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Los valores jurídicos superiores y los derechos fundamentales 93
(1)
El presente texto es deudor de buena parte de la obra del profesor Gregorio Peces-Barba,
especialmente de sus libros: La dignidad de la persona desde la Filosofía del Derecho, Dykinson,
Madrid, 2002 y Curso de derechos fundamentales, BOE-Universidad Carlos III de Madrid, 1995.
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y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves
del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos
animales se mueven sobre ella”. Se expresa aquí el que ha sido considerado
el fundamento de la idea de la dignidad humana desde la Antigüedad: la
singularidad y superioridad del hombre respecto al resto de los animales, que lo
convierten en el centro del mundo.
Se puede afirmar que esta superioridad, por su parte, le viene dada al ser
humano por su semejanza con Dios o con los dioses, tal y como se desprende
de las frases del Génesis arriba citadas o de la obra de gran número de autores
desde Platón hasta nuestros días. Sin embargo, también es posible desarrollar
una fundamentación laica de la singularidad del hombre, y, consecuentemente,
de la idea de dignidad humana basada en la existencia de una serie de rasgos
comunes a todos los hombres y, al mismo tiempo, exclusivos de ellos, que los
diferencian del resto de la naturaleza, pero que no le han sido otorgados por
ninguna divinidad, sino que arrancan del propio individuo.
El primero de estos rasgos sería la autonomía individual de que goza
todo ser humano. Así, a diferencia de los animales cuyo comportamiento está
condicionado por sus instintos naturales, el hombre, en cambio, es libre para
establecer sus propios fines y su proyecto de vida y para escoger los medios
que estime más propicios para alcanzarlos, y lo es, incluso, para errar en tales
decisiones y para elegir el camino y los medios equivocados.
Otra diferencia entre el hombre y los animales sería la capacidad de aquél
para construir conceptos generales y para razonar o para superar por medio de
la reflexión los conocimientos que recibimos a través de los sentidos, y utilizarlos
para alcanzar conclusiones sobre nosotros mismos y sobre los demás, sobre
la naturaleza y la sociedad, sobre el bien y el mal. Y, junto a la filosofía y a la
ciencia, también el arte nos distingue del resto de los seres de la creación, pues
solo nosotros somos capaces de reproducir sentimientos, afectos y emociones a
través de valores estéticos, esto es, de imitar a la naturaleza pasándola por el
filtro de nuestra imaginación.
La tercera de las dimensiones de nuestra dignidad sería el lenguaje, esto
es, nuestra capacidad de dialogar y de comunicarnos, facultad que, a la vez que
potencia los efectos de los dos rasgos anteriores, hace posible el último de ellos:
la sociabilidad. Por supuesto, esta cualidad también es posible encontrarla en
muchos otros animales, pero de una forma mucho más primaria, tal y como
pretendía demostrar ya Aristóteles cuando afirmaba que la naturaleza, que no
hace nada en vano, no les había otorgado a éstos el don de la palabra, sino solo la
voz, la cual les basta para manifestar el dolor y el placer, que es a lo que –en opinión
del Estagirita– se reduce la comunicación entre ellos. El hombre, en cambio,
dispone del lenguaje, pues su naturaleza le permite, además, tener sentido de lo
conveniente y de lo dañoso, de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, y por
ello necesita del instrumento adecuado para manifestar tales sentimientos. Por
tanto, sería, la nuestra, una sociabilidad más sofisticada y racional, pues no nos
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este concepto, lo que pone de relieve la vocación del mismo para constituirse en
el núcleo fundante de una ética pública capaz de articular el poder político y el
sistema de Derecho positivo al servicio del hombre.
En términos muy generales, el concepto de dignidad humana remite a la
idea de superioridad ontológica, al valor intrínseco de todo ser humano con
respecto al resto de lo creado. No expresa en ningún caso superioridad de un
hombre sobre otro, sino de todo ser humano sobre el resto de los seres que carecen
de razón. En consecuencia, la dignidad debe reconocerse con independencia
de cualquier circunstancia o elemento accidental y podríamos añadir que
también independientemente de los cargos que ocupe, la posición que tenga en
la sociedad, su raza, su sexo, su edad, grado de desarrollo o estado de salud.
Porque, ciertamente, si nos fijamos en las condiciones concretas de la existencia,
comprobamos que las personas somos diferentes en múltiples aspectos: el sexo,
las aptitudes, la inteligencia, la raza, etc. cada individuo posee unas características
individuales que lo distinguen de los demás. Sin embargo, y a pesar de tales
diferencias, existe una igualdad esencial entre todos los seres humanos.
