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Hace seis años yo era un chico muy feliz, casi perfecto en todo. Muy deseado,
inteligente, sociable y todo lo que se podía pedir, pero demasiado presumido. Mi
madre era la abogada Cristina Borja y mi padre el doctor Luis Ayala, juntos
formábamos una familia muy feliz.
Llegó el momento de salir y la gente me vía mal, como si estuviese con un maleficio.
Todos se alejaban de mí, incluso mis amigos, era como que si yo fuera lo malo y
ellos lo bueno (antítesis).
Pude llegar a casa, mis padres no estaban ahí, pero me dejaron una nota en la que
me decían que se fueron a visitar a mis abuelos en Cuenca. Todo se me hacía raro,
pero no le di tanta importancia. Decidí salir en la tarde a trotar un poco ya que
practicaba montaña y nunca está mal agarrar un poco de físico. Salí hasta que
oscureció y decidí regresar, en el camino me caí con una piedra y me incrusto parte de
la rodilla, de repente vi a alguien que se dirigía hacia mí y pensé que me ayudaría, al
contrario de eso me robó el muy infeliz. Le grite al ladrón ¡Quien no vive para servir,
no sirve para vivir! (retruécano). Igualmente, ya estaba todo perdido.