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Moldéame, Señor

La conveniencia de poner la vida en manos del Alfarero

Hay una canción católica muy hermosa y popular que se canta a veces en las Misas y también en las reuniones de
oración titulada “El Alfarero”, que dice:
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Yo quiero ser, Señor amado,
como el barro en manos del alfarero.
Toma mi vida, hazla de nuevo.
Yo quiero ser, un vaso nuevo.
En esta edición de la revista queremos meditar en lo que significa pedirle a Dios que nos moldee y nos haga de
nuevo, como el alfarero hace un vaso o un cántaro y, si no le gusta, lo deshace y lo hace de nuevo. Esto es parte
de la “conversión continua” a la que nos insta el Señor a través de su Iglesia. Es, pues, apropiado reflexionar en
cómo podemos ponernos en manos del Alfarero para que él nos moldee y así pueda cumplir su voluntad en
nosotros y con nosotros.
La idea del alfarero nos hace pensar, naturalmente, en aquella primera vez que Dios, el Alfarero divino, formó del
barro del suelo al primer hombre, Adán, detrás del cual todos llegamos a formar parte de la humanidad.
La mano del alfarero. En la antigüedad, mucho antes de la Revolución Industrial, era común ver en cada pueblo
los talleres de los artesanos, las tejedoras, los herreros, los carpinteros y, naturalmente, los alfareros cada uno
trabajando en su oficio. Es interesante que el profeta Jeremías haya escogido la figura del alfarero para describir,
en una de sus más memorables parábolas, la manera como Dios actúa en la vida de cada uno de sus hijos para
formarnos y transformarnos con la esperanza de que un día lleguemos a ser imagen y semejanza suya.
Poniendo al alfarero de ejemplo, Jeremías escribió: “Cuando el objeto que estaba haciendo le salía mal, volvía a
hacer otro con el mismo barro, hasta que quedaba como él quería” (Jeremías 18, 4). Luego, hablando en nombre
del Señor, Jeremías preguntaba al pueblo: “¿Acaso no puedo hacer yo con ustedes… lo mismo que este alfarero
hace con el barro?” (18, 6).
Sabemos que Dios no hace nada imperfecto, pero ¿cómo puede malograrse alguno de estos “vasos”? La
respuesta es “el pecado”. Dado que los humanos somos “vasos vivos”, aun cuando estemos en manos del
alfarero, siempre podemos optar por cometer el pecado y son nuestros pecados los que causan las manchas, los
desportillados y las quebraduras en el vaso. La buena noticia es que estos defectos y daños no tienen por qué ser
permanentes. Cuando decidimos ponernos de nuevo en manos de nuestro Señor para que él nos vuelva a
moldear según su voluntad, él nos da una nueva forma, una nueva vida y va sanando los daños y quitando todas
las imperfecciones causadas por la rebeldía, el egoísmo y las demás actitudes negativas que todos tenemos, y lo
hace a fin de que poco a poco nos vayamos pareciendo más a su Hijo.
En efecto, no hay duda de que todos somos “cántaros defectuosos y malogrados.” Pero por muy fragmentados,
manchados o deslucidos que estemos, Dios no deja de amarnos y quiere volver a moldearnos para que un día
lleguemos a ser puros y santos. Muchos piensan que eso es casi imposible, pero el Señor nunca se da por vencido
con nosotros y sigue haciéndonos y rehaciéndonos, aun cuando ese trabajo demore toda una vida. ¿No es esto
asombrosamente tranquilizador?
¿Me amas tú? A veces, cuando reconocemos que somos “vasijas torcidas, manchadas y quebradas”, nos sentimos
frustrados con nosotros mismos, pues nos fijamos más en nuestros defectos, los errores que cometemos y las
tendencias egoístas que nos dominan y sentenciamos: “Y0 no soy un buen marido o un buen padre para mis
hijos”; “Por qué soy tan egoísta”, o bien “Siempre me irrito por cosas pequeñas.” Hay también quienes tienen una
visión muy negativa y pesimista de la vida y piensan: “Todo me sale mal”, “Por qué no puedo cambiar” o “Por
mucho que intente, nunca podré ser feliz.”
Si tú, hermano o hermana, ves que de vez en cuando o con cierta frecuencia surgen en tu mente pensamientos
cómo éstos, procura recordar cómo se debe haber sentido Pedro, el apóstol, después haber negado conocer a
Cristo. ¡Qué culpable y avergonzado debe haberse sentido cuando oyó el canto del gallo y vio que Jesús lo miraba!