Este optimismo y fe en el hombre y en el progreso de la humanidad alcanzó
su cénit en la Ilustración. De entre los muchos autores que en este periodo
contribuyeron al desarrollo de la idea de dignidad, sobresalen Rousseau y Kant.
Respecto al primero de ellos, destaca su intento de compatibilizar el concepto de
dignidad con el sentimiento religioso libremente aceptado. Lo cual, sin embargo,
y dado que religiosidad y laicidad no son en absoluto incompatibles, no le impidió
criticar agriamente las estructuras eclesiales con su atribución de competencias
de mediación, su intolerancia y su monopolio de la palabra de Dios. Kant, por su
parte, va a defender una concepción de la dignidad basada en la autonomía, en la
capacidad del hombre para decidir, que tiene el gran valor de “conectar dignidad,
libertad, autonomía y moralidad, edificio que desde entonces se mantendrá como
explicación básica de la dignidad humana”. Se trataría de una perspectiva más
formal que la renacentista –más material o de contenidos– pero que no solo no es
incompatible con ésta sino que más bien ha de ser vista como complementaria,
puesto que, como ya he señalado, la autonomía puede ser incluida también entre
los rasgos que singularizan la condición humana.
Podemos finalizar este repaso histórico al concepto de dignidad con algunos
autores contemporáneos como el español Fernando de los Ríos y el italiano Carlo
Rosselli, quienes, partiendo del ideal renacentista de hombre pleno, coinciden
en afirmar –como, por otra parte, ya hiciera en su tiempo Luis Vives– que para
que el potencial innato en todo ser humano se desarrolle, para que la alusión
a la dignidad humana no se quede en meras palabras grandilocuentes, es
preciso que los individuos sean provistos de los medios políticos, jurídicos e,
incluso, materiales necesarios para ello, pues solo así podrá hacerse realidad la
“emancipación integral de cuerpo y alma”.
Según esta opinión, por tanto, la dignidad debe entenderse, al mismo
tiempo, como un punto de partida y un punto de llegada. Desde la primera
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culturales pero que, en este caso, no solo no afectan a la dignidad humana, sino que,
con frecuencia, pueden ser absolutamente enriquecedoras para la sociedad en su
conjunto, por lo que no se exigiría ningún tratamiento normativo para su corrección.
Pero hay otros peligros que acechan a nuestra concepción de dignidad, y
sobre los que nos alerta el profesor Peces-Barba. Por un lado, estaría la economía
política que, si bien debería estar al servicio del ser humano, sin embargo, ha
servido para impulsar un papel exagerado del interés privado, del lucro y del
beneficio como motor de la sociedad y ha roto, una vez más, la idea de dignidad
igual para todos, pues ahora, en muchas ocasiones, ésta, como en la Edad Media,
va a depender del lugar en la jerarquía que ocupe cada uno, si bien ya no se
trata de una jerarquía basada en el nacimiento, sino en el dinero. Y, también,
la revolución tecnológica que, bien llevada, podría convertirse en un utilísimo
instrumento de emancipación del ser humano, al facilitarle desarrollar todos sus
atributos inmanentes, en cambio, lamentablemente, es mucho más habitual que
sea utilizada por unos hombres para controlar y dominar a los demás.
valor puramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los
seres racionales se llaman personas porque su naturaleza los distingue ya como
fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado como medio y,
por tanto, limita, en este sentido, todo capricho (y es objeto de respeto). Estos no
son pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efectos de nuestra acción,
tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, realidades cuya
existencia es en sí misma, un fin”.
Ese elemento teleológico, no puramente negativo, consustancial a la dignidad
de la persona humana es la que permite afirmarla como sujeto La dignidad
significa, por tanto, para Kant –tal y como expresa en la Metafísica de las costumbres–
que la persona humana no tiene precio, sino dignidad: “aquello –dice Kant–
que constituye la condición para que algo sea un fin en sí mismo, eso no tiene
meramente valor relativo o precio, sino un valor intrínseco, esto es, dignidad”.
Por otro lado, la dignidad aparece reconocida como fundamento de los
derechos humanos en multitud de normas, tanto internacionales como nacionales.
Entre ellas pueden señalarse los siguientes:
- El Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma –en
el primer considerando– que: “La libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad”.
- El quinto Considerando del Preámbulo afirma que: “los pueblos de las
Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en (...) la dignidad y el
valor de la persona”.
- El artículo primero de la Declaración Universal proclama que: “todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad”.
- La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre afirma, en el
considerando 1º, que: “los pueblos americanos han dignificado la persona
humana”.
- El Considerando 2º de la Declaración Americana dice que: “Los Estados
americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no
nacen del hecho de ser nacional de un determinado Estado, sino que
tienen como fundamento los atributos de la persona humana”.
