Está en la página 1de 8

Una Oscura Victoria

El Caballero Oscuro Asciende de Christopher Nolan y el final del mito de Batman.

Lo importante no es lo que han hecho de nosotros,


sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros.
—Jean-Paul Sartre.

Introducción

Batman, el Hombre Murciélago, dionisíaca figura de la noche. Caballero Oscuro. Un hombre


sin poderes sobrenaturales, que viste un manto animal para inspirar el miedo en los criminales,
cobardes y supersticiosos. Un chico millonario que llora ante los cuerpos acribillados de sus padres,
con la vida rota como el collar de perlas de su madre muerta y jura convertirse en el ángel tenebroso
que protege la ciudad de Gotham.
El personaje nace en el número 27 de Detective Comics, en 1939. Este año, el director
Christopher Nolan cierra una exitosa trilogía fílmica sobre el personaje, iniciada en 2005 con Batman
Inicia. Christian Bale encarna a Bruce Wayne, un hombre embarcado en un viaje que lo transforma en
un mito urbano, un cazador, un símbolo para inspirar el miedo y el valor.
A estas alturas, Batman, el personaje, es un mito en sí mismo. Todos conocemos de una forma u
otra su historia constitutiva. Ha estado en el espacio, ha tenido desde un baticohete hasta un satélite de
vigilancia global, ha viajado en el tiempo: ha sido pirata, vaquero, caballero andante, chamán y hasta
vampiro. Ha luchado con alienígenas, dementes, asesinos en serie y vampiros. Su mayor enemigo es un
payaso sociópata. El guionista escocés de comics, Grant Morrison, ha dicho que Batman es, ante todo,
una especie de dispositivo narrativo, un recurso que los escritores y artistas visuales utilizan para
contar sus propias historias, porque el mito de Batman es tan reconocido como flexible. Algunos
utilizan a Batman como Detective para contar historias de investigación y misterio. Otros, como
símbolo del orden y la cordura, para explorar el lado siniestro de nuestra sociedad posmoderna. Otros,
como Frank Miller, utilizan el aspecto psicópata y dañado de Batman para mostrarnos un mundo
perverso, retorcido, que requiere de una sombra mayor para disminuir las sombras más pequeñas, un
demente guardián de otros dementes.
El presente ensayo, a medio camino entre una carta de amor al personaje y una exploración
intelectual de sus posibilidades como metáfora, aspira a escrutar en las historias que los hermanos
Nolan y David Goyer nos han regalado a lo largo de estos siete años y encontrar, tal vez, algún
fragmento de sincera humanidad bajo la máscara del Murciélago.

1. Una extraña coreografía.

Muy probablemente, El Caballero Oscuro Asciende es la película peor coreografiada de


