por el lugar adecuado.
—¿Có mo esperas lograrlo? —dudó Moss—. Aunque salga del edificio en l amas, lo má s que
podremos hacer es coserlo a tiros, pero no capturarle a él ni a su prometida. .
—Claro que lo capturaremos. —Shanker soltó una breve carcajada, en tanto permanecían
agazapados todos en los establos inmediatos, y el fuego iba lamiendo las tablas empapadas
de
petró leo.
En todo el lugar no se veía ahora un solo ser viviente. El ataque inesperado, con explosivos,
a los hombres apostados en la calle por los ciudadanos, arma en ristre, había no só lo
diezmado
esa guardia brutalmente, sino que también había logrado limpiar de otras personas los
alrededores.
La gente tenía demasiado miedo a los bandidos. Sobre todo, con fuego y con dinamita por
medio. El lugar, pese al fracaso estrepitoso de la aventura inicial, volvía a ser enteramente
suyo.
Shanker dudaba mucho que la gente tuviera valor para intentar nuevamente ayudar al ex
pistolero. Dejarían que Lyman Starr se las arreglara solo, para no complicarse ellos mismos
la vida. Por algo Bearcreek era un lugar tranquilo, donde la gente no sabía pelear ni
manejar
demasiado bien las armas.
—¡Escucha, Starr! —hizo retumbar su vozarró n el bandido, poniendo las manos como
bocina—.
¡Por si no te has dado cuenta ya, quiero que sepas que tu edificio está ardiendo! ¡Con esa
vieja madera, en menos de media hora todo ello será una hoguera! Está s a tiempo aú n de
salir de ahí con tu chica y tus amigos, para evitar que el fuego os devore a todos. Dile a
Carruthers que le perdono su traició n, y no le castigaré por ella. En cuanto a vosotros.. te
hago una nueva oferta, Starr: acompá ñ anos y dejaremos tranquilo el pueblo. Tu chica, Enid
Dyker, podrá quedarse
aquí, sin ser molestada. Só lo tú vendrá s conmigo y podrá s regresar una vez estemos a salvo
nosotros. Es tu pellejo lo ú nico que arriesgas. ¿Qué dices a eso, Starr?
Hubo un silencio prolongado. Dentro de la cantina debían estar de conciliá bulo. El humo
era
cada vez má s denso y el fulgor del incendio destacaba en la nevada noche, iluminando
fantá sticamente el lugar, y reflejá ndose las llamas en el albo espejo de nieve.
La densidad de la nevada no decrecía en ningú n momento. Los copos que caían,
incansables, eran abundantes y gruesos, aumentando la capa blanca que lo cubría todo, en
cuanto
alcanzaba la vista.
—¡Shanker! —llamó la voz de Lyman Starr, finalmente, desde el interior de la cantina en
llamas—. ¿Me escuchas, bastardo?
—Sí —rió el bandido—. Te escucho muy bien. ¿Qué quieres ahora?
—Acepto tu ofrecimiento. Enid se quedará aquí. No la utilices a ella de rehén, y yo iré
contigo a Wyoming por el paso adecuado. Es cuanto puedo prometerte.
—Muy bien. Salid, entonces. Dentro de poco, os asfixiaréis ahí dentro, si es que no morís
abrasados..
—Solamente somos tres. Carruthers ha muerto. .
—Me alegro. Era un maldito traidor asqueroso. . —escupió a la nieve—. Bien. Salid con los
brazos en alto. Sin armas. No quiero jugarretas sucias, ¿entendiste?
—¿Qué garantía tengo de que Enid no va a ser de nuevo tu rehén? —objetó Lyman.
—Ninguna. Habrá s de correr el riesgo. Si se queda ahí, morirá abrasada. Elije.
—Conforme. Ahí vamos..
Se abrió la puerta de la cantina. Los bandidos esperaron, apuntando sus armas hacia la
entrada.
Caían vigas encendidas y la parte alta del edificio era ya una pira llameante.
El primero en aparecer, brazos en alto, fue Tennessee Folk. Le siguió Enid, en igual forma.
El ú ltimo lugar estaba reservado a Starr, que se volvió , persigná ndose ante el edificio en
llamas, dentro del cual quedaban tres hombres muertos, tres cadá veres que serían
incinerados en
aquella gran fogata. .