- En el 2º Considerando de la Declaración sobre la protección de todas
las personas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o
degradantes, se afirma explícitamente que los derechos humanos: “emanan
de la dignidad inherente de la persona humana”.
- En el mismo sentido que el indicado en el punto anterior se expresa la
letra d) del número 1 del artículo 1º de la Convención relativa a la lucha
contra la discriminación en la esfera de la enseñanza.
- En la Constitución española de 1978 aparece también la dignidad de la
persona como fundamento de los Derechos Humanos, cuando afirma en el
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artículo 10.1. que: “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le
son inherentes (...) son el fundamento del orden político y de la paz social”.
Podemos concluir, por tanto, que la dignidad de la persona es un valor
central del que emanan otros también esenciales como la justicia, la vida, la
libertad, la igualdad, la seguridad y la solidaridad, que son dimensiones básicas
de la persona, que en cuanto tales se convierten en valores y determinan la
existencia y legitimidad de todos los derechos humanos.
Hay que tener en cuenta, no obstante, que los valores que fundamentan,
junto con la dignidad humana, los derechos humanos no constituyen categorías
axiológicas cerradas y estáticas, sino que se hallan abiertos a las continuas y
sucesivas necesidades que los hombres experimentan en el devenir de la historia.
De ahí que los distintos derechos humanos singulares suponen otras tantas
especificaciones espacio-temporales de los valores básicos citados. Y de ahí
también la intrínseca unión existente entre el objeto de los derechos humanos y
el fundamento de los mismos.
objetivo central del Derecho era la justicia, id quod iustum est, que se encuentra
en las relaciones concretas o el desarrollo del orden natural creado por Dios.
La poliarquía, con la coexistencia, a veces difícil, de diversos sistemas jurídicos
superpuestos, favorecía poco la seguridad. Ésta se obtenía a través de la hegemonía
ideológica de la Iglesia católica y de su ética basada en la autoridad y de la unidad
social derivada del orden comunitario en que cada persona tenía su puesto y
sabía a qué atenerse, en el gremio o en la relación feudal. Cuando esa situación,
que producía lo que llamaríamos la seguridad de los antiguos, se quiebra, por
la ruptura de la unidad religiosa, con la aparición del fenómeno protestante,
con las guerras de religión y con la sustitución del orden comunitario gremial y
de las relaciones feudales, por una sociedad individualista impulsada desde la
burguesía, una nueva forma de seguridad apoyada en el derecho, en un sistema
jurídico unitario se empieza a dibujar. Esta seguridad que identificaríamos como
de los modernos, es propiamente seguridad jurídica, es decir, obtenida a través
del Derecho.
La seguridad jurídica actúa en tres grandes dimensiones como principio de
organización y en todas ellas existen reflejos subjetivos que generan derechos
fundamentales. Podemos hablar de seguridad jurídica en relación con el poder,
en relación con el mismo Derecho o en relación con la sociedad.
3.3. La solidaridad
Es otro de los valores superiores que fundamentan los derechos y que
forma parte del Derecho positivo. La solidaridad como valor incide también en
la libertad y en la igualdad, las vivifica y completa, pero tiene su ámbito de acción
propio que explica derechos como los referidos al medio ambiente y también
actitudes ante los derechos
La finalidad del valor solidaridad como fundamento de los derechos es
contribuir a la autonomía, independencia o libertad moral de las personas, igual
que los restantes valores, como la libertad, la seguridad o la igualdad. Pero todo
esto entendiendo la solidaridad como valor que con un origen moral es asumido
por una concepción política para ser realizado en la sociedad a través del Derecho.
Como valor superior, la solidaridad incide en la organización jurídica de la
sociedad como fundamento de derechos fundamentales y también como criterio
de interpretación de los mismos y lo hace potenciando el interés por los demás,
con el reconocimiento del otro como “prójimo” y como formando parte de nuestra
misma comunidad. Ciertamente, el punto de partida de la solidaridad es el
reconocimiento de la realidad del otro y la consideración de sus problemas como
no ajenos, sino susceptibles de resolución con intervención de los poderes públicos
y de los demás ciudadanos, con la finalidad última de llegar a una sociedad en la
que todos puedan realizar su vocación moral como seres autónomos y libres.
Un uso adecuado del valor solidaridad en el ámbito de los derechos
fundamentales conduce a un tipo de comportamientos positivos de los poderes
públicos para remover los obstáculos y para promover las condiciones que
impidan o dificulten la realidad de la libertad y de la igualdad.