Christopher Nolan y es de esperar que esto no sea un síntoma de decadencia, considerando que, junto a
Darren Aronofsky, estamos hablando de uno de los mejores cineastas del mainstream. El ritmo de la
narración está muy mal administrado: la hora inicial es francamente lenta y no consigue el objetivo
simultáneo, propio de toda introducción o acto primero, de situar el relato y suscitar la atención del
espectador. Después del combate entre Batman y Bane, la película cobra una velocidad de vértigo,
restando fuerza a escenas que debieron construirse mejor, hasta llegar a la confrontación final y el
desenlace, donde la película alcanza al fin la calidad habitual. Desde un punto de vista estructural, es la
película más débil de la trilogía y, para colmo de males, Nolan se da el lujo de reiterar el recurso más
lamentable de la primera parte (exceptuando a Katie Holmes): el artefacto del apocalipsis, propio de
villanos de James Bond. Por supuesto, estamos hablando de una adaptación de comics de superhéroes,
donde este tipo de maquinaciones y recursos son moneda corriente, pero sólo lo perdonamos aquí
porque estamos hablando de Christopher Nolan, el director de Memento, Inception y El Caballero
Oscuro. Si George Lucas hubiese recurrido a Jar-Jar Binks para ocupar nuevamente un protagónico
dentro del Episodio III de La Guerra de las Galaxias, lo habrían linchado.
Aún queda más por criticar: las continuas faltas de respeto a la inteligencia del espectador, las
inconsistencias lógicas y la omisión directa del sentido común dentro de la trama resultan bruscas.
Bruce Wayne queda absolutamente en la quiebra, es arrojado a un foso-prisión y, pese a ello, puede
volver a Estados Unidos sin mayores inconvenientes; John Blake (Joesph Gordon-Levitt) puede
pasearse y organizar la fuga de un pelotón de policías desde una prisión subterránea sin que ninguno de
los francotiradores terroristas lo derribe de un solo disparo; James Gordon (Gary Oldman) parece
conservar su puesto como Comisionado de Policía de Gotham City pese a haber cometido perjurio
abiertamente. Y podría continuar.
La fotografía de Wally Pfister sigue siendo exquisita. La partitura de Hans Zimmer, tan eficaz
como era de esperarse, aunque podría decir que no es un trabajo tan excelente como en El Caballero
Oscuro. Entre las actuaciones nuevas, me encantó Anne Hathaway. Me preocupaba su Catwoman al
comienzo. Pero la dama construyó un personaje tan lleno de matices e inflexiones con muy poco
tiempo de pantalla que, creo, se ha convertido en mi “Catwoman” favorita, mucho más parecida a la
Selina Kyle de los comics originales que la fuerza de la naturaleza que encarnara Michelle Pfeiffer en
Batman Vuelve (1992, dir.: Tim Burton).
Y Bane. Tom Hardy es uno de los grandes actores del futuro. Noté matices en su voz. Bane
cambia de registro dependiendo de la máscara que utilice: irónico, ácido, cuando finge ser un
revolucionario, un líder terrorista; duro, oscuro, cuando se convierte en la sombra potente y destructora
que rompe a Batman; mudo, sus ojos muestran todo su poder interpretativo en las escenas que
comparte junto a Talia Al' Ghul (Marion Cotillard). Lástima que el personaje se diluya en la nada
después de cumplir su cometido dentro de la trama. No es nuevo, sin embargo: también le ocurrió a
Ken Watanabe en Batman Inicia.