—Es su funeral —dijo roncamente—. Descansen en paz. .
Avanzó por la nieve, en alto sus brazos, hacia los forajidos. Enid vaciló , en medio de la
calzada.
Starr le ordenó :
—Vete a casa, pronto. ¡Má rchate, Enid! Volveré a por ti, no temas.. Volveré, ocurra lo que
ocurra. .
Enid dudó aú n. Luego corrió , con un sollozo, hacia su vivienda. Entró , cerrando la puerta de
golpe tras de sí.
—La has dejado escapar, Shanker —dijo Moss, disgustado—. Me gustaba la chica. .
—Con ella, todo se complicaría má s —dijo fríamente Shanker—. Es a él a quien
necesitamos
ahora, ¿entiendes? A Lyman Starr solamente.
—Puede que nos engañ e y nos lleve derechos hasta los federales —dudó Moss, mirando
con
expresió n aviesa al hombre que venía dó cilmente hacia ellos, con su cantina pasto de . las
llamas, como fondo espectacular y dramá tico de la escena.
—Si lo hace, morirá antes de disfrutar de su triunfo. Estaré muy cerca de él en todo
momento
durante este viaje. .
También Tennessee Folk se apartó , a una indicació n de Starr. El, solo, se acercó a sus
captores.
Les miró , con los
brazos en alto.
—Bien —dijo—. Ya vuelves a tenerme en tu poder.
—Claro. No podía ser de otro modo. Si no te necesitara tanto, maldito, te daría un buen
escarmiento. No puedo ha-
cerlo. Eres el ú nico que puede sacarnos de esta maldita trampa de nieve. . El ú nico.
—También es posible que te vengues de mí, asesiná ndome
cuando lleguemos a destino —sugirió fríamente Starr, clavando en él sus ojos.
—Podría hacerlo, sí —rió entre dientes su antagonista—. Es otro riesgo que deberá s correr,
muchacho. ¿Lo aceptas?
—Acepto todo riesgo. No hay otra solució n. Cualquier cosa será mejor que tenerte aquí,
destruyendo la paz de este pueblo, arruinando vidas y hogares.. Vamos, Dalton, cuando
quieras. Estoy a tu disposició n.
—Entonces, en marcha. Tú conoces el camino —esperó a que Moss registrase
minuciosamente
a Starr, sin hallarle arma alguna encima—. Vamos allá . .
En silencio, con firme decisió n, endurecido su rostro inexpresivo, Lyman Starr pasó junto a
ellos.
Con larga zancada, hundiendo sus piernas en la nieve crujiente, empezó a andar hacia el
sur.
Hacia Wyoming. Hacia la impunidad para los forajidos que llevaban consigo el oro,
producto de sus felonías.
Atrá s quedó Bearcreek, pequeñ o y silencioso, solitario y apacible, aunque salpicado de
sangre en aquella trá gica noche de muerte y violencia. Con su cantina pasto de las llamas, y
con sus cuerpos sin vida dentro, en holocausto final, digno de un funeral vikingo. .

***
Nieve. Nieve. Y má s nieve.

Una sinfonía blanca, monocorde, agotadora.


Cegados por el resplandor del amanecer en las grandes llanuras blancas, en las hondonadas
de
albura inmensa, en los picachos helados y cristalinos, los hombres del grupo se cubrían los
ojos como mejor podían, para evitar las quemaduras en sus retinas.
Só lo Lyman Starr, delante de ellos, imperturbable, guiando a través de inmensas
extensiones
nevadas, parecía insensible al dolor de ojos, a la fatiga de moverse con las piernas
sepultadas en el blanco elemento, por un paisaje que, sin
aquella nieve, era abrupto y duro, pero no intransitable como ahora.
—No. . no puedo má s.. —jadeó finalmente Moss.
Y cayó de bruces, dando tumbos en la blancura. Los otros dos esbirros de Shanker se
tambalearon sobre el blanco elemento, mientras en un esfuerzo supremo, ú nicamente el
jefe
de la pandilla, Dalton Shanker, resistía como le era posible, al ritmo mismo de su guía, pero
sintiendo que las pupilas le dolían, y la visió n se diluía, entre deslumbramientos y el eterno
blanco cegador.