Pero a diferencia de los otros valores que fundamentan directamente los
derechos, la solidaridad lo hace indirectamente por el intermedio de los deberes,
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3.4. La igualdad
En una primera aproximación podríamos decir que la igualdad consiste en
concretar los criterios materiales para llevar a cabo el valor solidaridad, en crear
las condiciones materiales para una libertad posible para todos y en contribuir
a la seguridad con la satisfacción de necesidades a quien no puede hacerlo por
su propio esfuerzo. Se comunica, pues, con los otros tres valores, y lo hace como
principio de organización y como fundamento de los derechos.
Ahora bien, la idea de igualdad puede referirse al Derecho, es decir, ser
igualdad ante la ley, a veces llamada igualdad formal, y sería la igualdad en el
ámbito del sistema jurídico, o igualdad en la vida social, en la realidad de las
relaciones entre los seres humanos, que se ha venido llamando igualdad real o
igualdad material.
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La igualdad material
Lo mismo que la igualdad formal no ha sido impugnada y es un valor
pacífico en el ámbito de la seguridad jurídica para fundamentar a muchos
derechos, la existencia de la igualdad material no es tan plenamente pacífica,
puesto que es impugnada, como fundamento de derechos por el pensamiento
neoliberal.
Sin embargo, la igualdad material es un signo distintivo del estado social, si
bien no pude ser concebida como un igualitarismo que disuelve al individuo en
la comunidad, porque ese punto de vista desconoce la autonomía.
De lo que se trata es de encontrar un criterio de igualdad material que
impida la frustración de la vocación moral del ser humano en sentido negativo
y que la facilite, la promueva y la impulse desde el punto de vista positivo,
en aquellos supuestos en que el individuo no puede hacerlo por sí mismo. La
igualdad material sería el criterio adecuado para que todos pudiesen llegar en
condiciones al ejercicio de la libertad protectora y de la libertad de participación,
y sería el criterio para realizar la libertad promocional.
La igualdad material, por otro lado, no es tanto una igualdad en el punto
de llegada sino que es una igualdad para poder llegar a la meta. Es decir, facilita
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el esfuerzo de cada uno haciéndolo posible, pero sin sustituirlo. Pretende dar las
mismas oportunidades a cada uno para alcanzar el objetivo.
La igualdad material debe situarse en el ámbito de la consideración de las
circunstancias de la realidad como relevantes o irrelevantes para conseguir un
igual peso, para poder alcanzar el objetivo, para poder llegar a la meta de la
independencia y de la libertad moral, con un uso adecuado de la libertad y de los
valores que en ella se fundan.
Entre los criterios para valorar materialmente lo relevante parece que el más
adecuado es el de las necesidades básicas, que hemos identificado al analizar la
libertad promocional.
Los que no tienen aseguradas las necesidades básicas y no pueden
alcanzarlas sin un esfuerzo ímprobo y heroico, fuera de los que se pueden exigir,
con carácter general, a los seres humanos, pueden considerar razonable que la
satisfacción de esas necesidades se haga en forma de derechos, diferenciándolos
respecto de aquellos que tengan las necesidades resueltas. Esa conclusión que
parte de un hecho, necesidades sin satisfacer, es producto de una deliberación
racional que concluye en un valor, la igualdad material, fundamento de aquellos
derechos que pretenden satisfacer las necesidades básicas de los individuos. Así
estaríamos ante una igualdad de trato material como diferenciación.
Esta igualdad de trato material como diferenciación se puede obtener de
dos maneras:
a) Se hace desaparecer un privilegio de la consideración como derecho
fundamental, en tanto en cuanto podría interpretarse como igualdad
de trato material como equiparación, al no considerarse relevante la
circunstancia diferencial para marcar una desigualdad. Es el caso de la
propiedad que ha pasado de ser un derecho fundamental a una institución
del Derecho privado por su imposible contenido igualitario, y por ser
relevante para considerarlo como obstáculo a un igual trato material. En
este supuesto, no se puede utilizar el cauce positivo de la satisfacción de
la necesidad de propiedad, y se produce la solución evitando considerar
una igualdad de trato material como equiparación. A diferencia de la
igualdad jurídica como igualdad de trato formal, aquí no cabe en ningún
caso el criterio de la igualdad como equiparación.
b) Se satisface la necesidad que se considera un obstáculo y que no puede
ser satisfecha con el esfuerzo exclusivo de quien la tiene. Se configura esa
satisfacción como un derecho subjetivo que genera un deber correlativo
general, normalmente de los poderes públicos y que se fundamenta en el
valor igualdad material.
Igual que el criterio de las necesidades básicas es racionalmente válido
para fundar derechos, el criterio de las capacidades es asimismo racionalmente
válido para fundamentar deberes. Podríamos hablar de un criterio racional para
la igualdad desde los derechos, y eso es la satisfacción de las necesidades y de
un criterio para la igualdad desde los derechos, y ése es el de la capacidad de
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Bibliografía
Bibliografía esencial
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