Para que no se quede nada en el tintero en esta primera parte, es importante hablar de los que,
en mi opinión, son los grandes pilares de esta cinta: Michael Caine y Joseph Gordon-Levitt. Michael
Caine vuelve a tomar a Alfred Pennyworth (un secundario que, pese a la importancia que todos le
asignamos dentro de la mitología del Hombre Murciélago, nunca ha tenido mayores inflexiones ni
dedicación por parte de los autores del cómic) y, a partir de él, construye un personaje muchísimo más
profundo, entrañable y que carga sobre los hombros buena parte de la emotividad de la película,
rescatando incluso del naufragio la primera hora de metraje.
Joseph Gordon-Levitt es Robin. No es el Robin de Christopher Nolan, como algunos críticos
han querido ver. Es el concepto Robin, en su forma más pura. Deriva de dos encarnaciones del Joven
Maravilla: Dick Grayson, que si fue policía, un tiempo, a principios de la década pasada, dentro de la
continuidad del cómic y Tim Drake, que en la misma continuidad, destaca por dos elementos: la
capacidad deductiva, que le permite establecer, por sí solo, que Bruce Wayne y Batman son una misma
persona y, por otra parte, por defender a ultranza la idea de que Batman necesita a Robin. Este último
punto es clave en la película, por razones de las cuales hablaré más adelante. No implican que Batman
necesite un compañero, lo que hubiese sido una torpeza narrativa en una historia —la trilogía— que
tiene como fondo constitutivo la soledad de su protagonista, sino que Batman, sin un Robin que lo
suavice, que lo delimite, tiende a oscurecerse excesivamente, a autodestruirse.
Pero eso no es lo único que aporta Gordon-Levitt a esta película. Al igual que Samsagaz Gamyi
en El Señor de los Anillos (hablo de la novela, no la trilogía fílmica), este policía huérfano se roba la
superioridad moral y el heroísmo propios de Gordon o de Bruce Wayne para realizar continuamente
gestos de valor, de fuerza y de ética que mueven la película. Por supuesto, como suele ocurrir en los
guiones de los hermanos Nolan, esto tampoco es casualidad: Blake encarna los efectos de las acciones
de Batman en Gotham City, cerrando el círculo. Y Joseph Gordon-Levitt construye ese personaje con
sabiduría. Sabe que el efecto total de la trilogía depende de él. Si él falla, una magnífica historia se va
al carajo. Y, con ese talento que le sobra, toma a su personaje y lo interpreta con bravura, con presencia
escénica. No se permite un segundo de timidez, de debilidad, de disminución ante las figuras más
importantes. Asume su importancia con precisión quirúrgica.
Para muestra de la importancia de este tipo de personajes, me permito una digresión: Robert
Duvall tenía la misma misión en El Padrino II y fracasó, reduciendo a Tom Hagen a ras de suelo y
dejando que las presencias escénicas de Pacino o de De Niro consumieran todo el relato. Diane Keaton
recoge mejor esta necesidad y se despacha la escena donde Kay confiesa su aborto ante Michael. Y esa
es una de las escenas más recordadas de la película, en lugar de la conversación entre Tom Hagen y
Frank Pentangeli, que debía ser el corolario de todos los temas presentados tanto en la cinta anterior
como en la secuela. Escena que a menudo es pasada por alto. Acaso Duvall comprendió el problema
que había provocado y, debido a la vergüenza, se marginó de la tercera parte.

