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Bajo el mar

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Estaba mirando la vidriera de un local de venta de ropa, cuando entre dos maniquíes, casi al
fondo del local, pude verla por primera vez. Un instante bastó para estremecerme. Tanta
belleza, sensualidad y simpatía hicieron que no pudiera resistir la tentación de entrar,
encarando directamente hacia ella. Su silueta estilizada hacía lucir un ajustado vestido con
pollera corta. Unas medias caladas con figuras florales adornaban sus delgadas piernas
sumergidas en unas botas terminadas en punta. Cuando alzó sus ojos negros penetrantes,
sentí mi cuerpo y mi mente atravesados por una fina espada de plata desgarrando todo lo que
encontraba a su paso.
- ¿Te puedo ayudar en algo? – me preguntó la vendedora.
- Este… Sí. Quisiera saber el precio de la camisa negra que está en la vidriera, esa de
cuello abotonado – respondí ruborizado.
- Cuesta setenta y cinco pesos.
- ¿Tenés talle 48?
- Es camisa de dama, ¿Sabías?
Absolutamente ruborizado y sin saber qué decir, solté una risa un tanto estridente, le pedí
disculpas y salí del local sintiéndome un tarado. Jamás había vivido una situación similar.
Seguí rumbo hacia mi casa pero sin poder quitarme esa sensación que continuaba
perforándome por dentro.
Una vez en casa, aún con esa imagen incrustada en mis retinas, no pude pensar en otra cosa.
Fui hacia la computadora, encendida desde la noche anterior y mis dedos deslizándose por
las teclas no pararon hasta cerrar una frase, la que debía llegar a ese destino de locura en el
que estaba inmerso:
“Sus ojos negros penetran en mi alma. No puedo dejar de mirarlos. No puedo respirar
mientras estoy bajo su influjo. El ahogo me envuelve, mi corazón se detiene, y esos ojos
siguen clavados en mí, inmensos, negros, rasgados, hermosos. Me hacen daño. ¿Daño?, no,
placer. ¿Placer?, no, pasión… Estoy atrapado en su embrujo. Un embrujo que me rodea en
cuerpo y espíritu y no deja que mi alma vuele en libertad. Pero no quiero liberarme. Quiero
seguir sintiendo esa prisión pasional. Quiero seguir sufriendo ese hechizo que no me deja
pensar. Quiero seguir enamorado de esa mirada que se incrusta en mi corazón. Quiero
poder hacer que esos ojos se cierren por placer y sumergirme en ellos hasta verlos llorar de
amor…”
Debo estar volviéndome loco. Toda mi vida manejé a las mujeres a voluntad, pero en este
caso no puedo ni hilvanar dos palabras cuando estoy bajo los rayos de su mirada. Es como si
se activara un campo de fuerza invisible que bloquea mi mente.
Salgo a caminar. El sol calienta el cemento de la ciudad y realmente se siente. Por un instante
y en forma instintiva mis piernas me dirigen hacia allí, a ese lugar que cambió mi vida. La
proximidad me produce un escalofrío que recorre desde la punta de mis pies hasta la base de
la nuca. Pero no puedo frenarme, tengo que volver a verla, hablarle, encararla e invitarla a ir

