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El Pibe que amaba a Lisa Hayes, de Fabio Martínez (Tartagal, Córdoba)

Me enamoré de Lisa Hayes a los trece años. Además de esos ojos enormes color miel y ese flequillo
que le cubría parte de la frente, su tenacidad al frente del SDF-1 me parecía increíble. Odiaba a
Lynn Minmei y esas canciones que cantaban me parecían demasiados melosas y aburridas. No
podía entender cómo Rick Hunter la prefería a ella antes que a Lisa.
Ese arquetipo de mujer condicionó mis gustos para siempre. A partir de ese momento busqué chicas
que se parecieran a Lisa Hayes.
Me fue mal.
¿Quién tiene así de grandes los ojos y comanda una nave espacial?
Por mucho tiempo permanecí solo. Mis compañeros de la escuela me decían “el pibe raro”, me
pegaban con la regla en la nunca, me daban chirlos en la cantina y cuando me daba vuelta se hacían
los que miraban hacia otro lado y se aguantaban la risa. Ninguno comprendía que tan sólo era un
pibe enamorado.
Sin novia ni amigos no me quedó otra que volverme poeta. La poesía, de alguna manera, me salvó,
por lo menos seguí mi camino con la compañía de otros pibes raros y así pasé mi adolescencia:
entre libros, amigos que como mucho te decían dos palabras al día y usaban sobretodos y vestían de
negro aunque el sol partiera la tierra. Crecí con una libreta llena de escritos y esa idea de que eran
los mejores poemas y; una Testigo de Jehova, que no se parecía en nada a Lisa pero era la única que
me visitaba cada tarde para leerme la biblia y hablar de Cristo y el fin de este mundo tal cual lo
conocíamos y luego, cuando ya no le quedaban palabras, tocarnos, primero suave y después con
mayor intensidad hasta explotar cada uno por dentro.
Terminé la secundaria y me fui a la gran ciudad a estudiar Letras Modernas. Allí me hice un grupo
de amigos con los cuales visitábamos los cementerios de noche y entrábamos a casas abandonadas
para después escribir historias de terror.
Fueron tiempos frenéticos y olvidables. Hacíamos tantas cosas y vivíamos tan rápido que hoy los
recuerdos se mezclan y se vuelven difusos.
Sin embargo, recuerdo con claridad esa noche, en la casa de una amiga, que conocí a una chica
llamada Lisa. Éramos como ocho poetas que escondíamos nuestros escritos arrugados en la
mochila. Entonces Lisa nos metió el pecho.
—Para qué escriben si no van a leer, putos—dijo.
Entones mis amigos sacaron sus textos, los desdoblaron, los estiraron y leyeron y yo también leí un
poema, tal vez el poema más estúpido que hubiera escrito pero lo leí como si el mundo estuviera a
punto de estallar y lo único que nos quedara antes de morir fueran las palabras. Eso le llamó la
atención. Pasamos el resto de la noche sentados uno al lado del otro. Tomamos vino, fumamos y
hablamos de los escritores contemporáneos que amábamos y odiábamos como Lamberti, Falco,
Ferreyra o Radilov Chirov.
En un momento de la noche me dijo que todos la llamaban Lisa Simpson, pero ella prefería ser Lisa
Hayes y que en su adolescencia, por mucho tiempo, intentó peinarse con el mismo flequillo pero
nunca le quedó igual. Después se llevó una pastilla a la boca y me besó. Sentí su lengua y el gusto
amargo de la pastilla desarmándose.
Nos fuimos juntos antes de que amaneciera. Me pidió que le regalase el poema que había leído.
Así lo hice.
En la esquina estaba su nave espacial, el SDF-1. Nos subimos y volamos, bien alto, mientras las
luces de la ciudad se volvían cada vez más pequeñas y difusas y allá, en el horizonte, amanecía.

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