2. El hombre, el mito, el superhombre.

Es en este momento del ensayo donde giro, improviso y me contradigo.


Creo sinceramente que El Caballero Oscuro Asciende es el final perfecto para la historia de
Bruce Wayne, tal y como David Goyer, Christopher y Jonathan Nolan la perfilaran hace unos ocho
años atrás, con Batman Inicia. Es el final perfecto para ese relato, englobando en forma extraordinaria
todas las aristas temáticas y narrativas prefiguradas tanto en el remoto inicio de la trilogía como en su
magistral segunda parte.
El escritor estadounidense Orson Scott Card enuncia que, a modo didáctico, es posible
distinguir cuatro tipos de historias, dependiendo del foco en torno al cual se constituya la narración:
escenario, idea, personajes, eventos. Batman Inicia era una historia de personajes. El foco del relato
era claramente Bruce Wayne y la odisea que emprende para sobreponerse a sus temores, abrazarlos y,
finalmente, envolverse en ellos, utilizando el manto del Murciélago como símbolo, tanto coelctivo
como personal.
El Caballero Oscuro era, por su parte, una historia de idea. El relato estaba enfocado en
explorar los conceptos de dualidad, de opuestos complementarios y de la ambigüedad ética. Más que
personajes enfrentados, Batman y el Joker son visiones del mundo enfrentadas. Bruce Wayne se
transforma en un mito en la primera película y pasa del mundo particular al conceptual: se transforma
en un símbolo, una abstracción, una idea; en el segundo filme, el enfrentamiento se da en el plano
abstracto, más que en el físico. El Joker no tiene rasgos individuales o particulares: es la idea de caos
encarnada. Y, al final, vemos como una idea, singularizada tanto en un sujeto bifurcado (Harvey Dent-
Dos Caras) como en un secreto (la caída moral de Harvey Dent, el Blanco Caballero, símbolo de
Gotham) destroza a los hombres.
El Caballero Oscuro Asciende es, necesariamente, otra vez una historia de personajes. El
foco vuelve a ser Bruce Wayne, ese forzado huérfano, testigo involuntario de la violencia espontánea,
contingente y absurda. Bruce Wayne está constantemente en lucha contra el absurdo, encarnado tan
bien en el Joker como en la falta de un sentido vital que presenta al comienzo de este tercer filme. Los
objetos ideales, abstractos, destrozaron a James Gordon, quien tampoco tiene vida personal, pues lleva
a cuestas el secreto fatal; la idea, el símbolo de Batman es lo que realmente ha quebrantado a Bruce
Wayne. Sin poder recurrir al símbolo para darle sentido a su vida, Bruce Wayne está perdido. Idealiza a
Rachel Dawes; imagina que de no ser por Batman tendría alguna opción de llevar una vida feliz,
cuando el Hombre Murciélago ya no fuese necesario. Pero lo dice la misma Rachel en la segunda parte
de la trilogía: Bruce necesita a Batman, porque da sentido a su vida a través de ese mito. Rachel era
innecesaria para él desde un principio, pero debe recibir una brutal paliza por parte de Bane y quedar
encerrado en un foso para poder llegar a comprenderlo.
No es casual que la trilogía comience con la caída de Bruce Wayne en un viejo foso familiar,
dentro de la mansión de su familia y alcance su clímax cuando Bruce alcanza la salida del foso-prisión
por sí mismo. Es el padre de Bruce quien lo saca del foso en la primera parte; en el cierre de la trilogía,
Bruce ha sido capaz de salir por sí mismo. Aún más simbólico: el padre de Bruce utiliza una cuerda
para sacarlo del foso, bajando a rappel. En cambio, para salir del foso-prisión, no puedes apoyarte con
cuerdas. Debes saltar, debes ser capaz de luchar por tu propia vida, de recuperar el miedo que habías
dejado atrás al convertirte en Batman.
Al comienzo, vemos como Bruce Wayne se transforma en Batman. Al final, vemos como
Batman se transforma en Bruce Wayne.
Otro gran símbolo de este aspecto es la figura de Bane. La película gira continuamente sobre el
motivo de la máscara. Bane es Batman perfeccionado. Hasta me arriesgaría a decir que es el Batman
que muchos esperaban ver en esta tercera parte: monstruoso, supremo, mítico y mesiánico. “Nací en la
Oscuridad” le dice a Batman, mientras lo destroza “Tú solo la has adoptado”. Sin embargo, Bane
depende forzosamente de su máscara para aliviar su dolor. Como Bruce Wayne. Al comienzo de esta
tercera parte, Bruce no es capaz de actuar sin ser Batman. Batman es todo lo que le queda, o eso es lo
que cree. La máscara alivia el dolor de vivir. Pero la vida de Bruce Wayne como Batman es falsa. Es un
mito. La máscara sólo tiene valor como símbolo, sirve para proteger a los que amas. Es una
herramienta, no un objeto de dependencia.
Para los ciudadanos de Gotham, Batman es un mito, un símbolo, una leyenda urbana. Eso es lo
único que tiene valor, más allá de toda la parafernalia y teatralidad. Gordon lo repite dentro de la