(Lucas 22, 60-61). Seguramente pensó “¡Oh, soy un fracasado! ¿Cómo pude ser tan cobarde? ¿Qué voy a hacer
ahora?”
Pero la historia no termina ahí, y no era eso lo que Jesús pensaba de Pedro. De hecho, después de su
resurrección, no hay evidencia de que Jesús haya confrontado a Pedro acerca de su negación. En lugar de mirar al
pasado, hacia las negaciones de su apóstol, miró hacia adelante cuando le preguntó: “¿Me amas?” Por supuesto
sabía que Pedro lo amaba, pero quería que Pedro asumiera nuevamente su misión: “Sígueme… Apacienta mis
ovejas” (Juan 21, 15-17. 19).
No hay duda de que Pedro respiró hondo y sintió que le volvía toda su confianza cuando oyó estas palabras. No
hubo condenación ni reproche ni condicionamiento. Sólo hubo amor, misericordia y aliento. El Alfarero supremo
estaba rehaciendo una barca quebrantada. Instantáneamente, Pedro se sintió rejuvenecido y quedó listo para
retomar su misión y su trabajo.
El Señor nos dice a cada uno de nosotros lo mismo que a Pedro: “Eres valioso para mí y te amo. Veo mucho
potencial y grandeza en ti y nunca te retiraré mi favor. Déjame rehacerte de nuevo hasta que estés preparado
para salir y apacentar mis ovejas.”
Misericordia infinita. ¡Qué buena noticia! ¿no es cierto? Jesús nos dice que no es problema para él el que seamos
defectuosos o estemos dañados, siempre que nos mantengamos en las manos del alfarero; es decir, que el hecho
de ser vasijas imperfectas o mancilladas no debe llevarnos a la inseguridad, la desorientación o la frustración. Por
el contrario, debe llenarnos de esperanza. ¿Por qué? Porque sabemos que estamos en las manos de Jesús y él
nunca dejará de actuar en nuestro interior para formarnos y modelarnos como él quiera.
¿Recuerdas la primera entrevista importante que dio el Papa Francisco? La primera pregunta que le hicieron fue:
“¿Quién es el Papa Francisco?” Reflexionando por un momento, el nuevo Papa contestó: “Soy un pecador.” Esta
es una realidad básica para el Santo Padre; él sabe que es un vaso dañado. Pero sabe también que esa no es toda
la historia, pues terminó su respuesta diciendo: “Pero tengo confianza en la infinita misericordia y la paciencia de
nuestro Señor Jesucristo.”
Esta infinita misericordia y paciencia está disponible para todos los que quieran recibirlas. La realidad es que
todos somos pecadores. Y lo que más quiere el Señor es librarnos de los pecados que tenemos y llenarnos de
esperanza. Por eso nos dice: “Cuando el pecado aumentó, Dios se mostró aún más bondadoso” (Romanos 5, 20);
o, como lo dijo el propio Papa Francisco: “Dios es más grande que nuestro pecado” (Audiencia general, 30 de
marzo de 2016).
Asumir el riesgo. Dios es un Alfarero sumamente cuidadoso y paciente, y aunque ve perfectamente los defectos y
los puntos débiles que tenemos y los pecados que cometemos mucho mejor que nosotros mismos, ¡nos sigue
amando! Nos ama tanto que, de hecho, quiere hacernos partícipes de su vida divina; quiere unirnos a él a tal
punto que se nos borren todos nuestros pecados, de manera que los dones que nos ha dado se desarrollen en
todo su potencial.
Pero también quiere que cooperemos con él en su plan de rehacernos y modelarnos, y para ello nos invita a estar
atentos a lo que él hace en el interior de cada uno. Así pues, cada vez que tú sientas que no debes decir o hacer
algo dañino, has de reconocer que ese es probablemente el Espíritu Santo que te está hablando y guiando, y que
esta es una manera en que el Alfarero divino está rehaciendo el vaso de tu vida. Cada vez que te conduelas al ver
a alguien que sufre o quieras ser generoso con alguien necesitado, reconoce que esto también es probablemente
el Espíritu Santo que te está modelando de nuevo.
Cabe recordar, no obstante, que siempre existe un elemento de intento y error que puede haber cuando dejamos
que el Espíritu Santo actúe para rehacernos y remodelarnos; un elemento de riesgo cuando actuamos por fe para
seguir sus inspiraciones. Habrá ocasiones en que lo hagas acertadamente, otras en las que te equivoques; pero si
en esto pones tu mejor esfuerzo y te mantienes dispuesto a ser obediente al Señor, puedes tener la certeza de
que Dios se complace contigo. Tú puedes estar en paz, sabiendo que estás seguro en manos del Alfarero.

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