—Esperemos aquí —silabeó —. Un poco de tiempo, Starr. . ¿Seguro que éste es el verdadero
y
má s recto camino a Wyoming, Lyman?
—No hay otro —suspiró Starr—. La nevada ha sido demasiado grande para salvar los
obstá culos
de estos pasos. Por ello no hay agentes de la ley en estos parajes. Las cabalgaduras se
precipitarían a los desfiladeros y zanjas. Ellos no podrían sobrevivir al intenso frío de las
noches en las cumbres.
—Tenemos que hallarnos muy cerca de Wyoming —calculó roncamente Shanker.
—¿Cerca? —Lyman se encogió de hombros—. Cosa de dos -millas. Si fuese camino normal,
despejado, no ofrecería problemas. Pero hemos de salvar el Paso de los Buitres. Es un mal
sitio cuando nieva tanto. El sendero corre entre el abismo y el talud. Es angosto y
resbaladizo. El
menor fallo, nos precipitaría a una sima de má s de trescientos pies de profundidad, llena de
peñ ascos en forma de pico. Quien cae allí, no sale vivo.
—El Paso de los Buitres.. Lo conozco, sí —afirmó con voz firme Shanker—. Vamos allá . Lo
reconoceré en cuanto lo alcancemos, y entonces sabré si me engañ as o no, Starr
del diablo.
No le engañ aba. Poco má s tarde, cosa de tres horas después de aquella parada, el
inconfundible Paso de los Buitres
86-
aparecía ante ellos. Era la puerta a Wyoming. El fin de un viaje, prá cticamente.
—Como verá s, yo siempre cumplo mi palabra, Shanker —dijo serenamente Starr, cuando
alcanzaron la parte má s abrupta y difícil de la senda—. Ahora, espero que tú sepas también
cumplir la tuya y, apenas lleguemos al final del Paso, me permitas regresar.
—¿A. . Bearcreek? —sonrió iró nicamente el bandido, mirá ndole con malicia.
—¿Adonde, si no? Tal vez Enid y yo nos casemos ya. . y partamos hacia otro lugar donde los
hombres como tú jamá s me encuentren. . Eso sería lo mejor, porque no es agradable
encontrarse con el pasado. Sobre todo, cuando el pasado tiene un rostro como el tuyo,
Dalton. .
—Muy bien. Nos despediremos, una vez pise territorio de Wyoming. No antes, mi astuto
amigo. .
—No soy tu amigo. No espero serlo jamá s —cortó fríamente Lyman Starr—. Seguimos
sendas
muy diferentes. Ahora vas a Wyoming, a protegerte de la ley que te persigue. Má s adelante
será la ley de Wyoming la que te busque. Y otra vez la huida. Siempre huyendo, Shanker.
Como
yo viví en otro tiempo. No. Eso queda para ti y los que son como tú . .
—Allá tú —dijo Shanker, encogiéndose de hombros—. Por mi parte, no pienso evitar que
sigas
tu camino. Te prometí no impedirte el regreso. . y por una vez, Dalton Shanker va a cumplir
su palabra, Starr.
—Espero que sea así. Será el ú nico recuerdo grato que guarde de mi relació n contigo.
Continuó la marcha. Difícil, lenta, azarosa. .
Tanto, que poco después un alarido acogía la caída al abismo de uno de los dos bandidos
supervivientes que escoltaban a Moss y a Shanker. Ellos miraron abajo, donde el cuerpo
había
desaparecido, engullido por la nieve, los peñ ascos y los bosques de coniferas, para no
reaparecer jamá s.
—Uno menos —fue el comentario de Shanker—. Mientras sea el ú ltimo. .
Salvaron el Paso de los Buitres. Pisaron al fin Wyoming. Starr se paró .
—Bien —dijo—. Ha terminado mi parte. Cumplí lo prometido. Esto es Wyoming. Te deseo
suerte, pese a todo.
—Gracias —sonrió con malicia Dalton Shanker—. Puedes irte. No necesito nada de ti.
Perdona
si no te doy la mano, pero creo que tampoco te importará demasiado. Como tú dices, somos
muy diferentes. Seguimos caminos muy distintos. Adió s, Starr. .