película: “¿No importa quién era?” pregunta Blake. “Era El Hombre Murciélago” responde Gordon.
La función de Batman para Bruce Wayne es más compleja. Buscaba inspirar a los ciudadanos
de Gotham, redimir su ciudad. Pero en sí misma, la identidad mítica no era más que una forma de
abrazar su propio temor, adoptar la oscuridad, un temor que ya no existía, porque la máscara había
devorado al hombre. Al recuperar su miedo, Bruce Wayne se recupera a sí mismo, al asumir la
posibilidad contingente de morir, el círculo se cierra. El héroe desciende desde la trascendencia a la
particularidad y el hombre asciende.
Bruce Wayne deja de lado la ayuda, la dependencia. No es casual que durante la película, sea
deprivado de todos sus posibles apoyos: arsenal, dinero, hasta del suministro eléctrico. Alfred se
marcha, las Empresas Wayne se diluyen en la bancarrota. Quiero creer que otro motivo dentro del
relato es el bastón con que Bruce inicia la tercera parte. Para poder salir adelante, tendrá que abandonar
la dependencia. Batman no puede existir sin la dependencia, desde su cinturón utiltario a su monstruosa
cuenta bancaria. En cambio, Bruce Wayne nunca tuvo nada más que a sí mismo y su particular relación
con el miedo.
Otro elemento temático importante en este cierre de la trilogía es la díada muerte/inmortalidad.
“Hay muchas formas de inmortalidad” dice Ra's Al Ghul, en una de las secuencias más potentes de la
saga. Talía busca completar el destino de Ra's Al Ghul. Alfred y Bruce insiste en el sacrificio que
implica realizar el destino final de Batman, al menos en cuanto concepto.
Para mí, un símbolo curioso de este tema es, de hecho, la bomba atómica-reactor de fusión. Un objeto
creado como una fuente de energía eterna (es decir, inmortal) y gratuita para toda la ciudad puede
convertirse en un artefacto de destrucción masiva. Por esa razón, pese a ser un objeto sumamente
necesario, vital, Bruce Wayne, que sabe que aquellos elementos que parecen bendiciones pueden llegar
a convertirse en agentes de caos y muerte (la gran lección aprendida en El Caballero Oscuro, a través
del concepto de escalada), renuncia a su legado, a algo que lo hubiese inmortalizado como el gran
benefactor de la humanidad. Renuncia a la trascendencia, porque la inmortalidad es peligrosa, porque,
como ya dije anteriormente, es ideal y aberrante.
Bruce Wayne ya ha renunciado antes a la trascendencia. El secreto de la corrpución y locura
final de Harvey Dent se va con Gordon y con Batman a la oscuridad, por el bien de Gotham, por el bien
simbólico de una ciudad que necesita un corazón moral al precio de su único y auténtico héroe.
Ahí radica una de las frases claves de la trilogía, que también juega con la muerte como
concepto. Muere como un héroe o vive lo suficiente como para convertirte en un villano, nos dice
Harvey Dent.
Pero hay una forma de inmortalidad. Hay una forma de salir de este eje donde la vida se
prolonga hasta convertirse en una no-vida. El héroe trasciende los pares de opuestos, para adquirir la
auténtica trascendencia. Ni héroe ni villano: hombre. Es lo que simboliza el programa Clean Slate (yo
lo hubiese llamado Tabula Rasa): volver a nacer, sin antecedentes, sin ningún registro de sí mismo,
libre de toda atadura al pasado, sólo para vivir. Más allá del eje donde o se es un héroe o una bestia, un
demonio o un caballero de brillante armadura.
El tema se cierra del mismo modo en que, en la que para mí es una de las más fuertes de la
trilogía, se resuelve el dilema entre dinamitar el barco de los condenados a muerte o el barco de los
refugiados que escapan de Gotham. Un hombre de piel oscura, que aparece envuelto en el manto de lo
moralmente reprobable, es quien toma la mejor decisión ética: ante una absurda elección, entre el peor
de dos males, elige la abstención. Puedes no jugar el juego, puedes abstenerte, marginarte.
Por eso Catwoman, con mucho el personaje más ambiguo de toda la mitología asociada a Batman, tiene
como objetivo salirse del juego. Borrarse, salir de las categorías de heroína o villana, orientada por su
propia brújula moral en busca de una vida nueva. Tiene miedo a morir. Está definida por su miedo. Ese
miedo a morir la lleva a luchar desesperadamente por la supervivencia, un concepto que Bruce Wayne
no conoce.
Los superhombres, como Batman, el Joker, Catwoman o Bane, están más allá del bien y del
mal, como nos dijera Nietzsche. Crean su propia moralidad. Pero son máscaras, símbolos, irrealidades
exquisitas. Son perniciosos para los seres reales que viven bajo la máscara. La única forma de
trascender a ese juego es no existir, como el Joker, de quien nada se sabe. No tiene pasado, ni vida tras
el maquillaje o el disfraz. Acaso tuviera acceso al programa Clean Slate, para no aparecer en ninguna
base de datos del planeta.