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a algún lado. Necesito enamorarla. Llego nuevamente a la puerta del local. La marquesina
tiene un letrero luminoso con el nombre del comercio “Stonefinger”. La vidriera, que conozco
de memoria, me atrae como la luz a las moscas. Apoyo mi nariz en ella en ese espacio por el
que pude ver por primera vez a la vendedora y compruebo que está allí, apoyando su brazo en
el mostrador, sonriente y esperando (¿Estará esperándome a mí?). No resisto más y entro.
- Hola de nuevo – Le dije respirando profundo.
- ¿En qué te puedo ayudar? – Preguntó mirándome fijo a los ojos.
- En realidad no necesito ropa, ni nada de lo que vendés acá – Expliqué con algo de
timidez.
- No te entiendo.
- Voy a ser claro. No puedo dejar de mirarte. Desde que te vi que no pienso en nada que
no seas vos. Quizás te parezca atrevido pero en estas circunstancias no me importa. Solo
quiero conocerte. ¿Te molesta si te invito a tomar un café?
- Esto es un tanto extraño, no soy de aceptar este tipo de invitaciones, aunque reconozco
que he recibido varias, pero no sé, por más que suene a discurso preparado, que de hecho no
lo es, vos me inspirás confianza, tenés el aspecto de una buena persona. Dale, acepto. ¿Te
parece a las 8? A esa hora cierro el local.
- ¡Bárbaro! A las 8 en punto estoy acá. Por cierto, mi nombre es Ariel.
- Hola Ariel yo soy Ana – Me saludó extendiendo su delicada mano.
- Encantado princesa – Respondí siguiéndole el juego. – Pasaré a buscarla a la hora
acordada.
Nos damos un beso en la mejilla y salgo a la vereda con una sensación que jamás sentí.
¿Estaré enamorándome? Creo que es más que eso, aunque nunca estuve enamorado como
para realmente saberlo. Su suave y agradable perfume encaja perfectamente con todo lo que
ella es: Una mujer perfecta. No recuerdo nada del trayecto hasta casa, que por cierto es corto,
apenas dos cuadras y media. Reacciono sentado en el sillón del living, mirándome en el
espejo que está a mi lado. Desconozco mi expresión, veo una caricatura con el gesto del tipo
más feliz de la tierra. Vuelvo a la computadora, todavía está la frase que escribí. La imprimo.
Tengo que regalársela. Es de ella. Pero no todavía.
Las horas pasan y me parecen siglos. En unos pocos minutos miré el reloj más veces que en
todo el año. Ya es tiempo de salir. Estoy producido para la ocasión, estrenando camisa blanca
lisa, con bermudas color chocolate y mocasines a tono. Salgo de casa. Las cuadras se me
hacen kilométricas, pero con paso firme y seguro me dirijo derecho a mi destino. Casi
llegando a la esquina la veo parada junto al semáforo, con las manos tomadas por detrás del
cuerpo, observándome llegar. Me detengo a su lado y no resisto ni un segundo, la tomo por la
cintura con ambas manos y la beso profundamente mirándola directo a los ojos. Un
estremecimiento recorre todo mi cuerpo como un poder hipnótico que hace que no pueda
emitir ni un sonido. Tomados de la mano comenzamos a caminar sin hablar ni una sola
palabra. Simplemente transitamos las calles de la ciudad. De tanto en tanto nos detenemos
para abrazarnos y besarnos dulcemente pero con mucha energía, con mucha pasión.
Llegamos a la playa. Nos descalzamos y seguimos por la arena. Allí nos recostamos
abrazados, casi fundidos el uno con el otro. Nos quitamos la ropa lentamente, como una

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ceremonia. Recorro con mis ojos cada milímetro de su ser. No puedo creer que exista tanta
belleza en una mujer. Me toma de la mano y me lleva hacia el mar. Yo la sigo sin oponerme.
El agua helada toca mis pies pero no me importa, ella me lleva y yo la sigo. Es imposible no
hacerlo. Nos internamos cada vez más en el mar. Con el agua a la altura del cuello la veo un
tanto distinta, nadando como un pez con una agilidad inusual. Trato de alcanzarla ya que
soltó mi mano. Se aleja cada vez más de la costa y no quiero perderla. Vuelve por mí. No
podía abandonarme. Toma fuertemente mi mano, tanto que me duele. Ya no hago pie y
estamos a cientos de metros de la orilla. Se ven luces en la lejanía que titilan perdiéndose en
el horizonte. Estoy con ella y es lo único que me importa. Sin soltarme la mano se sumerge y
comienza a bajar hacia el fondo del mar. La luz de la luna refleja su silueta y me permite
descubrir qué es lo que está pasando. Siento presión en mi pecho, me falta el aire. Se acaba el
poco que queda en mis pulmones, parece que van a estallar. Internados en las profundidades
mis fuerzas comienzan a abandonarme. Ella detiene su descenso, nuestro descenso, pone su
rostro frente al mío. La dulzura macabra de su fuerte mirada me taladra la cabeza. Sus labios
se posan en los míos en un último beso de muerte. No me importa morir. Soy feliz. Me
enamoré perdidamente por primera vez y sentí esa fuerza indescriptible que mueve al
mundo. Lástima que las sirenas lo utilizan para conseguir alimento…
Varias mordidas rasgan mi carne, pero ya nada duele, nada más queda.

3/3

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