—Adió s, Shanker. . —dijo Lyman, sorprendido aú n de que su viejo camarada, aquel granuja
sin
conciencia, cumpliese por una sola vez como una persona de palabra.
Dio media vuelta, empezando a alejarse.
No había dado má s de diez pasos en la nieve, cuando la fría, metá lica voz, le detuvo:
—Quieto ahí, Lyman Starr.
Se detuvo en seco. Algo, en aquel tono de voz, le aconsejó hacerlo. Giró la cabeza.
Marty Moss, el pistolero profesional, le encañ onaba con un revó lver amartillado. Sus ojos
centelleaban, má s por crueldad que por reflejo de la nieve.
—¿Qué ocurre ahora? —quiso saber Starr.
—No ocurre nada, amigo —habló el pistolero—. Só lo que Shanker te prometió dejarte libre
y
tranquilo, para que regresaras. El lo prometió , pero yo no.
Un centelleo de có lera cruzó la mirada endurecida de Starr.
—Entiendo —dijo—. Esa era la jugada. Shanker lo sabía de antemano.
—Claro que lo sabía. Pero él cumplió su parte, ¿no?
—Acabemos. ¿Qué pretendes ahora, Moss?
—Matarte. No me gustaste en ningú n momento. Ni me gusta tu modo de pensar. Tampoco
me
gusta tu fama. Dicen que fuiste el mejor pistolero de estas regiones.
—Lo dice la gente. Yo nunca digo nada.
—Vamos a ver si realmente eres tan bueno como dicen. No te voy a asesinar, Starr. Esto
será un duelo en toda regla. ¿Te satisface?
—Creo que importará poco lo que yo opine —dijo glacialmente Starr—. No me gustan ya
los
duelos. Si no existe un motivo, es una estupidez matarse dos hombres entre sí.
—Mi motivo es que quiero ser «el hombre que mató a Lyman Starr» —rió entre dientes
Marty
Moss.
—Entiendo. Quieres una fama que no tienes por ti mismo. —¡Basta! —cortó Moss—. La
tendré
desde ahora.
—Tal vez no te sea fá cil alcanzarla. Si el duelo es leal, puedes perderlo todo: el duelo, la
fama. .
y la vida.
—Correré el riesgo —soltó una suave carcajada el forajido. Se volvió a Shanker—: ¿Tienes
el
arma a punto?
—Sí —afirmó Dalton Shanker. Hurgó en su pelliza de
cuero y piel, que le protegía ahora del frío intenso reinante.
Extrajo un Colt calibre 38, en buen estado. Lo mostró a Starr—. Es para ti, Lyman. Como
ves,
lleva el cilindro con
seis balas. Lo mismo que el de Moss.
—Todo eso está bien. ¿En qué consistirá tu trampa para matarme con una excusa, Moss? —
se
ineteresó fríamente Starr—. ¿Disparará s cuando me arroje el arma Dalton?
—Te dije que todo será en igualdad de condiciones —habló con aspereza Moss. Y enfundó
su
arma, ante la sorpresa de Lyman—. ¿Convencido?
—Pues.. me sorprende, pero, sí, parece todo legal, correcto. Si es así, mis respetos, Moss. Y
que gane el mejor. ¿Có mo lo haremos?
—Shanker te tirará su arma. No la dispares aú n. Bá jala y deja que penda de tu mano. Yo me
linitaré a apoyar mis dedos en la culata de mi arma.
—¿Enfundada? —Starr arrugó el ceñ o—. Eso me dará cierta ventaja. .
—No importa. Aun así, sé que puedo matarte antes de que tú llegues a tocarme con tus
balas.
Deseo que el duelo sea así.
—Conforme —suspiró Starr—. No alzaré mo arma hasta que no vea que tú desenfundas. Yo
también quiero que todo sea legal entre ambos.. puesto que tú así te comportas, Moss.
—Adelante, Shanker, dale el arma.
Dalton asintió . Tiró el Colt a Starr. Este, por un momento, temió que Moss faltara a su
palabra y le acribillase antes de poder manejar el arma. Pero no sucedió nada de eso. El Colt
llegó a sus manos. Bajó el brazo, con el arma apuntando al suelo nevado. Esperó , rígido.