3. La máscara.

Entonces ¿cuál es la función de la máscara?


Entra Robin. En la actualidad, dentro de la continuidad narrativa del cómic, existe una especie
de convención relativa a que Batman es, en sí mismo, el producto de una patología psíquica. El trauma
provocado por el asesinato de sus padres provocó en Bruce Wayne una suerte de psicosis
compensatoria, sublimada como una cruzada justiciera.
Robin, con su traje de colores, su juventud y su optimismo, es el equilibrio perfecto para
Batman. En la historia de dos partes Últimos Ritos, escrita por Morrison y dibujada por Lee Garbett, el
año 2009, queda explicada esta dinámica con claridad y elegancia. Robin y el Joker, ambos
provenientes de la estética circense, son elementos lúdicos, caóticos, que trastocan el mundo hiper-
organizado, sombrío y hasta atrofiado que Bruce Wayne ha construido alrededor de su alter-ego.
Pero esa no es directamente la faceta de Robin que encarna Joseph Gordon-Levitt en la película
de Nolan. Robin es, también, el triunfo del Hombre Murciélago, tanto en los comics como en la trilogía
fílmica. Batman triunfa cuando el símbolo que ha construido para combatir sus propios traumas y
dolores adquiere autonomía. La máscara deja de ser un refugio para un niño herido y vulnerable y se
convierte en una causa, en una función social, que otros pueden asumir después de que Bruce Wayne
abandone el manto. Bruce Wayne deja de necesitar a Batman como una protección, en cuanto otro ser
humano asume el manto por razones distintas a las suyas.
John Blake lo deja claro en un momento de la cinta: “No necesito máscaras”. Y es cierto. Bruce
necesitaba la máscara, la teatralidad, la táctica, pero también el símbolo. La función del símbolo era,
recordemos, transmitir el miedo que Bruce Wayne sentía ante los murciélagos hacia los criminales e
inspirar a la población de Gotham City. Al comienzo de la tercera parte, Batman está escondido,
desaparecido y también Bruce. De hecho, Bruce está esperando que Batman vuelva a ser necesario para
regresar a la actividad. La insoportable identidad entre el hombre y el mito es absoluta, y no puede
durar.
John Blake, en cambio, no necesita el mito. No es Bruce Wayne, pero puede ser Batman. Por
tanto, se rompe la dependencia bicondicional entre Bruce Wayne y Batman.
Cada vez que esto ocurre en los comics, los fanáticos más ortodoxos se quejan y lamentan. No
hay Batman sin Bruce Wayne, dicen. Aún cuando algunos Robins (en la continuidad “oficial” del
cómic hay al menos cinco personas, incluyendo una chica, Stephanie Brown y el propio hijo natural de
Bruce Wayne, Damian, que han ocupado el traje de Niño/a Maravilla) han vestido el manto, para estos
fundamentalistas de la narrativa secuencial, sólo Bruce Wayne es capaz de abordar esa carga. Esto sólo
nos hace manifiesta la irrealidad del Caballero Oscuro en cuanto hecho estético: da igual si Bruce
Wayne carga encima con un feroz trauma o con la culpa del superviviente. Queremos que siga dolido,
herido y quebrantado, porque sólo él puede ser Batman. Si se tratara de un sujeto real, estoy seguro de
que me encantaría, como dijera Alfred/Michael Caine en esta última cinta, verlo beber café,
acompañado de una jovial Anne Hathaway, disfrutando de una vida común y corriente.
Se lo ha ganado.