Moss seguía con el arma enfundada, como prometiera. «Extrañ a caballerosidad», pensó
Lyman.
No esperaba que el pistolero fuese tan honrado. Su instinto le decía que algo no iba bien en
todo aquello, pese a sus apariencias. Pero no
logró saber lo que era. Quizá cuando lo averiguase, pensó , fuera ya demasiado tarde.
—Contaré hasta tres —dijo Shanker—. A la cuenta de «tres», actuá is. ¿Conformes?
—Conforme —dijo Moss.
—Conforme —aceptó Starr.
Se miraron los dos hombres, midiéndose con ojos agudos
y fríos. Una cierta expresió n de sarcasmo asomaba al rostro de Marty Moss. Pese a todas las
garantías, Starr sentíase
preocupado, inquieto, preguntá ndose dó nde estaba la trampa, el engañ o que intuía. .
-¡Uno!
La cuenta había empezado. Miró fijamente a Moss. Este estaba encorvado, en la postura
habitual del gun-man. Los dedos acariciaban la culata. Pero no se cerraban sobre ella.
—¡Dos!
ALgo má s de tensió n. Pese a tener flojos los dedos en torno al arma, un cosquilleo recorrió
la mano de Starr. Hacía tanto que no se enfrentaba en duelo abierto con otro pistolero. . Era
como volver a los viejos tiempos.
—¡Tres! —aulló ahora Dalton Shanker.
El arma de Moss brincó fuera de su pistolera. Se elevó , amartillá ndose por el camino,
apuntando hacia Starr. .
Lyman dejó que el arma estuviera casi horizontal para girar su muñ eca, alzar el brazo, la
mano, el arma. . y amartillar y apretar el gatillo, en fracciones de segundo.
Había sido el má s rá pido. Pese a iniciar má s tarde la acció n, ganó a Moss por mucha ventaja.
El estampido retumbó en el paisaje nevado.
Pero Moss no parecía inmutarse. Se irguió , sonriente, incó lume. La bala se había perdido en
el vacío. Starr parpadeó , ató nito. Era imposible. El punto de mira era correcto. Ademá s, él
no
necesitaba de esos detalles. Apuntó a Moss. Tuvo que alcanzarle. Estaba seguro de haberle
alcanzado. El no fallaba jamá s un blanco así..
—Bien. . Ahora es mi turno —dijo todavía Moss, recreá ndose sorprendentemente en su
propia
ventaja actual.
Como una centella, ante la mirada burlona de su antagonista, y la calma que parecía
mostrar,
pese a tener aú n Starr en su mano un arma con cinco proyectiles, Lyman bajó rá pido el Colt
y
disparó a la nieve, a sus pies.
Nada. Ni un orificio siquiera en el blanco elemento. Só lo el fogonazo, el estampido, el olor a
pó lvora. .
—-¡Cartuchos de fogueo! —masculló lívido.
La carcajada de Moss se vio coreada por la risa burlona de Shanker. Starr comprendió la
sangrienta burla de los dos rufianes. Un arma con balas que no disparaban, só lo con
cartuchos
de pó lvora. . A merced de un asesino sin piedad, que disponía de seis balas para clavarle,
sin el menor remordimiento ni escrú pulo.
—Lyman Starr. . Un pistolero burlado y vencido. . —dijo despectivo—. Este es tu final.
Y realmente parecía serlo. El arma amartillada apuntó a Starr. El dedo de Moss tembló en el
gatillo.
Dalton Shanker, testigo divertido de la escena, junto a su esbirro superviviente, no só lo no
haría nada por evitar su muerte, sino que le complacía la sangrienta burla que hicieran
sufrir al ex pistolero. .
FINAL
Starr no pestañ eó , aguardando la muerte segura.
Su rostro no sufrió la má s leve contracció n. Ni un gesto, ni un asomo de ira, de miedo o de
angustia. Nada. Iba a morir como si fuese una esfinge. Sin darle a su adversario la
satisfacció n de verle sufrir lo má s mínimo, de revelar una debilidad humana, por leve que
fuese. .
Starr bajaba lentamente la mano armada. El Colt inú til, cargado con cartuchos de fogueo,
descendía entre sus dedos.
Luego, de sú bito, salió disparado, como un proyectil pesado y contundente. La muñ eca de
Starr había dado un giro violento a la mano, y ésta impulsó el Colt con virulencia.
Sucedió en una fracció n de segundo, en tanto Moss se deleitaba, con su arma apuntando
hacia
Starr, complaciéndose en su fría agonía de hombre vencido.
No podía esperar el vuelo vertiginoso y demoledor del pesado revó lver, dirigido
certeramente a su mano. Golpeó brutal contra el cañ ó n del revó lver, y lo hizo bailotear,
girando a un lado,
entre los dedos, al tiempo que de modo mecá nico, instintivo, el índice de Moss oprimía el
gatillo. .
Retumbó la detonació n con aspereza, en sordos ecos repetidos por las montañ as nevadas.
Brotó el fogonazo, la bala auténtica. .
Para entonces, Starr era un relá mpago de actividad desesperada, lanzá ndose ladera abajo
por
la nieve, hacia donde sus enemigos permanecían en pie. Tal vez no hubiera conseguido
nada,
pese a todo, de no producirse el accidente.
El giro del revó lver de Moss, al ser apretado el gatillo, dirigió el cañ ó n del arma hacia. .
¡Dalton Shanker!
Este exhaló un alarido ronco, lleno de inmensa sorpresa. Con el alarido, su boca se llenó
también de sangre, de dientes quebrados.. Los labios colgaron, reventados por el horrible
impacto.
La bala de calibre 40 había penetrado justo por la boca de Shanker.
El destrozo causado en la cabeza por aquel impacto era mortal de necesidad. Bañ ado en
sangre, con los ojos horriblemente desorbitados, el jefe del grupo, el hombre que había
alcanzado
Wyoming con su carga de oro robado, empezó a caer, tiñ endo de un rojo violento la nieve.
Aturdido, Moss no supo reaccionar a tiempo. Cuando
maldijo entre dientes con ira violenta y se revolvió hacia
Starr, éste alcanzaba al otro esbirro de Shanker, tan inmó vil
y ató nito como el pistolero. Le abatió con un golpe formidable, y le arrancó de la pistolera
su revó lver.
—¡Muere, Starr! —rugió Moss, disparando contra él de nuevo, ahora a toda velocidad, en
un
esfuerzo desesperado por ganar la partida.
La bala se estrelló en una roca tras la cual se había dejado caer Starr, al tiempo que su Colt
disparaba una, dos, tres veces contra Marty Moss.
Cada impacto de bala hizo bailotear grotescamente al pistolero. El estupor de la agonía se
pintó en su semblante. Starr le contempló con frialdad, sin apretar má s el gatillo.
La lucha había terminado. Moss boqueó , con ojos vidriosos. Tenía tres boquetes en el
pecho,
enrojeciendo rá pidamente sus prendas. Dejó caer el revó lver, y masculló algo, con sangre
burbujeante entre sus labios crispados.
—No pude. . vencer. . a Lyman. . Starr. . —jadeó .
Y terminó dando volteretas por la nieve, hasta quedar inmó vil, medio sepultado en ella.
Lyman Starr entornó los ojos, doloridos por la intensa blancura. Tomó del suelo el
envoltorio que contenía el oro. Recuperó el rifle de Shanker y otro revó lver. Con todo ello
esperó a que volviera en sí el ú nico bandido con vida.
—Vamos, amigo —le dijo, apenas abrió los ojos. Y puso
ante su nariz el revó lver amartillado—. Volvemos a Montana tú y yo. . y el oro. Lo devolveré
a sus legítimos propietarios. Es posible que me den una recompensa. . y eso sirva para
iniciar un nuevo camino. Y tal vez una nueva cantina. . o una casa en un lugar má s solitario. .
Tú no
entenderías todo eso. Anda, vamos ya. Aquí no tenemos nada que hacer. .
Y escoltando al abatido y silencioso bandido, Lyman Starr emprendió el regreso a Montana,
a
Bearcreek.
El regreso a Enid. A sus esperanzas e ilusiones. A un futuro sin Shanker y sin peligros de esa
clase. A su verdadero camino, sin duda alguna. .
FI N

También podría gustarte