4. Caballero Oscuro, Ciudad Oscura.

Es plausible objetar la trilogía de Christopher Nolan desde una perspectiva no simplista, sino
simplificadora: después de todo, Bruce Wayne no es más que un gran protector del statu quo. Batman
no resuelve las brutales injusticias económicas y sociales de Gotham, que esta película manifiesta de
soslayo. En última instancia, por unos segundos, queremos creer en la demagogia explícita de Bane y
ver a Batman como un símbolo de justicia social. Pero eso implicaría que Gotham necesita a Batman
como un guardián, como una especie de pastor hipertrofiado. Ese es, curiosamente, el defecto implícito
en la Ley Dent, que denuncia John Blake, criticando a Gordon: saltar los límites de la libertad
individual para conseguir un objetivo mayor. También estaba implícito en el uso espurio del sistema de
sonar que activa Batman para localizar al Joker sobre el final de El Caballero Oscuro.
Batman no es un guardián, no es el pastor en que se transforma la imagen de Harvey Dent. Es
una inspiración. Lo que Bruce Wayne busca es transformar a Gotham en una ciudad autónoma, capaz
de prescindir de los superhéroes. O mueres luchando por tu heroísmo, o vives dependiendo e un héroe,
suficiente tiempo como para volver a corromperte.
Para mí, esto queda de manifiesto en el último diálogo entre Batman (o ese extraño sujeto
vestido de murciélago que lucha casi como un ciudadano más) y Gordon. James Gordon es el héroe de
Bruce Wayne, porque basta con un abrigo para enseñarle a un niño que no todo es tan absurdo. Que hay
un sentido. Por eso esta película está llena de policías y huérfanos. Por eso un huérfano como John
Blake elige ser policía, primero, y Batman, después. John Blake es Batman corregido. Batman por
opción, sin desesperación, sin deseo de morir, sin miedo. Para este muchacho, el símbolo es una
herramienta para hacer aquello que un policía no puede. Los policías son, creo, el símbolo que
Christopher Nolan utiliza para el auténtico heroísmo. El policía cobarde encarnado muy pobremente
por Matthew Modine pasa del miedo a la muerte, a perder a su familia, a dar la vida en cumplimiento
del deber. Porque el verdadero heroísmo es ser capaz de superar el miedo a la muerte y dar la vida por
un ideal, aunque eso cause daño, aunque destruya la vida de quienes lo intentan. Es lo que esta trilogía
nos ha reiterado continuamente.
Bruce Wayne nunca tuvo miedo a la muerte. Tenía miedo al miedo. Lo superó, lo convirtió en
un arma. Se hizo a sí mismo un mito. El mito lo hizo inmortal. Para volver a vivir, necesitó aprender el
miedo a la muerte. Renació y comenzó a vivir.
5. Conclusión: El triunfo del Señor de la Noche.

Señalé al comienzo que Batman es, a casi ochenta años de su creación, un dispositivo narrativo.
Los autores escogen el ángulo del personaje donde prefieren enfocarse y dejan fluir sus historias desde
allí. También es mi caso.
Batman es uno de los símbolos más potentes de mi niñez y de mi juventud. Creo que las razones
por las cuales funciona es porque en la niñez, de alguna forma, todos nos sentimos solitarios, carentes y
frágiles y Batman se sobrepone a esa fragilidad sin ayuda de superpoderes. No es el Último Hijo de
Krypton o un adolescente con complejo de culpa picado por una araña radioactiva. No. Es elegante,
siniestro, se envuelve en las sombras con esa figura estilizada que ha heredado de Neal Adams,
Marshall Rogers, Jim Aparo. Además, es listo. Estudioso. Preparado tanto física como mentalmente
para la interminable guerra contra el crimen.
Batman es un símbolo que cambia con los años. Lo he visto levantarse de la silla de ruedas;
superar la muerte del segundo Robin, Jason Todd, a quien arrancara de entre las cenizas para verlo
resucitar en forma ignominiosa, unos años más tarde; afrontar la tortura y el lavado de cerebro del
Diácono Blackfire; escapar de trampas imposibles y, ante todo, luchar continuamente contra sí mismo y
el deseo de destruir al Joker, una y otra vez. Con el paso del tiempo y tantas aventuras transcurridas
guardo especialmente dentro del corazón ese aspecto tan poco trabajado del personaje que,
precisamente, esta trilogía escogió como foco narrativo.
Bajo el Detective, el Cruzado de la Capa, el Artista Marcial, el Vigilante, el Caballero Oscuro,
el Señor de la Noche, los múltiples aspectos que han hecho de Batman uno de los íconos más
reconocibles y exitosos de la cultura pop, siempre vi a Bruce Wayne como un espejo, cuya mayor
cualidad personal residía en la capacidad para hacer del horror y del sufrimiento herramientas, fuerzas
impulsoras para una cruzada por ayudar al prójimo. Un hombre herido en la profundidad de su ser que,
sin embargo, se entrega a una causa tan absurda y desproporcionada como noble. Una hipérbole de
cierta clase particular de seres humanos, un símbolo de digna soledad y fuerza incomparable.
Para mí, Batman no es un vengador. No es un psicópata. No es un asesino ni un fascista.
Tampoco es un ser especial, dotado de poderes que lo lleven a responsabilizarse por la humanidad. Así
como Superman encarna la hipóstasis: el mito que se hace humano, que se reduce al nivel de los
hombres, Batman encarna la apoteosis, el hombre que lucha por hacerse mito, por transformarse en
símbolo. Superman está eternizado desde su planteamiento; Batman está condenado al desgaste. Como
ya dije antes, los hombres no son mitos. No somos irrompibles, por mucho que intentemos llegar a
serlo. Por nobles que sean nuestras intenciones, cada noche, como Batman, llegamos a casa cansados,
“heridos”, tras las distintas luchas cotidianas. En la medida en que nos entreguemos por una causa, ese
dolor puede, al menos, constituirse en un arma, en un impulso más para seguir adelante, para no
rendirnos.
“¿Cómo puede Batman procesar ese nivel de estrés?” se pregunta, en Últimos Ritos, maestro
torturador, mientras explora la psique del Hombre Murciélago “Qué clase de hombre puede convertir
incluso los recuerdos de su vida en un arma?”
Bruce Wayne es esa clase de hombre. Pero Bruce no tiene poderes especiales. Esa aptitud es una
cualidad humana, muy particular, propia de cierto tipo de seres humanos —y acaso de todos, puestos al
límite — , capaces de lidiar con la locura y el dolor, de tomar la angustia y la soledad y transformarla
en algo de valor perdurable, una causa, un sentido. Una victoria.
Este cierre de la trilogía del Caballero Oscuro me ha llegado profundamente porque, pese a las
cualidades que he nombrado anteriormente, permite vislumbrar un final satisfactorio y hasta feliz para
este hombre noble, Bruce Wayne. Un final consistente para una “vida” sostenida sobre la consistencia
misma. En última instancia, he preferido ver El Caballero Oscuro Asciende como un comentario
formidable sobre los conceptos de heroísmo, altruismo, filantropía. ¿Cómo termina la lucha de hombres
y mujeres como éste? ¿Cuándo termina? Ante la disyuntiva del heroísmo y la entrega total, opuestos a
la satisfacción personal ¿es posible dar un paso al costado? ¿Qué es esa fuerza que nos permite
levantarnos después de caer: venganza, rabia, locura, deseo de muerte o auténtico heroísmo?
Batman, como siempre, permanece. Bruce Wayne asciende de sí mismo y triunfa. La señal
brilla nuevamente en el cielo de una Gotham eterna dentro de las viñetas de nuestra fantasía juvenil y el
mito ilumina nuestro andar por los callejones oscuros del pasado y la memoria.

Jano Moore.
La Granja, 24 de noviembre, 2012.

También podría gustarte